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La Percepción de la Palabra 'Tragedia' en el Teatro Español del Siglo XX, Apuntes de Teatro

Este documento discute sobre la desaparición de la palabra 'tragedia' en el teatro español del siglo XX y cómo Buero Vallejo volvió a utilizar el término en sus obras. Se analiza la evolución del significado de la tragedia en nuestra sociedad y cómo la libertad humana puede desencadenar conflictos trágicos. Se mencionan obras de Calderón, Sastre y otros autores.

Tipo: Apuntes

2021/2022

Subido el 10/10/2022

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¡Descarga La Percepción de la Palabra 'Tragedia' en el Teatro Español del Siglo XX y más Apuntes en PDF de Teatro solo en Docsity! ANTONIO BUERO VALLEJO. ENTREVISTA. ANTONIO BUERO V ALLETO REDACCIÓ: Cuando representaba a Lorca, Margarida Xirgu colocaba la palabra tragedia en los programas de mano, y Lorca agradecía mucho esa valentía. Sin embargo, el término tragedia desaparece en gran parte del teatro español del siglo XX. Usted, en sus primeras obras, volvió a utilizar la palabra tragedia ... BUERO VALLEJO: En algunas, sólo algunas ... En En la ardiente oscuridad, Palabras en la arena, La tejedora de sueños, Aventura en lo gris,... De hecho, luego, al referirme a ellas en declaraciones cualesquiera, volvía a utilizar esa palabra con toda amplitud y sinceridad. Ahora bien, en el estreno mismo se tomaban algunas precauciones porque es en sí misma una palabra repelente; no lo debiera de ser, debería de ser todo lo contrario, pero en estos tiempos la palabra tragedia es una palabra que echa para atrás porque la confunden con pesimis­ mo, y no quieren pesimismo. ¿Ha sido ése, por tanto, el sentido que el término ha ido adquiriendo en nuestra sociedad? Cuando yo estrenaba una obra que me parecía, en cuanto a su intención, trágica, de sentido trágico (yen esto puede haber muchas variantes y muchos matices), por mí no habría habido inconveniente en usar la palabra tragedia (ya digo que posteriormente decía: «Esto es una tragedia», y hablaba de 10 trágico mil veces). Pero en ese momento, ante el estreno mismo, de acuerdo siempre, claro, con la empresa y la dirección, no tenía inconveniente en eludirla; y no la eludía a través de ninguna mentira, sino que ponía un subtítulo que también respondía al significado de la obra; son títulos, además, que he mantenido cuando se han editado. Ahora bien, insistiendo siempre en que, no diré todas mis obras, pero sí la mayor parte de ellas, sí pretenden ser a la manera moderna, si es que lo logro, una tragedia. En un comentario que acompañaba a la edición de La tejedora de sueños de la Colección Alfil, usted señalaba que por tragedia moderna entendía una «flexibilización funcional de los conceptos básicos de la tragedia ática», es decir, que los intentos de actualizar el género trágico consistían básicamente en ello. Desde la perspectiva que proporcionan cuatro décadas desde enton­ ces, ¿ha percibido usted variaciones sustanciales a partir de esa premisa teórica? Depende de cómo miremos la cuestión. De una manera estricta, y lo he declarado en más de alguna ocasión, creo que el último sentido que esconde o que revela lo trágico en los inventores del género, es decir, en los helenos, no ha Alfonso Sastre, con mucho interés por parte de la juventud universitaria sobre todo, adquiriendo rápidamente apóstoles que pensaban que la fórmula de Sastre iba a salvar al teatro español. Y yo recuerdo que uno de estos evangelistas, cuando yo estrené En la ardiente oscuridad, comentándola una tarde en el Café Gijón, me decía lo que sin duda se había cocido en la propia intimidad del sastrismo entonces incipiente: «Sí, es una obra interesante, pero no es una tragedia»; yo respondí que sí me lo parecía, una tragedia moderna, de nuestro tiempo, y él insistió con un «nosotros pensamos que no». Yo siempre supuse, y lo dije en más de una ocasión, que esta obra podría tener un influjo importante, penetrante, pero lentamente y al cabo de los años; la prueba es que nadie o casi nadie repone o comenta Historia de una escalera salvo para rutinarias confirma­ ciones, y en cambio En la ardiente oscuridad