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vargas llosa la casa verde Publicado por Editorial Alfaguara, Study notes of Law

La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre si, Piura, en el desierto del litoral pe-ruano, y Santa Maria de Nieva, una factoria y mision religiosa perdida en el corazon de la Amazonia. Simbolo de la historia es la mitica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura.Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llo-sa.La casa verde (1965) recibio al año siguiente de su publicacion el Premio de la Critica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Romulo Gallegos a la mejor novela en lengua española.

Typology: Study notes

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Download vargas llosa la casa verde Publicado por Editorial Alfaguara and more Study notes Law in PDF only on Docsity! Bae ola AT SHERIN| = = = a oS a = =] iz f=] ay Mario Vargas Llosa La casa verde LA CASA VERDE – MARIO VARGAS LLOSA Publicado por Editorial Alfaguara Octubre, 2002 La casa verde ocurre en dos lugares muy alejados entre si, Piura, en el desierto del litoral peruano, y Santa Maria de Nieva, una factoria y mision religiosa perdida en el corazon de la Amazonia. Simbolo de la historia es la mitica casa de placer que don Anselmo, el forastero, erige en las afueras de Piura.Novela ejemplar en la historia del boom latinoamericano, La casa verde es una experiencia ineludible para todo aquel que quiera conocer en profundidad la obra narrativa de Mario Vargas Llosa.La casa verde (1965) recibio al año siguiente de su publicacion el Premio de la Critica y, en 1967, el Premio Internacional de Literatura Romulo Gallegos a la mejor novela en lengua española. PRÓLOGO Me llevaron a inventar esta historia los recuerdos de una choza prostibularia, pintada de verde, que coloreaba el arenal de Piura el año 1946, y la deslumbrante Amazonía de aventureros, soldados, aguarunas, huambisas y shapras, misioneros y traficantes de caucho y pieles que conocí en 1958, en un viaje de unas semanas por el Alto Marañón. Pero, probablemente, la deuda mayor que contraje al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros descubrí las hechicerías de la forma en la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades y perspectivas de que una astuta construcción y un estilo cuidado podían dotar a una historia. Escribí esta novela en París, entre 1962 y 1965, sufriendo y gozando como un lunático, en un hotelito del Barrio Latino —el Hotel Wetter— y en una buhardilla de la rue de Tournon, que colindaba con el piso donde había vivido el gran Gérard Philipe, a quien el inquilino que me antecedió, el crítico de arte argentino Damián Bayón, oyó muchos días ensayar, horas de horas, un solo parlamento de El Cid de Corneille. Londres, septiembre de 1998 UNO El sargento echa una ojeada a la madre Patrocinio y el moscardón sigue allí. La lancha cabecea sobre las aguas turbias, entre dos murallas de árboles que exhalan un vaho quemante, pegajoso. Ovillados bajo el pamacari, desnudos de la cintura para arriba, los guardias duermen abrigados por el verdoso, amarillento sol del mediodía: la cabeza del Chiquito yace sobre el vientre del Pesado, el Rubio transpira a chorros, el Oscuro gruñe con la boca abierta. Una sombrilla de jejenes escolta la lancha, entre los cuerpos evolucionan mariposas, avispas, moscas gordas. El motor ronca parejo, se atora, ronca y el práctico Nieves lleva el timón con la izquierda, con la derecha fuma y 2 Mario Vargas Llosa La casa verde metido al bolsillo, muchachos, qué sabida la monjita, y las madres y los dos aguarunas se sonríen, cambian reverencias. Y además cultísima, ¿sabía el sargento que en la misión se la pasaban estudiando? Más bien sería rezando, Chiquito, por los pecados del mundo. La madre Pa trocinio sonríe a la vieja, ésta desvía los ojos y sigue muy seria, sus manos en el hombro de las chiquillas. Qué se andarían diciendo, mi sargento, cómo conversaban. La madre Angélica y los dos hombres hacen muecas, ademanes, escupen, se quitan la palabra y, de pronto, los tres niños se apartan de la vieja, corretean, ríen muy fuerte. Los estaba mirando el churre, muchachos, no quitaba la vista de aquí. Qué flaquito era, ¿se había fijado el sargento?, tremenda cabezota y tan poquito cuerpo, parecía araña. Bajo la mata de pelos, los ojos grandes del chiquillo apuntan fijamente a la cabaña. Está tostado como una hormiga, sus piernas son curvas y enclenques. De repente alza la mano, grita, muchachos, malparido, mi sargento y hay una violenta agitación tras el tabique, juramentos, encontrones y estallan voces guturales en el claro cuando los guardias lo invaden corriendo y tropezando. Que bajaran esos fusiles, alcornoques, la madre Angélica muestra a los guardias sus manos iracundas, ah, ya verían con el teniente. Las dos chiquillas ocultan la cabeza en el pecho de la vieja, aplastan sus senos blandos y el varoncito permanece desorbitado, a medio camino entre los guardias y las madres. Uno de los aguarunas suelta el mazo de plátanos, en alguna parte cacarea la gallina. El práctico Nieves está en el umbral de la cabaña, el sombrero de paja hacia atrás, un cigarrillo entre los dientes. Qué se creía el sargento, y la madre Angélica da un salti to, ¿por qué se metía si no lo llamaban? Pero si bajaban los fusiles se harían humo, madre, ella le muestra su puño pecoso y él que bajaran los máuseres, muchachos. Suave, continua, la madre Angélica habla a los aguarunas, sus manos tiesas dibujan figuras lentas, persuasivas, poco a poco los hombres pierden la rigidez, ahora responden con monosílabos y ella risueña, inexorable, sigue gruñendo. El chiquillo se aproxima a los guardias, olfatea los fusiles, los palpa, el Pesado le da un golpecito en la frente, él se agazapa y chilla, era desconfiado el puta y la risa sacude la fláccida cintura del Pesado, su papada, sus pómulos. La madre Patrocinio se demuda, desvergonzado, qué decía, por qué les faltaba así el respeto, so grosero y el Pesado mil disculpas, menea su confusa cabeza de buey, se le escapó sin darse cuenta, madre, tiene la lengua trabada. Las chiquillas y el varoncito circulan entre los guardias. Los examinan, los tocan con la punta de los dedos. La madre Angélica y los dos hombres se gruñen amistosamente y el sol brilla todavía a lo lejos, pero el contorno está encapotado y sobre el bosque se amontona otro bosque de nubes blancas y coposas: llovería. A ellos la madre Angélica los había insultado enantes, madre, y ellos qué habían dicho. La madre Patrocinio sonríe, pedazo de bobo, alcornoque no era un insulto sino un árbol duro como su cabeza y la madre Angélica se vuelve hacia el sargento: iban a comer con ellos, que subieran los regalitos y las limonadas. Él asiente, da instrucciones al Chiquito y al Rubio señalándoles el barranco, plátanos verdes y pescado crudo, muchachos, un banquetazo de la puta madre. Los niños merodean en torno al Pesado, al Oscuro y al práctico Nieves, y la madre Angélica, los hombres y la vieja disponen hojas de plátano en el suelo, entran a las cabañas, traen recipientes de greda, yucas, encienden una pequeña fogata, envuelven bagres y bocachicos en hojas que anudan con bejucos y los acercan a la llama. ¿Iban a esperar a los otros, sargento? Sería de nunca acabar y el práctico Nieves arroja su cigarrillo, los otros no volverían, si se fueron no querían visitas y éstos se irían al primer descuido. Sí, el sargento sabía, sólo que era de balde pelearse con las madrecitas. El Chiquito y el Rubio regresan con las bolsas y los termos, las madres, los aguarunas y los guardias están sentados en círculo frente a las hojas de plátano y la vieja ahuyenta los insectos a palmadas. La madre Angélica distribuye los regalos y los aguarunas los reciben sin dar muestras de entusiasmo, pero luego, cuando las madres y los guardias comienzan a comer trocitos de pescado que arrancan con las manos, los dos hombres, sin mirarse, abren las bolsas, acarician espejitos y collares, se reparten las cuentas de colores y en los ojos de la vieja se encienden súbitas luces codiciosas. Las chiquillas se disputan una botella, el varoncito mastica con furia y el sargento se enfermaría del estómago, miéchica, le vendrían diarreas, se hincharía como un hualo barrigudo, le crecerían pelotas en el cuerpo, reventarían y saldría pus. Tiene el trozo de pescado a orillas de los labios, sus ojitos parpadean y el Oscuro, el Chiquito y el Rubio también hacen pucheros, la madre Patrocinio cierra los ojos, traga, su rostro se crispa y sólo el práctico Nieves y la madre Angélica alargan las manos constantemente hacia las hojas de plátano y con una especie de regocijo presuroso desmenuzan la carne blanca, la limpian de espinas, se la llevan a la boca. Todos los selváticos eran un poco chunchos, hasta las madres, cómo comían. El sargento 5 Mario Vargas Llosa La casa verde suelta un eructo, todos lo miran y él tose. Los aguarunas se han puesto los collares, se los muestran uno al otro. Las bolitas de vidrio son granates y contrastan con el tatuaje que adorna el pecho del que lleva seis pulseras de cuentecillas en un brazo, tres en el otro. ¿A qué hora partirían, madre Angélica? Los guardias observan al sargento, los aguarunas dejan de masticar. Las chiquillas estiran las manos, tímidamente tocan los collares deslumbrantes, las pulseras. Tenían que esperar a los otros, sargento. El aguaruna del tatuaje gruñe y la madre Angélica sí, sargento, ¿veía?, que comiera, los estaba ofendiendo con tantos ascos que hacía. Él no tenía apetito pero quería decirle algo, madrecita, no podían quedarse en Chicais más tiempo. La madre Angélica tiene la boca llena, el sargento había venido a ayudar, su mano menuda y pétrea estruja un termo de limonada, no a dar órdenes. El Chiquito había oído al teniente, ¿qué había dicho?, y él que volvieran antes de ocho días, madre. Ya llevaban cinco y ¿cuántos para volver, don Adrián?, tres días siempre que no lloviera, ¿veía?, eran órdenes, madre, que no se molestara con él. Junto al rumor de la conversación entre el sargento y la madre Angélica hay otro, áspero: los aguarunas dialogan a viva voz, chocan sus brazos y comparan sus pulseras. La madre Patrocinio traga y abre los ojos, ¿y si los otros no volvían?, ¿y si se demoraban un mes en volver?, claro que era sólo una opinión, y cierra los ojos, a lo mejor se equivocaba y traga. La madre Angélica frunce el ceño, brotan nuevos pliegues en su rostro, su mano acaricia el mechoncito de pelos blancos del mentón. El sargento bebe un trago de su cantimplora: peor que purgante, todo se calentaba en esta tierra, no era el calor de su tierra, el de aquí pudría todo. El Pesado y el Rubio se han tumbado de espaldas, los quepís sobre la cara, y el Chiquito quería saber si a alguien le constaba eso, don Adrián, y el Oscuro de veras, que siguiera, que contara, don Adrián. Eran medio pez y medio mujer, estaban al fondo de las conchas esperando a los ahogados y apenas se volcaba una canoa venían y agarraban a los cristianos y se los llevaban a sus palacios de abajo. Los ponían en unas hamacas que no eran de yute sino de culebras y ahí se daban gusto con ellos, y la madre Patrocinio ¿ya estaban hablando de supersticiones?, y ellos no, no, ¿y se creían cristianos?, nada de eso, madrecita, hablaban de si iba a llover. La madre Angélica se inclina hacia los aguarunas gruñendo dulcemente, sonriendo con obstinación, tiene enlazadas las manos y los hombres, sin moverse del sitio, se enderezan poco a poco, alargan los cuellos como las garzas cuando se asolean a la orilla del río y surge un vaporcito, y algo asombra, dilata sus pupilas y el pecho de uno se hincha, su tatuaje se destaca, borra, destaca y gradualmente se adelantan hacia la madre Angélica, muy atentos, graves, mudos, y la vieja melenuda abre las manos, coge a las chiquillas. El varoncito sigue comiendo, muchachos, se venía la parte brava, atención. El práctico, el Chiquito y el Oscuro callan. El Rubio se incorpora con los ojos enrojecidos y remece al Pesado, un aguaruna mira al sargento de soslayo, luego al cielo y ahora la vieja abraza a las chiquillas, las incrusta contra sus senos largos y chorreados y los ojos del varoncito rotan de la madre Angélica a los hombres, de éstos a la vieja, de ésta a los guardias y a la madre Angélica. El aguaruna del tatuaje comienza a hablar, lo sigue el otro, la vieja, una tormenta de sonidos ahoga la voz de la madre Angélica que niega ahora con la cabeza y con las manos y de pronto, sin dejar de roncar ni de escupir, lentos, ceremoniosos, los dos hombres se despojan de los collares, de las pulseras y hay una lluvia de abalorios sobre las hojas de plátano. Los aguarunas estiran las manos hacia los restos del pescado, entre los que discurre un delgado río de hormigas pardas. Ya se habían puesto chúcaros, muchachos, pero ellos estaban listos, mi sargento, cuando él mandara. Los aguarunas limpian las sobras de carne blanca y azul, atrapan con las uñas a las hormigas, las aplastan y con mucho cuidado envuelven la comida en las hojas venosas. Que el Chiquito y el Rubio se encargaran de las churre, se las recomendaba el sargento y el Pesado qué suertudos. La madre Patrocinio está muy pálida, mueve los labios, sus dedos aprietan las cuentas negras de un rosario y eso sí, sargento, que no olvidaran que eran niñas, ya lo sabía, ya lo sabía, y que el Pesado y el Oscuro tuvieran quietos a los calatos y que la madre no se preocupara y la madre Patrocinio ay si cometían brutalidades y el práctico se encargaría de llevar las cosas, muchachos, nada de brutalidades: Santa María, Madre de Dios. Todos contemplan los labios exangües de la madre Patrocinio, y ella Ruega por nosotros, tritura con sus dedos las bolitas negras y la madre Angélica cálmese, madre, y el sargento ya, ahora era cuando. Se ponen de pie, sin prisa. El Pesado y el Oscuro sacuden sus pantalones, se agachan, cogen los fusiles y hay carreras ahora, chillidos y en la hora, pisotones, el varoncito se tapa la cara, de nuestra muerte, y los dos aguarunas han quedado rígidos amén, sus dientes castañetean y sus ojos perplejamente miran los fusiles que los apuntan. Pero la vieja está de pie forcejeando con el Chiquito y las chiquillas se 6 Mario Vargas Llosa La casa verde debaten como anguilas entre los brazos del Rubio. La madre Angélica se cubre la boca con un pañuelo, la polvareda crece y se espesa, el Pesado estornuda y el sargento listo, podían irse al barranco, muchachos, madre Angélica. Y al Rubio quién lo ayudaba, sargento, ¿no veía que se le soltaban? El Chiquito y la vieja ruedan al suelo abrazados, que el oscuro fuera a ayudarlo, el sargento lo reemplazaría, vigilaría al calato. Las madres caminan hacia el barranco tomadas del brazo, el Rubio arrastra dos figuras entreveradas y gesticulantes y el Oscuro sacude furiosamente la melena de la vieja hasta que el Chiquito queda libre y se levanta. Pero la vieja salta tras ellos, los alcanza, los araña y el sargento listo, Pesado, se fueron. Siempre apuntando a los dos hombres retroceden, se deslizan sobre los talones y los aguarunas se levantan al mismo tiempo y avanzan imantados por los fusiles. La vieja brinca como un maquisapa, cae y apresa dos pares de piernas, el Chiquito y el Oscuro trastabillean, Madre de Dios, caen también y que la madre Patrocinio no diera esos grito. Una rápida brisa viene del río, escala la pendiente y hay activos, envolventes torbellinos anaranjados y granos de tierra robustos, aéreos como moscardones. Los dos aguarunas se mantienen dóciles frente a los fusiles y el barranco está muy cerca. ¿Si se le aventaban, el Pesado disparaba? Y la madre Angélica bruto, podía matarlos. El Rubio coge de un brazo a la chiquilla del pendiente, ¿por qué no bajaban, sargento?, a la otra del pescuezo, se le zafaban, ahorita se le zafaban y ellas no gritan pero tironean y sus cabezas, hombros, pies y piernas luchan y golpean y vibran y el práctico Nieves pasa cargado de termos: que se apurara, don Adrián, ¿no se le quedaba nada? No, nada, cuando el sargento quisiera. El Chiquito y el Oscuro sujetan a la vieja de los hombros y los pelos y ella está sentada chillando, a ratos los manotea sin fuerza en las piernas y bendito era el fruto, madre, madre, de su vientre y al Rubio se le escapaban, Jesús. El hombre del tatuaje mira el fusil del Pesado, la vieja lanza un alarido y llora, dos hilos húmedos abren finísimos canales en la costra de polvo de su cara y que el Pesado no se hiciera el loco. Pero si se le aventaba, sargento, él le abría el cráneo, aunque fuera un culatazo, sargento, y se acababa la broma. La madre Angélica retira el pañuelo de su boca: bruto, ¿por qué decía maldades?, ¿por qué se lo permitía el sargento?, y el Rubio ¿podía ir bajando?, estas bandidas lo despellejaban. Las manos de las chiquillas no llegan a la cara del Rubio, sólo a su cuello, lleno ya de rayitas violáceas, y han desgarrado su camisa y arrancado los botones. Parecen desanimarse a veces, aflojan el cuerpo y gimen y de nuevo atacan, sus pies desnudos chocan contra las polainas del Rubio, él maldice y las sacude, ellas siguen sordamente y que la madre bajara, qué esperaba, y también el Rubio y la madre Angélica ¿por qué las apretaba así si eran niñas?, de su vientre Jesús, madre, madre. Si el Chiquito y el Oscuro la soltaban la vieja se les echaría encima, sargento, ¿qué hacían?, y el Rubio que ella las cogiera, a ver, madre, ¿no veía cómo lo arañaban? El sargento agita el fusil, los aguarunas respingan, dan un paso atrás y el Chiquito y el Oscuro sueltan a la vieja, quedan con las manos listas para defenderse pero ella no se mueve, se restriega los ojos solamente y ahí está el varoncito como segregado por los remolinos: se acuclilla y hunde la cara entre las tetas líquidas. El Chiquito y el Oscuro van cuesta abajo, una muralla rosada se los traga a poco, y cómo mierda iba a bajarlas el Rubio solito, qué les pasaba, sargento, por qué se iban ésos y la madre Angélica se le acerca braceando con resolución: ella lo ayudaba. Estira las manos hacia la chiquilla del pendiente pero no la toca y se dobla y el pequeño puño pega otra vez y el hábito se hunde y la madre Angélica lanza un quejido y se encoge: qué le decía, el Rubio remece a la chiquilla como un trapo, madre, ¿no era una fiera? Pálida y plegada, la madre Angélica reincide, atrapa el brazo con las dos manos, Santa María, y ahora aúllan, Madre de Dios, patalean, Santa María, rasguñan, todos tosen, Madre de Dios y en vez de tanto rezo que fueran bajando, madre Patrocinio, por qué chucha se asustaba tanto y hasta qué hora, y hasta cuándo, que bajaran que el sargento ya se calentaba, miéchica. La madre Patrocinio gira, se lanza por la pendiente y se esfuma, el Pesado adelanta el fusil y el del tatuaje retrocede. Con qué odio miraba, sargento, parecía rencoroso, puta de tu madre, y orgulloso: así debían ser los ojos del chulla—chaqui, sargento. Los nubarrones que envuelven a los que descienden son más distantes, la vieja llora, se contorsiona y los dos aguarunas observan el cañón, la culata, las bocas redondas de los fusiles: que el Pesado no se muñequeara. No se muñequeaba, sargento, pero qué manera de mirar era ésta, caracho, con qué derecho. El Rubio, la madre Angélica y las chiquillas se desvanecen también entre oleadas de polvo y la vieja ha reptado hasta la orilla del barranco, mira hacia el río, sus pezones tocan la tierra y el varoncito profiere voces extrañas, ulula como un ave lúgubre y al Pesado no le gustaba tenerlos tan cerca a los calatos, sargento, qué iban a hacer para bajar ahora que 7 Mario Vargas Llosa La casa verde —Ya salieron a buscarlas, madre —dijo el gobernador—. El teniente también. No se preocupe, seguro que las encuentran esta misma noche. —Esas pobres criaturas por ahí, de su cuenta, don Fabio, figúrese —suspiró la superiora—. Felizmente que no llueve. No sabe qué susto nos hemos llevado. —Pero cómo ha sido esto, madre —dijo don Fabio—. Todavía me parece mentira. —Un descuido de ésta —dijo la madre Angélica, señalando a Bonifacia—. Las dejó solas y se fue a la capilla. Se olvidaría de cerrar la puerta. El gobernador miró a Bonifacia y su rostro asumió un aire severo y dolido. Pero un segundo después sonrió e hizo una venia a la superiora. —Las niñas son inconscientes, don Fabio —dijo la superiora—. No tienen noción de los peligros. Eso es lo que más nos inquieta. Un accidente, un animal. —Ah, qué niñas —dijo el gobernador—. Ya ves, Bonifacia, tienes que ser más cuidadosa. —Pídele a Dios que no les pase nada —dijo la superiora—. Si no, qué remordimientos tendrías toda tu vida, Bonifacia. —¿No las sintieron salir, madre? —dijo don Fabio—. Por el pueblo no han pasado. Se irían por el bosque. —Se salieron por la puerta de la huerta, por eso no las sentimos —dijo la madre Angélica—. Le robaron la llave a esta tonta. —No me digas tonta, mamita —dijo Bonifacia, los ojos muy abiertos—. No me robaron. —Tonta, tonta rematada —dijo la madre Angélica—. ¿Todavía te atreves? Y no me digas mamita. —Yo les abrí la puerta —Bonifacia despegó apenas los labios—. Yo las hice escapar, ¿ves que no soy tonta? Don Fabio y la superiora alargaron las cabezas hacia Bonifacia, la madre Angélica cerró, abrió la boca, roncó antes de poder hablar: —¿Qué dices? —roncó de nuevo—. ¿Tú las hiciste escapar? —Sí, mamita —dijo Bonifacia—. Yo las hice. Ya te estás poniendo triste otra vez, Fushía —dijo Aquilino—. No seas así, hombre. Anda, conversa un poco para que se te pase la tristeza. Cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste. —¿Dónde estamos, viejo? —dijo Fushía—. ¿Falta mucho para entrar al Marañón? —Hace rato que entramos —dijo Aquilino—. Ni cuenta te diste, roncabas como un bendito. —¿Entraste de noche? —dijo Fushía—. ¿Cómo no he sentido los rápidos, Aquilino? —Estaba tan claro que parecía madrugada, Fushía —dijo Aquilino—: El cielo purita estrella y el tiempo era el mejor del mundo, no se movía ni una mosca. De día hay pescadores, a veces una lancha de la guarnición, de noche es más seguro. Y cómo ibas a sentir los rápidos si me los conozco de memoria. Pero no pongas esa cara, Fushía. Puedes levantarte si quieres, debes estar acalorado ahí debajo de las mantas. No hay nadie, somos los dueños del río. —Me quedo aquí nomás —dijo Fushía—. Estoy sintiendo frío y me tiembla todo el cuerpo. —Sí, hombre, como te sientas mejor —dijo Aquilino—. Anda, cuéntame de una vez cómo fue que te escapaste. ¿Por qué te habían metido adentro? ¿Qué edad tenías? Él había estado en la escuela y por eso el turco le dio un trabajito en su almacén. Le llevaba las cuentas, Aquilino, en unos librotes que se llaman el Debe y el Haber. Y aunque era honrado entonces, ya soñaba con hacerse rico. Cómo ahorraba, viejo, sólo comía una vez al día, nada de cigarrillos, nada de trago. Quería un capitalito para hacer negocios. Y así son las cosas, al turco se le metió en la cabeza que él le robaba, pura mentira, y lo hizo llevar preso. Nadie quiso creerle que era honrado y lo metieron a un calabozo con dos bandidos. ¿No era la cosa más injusta, viejo? —Pero eso ya me lo contaste al salir de la isla, Fushía —dijo Aquilino—. Yo quiero que me digas cómo fue que te escapaste. 10 Mario Vargas Llosa La casa verde —Con esta ganzúa —dijo Chango—. La hizo Iricuo con el alambre del catre. La probamos y abre la puerta sin hacer ruido. ¿Quieres ver, japonesito? Chango era el más viejo, estaba allí por cosas de drogas, y trataba a Fushía con cariño. Iricuo, en cambio, siempre se burlaba de él. Un bicho que había estafado a mucha gente con el cuento de la herencia, viejo. Él fue el que hizo el plan. —¿Y resultó tal cual, Fushía? —dijo Aquilino. —Tal cual —dijo Iricuo—. ¿No ven que en Año Nuevo todos se mandan mudar? Sólo ha quedado uno en el pabellón, hay que quitarle las llaves antes que las tire al otro lado de la reja. Depende de eso, muchachos. —Abre de una vez, Chango —dijo Fushía—. Ya no aguanto, Chango, ábrela. —Tú deberías quedarte, japonesito —dijo Chango—. Un año se pasa rápido. Nosotros no perdemos nada, pero si falla tú te arruinas, te darán un par de años más. Pero él se empeñó y salieron y el pabellón estaba vacío. Encontraron al guardián durmiendo junto a la reja, con una botella en la mano. —Le di con la pata del catre y se vino al suelo —dijo Fushía—. Creo que lo maté, Chango. —Vuela idiota, ya tengo las llaves —dijo Iricuo—. Hay que cruzar el patio corriendo. ¿Le sacaste la pistola? —Déjame pasar primero —dijo Chango—. Los de la principal también andarán borrachos como éste. —Pero estaban despiertos, viejo —dijo Fushía—. Eran dos y jugaban a los dados. Qué ojazos pusieron cuando entramos. Iricuo los apuntó con la pistola: abrían el portón o empezaba la lluvia de balas, putos. Y al primer grito que dieran empezaba, y se apuraban o empezaba, putos, la lluvia de balas. —Amárralos, japonesito —dijo Chango—. Con sus cinturones. Y mételes sus corbatas a la boca. Rápido, japonesito, rápido. —No le hacen, Chango —dijo Iricuo—. Ninguna es la del portón. Nos quemamos en la puerta del horno, muchachos. —Una de ésas tiene que ser, sigue probando —di jo Chango—. Qué haces, muchacho, por qué los pateas. —¿Y por qué los pateabas, Fushía? —dijo Aquilino—. No entiendo, en ese momento uno piensa en escapar y en nada más. —Les tenía rabia a todos esos perros —dijo Fushía—. Cómo nos trataban, viejo. ¿Sabes que los mandé al hospital? En los periódicos decían crueldad de japonés, Aquilino, venganzas de oriental. Me daba risa, yo no había salido nunca de Campo Grande y era más brasileño que cualquiera. —Ahora eres un peruano, Fushía —dijo Aquilino—. Cuando te conocí en Moyobamba, todavía podías ser brasileño, hablabas un poco raro. Pero ahora hablas como los cristianos de acá. —Ni brasileño ni peruano —dijo Fushía—. Una pobre mierda, viejo, una basura, eso es lo que soy ahora. —¿Por qué eres tan bruto? —dijo Iricuo—. ¿Por qué les pegaste? Si nos agarran nos matan a palos. —Todo está saliendo, no hay tiempo de discutir —dijo Chango—. Nosotros a escondernos, Iricuo, y tú apúrate, japonesito, sacas el carro y vienes volando. —¿En el cementerio? —dijo Aquilino—. Eso no es cosa de cristianos. —No eran cristianos sino bandidos —dijo Fushía—. En los periódicos decían se metieron al cementerio para abrir las tumbas. Así es la gente, viejo. —¿Y te robaste el carro del turco? —dijo Aquilino—. ¿Cómo fue que a ellos los agarraron y a ti no? —Se quedaron toda la noche en el cementerio, esperándome —dijo Fushía—. La policía les cayó al amanecer. Yo ya estaba lejos de Campo Grande. 11 Mario Vargas Llosa La casa verde —Quiere decir que los traicionaste, Fushía —dijo Aquilino. —¿Acaso no he traicionado a todo el mundo? —dijo Fushía—. ¿Qué es lo que he hecho con el Pantacha y los huambisas? ¿Qué es lo que he hecho con Jum, viejo? —Pero entonces no eras malo —dijo Aquilino—. Tú mismo me dijiste que eras honrado. —Antes de entrar a la cárcel —dijo Fushía—. Ahí dejé de serlo. —¿Y cómo te viniste al Perú? —dijo Aquilino—. Campo Grande debe estar lejísimos. —En el Mato Grosso, viejo —dijo Fushía—. Los periódicos decían el japonés se está yendo a Bolivia. Pero yo no era tan tonto, estuve por todas partes, un montón de tiempo escapando, Aquilino. Y al fin llegué a Manaos. De ahí era fácil pasar a Iquitos. —¿Y ahí fue donde conociste al señor Julio Reátegui, Fushía? —dijo Aquilino. —Esa vez no lo conocí en persona —dijo Fushía—. Pero oí hablar de él. —Qué vida has tenido, Fushía —dijo Aquilino—. Cuánto has visto, cuánto has viajado. Me gusta oírte, no sabes qué entretenido es. ¿A ti no te da gusto contarme todo eso? ¿No sientes que así el viaje se pasa más rápido? —No, viejo —dijo Fushía—. No siento nada más que frío. Al cruzar la región de los médanos, el viento que baja de la cordillera se caldea y endurece: armado de arena, sigue el curso del río y, cuando llega a la ciudad, se divisa entre el cielo y la tierra como una deslumbrante coraza. Allí vacía sus entrañas: todos los días del año, a la hora del crepúsculo, una lluvia seca y fina como polvillo de madera, que sólo cesa al alba, cae sobre las plazas, los tejados, las torres, los campanarios, los balcones y los árboles, y pavimenta de blanco las calles de Piura. Los forasteros se equivocan cuando dicen «las casas de la ciudad están apunto de caer»: los crujidos nocturnos no provienen de las construcciones, que son antiguas pero recias, sino de los invisibles, incontables proyectiles minúsculos de arena al estrellarse contra las puertas y las ventanas. Se equivocan, también, cuando piensan: «Piura es una ciudad huraña, triste». La gente se recluye en el hogar a la caída de la tarde para librarse del viento sofocante y de la acometida de la arena que lastima la piel como una punzada de agujas y la enrojece y llaga, pero en las rancherías de Castilla, en las chozas de barro y caña brava de la Mangachería, en las picanterías y chicherías de la Gallinacera, en las residencias de principales del malecón y la plaza de Armas, se divierte como la gente de cualquier otro lugar, bebiendo, oyendo música, charlando. El aspecto abandonado y melancólico de la ciudad desaparece en el umbral de sus casas, incluso las más humildes, esas frágiles viviendas levantadas en hilera a las márgenes del río, al otro lado del camal. La noche piurana está llena de historias. Los campesinos hablan de aparecidos; en su rincón, mientras cocinan, las mujeres cuentan chismes, desgracias. Los hombres beben culitos de chicha rubia, ásperos vasos de cañazo. Éste es serrano y muy fuerte: los forasteros lloran cuando lo prueban por primera vez. Los niños se revuelcan sobre la tierra, luchan, taponean las galerías de los gusanos, fabrican trampas para las iguanas o, inmóviles, sus ojos muy abiertos, atienden las historias de los mayores: bandoleros que se apostan en las quebradas de Canchaque, Huancabamba y Ayabaca, para desvalijar a los viajeros y, a veces, degollarlos; mansiones donde penan los espíritus; curaciones milagrosas de los brujos; entierros de oro y plata que anuncian su presencia con ruido de cadenas y gemidos; montoneras que dividen a los hacendados de la región en dos bandos y recorren el arenal en todas direcciones, buscándose, embistiéndose en el seno de descomunales polvaredas, y ocupan caseríos y distritos, confiscan animales, enrolan hombres a lazo y pagan todo con papeles que llaman Bonos de la Patria, montoneras que todavía los adolescentes vieron entrar a Piura como un huracán de jinetes, armar sus tiendas de campaña en la plaza de Armas y derramar por la ciudad uniformes colorados y azules; historias de desafíos, adulterios y catástrofes, de mujeres que vieron llorar a la Virgen de la Catedral, levantar la mano al Cristo, sonreír furtivamente al Niño Dios. Los sábados, generalmente, se organizan fiestas. La alegría recorre como una onda eléctrica la Mangachería, Castilla, la Gallinacera, las chozas de la orilla del río. En todo Piura resuenan tonadas y pasillos, valses lentos, los huaynos que bailan los serranos golpeando el suelo con los pies 12 Mario Vargas Llosa La casa verde Las ventanas del Colegio San Miguel estaban iluminadas y, desde el portón, un inspector apuraba a los alumnos de la nocturna dando palmadas. Muchachos en uniforme venían conversando bajo los susurrantes algarrobos de la calle Libertad. Josefino se había metido las manos en los bolsillos. —Sería bueno que vinieras —dijo el Mono—. Nos está esperando. Josefino volvió a atravesar la avenida, cerró la puerta de su casa, regresó a la plazuela y los tres echaron a andar, en silencio. Unos metros después del jirón Arequipa, se cruzaron con el padre García que, envuelto en su bufanda gris, avanzaba doblado en dos, arrastrando los pies y jadeando. Les mostró el puño y gritó «¡impíos!». «¡Quemador!», repuso el Mono, y José «¡quemador!, ¡quemador!». Iban por la calzada de la derecha, Josefino al centro. —Pero si los de la Roggero llegan de mañanita o de noche, nunca a estas horas —dijo Josefino. —Se quedaron plantados en la cuesta de Olmos —dijo el Mono—. Se les reventó una llanta. La cambiaron y después se les reventaron otras dos. Vaya suertudos. —Nos quedamos helados cuando lo vimos —dijo José. —Quería salir a festejar ahí mismo —dijo el Mono—. Lo dejamos alistándose mientras veníamos a buscarte. —Me ha tomado desprevenido, maldita sea —dijo Josefino. —¿Qué vamos a hacer ahora? —dijo José. —Lo que tú mandes, primo —dijo el Mono. —Tráiganse al coleguita, entonces —dijo Lituma—. Nos tomaremos unas copitas con él. Vayan a buscarlo, díganle que volvió el inconquistable número cuatro. A ver qué cara pone. —¿Estás hablando en serio, primo? —dijo José. —Muy en serio —dijo Lituma—. Ahí traje unas botellas de Sol de Ica, nos vaciaremos una con él. Tengo unas ganas de verlo, palabra. Vayan, mientras me cambio de ropa. —Ves que habla de ti dice el coleguita, el inconquistable —dijo el Mono—. Te estima tanto como a nosotros. —Me imagino que se los comió a preguntas —dijo Josefino—. ¿Qué le inventaron? —Te equivocas, no hablamos de eso para nada —dijo el Mono—. Ni siquiera la nombró. A lo mejor se ha olvidado de ella. —Ahora que lleguemos nos soltará una andanada de preguntas —dijo Josefino—. Hay que arreglar esto hoy mismo, antes que le vayan con el cuento. —Te encargarás tú —dijo el Mono—. Yo no me atrevo. ¿Qué le vas a decir? —No sé —dijo Josefino—; depende cómo se presenten las cosas. Si por lo menos hubiera avisado que venía. Pero caernos así, de sopetón. Maldita sea, no me lo esperaba. —Ya deja de frotarte tanto las manos —dijo José—. Me estás contagiando tus nervios, Josefino. —Ha cambiado mucho —dijo el Mono—. Se le notan un poco los años, Josefino. Y ya no está tan gordo como antes. Los faroles de la avenida Sánchez Cerro acababan de encenderse y las casas eran todavía amplias, suntuosas, de paredes claras, balcones de madera labrada y aldabas de bronce, pero al fondo, en los estertores azules del crepúsculo, aparecía ya el perfil contrahecho y borroso de la Mangachería. Una caravana de camiones desfilaba por la pista, en dirección al Puente Nuevo y, en las aceras, había parejas acurrucadas contra los portones, pandillas de muchachos, lentos ancianos con bastones. —Los blancos se han vuelto valientes —dijo Lituma—. Ahora se pasean por la Mangachería como por su casa. —La culpa es de la avenida —dijo el Mono—. Ha sido un verdadero fusilico contra los mangaches. Cuando la estaban construyendo, el arpista decía nos fregaron, se acabó la independencia, todo el mundo vendrá a meter la nariz en el barrio. Dicho y hecho, primo. 