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La Experiencia de Adolfo Bioy Casares en Francia: Historias de Amor y Encuentros, Resúmenes de Comunicación

La experiencia del escritor argentino Adolfo Bioy Casares en Francia durante la década de 1930, donde se encuentra a una antigua amada y se enamora de una nueva. El texto incluye descripciones de viajes, encuentros sociales y reflexiones sobre la cultura francesa y argentina. El autor describe su deseo de regresar a la República Argentina y encontrarse con amigos y lugares familiares.

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 10/08/2021

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¡Descarga La Experiencia de Adolfo Bioy Casares en Francia: Historias de Amor y Encuentros y más Resúmenes en PDF de Comunicación solo en Docsity! Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) Todas las mujeres son iguales< (1955) Guirnalda con amores (Buenos Aires: Emecé, 1959, 201 págs.); Historias de amor (Buenos Aires: Emecé, 1972, 259 págs.) Últimamente el argentino salió a probar mejor suerte en el extranjero, lo que antes no era imaginable, y formó grupos o colonias por todo el mundo, al extremo de que si usted, en sus largos viajes, se halla un tanto perdido y nostálgico, deténgase a oír el rumor de la ciudad, sea ésta cual fuere, como quien escucha un caracol; no tardará en descubrir voces que le probarán cuánto se alargó en estos años la calle Corrientes (porque no es Rivadavia, sino Corrientes, con sus tapes de las catorce provincias, que hoy son no sé cuántas, y con su olor a grasa enfriada, de las pizzerías, la que alcanzó los puntos más remotos de Europa y de Norteamérica). En mi tiempo no era así. Había gente, en Londres, con alguna noticia de nuestro campo y de nuestros ferrocarriles. Los franceses, los de París al menos, tuvieron trato con el tango, con la gomina, con los trasnochadores, y aún es fama que el espíritu curioso desentrañaba, en los aledaños de la Madeleine, un almacén que vendía yerba y dulce de leche. No hablo de Italia, tierra de los mayores, ni de España, donde nunca nadie se creyó lejos de la Avenida de Mayo; pero la verdad es que en el resto del globo la República Argentina no era entonces mucho más que un nombre prestigioso. ¿Qué fue de ese prestigio? Ahora cualquier italiano sentencia: Argentini, taquini. Otro paraje donde el criollo vio siempre compartida su admirable fe en la realidad de la patria es Pau. En la capital del Bearn —levantada sobre alturas diversas, aun superpuestas, tan hermosa que alguien la reputó, junto a Grenoble, una de las dos ciudades más hermosas de Francia—, el nombre del propietario pintado en el frente de la droguería, de la carpintería, de la panadería, de la herrería, de la peluquería o de la fonda, sugiere que el peregrino se halla de vuelta en el corazón de la República, precisamente en los partidos de Azul, de Olavarría, de Tapalqué y, por cierto, de Las Flores. En Pau, una noche de fines de otoño de 1937, vi por última vez a Margarita. Yo vagaba un poco perdido, sin saber qué hacer de mi persona, por los salones, desvaídos y monumentales, del Hotel de France, en un té de beneficencia, al que me había arrastrado la belle madame Cazamayou, conocida también como la Hija de la Tienda (porque su padre es dueño de la tienda de la Poste, famosa por los manteles de hilo, blancos y grises, con escenas de la vida de Enrique IV: Levántate Sully, van a creer que te perdono, Seguid mi penacho blanco, etcétera). Como la belle madame — blanca, opulenta, con su descomunal rodete rubio— debía atender a todos y no quería malgastar sus minutos conmigo, retuve, perorando sobre el tiempo, sobre cuánto me gustaba Pau, sobre los méritos relativos de los hoteles de France y Continental, retuve, ahora confieso, hasta donde el decoro y el amor propio lo permitieron, a un escribano amigo y a su familia, para caer muy pronto. “en una soledad de la que no tenía esperanzas de salir, cuando me hallé entre los brazos rosados, frescos y fragantes de Margarita. Diríase que desde entonces la luz del mundo cambió para mí. Margarita era la mujer más linda de la reunión. La tomé de la mano, por el placer de tocarla y para que todos vieran que yo no Mientras tanto, abriéndose paso entre la muchedumbre, progresaba hacia nosotros, con ceremoniosa lentitud, un caballero alto, canoso, de cara inexpresiva, como hecha de cartón o de madera, vagamente parecido a ese rey de Suecia que logró fama de tenista mediocre. Margarita murmuró: —Mi marido. La solté rápidamente, pero ella, retomando mi mano, dijo: —El vejete no importa. La aparición de este personaje, que me había alarmado, dio ocasión a una nueva gama de placeres: presentarlo a la belle madame, al escribano y a su familia, demostrarles que tengo, por el mundo, mi reserva de amigos (no podían saber desde cuándo lo conocía). El caballero se inclinaba un poco, levantaba otro poco la mano de las damas, les besaba los guantes negros o grises, con una cortesía quizá lúgubre, pero elegante. —Esto es una droga —suspiró Margarita—. Llévame a bailar, a Biarritz. Yo