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La Relación Compleja entre Rosa, Gertrudis y Ramiro, Apuntes de Lengua y Literatura

NarrativaLiteratura españolaFamilia en la literatura

Este texto describe la compleja relación entre las hermanas Rosa y Gertrudis, y su tío Ramiro. La historia comienza con la ansiosa atracción de Ramiro hacia Rosa, pero es Gertrudis quien finalmente se casa con él. La relación entre las hermanas se complica aún más durante el parto de Rosa, donde Gertrudis es la que asume el papel de madrastra y madre de los hijos de Ramiro y Rosa. A medida que pasa el tiempo, la relación entre Ramiro, Rosa y Gertrudis se vuelve más intricada, llena de celos, deseos y misterios.

Qué aprenderás

  • ¿Qué deseos ocultos tienen Rosa y Gertrudis?
  • ¿Qué es la relación entre Rosa, Gertrudis y Ramiro?
  • ¿Qué papel desempeña Gertrudis en la vida de Ramiro y Rosa?
  • Por qué se casa Ramiro con Gertrudis en lugar de Rosa?
  • ¿Cómo se desarrolla la relación entre Ramiro, Rosa y Gertrudis a lo largo del texto?

Tipo: Apuntes

2020/2021

Subido el 01/01/2022

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alejandro-martinez-martinez-4 🇪🇸

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¡Descarga La Relación Compleja entre Rosa, Gertrudis y Ramiro y más Apuntes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! LA TÍA TULA Miguel de Unamuno Freeditoria FT PRÓLOGO (QUE PUEDE SALTAR EL LECTOR DE NOVELAS) «Tenía uno [hermano] casi de mi edad, que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí; juntábamos entrambos a leer vidas de santos... Espantábamos mucho el decir en lo que leíamos que pena y gloria eran para siempre. Acaecíamos estar muchos ratos tratando desto, y gustábamos de decir muchas veces ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido, me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad. De que vi que era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños, y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas poniendo unas piedrecillas, que luego se nos caían, y ansí no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa. »Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años, poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de Nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre con muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha valido, pues conocidamente he hallado a esta Virgen Soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí.» (Del capítulo 1 de la Vida de la santa Madre Teresa de Jesús, que escribió ella misma por mandado de su confesor.) «Sea [Dios] alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra merced, pues le ha dado mujer, con quien pueda tener mucho descanso. Sea mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí pensar que le tiene. A la señora doña María beso siempre las manos muchas veces; aquí tiene una capellana y muchas. Harto quisiéramos poderla gozar; mas si había de ser con los trabajos que por acá hay, más quiero que tenga allá sosiego, que verla acá padecer.» (De una carta que desde Ávila, a 15 de diciembre de 1581, dirigió la santa Madre, y Tía, Teresa de Jesús, a su sobrino don Lorenzo de Cepeda, que estaba en Indias, en el Perú, donde se casó con doña María de Hinojosa, que es la señora doña María de que se habla en ella.) En el capítulo II de la misma susomentada Vida, se dice de la santa Madre Teresa de Jesús que era moza «aficionada a leer libros de caballerías» —los suyos lo son, a lo divino— y en uno de los sonetos, de nuestro Rosario de ellos, la hemos llamado: Quijotesa a lo divino, que dejó asentada nuestra España inmortal, cuya es la empresa: «sólo existe lo eterno; ¡Dios o nada!» Lo que acaso alguien crea que diferencia a santa Teresa de Don Quijote, es que este, el Caballero —y tío, tío de su inmortal sobrina—, se puso en ridículo y fue el ludibrio y juguete de padres y madres, de zánganos y de reinas; pero ¿es que santa Teresa escapó al ridículo? ¿Es que no se burlaron de ella? ¿Es que no se estima hoy por muchos quijotesco, o sea ridículo, su instituto, y aventurera, de caballería andante, su obra y su vida? No crea el lector, por lo que precede, que el relato que se sigue y va a leer es, en modo alguno, un comentario a la vida de la santa española. ¡No, nada de esto! Ni pensábamos en Teresa de Jesús al emprenderlo y desarrollarlo; ni en Don Quijote. Ha sido después de haberlo terminado, cuando aun para nuestro ánimo, que lo concibió, resultó una novedad este parangón, cuando hemos descubierto las raíces de este relato novelesco. Nos fue oculto su más hondo sentido al emprenderlo. No hemos visto sino después, al hacer sobre él examen de conciencia de autor, sus raíces teresianas y quijotescas. Que son una misma raíz. ¿Es acaso este un libro de caballerías? Como el lector quiera tomarlo... Tal vez a alguno pueda parecerle una novela hagiográfica, de vida de santos. Es, de todos modos, una novela, podemos asegurarlo. fratricida.—Pero ese animal civil, ¿no ha de depurarse por acción doméstica? Y el hogar, el verdadero hogar, ¿no ha de encontrarse lo mismo en la tienda del pastor errante que se planta al azar de los caminos? Y Antígona acompañó a su padre, ciego y errante, por los senderos del desierto, hasta que desapareció en Colono. ¡Pobre civilidad, fraternal, cainita, si no hubiera la domesticidad sororia!... Va, pues, el fundamento de la civilidad, la domesticidad, de mano en mano, de hermanas, de tías. O de esposas de espíritu, castísimas, como aquella Abisag, la sunamita de que se nos habla en el capítulo I del libro I de los Reyes, aquella doncella que le llevaron al viejo rey David, ya cercano a su muerte, para que le mantuviese en la puesta de su vida, abrigándole y calentándole en la cama, mientras dormía. Y Abisag le sacrificó su maternidad, permaneció virgen por él —pues David no la conoció- y fue causa de que más luego Salomón, el hijo del pecado de David con la adúltera Betsabé, hiciese matar a Adonías, su hermanastro, hijo de David y de Hagit, porque pretendió para mujer a Abisag, la última reina con David, pensando así heredar a este su reino. Pero a esta Abisag y a su suerte y a su sentido pensamos dedicar todo un libro que no será precisamente una novela. Ni una nivola. Y ahora el lector que ha leído este prólogo —que no es necesario para inteligencia en lo que sigue— puede pasar a hacer conocimiento con la tía Tula, que si supo de santa Teresa y de Don Quijote, acaso no supo ni de Antígona la griega ni de Abisag la israelita. En mi novela Abel Sánchez intenté escarbar en ciertos sótanos y escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma, adonde no gustan descender los más de los mortales. Creen que en esas catacumbas hay muertos, a los que lo mejor es no visitar, y esos muertos, sin embargo, nos gobiernan. Es la herencia de Caín. Y aquí, en esta novela, he intentado escarbar en otros sótanos y escondrijos. Y como no ha faltado quien me haya dicho que aquello era inhumano, no faltará quien me lo diga, aunque en otro sentido, de esto. Aquello pareció a alguien inhumano por viril, por fraternal; esto lo parecerá acaso por femenil, por sororio. Sin que quepa negar que el varón hereda feminidad de su madre y la mujer virilidad de su padre. ¿O es que el zángano no tiene algo de abeja y la abeja de zángano? O hay, si se quiere, abejos y zánganas. Y nada más, que no debo hacer una novela sobre otra novela. En Salamanca, ciudad, en el día de los Desposorios de Nuestra Señora del año de gracia milésimo novecentésimo y vigésimo. Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O, por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro. Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas siempre, una pareja al parecer indisoluble, y como un solo valor. Era la hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba de primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces de Gertrudis los que sujetaban a los ojos que se habían fijado en ellos y los que a la par les ponían raya. Hubo quien al verlas pasar preparó algún chicoleo un poco más subido de tono; mas tuvo que contenerse al tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad. «Con esta pareja no se juega», parecía decir con sus miradas silenciosas. Y bien miradas y de cerca aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce. Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas. Pero Ramiro, que llevaba el alma toda a flor de los ojos, no creyó ver más que a Rosa, y a Rosa se dirigió desde luego. —¿Sabes que me ha escrito? —le dijo esta a su hermana. =Sí, vi la carta. —¿Cómo? ¿Que la viste? ¿Es que me espías? —¿Podía dejar de haberla visto? No, yo no espío nunca, ya lo sabes, y has dicho eso no más que por decirlo... —Tienes razón, Tula; perdónamelo. Sí, una vez más, porque tú eres así. Yo no espío, pero tampoco oculto nunca nada. Vi la carta. —Ya lo sé; ya lo sé... —He visto la carta y la esperaba. —Y bien, ¿qué te parece— de Ramiro? —No le conozco. —Pero no hace falta conocer a un hombre para decir lo que le parece a una de él. —A mí, sí. —Pero lo que se ve, lo que está a la vista... —Ni de eso puedo juzgar sin conocerle. —¿Es que no tienes ojos en la cara? Acaso no los tenga así ...; ya sabes que soy corta de vista. —¡Pretextos! Pues mira, chica, es un guapo mozo. —AsÍ parece. —Y simpático. —Con que te lo sea a ti, basta. —Pero ¿es que crees que le he dicho ya que sí? Sé que se lo dirás al cabo, y basta. —No importa; hay que hacerle esperar y hasta rabiar un poco... —¿Para qué? —Hay que hacerse valer. —Así no te haces valer, Rosa; y ese coqueteo es cosa muy fea. —De modo que tú... —A mí no se me ha dirigido. —¿Y si se hubiera dirigido a ti? —No sirve preguntar cosas sin sustancia. —Pero tú, si a ti se te dirige, ¿qué le habrías contestado? —Yo no he dicho que me parece un guapo mozo y que es simpático, y por eso me habría puesto a estudiarle... —Y entretanto si iba a otra... —Es lo más probable. —Pues así, hija, ya puedes prepararte... =SÍ, a ser tía. hace un gran matrimonio, con quien ella quiera, o no tienen los mozos de hoy ojos en la cara.» Y un día fue Gertrudis la que, después que Rosa se levantó de la mesa fingiendo sentirse algo indispuesta, al quedarse a solas con su tío, le dijo: —Tengo que decirle a usted, tío, una cosa muy grave. —-Muy grave..., muy grave... —y el pobre señor se azaró, creyendo observar que los rabillos de los ojazos tan serios de su sobrina reían maliciosamente. —Sí, muy grave. —Bueno, pues desembucha, hija, que aquí estamos los dos para tomar un consejo. —El caso es que Rosa tiene ya novio. —¿Y no es más que eso? —Pero novio formal, ¿eh?, tío. —Vamos, sí, para que yo los case. ¡Naturalmente! Y a ti, ¿qué te parece de él? —Aún no ha preguntado usted quién es... —¿Y qué más da, si yo apenas conozco a nadie? A ti, ¿qué te parece de él?, contesta. —Pues tampoco yo le conozco. —Pero ¿no sabes quién es, tú? Sí, sé cómo se llama y de qué familia es y... —¡Basta! ¿Qué te parece? —Que es un buen partido para Rosa y que se querrán. —Pero ¿es que no se quieren ya? —Pero ¿cree usted, tío, que pueden empezar queriéndose? —Pues así dicen, chiquilla, y hasta que eso viene como un rayo... Son decires, tío. —Así será; basta que tú lo digas. —Ramiro..., Ramiro Cuadrado... —Pero ¿es el hijo de doña Venancia, la viuda? ¡Acabáramos! No hay más que hablar. —A Ramiro, tío, se le ha metido Rosa por los ojos y cree estar enamorado de ella... —Y lo estará, Tulilla, lo estará... —Eso digo yo, tío, que lo estará. Porque como es hombre de vergiúienza y de palabra, acabará por cobrar cariño a aquella con la que se ha comprometido ya. No le creo hombre de volver atrás. —¿Y ella? —¿Quién? ¿Mi hermana? A ella le pasará lo mismo. Sabes más que san Agustín, hija. —Esto no se aprende, tío. —¡Pues que se casen, los bendigo y sanseacabó! —¡O sanseempezó! Pero hay que casarlos y pronto. Antes que él se vuelva... —Pero ¿temes tú que él pueda volverse ...? —Yo siempre temo de los hombres, tío. —¿Y de las mujeres no? —Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender al sexo... fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la fortaleza está más bien de parte nuestra... Si todas fueran como tú, chiquilla, lo creería así, pero... —¿Pero qué? —¡Que tú eres exceptional, Tulilla! —Le he oído a usted más de una vez, tío, que las excepciones confirman la regla. —Vamos, que me aturdes... Pues bien, los casaremos, no sea que se vuelva él... o ella... Por los ojos de Gertrudis pasó como la sombra de una nube de borrasca, y si se hubiera podido oír el silencio habríanse oído que en las bóvedas de los sótanos de su alma resonaba como un eco repetido y que va perdiéndose a lo lejos aquello de «o ella ...» . Tr Pero ¿qué le pasaba a Ramiro, en relaciones ya, y en relaciones formales, con Rosa, y poco menos que entrando en la casa? ¿Qué dilaciones y qué frialdades eran aquéllas? —Mira, Tula, yo no le entiendo; cada vez le entiendo menos. Parece que está siempre distraído y como si estuviese pensando en otra cosa —o en otra persona, ¡quién sabe!