Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

La misteriosa desaparición de Godfrey Emsworth por Sir Arthur Conan Doyle, Traducciones de Literatura Universal

Sir arthur conan doyle relata la historia de la desaparición misteriosa de godfrey emsworth, amigo del autor, y cómo se encontró con él de nuevo después de dos años. La historia incluye la visita de james m. Dodd, la intervención del coronel emsworth y la descubierta de un secreto familiar.

Tipo: Traducciones

2018/2019

Subido el 31/08/2019

Gera_Ash
Gera_Ash 🇲🇽

4.6

(5)

12 documentos

1 / 13

Toggle sidebar

Documentos relacionados


Vista previa parcial del texto

¡Descarga La misteriosa desaparición de Godfrey Emsworth por Sir Arthur Conan Doyle y más Traducciones en PDF de Literatura Universal solo en Docsity! EL SOLDADO DE LA PIEL DEGOLORADA vir Arthur Conan Doyle El soldado de la piel decolorada El soldado de la piel decolorada Octubre de 1926 Sir Arthur Conan Doyle Sherlock-Holmes.es El soldado de la piel decolorada inmediatamente a su despacho y allí me lo encontré, corpulento, cargado de espaldas, tez oscura, larga barba revuelta, sentado detrás de su mesa-escritorio llena de papeles. Su nariz de venas rojas se proyectaba como el pico de un buitre, y dos ojos grises, agresivos, se clavaron en mí por debajo de unas cejas tupidas y salientes. Comprendí por qué Godfrey hablaba poco de su padre. «Veamos, señor -me dijo con voz áspera-; me agradaría conocer las verdaderas razones de esta visita. » Le contesté que ya las había explicado en la carta que había enviado a su esposa. «Sí, sí; en ella decía usted que había conocido a Godfrey en África, y, como es natural, no tenemos más pruebas que su palabra.» «Tengo cartas suyas en el bolsillo.» «¿Quiere tener la amabilidad de mostrármelas?» Repasó las dos que yo le entregué, y luego me las devolvió, preguntándome: «Bien, ¿y qué?» «Yo quiero mucho a su hijo, señor. Nos unen muchos lazos y recuerdos. ¿No es, pues, natural, que yo me asombre de su repentino silencio y que desee saber qué ha sido de él?» «Creo recordar, señor, que he mantenido ya correspondencia con usted, y que le comuniqué lo que había sido de él. Ha emprendido un viaje alrededor del mundo. Después de lo que pasó en África, su salud estaba quebrantada, y tanto su madre como yo fuimos de opinión que precisaba un descanso completo y un cambio. Tenga usted la amabilidad de transmitir esa explicación a cualquier otro amigo que pudiera interesarse en el asunto.» «Desde luego -le contesté-. Pero yo le pediría que tuviese la amabilidad de darme el nombre de la línea de navegación y del vapor en que ha embarcado y de la fecha en que lo hizo. De ese modo estoy seguro de que conseguiré hacer llegar hasta él una carta.» Esta petición mía pareció desconcertar e irritar a mi huésped. Sus tupidas cejas salientes se abatieron sobre sus ojos y tamborileó impaciente con sus dedos encima de la mesa. Por último, alzó la vista con la expresión de un jugador de ajedrez que ha visto hacer a su adversario una jugada amenazadora y acaba de descubrir la jugada suya con que ha de parar el golpe. «Mister Docid -contestó-, son muchos los que se sentirían ofendidos por su infernal obstinación y que juzgarían que esta insistencia suya de ahora linda con una maldita impertinencia.» «Atribúyalo, señor, al cariño que profeso a su hijo.» «Exacto, pero he llegado ya al límite de lo que puedo tolerar por esa razón. Tengo que pedirle que abandone sus pesquisas, En todas las familias existen ciertas intimidades y propósitos que no siempre pueden ser confiados a los extraños, por muy buena que sea la intención de éstos. Mi esposa tiene gran interés en que usted le cuente cosas de la vida pasada de Godfrey, pero yo he de rogarle que haga caso omiso de su presente y de su futuro. Tales pesquisas suyas no conducen a ninguna finalidad útil, y nos colocan en una situación delicada y difícil». De modo, mister Holmes, que me encontré con el camino cerrado. No había modo de seguir adelante. Lo único que me quedaba era simular que aceptaba la situación, haciendo interiormente promesa (le no descansar hasta aclarar qué había sido de mi amigo. La velada