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actividad la casa de muñecas, Ejercicios de Lengua y Literatura

actividad para aplicar acerca de la lectura la casa de muñecas

Tipo: Ejercicios

2020/2021

Subido el 04/06/2021

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¡Descarga actividad la casa de muñecas y más Ejercicios en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! La casa de muñecas Henrik Ibsen O br a re pr od uc id a si n re sp on sa bi lid ad e di to ri al Advertencia de Luarna Ediciones Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. Luarna lo presenta aquí como un obsequio a sus clientes, dejando claro que: 1) La edición no está supervisada por nuestro departamento editorial, de for- ma que no nos responsabilizamos de la fidelidad del contenido del mismo. 2) Luarna sólo ha adaptado la obra para que pueda ser fácilmente visible en los habituales readers de seis pulgadas. 3) A todos los efectos no debe considerarse como un libro editado por Luarna. www.luarna.com sala tarareando alegremente, vestida de calle y car- gada de paquetes, que deja sobre la mesita de la dere- cha. Por la puerta abierta de la antesala, se ve un Mozo con un árbol de Navidad y un cesto, todo lo cual entrega a la doncella que ha abierto. NORA. Esconde bien el árbol, Elena. No deben verlo los niños de ninguna manera hasta esta noche, cuando esté arreglado. (Dirigiéndose al Mozo, mientras saca el portamonedas.) ¿Cuánto es? EL Mozo. Cincuenta ore (2)..1 NORA. Tenga: una corona. No, no; quédese con la vuelta. (El Mozo da las gracias y se va. NORA cie- rra la puerta. Continúa sonriendo mientras se quita el abrigo y el sombrero. Luego saca del bolsillo un (1) En Noruega está bastante extendido el uso de estas estu- fas, llamadas suecas, con un metro de diámetro y dos de altura. (2) Cincuenta céntimos. cucurucho de almendras y come un par de ellas. Después se acerca cautelosamente a la puerta del despacho de su marido.) Sí, está en casa. (Se pone a tararear otra vez según se dirige a la mesita de la derecha.) HELMER. (Desde su despacho.) ¿Es mi alondra la que está gorjeando ahí fue- ra? NORA. (A tiempo que abre unos paquetes.) Sí, es ella. HELMER. ¿Es mi ardilla la que está enredando? NORA. ¡Sí! HELMER. ¿Hace mucho que ha llegado mi ardilla? NORA. Ahora mismo. (Guarda el cucurucho en el bol- sillo y se limpia la boca.) Ven aquí, mira lo que he comprado. HELMER. ¡No me interrumpas por el momento! (Al po- co rato abre la puerta y se asoma con la pluma en la mano.) ¿Has dicho comprado? ¿Todo eso? ¿Aún se ha atrevido el pajarito cantor a tirar el dine- ro? NORA. Torvaldo, este año podemos excedernos un poco. Es la primera Navidad que no tenemos que andar con apuros. HELMER. Sí, sí, aunque tampoco podemos derrochar, ¿sabes? NORA. Un poquito sí que podremos, ¿verdad? Un poquitín, nada más. Ahora que vas a tener un buen sueldo, y a ganar muchísimo dinero... HELMER. Sí, a partir de Año Nuevo. Pero habrá de pa- sar un trimestre antes que cobre nada. NORA. ¿Y qué importa eso? Entre tanto, podemos pedir prestado. NORA. (Contando.) Diez, veinte, treinta, cuarenta... ¡Muchas gracias, Torvaldo! Con esto tengo para bastante tiempo. HELMER. Así lo espero. NORA. Sí, sí; ya verás. Pero ven ya, porque voy a enseñarte todo lo que he comprado. Y además, baratísimo. Fíjate... aquí hay un sable y un traje nuevo, para Ivar; aquí, un caballo y una trom- peta, para Bob, y aquí, una muñeca con su ca- mita, para Emmy. Es de lo más ordinario: como en seguida lo rompe... Mira: aquí, unos cortes de vestidos y pañuelos, para las muchachas. La vieja Ana María se merecía mucho más... HELMER. Y en ese paquete, ¿qué hay? NORA. (Gritando.) ¡No, eso no, Torvaldo! ¡No lo verás hasta es- ta noche! HELMER. Conforme. Pero ahora dime, manirrota: ¿has deseado algo para ti? NORA. ¿Para mí? ¡Qué importa! Yo no quiero nada. HELMER. ¡No faltaba más! Anda, dime algo que te apetezca, algo razonable. NORA. No sé... francamente. Aunque sí... HELMER. ¿Qué? NORA. (Juguetea con los botones de la chaqueta de su marido, sin mirarle.) Si insistes en regalarme algo, podrías... Po- drías... HELMER. Vamos, dilo. NORA. (De un tirón.) Podrías darme dinero, Torvaldo. Nada, lo que buenamente quieras, y un día de éstos compraré una cosa. HELMER. Pero, Nora... NORA. Sí, Torvaldo; oye, vas a hacerme ese favor. Colgaré del árbol dinero envuelto en un papel dorado, ¿te parece bien? HELMER. ¿Cómo se llama ese pájaro que siempre está despilfarrando? NORA. Ya, ya; el estornino; lo sé. Pero vamos a hacer lo que te he dicho, ¿eh, Torvaldo? Así tendré tiempo de pensar lo que necesite antes. ¿No crees que es lo más acertado? HELMER. (Sonriendo) Por supuesto, si verdaderamente guardaras el dinero que te doy y compraras algo para ti. Pero luego resulta que vas a gastártelo en la casa o en cualquier cosa inútil, y después ten- dré que desembolsar otra vez... HELMER. ¡Qué idea, Torvaldo!... HELMER. Querida Nora: no puedes negarlo. (Rodeándo- le la cintura.) El