sigue interesando y se asoma al extranjero, representándose en cinco o seis idiomas. En cualquier caso, lo que es incuestionable es que el costumbrismo, el potente realismo de Historia de una escalera hizo fortuna en el teatro español posterior, lo cual, a nuestro entender, contrasta con la utilización, en buena parte de su obra, de un realismo que no pretende tanto mostrar la dinámica del antagonismo social, por ejemplo, como trascenderse y mostrar en cambio conflictos más próximos a lo moral, en un tránsito existencial que avanza hacia la adquisición de la conciencia del ser y, muchas veces, hacia un reconocimiento de culpabilidad del individuo. Bueno, suscribo a grandes rasgos lo que dice, pero conviene matizar. Por lo pronto, partir del realismo o de cierto realismo para trascenderlo por otras vías puede ser una manera incorrecta de señalar mi propio caso. Procede, claro, de que lo primero que dí a conocer fue Historia de una escalera. Entonces: este señor es un realista, incluso un naturalista, que va por esta vía, y ya veremos lo que hace. Pues mire, hace En la ardiente oscuridad: ¡ah!, esto ya es otra cosa; y luego hace otras cosas: a veces vuelve un poco a la línea de Historia de una escalera y otras veces no. En el fondo, lo que pasaba es que yo, desde el principio, no me sentía atenido a la fórmula del realismo más o menos naturalista, y que fue casual que la obra premiada tuviera ese estilo; porque la verdad es que las cosas que yo había escrito -entre ellas En la ardiente oscuridad- antes de mi premio, no iban exactamente por ahí. De modo que, desde el primer momento, yo tenía un criterio dramático, una concepción de lo teatral, que no se adaptaba ni mucho menos, a veces incluso se divorciaba de ello, del estilo realista -algunos le llamaban incluso neorrealista- que entonces pudo señalar Historia de una escalera y que sí fue, más o menos, el estilo de jóvenes autores que se dieron a conocer pocos años después, a lo cuales sí se les podía llamar, también con inexactitud aunque con mayor propiedad, generación realista; además, ellos tenían un sentido muy generacional, muy de sentirse arropados los unos con los otros. Yo siempre dije: «Yo no soy de la generación realista», aunque muchos tratadistas han dicho que lo era o que, por lo menos, era el iniciador. Las palabras en la arena, obra en un acto, por el avance del protagonista hacia el desenlace trágico, posee elementos de la tragedia griega que hacen pensar en el mito de Edipo. ¿Formaba parte esta obra de un proyecto más amplio? No, fue proyectada en un acto y no se me ocurrió luego tratar de convertirla en obra mayor. Procede de mi vida anterior a mi primer estreno: del Café Lisboa, que estaba en la Puerta del Sol y que ya no existe. Allí teníamos unos cuantos escritores y artistas una tertulia de carácter cultural en la que llegamos a crear, para nosotros, tres premios, para animarnos y no sentirnos tan desva­ lidos. El premio de teatro era para obras en un acto, manteniendo en todo lo posible el anonimato de las producciones y votando nosotros mismos el premiado (en algunos casos el premio era como de cincuenta pesetas). Entonces yo mandé mi obra a ese efecto, y esta obra fue Las palabras en la arena. Y no he vuelto a hacer una obra en un acto. De lo que sí tenía consciencia era de su indudable sentido trágico, mejor o peor expresado. En esta obra, el tránsito de Asaz hacia la revelación de su condición de asesino guarda similitud con el camino que también emprende un personaje como el de Vicente en El tragaluz, el cual acaba reconociendo finalmente su culpabilidad ... A eso lo llamaban los griegos la anagnórisis. De hecho, en su producción dramática se reconocen muchos de los persona­ jes arquetípicos de la tragedia ática. Estoy pensando en el contenido prometeico de algunos de ellos, por ejemplo, en el Ignacio de En la ardiente oscuridad ... Qué viene a traer un fuego ... También, aunque a su manera, Mario, el hermano de Vicente en El tragaluz, Amalia en Madrugada, ... El propio David de El concierto de San Ovidio ... Sí, David es un ejemplo muy claro. Son personajes cuya motivación es la búsqueda de una verdad oculta, de una cierta