15 Mario Vargas Llosa La casa verde —No hay blanco que no remate ahora sus fiestas en las chicherías —dijo José—. ¿Ya has visto cómo ha crecido Piura, primo? Hay edificios nuevos por todas partes. Aunque eso no te llamará la atención viniendo de Lima. —Les voy a decir una cosa —dijo Lituma—. Se acabaron los viajes para mí. Todo este tiempo he estado pensando y me he dado cuenta que la mala me vino por no haberme quedado en mi tierra, como ustedes. Al menos eso he aprendido, que quiero morirme aquí. —Puede ser que cambie de idea cuando sepa lo que pasa —dijo Josefino—. Le dará vergüenza que la gente lo señale con el dedo en la calle. Y entonces se irá. Josefino se detuvo y sacó un cigarrillo. Los León hicieron una pantalla con sus manos para que la brisa no apagara el fósforo. Siguieron andando, despacio. —¿Y si no se va? —dijo el Mono—. Piura les va a quedar chica a los dos, Josefino. —Está difícil que Lituma se vaya, porque ha vuelto piurano hasta el tuétano —dijo José—. No es como cuando regresó de la montaña, que todo lo de aquí le apestaba. En Lima se le despertó el amor por la tierra. —Nada de chifas —dijo Lituma—. Quiero platos piuranos. Un buen seco de chabelo, un piqueo, y clarito a mares. —Vamos donde Angélica Mercedes entonces, primo —dijo el Mono—. Sigue siendo la reina de las cocineras. ¿No te has olvidado de ella, no? —Mejor a Catacaos, primo —dijo José—. Al Carro Hundido, ahí el clarito es el mejor que conozco. —Qué contentos se han puesto con la venida de Lituma —dijo Josefino—. Parecen de fiesta, los dos. —Después de todo, es nuestro primo, inconquistable —dijo el Mono—. Siempre da gusto ver de nuevo a alguien de la familia. —Tenemos que llevarlo a alguna parte —dijo Josefino—. Entonarlo un poco, antes de hablarle. —Pero espérate, Josefino —dijo el Mono—, no te acabamos de contar. —Mañana iremos donde doña Angélica —dijo Lituma—. O a Catacaos, si prefieren. Pero hoy ya sé dónde festejar mi regreso, tienen que darme gusto. —¿Dónde mierda quiere ir? —dijo Josefino—. ¿Al Reina, al Tres Estrellas? —Donde la Chunga Chunguita —dijo Lituma. —Qué cosas —dijo el Mono—. A la Casa Verde, nada menos. Date cuenta, inconquistable. —Eres el mismo demonio —dijo la madre Angélica y se inclinó hacia Bonifacia, tendida en el suelo como una oscura, compacta alimaña—. Una malvada y una ingrata. —La ingratitud es lo peor, Bonifacia —dijo la superiora lentamente—. Hasta los animales son agradecidos. ¿No has visto a los frailecillos cuando les tiran unos plátanos? Los rostros, las manos, los velos de las madres parecían fosforescentes en la penumbra de la despensa; Bonifacia seguía inmóvil. —Algún día te darás cuenta de lo que has hecho y te arrepentirás —dijo la madre Angélica—. Y si no te arrepientes, te irás al infierno, perversa. Las pupilas duermen en una habitación larga, angosta, honda como un pozo; en las paredes desnudas hay tres ventanas que dan sobre el Nieva, la única puerta comunica con el ancho patio de la misión. En el suelo, apoyados contra la pared, están los catrecitos plegables de lona: las pupilas los enrollan al levantarse, los despliegan y tienden en la noche. Bonifacia duerme en un catre de madera, al otro lado de la puerta, en un cuartito que es como una cuña entre el dormitorio de las pupilas y el patio. Sobre su lecho hay un crucifijo y, al lado, un baúl. Las celdas de las madres están al otro extremo del patio, en la residencia: una construcción blanca, con techo de dos aguas, muchas ventanas simétricas y un macizo barandal de madera. Junto a la residencia están el refectorío y la sala de labores, que es donde aprenden las pupilas a hablar en cristiano, deletrear, sumar, coser y bordar. Las clases de religión y de moral se dan en 16 Mario Vargas Llosa La casa verde la capilla. En una esquina del patio hay un local parecido a un hangar, que colinda con la huerta de la misión; su alta chimenea rojiza destaca entre las ramas invasoras del bosque: es la cocina. —Eras de este tamaño pero ya se podía adivinar lo que serías —la mano de la superiora estaba a medio metro del suelo—. Sabes de qué hablo ¿no es cierto? Bonifacia se ladeó, alzó la cabeza, sus ojos examinaron la mano de la superiora. Hasta ese rincón de la despensa llegaba el parloteo de los loros de la huerta. Por la ventana, el ramaje de los árboles se veía oscuro ya, inextricable. Bonifacia apoyó los codos en la tierra: no sabía, madre. —¿Tampoco sabes todo lo que hemos hecho por ti, no? —estalló la madre Angélica que iba de un lado a otro, los puños cerrados—. ¿Tampoco sabes cómo eras cuando te recogimos, no? —Cómo quieres que sepa —susurró Bonifacia—. Era muy chica, mamita, no me acuerdo. —Fíjese la vocecita que pone, madre, qué dócil parece —chilló la madre Angélica—. ¿Crees que vas a engañarme? ¿Acaso no te conozco? Y con qué permiso me sigues diciendo mamita. Después de las oraciones de la noche, las madres entran al refectorio y las pupilas, precedidas por Bonifacia, se dirigen al dormitorio. Tienden sus camas y, cuando están acostadas, Bonifacia apaga las lamparillas de resina, echa llave a la puerta, se arrodilla al pie del crucifijo, reza y se acuesta. —Corrías a la huerta, arañabas la tierra y, apenas encontrabas una lombriz, un gusano, te lo metías a la boca —dijo la superiora—. Siempre andabas enferma y ¿quiénes te curaban y te cuidaban? ¿Tampoco te acuerdas? —Y estabas desnuda —gritó la madre Angélica— y era por gusto que yo te hiciera vestidos, te los arrancabas y salías mostrando tus vergüenzas a todo el mundo y ya debías tener más de diez años. Tenías malos instintos, demonio, sólo las inmundicias te gustaban. Había terminado la estación de las lluvias y anochecía rápido: detrás del encrespamiento de ramas y hojas de la ventana, el cielo era una constelación de formas sombrías y de chispas. La superiora se hallaba sentada en un costal, muy erguida, y la madre Angélica iba y venía, agitando el puño, a veces se corría la manga del hábito y asomaba su brazo, una delgada viborilla blanca. —Nunca hubiera imaginado que serías capaz de una cosa así —dijo la superiora—. ¿Cómo ha sido, Bonifacia? ¿Por qué lo hiciste? —¿No se te ocurrió que podían morirse de hambre o ahogarse en el río? —dijo la madre Angélica—. ¿Que cogerían fiebres? ¿No pensaste en nada, bandida? Bonifacia sollozó. La despensa se había impregnado de ese olor a tierra ácida y vegetales húmedos que aparecía y se acentuaba con las sombras. Olor espeso y picante, nocturno, parecía cruzar la ventana mezclado a los chirridos de grillos y cigarras, muy nítidos ya. —Eras como un animalito y aquí te dimos un hogar, una familia y un nombre —dijo la superiora—. También te dimos un Dios. ¿Eso no significa nada para ti? —No tenías qué comer ni qué ponerte —gruñó la madre Angélica—, y nosotras te criamos, te vestimos, te educamos. ¿Por qué has hecho eso con las niñas, malvada? De cuando en cuando, un estremecimiento recorría el cuerpo de Bonifacia de la cintura a los hombros. El velo se le había soltado y sus cabellos lacios ocultaban parte de su frente. —Deja de llorar, Bonifacia —dijo la superiora—. Habla de una vez. La misión despierta al alba, cuando al rumor de los insectos sucede el canto de los pájaros. Bonifacia entra al dormitorio agitando una campanilla: las pupilas saltan de los catrecillos, rezan avemarías, se enfundan los guardapolvos. Luego se reparten en grupos por la misión, de acuerdo a sus obligaciones: las menores barren el patio, la residencia, el refectorio; las mayores, la capilla y la sala de labores. Cinco pupilas acarrean los tachos de basura hasta el patio y esperan a Bonifacia. Guiadas por ella bajan el sendero, cruzan la plaza de Santa María de Nieva, atraviesan los sembríos y, antes de llegar a la cabaña del práctico Nieves, se internan por una trocha que serpea entre capanahuas, chontas y chambiras y desemboca en una pequeña garganta, que es el basural del pueblo. Una vez por semana, los sirvientes del alcalde Manuel Águila hacen una gran fogata con los desperdicios. Los aguarunas de los alrededores vienen a merodear cada tarde por el lugar, y unos escarban la basura en busca de comestibles y de objetos caseros mientras otros alejan a gritos y a palazos a las aves carniceras que planean codiciosamente sobre la garganta. 17 Mario Vargas Llosa La casa verde ahora que vuelva el señor Reátegui de Santa María de Nieva se lo presentaré y juntos harán grandes negocios. Incauto que uno era, don Julio. —¿Y qué llevabas entonces en esa maleta, Fushía? —dijo Aquilino. —Mapas de la Amazonía, señor Reátegui —dijo don Fabio—. Enormes, como los que hay en el cuartel. Los clavó en su cuarto y decía es para saber por dónde sacaremos la madera. Había hecho rayas y anotaciones en brasileño, vea qué raro. —No tiene nada de raro, don Fabio —dijo Fushía—. Además de la madera, también me interesa el comercio. Y a veces es útil tener contactos con los indígenas. Por eso marqué las tribus. —Hasta las del Marañón y las de Ucayali, don Julio —dijo don Fabio—, y yo pensaba qué hombre de empresa, hará una buena pareja con el señor Reátegui. —¿Te acuerdas cómo quemamos tus mapas? —dijo Aquilino—. Pura basura, los que hacen mapas no saben que la Amazonía es como mujer caliente, no se está quieta. Aquí todo se mueve, los ríos, los animales, los árboles. Vaya tierra loca la que nos ha tocado, Fushía. —Él también conoce la selva a fondo —dijo don Fabio—. Cuando venga del Alto Marañón se lo presentaré y se harán buenos amigos, señor. —Aquí en Iquitos todos me hablan maravillas de él —dijo Fushía—. Tengo muchas ganas de conocerlo. ¿No sabe cuándo viene de Santa María de Nieva? —Tiene sus negocios por allá y además la gobernación le quita tiempo, pero siempre se da sus escapaditas —dijo don Fabio—. Una voluntad de hierro, señor, la heredó del padre, otro gran hombre. Fue de los grandes del caucho, en la época próspera de Iquitos. Cuando el derrumbe se pegó un tiro. Perdieron hasta la camisa. Pero don Julio se levantó, solito. Una voluntad de hierro, le digo. —Una vez en Santa María le dieron un almuerzo y le oí decir un discurso —dijo Aquilino—. Habló de su padre con mucho orgullo, Fushía. —El padre era uno de sus temas —dijo Fushía—. A mí también me lo citaba para todo cuando trabajamos juntos. Ah, ese perro de Reátegui, suertudo de mierda. Siempre le tuve una envidia, viejo. —Tan blanquito, tan cariñoso —dijo don Fabio—. Y pensar que le hacía gracias, le lamía los pies, él entraba al hotel y el Jesucristo paraba la colita, contentísimo. Qué hombre maldito, don Julio. —En Campo Grande, pateando a los guardias y en Iquitos matando a un gato —dijo Aquilino—. Vaya despedidas las tuyas, Fushía. —La verdad, don Fabio, eso no me parece tan grave —dijo Julio Reátegui—. Lo que siento es que se cargara mi plata. Pero a él le dolía mucho, don julio, ahorcado del mosquitero con una sábana, y entrar al cuarto y, de repente, verlo bailando en el aire, tieso, con sus ojitos saltados. La maldad por la maldad era cosa que no comprendía, señor Reátegui. —El hombre hace lo que puede para vivir y yo comprendo tus robos —dijo Aquilino—. Pero para qué hacerle eso al gato, ¿era cosa de la cólera, por lo que no tenías ese capitalito para comenzar? —También eso —dijo Fushía—. Y, además, el animal apestaba y se orinó en mi cama un montón de veces. Y también cosa de asiáticos, don julio, tenían unas costumbres más canallas, nadie podía saber y él había averiguado y, por ejemplo, los chinos de Iquitos criaban gatos enjaulas, los engordaban con leche y después los metían a la olla y se los comían, señor Reátegui. Pero él quería hablar ahora de las compras, don Fabio, para eso había venido de Santa María de Nieva, que olvidaran las cosas tristes, ¿había comprado? —Todo lo que usted encargó, don Julio —dijo don Fabio—, los espejitos, los cuchillos, las telas, la mostacilla, y con buenos descuentos. ¿Cuándo regresa usted al Alto Marañón? —No podía meterme al monte solo a hacer comercio, necesitaba un socio —dijo Fushía—. Y tenía que buscarlo lejos de Iquitos, después de ese lío. —Por eso te viniste hasta Moyobamba —dijo Aquilino—. Y te hiciste mi amigo para que te acompañara a las tribus. Así que comenzaste imitándolo a Reátegui antes de haberlo visto siquiera, antes 20 Mario Vargas Llosa La casa verde de ser su empleado. Cómo hablabas de la plata, Fushía, vente conmigo Aquilino, en un año te haces rico, me volvías loco con ese cantito. —Y ya ves, todo por gusto —dijo Fushía—. Me he sacrificado más que cualquiera, nadie ha arriesgado tanto como yo, viejo. ¿Es justo que acabe así, Aquilino? —Son cosas de Dios, Fushía —dijo Aquilino—. A nosotros no nos toca juzgar eso. Una calurosa madrugada de diciembre arribó a Pinta un hombre. En una mula que se arrastraba penosamente, surgió de improviso entre las dunas del sur: una silueta con sombrero de alas anchas, envuelta en un poncho ligero. A través de la rojiza luz del alba, cuando las lenguas del sol comienzan a reptar por el desierto, el forastero descubriría alborozado la aparición de los primeros matorrales de cactus, los algarrobos calcinados, las viviendas blancas de Castilla que se apiñan y multiplican a medida que se acercan al río. Por la densa atmósfera avanzó hacia la ciudad, que divisaba ya, a la otra orilla, reverberando como un espejo. Cruzó la única calle de Castilla, desierta todavía y, al llegar al Viejo Puente, desmontó. Estuvo unos segundos contemplando las construcciones de la otra ribera, las calles empedradas, las casas con balcones, el aire cuajado de granitos de arena que descendían suavemente, la maciza torre de la catedral con su redonda campana color hollín y, hacia el norte, las manchas verdosas de las chacras que siguen el curso del río en dirección a Catacaos. Tomó las riendas de la mula, cruzó el Viejo Puente y, golpeándose a ratos las piernas con el fuete, recorrió el jirón principal de la ciudad, aquel que va, derecho y elegante, desde el río hasta la plaza de Armas. Allí se detuvo, ató el animal a un tamarindo, se sentó en la tierra, bajó las alas de su sombrero para defenderse de la arena que acribillaba sus ojos sin piedad. Debía haber realizado un largo viaje: sus movimientos eran lentos, fatigados. Cuando, acabada la lluvia de arena, los primeros vecinos asomaron a la plaza enteramente iluminada por el sol, el extraño dormía. A su lado yacía la mula, el hocico cubierto de baba verdosa, los ojos en blanco. Nadie se atrevía a despertarlo. La noticia se propagó por el contorno, pronto la plaza de Armas estuvo llena de curiosos que, dándose codazos, murmuraban acerca del forastero, se empujaban para llegar junto a él. Algunos se subieron a la glorieta, otros lo observaban encaramados en las palmeras. Era un joven atlético, de hombros cuadrados, una barbita crespa bañaba su rostro y la camisa sin botones dejaba ver un pecho lleno de músculos y vello. Dormía con la boca abierta, roncando suavemente; entre sus labios resecos asomaban sus dientes como los de un mastín: amarillos, grandes, carniceros. Su pantalón, sus botas, el descolorido poncho estaban en jirones, muy sucios, y lo mismo su sombrero. No iba armado. Al despertar, se incorporó de un salto, en actitud defensiva: bajo los párpados hinchados, sus ojos escrutaban llenos de zozobra la multitud de rostros. De todos lados brotaron sonrisas, manos espontáneas, un anciano se abrió camino hasta él a empellones y le alcanzó una calabaza de agua fresca. Entonces, el desconocido sonrió. Bebió despacio, paladeando el agua con codicia, los ojos aliviados. Había un murmullo creciente, todos pugnaban por conversar con el recién llegado, lo interrogaban sobre su viaje, lo compadecían por la muerte de la mula. Él reía ahora a sus anchas, estrechaba muchas manos. Luego, de un tirón arrebató las alforjas de la montura del animal y preguntó por un hotel. Rodeado de vecinos solícitos, cruzó la plaza de Armas y entró a La Estrella del Norte: estaba lleno. Los vecinos lo tranquilizaron, muchas voces le ofrecieron hospitalidad. Se alojó en casa de Melchor Espinoza, un viejo que vivía solo, en el malecón, cerca del Viejo Puente. Tenía una pequeña chacra lejana, a orillas del Chira, a la que iba dos veces al mes. Aquel año, Melchor Espinoza obtuvo un récord: hospedó a cinco forasteros. Por lo común, éstos permanecían en Piura el tiempo indispensable para comprar una cosecha de algodón, vender unas reses, colocar unos productos; es decir, unos días, unas semanas cuando más. El extraño, en cambio, se quedó. Los vecinos averiguaron pocas cosas sobre él, casi todas negativas: no era tratante de ganado, ni recaudador de impuestos, ni agente viajero. Se llamaba Anselmo y decía ser peruano, pero nadie logró reconocer la procedencia de su acento: no tenía el habla dubitativa y afeminada de los limeños, ni la cantante entonación de un chiclayano; no pronunciaba las palabras con la viciosa perfección de la gente de Trujillo, ni debía ser serrano, pues no chasqueaba la lengua en las erres y las eses. Su dejo era distinto, muy musical y un poco lánguido, insólitos los giros y modismos que empleaba, y, cuando discutía, la violencia de su voz hacía pensar 21 Mario Vargas Llosa La casa verde en un capitán de montoneras. Las alforjas que constituían todo su equipaje debían estar llenas de dinero: ¿cómo había atravesado el arenal sin ser asaltado por los bandoleros? Los vecinos no consiguieron saber de dónde venía, ni por qué había elegido Piura como destino. Al día siguiente de llegar, apareció en la plaza de Armas, afeitado, y la juventud de su rostro sorprendió a todo el mundo. En el almacén del español Eusebio Romero compró un pantalón nuevo y botas; pagó al contado. Dos días más tarde, encargó a Saturnina, la célebre tejedora de Catacaos, un sombrero de paja blanca, de esos que pueden guardarse en el bolsillo y luego no tienen ni una arruga. Todas la mañanas, Anselmo salía a la plaza de Armas e, instalado en la terraza de La Estrella del Norte, convidaba a los transeúntes a beber. Así se hizo de amigos. Era conversador y bromista, y conquistó a los vecinos celebrando los encantos de la ciudad: la simpatía de las gentes, la belleza de las mujeres, sus espléndidos crepúsculos. Pronto aprendió las fórmulas del lenguaje local y su tonada caliente, perezosa: a las pocas semanas decía que para mostrar asombro, llamaba churres a los niños, piajenos a los burros, formaba superlativos de superlativos, sabía distinguir el clarito de la chicha espesa y las variedades de picantes, conocía de memoria los nombres de las personas y de las calles, y bailaba el tondero como los mangaches. Su curiosidad no tenía límites. Mostraba un interés devorador por las costumbres y los usos de la ciudad, se informaba con lujo de detalles sobre vidas y muertes. Quería saberlo todo: quiénes eran los más ricos, y por qué, y desde cuándo; si el prefecto, el alcalde y el obispo eran íntegros y queridos y cuáles eran las diversiones de la gente, qué adulterios, qué escándalos conmovían a las beatas y a los curas, cómo cumplían los vecinos con la religión y la moral, qué formas adoptaba el amor en la ciudad. Iba todos los domingos al Coliseo y se exaltaba en los combates de gallos como un viejo aficionado, en las noches era el último en abandonar la cantina de La Estrella del Norte, jugaba a las cartas con elegancia, apostando fuerte, y sabía ganar y perder sin inmutarse. Así conquistó la amistad de comerciantes y hacendados y se hizo popular. Los principales lo invitaron a una cacería en Chulucanas y él deslumbró a todos con su puntería. Al cruzarlo en la calle, los campesinos lo llamaban familiarmente por su nombre y él les daba palmadas rudas y cordiales. Las gentes apreciaban su espíritu jovial, la desenvoltura de sus maneras, su largueza. Pero todos vivían intrigados por el origen de su dinero y por su pasado. Empezaron a circular pequeños mitos sobre él: cuando llegaban a sus oídos, Anselmo los celebraba a carcajadas, no los desmentía ni los confirmaba. A veces recorría con amigos las chicherías mangaches y terminaba siempre en casa de Angélica Mercedes, porque allí había un arpa y él era un arpista consumado, inimitable. Mientras los otros zapateaban y brindaban, él hora tras hora, en un rincón, acariciaba las hebras blancas que le obedecían dócilmente y, a su mando, podían susurrar, reír, sollozar. Los vecinos deploraban solamente que Anselmo fuera grosero y mirase a las mujeres con atrevimiento cuando estaba borracho. A las sirvientas descalzas que atravesaban la plaza de Armas en dirección al Mercado, a las vendedoras que, con cántaros o fuentes de barro en la cabeza, iban y venían ofreciendo jugos de lúcuma y de mango y quesillos frescos de la sierra, a las señoras con guantes, velos y rosarios que desfilaban hacia la iglesia, a todas les hacía propuestas a voz en cuello, y les improvisaba rimas subidas de color. «Cuidado, Anselmo», le decían sus amigos, «los piuranos son celosos. Un marido ofendido, un padre sin humor lo retará a duelo el día menos pensado, más respeto con las mujeres». Pero Anselmo respondía con una carcajada, levantaba su copa y brindaba por Pinta. El primer mes de su estancia en la ciudad, nada ocurrió. No es para tanto y, además, todo se arreglaba en este mundo, el sol centellea en los ojos de Julio Reátegui y las botellas están en una tinaja llena de agua. Él mismo sirve los vasos; la espuma blanca burbujea, se infla y rompe en cráteres: no debían preocuparse y, ante todo, otro vasito de cerveza. Manuel Águila, Pedro Escabino y Arévalo Benzas beben, se secan los labios con las manos. A través de la tela metálica de las ventanas se divisa la plaza de Santa María de Nieva, un grupo de aguarunas muele yucas en unos recipientes barrigudos, varios chiquillos corretean alrededor de los troncos de capirona. Arriba, en las colinas, la residencia de las madres es un rectángulo ígneo y, en primer lugar, era un proyecto a largo plazo y aquí los proyectos no prosperaban, Julio Reátegui creía que se alarmaban en vano. Pero Manuel Águila no, nada de eso, gobernador, se pone de pie, ellos 22 Mario Vargas Llosa La casa verde abultaba en las caderas, y tenía los cabellos húmedos y brillantes. Sobre su cabeza bailoteaba un recorte de diario, colgado de un alfiler. —Aquí está el inconquistable número tres, primo —dijo el Mono. Lituma giró como un trompo, cruzó la habitación risueño y rápido, los brazos abiertos, y Josefino le salió al encuentro. Se estrecharon con fuerza, y estuvieron un buen rato dándose palmadas, cuánto tiempo hermano, cuánto tiempo Lituma, y qué gusto tenerte aquí de nuevo, restregándose como dos sabuesos. —Vaya telada la que tiene encima, primo —dijo el Mono. Lituma retrocedió para que los inconquistables contemplaran a sus anchas su atavío flamante y multicolor: camisa blanca de cuello duro, corbata rosada con motas grises, medias verdes y zapatos en punta, lustrados como espejos. —¿Les gusta? Lo estoy estrenando en homenaje a mi tierra. Me lo compré hace tres días, en Lima. Y también la corbata y los zapatos. —Estás hecho un príncipe —dijo José—. Buenmosisísimo, primo. —La telada, la telada nomás —dijo Lituma, pellizcando las solapas de su saco—. La percha comienza a apolillarse. Pero todavía puedo hacer alguna conquista. Ahora que estoy solterito, me toca mi turno. —Casi no te reconocí —lo interrumpió Josefino—. Tanto tiempo que no te veía de civil, colega. —Di más bien tanto tiempo que no me veías —dijo Lituma y su rostro se agravó, sonrió de nuevo. —También nosotros nos habíamos olvidado cómo eras de civil, primo —dijo José. —Así estás mejor que disfrazado de cachaco —dijo el Mono—. Ahora vuelves a ser un inconquistable de veras. —Qué esperamos —dijo José—. Cantemos el himno. —Ustedes son mis hermanos —se rió Lituma—. ¿Quién les enseñó a tirarse al río desde el Viejo Puente? —Y también a chupar y a irnos de putas —dijo José—. Tú nos corrompiste, primo. Lituma tenía abrazados a los León, los sacudía afectuosamente. Josefino se frotaba las manos y, aunque su boca sonreía, en sus ojos inmóviles brillaba algo furtivo y alarmado, y la postura de su cuerpo, los hombros echados atrás, el pecho salido, las piernas ligeramente plegadas, era a la vez forzada, inquieta y vigilante. —Tenemos que probar ese endote —dijo el Mono—. Usted lo prometió y lo prometido es deuda. Se sentaron en dos esteras, bajo una lámpara de kerosene colgada del techo que, al mecerse, rescataba de las paredes de adobe sumidas en la penumbra, fugaces rajaduras, inscripciones, y una hornacina ruinosa en la que, a los pies de una Virgen de yeso con el Niño en brazos, había un candelero vacío. José encendió la vela de la hornacina y, a su luz, el recorte de periódico mostró la silueta amarillenta de un general, una espada, muchas condecoraciones. Lituma había acercado una maleta a las esteras. La abrió, sacó una botella, la descorchó con los dientes, y el Mono lo ayudó a llenar cuatro copitas hasta el tope. —Me parece mentira estar de nuevo con ustedes, Josefino —dijo Lituma—. Los extrañé mucho, a los tres. Y también a mi tierra. Por el gusto de estar juntos de nuevo. Chocaron las copas y bebieron al mismo tiempo, hasta vaciarlas. —¡Rajas, puro fuego! —bramó el Mono, los ojos llenos de lágrimas—. ¿Estás seguro que no es alcohol de cuarenta, primo? —Pero si está suavecito —dijo Lituma—. El pisco es para limeños, mujeres y churres, no es como el cañazo. ¿Ya te olvidaste cuando tomábamos cañazo como si fuera refresco? —El Mono siempre fue flojo para el trago —dijo Josefino—. Dos copas y ya está volteado. —Me emborracharé rápido, pero tengo más resistencia que cualquiera —dijo el Mono—. Puedo seguir así un montón de días. —Siempre caías el primero, hermano —dijo José—. 25 Mario Vargas Llosa La casa verde ¿Te acuerdas, Lituma, cómo lo arrastrábamos al río y lo resucitábamos a zambullidas? —Y a veces a cachetada limpia —dijo el Mono—. Por eso debo ser lampiño, de tanto sopapo que me dieron para quitarme las trancas. —Voy a hacer un brindis —dijo Lituma. —Antes déjame llenar las copas, primo. El Mono cogió la botella de pisco, comenzó a servir y el rostro de Lituma se fue entristeciendo, dos arrugas sesgaron finamente sus ojillos, su mirada pareció irse. —A ver ese brindis, inconquistable —dijo Josefino. —Por Bonifacia —dijo Lituma. Y alzó la copa, despacio. —No sigas haciéndote la niña —dijo la superiora—. Has tenido toda la noche para lloriquear a tu gusto. Bonifacia cogió el ruedo del hábito de la superiora y lo besó: —Dime que la madre Angélica no va a venir. Dime, madre, tú eres buena. —La madre Angélica te riñe con razón —dijo la superiora—. Has ofendido a Dios y has traicionado la confianza que te teníamos. —Para que no le dé rabia, madre —dijo Bonifacia—. ¿No ves que siempre que le da rabia se enferma? Si no me importa que me riña. Bonifacia da una palmada y el cuchicheo de las pupilas disminuye pero no cesa, otra más fuerte y callan: ahora sólo el roce de las sandalias contra las piedras del patio. Abre el dormitorio y, una vez que la última pupila ha cruzado el umbral, cierra y pega una oreja a la puerta: no es la bulla de todos los días, además del trajín doméstico hay ese cuchicheo sordo, secreto y alarmado, el mismo que brotó cuando las vieron llegar, al mediodía, entre la madre Angélica y la madre Patrocinio, el mismo que enfadó a la superiora durante el rezo del rosario. Bonifacia escucha un momento todavía y regresa a la cocina. Enciende un mechero, coge un plato de latón lleno de plátanos fritos, descorre el pestillo de la despensa, entra y al fondo, en la oscuridad, hay como una carrera de ratones. Alza el mechero, explora la habitación. Están detrás de los costales de maíz: un tobillo delgado, ceñido por un aro de piel, dos pies descalzos que se frotan y curvan ¿queriendo ocultarse mutuamente? El espacio entre los costales y la pared es muy estrecho, deben hallarse incrusta das una contra otra, no se las siente llorar. —Puede ser que el demonio me tentara, madre —dijo Bonifacia—. Pero yo no me di cuenta. Yo sólo sentí pena, créeme. —¿De qué sentiste pena? —dijo la superiora—. Y qué tiene que ver eso con lo que hiciste, Bonifacia, no te hagas la tonta. —De las dos paganitas de Chicais, madre —dijo Bonifacia—. Te estoy diciendo la verdad. ¿Tú no las viste llorar? ¿No viste cómo se abrazaban? Y tampoco comieron nada cuando la madre Griselda las llevó a la cocina, ¿no viste? —No es culpa de ellas ponerse así —dijo la superiora—. No sabían que era por su bien que estaban aquí, creían que les íbamos a hacer daño. ¿No es así siempre hasta que se acostumbran? Ellas no sabían, pero tú sí sabías que era por su bien, Bonifacia. —Pero a pesar de eso me daba pena —dijo Bonifacia—. Qué querías que hiciera, madre. Bonifacia se arrodilla, ilumina los costales con el mechero y allí están: anudadas como dos anguilas. Una tiene la cabeza hundida en el pecho de la otra y ésta, de espaldas contra la pared, no puede esconder la cara cuando la luz invade su escondite, sólo cierra los ojos y gime. Ni las tijeras de la madre Griselda, ni el ardiente desinfectante rojizo han pasado todavía por allí. Vastas, oscuras, hirviendo de polvo, de pajitas, sin duda de liendres, las cabelleras llueven sobre sus espaldas y muslos desnudos, son diminutos basurales. Por entre las hebras sucias y mezcladas, al resplandor del mechero se precisan los miembros enclenques, jirones de piel mate, las costillas. —Fue como de casualidad, madre, sin pensarlo —dijo Bonifacia—. No tenía la intención, ni se me había ocurrido siquiera, de veras. 