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Orientación Universidad
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asno de oro, Apuntes de Historia

Asignatura: Historia Antigua I, Profesor: Juanjo Castellano Castellano, Carrera: Historia, Universidad: UGR

Tipo: Apuntes

2012/2013

Subido el 30/06/2013

alejandrocascal
alejandrocascal 🇪🇸

3.4

(78)

21 documentos

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¡Descarga asno de oro y más Apuntes en PDF de Historia solo en Docsity! APULEYO EL ASNO DE ORO (LAS METAMORFOSIS) Traducción española de Jacinto de la Vega y Marco Valencia-Madrid, s.a. (¿1909?) 
LIBRO PRIMERO [1] Voy a presentaros aquí, en ordenado conjunto, diversas fábulas del género milesiano. ¡Ojalá halaguen con agradable murmullo vuestros oídos benévolos! Si os dignáis recorrer este papyrus egipcio, sobre el cual se ha paseado la punta de una caña del Nilo, veréis, admirados, cómo las humanas criaturas cambian de figura y condición, para tomar de nuevo, más tarde, su primitivo estado. Empiezo. Pero antes dediquemos unas pocas palabras al autor. El Himeto, en la Ática, el istmo de Efiro [Éfira] y Tenaros [Ténaro], en Esparta, tierras felices consagradas para siempre en libros más felices todavía, fueron la cuna de mis antepasados. Allí aprendí la lengua griega, primera conquista de mi infancia. Lleváronme luego a la capital del Lacio; y obligado a conocer la lengua de los romanos, para seguir sus estudios, sólo alcancé poseerla después de penosos esfuerzos, sin auxilio de maestro alguno. Ante todo solicito, pues, vuestra indulgencia si salen de mi pluma de novel escritor algunas locuciones de sabor exótico o forense. Por lo demás, este cambio de idioma armoniza perfectamente con la índole de este libro, puesto que trata de metamorfosis. Empiezo una fábula de origen griego. ¡Atiende, lector! Te va a gustar. 
[2] Iba yo, por asuntos de negocio, a Tesalia (porque, por línea materna, soy oriundo de esta región; y consideramos alta gloria poder contar entre nuestros abuelos al célebre Plutarco y a su sobrino Sexto, el filósofo). Después de subir elevadas montañas, descender a numerosos valles, atravesar muchas frescas praderas y fértiles llanuras, observé que el caballo blanco del país que yo montaba, estaba extraordinariamente fatigado. Yo también estaba ya harto de ir sentado y tuve ganas de ir un rato a pie. Salto del caballo; limpio cuidadosamente con unas hojas el sudor del animal; le paso la mano por las orejas; le quito la brida y le hago avanzar lentamente, muy despacio, para darle tiempo a evacuar cierta función natural que, como es sabido, alivia al caballo, desembarazándole de líquidos superfluos. Luego, mientras el animal, con la cabeza baja, iba andando y buscando su almuerzo en los prados que íbamos bordeando, vi delante de nosotros, a pocos pasos, dos compañeros de viaje, a los que pronto me uní como tercero. Procuraba yo averiguar de qué hablaban, cuando uno de ellos exclamó, soltando la carcajada: «No me contéis, por Dios, tantas mentiras y necedades.» Ante esta exclamación, yo, que siempre fui ávido de novedades, no pude menos que decir: «Verdaderamente, no: bueno será que me pongáis al corriente de vuestra conversación. No es que yo sea curioso: pero me gusta instruirme en todo; por lo menos, en lo posible. Al mismo tiempo, como esta cuesta es dura de subir, una historia agradable e interesante hará más suave el camino.» 
[3] «¡Sí, continuó el primer interlocutor, todo ello es mentira! Tanto valdría sostener como verdad palmaria que bastan ciertas palabras dichas entre dientes por un mago, para que los ríos se vuelvan rápidamente atrás, que el mar quede inmóvil y encadenado, que cese, por encanto, de soplar el viento, que se detenga el sol, que la luna eche espuma, que las estrellas se desprendan, que desaparezca el día y que reine la noche sin interrupción.» «Entonces, yo, tomando la palabra ya con más aplomo, dije: Por favor, amigo mío, vos que habéis comenzado esta historia, tened la amabilidad de terminarla, si ello no os causa molestia. Cuanto a vos (dije al otro), que la rechazáis tercamente, sin deteneros a juzgarla, os digo que tal vez es toda, ella pura verdad. ¡Pues qué! ¿No sabéis, por ventura, lo que es una detestable prevención? Cosas hay que nos parecen falsedades porque jamás las habíamos oído, ni visto, y hasta nos parece que traspasan el alcance de nuestra inteligencia, pero examinándolas con atención, observamos que no sólo son fáciles de concebir, sino también de ejecutar. [4] Me bastará deciros que anoche, cenando en compañía, comiendo a más y mejor y sin precaución ninguna una enorme empanada de queso, se me pegó al gaznate un pedazo de esta pasta tierna y pegajosa; se me detuvo la respiración y por poco me ahogo. Pues bien, en Atenas, hace poco, frente al pórtico de Pecilo [Stoa Poikile o Poecile], he visto con mis propios ojos a un charlatán tragándose, por la punta, un espadón de caballería horriblemente para ir a este espectáculo, cuando en un profundo y solitario desfiladero, fui asaltado por una cuadrilla de malhechores. Sólo logré escapar de ellos abandonándoles todo lo que llevaba. Reducido a la más espantosa miseria logré aún refugiarme en la casa de una vieja tabernera llamada Meroé [Méroe], que era una mujer de mundo. Le expliqué, en tono lastimero, todo lo que recordé de mi larga historia, mi larga ausencia, mis inquietudes al regresar a mi casa. Acogiome cariñosamente y partió gratuitamente conmigo, al principio una excelente mesa, muy luego, en amoroso vértigo, su misma cama. ¡Cabe más desgracia! Paso una noche, una sóla noche con ella, y, sin mas tardar, heme aquí embrujado por esta asquerosa vieja. Hasta el traje que generosamente me respetaron los bandidos pasó a su poder; el escaso jornal que podía sacar llevando sacos a cuestas, que todavía tenía yo fuerzas bastantes, se lo entregaba también; y finalmente esta excelente mujer y mi mala fortuna me han traído al estado en que me viste hace poco. [8] »A fe mía <¡Pólux!>, le respondí, que bien has merecido lo más cruel que haya en el mundo, si es que algo puede serlo más aún que tu última aventura. ¡Cómo! ¡Abandonar su casa y tus hijos por tan vergonzosos placeres, por el pellejo de una vieja deteriorada <por una puta putera>! - ¡Cállate, cállate!, dijo poniéndose un dedo sobre los labios y mirando espantado por todos lados, por sí alguien nos escuchaba, -¡cuidado! es una mujer sobrenatural; si eres imprudente, corres peligro de atraerte alguna mala ventura. ¿Por qué? esta omnipotencia, esta reina de taberna, que clase de mujer es, al fin y a ]a postre? —Es hechicera y adivinadora: tiene poder para hacer bajar la bóveda celeste, suspender la tierra en el espacio, poner las aguas duras, hacer perder el temple a las montanas, evocar los dioses infernales, hacer descender los dioses a la tierra, obscurecer los astros y alumbrar el propio Tártaro. »Por favor, le respondí, retira este cuadro trágico, oculta esta decoración de teatro, y habla en romance vulgar. –¿Cuantos milagros quieres que te esplique, llevados a cabo por ella? ¿Uno, dos, un centenar? Inspirar una pasión violenta hacia su persona, no sólo a los habitantes de este país, sino también a los de la India, a los pueblos de las dos Etiopias y a los mismos antipodas, es una pequeña muestra de su poderío, puros pasatiempos. Escuchad lo que llevó a cabo en presencia de varios testigos. [9] Uno de sus amantes forzó a otra mujer, y ella, con una sola palabra, le convirtió en castor. Como este animal salvaje, para no ser cogido, se libra de la persecución do los cazadores, cortándose él mismo los órganos genitales, hizo que le ocurriese este accidente a él, en castigo de haber cortejado a otra mujer. Segundo hecho: a un tabernero de su vecindad, y por tanto, competidor suyo, le convirtió en rana; el pobre viejo tiene hoy su residencia en uno de sus propios toneles, y allá, hundido en las heces, sigue llamando cortésmente a los que eran sus parroquianos. Un tercero, un abogado, pleiteó contra ella: le cambió en cordero, y con esta figura sigue informando hoy día. Otra vez tuvo un amante, cuya mujer se permitió chancearse con ella. La infeliz estaba encinta, y ella la condenó a la esterilidad: secó en sus entrañas el fruto que llevaba, y la dejó en perpetua preñez. Hace diez años, como todo el mundo sabe, que la pobre criatura eatá paseando su carga: tiene el vientre tenso como si fuera a alumbrar un elefante. 
[10] El daño que hizo a esta mujer y el que había hecho a multitud de personas, acabaron por excitar la opinión publica. Convínose una vez, en que, el día siguiente, se vengarían todos de ella, destrozándola, sin piedad, a pedrada limpia. Por la virtud de sus hechizos, tuvo noticia de este proyecto: y así como la famosa Medusa, al concederle Creón un día de plazo, consumió toda la familia del viejo rey, su hija y ella misma en las llamas que brotaban de una corona, así ella, Meroé, después de llevar a cabo al pie de una tumba ciertas devociones sepulcrales (me lo contó ella misma, hace pocos días estando borracha), los encerró a todos en su casa con esta fuerza misteriosa que triunfa de los dioses: durante dos días no pudieron forzar las cerraduras, ni derribar las puertas, ni taladrar los muros. Finalmente, una vez apaciguados, pidieron clemencia de común acuerdo, prometiéndole, con los juramentos más espantosos, que no se permitirían jamás contra ella violencia alguna, y que siempre irían en su auxilio y la salvarían si alguien iba a molestarla. Con estas condiciones dejóse ablandar y libertó a todo el pueblo. Pero al que había organizado aquella conjura, una noche que estaba muy tranquilo en su casa, hízola desaparecer, es decir, las paredes, terreno, cimientos, etc., y lo transportó a otro país, cien leguas lejos, sobre la cima de una escarpada montana, completamente árida. Luego, como las casas que allí ya estaban no dejaban espacio para el nuevo vecino, echó la casa frente al portal de la ciudad, y se fue tan tranquila. [11] —Me estás contando, amigo Sócrates, cosas tan, sorprendentes como terribles. Te confieso, amigo, que empiezo á estar ya intranquilo; mejor dicho, espantado. No es que yo sienta escrúpulos, no: es como si me dieran puñaladas. ¡Dios mío! ¡si algún demonio del infierno le hiciera sospechar los propósitos que hemos tenido! Acostémonos cuanto antes, y, sin esperar el alba, reparadas nuestras fuerzas por el sueño, escaparemos lo más lejos posible.» Antes de terminar yo estas palabras, ya el bueno de Sócrates, cediendo a la fatiga del día y a los efectos del vino, a que no estaba ya acostumbrado, se había dormido y roncaba profundamente. »Encerreme en mi habitación, aseguré las cerraduras, tuve la previsión de colocar mi camaranchón contra la puerta, a manera de barricada, y me tendí. El miedo no me dejó, al principio, cerrar los ojos, y era ya más de media noche, cuando empecé a dormir. Apenas lo hube logrado resonó un estrépito infernal, que indicaba no ser cosa de ladrones. Abriéronse las puertas, mejor dicho, se hundieron, y los goznes saltaron a pedazos. Con la violencia del fenómeno, mi pobre catre, que tenía una pata carcomida, dio consigo y conmigo en el santo suelo, cogiéndome debajo y dejándome prisionero, sin poderme menear. [12] Reconocí entonces que ciertas causas producen, naturalmente, efectos que contrastan con ellas. Y así como ocurre a veces, que una persona llora de alegría, así yo, con un miedo que no me dejaba respirar, no pude detener una sonora carcajada al ver a Aristómenes convertido en tortuga. En esta humilde posición, al abrigo protector de mi cama, esperaba yo, mirando de reojo, el final de esta aventura, cuando vi adelantarse dos mujeres de avanzada edad, una de ellas cou una lámpara encendida, la otra con una como yo, ¿qué pueden robarle los ladrones? ¿Ignoráis, imbécil, que los diez atletas más vigorosos del mundo son incapaces de desnudar a un solo hombre que este desnudo? El portero, rendido de sueño y volviéndose del otro lado, dijo: ¿Qué sé yo si sois vos quien ha cortado el cuello a vuestro compañero que trajisteis anoche aquí, y ahora queréis escapar para poneros a salvo? En este momento (todavía me encuentro en él), vi abrirse la tierra hasta lo más profundo del Tártaro y al hambriento Cerbero, prestó a devorarme. »Entonces comprendí que Meroé no me había conservado la vida por compasión, no; sino que, malvada, me reservaba para la cruz. [16] Entre de nuevo en mí habitación, discurriendo el mejor procedimiento para aniquilarme. Pero fatalmente, no tenía otro instrumento suicida que mi camastrón. ¡Caro camastrón!, exclamé, tú, a quien quiero más que todo, que conmigo has sufrido tantos infortunios, que has sido, como yo, testigo de las escenas de esta noche, eres el único cuyo testimonio podré evocar en mi cruel situación, en garantía de mi inocencia. Quiero morir en seguida; facilítame el camino de la tenebrosa morada. Diciendo esto, desaté la cincha que le servía de fondo, y fijándola por uno de sus extremos al dintel de la ventana (después de hacer un nudo en el otro), subo sobre la cama y paso mi cabeza por el lazo corredizo. Al dar puntapié al apoyo, para que mi peso apretara el lazo y quitarme así la respiración, la cuerda, vieja y medio podrida, se rompió de golpe y fui a dar de bruces contra Sócrates, que estaba tendido junto á mi cama; resbalo sobre su cuerpo, y henos aquí a los dos por el suelo. 
