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Bradbury. Las doradas manzanas del sol. Distopia y cuantos de sci-fi poéticos., Monografías, Ensayos de Literatura

Se trata acerca de una compilación de cuentos de Bradbury en la que se mezclan elementos poéticos. Sci fi. Futuristas y distópicos. De diversas temáticas e índoles y siempre con el toque artístico característico

Tipo: Monografías, Ensayos

Antes del 2010

Subido el 29/06/2023

enrique-j-juarez-b
enrique-j-juarez-b 🇲🇽

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¡Descarga Bradbury. Las doradas manzanas del sol. Distopia y cuantos de sci-fi poéticos. y más Monografías, Ensayos en PDF de Literatura solo en Docsity! o) Las Doradas Manzanas Del Sol Ray Bradbury Titulo Original: The Golden Apples Of The Sun Traducción: Francisco Abelenda Portada: Domingo Ferreira ©1952, 1953 by Ray Bradbury ©1982 Ediciones Minotauro SRL 1º Edición: Enero, 1962 13º Edición: Abril, 1982 ISBN: 950-047-004-7 SOBRE EL AUTOR RAY BRADBURY Ray Bradbury nació el 22 de Agosto de 1920 en Waukegan, Illinois. Durante la Gran Depresión se trasladó con su familia a Los Angeles, donde se graduó en 1938 en Los Angeles High School. Sus obras más conocidas son CRÓNICAS MARCIANAS (1950), EL HOMBRE ILUSTRADO (1951) y LA SIRENA Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma. — Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn. — Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador. — Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar gin. — ¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo? — En los misterios del mar. McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos. — Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios? Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada. — Oh, hay tantas cosas en el mar. -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Había estado nervioso todo el día y no había dicho por qué-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300.000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa. — Sí, es un mundo viejo. — Ven. Te he reservado algo especial. Subimos lentamente los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba suavemente sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos. — Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se aprobó a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando a los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro. — ¿Los cardúmenes de peces? — No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas a algún pueblito mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien aquí conmigo. Espera y mira. Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena. — Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: «Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a tí toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida». La sirena llamó. — Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene... — Pero... -dije. — Chist... -dijo McDunn-. ¡Allí! Señaló los abismos. Algo se acercaba al faro, nadando. Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, de la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo de los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo. No sé qué dije entonces. Algo dije. — Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn. — ¡Es imposible! -dije. — No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros. El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando momentáneamente su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra luz inmensa, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla. Yo me agaché, sosteniéndome de la barandilla de la escalera. — ¡Parece un dinosaurio! — Sí, uno de la tribu. — ¡Pero murieron todos! — No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo. — ¿Qué haremos? — ¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido. — ¿Pero por qué viene aquí? En seguida tuve la respuesta. La sirena, llamó. Y el monstruo respondió. Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido. — ¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí? Asentí con un movimiento de cabeza. — Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizá esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizá es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó a donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. »El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta centímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el fuego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de abadejos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y setiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de haber ascendido día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes? La sirena llamó. El monstruo respondió. Lo vi todo..., lo supe todo. El solitario millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros-reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas. La sirena llamó. — El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que ha estado pensándolo todo el año, pensándolo de todas las maneras posibles. EL PEATÓN Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro. A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana. El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre. En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor. — Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-. ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma? La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles. — ¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario? ¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él. Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna. Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una cuadra de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz. Una voz metálica llamó: — Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva! Mead se detuvo. — ¡Arriba las manos! — Pero... -dijo Mead. — ¡Arriba las manos, o dispararemos! La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas. — ¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico. Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres. — Leonard Mead -dijo. — ¡Más alto! — ¡Leonard Mead! — ¿Ocupación o profesión? — Imagino que ustedes me llamarían un escritor. — Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo. La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja. — Sí, puede ser así -dijo. No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente. — Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera? — Caminando -dijo Leonard Mead. — ¡Caminando! — Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara. — ¿Caminando, sólo caminando, caminando? — Sí, señor. — ¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué? — Caminando para tomar aire. Caminando para ver. — ¡Su dirección! — Calle Saint James, once, sur. — ¿Hay aire en su casa, tiene usted un acondicionador de aire, señor Mead? — Sí. — ¿Y tiene usted televisor? — No. — ¿No? Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación. — ¿Es usted casado, señor Mead? — No. — No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante. La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas. — Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa. — ¡No hable si no le preguntan! Leonard Mead esperó en la noche fría. — ¿Sólo caminando, señor Mead? — Sí. — Pero no ha dicho para qué. — Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente. — ¿Ha hecho esto a menudo? — Todas las noches durante años. El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente. — Bueno, señor Mead -dijo el coche. — ¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente. — Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par-. Entre. — Un minuto. ¡No he hecho nada! — Entre. — ¡Protesto! — Señor Mead. Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche. — Entre. Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando. — Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero... — ¿Hacia dónde me llevan? El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos. — Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas. Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces. Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad. — Mi casa -dijo Leonard Mead. Nadie le respondió. El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre. parecer? ¿Irás al baile conmigo esta noche? Es un baile especial. Te diré por qué más tarde. — No -dijo Ann. — ¡Si! -gritó Cecy-. Nunca bailé. Quiero bailar. Nunca llevé un largo vestido susurrante. Quiero bailar toda la noche. No sé que es estar en una mujer, bailando. Papá y mamá nunca me lo permitirían. He conocido perros, gatos, langostas, hojas, todo lo que hay en el mundo en un tiempo o en otro, pero nunca una mujer en primavera, nunca en una noche como la de hoy. Oh, por favor ... debemos ir a ese baile. Cecy extendió sus pensamientos como dedos dentro de un guante nuevo. — Si -dijo Ann Leary-. Iré. No se por que, pero iré contigo al baile esta noche, Tom. — ¡Ahora adentro, pronto! -gritó Cecy-. Debes lavarte, avisar a tu gente, preparar el vestido, calentar la plancha. ¡A tu cuarto! — Mamá -dijo Ann-, ¡he cambiado de parecer! El caballo de Tom galopó a lo largo de la cerca, los cuartos de la granja volvieron a la vida, el agua hirvió para un baño, la estufa de carbón calentó la plancha que plancharía el vestido, la madre corrió, corrió con una hilera de alfileres en la boca. — ¿Qué te ha pasado, Ann? ¡Tom no te gusta! Ann se detuvo en medio de aquella gran fiebre. — Es cierto. ¡Pero es primavera! pensó Cecy. — Es primavera -dijo Ann. Y es una hermosa noche para bailar, pensó Cecy. — ... para bailar -murmuró Ann Leary. La muchacha se metió en la bañera y la espuma le cubrió los