- o temiendo que alguien nos vaya a sorprender de pronto. Y cuando le tiro algún avance y le hablo, así como quien no quiere la cosa, del fin que deben tener nuestras relaciones, hace como que no oye y como si estuviera atendiendo a otra... —Es porque le hablas como quien no quiere la cosa. Háblale como quien la quiere... —¡Eso es, y que piense que tengo prisa por casarme! —¡Pues que lo piense! ¿No es acaso así? —Pero ¿crees tú, Tula, que yo estoy rabiando por casarme? —¿Le quieres? —Eso nada tiene que ver... —¿Le quieres, di? —Pues mira... —¡Pues mira, no! ¿Le quieres? ¡Sí o no! Rosa bajó la frente con los ojos, arrebolóse toda y llorándole la voz tartamudeó: —Tienes unas cosas, Tula; ¡pareces un confesor! Gertrudis tomó la mano de su hermana, con otra le hizo levantar la frente, le clavó los ojos en los ojos y le dijo: —Vivimos solas, hermana... —¿Y el tío? Vivimos solas, te he dicho. Las mujeres vivimos siempre solas. El pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y al cabo hombre. —Pero confiesa... —¡No pensaste en eso al pedir la entrada aquí! —Pero, Tula... —¡Nada de Tula! ¿La quieres, sí o no? —¿Puedes dudarlo, Tula? —¡Te he dicho que nada de Tula! ¿La quieres? —¡Claro que la quiero! —Pues la querrás más todavía. Será una buena mujer para ti. Haréis un buen matrimonio. —Y con tu consejo... —Nada de consejo. ¡Yo haré una buena tía, y basta! Ramiro pareció luchar un breve rato consigo mismo y como si buscase algo, y al cabo, con un gesto de desesperada resolución, exclamó: —¡Pues bien, Gertrudis, quiero decirte toda la verdad! —No tienes que decirme más verdad —le atajó severamente—; me has dicho que quieres a Rosa y que estás resuelto a casarte con ella; todo lo demás de la verdad es a ella a quien se la tienes que decir luego que os caséis. —Pero hay cosas... —No, no hay cosas que no se deban decir a la mujer... —¡Pero, Tula! —Nada de Tula, te he dicho. Si la quieres, a casarte con ella, y si no la quieres, estás de más en esta casa. Estas palabras le brotaron de los labios fríos y mientras se le paraba el corazón. Siguió a ellas un silencio de hielo, y durante él la sangre, antes represada y ahora suelta, le encendió la cara a la hermana. Y entonces, en el silencio agorero, podía oírsele el galope trepidante del corazón. Al siguiente día se fijaba el de la boda. Ti Don Primitivo autorizó y bendijo la boda de Ramiro con Rosa. Y nadie estuvo en ella más alegre que lo estuvo Gertrudis. A tal punto, que su alegría sorprendió a cuantos la conocían, sin que faltara quien creyese que tenía muy poco de natural. Fuéronse a su casa los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los novios les convenía soledad. —Pero si es al contrario, hija, si nunca he sentido más tu falta; ahora es cuando comprendo lo que te quería. Y poníase a abrazarla y besuquearla. Sí, sí le replicaba Gertrudis sonriendo gravemente; vuestra felicidad necesita de testigos; se os acrecienta la dicha sabiendo que otros se dan cuenta de ella. Íbase, pues, de cuando en cuando a hacerles compañía; a comer con ellos alguna vez. Su hermana le hacía las más ostentosas demostraciones de cariño, y luego a su marido que, por su parte, aparecía como avergonzado ante su cuñada. —Mira —-llegó a decirle una vez Gertrudis a su hermana ante aquellas señales—, no te pongas así, tan babosa. No parece sino que has inventado lo del matrimonio. Un día vio un perrito en la casa. —Y esto ¿qué es? —Un perro, chica, ¿no lo ves? —¿Y cómo ha venido? —Lo encontré ahí, en la calle, abandonado y medio muerto; me dio lástima, le traje, le di de comer, le curé y aquí le tengo —y lo acariciaba en su regazo y le daba besos en el hocico. —Pues mira, Rosa, me parece que debes regalar el perrito, porque el que le mates me parece una crueldad. —¿Regalarle? Y ¿por qué? Mira, Tití y al decirlo apechugaba contra su seno al animalito—, le dicen que te eche. ¿Adónde irás tú, pobrecito? —Vamos, vamos, no seas chiquilla y no lo tomes así. ¿A que tu marido es de mi opinión? —¡Claro, en cuanto se lo digas! Como tú eres la sabia... —Déjate de esas cosas y deja al perro. —Pero ¿qué? ¿Crees que tendrá Ramiro celos? —Nunca creí, Rosa, que el matrimonio pudiese entontecer así. Cuando llegó Ramiro y se enteró de la pequeña disputa por lo del perro, no se atrevió a dar la razón ni a la una ni a la otra, declarando que la cosa no tenía importancia. —No, nada la tiene y lo tiene todo, según —dijo Gertrudis—. Pero en eso hay algo de chiquillada, y aún más. Serás capaz, Rosa, de haberte traído aquella pepona que guardas desde que nos dieron dos, una a ti y a mí otra, siendo niñas, y serás capaz de haberla puesto ocupando su silla... —Exacto; allí está, en la sala, con su mejor traje, ocupando toda una silla de respeto. ¿La quieres ver? —Así es —asintió Ramiro. —Bueno, ya la quitarás de allí... —Quia, hija, la guardaré... SÍ, para juguete de tus hijas... —¡Qué cosas se te ocurren, Tula...! —y se arreboló. —No, es a ti a quien se te ocurren cosas como la del perro. —Y tú —exclamó Rosa, tratando de desasirse de aquella inquisitoria que le molestaba—, ¿no tienes también tu pepona? ¿La has dado, o deshecho acaso? —No —respondióle resueltamente su hermana-, pero la tengo guardada. —¡Y tan guardada que no se la he podido descubrir nunca... ! —Es que Gertrudis la guarda para sí sola —dijo Ramiro sin saber lo que decía. —Dios sabe para qué la guardo. Es un talismán de mi niñez. El que iba poco, poquísimo, por casa del nuevo matrimonio era el bueno de don Primitivo. «El onceno no estorbar», decía. Corrían los días, todos iguales, en una y otra casa. Gertrudis se había propuesto visitar lo menos posible a su hermana, pero esta venía a buscarla en cuanto pasaba un par de días sin que se viesen. «¿Pero qué, estás mala, chica? ¿O te sigue estorbando el perro? Porque si es así, mira, le echaré. ¿Por qué me dejas así, sola?» —¿Sola, Rosa? ¿Sola? ¿Y tu marido? —Pero él se tiene que ir a sus asuntos... La enferma sonrió tristemente. —Este se llamará Ramiro, como su padre —decretó luego Gertrudis en pequeño consejo de familia—, y la otra, porque la siguiente será niña, Gertrudis como yo. —¿Pero ya estás pensando en otra —exclamó don Primitivo- y tu pobre hermana de por poco se queda en el trance? —¿Y qué hacer? —replicó ella-; ¿para qué se han casado si no? ¿No es así, Ramiro? -y le clavó los ojos. —Ahora lo que importa es que se reponga —dijo el marido sobrecogiéndose bajo aquella mirada. —¡Bah!, de estas dolencias se repone una mujer pronto. —Bien dice el médico, sobrina, que parece como si hubieras nacido comadrona. —Toda mujer nace madre, tío. Y lo dijo con tan íntima solemnidad casera, que Ramiro se sintió presa de un indefinible desasosiego y de un extraño remordimiento. «¿Querré yo a mi mujer como se merece?», se decía. —Y ahora, Ramiro —le dijo su cuñada—, ya puedes decir que tienes mujer. Y a partir de entonces, no faltó Gertrudis un solo día de casa de su hermana. Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta que su madre pudiera hacerlo. La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la vez extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de que se le mostraba esquivo. —Temí por tu vida —le dijo su marido- y estaba aterrado. Aterrado y desesperado y lleno de remordimiento. —Remordimiento, ¿por qué? ¡Si llegas a morirte me pego un tiro! —¡Quia!, ¿a qué? «Cosas de hombres», que diría Tula. Pero eso ya pasó y ya sé lo que es. —¿Y no has quedado escarmentada, Rosa? —¿Escarmentada? —y cogiendo a su marido, echándole los brazos al cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento que se lo quemaba: ¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y aunque me mates! Gertrudis en tanto arrullaba al niño, celosa de que no se percatase —¡inocente!— de los ardores de sus padres. Era como una preocupación en la tía de ir sustrayendo al niño, ya desde su más tierna edad de inconsciencia, de conocer, ni en las más leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al cuello, desde luego, una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen Madre, con su Niño en brazos. Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se impacientaba en acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le decía: —Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido. —Pero, Tula... -Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a este. —Tienes, Tula, una manera de decir las cosas... —No seas niña, ¡ea!, que eres ya toda una señora mamá. a gracias a Dios N , ¡eal, tod. Y d D que podamos así repartirnos el trabajo. —Tula... Tula... —Ramiro... Ramiro... Rosa. La madre se amoscaba, pero iba a su marido. Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña. A poco de nacer la niña encontraron un día muerto al bueno de don Primitivo. Gertrudis le amortajó después de haberle lavado —quería que fuese limpio a la tumba con el mismo esmero con que había envuelto en pañales a sus sobrinos recién nacidos. Y a solas en el cuarto con el cuerpo del buen anciano, le lloró como no se creyera capaz de hacerlo. «Nunca habría creído que le quisiese tanto —se dijo—; era un bendito; de poco llega a hacerme creer que soy un pozo de prudencia; ¡era sencillo!» —Fue nuestro padre —le dijo a su hermana— y jamás le oímos una palabra más alta que otra. ¡Claro! —exclamó Rosa—; como que siempre nos dejó hacer nuestra santísima voluntad. —Porque sabía, Rosa, que su sola presencia santificaba nuestra voluntad. Fue nuestro padre; él nos educó. Y para educarnos le bastó la transparencia de su vida, tan sencilla, tan clara... —Es verdad, sí —dijo Rosa con los ojos henchidos de lágrimas—; como sencillo no he conocido otro. —Nos habría sido imposible, hermana, habernos criado en un hogar más limpio que este. —¿Qué quieres decir con eso, Tula? —Él nos llenó la vida casi silenciosamente, casi sin decimos palabra, con el culto de la Santísima Virgen Madre y con el culto también de nuestra madre, su hermana, y de nuestra abuela, su madre. ¿Te acuerdas cuando por las noches nos hacía rezar el rosario, cómo le cambiaba la voz al llegar a aquel padrenuestro y avemaría por el eterno descanso del alma de nuestra madre, y luego aquellos otros por el de su madre, nuestra abuela, a las que no conocimos? En aquel rosario nos daba madre y en aquel rosario te enseñó a serlo. —¡Y a ti, Tula, a ti! —exclamó entre sollozos Rosa. 1 > > —¿A mí? —¡A ti, sí, a ti! ¿Quién, si no, es la verdadera madre de mis hijos? Í » l, ¿ > > —Deja ahora eso. Y ahí le tienes, un santo silencioso. Me han dicho que las pobres beatas lloraban algunas veces al oírle predicar sin percibir ni una sola de sus palabras. Y lo comprendo. Su voz sola era un consejo de serenidad amorosa. ¡Y ahora, Rosa, el rosario! Arrodilláronse las dos hermanas al pie del lecho mortuorio de su tío y rezaron el mismo rosario que con él habían rezado durante tantos años, con dos padrenuestros y avemarías por el eterno descanso de las almas de su madre y de la del que yacía allí muerto, a que añadieron otro padrenuestro y otra avemaría por el alma del recién bienaventurado. Y las lenguas de manso y dulce fuego de los dos cirios que ardían a un lado y otro del cadáver, haciendo brillar su frente, tan blanca como la cera de ellos, parecían, vibrando al compás del rezo, acompañar en sus oraciones a las dos hermanas. Una paz entrañable irradiaba de aquella muerte. Levantáronse del suelo las dos hermanas, la pareja; besaron, primero Gertrudis y Rosa después, la frente cérea del anciano y abrazáronse luego con los ojos ya enjutos. —Y ahora —le dijo Gertrudis a su hermana al oído— a querer mucho a tu marido, —Bueno; es que... —Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso? —No, no es eso. —SÍ, eso es. -Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado... —Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que esperar y ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida. —¿Qué es eso de que estáis hablando? —dijo Rosa acercándose y dejándose caer abatida en un sillón. —Nada; discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio. —¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de eso. Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros. —¡Pero, mujer! —Anda, ven, sosténme, que apenas puedo tenerme en pie. Voy a echarme. Adiós, Tula. Ahí te los dejo. Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por el hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en este con ella y cogiéndole con la otra mano, con la diestra de su diestra, se fue lentamente así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a cada uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera de su rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto, serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a su seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de ellos. Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, la tita Tula, se echó a llorar también. —Vamos, no llores; vamos a jugar. De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa. —Tengo malos presentimientos, Tula. —No hagas caso de agiieros. —No es agiiero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin sangre. —Ella volverá. —Por de pronto, ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula, ¡eso me aterra! Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía. —¡Esto se va! —pronunció un día el médico. Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su cuñada: —Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la cabeza que tiene que morirse y ¡es claro!, se morirá. ¿Por qué no le animas y le convences a que viva? —Eso tú, hijo; tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir, ¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangúe que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del alma. Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo, viéndolo todo como a través de una niebla. Una tarde llamó a solas a su hermana y en frases entrecortadas, con un hilito de voz febril, le dijo cogiéndole la mano: —Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis hijos, los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como otro hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero bueno, más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto. Ahí te los dejo, Tula. —Descuida, Rosa; conozco mis deberes. —Deberes.... deberes... -Sí, sé mis amores. A tus hijos no les faltará madre mientras yo viva. —Gracias, Tula, gracias. Eso quería de ti. —Pues no lo dudes. —¡Es decir que mis hijos, los míos, los pedazos de mi corazón, no tendrán madrastra! . —¿Qué quieres decir con eso, Rosa? —Que como Ramiro volverá a pensar en casarse..., es lo natural..., tan joven... y yo sé que no podrá vivir sin mujer, lo sé .... pues que... —¿Qué quieres decir? —Que serás tú su mujer, Tula. —Yo no te he dicho eso, Rosa, y ahora, en este momento, no puedo, ni por piedad, mentir. Yo no te he dicho que me casaré con tu marido si tú le faltas; yo te he dicho que a tus hijos no les faltará madre... —No, tú me has dicho que no tendrán madrastra. —¡Pues bien, sí, no tendrán madrastra! —Y eso no puede ser sino casándote tú con mi Ramiro, y mira, no tengo celos, no. ¡Si ha de ser de otra, que sea tuyo! Que sea tuyo. Acaso... —¿Y por qué ha de volver a casarse? —¡Ay, Tula, tú no conoces a los hombres! Tú no conoces a mi marido... —No, no le conozco., —¡Pues yo sí! —Quién sabe... —La pobre enferma se desvaneció. Poco después llamaba a su marido. Y al salir este del cuarto iba desencajado y pálido como un cadáver. La Muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de Rosa y Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en rosario de gotas, destilando, había que andar a la busca de una nueva ama de cría para el pequeñito, que iba rindiéndose también de hambre. Y Gertrudis, dejando que su hermana se adormeciese en la cuna de una agonía lenta, no hacía sino agitarse en busca de un seno próvido para su sobrinito. Procuraba irle engañando el hambre, sosteniéndole a biberón. —¿Y esa ama? —¡Hasta mañana no podrá venir, señorita! —Mira, Tula —empezó Ramiro. —¡Déjame! ¡Déjame! ¡Vete al lado de tu mujer, que se muere de un momento a otro; vete que allí es tu puesto, y déjame con el niño! —Pero, Tula... —Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra vida en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame! Ramiro se fue. Gertrudis tomó a su sobrinillo, que no hacía sino gemir; de cariño que los casados se tengan, aunque los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros, ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de críos. Pero —y esto sí que lo recordaba bien ahora— para explicárselo había fraguado su teoría, y era que hay un amor aparente y consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado aun al propio conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor del alma y el cuerpo enteros y justos, amor fecundo siempre. ¿No querría él lo bastante a Rosa o no le querría lo bastante Rosa a él? Y recordaba ahora cómo había tratado de descifrar el misterio mientras la envolvía en besos, a solas, en el silencio y oscuro de la noche y susurrándola una y otra vez al oído, en letanía, un rosario de: «¿Me quieres, me quieres, Rosa?» , mientras a ella se la escapaban síes desfallecidos. Aquello fue una locura, una necia locura, de la que se avergonzaba apenas veía entrar a Gertrudis derramando serena seriedad en torno, y de aquello le curó la sazón del amor cuando le fue anunciado el hijo. Fue un transporte loco... ¡había vencido! Y entonces fue cuando vino, con su primer fruto, el verdadero amor. El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de él todos esos escritos amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No amor, sino mejor cariño. Eso de amor —decíase Ramiro ahora— sabe a libro; sólo en el teatro y en las novelas se oye el yo te amo; en la vida de carne y sangre y hueso el entrañable ¡te quiero! y el más entrañable aún callárselo. ¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin nombre y que no se dice por confundirse ello con la vida misma. Los más de los cantores amatorios saben de amor lo que de oración los mascullajaculatorias, traganovenas y engullerosarios. No, la oración no es tanto algo que haya de cumplirse a tales o cuales horas, en sitio apartado y recogido y en postura compuesta, cuanto es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser el comer, y el beber, y el pasearse, y el jugar, y el leer, y el escribir, y el conversar, y hasta el dormir, y rezo todo, y nuestra vida un continuo y mudo «¡hágase tu voluntad!», y un incesante «¡venga a nos el tu reino!» , no ya pronunciados, mas ni aun pensados siquiera, sino vividos. Así oyó la oración una vez Ramiro a un santo varón religioso que pasaba por maestro de ella, y así lo aplicó él al amor luego. Pues el que profesara a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que ella se le fue, que se le llegó a fundir con el rutinero andar de la vida diaria, que lo había respirado en las mil naderías y frioleras del vivir doméstico, que le fue como el hire que se respira y al que no se le siente sino en momentos de angustioso ahogo, cuando nos falta. Y ahora ahogábase Ramiro, y la congoja de su viudez reciente le revelaba todo el poderío del amor pasado y vivido. Al principio de su matrimonio fue, sí, el imperio del deseo; no podía juntar carne con carne sin que la suya se le encendiese y alborotase y empezara a martillarle el corazón, pero era porque la otra no era aún de veras y por entero suya también; pero luego, cuando ponía su mano sobre la carne desnuda de ella, era como si en la propia la hubiese puesto, tan tranquilo se quedaba; mas también si se la hubiesen cortado habríale dolido como si se la cortaran a él. ¿No sintió acaso en sus entrañas los dolores de los partos de su Rosa? Cuando la vio gozar, sufriendo al darle su primer hijo, es cuando comprendió cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte, y domina la discordia de estas; cómo el amor hace morirse a la vida y vivir la muerte; cómo él vivía ahora la muerte de su Rosa y se moría en su propia vida. Luego, al ver al niño dormido y sereno, con los labios en flor entreabiertos, vio al amor hecho carne que vive. Y allí, sobre la cuna, contemplando a su fruto, traía a sí a la madre, y mientras el niño sonreía en sueños palpitando sus labios, besaba él a Rosa en la corola de sus labios frescos y en la fuente de paz de sus ojos. Y le decía mostrándole dos dedos de la mano: «¡Otra vez, dos, dos...!» Y ella: «¡No, no, ya no más, uno y no más!» Y se reía. Y él: «¡Dos, dos, me ha entrado el capricho de que tengamos dos mellizos, una parejita, niño y niña!» Y cuando ella volvió a quedarse encinta, a cada paso y tropezón, él: «¡Qué cargado viene eso! ¡Qué granazón! ¡Me voy a salir con la mía; por lo menos dos!» « ¡Uno, el último, y basta!», replicaba ella riendo. Y vino el segundo, la niña, Tulita, y luego que salió con vida, cuando descansaba la madre, la besó larga y apretadamente en la boca, como en premio, diciéndose: «¡Bien has trabajado, pobrecilla!»; mientras Rosa, vencedora de la muerte y de la vida, sonreía con los domésticos ojos apacibles. ¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió. Vino la tarde terrible del combate último. Allí estuvo Gertrudis, mientras el cuidado de la pobrecita niña que desfallecía de hambre se lo permitió, sirviendo medicinas inútiles, componiendo la cama, animando a la enferma, encorazonando a todos. Tendida en el lecho que había sido campo de donde brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y cogida de la mano a la mano de su hombre, del padre de sus hijos, mirábale como el navegante, al ir a perderse en el mar sin orillas, mira al lejano promontorio, lengua de la tierra nativa, que se va desvaneciendo en la lontananza y junto al cielo; en los trances del ahogo miraban sus ojos, desde el borde la eternidad, a los ojos de su Ramiro. Y parecía aquella mirada una pregunta desesperada y suprema, como si a punto de partirse para nunca más volver a tierra, preguntase por el oculto sentido de la vida. Aquellas miradas de congoja reposada, de acongojado reposo, decían: «Tú, tú que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo nuevos mortales, tú que me has sacado tres vidas, tú, mi hombre, dime, ¿esto qué es?» Fue una tarde abismática. En momentos de tregua, teniendo Rosa entre sus manos, húmedas y febriles, las manos temblorosas de Ramiro, clavados en los ojos de este sus ojos henchidos de cansancio de vida, sonreía tristemente, volviéndolos luego al niño, que dormía allí cerca, en su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez con un hilito de voz: « ¡No despertarle, no! ¡Que duerma, pobrecillo! ¡Que duerma..., que duerma hasta hartarse, que duerma!» Llególe por último el supremo trance, el del tránsito, y fue como si en el brocal de las eternas tinieblas, suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a su hombre, que vacilaba sintiéndose arrastrado. Quería abrirse con las uñas la garganta la pobre, mirábale despavorida, pidiéndole con los ojos aire; luego, con ellos le sondó el fondo del alma, y soltando su mano cayó en la cama donde había concebido y parido sus tres hijos. Descansaron los dos; Ramiro, aturdido, con el corazón acorchado, sumergido como en un sueño sin fondo y sin despertar, muerta el alma, mientras dormía el niño. Gertrudis fue quien, viniendo con la pequeñita al pecho, cerró luego los ojos a su hermana, la compuso un poco y fuese después a cubrir y arropar mejor al niño dormido, y trasladarle en un beso la tibieza que con otro recogió de la vida que aún tendía sus últimos jirones sobre la frente de la rendida madre. Pero, ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras? ¿Podía haberse muerto viviendo él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias, mientras se dormía solo en aquella cama de la muerte y de la vida y del amor, sentía a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con una congojosa sensación de vacío. Y tendía la mano, recorriendo con ella la otra mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor que, cuando recogiéndose se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino cosas de libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale decir que se intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas frescas que piaba: «¡Papá!» Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta inmortal. Y luego, la misma vocecita: «¡Mamá!» Y la de Gertrudis, gravemente dulce, respondía: « ¡Hijo!» No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era posible que se le hubiese muerto; la mujer estaba allí, tan viva como antes, y derramando vida en torno; la mujer no podía morir. VI Gertrudis, que se había instalado en casa de su hermana desde que esta dio por mi porvenir. No sabes bien con cuánta pena te lo digo, pero no pueden continuar nuestras relaciones; no puedo casarme. Mi hermana me sigue rogando desde el otro mundo que no abandone a sus hijos y que les haga de madre. Y puesto que tengo estos hijos a que cuidar, no debo ya casarme. Perdóname, Ricardo, perdónamelo, por Dios, y mira bien por qué lo hago. Me cuesta mucha pena porque sé que habría llegado a quererte y, sobre todo, porque sé lo que me quieres y lo que sufrirás con esto. Siento en el alma causarte esta pena, pero tú, que eres bueno, comprenderás mis deberes y los motivos de mi resolución y encontrarás otra mujer que no tenga mis obligaciones sagradas y que te pueda hacer más feliz que yo habría podido hacerte. Adiós, Ricardo, que seas feliz y hagas felices a otros, y ten por seguro que nunca, nunca te olvidará GERTRUDIS.» —Y ahora —añadió Ramiro-, a pesar de esto Ricardo quiere verte. —¿Es que yo me oculto acaso? —No, pero... —Dile que venga cuando quiera a verme a esta nuestra casa. —Nuestra casa, Gertrudis, nuestra... —Nuestra, sí, y de nuestros hijos. Si tú quisieras... —¡No hablemos de eso! —y se levantó. Al siguiente día se le presentó Ricardo. —Pero, por Dios, Tula. —No hablemos más de eso, Ricardo, que es cosa hecha. —Pero, por Dios —y se le quebró la voz. —¡Sé hombre, Ricardo; sé fuerte! —Pero es que ya tienen padre... —No basta, no tienen madre..., es decir, sí la tienen. —Puede él volver a casarse. —¿Volverse a casar él? En ese caso los niños se irán conmigo. Le prometí a su madre, en su lecho de muerte, que no tendrían madrastra. —¿Y si llegases a serlo tú, Tula? —¿Cómo yo? —Sí, tú; casándote con él, con Ramiro. —¡Eso nunca! —Pues yo sólo así me lo explico. —Eso nunca, te he dicho; no me expondría a que unos míos, es decir, de mi vientre, pudiesen mermarme el cariño que a esos tengo. ¿Y más hijos, más? Eso nunca. Bastan estos para bien criarlos. —Pues a nadie le convencerás, Tula, de que no te has venido a vivir aquí por eso. —Yo no trato de convencer a nadie de nada. Y en cuanto a ti, basta que yo te lo diga. Se separaron para siempre. —¿Y qué? —le preguntó luego Ramiro. —Que hemos acabado; no podía ser de otro modo. —Y que has quedado libre... —Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme. —Gertrudis ., Gertrudis —y su voz temblaba de súplica. —Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus hijos, a los hijos de Rosa... —Y tuyos..., ¿no dices así? —¡Y míos, sí! —Pero si tú quisieras... —No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con otro menos. —¿Menos? -y se le abrió el pecho. —SÍí, menos. —¿Y cómo no fuiste monja? —No me gusta que me manden. —Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la superiora. —Menos me gusta mandar. ¡Ramirín! El niño acudió al reclamo. Y cogiéndole su tía le dijo: «¡Vamos a jugar al escondite, rico!» —Pero Tula... —Te he dicho —y para decirle esto se le acercó, teniendo cogido de la mano al niño, y se lo dijo al oídoque no me llames Tula, y menos delante de los niños. Ellos sí, pero tú no. Y ten respeto a los pequeños. —-¿En qué les falto al respeto? —En dejar así al descubierto delante de ellos tus instintos... —Pero si no comprenden... —Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y si ahora no lo comprenden, lo comprenderán mañana. Cada cosa de estas que ve a oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da fruto. ¡Y basta! TX Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel hogar. Ella defendíase con los niños, a los que siempre procuraba tener presentes, y le excitaba a él a que saliese a distraerse. Él, por su parte, extremaba sus caricias alos hijos y no hacía sino hablarles de su madre, de su pobre madre. Cogía a la niña y allí, delante de la tía, se la devoraba a besos. —No tanto, hombre, no tanto, que así no haces sino molestar a la pobre criatura. Y eso, permíteme que te lo diga, no es natural. Bien está que hagas que me llamen tía y no mamá, pero no tanto; repórtate. —¿Es que yo no he de tener el consuelo de mis hijos? =SÍí, hijo, sí; pero lo primero es educarlos bien. —¿Y así? —Hartándoles de besos y de golosinas se les hace débiles. Y mira que los niños adivinan... —Y qué culpa tengo yo... —¿Pero es que puede haber para unos niños, hombre de Dios, un hogar mejor que este? Tienen hogar, verdadero hogar, con padre y madre, y es un hogar limpio, castísimo, por todos cuyos rincones pueden andar a todas horas, un —No, eso querría decir otra cosa, que no es... —Bueno, basta. ¡Ramirín!, ¡ven acá, Ramirín! Anda, corre. Y así se aplacó aquella lucha. Y ella continuaba su labor de educar a sus sobrinos. No quiso que a la niña se le ocupase demasiado en aprender costura y cosas así. «¿Labores de su sexo? —decía—, no, nada de labores de su sexo; el oficio de una mujer es hacer hombres y mujeres, y no vestirlos.» Un día que Ramirín soltó una expresión soez que había aprendido en la calle y su padre iba a reprenderle, interrumpióle Gertrudis, diciéndole bajo. «No, dejarlo; hay que hacer como si no se ha oído; debe de haber un mundo de que ni para condenarlo hay que hablar aquí.» Una vez que oyó decir de una que se quedaba soltera que quedaba para vestir santos, agregó: «¡O para vestir almas de niños!» —Tulita es mi novia —dijo una vez Ramirín. —No digas tonterías; Tulita es tu hermana. —¿Y no puede ser novia y hermana? —No. —¿Y qué es ser hermana? —¿Ser hermana? Ser hermana es... —Vivir en la misma casa —acabó la niña. Un día llegó la niña llorando y mostrando un dedo en que le había picado una abeja. Lo primero que se le ocurrió a la tía fue ver si con su boca, chupándoselo, podía extraerle el veneno como había leído que se hace con el de ciertas culebras. Luego declararon los niños, y se les unió el padre, que no dejarían viva a ninguna de las abejas que venían al jardín, que las perseguirían a muerte. —No, eso sí que no —exclamó Gertrudis—; a las abejas no las toca nadie. —¿Por qué? ¿Por la miel? —preguntó Ramiro. —No las toca nadie, he dicho. —Pero si no son madres, Gertrudis. —Lo sé, lo sé bien. He leído en uno de esos libros tuyos lo que son las abejas, lo he leído. Sé lo que son las abejas estas, las que, pican y hacen la miel; sé lo que es la reina y sé también lo que son los zánganos. —Los zánganos somos nosotros, los hombres. ¡Claro está! —Pues mira, voy a meterme en política; me van a presentar candidato a diputado provincial. —¿De veras? —preguntó Gertrudis, sin poder disimular su alegría. —¿Tanto te place? —Todo lo que te distraiga. —Faltan once meses, Gertrudis... —¿Para qué?, ¿para la elección? —¡Para la elección, sí! Y era lo cierto que en el alma cerrada de Gertrudis se estaba desencadenando una brava galerna. Su cabeza reñía con su corazón, y ambos, corazón y cabeza, reñían en ella con algo más ahincado, más entrañado, más íntimo, con algo que era como el tuétano de los huesos de su espíritu. A solas, cuando Ramiro estaba ausente del hogar, cogía al hijo de este y de Rosa, a Ramirín, al que llamaba su hijo, y se lo apretaba al seno virgen, palpitante de congoja y henchido de zozobra. Y otras veces se quedaba contemplando el retrato de la que fue, de la que era todavía su hermana y como interrogándole si había querido, de veras, que ella, que Gertrudis, le sucediese en Ramiro. «Sí, me dijo que yo habría de llegar a ser la mujer de su hombre, su otra mujer -se decía—, pero no pudo querer eso, no, no pudo quererlo...; yo, en su caso, al menos, no lo habría querido, no podría haberlo querido... ¿De otra? ¡No, de otra no! Ni después de mi muerte... Ni de mi hermana... ¡De otra, no! No se puede ser más que de una... No, no pudo querer eso; no pudo querer que entre él, entre su hombre, entre el padre de sus hijos y yo se interpusiese su sombra... No pudo querer eso. Porque cuando él estuviese a mi lado, arrimado a mí, carne a carne, ¿quién me dice que no estuviese pensando en ella? Yo no sería sino el recuerdo... ¡algo peor que el recuerdo de la otra! No, lo que me pidió es que impida que sus hijos tengan madrastra. ¡Y lo impediré! Y casándome con Ramiro, entregándole mi cuerpo, y no sólo mi alma, no lo impediría... Porque entonces sí que sería madrastra. Y más si llegaba a darme hijos de mi carne y de mi sangre...» Y esto de los hijos de la carne hacía palpitar de sagrado terror el tuétano de los huesos del alma de Gertrudis, que era toda maternidad, pero maternidad de espíritu. Y encerrábase en su cuarto, en su recatada alcoba, a llorar al pie de una imagen de la Santísima Virgen Madre, a llorar mientras susurraba: «el fruto de tu vientre...». Una vez que tenía apretado a su seno a Ramirín, este le dijo: —¿Por qué lloras, mamita? —pues habíale enseñado a llamarla así. =Si no lloro... =Sí, lloras... —¿Pero es que me ves llorar...? —No, pero te siento que lloras... Estás llorando... —Es que me acuerdo de tu madre... —¿Pues no dices que lo eres tú...? -Sí, pero de la otra, de mamá Rosa. —¡Ah, sí!; la que se murió..., la de papá... —¡Sí la de papá! —¿Y por qué papá nos dice que no te llamemos mamá, sino tía, tifta Tula, y tú nos dices que te llamemos mamá y no tía, tiíta Tula.. —Pero ¿es que papá os dice eso? Sí, nos ha dicho que todavía no eras nuestra mamá, que todavía no eres más que nuestra tía... —¿Todavía? Sí, nos ha dicho que todavía no eres nuestra mamá, pero que lo serás... Sí, que vas a ser nuestra mamá cuando pasen unos meses... «Entonces sería vuestra madrastra», pensó Gertrudis, pero no se atrevió a desnudar este pensamiento pecaminoso ante el niño. —Bueno, mira, no hagas caso de esas cosas, hijo mío... Y cuando luego llegó Ramiro, el padre, le llamó aparte y severamente le dijo: —No andes diciéndole al niño esas cosas. No le digas que yo no soy todavía vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella .... es lo inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo eternos, sin tormentas, pues no la vemos cambiar, pero sentimos que no se puede llegar a ella... Es lo intangible... —Y siempre nos da la misma cara..., esa cara tan triste y tan seria..., es decir, siempre ¡no!, porque la va velando poco a poco y la oscurece del todo y otras veces parece una hoz... Sí -y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus propios pensamientos sin oír los de su compañero, aunque no era así-; siempre enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será por el otro lado..., cuál será su otra cara... —Y eso añade a su misterio... puede ser... Me explico que alguien anhele llegar a la luna..., ¡lo para ver cómo es por el otro lado..., para conocer y explorar su otra Cara... —La oscura... —¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos está iluminada la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o cuando esta cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro, es luna llena de la otra parte... —¿Para quién? —¿Cómo para quién? Sí, que cuando el otro lado alumbra, ¿para quién? —Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no más que para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que hablemos estas tonterías? —Pues bien, mira, Tula... —¡Rosita! Y no le dejó comentar la intangibilidad y la plenitud de la luna. Cuando ella habló de volver ya a la ciudad apresuróse él a aceptarlo. Aquella temporada en el campo, entre la montaña y el mar, había sido estéril para sus propósitos. «Me he equivocado -se decía también él-; aquí está más segura que allí, que en casa; aquí parece embozarse en la montaña, en el bosque, y como si el mar le sirviese de escudo; aquí es tan intangible como la luna, y entretanto este aire de salina filtrado por entre rayos de sol enciende la sangre... y ella me parece aquí fuera de su ámbito y como si temiese algo; vive alerta y diríase que no duerme...» Y ella a su vez se decía: «No, la pureza no es del campo, la pureza es de celda, de claustro y de ciudad; la pureza se desarrolla entre gentes que se unen en mazorcas de viviendas para mejor aislarse; la ciudad es monasterio, convento de solitarios; aquí la tierra, sobre que casi se acuestan, las une y los animales son otras tantas serpientes del paraíso... ¡A la ciudad, a la ciudad!» En la ciudad estaba su convento, su hogar, y en él su celda. Y allí adormecería mejor a su cuñado. ¡Oh!, si pudiese decir de él —pensaba— lo que santa Teresa en una carta —Gertrudis leía mucho a santa Teresa— decía de su cuñado don Juan de Ovalle, marido de doña Juana de Ahumada. «Él es de condición en cosas muy aniñado...» ¿Cómo le aniñaría? XII Al fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al padre Alvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero las interpretaba a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja solía decirle— llegarías a ser otra santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija ...» Y otras veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé..., no lo sé.... porque no es posible que te inspire herejías el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo ...» Y ella le contestaba riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pera ¿quién pone barreras al pensamiento? Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto orgullo?», se preguntaba. No pudo al fin con esta soledad y decidió llevar a su confesor, al padre Álvarez, su congoja. Y le contó la declaración y proposición de Ramiro, y hasta lo que les había dicho a los niños de que no le llamasen a ella todavía madre, y las razones que tenía para mantener la pureza de aquel hogar y cómo no quería entregarse a hombre alguno, sino reservarse para mejor consagrarse a los hijos de Rosa. —Pero lo de su cuñado lo encuentro muy natural —arguyó el buen padre de almas. —Es que no se trata ahora de mi cuñado, padre, sino de mí; y no creo que haya acudido a usted también en busca de alianza... —¡No, no, hija, no! —Como dicen que en los confesonarios se confeccionan bodas y que ustedes, los padres, se dedican a casamenteros... —Yo lo único que digo ahora, hija, es que es muy natural que su cuñado, viudo y joven y fuerte, quiera volver a casarse, y mas natural, y hasta santo, que busque otra madre para sus hijos... —¿Otra? ¡Ya la tiene! —Sí; pero... y si esta se va... —¿Irme? ¿Yo? Estoy tan obligada a esos niños como estaría su madre de carne y sangre si viviese... —Y luego eso da que hablar.. —De lo que hablen, padre, ya le he dicho que nada se me da... —¿Y si lo hiciese precisamente por eso, porque hablen? Examínese y mire si no entra en ello un deseo de afrontar las preocupaciones ajenas, de desafiar la opinión pública... —Y si así fuese, ¿qué? —Que eso sí que es pecaminoso. Y después de todo, la cuestión es otra... —¿Cuál es la cuestión? —La cuestión es si usted le quiere o no. Esta es la cuestión. ¿Le quiere usted, sí ono? —¡Para marido..., no! —Pero el matrimonio no se instituyó sólo para hacer hijos... —Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. —Dar gracia a los casados... ¿Lo entiende? —Apenas... —Que vivan en gracia, libres de pecado... —Ahora lo entiendo menos. —Bueno, pues que es un remedio contra la sensualidad. —¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Qué? —Pero ¿por qué se pone así ...? ¿Por qué se altera ...? —¿Qué es el remedio contra la sensualidad? ¿El matrimonio o la mujer? —Los dos... La mujer.. y... y el hombre. —¡Pues, no, padre, no, no y no! Yo no puedo ser remedio contra nada. ¿Qué es eso de considerarme remedio? ¡Y remedio... contra eso! No, me estimo en más... —Pero si es que... —No, ya no sirve. Yo, si él no tuviera ya hijos de mi hermana, acaso me habría casado con él para tenerlos..., para tenerlos de él ...; pero ¿remedio? ¿Y a eso? ¿Yo remedio? ¡No! —Y si antes de haber solicitado a su hermana la hubiera solicitado... —¿A mí? ¿Antes? ¿Cuando nos conoció? No hablemos ya más, padre, que no podemos entendernos, pues veo que hablamos lenguas diferentes. Ni yo sé la de usted ni usted sabe la mía. Y dicho esto, se levantó de junto al confesonario. Le costaba andar; tan doloridas le habían quedado del arrodillamiento las rodillas. Y a la vez le dolían las articulaciones del alma y sentía su soledad más hondamente que nunca. «¡No, no me entiende —se decía—, no me entiende; hombre al fin! Pero ¿me entiendo yo misma? ¿Es que me entiendo? ¿Le quiero o no le quiero? ¿No es soberbia esto? ¿No es la triste pasión solitaria del armiño, que por no mancharse no se echa a nado en un lodazal a salvar a su compañero ...? No lo sé.... no lo sé ...» XII Y de pronto observó Gertrudis que su cuñado era otro hombre, que celaba algún secreto, que andaba caviloso y desconfiado, que salía mucho de casa. Pero aquellas más largas ausencias del hogar no le engañaron. El secreto estaba en él, en el hogar. Y a fuerza de paciente astucia logró sorprender miradas de conocimiento íntimo entre Ramiro y la criada de servicio. Era Manuela una hospiciana de diecinueve años, enfermiza y pálida, de un brillo febril en los ojos, de maneras sumisas y mansas, de muy pocas palabras, triste casi siempre. A ella, a Gertrudis, ante quien sin saber por qué temblaba, llamábale «señora». Ramiro quiso hacer que le llamase «señorita». —No, llámame así, señora; nada de señorita... En general parecía como que la criada le temiera, como avergonzada o amedrentada en su presencia. Y a los niños los evitaba y apenas si les dirigía la palabra. Ellos, por su parte, sentían una indiferencia, rayana en despego, hacia la Manuela. Y hasta alguna vez se burlaban de ella, por ciertas maneras de hablar, lo que la ponía de grana. «Lo extraño es —pensaba Gertrudis que a pesar de todo no quiera irse... Tiene algo de gata esta mozuela.» Hasta que se percató de lo que podría haber escondido. Un día logró sorprender a la pobre muchacha cuando salía del cuarto de Ramiro, del señorito —porque a este sí que le llamaba así- toda encendida y jadeante. Cruzáronse las miradas y la criada rindió la suya. Pero llegó otro en que el niño, Ramirín, se fue a su tía y le dijo: —Dime, mamá Tula, ¿es Manuela también hermana nuestra? —Ya te tengo dicho que todos los hombres y mujeres somos hermanos. Sí, pero como nosotros, los que vivimos juntos... —No, porque aunque vive aquí esta no es su Casa... —¿Y cuál es su casa? —¿Su casa? No lo quieras saber. ¿Y por qué preguntas eso? —Porque le he visto a papá que la estaba besando... Aquella noche, luego que hubieron acostado a los niños, dijo Gertrudis a Ramiro: —Tenemos que hablar. —Pero si aún faltan ocho meses... —¿Ocho meses? —¿No hace cuatro que me diste un año de plazo? —No se trata de eso, hombre, sino de algo más serio. A Ramiro se le paró el corazón y se puso pálido. —¿Más serio? —Más serio, sí. Se trata de tus hijos, de su buena crianza, y se trata de esa pobre hospiciana, de la que estoy segura que estás abusando. —Y si así fuese, ¿quién tiene la culpa de eso? —¿Y aún lo preguntas? ¿Aún querrás también culparme de ello? ¡Claro que sí! —Pues bien, Ramiro; se ha acabado ya aquello del año; no hay plazo ninguno; no puede ser, no puede ser. Y ahora sí que me voy, y, diga lo que dijere la ley, me llevaré a los niños conmigo, es decir, se irán conmigo. —Pero ¿estás loca, Gertrudis? —Quien está loco eres tú. —Pero qué querías... —Nada, o yo o ella. O me voy, o echas a esa criadita de casa. Siguióse un congojoso silencio. —No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar. ¿Adónde se va? ¿Al hospicio otra vez? -A servir a otra casa. —No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar —y el hombre rompió a llorar. —¡Pobre hombre! —murmuró ella poniéndole la mano sobre la suya—. Me das pena. —Ahora, ¿eh?, ¿ahora? Sí; me das lástima... Estoy ya dispuesta a todo... ¡Gertrudis! ¡Tula! —Pero has dicho que no la puedes echar.. —Es verdad; no la puedo echar —y volvió a abatirse. —Nadie le quitará de ser madre... =Sí, tú si no te casas con ella. Eso no será ser madre... —Pues ella... —¿Y qué? ¿Porque ella no ha conocido a la suya pretendes tú que no lo sea como es debido? —Pero fíjate en que esta chica... —Tú eres quien debió ñjarse... —Es una locura..., una locura... —La locura ha sido antes. Y ahora piénsalo, que si no haces lo que debes el escándalo le daré yo. Lo sabrá todo el mundo. —¡Gertrudis ! —Cásate con ella, y se acabó. XIV Una profunda tristeza henchía aquel hogar después del matrimonio de Ramiro con la hospiciana. Y esta parecía aún más que antes la criada, la sirvienta, y más que nunca Gertrudis el ama de la casa. Y esforzábase esta más que nunca por mantener al nuevo matrimonio apartado de los niños, y que estos se percataran lo menos posible de aquella convivencia íntima. Mas hubo que tomar otra criada y explicar a los pequeños el caso. Pero, ¿cómo explicarles el que la antigua criada se sentara a la mesa a comer a los de casa? Porque esto exigió Gertrudis. —Por Dios, señora —suplicaba la Manuela—, no me avergúence así..., mire que me avergiienza... Hacerme que me siente a la mesa con los señores, y sobre todo con los niños..., y que hable de tú al señorito..., ¡eso nunca! —Háblale como quieras, pero es menester que los niños, a los que tanto temes, sepan que eres de la familia. Y ahora, una vez arreglado esto, no podrán ya sorprender intimidades a hurtadillas. Ahora os recataréis mejor. Porque antes el querer ocultaros de ellos os delataba. La preñez de Manuela fue, en tanto, molestísima. Su fragilísima fábrica de cuerpo la soportaba muy mal. Y Gertrudis, por su parte, le recomendaba que ocultase a los niños lo anormal de su estado. Ramiro vivía sumido en una resignada desesperación y más entregado que nunca al albedrío de Gertrudis. =Sí, sí, bien lo comprendo ahora —decía—, no ha habido más remedio, pero... —¿Te pesa? —_le preguntaba Gertrudis. —De haberme casado, ¡no! De haber tenido que volverme a casar, ¡sí! —Ahora no es ya tiempo de pensar en eso; ¡pecho a la vida! —¡Ah, si tú hubieras querido, Tula! —Te di un año de plazo; ¿has sabido guardarlo? —¿Y si lo hubiese guardado como tú querías, al fin de él qué, dime? Porque no me prometiste nada. —Aunque te hubiese prometido algo habría sido igual. No, habría sido peor aún. En nuestras circunstancias, el haberte hecho una promesa, el haberte sólo pedido una dilación para nuestro enlace, habría sido peor. —Pero si hubiese guardado la tregua, como tú querías que la guardase, dime: ¿qué habrías hecho? —No lo sé. —Que no lo sabes..., Tula..., que no lo sabes... —No, no lo sé; te digo que no lo sé. —Pero tus sentimientos... —Piensa ahora en tu mujer, que no sé si podrá soportar el trance en que la pusiste. ¡Es tan endeble la pobrecilla! Y está tan llena de miedo... Sigue asustada de ser tu mujer y ama de su casa. Y cuando llegó el peligroso parto repitió Gertrudis las abnegaciones que en los partos de su hermana tuviera, y recogió al niño, una criatura menguada y debilísima, y fue quien lo enmantilló y quien se lo presentó a su padre. —Aquí le tienes, hombre, aquí le tienes. —¡Pobre criatura! —exclamó Ramiro, sintiendo que se le derretían de lástima las entrañas a la vista de aquel mezquino rollo de carne viviente y sufriente. —Pues es tu hijo, un hijo más... Es un hijo más que nos llega. —¿Nos llega? ¿También a ti? Sí, también a mí; no he de ser madrastra para él, yo que hago que no la tengan los otros. Y así fue que no hizo distinción entre uno y otros. —Eres una santa, Gertrudis —le decía Ramiro—, pero una santa que ha hecho pecadores. —No digas eso; soy una pecadora que me esfuerzo por hacer santos, santos a tus hijos y a ti y a tu mujer. —¡Mi mujer! —Tu mujer, sí; la madre de tu hijo. ¿Por qué le tratas con ese cariñoso despego y como a una carga? —¿Y qué quieres que haga, que me enamore de ella? —Pero ¿no lo estabas cuando la sedujiste? —¿De quién? ¿De ella? —Ya lo sé, ya sé que no; pero lo merece la pobre... —¡Pero si es la menor cantidad de mujer posible, si no es nada! —No, hombre, no; es más, es mucho más de lo que tú te crees. Aún no las has con ido. -Si es una esclava... —Puede ser, pero debes libertarla. La pobre está asustada..., nació asustada... Te aprovechaste de su susto... —No sé, no sé cómo fue aquello... —Así sois los hombres; no sabéis lo que hacéis ni pensáis en ello. Hacéis las cosas sin pensarlas... —Peor es muchas veces pensarlas y no hacerlas... —¿Por qué lo dices? —No, nada; por nada... —¿Tú crees sin duda que yo no hago más que pensar? —No, no he dicho que crea eso... —Sí, tú crees que yo no soy más que pensamiento... xv así cuatro hijos, ¿qué digo cuatro?, cinco se puede decir, ¡y esa pobre viuda tal como está!... —Eso es lo de menos, don Juan; para todo eso me basto y me sobro yo. ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! Y el médico se fue diciéndose: «Está visto; esta cuñadita contaba con volver a tenerle libre a su cuñado. Cada persona es un mundo y algunos varios mundos. Pero ¡qué mujer! ¡Es toda una mujer! ¡Qué fortaleza! ¡Qué sagacidaz! ¡Y qué ojos! ¡Qué cuerpo!, ¡irradia fuego!» Ramiro, una tarde en que la fiebre, remitiéndosele, habíale dejado algo más tranquilo, llamó a Gertrudis, le rogó que cerrara la puerta de la alcoba, y le dijo: —Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero... —No pienses en eso, Ramiro. Pero ella también creía en aquella muerte. —Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste con Rosa. —Como no te decidías y dabas largas... —¿Y sabes por qué? =Sí, lo sé, Ramiro. -Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros, sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De lejos te borraba ella; de cerca le borrabas tú. —No hables así de mi hermana, de la madre de tus hijos. —No; la madre de mis hijos eres tú, tú, tú. —No pienses ahora sino en Rosa, Ramiro. —A la que me juntaré pronto, ¿no es eso? —¡Quién sabe ...! Piensa en vivir, en tus hijos... —A mis hijos les quedas tú, su madre. —Yen Manuela, en la pobre Manuela... —Aquel plazo, Tula, aquel plazo fatal. Los ojos de Gertrudis se hinchieron de lágrimas. —¡Tula! —gimió el enfermo abriendo los brazos. —¡Sí, Ramiro, sí! —exclamó ella cayendo en ellos abrazándole. Juntaron las bocas y así se estuvieron sollozando. —¿Me perdonas todo, Tula? —No, Ramiro, no; eres tú quien tienes que perdonarme. —¿Yo? —¡Tú! Una vez hablabas de santos que hacen pecadores. Acaso he tenido una idea inhumana de la virtud. Pero cuando lo primero, cuando te dirigiste a mi hermana, yo hice lo que debí hacer. Además, te lo confieso, el hombre, todo hombre, hasta tú, Ramiro, hasta tú, me ha dado miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero el hombre... He huido del hombre. —Tienes razón, Tula. —Pero ahora descansa, que estas emociones así pueden dañarte. Le hizo guardar los brazos bajo las mantas, le arropó, le dio un beso en la frente como se le da a un niño —y un niño era entonces para ella— y se fue. Mas al encontrarse sofa se dijo: «¿Y si se repone y cura? ¿Si no se muere? ¿Ahora que ha acabado de romperse el secreto entre nosotros? ¿Y la pobre Manuela? ¡Tendré que marcharme! ¿Y adónde? ¿Y si Manuela se muere y vuelve él a quedarse fibre?» Y fue a ver a Manuela, a la que encontró postradísima. Al siguiente día llevó a los niños al lecho del padre, ya sacramentado y moribundo; los levantó uno a uno y les hizo que le besaran. Luego fue, apoyada en ella, en Gertrudis, Manuela, y de poco se muere de la congoja que le dio sobre el enfermo. Hubo que sacarla y acostarla. Y poco después, cogido de una mano a otra de Gertrudis, y susurrando: «¡Adiós, mi Tula!», rindió el espíritu con el último huelgo Ramiro. Y ella, la tía, vació su corazón en sollozos de congoja sobre el cuerpo exánime del padre de sus hijos, de su pobre Ramiro. XVI Apenas, fuera de la soberana, hubo abatimiento en aquel hogar, pues los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela, la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en luchar, al modo de una planta, por la otra vida que llevaba en su seno y aun repitiendo, como un gemido de res herida, que se quería morir. Gertrudis proveía a todo. Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: «¿Me estará mirando todavía...?» Le amortajó como lo había hecho con su tío, cubriéndole con un hábito sobre la ropa con que murió, y sin quitarle esta, y luego, quebrantada pór un largo cansancio, por fatiga de años, juntó un momento su boca a la boca fría de Ramiro, y repasó sus vidas, que era su vida. Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la hospiciana, le hizo desprenderse del muerto a ira coger y acallar y mimar al que vivía. Manuela iba hundiéndose. —Yo, señora, me muero; no voy a poder resistir esta vez; este parto me cuesta la vida. Y así fue. Dio a luz una niña, pero se iba en sangre. La niña misma nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo que vencer la repugnancia que la sangre, sobre todo la negra cuajada, le producía. Siempre le costó una terrible brega consigo misma el vencer este asco. Cuando una vez, poco antes de morir, su hermana Rosa tuvo un vómito, Gertrudis huyó despavorida. Y no era miedo, no; era, sobre todo, asco. Murió Manuela, clavados en los ojos de Gertrudis sus ojos, donde vagaban figuras de niebla sobre las sombras del hospicio. —Por tus hijos no pases cuidado —le había dicho Gertrudis—, que yo he de vivir hasta dejarlos colocados y que se puedan valer por sí en el mundo, y si no les dejaré sus hermanos. Cuidaré sobre todo de esta última, ¡pobrecilla!, la que te cuesta la vida. Yo seré su madre y su padre. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias ¡Dios se lo pagará! ¡Es una santa! Y quiso besarle la mano, pero Gertrudis se inclinó a ella, la besó en la frente y le puso su mejilla a que se la besase. Y esas expresiones de gratitud repetíalas la hospiciana como quien recita una lección aprendida desde niña. Y murió como había vivido, como una res sumisa y paciente, más bien como un enser. Y fue esta muerte, tan natural, la que más ahondó en el ánimo de Gertrudis, que había asistido a otras tres ya. En esta creyó sentir mejor el sentido del enigma. Ni la de su tío, ni la de su hermana, ni la de Ramiro horadaron tan hondo el agujero que se iba abriendo en el centro de su alma. Era como si esta muerte confirmara las otras tres, como si las iluminara a la vez. En sus solitarias cavilaciones se decía: «Los otros se murieron; ¡a esta la han matado...!, ¡la ha matado...!, ¡la hemos matado! ¿No la he matado yo más que —¿Y eso es todo? Sí, que yo creo que hasta necesitan padre. —Les basta, don Juan, con el Padre nuestro que está en los cielos. —Y como madre usted, que es la representante de la Madre Santísima, ¿no es eso? —Usted lo ha dicho; don Juan, y por última vez en esta casa. —¿De modo que...? —Que toda esa historia de la necesidad que siente de tener hijos y de su incapacidad para tenerlos, ¿le he entendido bien, don Juan? —Perfectamente, y esto último, por supuesto, quede entre los dos. —No seré yo quien le estorbe otro matrimonio. Y esa historia, digo, no me ha convencido de que usted busque hijos que adoptar, que eso le será muy fácil y casándose, sino que me busca a mí y me buscaría aunque estuviese sola y hubiésemos de vivir solos y sin hijos; ¿le he entendido, don Juan? ¿Me entiende usted? —Cierto es, Gertrudis, que si estuviese sola lo mismo me casaría con usted, si usted lo quisiera, ¡claro!, porque yo soy muy claro, muy claro, y es usted la que me atrae; pero en ese caso nos quedaba el adoptar hijos de cualquier modo, aunque fuese sacándolos del Hospicio. Pues ya he podido ver que usted, como yo, se muere por los niños y que los necesita y los busca y los adora. —Pero ni usted ni nadie ha visto, don Juan, que yo haya sido y sea incapaz de hacerlos; nadie puede decir que yo sea estéril, y no vuelva a poner los pies en esta Casa. —¿Por qué, Gertrudis? —¡Por puerco! Y así se despidieron para siempre. Mas luego que le hubo así despachado entróle una desdeñosa lástima, un lastimero desdén de aquel hombre. «¿No le he tratado con demasiada dureza? =se decía—. El hombre me sacaba de quicio, es cierto; sus miradas me herían más que sus palabras, pero debí tratarle de otro modo. El pobrecillo parece que necesita remedio, pero no el que él busca, sino otro, un remedio heroico y radical.» Pero cuando supo que don Juan se remediaba empezó a pensar si era, en efecto, calor de hogar lo que buscaba, aunque bien pronto dio en otra sospecha que le sublevó aún más el corazón. «¡Ah -se dijo—, lo que necesita es un ama de casa, una que le cuide, que le ponga sobre la cama la ropa limpia, que haga que se le prepare el puchero..., peor, peor que el remedio, peor aún! ¡Cuando una no es remedio es animal doméstico, y la mayor parte de las veces ambas cosas a la vez! Estos hombes... ¡O porquería o poltronería! ¡Y aún dicen que el cristianismo redimió nuestra suerte, la de las mujeres!» Y al pensar esto, acordándose de su buen tío, se santiguó diciéndose: « ¡No, no lo volveré a pensar .. !» Pero ¿quién enfrenaba a un pensamiento que mordía en el fruto de la ciencia del mal? « ¡El cristianismo, al fin, y a pesar de la Magdalena, es religión de hombres -se decía Gertrudis—; masculinos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ...D» Pero ¿y la Madre? La religión de la Madre está en: «He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra» y en pedir a su Hijo que provea de vino a unas bodas, de vino que embriaga y alegra y hace olvidar penas, y para que el Hijo le diga: «¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Aún no ha venido mi hora.» ¿Qué tengo que ver contigo ...? Y llamarle mujer y no madre... Y volvió a santiguarse, esta vez con verdadero temblor. Y es que el demonio de su guarda —así creía ella— le susurró: « ¡Hombre al fin!» XVHnl Corrieron unos años apacibles y serenos. La orfandad daba a aquel hogar, en el que de nada de bienestar se carecía, una íntima luz espiritual de serena calma. Apenas si había que pensar en el día de mañana. Y seguían en él viviendo, con más dulce imperio que cuando respirando llenaban con sus cuerpos sus sitios, los tres que le dieron a Gertrudis masa con qué fraguarlo, Ramiro y sus dos mujeres de carne y hueso. De continuo hablaba Gertrudis de ellos a sus hijos. «¡Mira que te está mirando tu madre!» o « ¡Mira que te ve tu padre!» Eran sus dos más frecuentes amonestaciones. Y los retratos de los que se fuéron presidían el hogar de los tres. Los niños, sin embargo, íbanlos olvidando. Para ellos no existían sino en las palabras de mamá Tula, que así la llamaban todos. Los recuerdos directos del mayorcito, de Ramirín, se iban perdiendo y fundiendo en los recuerdos de lo que de ellos oía contar a su tía. Sus padres eran ya para él una creación de esta. Lo que más preocupaba a Gertrudis era evitar que entre ellos naciese la idea de una diferencia, de que había dos madres, de que no eran sino medio hermanos. Mas no podía evitarlo. Sufrió en un principio la tentación de decirles que las dos, Rosa y Manuela, eran, como ella misma, madres de todos ellos, pero vio la imposibilidad de mantener mucho tiempo el equívoco; y, sobre todo, el amor a la verdad, un amor en ella desenfrenado, le hizo rechazar tal tentación al punto. Porque su amor a la verdad confundíase en ella con su amor a la pureza. Repugnábanle esas historietas corrientes con que se trata de engañar la inocencia de los niños, como la de decirles que los traen a este mundo desde París, donde los compran. «¡Buena gana de gastar el dinero en tonto!» , había dicho un niño que tenía varios hermanos y a quien le dijeron que a un amiguito suyo le iban a traer pronto un hermanito sus padres. «Buena gana de gastar mentiras en balde -se decía Gertrudis; añadiéndose—; toda mentira es, cuando menos, en balde.» —Me han dicho que soy hijo de una criada de mi padre; que mi mamá fue criada de la mamá de mis hermanos. Así fue diciendo un día a casa el hijo de Manuela. Y la tía Tula, con su voz más seria y delante de todos, le contestó: —Aquí todos sois hermanos, todos sois hijos de un mismo padre y de una misma madre, que soy yo. —¿Pues no dices, mamaíta, que hemos tenido otra madre? —La tuvísteis, pero ahora la madre soy yo; ya lo sabéis. ¡Y que no se vuelva a hablar de eso! Mas no lograba evitar el que se transparentara que sentía preferencias. Y eran por el mayor, el primogénito, Ramirín, al que engendró su padre cuando aún tuviera reciente en el corazón el cardenal del golpe que le produjo el haber tenido que escoger entre las dos hermanas, o mejor el haber tenido que aceptar de mandato de Gertrudis a Rosa, y por la pequeñuela, por Manolita, pálido y frágil botoncito de rosa que hacía temer lo hiciese ajarse un frío o un ardor tempranos. De Ramirín, del mayor, una voz muy queda, muy sumisa, pero de un susurro sibilante y diabólico, que Gertrudis solía oír que brotaba de un rincón de las entrañas de su espíritu —y al oírla se hacía, santiguándose, una cruz sobre la frente y otra sobre el pecho, ya que no pudiese taparse los oídos íntimos de aquella y de este—, de Ramirín decíale ese tentador susurro que acaso cuando le engendró su padre soñaba más en ella, en Gertrudis, que en Rosa. Y de Manolita, de la hija de la muerte de la hospiciana, se decía que sin su decisión de casar por segunda vez a Ramiro, sin aquél haberle obligado a redimir su pecado y a rescatar a la víctima de él, a la pobre Manuela, no viviría el pálido y frágil botoncito. mientras chupaba el jugo de vida. Antojábasele que así una vaga y dulce ilusión animaría a la huérfana. Y era ella, Gertrudis, la que así soñaba. ¿Qué? Ni ella misma lo sabía bien. Alguna vez la criatura se vomitó sobre aquella cama, limpia siempre hasta entonces como una patena, y de pronto sintió Gertrudis la punzada de la mancha. Su pasión morbosa por la pureza, de que procedía su culto místico a la limpieza, sufrió entonces, y tuvo que esforzarse para dominarse. Comprendía, sí, que no cabe vivir sin mancharse y que aquella mancha era inocentísima, pero los cimientos de su espíritu se conmovían dolorosamente con ello. Y luego le apretaba a la criaturita contra sus pechos pidiéndole perdón en silencio por aquella tentación de su pureza. XIX Fuera de este cuidado maternal por la pobre criaturita de la muerte de Manuela, cuidado que celaba una expiación y un culto místicos, y sin desatender a los otros y esforzándose por no mostrar preferencias a favor de los de su sangre, Gertrudis se preocupaba muy en especial de Ramirín y seguía su educación paso a paso, vigilando todo lo que en él pudiese recordar rasgos de su padre, a quien físicamente se parecía mucho. «Así sería a su edad», pensaba la tía y hasta buscó y llegó a encontrar entre los papeles de su cuñado retratos de cuando este era un chicuelo, y los miraba y remiraba para descubrir en ellos al hijo. Porque quería hacer de este lo que de aquel habría hecho a haberle conocido y podido tomar bajo su amparo y crianza cuando fue un mozuelo a quien se le abrían los caminos de la vida. «Que no se equivoque como él -se decía—, que aprenda a detenerse para elegir, que no encadene la voluntad antes de haberla asentado en su raíz viva, en el amor perfecto y bien alumbrado, a la luz que le sea propia.» Porque ella creía que no era al suelo, sino al cielo, a lo que había que mirar antes de plantar un retoño; no al mantillo de la tierra, sino a las razas de lumbre que del sol le llegaran, y que crece mejor el arbolito que prende sobre una roca al solano dulce del mediodía que no el que sobre un mantillo vicioso y graso se alza a la umbría. La luz era la pureza. Fue con Ramirín aprendiendo todo lo que él tenía que aprender, pues le tomaba a diario las lecciones. Y así satisfacía aquella ansia por saber que desde niña le había aquejado y que hizo que su tío le comparase alguna vez con Eva. Y de entre las cosas que aprendió con su sobrino y para enseñárselas, pocas le interesaron más que la geometría. ¡Nunca lo hubiese ella creído! Y es que en aquellas demostraciones de la geometría, ciencia árida y fría al sentir de los más, encontraba Gertrudis un no sabía qué de luminosidad y de pureza. Años después, ya mayor Ramirín, y cuando el polvo que fue la carne de su tía reposaba bajo tierra, sin luz de sol, recordaba el entusiasmo con que un día de radiante primavera le explicaba cómo no puede haber más que cinco y sólo cinco poliedros regulares; tres formados de triángulos: el tetraedro, de cuatro; el octaedro, de ocho, y el icosaedro, de veinte; uno de cuadrados: el cubo, de seis, y uno de pentágonos: el dodecaedro, de doce. «Pero ¿no ves qué claro?» , sólo cinco y no más me decía —contaba el sobrino—, «¿no lo ves?, ¡qué bonito! Y no puede ser de otro modo, tiene que ser así)», y al decirlo me mostraba los cinco modelos en cartulina blanca, blanquísima, que ella misma había construido, con sus santas manos, que eran prodigiosas para toda labor, y parecía como si acabase de descubrir por sí misma la ley de los cinco poliedros regulares..., ¡pobre tía Tula! Y recuerdo que como a uno de aquellos modelos geométricos le cayera una mancha de grasa, hizo otro, porque decía que con la mancha no se veía bien la demostración. Para ella la geometría era luz y pureza.» En cambio huyó de enseñarle anatomía y fisiología. «Esas son porquerías — decía— y en que nada se sabe de cierto ni de claro.» Y lo que sobre todo acechaba era el alborear de la pubertad en su sobrino. Quería guiarle en sus primeros descubrimientos sentimentales y que fuese su amor primero el último y el único. «Pero ¿es que hay un primer amor?», se preguntaba a sí misma sin acertar a responderse. Lo que más temía eran las soledades de su sobrino. La soledad, no siendo a toda luz, la temía. Para ella no había más soledad santa que la del sol y la de la Virgen de la Soledad cuando se quedó sin su Hijo, el Sol del Espíritu. «Que no se encierre en su cuarto —pensaba—, que no esté nunca, a poder ser, solo; hay soledad que es la peor compañía; que no lea mucho, sobre todo, que no lea mucho; y que no se esté mirando grabados.» No temía tanto para su sobrino a lo vivo cuanto a lo muerto, a lo pintado. «La muerte viene por lo muerto», pensaba. Confesábase Gertrudis con el confesor de Ramirín, y era para, dirigiendo al director del muchacho en la dirección de este, ser ella la que de veras le dirigiese. Y por eso en sus confesiones hablaba más que de sí misma de su hijo mayor, como le llamaba. «Pero es, señora, que usted viene aquí a confesar sus pecados y no los de otros»,, le tuvo que decir alguna vez el padre Álvarez, a lo que ella contestó: «Y si ese chico es mi pecado ...» Cuando una vez creyó observar en el muchacho inclinaciones ascéticas, acaso místicas, acudió alarmada al padre Alvarez. —¡Eso no puede ser, padre! —Y si Dios le llamase por ese camino... —No, no le llama por ahí; lo sé, lo sé mejor que usted y desde luego mejor que él mismo; eso es... la sensualidad que se le despierta... —Pero, señora... Sí, anda triste, y la tristeza no es señal de vocación religiosa. ¡Y remordimiento no puede ser! ¿De qué ...? —Los juicios de Dios, señora... —Los juicios de Dios son claros. Y esto es oscuro. Quítele eso de la cabeza. ¡Él ha nacido para padre y yo para abuela! —¡Ya salió aquello! —¡Sí, ya salió aquello! —¡Y cómo le pesa a usted eso! Líbrese de ese peso... Me ha dicho cien veces que había agotado ese mal pensamiento... —¡No puedo, padre, no puedo! Que ellos, que mis hijos —porque son mis hijos, mis verdaderos hijos—, que ellos no lo sepan, que no lo sepan, padre, que no lo adivinen... —Cálmese, señora, por Dios, cálmese... y deseche esas aprensiones .... esas tentaciones del Demonio, se lo he dicho cien veces... Sea lo que es..., la tía Tula que todos conocemos y veneramos y admiramos ...; sí, admiramos. —¡No, padre, no! ¡Usted lo sabe! Por dentro soy otra... —Pero hay que ocultarlo... -Sí, hay que ocultarlo, sí; pero hay días en que siento ganas de reunir a sus hijos, a mis hijos... —¡Sí, suyos, de usted! —¡Sí, yo madre, como usted... padre! —Deje eso, señora, deje eso... Sí, reunirles y decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso... —Usted se calumnia, señora. Esa no es usted, usted es la otra..., la que todos conocemos .... la tía Tula... madre, que tenía ojos de tísica, turbios de fiebre... ni son los de su padre, que eran... —¿Sabes de quién parecen esos ojos? —¿De quién? —y Gertrudis temblaba al preguntarlo. —¡Pues son tus ojos ...! —Puede ser... puede ser.. No me los he mirado nunca de cerca ni puedo vérmelos desde dentro, pero puede ser... puede ser.. Al menos le he enseñado a mirar. XXI ¿Qué le pasaba a la pobre Gertrudis que se sentía derretir por dentro? Sin duda había cumplido su misión en el mundo. Dejaba a su sobrino mayor, a su Ramiro, a su otro Ramiro, a cubierto de la peor tormenta, embarcado en su barca de por vida, y a los otros hijos al amparo de él; dejaba un hogar encendido y quien cuidase de su fuego. Y se sentía deshacer. Sufría frecuentes embaimientos, desmayos, y durante días enteros lo veía todo como en niebla, como si fuese bruma y humo todo. Y soñaba; soñaba como nunca había soñado. Soñaba lo que habría sido si Ramiro hubiese dejado por ella a Rosa. Y acababa diciéndose que no habrían sido de otro modo las cosas. Pero ella había pasado por el mundo fuera del mundo. El padre Alvarez creía que la pobre Gertrudis chocheaba antes de tiempo, que su robusta inteligencia flaqueaba y que flaqueaba el peso mismo de su robustez. Y tenía que defenderla de aquellas sus viejas tentaciones. Cuando un día se le acercó Caridad y, al oído, le dijo: «¡Madre...!», al notarle el rubor que le encendía el rostro, exclamó: «¿Qué? ¿Ya?» «¡Sí, ya!», susurró la muchacha. «¿Estás segura?» « ¡Segura; si no, no te lo habría dicho! »Y Gertrudis, en medio de su goce, sintió como si una espada de hielo le atravesase por medio el corazón. Ya no tenía que hacer en el mundo más que esperar al nieto, al nieto de los suyos, de su Ramiro y su Rosa, a su nieto, a ir luego a darles la buena nueva. Ya apenas se cuidaba más que de Caridad, que era quien para ella llenaba la casa. Hasta de Manolita, de su obra, se iba descuidando, y la pobre niña lo sentía; sentía que el esperado iba relegándole en la sombra. —Ven acá le decía Gertrudis a Caridad, cuando alguna vez se encontraban a solas, ocasión que acechaba—, ven acá, siéntate aquí, a mi lado... ¿Qué, le sientes, hija mía, le sientes? —Algunas veces... —¿No llama? ¿No tiene prisa por salir a la luz, a la luz del sol? Porque ahí dentro, a oscuras..., aunque esté ello tan tibio, tan sosegado... ¿No da empujoncitos? Si tarda no me va a ver..., no le voy a ven.. Es decir: ¡si tarda, no!, si me apresuro yo... —Pero, madre, no diga esas cosas... —¡No digas, hija! Pero me siento derretir..., ya no SOy para nada... Veo todo como empañado .... como en sueños... Si no lo supiera no podría ahora decir si tu pelo es rubio o moreno... Y le acariciaba lentamente la espléndida cabellera rubia. Y como si viese con los dedos, añadía: «Rubia, rubia como el sol ...» -Si es chico, ya lo sabes, Ramiro, y si es chica .... Rosa... —No, madre, sino Gertrudis... Tula, mamá Tula. —¡Tula..., bueno ...! Y mejor si fuese una pareja, mellizos, pero chico y chica... —¿Qué? ¿Crees que no podrías con eso? ¿Te parece demasiado trabajo? —Yo... no sé.... no sé nada de eso, madre; pero... -Sí, eso es lo perfecto, una parejita de gemelos .... un chico y una chica que han estado abrazaditos cuando no sabían nada del mundo, cuando no sabían ni que existían; que han estado abrazaditos al calorcito del vientre materno... Algo así debe de ser el cielo... —¡Qué cosas se te ocurren, mamá Tula! —No ves que me he pasado la vida soñando... —¡Por Dios, madre! Y en esto, mientras soñaba así y como para guardar en su pecho este último ensueño y llevarlo como viático al seno de la madre tierra, la pobre Manolita cayó gravemente enferma. « ¡Ah, yo tengo la culpa -se dijo Gertrudis—, yo, que con esto de la parejita de mi ensueño me he descuidado de esa pobre avecilla... ! Sin duda en un momento en que necesitaba de mi arrimo ha debido de coger algún frío ...» Y sintió que le volvían las fuerzas, unas fuerzas como de milagro. Se le despejó la cabeza y se dispuso a cuidar a la enferma. —Pero, madre —le decía Caridad—, déjeme que le cuide yo, que le cuidemos nosotras... Entre yo, Rosita y Elvira le cuidaremos. —No; tú no puedes cuidarla como es debido, no debes cuidarla... Tú te debes al que llevas, a lo que llevas, y no es cosa de que por atender a esta malogres lo otro... Y en cuanto a Rosita y Elvira, sí, son sus hermanas, la quieren como tales, pero no entienden de eso, y además la pobre, aunque se aviene a todo, no se halla sin mí... Un simple vaso de agua que yo le sirva le hace más provecho que todo lo que los demás le podáis hacer. Yo sola sé arreglarle la almohada de modo que no le duela en ella la cabeza y que no tenga luego pesadillas... —Sí, es verdad... —¡Claro, yo la crié ...! Y yo debo cuidarle. Resucitó. Volvióle todo el luminoso y fuerte aplomo de sus días más heroicos. Ya no le temblaba el pulso ni le vacilaban las piernas. Y cuando teniendo el vaso con la pócima medicinal que a las veces tenía que darle, la pobre enferma le posaba las manos febriles en sus manos firmes y finas, pasaba sobre su enlace como el resplandor de un dulce recuerdo, casi borrado para la encamada. Y luego se sentaba la tía Tula junto a la cama de la enferma y se estaba allí, y esta no hacía sino mirarle en silencio. —¿Me moriré, mamita? —preguntaba la niña. —¿Morirte? ¡No, pobrecita alondra, no! Tú tienes que vivir... —Mientras tú vivas... —Y después..., y después... —Después... NO..., ¿para qué...? —Pero las muchachas deben vivir... —¿Para qué...? —Pues... para vivir..., para casarse..., para criar familia... —Pues tú no te casaste, mamita... —No, yo no me casé; pero como si me hubiese casado... Y tú tienes que vivir para cuidar de tu hermano... —Es verdad..., de mi hermano..., de mis hermanos... =Sí, de todos ellos... —Pero si dicen, mamita, que yo no sirvo para nada... —¿Y quién dice eso, hija mía? —No, no lo dicen..., no lo dicen..., pero lo piensan... —¿Y cómo sabes tú lo que piensan? Caridad, llegábale como el de una criatura cargada de fruto y hasta le parecía oler a sazón de madurez. Y el de Manolita era tan leve como el de un pajarito que no se sabe si corre o vuela a ras de tierra. «Cuando ella entra -se decía la tía—, siento rumor de alas caídas y quietas.» Quiso despedirse primero de esta, a solas, y aprovechó un momento en que vino a traerle la medicina. Sacó el brazo de la cama, lo alargó como para bendecirla, y poniéndole la mano sobre la cabeza, que ella inclinó con los claros ojos empañados, le dijo: —¿Qué, palomita sin hiel, quieres todavía morirte...? ¡La verdad! Si con ello consiguiera... -Que yo no me muera, ¿eh? No, no debes querer morirte... Tienes a tu hermano, a tus hermanos... Estuviste cerca de ello, pero me parece que la prueba te curó de esas cosas... ¿No es así? Dímelo como en confesión, que voy a contárselo a los nuestros... Sí, ya no se me ocurren aquellas tonterías... —¿Tonterías? No, no eran tonterías. ¡Ah!, y ahora que dices eso de tonterías, tráeme tu muñeca, porque la guardas, ¿no es así? Sí, sé que la guardas... Tráeme aquella