26 Mario Vargas Llosa La casa verde —No se te ocurrió ni tenías la intención pero las hiciste escapar —dijo la superiora—. Y no sólo a esas dos, sino también a las otras. Lo habías planeado todo con ellas hace tiempo, ¿no es cierto? —No, madre, te juro que no —dijo Bonifacia—. Fue anteanoche, cuando les traje la comida aquí, a la despensa. Me acuerdo y me asusto, me volví otra y yo creía que era por la pena, pero a lo mejor el diablo me tentaría como dices, madre. —Eso no es una excusa —dijo la superiora—, no te escudes tanto en el diablo. Si te tentó fue porque te dejaste tentar. Qué quiere decir eso que te volviste otra. Bajo los matorrales de cabellos, los pequeños cuerpos entreverados se han puesto a temblar, se contagian sus estremecimientos y ese castañeteo de dientes parece el de los asustadizos maquisapas cuando los enjaulan. Bonifacia mira hacia la puerta de la despensa, se inclina y, muy despacio, desentonadamente, persuasivamente, comienza a gruñir. Algo cambia en la atmósfera, como si una bocanada de aire puro refrescara de golpe la oscuridad de la despensa. Bajo los muladares, los cuerpos dejan de temblar, dos cabecitas inician un prudente, apenas perceptible movimiento y Bonifacia sigue graznando, crepitando suavemente. —Se habían puesto nerviosas desde que las vieron —dijo Bonifacia—. Se secreteaban entre ellas y yo me acercaba y se ponían a hablar de otra cosa. Disimulando, madre, pero yo sabía que se decían cosas de las paganitas. ¿No te acuerdas cómo se pusieron en la capilla? —¿De qué se habían puesto nerviosas? —dijo la superiora—. ¿Acaso era la primera vez que veían llegar dos niñas a la misión? —No sé por qué, madre —dijo Bonifacia—. Yo te cuento lo que pasaba, no sé por qué era así. Se recordarían de cuando ellas vinieron, seguro, de eso se hablarían. —Qué pasó en la despensa con esas criaturas —dijo la superiora. —Prométeme primero que no me vas a botar, madre —dijo Bonifacia—. Toda la noche he rezado para que no me botes. ¿Qué haría yo solita, madre? Voy a cambiar si me prometes. Y entonces te cuento todo. —¿Me pones condiciones para arrepentirte de tus faltas? —dijo la superiora—. Era lo único que faltaba. Y no sé por qué quieres quedarte en la misión. ¿No hiciste escapar a las niñas porque te daba pena que estuvieran aquí? Más bien deberías estar feliz de marcharte. Bonifacia les acerca el plato de latón y ellas no tiemblan, están inmóviles y la respiración levanta sus pechos a un ritmo idéntico y pausado. Bonifacia pone el plato a la altura de la chiquilla sentada. Gruñe siempre, a medio tono, familiarmente y, de pronto, la cabecita se yergue, tras la cascada de cabellos surgen dos luces breves, dos pececillos que van de los ojos de Bonifacia al plato de latón. Un brazo emerge y se extiende con infinita cautela, una mano medrosa se delinca a la luz del mechero, dos dedos sucios asen un plátano, lo sepultan bajo la floresta. —Pero yo no soy como ellas, madre —dijo Bonifacia—. La madre Angélica y tú me dicen siempre ya saliste de la oscuridad, ya eres civilizada. Dónde voy a ir, madre, no quiero ser otra vez pagana. La Virgen era buena ¿cierto?, todo lo perdonaba ¿cierto? Ten compasión, madre, sé buena, para mí tú eres como la Virgen. —A mí no me compras con zalamerías, yo no soy la madre Angélica —dijo la superiora—. Si te sientes civilizada y cristiana ¿por qué hiciste escapar a las niñas? Cómo no te importó que ellas vuelvan a ser paganas. —Pero si las van a encontrar, madre —dijo Bonifacia—. Ya verás cómo los guardias las traen de nuevo. De ellas no me eches la culpa, se salieron al patio y quisieron irse, yo ni me daba bien cuenta de las cosas, madre, créeme que me había vuelto otra. —Te habías vuelto loca —dijo la superiora—. O idiota, para no darte cuenta que se salían en tus narices. —Peor qué eso, madre, una pagana igualita que las de Chicais —dijo Bonifacia—. Ahora pienso y me asusto, tienes que rezar por mí, quiero arrepentirme, madre. La chiquilla mastica sin apartar la mano de la boca y va añadiéndose pedacitos de plátano frito a medida que traga. Ha apartado sus cabellos, que ahora enmarcan su rostro en dos bandas y, al masticar el 27 Mario Vargas Llosa La casa verde —Nuestros aliados nos compran el caucho a un precio de guerra, señora —dijo el doctor Portillo—. El japonés lo vendía a escondidas y le pagaban cuatro veces más. ¿Tampoco sabía eso? —Primera noticia, doctor —dijo la mujer—. Yo soy pobre, no me interesa la política, nunca hubiera dejado que mi hija saliera con un contrabandista. ¿Y será cierto que también era un espía, doctor? —Siendo tan muchachita, le daría pena dejar a su madre —dijo Aquilino—. ¿Cómo la convenciste a la Lalita, Fushía? La Lalita podía querer mucho a su madre, pero con él comía y se ponía zapatos, en Belén hubiera terminado de lavandera, de puta o de sirvienta, viejo y Aquilino cuentos, Fushía: tenía que estar enamorado de ella o no se la hubiera llevado. Era mucho más fácil escapar solo que arrastrando una mujer, si no la quería no se la robaba. —Selva adentro la Lalita valía su peso en oro —dijo Fushía—. ¿No te he dicho que era bonita entonces? A cualquiera lo tentaba. —Su peso en oro —dijo Aquilino—. Como si hubieras pensado hacer negocio con ella. —Hice un buen negocio con ella —dijo Fushía—. ¿Nunca te contó esa puta? El perro de Reátegui no me lo habrá perdonado nunca, seguro. Fue mi venganza de él. —Y una noche no vino, ni la siguiente, y después llegó una carta de ella —dijo la mujer—. Diciéndome que se iba al extranjero con el japonés, y que se casarían. Le he traído la carta, doctor. Yo la guardaré, démela —dijo el doctor Portillo—. ¿Y por qué no dio parte a la policía de que se había fugado su hija, señora? —Yo creí que era cosa de amor, doctor —dijo la mujer—. Que él sería casado y que por eso se escapó con mi hija. Sólo unos días después salió en el periódico que el japonés era un bandido. —¿Cuánto dinero le mandó Lalita en su carta? —dijo el doctor. —Mucho más de lo que valían juntas esas dos perras —dijo Fushía—. Mil soles. —Doscientos soles, fíjese qué mezquindad, doctorcito —dijo la mujer—. Pero ya me los gasté, pagando deudas. Él conocía el alma de la vieja: más roñosa que la del turco que lo metió preso, Aquilino y el doctor Portillo quería saber si lo que declaró a la policía era lo mismo que le había contado a él, señora, ¿con puntos y comas? —Salvo lo de los doscientos soles, doctor —dijo la mujer—. Me los hubieran quitado, usted sabe cómo son en la comisaría. —Déjeme estudiar el asunto con calma —dijo el doctor Portillo—. Yo la llamaré apenas haya alguna novedad. Si la citan al juzgado o a la policía, yo la acompañaré. No haga ninguna declaración si no estoy presente, señora. A nadie, ¿me comprende? —Como usted mande, doctor —dijo la mujer—. Pero, ¿y los daños y perjuicios? Todos dicen que tengo derecho. Me engañó y me quitó a mi hija, doctor. —Cuando lo capturen, pediremos una reparación —dijo el doctor Portillo—. Yo me encargaré de eso, no se preocupe. Pero, si no quiere complicaciones, ya sabe, ni una palabra si no está su abogado presente. —Así que volviste a verlo al señor Julio Reátegui —dijo Aquilino—. Yo creí que de Iquitos te habías ido de frente a la isla. Y en qué quería que se fuera: ¿nadando?, ¿cruzando a pie toda la selva, viejo? No tenía sino unos cuantos soles y él sabía que el perro de Reátegui se lavaría las manos, porque él no figuraba para nada. Suerte que se llevó a la Lalita, que la gente tenga sus debilidades y Julio Reátegui estaba allí, había oído todo pero ¿sería cierto que la vieja no sabía nada? Tenía una pinta que era de desconfiar, compadre. Y, además, le preocupaba que Fushía se hubiera llevado una mujer, los enamorados hacen tonterías. —Allá él si hace tonterías —dijo el doctor Portillo—. A ti no puede comprometerte aunque quiera. Todo está bien estudiado. 30 Mario Vargas Llosa La casa verde —No me dijo una palabra de la tal Lalita —dijo Julio Reátegui—. ¿Tú sabías que vivía con esa muchacha? —Ni una palabra —dijo el doctor Portillo—. Debe ser celoso, la tendría bajo siete llaves. Lo importante es que la bendita vieja está en la luna. No creo que haya peligro, supongo que los novios estarán ya en el Brasil. ¿Comemos juntos esta noche? —No puedo —dijo Julio Reátegui—. Me llaman de urgencia de Uchamala. Vino un peón, no sé qué diablos pasa. Trataré de volver el sábado. Supongo que don Fabio habrá llegado ya a Santa María de Nieva, hay que mandarle decir que por el momento no compre más jebe. Hasta que se calme la cosa. —¿Y adónde te fuiste a esconder con la Lalita? —dijo Aquilino. —A Uchamala —dijo Fushía—. Un fundo en el Marañón de ese perro de Reátegui. Vamos a pasar cerca, viejo. Las reses salen de las haciendas después del mediodía y entran en el desierto con las primeras sombras. Embozados en ponchos, con amplios sombreros para resistir la embestida del viento y de la arena, los peones guían toda la noche hacia el río a los pesados, lentos animales. Al alba, divisan Piura: un espejismo gris al otro lado de la ribera, una aglomeración inmóvil. No llegan a la ciudad por el Viejo Puente, que es frágil. Cuando el cauce está seco, lo atraviesan levantando una gran polvareda. En los meses de avenida, aguardan a la orilla del río. Las bestias exploran la tierra con sus anchos hocicos, tumban a cornadas los algarrobos tiernos, lanzan lúgubres mugidos. Los hombres charlan calmadamente mientras desayunan un fiambre y traguitos de cañazo, o dormitan enrollados en sus ponchos. No deben esperar mucho, a veces Carlos Rojas llega al embarcadero antes que el ganado. Ha surcado el río desde el otro confín de la ciudad, donde está su rancho. El lanchero cuenta los animales, calcula su peso, decide el número de viajes para trasbordarlos. En la otra orilla, los hombres del camal alistan sogas, sierras y cuchillos, y el barril donde hervirá ese espeso caldo de cabeza de buey que sólo los del matadero pueden tomar sin desmayarse. Terminado su trabajo, Carlos Rojas amarra la lancha a uno de los soportes del Viejo Puente y se dirige a una cantina de la Gallinacera donde acuden los madrugadores. Esa mañana había ya buen número de aguateros, barrenderos y placeras, todos gallinazos. Le sirvieron una calabaza de leche de cabra, le preguntaron por qué traía esa cara. ¿Estaba bien su mujer? ¿Y su churre? Sí, estaban bien, y el Josefino ya caminaba y decía papá, pero él tenía que contarles algo. Y seguía con la bocaza abierta y los ojos saltados de asombro, como si acabara de ver el cachudo. Diez años que trabajaba en la lancha y nunca había encontrado a nadie en la calle al levantarse, sin contar a la gente del camal. El sol no aparece todavía, está todo negro, es cuando la arena cae más fuerte, ¿a quién se le va a ocurrir, entonces, pasearse a esas horas? Y los gallinazos tienes razón, hombre, a nadie se le ocurriría. Hablaba con ímpetu, sus palabras eran como disparos y se ayudaba con gestos enérgicos; en las pausas, siempre, la bocaza abierta y los ojos saltados. Fue por eso que se asustó, caracho, por lo raro. ¿Qué es esto? Y escuchó otra vez, clarito, los cascos de un caballo. No se estaba volviendo loco, sí había mirado a todos lados, que se esperaran, que lo dejaran contar: lo había visto entrando al Viejo Puente, lo reconoció ahí mismito. ¿El caballo de don Melchor Espinoza? ¿Ese que es blanco? Sí señor, por eso mismo, porque era blanco brillaba en la madrugada y parecía fantasma. Y los gallinazos, decepcionados, se soltaría, no es novedad, ¿o a don Melchor le vino la chochera de viajar a oscuras? Es lo que él pensó, ya está, se le escapó el animal, hay que cogerlo. Saltó de la lancha y a trancones subió la ladera, menos mal que el caballito no iba apurado, se le fue acercando despacio para no espantarlo, ahora se le plantaría delante y le cogería las crines, y con la boca chas, chas, chas, no te pongas chúcaro, lo montaría a pelo y lo devolvería a su dueño. Iba al paso, ya cerquita, y lo veía apenas por la cantidad de arena, entraron juntos a Castilla, y él entonces se le cruzó y sas. Interesados de nuevo, los gallinazos qué pasó Carlos, qué viste. Sí señor, a don Anselmo que lo miraba desde la montura, palabra de hombre. Tenía un trapo en la cara y, de primera intención, a él se le pararon los pe los: perdón, don Anselmo, creía que el animal se escapaba. Y los gallinazos ¿qué hacía allí?, ¿adónde iba?, ¿se estaba escapando de Piura a escondidas, como un ladrón? Que lo dejaran acabar, maldita sea. Se rió a su gusto, lo miraba y se moría de risa, y el caballito que caracoleaba. ¿Sabían lo que le dijo? No ponga esa cara de miedo, Rojas, no podía dormir y salí a dar una vuelta. ¿Oyeron? Tal como se lo contaba. El viento era puro fuego, chicoteaba duro, durisisísimo y él tuvo ganas de responderle si le había visto cara de tonto, 31 Mario Vargas Llosa La casa verde ¿creía que iba a creerle? Y un gallinazo pero no se lo dirías, Carlos, no se trata de mentirosa a la gente y, además, qué te importaba. Pero ahí no terminaba el cuento. Un rato después lo vio de nuevo, a lo lejos, en la trocha a Catacaos. Y una gallinaza ¿en el arenal?, pobre, tendrá la cara comida, y los ojos y las manos. Con lo que había soplado ese día. Que si no lo dejaban hablar se callaba y se iba. Sí, seguía en el caballo y daba vueltas y más vueltas, miraba el río, el Viejo Puente, la ciudad. Y después desmontó y jugaba con su manta. Parecía un churre contento, brincaba y saltaba como el Josefino. Y los gallinazos ¿no se habrá vuelto loco don Anselmo?, sería lástima, siendo tan buena persona, ¿a lo mejor estaría borracho? Y Carlos Rojas no, no le pareció loco ni borracho, le había dado la mano al despedirse, le preguntó por la familia y le encargó saludarla. Pero que vieran si no tenía razón de venir asombrado. Esa mañana don Anselmo apareció en la plaza de Armas, sonriente y locuaz, a la hora de costumbre. Se le notaba muy alegre, a todos los transeúntes que cruzaban frente a la terraza les proponía brindis. Una incontenible necesidad de bromear lo poseía; su boca expulsaba, una tras otra, historias de doble sentido que Jacinto, el mozo de La Estrella del Norte, celebraba torciéndose de risa. Y las carcajadas de don Anselmo retumbaban en la plaza. La noticia de su excursión nocturna había circulado ya por todas partes y los piuranos lo acosaban a preguntas: él respondía con burlas y dichos ambiguos. El relato de Carlos Rojas intrigó a la ciudad y fue tema de conversación durante días. Algunos curiosos llegaron hasta don Melchor Espinoza en busca de informaciones. El viejo agricultor no sabía nada. Y, además, no haría ninguna pregunta a su alojado, porque no era impertinente ni chismoso. Él había encontrado su caballo desensillado y limpio. No quería saber más, que se fueran y lo dejaran tranquilo. Cuando la gente dejaba de hablar de aquella excursión, sobrevino una noticia más sorprendente. Don Anselmo había comprado a la Municipalidad un terreno situado al otro lado del Viejo Puente, más allá de los últimos ranchos de Castilla, en pleno arenal, por allí donde el lanchero lo había visto esa madrugada brincando. No era extraño que el forastero, si había decidido radicarse en Piura, quisiera construirse una casa. Pero ¡en el desierto! La arena devoraría aquella mansión en poco tiempo, se la tragaría como a los viejos árboles podridos o a los gallinazos muertos. El arenal es inestable, blanduzco. Los médanos cambian de paradero cada noche, el viento los crea, aniquila y moviliza a su capricho, los disminuye y los agranda. Aparecen amenazantes y múltiples, cercan a Piura como una muralla, blanca al amanecer, roja en el crepúsculo, parada en las noches, y, al día siguiente, han huido y se los ve, dispersos, lejanos, como una rala erupción en la piel del desierto. En los atardeceres, don Anselmo se hallaría incomunicado y a merced del polvo. Efusivos, numerosos, los vecinos trataron de impedir esa locura, abundaron en argumentos para disuadirlo. Que adquiriera un terreno en la ciudad, que no fuera terco. Pero don Anselmo desdeñaba todos los consejos y replicaba con frases que parecían enigmas. La lancha con soldados llega a eso del mediodía, quiere atracar de punta y no de lado como manda la razón, el agua la lleva y la trae, jefes, aguántense: Adrián Nieves los iba a ayudar. Se echa al agua, coge la tangana, arrima la lancha a la orilla y los soldados, sin decirle gracias ni por qué, le echan lazo, lo dejan atado y corren al pueblo. Tarde, jefes, casi todos los cristianos han tenido tiempo de escapar al monte, sólo atrapan a media docena y cuando llegan a la guarnición de Borja el capitán Quiroga se enoja, ¿cómo se les ocurrió llevar a un inválido?, y a Vilano lárgate, cojo, no sirves para el Ejército. La instrucción comienza a la mañana siguiente: los levantan tempranito, los rapan, les dan pantalones y camisas caquis y unos zapatones que aprietan los pies. Después, el capitán Quiroga les habla sobre la Patria y los divide en grupos. A él y a otros once se los lleva un cabo y los entrena: cuadrarse, saludar, marchar, arrojarse, pararse, atención carajo, descanso carajo. Y así todos los días y no hay manera de huir, la vigilancia es estricta, de todo llueven patadas y el capitán Quiroga no hay desertor que no caiga y entonces el servicio es doble. Y una mañana viene el cabo Roberto Delgado, un paso adelante el recluta que era práctico y Adrián Nieves a sus órdenes, mi cabo, él era. ¿Conocía bien la región, río arriba? y él como esta mano, mi cabo, río arriba y también río abajo y entonces que se preparara que se iban a Bagua. Y él llegó el momento Adrián Nieves, ahora o 32 Mario Vargas Llosa La casa verde Abrió la botella de un mordisco y llenó las copas. Apuró la suya de un trago, sus ojos se enrojecieron y mojaron, y el Mono, que bebía a sorbitos, los ojos cerrados, todo el rostro contraído en una mueca, de pronto se atoró. Comenzó a toser y a golpearse el pecho con la mano abierta. —Este Mono siempre tan maleta —murmuró Lituma—. A ver, colega, estoy esperando. —El pisco es el único trago que vuelve al mundo por los ojos —canturreó el Mono—. Los otros con el pipí. —Se ha hecho puta, hermano —dijo Josefino—. Está en la Casa Verde. El Mono tuvo otro acceso de tos, su copa rodó al IV suelo y en la tierra una manchita húmeda se encogió, desapareció. —Sus dientes les sonaban, madre —dijo Bonifacia—, les hablé pagano para quitarles el miedo. Tú hubieras visto qué parecían. —¿Por qué nunca nos dijiste que hablabas aguaruna, Bonifacia? —dijo la superiora. —¿No ves cómo de todo las madres dicen ya te salió el salvaje? —dijo Bonifacia—. ¿No ves cómo dicen ya estás comiendo con las manos, pagana? Me daba vergüenza, madre. Las trae de la mano desde la despensa y, en el umbral de su angosta habitación, les indica que esperen. Ellas se juntan, se hacen un ovillo contra la pared. Bonifacia entra, enciende el mechero, abre el baúl, lo registra, saca el viejo manojo de llaves y sale. Vuelve a coger a las chiquillas de la mano. —¿Cierto que al pagano lo subieron a la capirona? —dijo Bonifacia—. ¿Que le cortaron el pelo y se quedó con la cabeza blanca? —Pareces loca —dijo la madre Angélica—, de repente sales con cada cosa. Pero ella sabía, mamita: lo trajeron los soldados en un bote, lo amarraron al árbol de la bandera, las pupilas se subían al techo de la residencia para mirar y la madre Angélica les daba azotes. ¿Seguían con esa historia las bandidas? ¿Cuándo se la contaron a Bonifacia? —Me la contó un pajarito amarillo que se entró vo lando —dijo Bonifacia—. ¿De veras le cortaron su pelo? ¿Como a las paganitas la madre Griselda? —Se lo cortaron los soldados, tonta —dijo la madre Angélica—. No se puede comparar. La madre Griselda se los corta a las niñas para que ya no les pique. A él fue en castigo. —¿Y qué había hecho el pagano, mamita? —dijo Bonifacia. —Maldades, cosas feas —dijo la madre Angélica—. Había pecado. Bonifacia y las chiquillas salen en puntas de pie. El patio está partido en dos: la luna alumbra la fachada triangular de la capilla y la chimenea de la cocina; el otro sector de la misión es una aglomeración de sombras húmedas. El muro de ladrillos se recorta, impreciso, bajo la arcada opaca de lianas y de ramas. La residencia de las madres ha desaparecido en la noche. —Tienes una manera muy injusta de ver las cosas —dijo la superiora—. A las madres les importa tu alma, no el color de tu piel ni el idioma que hablas. Eres ingrata, Bonifacia. La madre Angélica no ha hecho otra cosa que mimarte desde que llegaste a la misión. —Ya sé, madre, por eso te pido que reces por mí —dijo Bonifacia—. Es que esa noche me volví salvaje, vas a ver qué horrible. —Deja de llorar de una vez —dijo la superiora—. Ya sé que te volviste una salvaje. Yo quiero saber qué hiciste. Las suelta, les indica silencio con un gesto y echa a correr, siempre de puntillas. Al principio les saca cierta ventaja, pero a medio patio las dos chiquillas corren a su lado. Llegan juntas ante la puerta clausurada. Bonifacia se inclina, prueba las gruesas, enmohecidas llaves del manojo, una tras otra. La cerradura chirría, la madera está mojada y suena a hueco cuando ellas la golpean con la mano abierta, pero la puerta no se abre. La respiración de las tres es anhelante. —¿Yo era muy chiquita entonces? —dijo Bonifacia—. ¿De qué tamaño, mamita? Muéstrame con tu mano. —Así, de este tamaño —dijo la madre Angélica—. Pero ya eras un demonio. 35 Mario Vargas Llosa La casa verde —¿Y hacía cuánto que estaba en la misión? —dijo Bonifacia. —Poco tiempo —dijo la madre Angélica—. Sólo unos meses. Ya está, ya se le había metido el demonio en el cuerpo, mamita. ¿Qué decía esta loca? A ver con qué salía ahora y a Bonifacia la habían traído a Santa María de Nieva con el pagano ese. Las pupilas se lo contaron, ahora la madre Angélica tenía que ir a confesarse la mentira. Si no se iría al infierno, mamita. —¿Y entonces para qué me preguntas, mañosa? —dijo la madre Angélica—. Es falta de respeto y además pecado. —Era jugando, mamita —dijo Bonifacia—. Yo sé que te vas a ir al cielo. La tercera llave gira, la puerta cede. Pero afuera debe haber una tenaz concentración de tallos, matorrales y plantas trepadoras, nidos, telarañas, hongos y madejas de lianas que resisten y atajan la puerta. Bonifacia apoya todo su cuerpo en la madera y empuja —hay levísimos, múltiples desgarramientos y un rumor quebradizo— hasta que se forma una abertura suficiente. Sujeta la puerta entreabierta, siente en su cara el roce de suaves filamentos, escucha el murmullo del follaje invisible y, de pronto, a su espalda, otro murmullo. —Me volví como ellas, madre —dijo Bonifacia—. La del aro en la nariz comió y a la fuerza la hizo comer a la otra paganita. Le metía el plátano a la boca con sus dedos, madre. —¿Y qué tiene que ver eso con el demonio? —dijo la superiora. —Una le agarraba su mano a la otra y le chupaba sus dedos —dijo Bonifacia—, y después la otra lo mismo. ¿Ves el hambre que tenían, madre? ¿Cómo no iban a tener? Las pobrecillas no habían probado bocado desde Chicais, Bonifacia, pero la superiora ya sabía que a ella le dieron pena. Y Bonifacia apenas les entendía, madre, porque hablaban raro. Aquí iban a comer todos los días, y ellas queremos irnos, aquí iban a ser felices y ellas queremos irnos y comenzó a contarles esas historias del Niño Jesús que les gustaban tanto a las paganitas, madre. —Es lo mejor que haces tú —dijo la superiora—. Contar historias. ¿Qué más, Bonifacia? Y ella tiene los ojos como dos cocuyos, váyanse, verdes y asustados, vuelvan al dormitorio, da un paso hacia las pupilas, ¿con qué permiso salieron? y empujada por el bosque la puerta se cierra sin ruido. Las pupilas la observan calladas, dos docenas de luciérnagas y una sola silueta anchísima y deforme, la oscuridad disimula rostros, guardapolvos. Bonifacia mira hacia la residencia: no se ha encendido ninguna luz. De nuevo les ordena que regresen al dormitorio pero ellas no se mueven ni le responden. —¿El pagano ese era mi padre, mamita? —dijo Bonifacia. —No era tu padre —dijo la madre Angélica—. Nacerías en Urakusa pero eras hija de otro, no de ese malvado. ¿No le estaba mintiendo, mamita? Pero la madre Angélica nunca mentía, loca, por qué le iba a mentir a ella. ¿Para que no le diera pena de repente, mamita? ¿Para que no se avergonzara? ¿Y no creía que su padre también había sido malvado? —¿Por qué iba a ser? —dijo la madre Angélica—. Podía ser de buen corazón, hay muchos paganos así. Pero qué te preocupa eso. ¿Acaso no tienes ahora un padre mucho más grande y más bueno? Tampoco esta vez le obedecen, váyanse, vuelvan al dormitorio, y las dos chiquillas están a sus pies, temblando, prendidas de su hábito. Súbitamente, Bonifacia da media vuelta, corre hacia la puerta, empuja, la abre, señala la oscuridad del monte. Las dos chiquillas están junto a ella pero no se deciden a cruzar el umbral, sus cabezas oscilan entre Bonifacia y la sombría abertura y ahora las luciérnagas se adelantan, sus siluetas se delinean frente a Bonifacia, han comenzado a murmurarle, algunas a tocarla. —Se los buscaban la una a la otra, madre —dijo Bonifacia—, y se los sacaban y los mataban con los dientes. No por maldad, sino jugando, madre y antes de morder se lo mostraban diciendo mira lo que te he sacado. Jugando y también por cariño, madre. —Si ya tenían confianza en ti, podías haberlas aconsejado —dijo la superiora—. Decirles que no hicieran esas suciedades. 36 Mario Vargas Llosa La casa verde Pero ella sólo pensaba en el día siguiente, madre: que no llegara mañana, que la madre Griselda no les corte sus pelos, no ha de cortárselos, no ha de echarles desinfectante y la superiora ¿qué tonterías eran ésas? —Tú no ves cómo se ponen, yo tengo que sujetarlas y veo —dijo Bonifacia—. Y también cuando las bañan y el jabón les entra a los ojos. ¿Le daba pena que la madre Griselda las fuera a librar de esos bichos que les devoraban la cabeza? ¿Esos bichos que se tragan y las enferman y les hinchan las barriguitas? Y es que ella todavía se soñaba con las tijeras de la madre Griselda. De lo que le dolió tanto, madre, por eso sería. —No pareces inteligente, Bonifacia —dijo la superiora—. Más bien debiste sentir pena al ver a esas criaturas convertidas en dos animalitos, haciendo lo que hacen los monos. —Te vas a enojar más todavía, madre —dijo Bonifacia—. Vas a odiarme. ¿Qué querían?, ¿por qué no le hacían caso?, y, unos segundos después, elevando la voz, ¿también irse?, ¿volverse paganas de nuevo?, y las pupilas han sumergido a las dos chiquillas, ante Bonifacia hay sólo una masa compacta de guardapolvos y ojos codiciosos. Qué le importaba, entonces, Dios sabría, ellas sabrían, que volvieran al dormitorio o se escaparan o se murieran y mira hacia la residencia: siempre a oscuras. —Le cortaron el pelo para sacarle al diablo que tenía adentro —dijo la madre Angélica—. Y ya basta, no pienses más en el pagano. Es que ella siempre se acordaba, mamita, de cómo sería cuando se lo cortaron y ¿el diablo era como los piojitos? ¿Qué cosas decía esta loca? A él para sacarle el diablo, a las paganitas para sacarles los piojos. Quería decir que los dos se metían al pelo, mamita, y la madre Angélica qué tonta era, Bonifacia, qué niña más tonta. Salen una tras otra, en orden, como los domingos cuando van al río, al pasar junto a Bonifacia algunas estiran la mano y estrujan afectuosamente su hábito, su brazo desnudo, y ella rápido, Dios las ayudaría, rezaría por ellas, Él las cuidaría y resiste la puerta con la espalda. A cada pupila que se detiene en el umbral y vuelve la cabeza hacia la oculta residencia, la empuja, la obliga a hundirse en el boquerón vegetal, a hollar la tierra fangosa y perderse en las tinieblas. —Y, de repente, se soltó de la otra y se vino donde mí —dijo Bonifacia—. La más chiquita, madre, y creí que iba a abrazarme pero también comenzó a buscarme con sus deditos, y era para eso, madre. —¿Por qué no llevaste a esas niñas al dormitorio? —dijo la superiora. —De agradecida, por lo que les di de comer ¿no te das cuenta? —dijo Bonifacia—. Su cara se ponía triste porque no encontraba y yo ojalá tuviera, ojalá encontrara unito la pobre. —Y después protestas cuando las madres te dicen salvaje —dijo la superiora—. ¿Acaso estás hablando como una cristiana? Y ella también le buscaba en sus pelos y no le daba asco, madre, y a cada uno que encontraba lo mataba con sus dientes. ¿Asquerosa?, sí, sería y la superiora hablas como si estuvieras orgullosa de esa porquería y Bonifacia estaba, eso era lo terrible, madre, y la paganita se hacía la que le encontraba y le mostraba su mano y rápido se la metía a la boca como si fuera a matarlo. Y también la otra comenzó, madre, y ella también a la otra. —No me hables en ese tono —dijo la superiora—. Y además basta, no quiero que me cuentes más, Bonifacia. Y ella que entraran las madres y la vieran, la madre Angélica y también tú, madre, y hasta las hubiera insultado, qué furiosa estaba, qué odio tenía, madre y las dos chiquillas ya no están: deben haber salido entre las primeras, gateando velozmente. Bonifacia cruza el patio, al pasar junto a la capilla se detiene. Entra, se sienta en una banca. La luz de la luna llega oblicuamente hasta el altar, muere junto a la reja que separa a las pupilas de los fieles de Santa María de Nieva en la misa del domingo. —Y, además, eras una fierecilla —dijo la madre Angélica—. Había que corretearte por toda la misión. A mí me diste un mordisco en la mano, bandida. 