[17] »En el mismo instante entró el portero gritando con todas sus fuerzas: ¿Dónde estáis vos que tanta prisa teníais a media noche para marchar, y ahora estáis roncando entre sábanas? Mientras así hablaba, mi caída, o tal vez sus gritos estentóreos, despertaron a Sócrates, que se puso en pie, gritando: ¡Cuánta razón tienen los viajeros, en maldecir de los posaderos! Apuesto a que este impertinente entra aquí muy tranquilo, con intención de robar algo, y con sus espantosos gritos me ha sacado de un profundo sueño. Era cosa de ver con qué alegría y solicitud me levanté. En mi inesperada felicidad: ¡buen portero!, exclamé, he aquí mi compañero, mi padre, mi hermano, a quien esta noche decías, en tu borrachera, que yo había asesinado. »Diciendo esto, abracé fuertemente a Sócrates y le besé cordialmente. Pero él, extrañando el mal olor que yo esparcía, a causa del infame líquido con que me infeccionaron las brujas, me rechazó rudamente: ¡Atrás, dijo, qué hedor de repugnante escusado!; y riendo me preguntó quién me había tal perfumado. En mi apuro improvisé no sé qué chiste y, llevando su atención a otro asunto, le dije, golpeándole la espalda: En marcha. Es un placer viajar a primera hora. Tomo mi equipaje, pago al posadero el importe de nuestras camas, y henos aquí en camino. [18] »Buena parte de él llevábamos ya recorrido, y el sol, salido ya, dejaba distinguir los objetos, cuando me puse a examinar con atención mezclada de ansiedad, el cuello de mi compañero, en el sitio donde había visto yo hundirse el hierro. ¡Imbécil! me dije a mí mismo; cómo me trastornó el vino y qué cosas tan raras he soñado! He aquí Sócrates: no tiene un solo arañazo: está en plena y perfecta salud. ¿Y la herida? ¿Y la esponja? ¿Y esta llaga tan profunda y sangrienta? ¿Dónde está todo ello? Dirigiéndome a él, le dije: Doctores muy dignos de crédito, afirman que los sueños tristes y pesados, deben ser atribuidos a los excesos de la mesa y a las orgías. Por haber tenido anoche poca continencia en la bebida, he pasado una noche horripilante; he creído ver monstruosidades y horrores: al punto de estar tentado a considerarme un ser inmundo y figurarme que aún chorreo sangre humana. —¡Sangre humana!, replicó Sócrates riendo; ;no, de ningún modo! ¡en todo caso, querrás decir orines! Por lo demás, yo he soñado que me cortaban la cabeza: he sentido un vivo dolor en la garganta y parecía que me arrancaban el corazón. »Aún en este momento, la respiración me es fatigosa, me tiemblan las rodillas, ando decaído y será menester que coma algo para confortarme. —He aquí tu almuerzo; está preparado. Dejo caer las alforjas de mis espaldas y le ofrezco pan y queso. —Sentemónos, añadí, al pie de este plátano. [19] Y haciéndolo, atacamos de firme las providiones. Contemplándole atentamente algunos minutos, le vi comer con extraordinaria avidez; mas, de pronto, púsose pálido como un boj, y se desmayó. Adquirió un tinte cadavérico, y de tal modo se transfiguró su rostro, que, asustado, creía que nos rodeaban las furias de la noche anterior. Un pedacito de pan que tenía en la boca se me detuvo en la garganta, sin poder subir ni bajar. La multitud que pasaba en aquellos momentos aumentaba mi terror. ¿Es posible creer, en efecto, que yendo dos hombres juntos, si uno de ellos aparece asesinado, el otro no tiene culpa alguna? »Mientras tanto, Sócrates, que había tragado una buena cantidad de pan y la mitad de un excelente queso, fue presa de ardiente sed. A poca distancia de las raíces del plátano un riachuelo apacible, tranquilo como un hermoso lago, paseaba lentamente el cristal de sus argentinas aguas. —¡Toma!, exclame, regálate en esta pura fuente, blanca como la leche. Levantóse, buscó un sitio a propósito, y, arrodillándose, inclinó la cabeza, preparándose a beber con avidez. Había apenas tocado el agua con los labios, cuando advierto en su cuello una herida enorme que se abre; de repente sale por ella la célebre esponja y algunas gotas de sangre. Sócrates era ya un cadáver que iba a caer al río si, aguantándole por un pie, no le hubiese apartado del borde. Después de haber dedicado, en cuanto lo permitían las circunstancias, algunas lágrimas a mi pobre camarada, le di sepultura en un arenal, no lejos del río. ¡Aquella debía ser su última morada! Inmediatamente, tembloroso, atormentado por ansias horribles, huí por los senderos más extraviados, los mas solitarios; y renunciando a mi patria y a mi hogar, como si verdaderamente fuese yo un asesino, determiné desterrarme voluntariamente, y fui a establecerme en la Etolia, donde me casé de nuevo.» [20] He aquí lo que nos contó Aristómenes. Mas su compañero, que desde las primeras palabras se negaba obstinadamente a prestarle fe insistía en lo mismo «¡Todo esto son cuentos, decía, fábulas raras! ¡Pocas mentiras hay tan absurdas!» Y dirigiéndose a mí, dijo: «Y a vos, señor, que según vuestro aspecto y modales debéis ser hombre instruido, ¿os parecen tales fábulas verosímiles? —Sabed, le respondí, que a mi modo de ver nada hay imposible, y que las leyes de la fatalidad presiden, todos los sucesos de este mundo. A vos, a mí, a cualquiera de nosotros, ¿no le ocurren cosas sorprendentes y casi sin ejemplo? Pues bien, contadlas a un ignorante y no las creerá. En cuanto a mí, no pongo la menor duda en la veracidad de vuestro compañero y le agradezco la distracción que nos ha procurado su en cien escudos. Al salir del mercado encontré a un tal Pytheas [---], que había sido condiscípulo mío en Atenas. No me conoció al primer momento, pero pronto se dirigió hacia mí y, abrazándome cordialmente: «Querido Lucio, me dijo, cuanto tiempo que no te había visto. En verdad, desde que salimos de Atenas y de los bancos de la escuela, cada uno por su lado. ¿Y qué te trae a este país extranjero?—Mañana te lo contaré, le respondí; ¿pero y tú, qué tal?... Te felicito, veo que tienes ujieres, documentos... un verdadero magistrado.—Estoy encargado, me respondió, de los aprovisionamientos en calidad de edil. Si deseas algún buen bocado, fácilmente te lo procuraré.» Le di las gracias puesto que iba ya suficientemente provisto para la cena con la compra de mi pescado. Pero Pytheas viendo mi cesta separó el pescado para examinarlo mejor. «¿Qué es este desecho? ¿Cuánto has pagado por esto?—Con mucho trabajo, le respondí, he podido arrancarlo a un pescador por veinte denarios.» [25] Al oír estas palabras cogióme por la mano y me condujo de nuevo al mercado de comestibles: «¿Cuál de estos vendedores te lo ha vendido? Eso es burlarse de la gente.» Le indique un viejo bajito sentado en uu rincón. Al punto, en virtud de sus prerrogativas de edil, le apostrofó rudamente: «¿No dejaréis, pues, jamás de explotar así a nuestros amigos y a los forasteros, sin distinción ninguna? ¿Por qué vender tan caro este miserable pescado? Esta ciudad, flor de la Tesalia, la convertís, por el precio de los víveres, en un desierto. Pero me las vais a pagar. Y tú vas a saber cómo serán castigados los abusos mientras yo sea administrador.» Esparciendo mi boliche por el suelo obligó al oficial a que los pisoteara y los estrujase bajo sus pies. Satisfecho de este acto de severidad, mi amigo Pytheas me obligó en seguida a retirarme: «Querido Lucio, me dijo, me doy ya por satisfecho con la vergonzosa afrenta que ha recibido este infeliz viejo.» Consternado y estupefacto de esta escena, me dirigí hacia loa baños, privado, gracias al celo administrativo que había desplegado mi sabio condiscípulo, de mi dinero y de nuestra cena. Después de lavarme regresé a casa de Milon y entré en mi cuarto. [26] La muchacha dijo que el amo me llamaba. Conociendo yo la parsimonia de Milon me excusé cortésmente diciendo que, por la fatiga del viaje, mejor necesitaba dormir que comer. Habiéndoselo dicho así Fotis, vino él mismo y cogiéndome me atrajo suavemente; como yo titubeara haciendo cumplidos, me dijo: «No os abandonaré hasta que me sigáis.» Y apoyando estas palabras con un juramento me obligó a ceder ante su tenacidad y seguirle hasta su mala cama, donde me hizo sentar. «¿Cómo va nuestro querido Demeas?, me dijo; ¿y su mujer, y sus niños?» De todo le hablé en detalle. Informóse luego con mucha curiosidad del motivo de mi viaje. Cuando se lo hube explicado minuciosamente, hízome mil impertinentes preguntas sobre mi país, los principales de mi ciudad, el gobernador... hasta que al fin se dio cuenta de que después de un viaje tan penoso y largo esta inoportuna conversación acababa de agotar mis fuerzas: me caía de sueño; dejaba las palabras a medio pronunciar y cuando empezaba una frase no sabía acabarla; tan aburrido y malparado estaba. Por fin, me permitió irme a la cama. Escapé por último a la hambrienta cena que este viejo ladrón me estaba dando con su charla, aplanado por el sueño, no por lo que hubiese comido; porque no hubo otra sopa que sus preguntas. Ya en mi cuarto me entregué en cuerpo y alma a las dulzuras de un descanso por el que suspiraba ardientemente. LIBRO SEGUNDO [1] Tan pronto como se disipó la noche y empezó a alumbrar el sol del nuevo día, salté de mi cama con el más vivo deseo de conocer todas las rarezas y maravillas del país. «¡Cómo!, iba yo diciendo, ¡estoy en mitad de esta Tesalia, tierra clásica de hechizos, y célebre, sólo por eso, en el mundo entero! Así, pues, dentro de los muros de esta ciudad, ocurrieron los sucesos de que nos hablabla, durante el viaje, el buen Aristómenes.» Y sin embargo, no sabiendo hacia donde dirigir mis deseos y mí curiosidad, iba fijándome en todo con cierta inquietud. Todo lo que iba viendo se me figuraba que no era en realidad tal como se me aparecía a la vista. Figurábame que, por el poder infernal de ciertos conjuros, todo debía haberse metamorfoseado. Al dar con una piedra creía ver un hombre petrificado; si veía pájaros, eran hombres alados; los arboles del paseo eran también hombres cubiertos de follaje; las fuentes, al manar, se escapaban de un cuerpo humano; me parecía que las estatuas y las imágenes se disponían a andar: las paredes, a hablar; los bueyes y demás animales, a presagiar el porvenir, y que, del cielo, del mismo cielo, y de la inflamada órbita del sol, descendían, de repente, algunos oráculos. [2] Esta imbecilidad llegaba a la estupidez, y mi curiosidad era realmente una enfermedad. Iba y venía por todas partes sin encontrar huellas ni señal de nada que me tranquilizara. Sin embargo, yendo de puerta en puerta con el aire abandonado de un pordiosero, y el paso incierto de un borracho, encontreme de pronto, sin saber cómo, en el mercado de comestibles. Precisamente pasaba una dama, y apreté el paso para alcanzarla; iba rodeada de muchos criados. El oro que brillaba en sus joyas y en su vestido de encaje, indicaba claramente que era una mujer aristocrática. A su lado iba un hombre de edad avanzada, que exclamó al verme: «¡Eh!, sí, es él, es Lucio», y corrió a abrazarme. Luego murmuró al oído de la dama algunas palabras que no entendí. «Acercaos, prosiguió, y saludad a vuestra madre.—No me atrevo, respondí, porque no conozco a esta señora.» Y al instante, subiéndome el color a las mejillas, retiré la cabeza atrás y retrocedí unos pasos. Mas ella, dirigiéndome una mirada, dijo: «Lo ha heredado de sus padres: tiene el mismo aire de nobleza que su madre Salvia; por lo demás, tiene muy gallarda presencia y reúne todos los elementos de una hermosura completa. No es demasiado alto; es esbelto sin ser delgado; su tez tiene buen color; tiene el pelo rubio y ensortijado naturalmente; sus ojos, aunque azules, son vivos; su mirada tiene la viveza del águila, y esta mirada es siempre brillante, cualquiera que sea la dirección en que mire; su andar es noble sin afectación.» [3] Y añadió: «Soy yo, mi querido Lucio, quien te ha criado con sus propias manos. ¿Podía ser de otro modo? No solamente soy pariente de tu madre, sino que somos también hermanas de leche. En efecto, las dos somos descendientes de la familia de Plutarco: hemos mamado al mismo tiempo de una misma nodriza: hemos crecido juntas como dos hermanas: y, ahora, únicamente diferimos en la posición social, puesto que ella ha hecho un brillante matrimonio, y yo lo contraje con un artesano. Soy la propia Byrrhene [---], de que tanto has oído hablar, sin duda, a los que te educaron. vas a saturarte de esos maravillosos cuentos. Despréndete de infantiles temores, emprende resueltamente; este negocio y no le dejes escapar; pero evita toda intriga amorosa con tu huéspeda; respeta religiosamente la cama nupcial del honesto Milon. Que todos los ataques se dirijan contra Fotis, la joven sirviente: la picarona no es nada fea, le gusta la broma y yo no soy menos taimado que ella. Anoche, al ir a acostarme, me acompañó muy amablemenle a mi habitación, me colocó en la cama con mucho cuidado, y me abrigó con mucho mimo: besome luego en la frente y dio a entender con su mirada, que sentía abandonarme; y varias veces se detuvo para contemplarme una vez más. Acepta de buen grado el presagio, y el cielo sea en tu ayuda. Sí, salga lo que saliere, debes probar fortuna con Fotis.» [7] En mitad de este soliloquio llego a la puerta de Milon, bien empapado de mi proyecto. Precisamente no estaban en casa ni Milon ni su mujer, únicamente mi adorada Fotis, ocupada en preparar para los amos un manjar, que prometía ser delicioso, según el olor que desprendía la cacerola. Vestida con un traje de lino muy limpio, sujeto a la garganta por una cinta roja, daba vueltas al asador con las manos más lindas y graciosas del mundo, y mientras hacía esta operación encorvaba y enderezaba dulcemente su cuerpo con las más agradables y alteradoras ondulaciones. A su vista quedé inmóvil y estupefacto; mis sentidos, tan tranquilos un momento antes, se inflamaron al punto. «Mi adorada Fotis, le dije por fin, ¡con qué atractivo, con qué gracia balanceas la cacerola y tu cuerpo! ¡Qué deliciosa comida preparas! ¡Feliz como nadie en el mundo aquel a quien, permitas probarlo con la punta del dedo!» La picara, tan sagaz como bonita: «Apartaos, dijo, mi pobre muchacho; apartaos de mis ascuas; una sola chispa que os alcance arderéis hasta la médula y nadie podrá apagar vuestro fuego, como no sea yo, cocinera acomodaticia que tan bien sabe manejar la cacerola como el catre.» 
[8] Y diciendo esto se echó a reír. Yo, sin embargo, antes de abandonarla, recorrí todo su cuerpo con amorosa mirada. Pero, ¿para qué hablar de otras diversiones, si no acostumbro a prestar atención más que a la cabeza y a los cabellos? En público es lo que contemplo con más placer y en privado es lo que me proporciona mas deleite. Me basta para establecer tal preferencia, el que esta parte principal, tan visible y aparente, impresiona nuestra primera mirada: además, el efecto que los lujosos vestidos producen con sus vivos colores al resto del cuerpo, únicamente la belleza natural puede realizarlo en el cabello. Último argumento: la mayor parte de las mujeres, para hacer admirar su gracia y su hermosura, rechazan los vestidos, arrojan los velos y gozan enseñando sus encantos al desnudo, sabiendo que cautivarán más admiradores con la rubicundez de su piel que con el oro de sus más caras joyas, y sin embargo (¡qué blasfemia voy a proferir!, que jamás veamos semejante horror), privad de sus cabellos a la mujer más bella y admirable: privad a su rostro de este encanto natural: en vano habrá ella descendido del cielo, nacido en el mar o salido del seno de las olas; en vano será la misma Venus en persona, rodeada de su cortejo de Gracias y de un enjambre de amorcillos, Venus armada de su cinturon, exhalando los más dulces perfumes, destilando bálsamos; si se presenta calva no enamorara ni al propio Vulcano. [9] Habladme de una cabellera cuyo color sea tan agradable como perfecto su brillo; cuyos destellos irradien vigorosamente a la luz del sol o lo reflejen con dulzura, presentando variados cambiantes, según los diversos accidentes de la luz. Unas veces serán cabellos rubios, cuyo dorado, menos deslumbrador en la raíz, tomará el color de un rayo de miel; otras veces serán negros, como el azabache, que disputaría los matices azulados del cuello del pichón. Perfumados con las esencias da Arabia, delicadamente peinados, recogiéndose en la nuca, ofrecen al amante que viene a verlos, la imagen de su rostro, y sonríe de placer. Otras veces trenzados en apretado rodete, coronan la cabeza; otras veces libremente esparcidos, se escampan ampliamente sobre las espaldas. Finalmente, el peinado es un adorno tan ventajoso, que a pesar del oro, los más soberbios trajes, los diamantes y demás seducciones con que se presenta coquetamente adornada una mujer, si su cabellera está descuidada no habrá quien alabe su vestir. En mi adorada Fotis buscaba yo menos los encantos de su tocado que un decente abandono que la embellecía extraordinaria mente: sus cabellos, abundantes, se reunían en lo alto de su cabeza, de donde se desvanecían graciosamente para caer alrededor de su cuello, formándole un collar de hermosos bucles. [10] Me fue imposible soportar por más tiempo la tortura de tan embriagadora voluptuosidad, e inclinándome hacia su cuello, recogí, en el mismo nacimiento de sus hermosos cabellos, un beso más dulce que la miel. Volvió la cabeza, y dándome de través una mirada de las más asesinas: «0h, oh, muchacho, estas golosinas traen su amargura. Cuidado en abusar; te arriesgas a que la bilis se te ponga agria una temporada.— ¿Qué me estas diciendo, mi adorada, cuando por una sola caricia, que me devolverá la vida, estoy dispuesto a dejarme asar de pies a cabeza en tu brasero?» Al decir esto abracé fuertemente a la amable Fotis. Mi ardor despertó el suyo y pronto rivalizó conmigo en ternura y transportes amorosos. Sus labios, casi cerrados, exhalaban un delicioso perfume y me inspiraban los más ardientes deseos: «Yo muero, exclamé; mejor dicho, ya estoy muerto, si no tienes piedad de mí.» A estas palabras respondió redoblando sus caricias: «Anímate, tu llama ha encendido otra mayor y Fotis es tu esclava. No retardemos inútilmente nuestros placeres: a la hora de encender las antorchas estaré en tu habitación; vete y prepárate bien, porque quiero luchar vigorosamente contigo, con todas mis fuerzas.» [11] Después de tales propósitos y otros semejantes, nos separamos. A mediodía trajéromne de parte de Byrrhene algunos obsequios de bienvenido; un lechoncito, cinco gallinas y un pellejo de excelente vino añejo. Llamé a Fo tis y le dije: «Toma, he aquí a Baco comunicando vigor a Venus y prestándole sus armas. Bebámonos hoy todo este vino, ahoguemos en él una reserva que helaría nuestros transportes y que nuestro amor aumente en coraje y fortaleza. ¿Qué necesitamos para pasar una noche sin dormir, en el mar de Paphos? Aceite en la lámpara y abundante vino.» Pasé el resto del día en el baño y volví, según me había suplicado el honesto Milon, a ocupar mi puesto en el raquítico mueble que él apellidaba su mesa. Evité, en lo posible, las miradas de su esposa, no olvidando los avisos de Byrrhene y si alguna vez la miré, fue con indecible sobresalto como si estuviera contemplando las olas del Averno. Pero a cada momento volvía la cabeza para ver a Fotis que nos servía, v al verla sentíame animoso. Llegada la noche dijo Pánfila contemplando la lámpara: 
En efecto, la cama de los criados había sido dispuesta lo más lejos posible de mi puerta, sin duda para que nuestros propósitos amorosos no tuvieran otro testigo que la noche. Frente a mi cama se levantaba un velador cargado con los restos suculentos de la comida y dos copas de buen tamaño con vino hasta la mitad; al lado de una botella de cuello ensanchado con desahogada abertura, para que manara fácilmente el líquido embriagador; dignos preludios gastronómicos del combate que iba a librarse en honor a la más hermosa de las diosas. [16] Apenas estuve en la cama, mi querida Fotis, que había acostado ya a su ama, corrió hacia mí tirándome ramos de rosas y deshojándose algunas en su seno. En seguida, después de haberme enlazado con guirnaldas y cubierto de flores en medio de las más tiernas caricias, tomó una de las copas, y acabando de llenarla con agua tibia me la ofreció a que la bebiera. Pero antes de haberla vaciado del todo me la quitó dulcemente y la llevó a su boca, y fijos sus ojos en los míos, bebió el resto a pequeños sorbos: otra, otra y otras varias libaciones fuimos saboreando, hasta que quedé hecho una sopa, y comunicándose el desorden de mi imaginación a toda mi persona, quise mostrar a Fotis la impaciencia con que contenía mi ardor. «Ten piedad de mí, le dije, ven en mi auxilio. ¿No veis que estoy preparado? Desde el primer encuentro de este combate que me has declarado, sin la intervención del fecial, el cruel Cupido me ha atravesado bruscamente el corazón con una flecha: me duele mucho; no puedo resistir mas tiempo sus ataques. Pero para hacerme completamente feliz empieza por desatar la cabellera, y que sus ondulantes rizos floten en libertad durante los ataques.» [17] En un instante retiró los cubiertos. Consintió luego, a petición mía, en desatar las trenzas de su cabellera, que ofrecía el más lindo desorden, y presentome la deliciosa imagen de Venus adelantando sobre las ondas del mar. Sus encantos quedaban algo velados por la celosa mano que los ocultaba; pero comprendí que mejor era un gesto de coquetería que la alarma del pudor. «¡Al combate!, gritó; despliega todas tus fuerzas; porque ni quiero rendirme ni emprender la retirada; vamos, acércate si eres hombre valiente; ataca con energía; triunfa para sucumbir; el combate de hoy no será jamás visto.» Y dando rienda suelta a nuestros transportes, satisfizo por fin mi impaciencia; hasta que una muelle languidez enervó nuestros espíritus, nos precipitamos uno en brazos del otro para confundir nuestras almas moribundas. Estas luchas, y otras semejantes, nos condujeron al amanecer sin que hubiésemos pensado en dormir un solo punto. A menudo, Baco animaba nuestras fuerzas, vigorizando nuestro ardor, y así gozábamos de nuevos placeres. Este encuentro fue seguido de varios otros que organizamos de un modo semejante. 