estornino es encantador, pero No, no; ni por asomo. HELMER. ¿Ni siquiera habrá roído un par de almen- dras? NORA. Que no, Torvaldo, que no; puedes creerme. HELMER. Pero, mujer, si te lo digo en broma. NORA. (Aproximándose a la mesa de la derecha.) Comprenderás que no iba a arriesgarme a hacer nada que te disgustara. HELMER. No, ya lo sé. Además, ¿no me lo has prome- tido?... (Acercándose a ella.) Puedes guardarte tus secretos de Navidad. Esta noche, cuando se encienda el árbol, supongo que nos enterare- mos de todo. NORA. ¿Te has acordado de invitar al doctor Rank? HELMER. No, ni es necesario. De sobra sabe que cena- rá con nosotros; está descontado. De todos mo- dos, le invitaré ahora por la mañana cuando venga. He encargado buen vino. Nora, no pue- des formarte idea de la ilusión que tengo por esta noche. NORA. Yo también. ¡Cómo se van a divertir los ni- ños, Torvaldo! HELMER. ¡Ah, qué alegría pensar que estamos en una posición sólida con un buen sueldo...! ¿No es ya una dicha el mero hecho de pensar en ello? NORA. ¡Oh, sí! ¡Parece un sueño! HELMER. ¿Te acuerdas de la última Navidad? Durante tres semanas te encerrabas todas las noches hasta después de las doce, haciendo flores y otros mil prodigios para el árbol. ¡Uf! fue la temporada más aburrida que he pasado. NORA. ¡Entonces sí que no me aburría yo! HELMER. (Sonriente.) Pero el resultado fue bastante lamentable, Nora. NORA. ¡Oh! no dejas de hacerme burla con lo mis- mo. ¿Qué culpa tengo yo de que el gato entrase y destrozara todo? HELMER. No, claro que no, querida Nora. Ponías el mayor empeño en alegrarnos a todos, que es lo principal. Pero, en suma, más vale que hayan pasado los malos tiempos. NORA. Es verdad; casi me parece una pesadilla. HELMER. Ahora ya no hace falta que me quede aquí solo y aburrido, y tú no tendrás que atormentar más tus queridos ojos y tus lindas manilas. NORA. (Palmoteo.) ¿Verdad que no, Torvaldo? Ya no hace falta. ¡Qué alegría me da oírtelo! (Cogiéndole del brazo.) Te voy a decir cómo he pensado que vamos a arreglarnos en cuanto mejor es que te sientes en el sillón. Yo me siento en la mecedora. (Cogiéndole las manos.) ¿Ves? Ya tienes tu cara de antes; era sólo en el primer momento... De todos modos, estás algo más pálida, Cristina... y quizá un poco más delgada. SEÑORA LINDE. Y muchísimo más vieja, No- ra. NORA. Acaso un poco más madura..., un poquito, no mucho. (Se para, repentinamente seria.) ¡Qué distraída soy! ¡Sentada aquí, cotorreando! Mi buena Cristina, ¿puedes perdonarme? SEÑORA LINDE. ¿Qué quieres decir, Nora? NORA. (Bajando la voz.) ¡Pobre Cristina! Te has quedado viuda, ¿no? SEÑORA LINDE. Sí, hace ya tres años. NORA. Lo sabía; lo leí en los periódicos. ¡Ay, Cristi- na! tienes que creerme: pensé muchas veces escribirte; pero lo fui dejando de un día para otro, y por añadidura, siempre había algo que lo impedía. SEÑORA LINDE. Lo comprendo perfectamen- te. NORA. Sí, Cristina, me he portado muy mal. ¡Pobre- cita! ¡Cuánto habrás sufrido!... ¿No te ha dejado nada para vivir? SEÑORA LINDE. No. NORA. ¿Y no tienes hijos? SEÑORA LINDE. No. NORA. Así, pues, ¿nada? SEÑORA LINDE. Ni siquiera una pena..., ni una nostalgia. NORA. (Mirándola, incrédula.) Pero Cristina, ¿cómo es posible? SEÑORA LINDE. (Sonríe tristemente mientras le acaricia el cabello.) Son cosas que ocurren a ve- ces, Nora. NORA. ¡Tan sola! Debe de ser horriblemente triste para ti. Yo tengo tres niños encantadores. Por el momento no puedes verlos; han salido con la niñera. Vamos, cuéntamelo todo. SEÑORA LINDE. No, no; primero, tú. NORA. No; te toca empezar a ti. Hoy no quiero ser egoísta; sólo quiero pensar en tus asuntos. Úni- camente voy a decirte una cosa. ¿Te has entera- do de la fortuna que nos ha sobrevenido estos días? SEÑORA LINDE. No. ¿Qué es? NORA. ¡Imagínate! ¡A mi marido le han nombrado director del Banco de Acciones! SEÑORA LINDE. ¿A tu marido? ¡Qué suerte! NORA. ¡Sí, grandísima! ¡Es tan insegura la posición de un abogado!... Sobre todo cuando no quiere ocuparse más que de asuntos lícitos... Y como él, Torvaldo salvó la vida. Eso sí, costó dinero en grande. SEÑORA LINDE. Ya lo presumo. NORA. Unas cuatro mil ochocientas coronas. Bas- tante, ¿eh? SEÑORA LINDE. Sí; pero, en casos como ése, es toda una chi- ripa poseerlo. NORA. Porque nos lo dio papá. SEÑORA LINDE. ¡Ah!, sí. Fue poco antes de morir, si mal no recuerdo. NORA. Sí, Cristina, exactamente. ¡Y pensar que se me hizo imposible ir a cuidarle! Estaba espe- rando de un día a otro que naciera Ivar, y tam- bién debía preocuparme de mi pobre Torvaldo moribundo. ¡Padre querido! No volví a verle, Cristina. Es lo más penoso que hube de pasar desde que me casé. SEÑORA LINDE. Ya sé que le tenías mucho cariño. ¿De modo que os marchasteis a Italia? NORA. Sí; contábamos con el dinero, y los médicos nos apremiaban. Nos marchamos un mes des- pués. SEÑORA LINDE. ¿Y volvió tu marido radicalmente curado? NORA. Radicalmente. SEÑORA LINDE. Luego ¿ese médico...? NORA. ¿Cómo dices? SEÑORA LINDE. Me