utopía, de un cambio de perspectiva frente a la vivencia cotidiana. En este sentido, ha hablado reiteradamente de lo que para usted supone la esperanza, una esperanza que se revela trágica porque no se trata de la esperanza cristiana depositada en un más allá, sino de una esperanza que ha de ser sufrida en este mundo, doliente e inquieta, como la ha definido Enrique Pajón. Es por ello que antes aludía­ mos al contenido moral y ético que de alguna manera subyace en toda su producción. Pajón, en el estudio que le dedica, afirma precisamente que su obra predice el advenimiento de la futura y auténtica filosofía española. Sí, eso es algo que no le he objetado, pero sí avisado, porque a lo mejor es verdad pero no lo creo. Pajón me tiene mucho afecto y una gran devoción por mi labor, y él es filósofo; llegó a esa conclusión, que yo no creo, sinceramente. Creo que la fisolofía española ha sido lo bastante fuerte como para haber tenido ya una línea fecunda, con unas cuantas figuras de innegable categoría. Ayer Emst Jünger cumplió cien años y su figura intelectual se eleva de una manera significativa sobre la lectura de nuestro siglo. Obras como El traba­ jador, La tijera, son obras que desde mi punto de vista están aún por leer e interpretar, quizá olvidadas frente a las de Camus o Sartre. ¿Hasta qué punto le ha interesado la obra de Jünger? Debo ser sincero. Debo reconocer que yo he seguido muy poco a Jünger. Estoy relativamente enterado de su significación, pero no he sido realmente un lector de su obra. De modo que todo lo que yo ahora especulase sería segura­ mente muy débil; pero tampoco quiero pasar por un ignorante absoluto: Jünger fue fascista, qué le vamos a hacer, y ello ya me aleja de él; tendría que leer realmente sus obras para matizar. La condición humana es tan miserable a veces, que nos obliga a menudo a armonizar cosas inarmonizables, unas veces por hipocresía y otras de buena fe, porque el ser humano es contradictorio. En mi caso, cuando era un chaval irresponsable, pude justificar la pena de muerte en una serie de casos, pero hace muchos años que sin ninguna clase de matizaciones vengo diciendo «la pena de muerte, nunca». En referencia a la mesa redonda que se celebró ayer [29/III/95] en la Universidad de Barcelona sobre la generación realista [de la cual damos noticia completa en el presente número], alguno de los autores que pertenecieron a la misma señaló que desde un principio quisieron destruirla, que en los últimos quince años tan sólo usted y Alfonso Sastre han podido estrenar con más o menos dificultades, y de cómo esa generación está quedando restringida al estudio de la literatura en el bachillerato. ¿Qué opina usted al respecto? Bueno, no estoy seguro. Probablemente ellos tienen una parte de razón, pero ¿en qué puede haber consistido la que ellos llaman destrucción de la llamada generación realista? Desde luego puede consistir no tanto en una cosa preme­ ditada que pueda haber atañido a una parte de la crítica y a la erosión del inicial prestigio que los autores de esta generación habían podido alcanzar, como al natural desenvolvimiento de las cosas. No lo sé, puede que alguna parte de razón haya en este fenómeno de la destrucción. Creo que también hay que decir que cada uno de los casos es bastante distinto, aunque ellos, en ese sentido, han querido sentirse muy unificados, para aumentar su posible influencia de carácter generacional; pero la verdad es que, examinadas una a una, las divergencias o discrepancias son grandes, en algún caso incluso frente al propio epíteto de realista, que yo tampoco confirmé cuando se rile quiso incluir en tal generación. Ahora bien, es muy cierto en general que en mi caso, tal vez también en el de Sastre, ha habido, si bien en menor proporción que entre los llamados Ese fenómeno es real, pero el espíritu sopla por donde quiere. En los peores momentos de rechazo de las buenas corrientes teatrales, y entre ellas la corriente trágica, hay siempre creadores. Ya en el Siglo de Oro privaba arrolladoramente el optimismo rutinario, por llamarlo así, de la iglesia católica en España, que, como tal, desaconsejaba y en cierto modo impedía las obras realmente