blancos hombros de delfín, y el jabón hizo pequeños nidos bajo sus brazos, y la carne de sus pechos tibios se movió en sus manos, y Cecy movió la boca, modelando la sonrisa, guiando los movimientos de Ann. No podía permitirse una pausa, ni un titubeo, ¡o toda la pantomima se haría pedazos! Habia que obligar a Ann Leary a moverse, a actuar, a lavarse aquí, a enjabonarse allá. Ahora, ¡afuera! ¡Sécate con una toalla! ¡Ahora perfume y polvo! — ¡Tú! -Ann se vio en el espejo, toda blanca y rosada como lirios y claveles-. ¿Quién eres esta noche? — Soy una muchacha de diecisiete años. -Cecy la miró desde los ojos violetas-. No puedes verme. ¿Sabes que estoy aquí? Ann Leary sacudió la cabeza. — Le he alquilado el cuerpo a alguna bruja de abril. — ¡Cerca, muy cerca! -rió Cecy-. Bueno, ahora con tu vestido. ¡El placer de sentir una hermosa ropa sobre un gran cuerpo! Y luego el saludo afuera. — ¡Ann! ¡Llegó Tom! — Dile que espere. -Ann se sentó de pronto-. Dile que no voy al baile. — ¿Qué? -dijo su madre en la puerta. Cecy volvió rápidamente a su puesto. Había sido un descuido fatal, había dejado el cuerpo de Ann un fatal instante. Había oído el ruido lejano de los cascos del caballo y el carro que traqueteaba cruzando el campo primaveral iluminado por la luna. Durante un segundo había pensado: iré a buscar a Tom y me instalaré en su cabeza y veré qué es ser un hombre de veintidós años en una noche como ésta. Y se había lanzado a cruzar rápidamente un campo de brezos. Regresó volando, como un pájaro a su jaula, y susurró y batió en la cabeza de Ann Leary. — ¡Ann! — ¡Dile que se vaya! Cecy se calmó y extendió sus pensamientos. — ¡Ann! Pero Ann se había rebelado. — ¡No, no, lo odio! No debía haberme ido, ni siquiera un momento. Cecy derramó su mente en las manos de la muchacha, en el corazón, en la cabeza, suavemente, suavemente. De pie, pensó. Ann se incorporó. Ponte el abrigo. Ann se puso el abrigo. Ahora, ¡en marcha! ¡No! pensó Ann Leary. ¡En marcha! — Ann -dijo la madre-, no hagas esperar a Tom. Sal y déjate de tonterías. ¿Qué te pasa? — Nada, mamá. Buenas noches. Volveremos tarde. Ann y Cecy corrieron juntas hacia la noche de primavera. Una sala de palomas que bailaban suavemente rizando sus silenciosas y arrastradas plumas, una sala de pavos reales, una sala de ojos y luces de arco iris. Y en el centro, dando vueltas, y vueltas, y vueltas, bailaba Ann Leary. — Oh, es una hermosa noche -dijo Cecy. — Oh, es una hermosa noche -dijo Ann. — Estás rara -dijo Tom. La música los hacia girar en la oscuridad, en ríos de canciones; flotaban, asomaban, se hundían, se alzaban en busca de aire, jadeaban, se tomaban el uno del otro como si estuviesen ahogándose, y giraban otra vez, con movimientos de abanico, con murmullos y suspiros al compás de «Hermoso Ohio». Cecy tarareó. Los labios de Ann se abrieron y salió música. — Si, estoy rara -dijo Cecy. — No eres la misma -dijo Tom. — No, no esta noche. — No eres la Ann Leary que conozco. — No, de ningún modo, de ningún modo -murmuró Cecy, a kilómetros y kilómetros de distancia-. No, de ningún modo -dijeron los labios de Ann. — Tengo una sensación rarísima -dijo Tom. — ¿Acerca de qué? — Acerca de ti. -Tom apoyó la mano en la espalda de Ann y la hizo bailar mirando la cara resplandeciente de la muchacha, buscando algo-. Tus ojos -dijo-, no puedo verlos realmente. — ¿Me ves? -preguntó Cecy. — Una parte tuya esta aquí, Ann, y otra parte no está. Tom la hizo girar cuidadosamente, perturbado. — Si. — ¿Por qué viniste conmigo? — Yo no quería venir -dijo Ann. — ¿Por qué, entonces? — Algo me obligó. — ¿Qué? — No sé. La voz de Ann era casi histérica. — Bueno, bueno, bueno -susurró Cecy-. Tranquila. Da vueltas, da vueltas. murmuraron y susurraron y se alzaron y cayeron en la silla oscura, con la música que se movía y los hacia girar. — Pero has venido al baile -dijo Tom. — Sí -dijo Cecy. — Vamos. Y Tom la llevó bailando ligeramente hacia una puerta abierta y la hizo caminar en silencio alejándola de la sala y la música y la gente. Subieron al carro y se sentaron juntos. — Ann -dijo Tom, tomándole las manos, temblando-. Ann. -Pero dijo el nombre de ella como si no fuese su verdadero nombre. Se quedó mirando aquel rostro pálido. Ann había abierto otra vez los ojos-. Yo te quise siempre, lo sabes -dijo. — Lo sé. — Pero tú fuiste siempre veleidosa, y yo no quería sufrir. — No tiene importancia, somos muy jóvenes. — No, quiero decir lo siento -dijo Cecy. — ¿Qué quieres decir? Tom dejó caer las manos de Ann y se endureció. La noche era cálida y el olor de la tierra subía estremeciéndose alrededor del carro, y el aliento de los árboles frescos empujaba las hojas unas contra otras con una sacudida y un susurro. — No sé-dijo Ann. — Oh, pero yo lo sé -dijo Cecy-. Eres alto, y el hombre más atractivo del mundo. Esta es una hermosa noche; recordaré siempre que he pasado esta noche contigo. Cecy