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AP Spanish AP Spanish AP Spanish AP Spanish AP Spanish AP Spanish, Apuntes de Literatura

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Tipo: Apuntes

2022/2023

Subido el 13/05/2024

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maria-correia-51 🇪🇸

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¡Descarga AP Spanish AP Spanish AP Spanish AP Spanish AP Spanish AP Spanish y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! AP SPANISH LITERATURE & CULTURE LECTURAS 2 ÍNDICE UNIDAD I LA ÉPOCA MEDIEVAL • Cuento XXXV -El conde Lucanor. Don Juan Manuel. • Romance de la pérdida de alhama UNIDAD II EL SIGLO XVI • Lazarillo de Tormes. • Visión de los vencidos: “Los presagios, según los informantes de Sahagún”. Miguel León-Portilla. • “Segunda carta de relación” Hernán Cortés. • Visión de los vencidos: “Se ha perdido el pueblo mexica”. Miguel León-Portilla. • Soneto XXIII (“En tanto que de rosa y azucena”). Garcilaso de la Vega. 5 UNIDAD VII EL BOOM LATINOAMERICANO • “Borges y yo”. Jorge Luis Borges. • “El sur”. Jorge Luis Borges. • “No oyes ladrar los perros”. Juan Rulfo. • “Chac Mool”. Carlos Fuentes. • “La noche boca arriba”. Julio Cortázar. • “La siesta del martes”. Gabriel García Márquez. • “El ahogado más hermoso del mundo”. Gabriel García Márquez. • “Dos palabras”. Isabel Allende. UNIDAD VIII ESCRITORES CONTEMPORÁNEOS DE ESTADOS UNIDOS Y ESPAÑA • “Mi caballo mago”. Sabine Ulibarrí. • . . . y no se lo tragó la tierra: “. . . y no se lo tragó la tierra”. Tomás Rivera. • . . . y no se lo tragó la tierra: “La noche buena”. Tomás Rivera. • “Como la vida misma”. Rosa Montero. 6 UNIDAD I LA ÉPOCA MEDIEVAL 7 CUENTO XXXV -EL CONDE LUCANOR DON JUAN MANUEL Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde tra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía: -Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga. -Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro1, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis. El conde le rogó que le contase lo sucedido. Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero. En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer. Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, 1 Moro: Perteneciente o relativo a la España musulmana del siglo VIII hasta el XV (RAE) O 10 Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta. Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada: -Levantaos y dadme agua para las manos. La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía. Él le dijo: -¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos. Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo. Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido. Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él: -Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie y preparadme un buen desayuno. Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio, su temor se hizo muy grande. Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles: -¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar? ¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo! 11 Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida. Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le dijo: -En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos: antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra. Y concluyó Patronio: -Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos. El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien. Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así: Si desde un principio no muestras quién eres, nunca podrás después, cuando quisieres. INDICE GENERAL UNIDAD I 12 ROMANCE DE LA PÉRDIDA DE ALHAMA ANÓNIMO aseábase el rey moro por la ciudad de Granada, desde la puerta de Elvira hasta la de Vivarambla -¡Ay de mi Alhama! Cartas le fueron venidas que Alhama era ganada. Las cartas echó en el fuego, y al mensajero matara. -¡Ay de mi Alhama! Descabalga de una mula y en un caballo cabalga, por el Zacatín arriba subido se había al Alhambra. -¡Ay de mi Alhama! Como en el Alhambra estuvo, al mismo punto mandaba que se toquen sus trompetas, sus añafiles de plata. P 15 UNIDAD II EL SIGLO XVI 16 LAZARILLO DE TORMES ANÓNIMO PRÓLOGO o por bien tengo que cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas ni vistas vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite. Y a este propósito dice Plinio que «no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena». Mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello, y así vemos cosas tenidas en poco de algunos que de otros no lo son. Y esto para que ninguna cosa se debría romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y a este propósito dice Tulio: «La honra cría las artes». ¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala tiene más aborrecido el vivir? No, por cierto, mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y, así, en las artes y letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: «¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho Vuestra Reverencia!». Justó muy ruinmente el señor don Fulano y dio el sayete de armas al truhán porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad? Y todo va de esta manera; que, confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada que en este grosero estilo escribo no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades. Y 17 Suplico a Vuestra Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, pareciome no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona; y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando salieron a buen puerto. TRATADO PRIMERO Cuenta Lázaro su vida, y cúyo hijo fue. ues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomole el parto y pariome allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo niño de ocho años achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida. Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos, por ser uno de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla, y metíase a guisar de comer a ciertos estudiantes y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. P 20 Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza; y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía: —Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré. —Y fue así, que, después de Dios, éste me dio la vida y, siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir. 21 Huelgo de contar a Vuestra Merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio. Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, Vuestra Merced sepa que, desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía de coro. Un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión que luego no le decía: —Haced esto, haréis estotro, coged tal yerba, tomad tal raíz. Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decían creían. De éstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año. Mas también quiero que sepa Vuestra Merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi, tanto, que me mataba a mí de hambre y a sí no se demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre. Mas, con todo su saber y aviso, le contraminaba de tal suerte, que siempre o las más veces me cabía lo más y mejor. Para esto, le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y llave; y al meter de las cosas y sacallas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el mundo a hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella laceria que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, 22 por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias blancas, y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que, por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía: —¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha. También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que, en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces, diciendo: «¿Mandan rezar tal y tal oración?», como suelen decir. Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino, cuando comíamos. Yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas turome poco, que en los tragos conocía la falta y, por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió y dende en adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las piernas y atapábale con la mano y así bebía seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor de ella luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se 25 —Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo habréis. —Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía. Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño, si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto. Que, aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía, mas tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor. Y porque vea Vuestra Merced a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da el duro que el desnudo». Y venimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan. Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo de ellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano: para echarlo en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un banquete, así por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo: —Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño. Hecho así el concierto, comenzamos, mas luego al segundo lance, el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía 26 las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo: —Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres. —No comí —dije yo—, más ¿por qué sospecháis eso? Respondió el sagacísimo ciego: —¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas. —Reíme entre mí y, aunque mochacho, noté mucho la discreta consideración del ciego. Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar. Estábamos en Escalona, villa del duque de ella, en mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón; y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que por no ser para la olla debió ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador. El cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado. Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido, por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallose en frío con el frío nabo. Alterose y dijo: 27 —¿Qué es esto, Lazarillo? —¡Lacerado de mí —dije yo—, si queréis a mí echar algo! ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar haría esto. —No, no —dijo él—, que yo no he dejado el asador de la mano, no es posible. Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio, mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantose y asiome por la cabeza y llegose a olerme, y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz, la cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado un palmo, con el pico de la cual me llegó a la gulilla. Con esto y con el gran miedo que tenía y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz medio casi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal maxcada longaniza a un tiempo salieron de mi boca. ¡Oh gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego, que si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones. Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no se las reír. Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía: y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la mitad del camino estaba 30 Pareciole buen consejo y dijo: —Discreto eres, por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados. Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquele de bajo de los portales y llevelo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y díjele: —Tío, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay. Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la prisa que llevábamos de salir del agua que encima nos caía, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí y dijo: —Ponme bien derecho y salta tú el arroyo. Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele: —¡Sus! Saltá todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua. Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza. —¿Cómo, y olistes la longaniza y no el poste? ¡Olé! ¡Olé! —le dije yo. Y déjole en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios de él hizo ni curé de lo saber. 31 TRATADO SEGUNDO Cómo Lázaro se asentó con un clérigo, y de las cosas que con él pasó. tro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad, que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo. Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alexandre Magno, con ser la misma avaricia, como he contado. No digo más sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste: no sé si de su cosecha era o lo había anexado con el hábito de clerecía. Él tenía un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del paletoque, y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí lanzado y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de comer, como suele estar en otras algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla, o en el armario algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran; que me parece a mí que aunque de ello no me aprovechara, con la vista de ello me consolara. Solamente había una horca de cebollas, y tras la llave, en una cámara en lo alto de la casa. De éstas tenía yo de ración una para cuatro días, y cuando le pedía la llave para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba mano al falsopeto y con gran continencia la desataba y me la daba, diciendo: —Toma, y vuélvela luego, y no hagáis sino golosinar. Como si debajo de ella estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo, las cuales él tenía tan bien por cuenta, que si por malos de mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me finaba de hambre. O 32 Pues ya que conmigo tenía poca caridad, consigo usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que partía comigo del caldo, que de la carne ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y pluguiera a Dios que me demediara. Los sábados cómense en esta tierra cabezas de carnero, y enviábame por una, que costaba tres maravedís. Aquélla le cocía, y comía los ojos y la lengua y el cogote y huesos y la carne que en las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos. Y dábamelos en el plato, diciendo: —Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el Papa. —«¡Tal te la dé Dios!», decía yo paso entre mí. A cabo de tres semanas que estuve con él vine a tanta flaqueza, que no me podía tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no tener en qué dalle salto; y aunque algo hubiera, no podia cegalle, como hacía al que Dios perdone —si de aquella calabazada feneció— que todavía, aunque astuto, con faltalle aquel preciado sentido, no me sentía; más estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenía. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caía que no era de él registrada: el un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el caxco como si fueran de azogue; cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta y, acabado el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponía sobre el altar. No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él viví o, por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino, mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz compasaba de tal forma, que le turaba toda la semana. Y por ocultar su gran mezquindad decíame: —Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros. Mas el lacerado mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador. Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino entonces, y esto era porque comíamos bien y me 35 partí un poco al pelo que él estaba, y con aquél pasé aquel día, no tan alegre como el pasado. Mas como la hambre creciese, mayormente que tenía el estómago hecho a más pan aquellos dos o tres días ya dichos, moría mala muerte: tanto, que otra cosa no hacía, en viéndome solo, sino abrir y cerrar el arca y contemplar en aquella cara de Dios, que así dicen los niños. Mas el mismo Dios, que socorre a los afligidos, viéndome en tal estrecho, trujo a mi memoria un pequeño remedio; que, considerando entre mí, dije: «Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños agujeros. Puédese pensar que ratones, entrando en él, hacen daño a este pan. Sacarlo entero no es cosa conveniente, porque verá la falta el que en tanta me hace vivir. Esto bien se sufre». Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí estaban, y tomo uno y dejo otro, de manera que en cada cual de tres o cuatro desmigajé su poco. Después, como quien toma gragea, lo comí y algo me consolé. Mas él, como viniese a comer y abriese el arca, vio el mal pesar y sin duda creyó ser ratones los que el daño habían hecho, porque estaba muy al propio contrahecho de como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro y viole ciertos agujeros por do sospechaba habían entrado. Llamome, diciendo: —¡Lázaro! ¡Mira, mira qué persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan! Yo híceme muy maravillado, preguntándole qué sería. —¡Qué ha de ser! —dijo él—. Ratones, que no dejan cosa a vida. Pusímonos a comer, y quiso Dios que aun en esto me fue bien, que me cupo más pan que la laceria que me solía dar, porque rayó con un cuchillo todo lo que pensó ser ratonado, diciendo: —Cómete eso, que el ratón cosa limpia es. Y así, aquel día, añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas, por mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba. Y luego me vino otro sobresalto, que fue verle andar solícito quitando clavos de paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca. «¡Oh, Señor mío 36 —dije yo entonces—, a cuánta miseria y fortuna y desastres estamos puestos los nacidos y cuán poco duran los placeres de esta nuestra trabajosa vida! Heme aquí que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y pasar mi laceria y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura. Mas no quiso mi desdicha, despertando a este lacerado de mi amo y poniéndole más diligencia de la que él de suyo se tenía (pues los míseros por la mayor parte nunca de aquélla carecen), agora, cerrando los agujeros del arca, cerrase la puerta a mi consuelo y la abriese a mis trabajos». Así lamentaba yo, en tanto que mi solícito carpintero, con muchos clavos y tablillas, dio fin a sus obras, diciendo: —Agora, donos traidores ratones, conviéneos mudar propósito, que en esta casa mala medra tenéis. De que salió de su casa, voy a ver la obra y hallé que no dejó en la triste y vieja arca agujero ni aun por donde le pudiese entrar un moxquito. Abro con mi desaprovechada llave, sin esperanza de sacar provecho, y vi los dos o tres panes comenzados, los que mi amo creyó ser ratonados, y de ellos todavía saqué alguna laceria, tocándolos muy ligeramente, a uso de esgremidor diestro. Como la necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta siempre, noche y día estaba pensando la manera que ternía en sustentar el vivir. Y pienso, para hallar estos negros remedios, que me era luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se avisa, y al contrario con la hartura, y así era por cierto en mí. Pues estando una noche desvelado en este pensamiento, pensando cómo me podría valer y aprovecharme del arcaz, sentí que mi amo dormía, porque lo mostraba con roncar y en unos resoplidos grandes que daba cuando estaba durmiendo. Levanteme muy quedito y, habiendo en el día pensado lo que había de hacer y dejado un cuchillo viejo que por allí andaba en parte do le hallase, voyme al triste arcaz, y por do había mirado tener menos defensa le acometí con el cuchillo, que a manera de barreno de él usé. Y como la antiquísima arca, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un buen agujero. Esto hecho, abro muy paso la llagada arca, y, al tiento, del pan que hallé partido hice según desuso está escrito. Y con aquello 37 algún tanto consolado, tornando a cerrar me volví a mis pajas, en las cuales reposé y dormí un poco. Lo cual yo hacía mal, y echábalo al no comer, y así sería, porque cierto en aquel tiempo no me debían de quitar el sueño los cuidados del rey de Francia. Otro día fue por el señor mi amo visto el daño, así del pan como del agujero que yo había hecho, y comenzó a dar al diablo los ratones y decir: —¿Qué diremos a esto? ¡Nunca haber sentido ratones en esta casa sino agora! Y sin duda debía de decir verdad. Porque si casa había de haber en el reino justamente de ellos privilegiada, aquélla de razón había de ser, porque no suelen morar donde no hay qué comer. Torna a buscar clavos por la casa y por las paredes, y tablillas a atapárselos. Venida la noche y su reposo, luego era yo puesto en pie con mi aparejo, y cuantos él tapaba de día destapaba yo de noche. En tal manera fue y tal prisa nos dimos, que sin duda por esto se debió decir: «Donde una puerta se cierra, otra se abre». Finalmente, parecíamos tener a destajo la tela de Penélope, pues cuanto él tejía de día rompía yo de noche, ca en pocos días y noches pusimos la pobre despensa de tal forma, que quien quisiera propiamente de ella hablar más corazas viejas de otro tiempo que no arcaz la llamara, según la clavazón y tachuelas sobre sí tenía. De que vio no le aprovechar nada su remedio, dijo: —Este arcaz está tan maltratado y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se defienda; y va ya tal, que si andamos más con él nos dejará sin guarda. Y aun lo peor, que, aunque hace poca, todavía hará falta faltando y me pondrá en costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquí no aprovecha: armaré por de dentro a estos ratones malditos. Luego buscó prestada una ratonera, y, con cortezas de queso que a los vecinos pedía, contino el gato estaba armado dentro del arca. Lo cual era para mí singular auxilio, porque, puesto caso que yo no había menester muchas salsas para comer, todavía me holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera sacaba, y, sin esto, no perdonaba el ratonar del bodigo. Como hallase el pan ratonado y el queso comido y no cayese el ratón que lo comía, dábase al diablo, preguntaba a los vecinos qué podría ser comer el queso y sacarlo de la ratonera y no caer ni quedar dentro el ratón y hallar caída la 40 —¿Qué es esto? Respondióme el cruel sacerdote: —A fe que los ratones y culebras que me destruían ya los he cazado. Y miré por mí y vime tan maltratado, que luego sospeché mi mal. A esta hora entró una vieja que ensalmaba, y los vecinos; y comiénzanme a quitar trapos de la cabeza y curar el garrotazo; y como me hallaron vuelto en mi sentido, holgáronse mucho y dijeron: —Pues ha tornado en su acuerdo, placerá a Dios no será nada. Ahí tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reírlas, y yo, pecador, a llorarlas. Con todo esto, diéronme de comer, que estaba transido de hambre, y apenas me pudieron demediar. Y así, de poco en poco, a los quince días me levanté y estuve sin peligro mas no sin hambre y medio sano. Luego otro día que fui levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacome la puerta fuera; y, puesto en la calle, díjome: —Lázaro, de hoy más eres tuyo y no mío. Busca amo y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañía tan diligente servidor. No es posible sino que hayas sido mozo de ciego. Y santiguándose de mí, como si yo estuviera endemoniado, se torna a meter en casa y cierra su puerta. TRATADO TERCERO Cómo Lázaro se asentó con un escudero, y de lo que le acaeció con él. e esta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di comigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde, con la merced de Dios, dende a quince días se me cerró la herida. Y mientras estaba malo siempre me daban alguna limosna, mas después que estuve sano todos me decían: —Tú bellaco y gallofero eres. Busca, busca un amo a quien sirvas. D 41 —¿Y adónde se hallará ése —decía yo entre mí—, si Dios agora de nuevo, como crió el mundo, no le criase? Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad se subió al cielo, topome Dios con un escudero que iba por la calle con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Mirome, y yo a él, y díjome: —Mochacho, ¿buscas amo? Yo le dije: —Sí, señor. —Pues vente tras mí —me respondió—, que Dios te ha hecho merced en topar comigo; alguna buena oración rezaste hoy. Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parecía, según su hábito y continente, ser el que yo había menester. Era de mañana cuando este mi tercero amo topé, y llevome tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba, y aun deseaba, que allí me quería cargar de lo que se vendía, porque ésta era propia hora cuando se suele proveer de lo necesario, mas muy a tendido paso pasaba por estas cosas. «Por ventura no lo vee aquí a su contento —decía yo— y querrá que lo compremos en otro cabo». De esta manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él, y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia. A buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que debía ser hombre mi nuevo amo que se proveía en junto y que ya la comida estaría a punto tal y como yo la deseaba y aun la había menester. En este tiempo dio el reloj la una después de mediodía, y llegamos a una casa, ante la cual mi amo se paró, y yo con él, y derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa. La cual tenía la entrada oscura y lóbrega de tal manera, que parece que 42 ponía temor a los que en ella entraban, aunque dentro de ella estaba un patio pequeño y razonables cámaras. Desque fuimos entrados, quita de sobre sí su capa, y, preguntando si tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos, y, muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la puso en él. Y hecho esto, sentose cabo de ella, preguntándome muy por extenso de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad. Y yo le di más larga cuenta que quisiera, porque me parecía más conveniente hora de mandar poner la mesa y escudillar la olla que de lo que me pedía. Con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás, porque me parecía no ser para en cámara. Esto hecho, estuvo así un poco, y yo luego vi mala señal, por ser ya casi las dos y no le ver más aliento