trágicas; esto tropezaba con el optimismo final de la confesión católica. Pero ello no impedía que algunas obras, sobre todo de Calderón, no tuvieran un fortísimo contenido trágico, que luego, tal vez, en el final de la obra, pudiera ser no diré edulcorado pero sí matizado, lo cual tampoco va en contra de la tragedia porque, como hemos visto, en algunas de las propias tragedias clásicas hay un final conciliatorio que no lo es menos que el final de, por ejemplo, Fuenteovejuna; entonces, incluso la conciliación final de Fuenteovejuna puede tomarse sin dificultad como una conciliación trágica. La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, tienen un fortísimo contenido trágico, en el buen sentido de la palabra «trágico»: no como imperio de la necesidad. De modo que los más inteligentes de estos autores del pasado también se las ingeniaron para hacer, por lo menos básica­ mente aunque quizá no en la forma, verdaderas tragedias; y esto se hizo bajo el imperio de la Inquisición, que no las veía bien. Por tanto, todo lo que sea atribuir a una postura colectiva y oficiosa el descrédito o la insuficiencia de un género cualquiera, en este caso el trágico, es arriesgado; el estudioso propende a ello porque tiende a hacer clasificaciones. Pero si esto fuera cierto, yo lo he dicho muchas veces y después lo ha dicho Goytisolo, entonces Tolstoi, Chejov, Dostoyevski, Pushkin, la plana mayor de los genios de la literatura rusa, habrían sido mediocres porque trabajaron bajo una censura tan mala como la que hemos tenido nosotros. Torrente Ballester, en su clásico Teatro español contemporáneo, proponía sin embargo una interpretación de ese tipo cuando exponía que la debilidad secular de la burguesía en España junto a la impronta socio-comunitaria que conlleva la vivencia del catolicismo, otorgaban al drama español, práctica­ mente desde el Siglo de Oro hasta ese momento, 1.957, un perfil coral, social, una dialéctica permanente entre individuo y sociedad, que le distanciaba de los modos de introspección individual tan comunes a las dramaturgias de aquellos paises con una secular hegemonía burguesa. En este sentido, resulta cuando menos chocante que Torrente no repare en que el teatro español ya contaba entonces con personajes como el Ignacio de En la ardiente oscuridad, un modelo de introspección y, a la vez, de proyección de ese mundo interior. y aquí podríamos enlazar también con su confesado interés por Ibsen, por cuanto se trata de un autor que, al igual que Strindberg o Chejov, pone de manifiesto lo que Peter Szondi, parafraseando a Rilke, expone en su Teoría del drama moderno, a saber: que la tragedia inmanente de la burguesía no se encuentra en la muerte, sino en la vida misma. ¿Qué piensa de este modelo explicativo de Torrente acerca de la conformación de un teatro español contemporáneo? Vuelvo a decir que, en términos generales, estas simplificaciones o aprecia­ ciones no son mendaces, tienen una parte grande de exactitud porque proceden de un conocimiento correcto de lo real, de lo que ha pasado; pero con las excepciones y matizaciones consiguientes, que son las que a los aficionados a la sociología del arte de nuestro tiempo, que son legión ya veces dañina, se les escapan al querer hacer sus esquemas sociológicos, y en el terreno del arte, cada vez me parece más claro que esos esquemas no funcionan; pueden servir para definir superficialmente cosas que realmente han pasado, pero hay que tener en cuenta las matizaciones excepcionales, porque además son las más importan­ tes. El imperio de la iglesia con su optimismo oficial en los siglos XVI Y XVII es una realidad, pero el más grande autor es Calderón, que es el que la contradice, y mucho. De modo que es en el arte donde la generalidad se quiebra un poco y donde, en cambio, la singularidad del creador eminente determina de hecho lo que ha pasado, la trayectoria real de ese arte. La primera vez que le leí a usted, no tuve conciencia de que le leía puesto que leí a Shakespeare en una traducción suya. Los personajes de Shakespea­ re, como los de la tragedia, ocupan todos los registros de lo humano y sus pasiones, que le arrastran a la «hybris» trágica ... Con