[18] Por fortuna, cierto día, Byrrhene insistió vivamente para que cenara en su casa, y aunque yo lo rehusé cuanto pude, no quiso dar oído a mis excusas. Necesite hablar de ello a Fotis y pedirle consejo, puesto que era mi oráculo. Aunque pesarosa por tenerme lejos, aunque sólo fuera un palmo, concediome, sin embargo, de buen grado, esta pequeña tregua de amor. «Poro por lo menos, me dijo, procura levantarte temprano de la mesa, porque entre los jóvenes de la nobleza hay una cuadrilla de camorristas que diariamente ponen en alarma la ciudad, y verás, por otra parte, hombres asesinados en mitad de la calle. Las guardias no logran impedir estas escenas. Precisamente tu brillante posición, y el poco miramiento que se guarda a los extranjeros, te expone a cualquier alevosía.—Quédate tranquila, querida Fotis, le dije; sin contar que prefiero las delicias que tú me brindas a todos los festines del mundo, puedes tener, además, la seguridad de que prevendré las alarmas que me indicas, regresando temprano. Por lo demás, no iré solo, porque irá a mi lado mi fiel espada y llevaré mi pasaporte.» Con estas prevenciones me fui al banquete, 
[19] donde hallé gran cantidad de convidadosde la alta aristocracia a que pertenecía Byrrhene. Las camas, de una extremada magnificencia, eran de madera de limonero incrustada de marfil, y las sábanas eran bordadas. Había gran surtido de vasos, tan varios por sus elegantes formas como únicos por su valor; en unos, el cristal era hábilmente cincelado: en otros, brillaba con mil facetas, en otros, los destellos de la plata y los chispeantes fuegos del oro; también algunas copas, maravillosamente talladas en ámbar para servir en grandes festines. Todo lo imaginable estaba reunido allí. Había numerosos pinches de cocina magníficamente vestidos. Los abundantes platos eran servidos con la gracia mas gentil por muchachas; niños de rizado cabello, y elegante uniforme, presentaban a cada instante el vino añejo en vasos hechos de piedras preciosas. Cuando llevaron las lámparas se animó la mesa; hubo un fuego graneado de sonrisas, chanzas y chascarrillos. Byrrhene dirigiome así la palabra: «¿Te encuentras bien en nuestro país? No sé si me engaño al creer que no hay en otra ciudad alguna templos, baños, ni edificios particulares mejores que los nuestros. Poseemos, además, en alto grado, todas las comodidades apetecibles. Para quien busca el reposo, hay libertad completa, y el extranjero que viene para negocios, halla aquí tanto comercio como en Roma; así como si tiene hábitos apacibles, goza de una tranquilidad tan completa como en el campo. En una palabra, para toda la provincia, nuestra ciudad es un nido de delicias. [20] —Tenéis mucha razón, señora, le respondí. No creo haber jamás encontrado en parte alguna la libertad de que aquí se goza; pero me dan miedo las tenebrosas e inevitables acechanzas de los hechiceros. Se dice que ni los sepulcros, están al abrigo de ciertas profanaciones. Sobre las mismas tumbas van a robar ciertos despojos; trozos de cadáver, para hacer caer las más espantosas desgracias sobre la cabeza de los vivientes. Viejas hechiceras hay, que en el mismo momento en que se preparan los funerales de un difunto, se apresuran a robar el cadáver antes que lo sepulten.» Uno de los concurrentes añadió: «Es más aun; ni los vivos están seguros. Una aventura por el estilo, ocurrió a no sé quién: fue mutilado y desfigurado completamente.» A estas palabras, los comensales estallaron en una gran risa. Todas las caras, todos los ojos se dirigieron a un hombre que estaba escondido en un rincón de la sala. Confuso por la obstinación con que todos le miraban, murmuraba impaciente, y quería levantarse para salir. «No, mi querido Telefronte, le dijo Byrrhene, siéntate otra vez, y con tu habitual amabilidad, explícanos una vez más tu historia, a fin de que mi estimado hijo Lucio tenga el placer de oírla de tu boca.—Vos, señora, respondió, sois siempre fiel a vuestros santos y bondadosos hábitos: pero hay personas cuya insolencia es insoportable.» Dijo estas palabras muy emocionado, pero a fuerza de insistir y de conjurarle por lo que más estimara en el mundo, logró Byrrhene hacerle hablar. venido aquí para regodearos? ¿No haríais mejor en derramar abundantes lágrimas y poner cara compungida, como conviene al caso? Y esto diciendo, dirigiose a la criada:—Myrrina, trae inmediatamente una lámpara y aceite y una vez hayas encerrado al guardián sal de la habitación. [25] »Quedéme, pues, solo en compañía del muerto, frotándome los ojos para prevenirme del sueño y cantando para no tomar miedo. Llega el crepúsculo, luego la noche, en seguida, negra noche, luego la hora del más profundo sueño y finalmente la hora fatal de media noche. Me sentí sobrecogido de terror, que a cada instante aumentaba, cuando de pronto vi dibujarse una comadreja, que se detuvo frente a mí, lanzándome una mirada tan penetrante, que aquel animalejo me heló la sangre en las venas: tan atrevido se presentó. Al fin le dirigí la palabra: "¡Vete, bestia inmunda, a cazar ratones, tus semejantes, si no verás sin más tardanza la fuerza de mi brazo! ¿Te vas?» La comadreja dio media vuelta y salió de la habitación. Al cabo de un momento estaba yo sumido en el más profundo sueño, hasta el punto que el mismo dios de Delfos habría apenas distinguido cuál de los cuerpos yacentes era el difunto. Así, pues, privado del conocimiento y necesitando yo mismo otro guardián, estaba allá como si estuviera en el limbo. [26] »Ya los gallos del vecindario anunciaban ruidosamente la llegada de la aurora. Despierto, por fin, y temblando y pavoroso me acerco al difunto: le descubro la cara, acerco la luz y me pongo a examinar detalladamente este rostro que me entregaron completo. De pronto la infeliz viuda, presa de gran angustia y deshecha en lágrimas, corrió seguida de los testigos hacia el cuerpo de su difunto esposo. Y después de besarlo largo tiempo lo examina detenidamente a la luz de la linterna. Luego, volviéndose, llama a su intendente Filodéspotes y le ordena pagar sin retardo tan excelente guardián:—Joven, me dijo luego, os quedo muy agradecida y sólo sé corresponder a vuestro meritorio servicio contándoos, en adelante, en el número de mis amigos. Encantado de tan inesperado negocio y extasiado ante aquel montón de oro que hacía yo sonar en mi mano,-No, señora, no, le dije. Consideradme más bien como criado vuestro y siempre que necesitéis de mis servicios mandadme con entera confianza. »Apenas hube hablado, todos los amigos de la viuda me llenaron de improperios, como profeta de desgracias, y pillando lo primero que les vino a mano me embistieron. Unos dábanme puñetazos en la cara, otros me azotaban cruelmente las espaldas, otros me hundían un par de costillas de un empujón, dábanme puntapiés, me arrancaban los cabellos y me rasgaban el vestido. Así me echaron de la casa, como al bello Adonis, o como al hijo de Caliope [---], gloria del monte Pimpla: [27] apabullado y hecho pupa. »Mientras en una calle inmediata recobraba poco a poco el aliento y recordaba, aunque tarde, la torpeza y malos augurios contenidos en las palabras que proferí, confesando que, en conciencia, merecía mayor castigo todavía, terminaban los últimos lamentos y despedidas. La comitiva fúnebre se puso en marcha y, según, costumbre del país, iba seguido, en razón de su elevado rango, de un pomposo cortejo que atravesaba la plaza pública. Un viejo acercose precipitadamente al féretro, el desolado rostro bañado en lágrimas y arrancándose sus hermosos cabellos blancos. Con los dos brazos asiose al ataúd y con voz entonada, interrumpida a menudo por loa sollozos, dijo:—Ciudadanos, por lo más sagrado del mundo, en nombre de la piedad publica, vengad el asesinato de uno de vuestros hermanos y castigad con la última pena un ser infame y criminal: esta mujer, culpable del más horrendo crimen; porque ella y sólo ella ha envenenado a este desgraciado joven, sobrino mío, para favorecer un amor adúltero y apoderarse de sus bienes. Así habló el viejo y a todos iba repitiendo sus lamentos y sus quejas. El pueblo tomó interés por el suceso y pareciendo verosímil la acusación hizo causa común con el viejo. Pedían a grandes voces una hoguera; buscaban piedras y excitaban a los chiquillos contra la viuda. Pero ella, bañado el rostro en lágrimas de encargo y poniendo por testigos, con la mayor solemnidad que pudo, a todos los dioses, negó tan horrible imputación. [28] »—Pues bien, replicó el viejo, encarguemos a la divina Providencia el cuidado de esclarecer la verdad. Hay aquí un egipcio, llamado Zaclas, profeta de primera categoría, que mediante una fuerte suma convino tiempo atrás conmigo en traerme, para breves instantes, un alma del infierno y reanimar un cuerpo después de muerto. »Diciendo esto hizo avanzar por entre la muchedumbre a un joven vestido con tela de lino, calzado con hojas de palmera y la cabeza completamente afeitada. Después de besarle largo rato las manos y abrazarle las rodillas, dijo:—¡Tened piedad de nosotros, divino pontífice, tened piedad de nosotros! Os conjuro por los astros del cielo, por los dioses infernales, por los elementos que componen el universo, por el silencio de la noche, por el trabajo que secretamente llevan a cabo las golondrinas cerca de Coptos, por las avenidas del Nilo, por los misterios de Memfis y por los sistros de Pharos, a que derraméis un poco de luz sobre estos ojos, cerrados para siempre; dejadles gozar un instante la luz del sol. No nos resistimos, no disputamos su presa a la madre tierra, sólo por la consoladora esperanza de vengarle pedimos unos momentos de vida para este cadáver. »El profeta, en virtud de esta invocación, aplicó por tres veces, sobre la boca del cadáver una hierba, luego otra sobre el pecho; luego, puesto de cara a Oriente dirigió, en voz baja, una oración al sol cuyo carro augusto recorría la bóveda celeste. Esta imponente escena impresionó a todos los espectadores, que pusieron viva atención en el milagro que iba a operarse. [29] Yo me escurrí por entre la muchedumbre y poniéndome detrás mismo del féretro, sobre una piedra, lo contemplaba todo con gran interés. Ya el pecho sube y baja; ya se deja percibir el pulso; un soplo creador llena este cuerpo; ya no es un cadáver; es el mismo hombre que se levanta y toma la palabra. Así díjo:–¡Ah!, ¿por qué, por qué cuando he bebido ya las aguas del Leteo, cuando nadaba ya por la laguna Estigia me llamáis a los deberes de una existencia efímera? Cesad, por favor, cesad y devolvedme la calma del sepulcro. Tales fueron los acentos que brotaron de este cuerpo: pero el profeta animándose más le dijo:—No, explica toda la aventura al pueblo y corre el secreto velo de tu muerte. ¿Crees tú que mis conjuros no son capaces de invocar las furias?, ¿que no puedo hacer sufrir tormentos a tus fatigados miembros? El resucitado tomó nuevamente la palabra y dirigiéndose al pueblo:—Pues bien, dijo, las culpables magias de mi nueva esposa han causado mi muerte; víctima de un mortal brebaje he debido abandonar a un adúltero mi cama, tibia aún. »A estas palabras, su cara mitad, revistiéndose de audacia y presencia de espíritu refuta la acusación 
[1] Ya con su dorado carro iba remontando el cielo la aurora de rosados dedos; la noche cedía su lugar al día, y yo acababa de despedir las dulzuras del sueño. La aventura de la noche anterior me atraía inquieto, y sentándome en la cama, las piernas cruzadas, las manos en las rodillas y los pies enlazados, acabé por llorar a moco tendido. Figurábame ya frente al tribunal, los magistrados dictando sentencia y la llegada del verdugo. ¿Habrá un juez bastante magnánimo, bastante benévolo para proclamar la inocencia de un hombre que, como yo, ha cometido tres asesinatos y se ha manchado con la sangre de tantos ciudadanos? ¿Era esta la gloriosa peregrinación que el caldeo Diófanes me pronosticó con tanta seguridad?... Estas reflexiones martirizaban mi espíritu y lloraba por mi fatal destino. Pero estaban llamando a la puerta, gritaban, hacían un ruido espantoso, [2] y pronto una violenta ráfaga la abrió de par en par. La casa se inundó de magistrados, de sus acólitos y gente de toda ralea. En seguida, dos corchetes, por orden de los magistrados, pusieron mano sobre mí y se me llevaron; no opuse la menor resistencia. Apenas llegamos a la calle, ya nos seguía todo el pueblo. Era una muchedumbre imponente, y aunque yo iba con la cabeza baja hasta el suelo, o mejor, hasta el fondo del Tártaro, preso, a medida que iba avanzando, de la más violenta desesperación, mirando de reojo, observé, sin embargo, una cosa muy extraña: y es que entre tantos miles de individuos que me seguían, no había uno solo que no se riera a dos carrillos. Por fin, después de hacerme recorrer toda la ciudad, y que me hubieron paseado por todos los rincones, como estas víctimas que en las procesiones expiatorias están destinadas a conjurar algún espantoso prodigio, me hicieron detener en el lugar donde el tribunal administraba justicia. Ya los magistrados ocupaban sus elevados sitiales y el ujier reclamaba silencio, cuando de pronto, un grito unánime de todos los espectadores pidió que, en razón a la afluencia de personas y a loa peligros que podía causar tal aglomeración, se efectuara la vista de tan importante causa en el treatro. Inmediatamente el público ocupó las delanteras, y el recinto de la sala se llenó por completo con maravillosa rapidez. Hasta los corredores y techos rebosaban gente. Algunos se subían a las estatuas; muchos abrazábanse a las columnas; otros sacaban medio cuerpo por las ventanas y la extrema curiosidad les impedía discurrir el peligro que corrían. Pronto los ujieres me hacen adelantar hasta mitad del escenario, como una víctima. [3] El ujier dio una voz. estentórea; llamaba al acusador. Un anciano se levantó; luego, para medir el tiempo que duraba su oración, tomó un vasito en forma de embudo, con el extremo adelgazado en punta. Echó en él un poco de agua, que se derramaba gota a gota, y dirigiéndose al pueblo, dijo: «Dignísimos ciudadanos: la causa que vamos a fallar es de las más graves, porque se trata, ante todo, de la tranquilidad de la ciudad entera. Hay que dar un gran ejemplo e importa mucho que, individualmente y en comunidad, venguéis los derechos de la sociedad ultrajada; que no quede sin castigo un infame asesino, que con sanguinaria mano ha causado tantas víctimas. No creáis que, al hablaros así, me impulsa particular animosidad o un resentimiento personal con el acusado, porque yo soy capitán de las guardias que ejercen vigilancia durante la noche, y no creo que hasta el actual momento, nadie pueda acusarme de negligente. Pero, yendo a la cuestión, voy a exponeros fielmente lo que ha ocurrido la noche pasada. Era exactamente media noche, y yo, con escrupulosa exactitud, hacía mi ronda por la ciudad, examinando casa por casa, De repente, veo a un joven, el acusado, que furioso, espada en mano, causaba gran carnicería. Tres ciudadanos habían caído ya víctimas de su crueldad; a sus pies, tendidos y ahogándose en su propia sangre, respiraban aún, aún palpitaban. Debo añadir que, justamente alarmado de la enormidad de su crimen, intentó huir, a favor de la obscuridad, deslizose dentro un portal, pasando la noche oculto en la casa. Pero la divina providencia jamás permite que un crimen quede sin castigo. Antes que pudiese escapar por algún reducto secreto, fui de madrugada para hacerle comparecer ante vuestro augusto y sagrado tribunal. Ved, aquí, pues, frente a vosotros un acusado culpable de tres asesinatos, detenido en flagrante delito, y extranjero. No vaciléis, pues, en condenar a un extranjero por un crimen del cual castigaríais severamente a un ciudadano vuestro.» [4] Después de este terrible requisitorio, detuvo el viejo su formidable voz. El ujier me dijo que si yo tenía algo que responder, hablase. En el primer momento, sólo me sentía dispuesto a derramar abundantes lágrimas, menos emocionado, ¡Dios mío!, por esta formidable acusación que por la acusadora voz de mi conciencia. Sin embargo, no sé por que inspiración del cielo, cobré aliento, y dije: »No ignoro cuán comprometida es, en presencia de los cadáveres de tres ciudadanos, la situación del acusado. Aunque diga la verdad; aunque confiese el hecho, ¿podrá persuadir de su inocencia a una numerosa muchedumbre? No obstante, si vuestra benevolencia me concede un momento de audiencia, os probaré fácilmente que si ahora sufro una acusación tan grave y desesperada, es por haber querido salvar mi vida en una disputa que yo no provoqué. Sí; sólo el azar y un sentimiento de legítima indignación, causaron la hecatombe. [5] Había sido convidado y regresaba tarde a mi casa; por añadidura iba borracho como una sopa; esto no lo negaré. Llegado frente a la casa donde vivo, la de Milon (vuestro dignísimo conciudadano), veo unos malvados, salteadores y ladrones que intentaban entrar y que, forzando los goznes, querían derribar la puerta. Las barras de hierro, aunque firmes, habían sido ya violentamente arrancadas y estaban ya deliberando el modo de asesinar a los moradores de la casa. Finalmente, uno de la cuadrilla, más decidido que los demás, excitó así a sus compañeros: «¡Vamos, muchachos, valor! Ataquemos con ardor mientras duermen. Alejemos de nuestro ánimo la duda y la pereza; la daga en la mano, y que la sangre inunde esta casa. A los que estén durmiendo, los degollaremos; a los que resistan, puñetazo, y sólo escaparemos vivos dejándoles a todos patas arriba.» He de confesarlo, ciudadanos; al oír tan monstruoso proyecto creí que mi condición de hombre honrado me señalaba claramente mi deber. Además temblaba por mis huespedes y por mí mismo. Sacando, pues, una espada, que para tales eventualidades me acompañaba, procuré amedrentarles y hacerles huir. Pero aquellos locos, o mejor, bárbaros, lejos de escapar, me resistieron audazmente; [6] nuestros hierros se cruzaron. En definitiva, el jefe, el portaestandarte de la cuadrilla, arrojose sobre mí con todas sus fuerzas, asiome bruscamente por los cabellos con ambas manos, y echándome atrás quiso derribarme. Mientras tal hacía, logré atizarle tan feroz puñetazo, que pasó a mejor vida. víctimas eran tres odres hinchados, agujereados en los mismos puntos donde recordaba haber herido a los tres bandidos, en la batalla de anoche. [10] Entonces la risa, que el buen humor de algunos bromistas se había empeñado en contener durante un rato, estalló en plena libertad. Unos me felicitaban jovialmente, otros reventaban de risa con las manos en la barriga. Era una alegría frenética y, fuera ya del teatro, volvíanse aún para contemplarme. Pero yo, después de levantar el lienzo, quedó atónito, helado como un mármol, ni más ni menos que si fuese una de las tantas estatuas del teatro. No regresé del infierno hasta que mi huésped Milon se acercó a mí y me tocó la espalda. De pronto, no me meneé: empecé a llorar copiosamente y rompí en sollozos; pero me arrastró consigo y tuvo cuidado de llevarme a su casa por calles extraviadas y solitarias. Quería él disipar la pena y la agitación en que estaba yo sumido, prodigándome las palabras que le parecían propias del caso; pero no lograba calmar la indignación que semejante ultraje había causado en mi corazón. [11] Súbitamente los magistrados entran en nuestra casa con sus insignias y se apresuran a consolarme con la siguiente declaración: «Señor Lucio: no ignoramos vuestro valer personal, ni la gloria de vuestros abuelos, porque la nobleza de vuestra familia es conocida en toda la provincia. Así, pues, no ha sido con ánimo de ofenderos el haberos hecho sufrir la ruda prueba que tan hondamente os aflige. Desechad, pues, vuestra tristeza y disipad vuestra angustia. Sabed que cada año celebramos públicamente la fiesta del amable dios de la risa y que procuramos amenizar este aniversario con alguna nueva ocurrencia. Vos mismo habéis suministrado ocasión para celebrar la fiesta, y el dios de la risa os será siempre benévolo. No permitirá que jamás os aflija pena alguna; constantemente derramará sobre vuestra frente el encanto y la serenidad de la alegría. Por lo demás, toda la ciudad, por el buen rato de que os es deudora, os distingue con relevantes honores. Os ha inscrito entre sus protectores y ha decretado levantaros una estatua de bronce.» A estas palabras respondí con las siguientes: «Señores: agradezco en vosotros, por tan alto honor, a la ciudad más brillante, sin excepción, de la Tesalia; pero las imágenes y las estatuas os recomiendo que las reservéis para personas de más méritos que los míos.» [12] Después de esta humilde contestación empezó insensiblemente la alegría a brillar en mi rostro; mostré, en cuanto pude, un aire satisfecho, y con las mayores cortesías despedí a los magistrados. 