extendió una mano fría y extraña hacia la mano temerosa de Tom, y la acercó y la apretó y calentó. — Pero -dijo Tom, parpadeando- esta noche estás aquí, estás allí. En un instante de un modo, y en el siguiente de otro. Yo quería traerte al baile esta noche en recuerdo de los viejos tiempos. No pensaba en nada al principio, cuando te lo pedí. Y luego, cuando estábamos junto al pozo, supe que en ti algo había cambiado, realmente. Estás distinta. Hay en ti algo nuevo y blando, algo... -Tom buscó a tientas la palabra-. No sé. No puedo decirlo. El modo cómo miras. Algo en tu voz. Y ahora sé que estoy enamorado de ti otra vez. — No -dijo Cecy-, de mí, de mí. — Y temo estar enamorado de ti -dijo Tom-. Me harás daño otra vez. — Si -dijo Ann. No, no, ¡te quiero de veras! pensó Cecy. Ann díselo, díselo por mí. Dile que lo quieres de veras. Ann no dijo nada. Tom se acercó suavemente un poco más y alzó la mano para tomarle la barbilla. — Me voy, Ann. Conseguí un trabajo a ciento cincuenta kilómetros de aquí. ¿Me extrañarás? — Sí -dijeron Ann y Cecy. — ¿Puedo despedirme de ti con un beso entonces? — Sí -dijo Cecy antes que ningún otro pudiese hablar. Tom apoyó los labios en aquella extraña boca. Besó la extraña boca, temblando. Ann parecía una estatua blanca. — ¡Ann! -dijo Cecy-. ¡Mueve tus brazos, abrázalo! Ann era como una muñeca de madera a la luz de la luna. Tom la besó otra vez. — Te quiero -susurró Cecy-. Estoy aquí. Me ves a mí en los ojos de Ann, a mí. Y yo te quiero a pesar de ella. Tom se apartó y pareció un hombre que hubiese corrido una larga distancia. — No sé qué pasa -dijo-. Durante un momento... — ¿Si? -preguntó Cecy. — Durante un momento pensé ... -Se llevó las manos a los ojos-. No importa. ¿Te llevo ahora a tu casa? — Por favor -dijo Ann Leary. Tom le cloqueó al caballo, sacudió cansadamente las riendas, y el carro se alejó. Iban en las sacudidas y crujidos y movimientos del carro iluminado por la luna, en la todavía temprana -eran sólo las once- noche primaveral, y los campos brillantes y los suaves prados de trébol pasaban deslizándose. Y Cecy, mirando los campos y prados, pensaba: daría cualquier cosa, sí, lo daría todo por estar siempre con él desde esta noche. Y oyó otra vez la voz de sus padres, débilmente: "Cuidado. No querrás perder tus poderes mágicos, casándote con un simple mortal. Cuidado." Si, sí, pensó Cecy, hasta a eso renunciaría, ahora mismo, si él me tuviese en cambio. No necesitaría entonces pasear en las noches de primavera, no necesitaría LA FRUTA EN EL FONDO DEL TAZÓN William Acton se incorporó. El reloj sobre la chimenea dio las doce de la noche. Se miró las manos y miró el cuarto a su alrededor y miró al hombre que yacía en el piso. William Acton, cuyos dedos habían apretado teclas de máquinas de escribir y hecho el amor y freído jamón con huevos en tempranos desayunos, había ahora cometido un crimen con los mismos dedos verticilados. Nunca había pensado en ser escultor, y sin embargo, en este momento, mirando entre sus manos el cuerpo tendido en el pulido piso de madera, advirtió que apretando, retorciendo, remodelando de algún modo la arcilla humana, había transformado a este hombre llamado Donald Huxley, le había cambiado la cara, y hasta la forma del cuerpo. Con un leve movimiento de los dedos había borrado el particular brillo de los ojos grises de Huxley, y lo había reemplazado con la ciega opacidad de un ojo helado en su órbita. Los labios, siempre rosados y sensuales, se habían levantado para mostrar los dientes equinos, los incisivos amarillos, los caninos manchados de nicotina, los molares con incrustaciones de oro. La nariz, antes también rosada, era ahora veteada, pálida, descolorida, como las orejas. Las manos de Huxley, sobre el piso, estaban abiertas, y por primera vez suplicaban y no exigían. Si, era una obra de arte. En conjunto, el cambio había favorecido a Huxley. La muerte lo había transformado en un hombre más tratable. Ahora uno podía hablar con él, y él tenía que escuchar. William Acton se miró los dedos. Estaba hecho. No podía retroceder. ¿Lo habia oído alguien? Escuchó. Afuera continuaban los ruidos normales del tránsito tardío. Nadie golpeaba la puerta de la casa, ningún hombro intentaba transformarla en leña, ninguna voz exigía entrar. Había cometido el asesinato, había enfriado la arcilla, y nadie lo sabía. ¿Ahora qué? El reloj había dado las doce de la noche. Todos sus impulsos estallaban en una histeria que lo arrastraba hacia la puerta. Apresúrate, corre, no vuelvas nunca, salta a un tren, llama a un taxi, vete, corre, camina, pasea, ¡pero aléjate de aquí! Las manos se le movieron ante los ojos, flotando, volviéndose. Las torció y retorció con lentitud, deliberadamente; parecían aéreas, livianas como plumas. ¿Por qué las miraba de ese modo? se preguntó a sí mismo. ¿Había algo en ellas de inmenso interés, de modo que debía hacer una pausa, luego de una exitosa estrangulación, y examinarlas verticilo por verticilo? Eran manos comunes. Ni gruesas, ni flacas; ni largas, ni cortas; ni velludas, ni desnudas; poco cuidadas y sin embargo limpias; poco blandas y sin embargo sin callos; sin arrugas y sin embargo tampoco lisas; nada criminales y sin embargo tampoco inocentes. Parecía como si fuesen milagros que debía mirar. Pero no le interesaban las manos como manos, ni los dedos como dedos. En la entumecida intemporalidad que había seguido a la violencia, sólo le interesaban las puntas de los dedos. El tic-tac del reloj sonaba sobre la chimenea. Se arrodilló junto al cuerpo de Huxley, sacó un pañuelo del bolsillo de Huxley, y limpió con él el cuello de Huxley. Frotó y masajeó el cuello y restregó la cara y la nuca con feroz energía. Luego se incorporó. Miró el cuello. Miró el piso pulido. Se inclinó lentamente, y sacudió el polvo con el pañuelo. En seguida frunció el ceño y frotó el piso. Primero, cerca de la cabeza del cadáver; después, cerca de los brazos. Limpió cuidadosamente el piso hasta un metro alrededor del cadáver. Luego limpió el piso hasta dos metros alrededor del cadáver. Luego limpió el piso hasta tres metros alrededor del cadáver. Luego... Se detuvo. En un momento le pareció ver toda la casa, las paredes con espejos, las puertas talladas, los espléndidos muebles, y tan claramente como si la repitieran palabra por palabra oyó la charla que habían tenido Huxley y él mismo sólo hacia una hora. Un dedo en el timbre de Huxley. La puerta de Huxley se abre. — ¡Oh! -dice Donald Huxley sorprendido-. Eres tú, Acton. — ¿Dónde está mi mujer, Huxley? — ¿Piensas que te lo diré realmente? No te quedes ahí, idiota. Si quieres discutir el asunto, entra. Por esa puerta. Allí, en la biblioteca. Acton había tocado la puerta de la biblioteca. — ¿Bebes? — Un trago. Lo necesito. No puedo creer que Lily se haya ido, que ella... — Ahí hay una botella de borgoña, Acton. ¿No te importa sacarla del armario? Sí, sácala. Tómala. Tócala. La había tocado. — Hay algunas primeras ediciones interesantes allí, Acton. Mira esa encuadernación, siéntela. — No vine a ver libros. Yo... Había tocado los libros y la mesa de la biblioteca y la botella de borgoña y los vasos de borgoña. Ahora, en cuclillas junto al frío cuerpo de Huxley, con el pañuelo en los dedos, inmóvil, miró la casa, los muros, los muebles de alrededor, con los ojos cada vez más abiertos, la mandíbula caída, asombrado por lo que había hecho y lo que veía. Cerró los ojos, dejó caer la cabeza, arrugó el pañuelo entre las manos, apelotonándolo, mordiéndose los labios. Las huellas digitales estaban en todas partes, ¡en todas partes! — ¿No te importa traer el borgoña, Acton, eh? ¿La botella de borgoña, eh? ¿Con tus dedos, eh? Estoy terriblemente cansado. ¿Entiendes? Un par de guantes. Antes de hacer nada más, antes de limpiar otra área, debía conseguir un par de guantes. O imprimiría otra vez su identidad, sin darse cuenta. Se metió las manos en los bolsillos. Caminó por la casa, hasta el paragüero, las perchas. El abrigo de Huxley. Dio vueltas los bolsillos. No había guantes. Otra vez con las manos en los bolsillos, subió las escaleras, moviéndose con una medida rapidez, no permitiéndose a sí mismo ningún frenesí, ningún desorden. Había cometido el error inicial de no llevar guantes (pero, después de todo, no había planeado un asesinato, y su subconsciente, que podía haber anticipado el crimen, ni siquiera le había insinuado que debía ponerse guantes antes que terminara la noche), de modo que ahora tenía que pagar su pecado de omisión. En alguna parte en la casa debía de haber un par de guantes. Tenía que apresurarse. Había una posibilidad de que alguien visitase a Huxley, aun a esta hora. Amigos ricos que venían a beber o habían bebido en otra parte, que reían, gritaban, iban y venían sin un hola ni un adiós. Podía ocurrir en cualquier momento, y a las seis de la mañana los amigos de Huxley vendrían a buscarlo para ir al aeropuerto y viajar a la ciudad de México. Acton corrió en el piso de arriba abriendo cajones, usando el pañuelo como un secante. Abrió setenta u ochenta cajones en seis cuartos, dejándolos, podría decirse, con la lengua afuera, corriendo a abrir otros. Se sentía desnudo, imposibilitado de hacer algo hasta que tuviera los guantes. Podía fregar toda la casa con el pañuelo, pasándolo por todas las superficies donde había dejado quizá sus huellas digitales y luego accidentalmente tocar una pared aquí o allí, ¡sellando de ese modo su propio destino con un retorcido símbolo microscópico! ¡Sería como poner su estampilla de aprobación al crimen, eso sería! Como aquellos sellos de cera de los viejos días cuando se abrían los crujientes papiros, se hacían florecer las tintas, se espolvoreaba todo con arena, y se apretaban al pie los anillos de sello mojados en caliente cera roja. ¡Así sería si dejaba una sola, debía recordarlo, una sola huella digital en la escena! Aunque aprobara el crimen no podía llegar al extremo de ponerle un sello. ¡Más cajones! No pierdas la cabeza, mira bien, ten cuidado, se dijo a sí mismo. En el fondo del cajón ochenta y cinco encontró unos guantes. — ¡Oh, Señor, Señor! Cayó contra el escritorio, suspirando. Se probó los guantes, los alzó, los flexionó orgullosamente, los abotonó. Eran suaves, grises, gruesos, impermeables. Podía hacer cualquier cosa ahora sin dejar huellas. Se llevó el pulgar a la nariz ante el espejo de la alcoba, chasqueando la lengua. — ¡No! -gritó Huxley. Qué plan malvado había sido. Huxley había caído al piso, ¡a propósito! ¡Oh, qué hombre perversamente listo! Huxley había caído en el piso de madera, arrastrando a Acton. ¡Habían rodado dando golpes y manotazos en el piso, estampando y estampando frenéticas huellas digitales! Huxley había conseguido alejarse unos pocos centímetros, ¡y Acton se había arrastrado detrás para echarle las manos al cuello y apretárselo hasta que la vida salió de él como pasta que sale de un tubo! Con los guantes puestos, Acton volvió a la sala, y se arrodilló en el piso, y se puso laboriosamente a la tarea de limpiar cada maldito centímetro infectado. Luego se acercó a una mesa y frotó una pata, subiendo a lo largo de las molduras. Llegó arriba y tropezó con un tazón de fruta de cera. Pulió la plata afiligranada, sacó las frutas y las limpió dejando sólo la del fondo. — Estoy seguro de que no las toqué -dijo. Luego se encontró con un cuadro enmarcado que colgaba encima de la mesa. — Ciertamente, no he tocado eso -dijo. Se quedó mirándolo. Lanzó una ojeada a todas las puertas de la sala. ¿Qué puertas había abierto esa noche? No podía recordarlo. Límpialas todas, entonces. Empezó con los pestillos, hasta que resplandecieron, y luego restregó las puertas de la cabeza a los pies. No podía correr riesgos. Luego revisó todos los muebles de la sala y limpió los brazos de los sillones. — Esa silla en que estás sentado, Acton, es una vieja pieza Louis XIV. Siente ese material -dijo Huxley. — ¡No vine a hablar de muebles, Huxley! Vine por Lily. — Oh, vamos, no puedes tomarte el asunto tan en serio. Ella no te quiere, ya sabes. Me dijo que irá conmigo a México, mañana. — ¡Tú y tu dinero y tu condenado mobiliario! — Es un hermoso mobiliario, Acton. Tócalo, interpreta bien tu papel de huésped. Podían descubrirse huellas digitales en los tapizados. — ¡Huxley! -William Acton miró fijamente el cadáver-. ¿Sospechaste que iba a matarte? ¿Lo sospechó tu subconsciente, como el mío? ¿Y te dijo tu subconsciente que me hicieses correr por la casa tomando, tocando, acariciando libros, platos, puertas, sillas? ¿Eras tan inteligente y tan perverso? Limpió todos los sillones y sillas con el apretado pañuelo. Luego recordó el cuerpo. Se inclinó sobre él y lo frotó primero por este lado, luego por este otro, bruñendo todas sus superficies. Hasta lustró los zapatos, gratis. Mientras lustraba los zapatos, un leve estremecimiento de preocupación le pasó por la cara. Al fin se levantó y se acercó a la mesa. Sacó y pulió la fruta de cera del fondo del tazón. — Mejor así -murmuró, y volvió al cuerpo. Pero cuando se inclinaba hacia el cuerpo, pestañeó, y le tembló la mandíbula. Se íncorporó y se acercó otra vez a la mesa. Frotó el marco del cuadro. Mientras frotaba el marco del cuadro, descubrió... una vez más la voz de Huxley, recordando cuántas veces los había tocado. Fregó los tenedores y cucharas, y descolgó de la pared todos los platos decorativos y todas las cerámicas especiales... — Mira esta hermosa pieza de cerámica de Gertrude y Otto Nazler, Acton. ¿Conoces sus trabajos? — Es hermosa. — Tómala. Dala vuelta. Mira la hermosa delgadez del tazón, trabajado a mano en la mesa giratoria, fino como una cáscara de huevo, increíble. ¿Y el asombroso lustre volcánico? Tómalo, adelante. No me importa. Tómalo. Adelante. ¡Recógelo! Acton sollozó entrecortadamente. Lanzó la pieza contra la pared. La cerámica se hizo trizas desparramándose en copos por el piso. Un instante después Acton estaba de rodillas. Había que encontrar todos los pedazos, todos los fragmentos. ¡Tonto, tonto, tonto! se gritó a sí mismo, sacudiendo la cabeza y cerrando y abriendo los ojos y metiéndose debajo de la mesa. Encuentra todos los pedazos, idiota, no hay que olvidar uno solo. ¡Tonto, tonto! Los juntó. ¿Están todos? Los puso sobre la mesa, ante él. Miró otra vez debajo de la mesa y debajo de las sillas y los aparadores y gracias a la luz de un fósforo encontró otro fragmento más y se puso a frotar cada pedacito como si fuesen piedras preciosas. Los dejó ordenadamente sobre la brillante mesa pulida. — Una hermosa pieza de cerámica, Acton. Adelante... tócala. Acton sacó los manteles y servilletas y los frotó, y frotó las sillas y mesas y pestillos y ventanas y anaqueles y