las matizaciones de su tiempo, igualmente. Diría que en proporciones desiguales; su obra es tan extensa y tan nutrida; ... hay cosas que no te entran y con otras, en cambio, dices «¡qué barbaridad, qué tío!». Usted, como veíamos anteriormente, también se ha declarado admirador de Ibsen ... Por supuesto, yo leí mucho a Ibsen. Los criterios sociológicos también lo historizan: reducen su obra a tragedia burguesa. Será tragedia burguesa pero es mucho más que eso, la prueba es que se sigue haciendo, porque sucede que tiene algo dentro que no es sólo la tragedia burguesa aunque también lo sea, sino una aproximación a lo fondos más auténticos del ser humano. En la mesa redonda sobre la generación realista que tuvo lugar ayer en la Universidad de Barcelona, a la que aludíamos anteriormente, se dijo que escribir contra el régimen dictatorial de Franco era lo que empujaba a los intelectuales de la época, que escribir la palabra «libertad» era el frontispicio de todos los textos. Cuando hoy llegamos al punto de que los patrones pueden ser socialistas, ¿contra qué se escribe? Contra lo de siempre. No voy a negar que los cambios históricos importan­ tes, como lo fue el cambio de la dictadura franquista a la democracia, determi­ nan variaciones muy considerables. A mí se me ha querido hundir, esta es la palabra si se quiere: «con este cambio, antes era colectivista y crítico social y ahora se ha vuelto intimista»; y yo he dicho: «antes también hacía tales obras intimistas y ahora tengo otras que son también colectivistas». ¿Cambios? Ha habido variaciones, matizaciones; yo he hecho antes y después obras intimistas, que tenían un reflejo social, ¡cómo no!, y he hecho obras de significación más colectiva, en las cuales el problema general tenía importancia principal pero que también estaban hechas a través -porque si no no puedo entender el teatro­ de personajes lo más concretos posibles. Luego vino la transición y uno ha hecho lo mismo; ha hecho obras más volcadas hacia la crítica social y obras más volcadas hacia el problema interno, misterioso incluso, del ser humano, aunque estuviera relacionado asimismo con con un entorno social significativo. Para sus criterios sociológicos de urgencia, necesitan decir que como el tema colec­ tivo había variado, Buero tenía también que haber variado: eso es marxismo de primera instancia, es decir, deleznable; si fuera de segunda instancia ... , pero no han aprendido nada en cuarenta años. Por tanto, la función del teatro es reflejar valores intemporales de la esencia humana, independientemente de la problemática de cada momento histórico. Es eso y lo otro, no lo limitemos. Hay obras de teatro que no han tenido apenas otro significado que el de la crítica concreta a una situación pasajera, y sin embargo eran muy buenas. Si se quiere buscar una fórmula unificadora, digamos: el mejor teatro es el teatro que, sin olvidar los contornos sociales criticables,lo sabe hacer a través de conflictos individuales muy concretos y con frecuencia incluso enigmáticos. Usted ha dicho que Historia de una escalera ya no se repone en el extranjero ... Ni se repone ni se pone. En el extranjero se habrá estrenado en un par de sitios, nada más. Pero Historia de una escalera sigue reflejando una realidad que nos golpea. De alguna manera, siempre nos veremos como hijos de vecinos, y el punto de vista que supone colocar la cámara en un rellano sigue alcanzando a la gente. Ojalá. ¿Cómo se vislumbra el panorama actual de teatro en España desde el privilegio de haber estado en el candelero prácticamente durante cincuenta años? No lo sé. Creo que hay un gran despiste, pero ese despiste puede significar una realidad bullente que se traduzca pronto en cosas verdaderamente esencia­ les. Ahora estoy siendo jurado del premio Lope de Vega, no he podido decir que no, y por este motivo estoy leyendo un montón de obras, la mayoría de ellas presumiblemente de gente joven, de autores de teatro que no han llegado aún a estrenar nada. No es la primera vez que he sido jurado de este premio, y de algunos otros años atrás; la diferencia es considerable: hay una arrolladora
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