muñeca, ¿sabes? Quiero despedirme de ella también y que se despida de mí... ¿Te acuerdas? Vamos, ¿a que no te acuerdas? —Sí, madre, me acuerdo. —¿De qué te acuerdas? —De cuando se me cayó en aquel patín de la huerta y Elvira me llamaba tonta porque lloraba tanto y me decía que de nada sirve llorar... —ESO..., €SO..., ¿y qué más? ¿Te acuerdas de más? Sí, del cuento que nos contaste entonces... —A ver, ¿qué cuento? —De la niña que se le cayó la muñeca en un pozo seco adonde no podía bajar a sacarla, y se puso a llorar, a llorar, a llorar, y lloró tanto que se llenó el pozo con sus lágrimas y salió flotando en ellas la muñeca... —¿Y qué dijo Elvirita a eso? ¿Qué dijo? Que no me acuerdo... =Sí, sí se acuerda, madre... —Bueno, ¿pues qué dijo? —Dijo que la niña se quedaría seca y muerta de haber llorado tanto... —¿Y yo qué dije? —Por Dios, madre... —Bueno, no lo digas, pero no llores así, palomita, no llores así..., que por mucho que llores no se llenará con tus lágrimas el pozo en que voy cayendo y no saldré flotando. Si pudiera ser.. —¡Ah, sí! Si pudiera ser yo saldría a cogerte y llevarte conmigo... Pero hay que esperar la hora. Y cuida de tus hermanos. Te los entrego a ti, ¿sabes?, a ti. Haz que no se den cuenta de que me he muerto. —Haré todo lo que pueda... —Y yo te ayudaré desde arriba. Que no se enteren de que me he muerto... —Te rezaré, madre... -A la Virgen, hija, a la Virgen... —Te rezaré, madre, todas las noches antes de acostarme... —Bueno, no llores así... —Pero si no lloro, ¿no ves que no lloro? —Para lavar los ojos cuando han visto cosas feas no está mal; pero tú no has visto cosas feas, no puedes verlas... —Y si es caso, cerrando los ojos... —No, no, así se ven cosas más feas. Y pide por tu padre, por tu madre, por mí... No olvides a tu madre... Si no la olvido... —Como no la conociste... —¡Sí, la conozco! —Pero a la otra, digo, a la que te trajo al mundo. —¡Sí, gracias a ti la conozco; a aquella! —¡Pobrecilla! Ella no había conocido a la suya... —¡Su madre fuiste tú, lo sé bien! —Bueno, pero no llores... ¡Si no lloro! —y se enjugaba los ojos con el dorso de la mano izquierda mientras con la otra, temblorosa, sostenía el vaso de la medicina. —Bueno, y ahora trae a la muñeca, que quiero verla. ¡Ah! ¡Y allí, en un rincón de aquella arquita mía que tú sabes .... ahí está la llave .... sí, esa, esa!... Allí donde nadie ha tocado más que yo, y tú alguna vez; allí, junto a aquellos retratos, ¿sabes?, hay otra muñeca..., la mía.... la que yo tenía siendo niña..., mi primer cariño .... ¿el primero?..., ¡bueno! Tráemela también... Pero que no se entere ninguna de esas, no digan que son tonterías nuestras, porque las tontas somos nosotras... Tráeme las dos muñecas, que me despida de ellas, y luego nos pondremos serias para despedimos de los otros... Vete, que me viene un mal pensamiento — y se santiguó. El mal pensamiento era que el susurro diabólico allá, en el fondo de las entrañas doloridas con el dolor de la partida, le decía: « ¡Muñecos todos!» XXHot Luego llamó a todos, y Caridad entre ellos. —Esto es, hijos míos, la última fiebre, el principio de fuego del Purgatorio... —Pero qué cosas dices, mamá... -Sí; el fuego del Purgatorio, porque en el Infierno no hay fuego .... el Infierno es de hielo y nada más que de hielo. Se me está quemando la carne... Y lo que siento es irme sin ver, sin conocer, al que ha de llegar..., o a la que ha de llegar..., o a los que han de llegar.. —Vamos, mamá... —Bueno, tú, Cari, cállate y no nos vengas ahora con vergiienza... Porque yo querría contarles todo a los que me llaman... Vamos, no lloréis así... Allí están... los tres... —Pero no digas esas cosas... —¡Ah!, ¿queréis que os diga cosas de reír? Las tonterías ya nos las hemos dicho Manolita y yo, las dos tontas de la casa, y ahora hay que hacer esto como se hace en los libros... —Bueno, ¡no hables tanto! El médico ha dicho que no se te deje hablar mucho. —¿Ya estás ahí tú, Ramiro? ¡El hombre! ¿El médico, dices? ¿Y qué sabe el médico? No le hagáis caso... Y además es mejor vivir una hora hablando que llevándoselo a bien. Ella guardaba el archivo y el tesoro de la otra; ella tenía la llave de los cajoncitos secretos de la que se fue en carne y sangre; ella guardaba, con su muñeca de cuando niña, la muñeca de la niñez de la Tía, y algunas cartas, y el devocionario y el breviario de don Primitivo; ella era en la familia quien sabía los dichos y hechos de los antepasados dentro de la memoria: de don Primitivo, que nada era de su sangre; de la madre del primer Ramiro; de Rosa; de su propia madre Manuela, la hospiciana —de esta no dichos ni hechos, sino silencios y pasiones—, ella era la historia doméstica; por ella se continuaba la eternidad espiritual de la familia. Ella heredó el alma de esta, espiritualizada en la Tía. ¿Herencia? Se transmite por herencia en una colmena el espíritu de las abejas, la tradición abejil, el arte de la melificación y de la fábrica del panal, la abejidad, y no se transmite, sin embargo, por carne y por jugos de ella. La camalidad se perpetúa por zánganos y por reinas, y ni los zánganos ni las reinas trabajaron nunca, no supieron ni fabricar panales, ni hacer miel, ni cuidar larvas, y no sabiéndolo, no pudieron transmitir ese saber, con su carne y sus jugos, a sus crías. La tradición del arte de las abejas, de la fábrica del panal y el laboreo de la miel y la cera, es pues, colateral y no de transmisión de carne, sino de espíritu, y débese a las tías, a las abejas que ni fecundan huevecillos ni los ponen. Y todo esto lo sabía Manolita, a quien se lo había enseñado la Tía, que desde muy joven paró su atención en la vida de las abejas y la estudió y meditó, y hasta soñó sobre ella. Y una de las frases de íntimo sentido, casi esotérico, que aprendió Manolita de la Tía y que de vez en cuando aplicaba a sus hermanos, cuando dejaban muy al desnudo su masculinidad de instintos, era decirles: «¡Cállate, zángano!» Y zángano tenía para ella, como lo había tenido para la Tía, un sentido de largas y profundas resonancias. Sentido que sus hermanos adivinaban. La alianza entre Elvira, la hija del primer Ramiro que le costó la vida a Rosa, su primera mujer, y Enrique, el hijo del pecado de aquel y de los hospicianos, era muy estrecha. Queríanse los hermanastros más que cualesquiera otros de los cinco entre sí. Siempre andaban en cuchicheos y en secretos. Y está a modo de conjura desasosegábale a Manolita. No que le doliera que su hermano uterino, el salido del mismo vientre de donde ella salió, tuviese más apego a la hermana nacida de otra madre, nip; sentía que a ella no había de apegársele ninguno de sú s hermanos y complacíase en ello. Pero aquel afecto máá que fraternal le era repulsivo. —Ya estoy deseando —les dijo una vez— que uno de vosotros se enamore; que tú, Enrique, te eches novia, o que a esta, a ti, Elvira, te pretenda alguno... —¿Y para qué? —preguntó esta. —Para que dejéis de andar así, de bracete por la casa, y con cuentecitos al oído y carantoñas, arrumacos y lagoterías... —Acaso entonces más... —dijo Enrique. —¿Y cómo así? —Porque esta vendrá a contarme los secretos de su novio, ¿verdad, Elvira?, y yo le contaré, ¡claro está!, los de mi novia... =SÍí, sí... exclamó Elvira a punto de palmotear. —Y os reiréis uno y otro del otro novio y de la otra novia, ¿no es así?..., ¡qué bonito! —Bueno, ¿y qué diría a esto la Tía? —preguntó Elvira mirándole a Manolita a los ojos. —Diría que no se debe jugar con las cosas santas y que sois unos chiquillos... —Pues no repitas con la Tía —le arguyó Enrique— aquello del Evangelio de que hay que hacerse niño para entrar en el reino de los cielos... —¡Niño, sí! ¡Chiquillo, no! —¿Y en qué se le distingue al niño del chiquillo ...? —¿En qué? En la manera de jugar. —¿Cómo juega el chiquillo? —El chiquillo juega a persona mayor. Los niños no son, como los mayores, ni hombres ni mujeres, sino que son como los ángeles. Recuerdo haberle oído decir a la Tía que había oído que hay lenguas en que el niño no es ni masculino ni femenino, sino neutro. Sí —añadió Enrique—, en alemán. Y la señorita es neutro... —Pues esta señorita —dijo Manolita, intentando, sin conseguirlo, teñir de una sonrisa estas palabras— no es neutra... —¡Claro que no soy neutra; pues no faltaba más...! —Pero ¡bueno, nada de chiquilladas! —Chiquilladas, no; niñerías, eso, ¿no es eso? —¡Eso es! —Bueno, y ¿en qué las conoceremos? —Basta, que no quiero deciros más. ¿Para qué? Porque hay cosas que al tratar de decirlas se ponen más oscuras... —Bien, bien, tiíta —exclamó Elvira abrazándola y dándole un beso—, no te enfades así... ¿ Verdad que no te enfadas, tiíta...? —No; y menos porque me llames tiíta ... -Si lo hacía sin intención... —Lo sé; pero eso es lo peligroso. Porque la intención viene después... Enrique le hizo una carantoña a su hermana completa y cogiendo a la otra, a la hermanastra, por debajo de un brazo, se la llevó consigo. Y Manolita, viéndoles alejarse, quedó diciéndose: «¿Chiquillos? ¡En efecto, chiquillos! Pero ¿he hecho bien en decirles lo que les he dicho? ¿He hecho bien, Tía? —e invocaba mentalmente a la Tía—. La intención viene después... ¿No soy yo la que con mis reconvenciones voy a darles una intención que les falta? Pero, ¡no, no! ¡Que no jueguen así! ¡Porque están jugando ...! ¡Y ojalá les salga pronto el novio a ella y la novia a él!» XXV El otro grupo lo formaban en la familia, no Rosita y Ramiro, sino la mujer de este, Caridad, y aquella su cuñada. Aunque en rigor era Rosita la que buscaba a Caridad y le llevaba sus quejas, sus aprensiones, sus suspicacias. Porque iba, por lo común, a quejarse. Creíase, o al menos aparentaba creer, que era la desdeñada y la no comprendida. Poníase triste y como preocupada en espera de que le preguntasen qué era lo que tenía, y como nadie se lo preguntaba sufría con ello. Y menos que los otros hermanos se lo preguntaba Manolita, que se decía: «¡Si tiene algo de verdad y más que gana de mimo y de que nos ocupemos especialmente en ella, ya reventará!» Y la preocupada sufría con ello. A su cuñada, a Caridad, le iba sobre todo con quejas de su marido; complacíase en acusar a este, a Ramiro, de egoísta. Y la mujer le oía pacientemente y sin saber qué decirle. —Yo no sé, Manuela —-le decía a esta Caridad, su cuñada—, qué hacer con Rosa... Siempre me está viniendo con quejas de Ramiro; que si es un orgulloso, que si un egoísta, que si un distraído... —¡Llévale la hebra y dile que sí! —Pero ¿cómo? ¿Voy a darle alas? M.-Sin duda, rezando por ellos... R.—¡Pues claro está! Pidiendo a Dios que les libre de tentaciones... M.—Pero me parece que tú más que a rezar « no nos dejes caer en la tentación» vas a «no me dejes caer en la tentación...» R.-Sí, que voy a que no me tienten... M.—¿Pues no has venido acá a tentar a Caridad, tu hermana? ¿O es que crees que no era tentación eso? ¿No venías a hacerle caer en la tentación? C.-No, Manuela, no venía a eso. Y además sabe que no soy celosa, que no lo seré, que no puedo serlo... R.—Déjale, déjale, Caridad, déjale a la abejita, que pique..., que pique... M.—Duele, ¿eh? Pues hija, rascarse... R.—Hija ahora, ¿eh? M.—Y siempre, hermana. R.-Y dime tú, hermanita, la abejita, ¿tú no has pensado nunca en meterte en un panal así, en una colmena...? M.-Se puede hacer miel y cera en el mundo... R.—Y picar... M.-¡ Y picar, exacto! R.—Vamos, sí, que tú, como tía Tula, vas para tía... M.—Yo no sé para lo que voy, pero si siguiera el ejemplo de la Tía no habría de ir por mal camino. ¿O es que crees que marró ella el suyo? ¿Es que has olvidado sus enseñanzas? ¿Es que trató ella nunca a encismar a los de casa? ¿Es que habría ella nunca denunciado un acto de uno de sus hermanos? C.—Por Dios, Manuela, por la memoria de tía Tula, cállate ya... Y tú, Rosa, no llores así..., vamos, levanta esa frente... no te tapes así la cara con las manos..., no .llores así, hija, no llores así... Manuela le puso a su hermanastra la mano sobre el hombro y con una voz que parecía venir del otro mundo, del mundo eterno de la familia inmortal, le dijo: —¡Perdóname, hermana, me he excedido..., pero tu conducta me ha herido en lo vivo de la familia y he hecho lo que creo que habría hecho la Tía en este caso..., perdónamelo! Y Rosa, cayendo en sus brazos y ocultando su cabeza entre los pechos de su hermana, le dijo entre sollozos: —¡Quien tiene que perdonarme eres tú, hermana, tú!... Pero hermana... no, sino madre..., ni madre... ¡Tía! ¡Tía! —¡Es la Tía, la tía Tula, la que tiene que perdonarnos y unirnos y guiamos a todos! —concluyó Manuela. Freeditoria IF, ¿Te gustó este libro? Para obtener más e-Books GRATUITOS visita Ereeditorial.com
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