37 Mario Vargas Llosa La casa verde —Ella sabe que mi vida será corretear de un lado a otro —dijo Fushía—, que pueden pasarme mil cosas. A ninguna mujer le gusta andar tras un hombre fregado. Estará feliz de quedarse, don Julio. —Y, sin embargo, ya ves —dijo Aquilino—. Te siguió y te ayudó en todo. Hizo vida de sajino, como tú, y sin quejarse. Mal que mal, la Lalita ha sido una buena mujer, Fushía. Fue así como nació la Casa Verde. Su edificación demoró muchas semanas; los tablones, las vigas y los adobes debían ser arrastrados desde el otro límite de la ciudad y las mulas alquiladas por don Anselmo avanzaban lastimosamente por el arenal. El trabajo se iniciaba en las mañanas, al cesar la lluvia seca, y terminaba al arreciar el viento. En la tarde, en la noche, el desierto englutía los cimientos y enterraba las paredes, las iguanas roían las maderas, los gallinazos armaban sus nidos en la incipiente construcción y, cada mañana, había que rehacer lo empezado, corregir los planos, reponer los materiales, en un combate sordo que fue subyugando a la ciudad. «¿En qué momento se dará por vencido el forastero?», se preguntaban los vecinos. Pero transcurrían los días y, sin dejarse abatir por los percances ni contagiar por el pesimismo de conocidos y de amigos, don Anselmo seguía desplegando una asombrosa actividad. Dirigía los trabajos semidesnudo, la maleza de vellos de su pecho húmeda de sudor, la boca llena de euforia. Distribuía cañazo y chicha a los peones y él mismo acarreaba adobes, clavaba vigas, iba y venía por la ciudad azuzando a las mulas. Y un día los piuranos admitieron que don Anselmo vencería, al divisar al otro lado del río, frente a la ciudad, como un emisario de ella en el umbral del desierto, un sólido, invicto esqueleto de madera. A partir de entonces, el trabajo fue rápido. Las gentes de Castilla y de las rancherías del camal, venían todas las mañanas a presenciar las labores, daban consejos y, a veces, espontáneamente, echaban una mano a los peones. Don Anselmo ofrecía de beber a todo el mundo. Los últimos días, una atmósfera de feria popular reinaba en torno a la obra: chicheras, fruteras, vendedoras de quesos, dulces y refrescos, acudían a ofrecer su mercancía a trabajadores y curiosos. Los hacendados hacían un alto al pasar por allí y, desde sus cabalgaduras, dirigían a don Anselmo palabras de estímulo. Un día, Chápiro Seminario, el poderoso agricultor, regaló un buey y una docena de cántaros de chicha. Los peones prepararon una pachamanca. Cuando la casa estuvo edificada, don Anselmo dispuso que fuera íntegramente pintada de verde. Hasta los niños reían a carcajadas al ver cómo esos muros se cubrían de una piel esmeralda donde se estrellaba el sol y retrocedían reflejos escamosos. Viejos y jóvenes, ricos y pobres, hombres y mujeres, bromeaban alegremente por el capricho de don Anselmo de pintarrajear su vivienda de tal manera. La bautizaron de inmediato: «La Casa Verde». Pero no sólo los divertía el color, también su extravagante anatomía. Constaba de dos plantas, pero la inferior apenas merecía ese nombre: un espacioso salón cortado por cuatro vigas, también verdes, que sostenían el techo; un patio descubierto, tapizado de piedrecillas pulidas por el río y un muro circular, alto como un hombre. La segunda planta comprendía seis cuartos minúsculos, alineados ante un corredor con balaustrada de madera que sobrevolaba el salón del primer piso. Además de la entrada principal, la Casa Verde tenía dos puertas traseras, una caballeriza y una gran despensa. En el almacén del español Eusebio Romero, don Anselmo compró esteras, lámparas de aceite, cortinas de colores llamativos, muchas sillas. Y, una mañana, dos carpinteros de la Gallinacera anunciaron: «Don Anselmo nos encargó un escritorio, un mostrador igualito al de La Estrella del Norte y ¡media docena de camas!». Entonces, don Eusebio Romero confesó: «Y a mí seis lavadores, seis espejos, seis bacinicas». Una especie de efervescencia ganó todos los barrios, una rumorosa y agitada curiosidad. Brotaron las sospechas. De casa en casa, de salón en salón cuchicheaban las beatas, las señoras miraban a sus maridos con desconfianza, los vecinos cambiaban sonrisas maliciosas y, un domingo, en la misa de doce, el padre García afirmó desde el púlpito: «Se prepara una agresión contra la moral en esta ciudad». Los piuranos asaltaban a don Anselmo en la calle, le exigían hablar. Pero era inútil: «Es un secreto», les decía, regocijado como un colegial; «un poco de paciencia ya sabrán». Indiferente al revuelo de los barrios, seguía viniendo en las mañanas a La Estrella del Norte, y bebía, bromeaba y distribuía brindis y piropos a las mujeres que cruzaban la plaza. En las 40 Mario Vargas Llosa La casa verde tardes se encerraba en la Casa Verde, a donde se había trasladado después de regalar a don Melchor Espinoza un cajón de botellas de pisco y una montura de cuero repujado. Poco después, don Anselmo partió. En un caballo negro, que acababa de comprar, abandonó la ciudad como había llegado, una mañana al alba, sin que nadie lo viera, con rumbo desconocido. Se ha hablado tanto en Piura sobre la primitiva Casa Verde, esa vivienda matriz, que ya nadie sabe con exactitud cómo era realmente, ni los auténticos pormenores de su historia. Los supervivientes de la época, muy pocos, se embrollan y contradicen, han acabado por confundir lo que vieron y oyeron con sus propios embustes. Y los intérpretes están ya tan decrépitos, y es tan obstinado su mutismo, que de nada serviría interrogarlos. En todo caso, la originaria Casa Verde ya no existe. Hasta hace algunos años, en el paraje donde fue levantada —la extensión de desierto limitado por Castilla y Catacaos— se encontraban pedazos de madera y objetos domésticos carbonizados, pero el desierto, y la carretera que construyeron, y las chacras que surgieron por el contorno, acabaron por borrar todos esos restos y ahora no hay piurano capaz de precisar en qué sector del arenal amarillento se irguió, con sus luces, su música, sus risas, y ese resplandor diurno de sus paredes que, a la distancia y en las noches, la convertía en un cuadrado, fosforescente reptil. En las historias mangaches se dice que existió en las proximidades de la otra orilla del viejo puente, que era muy grande, la mayor de las construcciones de entonces, y que había tantas lámparas de colores suspendidas en sus ventanas, que su luz hería la vista, teñía la arena del rededor y hasta alumbraba el puente. Pero su virtud principal era la música que, puntualmente, rompía en su interior al comenzar la tarde, duraba toda la noche y se oía hasta en la misma catedral. Don Anselmo, dicen, recorría incansable las chicherías de los barrios, y aun las de pueblos vecinos, en busca de artistas, y de todas partes traía guitarristas, tocadores de cajón, rascadores de quijada, flautistas, maestros del bombo y la corneta. Pero nunca arpistas, pues él tocaba ese instrumento y su arpa presidía, inconfundible, la música de la Casa Verde. —Era como si el aire se hubiera envenenado —decían las viejas del Malecón—.La música entraba por todas partes, aunque cerráramos puertas y ventanas, y la oíamos mientras comíamos, mientras rezábamos y mientras dormíamos. —Y había que ver las caras de los hombres al oírla —decían las beatas ahogadas en velos—. Y había que ver cómo los arrancaba del hogar, y los sacaba a la calle y los empujaba hacia el Viejo Puente. —Y de nada servía rezar —decían las madres, las esposas, las novias—, de nada nuestros llantos, nuestras súplicas, ni los sermones de los padres, ni las novenas, ni siquiera los trisagios. —Tenemos el infierno a las puertas —tronaba el padre García—, cualquiera lo vería pero ustedes están ciegos. Piura es Sodoma y es Gomorra. —Quizá sea verdad que la Casa Verde trajo la mala suerte —decían los viejos, relamiéndose —. Pero cómo se disfrutaba en la maldita. A las pocas semanas de regresar a Piura don Anselmo con la caravana de habitantas, la Casa Verde había impuesto su dominio. Al principio, sus visitantes salían de la ciudad a ocultas; esperaban la oscuridad, discretamente cruzaban el Viejo Puente y se sumergían en el arenal. Luego, las incursiones aumentaron y a los jóvenes, cada vez más imprudentes, ya no les importó ser reconocidos por las señoras apostadas tras las celosías del Malecón. En ranchos y salones, en las haciendas, no se hablaba de otra cosa. Los púlpitos multiplicaban advertencias y exhortos, el padre García estigmatizaba la licencia con citas bíblicas. Un Comité de Obras Pías y Buenas Costumbres fue creado y las damas que lo componían visitaron al prefecto y al alcalde. Las autoridades asentían, cabizbajas: cierto, ellas tenían razón, la Casa Verde era una afrenta a Piura, pero ¿qué hacer? Las leyes dictadas en esa podrida capital que es Lima amparaban a don Anselmo, la existencia de la Casa Verde no contradecía la Constitución ni era penada por el Código. Las damas quitaron el saludo a las autoridades, les cerraron sus salones. Entre tanto, los adolescentes, los hombres y hasta los pacíficos ancianos se precipitaban en bandadas hacia el bullicioso y luciente edificio. Cayeron los piuranos más sobrios, los más trabajadores y rectos. En la ciudad, antes tan silenciosa, se instalaron como pesadillas el ruido, el movimiento nocturnos. Al alba, cuando el arpa y las guitarras de la Casa Verde callaban, un ritmo indisciplinado y múltiple se elevaba al cielo desde la ciudad: los 41 Mario Vargas Llosa La casa verde que regresaban, solos o en grupos, recorrían las calles riendo a carcajadas y cantando. Los hombres lucían el desvelo en los rostros averiados por la mordedura de la arena y en La Estrella del Norte referían estrambóticas anécdotas que corrían de boca en boca y repetían los menores. —Ya ven, ya ven —decía, trémulo, el padre García—, sólo falta que llueva fuego sobre Piura todos los males del mundo nos están cayendo encima. Porque es cierto que todo esto coincidió con desgracias. El primer año, el río Piura creció y siguió creciendo, despedazó las defensas de las chacras, muchos sembríos del valle se inundaron, algunas bestias perecieron ahogadas y la humedad tiñó anchos sectores del desierto de Sechura: los hombres maldecían, los niños hacían castillos con la arena contaminada. El segundo año, como en represalia contra las injurias que le lanzaron los dueños de tierras anegadas, el río no entró. El cauce del Piura se cubrió de hierbas y abrojos que murieron poco después de nacer y quedó sólo una larga hendidura llagada: los cañaverales se secaron, el algodón brotó prematuramente. Al tercer año, las plagas diezmaron las cosechas. —Éstos son los desastres del pecado —rugía el padre García—. Todavía hay tiempo, el enemigo está en sus venas, mátenlo con oraciones. Los brujos de los ranchos rociaban los sembradíos con sangre de cabritos tiernos, se revolcaban sobre los surcos, proferían conjuros para atraer el agua y ahuyentar los insectos. —Dios mío, Dios mío —se lamentaba el padre García—. Hay hambre y hay miseria y en vez de escarmentar, pecan y pecan. Porque ni la inundación, ni la sequía, ni las plagas detuvieron la gloria creciente de la Casa Verde. El aspecto de la ciudad cambió. Esas tranquilas calles provincianas se poblaron de forasteros que, los fines de semana, viajaban a Piura desde Sullana, Palta, Huancabamba y aun Tumbes y Chiclayo, seducidos por la leyenda de la Casa Verde que se había propagado a través del desierto. Pasaban la noche en ella y, cuando venían a la ciudad, se mostraban soeces y descomedidos, paseaban su borrachera por las calles como una proeza. Los vecinos los odiaban y a veces surgían riñas, no de noche y en el escenario de los desafíos, la pampita que está bajo el puente, sino a plena luz y en la plaza de Armas, en la avenida Grau y en cualquier parte. Estallaron peleas colectivas. Las calles se volvieron peligrosas. Cuando, pese a la prohibición de las autoridades, alguna de las habitantas se aventuraba por la ciudad, las señoras arrastraban a sus hijas al interior del hogar y corrían las cortinas. El padre García salía al encuentro de la intrusa, desencajado; los vecinos debían sujetarlo para impedir una agresión. El primer año, el local albergó a cuatro habitantas solamente, pero al año siguiente, cuando aquéllas partieron, don Anselmo viajó y regresó con ocho, y dicen que en su apogeo la Casa Verde llegó a tener veinte habitantas. Llegaban directamente a la construcción de las afueras. Desde el Viejo Puente se las veía llegar, se oían sus chillidos y desplantes. Sus indumentarias de colores, sus pañuelos y afeites, centelleaban como crustáceos en el árido paisaje. Don Anselmo, en cambio, sí frecuentaba la ciudad. Recorría las calles en su caballo negro, al que había enseñado coqueterías: sacudir alegremente el rabo cuando pasaba una mujer, doblar una pata en señal de saludo, ejecutar pasos de danza al oír música. Don Anselmo había engordado, se vestía con exceso chillón: sombrero de paja blanda, bufanda de seda, camisas de hilo, correa con incrustaciones, pantalones ajustados, botas de tacón alto y espuelas. Sus manos hervían de sortijas. A veces, se detenía a beber unos tragos en La Estrella del Norte y muchos principales no vacilaban en sentarse a su mesa, charlar con él y acompañarlo luego hasta las afueras. La prosperidad de don Anselmo se tradujo en ampliaciones laterales y verticales de la Casa Verde. Ésta, como un organismo vivo, fue creciendo, madurando. La primera innovación fue un cerco de piedra. Coronado de cardos, cascotes, púas y espinas para desanimar a los ladrones, envolvía la planta baja y la ocultaba. El espacio encerrado entre el cerco y la casa fue primero un patiecillo pedregoso, luego un nivelado zaguán con macetas de cactus, después un salón circular con suelo y techo de esteras y, por fin, la madera reemplazó la paja, el salón fue empedrado y el techo se cubrió de tejas. Sobre la segunda planta, surgió otra, pequeña y cilíndrica como un torreón de vigía. Cada piedra añadida, cada teja o 42 Mario Vargas Llosa La casa verde fritura. El balanceo de la lámpara agrandaba y disminuía a un ritmo preciso las cuatro siluetas proyectadas sobre las esteras, y la vela de la hornacina, ya minúscula, exhalaba un humillo rizado y oscuro que envolvía a la Virgen de yeso como una larga cabellera. Lituma se puso de pie con gran esfuerzo, se sacudió la ropa, paseó unos ojos extraviados por el contorno y, de improviso, se llevó un dedo a la boca. Estuvo hurgándose la garganta bajo la atenta mirada de los otros; que lo vieron palidecer, y por fin vomitó, ruidosamente, con arcadas que estremecían todo su cuerpo. Luego, volvió a sentarse, se limpió la cara con el pañuelo y, exhausto, ojeroso, encendió un cigarrillo con manos temblonas. —Ya estoy mejor, colega. Sigue contando, nomás. —Sabemos muy poco, Lituma. Es decir, de cómo pasó la cosa. Cuando te metieron adentro nos mandamos mudar. Habíamos sido testigos y podían enredarnos, tú sabes que los Seminario son gente rica, con tantas influencias. Yo me fui a Sullana y tus primos a Chulucanas. Cuando regresamos, ella había dejado la casita de Castilla y nadie sabía dónde paraba. —Así que se quedó solita la pobre —murmuró Lituma—. Sin un cobre y todavía encinta. —Por eso no te preocupes, hermano —dijo Josefino—. No dio a luz. Al poco tiempo supimos que andaba por las chicherías, y una noche la encontramos en el Río Bar con un tipo, y ya no estaba encinta. —¿Y ella qué hizo cuando los vio? —Nada, colega. Nos saludó lo más fresca. Y después nos topábamos con ella por aquí y por allá, y siempre estaba acompañada. Hasta que un día la vimos en la Casa Verde. Lituma se pasó el pañuelo por la cara, chupó el cigarrillo con fuerza y arrojó una gran bocanada de humo espeso. —¿Por qué no me escribieron? —su voz era cada vez más ronca. —Ya tenías bastante, encerrado lejos de tu tierra. ¿Para qué íbamos a amargarte más la vida, colega? No se dan esas noticias a uno que anda fregado. —Basta, primo, parece que te gustara sufrir —dijo José—. Cambien de tema. De los labios de Lituma corría hasta su cuello un hilo de saliva brillante. Su cabeza se movía, lenta, pesada, mecánica, siguiendo la exacta oscilación de las sombras en las esteras. Josefino llenó las copas. Continuaron bebiendo, sin hablar, hasta que la vela de la hornacina se apagó. —Ya hace dos horas que estamos aquí —dijo José, señalando el candelero—. Es lo que dura la mecha. —Estoy contento de que hayas vuelto, primo —dijo el Mono—. No pongas esa cara. Ríete, todos los mangaches van a estar felices de verte. Ríete, primito. Se dejó ir contra Lituma, lo estrechó y estuvo mirándolo con sus ojos grandes, vivos y ardientes, hasta que Lituma le dio una palmadita en la cabeza y sonrió. —Así me gusta, primo —dijo José—. Viva la Mangachería, cantemos el himno. Y, súbitamente, los tres comenzaron a hablar, eran tres churres y saltaban los muros de adobe de la Escuela Fiscal para bañarse en el río o, montados en un burro ajeno, recorrían arenosos senderos, entre chacras y algodonales, en dirección a las huacas de Narihualá, y ahí estaba el estruendo de los carnavales, los cascarones y los globos llovían sobre enfurecidos transeúntes y ellos empapaban también a los cachacos que no se atrevían a ir a sacarlos de sus escondites en las azoteas y en los árboles, y ahora, en las mañanas calientes, disputaban fogosos partidos de fútbol con una pelota de trapo en la cancha infinitamente grande del desierto. Josefino los escuchaba mudo, los ojos llenos de envidia, los mangaches recriminaban a Lituma, ¿de veras que te enrolaste en la Guardia Civil?, so renegado, so amarillo, y los León y Lituma reían. Abrieron otra botella. Siempre callado, Josefino hacía argollas con el humo, José silbaba, el Mono retenía el pisco en la boca, simulaba masticarlo, hacía gárgaras, morisquetas, no siento náuseas ni fuego, sólo ese calorcito que no se confunde. —Tranquilo, inconquistable —dijo Josefino—. Dónde vas, agárrenlo. Los León lo alcanzaron en el umbral, José lo tenía de los hombros y el Mono le abrazaba la cintura; lo sacudía con furia, pero su voz era atolondrada y llorosa: —Para qué, primo. No vayas, tu corazón va a sangrar. Hazme caso, Lituma, primito. 45 Mario Vargas Llosa La casa verde Lituma acarició con torpeza el rostro del Mono, revolvió sus cabellos crespos, lo apartó sin brusquedad y salió, tambaleándose. Ellos lo siguieron. Afuera, a las orillas de sus casas de caña brava, los mangaches dormían bajo las estrellas, formaban silenciosos racimos humanos en la arena. El bullicio de las chicherías había crecido, el Mono repetía las tonadas entre dientes y, cuando escuchaba un arpa, abría los brazos: ¡pero como don Anselmo no hay! Él y Lituma iban adelante, tomados del brazo, zigzagueantes, a veces en la oscuridad se elevaba una protesta, «¡cuidado, no pisen!», y ellos, a coro, «perdoncito, don», «mil perdones, doña». —Esa historia que le contaste parecía una película —dijo José. —Pero se la creyó —dijo Josefino—. No se me ocurrió otra. Y ustedes no me ayudaron, ni siquiera abrieron la boca. —Lástima que no estemos en Palta, primo —dijo el Mono—. Me metería al agua con ropa y todo. Qué rico sería. —En Yacila hay olas, es mar de veras —dijo Lituma—. El de Palta es un laguito, el Marañón es más bravo que ese mar. El domingo iremos a Yacila, primo. —Metámoslo donde Felipe —dijo Josefino—. Yo tengo plata. No podemos dejar que vaya, José. La avenida Sánchez Cerro estaba desierta, en la sombrilla de luz aceitosa de cada farol zumbaban los insectos. El Mono se había sentado en el suelo para anudarse los zapatos. Josefino se acercó a Lituma: —Mira, colega, está abierto donde Felipe. Cuán tos recuerdos en esa cantina. Ven, déjame invitarte un trago. Lituma se zafó de los brazos de Josefino, habló sin mirarlo: —Después, hermano, a la vuelta. Ahora, a la Casa Verde. Cuántos recuerdos allá también, más que en ninguna otra parte. ¿No es cierto, inconquistables? Más tarde, al pasar frente al Tres Estrellas, Josefino hizo una nueva tentativa. Se precipitó hacia la puerta luminosa del bar, gritando: —¡Al fin un sitio donde ahogar la sed! Vengan, colegas, yo pago. Pero Lituma siguió caminando, inconmovible. —Qué hacemos, José. —Qué vamos a hacer, hermano. Ir donde la Chunga Chunguita. DOS Una lancha se detiene roncando junto al embarcadero y Julio Reátegui salta a tierra. Sube hasta la plaza de Santa María de Nieva —un guardia civil echa al aire una madera, un perro la atrapa al vuelo y se la trae— y cuando llega a la altura de los troncos de capirona un grupo de personas sale de la cabaña de la Gobernación. Él alza la mano y saluda: lo observan, se animan, se precipitan a su encuentro, cuánto gusto, qué sorpresa, Julio Reátegui estrecha las manos de Fabio Cuesta, ¿por qué no había avisado que venía?, de Manuel Águila, no se lo perdonaban, de Pedro Escabino, se habrían preparado para recibirlo, de Arévalo Benzas, ¿cuántos días se quedaría esta vez, don julio? Nada, era una visita relámpago, seguía viaje ahora mismo, ya sabían qué vida llevaba. Entran a la Gobernación, don Fabio destapa unas cervezas, brindan, ¿iban bien las cosas en Nieva?, ¿en Iquitos?, ¿problemas con los paganos? En las puertas y en las ventanas de la cabaña hay aguarunas de bocas anchas, ojos fríos y pómulos salientes. Más tarde, Julio Reátegui y Fabio Cuesta salen, en la plaza el guardia sigue jugando con el pe rro, suben la pendiente hacia la misión observados desde todas las viviendas, ah, don Fabio, las mujeres, perder un día por este asunto, llegaría al campamento de noche y don Fabio ¿para qué están los amigos, don julio? Le hubiera escrito unas líneas y él se encargaba de todo, pero claro, don Fabio, la carta habría demorado un mes, y quién aguantaba mientras tanto a la señora Reátegui. Apenas tocan, la puerta de la residencia se abre, cómo está, un grasiento mandil, madre Griselda, un hábito, fíjese quién ha venido, una cara colorada, ¿no lo reconocía?, pero si era el señor Reátegui, un gritito, pase, una mano risueña, pase, don Julio, qué gusto y a él no le extrañaba que no lo reconocieran con la facha que traía, madre. 46 Mario Vargas Llosa La casa verde Rengueando, hablando sin cesar, la madre Griselda los guía por un pasadizo sombreado, les abre una puerta, les señala unas sillas de lona, qué alegría para la madre superiora, y, aunque tuviera mucha prisa, tenía que visitar la capilla, don Julio, ya vería cuántos cambios, volvía en seguida. En el escritorio hay un crucifijo y un mechero, en el suelo un petate de fibras de chambira y en la pared una imagen de la Virgen; por las ventanas entran suntuosas, llamativas lenguas de sol que lamen las vigas del techo. Vez que estaba en una iglesia o en un convento, a Julio Reátegui le venían sensaciones raras, don Fabio, el alma, la muerte, esos pensamientos que a uno lo desvelan tanto de muchacho y al gobernador le ocurría igualito, don julio, visitaba a las madres y salía con la cabeza llena de cosas profundas: ¿y si en el fondo los dos fueran algo místicos? Eso mismo había pensado él, don Fabio se acaricia la calva, qué gracioso, un poco místicos. La señora Reátegui se reiría si los oyera, ella que siempre decía te irás al infierno por hereje, julio, y, a propósito, el año pasado le había dado gusto por fin, fueron a Lima en octubre, ¿a la procesión?, sí, del Señor de los Milagros. Don Fabio había visto fotos, pero estar allá debía ser mucho mejor, ¿cierto que todos los negros se vestían de morado? Y también los zambos, y los cholos y los blancos, media Lima de morado, algo terrible, don Fabio, tres días en esa apretura, qué incomodidad y qué olores, la señora Reátegui quería que él también se pusiera el hábito, pero su amor no llegaba a tanto. Voces, risas, carreras invaden la habitación y ellos miran hacia las ventanas: voces, risas, carreras. Seguramente tenían recreo, ¿había muchas ahora?, por el ruido parecían cien y don Fabio unas veinte. El domingo hubo un desfile y ellas cantaron el himno nacional, muy entonadas, don julio, en un español como se pide. No había duda, don Fabio estaba contento en Santa María de Nieva, con qué orgullo contaba las cosas de acá, ¿era esto mejor que administrar el hotel?, si hubiera seguido allá, en Iquitos, tendría ahora una buena situación, don Fabio, es decir, económicamente. Pero el gobernador ya estaba viejo y, aunque le pareciera mentira al señor Reátegui, no era hombre de ambiciones. ¿Así que no aguantaría ni un mes en Santa María de Nieva?, don Julio, ya veía que aguantó y, si Dios lo permitía, no saldría nunca más de aquí. ¿Por qué se empeñó tanto en este nombramiento?, Julio Reátegui no acababa de entenderlo, ¿por qué quiso reemplazarlo, don Fabio?, ¿qué buscaba?, y don Fabio ser, que no se riera, respetado, sus últimos años en Iquitos habían sido tan tristes, don Julio, nadie podía saber las vergüenzas, las humillaciones, cuando él lo llevó al hotel vivía de la caridad. Pero que no se pusiera triste, aquí en Nieva todos lo querían mucho, don Fabio ¿no consiguió lo que buscaba? Sí, lo respetaban, el sueldo no sería gran cosa, pero con lo que el señor Reátegui le daba por ayudarlo le bastaba para vivir tranquilo, también esto se lo debía, don julio, ah, no tenía palabras. Entre las risas, las voces, las carreras de la huerta, se deslizan ladridos, cotorreos de Toritos. Julio Reátegui cierra los ojos, don Fabio queda pensativo, su mano lenta, afectuosamente recorre la calva: de veras, ¿sabía don Julio que murió la madre Asunción?, ¿recibió su carta? La había recibido y la señora Reátegui escribió a las madres dándoles el pésame, él añadió unas líneas, una buena persona la monjita y don Fabio había hecho algo que no era muy legal, poner a media asta la bandera de la Gobernación, don Julio, para asociarse al duelo de alguna manera y ¿la madre Angélica estaba bien?, ¿siempre fuerte como una roca, esa viejecita? Se oyen pasos y ellos se ponen de pie, van al encuentro de la superiora, don Julio, madre, una mano blanca, era un honor para esta casa tener de nuevo aquí al señor Reátegui, qué contenta estaba de verlo, por favor, que se sentaran y ellos justamente estaban hablando, madre, recordando a la pobre madre Asunción. ¿Pobre? Nada de pobre que estaba en el cielo, ¿y la señora Reátegui?, ¿cuándo verían de nuevo a la madrina de la capilla? La señora Reátegui soñaba con venir, pero llegar hasta aquí desde Iquitos era tan complicado, Santa María de Nieva estaba fuera del mundo y, además, ¿no era terrible viajar por la selva? No para don Julio Reátegui, la superiora sonríe, que iba a y venía por la Amazonía como por su casa, pero Julio Reátegui no lo hacía por placer, si uno mismo no estaba encima de todo, madre, las cosas se las lleva el diablo, que le perdonara la expresión. No había dicho nada incorrecto, don julio, aquí también si una se descuidaba el demonio hacía de las suyas y ahora las pupilas cantan en coro. Alguien las dirige, en cada silencio don Fabio aplaude con las yemas de los dedos, sonríe, aprueba: ¿la madre había recibido el mensaje de la señora Reátegui? Sí, el mes pasado, pero no creía que don Julio se la llevaría tan pronto. En general, prefería que salgan de la misión a fin de año, no en pleno curso, pero, ya que se dio el trabajo de venir personalmente, harían una excepción, por tratarse de él, claro. Y él, la verdad, estaba matando dos pájaros de un tiro, madre, tenía que echar un vistazo al campamento del Nieva, los materos habían encontrado palo de rosa, parecía, 47 Mario Vargas Llosa La casa verde madre Angélica. Su mano pugna por zafarse del rostro que se frota en ella, Reátegui y don Fabio sonríen confusos y benevolentes, los gruesos labios besan vorazmente los dedos pálidos y refractarios y la de los dientes limados ríe ya sin disimulo: ¿no veía que era por su bien?, ¿dónde la iban a tratar mejor? Bonifacia, ¿no le había prometido hacía apenas media hora?, y a la madre Angélica, ¿era así como cumplía? Don Fabio se pone de pie, se frota las manos, así eran las niñas, sensibles, lloraban de todo, hijita, que hiciera: un esfuerzo, ya vería lo bonito que era Iquitos, lo buena, lo santa que era la señora Reátegui y la superiora, don Julio, le rogaba, lo sentía. Esa chiquilla nunca fue difícil, no la reconocía. Bonifacia cálmate y Julio Reátegui no faltaba más, madre. Se había encariñado con la misión, no tenía nada de raro, y era preferible que no viniera en contra de su voluntad, preferible que se quedara con las madres. Se llevaría a la otra y que Portillo buscara un ama en Iquitos, pero, sobre todo, que no se preocupara, madre. Miren —dijo el Pesado—. Ya para de llover. Alargadas, azules, una rajas cuarteaban el cielo, entre las aglomeraciones grises resonaba aún, destemplada, la tormenta, y había dejado de llover. Pero en torno al sargento, los guardias y Nieves, el bosque seguía chorreando: goterones calientes rodaban desde los árboles, los filos de la carpa y las raíces adventicias hasta la playa de guijarros convertida en ciénaga y, al recibirlos, el fango se abría en diminutos cráteres, parecía hervir. La lancha se balanceaba en la orilla. —Esperemos que desagüe un poco, sargento —dijo el práctico Nieves—. Con la lluvia los pongos andarán rabiosos. —Sí, claro, don Adrián, pero no hay razón para que sigamos como sardinas —dijo el sargento—. Vamos a armar la otra carpa, muchachos. Podemos dormir aquí. Tenían las camisetas y los pantalones empapados, costras de barro en las polainas, la piel brillante. Se frotaban el cuerpo, escurrían sus ropas. El práctico Nieves avanzó chapoteando por la playa y, cuando llegó a la lancha, era una figurilla de brea. —Mejor calatos —dijo el Rubio—. Porque vamos a embarrarnos. El Pesado estaba sin calzoncillos y ellos se reían de sus nalgas gordas. Salieron de la carpa, el Chiquito trastabilló, cayó sentado, se levantó maldiciendo. Cruzaron la ciénaga de la mano. Nieves les iba alcanzando los mosquiteros, las latas, los termos, ellos llevaban los paquetes al hombro hasta la carpa, volvían y, de pronto, se disforzaron: corrían lanzando alaridos, se zambullían en el fango, se aventaban pelotas de barro, mi sargento, no quedará ni una galleta seca, ataje ésta, a lo mejor también se nos jodió el anisado y para el Chiquito ya estaba bien de selva, Oscuro, ya le había llegado hasta la coronilla. Se lavaron las salpicaduras en el río, apilaron la carga bajo un árbol y allí mismo clavaron las estacas, tendieron la lona y afirmaron las sogas en raíces que irrumpían de la tierra, pardas y torcidas. A veces, bajo una piedra, aparecían retorciéndose larvas de color rosado. El práctico Nieves preparaba una fogata. —Hicieron la carpa justito debajo del árbol —dijo el sargento—. Nos van a llover arañas toda la noche. El montón de leña crujía, comenzaba a humear y, un momento después, brotó una llamita azul, otra roja, una llamarada. Se sentaron alrededor del fuego. Las galletas estaban mojadas, el anisado caliente. —No nos libramos, mi sargento —dijo el Oscuro—. Habrá que aguantarse una buena requintada ahora, en Nieva. —Era cosa de locos salir así —dijo el Rubio—. El teniente debió darse cuenta. —Él sabía que era de balde —se encogió de hombros el sargento—. Pero, ¿no vieron cómo estaban las madres y don Fabio? Nos mandó por darles gusto, nomás. —Yo no me hice guardia civil para andar de niñera —dijo el Chiquito—. ¿No le friegan estas cosas, mi sargento? Pero el sargento llevaba diez años en el cuerpo; estaba curtido, Chiquito y ya nada lo fregaba. Había sacado un cigarrillo y lo secaba junto a la llama, haciéndolo girar entre sus dedos. 