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El papel del entremés en la literatura española del siglo XVIII: Ramón de la Cruz - Prof. , Apuntes de Literatura

Este documento analiza el papel del entremés en la literatura española del siglo xviii a través de la obra de ramón de la cruz. Se discute su perspectiva nostálgica y conservadora, así como su crítica a la moda y la influencia del neoclasicismo. Se mencionan obras como 'el hospital de la moda' y 'la academia del ocio'.

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 22/02/2014

jorge_993
jorge_993 🇪🇸

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¡Descarga El papel del entremés en la literatura española del siglo XVIII: Ramón de la Cruz - Prof. y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! Al analizar la ideología de un escritor de sainetes, se corre el riesgo de confundir la «ideología» del sainete con la del autor. Es decir, tales piezas exigen por lo general la presencia de los males sociales sobre los que -sin ánimo de moralizar, o sea, sin pretensiones ideológicas- montar una intrascendente burla. Ramón de la Cruz, como veremos luego, se aparta de tan definitoria y esencial característica, salvo en los entremeses de «figuras». Se podría incluso enunciar que el entremés niega la ideología del autor, por cuanto la encorseta al ser una pieza breve, deliberadamente trivial, de estructura, personajes y temática casi dadas; el amaneramiento reemplaza muchas veces la originalidad, que el espectador no desea. El papel del público respecto a la moral transmitida por el sainete no puede ser desdeñado: «no pocas veces se observa una subida repentina de las recaudaciones después de la mera sustitución del sainete que completa el programa» (Andioc, 1976, pág. 33). Al autor se le impide en consecuencia discrepar de los receptores de su producto (Sala, 1973), por lo que es frecuente que se inviertan los papeles y sean éstos quienes dicten el mensaje y el código del escritor. Si se permite la crítica de lo establecido, se debe sólo a que la deformación, la superioridad del espectador sobre lo que ocurre en el escenario y el compartido -por autor y público- propósito de simple pasatiempo difuminan lo que muy superficialmente parece una subversión o una puesta en duda moral. «El entremés acepta alegremente el caos del mundo, ya que su materia especial son las lacras e imperfecciones de la sociedad coetánea y de las mismas instituciones humanas» (Asensio, 1965, pág. 39). El propósito inicial, la esencia del entremés, el papel «fiscalizador» del público [...] invalidaban la potencial crítica dialéctica de dichas obritas. Y si algún «heterodoxo» cultivó el sainete, la minoridad de este teatro no dejó translucir aquella heterodoxia más que en escasa medida. De todos modos, el entremés tenía abiertas sus puertas tanto para quienes estaban interesados en el análisis moral de su época (Cervantes, Quevedo) como para quienes, por no haber escrito obras de más enjundia ideológica, no se manifestaron a este respecto (Quiñones de Benavente). A las dificultades propias del subgénero (el amaneramiento, la deformación ridiculizadora, la brevedad, y un largo etcétera) y a las debidas a la relación entre el texto y el espectador (la mera función de entretenimiento a-moral), cabe añadir otra dificultad que concierne al autor: su dificultad con los personajes, su actitud con ellos. No profundiza en su interior, y por tanto -a la busca de lo típico y con una visión totalmente externa- el entremés observa al personaje «sin más emoción que la que exhibe el coleccionista al examinar sus lepidópteros» (Bergman, 1970, pág. 17). Bastante menos, probablemente. Hay, con todo, una posible y leve objeción a esta frialdad. Las características que delimitan al entremés obligan a la búsqueda, por parte de sus autores, de lo que se aleje de la normalidad, de lo establecido. Esta necesidad introduce, por ejemplo, la figura del