fue tristona. Cenamos tranquilamente los tres, en una vieja habitación, oscura y ajada. La señora me preguntó ansiosamente acerca de su hijo, pero el anciano parecía huraño y deprimido. Todo aquello me aburrió de tal manera, que me excusé lo antes que me fue posible hacerlo dentro, de las buenas formas, y me retiré a mi dormitorio. Era ésta una habitación amplia y desnuda, situada en la planta baja, tan lóbrega como todo el resto de la casa; pero, mister Holmes, después de dormir durante un año en el veld, se vuelve uno poco exigente en esas materias. Descorrí las cortinas y me asomé a mirar al jardín, fijándome en que hacía una noche hermosa, con la media luna brillante en el cielo. Después me senté junto a la viva hoguera de la chimenea, con la z lámpara colocada a mi lado en una mesa, y traté de distraer mis pensamientos con la lectura de una novela. Pero me cortó la lectura la entrada de Ralph, el viejo despensero, que me traía un nuevo suministro de carbón. «Pensé que, quizá se le acabase durante la noche el que tiene, señor. El tiempo es, crudo y estas habitaciones son frías.» Vaciló antes de retirarse de la ha- bitación, y al volver yo la vista, me encontré con que estaba en pie y que su arrugada cara me miraba con expresión de ansiedad. «Señor, yo le ruego que me perdone, pero no pude menos de escuchar lo que usted habló de mi joven mister Godfrey durante la cena. Ya sabrá usted, señor, que fue mi mujer la que le crió, de modo que yo casi podría decir que soy su padre adoptivo. Es, pues, natural, que nosotros nos interesemos por el señorito. ¿De modo que, según dice usted, se portó como un valiente?» «Hombre más valeroso no lo hubo en todo el regimiento. En cierta ocasión me sacó de debajo mismo de los rifles de los búers, y quizá si él no lo hubiese hecho, yo no estaría aquí en este momento.» El anciano despensero se frotó las arrugadas manos. «Sí, señor, sí; eso va perfectamente con la manera de ser de mister Godfrey. Siempre fue valeroso. No hay El soldado de la piel decolorada en el parque un solo árbol al que no haya trepado. Nada era capaz de detenerle. Fue un muchacho magnífico, y también, señor..., también de hombre fue magnífico.» Me puse en pie de un salto y exclamé: «¡Cómo! Dice usted que fue. Habla como si él hubiera muerto. ¿Qué misterio encierra todo esto? ¿Qué ha sido de Godfrey Emsworth?» Agarré al anciano por los hombros, pero él se echó atrás. «No entiendo lo que usted dice, señor. Si algo quiere saber de mister Godfrey interrogue usted al amo. El lo sabe. Yo no debo entremeterme.» iba a retirarse de la habitación, pero yo le detuve por el brazo y le dije: «Escuche. Va usted a contestarme a una sola pregunta antes que se retire, porque de lo contrario soy capaz de retenerle a usted aquí toda la noche. ¿Ha muerto Godfrey?» No fue capaz de sostener mi mirada. Parecía estar hipnotizado. La contestación salió de sus labios como si yo se la hubiese arrancado. Y fue terrible e inesperada. «¡Pluguiera Dios que hubiese muerto!», exclamó, y arrancándose mis manos se precipitó fuera de la habitación. Ya se imaginará usted, mister Holmes, que no volví a mi silla en un estado de ánimo muy feliz. Me pareció que las palabras del anciano sólo podían tener una interpretación. Era evidente que mi pobre amigo se había visto envuelto en algún acto criminal, o, por lo menos, vergonzoso, y que afectaba al honor de la familia. Por eso, aquel anciano severo había enviado a su hijo lejos, ocultándolo al mundo, a fin de evitar algún escándalo público. Godfrey era un mozo temerario, y que se dejaba llevar fácilmente por los que le rodeaban. Había caído, sin duda, en malas manos que le habían extraviado y conducido a la ruina. Si se trataba verdaderamente de eso, la cosa era lamentable; pero aun en un caso así, era deber mío buscarle hasta dar con él, a fin de ver si yo podía serle de alguna ayuda. Me hallaba ensimismado y meditando con ansiedad en el asunto, cuando alcé la vista y me encontré de pronto con el mismismo Godfrey Emsworth, que estaba en pie delante de mí. Mi cliente se había detenido, como persona presa de profunda emoción. Yo, al darme cuenta de su estado, le dije: -Prosiga, por favor. Su problema ofrece algunos rasgos muy fuera de lo corriente. -Mister Holmes, mi amigo estaba de la parte de afuera de la ventana, con la cara apretada contra el cristal. Le he dicho antes que yo me asomé a mirar cómo estaba la noche. Al hacerlo dejé las cortinas parcialmente descorridas. La figura de mi amigo quedaba encuadrada dentro de esa abertura de las cortinas. La ventana llegaba hasta el suelo mismo, de modo que pude ver toda su figura, pero fue su rostro el que atrajo la mirada mía. Estaba mortalmente pálido; jamás he visto yo a un hombre de rostro tan blanco. Creo que esa debe de ser la blancura de los fantasmas; pero sus ojos se cruzaron con los míos, y en verdad que eran ojos de una persona viva. En el momento en que él cayó en la cuenta de que yo le miraba dio un salto atrás y desapareció en la oscuridad... Mister Holmes, en el aspecto de ese hombre hay algo que me produjo una impresión dolorosa. No se trata simplemente de la cara cadavérica que se destacaba en la oscuridad, tan blanca como el yeso. Era algo más sutil; algo como vergonzoso, furtivo, algo como, culpable; en fin, algo completamente distinto de la franqueza y hombría que yo conocí en aquel mozo. Me quedó en el alma una sensación de horror... Pero, el hombre que ha estado haciendo la guerra un año o dos, teniendo por contrario en el juego al hermano bóer, sabe conservar templados los nervios y actuar con rapidez. Apenas había desaparecido Godfrey, cuando yo ya me había abalanzado hacía la ventana. El cierre de ésta funcionó con dificultad, y tardé algún tiempo en poder levantarla hacia arriba. Acto contiguo me escabullí por la abertura y corrí por el camino del jardín hacia la dirección que yo pensé que podría haber tomado mi amigo...El camino era lago y la luz mala, pero me pareció que algo se movía delante de mí. Seguí corriendo y le llamé por su nombre, pero fue inútil. Al llegar al final del camino me encontré con que éste se bifurcaba en varias direcciones, yendo a parar a distintos edificios adyacentes a la casa. Me quedé indeciso, y estando así escuché con toda claridad el ruido de una puerta que se cerraba. No se había producido en la casa, a mis espaldas, sino enfrente de mí, en algún sitio envuelto en la oscuridad. Aquello me bastó, mister Holmes, para adquirir el convencimiento de que lo que yo había visto no era una visión. Godfrey había huido de mí corriendo y se había metido en algún sitio, cerrando después la puerta. De eso estaba yo seguro. Ya no me quedaba a mí nada que hacer. Pasé una noche intranquila, dando vueltas en mi cabeza al asunto y tratando de encontrar alguna explicación en la que encajase todo lo sucedido. Al día siguiente encontré al coronel de temperamento más conciliador, y como su esposa me hizo notar que El soldado de la piel decolorada en aquellos alrededores existían lugares dignos de verse, aproveché la oportunidad para preguntarles si les resultaría molesto que yo pasase allí otra noche más. La gruñona conformidad dada por el anciano me proporcionó un día entero para dedicarme a observar. Yo estaba ya completamente convencido de que Godfrey se ocultaba por allí cerca; pero me quedaba todavía por averiguar el sitio y la razón de aquel ocultamiento... Era la casa tan espaciosa y tan llena de recovecos, que podía esconderse dentro de ella un regimiento entero sin que nadie advirtiese su presencia. Si el secreto estaba allí, me resultaría difícil penetrarlo. Pero la puerta que yo había oído cerrarse estaba, con toda seguridad, fuera de la casa. Era preciso que yo explorase el jardín, por si podía descubrir algo. Ningún obstáculo se me presentaba para ello, porque los dos ancianos se hallaban atareados cada cual a su manera, y me dejaron en libertad para pasar el tiempo como bien me pareciese... Había varios pequeños edificios que servían de dependencias de la casa, pero al fondo del jardín se alzaba un edificio aislado y de regular capacidad; lo suficiente como para servir de vivienda a un jardinero o a un guarda de caza. ¿Sería aquel lugar del que procedía el ruido de la puerta que se cerró? Me acerqué al edificio despreocupadamente, como si me estuviese