50 Mario Vargas Llosa La casa verde —¿Y para qué te hiciste tú guardia civil? —dijo el Pesado—. Todavía eres nuevecito, estás naciendo. Para nosotros todo este ajetreo es pan comido, Chiquito. Ya aprenderás. No era eso, el Chiquito había estado un año en Juliaca, y la puna era más brava que la montaña, Pesado. Los bichos y los chaparrones no le fregaban tanto como que lo mandaran al monte a perseguir criaturas. Bien hecho que no las pescaran. —A lo mejor volvieron solitas, las mocosas —dijo el Oscuro—. A lo mejor nos las encontramos en Santa María de Nieva. —Las muy pendejas —dijo el Rubio—. Son capaces. Les daría unos azotes. El Pesado, en cambio, les haría unos cariñitos, y se rió, mi sargento: ¿no es cierto que las mayorcitas ya estaban a punto? ¿Las habían visto, los domingos, cuando iban a bañarse al río? —No piensas en otra cosa, Pesado —dijo el sargento—. Desde que te levantas hasta que te acuestas, dale con las mujeres. —Pero si es cierto, mi sargento. Aquí se desarrollan tan rápido, a los once años ya están maduras para cualquier cosa. No me diga que si se le presenta la ocasión no les haría unos cariñitos. —No me abras el apetito, Pesado —bostezó el Oscuro—. Fíjate que ahora tengo que dormir con el Chiquito. El práctico Nieves alimentaba el fuego con ramitas. Ya oscurecía. El sol agonizaba a lo lejos, aleteando entre los árboles como un ave rojiza, y el río era una plancha inmóvil, metálica. En los matorrales de la ribera croaban las ranas y en el aire había vapor, humedad, vibraciones eléctricas. A veces, un insecto volador era atrapado por las llamas de la fogata, devorado con un chasquido sordo. Con las sombras, el bosque enviaba hacia las carpas olores de germinación nocturna y música de grillos. —No me gusta, en Chicais casi me enfermo —repitió el Chiquito con una mueca de fastidio —. ¿No se acuerdan de la vieja de las tetas? Mal hecho arrancharle así a sus criaturas. Me he soñado dos veces con ellas. —Y eso que a ti no te rasguñaron como a mí —dijo el Rubio, riendo; pero se puso serio y añadió—: Era por su bien, Chiquito. Para enseñarles a vestirse, a leer y a hablar en cristiano. —¿O prefieres que se queden chunchas? —dijo el Oscuro. —Y, además, les dan de comer y las vacunan, y duermen en camas —dijo el Pesado—. En Nieva viven como no han vivido nunca. —Pero lejos de su gente —dijo el Chiquito—. ¿A ustedes no les dolería no ver más a la familia? No era lo mismo Chiquito, y el Pesado sacudió compasivamente su cabeza: ellos eran civilizados y las chunchitas ni siquiera sabían qué quería decir familia. El sargento se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió inclinándose hacia la fogata. —Además, sólo les dolerá al principio —dijo el Rubio—. Para eso están las madrecitas, que son buenísimas. —Quién sabe lo que pasa adentro de la misión —gruñó el Chiquito—. A lo mejor son malísimas. Alto ahí, Chiquito: que se lavara la boca antes de hablar de las madres. El Pesado permitía todo, pero eso sí, más respeto con las creencias. También el Chiquito levantó la voz: claro que era católico, pero hablaba mal de quien le diera la gana, y qué pasaba. —¿Y si me enojo? —dijo el Pesado—. ¿Y si te cae un sopapo? —Nada de peleas —el sargento arrojó una bocanada de humo—. Deja de dártelas de matón, Pesado. —Yo entiendo razones, pero no amenazas, mi sargento —dijo el Chiquito—. ¿Acaso no tengo derecho a decir lo que pienso? —Tienes —dijo el sargento—. Y en parte yo estoy de acuerdo contigo. El Chiquito miró a los guardias burlonamente, ¿veían?, y a boca de jarro al Pesado: ¿quién tenía razón? —Es una cosa para discutirse —dijo el sargento—. Yo creo que si las churres se escaparon de la misión, es porque no se acostumbran ahí. 51 Mario Vargas Llosa La casa verde —Pero, mi sargento, eso qué tiene que ver —protestó el Pesado—. ¿Usted no hizo mataperradas de chico? —¿Usted también preferiría que siguieran siendo chunchas, mi sargento? —dijo el Oscuro. —Está muy bien que las culturicen —dijo el sargento—. Sólo que por qué a la fuerza. —Y qué van a hacer las pobres madres, mi sargento —dijo el Rubio—. Usted sabe cómo son los paganos. Dicen sí, sí, pero a la hora de mandar a sus hijas a la misión, ni de a vainas, y desaparecen. —Y si ellos no quieren civilizarse, qué nos importa —dijo el Chiquito—. Cada uno con sus costumbres y a la mierda. —Te compadeces de las criaturas porque no sabes cómo las tratan en sus pueblos —dijo el Oscuro—. A las recién nacidas les abren huecos en las narices, en la boca. —Y cuando los chunchos están masateados se las tiran delante de todo el mundo —dijo el Rubio—. Sin importarles la edad que tengan, y a la primera que encuentran, a sus hijas, a sus hermanas. —Y las viejas las rompen con las manos a las muchachitas —dijo el Oscuro—. Y después se comen las telitas para que les traiga suerte. ¿No es verdad, Pesado? —Verdad, con las manos —dijo el Pesado—. Si lo sabré yo. No me ha tocado ni una virgencita hasta ahora. Y eso que he probado chunchas. El sargento agitó las manos: le estaban haciendo cargamontón al Chiquito y eso no valía. —Usted porque está de su parte, mi sargento —dijo el Rubio. —Lo que pasa es que esas churres me apenan —confesó el sargento—. Todas, las que están en la misión, porque seguro sufrirán lejos de su gente. Y las otras, por lo mal que viven en sus pueblos. —Se nota que es usted piurano, mi sargento —dijo el Oscuro—. Todos los de su tierra son unos sentimentales. —Y a mucha honra —dijo el sargento—. Y ayayay si alguien habla mal de Piura. —Sentimentales y también regionalistas —dijo el Oscuro—. Pero en eso los arequipeños se los ganan a los piuranos, mi sargento. Era de noche ya y la fogata chisporroteaba, el práctico Nieves seguía arrojándole ramitas, hojas secas. El termo de anisado iba de mano en mano y los guardias habían encendido cigarrillos. Todos transpiraban, y en sus ojos se repetían, minúsculas, danzantes, las lenguas de la fogata. —Pero son lo más limpio que hay —dijo el Chiqui to—. Y, en cambio, ¿vieron bañarse alguna vez a las madres en el viaje a Chicais? El Pesado se atoró: ¿otra vez con las madres?, comenzó a toser fuertemente, carajo ¿otra vez se metía con las madres? —Me resongas pero no me contestas —dijo el Chiquito—. ¿Es cierto o no es cierto lo que digo? —Qué bruto eres —dijo el Rubio—. ¿Querías que las monjitas se bañaran delante de nosotros? —A lo mejor se bañaron a escondidas —dijo el Oscuro. —No las vi nunca —dijo el Chiquito—. Ni tampoco ustedes las vieron. —Ni tampoco las viste hacer sus necesidades —dijo el Rubio—. Eso no significa que se aguantaran la caca y los meaditos todo el viaje. Un momento, el Pesado las había visto: cuando estaban acostados, ellas se levantaban sin hacer ruido y se iban al río como fantasmitas. Los guardias rieron, y el sargento este Pesado, ¿las espiaba?, ¿quería verlas calatas? —Mi sargento, por favor —dijo el Pesado, confuso—. No diga barbaridades, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que soy desvelado y por eso las vi. —Cambiemos de tema —dijo el Oscuro—. No hay que hacer esas bromas con las madres. Y, además, no lo vamos a convencer a éste. Eres terco como una mula, Chiquito. —Y un pelotudo —dijo el Pesado—. Comparar a las chunchas con las monjitas, me das pena, te juro. 52 Mario Vargas Llosa La casa verde —Pero no eres, ni lo serás nunca —dijo Aquilino—. Y para qué me serviría ya tu dinero, si me moriré de un momento a otro. En eso nos parecemos un poco, Fushía, estamos llegando al final tan pobres como nacimos. —Hay toda una leyenda ya sobre los bandidos —dijo el doctor Portillo—. Hasta en las misiones nos han hablado. Pero ni los frailes ni las monjas saben gran cosa, tampoco. —En un pueblo aguaruna del Cenepa, una mujer nos dijo que ella los había visto —dijo Fabio Cuesta—. Y que había huambisas entre ellos. Pero sus informaciones no servían de mucho. Los chunchos, usted sabe, señor Reátegui. —Que hay huambisas entre ellos es un hecho —dijo el doctor Portillo—. Todos son formales en eso, los han reconocido por el idioma y los vestidos. Pero los huambisas están ahí para machucar, ya sabes que les gusta la pelea. Sólo que no hay modo de saber quiénes son los blancos que los dirigen. Dos o tres, dicen. —Uno de ellos es serrano, don Julio —dijo Fabio Cuesta—. Nos lo dijeron los achuales, que chapurrean algo de quechua. —Pero aunque no lo reconozcas, has tenido suerte, Fushía —dijo Aquilino—. Nunca te agarraron. Sin estas desgracias, hubieras podido pasarte la vida en la isla. —Se lo debo a los huambisas —dijo Fushía—; después de ti, ellos son los que más me ayudaron, viejo. Y ya ves cómo les he respondido. —Pero hay motivos de sobra, ni a ellos ni a ti les convenía que te quedaras en la isla —dijo Aquilino —. Cómo eres, Fushía. Te lamentas por haber dejado al Pantacha y a los huambisas, y, en cambio, tus maldades no te parecen maldades. También eso estaba debidamente comprobado, compadre: las compras de jebe no habían bajado en la región, incluso habían aumentado en Bagua, a pesar de que ellos no vendían ni la mitad que antes. Porque los bandidos eran muy vivos, señor Reátegui, ¿sabía lo que hacían? Vendían lejos sus robos, seguro por medio de terceras personas. Qué les importaría rematar el jebe baratito si a ellos les salía gratis. No, no, compadre, los administradores del Banco Hipotecario no habían visto caras nuevas, los proveedores eran los de siempre. Hacían bien sus cosas, los zamarros, no se arriesgaban. Se habrían conseguido un par de patrones que les comprarían los robos a bajo precio, y ellos los revendían al banco, como eran conocidos no había control posible. —¿Valía la pena tanto peligro para tan poca ganancia? —dijo Aquilino—. La verdad, no creo, Fushía. —Pero no ha sido mi culpa —dijo Fushía—. Yo no podía trabajar como los demás, a ellos no los perseguía la policía, yo tenía que agarrar el negocio que me salía al encuentro. —Vez que me hablaban de ti, sudaba frío dijo Aquilino—. Qué te hubieran hecho si te agarraban en las tribus, Fushía. No sé quién te tenía más ganas. —Una cosa, viejo, de hombre a hombre —dijo Fushía—. Ahora puedes franquearte conmigo. ¿Nunca te sacaste tus comisiones? —Ni un solo centavo —dijo Aquilino—. Mi palabra de cristiano. —Es algo que va contra la razón, viejo —dijo Fushía—. Ya sé que no me mientes, pero no me cabe en la cabeza, palabra. Yo no lo hubiera hecho por ti, ¿sabes? —Claro que sé —dijo Aquilino—. Tú me hubieras robado hasta el alma. —Hemos sentado denuncias en todas las comisarías de la región —dijo el doctor Portillo—. Pero eso es lo mismo que nada. Toma el avión a Lima y que intervenga el Ejército, julio. Eso les dará un susto. —El coronel dijo que ayudaría con mucho gusto, señor Reátegui —dijo Fabio Cuesta—. Sólo esperaba órdenes. Y yo en Santa María de Nieva ayudaré también, en lo que sea. A propósito, don julio, todos lo recuerdan con mucho cariño. —¿Por qué has parado? —dijo Fushía Todavía no es de noche. —Porque estoy cansado —dijo Aquilino—. Vamos a dormir en esa playita. Y, además, ¿no ves el cielo? Ahorita comienza a llover. 55 Mario Vargas Llosa La casa verde En el extremo norte de la ciudad hay una pequeña plaza. Es muy antigua y, en un tiempo, sus bancos fueron de madera pulida. y de metales lustrosos. La sombra de unos algarrobos esbeltos caía sobre ellos y, a su amparo, los viejos de las cercanías recibían el calor de las mañanas, y veían a los niños corretear en torno a la fuente: una circunferencia de piedra y, en el centro, en puntas de pie, las manos en alto como para volar, una señora envuelta en velos de cuya cabellera brotaba el agua. Ahora, los bancos están resquebrajados, la fuente vacía, la bella mujer tiene el rostro partido por una cicatriz y los algarrobos se curvan sobre sí mismos, moribundos. A esa placita iba a jugar Antonia cuando venían los Quiroga a la ciudad. Ellos vivían en la hacienda de La Huaca, una de las más grandes de Piura, un mar al pie de las montañas. Dos veces al año, para la Navidad y para la procesión de junio, los Quiroga viajaban a la ciudad y se instalaban en la casona de ladrillos que forma esquina precisamente en esa plaza que ahora lleva su nombre. Don Roberto usaba gruesos bigotes, los mordía suavemente al hablar y tenía modales aristocráticos. El agresivo sol de la comarca había respetado las facciones de doña Lucía, mujer pálida, frágil, muy devota: ella misma tejía las coronas de flores que depositaba en el anda de la Virgen cuando la procesión hacía un alto en la puerta de su casa. La noche de Navidad, los Quiroga celebraban una fiesta a la que asistían muchos principales. Había regalos para todos los invitados y, a medianoche, desde las ventanas, llovían monedas hacia los mendigos y vagabundos agolpados en la calle. Vestidos de oscuro, los Quiroga acompañaban la procesión las cuatro lentísimas horas, a través de barrios y suburbios. Llevaban a Antonia de la mano, discretamente la amonestaban cuando descuidaba las letanías. Durante su estancia en la ciudad, Antonia aparecía muy temprano en la placita y, con los niños de la vecindad, jugaba a ladrones y celadores, a las prendas, trepaba a los algarrobos, disparaba terrones a la señora de piedra o se bañaba en la fuente, desnuda como un pez. ¿Quién era esta niña, por qué la protegían los Quiroga? La trajeron de La Huaca un mes de junio, antes de saber hablar, y don Roberto refirió una historia que no convenció a todo el mundo. Los perros de la hacienda habrían ladrado una noche y cuando él, alarmado, salió al vestíbulo, descubrió a la niña en el suelo, bajo unas mantas. Los Quiroga no tenían hijos, y los parientes codiciosos aconsejaron el hospicio, algunos se ofrecían a criarla. Pero doña Lucía y don Roberto no siguieron los consejos, ni aceptaron las ofertas, ni parecieron incómodos con las habladurías. Una mañana, en medio de una partida de rocambor en el Centro Piurano, don Roberto anunció distraídamente que habían decidido adoptar a Antonia. Pero no llegó a ocurrir, porque ese fin de año los Quiroga no llegaron a Piura. Nunca había pasado: hubo inquietud. Temiendo un accidente, el veinticinco de diciembre un pelotón de jinetes salió por el camino del norte. Los encontraron a cien kilómetros de la ciudad, allí donde la arena borra la huella y destruye todo signo y sólo imperan la desolación y el calor. Los bandoleros habían golpeado salvajemente a los Quiroga, y les habían robado las ropas, los caballos, el equipaje, y también los dos sirvientes yacían muertos, con pestilentes heridas que hervían de gusanos. El sol seguía llagando los cadáveres desnudos y los jinetes tuvieron que apartar a tiros a los gallinazos que picoteaban a la niña. Entonces, comprobaron que ésta vivía. Por qué no murió? —decían los vecinos—. ¿Cómo pudo vivir si le arrancaron la lengua y los ojos? —Difícil saberlo —respondía el doctor Pedro Zevallos, moviendo perplejo la cabeza—. Tal vez el sol y la arena cicatrizaron las heridas y evitaron la hemorragia. —La Providencia —afirmaba el padre García—. La misteriosa voluntad de Dios. —La lamería una iguana —decían los brujos de los ranchos—. Porque su baba verde no sólo aguanta el aborto, también seca las llagas. Los bandoleros no fueron hallados. Los mejores jinetes recorrieron el desierto, los más hábiles rastreadores exploraron los bosques, las grutas, llegaron hasta las montañas de Ayabaca sin encontrarlos. Una y otra vez, el prefecto, la Guardia Civil, el Ejército, organizaron expediciones que registraban las aldeas y caseríos más retirados. Todo en vano. Los barrios se volcaron al cortejo que seguía los ataúdes de los Quiroga. En los balcones de los principales había crespones negros, y el obispo y las autoridades asistieron al entierro. La desgracia 56 Mario Vargas Llosa La casa verde de los Quiroga se divulgó por el departamento, perduró en los relatos y en las fábulas de los mangaches y de los gallinazos. La Huaca fue seccionada en muchas partes y, al frente de cada una, quedó un pariente de don Roberto o de doña Lucía. Al salir del hospital, Antonia fue recogida por una lavandera de la Gallinacera, Juana Baura, que había servido a los Quiroga. Cuando la niña aparecía en la plaza de Armas, una varilla en la mano para detectar los obstáculos, las mujeres la acariciaban, le obsequiaban dulces, los hombres la subían al caballo y la paseaban por el Malecón. Una vez estuvo enferma y Chápiro Seminario y otros hacendados que bebían en La Estrella del Norte obligaron a la banda municipal a trasladarse con ellos a la Gallinacera y a tocar la retreta frente a la choza de Juana Baura. El día de la procesión, Antonia iba inmediatamente detrás del anda, y dos o tres voluntarios hacían una argolla para aislarla del tumulto. La muchacha tenía un aire dócil, taciturno, que conmovía a las gentes. Ya los habían visto, mi capitán, el cabo Roberto Delgado señala lo alto del barranco, ya se habían ido a avisar: las lanchas encallan una tras otra, los once hombres saltan a tierra, dos soldados amarran las embarcaciones a unos pedruscos, Julio Reátegui bebe un trago de su cantimplora, el capitán Artemio Quiroga se quita la camisa, el sudor empapa sus hombros, su espalda, y la exprime, don julio, este maldito calor les iba a asar los sesos. Enjambres de mosquitos asedian al grupo y en lo alto se oyen ladridos: ahí venían, mi capitán, que mirara arriba. Todos alzan la vista: nubes de polvo y muchas cabezas han aparecido en la cima del barranco. Algunas siluetas de torsos pálidos se deslizan ya por la arenosa pendiente y, entre las piernas de los urakusas, brincan perros ruidosos, los colmillos al aire. Julio Reátegui se vuelve hacia los soldados, a ver, que les hicieran adiós y usted, cabo, agache la cabeza, póngase detrás, que no lo reconocieran y el cabo Roberto Delgado sí señor gobernador, ya lo había visto, ahí estaba Jum, mi capitán. Los once hombres agitan las manos y algunos sonríen. En el declive hay cada vez más urakusas; descienden casi en cuclillas, gesticulando, chillando, las mujeres son las más bulliciosas y el capitán ¿les salían al encuentro, don julio?, porque él no se fiaba nada. No, nada de eso, capitán, ¿no veía lo contentos que bajaban? Julio Reátegui los conocía, lo importante era ganarles la moral, que lo dejaran, cabo, ¿cuál era Jum? El de adelante, señor, el que tenía la mano alzada y Julio Reátegui atención: iban a correr como chivatos, capitán, que no se les escaparan todos, y, sobre todo, mucho ojo con Jum. Amontonados al filo del barranco, en un angosto terraplén, semidesnudos, tan excitados como los perros que saltan, menean los rabos y ladran, los urakusas miran a los expedicionarios, los señalan, cuchichean. Mezclado a los olores del río, la tierra y los árboles, hay ahora un olor a carne humana, a pieles tatuadas con achiote. Los urakusas se golpean los brazos, los pechos, rítmicamente y, de pronto, un hombre cruza la polvorienta barrera, ése era mi capitán, ése, y avanza macizo y enérgico hacia la ribera. Los demás lo siguen y Julio Reátegui que era el gobernador de Santa María de Nieva, intérprete, que venía a hablar con él. Un soldado se adelanta, gruñe y acciona con desenvoltura, los urakusas se detienen. El hombre macizo asiente, describe con la mano un trazo lento, circular, indicando a los expedicionarios que se aproximan, éstos lo hacen y Julio Reátegui: ¿Jum de Urakusa? El hombre macizo abre los brazos, ¡Jum!, toma aire: ¡piruanos! El capitán y los soldados se miran, Julio Reátegui asiente, da otro paso hacia Jum, ambos quedan a un metro de distancia. Sin prisa, sus ojos tranquilamente posados en el urakusa, Julio Reátegui libera la linterna que cuelga de su cinturón, la sujeta con todo el puño, la eleva despacio, Jum extiende la mano para recibirla, Reátegui golpea: gritos, carreras, polvo que lo cubre todo, la estentórea voz del capitán. Entre los aullidos y los nubarrones, cuerpos verdes y ocres circulan, caen, se levantan y, como un pájaro plateado, la linterna golpea una vez, dos, tres. Luego el aire despeja la playa, desvanece la humareda, se lleva los gritos. Los soldados están desplegados en círculo, sus fusiles apuntan a un ciempiés de urakusas adheridos, aferrados, trenzados unos a otros. Una chiquilla solloza abrazada a las piernas de Jum y éste se tapa la cara, por entre sus dedos sus ojos espían a los soldados, a Reátegui, al capitán, y la herida de su frente ha comenzado a sangrar. El capitán Quiroga hace danzar su revólver en un dedo, gobernador, ¿había oído lo que les gritó? ¿Piruanos querría decir peruanos, no? Y Julio Reátegui se imaginaba dónde oyó esa palabreja este sujeto, capitán: lo mejor sería empujarlos arriba, en el pueblo estarían mejor que aquí, y el capitán sí, habría menos zancudos: ya oyó, intérprete, ordéneles, hágalos subir. El soldado gruñe y acciona, el círculo se abre, el 57 Mario Vargas Llosa La casa verde —Si no te ve, primo —dijo José—. Dile quién eres. Adivine, don Anselmo. —¿Qué cosa? —la Chunga se paró de un salto y la mecedora siguió moviéndose—. ¿El sargento? ¿Tú lo has traído? —No hubo forma, Chunga —dijo Josefino—. Llegó hoy día y se puso terco, no pudimos atajarlo. Pero ya sabe y le importa un carajo. Lituma estaba en los brazos de don Anselmo, el joven y Bolas le daban palmadas en la espalda, los tres hablaban a la vez y se los oía desde el bar, excitados, sorprendidos, conmovidos. El Mono se había sentado ante los platillos, los hacía tintinear y José examinaba el arpa. —O llamo a la policía —dijo la Chunga—. Sácalo ya mismo. —Está borrachisísimo, Chunga, apenas puede caminar, ¿no lo estás viendo? —dijo Josefino—. Nosotros lo cuidamos. No habrá ningún lío, palabra. —Ustedes son mi mala suerte —dijo la Chunga—. Tú sobre todo, Josefino. Pero no se va a repetir lo de la vez pasada, te juro que llamo a la policía. —Ningún lío, Chunguita —dijo Josefino—. Palabra. ¿La Selvática está arriba? —Dónde va a estar —dijo la Chunga—. Pero si hay lío, puta de tu madre, te juro. —Aquí me siento bien, don Adrián —dijo el sargento—. Así son las noches de mi tierra. Tibias y claritas. —Es que no hay como la montaña —dijo Nieves—. Paredes estuvo el año pasado en la sierra y volvió diciendo es triste, ni un árbol, sólo piedras y nubes. La luna, muy alta, iluminaba la terraza y en el cielo y el río había muchas estrellas; tras el bosque, suave valla de sombras, los contrafuertes de la cordillera eran unas moles violáceas. Al pie de la cabaña, entre los juncos y los helechos, chapoteaban las ranas y, en el interior, se oía la voz de Lalita, el chisporroteo del fogón. En la chacra, los perros ladraban muy fuerte: se peleaban por las ratas, sargento, cómo las cazaban, si viera. Se ponían bajo los plátanos haciéndose los dormidos y, cuando una se les acercaba, bum, al pescuezo. El práctico les había enseñado. —En Cajamarca la gente come cuyes —dijo el sargento—. Los sirven con uñas, ojitos y bigotes. Son igualitos que las ratas. —Una vez Lalita y yo hicimos un viaje muy largo, por el monte —dijo Nieves—. Tuvimos que comer ratas. La carne huele mal, pero es blandita y blanca como la del pescado. El Aquilino se intoxicó, casi se nos muere. —¿Se llama Aquilino el mayorcito? —dijo el sargento—. ¿El que tiene los ojitos chinos? —Ese mismo, sargento —dijo Nieves—. ¿Y en su pueblo hay muchos platos típicos? El sargento alzó la cabeza, ah, don Adrián, unos segundos quedó como extasiado, si entrara a una picantería mangache y probara un seco de chabelo. Se moriría del gusto, palabra, nada en el mundo se podía comparar y el práctico Nieves asintió: no había como la tierra de uno. ¿A veces no le daban ganas de volver a Piura al sargento? Sí, todos los días, pero uno no hacía sus gustos cuando era pobre, don Adrián: ¿él había nacido aquí, en Santa María de Nieva? —Más abajo —dijo el práctico—. El Marañón es muy ancho ahí, y con la niebla no se ve la otra orilla. Pero ya me acostumbré en Nieva. —Ya está lista la comida —dijo Lalita, desde la ventana. Sus cabellos sueltos caían en cascada sobre el tabique y sus brazos robustos parecían mojados—. ¿Quiere comer ahí afuera, sargento? —Me gustaría, si no es molestia —dijo el sargento—. En su casa me siento como en mi tierra, señora. Sólo que nuestro río es más angostito y ni siquiera tiene agua todo el año. Y, en vez de árboles, hay arenales. —No se parece en nada, entonces —rió Lalita—. Pero seguro que Piura también es lindo como aquí. —Quiere decir que hay el mismo calorcito, los mismos ruidos —dijo Nieves—. A las mujeres la tierra no les dice nada, sargento. —Era por bromear —dijo Lalita—. ¿Pero usted no se habrá molestado, no, sargento? 60 Mario Vargas Llosa La casa verde Qué ocurrencia, a él le gustaban las bromas, lo hacían entrar en confianza y, a propósito, ¿la señora era de Iquitos, no es cierto? Lalita miró a Nieves, ¿de Iquitos? Y, un instante, mostró su rostro: piel metálica, sudor, granitos. Al sargento le había parecido por la manera de hablar, señora. —Salió de allá hace muchos años —dijo Nieves—. Raro que le notara el cantito. —Es que tengo un oído de seda, como todos los mangaches —dijo el sargento—. Yo cantaba muy bien de muchacho, señora. Lalita había oído que los norteños tocaban bien la guitarra y que eran de buen corazón, ¿cierto?, y el sargento, claro: ninguna mujer resistía las canciones de su pueblo, señora. En Piura cuando un hombre se enamoraba, iba a buscar a los amigos, todos sacaban guitarras y la muchacha caía a punta de serenatas. Había grandes músicos, señora, él conocía a muchos, a un viejo que tocaba el arpa, una maravilla, a un compositor de valses, y Adrián Nieves señaló a Lalita el interior de la cabaña: ¿no iba a salir ésa? Lalita encogió los hombros: —Tiene vergüenza, no quiere salir —dijo—. No me hace caso. Bonifacia es como un venadito, sargento, de todo para las orejas y se asusta. —Que al menos venga a dar las buenas noches al sargento —dijo Nieves. —Déjenla, nomás —dijo el sargento—. Que no salga si no le provoca. —No se puede cambiar de vida tan rápido —dijo Lalita—. Sólo ha estado entre mujeres, y la pobre tiene miedo a los hombres. Dice que son como víboras, le habrán enseñado eso las madrecitas. Ahora se ha ido a esconder a la chacra. —Tienen miedo al hombre hasta que lo prueban —dijo Nieves—. Entonces cambian, se vuelven devoradoras. Lalita se hundió en la habitación y, un momento después, regresó su voz, a ella no le caía, ligeramente enojada, nunca le habían dado miedo los hombres y no era devoradora, ¿por quién decía eso, Adrián? El práctico se rió a carcajadas y se inclinó hacia el sargento: era una buena mujer la Lalita pero, eso sí, tenía su carácter. Pequeño, muy delgado, de piel clara y ojos rasgados y vivaces, Aquilino salió a la terraza, buenas noches, traía el mechero porque estaba oscuro, y lo colocó sobre la baranda. Tras él, otros dos chiquillos — pantalones cortos, cabellos lacios, pies descalzos—, sacaron una mesita. El sargento los llamó y, mientras les hacía cosquillas y reía con ellos, Lalita y Nieves trajeron frutas, pescados cocidos al humo, yucas, qué buena cara tenía todo eso, señora, unas botellas de anisado. El práctico distribuyó raciones de comida a los tres chiquillos y éstos partieron, en dirección a la escalerilla de la chacra: sus churres eran muy graciosos, don Adrián, así decían en Piura a las criaturas, señora, y al sargento, en general, le gustaban los churres. —Salud, sargento —dijo Nieves—. Por el gusto de tenerlo aquí. —Bonifacia se asusta de todo pero es muy trabajadora —dijo Lalita—. Me ayuda en la chacra y sabe cocinar. Y cose muy bonito. ¿Vio los pantaloncitos de los chicos? Se los hizo ella, sargento. —Pero tienes que aconsejarla —dijo el práctico—. Así, tan tímida, nunca encontrará marido. Usted no sabe lo callada que es, sargento, sólo abre la boca cuando le preguntamos algo. —Eso me parece bien —dijo el sargento—. A mí no me gustan las loras. —Entonces, Bonifacia le gustará mucho —dijo Lalita—. Se puede pasar la vida sin decir ni ay. —Le voy a contar un secreto, sargento —dijo Nieves—. Lalita quiere casarlo con Bonifacia. Así me anda diciendo, por eso me hizo invitarlo. Cuídese, todavía está a tiempo. El sargento adoptó una expresión entre risueña y nostálgica, señora, él había estado una vez por casarse. Acababa de entrar a la Guardia Civil y encontró una mujer que lo quería y él también a ella, su poquito. ¿Cómo se llamaba?, Lira, ¿qué pasó?, nada, señora, lo trasladaron de Piura y Lira no quiso seguirlo y así se acabó el romance. —Bonifacia iría con su compañero a cualquier parte —dijo Lalita—. En la montaña, las mujeres somos así, no ponemos condiciones. Tiene que casarse con alguna de aquí, sargento. —Ya ve usted, cuando a Lalita se le mete algo en la cabeza, no para hasta que se cumple —dijo Nieves—. Las loretanas son unas bandidas, sargento. 61 Mario Vargas Llosa La casa verde —Qué simpáticos son ustedes —dijo el sargento—. En Santa María de Nieva dicen qué huraños los Nieves, nunca se juntan con nadie. Y, sin embargo, señora, en tanto tiempo que llevo aquí, ustedes son los primeros que me invitan a su casa. —Es que a nadie le gustan los guardias, sargento —dijo Lalita—. ¿No ve que son tan abusivos? Arruinan a las muchachas, las enamoran, las dejan encinta y se mandan mudar. —¿Y entonces cómo quieres casar a Bonifacia con el sargento? —dijo Nieves—. Una cosa no va con la otra. —¿No me dijiste acaso que el sargento era distinto? —dijo Lalita—. Pero quién sabe si será cierto. —Es cierto, señora —dijo el sargento—. Soy un hombre derecho, un buen cristiano, como dicen acá. Y un amigo como no hay dos, ya verá. Les estoy muy agradecido, don Adrián, de veras, porque me siento muy contento en su casa. —Puede volver cuando quiera —dijo Nieves—. Venga a visitar a Bonifacia. Pero no se meta con la Lalita, porque soy muy celoso. —Y con razón, don Adrián —dijo el sargento—. Es tan buena moza la señora, que yo también sería celoso. —Muy bonita su atención, sargento dijo Lalita—. Pero ya sé que lo dice por decir, ya no soy buena moza. Antes sí, de joven. —Pero si usted es una muchacha todavía —protestó el sargento. —Ya no me fío —dijo Nieves—. Será mejor que no venga cuando yo no esté, sargento. En la chacra, los perros seguían ladrando y, a ratos, se oían las voces de los chiquillos. Los insectos revoloteaban en torno al mechero de resina, los Nieves y el sargento bebían, charlaban, bromeaban, ¡práctico Nieves!, los tres volvieron la cabeza hacia el follaje de la ribera: la noche ocultaba la trocha que subía hasta Santa María de Nieva. ¡Práctico Nieves! Y el sargento: era el Pesado, qué pesado, qué le pasaba, a qué venía a molestarlo a estas horas, don Adrián. Los tres chiquillos invadieron la terraza. Aquilino fue hacia el práctico y le habló en voz baja: que subiera. —Parece que hay que salir de viaje, sargento —dijo el práctico Nieves. —Estará borracho —dijo el sargento—. No hay que hacerle caso al Pesado, cuando toma se le ocurren cosas. La escalerilla crujió, tras el Aquilino surgió la gruesa silueta del Pesado, vaya, mi sargento, al fin lo encontraba, el teniente y los muchachos lo andaban buscando por todas partes, y que tuvieran buenas noches. —Estoy franco —gruñó el sargento—. ¿Qué quieren conmigo? —Las encontraron a las pupilas —dijo el Pesado—. Una cuadrilla de materos, cerca de un campamento, río arriba. Hace un par de horas llegó un propio a la misión. Las madres han levantado a todo el mundo, sargento. Parece que una de las criaturas está con fiebre. El Pesado estaba en mangas de camisa, se hacía aire con el quepí, y ahora Lalita lo acosaba a preguntas. El práctico y el sargento se habían puesto de pie, sí, qué vaina, señora, había que irlas a buscar ya mismo. Ellos querían esperar hasta mañana, pero las monjitas convencieron a don Fabio y al teniente, y el sargento ¿iban a partir de noche? Sí, mi sargento, las madres tenían miedo que los materos se pasaran por las armas a las mayorcitas. —Las madrecitas tienen razón —dijo Lalita—. Las pobres, tantos días en el monte. Apúrate Adrián, anda. —Qué vamos a hacer —dijo el práctico—. Tómese un trago con el sargento, mientras voy a echar gasolina a la lancha. —Me caerá bien, gracias —dijo el Pesado—. Qué vida nos dan ¿no es cierto, sargento? Siento haberlos interrumpido en media comida. 