ha parecido oír a la doncella que ese se- ñor que entraba conmigo era un doctor... NORA. ¡Ah, sí! Es el doctor Rank; pero no viene co- mo médico. Es nuestro mejor amigo, y nos hace, cuando menos, una visita al día. No., Torvaldo no se ha sentido enfermo desde en- tonces. Los niños también están muy sanos, igual que yo. (Se levanta de repente, palmeteando.) ¡Dios mío! ¡Cristina, es una delicia vivir y ser feliz!... Pero ¡qué torpeza!... No hago más que hablar de mis cosas. (Se sienta en un taburete junto a CRISTINA, acodándose en sus propias rodi- llas.) ¡No te enfades conmigo!... Dime, ¿es ver- dad que no querías a tu esposo? Pues ¿por qué te casaste con él? SEÑORA LINDE. En aquel tiempo aún vivía mi madre; pero estaba enferma e inválida. Para colmo, debía yo sostener a mis dos hermanitos. Por tanto, no juzgué oportuno rechazar la oferta. NORA. Puede que tuvieses razón. ¿Luego era rico? SEÑORA LINDE. Sí, creo que gozaba de buena posición. Pero sus negocios eran inseguros, ¿sabes? Cuando murió, se vino todo abajo y no quedó nada. NORA. ¿Y qué hiciste? Sí, eso he pensado. NORA. Y lo hará. Déjalo en mis manos. ¡Ya verás qué bien voy a prepararlo! Buscaré algo agra- dable para predisponerle. ¡Tengo tantas ganas de serte útil! SEÑORA LINDE. Eres muy buena al tomarte ese interés por mí, Nora. Doblemente buena, pues desconoces los sinsabores y las amarguras de la vida. NORA. ¿Yo?... ¿Que no conozco...? SEÑORA LINDE. (Sonriendo.) Sí, mujer... Bordar un poco y labores por el estilo... Eres una niña, Nora. NORA. (Con un gesto de orgullo lastimado.) No debías decirlo en ese tono de superiori- dad. SEÑORA LINDE. ¿Por qué? NORA. Eres lo mismo que los demás. Todos estáis convencidos de que no valgo para nada serio... SEÑORA LINDE. ¡Vamos, mujer! NORA. ...de que no he pasado por dificultades en es- te mundo. SEÑORA LINDE. Querida Nora, acabas de contarme todos tus contratiempos... NORA. ¡Bah!..., eso son pequeñeces. (Baja la voz.) No te he contado lo principal. SEÑORA LINDE. ¿Lo principal?... ¿Qué quieres decir? NORA. Me crees demasiado insignificante, Cristina, y no debieras hacerlo. Te sientes orgullosa de haber trabajado tanto por tu madre. SEÑORA LINDE. Yo no creo insignificante a nadie. Pero, eso sí, lo confieso..., me siento orgullosa y satisfe- cha de haber conseguido que fuesen tranquilos, hasta cierto punto, los últimos días de mi ma- dre. NORA. Y también te sientes orgullosa pensando en lo que has hecho por tus hermanos. SEÑORA LINDE. Creo que estoy en mi dere- cho. NORA. Lo mismo creo yo. Pues ahora, Cristina, voy a decirte algo. Yo también tengo de qué sentir- me orgullosa y satisfecha. SEÑORA LINDE. No lo dudo. Pero ¿de qué se trata? NORA. Habla más bajo, no te vaya a oír Torvaldo. Por nada del mundo conviene que él... No debe saberlo nadie más que tú. SEÑORA LINDE. Pero, criatura, ¿qué es ello? NORA. Acércate aquí. (Le hace sentarse a su lado, en el sofá.) Pues verás... También tengo de qué estar orgullosa y satisfecha. Fui yo quien salvé la vida a Torvaldo. Ni es menester. Nadie afirma que haya pe- dido el dinero prestado. Lo he podido adquirir de otra manera. (Dejándose caer en el sofá.) He podido recibirlo de algún admirador. Teniendo un aspecto tan atractivo como el mío... SEÑORA LINDE. ¡Eres una loca! NORA. Ya no puedes negar que sientes una curiosi- dad enorme, Cristina. SEÑORA LINDE. Óyeme, Nora: ¿no habrás obrado irreflexi- vamente? NORA. (Irguiéndose.) ¿Es irreflexivo salvar una la vida de su ma- rido? SEÑORA LINDE. Lo que estimo irreflexivo es hacerlo sin que lo supiera él... NORA. Pero si lo que importaba era que no supiese nada. ¡Vamos!, ¿no comprendes?... No debía enterarse de la gravedad de su estado. Fue a mí a quien vinieron los médicos diciéndome que peligraba su vida, y que solamente una estancia en el Mediodía podría salvarle. ¡No creas que al principio no intenté hablarle con diplomacia! Le hice ver lo delicioso que sería para mí viajar por el extranjero, ni más ni me- nos que tantas otras mujeres; con súplicas y lloros, le dije que debía tener en cuenta las cir- cunstancias en que me encontraba, que había de ser comprensivo y ceder... Entonces fue cuando insinué que podía pedir un préstamo. Pero al oírme casi se enfadó, Cristina. Me repli- có que era una insensata, y que su deber de esposo le dictaba no someterse a mis caprichos, como él los llamaba. "Bueno, bueno—pensé—; de todos modos, hay que salvarte." Y a la postre busqué otra salida... SEÑORA LINDE. ¿Y por tu padre no se enteró tu marido de que el dinero no procedía de él? NORA. No, nunca. Papá murió por aquellas mismas fechas. Yo había pensado hacerle cómplice en el asunto y rogarle que no revelara nada. Pero ¡estaba tan enfermo!... Por desgracia, no hubo necesidad. SEÑORA LINDE. ¿Y después?... ¿Nunca te has confiado a tu marido? NORA. ¡No lo quiera Dios! ¿Cómo se te ocurre tal idea? ¡A él, tan severo para estas cosas! Por lo demás, a Torvaldo, con su amor propio de hombre, se le haría muy penoso y humillante