rufián que, por contraste, queda ensalzado al conducirse con sinceridad, valentía y libertad. Forzosamente, había de influir en la ideología de Cervantes y Quevedo el tipo que protagonizara algunos de sus más celebrados entremeses. (No se olvide, tampoco, que son los graciosos quienes interpretan, y a su manera, los papeles principales). Objeción plausible... pero excepcional. Una de las claves de esa ausencia de ideología, o, en definitiva, de compromiso, está, más allá de la definición y de la tradición entremesiles, en una ausencia de lo subjetivo. Recurramos nuevamente a Eugenio Asensio: «El Siglo de Oro ignora las dos modalidades románticas: el costumbrismo nostálgico, que trata de retener un mundo que se va, y el costumbrismo progresista, que, condenando el atraso social, se dispara hacia un porvenir luminoso y avanzado. Ignora igualmente el costumbrismo documental, la saturación descriptiva del naturalismo, donde el ambiente, y no el hombre, sirve de protagonista» (pág. 140). Quien desee establecer la ideología de un entremesista o de un sainetero habrá, pues, de desbrozar mucho camino, limpiar los presupuestos del género, los dictados del público, la «frialdad» del oficio, etcétera. Podrá servirse de los «entremeses de figuras» si el autor que estudia los ha escrito; así lo hemos hecho con Ramón de la Cruz, pero el panorama ideológico tratado será siempre muy reducido: se limitará a la crítica más o menos tópica de las costumbres, y la lectura tendrá que desandar lo andado, para ver si detrás de la burlesca negación de unos comportamientos se esconde la afirmación de sus contrarios. Tarea difícil, que exige incluso tener presentes las estructuras formales del autor: así, por ejemplo, siempre tendrá en Ramón de la Cruz mayor importancia lo manifestado por ciertos personajes, lo dicho o lo acaecido al final, etcétera. La falta de problematización de la realidad en el teatro menor, lejos de disminuir, se acentuó en el siglo XVIII. El acercamiento del entremés, convertido en sainete, a la comedia según la definición moratiniana1 procede de la influencia del Neoclasicismo: el teatro ha de ser útil y moralizador. De todos modos, las bases del subgénero estaban trazadas y Ramón de la Cruz las aceptó en su mayor parte: entre ellas, por supuesto, la ridiculización de ciertos tipos (verbigracia, los payos). Esta ridiculización de modales, indumentaria, formas de hablar y de hacer, etc., interesa sobre todo cuando la sátira se centra en personajes no tradicionales: los petimetres, el cortejo, los abates... Burlándose de ellos, se reafirma la vieja moral. Se trata de oponer lo tradicional a lo moderno, lo castizo a lo extranjero. Y la majeza, aunque con algunos defectos, conservaba los antiguos valores españoles de la virilidad y la conciencia del propio valer (el honor), el sentido del ridículo y la pasión correcta, en la opinión de Ramón de la Cruz. Su reaccionarismo xenófobo y misoneísta contribuyó, quizá paradójicamente, a la liberación del pueblo con respecto a las clases altas, o lo que viene a ser lo mismo: a cierta toma de conciencia social de las clases bajas urbanas. Dejando a un lado estas consideraciones sobre las consecuencias de la ideología de Ramón de la Cruz, lo cierto es que la segunda mitad del siglo XVIII fue escenario de una crisis de la moral tradicional, y en cierto modo de una renovación de las costumbres (del lujo, del concepto de honor, del sentido de la dignidad humana, del consumismo, ...) y que los escritores fueron testigos y parte de aquel proceso. Cabía un progresismo y una mirada de añoranza, un costumbrismo progresista y un costumbrismo nostálgico. Máxime cuando el periodismo abría una ventana a la contemplación de la vida diaria y seguía el sainete, heredero del viejo entremés, asomado a la realidad en busca de lo pintoresco. La crisis de costumbres contribuyó pues a aclarar y a aclararnos el ideario moral de Ramón de la Cruz, de su nostalgia