62 Mario Vargas Llosa La casa verde —Se lo dijo en mi delante —susurró Nieves—. Otra vez sin nada bajo la itípak y te hago comer por las taranganas, ¿ya no se acuerda? —Otras veces dice te regalo a los huambisas, te saco los ojos —dijo Lalita—. Al Pantacha todo el tiempo te mato, la estás espiando. Cuando amenaza no hace nada, la furia se le va con las palabras. ¿A usted le da pena cuando me pega, diga? —Y también cólera —Nieves manoteó torpemente la tranca de la puerta—: Sobre todo cuando la insulta. A solas era todavía peor, aj, se te caen los dientes, aj, tienes toda la cara picada, aj, tu cuerpo ya no es el de antes, aj, se te chorrea, pronto vas a estar como las viejas huambisas, aj, y todo lo que se le ocurría, ¿le daba pena?, y Nieves cállese. —Pero creía en ti y eso que te conocía —dijo Aquilino—. Yo llegaba a la isla y la Lalita pronto me sacará de aquí, si este año hay mucho jebe nos iremos al Ecuador y nos casaremos. Sea buenito, don Aquilino, venda la mercadería a buen precio. Pobre Lalita. —No se largó antes porque esperaba que me hiciera rico —dijo Fushía—. Qué bruta, viejo. No me casé con ella cuando era durita y sin granos, y creía que iba a casarme con ella cuando ya no calentaba a nadie. —A Adrián Nieves lo calentó —dijo Aquilino—. Si no, no se la hubiera llevado. —¿Y a ellas también se las va a llevar al Ecuador el patrón? —dijo Nieves—. ¿También se va a casar con ellas? —Su mujer soy yo sola —dijo Lalita—. Las otras son sirvientas. —Diga lo que diga, yo sé que eso le duele —dijo Nieves—. No tendría alma si no le doliera que le meta otras mujeres a su casa. —No las mete a mi casa —dijo Lalita—. Duermen en el corral con los animales. —Pero se las tira en su delante —dijo Nieves—. No se haga la que no me entiende. Se volvió a mirarla y Lalita se había aproximado al canto de la barbacoa, tenía las rodillas juntas, los ojos bajos y Nieves no quería ofender, tartamudeó y miró de nuevo por la ventana, le había dado cólera cuando dijo que se iba a ir con el patrón al Ecuador, el cielo color añil, las fogatas, los cocuyos chispeantes entre los helechos: le pedía perdón, él no quería ofender, y Lalita levantó los ojos: —¿Acaso no te las da a ti y al Pantacha cuando no le gustan? —dijo—. Tú haces lo mismo que él. —Yo estoy solo —balbuceó Nieves—. Un cristiano necesita estar con mujeres, por qué me compara con el Pantacha, además me gusta que me hable de tú. —Sólo al principio, aprovechándose de mis viajes —dijo Fushía—. Las rasguñaba, a una de las achuales la dejó sangrando. Pero después se acostumbró y eran como sus amigas. Les enseñaba cristiano, se entretenía con ellas. No es como tú crees, viejo. —Y todavía te quejas —dijo Aquilino—. Todos los cristianos sueñan con eso que tú has tenido. ¿A cuántos conoces que cambiaran así de mujer, Fushía? —Pero eran chunchas —dijo Fushía—, chunchas, Aquilino, aguarunas, achuales, shapras, pura basura, hombre. —Y, además, son como animalitos —dijo Lalita—, se encariñan conmigo. Más bien me dan pena del miedo que les tienen a los huambisas. Si tú fueras el patrón, serías como él, hasta me insultarías. —¿Acaso me conoce para que me juzgue? —dijo Nieves—. Yo no le haría eso a mi compañera. Menos si fuera usted. —Aquí el cuerpo se les afloja rápido —dijo Fushía—. ¿Es mi culpa acaso si la Lalita envejeció? Y, además, hubiera sido tonto desperdiciar la ocasión. —Por eso te las robabas tan chicas —dijo Aquilino—. Para que fueran duritas ¿no? —No sólo por eso —dijo Fushía—; a mí me gustan las doncellitas como a cualquier hombre. Sólo que esos perros de los paganos no las dejan crecer sanas, a las más criaturas ya las han roto, la shapra fue la única sanita que encontré. 65 Mario Vargas Llosa La casa verde —Lo único que me duele es acordarme de cómo era yo, en Iquitos —dijo Lalita—. Los dientes blancos, igualitos, y ni una mancha siquiera en la cara. —Le gusta inventarse cosas para sufrir —dijo Nieves—. ¿Por qué no deja el patrón que los huambisas se acerquen a este lado? Porque a todos se les van los ojos cuando usted pasa. —También al Pantacha y a ti —dijo Lalita—. Pero no porque sea bonita, sino porque soy la única cristiana. —Yo siempre he sido educado con usted —dijo Nieves—. ¿Por qué me iguala con el Pantacha? —Tú eres mejor que el Pantacha —dijo Lalita—. Por eso he venido a visitarte. ¿Ya no tienes fiebre? —¿No te acuerdas que no bajé al embarcadero a recibirte? —dijo Fushía—. ¿Que tú viniste y me encontraste en la cabaña del jebe? Fue esa vez, viejo. —Sí me acuerdo —dijo Aquilino—. Parecías durmiendo despierto. Creí que el Pantacha te había dado cocimiento. —¿Y no te acuerdas que me emborraché con el anisado que trajiste? —dijo Fushía. —También me acuerdo —dijo Aquilino—. Querías quemar las cabañas de los huambisas. Parecías diablo, tuvimos que amarrarte. —Es que traté como diez días y no le podía a esa perra —dijo Fushía—, ni a la Lalita ni a las chunchas, viejo, de volverse loco, viejo. Me ponía a llorar solo, viejo, quería matarme, cualquier cosa, diez días seguidos y no les podía, Aquilino. —No llores, Fushía —dijo Aquilino—. ¿Por qué no me contaste lo que te pasaba? Tal vez te hubieras curado, entonces. Hubiéramos ido a Bagua, el médico te habría puesto inyecciones. —Y las piernas se me dormían, viejo —dijo Fushía—, les pegaba y nada, les prendía fósforos y como muertas, viejo. —Ya no te amargues con esas cosas tristes —dijo Aquilino—. Fíjate, acércate al borde, mira cuántos pececitos voladores, esos que tienen electricidad. Fíjate cómo nos siguen, qué bonitas se ven las chispitas en el aire y debajo del agua. —Y después ronchas, viejo —dijo Fushía—, y ya no podía quitarme la ropa delante de la perra esa. Tener que disimular todo el día, toda la noche, y no tener a quién contárselo Aquilino, chuparme esa desgracia yo solito. Y en eso rascaron el tabique y Lalita se puso de pie. Fue hasta la ventana y, la cara pegada a la tela metálica, comenzó a gruñir. Afuera alguien gruñía también, suavemente. —El Aquilino está enfermito —dijo Lalita—. Vomita todo lo que come el pobre. Voy a verlo. Si mañana no ha vuelto todavía, vendré a hacerte la comida. —ojalá que no hayan vuelto —dijo Nieves—. No necesito que me cocine, me basta con que venga a verme. —Si yo te digo tú, puedes decirme tú —dijo Lalita—. Al menos cuando no haya nadie. —Los podría coger a montones si tuviera una red, Fushía —dijo Aquilino—. ¿Quieres que te ayude a levantarte para que los veas? —Y después los pies —dijo Fushía—. Caminar cojeando, viejo, y en eso a pelarme como las serpientes, pero a ellas les sale otra piel y a mí no, viejo, yo punta llaga, Aquilino, no es justo, no es justo. —Ya sé que no es justo —dijo Aquilino—. Pero ven, hombre, mira qué lindos los pececitos eléctricos. Todos los días, Juana Baura y Antonia salían de la Gallinacera a la misma hora, hacían siempre el mismo recorrido. Dos cuadras rectas, polvorientas, y era el Mercado: las placeras comenzaban a tender sus mantas al pie de los algarrobos, a ordenar sus mercancías. A la altura de la tienda Las Maravillas —peines, perfumes, blusas, polleras, cintas y pendientes— doblaban a la izquierda y, doscientos metros adelante, aparecía la plaza de Armas, una ceñida ronda de palmeras y de tamarindos. La abordaban por la bocacalle opuesta a La Estrella del Norte. Durante el trayecto, una de las manos de Juana Baura hacía adiós a los conocidos, la otra iba en el brazo de Antonia. Al 66 Mario Vargas Llosa La casa verde llegar a la plaza, Juana observaba las bancas de vari llas y elegía la más sombreada para la joven. Si la muchacha permanecía impasible, la lavandera regresaba a su casa trotando suavemente, desataba su piajeno, reunía la ropa por lavar y emprendía la marcha hacia el río. Si, por el contrario, las manos de Antonia asían las suyas con ansiedad, Juana tomaba asiento a su lado y la calmaba con mimos. Repetía su silenciosa interrogación hasta que la muchacha la dejaba partir. Volvía a buscarla a mediodía, la ropa ya fregada y, a veces, Antonia retornaba a la Gallinacera subida en el asno. No era raro que Juana Baura encontrase a la joven dando vueltas en torno a la glorieta con una vecina cariñosa, no era raro que un lustrabotas, un mendigo o jacinto le dijeran: la llevaron donde fulano, a la iglesia, al Malecón. Entonces Juana Baura volvía sola a la Gallinacera y Antonia aparecía al atardecer, de la mano de una sirvienta, de un principal caritativo. Ese día salieron más temprano, Juana Baura debía llevar al Cuartel Grau un uniforme de parada. El Mercado estaba desierto, unos gallinazos dormitaban sobre el tejado de Las Maravillas. No habían pasado aún los barrenderos y los desperdicios y charcos despedían mal olor. En la solitaria plaza de Armas corría una brisa tímida y el sol asomaba en un cielo sin nubes. Ya no caía arena. Juana Baura limpió la banca con su pollera, halló las manos de la muchacha sosegadas, le dio una palmada en la mejilla y partió. En el camino de regreso, encontró a la mujer de Hermógenes Leandro, el del camal, y juntas continuaron andando mientras el sol crecía en el cielo, ya alanceaba los techos altos de la ciudad. Juana iba encorvada, frotándose de rato en rato la cintura y su amiga estás enferma y ella tengo calambres desde hace tiempo, sobre todo en las mañanas. Hablaron de enfermedades y remedios, de la vejez, de lo atareada que es la vida. Luego Juana se despidió, entró en su casa, salió jalando al pia jeno cargado de ropa sucia y, bajo el brazo, el uniforme envuelto en números viejos de Ecos y Noticias. Fue al Cuartel Grau bordeando el arenal y la tierra estaba caliente, rápidas iguanas corrían de pronto entre sus pies. Un soldado vino a su encuentro, el teniente se iba a enojar, por qué no había traído el uniforme más temprano. Le arrebató el paquete, le pagó y ella se dirigió entonces al río. No hasta el Viejo Puente, donde solía lavar, sino hacia una playita redonda, más arriba del camal, donde encontró a otras dos lavanderas. Y las tres estuvieron toda la mañana, arrodilladas en el agua, fregando y conversando. Juana terminó primero, partió, y ahora las calles, deslumbrantes bajo un sol vertical, se hallaban repletas de vecinos y forasteros. No estaba en la plaza, ni los mendigos ni Jacinto la habían visto y Juana Baura regresó a la Gallinacera; sus manos alternativamente golpeaban al animal y frotaban su cintura. Comenzó a tender la ropa, a medio trabajo fue a echarse en su colchón de paja. Cuando abrió los ojos, ya caía arena. Refunfuñando, trotó al solar: algunas prendas se habían ensuciado. Corrió el toldo que protegía los cordeles, acabó de colgar la ropa, volvió a su cuarto, rebuscó bajo el colchón hasta encontrar la medicina. Empapó un trapo con el líquido, se levantó la pollera, vigorosamente se frotó las caderas y el vientre. La medicina olía a meados y a vómitos, Juana esperó tapándose la nariz que la piel se secara. Se preparó unas menestras y, cuando estaba comiendo, tocaron a la puerta. No era Antonia, sino una sirvienta con una canasta de ropa. De pie en el umbral, conversaron. Llovía suave, los granitos de arena no se veían, se los sentía en la cara y en los brazos como patitas de araña. Juana hablaba de calambres, de las malas medicinas y la sirvienta protesta, que te dé otra o te devuelva tu plata. Luego se fue, pegada al muro, bajo los aleros. Sola, sentada en su colchón, Juana seguía iré el domingo a tu rancho, ¿crees que porque soy vieja me vas a engañar?, con tu medicina me tiembla la cintura, ladrón. Luego se tendió y, al desper tar, había oscurecido. Encendió una vela, Antonia no había llegado. Salió al solar, el asno enderezó las orejas, rebuznó. Juana cogió una manta, se la echó sobre los hombros ya en la calle: estaba negro, por las ventanas de la Gallinacera se veían candeleros, lámparas, fogones. Caminaba muy rápido, tenía revueltos los cabellos y, cerca del Mercado, desde un pórtico, alguien dijo una aparecida. Ella trotaba, me das otra medicina para el sueño que me viene a cada rato o me devuelves la plata. Había poca gente en la plaza. Se acercó a todos y nadie sabía. La arena bajaba ahora densa, visible y Juana se cubrió la boca y la nariz. Recorrió muchas calles, tocó muchas puertas, repitió veinte veces la misma pregunta y, cuando regresó a la plaza de Armas, corría trabajosamente, se apoyaba en las paredes. Dos hombres, con sombrero de paja, conversaban en una banca. Ella dijo dónde está Antonia, y el doctor Pedro Zevallos buenas noches, doña Juana, ¿qué hace en la calle a estas horas? Y el otro, con voz de forastero, hay tanta arena que nos va a partir el cráneo. El doctor Zevallos se quitó el sombrero, se lo alcanzó a Juana y ella se lo puso; era grande, le tapaba las orejas. El doctor dijo la fatiga no la. 67 Mario Vargas Llosa La casa verde techo rozaba la cabeza de Josefino. La Selvática se puso una falda crema, forcejeó un rato con el cierre relámpago antes que éste le obedeciera. Josefino se inclinó, cogió del suelo unos zapatos blancos de taco alto, los alcanzó a la Selvática. —Estás sudando del miedo —dijo—. Límpiate la cara. No hay de qué asustarse. Se volvió para cerrar la puerta y, cuando giró de nuevo, la Selvática lo miraba a los ojos, sin pestañear, los labios entreabiertos, las ventanillas de su nariz latiendo muy rápido, como si le costara trabajo respirar u oliese de improviso exhalaciones fétidas. —¿Está tomado? —dijo luego, la voz medrosa y vacilante, mientras se frotaba la boca furiosamente con una toallita. —Un poco —dijo Josefino—. Estuvimos festejando su llegada donde los León. Trajo un buen pisco de Lima. Salieron y, en el pasillo, la Selvática caminaba despacio, una mano apoyada en la pared. —Parece mentira, todavía no te acostumbras a los tacos —dijo Josefino—. ¿O es la emoción, Selvática? Ella no respondió. En la tenue luz azul, sus labios rectos y espesos semejaban un puño apretado, y sus facciones eran duras y metálicas. Bajaron la escalera y a su encuentro venían bocanadas de humo tibio y de alcohol, la luz disminuía, y cuando surgió a sus pies el salón de baile, sombrío, ruidoso y atestado, la Selvática se detuvo, quedó casi doblada sobre el pasamanos y sus ojos habían crecido y revoloteaban sobre las siluetas difusas con un brillo salvaje. Josefino señaló el bar: —Junto al mostrador, los que están brindando. No lo reconoces porque ha enflaquecido mucho. Entre el arpista y los León, ése del terno que brilla. Rígida, prendida del pasamanos, la Selvática tenía la cara medio oculta por los cabellos, y una respiración ansiosa y silbante hinchaba su pecho. Josefino la cogió del brazo, se sumergieron entre las parejas abrazadas, y fue como si bucearan en aguas fangosas o debieran abrirse paso a través de una asfixiante muralla de carne transpirada, pestilencias y ruidos irreconocibles. El tambor y los platillos de Bolas tocaban un corrido y a ratos intervenía la guitarra del joven Alejandro y la música se animaba, pero cuando callaban las cuerdas, volvía a ser destemplada y de una lúgubre marcialidad. Emergieron de la pista de baile, frente al bar. Josefino soltó a la Selvática, la Chunga se enderezó en su mecedora, cuatro cabezas se volvieron a mirarlos y ellos se detuvieron. Los León parecían muy alegres y don Anselmo estaba despeinado y con los anteojos caídos, y la boca de Lituma, llena de espuma, se torcía, su mano buscaba el mostrador para dejar el vaso, sus ojillos no se apartaban de la Selvática, su otra mano había comenzado a alisar sus cabellos, a asentarlos, presurosa y mecánicamente. De pronto encontró el mostrador, su mano libre alejó al Mono y todo su cuerpo se adelantó, pero sólo dio un paso y quedó tambaleándose como un trompo sin fuerzas en el sitio, los ojillos atolondrados, los León lo sujetaron cuando ya caía. Su rostro no se inmutó, seguía mirando a la Selvática, respiró hondo y sólo mientras avanzaba hacia ellos, lentísimo, con un babero de espuma y de saliva, sostenido por los León, algo terco, forzado y doloroso, un simulacro de sonrisa se desplegó en sus labios y su barbilla tembló. Gusto de verte, chinita, y la mueca ganó todo su rostro, sus ojillos mostraban ahora un malestar insoportable, gusto de verte, Lituma, dijo la Selvática, y él gusto de verte, chinita, bamboleándose. Los León y Josefino lo rodeaban, bruscamente en los ojillos hubo un destello, una especie de liberación y Lituma se ladeó, se arrimó a Josefino, hola, colega querido, cayó en sus brazos, qué gusto de verte hermano. Permaneció abrazado a Josefino, profiriendo frases incomprensibles y, a ratos, un sordo mugido, pero cuando se separó parecía más sereno, había cesado esa nerviosa danza interior en sus ojillos y también la mueca, y sonreía de veras. La Selvática estaba quieta, las manos cogidas ante la falda, el rostro emboscado tras los mechones negros y brillantes. —Chinita, nos encontramos —dijo Lituma, tartamudeando apenas, la sonrisa cada vez más ancha—. Ven por aquí, brindemos, hay que festejar mi regreso, yo soy el inconquistable número cuatro. La Selvática dio un paso hacia él, su cabeza se movió, sus cabellos se apartaron, dos llamitas verdes relumbraban suavemente en sus ojos. Lituma estiró una mano, tomó a la Selvática de los hombros, la llevó así hasta el mostrador y allí estaban los ojos abúlicos e impertinentes de la Chunga. Don Anselmo se 70 Mario Vargas Llosa La casa verde había acomodado los anteojos, sus manos buscaban en el aire, cuando encontraron a Lituma y a la Selvática los palmotearon cariñosamente, así me gusta, muchachos, paternalmente. —La noche de los encuentros, viejo querido —dijo Lituma—. Ya ve usted cómo me porté bien. Llena los vasos Chunga Chunguita, y tú también llénate uno. Apuró su vaso de un trago y quedó acezando, el rostro húmedo de cerveza, de saliva que goteaba hasta en las solapas inmundas del saco. —Qué corazón, primo —dijo el Mono—. ¡Como un sol de grande! —Alma, corazón y vida —dijo Lituma—. Quiero oír ese vals, don Anselmo. Sea bueno, déme gusto. —Sí, no descuide la orquesta —dijo la Chunga—. Ahí en el fondo están protestando, lo reclaman. —Déjalo un rato con nosotros, Chunguita —dijo la voz de José, pegajosa, dulzona, derretida—. Que se tome unas copitas con nosotros este gran artista. Pero don Anselmo había dado media vuelta y dócilmente regresaba hacia el rincón de los músicos, tanteando en la pared, arrastrando los pies, y Lituma, siempre abrazado a la Selvática, bebía sin mirarla. —Cantemos el himno —dijo el Mono—. ¡Un corazón como un sol, primo! La Chunga también se había puesto a beber. Indolentes y opacos, semimuertos, sus ojos observaban a unos y a otros, a los inconquistables y a la Selvática, a la masa oscura de hombres y habitantas que oscilaba entre murmullos y risas en la pista de baile, a las parejas que subían la escalera, y a los grupos difuminados de los rincones. Josefino, acodado en el mostrador, no bebía, miraba de soslayo a los León que chocaban sus vasos. Y entonces sonaron el arpa, la guitarra, el tambor, los platillos, un estremecimiento recorrió la pista de baile. Los ojillos de Lituma se entusiasmaron: —Alma, corazón y vida. Ah, esos valses que traen recuerdos. Vamos a bailar, chinita. Arrastró a la Selvática sin mirarla, los dos se perdieron entre cuerpos aglomerados y sombras, y los León llevaban el compás con las manos y cantaban. Quieta y desagradable, la mirada de la Chunga permanecía ahora fija en Josefino, como si quisiera contagiarle su infinita pereza. —Qué milagro, Chunguita —dijo Josefino—. Estás tomando. —Tienes más miedo —dijo la Chunga y, un instante, una lumbre burlona apareció en sus ojos—. Cómo te has asustado, inconquistable. —No hay motivo para asustarse —dijo Josefino—. Y ya ves cómo cumplo, no hubo ningún lío. —Un miedo que no te cabe —rió sin ganas la Chunga—, que te hace temblar la voz, Josefino. Las piernas desnudas del sargento colgaban de la escalerilla del puesto y alrededor todo ondulaba, las colinas boscosas, las capironas de la plaza de Santa María de Nieva, hasta las cabañas se balanceaban como tumbos al paso del viento tibio y silbante. El pueblo estaba puras tinieblas y los guardias roncaban, desnudos bajo los mosquiteros. El sargento encendió un cigarrillo y daba las últimas pitadas cuando, de improviso, tras el bosquecillo de juncos, silenciosa, traída por las aguas del Nieva, apareció la lancha, su choza cónica en la popa, unas siluetas evolucionando por cubierta. No había bruma y desde el puesto el embarcadero se divisaba claramente a la luz de la luna. Una figurilla saltó de la lancha, corrió esquivando las estacas de la playita, desapareció en las sombras de la plaza y, un momento después, ya muy cerca del puesto, reapareció y ahora el sargento podía reconocer el rostro de Lalita, su andar resuelto, su cabellera, sus fornidos brazos remando en torno a sus macizas caderas. Se incorporó a medias y esperó que ella llegara al pie de la escalerilla: —Buenas noches, sargento —dijo Lalita—. Suerte que lo encontré despierto. —Estoy de guardia, señora —dijo él—. Muy buenas. Le pido disculpas. —¿Por lo que está en calzoncillos? —rió Lalita—. No se preocupe, ¿acaso los chunchos no andan peor? —Con este calor, tienen razón de andar calatos —el sargento, casi de perfil, se escudaba en la baranda—. Pero los bichos se banquetean con uno, todo el cuerpo me arde ya. 71 Mario Vargas Llosa La casa verde Lalita tenía la cabeza echada hacia atrás y la luz de la lamparilla del puesto alumbraba su rostro de granitos innumerables y resecos, y sus cabellos sueltos que ondulaban también, a sus espaldas, como un manto yagua de finísimas hebras. —Estamos yendo a Pato Huachana —dijo Lalita—. Hay un cumpleaños y los festejos comienzan de mañanita. No pudimos salir antes. —Qué más quieren, señora —dijo el sargento—. Tómense unas copitas a mi salud. —También nos llevamos a los hijos —dijo Lalita—. Pero Bonifacia no quiso venir. No se le quita el miedo a la gente, sargento. —Qué muchacha tan sonsa —dijo el sargento—. Perderse una oportunidad así, con lo raras que son las fiestecitas aquí. —Estaremos allá hasta el miércoles —dijo Lalita—. Si la pobre necesita algo, ¿quisiera ayudarla? —Con todo gusto, señora —dijo el sargento—. Sólo que usted ya ha visto, las tres veces que fui a su casa ni salió a la puerta. —Las mujeres son muy mañosas —.dijo Lalita—, ¿todavía no se ha dado cuenta? Ahora que está solita, no tiene más remedio que salir. Dése una vueltecita por ahí, mañana. —De todas maneras, señora —dijo el sargento—. ¿Sabe que cuando apareció la lancha creí que era el barco fantasma? Ése de los esqueletos, que se carga a los noctámbulos. Yo no era supersticioso, pero aquí me he contagiado de ustedes. Lalita se persignó, lo hizo callar con la mano, sargento, ¿no veía que iban a viajar de noche?, cómo hablaba de esas cosas. Hasta el miércoles entonces, ah, y Adrián le mandaba saludos. Se alejó como había venido, corriendo y, antes de entrar al puesto a vestirse, el sargento esperó que la figurilla se dibujara otra vez entre las estacas y saltara a la lancha: compañero, le estaban tendiendo la cama. Se puso la camisa, el pantalón y los zapatos, despacio, cercado por la respiración tranquila de los guardias y la lancha estaría ya alejándose hacia el Marañón entre las canoas y las barcazas y, en la popa, Adrián Nieves hundiría y sacaría la pértiga. Esos selváticos, viajaban con casa y todo, como el viejo ese del Aquilino, ¿llevaría de verdad veinte años en los ríos?, qué costumbres. Se oyó roncar el motor, un bramido poderoso que borró los aleteos y rumores, el chirrido de los grillos y luego fue aminorando, alejándose y los ruidos del monte resucitaron uno tras otro, reconquistaron la noche: ahora, una vez más, reinaba sólo el runrún vegetal animal. Un cigarrillo entre los labios, la camisa arremangada hasta los codos, el sargento bajó la escalerilla atisbando en todas direcciones y fue hasta la cabaña del teniente: una respiración sofocada, casi trémula, atravesaba la tela metálica. Avanzó por la trocha, de prisa, entre graznidos indiferenciables, pupilas luminosas de búhos o lechuzas y la menuda, exasperada melodía de los grillos, sintiendo en la piel roces furtivos, picaduras como de alfiler, aplastando matas tiernas que crujían, hojas secas que susurraban al deshacerse bajo sus pies. Al llegar frente a la cabaña del práctico Nieves se volvió: unas transparencias blancuzcas velaban el pueblo, pero en lo alto de las colinas, la residencia de las madres lucía nítidamente sus paredes claras, sus calaminas brillantes, y también se divisaba el frontón de la capilla y su torre delgada y grisácea, empinada hacia la vasta oquedad azul. La muralla circular del bosque, agitada siempre de un suave temblor, profería sin tregua un ronroneo idéntico, una especie de inacabable bostezo gutural, y en la charca donde tenía sumidos los pies el sargento, sanguijuelas de cuerpos cálidos y gelatinosos chocaban furtivamente contra sus tobillos. Se inclinó, se mojó la frente, trepó la escalerilla. El interior de la cabaña estaba a oscuras y un olor intenso, diferente al del bosque, subía desde los horcones, como si hubiera allí restos de comida o algún cadáver descompuesto y entonces, en la chacra, ladró un perro. Alguien podía estar observando al sargento desde la abertura que separaba el tabique del techo, dos de esas rumorosas lucecitas podían ser ojos de mujer y no luciérnagas: ¿era o no era un mangache?, ¿dónde se le había ido la braveza? Recorría de puntillas la terraza, mirando a todos lados, el perro seguía aullando a lo lejos. La cortina estaba corrida y el boquete negro de la cabaña exhalaba olores densos. —Soy el sargento, don Adrián —gritó—. Perdóneme que lo despierte. Algo atolondrado, un instantáneo trajín o un gemido, y de nuevo el silencio. El sargento se llegó hasta el umbral, alzó la linterna y la encendió: una pequeña luna amarilla y redonda vagaba nerviosamente sobre jarras de greda, mazorcas, ollas, un balde de agua, don Adrián: ¿está usted 72 Mario Vargas Llosa La casa verde reírse con ella, pero no le contestaban y ella ¿no le entenderían? ¿Fushía les prohibiría que le hablaran? Pero se jugaban con el Aquilino y, una vez, una huambisa corrió, los alcanzó, le puso al Aquilino un collar de semillas y conchas, esa huambisa que partió sin despedirse y no volvió nunca más. Y Fushía eso era lo peor de todo, venían cuando querían, se iban cuando les daba la gana, volvían a los tantos meses como si tal cual: era maldito lidiar con paganos, Lalita. —La pobre les tenía pánico, se acercaba un huambisa y se tiraba a mis pies, me abrazaba temblando —dijo Fushía—. Les tenía más miedo a los huambisas que al diablo, viejo. —A lo mejor la mujer que mataron en el Pushaga era su madre —dijo Aquilino—. Además, ¿acaso todos los paganos no odian a los huambisas? Porque son orgullosos, desprecian a todos, y más malvados que cualquiera otra tribu. —Yo los prefiero a los otros —dijo Fushía—. No sólo porque me ayudaron. Me gusta su manera de ser. ¿Has visto a un huambisa de sirviente o de peón? No se dejan explotar por los cristianos. Sólo les gusta cazar y pelear. —Por eso los van a desaparecer a todos, no va a quedar ni uno de muestra —dijo Aquilino—. Pero tú los has explotado a tu gusto, Fushía. Todo el daño que han hecho en el Morona, en el Pastaza y en el Santiago era para que tú ganaras plata. —Yo era el que les conseguía escopetas y los llevaba donde sus enemigos —dijo Fushía—. A mí no me veían como patrón sino como aliado. Qué harán con la shapra ahora. Ya se la habrán quitado al Pantacha, seguro. Las parientes del muerto seguían llorando y se punzaban con espinas hasta que brotaba sangre, patrona, para descansar, con la sangre mala se iban las penas y los sufrimientos, y Lalita a lo mejor era cierto, un día que sufriera se punzaría y vería. Y de pronto hombres y mujeres se levantaron y corrieron hacia el barranco. Se trepaban a las lupunas, señalaban la cocha, ¿ahí llegaban? Sí, de la boca del caño salió una canoa, un puntero, Fushía, mucha carga, otra canoa, Pantacha, Jum, más carga, huambisas y el práctico Nieves. Y Lalita fíjate Aquilino, cuánto jebe, nunca había visto tanto, Dios los ayudaba, pronto se harían ricos y se irían al Ecuador, y el Aquilino chillaba, ¿comprendería?, pero pobre el huambisa que habían matado. —Se habrá quedado sin mujer y sin patrón —dijo Fushía—. Me buscaría por todas partes, el pobre, y habrá llorado y gritado de pena. —No puedes compadecerte del Pantacha —dijo Aquilino—. Es un cristiano sin remedio, los cocimientos lo han vuelto loco. Ni se daría cuenta que te fuiste. Cuando llegué a la isla, esta última vez, no me reconoció siquiera. —¿Quién crees que me dio de comer desde que se fueron esos malditos? —dijo Fushía—. Me cocinaba, iba a cazar y a pescar para mí. Yo no podía levantarme viejo, y él todo el día junto a mi cama, como un perro. Habrá llorado, viejo, te aseguro. —Hasta yo he tomado cocimiento, alguna vez —dijo Aquilino—. Pero el Pantacha se ha enviciado y se va a morir pronto. Los huambisas descargaban las bolas negras, las pieles, chapoteaban entre las canoas, Lalita hacía adiós desde el barranco y, entonces, ella apareció: no era huambisa, ni aguaruna, y parecía vestida de fiesta: collares verdes, amarillos, rojos, una diadema de plumas, discos en las orejas, y una itípak larga con dibujos negros. Las huambisas del barranco también la miraban, ¿shapra?, shapra, murmuraban y Lalita cogió al Aquilino, corrió hasta la cabaña y se sentó en la escalerilla. Demoraban, a lo lejos se veía pasar a los huambisas, con el jebe al hombro, y al Pantacha que hacía tender los cueros al sol. Por fin vino el práctico Nieves, el sombrero de paja en la mano: habían ido lejos, patrona, y encontraron mucho remolino, por eso duró tanto el viaje y ella más de un mes. Habían matado a un huambisa, en el Pushaga, y ella ya sabía, los que llegaron esta mañana le habían contado. El práctico se puso el sombrero y se metió en su cabaña. Más tarde vino Fushía, y ella lo seguía. También su cara estaba de fiesta, muy pintada, y al caminar sonaban los discos, los collares, Lalita: le había traído esta sirvienta, una shapra del Pushaga. Andaba asustada con los huambisas, no entendía nada, tendría que enseñarle un poco de cristiano. 