En esto llegó corriendo un criado de Byrrhene: «Vuestra madre Byrrhene, dijo, os ruega que no olvidéis la proximidad de la cena a que estáis invitado desde anoche.» Me estremecí a estas palabras, sintiendo por la casa de Byrrhene una repulsión rayana en el terror. «Decid a vuestra dueña, le respondí, que bien desearía obedecer sus órdenes si pudiese faltar a una palabra comprometida: pero mi huésped Milon me ha hecho prometer, en nombre de la propicia divinidad que hoy festejamos, que cenaré con él. No me deja un solo punto, ni que salga de su casa. Habrá que dejarlo, pues, para otro día.» Estaba hablando todavía cuando Milon me cogió por el brazo, y mandando traer por los criados los útiles necesarios, me acompañó a los baños más cercanos. Yo procuraba evitar las miradas de la gente, y temiendo renovar a los transeúntes la risa que anteriormente les había excitado, procuraba ocultarme arrimado a Milon. Ni me acuerdo (tan avergonzado estaba) de cómo me lavé, cómo me enjugué, ni cómo regresé a casa. Señalado por todos los dedos, por todas las miradas, mi estupor me sacaba de quicio. [13] Despaché rápidamente la breve cena que me ofreció Milon, y, pretextando un fuerte dolor de cabeza, causado por mis abundantes lágrimas, logré fácilmente el permiso para retirarme a descansar. Ya en la cama, repasé tristemente todos los detalles de mi aventura, hasta que llegó Fotis, que acababa de acostar a la dueña. Estaba completamente cambiada; no tenía ya aquel semblante tan lleno de malicia, ni aquellas palabras tan festivas; tenía un aire turbado y arrugada la frente. Dudó mucho antes de hablar, y al fin dijo con timidez: «He de confesarte, con franqueza, que yo he sido la causa de todos los males que te han afligido.» Y sacando una correa que llevaba oculta en el seno, dijo alargándomela: «'Véngate de una pérfida mujer; y, si quieres, castígame con más rigor aún. No creas, sin embargo, que haya yo organizado premeditadamente aquella escena tan penosa para ti. Quieran los propicios dioses que jamás recibas el más leve arañazo por culpa mía, y si alguna desgracia amenaza caer sobre tu cabeza, ojalá pueda yo detenerla, aun a costa de mi vida! Pero lo que me habían obligado a preparar contra otro, ha hecho mi mala estrella que viniese a martirizarte a ti.» [14] Estas palabras avivaron mi habitual curiosidad y ardía por saber la solución de este enigma. «¿Dónde está, le dije, esta infame y audaz correa con la que debo martirizarte? Quiero aniquilarla, cortarla en mil pedazos, antes que tocar este cuerpo más blando que la pluma y más blanco que la leche. Pero te suplico me digas cuál ha sido esta acción que te desconsuela y que la fatalidad ha vuelto contra mí. Porque (lo juro por tu linda cabecita) nadie en el mundo, ni aun tú misma, me dará a entender que seas capaz de haber imaginado algo que me causara pena. Ahora bien; cuando la intención no es mala, no pueden darle las volubilidades del azar un carácter de culpabilidad.» Y dicho esto, cubrí de besos sus ojos húmedos, que mantenía medio cerrados y sin brillo un apasionado deseo: yo los acariciaba con efusión, puede decirse que los devoraba amorosamente con mis labios. [15] Púsose sosegada y suplicó con jovialidad: «Permíteme, por favor, que cierre cuidadosamente las puertas de la habitación. Si por imprudencia mía, trascendiera al exterior alguna de mis palabras, causarían profanación y escándalo.» Y esto diciendo, corrió los cerrojos, sujetó fuertemente la barra y volvió a mí. Entonces, echándome los brazos al cuello, con voz baja y débil, dijo: «Temo, temo horriblemente descubrirte los misterios de esta casa y los secretos íntimos de mi señora. Pero confío en tu honradez. Sin necesidad de invocar los sentimientos de honor que has recibido de tu familia y de tu educación, sabes seguramente, iniciado como estás en alguna corporación religiosa, lo que quiere decir guardar fielmente un secreto. Conserva en el fondo de tu corazón, como sagrado depósito, las confidencias que voy a hacerte y no las divulgues jamás. No quiero más que una recompensa a mis francas confidencias; que guardes una discreción a toda prueba, porque el violento amor que por ti siento, me fuerza a revelarte lo que no sabe nadie más que yo en el mundo. Sí, voy a contarte todo lo que pasa en esta casa; sabrás los maravillosos secretos de mi dueña, secretos a los que obedecen los difuntos, que turban los astros, obligan a los dioses y dominan los elementos. »Debes saber, ante todo, que jamás emplea con desdeñaba yo las caricias de encopetadas damas; y tú, con tus picarescos ojos, tus labios amorosamente entreabiertos, y tu perfumada garganta, me tienes rendido como un esclavo, imponiéndome cadenas que adoro. He llegado a olvidar completamente mi familia, no me preocupo en regresar, y nada hallo tan delicioso en el mundo como pasar una noche contigo. [20] —Mi adorado Lucio, respondió Fotis, mucho me placería concederte lo que deseas. Pero a causa de la malevolencia pública, mi ama efectúa siempre sus ocultas maniobras en la soledad más profunda, lejos de toda mirada humana. Pero estoy dispuesta a sacrificar mi seguridad personal a tus deseos, y espiaré la ocasión más favorable para satisfacer tu curiosidad. Pero, como te dije al principio, discreción y fidelidad: el negocio es de los más graves.» Mientras íbamos cuchicheando, un mutuo deseo inflamó súbitamente nuestras almas y nuestros sentidos. Y aprovechamos la ocasión para abandonarnos a nuestro delirio: y aun cuando estaba yo fatigado ya, Fotis generosamente, ofreciome los encantos de una chistosa variación. Luego, el sueño, que no tardó en cerrar nuestros ojos, fatigados de semejante velada, nos dejó tendidos uno junto al otro hasta la mañana siguiente. 
[21] Después de algunas noches, poco numerosas, pasadas en el seno del placer, Fotis vino un día a mí, no pudiendo dominar la emoción que le alteraba. «Albricias, me dijo; mi dueña, a falta de otros procedimientos para comunicar buen éxito a sus amores, debe transformarse, la noche que viene, en pájaro, para volar así junto a su amante. Así, pues, prepárate; prudencia y verás esta notable operación.» A media noche me hizo subir de puntillas, y muy despacio, a la azotea, dejome junto a la puerta, y oíd lo que vi por las rendijas. Empezó Pánfila su operación desnudándose completamente, abrió luego un cofrecito, sacó varias cajas y destapó una, y tomando de ella un poco de pomada, frotóla entre las palmas de las manos y se untó todo el cuerpo, desde la punta del pie a la coronilla. Luego, estuvo largo rato, a la luz de la linterna, mascullando no sé que palabras en un libro ininteligible, y sacudió ligeramente todos sus miembros, que obedecieron a un imperceptible movimiento de ondulación. Inmediatamente se cubre de un suave plumón; luego, de largas plumas; su nariz se encorva y endurece: sus uñas se aprietan y retuercen; Pánfila está metamorfoseada en mochuelo. En tal figura, chilla en tono quejumbroso, y después de revolotear unos momentos al ras del suelo, para ensayarse, emprende el vuelo, se eleva y sale de la habitación como un rayo. [22] Así, pues, por la fuerza de su arte, acababa de sufrir una metamorfosis voluntaria. Cuanto a mí, que ningún encanto me había subyugado nunca, me dejó tan estupefacto lo que acababa de presenciar, que llegue a creer que yo no era Lucio. Quedeme con la boca abierta; mi admiración tenía algo de demencia; soñaba despierto, y frotándome varias veces los ojos, me aseguré de que aquello era real y verdadero. Cuando recobré el uso de razón tome la mano de Fotis, y estrujándola contra mis ojos, le dije: «Aprovechemos esta ocasión tan propicia, y concédeme una prueba incontrovertible y preciosa de tu afecto: dame un poco de aquella, pomada; ¡te lo suplico por mi puro amor! Te lo suplico por tu divina garganta, mi dulce bien; este inapreciable beneficio te entrega prisionero para siempre al más fiel de tus esclavos. Que pronto, gracias a ti, pueda yo, Cupido alado, revolotear alrededor de mi Venus.» «¡Mira tú qué guapo!, respondió Fotis. ¿Quieres tu, querido doncel, que yo misma vaya a poner el cuello en la horca? ¡Buen procedimiento para tenerte a salvaguardia de las mujeres tesálicas! Una vez pájaro, échale un galgo. ¡Si te he visto no me acuerdo! He aquí lo que pasaría. [23]—Guárdeme el cielo, repuse, de tan negra ingratitud: aunque yo pudiera, con el vuelo firme y atrevido del águila, recorrer toda la extensión de los cielos, encargado por el gran Júpiter de ser su fiel mensajero o repartir, gloriosamente, los truenos, mis nobles excursiones aéreas siempre darían fin viniendo a cobijarme en este delicioso nido. Sí; te lo juro por las trenzas de tu cabellera, encantadoras trenzas que encadenan mi existencia: nada amo tanto en el mundo como a mi Fotis. ¡Ah! ¡otra cosa! Cuando gracias a esta pomada habré tomado forma de pájaro, ¿cómo podré acercarme a ninguna habitación? ¿Vaya un galán para las damas, un mochuelo! ¡Hermoso para seducirlas! Triste pájaro de las tinieblas, si entra en alguna casa, el primero que lo pilla lo clava en cruz a la puerta, y con este cruel suplicio le vemos expiar las catástrores que presagia su presencia. Se me olvida preguntarte una cosa: ¿Qué hay que hacer para desprenderse del plumaje, y ser otra vez Lucio?—No te apures por eso, que mi ama me ha confiado todas las recetas que transforman, pasando de nuevo a la forma humana. Y no creaa que me haya enseñado esto por pura complacencia conmigo, no: es para, que, a su regreso, le pueda prestar saludable asistencia. Por lo demás, mira cuán modestas y corrientes son las plantas que obran tan admirable prodigio: sencillamente un poco de aneto que se mezcla con unas hojas de laurel y se echa en agua clara. Así le preparo un baño y una bebida.» 