paseando sin rumbo fijo por el parque. Al hacerlo, salió de la puerta un hombre pequeño, vivaracho, de barba, chaqueta negra y sombrero hongo; es decir, que no tenía aspecto alguno de jardinero. Con gran sorpresa mía, aquel hombre cerró la puerta con llave después de salir y se metió ésta en el bolsillo. Luego me miró con expresión algo sorprendida y me preguntó: «¿Es usted visita en esta casa?» Le dije que, en efecto, estaba de visita y que era amigo de Godfrey. Y agregué: «¡Qué pena que se encuentre viajando, porque seguramente le habría agradado hablar conmigo! » «Ya la creo que sí. Estoy seguro de que le habría agradado -me contestó con expresión de culpabilidad-. Espero que repita usted la visita en alguna ocasión más propicia.» Siguió su camino, pero, al darme yo media vuelta, me fijé en que se había detenido y me estaba vigilando medio oculto por los arbustos de laurel que había en el extremo más alejado del jardín. Me fijé detenidamente en la casita al pasar por delante, pero las ventanas estaban cerradas con gruesas cortinas, y me dio la impresión de que no había nadie dentro. Si yo me mostraba demasiado audaz, pudiera echar a perder mi propio juego, e incluso me exponía a que me diesen orden de marcharme de la casa, porque tenía la sensación de que me vigilaban. Por eso me volví paseando al edificio principal y dejé para la noche hacer nuevas averiguaciones. Cuando todo estuvo oscuro y tranquilo, me deslicé por la ventana de mi cuarto y avancé todo lo silenciosamente que me fue posible hasta la misteriosa casita... He dicho ya que las ventanas estaban cubiertas con gruesas cortinas, pero ahora me las encontré también cerradas con persianas. Sin embargo, a través de una de ellas salía un poco de luz, y por eso concentré mi atención en ella. Tuve suerte, porque la cortina no había sido corrida del todo, y podía ver el interior de la habitación por una grieta que tenía la persiana. Era un cuarto bastante alegre, en el que ardían una lámpara y un buen fuego en la chimenea. Frente por frente de mí estaba sentado el hombrecito al que yo había encontrado por la mañana. Fumaba en pipa y estaba leyendo un periódico. -¿Qué periódico era? -pregunté yo. Mi cliente pareció molestarse porque yo le hubiese interrumpido el relato, y preguntó: -¿Tiene eso importancia? -Es de lo más esencial. -Pues no me fijé. -Sin embargo, quizá se fijase usted en si era un periódico de hojas anchas o uno de esos otros de tamaño mas reducido, como suelen ser los semanarios. -Ahora que usted me menciona ese detalle, la verdad es que no era de hojas grandes. Quizá fuese The Spectator. Pero yo no estaba para pensar en esa clase de detalles, porque de espaldas a la ventana había otro hombre sentado, y yo podría jurar que ese otro hombre era Godfrey. No le veía la cara, pero reconocí la inclinación de sus hombros, que me era sumamente familiar. Estaba apoyado sobre el codo, en actitud de gran melancolía, y miraba hacia el fuego de la chimenea. Vacilaba yo en lo que debería hacer, cuando sentí un golpe seco en el hombro y me encontré junto a mí al coronel Emsworth. «¡Venga por acá señor!», me dijo en voz baja. »Caminó en silencio hasta la casa y yo le seguí, entrando ambos en mi dormitorio. Al pasar por el vestíbulo echó mano a un horario de trenes, y dijo: "A las ocho treinta sale un tren para Londres. El coche está esperándole a usted a las ocho junto a la puerta." »Estaba blanco de ira, y yo me encontré no hará falta decirlo, en una posición tan difícil que hube de limitarme a algunas frases incoherentes de disculpa, tratando de excusarme con la gran preocupación que yo sentía por mi amigo. El coronel me dijo con rudeza: "Este asunto no admite El soldado de la piel decolorada Por otro lado, él debe reconocer que usted ha obrado movido enteramente por el interés que le inspira su hijo. Yo me atrevo a esperar que, si se nos conceden cinco minutos de conversación con el coronel Emsworth, conseguiré con toda seguridad alterar su punto de vista en este asunto. -Yo no soy hombre que cambia fácilmente -repuso el veterano soldado-. Ralph, haga lo que he dicho. ¿Qué diablos espera para hacerlo? ¡Llame usted a la policía! -No