75 Mario Vargas Llosa La casa verde —Siempre hablas mal del Pantacha —dijo Fushía—. Tienes buen corazón con todos, viejo, menos con él. —Yo lo recogí y lo llevé a la isla —dijo Aquilino—. Si no hubiera sido por mí, ya estaría muerto hace tiempo. Pero me da asco. Se pone como un animal, Fushía. Peor que eso, mira sin mirar, oye sin oír. —A mí no me da asco porque conozco su historia —dijo Fushía—. El Pantacha no tiene carácter y cuando sueña se siente fuerte, y se olvida de unas desgracias que le pasaron, y de un amigo que se le murió en el Ucayali. ¿Por dónde lo encontraste, viejo? ¿A esta altura, más o menos? —Más abajo, en una playita —dijo Aquilino—. Estaba soñando, medio desnudo y muerto de hambre. Me di cuenta que andaba escapando. Lo hice comer y me lamió las manos, igual a un perro, como tú decías enantes. —Sírveme una copita —dijo Fushía—. Y ahora voy a dormir veinticuatro horas. Hicimos un viaje malísimo, la canoa del Pantacha se volcó antes de entrar al caño. Y en el Pushaga tuvimos un encontrón con los shapras. —Dásela al Pantacha o al práctico —dijo Lalita—. Ya tengo sirvientas, no necesito a ésta. ¿Para qué te la has traído? —Para que te ayude —dijo Fushía—. Y porque esos perros querían matarla. Pero Lalita se había puesto a lloriquear, ¿acaso no había sido una buena mujer?, ¿no lo había acompañado siempre?, ¿la creía tonta?, ¿no había hecho lo que él había querido? Y Fushía se desnudaba, tranquilo, arrojando las prendas al voleo, ¿quién era el que mandaba aquí?, ¿desde cuándo le discutía? Y por último qué mierda: el hombre no era como la mujer, tenía que variar un poco, a él no le gustaban los lloriqueos y, además, por qué se quejaba si la shapra no iba a quitarle nada, ya le había dicho, sería sirvienta. —La dejaste desmayada, la bañaste en sangre —dijo Aquilino—. Yo llegué un mes después y la Lalita todavía estaba llena de moretones. —Te contó que le pegué, pero no que ella quería matarla a la shapra —dijo Fushía—. Cuando yo me estaba durmiendo, la vi que agarraba el revólver y me dio cólera. Además, esa perra se vengó bien de las veces que le pegué. —La Lalita tiene un corazón de oro —dijo Aquilino—. Si se fue con Nieves, no lo hizo por vengarse de ti, sino por amor. Y si quiso matar a la shapra, sería por celos, no por odio. ¿También de ella se hizo amiga, después? —Más que de las achuales —dijo Fushía—. ¿Acaso no viste? No quería que se la pasara a Nieves, y decía mejor que se quede, es la que me ayuda. Y cuando Nieves se la pasó al Pantacha, ella y la shapra lloraron juntas. Le enseñó a hablar en cristiano y todo. —Las mujeres son raras, es difícil entenderlas a veces —dijo Aquilino—. Vamos a comer un poco, ahora. Sólo que se han mojado los fósforos, no sé cómo voy a prender esta hornilla. Era una vieja ya, vivía sola y su único compañero era el asno, ese piajeno de pelaje amarillento y andares lentos y rumbosos, en el que todas las mañanas cargaba las canastas con la ropa recogida la víspera en casas de principales. Apenas cesaba la lluvia de arena, Juana Baura salía de la Gallinacera, una vara de algarrobo en la mano con la que, de tanto en tanto, estimulaba al animal. Torcía donde se interrumpe la baranda del Malecón, descendía a saltitos una cuesta polvorienta, pasaba bajo los soportes metálicos del Viejo Puente y se instalaba allí donde el Piura ha mordido la orilla y forma un pequeño remanso. Sentada en un pedrusco del río, el agua hasta las rodillas, comenzaba a refregar, y el asno, mientras tanto, como lo haría un hombre ocioso o muy cansado, se dejaba caer en la mullida playa, dormía, se asoleaba. A veces había otras lavanderas con quienes conversar. Si estaba sola, Juana Baura exprimía un mantel, canturreaba, unas enaguas, curandero ladrón casi me matas, jabonaba una sábana, mañana es primer viernes, padre García me arrepiento de lo que he pecado. El río había blanqueado sus tobillos y sus manos, los conservaba lisos, frescos y jóvenes, pero el tiempo arrugaba y oscurecía cada vez más el resto de su cuerpo. Al entrar al río, sus pies acostumbraban a hundirse en un blando lecho de arena; a veces, en lugar de la débil resistencia habitual, encontraban una materia sólida, o algo viscoso y resbaladizo como un pez atrapado en el fango: esas minúsculas diferencias eran lo único que alteraba la idéntica rutina de las mañanas. 76 Mario Vargas Llosa La casa verde Pero ese sábado oyó, de pronto, un sollozo a sus espaldas, desgarrador y muy próximo: perdió el equilibrio, cayó sentada al agua, la canasta que llevaba en la cabeza se vol có, las prendas se iban flotando. Gruñendo, manoteando, Juana recuperó la canasta, las camisas, los calzoncillos y vestidos, y entonces vio a don Anselmo: tenía la cabeza desmayada entre las manos y el agua de la orilla mojaba sus botas. La canasta cayó al río de nuevo y, antes que la corriente la colmara y sumergiera, Juana estaba en la playa, junto a aquél. Confusa, balbuceó algunas palabras de sorpresa y de consuelo, y don Anselmo seguía llorando sin alzar la cabeza. «No llore», decía Juana, y el río se adueñaba de las prendas, las alejaba silenciosamente. «Por Dios, cálmese, don Anselmo, qué le ha pasado, ¿está enfermo?, el doctor Zevallos vive al frente, ¿quiere que lo llame?, no sabe qué susto me ha dado.» El piajeno había abierto los ojos, los miraba oblicuamente. Don Anselmo debía llevar allí un buen rato, su pantalón, su camisa y sus cabellos estaban salpicados de arena, y su sombrero caído junto a sus pies casi había sido cubierto por la tierra. «Por lo que más quiera, don Anselmo», decía Juana, «qué le pasa, tiene que ser algo muy triste para que llore como las mujeres». Y Juana se persignó cuando él levantó la cabeza: párpados hinchados, grandes ojeras, la barba crecida y sucia. Y Juana «don Anselmo, don Anselmo, diga si puedo ayudarlo», y él «señora, la estaba esperando» y su voz se quebró. «¿A mí, don Anselmo?», dijo Juana, los ojos muy abiertos. Y él asintió, devolvió la cabeza a los brazos, sollozó y ella «pero don Anselmo», y él aulló «se murió la Toñita, doña Juana», y ella «¿qué dice, Dios mío, qué dice?», y él «vivía conmigo, no me odie», y la voz se le quebró. Estiró entonces con gran esfuerzo uno de sus brazos y señaló el arenal: la verde construcción relampagueaba bajo el cielo azul. Pero Juana Baura no la veía. A tropezones alcanzaba el Malecón, corría y chillaba despavorida, a su paso se abrían ventanas y asomaban rostros sorprendidos. Julio Reátegui alza la mano: ya bastaba, que se fuera. El cabo Roberto Delgado se endereza, suelta la correa, se limpia el rostro congestionado y sudoroso y el capitán Quiroga: te pasaste, ¿era sordo o no entendía las órdenes? Se acerca al urakusa tendido, lo mueve con el pie, el hombre se queja débilmente. Se estaba haciendo, mi capitán, se las quería dar de vivo, ya iba a ver. El cabo carajea, se frota las manos, toma impulso, patea y, al segundo puntapié, como un felino el aguaruna salta, caramba, tenía razón el cabo, tipo resistente, y corre veloz, cobrizo, agazapado, el capitán creía que se les había pasado. Sólo quedaba uno, señor Reátegui, y además Jum, ¿a él también? No, a ese cabeza dura se lo llevaban a Santa María de Nieva, capitán. Julio Reátegui bebe un sorbo de su cantimplora y escupe: que trajeran al otro y acabaran de una vez, capitán ¿no estaba cansado? ¿Quería un traguito? El cabo Roberto Delgado y dos soldados se alejan hacia la cabaña de los prisioneros, por el centro del claro. Un sollozo quiebra el silencio del poblado y todos miran hacia las carpas: la chiquilla y un soldado forcejean cerca del barranco, borroso contra un cielo que oscurece. Julio Reátegui se pone de pie, hace una bocina con sus manos: ¿qué le había dicho, soldado? Que no viera, por qué no la metía a la carpa y el capitán ¡so carajo!, el puño en alto: que jugara con ella, que la entretuviera. Una lluvia menuda cae sobre las cabañas de Urakusa y del barranco suben nubecillas de vapor, el bosque envía hacia el claro bocanadas de aire caliente, el cielo ya está lleno de estrellas. El soldado y la chiquilla desaparecen en una carpa y el cabo Roberto Delgado y dos soldados vienen arrastrando a un urakusa que se para frente al capitán y gruñe algo. Julio Reátegui hace una seña al intérprete: castigo por faltar a la autoridad, nunca más pegarle a un solda do, nunca engañando patrón Escabino, sino volverían y castigo sería peor. El intérprete ruge y acciona y, mientras tanto, el cabo toma aire, se frota las manos, coge la correa, señor. ¿Traduciendo?, sí, ¿entendiendo?, sí y el urakusa, bajito, ventrudo, va de un lado a otro, brinca como un grillo, mira torcido, trata de franquear el círculo y los soldados giran, son un remolino, lo traen, lo llevan. Por fin, el hombre se queda quieto, se tapa la cara y se encoge. Aguanta a pie firme un buen rato, rugiendo a cada correazo, luego se desploma y el gobernador alza la mano: que se fuera, ¿ya estaban listos los mosquiteros? Sí, don Julio, todo listo, pero mosquiteros o no, al capitán le habían devorado la cara todo el viaje, le quemaba, y el gobernador cuidadito con Jum, capitán, no lo fueran a dejar solo. El cabo Delgado ríe: no se escaparía ni siendo brujo, señor, estaba amarrado y además habría guardia toda la noche. Sentado en el suelo, el urakusa mira de reojo a unos y a otros. Ya no llueve, los soldados traen leña seca, encienden una hoguera, brotan llamas altas junto al aguaruna que se soba el pecho y la espalda suavemente. ¿Qué esperaba, más azotes? Hay risas entre los soldados y el 77 Mario Vargas Llosa La casa verde —Ya déjalo, Lituma —dijo José—. Ya te has dado gusto. Qué más venganza que ésta. ¿No ves que se puede morir? —Te mandarían de nuevo a la cárcel, primo —dijo el Mono—. Basta, no seas porfiado. —Pégale, pégale —la Selvática se había aproximado, su voz no era violenta sino sorda—. Pégale, Lituma. Pero, en vez de hacerle caso, Lituma se volvió contra ella, la tumbó en la arena de un empujón y la estuvo pateando, puta, arrastrada, siete leches, insultándola hasta que perdió la voz y las fuerzas. Entonces se dejó caer en la arena y empezó a sollozar como un churre. —Primo, por lo que más quieras, ya cálmate. —Ustedes también tienen la culpa —gemía Lituma—. Todos me engañaron. Desgraciados, traidores, deberían morirse de remordimiento. —¿Acaso no te lo sacamos de la Casa Verde, Lituma? ¿Acaso no te ayudamos a pegarle? Solo no hubieras podido. —Nosotros te hemos vengado, primito. Y hasta la Selvática, ¿no ves cómo lo rasguña? —Hablo de antes —decía Lituma, entre hipos y pucheros—. Todos estaban de acuerdo y yo allá, sin saber nada, como un cojudo. —Primo, los hombres no lloran. No te pongas así. Nosotros siempre te hemos querido. —Lo pasado pisado, hermano. Sé hombre, sé mangache, no llores. La Selvática se había apartado de Josefino que, encogido en la tierra, se quejaba débilmente, y ella y los León compadecían a Lituma, que tuviera carácter, los hombres se crecen ante las desgracias, lo abrazaban, le sacudían la ropa, ¿todo olvidado?, ¿a comenzar de nuevo?, hermano, primo, Lituma. Él balbuceaba, consolado a medias, a veces se enfurecía y pateaba al tendido, luego sonreía, se entristecía. —Vámonos, Lituma —dijo José—. A lo mejor nos vieron de la barriada. Si llaman a los cachacos tendremos un lío. —Vamos a la Mangachería, primito —dijo el Mono—. Nos acabaremos el pisco que trajiste, eso te levantará el ánimo. —No —dijo Lituma—. Volvamos donde la Chunga. Echó a caminar por el arenal, a grandes trancos resueltos. Cuando la Selvática y los León lo alcanzaron entre las chozas de la barriada, Lituma se había puesto a silbar furiosamente y Josefino se divisaba a lo lejos, rengueando, quejándose y vociferando. —Esto está que arde —el Mono sujetó la puerta para que los otros pasaran primero—. Sólo faltamos nosotros. El gordo de bigote y gafas salió a recibirlos: —Salud, salucita, compañeros. ¿Por qué desaparecieron así? Vengan, la noche está comenzando. —Música, arpista —exclamó Lituma—. Valses, tonderos, marineras. Fue a tropezones hasta el rincón de la orquesta, cayó en los brazos de Bolas y del Joven Alejandro, mientras el gordo y el joven bizco arrastraban a los León hacia el bar y les ofrecían vasos de cerveza. La Sandra arreglaba los cabellos de la Selvática, la Rita y la Maribel se la comían a preguntas y las cuatro cuchicheaban como avispas. La orquesta comenzó a tocar, el mostrador quedó despejado, media docena de parejas bailaban en la pista entre las aureolas de luz azul, verde y violeta. Lituma vino al mostrador muerto de risa: —Chunga, Chunguita, la venganza es dulce. ¿Lo oyes? Está que grita y no se atreve a entrar. Lo dejamos medio cadáver. —A mí no me importan los asuntos de nadie —dijo la Chunga—. Pero ustedes son mi mala suerte. Por tu culpa me multaron la vez pasada. Menos mal que ahora el lío no fue en mi casa. ¿Qué te sirvo? Aquí, el que no consume se larga. 80 Mario Vargas Llosa La casa verde —Qué grosera para contestar, Chunguita —dijo Lituma—. Pero estoy contento, sirve lo que quieras. Para ti también, yo te invito. Y ahora el gordo quería llevar a la Selvática a la pista de baile y ella se resistía, mostraba los dientes. —Qué le pasa a ésta, Chunga —dijo el gordo, resoplando. —Qué te pasa a ti —dijo la Chunga—. Te están invi tando a bailar, no seas malcriada, ¿por qué no le aceptas al señor? Pero la Selvática seguía forcejeando: —Lituma, dile que me suelte. —No la suelte, compañero —dijo Lituma—. Y usted haga su trabajo, puta. TRES El teniente deja de hacer adiós cuando la embarcación es sólo una lucecita blanca sobre el río. Los guardias se echan las maletas al hombro, suben el embarcadero, en la plaza de Santa María de Nieva se detienen y el sargento señala las colinas: entre las dunas boscosas reverberan unos muros blancos, unas calaminas, ésa era la misión, mi teniente, la cuestecilla pedregosa estaba vacía, a eso le decían la residencia, ahí vivían las monjitas, mi teniente, y a la izquierda la capilla. Siluetas indígenas circulan por el pueblo, los techos de las cabañas son de fibras y parecen capuchones. Unas mujeres de cuerpos fangosos y ojos indolentes muelen algo al pie de dos troncos pelados. Siguen avanzando y el oficial se vuelve hacia el sargento: casi no había podido hablar con el teniente Cipriano, ¿por qué no se quedó siquiera hasta ponerlo al corriente? Pero es que si no aprovechaba la lancha hubiera tenido que esperar un mes, mi teniente, y estaba loco por irse, el teniente Cipriano. Que no se preocupara, el sargento lo pondría al tanto en un dos por tres y el Rubio deposita en el suelo un maletín y muestra la cabaña: ahí la tenía, mi teniente, la comisaría más pobre del Perú, y el Pesado ésa del frente sería su casa, mi teniente, y el Chiquito más tarde le conseguirían un par de sirvientas aguarunas, y el Oscuro las sirvientas era lo único que andaba botado en este pueblo perdido. Al pasar, el teniente toca el escudo que cuelga de una viga y brota un sonido metálico. La escalerilla de la cabaña no tiene baranda, las tablas del suelo y del tabique son bastas, desi guales, y en la primera habitación hay sillas de paja, un escritorio, un banderín descolorido. Una puerta está abierta al fondo: cuatro hamacas, unos fusiles, una hornilla, un basurero, vaya miseria. ¿Se tomaría una cervecita el teniente? Estarían frías, las habían metido en un balde de agua desde la mañana. El oficial asiente y el Chiquito y el Oscuro salen de la cabaña —¿se llamaba Fabio Cuesta el gobernador?; sí, un viejito simpático, pero que fuera a saludarlo más tarde, mi teniente, a estas horas dormía la siesta— y vuelven con vasos y botellas. Beben, el sargento brinda por el teniente, los guardias preguntan por Lima, el oficial quiere saber cómo es la gente en Santa María de Nieva, quién es quién, ¿buenas personas las monjitas de la misión?, y si los chunchos dan dolores de cabeza. Bueno, seguirían conversando a la noche, el teniente quería descansar un rato. Ellos le habían encargado a Paredes una comidita especial, mi teniente, para festejar su llegada y el Rubio era el dueño de la cantina, mi teniente, donde él comían todos, y el Oscuro también carpintero y el Pesado para colmo medio brujo, ya se lo presentarían, buena gente ese Paredes. Los guardias llevan las maletas a la cabaña del frente, el oficial los sigue bostezando, entra y se tumba en el camastro que ocupa el centro de la habitación. Con voz soñolienta despide al sargento. Sin levantarse, se saca el quepí, los zapatos. Huele a polvo y a tabaco negro. No hay muchos muebles: una cómoda, dos banquitos, una mesa, un mechero que pende del techo. Las ventanas tienen rejillas metálicas: las mujeres siguen moliendo en la plaza. El teniente se pone de pie, la otra habitación está vacía y tiene una pequeña puerta. La abre: la tierra está dos metros más abajo, oculta por yerbales y a unos pasos de la cabaña ya hay bosque cerrado. Se desabotona el pantalón, orina y cuando regresa al primer cuarto, el sargento está allí de nuevo: otra vez ese fregado, mi teniente, un aguaruna que se llama Jum. Y el intérprete: diablo diciendo, aguaruna, soldado mintiendo, y silabariolima y limagobierno. Señor. Arévalo Benzas mira hacia arriba protegiéndose los ojos con las manos, no era ningún cojudo, don Julio, el pagano quería hacerles creer que estaba loco, pero Julio Reátegui niega con la 81 Mario Vargas Llosa La casa verde cabeza: no era eso, Arévalo, todo el tiempo repetía la misma cantaleta y él se la sabía ya de memoria. Algo se le había metido en la cabeza con eso de los silabarios, pero quién diablos le entendía. El sol rojizo y ardiente abraza Santa María de Nieva y los soldados, indígenas y patro nes aglomerados alrededor de las capironas pestañean, sudan y murmuran. Manuel Águila se hace aire con un abanico de paja: ¿estaba muy cansado, don Julio? ¿Les habían dado mucho trabajo en Urakusa? Un poco, ya les contaría con calma, ahora Reátegui tenía que subir a la misión un momento, ya volvía, y ellos asienten: lo esperarían en la Gobernación, el capitán Quiroga y Escabino ya estaban allá. Y el intérprete: yendo y viniendo, práctico escapando, urakusapatria, carajo, banderagobierno. Manuel Águila utiliza el abanico como un escudo contra el sol, pero aun así lagrimea: que no se cansara, era por gusto, el que las hacía las pagaba, intérprete, traducién dole eso. El teniente se abotona el pantalón calmadamente, y el sargento pasea por la habitación, las manos en los bolsillos: qué iba a ser la primera vez que venía, mi teniente. Un montón de veces ya, hasta que una vez el teniente Cipriano se calentó, le pegó un susto y así el pagano dejó de venir. Pero qué sabido, seguro supo que el teniente Cipriano se iba de Santa María de Nieva, y vino corriendo a ver si con el nuevo teniente le ligaba. El oficial termina de anudarse los zapatos, se pone de pie. ¿Al menos era tratable? El sargento hace un gesto vago: no se ponía maldito pero, eso sí, la terquedad andante, una mula, nadie le sacaba lo que tenía en la tutuma. ¿Cuándo había sido ese lío? Cuando era gobernador el señor Julio Reátegui, antes de que hubiera una comisaría en Nieva, y el teniente cierra la puerta de la cabaña con furia, era el colmo, ni dos horas que había llegado y ya tenía trabajo, el chuncho podía haberse aguantado hasta mañana ¿no? Y el intérprete: ¡cabodelgado diablo! ¡Diablo capitanartemio! Mi cabo. Pero el cabo Roberto Delgado no se enoja, se ríe igual que los soldados y algunos indígenas también ríen: que se las siguiera dando de maldito nomás, insultándonos a él y al capitán, que siguiera, ya vería quién reía el último. Y el intérprete: hambreando, mi cabo, mareado, carajo, barriga bailando, mi cabo, sed diciendo, ¿le daban agua? No, primero se la chupaba al cabo, y alza la voz: si alguien le alcanzaba agua o comida se las entendía con él, que les tradujera eso a todos los paganos de Santa María de Nieva, porque podían hacerse los tontos y los risueños, pero en el fondo estarían rabiando. Y el intérprete: la putesumadre, mi cabo, escabinodiablo, insultando. Ahora los soldados sólo sonríen, miran al cabo a hurtadillas y él muy bien, que le mentara la madre otra vez, que ya vería cuando lo bajaran. Un hombre flaco y bronceado les sale al encuentro, se quita el sombrero de paja y el sargento hace las presentaciones: Adrián Nieves, mi teniente. Sabía aguaruna y a veces les servía de intérprete, era el mejor práctico de la región y desde hacía dos meses trabajaba para la comisaría. El teniente y Nieves se dan la mano y el Oscuro, el Chiquito, el Pesado y el Rubio se apartan del escritorio, ahí estaba, mi teniente, ése era el pagano —así les decían acá a los chunchos— y el oficial sonríe: él creía que éstos se dejaban crecer la peluca hasta los pies, no se esperaba ver a un calvito. Una menuda pelusa cubre la cabeza de Jum y una cicatriz recta y rosácea secciona su frente minúscula. Es de mediana estatura, grueso, viste una itípak raída que cae desde su cintura hasta sus rodillas. En su pecho lampiño un triángulo morado ensarta tres discos simétricos, tres rayas paralelas cruzan sus pómulos. También tiene tatuajes a ambos lados de la boca: dos aspas negras, pequeñitas. Su expresión es tranquila pero en sus ojos amarillos hay vibraciones indóciles, medio fanáticas. Desde esa vez que lo pelaron, se seguía pelando solito, mi teniente, y era rarísimo porque nada les dolía más a éstos que les tocaran la peluca. El práctico Nieves se lo podía explicar, mi teniente: era una cosa de orgullo, justamente de eso habían estado hablando mientras esperaban que viniera. Y el sargento a ver si con don Adrián se entendían mejor que con el pagano, porque la vez pasada hizo de intérprete el brujo Paredes y nadie comprendía nada, y el Pesado es que el cantinero se hacía el que sabía aguaruna, no era cierto, lo chapurreaba apenitas. Nieves y Jum rugen y accionan, teniente, que no podía regresar a Urakusa hasta que le devolvieran todo lo que le quitaron, pero le venían ganas de volver y por eso se cortaba la peluca, para no poder volver ni queriendo, y el Rubio ¿no era una cosa de loco? Sí, y ahora que explicara de una vez qué quería que le devolvieran. El práctico Nieves se acerca al aguaruna, le gruñe señalando al oficial, gesticula y Jum, que escucha inmóvil, de pronto asiente y escupe: ¡alto ahí!, esto no era un chiquero, que no escupiera. Adrián Nieves se vuelve a colocar el sombrero, era para que el teniente viera que decía la verdad, y el sargento una costumbre de los chunchos, el que no escupía al hablar mentía y el oficial no faltaba más, iba a bañarlos en saliva entonces. Que le creían, Nieves, que no escupiera. Jum cruza los brazos y los aros de su pecho se deforman, el triángulo se 82 Mario Vargas Llosa La casa verde los guardias, Nieves, no podían hacer nada, que buscara al Reátegui ese, volviera a Borja o lo que fuera, la comisaría no iba a estar desenterrando a los muertos ¿no?, resolviendo los líos de antaño ¿no? Él se moría de cansancio, no había dormido, sargento, que acabaran de una vez. Además, si los que lo habían fajado eran soldados de la guarnición, y autoridades de aquí, ¿quién le iba a dar la razón? Adrián Nieves interroga con los ojos al sargento, ¿qué le decía, por fin?, y al teniente: ¿todo eso? El oficial bosteza, entreabre perezosamente una boca desalentada y el sargento se inclina hacia él: lo mejor decirle que bueno, mi teniente. Le iban a devolver el jebe, las pieles, los silabarios, la muchacha, todo lo que quisiera y el Pesado qué le pasaba, mi sargento, quién le iba a devolver si Escabino ya era difunto, y el Chiquito ¿no sería de sus sueldos, no? Y el sargento para más seguridad le darían un papelito firmado. Ya lo habían hecho alguna vez con el teniente Cipriano, mi teniente, daba resultados. Le pondrían una estampilla de a medio en el papel y listo: ahora anda a buscar con eso al señor Reátegui y al Escabinodiablo para que te devuelvan todo. Y el Oscuro ¿una cojudeada en regla, mi sargento? Pero al teniente no lo convencían esas cosas, él no podía firmar ningún papel sobre este asunto tan viejo, y, además, pero el sargento papel periódico nomás, una firmita de a mentiras y así se iría tranquilo. Éstos eran tercos pero creían lo que se les decía, se pasaría meses y años buscando al Escabino y al señor Reátegui. Bueno, y que ahora le dieran algo de comer y se fuera sin que nadie más le pusiera un dedo encima, capitán, por favor que se lo repitiera él mismo. Y el capitán con mucho gusto, don Julio, llama al cabo: ¿entendido? Se había acabado el escarmiento, ni un dedo encima, y Julio Reátegui: lo importante era que volviera a Urakusa. Nunca más pegando a soldados, nunca engañando patrón, que si los urakusas se portan bien los cristianos se portan bien, que si los urakusas se portan mal los cristianos mal: que le tradujera eso, y el sargento lanza una carcajada que alegra todo su rostro redondo: ¿qué le había dicho, mi teniente? Sí, se habían librado de él, pero al oficial no le gustaba, no estaba acostumbrado a estos procedimientos, y el Pesado: la montaña no era Lima, mi teniente, aquí había que lidiar con chunchos. El teniente se pone de pie, sargento, la cabeza le daba vueltas con este lío, que no lo despertaran aunque se cayera el mundo. ¿No quería otra cervecita antes de irse a dormir?, no, ¿que le llevaran una tinaja con agua?, más tarde. El teniente hace un saludo con la mano a los guardias y sale. La plaza de Santa María de Nieva está llena de indígenas, las mujeres que muelen sentadas en el suelo forman una gran ronda, algunas llevan criaturas prendidas a las mamas. El teniente se para en medio de la trocha y, atajando el sol con la mano, contempla un momento las capironas: robustas, altas, masculinas. Un perro flaco pasa junto a él y el oficial lo sigue con la vista y entonces ve al práctico Adrián Nieves. Viene hacia él y le muestra en su mano los pedacitos blanquinegros de papel periódico, teniente: no era tan cojudo como se creía el sargento, había hecho trizas el papel y lo había tirado en la plaza, él acababa de encontrarlo. —Un secreto que usted ni se huele, mi sargento —dijo el Pesado, bajando la voz—. Pero que no oigan los otros. El Oscuro, el Chiquito y el Rubio conversaban en el mostrador con Paredes, que les servía unas copas de anisado. Un chiquillo salió de la cantina con tres ollitas de barro, cruzó la desierta plaza de Santa María de Nieva y se perdió en dirección a la comisaría. Un sol fuerte doraba las capironas, los techos y los tabiques de las cabañas, pero no llegaba hasta la tierra, porque una bruma blancuzca, flotante, que parecía venir del río Nieva, lo contenía a ras del suelo y lo opacaba. —No están oyendo —dijo el sargento—. ¿Cuál es el secreto? —Ya sé quién es la que está donde los Nieves —el Pesado escupió unas pepitas negras de papaya y se limpió con el pañuelo la cara sudada—, esa que nos dio tanta curiosidad la otra noche. —¿Ah, sí? —dijo el sargento—. ¿Y quién es? —La que sacaba las basuras de las madres —susurró el Pesado, mirando de reojo hacia el mostrador—, la que botaron de la misión porque ayudó a escaparse a las pupilas. El sargento se registró los bolsillos, pero sus cigarros estaban sobre la mesa. Encendió uno y chupó hondo, disparó una bocanada de humo: una mosca revoloteó con angustia dentro de la nube y escapó zumbando. —¿Y cómo averiguaste? —dijo el sargento—. ¿Te la presentaron los Nieves? 85 Mario Vargas Llosa La casa verde Haciéndose el tonto, mi sargento, el Pesado se iba a dar sus vueltecitas por la cabaña del práctico, y esa mañana la había visto, trabajando en la chacra con la mujer de Nieves: Bonifacia, así se llamaba. ¿No se habría equivocado el Pesado? Por qué iba a estar ésa con los Nieves, ¿acaso no era medio monja? No, desde que la botaron ya no era, no se ponía el uniforme y el Pesado la había reconocido ahí mismo. Un poco retaca, mi sargento, aunque tenía formas. Y debía ser jovencita, pero, sobre todo, que no les dijera nada a los otros. —¿Crees que soy un chismoso? —dijo el sargento—. Déjate de recomendaciones tontas. Paredes trajo dos copitas de anisado y permaneció junto a la mesa, mientras el sargento y el Pesado bebían. Luego limpió el tablero con un trapo y volvió al mostrador. El Oscuro, el Rubio y el Chiquito salieron de la cantina y, en la puerta, una resolana rosada encendió sus rostros, sus cuellos. La bruma había crecido y, de lejos, los guardias parecían ahora mutilados, o cristianos vadeando un río de espuma. —No te metas en líos con los Nieves que son mis amigos —dijo el sargento. ¿Y quién se iba a meter con ellos? Pero sería de locos no aprovechar la ocasión, mi sargento. Ellos eran los únicos que sabían, así que como buenos compañeros ¿no?, el Pesado le hacía el trabajito, ¿miti—miti, claro?, y se la pasaba ¿de acuerdo? Pero el sargento comenzó a toser, no le gustaban esos repartos, echaba humo por la nariz y por la boca, qué concha, por qué le iban a tocar las sobras. —¿Acaso no la vi primero, mi sargento? —dijo el Pesado—. Y averigüé quién era y todo. Pero fíjese, qué hace por aquí el teniente. Señaló hacia la plaza y por allí venía el teniente, medio cuerpo afuera de la mancha gaseosa, pestañeando bajo el sol, con camisa limpia. Cuando emergió de la bruma, tenía húmedas de vapor la mitad inferior del pantalón y las botas. —Venga conmigo, sargento —ordenó desde la escalerilla—. Don Fabio quiere vernos. —No se olvide lo que le dije, mi sargento —murmuró el Pesado. El teniente y el sargento se hundieron en la bruma hasta la cintura. El embarcadero y las cabañas bajas del contorno ya habían sido devorados por las olas de vapor, que arremetían ahora, altas y ondulantes, contra las techumbres y los barandales. En cambio, una luz diáfana abarcaba las colinas, los locales de la misión relumbraban intactos, y los árboles de troncos diluidos por la niebla, lucían sus copas limpias, y sus hojas, sus ramas y sus plateadas telarañas destellaban. —¿Subió donde las madrecitas, mi teniente? —dijo el sargento—. Les habrán dado unos azotes a las churres ¿no? —Ya las perdonaron —dijo el teniente—. Esta mañana las sacaron al río. La superiora me dijo que la enfermita estaba mejor. En la escalerilla de la cabaña del gobernador se sacudieron los pantalones mojados y frotaron sus suelas llenas de barro contra los peldaños. El cuadriculado de la tela metálica que protegía la puerta era tan diminuto que ocultaba el interior. Les abrió una aguaruna vieja y descalza, entraron y adentro hacía fresco y olía a verduras. Las ventanas estaban cerradas, el cuarto permanecía en la penumbra, y se distinguían confusamente los arcos, fotografías, pucunas y haces de flechas prendidos en las paredes. Unas mecedoras floreadas circundaban la al fombra de chamira y don Fabio había aparecido en el umbral de la pieza contigua, teniente, sargento, risueño y enjuto bajo la calva luminosa, la mano estirada: ¡había llegado la orden, figúrense! Dio una palmada al oficial en el hombro, ¿cómo estaban?, hacía gestos afables, ¿qué les parecía la noticia?, pero antes ¿un refresco?, ¿unas cervecitas?, ¿no parecía mentira? Dio una orden en aguaruna y la vieja trajo dos botellas de cerveza. El sargento apuró su vaso de un trago, el teniente pasaba el suyo de una mano a la otra y tenía los ojos errabundos y preocupados, don Fabio bebía, como un pajarito, sorbos ligerísimos. —¿Les comunicaron la orden por radio a las madres? —dijo el teniente. Sí, esta mañana, y a don Fabio le habían avisado de inmediato. don Julio decía siempre ese ministro está torpedeando la cosa, es mi peor enemigo, no saldrá nunca. Y era la pura verdad, ya veían, cambió el Ministerio y la orden vino volando. 