y defensa de los valores nacionales. A esta relativa claridad sobre la ideología de Ramón de la Cruz, iluminada por circunstancias históricas (influencia de la teoría neoclásica -moralización, utilidad-, nacimiento del periodismo, crisis de costumbres y consecuente toma de partido del escritor abocado a la vida cotidiana), se añade la voluntad pedagógica del escritor madrileño que tergiversa en bastantes ocasiones la esencia de lo que había sido hasta entonces el teatro breve. Ramón de la Cruz quiere moralizar e incurre en redundancias ideológicas difícilmente asimilables por la condición sociológica y sobre todo estructural del subgénero publicado, redundancias por lo demás innecesarias para la comunicación de su pensamiento. Sólo la elementalidad del sainete puede co-ayudar a esta redundancia: escena final como moraleja dialogada o conclusión didascálica a una anécdota típicamente representativa; cultivo del entremés «de figuras» en ataque xenófobo y reaccionario a las costumbres recién importadas; elección de tipos ridículos, enfermos de mal de moda, en detrimento de personajes más tradicionales (padres, maridos al modo «clásico», payos, etc.). y en el sudor de su frente su honroso sustento gana. [...] Ella [la razón] busca, y se complace del artesano en la hollada familia, y sus crudas penas con gemidos acompaña. Allí el triste se conduele del triste, y con mano blanda le da el alivio, que el rico en faz cruda le negara. Allí encuentra las virtudes, allí la mujer es casta, y los obedientes hijos cual un Dios al padre acatan mientras en los altos techos la discordia su impía rabia sopla, y tras la vil codicia de relieve en el estudio de los problemas del campo y del campesino. No sólo se redactan informes como el de la Sociedad Económica de Madrid sobre la Ley Agraria, obra de Jovellanos, sino que incluso el tema entra en la literatura de creación: la epístola VI, «El filósofo en el campo», de Juan Meléndez Valdés, escrita entre 1785 y 1797, «compara la dura, pero sana vida del campesino, con la muelle y decadente del cortesano» (Marco, 1969, pág. 19), quien concluye: «Meléndez es tanto un poeta anacreóntico, como un poeta didáctico-social, preocupado por el problema del campo, que incorpora a su poesía; un efectivo propagador de los problemas que se planteaban en las Sociedades Económicas de Amigos del País» (pág. 26). Tales sociedades, en efecto, desempeñaron un importante papel en el fomento de la industria popular y la agricultura (Anes, 1969, págs. 11-41). Circunstancias personales, con el tópico del «beatus ille», justifican la afirmación de Emilio Palacios: en Meléndez Valdés, «la naturaleza ya no sólo es el gozo, sino el refugio frente a la destrucción y agresividad de la Corte» (Palacios, 1979, pág. 105). Mientras tanto, el sainete, género literariamente conservador, continúa ofreciendo la imagen tradicional del campesino rudo e ignorante. Pero los ilustrados sólo constituían una minoría, aunque activa y en la cúspide de la sociedad, en el panorama ideológico de la segunda mitad del siglo XVIII. La ayuda real contribuyó a que sus programas fueran algo más que papel mojado, e incluso pudo influir en la aceptación personal, de todos modos muy relativos, de su puesta en práctica: leyes en favor de los trabajadores manuales y de los campesinos; introducción de nuevos métodos agrícolas; suspensión de los desahucios de tierras; etc., lo atestiguan. El drama de las dos Españas. José María Blanco White, lúcido testigo de aquella herida, ve su causa en la lucha entre una educación oscurantista y anacrónica y una formación que intenta basarse en la crítica racional. Así expone en 1831 el conflicto: «Si cualquiera de los dos bandos tuviese suficiente poder para subyugar al otro, la fiebre intelectual del país sería menos violenta y cabría esperar alguna crisis en una fecha próxima; pero ni la Iglesia ni los liberales (pues tales son en realidad las dos facciones