hará nada de eso -dije yo, descansando mi espalda en la puerta cerrada-. Cualquier interferencia de la policía acarrearía la catástrofe misma que usted tanto teme. Saqué mi libro de notas y escribí una única palabra en una hoja suelta, que entregué al coronel Emsworth, diciéndole: -Esto es lo que nos ha traído hasta aquí. Se quedó mirando fijamente el escrito con cara de la que había desaparecido toda expresión, fuera sólo la de asombro. -¿Cómo lo sabe usted? -jadeó, dejándose caer pesadamente en su sillón. -Por mi profesión, debo poner en claro las cosas. De eso me ocupo. El coronel se sumió en profundas meditaciones, mientras su mano huesuda tiraba de su barba enmarañada. De pronto hizo un gesto de resignación. -Pues bien: si ustedes desean hablar con Godfrey, hablarán, No era ese mi propósito, pero me han obligado a ello. Ralph, diga a Godfrey y a mister Sent, que iremos a visitarlos dentro de cinco minutos. Al cabo de ese tiempo avanzamos por el camino del jardín y nos encontramos delante de la casa del misterio, que se alzaba al final de aquél. Un hombrecito de barba nos esperaba en la puerta, dando muestras de considerable asombro, y nos dijo: -Ha sido muy repentino, coronel Emsworth, y echará a perder todos nuestros planes. -No puedo evitarlo, mister Kent. Se nos ha hecho fuerza. ¿Puede recibirnos mister Godfrey? -Si; está esperando dentro. Giró sobre sus talones y nos condujo a una habitación delantera, espaciosa y sencillamente amueblada. Un hombre nos esperaba en pie, vuelto de espaldas al fuego. Al verlo, mi cliente avanzó precipitadamente con la mano extendida. -¡Godfrey, viejo, esto es magnífico! Pero el otro le hizo una señal con la mano indicándole que se retirase. -No me toques, Jimmie. Mantente a distancia. ¡Sí, tienes motivos para mirarme con asombro! ¿Verdad que ya no parezco el elegante cabo honorario Emsworth, del escuadrón B? Desde luego que su aspecto era extraordinario. Veíase que había sido un hombre bello, de facciones bien marcadas y quemadas por el sol africano; pero sobre esa superficie oscura veíanse ronchones extrañamente blancuzcos como si su piel hubiese sido blanqueada. -Aquí tienes la razón de que no me agrade recibir visitas -dijo-. Por ti, Jimmie, no me importa, pero hubiese preferido que no viniese tu amigo. Me imagino que habrá mediado alguna razón de peso, pero con ello me encuentro en situación de inferioridad. -Yo quería asegurarme de que no te ocurría nada, Godfrey. Te vi la noche aquella en que te pusiste a mirar por la ventana y no pude dejar el asunto tranquilo hasta ponerlo todo en claro. -El viejo Ralph me dijo que estabas allí, y no me pude contener sin echarte un vistazo. Calculé que no me verías y tuve que refugiarme corriendo en mi madriguera cuando oí que alzabas la ventana. -Pero, ¡por vida de...!, ¿qué es lo que ocurre? ¿ -Es una cosa larga de contar -dijo él, encendiendo un cigarrillo-. ¿Recuerdas aquel combate por la mañana, en Buffelsspruit, en los alrededores de Pretoria, sobre el ferrocarril oriental? ¿No supiste que yo había sido herido? -Sí; lo supe, pero no me dieron nunca detalles. El soldado de la piel decolorada -Tres de nosotros quedamos separados del grueso de las fuerzas. Recordarás que era un territorio muy abrupto. Eramos Simpson, al que llamábamos el calvo Simpson, Andersen y yo. Estábamos limpiando el terreno de hermanos búers, pero éstos se hallaban acechando y nos aislaron a tres. Los otros dos fueron muertos. A mí me atravesó el hombro una bala de grueso calibre. Yo, sin embargo, me aferré a mi caballo, y éste galopó en un trayecto de varios kilómetros antes de que me desmayase y rodase desde la silla al suelo. »Cuando recobré el conocimiento estaba oscureciendo, y me incorporé, sintiéndome muy débil y enfermo. Con gran sorpresa mía, me vi cerca de una casa que estaba cerrada, una casa bastante grande con ancha escalinata y muchas ventanas. Hacía un frío de muerte. Ya recordarás que todas las noches hacía un frío entumecedor, un frío muy distinto de la temperatura cruda, pero sana. Pues bien: yo estaba entumecido hasta el tuétano, y mi única esperanza consistía, al parecer, en llega r hasta aquella casa. Me