[24] Y diciendo esto entró, no sin visible sobresalto, en la habitación, y sacó del cofrecito una caja, de que me apoderé con avidez y que cubrí de besos, dirigiéndole las más fervientes oraciones para que me procurase esta benéfica gracia de volar por los aires. Me desnudo rápidamente, hundo ávidamente las manos en la caja, y tomando la mayor cantidad de pomada que pude, fróteme todo el cuerpo. Balanceo en seguida mis dos brazos alternativamente e intento imitar los movimientos del pájaro. Plumazón, ni sombra: plumas, ni una. Pero los pelos de mi cuerpo se endurecieron como cerdas; mi piel convirtióse en el más recio cuero; en cada pie y en cada mano, cuyos dedos desaparecieron, formose un casco y al final del espinazo me apareció una larga cola; mi rostro se deforma: se dilata la boca, se ensancha la nariz, los labios se ponen colgantes y las orejas se yerguen y crecen de un modo fabuloso. Continuando tan triste metamorfosis, se alargan mis extremidades, quedando sin brazos con que abrazarme a Fotis. [25] Pronto comprendí claramente mi estado: no era yo un pájaro; era un asno. Trastornado por la mala jugada de Fotis, pero privado de voz y de humanas actitudes, no pude hacer otra cosa que entreabrir la boca, mirar al soslayo a mi dulce amada y dirigirle una muda súplica. Ella, al verme en tal estado, se arrancaba el pelo a puñados, desesperadamente. «¡Desgraciada de mí, exclamaba, estoy perdida! Con la turbación y la prisa me he equivocado y el parecido de ambas cajas me engañó. Pero, felizmente, el remedio es muy sencillo: en cuanto mastiques unas hojas de rosa perderás la forma asnal y serás nuevamente mi adorado Lucio. ¡Ah, qué lastima que para la feria. Quise, en medio de los grupos de aquellos griegos, invocar en mi lengua nativa el augusto nombre de César. Toda mi elocuencia se redujo a una O muy expresiva, sin poder pronunciar la palabrar César. Disgustados de mi desafinada voz empezaron los bandidos a zurrarme el pellejo, hasta que le dejaron inútil para una criba. Pero por ultimo el gran Júpiter me ofreció un inesperado medio de salvación. Al pasar a lo largo de unas lujosas casas, advertí un hermoso jardín en el cual, entre variadas y hermosas flores, se destacaban con su brillo virginal abundantes rosas salpicadas con las líquidas perlas de la aurora. Alentado por la esperanza del éxito corro gozosamente hacia ellas; sentía ya su frescura en la boca y mis labios iban a alcanzarlas, cuando una prudeute reflexión turbó mi espíritu. Abandonar mi forma asnal para renacer Lucio en medio de mis bandidos, era evidentemente buscar la muerte puesto que me creerían brujo y un espía que, podría denunciarles. Haciendo, pues, virtud de la necesidad, me abstuve, de tocar las rosas; pacientemente me conformé con mi desventura, y el pobre asno continuó comiendo cebada. CUARTO LIBRO 
[1] Era ya medio día, poco más o menos, y picaba el sol con sus más ardientes rayos, cuando hicimos alto en un pueblecillo donde tenían algunos amigos nuestros bandidos. Por lo menos así me lo figure por asno que fuese, al notar sus aaludos, su larga conversación y sus mutuos festejos. Sacaron de mi lomo diversos objetos que les regalaron y, según cuchichearon, creo que lea advertían que eran procedentes de un robo. Pronto estuvimos libres de nuestra carga y para que pudiéramos pacer libremente y a la ventura, nos llevaron a un cercano prado. Yo no me decidí a quedarme en compañía del otro asno y de mi caballo durante su comida: tanto más cuanto estaba yo muy poco acostumbrado a comer heno. Pero viendo detrás del establo un pequeño jardín, me dirigí a él resueltamente, pues el hambre me mataba, y aunque sólo hallé legumbres crudas me harté de ellas hasta reventar. Dirigiendo luego fervorosas súplicas a todas las divinidades del cielo, miré si en algún lado, en los jardines inmediatos, veía algún rosal en flor. Mi aislamiento me hacía confiar firmemente en que si hallaba tan preciosa medicina, podría, gracias a estar solo y a las malezas que me ocultaban, no ser visto de nadie mientras se verificaría mi cambio de animal cuadrúpedo en criatura humana. [2] Flotando en este mar de reflexiones vi un poco lejos, en un valle agradablemente sombrío, un espeso bosque, y, en mitad de él, entre diversas plantas que esmaltaban una encantadora alfombra de verdura, brillaban con vivo escarlata unas soberbias rosas. Ya me figuraba en mi imaginación (que no era completamente asnal) estar viendo el florido bosque de Venus y de las Gracias, bajo cuya misteriosa sombra desarrolla sus divinos destellos la flor de Cititerea. Invocando, pues, a la divinidad que preside los acontecimientos agradables, me tendí al galope, y, en verdad, ni yo mismo me conocía; mejor que un asno, parecía un corredor de las Olimpiadas. Pero por soberbio, por rápido que fuese este arranque, no debía modificar mi mala fortuna. ¡Dios mío! Al llegar a la meta no encontré estas rosas tiernas y delicadas, bañadas con precioso néctar y con lagrimas de una diosa, estas rosas que nacen entre adoradas espinas en los zarzales; ni encontré siquiera el delicioso valle que esperaba. Encontreme en una larga hilera de apretados árboles cuyo follaje es parecido al del laurel, y que producen una flor inodora, de cáliz alargado y color rojo pálido. Reconocí ser el árbol que el vulgo ha bautizado, a pesar de su falta de aroma, con el nombre de laurel-rosa y cuya flor es un veneno mortal. [3] En tan fatal coyuntura iba voluntariamente a devorar aquel rosal venenoso, acabando así mis sufrimientos. Pero al tiempo que (no muy presuroso) me acercaba a él para comer algunas fores, apareció un hombre, jardinero del cercado cuyas legumbres había devorado y se dirigió furioso hacia mí enarbolando un enorme palo. Me tomó por su cuenta y me molió. Por poco me mata: por fortuna, tuve el buen juicio de ayudarme a mí mismo y levantando los cuartos traseros le enderecé una serie de coces que le dejaron malparado y tendido en el borde del coto vecino. Y hecha esta hazaña apreté a correr. Pero una mujer, la suya creo yo, estaba en una altura cercana y al ver caer a su marido casi muerto corrió hacia mí gritando dolorosamente para excitar la compasión de los vecinos e interesarles incontinenti en mi muerte. En efecto, todos los ciudadanos atraídos por sus lamentos, van en busca de sus perros, les azuzan y caen sobre mí, por todos lados, dispuestos a descuartizarme. Imaginaba llegada ya mi última hora, viendo la espantosa jauría de enormes dogos, capaces de batirse con leones y osos, abalanzarse sobre mí furiosamente. Me acomodé a las circunstancias; dejé de huir, y, retrocediendo, entré en la cuadra donde me istalaron a la llegada. Los campesinos detuvieron, no sin trabajo, sus perros, me asieron, me ataron con una fuerte correa, a una argolla de la pared y empezaron a aporrearme. Allí hubiese yo acabado mis días, si mi estómago, alterado por los golpes y lleno de legumbres crudas, no hubiese hechó una violenta contracción, tan enérgica, que despedí como un cohete cierta materia que, salpicando a unos y alejando a otros con su poco agradable olor, no dejó terminar su operación a los apaleadores. 
[4] A la caída del sol los bandidos nos cardaron de nuevo, a mí especialmente, y nos sacaron de la cuadra. Hacía mucho rato que andábamos; yo no podía ya con mi carga ni con los palos que menudeaban sobre mi pellejo; tenía los cascos gastados, cojeaba y apenas podía sostenerme. Llegamos, por fin, a un riachuelo que serpenteaba suavemente, y encantado con tan feliz hallazgo, decidí tenderme en tierra cuan largo era. Determiné resueltamente no menearme, aunque me matasen a palos o a puñaladas. Realmente, débil como me hallaba y más muerto que vivo, me pareció lo más acertado despedirme de esta vida; discurrí que los bandidos se aburrirían de esperar y con la prisa de huir distribuirían mi carga, entre los otros dos animales, y dejarían el cuidado de vengarles cruelmente a los lobos y a las águilas, que harían presa en mí. [5] Pero tan hermoso proyecto fue deshecho por la implacable fortuna. El otro asno caló mis ideas y me tomó la delantera; simuló un cansancio imponderable y, dejándose caer con toda su impedimenta, se tendió como un muerto. Ni palos ni porrazos le convencieron a levantarse; llegaron a lograrlo asiéndole de la cola, orejas y piernas, pero el no quiso aguantarse en pie. Al fin, los bandidos, hartos de habérselas con un difunto, decidieron no retardar su huida, ni inquietarse por un asno muerto, tan muerto como 
[9] Uno de los últimamente llegados, le respondió: «¿Eres tú el único que ignora que las más imporantes casas son Las más fáciles de saltear? Tienen muchos criados, pero se preocupan más de salvar el pellejo que de los caudales del dueño. Pero ved lo que pasa en una casa de mediana condición, de pocas pretensiones. Ocultan muy cuidadosamente su dinero, a veces una considerable fortuna, y la defienden con entereza y la conservan con peligro de su vida. En fin, mi relato os lo probará. »Llegados apenas a Tebas, la de las siete puertas, indagamos escrupulosamente la fortuna de cada casa, preliminar indispensable en nuestra profesión. Supimos que un banquero, llamado Cryseros [Crísero] poseía cuantiosos caudales, y que por temor a los cargos públicos ocultaba cuidadosamente su excesiva opulencia; que vivía solo, retirado en una modesta casita, pequeña, pero bien fortificada; que era sucio y sólo vestía de harapos, velando incesantemente sus sacos de oro. Decidimos lanzarnos desde luego sobre él, contando que un solo hombre pronto estaría despachado y nos apoderaríamos fácilmente de sus riquezas. 
[10] Dicho y hecho: al obscurecer rondábamos ya su casa. Pero no creímos prudente atacarla todavía, ni abrirla violentamente, temiendo que el ruido de derribar la puerta alarmase el vecindario y nos jugaran una mala partida. Entonces, nuestro ilustre jefe Lamaco, sin consultar más que su arrojo, deslizó cautelosamente la mano por el agujero de la llave y procuró hacer saltar el cerrojo. Pero Cryseros, el más malvado y astuto de todos los bípedos, nos vigilaba hacia rato y seguía todos nuestros movimientos. Con paso quedo y sin chistar avanzó muy despacio, y con un largo clavo atravesó la mano de nuestro camarada hundiéndolo luego fuertemente en el madero de la puerta. En seguida, dejándole ensartado como un estornino, subióse a la azotea de su tugurio y empezó a gritar con todas sus fuerzas, pidiendo socorro a los vecinos, llamando por su nombre a cada uno, diciendo que se trataba de la salvación de todos y pregonando que ardía su casa. Así alarmó a todo el mundo y todos corrieron a atajar el peligro que les amenazaba. [11] Henos aquí entre dos alternativas igualmente peligrosas: ¿nos dejábamos prender?, ¿abandonábamos a nuestro compañero? La coyuntura nos inspiró un remedio heroico que fue aprobado por nuestro bravo capitán. En el punto donde el brazo se une al hombro, le practicamos la amputación del miembro prisionero y lo dejamos abandonado; cubrimos la herida con lienzo, para que la sangre que chorreaba no descubriera nuestra pista y huimos llevándonos lo que quedaba de Lamaco. »Corríamos gran peligro; en todo el barrio se había producido un espantoso tumulto; nos iban a prender. Aterrorizados, solo pensábamos en huir, y él, no pudiendo seguir nuestra carrera, se rezagaba peligrosamente. ¡Cuánta sublimidad de espíritu y que indomable energía desplegó! Nos conjuraba por el brazo derecho del dios Marte, por la fe del juramento, a que librásemos a un hermano de armas como él de las torturas del cautiverio. Un bandido de corazón heroico, decía, no puede sobrevivir a la perdida del brazo con que ejercía el saqueo y el asesinato. Seré muy feliz si puedo morir herido por un camarada. Y como a pesar de sus excitaciones nadie tenía valor para cometer este parricidio voluntario, tomó su sable con la mano que le quedaba y, después de besarlo repetidamente, lo hundió con todas sus fuercas en mitad de su pecho. Entonces, llenos de veneración por el heroísmo de nuestro comandante, envolvimos cuidadosamente su cadáver en un lienzo y confiamos su custodia a los abismos del mar. [12] Y en este inmenso piélago flota insepulto nuestro querido Lamaco. Por lo menos, este héroe tuvo un final digno de sus muchas virtudes. »Pero, Alcimo, a pesar de su exquisita prudencia, no pudo librarse de los rigores de la fortuna. Asaltó la mala barraca de una vieja, mientras dormía, y escaló su habitación. En lagar de deshacerse de ella estrangulándola, empezó echando a la calle, donde los esperabamos, todos los muebles, hasta dejar la casa desmantelada. NO queriendo abandonar ni la mala cama donde dormía la vieja, tirola al suelo, y cogió la manta para echarla abajo: pero la maldita vieja se echa a sus pies llorando:—Hijo mío, sollozaba, ¿por qué quitas los harapos a esta pobre vieja, para darlos a los ricos vecinos de enfrente? Engañado por esta advertencia, que era una hábil estratagema, Alcimo creyó ser verdad y temió que lo que había arrojado abajo y lo que iba a soltar todavía, fuera a parar a la casa de enfrente y no a manos de sus compañeros. Subiose a la ventana para examinar con atención la casa vecina, escudriñando, de paso, si era a propósito para un saqueo en regla. Así, pues, sin precaución alguna, se abalanzó para poder ver bien, y entonces, la malvada vieja, aprovechó aquel momento en que guardaba un difícil equilibrio y sólo pensaba en tomar vistas. Diole un empujón que, si no muy vigoroso, era imprevisto, y le hizo dar un salto mortal, cabeza abajo. Notad que la altura era considerable, y que fue a dar contra una enorme piedra que había junto a la casa. Se deslomó y se rompió no sé cuántas costillas, echaba sangre por la boca, y murió sin tener tiempo de sufrir mucho: vivió lo estrictamente necesario para relatarnos, con apagada voz, el mal paso que había dado. Seguimos, para su sepelio, el mismo procedimiento que para el anterior, y enviamos a nuestro camarada a hacer digna compañía a Lamaco. [13] »Castigados con esta doble pérdida, renunciamos a nuestras empresas en Febas [Tebas] y nos trasladamos a la ciudad próxima, Platea. Pronto llegó a nosotros la noticia de que un personaje muy conocido, llamado Demócaro, iba a presentar una lucha de gladiadores. Era un hombre de gran categoría, por su nacimiento y por su fortuna; su liberalidad era extremada, y organizaba espectáculos públicos, con un esplendor digno de sus riquezas. ¿Qué genio, que elocuencia podría reproducir con adecuadas palabras los distintos cuadros que ofrecían los numerosos preparativos? Aquí, gladiadores famosos por su fuerte brazo; allá, cazadores de extraordinaria ligereza; más allá, culpables que iban a morir, sirviendo de pasto a las fieras. Había también una máquina, sostenida en su pivote, con tornos de madera artísticamente labrados: especie de casa rotativa, adornada con alegres pinturas y con cómodas habitaciones para presenciar el espectáculo de la caza. Además, ¡cuántas y cuan variadas bestias! Porque, Demócaro había llegado al punto de mandarse enviar del extranjero estos nobles animales, destinados a devorar los reos. »Pero el atractivo principal de esta magnífica representación, eran los enormes osos, que con grandes dispendios, se había procurado. Eran en número considerable, pues además de los que había cogido él en sus cacerías, había adquirido algunos por fuertes sumas, y todavía sus amigos le habían regalado otros semiabiertos. Era la morada de los difuntos, que eran ya polvo y ceniza. Abrimos buen número de estos sarcófagos para inventariar nuestro futuro botín. Luego, con arreglo a la táctica de nuestra gente, esperamos la oportunidad de una noche sin luna. En el instante en que el sueño se apodera del hombre, y en que su primera influencia sorprende y cautiva fuertemente su espíritu, nuestra cuadrilla, armada de puñales, estaba ya a la puerta de Demócaro, con la exactitud de un compromiso. Por su parte, Trasileo, aprovechando con inteligencia el instante más propicio a los bandidos, salió de su jaula. En un abrir y cerrar de ojos cose a puñaladas <a> todos los guardianes que estaban dormitando; despacha en seguida al portero y toma las llaves. Abre la puerta, entramos a escape, y henos ya dentro de la casa. Nos indica un granero, en donde había visto depositar, la víspera, muchas joyas. Forzamos la puerta del granero y ordeno a cada compañero apoderarse de todo el oro y plata que se pueda e ir a ocultarlo inmediatamente en el cementerio, y volver, sin perder tiempo, a cargar de nuevo.—Para salvaguardia de todos, les dije, yo permaneceré solo frente a la puerta de la casa, y mientras vais y volvéis, vigilaré, como buen centinela, lo que ocurra. Yo contaba con mi oso, que debía pasear la figura por todos los rincones para hacer morir de miedo a cuantos, por casualidad, estuvieran despiertos. En efecto, ¿qué hombre hubiese tenido suficiente valor e intrepidez para no emprender la fuga, y encerrarse en su habitación con siete llaves, aterrorizado, viéndose, de noche, frente a un monstruo de esta talla? [19] Todo estaba, pues, dispuesto conforme a las reglas de la más saludable prudencia. Pero sobrevino un incidente que nos aburrió. Mientras yo, oído alerta, esperaba la vuelta de mis compañeros, avanzó suavemente un pequeño criado que algún demonio había despertado sin necesidad. Cuando vio que el oso iba y venía tranquilamente por todas las habitaciones, volviose atrás sin hacer ruido y previno a toda la gente de la casa de lo que pasaba. Pronto se reunieron, todos los criados, en gran número; llenaban toda la casa. Antorchas, linternas, bujías, cirios y otras luces, brillaban en las tinieblas de la noche. Todo este tropel de gente iba armado; iban con garrotes, chuzos, espadas y otras armas, y guardaban los corredores y pasos principales. Ayudábanles también perros de presa; allí estaban, olfateando, con el pelo enhiesto, y los otros les azuzaban para disponerlos a embestirnos. 