opuestas) tienen la posibilidad más remota de desarmar al adversario. La contienda debe prolongarse desgraciadamente por un tiempo indefinido, durante el cual los dos sistemas de educación rivales que existen en el país están condenados a proseguir su obra de convertir a la mitad de los españoles en extranjeros y en enemigos de la otra mitad» (Blanco White, 1974, págs. 298-299). La contienda había de ser ganada, forzosamente, por los partidarios de la ilustración y del liberalismo, pero los ultras conservaban entonces el arma del Santo Oficio, la mayoría de las cátedras universitarias y la inercia e ignorancia temerosas del pueblo. Si en Europa se intensifica el estudio de la geografía y de la historia política, las ciencias naturales y las matemáticas (Hazard, 1968, cap. VI, esp. pág. 255), el ejemplo dado por Feijoo apenas pudo abrirse camino en la universidad; las páginas que Torres Villarroel le dedica son de lo más revelador. El problema no era nuevo: «la identificación de la ciencia tradicional (reducida a unos menguados restos de Peripato) con la ortodoxia y la hispanidad, la sospecha de que lo extranjero, sobre todo si era nórdico, debía ser anticatólico y antiespañol, se fue forjando durante el siglo XVII, antes de salir a luz en las polémicas del XVIII» (Domínguez Ortiz, 1973, pág. 259). De ahí el empeño con que los científicos racionalistas españoles intentan deslindar religión y ciencia. Francia representaba la heterodoxia política y científica, religiosa y moral. También literariamente, su influencia es rechazada por Forner en las Exequias a la lengua española y Tomás de Iriarte en Los literatos en Cuaresma. Nipho se esfuerza en hacer frente a las innovaciones desde la prensa. Valcárcel, Alcántara Castro, Ceballos... procuran rebatir las ideas anti-escolásticas, el enciclopedismo y lo que denominan jansenismo. La Oración apologética por la España y su mérito literario (1786) se convierte en la biblia de los tradicionalistas y en el blanco de los liberales (Cañuelo escribe en el discurso 165 de El Censor una satírica Oración apologética por el África y su mérito literario); a España, según Juan Pablo Forner, se debe el correcto desarrollo de la ciencia y de la cultura en general. Sin embargo, el misoneísmo y la xenofobia, faltos quizá de una sólida argumentación científica, se refugian en terrenos más superficiales y cotidianos: la «decadencia» de las costumbres, al abrigo de un probablemente mal entendido celo religioso. La generalización progresiva en los sectores altos, y en alguna gente de la clase media por imitación, de la costumbre del chichisveo, corre paralela al incremento en número e intensidad de las voces contrarias a dicha boga. A pesar de que la actitud del Santo Oficio, en opinión de Martín Gaite (1972, págs. 181 ss.), fue la de echar tierra al asunto y eludir el conflicto con la alta sociedad. Sirven como ejemplo de tan constante crítica a la «corrupción» las cartas del marqués de la Villa de San Andrés, escritas a mediados del siglo; así se lamenta: «Mas ahora que no sólo el pie, sino mucho más allá, a merced de las contradanzas y a favor de los tontillos, ve el que tiene ojos; que la mano en los minuetes y ambas manos coge, oprime y suelta el atrevido; que al tocador entra todo pisaverde; que el pariente o conocido, si viene forastero, abraza y en las mejillas (ahí es nada) besa; que todas las deidades tragan vino [...]» (Domínguez Ortiz, 1973, pág. 111). Con todo, y aunque en materia filosófica, religiosa, política, científica y literaria, los apologetas del tradicionalismo y los ilustrados disentían totalmente, con aparente paradoja la sátira a los petimetres, a los abates eruditos a la violeta, al cortejo, va a ser común. Puede que tal coincidencia suponga cierta contradicción ideológica por parte de los ilustrados5, pero por lo general respondía a una convergencia de dos actitudes: los tradicionalistas velaban por «aquella modestia y gravedad