saber que me debía algo. Se habrían echado a perder todas nuestras relaciones, y la felicidad de nuestro hogar terminaría para siempre. SEÑORA LINDE. ¿No piensas decírselo jamás? NORA. (Pensativa, inicia una sonrisa.) Sí, acaso alguna vez..., después de muchos años, cuando no sea yo tan bonita como ahora. ¡No te rías! Quiero decir que cuando ya no gus- ¿Y cuánto has podido devolver así? NORA. No sabría decírtelo al detalle. Es muy difícil llevar cuentas en esta clase de negocios. Sólo sé que he pagado cuanto me ha sido posible reu- nir. Muchas veces no se me ocurría ya qué hacer. (Sonríe.) Entonces me quedaba aquí sen- tada, ideando que un señor viejo y rico se había enamorado de mí... SEÑORA LINDE. ¡Cómo!... ¿Quién? NORA. ...que se había muerto, y que, al abrir su tes- tamento, se leía en letras muy grandes: "Todo mi dinero será pagado al contado inmediata- mente a la encantadora señora Nora Helmer." SEÑORA LINDE. Pero, Nora, ¿qué dices?... ¿De quién estás hablando? NORA. ¿No te das cuenta?... No existe tal señor; es una cosa que me imaginaba siempre cuando no sabía qué hacer para encontrar dinero. Pero ¡qué más da! Por mí, ese dichoso señor viejo puede estar donde le plazca.: no me importan nada él ni su testamento; ya se acabaron las preocupaciones. (Irguiéndose de repente.) ¡Dios mío! ¡Qué gusto poder pensarlo, Cristina! ¡Sin preocupaciones! ¡Poder sentirse tranquila, abso- lutamente tranquila; jugar y alborotar con los niños; tener la casa preciosa, todo como le gusta a Torvaldo! ¡Y calcular que ya se acerca la pri- mavera con su cielo azul! Para entonces quizá podamos viajar un poco, volver a ver el mar. ¡De veras es magnífico vivir y ser feliz! (Se oye la campanilla en la antesala.) SEÑORA LINDE. (Levantándose.) Llaman; será mejor que me vaya. NORA. No, quédate. No aguardo a nadie; de fijo, es para Torvaldo... ELENA. (Desde la. puerta.) Perdón, señora; hay un caballero que desea hablar con el señor abogado... NORA. Con el señor director, querrás decir... ELENA. Sí, señora, con el señor director. Pero como el señor doctor está ahí dentro... no sabía si... NORA. ¿Quién es ese caballero? KROGSTAD. (En la antesala.) Soy yo, señora. (La SEÑORA LINDE, turbada, se vuelve, estreme- ciéndose, hacia la ventana.) NORA. (Avanza un paso hacia él, intrigada y dice a media voz:) ¿Usted? ¿Qué hay? ¿Qué quiere hablar con mi marido? KROGSTAD. Nada; asuntos bancarios... Tengo un modes- to empleo en el Banco, y he oído decir que su esposo ha sido nombrado director... NORA. Pero ¿es que...? KROGSTAD. Negocios a secas, señora, y nada más. NORA. ¡Ah! sí. Es un nombre que se oye mucho en esta casa. Creo que he pasado delante de usted al subir la escalera. SEÑORA LINDE. Sí; yo subo muy despacio, porque me canso. DOCTOR RANK. Algo de debilidad, al parecer. SEÑORA LINDE. Sólo fatiga. DOCTOR RANK. ¿Nada más? Y, probablemente, viene usted a descansar acá yendo de festejo en festejo... SEÑORA LINDE. He venido a buscar trabajo. DOCTOR RANK. ¿Será ése un remedio eficaz contra el exceso de fatiga? SEÑORA LINDE. ¡Una tiene que vivir, doctor! DOCTOR RANK. Sí, eso opina todo el mundo: que es necesa- rio vivir. NORA. ¡Vamos, vamos, doctor! También tendrá us- ted ganas de vivir. DOCTOR RANK, ¡Ya lo creo! A pesar de lo mal que estoy, pre- fiero seguir sufriendo durante el mayor tiempo posible. Todos mis pacientes piensan otro tan- to. Y lo mismo pasa con los que padecen acha- ques morales. En este momento acabo de dejar a uno de esos enfermos morales en el despacho de Helmer... SEÑORA LINDE. (Con voz apagada.) ¡Ah! NORA. ¿A quién se refiere usted? DOCTOR RANK. ¡Oh!, es un tal Krogstad, procurador; usted no le conoce. Tiene el carácter podrido hasta las raíces... Pues a su vez ha osado decir que hay que vivir, como si supusiera una cosa de máxima importancia. NORA. ¿Sí? Entonces, ¿de qué quería hablar con Torvaldo? DOCTOR RANK. No lo sé a ciencia cierta. Sólo he oído que se trataba del Banco. NORA. Yo ignoraba que Krogs... que el procurador tuviera que ver con el Banco. DOCTOR RANK. Sí; le han dado una especie de empleo. (A la SEÑORA LINDE.) No estoy al tanto de si por allá, entre ustedes, hay esa clase de hombres que se debaten afanosos por descubrir podredumbres morales, y en cuanto tropiezan con un indivi- duo enfermo, le adjudican una buena plaza para tenerle en observación. Mientras, que se queden fuera los sanos. SEÑORA LINDE. No obstante, los enfermos son, en realidad, los más necesitados. DOCTOR RANK. (Encogiéndose de hombros.) Es ese punto de vista el que convierte la so- ciedad en un hospital. No me atrevo... Es una cosa muy fea. SEÑORA LINDE. ¿Fea? DOCTOR RANK. En ese caso, no le aconsejo que lo diga. Aun- que, a nosotros, bien podía... ¿Qué es lo que tiene usted tantas ganas de decir delante de Helmer? NORA. Tengo unas ganas enormes de gritar: ¡De- monios coronados! DOCTOR RANK. Pero ¿está usted loca? SEÑORA LINDE. ¡Por Dios, Nora! DOCTOR RANK. Ya puede usted decirlo. Aquí viene. NORA. (Que esconde el