quería ganar tiempo, en la esperanza de salvarme del largo viaje a Biarritz. Mi amiga respondió: —A mí también. No sé qué quiso decir. — ¿Habrá que llevar a tu marido? — ¿Estás loco? Gustav no cuenta. Tiene eso de simpático y de práctico: uno puede olvidarlo en cualquier parte. La llevé a un restaurante de la calle Barthou, llamado Chez Pierre. Nos atendió un criado viejo, de saco negro; sospecho que se trataba de Pierre, en persona. Por una mueca de Margarita descubrí que el saloncito del piso alto, donde nos metieron, con paredes desnudas, de zócalo pintado, con sillas de esterilla y madera rubia, rodeando una mesa evidentemente destinada a regalar familias burguesas, no la deslumbró./Las mujeres, aunque tienen el vigor del caballo, se deprimen por todo. Un restaurante las deprime; prefieren comer en uno de esos lugares donde un elefante enojado, porque tarda en indignarse, pero cuando se indigna es terrible. No te caigas de espaldas: Gustav se mostró comprensivo, cooperativo, como él dice, lleno de recursos. Consiguió, de un médico, un certificado de que yo pasaba por una demencia puerperal, o algo así, con la cláusula de que viajar en mi estado no era prudente. — ¿Sabe que el hijo no es suyo? —¿Cómo quieres que yo lo sepa? No se lo pregunté; pero tú debes compenetrarte de que no es gente como tú y como yo. Hace planes, piensa en el mañana. ¿Te acuerdas de la fábula de la cigarra y de la hormiga? Cuando era niña, la recitaba. Tú y yo somos cigarras; Gustav es la hormiga. Siempre trabaja, siempre esa cabeza está revolviendo algo. Cuando mi padre me escribió para anunciar que había puesto el dinero a nombre del niño, no le dije nada a Gustav, porque tan tonta no soy, pero vaya uno a saber qué hice con la carta, porque debió de leerla. ¡Con lo curioso que es con todo lo que se refiere a mi plata, a la de Gustavito y a la de mi padre! Lo cierto es que poco después de recibir yo esa comunicación, a Gustav le entró la manía de declararme insana —loca de atar— y un día se me aparecieron en la puerta dos individuos de guardapolvo blanco, que pretendían llevarme, pero los conquisté y me dejaron, y otra noche tuve que guarecerme en el Santísimo con Gustavito, porque los médicos del loquero me buscaban en serio. Habíamos llegado a Mauleon. Cargué nafta en la plaza. Indicando el castillo, pregunté: —¿No te gusta? —Claro que me gusta —contestó—. Pero si nos quedáramos tú y yo a vivir en él, me gustaría más. ¡La subjetividad de las mujeres! Todo lo vinculan a cuestiones personales. Sin ningún amorío adentro, no aprecian este melancólico y digno castillito de provincia. —En realidad —prosiguió Margarita— si yo tuviera algún seso, te obligaría a quedarte conmigo. Pero no temas: cuando estoy resuelta, no vuelvo atrás. Continuamos el camino, entre laderas labradas, vivos verdes, ocres de tierra desnuda, caseríos con techo de pizarra, y de tanto en tanto, un castillo. El europeo desdeña este paisaje ordenado; Byron y Lamartine le enseñaron a maravillarse ante la naturaleza feroz del valle de Ossau, hasta el punto de que si en la guía usted lee camino pintoresco descuente que va a serpentear por las alturas, entre barrancos y peñascos. Cada uno se admira de lo que no tiene. El criollo prefiere el orden y el trabajo humano, porque el potrero y el cardo, la laguna y el duraznillo, lo aguardan en el primer hueco, a unos pasos de la plaza San Martín. Mientras tanto, Margarita contaba: —Las peleas arreciaron, hasta que intervino un noviecito mío, que es abogado, y todo se calmó. Gustav anunció que tenía que irse a Islandia por una temporada. Tan bueno se había puesto, que se excusó de no llevarme y prometió que el próximo viaje lo haríamos juntos. En cuanto se fue, creo que, al otro día de la partida, llegó una carta para él, de un compatriota suyo, que le escribía en su idioma. El noviecito mío, el abogado, la incautó; una vez traducida por otro amigo, el doctor Pulman, resultó que reseñaba la dirección de un médico del Open Door de Reykhavic. Después de tres meses de tranquilidad, en que engordé tres kilos, volvió Gustav. Estuvo tan cariñoso que seguí engordando. Hace cosa de veinte días me dijo, de buenas a primeras, que nos íbamos a Islandia. Pusimos pupilo a Gustavito y aquí me tienes, de paso. Mañana salimos para París y Londres; desde allá, el jueves, un avión nos lleva a Reykhavic. Estábamos entrando en Pau. Le dije: —No vayas. — ¿Por qué? —preguntó. —Va a encerrarte, el crápula. —Habrá algún cónsul del Perú, que conocerá a mi padre, aunque sea de nombre. —No creo que en Islandia haya representación del Perú. —¿Puedo saber por qué? Si no la hay del Perú, tampoco la habrá de la Argentina. —Peor todavía. No es cuestión de patriotismo. Si te encierran... —No te preocupes. Me arreglaré de algún modo. Una mujer debe seguir a su marido, a menos que... —¿A menos que encuentre a otro? Quédate conmigo. —Para eso me hubiera quedado con el noviecito. Por lo menos trabaja en su estudio. —Como no te quedaste con él, lo damos por eliminado. Yo soy la última tabla de salvación...
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