que era propio del carácter de la nación»; los ilustrados criticaban el ocio inútil de la nobleza y grupos miméticos o asimilados. La coincidencia final -distintos los tratamientos de ambas críticas- abarca no sólo la burla de cierto esnobismo sin base (irracional para unos; inmoral para otros) sino la sátira a la nobleza, a ciertos conceptos del honor y de los celos, e incluso, aunque más forzadamente, a la crítica de la ignorancia de la sociedad rural. Si Nicolás Fernández de Moratín escribe La Petimetra o Cadalso toma por tema para sus octavas la descripción algo burlesca del traje de un currutaco, a Juan Pablo Forner se atribuyen estas dos definiciones: Definición de una niña de moda Yo soy de poca edad, rica y bonita; tengo lo que llamar suelen salero, y toco, y canto, y bailo hasta el bolero, y ando que vuelo con la ropa altita; si entro en ella, devuelvo una visita, y más si hay militar o hay extranjero; Yo visto, ya ve usted, perfectamente; mis medias son sutiles y estiradas; las hebillas, preciosas y envidiadas; los calzones, estrechos sumamente: charretera a la corva cabalmente; mis muestras, de Cabrier, muy apreciadas; mis sortijas, en miles valuadas; sombrero de tres altos prepotente: sé un poco de francés y de italiano; pienso bien, me produzco a maravilla; soy marcial, a las damas muy atento: ¿Tengo, señor, razón de estar contento? ¿Qué me falta?... No más que una cosilla: temor de Dios y algún entendimiento. A pesar de la no aceptación de la fanfarronería, Ramón de la Cruz encuentra entre los majos la continuidad de las virtudes de nuestra época áurea (Caro Baroja, 1975, págs. 281-349). Se cumple en él el mismo rechazo al «afeminamiento», rechazo que llevó a los majos a exagerar su apariencia machista y a considerarse salvaguardadores de la tradición. Así también lo debió creer nuestro sainetero, y así lo expone Martín Gaite (1972, págs. 63-64): «Los hombres de los barrios bajos, como revancha a su miseria, se atrincheraron en aquella xenofobia y acentuaron su desprecio hacia los petimetres ricos. Se consideraban superiores a ellos, y llegaron a creerse depositarios y genuinos representantes del espíritu castellano en sus más puras esencias. Despreciaban especialmente a la clase media [...], que era la principal culpable de la degeneración caricaturesca de las nuevas modas». La opinión de Ramón de la Cruz quizá coincida con la del manchego que, después de su visita a Madrid, concluye: MERINO.- Vayan, y vamos nosotros contentos a festejarnos, de haber conocido a tiempo que en el lugar en que estamos lo más del oro, que brilla, es aparente, o es falso. (Cruz, 1985, Los usías contrahechos, pág. 199) Pero cuando prefiere moralizar -con una actitud, según hemos escrito, contraentremesil y didáctica, por influencia del neoclasicismo-, no recurre a los majos; don Ramón de la Cruz escoge como portavoz de sus ideas a un hombre acomodado, un hidalgo a la vieja usanza o un personaje simbólico. Prosigue, incluso, una escasa tradición: la del entremés de «figuras» (Asensio, 1965, págs. 77 ss.), para hacer desfilar una serie de entes ridículos ante los ojos de un caballero juicioso que muestra las ideas del autor. José-Francisco Gatti enumera los siguientes sainetes de «figuras» debidos a Ramón de la Cruz: La feria de la fortuna, El hospital de la moda, La academia del ocio, El hospital de los tontos y El almacén de las novias (De la Cruz, 1972, pág. 23). En La academia del ocio, Espejo indica el «sujeto» que está buscando: ESPEJO.- El más perfecto, sea militar, golilla o artesano, como tenga buen juicio y limpia mano, que tenga horror al ocio y sea familiar de su negocio y no de los ajenos; porque arguyo que los tales jamás cuidan del suyo. BLAS.- ¿Si es hombre bajo? ESPEJO.