cucurucho.) ¡Chis! (HELMER sale del despacho con el sombre- ro en la mano y el abrigo colgando del brazo. NORA va hacia él.) ¿Qué, por fin has podido quitártele de encima? HELMER. Sí; acaba de irse. NORA. Te voy a presentar; es Cristina, que ha llega- do de fuera. HELMER. ¿Cristina?... Perdón; pero no sé... NORA. La señora Linde, Torvaldo; Cristina Linde... HELMER. ¡Ah, sí! una amiga de la infancia, supongo. SEÑORA LINDE. Sí; nos conocimos en otro tiempo. NORA. Y fíjate: ha hecho este viaje para poder hablar contigo. HELMER. ¿Qué oigo? SEÑORA LINDE. Vamos... es decir... NORA. ¿Sabes? Cristina entiende bastante de traba- jos de oficina, y ahora tiene mucho interés en ponerse a las órdenes de un hombre competen- te, para adquirir más conocimientos... HELMER. Lo estimo muy acertado, señora. NORA. Cuando se enteró de que te habían nombra- do director del Banco...—llegó un telegrama, ¿comprendes?—, se apresuró a venir aquí. ¿Verdad, Torvaldo, que harás algo por Cristina para complacerme, eh? HELMER. No parece del todo imposible. ¿Es usted viuda quizá?... SEÑORA LINDE. Sí. HELMER. ¿Y conoce usted estos trabajos de oficina? SEÑORA LINDE. Bastante. HELMER. ¡Ah! entonces es muy probable que pueda encontrarle una colocación... NORA. (Batiendo palmas.) ¿Lo ves, lo ves?... HELMER. Llega usted en un momento oportuno, seño- ra. SEÑORA LINDE. NORA. ¡Tenéis un aspecto estupendo! ¡Vaya unos colores que traéis! Parecéis manzanas y rosas. (Los niños le hablan todos a la vez hasta el final del parlamento.) ¿Os habéis divertido mucho? Así me gusta. ¡Ah! ¿Sí?... ¿Conque has llevado a Emmy y a Bob en el trineo?... ¡Qué enormidad! ¿A los dos juntos? ¡Sí que eres valiente, Ivar!... ¡Oh! déjame tenerla un poquito, Ana María. ¡Muñequita mía! (Toma a la pequeña en brazos y baila con ella.) Sí, sí, Bob; mamá bailará contigo también. ¡Cómo! ¿Os habéis tirado bolas de nieve? ¡Qué pena no haber estado con vosotros! No, deja, Ana María; yo misma les quitaré los abrigos. Sí, mujer, me encanta hacerlo. Entre tanto, pasa ahí; tienes cara de frío. Hay café caliente esperándote. (ANA MARÍA pasa a la habitación de la izquierda. NORA quita los abrigos a los niños, desperdigándolos por la escena. Los niños siguen hablando todos a la vez.) ¿Sí?... ¿Decís que os ha seguido un perro grande, corriendo de- trás de vosotros? Pero no os mordería, ¿en?... No; los perros no muerden a los muñequitos encantadores como vosotros, ¡Ivar, no toques los paquetes! ¡Si tú supieras lo que hay de- ntro!... Una cosa horrenda... ¡Anda, vamos a jugar! Al escondite... ¿queréis?... Bob se escon- derá el primero... ¿O preferís que me esconda yo?... (Se ponen a jugar todos, riendo y alborotando, en el salón y en la biblioteca de la derecha. Por fin, NO- RA se esconde debajo de la mesa. Los niños irrumpen precipitadamente, sin encontrarla; pero, al oír su risita contenida, se lanzan todos hacia la mesa, le- vantando el tapete, y la descubren. Ruidosa alegría. NORA sale a gatas como para asustarlos. Mientras, ha llamado alguien a la puerta, sin que nadie lo note. Se abre la puerta un poco, y aparece KROGS-TAD. Se detiene un momento en tanto que el juego continúa.) KROGSTAD. Usted perdone, señora... NORA. (Emite un grito ahogado, levantándose a medias.) ¡Ah! ¿Qué desea usted?... KROGSTAD. Dispénseme. Como la puerta estaba abierta... Se habrán olvidado de cerrarla. NORA. (Levantándose.) No está en casa mi marido, señor Krogstad. KROGSTAD. Ya lo sé. NORA. ¿A qué viene usted aquí, pues? KROGSTAD. A hablar dos palabras con usted. NORA. ¿Conmigo?... (A los niños, en voz baja.) Mar- chaos con Ana María. ¿Cómo? No, no, el hom- bre no va hacer nada malo a mamá. En cuanto se haya ido, volveremos a jugar. (Conduce a los niños a la habitación de la izquierda y cierra la puer- ta tras ellos. Con inquietud, intrigada.) ¿Quería usted hablarme?... KROGSTAD. Sí, eso quiero. NORA. ¿Hoy?... Pero si aún no estamos a primeros de mes... marido? Pero, ya que me lo pregunta, voy a responderle. Es verdad; la señora Linde tendrá una colocación, y además, soy yo quien ha in- fluido para ello. Ya lo sabe usted, señor Krogs- tad. KROGSTAD. He acertado. NORA. (Paseándose.) Como puede suponer, una tiene algo de in- fluencia. No crea que ser mujer no quiere decir que... Cuando se es un subordinado, señor Krogstad, hay que obrar con un poco de tacto para no mortificar a una persona que... KROGSTAD. ¿...que tiene influencia? NORA. Eso es. KROGSTAD. (Cambiando de actitud.) Señora, ¿sería usted tan amable que emplea- ra su influencia en mi favor? NORA. ¡Cómo! ¿Qué se propone? KROGSTAD. ¿Sería usted tan amable que se preocupara de que pueda yo conservar mi empleo en el Banco? NORA. ¿Qué significa esto?... ¿Quién ha pensado en quitarle su empleo? KROGSTAD. ¡Oh! no hay para qué fingir. Comprendo muy bien que a su amiga no le guste tropezarse conmigo, y ahora, además, comprendo a quién debo agradecer mi cesantía. NORA. Le aseguro que... KROGSTAD. Bueno, bueno. En una palabra, todavía está usted a tiempo de impedirlo. NORA. Pero, señor Krogstad, si no tengo ninguna influencia... KROGSTAD. ¡Ah! ¿No? Pues me parece que acaba usted de afirmar... NORA. Sin duda, no he querido decir que... ¿Cómo puede usted creer que yo tenga tanta influencia con mi marido? KROGSTAD. ¡Oh! conozco a su esposo desde que éramos estudiantes. Y dudo mucho de que el señor director sea más enérgico que otros maridos. NORA. Si habla usted despectivamente de mi espo- so, puede ir tomando la puerta. KROGSTAD. Es usted valiente, señora. NORA. Ya no le tengo miedo. Después de Año Nue- vo me veré libre en absoluto. KROGSTAD. (Reprimiéndose.) Óigame, señora. Si hay que hacerlo, lucharé con todas las armas por mantener mi puesto en el Banco. NORA. Es de presumir. ble que es usted, y entonces sí que se quedará sin su empleo. KROGSTAD. Acabo de preguntar si no son más que dis- gustos familiares lo que usted teme. NORA. No cabe duda de que, si mi marido se ente- ra, pagará en el acto el resto de la deuda; y así acabaremos con usted definitivamente. KROGSTAD. (Avanza un paso hacia ella.) Oiga, señora... ¿es que no tiene usted memoria, o es que no entiende de negocios? Por lo que veo habré de ponerla al corriente sobre este particu- lar. NORA. ¡Cómo! KROGSTAD. Cuando estaba enfermo su esposo vino us- ted a pedirme prestadas cuatro mil ochocientas coronas... NORA. No conocía a nadie más... KROGSTAD. Yo prometí procurarle ese dinero. NORA. Y me lo procuró. KROGSTAD. Pero en ciertas condiciones. Estaba usted en- tonces tan preocupada con la enfermedad de su esposo, y tan ansiosa de encontrar dinero para el viaje, que creo que no pensó bien en los deta- lles. Y no me parece inoportuno recordárselos. Le prometí proporcionarle el dinero, contra un recibo que yo mismo había redactado. NORA. Sí, y lo firmé. KROGSTAD. De acuerdo. Pero a continuación, había yo agregado algunas líneas, por las cuales su pa- dre se hacía responsable de la deuda. Esas lí- neas debía firmarlas él mismo. NORA. ¿Qué debía...? Las firmó. KROGSTAD. Dejé la fecha en blanco, para que su padre la pusiera cuando firmase el documento. ¿Se acuerda usted? NORA. Sí, creo que sí. KROGSTAD. Y después le di a usted el recibo para que lo enviase por correo a su padre. ¿No fue así? NORA. Así fue. KROGSTAD. Como es natural, lo hizo usted en seguida, porque, pasados unos cinco o seis días, me de- volvió el mismo documento con la firma de su padre. Y entonces cobró usted el dinero. NORA. Sí, bien. ¿Y no he ido pagando con regulari- dad? KROGSTAD. Poco más o menos. Pero, volviendo a lo de antes... Aquéllos eran tiempos bastante difíciles para usted, señora... NORA. Lo eran, sí. ¿Me permite otra pregunta? ¿Por qué razón no envió usted el papel a su padre? NORA. Era imposible: ¡estaba papá tan enfermo! Si le hubiese pedido la firma, también habría te- nido que concretarle en qué se invertiría el di- nero. ¿Y cómo iba a decirle, tan enfermo como estaba, que peligraba la vida de mi marido? Era imposible. KROGSTAD. En tal caso, lo mejor para usted habría sido prescindir de ese viaje al extranjero. NORA. Era no menos imposible. Ese viaje iba a traer la salvación de mi marido, y no podía yo desis- tir de él. KROGSTAD. ¿Y no se le ocurrió a usted que estaba come- tiendo una estafa en contra mía? NORA. No podía pararme a pensar en esas cosas. Para nada me cuidaba de usted. Se me hacía odioso por la frialdad de los razonamientos que oponía a mis deseos, aun sabiendo el peligro en que estaba mi marido. KROGSTAD. Señora, con toda evidencia desconoce usted la gravedad de lo que ha hecho. Sólo le diré que lo que hice yo cuando perdí toda mi posición social no fue ni más ni menos que eso. NORA. ¿Usted? ¿Quiere convencerme de que ha hecho algún sacrificio por salvar la vida de su mujer? KROGSTAD. A las leyes no les importan los motivos. NORA. Pues son unas leyes muy malas. KROGSTAD. Malas o no... si yo presento este documento a las autoridades, será usted condenada por esas leyes. NORA. Me resisto a creerlo. ¿Acaso una hija no tiene derecho a evitar a su anciano padre moribundo inquietudes y disgustos? ¿Acaso una esposa no tiene derecho a salvar la vida de su esposo? Yo no conozco las leyes a fondo; pero estoy segura de que en algún sitio se dice que esas cosas es- tán permitidas. ¿Y usted, procurador, no se ha enterado de ello? Debe de ser bastante mal ju- rista, señor Krogstad. KROGSTAD. Posiblemente. Pero en negocios como los que median entre usted y yo, espero que con- cederá que soy bastante entendido. Bien. Haga lo que quiera, aunque conste que, si me hundo por segunda vez, irá usted a hacerme compa- ñía. (Saluda y vase.) NORA. (Se queda largo rato pensativa. Levantando la cabeza.) ¡Bah, querrá asustarme! Pero no soy tan cándida. (Empieza a ordenar la ropa de los niños, que abandona pronto.) Aunque... ¡No, no es posi- ble! Si lo hice por amor... ¡Ah! sí, es verdad. Krogstad ha estado un momento. HELMER. Nora, te lo conozco en la cara; ¿a que ha ve- nido a pedirte que me hablaras en su favor? NORA. Sí. HELMER. Y debías hacerlo como si fuese por tu propia iniciativa, ocultándome que había estado aquí. ¿No te lo ha pedido también? NORA. Sí, Torvaldo; pero... HELMER. ¡Nora, Nora! ¿Y tú has sido capaz de eso? ¡Mantener una conversación con semejante individuo, haciéndole una promesa inclusive! ¡Y encima, decirme una mentira!... NORA. ¿Una mentira?... HELMER. ¿Pues no me has dicho que no había venido nadie? (Amenazando con el dedo.) No volverá a hacer eso mi pajarito cantor. Un pajarito cantor debe tener el pico limpio para gorjear sin des- afinaciones. (Cogiéndola por la cintura.) Así ha de ser, ¿no? (Soltándola.) Y ahora, no hablemos más de ello. (Se sienta delante de la estufa.) ¡Qué bien se está aquí! (Hojea sus papeles.) NORA. (Ocupada en arreglar el árbol, después de una pausa.) \ Torvaldo! HELMER. ¿Qué? NORA. Estoy muy ilusionada con el baile de másca- ras de pasado mañana en casa de los Stenborg. HELMER. Y yo estoy intrigadísimo pensando en la sorpresa que me preparas. NORA. ¡Oh, qué pesadez! HELMER. ¿Cuál? NORA. No se me ocurre ningún disfraz que valga la pena; todo resulta soso y disparatado. HELMER. ¿Ahora sales con ésas? NORA. (Detrás del sillón, con los brazos apoya- dos en el respaldo.) ¿Estás muy atareado, Torval- do? HELMER. Regular. NORA. ¿Qué papeles son ésos? HELMER. Cosas del Banco. NORA. ¿Ya? HELMER. El director saliente me ha dado plenos pode- res para introducir los cambios necesarios en el personal y en la organización de los negocios. Dedicaré la semana de Navidad a hacerlo. Quiero que para Año Nuevo esté en regla todo. NORA. Entonces, ¿por eso el pobre Krogstad...? HELMER. ¡Ejem!... NORA. (Sigue apoyada en el respaldo, mientras le acaricia el cabello.) Si no estuvieras tan ata- reado, querría pedirte un favor muy grande. NORA, ¿Crees que...? HELMER. Piensa que un hombre así, con la conciencia de su falta, tiene que mentir, disimular y fingir en todas partes; tiene que enmascararse hasta en familia, delante de su mujer y de sus propios hijos. Y lo de que mezcle en ello a sus hijos es lo peor de todo, Nora. NORA. ¿Por qué? HELMER. Porque una atmósfera semejante de falsedad contamina irremisiblemente el hogar. Cada vez que respiran, los hijos se contagian de gérme- nes malsanos. NORA. (Acercándose.) ¿Estás seguro de eso? HELMER. ¡Claro! Como abogado, lo he comprobado en numerosas ocasiones. Casi todas las personas depravadas en su juventud han tenido madres embusteras. NORA. ¿Por qué madres... precisamente? HELMER. De ordinario son las madres; aunque, como es lógico, también los padres influyen en este sentido. Bien lo saben todos los abogados. Sin embargo, Krogstad ha estado envenenando a sus hijos año tras año en su propio hogar, con mentiras y simulaciones. Por eso le considero moralmente arruinado. (Tendiéndole las manos.) Y por eso, mi querida Nora, vas a prometerme no hablar más en su favor. ¡Dame tu mano! Pero, mujer, ¿a qué aguardas... qué es eso?... ¡Dámela! Así. Entonces, convenido. Te aseguro que me hubiera sido absolutamente imposible trabajar con él. Siento un verdadero malestar físico junto a tales personas. NORA. (Retira su mano, y se dirige al otro lado del árbol.) ¡Qué calor se nota aquí! ¡Y yo que tengo tan- to que hacer...! HELMER. (Se levanta y recoge sus papeles.) Voy a echar una ojeada a esto antes de sen- tarnos a la mesa. Luego me ocuparé de tu dis- fraz. ¡Quién sabe si, a lo mejor, tengo algo dis- puesto para colgarlo del árbol, envuelto en un papel dorado! (Poniéndole una mano sobre la ca- beza.) ¡Querido pajarito cantor! (Entra en su des- pacho cerrando la puerta.) NORA. (En voz baja, luego de un silencio.) ¡No, no es verdad!... ¡Es imposible! ¡Tiene que ser imposible!... ANA MARÍA. (A la puerta de la izquierda.) Los niños piden que su mamá les permita entrar, NORA. ¡No, no; no les dejes venir conmigo! Quédate tú con ellos, Ana María. ANA MARÍA. Está bien, señora. (Cierra la puerta.) NORA. (Pálida de terror.) ¡Pervertir a mis hijos!... ¡Envenenar el hogar! (Pausa. Levanta la cabeza.) ¡No, no es verdad!... ¡No puede serlo! ¡Bah! no es eso lo peor que puede pasarme... ¿Qué hacen los niños? ANA MARÍA. Los pobrecitos juegan con sus regalos; pero... NORA. ¿Preguntan a menudo por mí? ANA MARÍA. Como están tan acostumbrados a jugar con su mamá... NORA. Sí, Ana María; pero ya no podré permanecer con ellos tanto como antes. ANA MARÍA. Menos mal que los niños se habitúan a todo. NORA. ¿Crees que olvidarán a su mamá si se fuera para siempre?... ANA MARÍA. ¡Qué idea!... ¿Para siempre? NORA. Dime, Ana María... Muchas veces me he preguntado cómo fuiste capaz de dejar a tu hija en manos extrañas. ANA MARÍA. ¡Qué remedio quedaba, si había que criar a Norita!... NORA. Bueno; pero ¿cómo pudiste hacerlo? ANA MARÍA. ¡Me ofrecían una colocación tan buena...! Si una muchacha pobre ha tenido un desliz, por fuerza ha de amoldarse. Porque el infame no quiso hacer nada por mí. NORA. Pero, de seguro, te habrá olvidado tu hija. ANA MARÍA. ¡No, eso sí que no! Me escribió cuando la confirmaron, y también después, cuando se casó. NORA. (Abrazándola.) ¡Ana María, fuiste muy buena madre para mí, cuando yo era pequeña!... ANA MARÍA. La pobre Norita no tenía otra madre que yo... NORA. Si los niños llegaran a no tenerla tampoco... estoy convencida de que tú... (Abre la caja.) Ve con ellos. Ahora tengo que... Ya verás qué gua- pa voy a ponerme mañana. ANA MARÍA. No me cabe duda de que en todo el baile no habrá otra tan guapa como la señora. (Sale por la puerta de la izquierda.) NORA. (Empieza a sacar las cosas de la caja; pero luego deja todo a un lado.) Si me atreviese a ir... Sí estuviera segura de que no venía nadie... Si no ocurriese nada en casa entre tanto... ¡Qué tontería! No vendrá nadie. ¡Más vale no pensar! Cepillaré el man- guito... ¡Qué bonitos son estos guantes!... Uno, dos, tres... cuatro, cinco... seis... (Da un grito.) Alguien viene... (Intenta ir hacia la puerta; pero se para, indecisa. La SEÑORA LINDE entra por la ante- No; ayer lo estaba más que de ordinario. El pobre se encuentra gravemente enfermo. Pade- ce una tuberculosis de la medula, ¿sabes?... Su padre era un hombre detestable que tenía que- ridas, y otras cosas peores,.. Debido a eso, el hijo fue enfermizo desde su niñez. SEÑORA LINDE. (Dejando la labor.) Pero, Nora, criatura, ¿cómo te enteras de semejantes cosas? NORA. (Paseándose.) ¡Oh!... Cuando una ha tenido tres niños, re- cibe a veces la visita de ciertas señoras... que son casi médicos y dan determinados detalles. SEÑORA LINDE. (Vuelve a su labor. Breve silen- cio.) ¿Viene aquí el doctor Rank a diario? NORA. Todos los días. Es el mejor amigo de la in- fancia de Torvaldo, y también muy buen amigo mío. Le consideramos como de la familia. SEÑORA LINDE. Pero ¿es un hombre verdaderamente since- ro?... Vamos, quiero decir que si le gusta adu- lar. NORA. No; todo lo contrario. ¿Cómo has pensado eso? SEÑORA LINDE. Ayer, cuando me lo presentaste, me afirmó que había oído aquí frecuentemente mi nom- bre, y luego me di cuenta de que tu marido no tenía ni la menor noción de quién era yo. Dime, ¿cómo podía, entonces, el doctor Rank...? NORA. Pues es muy sencillo, Cristina. Torvaldo siente tal adoración por mí, que quiere que sea sólo para él, como dice. Figúrate que al princi- pio se ponía medio celoso sin más que oírme hablar de los seres queridos de mi familia. Des- de entonces, como es natural., dejé de hacerlo. Pero con el doctor Rank hablo a menudo de estas cosas; a él le gusta oírme. SEÑORA LINDE. Escucha, Nora: en muchos aspectos eres to- davía una niña, y como yo soy bastante mayor que tú y tengo un poco más de experiencia, entiendo que puedo darte un consejo: deberías cortar con el doctor Rank. NORA. ¿Cortar? ¿Qué? SEÑORA LINDE. Esas relaciones. Por ejemplo, ayer me hablaste de un admirador rico, que iba a pro- porcionarte dinero... NORA. Sí, te hablé de uno; pero no existe, por des- gracia... ¿Qué más? SEÑORA LINDE. ¿Tiene fortuna el doctor? NORA. Si. SEÑORA LINDE. ¿Y familia? NORA. No, familia no; pero... SEÑORA LINDE. ¿Y viene aquí todos los días? NORA. NORA. ¡Niñerías! (Se detiene.) Cuando se han paga- do todas las deudas, devuelven el recibo, ¿no es verdad? SEÑORA LINDE. Por de contado. NORA. Y ya se puede romper en cien mil pedazos el maldito papel... arrojándolo al fuego. SEÑORA LINDE. (La mira con fijeza, deja la labor y se levanta lentamente.) Nora, tú me ocultas al- go. NORA. ¿En qué lo notas? SEÑORA LINDE. Desde ayer por la mañana ha sobrevenido alguna novedad. Nora, ¿qué te ha pasado? NORA. (Volviéndose hacia ella.) ¡Cristina! (Escuchando.) ¡Chis! Ha llegado Torvaldo. Anda, ve con los niños por el mo- mento. Torvaldo no puede ver coser... Di a Ana María que te ayude. SEÑORA LINDE. (Mientras recoge algunas de las prendas.) Está bien; pero no pienso marcharme de aquí hasta que hayamos hablado sin rodeos. (Vase por la puerta de la izquierda, al mismo tiempo que HELMER entra por la de la antesala.) NORA. (Yendo hacia él.) ¡Con qué impaciencia te esperaba, Torvaldo! HELMER. ¿Era la costurera? NORA. No; era Cristina. Está ayudándome a arre- glar el traje. Ya verás qué bien voy a quedar. HELMER. Sí; ¿no he tenido una buena idea? NORA. ¡Magnífica! Pero yo a mi vez tengo el mérito de procurar complacerte. HELMER. (Acariciándole el mentón.) ¿Mérito... por complacer a tu marido?... Bueno, bueno, locuela; ya sé que no es eso lo que querías decir. Pero no deseo estorbarte más, porque irás a probarte, supongo. NORA. ¿Y tú irás a trabajar? HELMER. Sí. (Le enseña un rollo de papeles.) Mira: he es- tado en el Banco... (Se dirige a. su despacho.) NORA. ¡Torvaldo! HELMER. (Deteniéndose.) ¿Qué? NORA. Si tu ardillita te pidiera encarecidamente una cosa... HELMER. ¿Qué cosa? NORA. ¿La harías? HELMER. Primero necesito saber de qué se trata, como es natural. NORA. Si quisieras ser tan bueno y complacerme, la ardillita brincaría de gozo... HELMER. ¡Vaya! Dime qué es.
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