puse en pie, tambaleando, y avancé arrastrándome, consciente apenas de lo que hacía. Conservo un confuso recuerdo de que subí lentamente los peldaños de la escalinata, de que entré por una puerta abierta de par en par y penetré en una habitación muy espaciosa que contenía varias camas, y que me tumbé en una de ellas con un suspiro de satisfacción. La cama estaba sin hacer, pero eso no me produjo la menor inquietud. Me cubrí con las ropas de la cama el cuerpo, que temblaba de frío, y un instante después me encontraba profundamente dormido. »Me desperté a la mañana siguiente, y tuve la impresión de que en lugar de recobrar el sentido en un mundo normal, habría irrumpido dentro de una pesadilla extraordinaria. Por las amplias ventanas, sin cortinas, penetraba un torrente de sol africano, y hasta los más pequeños detalles de aquel gran dormitorio enjalbegado y desnudo se distinguían con nitidez y realce. Estaba ante mí un hombre pequeño, parecido a un enano, de cabeza enorme y bulbosa, que chapurreaba con gran excitación en holandés, accionando con dos manos horribles que se me antojaban esponjas de color castaño. A sus espaldas había un grupo de personas que parecían sumamente divertidas con la situación pero al mirarlas sentí correr por mi cuerpo un escalofrío. Ni una sola (1, -ellas era un ser humano normal. Todas estaban contorsionadas, hinchadas o desfiguradas de manera fantástica. La risa de aquellos monstruos extraordinarios era espantosa de oír. »Por lo visto, ninguno de ellos era capaz de hablar en inglés, pero urgente aclarar la situación, porque aquel ser de cabeza monstruosa estaba enfureciendo cada vez más y lanzando gritos de bestia salvaje; me había puesto las manos deformes encima y me sacaba a rastras de la cama, sin hacer caso de la sangre que manaba de nuevo de mi herida. Aquel pequeño monstruo tenía la fuerza de un toro, y no se lo que me habría hecho si no hubiera acudido, al oír el barullo, un hombre anciano que se veía que ejercía autoridad. Pronunció en holandés algunas frases severas y mi perseguidor se alejó reculando. Luego, aquel hombre me miró presa del mayor asombro, y me preguntó: "¿Cómo diablos ha venido usted aquí? ¡Espere un momento! Me doy cuenta de que está usted rendido de cansancio y que es preciso curar esa herida que tiene en el hombro. Soy médico, y voy a vendarle en seguida. Pero, ¡por Dios vivo!, que está usted aquí en un peligro mayor que el que le amenaza en el campo de batalla, porque se encuentra en el hospital de leprosos y ha dormido usted en la cama de un leproso." ¿Para qué voy a decirte más, Jimmie? Por lo visto, todos aquellos pobres seres habían sido evacuados el día anterior, ante la inminente batalla. Luego, al avanzar los británicos, el médico superintendente había vuelto a llevarlos allí. Este me aseguró que, aunque él se creía inmune a la enfermedad, no se habría atrevido a hacer lo que yo había hecho. Me alojó en una habitación reservada, me trató cariñosamente y cosa de una semana después fui llevado al hospital general de Pretoria. »Ahí tienes mi tragedia. Yo aguardaba contra toda esperanza. Los terribles síntomas que tú ves en mi cara no vinieron a anunciarme que no me había salvado hasta que no me encontré de vuelta en mi casa. ¿Qué iba a hacer? Me encontraba en esta casa solitaria. Disponíamos de dos servidores en los que podíamos confiar por completo. Contábamos con una casita dentro de la cual yo podía vivir. Mister Kent, que es médico, se manifestó dispuesto a permanecer a mi lado bajo juramento de guardar el secreto. En esas condiciones, el asunto parecía sencillo. La alternativa que se me ofrecía era espantosa: separación para toda la vida entre gentes desconocidas sin una sola esperanza de liberación. Pero era imprescindible guardar el más absoluto secreto, porque, de lo contrario, hasta en esta tranquila región campesina se habría levantado un alboroto, y yo me habría visto arrastrado a mi suerte horrible. Era preciso ocultarlo incluso de ti, Jimmie. No llego a comprender cómo mi padre ha alterado su resolución. El coronel Emsworth me señaló a mí con el dedo. -Éste es el caballero que me forzó a ello. El soldado de la piel