- Como sea prudente, honrado y hábil, él será eminente; que la virtud no siempre da blasones y los dan cada día los doblones. perruquier, en saber dirigir un baile, etc. (véase, por ejemplo, La elección del cortejo). Ante la señora Moda, que «fomenta / el genio raro de las damas locas /con muchas batas y camisas pocas» (Cruz, 1915, La Academia del Ocio, I, pág. 57), ¿cuál ha de ser la actitud del marido?: BENITO.- Ea, señores: al punto vayan tomando la puerta; que yo basto a acompañar a mi mujer aquí y fuera, a servir de secretario, a ponerla la escofieta y a enderezarla de un palo si acaso no anda derecha. (Cruz, 1928, Sanar de repente, II, pág. 403) ¿Cuál la del caballero honesto?: DON MODESTO.- [...] y quien las mira con casta intención evitar debe, con razón cuerda y cristiana, el riesgo que le engañen y el delito de engañarlas. (Cruz, 1972, El petimetre, págs. 72-73) Los finales moralizadores abundan en la obra de Ramón de la Cruz: a la postre sabemos que el marido hará valer su autoridad y, en muchos casos, que la esposa rechazará la extranjera e inmoral costumbre del cortejo. En la última escena de El marido discreto (repárese en el título el uso de un adjetivo tan propio de la edad de Oro), don Santos desea que DON SANTOS.- [...] algunas se estremecieran o de vergüenza o de asco y volvieran a querer sus maridos a dos manos. (Cruz, 1972, pág. 293) Los sainetes de Ramón de la Cruz permiten, sin embargo, una mayor hondura interpretativa. Creo que la causa de la corrupción de costumbres estaría, según la opinión del autor madrileño, en la mujer. Don Modesto, en El petimetre, así lo pone de manifiesto: DON MODESTO.- La culpa la tienen aquellas españoles pero, sobre todo, por la adopción de nuevos hábitos, lo cual confiere a su obra un especial didactismo, una rara -en el sainete- inquietud: DON ZOILO.- [...] pues yace oculto de miedo el duelo o la patarata de aquel honor que fundaron en ser las doncellas castas, muy religiosas las viudas, recogidas las casadas, los ancianos venerables y los niños de cera blanda, los hombres ingenuos y muy hombres de su palabra. Que porque me dijo mientes..., porque me sopló la dama... u otras tales bagatelas, ¿he de andar a cuchilladas? ¡Hubo en nuestros antiguos gentiles extravagancias! DON MODESTO.- Gentiles serían; pero ahora no son muy cristianas. (Cruz, 1972, El petimetre, págs. 67-68) Para mayor abundamiento, los sainetes que abordan cuestiones teatrales (La crítica o El poeta aburrido) o bien parodian un género neoclásico (especialmente Manolo, Inesilla la de Pinto y El Muñuelo) o corroboran, desde el punto de vista estético y literario, lo que acabamos de observar en el campo de la crítica de los usos y costumbres. Como señala Luciano García Lorenzo (1988, pág. 210), ninguna obra es «inocente», y las burlescas «persiguen, a través de la caricatura, de la mascarada, de la pintura, grotesca, de tipos y situaciones, ridiculizar unos gustos -una estética- determinados y defender, a través de otra estética, el grupo social que demanda en el escenario esas obras». También, pues, por este camino paralelo Ramón de la Cruz sirve el conservadurismo de su público. Por él revelará cierta simpatía, aunque, por ejemplo, critique la rapidez con que algunos gastan su jornal o la fanfarronería ociosa de otros, mientras que desaprobará la clase media alta, que ha perdido en aras de la mimesis y el afrancesamiento su personalidad y españolismo. No interesa aquí averiguar si Ramón de la Cruz generaliza en exceso, sino poner punto final a esta aproximación a la ideología de quien fuera maestro de los saineteros de finales del XVIII, con la opinión de Arthur Hamilton (1926, pág. 366): «A thorough reactionary, he believed that in the past and only in the past, lay the greatness of Spain, and therefore that all customs of that past were excellent, and all changes and innovations of his own day were, ipso facto, to be condemned»7. Los sainetes de González del Castillo o acaso los de Cornelia nos hubieran mostrado que el sainete puede servir en parte como vehículo de un pensamiento más avanzado.
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