86 Mario Vargas Llosa La casa verde —Después de tanto tiempo —dijo el sargento—. Yo hasta me había olvidado de los bandidos, gobernador. Don Fabio Cuesta sonreía siempre: tenían que partir cuanto antes para estar de regreso antes de las lluvias, no les recomendaba las crecidas del Santiago, las palisadas y los remolinos del Santiago, ¿a cuántos cristianos se habrían cargado esas crecidas? —Sólo tenemos cuatro hombres en el puesto y no es bastante —dijo el teniente—. Porque, además, tiene que quedarse un guardia aquí, cuidando la comisaría. Don Fabio guiñó un ojo con picardía, pero si el nuevo ministro era amigo de don julio, amigo. Había dado todas las facilidades y no iban a ir solos sino con soldados de la guarnición de Borja. Y ellos ya habían recibido la orden, teniente. El oficial bebió un trago, ah, y asintió sin entusiasmo: bueno, ése era otro cantar. Pero no se lo explicaba, y movía perplejamente la cabeza, ese asunto ahora era como la resurrección de Lázaro, don Fabio. Así andaban las cosas en nuestra patria, teniente, qué quería él, ese ministro demoraba y demoraba creyendo perjudicar sólo a don Julio, sin darse cuenta qué terrible daño les hacía a todos. Más valía tarde que nunca ¿no? —Pero si ya no hay denuncias contra esos ladrones, don Fabio —dijo el teniente—. Si la última fue al poco tiempo de llegar yo a Santa María de Nieva, fíjese cuánto ha pasado. ¿Y eso qué importaba, teniente? No habría denuncias por este lado, pero sí por otro, y además, esos forajidos tenían que pagar su deuda, ¿les servía más cervecita? El sargento aceptó y, nuevamente, vació su vaso de un trago: no era por eso, gobernador, sino que a lo mejor hacían un viaje de balde, qué iban a estar los rateros ahí todavía. Y si se adelantaban las lluvias, cuánto tiempo podían quedarse enterrados en el monte. Nada, nada, sargento, tenían que estar en la guarnición de Borja dentro de cuatro días, y otra cosa que el teniente debía saber: éste era un asunto que don Julio se tomaba muy a pecho. Los forajidos le habían hecho perder tiempo y paciencia, algo que él no perdonaba. ¿No decía el teniente que soñaba con salir de aquí? don Julio lo ayudaría si todo iba bien, la amistad de ese hombre valía oro, teniente, don Fabio lo sabía por experiencia. —Ah, don Fabio —sonrió el oficial—, qué bien me conoce usted. Ya puso el dedo en la llaga. —Y hasta el sargento saldrá beneficiado —replicó el gobernador, palmoteando feliz—. ¡Claro! ¿No les digo que don Julio y el nuevo ministro son amigos? Estaba bien, don Fabio, harían lo que se pudiera. Pero que les convidara otra copita, para reaccionar, la noticia los había dejado medio atontados. Acabaron las cervezas y charlaron y bromearon en la fresca y olorosa penumbra, luego el gobernador los acompañó hasta la escalerilla y desde allí les hizo adiós. La bruma lo cubría todo ahora y, entre sus velos y danzas ambiguas, las cabañas y los árboles flotaban suavemente, se oscurecían y aclaraban, y había siluetas huidizas circulando por la plaza. Una voz menuda y tristona canturreaba a lo lejos. —Primero a corretear tras las churres y ahora esto —dijo el sargento—. A mí no me hace gracia surcar el Santiago en esta época, va a ser una horrible moledera de huesos, mi teniente. ¿A quién va a dejar en el puesto? —Al Pesado, que se cansa de todo —dijo el teniente—. Te hubiera gustado quedarte ¿no? —Pero el Pesado tiene muchos años en la montaña —dijo el sargento—; eso da experiencia, mi teniente. ¿Por qué no el Chiquito, que es tan enclenque? —El Pesado —dijo el teniente—. Y no pongas esa cara. A mí tampoco me gusta esta vaina, pero ya oíste al gobernador, de repente después de este viajecito cambia la suerte y salimos de aquí. Anda a llamar a Nieves y tráete a los otros a mi casa, para hacer el plan de trabajo. El sargento quedó un momento inmóvil en la bruma, las manos en los bolsillos. Luego, cabizbajo, cruzó la plaza, pasó junto al embarcadero sumergido bajo una densa capa de vapor, se internó en la trocha y avanzó por un paisaje humoso y resbaladizo, cargado de electricidad y de graznidos. Cuando llegó frente a la cabaña del práctico, hablaba solo, sus manos estrujaban el quepí y sus polainas, su pantalón y su camisa tenían salpicaduras de barro. —Qué milagro a estas horas, sargento —Lalita se escurría los cabellos, inclinada sobre la baranda; su rostro, sus brazos y su vestido chorreaban—. Pero pase, suba, sargento. 87 Mario Vargas Llosa La casa verde se pasan la voz de un país al otro, sólo nos quedaremos un tiempito más, aquí me puedo hacer rico, todo depende de éstos y de que encuentre al Aquilino, es el hombre que nos hace falta, ven y te explico y ella qué has hecho, Fushía, Dios santo. Y él por aquí no vendrá nadie y cuando salgamos se habrán olvidado de mí y además tendremos plata para taparle la boca a cualquiera. Y ella Fushía, Fushía, y él tengo que encontrar al Aquilino y ella por qué la hundiste, no quiero morirme en el monte, y él so cojuda, había que borrar las huellas. Y un día partieron en una canoa, con dos remeros huambisas, en dirección al Santiago. Los escoltaban jejenes, lluvias de zancudos, el canto ronco de los trompeteros y en las noches, a pesar del fuego y de las mantas, los murciélagos planeaban sobre sus cuerpos y mordían en lugares blandos: los dedos del pie, la nariz, la base del cráneo. Y él nada de acercarse al río, por aquí hay soldados. Surcaban caños angostos, oscuros, bajo bóvedas de follaje hirsuto, lodazales pútridos, a veces lagunas erizadas de renacos, y también trochas que abrían los huambisas a machetazos, llevando la canoa al hombro. Comían lo que encontraban, raíces, tallos de jugo ácido, cocimientos de yerbas y un día cazaron una sachavaca, carne para una semana. Y ella no llego Fushía, ya no tengo piernas, me arañé la cara, y él falta poco. Hasta que apareció el Santiago y allí comieron chitaris que capturaban bajo las piedras del río y cocinaban al humo, y un armadillo cazado por los huambisas, y él ¿viste que llegamos, Lalita?, ésta es buena tierra, hay comida y todo está saliendo y ella me arde la cara, Fushía, te juro que ya no puedo. Hicieron campamento un día y después siguieron, Santiago arriba, deteniéndose a dormir y a comer en poblados huambisas de dos, tres familias. Y, una semana más tarde, abandonaron el río y durante horas navegaron por un caño estrecho donde no entraba el sol y tan bajo que sus cabezas tocaban el bosque. Salieron y él Lalita, la isla, mírala, el mejor sitio que existe, entre el monte y los pantanos, y antes de desembarcar hizo que los huambisas dieran vueltas por todo el contorno y ella ¿vamos a vivir aquí? Y él está oculta, en todas las orillas hay bosque alto, esa punta está bien para el embarcadero. Desembarcaron y los huambisas revolvían los ojos, mostraban los puños, gruñían y Lalita qué les pasa, Fushía, de qué están rabiosos y él miedosos de porquería, quieren regresar, se han asustado de las lupunas. Porque en lo alto del barranco y a lo largo de toda la isla, como una compacta y altísima valla, había lupunas de troncos ásperos, hinchados de jorobas y grandes aletas rugosas que les servían de asiento. Y ella no los grites tanto, Fushía, van a enojarse. Estuvieron discutiendo, gruñéndose y gesticulando y por fin los convenció y entraron tras ellos a la maleza que cubría la isla. Y él ¿oyes Lalita?, está llena de pájaros, hay guacamayos, ¿no sientes?, y cuando hallaron un huacanhuí comiéndose una culebrita negra los huambisas chillaron y él perros miedosos y ella estás loco, si todo es bosque, Fushía, cómo vamos a vivir aquí, y él ¿crees que no pienso en todo?, aquí viví con Aquilino y aquí viviré de nuevo y aquí me haré rico, verás cómo cumplo. Regresaron al barranco, ella bajó a la canoa y él y los huambisas se internaron nuevamente y de repente por encima de las lupunas su bió una columna de humo plomizo y comenzó a oler a quemado. Él y los huambisas volvieron corriendo, saltaron a la canoa, cruzaron la cocha y acamparon en la otra orilla, junto a la boca del caño. Y él cuando termine la quema habrá un claro grande, Lalita, que no llueva, y ella que no haya viento Fushía, que no se venga el fuego hasta aquí y se prenda el bosque. No llovió y el fuego duró casi dos días y ellos permanecieron en el mismo sitio, recibiendo el humo espeso, hediondo, de las lupunas y catahuas, las cenizas que iban y venían por el aire, mirando las llamas azules, filudas, las chispas que se estrellaban chasqueando en la cocha, oyendo cómo crujía la isla. Y él ya está, se quemaron los diablos, y ella no los provoques, son sus creencias, y él no me entienden y además se están riendo, los curé para siempre del miedo a las lupunas. El fuego iba limpiando la isla y despoblándola: de entre la humareda salían bandadas de pájaros y en las orillas aparecían maquisapas, frailecillos, shimbillos, pelejos que chillando saltaban a los troncos y ramas flotantes; los huambisas entraban al agua, los cogían a montones, les abrían la cabeza a machetazos y él qué banquete se están dando, Lalita, ya se les pasó la furia y ella yo también quiero comer, aunque sea carne de mono, tengo hambre. Y cuando volvieron a la isla había varios claros, pero el barranco seguía intacto y en muchos lugares sobrevivían reductos de bosque cerrado. Comenzaron el desmonte, todo el día lanzaban a la cocha troncos muertos, aves carbonizadas, culebras, y él dime que estás contenta y ella estoy, Fushía, y él ¿crees en mí? Y ella sí. Y luego quedó un sector de tierra plana y los huambisas cortaron árboles y unieron las rajas de madera con bejucos y él fíjate, Lalita, es como una casa y ella no tanto pero mejor que dormir en el monte. Y a la mañana siguiente, cuando despertaron, un páucar hacía su nido delante de la cabaña, sus plumas negras y amarillas relucían entre la hojarasca y él buena suerte, Lalita, ese pájaro es sociable, si vino es porque sabe que aquí nos quedamos. 90 Mario Vargas Llosa La casa verde Y ese mismo sábado unos vecinos recuperaron el cadáver y, envuelto en una sábana, lo llevaron al rancho de la lavandera. El velorio congregó a muchos hombres y mujeres de la Gallinacera en el solar de Juana Baura y ésta lloró toda la noche, una y otra vez besó las manos, los ojos, los pies de la muerta. Al amanecer unas mujeres sacaron a Juana de la habitación y el padre García ayudó a instalar los restos en el ataúd comprado por colecta popular. Ese domingo el padre García ofició la misa en la capilla del Mercado, y encabezó el cortejo fúnebre, y del cementerio regresó a la Gallinacera junto a Juana Baura: los vecinos lo vieron cruzar la plaza de Armas rodeado de mujeres, pálido, los ojos fulminantes, los puños crispados. Mendigos, lustrabotas, vagabundos se sumaron al cortejo y al llegar al Mercado éste ocupaba todo el ancho de la calle. Allí, subido en una banca, el padre García comenzó a vociferar y, en el contorno, se abrían puertas, las placeras abandonaban sus puestos para oírlo y a dos municipales que trataban de despejar el lugar los insultaron y los apedrearon. Los gritos del padre García se oían en el camal y, en La Estrella del Norte, los forasteros callaron, sorprendidos: ¿de dónde venía ese rumor, adónde iban tantas mujeres? Secreta, femenina, pertinaz corría una voz por la ciudad y, mientras tanto, bajo un cielo de turbios gallinazos, el padre García seguía hablando. Vez que callaba, se oía chillar a Juana Baura, arrodillada a sus pies. Entonces las mujeres comenzaron a agitarse sordamente, a murmurar. Y cuando llegaron los guardias con sus varas de la ley, un mar embravecido les salió al paso, el padre García a la cabeza, iracundo, un crucifijo en la mano derecha, y cuando quisieron cerrar el camino a las mujeres, hubo lluvia de piedras, amenazas: los guardias retrocedían, se refugiaban en las casas, otros caían y el mar los embestía, sumergía, dejaba atrás. Así entraron las enfurecidas olas a la plaza de Armas, rugientes, encrespadas, armadas de palos y de piedras y, a su paso, caían las tranqueras de las puertas, se cerraban los postigos, los principales se precipitaban a la catedral y los forasteros, guarecidos en los pórticos, presenciaban atónitos el avance del torrente. ¿Había forcejeado con los guardias el padre García? ¿Lo habían agredido? Su sotana desgarrada mostraba un pecho flaco y lechoso, unos largos brazos huesudos. Llevaba siempre el crucifijo en alto y daba roncas voces. Y así pasó el torrente por La Estrella del Norte, salpicó piedras y los cristales de la cantina volaron en pedazos, y cuando las mujeres entraron al Viejo Puente, el añoso esqueleto crujió, se bamboleó como un beodo y, al franquear el Río Bar y pisar Castilla, muchas mujeres tenían ya antorchas en las manos, corrían y de las bocas de las chicherías salían gentes, más rugidos, más antorchas. Llegaron al arenal y creció una polvareda, un gigantesco trompo ingrávido, dorado, y en el corazón de la espiral se divisaban rostros de mujeres, puños, llamas. Replegada bajo la nívea, cegadora claridad del mediodía, cerradas sus puertas y sus ventanas, la Casa Verde parecía una mansión desierta. Los muros vegetales centellaban dulcemente en la resolana, se esfumaban en las esquinas con una especie de timidez y, como en un venado herido, en la quietud del local había algo inde fenso, dócil, temeroso, ante la multitud que se acercaba. El padre García y las mujeres llegaron a las puertas, el griterío cesó y hubo una súbita inmovilidad. Pero entonces se escucharon los chillidos y, al igual que las hormigas desertan sus laberintos cuando el río los anega, surgieron las habitantas, empujándose y aullando, pintarrajeadas, a medio vestir, y la palabra del padre García se elevó, tronó sobre el mar y, entre las olas y los tumbos, tentáculos innumerables se alargaban, atrapaban a las habitantas, las derribaban y en el suelo las golpeaban. Y, luego, el padre García y las mujeres inundaron la Casa Verde, la colmaron en unos segundos y, desde el interior, provenía un estruendo de destrucción: estallaban vasos, botellas, se quebraban mesas, se rasgaban sábanas, cortinas. Desde el primer piso, el segundo y el torreón, comenzó un minucioso diluvio doméstico. Por el aire calcinado volaban macetas, bacinicas, lavadores desportillados y bateas, platos, colchones despanzurrados, cosméticos y una salva de vítores saludaba cada proyectil que describía una parábola y se clavaba en el arenal. Ya muchos curiosos, y aun mujeres, se disputaban los objetos y las prendas y había encontrones, disputas, violentísimos diálogos. En medio del desorden, magulladas, sin voz, temblando todavía, las habitantas se ponían de pie, caían unas en brazos de otras, lloraban y se consolaban. La Casa Verde ardía: púrpuras, agudas, dislocadas se veían las llamas dentro del humo ceniciento que ascendía hacia el cielo piurano en lentos remolinos. La muchedumbre comenzó a retroceder, los gritos fueron amainando; por las puertas de la Casa Verde, las invasoras y el padre García abandonaban el local a la carrera, sacudidos de tos, llorando de humo. 91 Mario Vargas Llosa La casa verde Desde la baranda del Viejo Puente, el Malecón, las torres de las iglesias, los techos y balcones, racimos de personas contemplaban el incendio: una hidra de cabezas encarnadas y celestes crepitando bajo un toldo negruzco. Sólo cuando el esbelto torreón se desplomó y hacía rato que, impulsados por una brisa ligera, llovían sobre el río carbones, astillas y cenizas, aparecieron los guardias y municipales. Se mezclaron con las mujeres, impotentes y tardíos, confusos y fascinados como los demás por el espectáculo del fuego. Y, de repente, hubo codazos, movimientos, mujeres y mendigos susurraban, decían «ya viene, ahí viene». Venía por el Viejo Puente: gallinazas y curiosos se volvían a mirarlo, se apartaban de su camino, nadie lo detenía y él avanzaba, rígido, los cabellos alborotados, la cara sucia, increíblemente espantados los ojos, la boca trémula. Lo habían visto la víspera, bebiendo en una chichería mangache en la que apareció al atardecer, el arpa bajo el brazo, lloroso y lívido. Y allí pasó la noche, canturreando entre hipos. Los mangaches se le acercaban, «cómo ha sido, don Anselmo?, ¿qué ha pasado?, ¿cierto que usted se vivía con la Antonia? ¿que la tenía en la Casa Verde? ¿Cierto que ha muerto?». Él gemía, se quejaba y por fin rodó al suelo, borracho. Durmió y al despertar pidió más trago, siguió bebiendo, pellizcando el arpa, y así estaba cuando un churre entró a la chichería: «¡La Casa Verde, don Anselmo! ¡Se la están quemando! ¡Las gallinazas y el padre García, don Anselmo!». En el Malecón, unos hombres y mujeres le salieron al encuentro, «tú te robaste a la Antonia, tú la mataste», y le desgarraron la ropa y cuando huía le lanzaron piedras. Sólo en el Viejo Puente comenzó a gritar y a implorar y la gente es un cuento, tiene miedo de que la linchen, pero él seguía clamando y las asustadas habitantas con la cabeza que sí, que era cierto, que a lo mejor estaba adentro. Él se había hincado en el arenal, suplicaba, ponía de testigo al cielo y, entonces, brotó una especie de malestar entre la gente, los guardias y municipales interrogaban a las gallinazas, surgían voces contradictorias, ¿y si era cierto?, que fueran a ver, que se movieran, que llamaran al doctor Zevallos. Envueltos en crudos mojados, unos mangaches se zambulleron en el humo y emergieron instantes después, sofocados, derrotados, no se podía entrar, era el infierno ahí dentro. Hombres, mujeres, hostigaban al padre García, ¿y si era verdad?, padre, padre, Dios lo castigaría. Él miraba a unos y a otros como ensimismado, don Anselmo se debatía entre los guardias, que le dieran un crudo, él entraría, que se apiadaran. Y cuando apareció Angélica Mercedes y todos comprobaron que era cierto, que allí estaba, indemne, en los brazos de la cocinera, y vieron cómo el arpista se emocionaba, agradecía al cielo, y besaba las manos de Angélica Mercedes, muchas mujeres se enternecieron. En alta voz compadecían a la criatura, consolaban al arpista, o se encolerizaban contra el padre García y le hacían reproches. Estupefacta, aliviada, conmovida, la muchedumbre rodeaba a don Anselmo, y nadie, ni las habitantas, ni las gallinazas, ni los mangaches miraban ya la Casa Verde, la hoguera que la consumía y que ahora la puntual lluvia de arena comenzaba a apagar, a devolver al desierto donde había, fugazmente, existido. Los inconquistables entraron como siempre: abriendo la puerta de un patadón y cantando el himno: eran los inconquistables, no sabían trabajar, sólo chupar, sólo timbear, eran los inconquistables y ahora iban a culear. —Sólo te puedo contar lo que se oyó esa noche, muchacha —dijo el arpista—; te habrás dado cuenta que casi no veo. Eso me libró de la policía, a mí me dejaron tranquilo. —Ya está caliente la leche —dijo la Chunga, desde el mostrador—. Ayúdame, Selvática. La Selvática se levantó de la mesa de los músicos, fue hacia el bar y ella y la Chunga trajeron una jarra de leche, pan, café en polvo y azúcar. Las luces del salón estaban encendidas aún, pero el día entraba ya por las ventanas, caliente, claro. —La muchacha no sabe cómo fue, Chunga —dijo el arpista, bebiendo su leche a sorbitos —. Josefino no le contó. —Le pregunto y cambia de conversación —dijo la Selvática—. Por qué te interesa tanto, dice, no sigas que me da celos. —Además de sinvergüenza, hipócrita y cínico —dijo la Chunga. —Sólo había dos clientes cuando entraron —dijo el Bolas—. En esa mesa. Uno de ellos era Seminario. 92 Mario Vargas Llosa La casa verde —Todos lo quieren mucho a usted, don Anselmo —dijo la Selvática—. Yo también, me hace acordar de un viejecito de mi tierra que se llamaba Aquilino. —Tan generosos, tan simpáticos —dijo el arpista—. Me llevaron a su mesa y me ofrecieron una cervecita. Estaba transpirando. Josefino le puso un vaso en la mano, él se lo tomó de una vuelta y quedó boqueando. Luego, con su pañuelo de colores, se limpió la frente, las tupidas cejas blancas y se sonó. —Un favor de amigos, viejo —dijo el Mono—. Cuéntenos lo del incendio. La mano del arpista buscó el vaso y, en vez del suyo, atrapó el del Mono; lo vació de un trago. De qué hablaban, cuál incendio, y volvió a sonarse. —Yo estaba churre y vi las llamas desde el Malecón. Y a la gente corriendo con crudos y baldes de agua —dijo Josefino—. ¿Por qué no nos cuenta, arpista? Qué le hace, después de tanto tiempo. —No hubo ningún incendio, ninguna Casa Verde —afirmaba el arpista—. Invenciones de la gente, muchachos. —¿Por qué se hace la burla de nosotros? —dijo el Mono—. Anímese, arpista, cuéntenos siquiera un poquito. Don Anselmo se llevó dos dedos a la boca y simuló fumar. El joven le alcanzó un cigarrillo y el Bolas se lo encendió. La Chunga había apagado las luces del salón y el sol entraba en el local a chorros, por las ventanas y las rendijas. Había llagas amarillas en las paredes y en el suelo, la calamina del techo reverberaba. Los inconquistables insistían, ¿cierto que se chamuscaron unas habitantas?, ¿de veras fueron las gallinazas las que la incendiaron?, ¿él estaba adentro?, ¿lo hizo el padre García por pura maldad o por cosas de la religión?, ¿cierto que doña Angélica salvó a la Chunguita de morir quemada? —Pura fábula —aseguraba el arpista—, tonterías de la gente para hacer rabiar al padre García. Deberían dejarlo en paz, al pobre viejo. Y ahora tengo que trabajar, muchachos, con permiso. Se levantó y, a pasitos cortos, las manos adelante, regresó al rincón de la orquesta. —¿Ven? Se hace el cojudo, como siempre —dijo Josefino—. Yo sabía que era por gusto. —A esa edad se les ablanda el cerebro —dijo el Mono—, a lo mejor se ha olvidado de todo. Habría que preguntarle al padre García. Pero quién se atreve. Y en eso se abrió la puerta y entró la ronda. —Esos conchudos —murmuró la Chunga—. Venían a gorrearme trago. —La ronda, es decir Lituma y dos cachacos más, Selvática —dijo el Bolas—. Caían por acá todas las noches. Bajo la sombra curva de los plátanos, Bonifacia se enderezó y miró hacia el pueblo: hombres y mujeres cruzaban la plaza de Santa María de Nieva a la carrera, agitando las manos muy excitadas en dirección al embarcadero. Se inclinó de nuevo sobre los surcos rectilíneos pero, un momento después, volvió a empinarse: la gente fluía sin tregua, alborotada. Espió la cabaña de los Nieves; Lalita seguía canturreando en el interior, una serpentina de humo gris escapaba por entre las cañas del tabique, aún no aparecía en el horizonte la lancha del práctico. Bonifacia contorneó la cabaña, invadió los matorrales de la orilla y, el agua en los tobillos, avanzó hacia el pueblo. Las copas de los árboles se confundían con las nubes, los troncos con las lenguas ocres de las riberas. Había comenzado la creciente; el río arrastraba corrientes parásitas, de aguas más rubias o más morenas, y también arbustos, flores degolladas, líquenes y formas que podían ser pedruzcos, caca o roedores muertos. Mirando a todos lados, despacio, cautelosamente como un rastreador recorrió un bosquecillo de juncos y, al vencer un recodo, divisó el embarcadero: la gente estaba inmóvil entre las estacas y las canoas y había una balsa detenida a unos metros del muelle flotante. El crepúsculo azulaba las itípak y los rostros de las aguarunas y había también hombres, los pantalones remangados hasta las rodillas, el torso desnudo. Podía ver el cordel que cedía o se estiraba con el vaivén de la balsa del recién llegado, el pilote de la proa y, muy nítida, la choza armada en la popa. Una bandada de garzas sobrevoló el bosquecillo y Bonifacia oyó, muy próximo, el batir de las alas, alzó la cabeza y vio los cuellos finos, albos, los cuerpos rosados alejándose. Entonces siguió avanzando, pero muy inclinada y ya no por la orilla sino internada en la maleza, arañándose los brazos, la cara y las piernas con los filos de las hojas, las espinas y las lianas 95 Mario Vargas Llosa La casa verde ásperas, entre zumbidos, sintiendo viscosas caricias en los pies. Casi donde cesaba el bosque, a poca distancia de la gente aglomerada, se detuvo y se puso en cuclillas: la vegetación se cerró sobre ella y ahora podía verlo a través de una complicada geometría verde de rombos, cubos y ángulos inverosímiles. El viejo no se daba ninguna prisa; muy calmado iba y venía por la balsa, acomodando con minuciosa exactitud los cajones y la mercadería ante los espectadores que cuchicheaban y hacían gestos de impaciencia. El viejo entraba a la choza y volvía con un género, unos zapatos, una sarta de collares de chaquira y, serio, cuidadoso, maniático, los ordenaba sobre los cajones. Era muy delgado, cuando el viento hinchaba su camisa parecía un jorobado pero, de pronto, la pechera y la espalda se hundían casi hasta tocarse y revelaban su verdadera silueta, fina, angostísima. Llevaba un pantalón corto y Bonifacia veía sus piernas, flacas como sus brazos, su rostro de piel quemada y casi tinta, y la fantástica, sedosa cabellera blanca que ondulaba sobre sus hombros. El viejo estuvo un buen rato todavía trayendo utensilios domésticos y adornos multicolores, apilando ceremoniosamente telas estampadas. El cuchicheo crecía cada vez que el viejo sacaba algo de la choza y Bonifacia podía ver el arrobo de las paganas y de las cristianas, sus fascinadas, codiciosas ojeadas a las mostacillas, peinetas, espejitos, pulseras y talcos, y los ojos de los hombres fijos en las botellas alineadas en el canto de la balsa, junto a latas de conservas, cinturones y machetes. El viejo consideró su obra un momento, se volvió hacia la gente y ésta corrió en tumulto, chapoteó en torno a la embarcación. Pero el viejo agitó su melena blanca y los contuvo a manazos. Blandiendo su pértiga como una lanza, los obligó a retroceder, a subir en orden. La primera fue la mujer de Paredes. Gorda, torpe, no conseguía trepar a bordo, el viejo tuvo que ayudarla y ella estuvo tocándolo todo, olfateando los frascos, manoseando nerviosamente las telas y jabones, y la gente murmuró y protestó hasta que ella regresó al embarcadero, el agua a la cintura, sosteniendo en alto un vestido floreado, un collar, unos zapatos blancos. Así fueron subiendo a la balsa, una tras otra, las mujeres. Algunas eran lentas y desconfiadas para elegir, otras porfiaban interminablemente por el precio y había quienes lloriqueaban o amenazaban pidiendo rebajas. Pero todas venían de la balsa con algo en las manos, algunos cristianos con costales repletos de provisiones y algunas paganas con apenas una bolsita de mostacillas para ensartar. Cuando el embarcadero quedó desierto, anochecía: Bonifacia se incorporó. El Nieva estaba en plena llena, olitas crespas y canosas corrían bajo el ramaje y morían junto a sus rodillas. Tenía el cuerpo manchado de tierra, yerbas prendidas a los cabellos y al vestido. El viejo guardaba la mercadería, metódico y preciso disponía los cajones en la proa y, sobre Santa María de Nieva, el cielo era una constelación de alquitrán y ojos de búho, pero al otro lado del Marañón, sobre la ciudadela sombría del horizonte, una franja azul resistía aún a la noche y la luna despuntaba tras los locales de la misión. El cuerpo del viejo era una escuálida mancha, en la penumbra su cabellera destellaba plateada como un pez. Bonifacia miró hacia el pueblo: había luces en la Gobernación, donde Paredes, y unos mecheros titilaban sobre las colinas, en las ventanas de la residencia. La oscuridad se iba tragando a bocados lentos las cabañas de la plaza, las capironas, el sendero escarpado. Bonifacia abandonó su refugio y corrió agazapada hacia el embarcadero. El fango de la orilla estaba blando y caliente, el agua del remanso parecía inmóvil y ella la sintió subir por su cuerpo y sólo a unos metros de la ribera comenzaba la corriente, una templada fuerza obstinada que la obligó a bracear para no desviarse. El agua le llegaba a la barbilla cuando se cogió a la balsa y vio el pantalón blanco del viejo, el ruedo de su cabellera: era tarde, que volviera mañana. Bonifacia se izó un poco sobre la borda, apoyó en ella los codos y el viejo, inclinado hacia el río, la escudriñó: ¿hablaba cristiano?, ¿entendía? —Sí, don Aquilino —dijo Bonifacia—. Tenga buenas noches. —Es hora de dormir —dijo el viejo—. Ya se cerró la tienda, regresa mañana. —Sea bueno —dijo Bonifacia—. ¿Me deja subir un ratito? —Le has sacado la plata a tu marido a escondidas y por eso vienes a esta hora —dijo el viejo—. ¿Y si él me reclama mañana? Escupió al agua y se rió. Estaba en cuclillas, sus cabellos caían espumosos y libres en torno a su rostro y Bonifacia veía su frente oscura, limpia de arrugas, sus ojos como dos animalitos ardientes. —Qué me importa —dijo el viejo—, yo sólo hago mi negocio. Anda, sube. Alargó una mano, pero Bonifacia había subido ya, elásticamente, y, sobre la cubierta, se escurría el vestido y se restregaba los brazos. ¿Collares? ¿Zapatos? ¿Cuánta plata tenía? Bonifacia comenzó a sonreír con timidez, ¿no necesitaba un trabajito, don Aquilino?, y sus ojos observaban la boca del viejo con 96 Mario Vargas Llosa La casa verde ansiedad, ¿que le hicieran la comida mientras se quedaba en Santa María de Nieva?, ¿que le fueran a recoger fruta?, ¿que le limpiaran la balsa no necesitaba? El viejo se acercó a ella, ¿de dónde la conocía?, y la examinó de arriba abajo: ¿la había visto antes, no es cierto? —Quisiera una telita —dijo Bonifacia y se mordió los labios. Señaló la choza y, un instante, sus ojos se iluminaron—. Esa amarilla que guardó al último. Se la pago con un trabajito, usted me dice cuál y yo se lo hago. —Nada de trabajitos —dijo el viejo—. ¿No tienes plata? —Para un vestido —susurró Bonifacia, suave y tenaz—. ¿Le traigo fruta? ¿Prefiere que le sale el pescado? Y rezaré para que no le pase nada en sus viajes, don Aquilino. —No necesito rezos —dijo el viejo; la miró muy de cerca y, de pronto, chasqueó los dedos—. Ah, ya te reconocí. —Voy a casarme, no sea malo —dijo Bonifacia—. Con esa telita me haré un vestido, yo sé coser. —¿Por qué no estás vestida de monja? —dijo don Aquilino. Ya no vivo donde las madres —dijo Bonifacia—. Me botaron de la misión y ahora voy a casarme. Déme esta telita y le hago un trabajito y la próxima vez que venga se la pago en soles, don Aquilino. El viejo puso una mano en el hombro de Bonifacia, la hizo retroceder para que el resplandor de la luna le diera en la cara, calmadamente examinó los ojos verdes anhelantes, el menudo cuerpo que goteaba: ya era mujer. ¿La habían botado las madrecitas porque se enredó con un cristiano? ¿Con ése con el que iba a casarse? No, don Aquilino, se había enredado después y nadie sabía en el pueblo dónde estaba, ¿y dónde estaba?, la habían recogido los Nieves, ¿le hacía ese trabajito, por fin? —¿Estás viviendo con Adrián y Lalita? —dijo don Aquilino. —Ellos me presentaron al que va a ser mi marido —dijo Bonifacia—. Han sido muy buenos conmigo, como mis padres han sido. —Yo voy ahora donde los Nieves —dijo el viejo—. Ven conmigo. —¿Y la telita? —dijo Bonifacia—. No se haga rogar tanto, don Aquilino. El viejo saltó al agua sin ruido, Bonifacia vio flotar la cabellera hacia el embarcadero, la vio regresar. Don Aquilino trepó con el cordel sobre el hombro, lo enrolló y con la pértiga impulsó la balsa río arriba, pegada a la orilla. Bonifacia levantó la otra pértiga y, de pie en la borda opuesta, imitó al viejo que hundía y sacaba el madero diestramente, sin esfuerzo. A la altura del bosquecillo de juncos, la corriente era más fuerte y don Aquilino tuvo que maniobrar para que la embarcación no se apartara de la orilla. —Don Adrián salió de pesca temprano, pero ya habrá vuelto —dijo Bonifacia—. Lo invitaré al matrimonio, don Aquilino, pero me dará la telita ¿no? Voy a casarme con el sargento, ¿usted lo conoce? —¿Con un cachaco? Entonces no te la doy dijo el viejo. —No hable así, él es un cristiano de buen corazón —dijo Bonifacia—. Pregúnteles a los Nieves, ellos son amigos del sargento. Unos mecheros ardían en la cabaña del práctico y se divisaban siluetas junto a la baranda. La balsa atracó frente a la escalerilla, hubo voces de bienvenida, y Adrián Nieves entró al agua para coger el cordel y sujetarlo a un horcón. Trepó luego a la balsa y él y don Aquilino se abrazaron y después el viejo subió a la terraza y Bonifacia lo vio tomar a Lalita de la cintura y ofrecerle el rostro, y vio que ella lo besaba muchas veces en la frente, ¿había hecho buen viaje?, en las mejillas, y los tres chiquillos se habían prendido de las piernas del viejo, chillando, y él les acariciaba las cabezas, algunas lluviecitas, sí, se habían adelantado este año las bandidas. —Ahí estabas tú —dijo Lalita—. Te buscamos por todas partes, Bonifacia. Le diré al sargento que fuiste al pueblo y viste hombres. —Nadie me ha visto —dijo Bonifacia—. Sólo don Aquilino. —No importa, se lo diremos para darle celos —rió Lalita. —Vino a ver los géneros —dijo el viejo; había cargado al menor de los chiquillos y los dos se revolvían los cabellos—. Estoy cansado, me tuvieron trabajando todo el día. 97
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