de comer que a un muerto. Después de esto, consideraba aquel tener cerrada la puerta con llave ni sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras. Finalmente, ella parecía casa encantada. Estando así, díjome: —Tú, mozo, ¿has comido? —No, señor —dije yo—, que aún no eran dadas las ocho cuando con Vuestra Merced encontré. —Pues aunque de mañana, yo había almorzado, y cuando así como algo, hágote saber que hasta la noche me estoy así. Por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos. Vuestra Merced crea, cuando esto le oí, que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allí se me representaron de nuevo mis fatigas y torné a llorar mis trabajos. Allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que aunque aquél era desventurado y mísero, por ventura toparía con otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y con todo, disimulando lo mejor que pude, le dije: 45 carne; y también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual con el sueño no tenía amistad. Maldíjeme mil veces, Dios me lo perdone, y a mi ruin fortuna, allí lo más de la noche; y lo peor: no osándome revolver por no despertalle, pedí a Dios muchas veces la muerte. La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa, y yo que le servía de pelillo. Y vísteseme muy a su placer, de espacio. Echele aguamanos, peinose y púsose su espada en el talabarte y al tiempo que la ponía díjome: —¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese. Mas así ninguna de cuantas Antonio hizo no acertó a ponelle los aceros tan prestos como ésta los tiene. Y sacola de la vaina y tentola con los dedos, diciendo: —¿Vesla aquí? Yo me obligo con ella a cercenar un copo de lana. —Y yo dije entre mí: «Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras». Tornola a meter y ciñósela, y un sartal de cuentas gruesas del talabarte. Y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta diciendo: —Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oír misa, y haz la cama y ve por la vasija de agua al río, que aquí bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos hurten algo, y ponla aquí al quicio, porque si yo viniere en tanto pueda entrar. Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara ser muy cercano pariente al Conde de Arcos o a lo menos camarero que le daba de vestir. «¡Bendito seáis Vós, Señor —quedé yo diciendo—, que dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién encontrara a aquel mi señor que no piense, según el contento de sí lleva, haber anoche bien cenado y dormido en buena cama, y, aunque agora es de mañana, no le cuenten por bien almorzado? 46 ¡Grandes secretos son, Señor, los que Vós hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañara aquella buena disposición y razonable capa y sayo? Y ¿quién pensará que aquel gentil hombre se pasó ayer todo el día con aquel mendrugo de pan que su criado Lázaro trujo un día y una noche en el arca de su seno, do no se le podía pegar mucha limpieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de manos se hacía servir de la halda del sayo? Nadie, por cierto, lo sospechará. ¡Oh, Señor, y cuántos de aquéstos debéis Vós tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que llaman honra lo que por Vós no sufrirán!». Así estaba yo a la puerta, mirando y considerando estas cosas, hasta que el señor mi amo traspuso la larga y y angosta calle. Torneme a entrar en casa, y en un credo la anduve toda, alto y bajo, sin hacer represa ni hallar en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y doy conmigo en el río, donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, al parecer de las que en aquel lugar no hacen falta, antes muchas tienen por estilo de irse a las mañanicas del verano a refrescar y almorzar, sin llevar qué, por aquellas frescas riberas, con confianza que no ha de faltar quien se lo dé, según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar. Y, como digo, él estaba entre ellas, hecho un Macías, diciéndoles más dulzuras que Ovidio escribió. Pero como sintieron de él que estaba bien enternecido, no se les hizo de vergüenza pedirle de almorzar, con el acostumbrado pago. Él, sintiéndose tan frío de bolsa cuanto caliente del estómago, tomole tal calofrío, que le robó la color del gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas no validas. Ellas, que debían ser bien instituidas, como le sintieron la enfermedad, dejáronle para el que era. Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas con los cuales me desayuné, con mucha diligencia —como mozo nuevo—, sin ser visto de mi amo, torné a casa, de la cual pensé barrer alguna parte, que era bien menester, mas no hallé con qué. Púseme a pensar qué haría, y pareciome esperar a mi amo hasta que el día demediase, y si viniese y por ventura trajese algo que comiésemos, mas en vano fue mi esperanza. Desque vi ser las dos y no venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave do mandó y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz e inclinadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su 47 nombre, comienzo a pedir pan por las puertas y casas más grandes que me parecía. Mas como yo este oficio le hubiese mamado en la leche, quiero decir que con el gran maestro el ciego lo aprendí, tan suficiente discípulo salí que, aunque en este pueblo no había caridad ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di, que antes que el reloj diese las cuatro ya yo tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo y más de otras dos en las mangas y senos. Volvime a la posada, y al pasar por la tripería pedí a una de aquellas mujeres, y diome un pedazo de uña de vaca, con otras pocas de tripas cocidas. Cuando llegué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y él paseándose por el patio. Como entro, vínose para mí. Pensé que me quería reñir la tardanza, mas mejor lo hizo Dios. Preguntome dó venía. Yo le dije: —Señor, hasta que dio las dos estuve aquí, y de que vi que Vuestra Merced Merced no venía, fuime por esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis. Mostrele el pan y las tripas, que en un cabo de la halda traía, a lo cual él mostró buen semblante, y dijo: —Pues esperado te he a comer, y de que vi que no veniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en eso, que más vale pedillo por Dios que no hurtallo. Y así Él me ayude como ello me parece bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives conmigo, por lo que toca a mi honra. Aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir! —De eso pierda, señor, cuidado —le dije yo—, que maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa cuenta ni yo de dalla. —Agora, pues, come, pecador, que si a Dios place, presto nos veremos sin necesidad. Aunque te digo que después que en esta casa entré nunca bien me ha ido. Debe ser de mal suelo, que hay casas desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Ésta debe de ser, sin duda, de ellas, mas yo te prometo, acabado el mes, no quede en ella aunque me la den por mía. Senteme al cabo del poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda. Y comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al 50 Y así, ejecutando la ley, desde a cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles. Lo cual me puso tan gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar. Aquí viera quien vello pudiera la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los moradores de ella: tanto, que nos acaeció estar dos o tres días sin comer bocado ni hablar palabra. A mí diéronme la vida unas mujercillas hilanderas de algodón que hacían bonetes y vivían par de nosotros, con las cuales yo tuve vecindad y conocimiento. Que, de la laceria que les traía, me daban alguna cosilla, con la cual muy pasado me pasaba. Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho días maldito el bocado que comió. A lo menos en casa, bien los estuvimos sin comer: no sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y velle venir a mediodía la calle abajo, con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo que tocaba a su negra que dicen honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los que nada entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal solar, diciendo: —Malo está de ver, que la desdicha de esta vivienda lo hace. Como ves, es lóbrega, triste, oscura. Mientras aquí estuviéremos, hemos de padecer. Ya deseo que se acabe este mes por salir de ella. Pues estando en esta afligida y hambrienta persecución, un día, no sé por cuál dicha o ventura, en el pobre poder de mi amo entró un real, con el cual él vino a casa tan ufano como si tuviera el tesoro de Venecia, y con gesto muy alegre y risueño me lo dio, diciendo: —Toma Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano. Ve a la plaza y merca pan y vino y carne: ¡quebremos el ojo al diablo! Y más te hago saber, porque te huelgues: que he alquilado otra casa y en esta desastrada no hemos de estar más de en cumpliendo el mes. ¡Maldita sea ella y el que en ella puso la primera teja, que con mal en ella entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de 51 vino ni bocado de carne no he comido, ni he habido descanso ninguno, mas ¡tal vista tiene y tal oscuridad y tristeza! Ve y ven presto, y comamos hoy como condes. Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles prisa, comienzo a subir mi calle, encaminando mis pasos para la plaza, muy contento y alegre. Mas ¿qué me aprovecha, si está constituido en mi triste fortuna que ningún gozo me venga sin zozobra? Y así fue éste. Porque yendo la calle arriba, echando mi cuenta en lo que le emplearía que fuese mejor y más provechosamente gastado, dando infinitas gracias a Dios que a mi amo había hecho con dinero, a deshora me vino al encuentro un muerto, que por la calle abajo muchos clérigos y gente en unas andas traían. Arrimeme a la pared, por darles lugar, y desque el cuerpo pasó venían luego a par del lecho una que debía ser su mujer del difunto, cargada de luto, y con ella otras muchas mujeres; la cual iba llorando a grandes voces y diciendo: —Marido y señor mío, ¿adónde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben! Yo que aquello oí, juntóseme el cielo con la tierra y dije: «¡Oh desdichado de mí! Para mi casa llevan este muerto». Dejo el camino que llevaba y hendí por medio de la gente y vuelvo por la calle abajo, a todo el más correr que pude, para mi casa; y entrando en ella, cierro a grande prisa, invocando el auxilio y favor de mi amo, abrazándome de él, que me venga a ayudar y a defender la entrada. El cual, algo alterado, pensando que fuese otra cosa, me dijo: —¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces das? ¿Qué has? ¿Por qué cierras la puerta con tal furia? —¡Oh señor —dije yo—, acuda aquí, que nos traen acá un muerto! —¿Cómo así? —respondió él. —Aquí arriba lo encontré, y venía diciendo su mujer: «Marido y señor mio, ¿adónde os llevan? ¡A la casa lóbrega y oscura, a la casa triste y desdichada, a la casa donde nunca comen ni beben!». Acá, señor, nos le traen. 52 Y ciertamente cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy risueño, rió tanto, que muy gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo tenía ya yo echada el aldaba a la puerta y puesto el hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavía me recelaba que nos le habían de meter en casa. Y desque fue ya más harto de reír que de comer, el bueno de mi amo díjome: —Verdad es, Lázaro: según la viuda lo va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste; mas, pues Dios lo ha hecho mejor y pasan adelante, abre, abre, y ve por de comer. —Dejálos, señor, acaben de pasar la calle —dije yo. Al fin vino mi amo a la puerta de la calle, y ábrela esforzándome, que bien era menester, según el miedo y alteración, y me tornó a encaminar. Mas aunque comimos bien aquel día, maldito el gusto yo tomaba en ello, ni en aquellos tres días torné en mi color. Y mi amo, muy risueño todas las veces que se le acordaba aquella mi cosideración. De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, algunos días, y en todos deseando saber la intención de su venida y estada en esta tierra; porque, desde el primer día que con él asenté, le conocí ser extranjero, por el poco conocimiento y trato que con los naturales de ella tenía. Al fin se cumplió mi deseo y supe lo que deseaba, porque un día que habíamos comido razonablemente y estaba algo contento, contome su hacienda y díjome ser de Castilla la Vieja y que había dejado su tierra no más de por no quitar el bonete a un caballero su vecino. —Señor —dije yo—, si él era lo que decís y tenía más que vós, ¿no errábades en no quitárselo primero, pues decís que él también os lo quitaba? —Sí es, y sí tiene, y también me lo quitaba él a mí; mas, de cuantas veces yo se le quitaba primero, no fuera malo comedirse él alguna y ganarme por la mano. —Paréceme, señor —le dije yo—, que en eso no mirara, mayormente con mis mayores que yo y que tienen más. —Eres mochacho —me respondió— y no sientes las cosas de la honra, en que el día de hoy está todo el caudal de los hombres de bien. Pues hágote saber que yo soy, como vees, un escudero, más vótote a Dios, si al conde topo en la calle 55 Ellos me preguntaron por él y díjele que no sabía adónde estaba y que tampoco había vuelto a casa desde que salió a trocar la pieza, y que pensaba que de mí y de ellos se había ido con el trueco. De que esto me oyeron, van por un alguacil y un escribano, y helos do vuelven luego con ellos y toman la llave y llámanme y llaman testigos y abren la puerta y entran a embargar la hacienda de mi amo hasta ser pagados de su deuda. Anduvieron toda la casa y halláronla desembarazada como he contado, y dícenme: —¿Qué es de la hacienda de tu amo, sus arcas y paños de pared y alhajas de casa? —No sé yo eso —les respondí. —Sin duda —dicen ellos— esta noche lo deben de haber alzado y llevado a alguna parte. Señor alguacil, prended a este mozo, que él sabe dónde está. En esto vino el alguacil y echome mano por el collar del jubón, diciendo: —Mochacho, tú eres preso si no descubres los bienes de este tu amo. Yo, como en otra tal no me hubiese visto —porque asido del collar sí había sido muchas veces, mas era mansamente de él trabado, para que mostrase el camino al que no vía—, yo hube mucho miedo y llorando prometíle de decir lo que preguntaban. —Bien está —dicen ellos—, pues di lo que sabes y no hayas temor. Sentose el escribano en un poyo para escribir el inventario, preguntándome qué tenía. Señores —dije yo—, lo que este mi amo tiene, según él me dijo, es un muy buen solar de casas y un palomar derribado. —Bien está —dicen ellos—. Por poco que eso valga, hay para nos entregar de la deuda. Y ¿a qué parte de la ciudad tiene eso? —me preguntaron. —En su tierra —les respondí. —Por Dios que está bueno el negocio —dijeron ellos—. Y ¿adónde es su tierra? 56 —De Castilla la Vieja me dijo él que era —les dije yo. Riéronse mucho el alguacil y el escribano, diciendo: —Bastante relación es ésta para cobrar vuestra deuda, aunque mejor fuese. Las vecinas, que estaban presentes, dijeron: —Señores, éste es un niño inocente y ha pocos días que está con ese escudero y no sabe de él más que vuesas merecedes, sino cuanto el pecadorcico se llega aquí a nuestra casa y le damos de comer lo que podemos, por amor de Dios, y a las noches se iba a dormir con él. Vista mi inocencia, dejáronme, dándome por libre. Y el alguacil y el escribano piden al hombre y a la mujer sus derechos. Sobre lo cual tuvieron gran contienda y ruido, porque ellos alegaron no ser obligados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el embargo. Los otros decían que habían dejado de ir a otro negocio que les importaba más por venir a aquél. Finalmente, después de dadas muchas voces, al cabo carga un porquerón con el viejo alfámar de la vieja —aunque no iba muy cargado—. Allá van todos cinco dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que el pecador alfámar pagara por todos, y bien se empleaba, pues el tiempo que había de reposar y descansar de los trabajos pasados se andaba alquilando. Así, como he contado me dejó mi pobre tercero amo, do acabé de conocer mi ruin dicha, pues, señalándose todo lo que podría contra mí, hacía mis negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser dejados de los mozos, en mí no fuese así, mas que mi amo me dejase y huyese de mí. 57 TRATADO SÉPTIMO . Cómo Lázaro se asentó con un alguacil, y de lo que le acaeció con él. espedido del capellán, asenté por hombre de justicia con un alguacil, mas muy poco viví con él, por parecerme oficio peligroso: mayormente que una noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a palos unos retraídos, y a mi amo, que esperó, trataron mal, más a mí no me alcanzaron. Con esto renegué del trato. Y pensando en qué modo de vivir haría mi asiento, por tener descanso y ganar algo para la vejez, quiso Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera provechosa. Y con favor que tuve de amigos y señores, todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que medre sino los que le tienen. En el cual el día de hoy vivo y resido a servicio de Dios y de Vuestra Merced. Y es que tengo cargo de pregonar los vinos que en esta ciudad se venden, y en almonedas y cosas perdidas, acompañar los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delitos: pregonero, hablando en buen romance. Hame sucedido tan bien y yo le he usado tan fácilmente, que casi todas las cosas al oficio tocantes pasan por mi mano: tanto, que en toda la ciudad, el