[20] »Entonces, suavemente, mientras el tumulto sigue en aumento, toco retirada y me escurro de la casa. Pero, oculto detrás de la puerta, vi perfectamente la resistencia maravillosa que Trasileo oponía al ataque. En efecto, a pesar de estar mal herido, el cuidado de su gloria y el de nuestros intereses, el recuerdo de su antiguo valor, le daban fuerzas para resistir al Cerbero y sus amenazadoras fauces. Sosteniendo hasta morir el papel de que se había voluntariamente encardado, tan pronto retrocedía como alargaba la cabeza; y gracias a sus maniobras y a sus variadas evoluciones pudo, al fin, escapar de la casa. Pero no bastaba encontrarse libre y en la calle: era preciso huir. Imposible. En la primera encrucijada todos los mastines del barrio se juntan con los demás de la casa, que salieron en su persecución, y no le fue posible pasar. ¡Qué funesto y deplorable espectáculo fue para mí ver a nuestro pobre Trasileo sitiado, bloqueado por esta furiosa jauría, que le despedazaba a mordiscos! »Finalmente, pude dominar ya mi vivo dolor, y me mezclo con los grupos que se habían formado. Y como único medio de salvar a mi compañero, sin dar a sospechar nada, me dirigí a los que capitaneaban el alboroto, diciendo:— ¡Qué lástima! ¡Qué tremenda desgracia! ¡Aquí estamos echando a perder un hermoso animal, una bestia rara. [21] Pero de ningún alivio sirvieron a mi pobre camarada todos los recursos de mi oratoria. Un vigoroso mocetón sale disparado de su casa, y con la rapidez del rayo le hunde un cuchillo en mitad del pecho. Imítanle otros; pronto la muchedumbre, perdiendo el miedo, cae sobre él y le agujerea por todos lados. Era preciso que el intrépido Trasileo, gloria de nuestra época, terminara su existencia, digna de la inmortalidad. Pero murió sin que el sufrimiento le arrancara un solo grito, ni un chillido, que pudiese hacer traición al juramento hecho. Los mordiscos le habían descuartizado, estaba agujereado como una criba y persistía en gruñir imitando al oso. ¡Con qué heroísmo soportó su desgracia! ¡Qué inmarcesible gloria conquistó al entregar su vida al destino! »Y, no obstante, era tal el terror y el miedo que se había apoderado de aquella gente, que al salir el sol, ¿qué digo?, al medio día, nadie se había atrevido a tocar con la punta del dedo aquel animal, allí tendido sin vida. »Finalmente, después de mucha incertidumbre y temores, un carnicero, más atrevido que los demás, abrió el vientre del oso y arrancó la piel a la heroica fiera. He aquí cómo perdimos a Trasileo; pero su gloria no morirá jamás. Nos apresuramos a recoger el botín que los muertos nos habían guardado con mucha discreción, y abandonamos pronto el territorio de los plateos, repitiendo frecuentemente esta sabia reflexión; no hay que extrañar que la honradez haya desaparecido de este mundo, porque despreciando nuestra depravación se ha retirado, hace tiempo, a los infiernos y a los cementerios. El peso de nuestros paquetes y la fatiga, del viaje nos ha puesto en grave aprieto, tres compañeros faltan a la lista; he aquí el botín que traemos.» [22] Terminada esta relación, tomaron copas de oro y con vino generoso hicieron libaciones a la memoria de sus difuntos camaradas. Entonaron luego un himno en honor del dios Marte, y en seguida se durmieron todos. Cuanto a nosotros, la vieja nos repartió cebada fresca a discreción. Para mi caballo fue esta pitanza una verdadera comida de sacerdote salio. Y toda la cebada fue para él, porque, aunque al principio comí un poco de ella, bien machacada y hervida a fuego lento, en cuanto vi en un rincón unos mendrugos, que dejaron abandonados los de la cuadrilla, los devore ávidamente; hacía un siglo que no había comido, y creo que ya se ponían telarañas en mi paladar. A media noche se levantaron los ladrones y se prepararon a salir. Vestidos con distintos atavíos, armados unos hasta los dientes, disfrazados otros de fantasmas, desaparecieron pronto. Yo continué mascando a mas y mejor, sin que el sueño lograra vencerme, ni flaquear siquiera, y aunque antiguamente, cuando era Lucio, con uno o dos panes tenía bastante, ahora eran tales las necesidades de mi estómago y su vasta capacidad, que me estaba entreteniendo con la tercera gavilla, cuando me causó gran sorpresa ver apuntar la luz del nuevo día. [23] Finalmente, con el instinto de la propia conveniencia, que tanto caracteriza a los asnos, dejé esta ocupación, con mucho sentimiento, por cierto, para ir a apagar mi sed en el vecino arroyo. No tardaron en volver los brazos y el regazo de mi madre. Así fue interrumpida nuestra boda. Como la de Protesilao o la de la hija de Athrax. [---] 
[27] »Pero el funesto sueño que acabo de sufrir ha renovado en mí aquellas emociones y ha llevado al colmo mis desdichas. Me ha parecido que me arrancaban violentamente de mi casa paterna, de mi habitación, de mi misma cama, para llevarme a un inmenso desierto. Imploré el nombre de mi infortunado esposo, y él, viéndose privado de mis abrazos, cubierto aún de perfumes y coronado de flores, fue siguiendo mis huellas, mientras yo huía involuntariamente. Gritaba con furia y desesperado, al ver que le robaban su bella mitad; pedía al pueblo que le auxiliara. Pero uno de los ladrones, harto de ver que tenazmente nos perseguía, levantó una enorme piedra, y arrojándola al infeliz, asesinó a mi amado... Esta aterradora visión me ha despertado, con espanto, de mi funesto letargo.» Entonces, la vieja, correspondiendo a sus lágrimas con suspiros, respondió: «Tranquilízate, hija mía, y no te apures por las vanas ilusiones de un sueño, porque no sólo las imágenes que traza el sueño, de lo real, son falsas, sino que además las visiones anuncian a menudo lo contrario de lo que en sí representan. Así, el llanto, el castigo y aun a veces el asesinato, son presagio de felices sucesos. Por el contrario, la risa, llenarse la tripa de dulce o saborear los placeres de Venus, indican un pesar, una enfermedad u otra aflicción por el estilo. Pero yo sé cuentos muy interesantes; leyendas de mi infancia. Voy a contarte una que te distraerá mucho.» Y comenzó así: 
[28] «Éranse, en cierto país, cuyo nombre no recuerdo, un rey y una reina que tenían tres hijas, las tres muy hermosas. Pero por encantadoras que fuesen las dos mayores era todavía posible hallar en el idioma de los mortales fórmulas de elogio adecuadas al valor de su encanto; mientras que la menor era de una perfección tan rara, tan maravillosa, que no hay palabra alguna para expresarlo dignamente. Los habitantes del país, y aun los del extranjero, acudían a su palacio en considerable número, atraídos por la fama de tanto prodigio, y al contemplar su incomparable hermosura, quedaban confusos admirándola. Llevábanse la diestra mano a los labios, y con el índice atravesado sobre el pulgar se arrodillaban a sus pies para adorarla con religioso respeto, exactamente como si fuese la propia Venus. »Extendiose la fama, en las ciudades inmediatas y comarcas de alrededor, de que la diosa salida del seno azulado del mar entre el rocío de las espumosas olas, se dignaba poner a la vista de los mortales su poder, o que, por lo menos, a consecuencia de la influencia creadora de los astros, la tierra, en competencia con el líquido elemento, había engendrado otra Venus con su flor de virginidad. [29] Esta creencia fue extendiéndose rápidamente. De las islas inmediatas corrió esta voz a otros países y por fin extendiose por el mundo entero. De todas partes llegaban, después de largos viajes y dilatadas travesías por mar, innumerables personas ávidas de contemplar esta gloriosa maravilla. No iban ya las gentes a Gnido, ni a Paphos; no desembarcaban ya en Citerea para contemplar a la diosa. Suspendiéronse sus sacrificios, cerráronse los templos, fueron hollados los almohadones, abandonadas sus ceremonias. Nadie coronaba ya sus estatuas, y sus solitarios altares fueron deshonrados con una fría ceniza. A la hermosa niña dirigen ahora sus oraciones; bajo forma humana adoran hoy a la incomparable diosa, y al amanecer el día se ofrecen víctimas y festines a <---> Venus, se invoca su nombre. Y, sin embargo, ella no es Venus. Cuando aparece en la calle, el pueblo, a porfía, le ofrece guirnaldas, arroja flores a su paso, le dirige invocaciones. Al ver que los honores propios de los dioses eran vendidos tan extremadamente a una simple mortal, la verdadera Venus ardió en despecho. No pudo contener su indignación y moviendo la cabeza con estremecimientos de concentrada cólera, dijo para sí: [30] —¿Quien, yo? ¡Yo, Venus, espíritu superior de la naturaleza, origen y germen de todos los elementos, yo, que fecundo el universo entero; yo, compartir con una muchacha los honores debidos a mi suprema categoría! ¡Así he de ser considerada! ¡Mi nombre, sagrado en el cielo, ha de ser profanado y hollado en la tierra! ¡Así, pues, los homenajes que se ofrecían a mi divinidad, he de compartirlos con otra! ¡Ver a los hombres dudando si es a ella o a Venus que deben adorar! ¿Y quien me representa a mí entre los mortales? ¿Una criatura de limitada vida? ¡Será inútil que el famoso pastor, cuya justa y sabia sentencia confirmó Júpiter, me prefiriese a las otras dos diosas, por mis invencibles encantos? ¡No; este triunfo no será dudoso! ¡Que tiemble, quienquiera que sea, que usurpe mis honores! ¡Venus hará que se arrepienta de su insolente hermosura! »Llamó en seguida a su hijo, al niño alado cuya audacia y perversidad desafía la moral pública, y que armado de arco y flechas recorre, durante la noche, las casas forasteras, poniendo disgusto entre esposos, cometiendo impunemente los más graves desórdenes y no haciendo jamás una acción laudable. A pesar de que él, por su malicia innata, se inclina siempre al mal, todavía su madre le excita con palabras. Condújole a la ciudad en cuestión y presentó a sus ojos a Psiquis [---] (nombre de la joven doncella). [31] Explícale cómo la belleza de esta muchacha rivaliza con la suya y las hablillas a que da lugar. Su indignación estalla en gemidos de despecho. »—Hijo mío, le decía, en nombre de la ternura que te une a mí, por las dulces heridas de tus flechas, por las sagradas llamas con que haces arder deliciosamente los corazones, venga a tu madre; pero, véngala plenamente y, como hijo obediente y respetuoso, castiga esta rebelde<< belleza. Por encima de todo, te dirijo una súplica, dígnate cumplirla: que esta niña se inflame, en la más violenta pasión, para el último de los hombres, para un infeliz condenado por la fortuna a no tener posición social, ni patrimonio, ni vida tranquila; es decir, para un ser tan innoble, que no haya otro más miserable, ni tanto, en el mundo entero. »Así dijo, y con los labios entreabiertos, prodigó a su hijo largos y fervientes besos. Luego, dirigiendose a la ribera que el mar baña con sus ondas y besando con sus rosados pies la húmeda superficie de las onduladas olas, sentose, y su carro avanzó majestuosamente por el azulado cristal del profundo Océano. »Al primer deseo que pasa por su mente, las divinidades del mar se apresuran a rodearla con sus homenajes, como si alguien se lo hubiese previamente mandado. Las nereidas, cantando en coro; Portuna, con su erizada azul barba; Salacia dejando caer abundantes peces de los pliegues de su vestidura; el pequeño Palemon, montado en un delfín; los tritones, que saltan entre las olas... Uno, arranca melodiosos acordes de su sonora concha; otro, con una tela de seda, le protege de los ardores del importuno sol; otro sostiene un espejo frente a los ojos de la diosa; otros »Psiquis, temblando de espanto en la cumbre de la montaña, lloraba a mares. De pronto, el delicado hálito de Céfiro agita amorosamente los aires y hace ondular las vestiduras de Psiquis, hinchando suavemente sus pliegues. Levantada sin violencia, siente Psiquis que una dulce brisa la arrastra suavemente. Resbala por una pendiente insensible hacia un profundo valle que está bajo sus pies, hasta hallarse muellemente recostada en mitad del césped esmaltado de flores. LIBRO QUINTO 
[1] »Tendida sobre el tupido y fresco césped, Psiquis se sobrepuso a su profunda turbación y se entregó a un dulce descanso. Reanimada por un sueño reparador, se levantó con sosegado espíritu. Descubrió un bosque cubierto de altos y copudos árboles y en mitad de él una fuente de cristalinas aguas. En la ribera que sus aguas bañan se levanta un admirable palacio, no construido por mortales manos, sino con arte propiamente divino. Al ver su entrada, no cabía duda de que era la mansión de alguna divinidad, tanto era su esplendor y magnificencia. En efecto, el artesonado, esculpido artísticamente en marfil y naranjo, es sostenido por columnas de oro. Los muros están revestidos de bajo-relieves de plata, que representan fieras y otras suertes de animales. Esto es lo que aparece al visitante al llegar al umbral del palacio. Fue necesario un mortal de maravilloso talento, ¿qué digo?, fue preciso un semidiós, o mejor, una divinidad, para extremar de tal modo tan espléndida labor y para colocar, comunicándoles vida, tantos animales salvajes sobre tan gran superficie de plata. El piso es un mosaico de piedras preciosas, divididas en infinitos trozos y decoradas con mil colores. ¡Qué placer tan exquisito, qué suprema felicidad hollar perlas y diamantes! El resto de este inmenso y vasto edificio es, igualmente, de incalculable valor. Los muros, revestidos de oro macizo, brillan con el reflejo que le es propio; puede afirmarse que si el sol le rehusaba su luz, el mismo palacio proveería a tal necesidad; tan deslumbradora luz despiden todos los de partamentos, galerías, puertas... Todo lo demás es de una riqueza que responde a la magnificencia del edificio; se diría que el propio Júpiter mandó construir este divino palacio, para habitar entre los mortales. [2] »Incitada por el encanto de tan hermoso paraje, acercose Psiquis poco a poco, hasta que, con paso atrevido, franqueó el umbral, y cediendo al atractivo de tanta maravilla, recorre con ojos admirados toda la mansión. En los pisos altos ve galerías de perfecta arquitectura, conteniendo considerables tesoros. Lo que no se halla allí es inútil buscarlo en parte alguna. Pero mas que tan admirables riquezas sorprendía todavía en mayor grado un hecho extraordinario; ni cadenas, ni barreras, ni guardias protegían tanto tesoro. Mientras se entrega con placer infinito a esta contemplación, una voz, salida de invisible criatura, hirió sus oídos:—¿Por qué, soberana mía, os maravilláis de tanta opulencia? Todo lo que contempláis, vuestro es. Entrad, pues, en estas habitaciones, descansad en una de estas camas de vuestra fatiga y se os servirá el baño, cuando lo ordenéis. Nosotros, cuya voz oís, somos consagrados a vuestro servicio; cumpliremos escrupulosamente vuestros mandatos, y terminados los cuidados que vuestra persona demanda, estará preparado el regio festín que se os destina. [3] »Psiquis reconoció la bienhechora influencia de alguna divinidad protectora, y, siguiendo los invisibles consejos, descansó un rato y entró luego en el baño, desapareciendo completamente sus fatigas. Vio, de pronto, junto a ella, una mesa semicircular, y juzgando que era una comida preparada para confortar sus fuerzas, sentose a ella. Vinos deliciosos como néctar, platos variados y abundantes manjares, se presentaron a sus manos, sin que apareciera figura humana, alguna: como traidos por un hálito oculto. En efecto; ella no veía a nadie; sólo oía palabras que se perdían en el aire, y la servían intangibles voces. Después de la excelente comida, entró un músico invisible que cantó; otro tocó la lira. Y no se veía el instrumento ni el artista. Luego, hizó vibrar sus oídos un coro, ejecutado por gran numero de voces; y aunque no se veía ninguna criatura humana, era evidente que existía un coro. [4] Terminados estos obsequios, y viendo que se acercaba la noche, se retiró a descansar. »Entrada ya la noche, sobresaltola un ligero miedo. Temblando por su virginidad en medio de tal aislamiento, sintió miedo y espanto. Y más que las desgracias que pueden afligirla, la turba el desnudarse. Estaba ya allí su desconocido esposo; había entrado ya en la cama, y haciendo de Psiquis su esposa, se retiró precipitadamente antes de despuntar la aurora. Un instante después, las voces, que esperaban tras la puerta de la habitación, prodigaron sus cuidados a la joven esposa, cuya virginidad acababa de sucumbir. Y así continuó largo tiempo su vida. Por efecto natural de la costumbre, esta existencia se le hizo placentera, y los acentos de las misteriosas voces la consolaban en su abandono. »Y entretanto sus padres envejecían en el pesar, sin que nada amenguase sus dolores. Extenderé [---¿diose?]la noticia de la aventura de Psiquis hasta llegar a oídos de sus dos hermanas, y al punto, tristes y afligidas, abandonaron sus cosas y se apresuraron a la de sus padres para consolarles. [5] Esta misma noche, habló el esposo a Psiquis, con estas palabras (porque, aunque invisible, no dejaba de tocarla y de oírla): Psiquis, mi dulce amiga, mi adorada compañera; la despiadada fortuna te amenaza con pavoroso peligro; y te aconsejo que tomes todas las precauciones imaginables para esquivar su golpe. Tus hermanas, desesperadas con la idea de tu muerte, están ya en busca de tus huellas, y pronto llegarán a estas montañas. Si por casualidad oyes sus lamentos, nada respondas, no te atrevas tan sólo a mirarlas. Del contrario, me afligirías con una gran pena, y tú sufrirías las más rigorosas desgracias. Psiquis oyó la recomendación, prometiendo seguir la voluntad de su marido. Pero una vez desapareció el esposo, pasose todo el día gimiendo y repitiendo tristemente que ahora, más que nunca, llegaba su perdición: ¡Cómo! vivir encerrada, enclaustrada en esta cárcel! ¡Qué le importan riquezas y agasajos, si se veía privada del trato con los demás mortales! ¡No poder ofrecer tranquilizadores consuelos a sus propias hermanas, que tanto por ella se afigían! ¡Si ni un instante podía verlas! Rehusó aquel día la comida, el baño, todo lo que podía comunicarle fuerzas, y derramando copioso llanto se retiró a la cama. [6] »Al poco rato llegó su esposo, algo más temprano que de ordinario; púsose a su lado, y abrazándola, llorosa todavía, la riño con estas destierro. Por el contrario, esta chiquilla, último fruto de una fecundidad que ella agostó, vive en la mayor opulencia! ¡Hela aquí esposa de un dios, cuando ni siquiera sirve para aprovecharse convenientemente de tan abundantes bienes! ¿Has visto, hermana mía, cuántas cosas preciosas encierra aquel palacio? ¿Cuántos adornos, cuántos deslumbrantes vestidos?, ¿qué refulgente pedrería? ¿Y por fin, cuánto oro no pisas a cada instante? Si además, como afirma, posee un marido tan bello como todo eso, no hay en el mundo criatura más feliz. Si el tiempo fortifica el amor de su marido es capaz de convertirla, un día, en diosa. No lo dudes, así será: su aire y su modo de andar lo indican claro. Ya su mirada se dirige siempre al cielo y se presiente la diosa en la mujer que es obedecida por espíritus invisibles y tiene poder sobre los vientos. ¡Yo, por el contrario, cuan desgraciada soy! En primer lugar el esposo que me guardó el destino es más viejo que mi padre: luego es más calvo que una calabaza; más pequeño que una garrapata y más déspota que un tirano. [10] »—Yo, replicó la otra, tengo entre mis brazos un marido que está hecho pupa, inutilizado por la gota y que por este motivo casi nunca me rinde sus encantos. Paso casi todo el día, frotando sus dedos rígidos y duros como una piedra; empleo mis delicadas manos en preparar mal olientes lociones, tocando asquerosos lienzos y fétidas cataplasmas. No desempeño a su lado el papel de esposa, sino el de hermana de la Caridad. A ti toca discurrir hasta cuándo debemos aguantar pacientemente nuestra esclavitud: en cuanto a mi no puedo soportar más que tanta prosperidad haya ido a parar a tan indignas manos. Recuerda, en efecto, con cuánto orgullo y arrogancia nos trató. La misma solicitud que puso en hacernos contemplar tan impertinentes maravillas, indica cómo se ha apoderado la vanidad de su corazón. ¿Y tantas riquezas como nos ha arrojado? Una miseria a regañadientes. Pronto se ha cansado de nuestra presencia y nos ha hecho desaparecer: ha sido un soplo, un silbido. O dejo de ser mujer, o pierdo la vida en el empeño, o yo la he de precipitar de tan alta fortuna: y si a ti te duele, como es de suponer, la afrenta que nos ha inferido, discurriremos entre las dos el procedimiento más enérgico. Ante todo, conviene no enseñar a nuestros padres, ni a nadie, los regalos que traemos, y hay que hacer creer, luego, que no hemos podido averiguar si está viva o muerta. Bastante hay con que hayamos debido presenciar nosotras cosas tan humillantes; no hay necesidad de enterar a nuestra familia ni a nadie de la pompa que la rodea. El oro y los tesoros no dan felicidad alguna si nadie lo sabe. ¡Ah! ya irás sabiendo, buena pieza, que nosotras somos tus hermanas mayores y no tus esclavas. Por de pronto, volvamos a nuestros maridos: regresemos a nuestros modestos, humildes penates, y cuando tengamos maduramente discutido el plan, iremos otra vez bien prevenidas a castigar tanto orgullo. [11] »Un proyecto de depravación debía ser del agrado de tan ruines criaturas. Ocultan los valiosos regalos que les hizo Psiquis y mesándose los pelos y arañándose el rostro (que lo merecían bien, por cierto) empezaron nuevamente sus lamentos, pura ficción. Y cuando hubieron renovado toda la desesperación de sus padres, les abandonaron bruscamente. Ardiendo en despecho hasta la locura, regresan a sus casas y empiezan a discurrir contra su inocente hermana los más malvados proyectos; un verdadero fratricidio. 