decolorada Al decirlo desdobló la hoja de papel en la que yo había escrito la palabra lepra. -Me pareció que este señor sabía tanto, que lo más seguro era dejarle que lo supiese todo. -Y, en efecto, ha sido lo más seguro -le dije-. ¿Quién sabe si de todo esto no redundará en beneficio? Creo haber entendido que la única persona que ha examinado al enfermo ha sido mister Kent. ¿Me permite, señor, preguntarle si es usted una autoridad competente en esta clase de enfermedades? Según tengo entendido son, por naturaleza, tropicales o semitropicales. -Sé de ellas lo que es corriente que sepa un médico instruido -me contestó, con cierta tiesura. -No pongo en duda, señor, que sea usted un hombre de absoluta competencia, pero estoy seguro de que convendrá conmigo en que en un caso así tiene importancia conocer otra opinión más. Me parece que ha huido de esto por temor a que hiciesen presión sobre usted, para obligarle el apartamiento del enfermo. -Así es, en afecto -dijo el coronel Emsworth. -Preví esta situación -dije yo, explicándome- y me he hecho acompañar de un amigo en cuya discreción podemos confiar por completo. En cierta ocasión, yo pude rendirle un favor profesional, y el está dispuesto a aconsejarme más bien como amigo que en su calidad de especialista. Se llama sir James Saunders. Ni siquiera la perspectiva de celebrar una entrevista con lord Roberts habría despertado mayor admiración y placer en un simple subalterno que los que ahora se reflejaban en la cara de mister Kent. -Sin duda alguna que me sentiré muy orgulloso -murmuró. -Pues entonces voy a pedir a sir James que venga hasta aquí. En este momento se encuentra en el coche, fuera de la puerta. Mientras tanto, coronel Emsworth, podríamos reunimos en su despacho, donde yo le darla las explicaciones necesarias. Aquí es donde yo echo en falta a mi Watson. Él es capaz, recurriendo a habilidosas preguntas y exclamaciones de asombro, de elevar a la categoría de prodigio mi arte sencillo, que no es otra cosa que la sistematización del sentido común. Siendo yo quien relata mi propia historia, no dispongo de semejante ayuda. Sin embargo, voy a exponer aquí el proceso que siguió mi pensamiento, y tal como lo expuse a mi pequeño auditorio, en el que estaba incluida la madre de Godfrey, dentro del despacho del coronel Emsworth. He aquí lo que yo dije: -Mi razonamiento arranca de la suposición de que, una vez que se ha eliminado del caso todo lo que es imposible, la verdad tiene que consistir en el supuesto que todavía subsiste, por muy improbable que sea. Puede ocurrir que los supuestos subsistentes sean varios, y en ese caso se van poniendo a prueba uno después de otro hasta que uno de ellos ofrezca base convincente. Vamos a aplicar esta norma al caso en cuestión. Tal y como a mí me lo presentaron al principio, existían tres explicaciones posibles de la reclusión o encarcelamiento de este caballero en uno de los edificios subalternos de la mansión paternal. Consistía una de las explicaciones en que estaba oculto por algún crimen, o en que estaba loco y su familia deseaba no verse en la obligación de llevarlo a un asilo o en que se hallaba afectado de alguna enfermedad que obligaba a mantenerle apartado. No se me ocurrieron otras soluciones adecuadas. Por tanto, era preciso comparar y sopesar cada una de ellas con las demás. »La suposición del crimen no aguantaba un análisis. En este distrito no se había dado la noticia de ningún crimen cuya solución constituyese un misterio: de eso estaba yo seguro. De haberse tratado de un crimen que permanecía años sin descubrirse, es evidente que la familia habría estado interesada en desembarazarse del delincuente y en enviarle al extranjero más bien que mantenerle oculto en casa. No se me ocurría ninguna explicación para esta última línea de conducta. »Lo de la locura ya era más plausible. La presencia de otra persona en la casita hacía pensar en un cuidador. El hecho de que cerrase la puerta al salir reforzaba la suposición y sugería la idea de que se ejercía fuerza. Por otro lado, esta fuerza no podía ser muy enérgica, porque en ese caso el
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved