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Actos humanos y su connotación moral, Apuntes de Religión

Actos humanos y su connotación moral

Tipo: Apuntes

2021/2022

Subido el 20/06/2023

rodrigo-mundaca
rodrigo-mundaca 🇵🇪

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¡Descarga Actos humanos y su connotación moral y más Apuntes en PDF de Religión solo en Docsity! LOS ACTOS LIBRES DEL HOMBRE Naturaleza de la vida moral La persona humana se implica toda ella en su acción. De modo especial, ese empeño es aún más acusado cuando decide sobre asuntos cercanos a su intimidad; es decir, cuando se siente responsable de sus actos porque juzga que actúa bien o mal, de acuerdo con los criterios morales que le aportan sus convicciones personales o la profesión religiosa que practica. Ese empeño por hacer el bien y evitar el mal queda aún más patente en el cristiano. En efecto, el bautizado que conoce su dignidad y que procura ser fiel a lo que profesa, se esmera en que todas sus acciones respondan a la vocación recibida, lo que se concreta en cumplir la voluntad de Dios e identificar su existencia con la vida de Jesús. Y, al contrario, quien no vive de acuerdo con su vocación, experimenta un remordimiento que le acusa de infidelidad e incoherencia, puesto que no practica lo que ha prometido. Ahora bien, la actividad moral en sí misma es algo muy complejo, pues en ella confluye la insondable riqueza del ser humano. En concreto, concurren al menos los siguientes factores: los datos genéticos que aporta la herencia; la psicología que define su propio carácter; la sensibilidad y las pasiones que en ella anidan; los hábitos que, a modo de segunda naturaleza, juegan un papel considerable en la determinación de la voluntad; las circunstancias concretas en que actúa o en las que se desenvuelve su vida; las ideas de la época, la educación recibida, la formación religiosa y sobre todo la lucidez de conocimiento de lo que hace, así como la capacidad de decisión con que lo lleva a término. Pues bien, este conjunto de factores ha de tenerse a la vista al momento de juzgar la moralidad de una conducta. Más en concreto, dado que existe esa íntima interrelación entre Moral y Antropología, la vida moral ha de partir de las cuatro notas que definen al ser humano como tal, cuales son: la unidad radical de la persona, la historicidad, la socialidad y la apertura a la trascendencia. En efecto, el juicio moral sobre un comportamiento determinado ha de partir de esas cuatro notas características de su ser: a) De la unidad esencial propia de la persona humana, en la cual confluyen el cuerpo y el alma: es el hombre o la mujer individuos los que hacen el bien o el mal, puesto que “es en la unidad de alma y cuerpo donde la persona es el sujeto de sus propios actos morales” (VS, 48). No hay pecados del cuerpo y pecados del espíritu, sino que es el individuo concreto el que peca o hace el bien. b) Además se ha de considerar la condición histórica que le es propia a la persona humana; por lo tanto, en su actuar intervienen -en distinta medida- la edad y condición del individuo, la formación recibida, la biografía que constituye el entramado de su pasado, las valoraciones éticas de su tiempo, etc. c) Asimismo, se ha de considerar y tener en cuenta la socialidad, que, al ser una dimensión esencial del ser humano, también deja sentir sobre la persona los diversos factores sociales, tales como el influjo del entorno cultural, la acción negativa del llamado “pecado social” y de las “estructuras de pecado”, las sensibilidades propias de su tiempo, etc. d) Finalmente -y sobre todo-, se ha de considerar que la persona está radicalmente abierta a la trascendencia, lo cual exige una conducta moral derivada del querer de Dios. A esa dimensión religiosa -común a todos los hombres- el cristianismo añade la elevación sobrenatural por la gracia divina. Lo cual, si bien por una parte facilita la acción moral, por otra exige una altura de comportamiento que supera las fuerzas naturales, por lo que demanda la ayuda de los medios sobrenaturales. El resultado de tantos factores es que la vida moral es tan importante y decisiva en la existencia del hombre concreto, como difícil y comprometida al momento de vivirla, de juzgarla y de interpretarla. De ahí la advertencia del Evangelio de “no juzgar” (Mt 7, 1-4). Sólo Dios puede emitir un juicio veraz sobre la conducta de las personas. Y es cada individuo el que debe estar vigilante para interpretar su vida a la luz de las exigencias y de los imperativos morales, tal como son proclamados por el Evangelio, según los cuales será juzgado por Dios. Los actos humanos El hecho de que el hombre sea un ser inteligente y libre, es lo que permite que sus acciones sean verdaderamente humanas, y ese actuar de acuerdo con su ser, da como resultado que la persona sea buena o mala en el orden ético. Esta es una tesis común a la ciencia moral, que menciona expresamente la Encíclica Veritatis splendor. “Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos” (VS, 71). Los actos buenos hacen a la persona buena. Por el contrario, los actos malos, la envilecen, pues la hacen “mala persona”. En consecuencia, para que una acción pueda calificarse de “moral”, antes debe ser “humana”. Por ello, la moralidad de una acción requiere que la persona la lleve a cabo con conocimiento y libertad; que son dos características del ser humano, el cual es, a la vez, racional y libre. Por ello, un acto será moral en la medida en que, para su ejecución, el sujeto se haya empeñado en conocer la bondad o malicia del acto que ejecuta y se disponga libremente a llevarlo a efecto o, en su caso, a omitirlo. Tales actos se califican “humanos”, pues son propios del hombre. Por el contrario, si carecen bien sea de conocimiento o se llevan a término sin que intervenga la libertad, esos actos se denominan “actos del hombre”. En este sentido, “actos del hombre” son aquellos que se realizan en el marco de la espontaneidad, sin que medie ni la advertencia del entendimiento ni la resolución de la voluntad. Tales son, por ejemplo, aquellos actos espontáneos que con tanta frecuencia acontecen en la vida humana: unos son vitales, como la digestión; otros dirigidos, pero se hacen de modo inconsciente, sin atención ni deliberación alguna, por ejemplo, muchas reacciones reflejas, las sensaciones, la ira instantánea, las acciones que acontecen en estado inconsciente o semidormido...; o sea, los que realiza el hombre, pero no “en cuanto hombre”. La distinción entre “actos humanos” y “actos del hombre” es ya clásica. Santo Tomás de Aquino se expresaba así: “Sólo se consideran específicamente humanas las acciones que proceden de una decisión deliberada; las demás es preferible llamarlas actos del hombre, más que humanos, pues no proceden del hombre en cuanto hombre” (Sum. Th. I-II, 1, 1). La razón última de precisar lo que es, en rigor, un acto moral es que la eticidad está tan ligada al ser humano -“el hombre es moral por naturaleza”- que, para que pueda imputársele plenamente el bien y el mal, es preciso que se haya realizado con plenitud de conocimiento y con ponderada deliberación. (Como es sabido, para cometer un pecado mortal se requieren tres condiciones: materia grave, conocimiento perfecto y voluntad plena). No obstante, no cabe exagerar algunos elementos que influyen en el conocimiento y en la decisión de la libertad, hasta el límite de opinar que “conocimiento perfecto” y “voluntad plena” no se dan o tan sólo sobrevienen en muy contadas ocasiones. Esto significa tener un concepto pesimista del hombre y de la mujer, como si casi nunca fuesen capaces de actuar como personas. El Magisterio rechaza la sentencia de algunos autores, los cuales sostienen que el hombre muy pocas veces puede cometer un pecado mortal, pues ni goza de un conocimiento lúcido ni es capaz de decidir libremente su acción. Juan Pablo II señala los límites de esas teorías: “El hombre puede ser condicionado, presionado, empujado por no pocos ni leves factores externos, como puede estar sujeto a tendencias, taras, hábitos ligados a su condición personal. En no pocos casos esos factores externos o internos pueden atenuar, en mayor o menor medida, su libertad y, por tanto, su responsabilidad y su culpabilidad. Pero es una verdad de fe, corroborada también por la experiencia y la razón, que la persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad, para descargar sobre realidades externas -las estructuras, los sistemas, los demás- el pecado de los individuos singulares. Entre otras cosas, esto sería cancelar la dignidad de la persona” (RP, 16). a) Concupiscencia: Aquí se entiende en sentido de “pasión” y no en cuanto con ese término se indica el desorden de las tendencias que proviene del pecado original. Como pasión cabría definirla así: “Es la inclinación de las pasiones que buscan satisfacer el bien sensible”. El tema de las pasiones ocupa un lugar destacado en la vida moral, dado que pueden ser fuente de pecado, por lo que se demanda el dominio de las mismas. Los clásicos califican de “político” a este dominio que la persona debe tener de sus propias pasiones. Con ese calificativo se quiere significar que, dado el carácter orgánico (corporal) de las pasiones, no se tiene un dominio absoluto sobre ellas. Ciertamente, las pasiones influyen en los actos libres, pero su papel en la valoración moral depende del consentimiento de la voluntad, conforme al principio ya indicado: “sentir no es consentir”. En el capítulo X se exponen algunas normas para la lucha contra las pasiones. b) Violencia: Es la coacción que una fuerza exterior puede ejercer sobre la voluntad. c) Miedo: Es el temor fundado en los males que se pueden originar al interesado, a sus allegados o a sus bienes. Se distinguen los siguientes casos: “La acción de doble efecto” En este capítulo, también debe estudiarse un tema clásico: “La acción de doble efecto”; o sea, el caso en que de una sola acción se sigan dos efectos, uno bueno y otro malo. La solución clásica enseña que, cuando de un acto que se lleva a cabo se originan un bien y un mal, para ejecutarlo se requiere que se den, al mismo tiempo, estas cuatro condiciones: • que la acción sea buena o al menos indiferente; • que el fin que se persigue sea alcanzar el efecto bueno; • que el efecto primero e inmediato que se sigue sea el bueno y no el malo; • que exista causa proporcionalmente grave para actuar. Es claro que esta variedad de temas puede llevar a una casuística moral, pero no es menos cierto que con frecuencia el sujeto se encuentra en situaciones que requieren un criterio de actuar, de lo contrario puede trivializar la acción y conducirse caprichosamente. Tales casos ocurren de ordinario en el ejercicio de las diversas profesiones: en la abogacía, en la medicina, etc. Las “fuentes de la moralidad” Si se pregunta de dónde deduce la Teología Moral los principios de la vida ética y los criterios para juzgar si una acción es “buena” o “mala”, la respuesta es el enunciado de este apartado denominado “fuentes de la moralidad”. Es decir, el teólogo -y cualquier persona- debe emitir un juicio moral de las acciones humanas a partir de tres criterios que ha de sopesar conjuntamente: 1. Del “objeto” elegido o acción que se lleva a cabo; 2. Del “fin” que se busca con la acción o sea de la intención con que se realiza; 3. De las “circunstancias” que concurren en la acción u omisión del acto. La denominación de “fuentes” indica que la moralidad de los actos humanos “brota” precisamente de ese triple origen: del “objeto”, del “fin” y de las “circunstancias”. El tema es decisivo para juzgar la bondad o malicia de las acciones humanas y de ello se han ocupado los moralistas de todos los tiempos. Por “objeto” se entiende “un bien elegido hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad. Es la materia de un acto humano” (CEC, 1751). “Objeto” es, pues, la acción concreta que se lleva a cabo, por ejemplo, el acto de caridad, una mentira, la injusticia que se comete, el acto de culto ofrecido a Dios, la blasfemia, etc. El “objeto” tiene también cierta relación con el fin que se propone el agente. Así, la Encíclica Veritatis splendor enseña: “El objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente”. Por ello, lo define así: “El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto de querer de la persona que actúa” (VS, 78). La doctrina moral clásica ha subrayado siempre la importancia del “objeto”. En ese mismo número de la Encíclica se enseña: “La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada”. Y el Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El objeto elegido especifica moralmente el acto del querer, según que la razón lo reconozca y lo juzgue conforme o no al bien verdadero (CEC, 1751). No obstante, como se dice en el apartado siguiente se ha de evitar el exagerado objetivismo. El “fin” se refiere a la intención o finalidad que se propone el que actúa. El Catecismo de la Iglesia Católica lo define en estos términos: “La intención es un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira el término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción emprendida... Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último” (CEC, 1752). En razón del “fin”, una acción en sí buena puede convertirse en mala, cuando el sujeto se propone un fin malo. Tal es, por ejemplo, la gratificación que cabe hacer como limosna al necesitado o si se le ofrece esa ayuda con la finalidad de recibir elogios y de beneficiarse en algo. Pero una acción en sí misma mala, no se convierte en buena en razón del “fin” que se proponga el sujeto. Por eso afirma San Pablo que “no se ha de hacer el mal con el fin de obtener un bien (Rom 3,8). Asimismo, se han de tener en cuenta los “medios” que se usan para obtener el “fin” deseado. A este respecto, es preciso afirmar que los “medios” no son ajenos a la moralidad. Más aún, cabe que un fin bueno no deba alcanzarse cuando se emplean medios injustos. Aquí cobra valor el principio de que “el fin no justifica los medios”. El cual, en lenguaje popular, suele formularse de modo contrario. Así, por ejemplo, un opositor puede usar todos los medios a su alcance para obtener la plaza, pero no debe usar medios ilícitos, cuales son la mentira, el engaño o, lo que aún es peor, la calumnia contra el contrincante. Las “circunstancias” juegan un papel importante en el juicio moral de una acción. Así, por ejemplo, no es lo mismo la mentira que dice un niño, que la mentira de un Presidente de gobierno, y es aún más grave, si miente públicamente y en declaraciones que hace en cuanto es Presidente de la nación. Sin embargo, “las circunstancias son elementos secundarios de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad del dinero robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala” (CEC 1754). A partir de esa triple consideración, cada persona -y el moralista en caso de ser consultado- juzga si una acción es buena o es mala. Ese juicio concreto no siempre es fácil. y el motivo es la diversa interpretación que cabe hacer de esos tres criterios. (AURELIO FERNÁNDEZ, Moral Fundamental. Iniciación Teológica, Rialp, 6ª edición, pp. 85-102.)
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