»Entretanto, Psiquis recibe nuevas instrucciones de su misterioso marido en sus conversaciones nocturnas: —No percibes, a lo lejos, los peligros que dispone la Fortuna contra ti. Toma con antelaeión grandes precauciones, porque intenta atacarte duramente. Pérfidas Furias despliegan increíbles esfuerzos para arrastrarte hacia sus criminales designios. Lo que más les preocupa es llegar a descubrir mi rostro: pero ya te lo dije antes: si lo ves una sola vez, ya nunca más lo verás. Así, pues, si estas detestables hembras vienen aquí con malévola intención (y yo sé que vendrán) evita todo trato con ellas. Si tu ingenua candidez y tu sensibilidad te impiden rehusarlo, prométeme, al menos, que nada, querrás oír ni nada responderás concerniente a tu marido. Porque nuestra familia va a aumentarse, y este seno, que es todavía el de una niña, nos anuncia otro, destinado a ser un dios si conservas ocultos nuestros secretos: un simple mortal si lo profanas. [12] »A esta noticia iluminose de alegría el semblante de Psiquis. Llenola de gozo la esperanza de dar a luz a un ser divino; estremecíase de orgullo pensando en su futuro infante y en el glorioso nombre de madre: contaba con ansiedad los días que faltaban, los meses pasados. Sintió nuevas sensaciones; le sorprendió el desarrollo de su seno y que, a consecuencia de una pequeña punzada, se desarrollase su vientre de tal modo. Mas ya la pestilente pareja, las dos abominables Furias, navegan con homicida rapidez, impacientes y tragando bilis. Todavía el nocturno marido de Psiquis le dio otra advertencia:—He aquí el ultimo día, le dijo: llega el momento decisivo. La doble enemistad del sexo y de la sangre ha encendido la guerra; está ya levantado el campamento; el ejército entra en batalla; la trompa guerrera da la señal, y, espada en mano, tus hermanas vienen a asesinarte. ¡Cuántas desgracias nos amenazan, Psiquis, oh, mi dulce Psiquis! Apiádate de tu destino y del mío, persiste religiosamente en tu discreción si quieres salvar esta casa, tu marido, tú misma y nuestro inocente primogénito, del furibundo desastre que nos amenaza. Estas criminales mujeres, cuyo odio contra ti les ha inspirado proyectos homicidas, hollan con sus pies los lazos de la sangre. No te es ya permitido llamarlas humanas. Guárdate de verlas y de oírlas cuando desde lo alto de estas rocas, como sirenas, harán resonar estas montañas con sus funestos acentos. [13] »Respondiole Psiquis con la voz entrecortada por lágrimas y suspiros.—Tiempo ha tienes recibidas de mí pruebas innegables de mi fidelidad y mi discreción; en estas nuevas circunstancias te probaré otra vez que sé sostener una firme resolución. Ordena solamente a Céfiro que cumpla su misión, y para compensar la prohibición que sobre mí pesa, de contemplar tu divina imagen, permíteme, a lo menos, la presencia de mis hermanas. Te lo suplico por los flotantes y perfumados rizos de tus cabellos, por tus tiernas mejillas, tan delicadas y parecidas a las mías, por tu pecho que arde en no sé qué desconocida llama. Por la inmensa pasión con que deseo conocer los rasgos de tu semblante en el infante que llevo en mis entrañas, te suplico que te dejes vencer por mis fervientes súplicas. Concédeme el placer de abrazar a mis hermanas, y reanima con esta alegría el corazón de Psiquis, que te es caro y sólo vive para ti. No, jamás intentaré descubrir tu rostro; ya no son obscuras para mí las tinieblas de la noche; te poseo, luz de mi vida.» complacencias y halagos; el día en que llegará a término tu embarazo, te devorará con tu delicado hijo. Ahora, a ti te toca discurrir: ver si te conviene creer a tus hermanas, que tiemblan por tu adorada existencia, escapar de la muerte y vivir entre nosotras sin temor a peligro alguno, o si prefieres tener por sepultura las entrañas del despiadado monstruo. Y si te place el aislamiento de esta comarca, sin otra compañía que espíritus, entre clandestinos amores, con envenenadas y peligrosas noches, con los abrazos de un ponzoñoso reptil, nosotras, cuando menos, habremos cumplido con nuestro deber de cariñosas hermanas. »Ingenua y sensible, sintió la pobre muchacha, con tan aterradora revelación, alterarse profundamente su corazón. De tal modo se conturba su ánimo, que ya fuera de sí, olvidó las advertencias de su esposo y las promesas que le hizo, precipitándose así en el más profundo abismo de infortunios. Trémula, pálida y casi sin sentidos, murmuró con apagada voz estas entrecortadas palabras: [19] —Sí, sois mis tiernas hermanas y permanecéis fieles a las leyes que os impone esta ternura. ¡Dios mío! Los que afirman tales horrores tal vez no han inventado ninguna leyenda. Porque jamas he visto el rostro de mi esposo; ignoro cuál es su patria. Sólo oigo su voz por las noches. Me oculta su condición, y antes de llegar el alba desaparece. He aquí mi triste destino, y cuando decís que es un monstruo, tenéis razón; así lo creo también. Tiene singular empeño en que no descubra su rostro y me amenaza con las mayores desgracias si tengo la curiosidad de intentarlo. Ahora, si podéis socorrer y salvar a vuestra pobre hermana de este peligro, venid en mi auxilio, porque si la negligencia sigue a la previsión, quedan destruidos los beneficios que esta última prometía. Rendida con tanta facilidad la plaza, y viendo en descubierto el alma de su hermana, las infames mujeres renunciaron a poner en juego los secretos resortes que habían imaginado en la obscuridad, y, espada en mano, francamente, se apoderan de su espíritu, tan sencillo como turbado, para consumar su crimen. [20] Una de ellas dice:—Los lazos de la sangre nos obligan a no considerar ningún peligro cuando se trata de tu bienestar. No conocemos más que un medio de salvación; largo tiempo lo hemos reflexionado: helo aqui: toma un puñal bien afilado, afina todavía su filo pasándolo suavemente por la palma de la mano, y ocúltalo secretamente en tu cama, en el sitio exacto donde tú te acuestas. Procúrate una lámpara, llenada completamente de aceite para que brille con luz viva, y colócala detrás de la cortina que os cubre. Estos preparativos debes hacerlos en el mayor misterio. Cuando él haya entrado y, tendido en la cama, disfrute las dulzuras del primer sueño, que reconoceráás en su respiración profunda, salta tú del lecho: descalza y de puntillas, muy quedamente, despacio, saca la lámpara del obscuro rincón en que la habrás dejado y aprovecha las índicaciones que te dará su luz para reconocer el momento oportuno para llevar a cabo tu atrevida empresa. Entonces, empuñando el arma de doble filo, levanta con decisión la mano, y con vigoroso esfuerzo, hiere a esta terrible serpiente de manera que separes su cabeza del cuello. Nosotras te ayudaremos; en cuanto hayas asegurado tu salvación con su muerte, nos apresuraremos a venir a tu lado y te sacaremos de aquí, llevándonos contigo todas estas riquezas. Y con un himeneo, conforme a tus deseos, te enlazaremos, humana criatura, con un marido de tu condición. [21] Estas incendiarias palabras comunicaron su fuego al corazón de Psiquis; púsose furiosa, y entonces ellas la abandonaron, temerosas de permanecer cerca del teatro de tan sangrienta tragedia. La suave brisa que las transporta, ordinariamente, las conduce más allá de la roca, y, rápidamente, escapando con la velocidad del rayo, emprenden su camino y desaparecen. »Pero Psiquis, que ellas han dejado sola, no queda sola ya; las despiadadas Furias la persiguen, y las ideas de desesperación, hierven ya en su corazón como las olas del mar. A pesar de su firme decisión, mientras sus manos disponen los criminales preparativos, duda aún. La resolución se debilita, mil sentimientos la agitan: la impaciencia, la indecisión, la audacia, el terror, la desconfianza, la cólera; y, en resumen, en un mismo ser, detesta el repugnante reptil y adora al esposo. Declina el día, y se apresura a disponer lo necesario, para el crimen. »Llegó la noche y también el esposo. Después de una primera victoria en amorosa lucha, se ha rendido a un profundo sueño. [22] Entonces, Psiquis, que sentía por momentos desfallecer su fe, y su alma y su cuerpo, fue reanimada por la implacable Fatalidad. Robusteciose en su decisión; va a buscar la lámpara y enarbola el puñal. La audacia ha cambiado su sexo. Ya la luz, que se acerca, ha iluminado el secreto esposo. ¡Qué espectáculo! Psiquis ve, entre todos los monstruos, al más dulce, al más amable: es el mismo Cupido en persona; es este dios tan hermoso que descansa en el más dulce abandono. Ante esta visión, la misma lámpara avivó solícita su luz, y el hierro del sacrilego puñal hizose más radiante. »Este cuadro anonadó a Psíquis, fuera de sí, el rostro convulsivo, pálida, temblorosa, dejose caer de rodillas. Intenta ocultar el arma, hundiéndola en su seno: y lo habría hecho, ciertamente, si el acero, ante tan creul atentado, no hubiese resbalado de sus imprudentes manos. A pesar de su abatimiento y su desespero, sosegose poco a poco su espíritu, y tranquilizose completamente, cuando hubo contemplado repetidas veces la suavidad de este divino rostro. »Admira esta radiante cabeza, esta noble cabellera perfumada de ambrosía, este cuello blanco como la leche, estas mejillas deslumbrantes de frescura y salpicadas de graciosos bucles, mientras otros descansan sobre la frente y la nuca. Es tan refulgente su brillo, que la luz de la lámpara palidece. En las espaldas de este dios revoloteador, brillan dos pequeñas alas de delicadeza exquisita, donde el encarnado de la rosa armoniza con el blanco del lirio. Aunque están en reposo, el dulce y suave plumón que las festonea se agita ligeramente con tierno murmullo. El resto de su cuerpo es brillante y bruñido como marfil, hasta tal punto, que la misma diosa Venus puede estar orgullosa con tal hijo. »Al pie de la cama reposaba el arco, el carcax y las saetas, dóciles instrumentos de este poderoso dios. [23] Psiquis se abismó en su contemplación. En su curiosidad examina, maneja y admira las armas de su esposo: salta una flecha del carcax y ensaya su punta en el pulpejo del pulgar. Al sostenerla tiemblan sus dedos: ha hecho, sin embargo, un ligero esfuerzo, y se hunde lo bastante para que en la superficie de su piel aparezcan algunas gotas de rosada sangre. Y Psiquis, sin saberlo, se obliga a enamorarse del amor, y queda encadenada por la más ardiente pasión a aquel que hace nacer las pasiones. Inclinose alumbrarme, quedo atónita ante tan maravillosa y sobrenatural visión; era el hijo, el propio hijo de la misma Venus; era Cupido mismo que descansaba en apacible sueño. Enajenada por el encanto arrobador de tal espectáculo y turbada por un acceso de violento amor, no pude refrenar mis impetuosos deeos. De pronto, ¡horrible infortunio!, la lámpara dejó caer una gota de hirvienle aceite sobre su hombro. Despertole el brusco dolor y viéndome armada, con hierro y fuego: «Márchate, me dijo: tu crimen es odioso; abandona al instante mi lecho y vete con lo tuyo. Contraeré matrimonial enlace con tu hermana (y pronunció tu nombre) y le ofreceré los acostumbrados presentes para sancionar este himeneo. Y ordenó en seguida a Céfiro que me llevase fuera de su morada. [27] »No había terminado todavía Psiquis cuando la otra, excitada por la loca pasión y la criminal envidia que la atormentaba, inventó una mentira para engañar a su esposo, y pretextando la muerte de unos parientes se puso en camino inmediatamente. Llegó jadeante a la roca y, aunque en aquel momento la brisa era contraria, cegada por la impaciencia: «Recíbeme Cupido, recibe una esposa digna de ti, gritaba orgullosa, y tú, Céfiro, conduce a tu soberana. Y se arrojó con furia al espacio. Pero no llegó al valle. Las angulosas rocas destrozaron su cuerpo y dispersaron sus miembros. Obtuvo la muerte que merecía. Sus dispersas entrañas ofrecieron pasto a las aves de rapiña y a las fieras. »El castigo de la segunda hermana no tardó en llegar. »En efecto, Psiquis prosiguió su errante peregrinación y llegó a la ciudad donde vivía la otra hermana. Aguijoneada por una falaz historia y desesperada para [por] sustituir a la hermana menor con un criminal enlace corre a la roca con gran prisa, precipítase como la otra y tiene el mismo final. 
[28] »Mientras Psiquis da la vuelta al mundo sólo pensando en encontrar a Cupido, éste, enfermo de la herida, gemía sepultado en el lecho de su propia madre. Entonces fue cuando este pájaro blanco que nada besando con sus alas la superficie de las olas, la gaviota, se decidió a hundirse en el agua. Fue a encontrar a la nermosa Venus, que se bañaba nadando en el fondo del Océano, y refugiándose a su lado le hizo saber que su hijo estaba gravemente herido de una quemadura, y agobiado de pena. Que estaba en cama, con pocas esperanzas de curación; que todo el universo murmura y profiere lujuriosas lamentaciones; que se habla mal de Venus y de su familia sin que nadie de ella se deje ver mientras el hijo pasa la vida en el monte con una mujer de mala vida y la madre se divierte bañándose bajo las olas; entretanto ni voluptuosidad, ni gracias, ni jugueteos amorosos; todo abandonado; todo adquiere carácter salvaje y hosco. Ya no hay bodas, ni casamientos, ni matrimonios bien avenidos, ni rubicundos niños. Reina un increíble desorden, se hacen los juramentos con escandaloso desdén. »Así vino a herir los oídos de Venus, difamando a su hijo, este pájaro parlanchín, que es la curiosidad encarnada. »Venus, encolerizada, respondió:—¡Así, pues, mi excelente hijo tiene ya una querida! Hazme saber, tú, el único que con fidelidad me sirves, hazme saber, te digo, el nombre de la que ha chiflado a un chiquillo imberbe e inocente. ¿Es alguna de las Ninfas? ¿Alguna Hora? ¿Alguna Musa? ¿Una de las Gracias que están a mi servicio? El locuaz pájaro no se hizo esperar:—Señora, le respondió, no lo sé a punto fijo: pero creo que es una muchacha que, si mal no recuerdo, se llama Psiquis. Está enamorado de ella locamente.— ¡Cómo! ¿Es posible, exclamó Venus indignada, que ame a esta Psiquis, rival de mis encantos, y que pretende arrebatarme el nombre? ¡Es decir, que el imbécil cree que soy una tercera, y que precisamente le hice conocer a esta muchacha para que se enamorase de ella. [29] »Esto murmurando, sale precipitadamente del mar y se dirige al instante a su magnífico palacio. Encontrando a su hijo enfermo, como le han dicho, empieza a gritar ya desde la puerta:—¡He aquí una honrada conducta, excelente para recomendar mi familia y tu moralidad! ¡Buen principio! ¡Empezar pisoteando las órdenes de tu madre, de tu reina! ¿Por qué no has avergonzado a mi rival con un amor indigno? ¿Y te parece decente que un chiquillo de tu edad la tome por esposa? ¡Eres demasiado joven para querer imponerme una nuera que sea rival mía! Sin duda te habrás creído, petimetre, conquistador en agraz, tiranuelo ridículo, que sólo tú puedes hacer chiquillos y que yo ya pasé la edad para ser madre. Pues tengo mucho gusto en participarte que tendré pronto otro hijo que valdrá mucho más que tú. Y, finalmente, para mayor verguenza tuya, adoptaré a uno de mis lacayos; y a él le daré tus alas, tu antorcha, tu arco y tus flechas. Es un armamento de mi propiedad y no te lo confié para que lo empleases según estás haciendo. No creas que todo ello haya sido pagado con la fortuna de tu padre. [30] Pero has sido muy mal criado desde chiquitín y has tomado mucha petulancia. ¡Cuántas veces no has castigado con irreverencia a los que tienen más años que tú! A mí misma, a tu madre (parricida), ¿no me aguijoneas cada día? ¿No me has herido mil veces? ¿No me has despreciado, como si no tuviera marido conocido? ¿Y no tienes miedo a tu padrastro, que es un aguerrido militar? Pero, ¡cá! Para hacerme rabiar te portas galantemente con él y le procuras muchachas. ¡Ah! Ya te haré yo arrepentir de tus calaveradas. Este casamiento que has hecho te va a escocer. No sera todo miel. »Y ahora, ¿qué me queda para hacer, si soy la burla de todo el mundo? ¿Dónde me he de ocultar? ¿Cómo he de castigar a esta víbora? Para satisfacer los caprichos de este muñeco, ¿habré de implorar el auxilio de la Sobriedad, mi eterna enemiga? ¿He de ir a hacer buenas migas con una mujer tan tosca, y desaliñada? Tiemblo al pensarlo. No obstante, la venganza trae consuelo, y no quiero desdeñarlo. Sí, apelaré a la Sobriedad y a nadie más. Ella castigará como Dios manda a ese pillín; vaciará tu carcax, desarmará tus flechas, quitará la cuerda del arco y apagará tu antorcha. Y en cuanto a tu cuerpo, ya caerá bajo su poder, por medios más o menos violentos. »La expiación de mi injuria no será completa hasta tanto que te habrá rapado estos cabellos, cuyos dorados bucles tantas veces he acariciado, hasta que te habrá cortado estas alas, que empapé con el néctar de mi seno. [31] »Y dicho esto, salió furiosa de su palacio. La cólera le removió la bilis y, ¡que cólera la de Venus!... Encontró a Ceres y a Juno que, al verle tan encendido el rostro, le preguntaron la causa amistad nos unen desde largo tiempo: es una excelente mujer y no puedo arriesgarme a disgustarla. Sal, pues, en seguida de mi templo, y conténtale con que no te retenga prisionera, como debía hacer. Viéndose rechazada contra su esperanza, alejóse Psiquis con el corazón doblemente desolado. Volvió hacia atrás, y a través de un poblado bosque, que se extendía al pie de un valle, descubrió un templo de elegante arquitectura. No queriendo despreciar ocasión ninguna de mejor suerte, acercose, indecisa, a las sagradas puertas, para implorar a la divinidad. Ve soberbias ofrendas y vestidos bordados en oro, suspendidos en las ramas de los árboles y en las puertas, testimoniando, con los detalles de la gracia obtenida, el nombre de la diosa a que han sido consagrados. Entonces, poniendo una rodilla en tierra y abrazando el altar, tibio aún, pronunció esta invocación, después de secar su llanto: [4] »Esposa y hermana del gran Júpiter: así habitéis vuestro antiguo templo de esta Samos, que se glorifica con haberos visto nacer, haber sido vuestro primer llanto y haberos amamantado; ya frecuentando las felices viviendas de la altiva Cartago, que os adora en la figura de una doncella subida por un dragón a los cielos; sea presidiendo los célebres muros de Argos, cerca de la ribera del Juaco [Ínaco] que desde tiempo inmemorial os proclama esposa del señor de las tempestades y reina de las diosas: vos, a quien veneran en Oriente hajo el de Zigia [--] y en Occidente bajo el de Lucina: sed para mí, en mi extrema desdicha, Juno protectora: considerad el triste estado a que me han conducido todas las fatigas que he debido soportar: libradme del inminente peligro que me amenaza. Y si no llego al abuso, permitid que os suplique el auxilio que no negáis nunca a las mujeres encinta que están en peligro. »Así suplicaba cuando se le presentó Jnno en todo el imponente destello de su divinidad, hablándole así:—¡Con qué placer, por lo que más quiero, deseo conceder lo que me pides! Pero, ¿puedo contrariar la voluntad de Venus, mi nuera, que siempre he querido como una hija? ¿Es decente obrar así? En todo caso, me lo impide también la ley que prohíbe amparar, contra la voluntad de su dueño, al esclavo que ha escapado de la casa. 
[5] Esta nueva contrariedad aniquila a Psíquis. No encontrando a su alado esposo, y sin esperanza de lograrlo, se entrga a estas meditaciones:—¿Qué alivio puedo obtener en mi desdicha, cuando las mismas diosas, a pesar de su buena voluntad, no pueden interesarse en mi salvación? Rodeada por tantos peligros, ¿adónde dirigiré mis pasos? ¿Bajo qué techo ni en qué tinieblas puedo ocultarme para escapar a la sagaz mirada de la poderosa Venus? Es preciso, Psiquis, que te armes de indomable valor. Ten fuerzas bástantes para renunciar a un resto de engañadora esperanza. Entrégate voluntariamente a tu soberana: tu sumisión, aunque tardía, abatirá su cólera y su crueldad, ¿Sabes tú, si aquel que buscas, hace tiempo está acaso en el palacio de su madre? Decidiose, pues, al azar de una capitulación incierta, o mejor, al de una segura pérdida: y meditó cómo debía empezar sus futuros ruegos. [6] »Venus, renunciando a los medios de investigación terrenales, quiso subir al Olimpo. Ordena equipar el carro que Vulcano, el maravilloso orfebre que había fabricado con todo el cuidado y todo el talento de que es capaz y que le había presentado como regalo de boda, antes de efectuar su himeneo. Es una hermosa labor en que la lima, al adelgazar el metal, le ha sacado mayor brillo, y a la que esta misma falta de oro realza su valor. Numerosas palomas descansan alrededor del departamento de la diosa; cuatro de ellas avanzan alegremente, deslumbrantes de blancura y, torciendo sus irisados cuellos, pasan la cabeza por un brillante aro de refulgente pedrería. Al aposentarse la diosa, emprenden contentas su vuelo. El carro de la diosa es seguido por numerosos pájaros, que retozan y juegan, en confuso murmullo. Otros pájaros de dulce canto anuncian la llegada de la diosa con suaves y tiernos acordes. Se separan las nubes y el cielo abre las puertas a su hija. El sublime empíreo recibe con entusiasmo a la diosa, y el armonioso cortejo de la poderosa Venus no teme el encuentro de las águilas, ni de los rapaces buitres. [7] »Inmediatamente se dirige al palacio de Júpiter y en tono soberbio reclama los servirios de Mercurio, el de voz sonora, que necesita para sus proyectos. El negro entrecejo de Júpiter indica que consiente en ello. Triunfante, desciende Venus del cielo, acompañada de Mercurio; la bella solicitante le dirige estas palabras:—Hermano mío; bien sabes que tu hermana Venus nada hizo jamás sin la presencia de Mercurio; por otra parte, no ignoras que hace tiempo ando buscando, sin éxito, la esclava que se oculta de mí. No me queda, pues, otro recurso que pregonar públicamente, por tu boca, que será recompensado quien la descubra. Te suplico que satisfagas cuanto antes mis deseos y que indiques claramente la seña que permite reconocerla, a fin de que si más tarde acusamos a alguien por haberla ocultado, no pueda justificar su acción, pretextando ignorancia.—Y diciendo esto, le presentó un papel, con el nombre de Psiquis y otras indicaciones. Y hecho esto, volviose a su morada. 
[8] »Mercurio no tardó en obedecer. Recorre todos los pueblos, el mundo entero, y anuncia en estos términos el deseo de la diosa:—Una esclava llamada Psiquis, hija de un rey y perteneciente a Venus, ha escapado. Se suplica al que la detenga o pueda indicar su escondite, que lo prevenga a Mercurio, encargado de la presente publicación, detrás de las pirámides murcianas [--]. Recibirá, en premio de sus informes, siete dulces besos de la propia Venus y uno especial, más delicioso que los anteriores, dado con la lengua sobre los labios. Cuando Mercurio publicó este anuncio, el deseo de tan preciada recompensa excitó a todos los mortales con extraordinaria solicitud. Esta circunstancia destruyó la última indecisión de Psiquis. »Acercábase ya a las puertas de la soberana, cuando vio adelantarse a una de las esclavas de Venus, llamada la Costumbre, que empezó a desgañitarse, gritando:—Por fin te has enterado, detestable esclava, de que tienes dueña. Fiel a tus escandalosos desórdenes, ¿aparentarás ignorar cuántas fatigas hemos sufrido persiguiéndote? Has venido a caer, afortunadamente, en mis manos; en las garras del Infierno; serás castigada como merece tu indigna rebelión. [9] Y la cogió bruscamente por los cabellos y la arrastró, sin que la infeliz opusiera resistencia. »Introducida y llevada a presencia de Venus, estalló la diosa en larga y sonora risa: tal era su terrible cólera. Y meneando la cabeza y rascándose la oreja derecha:—Finalinente, dijo, te has dignado venir a saludar a tu suegra. ¿Tal vez has venido a ver a tu marido, peligrosamente enfermo de la herida que le causaste? Pero sosiégate: voy a recibirte como merece una tal nuera. ¿Dónde están, dijo, la Inquietud y la [13] »Así, enseñó la caña a la infeliz Psiquis, sencilla y piadosamente, el medio de asegurar su salvación. »Con estas instrucciones, que merecían gratitud, librose de caer en la desesperación. Observolas atentamente y obtuvo con facilidad los copos de oro, guardolos en el seno y los llevo a Venus. »El éxito de esta segunda prueba no secundó los deseos de Psiquis, y no le valió una lisonjera aceptación. Venus frunció las cejas, y, sonriendo amargamente, dijo:—Esto es ya un abuso; aquí se descubre la mano de un pérfido consejero. Mas ahora voy a examinar, decididamente, si tienes verdadera fuerza de voluntad y una prudencia digna de elogio; ¿ves aquella escarpada roca, que desde lo alto domina toda la montaña? Allí brota, en negros torbellinos, una tenebrosa fuente, que, después de recorrer el vecino valle, se arroja a la laguna Estigia para alimentar las roncas aguas del Cocito. Pues bien, trepa hasta ella, acércate al nacimiento del manantial y llena con su helada agua esta botellita que me devolverás en seguida. »Y con estas palabras le dio un frasco de bruñido cristal, amenazándola con terribles castigos. [13] »Psiquis, con el mejor celo, llegó con paso rápido a la cumbre de la montaña deseando encontrar allí el término de su deplorable existencia. Pero apenas llegó a la proximidad de la roca señalada, descubre la inmensidad de su tarea y los obstáculos dispuestos a darle muerte. En efecto, la roca se elevaba a inconcebible altura y era imposible subirla por lo escarpado y resbaladizo. En esta pendiente brotaban las terribles aguas que, apenas salidas de la agujereada roca, resbalaban a lo largo de la falda de la montaña y trazándose un estrecho desfiladero, en donde se encajonaban, caían escapando a la vista, al próximo valle. Por ambos lados, entre las rendijas de las rocas salían furiosos dragones, de alargado cuello y ojos desmesuradamente abiertos, que sin un instante de reposo, mantenían astuta vigilancia. Y además, estas aguas, que tenían voz, advertían también del peligro. «¡Retírate! ¿Qué haces? ¡Prudencia! ¿?Dónde vas? ¡Cuidado! ¡Huye! ¡Vas a morir!...» Así decían lúgubremente. Ante la imposibilidad de la empresa, quedó Psiquis alelada. Su cuerpo estaba allí, pero no sus sentidos. Y agobiada por un peligro a que no podía escapar, no le quedaba ni el último consuelo de las lágrimas. [15] Los sufrimientos de esta inocente alma no escaparon a la clarividencia de los favorables dioses. De pronto, un ave real de Júpiter, la sagaz águila, desplegó sus alas y fue a colocarse a su lado. Recordó que en otro tiempo, obedeciendo a su amo y dirigida por el Amor, arrebató a un joven frigio destinado a copero del dios. Y quiso aprovechar la oportunidad para honrar a Cupido, prestando su auxilio a su apurada esposa. Abandonando el alto empíreo, revolotea ante los ojos de la muchacha:—Inocente como sois y extraña a tales pruebas, ¿creéis posible obtener una sola gota de esta fuente tan terrible como sagrada? ¿Tenéis confianza en acercaros siquiera? ¿No habéis oído decir que los mismos dioses, incluso Júpiter, temen las ondas del Estigio [--], y que los juramentos que los mortales hacéis por los dioses, los dioses los hacen por la majestad del Estigio? Dadma el frasco. Apodérase de él y pronto lo llena. En efecto; balanceando sus majestuosas alas que extiende a derecha e izquierda como grandes ramas pasa por entre los dragones de afilados dientes y de vibrátil dardo. Y cuando las temibles aguas le amenazan para que se retire sin profanarlas, les engaña hábilmente, diciendo que viene por voluntad de Venus y que en esta ocasión es ministro de su voluntad. Así le facilitaron la empresa. [16] Psiquis tomó satisfecha el frasco lleno y lo llevo a Venus. Pero tampoco esta vez pudo desarmar la cólera de la implacable diosa. Pues ésta, amenazándola con más penosas y difíciles pruebas, así la apostrofa con infernal sonrisa:—Veo que eres una hechicera profundamente versada en la ciencia de los maleficios, puesto que tan rápidamente has cumplido mis órdenes. Pero mira, palomita, lo que debes hacer ahora. Toma esta caja y dirígete con ella a los infiernos, a los sombríos penates del mismo Orco. Presenta luego la caja a Proserpina y dile: Venus suplica que le enviéis un poco de vuestra hermosura, aunque sólo sea la necesaria para un día; porque ella ha gastado toda la suya cuidando a su hijo enfermo. Y vuelve en seguida sin tardanza porque necesito perfumarme para, asistir a una función teatral en la morada de los dioses. 
[17] »Entonces sintió Psiquis que su existencia tocaba a su último término. Y sin hacerse ilusión ninguna comprendió hasta la evidencia, que la mandaban a la muerte. ¿Cómo dudarlo si con sus propios pies debía encaminarse al Tártaro, a la mansión de los manes? Sin vacilar dirígese a la primera alta torre que distingue, para precipitarse desde ella, porque, se decía a sí misma, es el camino más corto y más agradable para bajar al infierno. Pero la Torre profirió estas palabras:—¿Por qué, niña, buscas la muerte en este precipicio? ¿Por qué sucumbes sin reflexión ante esta última y peligrosa experiencia? Si tu alma se separa del cuerpo, descenderás verdaderamente a las profundidades del Tártaro, pero no saldrás ya de allí por ningún medio. Óyeme: [18] Lacedemonia, noble ciudad de Acaya, no está lejos de aquí; el Tenaro [--] pasa por ella entre sueltos senderos. Búscalo: es un respiradero de los imperios de Plutón y sus franqueables puertas indican un camino que nadie recorre. Una vez pasado su umbral llegarás en línea recta al palacio de Orco si no abandonas el camino. Pero, ante todo, no emprendas tu peregrinación a través de las tinieblas con las manos vacías. Debes llevarte dos tortas de harina de cebada amasada con miel, y un par de monedas en la boca. Además, cuando hayas recorrido buena parte del camino que conduce a los muertos, encontrarás un asno cojo, cargado de leña, guiado por un conductor cojo también. Este te pedirá que recojas algunas ramas que le han caído de la carga; sin responderle una sola palabra continúa tu camino. Inmediatamente llegarás al río de los muertos. Allá está dispuesto Caronte, que exige adelantado el precio del pasaje y sólo con esta condición transporta a los viajeros de una a otra orilla en su remendada barca. »¡Es preciso que, aun en el seno de la muerte, viva la avaricia! ¡Que el mismo Plutón, poderosa divinidad, no haga nada sin dinero! Es preciso que el pobre deba procurarse el precio del pasaje, y si por desgracia no lleva la moneda, no puede morir apaciblemente.» Darás una moneda a este repugnante viejo a título de peaje; pero haciendo de modo que con su mano la tome directamente de tus labios. Hay más todavía; al surcar las encrespadas olas, un viejo, que nada muerto en la corriente, levantará a ti sus manos putrefactas, rogándote que le subas a la barca. Pero no sientas compasión por él; está prohibido. [19] Una vez llegados a la orilla opuesta, y después de andar poco rato, encontrarás a unas viejas hilanderas que te rogarán que les ayudes a tejer
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