que ha de echar vino a vender o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho. En este tiempo, viendo mi habilidad y buen vivir, teniendo noticia de mi persona el señor arcipreste de San Salvador, mi señor, y servidor y amigo de Vuestra Merced, porque le pregonaba sus vinos, procuró casarme con una criada suya. Y visto por mí que de tal persona no podía venir sino bien y favor, acordé de lo hacer. Y, así, me casé con ella, y hasta agora no estoy arrepentido, porque, allende de ser buena hija y diligente servicial, tengo en mi señor el arcipreste todo favor y ayuda. Y siempre en el año le da, en veces, al pie de una carga de trigo; por las Pascuas, su carne; y cuando el par de los bodigos, las calzas viejas que deja. E hízonos alquilar una casilla par de la suya; los domingos y fiestas, casi todas las comíamos en su casa. D 60 VISIÓN DE LOS VENCIDOS: “LOS PRESAGIOS, SEGÚN LOS INFORMANTES DE SAHAGÚN” MIGUEL LEÓN-PORTILLA Los documentos indígenas que se presentan en los trece primeros capítulos de este libro comprenden hechos acaecidos desde poco antes de la llegada de los españoles a las costas del Golfo de México, hasta el cuadro final, México-Tenochtitlan en poder de los conquistadores. Los dos últimos capítulos, el XIV y el XV ofrecen a manera de conclusión, la relación acerca de la Conquista, escrita en 1528 por varios informantes anónimos de Tlatelolco, así como unos cuantos ejemplos de célebres icnocuícatl "cantares tristes" de la Conquista. Ordenando los varios textos en función de la secuencia cronológica de los hechos y acciones de la Conquista, se dan en algunos casos testimonios que presentan ciertas variantes y divergencias. Sin pretender resolver aquí los problemas históricos que plantean tales variantes, fundamentalmente interesa el valor humano de los textos, que reflejan, más que los hechos históricos mismos, el modo como los vieron e interpretaron los indios nahuas de diversas ciudades y procedencias. En este primer capítulo transcribimos la versión del náhuatl preparada por el doctor Garibay, de los textos de los informantes indígenas de Sahagún contenidos al principio del libro XII del Códice Florentino, así como una breve sección tomada de la Historia de Tlaxcala de Diego Muñoz Camargo, que como se indicó: en la Introducción General, emparentado con la nobleza indígena de dicho señorío, refleja en sus escritos la opinión de los indios tlaxcaltecas, aliados de Cortés. Ambos documentos, que guardan estrecha semejanza, narran una serie de prodigios y presagios funestos que afirmaron ver los mexicas y de manera especial Motecuhzoma, desde unos diez años 61 antes de la llegada de los españoles. Se transcribe primero el texto de los informantes de Sahagún, de acuerdo con el Códice Florentino y a continuación el testimonio del autor de la Historia de Tlaxcala. Fuente: http://biblioweb.tic.unam.mx/libros/vencidos/cap1.html Los presagios, según los informantes de Sahagún rimer presagio funesto: Diez años antes de venir los españoles primeramente se mostró un funesto presagio en el cielo. Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora: se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando en el cielo. Ancha de asiento, angosta de vértice. Bien al medio del cielo, bien al centro del cielo llegaba, bien al cielo estaba alcanzando. Y de este modo se veía: allá en el oriente se mostraba: de este modo llegaba a la medianoche. Se manifestaba: estaba aún en el amanecer; hasta entonces la hacia desaparecer el Sol. Y en el tiempo en que estaba apareciendo: por un año venia a mostrarse. Comenzó en el año 12 Casa. Pues cuando se mostraba había alboroto general: se daban palmadas en los labios las gentes; había un gran azoro; hacían interminables comentarios. egundo presagio funesto: que sucedió aquí en México: por su propia cuenta se abrasó en llamas, se prendió en fuego: nadie tal vez le puso fuego, sino por su espontánea acción ardió la casa de Huitzilopochtli. Se llamaba su sitio divino, el sitio denominado " Tlacateccan" ("Casa de mando"). Se mostró: ya arden las columnas. De adentro salen acá las llamas de fuego, las lenguas de fuego, las llamaradas de fuego. Rápidamente en extremo acabó el fuego todo el maderamen de la casa. Al momento hubo vocerío estruendoso; dicen: "¡Mexicanos, venid de prisa: se apagará! ¡Traed vuestros cántaros!..."Pero cuando le echaban agua, cuando P S 62 intentaban apagarla, sólo se enardecía flameando más. No pudo apagarse: del todo ardió. ercer presagio funesto: Fue herido por un rayo un templo. Sólo de paja era: en donde se llama "Tzummulco".1 El templo de Xiuhtecuhtli. No llovía recio, solo lloviznaba levemente. Así, se tuvo por presagio; decían de este modo: "No más fue golpe de Sol." Tampoco se oyó el trueno. uarto presagio funesto: Cuando había aún Sol, cayó un fuego. En tres partes dividido: salió de donde el Sol se mete: iba derecho viendo a donde sale el Sol: como si fuera brasa, iba cayendo en lluvia de chispas. Larga se tendió su cauda; lejos llegó su cola. Y cuando visto fue, hubo gran alboroto: como si estuvieran tocando cascabeles. uinto presagio funesto: Hirvió el agua: el viento la hizo alborotarse hirviendo. Como si hirviera en furia, como si en pedazos se rompiera al revolverse. Fue su impulso muy lejos, se levanto muy alto. Llegó a los fundamentos de las casas: y derruidas las casas, se anegaron en agua. Eso fue en la laguna que está junto a nosotros. exto presagio funesto: muchas veces se oía: una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando grandes gritos: -¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos! Y a veces decía: -Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré? 2 éptimo presagio funesto: Muchas veces se atrapaba, se cogía algo en redes. Los que trabajaban en el agua cogieron cierto pájaro ceniciento como si fuera grulla. Luego lo llevaron a mostrar a Motecuhzoma, en la Casa de lo Negro (casa de estudio mágico) . Había llegado el Sol a su apogeo: era el medio día. Había uno como espejo en la cabeza del pájaro como rodaja de huso, en espiral y en rejuego: era como si estuviera perforado en su medianía. Allí se veía el cielo: las estrellas, el Mastelejo. Y Motecuhzoma lo tuvo a muy mal presagio, cuando vio las estrellas y el Mastelejo Pero cuando vio por segunda vez la cabeza del pájaro, nuevamente vio allá en lontananza; como si algunas personas vinieran de prisa; bien estiradas; dando T C Q S S 65 Presagios Funestos (Codice Florentino) l tercer prodigio y señal fue que un rayo cayó en un templo idolátrico que tenía la techumbre pajiza, que los naturales llamaban Xacal, el cual templo los naturales llamaban Tzonmolco, que era dedicado al ídolo Xiuhtecuhtli, lloviendo una agua menuda como una mullisma cayó del cielo sin trueno ni relámpago alguno sobre el dicho templo. Lo cual asimismo tuvieron por gran abusión, agüero y prodigio de muy mala señal, y se quemó y abrasó todo. El cuarto prodigio fue, que siendo de día y habiendo sol, salieron cometas del cielo por el aire y de tres en tres por la parte de Occidente "que corrían hasta Oriente", con toda fuerza y violencia, que iban desechando y desapareciendo de sí brasas de fuego o centellas por donde corrían hasta el Oriente, y llevaban tan grandes colas, que tomaban muy gran distancia su largor y grandeza; y al tiempo que estas señales se vieron, hubo alboroto, y asimismo muy gran ruido y gritería y alarido de gentes. El quinto prodigio y señal fue que se alteró la laguna mexicana sin viento alguno, la cual hervía y rehervía y espumaba en tanta manera que se levantaba y alzaba en gran altura, de tal suerte, que el agua llegaba a bañar a más de la E 66 mitad de las casas de México, y muchas de ellas se cayeron y hundieron; y las cubrió y del todo se anegaron. El sexto prodigio y señal fue que muchas veces y muchas noches, se oía una voz de mujer que a grandes voces lloraba y decía, anegándose con mucho llanto y grandes sollozos y suspiros: ¡Oh hijos míos! del todo nos vamos ya a perder... e otras veces decía: Oh hijos míos ¿a dónde os podré llevar y esconder. . . ? El séptimo prodigio fue que los laguneros de la laguna mexicana, nautas y piratas o canoístas cazadores, cazaron una ave parda a manera de grulla, la cual incontinente la llevaron a Motecuhzoma para que la viese, el cual estaba en los Palacios de la sala negra habiendo ya declinado el sol hacia el Poniente, que era de día claro, la cual ave era tan extraña y de tan gran admiración, que no se puede imaginar ni encarecer su gran extrañeza, la cual tenía en la cabeza una diadema redonda de la forma de un espejo redondo muy diáfano, claro y transparente, por la que se veía el cielo y los mastelejos "y estrellas" que los astrólogos llaman el signo de Géminis; y cuando esto vio Motecuhzoma le tuvo gran extrañeza y maravilla por gran agüero, prodigio, abusión y mala señal en ver por aquella diadema de aquel pájaro estrellas del cielo. Y tornando segunda vez Motecuhzoma a ver y admirar por la diadema y cabeza del pájaro vio grande número de gentes, que venían marchando desparcidas y en escuadrones de mucha ordenanza, muy aderezados y a guisa de guerra,y batallando unos contra otros escaramuceando en figura de venados y otros animales, y entonces, como viese tantas visiones y tan disformes, mandó llamar a sus agoreros y adivinos que eran tenidos por sabios. Habiendo venido a su presencia, les dijo la causa de su admiración. Habéis de saber mis queridos sabios amigos, cómo yo he visto grandes y extrañas cosas por una diadema de un pájaro que me han traído por cosa nueva y extraña que jamás otra como ella se ha visto ni cazado, y por la misma diadema que es transparente como un espejo, he visto una manera de unas gentes que vienen en ordenanza, y porque los veáis, vedle vosotros y veréis lo propio que yo he visto. Y queriendo responder a su señor de lo que les había parecido cosa tan inaudita, para idear sus juicios, adivinanzas y conjeturas o pronósticos, luego de improviso se desapareció el pájaro, y así no pudieron dar ningún juicio ni pronóstico cierto y verdadero. 67 El octavo prodigio y señal de México, fue que muchas veces se aparecían y veían dos hombres unidos en un cuerpo que los naturales los llaman Tlacantzolli.5 Y otras veían cuerpos, con dos cabezas procedentes de un solo cuerpo, los cuales eran llevados al palacio de la sala negra del gran Motecuhzoma, en donde llegando a ella desaparecían y se hacían invisibles todas estas señales y otras que a los naturales les pronosticaban su fin y acabamiento, porque decían que había de venir el fin y que todo el mundo se había de acabar y consumir, de que habían de ser creadas otras nuevas gentes e venir otros nuevos habitantes del mundo. Y así andaban tan tristes y despavoridos que no sabían que juicio sobre esto habían de hacer sobre cosas tan raras, peregrinas, tan nuevas y nunca vistas y oídas. Los presagios y señales acaecidos en Tlaxcala in estas señales, hubo otras en esta provincia de Tlaxcala antes de la venida de los españoles, muy poco antes. La primera señal fue que cada mañana se veía una claridad que salía de las partes de Oriente, tres horas antes que el sol saliese, la cual claridad era a manera de una niebla blanca muy clara, la cual subía hasta el cielo, y no sabiéndose que pudiera ser ponía gran espanto y admiración. También veían otra señal maravillosa, y era que se levantaba un remolino de polvo a manera de una manga, la cual se levantaba desde encima de la Sierra "Matlalcueye" que llaman agora la Sierra de Tlaxcalla, la cual manga subía a tanta altura, que parecía llegaba al cielo. 6 Esta señal se vio muchas y diversas veces más de un año continuo, que asi mismo ponía espanto y admiración, tan contraria a su natural y nación. No pensaron ni entendieron sino que eran los dioses que habían bajado del cielo, y así con tan extraña novedad, voló la nueva por toda la tierra en poca o en mucha población. Como quiera que fuese, al fin se supo de la llegada de tan extraña y nueva gente, especialmente en México, donde era la cabeza de este imperio y monarquía. S 70 VISIÓN DE LOS VENCIDOS: “SE HA PERDIDO EL PUEBLO MEXICA” MIGUEL LEÓN-PORTILLA El primer icnocuícatl acerca de la Conquista que a continuación se transcribe, proviene de la colección de "Cantares Mexicanos" y probablemente fue compuesto hacia el año de 1523. En él se recuerda con tristeza la forma como se perdió para siempre el pueblo mexica. El siguiente poema es todavía más expresivo. Tomado del manuscrito indígena de 1528, describe con un dramatismo extraordinario cuál era la situación de los sitiados durante el asedio de México-Tenochtitlan. Finalmente, el tercer poema, que forma parte del grupo de poemas melodramáticos que servían para ser representados. Comprende desde la llegada de los conquistadores a Tenochtitlan, hasta la derrota final de los mexicas. Aquí tan sólo se transcriben los más dramáticos momentos de la parte final. Estos poemas, con más elocuencia que otros testimonios, muestran ya la herida tremenda que dejó la derrota en el ánimo de los vencidos. Son, usando las palabras de Garibay, uno de los primeros indicios del trauma de la Conquista. Fuente: https://pueblosoriginarios.com/textos/vencidos/15.html 71 Se ha perdido el pueblo mexica l llanto se extiende, las lágrimas gotean allí en Tlatelolco. Por agua se fueron ya los mexicanos; semejan mujeres; la huída es general ¿Adónde vamos?, ¡oh amigos! Luego ¿fue verdad? Ya abandonan la ciudad de México: el humo se está levantando; la niebla se está extendiendo... Con llanto se saludan el Huiznahuácatl Motelhuihtzin. el Tlailotlácatl Tlacotzin, el Tlacatecuhtli Oquihtzin . . . Llorad, amigos míos, tened entendido que con estos hechos hemos perdido la nación mexicana. ¡El agua se ha acedado, se acedó la comida! Esto es lo que ha hecho el Dador de la vida en Tlatelolco. Sin recato son llevados Motelhuihtzin y Tlacotzin. Con cantos se animaban unos a otros en Acachinanco, ah, cuando fueron a ser puestos a prueba allá en Coyoacan ... E 72 Los últimos días del sitio de Tenochtitlan todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos. Con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados. En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad. Hemos comido palos de colorín, hemos masticado grama salitrosa, piedras de adobe, lagartijas, ratones, tierra en polvo, gusanos ... Comimos la carne apenas, sobre el fuego estaba puesta. Cuando estaba cocida la carne, de allí la arrebataban, en el fuego mismo, la comían. La suerte de los vencidos (Quejas contra el corregidor Magariño. Archivo de Indias) Y 75 76 SONETO XXIII (“EN TANTO QUE DE ROSA Y AZUCENA”) GARCILASO DE LA VEGA n tanto que de rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto, y que vuestro mirar ardiente, honesto, enciende al corazón y lo refrena; y en tanto que el cabello, que en la vena del oro se escogió, con vuelo presto, por el hermoso cuello blanco, enhiesto, el viento mueve, esparce y desordena; coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto, antes que el tiempo airado cubra de nieve la hermosa cumbre. Marchitará la rosa el viento helado, todo lo mudará la edad ligera, por no hacer mudanza en su costumbre. INDICE GENERAL UNIDAD II E 77 UNIDAD III EL SIGLO XVII 80 “HOMBRES NECIOS QUE ACUSÁIS” SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ ombres necios que acusáis a la mujer sin razón sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis: si con ansia sin igual solicitáis su desdén ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal? Combatís su resistencia y luego, con gravedad, decís que fue liviandad lo que hizo la diligencia. Parecer quiere el denuedo de vuestro parecer loco al niño que pone el coco y luego le tiene miedo. Queréis, con presunción necia, hallar a la que buscáis, para pretendida, Thais, y en la posesión, Lucrecia. ¿Qué humor puede ser más raro que el que, falto de consejo, él mismo empaña el espejo y siente que no esté claro? H 81 Con el favor y el desdén tenéis condición igual, quejándoos, si os tratan mal, burlándoos, si os quieren bien. Opinión, ninguna gana; pues la que más se recata, si no os admite, es ingrata, y si os admite, es liviana. Siempre tan necios andáis que, con desigual nivel, a una culpáis por crüel y otra por fácil culpáis. ¿Pues cómo ha de estar templada la que vuestro amor pretende si la que es ingrata, ofende, y la que es fácil, enfada? Mas, entre el enfado y pena que vuestro gusto refiere, bien haya la que no os quiere y quejáos en hora buena. Dan vuestras amantes penas a sus libertades alas, y después de hacerlas malas las queréis hallar muy buenas. ¿Cuál mayor culpa ha tenido en una pasión errada: la que cae de rogada, o el que ruega de caído? ¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga, o el que paga por pecar? 82 Pues ¿para qué os espantáis de la culpa que tenéis? Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis. Dejad de solicitar, y después, con más razón, acusaréis la afición de la que os fuere a rogar. Bien con muchas armas fundo que lidia vuestra arrogancia, pues en promesa e instancia juntáis diablo, carne y mundo. INDICE GENERAL UNIDAD III 85 UNIDAD IV LA LITERATURA ROMÁNTICA, REALISTA Y NATURALISTA 86 “EN UNA TEMPESTAD” JOSÉ MARÍA HEREDIA Huracán, huracán, venir te siento, Y en tu soplo abrasado Respiro entusiasmado Del señor de los aires el aliento. En las alas del viento suspendido Vedle rodar por el espacio inmenso, Silencioso, tremendo, irresistible En su curso veloz. La tierra en calma Siniestra; misteriosa, Contempla con pavor su faz terrible. ¿Al toro no miráis? El suelo escarban, De insoportable ardor sus pies heridos: La frente poderosa levantando, Y en la hinchada nariz fuego aspirando, Llama la tempestad con sus bramidos. ¡Qué nubes! ¡qué furor! El sol temblando Vela en triste vapor su faz gloriosa, Y su disco nublado sólo vierte Luz fúnebre y sombría, Que no es noche ni día... ¡Pavoroso calor, velo de muerte! Los pajarillos tiemblan y se esconden Al acercarse el huracán bramando, Y en los lejanos montes retumbando Le oyen los bosques, y a su voz responden. 87 Llega ya... ¿No le veis? ¡Cuál desenvuelve Su manto aterrador y majestuoso...! ¡Gigante de los aires, te saludo...! En fiera confusión el viento agita Las orlas de su parda vestidura... ¡Ved...! ¡En el horizonte Los brazos rapidísimos enarca, Y con ellos abarca Cuanto alcanzó a mirar de monte a monte! ¡Oscuridad universal!... ¡Su soplo Levanta en torbellinos El polvo de los campos agitado...! En las nubes retumba despeñado El carro del Señor, y de sus ruedas Brota el rayo veloz, se precipita, Hiere y aterra a suelo, Y su lívida luz inunda el cielo. ¿Qué rumor? ¿Es la lluvia...? Desatada Cae a torrentes, oscurece el mundo, Y todo es confusión, horror profundo. Cielo, nubes, colinas, caro bosque, ¿Dó estáis...? Os busco en vano: Desparecisteis... La tormenta umbría En los aires revuelve un oceano Que todo lo sepulta... Al fin, mundo fatal, nos separamos: El huracán y yo solos estamos. ¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno, De tu solemne inspiración henchido, Al mundo vil y miserable olvido, Y alzo la frente, de delicia lleno! ¿Dó está el alma cobarde 90 “LAS MEDIAS ROJAS” EMILIA PARDO BAZÁN Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de me rodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas. Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza... Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón... -¡Ey! ¡Ildara! -¡Señor padre! -¿Qué novidá es esa? -¿Cuál novidá? -¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade? 91 Incorporóse la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir. -Gasto medias, gasto medias -repitió sin amilanarse-. Y si las gasto, no se las debo a ninguén. -Luego nacen los cuartos en el monte -insistió el tío Clodio con amenazadora sorna. -¡No nacen!... Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él... Y con eso merqué las medias. Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador... Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba: -¡Engañosa! ¡engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas que no ponen! Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la marcase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tanto de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente de la esperanza tardía: pues que se quedase él... Ella iría sin falta; ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias... Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía: -Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que 92 siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes... Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego, el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera. Salió fuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía. Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía... en quedarse tuerta. Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan, han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa... INDICE GENERAL UNIDAD IV 95 De nuestro don Manuel me acuerdo como si fuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a mis diez años, antes que me llevaran al colegio de religiosas de la ciudad catedralicia de Renada. Tendría él, nuestro santo, entonces unos treinta y siete años. Era alto, delgado, erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de todos, y tras ellas los corazones, y él, al mirarnos, parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma. Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, que estaba en América, de donde nos mandaba regularmente dinero, con que vivíamos con decorosa holgura, hizo que mi madre me mandase al colegio de religiosas a que se completara, fuera de la aldea, mi educación, y esto aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia las monjas. «Pero como ahí -nos escribía- no hay hasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos, y menos para señoritas, hay que atenerse a lo que haya. Lo importante es que Angelita se pula y que no siga entre esas zafias aldeanas». Y entré en el colegio pensando en un principio hacerme en él maestra; pero luego se me atragantó la pedagogía. DOS En el colegio conocí a niñas de la ciudad e intimé con algunas de ellas. Pero seguía atenta a las cosas y a las gentes de nuestra aldea, de la que recibía frecuentes noticias y tal vez alguna visita. Y hasta el colegio llegaba la fama de nuestro párroco, de quien empezaba a hablarse en la ciudad episcopal. Las monjas no hacían sino interrogarme respecto a él. Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo, curiosidades, preocupaciones e inquietudes, debidas, en parte al menos, a aquel revoltijo de libros de mi padre, y todo ello se me medró en el colegio, en el trato, sobre todo, con una compañera que se me aficionó desmedidamente, y que unas veces me proponía que entrásemos juntas a la vez en un mismo convento, jurándonos, y hasta firmando el juramento con nuestra sangre, hermandad perpetua, y otras veces 96 me hablaba, con los ojos semicerrados, de novios y de aventuras matrimoniales. Por cierto que no he vuelto a saber de ella ni de su suerte. Y eso que cuando se hablaba de nuestro don Manuel, o cuando mi madre me decía algo de él en sus cartas -y era en casi todas-, que yo leía a mi amiga, ésta exclamaba como en arrobo: «¡Qué suerte, chica, la de poder vivir cerca de un santo así, de un santo vivo, de carne y hueso, y poder besarle la mano! Cuando vuelvas a tu pueblo escríbeme mucho, mucho, y cuéntame de él». TRES Pasé en el colegio unos cinco años, que ahora se me pierden como un sueño de madrugada en la lejanía del recuerdo, y a los quince volví a mi Valverde de Lucerna. Ya toda ella era don Manuel; don Manuel con el lago y con la montaña. Llegué ansiosa de conocerle, de ponerme bajo su protección, de que él me marcara el sendero de mi vida. Decíase que había entrado en el seminario para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de una su hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el seminario se había distinguido por su agudeza mental y su talento, y que había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira en él. Y ¡cómo quería a los suyos! Su vida era arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos indómitos o reducir los padres a sus hijos, y, sobre todo, consolar a los amargados y atediados y ayudar a todos a bien morir. Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio Perote y reconociese como suya a la criatura, diciéndole: -Mira, da padre a este pobre crío, que no le tiene más que en el cielo. -¡Pero, don Manuel, si no es mía la culpa...! 97 -¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe!... Y, sobre todo, no se trata de culpa. Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de don Manuel, reconoció por suyo no siéndolo. CUATRO En la Noche de San Juan, la más breve del año, solían y suelen acudir a nuestro lago todas las pobres mujerucas y no pocos hombrecillos que se creen poseídos, endemoniados, y que parece no son sino histéricos y a las veces epilépticos, y don Manuel emprendía la tarea de hacer él de lago, de piscina probática, y tratar de aliviarlos y, si era posible, de curarlos. Y era tal la acción de su presencia, de sus miradas, y tal, sobre todo, la dulcísima autoridad de sus palabras y, sobre todo, de su voz -¡qué milagro de voz!-, que consiguió curaciones sorprendentes. Con lo que creció su fama, que atraía a nuestro lago y a él a todos los enfermos del contorno. Y alguna vez llegó una madre pidiéndole que hiciese un milagro en su hijo, a lo que contestó sonriendo tristemente: -No tengo licencia del señor obispo para hacer milagros. Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura, le decía: «Anda a ver al sacristán y que te remiende eso». El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año iban a felicitarle por ser el de su santo -su santo patrono era el mismo Jesús Nuestro Señor-, quería don Manuel que todos se le presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la regalaba él mismo. Por todos mostraba el mismo afecto, y si a algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a éste es a quien más acariciaba, y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía milagro que
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