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La Autognosis: El Hombre y su Relación con el Mundo Exterior, Apuntes de Filosofía

Este texto reflexiona sobre la comprensión del hombre y su relación con el exterior, abordando temas filosóficos, políticos y antropológicos. El autor examina la importancia de la autoconocimiento y cómo el hombre se relaciona con la diferencia y la sociedad. Se analizan las perspectivas de sócrates y platón y se discute cómo la antropología social ofrece una nueva comprensión de la naturaleza humana.

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 29/01/2014

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¡Descarga La Autognosis: El Hombre y su Relación con el Mundo Exterior y más Apuntes en PDF de Filosofía solo en Docsity! Antropología social y filosofía* 1. PLATÓN Y SÓCRATES. La filosofía ha sido siempre un empeño por vencer la resistencia de la realidad a ser racionalizada, y, en el transcurso de esa confrontación, ha sido inevitable que, al tiempo que se buscaba orden e inteligibilidad en el objeto, volviese el sujeto la mirada sobre su propio ser y tratase también de hallarlos dentro de sí, pues, en caso de que no residieran también allí, quedaba su empresa condenada en sus mismos comienzos a la contradicción. ¿Cómo justificar si no la pretensión de hallar cordura en el exterior y de imponer al mundo una razón por parte de quien permanecía en su interior oscuro y desordenado? Habría sido la razón de la sinrazón. Luego el conocimiento de sí es por necesidad uno de los propósitos centrales, si es que no se trata del supremo propósito, de los sistemas que ha alumbrado la filosofía. Podría parecer un recurso fácil el de acudir a una historia de este tema para medir los resultados que ha ido produciendo su tratamiento, pero en modo alguno lo es. Ante todo, porque no está hecha, o no está hecha todavía, una tal historia. La hay de la filosofía política, de la metafísica, de la teoría del conocimiento..., pero no se ha escrito ninguna en la que se haya recorrido de modo suficiente la antropología filosófica, de manera que no dejaría de ser una extraordinaria empresa el empezar a hacerla; pero, aparte de que no me siento cualificado para entregarme a este proyecto, tampoco trato aquí de recurrir a las posibilidades que podría brindarme una mínima semblanza suya, sino de ofrecer algunas notas que desbrocen aceptablemente el terreno en que germina este importante asunto de la autognosis, con el fin de mostrar el enorme interés que, a mi entender, brindan a este tipo de reflexiones los temas que estudia la moderna antropología social. El modelo de la larga sucesión de esfuerzos filosóficos por hallar este ser siempre huidizo y casi siempre desconcertante que somos los hombres ha sido Heráclito, el autor que dijo haber penetrado dentro de sí y haber hallado capas más y más profundas. Lo que parece a primera vista evidente, un yo fijo y seguro, se le diluía a él de inmediato en fluidez y cambio. Apenas es necesario decir que se trata de la siempre recurrente imagen del río: cambia toda la realidad la manera en que cambian las aguas Pero no sólo cambian ellas. ¿O no es cierto que Heráclito no podía bajar dos veces al mismo río, no tanto porque la segunda vez fuera ya distinto río cuanto porque ya no era el mismo Heráclito? En el fondo es el descubrimiento del tiempo, cuyo ser es propiamente dejar a cada paso de tener ser. Esta corriente arrastró también a Sócrates. Una vida que no se llegue a conocer, pensaba, no vale la pena vivirla, por lo que puso tanto empeño en ese fin que empezó desdeñando, pues los consideraba lo más opuesto a su propósito, los sistemas racionales en que sus maestros pretendían exponer la racionalidad del mundo externo. Del universo, decía Sócrates, solamente nos es dado conocer su origen y consistencia, pero el hombre, un ser inevitablemente abierto al futuro, cuyo pasado es rígido e inmutable como la piedra, es decir, algo sobre lo que ya no hay nada que hacer, no puede guardar semejanza con una entidad que, en todo caso, es lo contrario de él. La razón debe ser muy diferente para el hombre y para el mundo, porque su descubrimiento puede obligar al primero a actuar y hacerse a sí mismo, mientras que en el segundo se trata de un hecho ya dado, completo, cerrado. Estas ideas parecerán evidentes e indiscutibles. Pueden ser, además, explosivas. Concebir al hombre como algo cuyo ser más propio está en el futuro equivale a definirlo de una manera esencialmente dinámica. Equivaldrá después a ver en él un ser permanentemente insatisfecho, condenado al infinito. Pero esta perspectiva se habrá de analizar más adelante. Lo que ahora interesa es comprobar que el procedimiento de que hizo uso este filósofo, el de reflexionar directamente sobre la propia personalidad, no es el adecuado. ¿Qué puede obtenerse por introspección? Si acaso un pequeño sector de una vida particular, pero nunca se llegará a descubrir de ose modo dónde empiezan y hasta dónde llegan los límites de la propia 1 persona, ni podrá encontrarse la clave general de los fenómenos humanos. La experiencia interna no otorga conocimiento de las experiencias no vividas ni imaginadas por mí, las cuales también me pertenecen en un sentido importante, porque, hombre al fin, podría haber experimentado las de otros y, en ese caso ¿podría tal vez decirse que lo fundamental de mí habría variado? Sin embargo, pese a que el autoexamen solamente alumbra un cuadro mediocre de la naturaleza humana y no enseña qué es un hombre, las repetidas ocasiones en que los filósofos lo han tenido en cuenta, por más que ello sea en sí un hecho contingente, incapaz por tanto de sustentar una prueba definitiva en su favor, deben al menos hacernos sospechar que este método encierra quizá riquezas nada desdeñables. De ello pueden ser un testimonio valioso las doctrinas de San Agustín, la filosofía moderna y, desde luego, algunas clases de poesía y novela. Pero el respeto debido a estas opciones no debe hacernos olvidar una deficiencia fundamental del procedimiento: la de que el mandato religioso del oráculo de Delfos mandato que une, aunque no sea más que simbólicamente, la religión y la filosofía, que impulsó la reflexión de Sócrates, no se puede satisfacer de la manera en que lo hizo este filósofo, pues el pensar en. exclusiva sobre el individuo particular puede separar al hombre de los demás hombres en la comprensión de sí mismo. La cuestión en que me planteo quién soy yo debe también incluir una pregunta sobre el otro. Si no, la respuesta no puede ser más que parcial. La verdad del hombre se encuentra también fundamentalmente en la diferencia, Y de ahí el que se la haya de ver asimismo en la relación. Esta es la perspectiva platónica, una perspectiva más rica que la del maestro, por cuanto concibió al hombre como miembro de la ciudad y exigió que la comprensión de ésta se incluyera en la definición de aquél. Al mismo tiempo abrió un cauce por donde discurriría después una corriente fecunda de la filosofía: Hobbes, Rousseau, Hegel, Marx, Comte... Que el hombre racional. de Platón fuera una idea situada más allá de esta existencia, un ser extraído del flujo temporal, no se debió al capricho o a la inspiración libre de su autor, sino a una cierta suerte de necesidad lógica implicada en su herencia cultural. El traer esta idea al tiempo, por otra parte, acarrearía luego profundas consecuencias que seguramente Platón no quiso o no supo afrontar. Tal como Vernant ha mostrado magníficamente, el surgimiento de la poesía lírica hacia el siglo VII a.d. J. hizo nacer una nueva imagen del hombre que, al tiempo que arruinaba al anterior ideal heroico, exaltaba los valores afectivos y emocionales de la vida personal. Los placeres, la fuerza y vitalidad de la juventud, el amor y el sentimiento, el dolor, la añoranza..., es decir, una cadena de vivencias que solamente puede ajustarse a una línea temporal no recurrente, ocuparon el lugar que antes había correspondido a las gestas de los dioses y los hombres, que el mito situaba en un mundo sin cambio. Era el amanecer del individuo, cuya esencia tenía que ser incompatible con la antigua concepción del devenir cíclico, aplicable ciertamente a las regularidades astrales, a los cursos y recursos de la naturaleza, a la sucesión de las generaciones y, en resumen, a la inmensa fábrica del mundo externo, pero no a lo que esta nueva y diminuta entidad sentía y experimentaba como el centro alrededor del que todo empezaba a girar: él mismo (1). Hasta ese momento habían sucedido las cosas de muy distinta manera. La memoria mítica no podía estar ligada a ninguna perspectiva de tiempo lineal, sino que ella misma, fuente de omnisciencia e instrumento de liberación con respecto a la temporalidad, instauraba un tiempo divino, que propiamente era permanencia y no transcurso. ¿Qué ligazón podía allí encontrarse con el yo? El conocimiento de sí es, en este contexto, no el reencuentro de un pasado personal, de una vida propia capaz de distinguirlo de los demás, sino el esfuerzo por encuadrarse en la periodicidad cósmica, en una eternidad divina donde se dan todos los tiempos y no uno solo, donde uno se reconoce como la parte de un todo, y no como un todo. Cuando el vendaval de la lírica derrumbó esta vieja concepción por poner en el individuo los valores de la vida, ocurrió que el simple paso del tiempo, casi una prueba incontestable de plenitud para las generaciones anteriores, se debió de convertir al instante en una amenaza de destrucción y muerte Es la enseñanza de la misma lírica y, en un grado insuperable, de la tragedia; el individuo de lado a sí mismo engendra muerte. No es casual que una mente sensible y profunda como la de Platón llegara a descubrir que la historia se reduce a un proceso continuo y desordenado de muertes y nacimientos que no tienen sentido cuando se la contempla desde el punto de vista del individuo, salvo que de una manera casi contradictoria pudiera postularse por encima o al margen de él algo cuya realización. busca aquélla, en cuyo caso el sujeto individual, no siendo fin, 2
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