cortinas, y frotó el piso y entró en la cocina, jadeando, respirando violentamente, y se sacó el chaleco y se ajustó los guantes y frotó los cromos resplandecientes... — Te mostraré mi casa -dijo Huxley-. Ven... Y Acton limpió todos los utensilios y los grifos de bronce y las ollas, pues ahora ya no recordaba qué cosas había tocado y cuáles no. Huxley y él habían estado un rato aqui en la cocina. Huxley orgulloso de su batería, ocultando su nerviosidad ante la presencia de un potencial asesino, quizá queriendo estar cerca de los cuchillos, que podía necesitar... Habían estado un rato allí, tocando esto, aquello, alguna otra cosa, no podía recordar qué o cuánto o cuántas veces. Acton terminó con la cocina y cruzó el vestíbulo y entró otra vez en la sala donde yacía Huxley. Acton gritó. ¡Había olvidado la cuarta pared! Y mientras se había ido, las arañitas habían salido de la cuarta pared sucia y habían corrido por las paredes limpias, ensuciándolas otra vez! En el cielo raso, desde el candelero, en los rincones, en el piso, ¡un millón de tejidas telas se estremeció con su grito! Mínimas, mínimas telitas, no más grandes qué, irónicamente, tu... dedo. Mientras Acton miraba, otras telas aparecieron sobre el marco del cuadro, el tazón de fruta, el cadáver, el piso. Las huellas cubrían el cortapapeles, los cajones abiertos, la superficie de la mesa, huellas, huellas, huellas en todo, en todas partes. Acton frotó el piso furiosamente, furiosamente. Hizo rodar el cuerpo y lloró sobre él mientras lo limpiaba, y se incorporó y se acercó a la mesa y límpió la fruta en el fondo del tazón. Luego puso una silla bajo la lámpara, y se subió a la silla y limpió cada llamita colgante, sacudiéndola como una pandereta de cristal, hasta que la llama sonó como una campanilla. Luego saltó de la silla y frotó los pestillos y se subio a otras sillas y refregó las paredes más arriba y corrió a la cocina y sacó una escoba y quitó las telas de araña del cielo raso y limpió la fruta en el fondo del tazón y lavó el cuerpo y los pestillos y la platería y encontró la barandilla de la escalera y siguió la barandilla hasta el primer piso. ¡Las tres! En todas partes, con una furiosa y mecánica intensidad sonaban los relojes. Había doce cuartos abajo y ocho arriba. Imaginó los metros y metros de espacio y tiempo que necesitaba. Cien sillas, seis sillones, veintisiete mesas, seis radios. Y abajo y arriba y detrás. Separó los muebles de las paredes, y sollozando, les sacó el polvo de muchos años atrás, y se tambaleó y siguió la barandilla hacia arriba, sosteniéndose, borrando, fregando, puliendo, pues si dejaba una sola huellita se reproduciría, y habría otra vez un millón de huellas. Habría que repetir el trabajo, ¡y ya eran las cuatro! Le dolían los brazos y se le habían hinchado los ojos que se clavaban fijamente en todas las cosas, y se movía pesadamente, sobre piernas extrañas, cabizbajo, moviendo los brazos, frotando y restregando, dormitorio por dormitorio, armario por armario. Lo encontraron a las seis y media de la mañana. En el altillo. La casa entera resplandecía. Los floreros brillaban como astros de vidrio. Las sillas parecían barnizadas. Los hierros, los bronces y los cobres relucían. Los pisos chispeaban. Las barandillas centelleaban. Todo fulguraba, todo destellaba. ¡Todo era brillante! Lo encontraron en el altillo frotando los viejos baúles y los viejos marcos y las viejas sillas y los viejos juguetes y cajitas de música y floreros y cubiertos y caballos de madera y monedas polvorientas de la guerra civil. Acababa de limpiarlo todo cuando el oficial de policía entró con un revólver. — ¡He terminado! Cuando dejaba la casa, Acton frotó con su pañuelo el pestillo de la puerta de calle y cerró con un portazo triunfal. EL NIÑO INVISIBLE La vieja tomó el cucharón de hierro y la rana momificada y le dio un golpe y la pulverizó, y le habló al polvo mientras lo desmenuzaba rápidamente en sus puños de piedra. Los abalorios de sus grises ojos de pájaro chispeaban cada vez que miraba la cabaña. Una cabeza desaparecía entonces en la ventanita como sí la vieja le hubiese disparado un tiro. — ¡Charlie! -gritó la vieja-. ¡Sal de ahí! ¡Estoy preparando una magia de lagarto para abrir esa puerta herrumbrada! ¡Sal ahora y no estremeceré la tierra ni haré arder los árboles ni que el sol se ponga a mediodía! No se oía otro sonido que el de la cálida luz de la montaña en los terebintos, una ardilla copetuda que daba vueltas y vueltas sobre un verde tronco mohoso, las hormigas que se movían en una delgada línea castaña, a los pies desnudos y de venas azules de la vieja. — ¡Hace dos días que estás ahí muriéndote de hambre, condenado! -jadeó la vieja, haciendo sonar el cucharón sobre una piedra chata. Los golpes sacudían la bolsa gris de los milagros que le colgaba de la cintura. Un sudor agrio le corría por la cara. Se incorporó y fue hacia la cabaña, con la carne pulverizada en la mano-. ¡Sal de ahí! -Echó una pizca de polvo en el interior de la cerradura-. Muy bien, ¡iré a buscarte! -resolló. Hizo girar el pestillo con una mano de color de nogal, primero hacia un lado, luego hacia el otro. — Oh, Señor -entonó-, ¡ábreme esta puerta! Nada se abrió, y la vieja añadió otro filtro y retuvo el aliento. Su larga y sucia falda azul susurró mientras miraba en la bolsa de sombra buscando algún monstruo escamoso, algún encantamiento de mayor poder que la rana que había matado meses atrás para una crisis como ésta. Oyó la respiración de Charlie junto a la puerta. Sus padres habían escapado a alguna ciudad de Ozark en los primeros días de aquella semana, abandonándolo, y Tom había corrido diez kilómetros hasta la casa de la vieja. Ella era una especie de tía o prima, y a él no le importaban sus hábitos. Pero luego, hacia dos días, la vieja se había acostumbrado ya a la compañía de Charlie, y había decidido quedarse con él. Le había pinchado el delgado hueso del hombro, había chupado tres perlas de sangre, y las había escupido por encima del hombro derecho, clavando al mismo tiempo la mano izquierda en el cuerpo del chico y gritando: — ¡Mi hijo eres, eres mi hijo, para toda la eternidad! Charlie, saltando como una liebre asustada, se había lanzado de cabeza a un matorral, decidido a volver a su casa. Pero la vieja, escurriéndose como una lagartija, lo había acorralado, y Charlie se había metido entonces en la vieja cabaña y no quería salir, aunque ella golpeara la puerta, la ventana o algún agujero en la madera, o preparase sus hogueras rituales, explicándole que él era ahora realmente su hijo, sin discusión. — ¿Charlie, estás ahí? -preguntaba la vieja abriendo agujeros en la madera de la puerta con sus brillantes ojitos astutos. — Estoy aquí -respondió Charlie al fin, muy cansado. Quizá Charlie caería al suelo en cualquier momento. La vieja movía esperanzadamente el pestillo. Quizás había puesto demasiado polvo de rana y había atascado la puerta. Ella ponía siempre un poco de más o un poco de menos en sus milagros. Nunca los hacía exactamente. ¡Al diablo con ellos! — Charlie, sólo quiero charlar con alguien de noche, alguien para calentarme con él las manos al fuego. Alguien que me traiga la leña a la mañana, y cuide las chispas Charlie hundió los desnudos dedos de un pie en la tierra, contemplativamente. — Bueno -dijo-, al fin y al cabo soy invisible por un hechizo. Me divertiré un tiempo. Tendré mucho cuidado, eso es todo. No me pondré delante de los carros y los caballos y papá. Papá dispara su escopeta en cuanto oye un ruidito. -Charlie parpadeó-. Bueno, papá hasta podría dispararme una andanada algún día, pensando que soy una ardilla que se metió en el patio. Oh... La vieja asintió ante un árbol. — Así es. — Bueno -decidió Charlie lentamente-. Me quedaré invisible esta noche y mañana puedes volverme como antes, vieja. — Siempre queriendo ser lo que no se puede -le apuntó la vieja a un escarabajo sobre un leño. — ¿Qué quieres decir? -preguntó Charlie. — Trabajé mucho para hacerte invisible -explicó la vieja-. Me llevará un tiempo borrarlo todo. Es como borrar una capa de pintura, hijo. — ¡Tú! -gritó Charlie-. ¡Me hiciste esto! ¡Vuélveme como antes, hazme visible! — Calma -dijo ella-. Te iré haciendo visible, pero por partes. Primero una mano, o un pie. — ¿Y qué pareceré andando por las lomas mostrando sólo una mano? — Un pájaro de cinco alas que se posa en las piedras y los matorrales. — ¡O mostrando un pie! — Un conejito rosado que salta en la hierba. ¡O con una cabeza flotante! — Un globo peludo en la feria! — ¿Y cuánto tardaré en aparecer todo? -preguntó Charlie. La vieja pensó un rato y dijo al fin que quizás todo un año. Charlie gruñó, y se echo a llorar, mordiéndose los labios y apretando los puños. — Me encantaste, hiciste esto, me lo hiciste a mi. ¡Ahora no podré volver a casa! La vieja guiñó un ojo. — Pero puedes quedarte aquí, hijo mío. Vivirías aquí cómodamente y yo te conservaré gordo y sano. — ¡Me hiciste esto a propósito! -clamó el chico-. ¡Vieja bruja! ¡Para que me quedase contigo! Echó a correr entre los arbustos. — ¡Charlie, vuelve! No hubo otra respuesta que el sonido de los pasos de Charlie en la suave hierba oscura, y un húmedo sollozo que se perdió rápidamente a lo lejos. La vieja esperó y luego preparó el fuego. — Volverá -susurró, y pensando en sí misma se dijo-: Y ahora tengo compañía para la primavera y el invierno. Más tarde, cuando esté cansada de él y desee un poco de silencio lo mandaré de vuelta a su casa. Charlie volvió silenciosamente con el primer gris del alba, y se acercó a la vieja que se había acostado como una vara descolorida ante las desparramadas cenizas. Se sentó en las piedras de un arroyo y la miró fijamente. Ella no se atrevía a mirarlo, o a mirar por encima de él. El chico no había hecho ningún ruido. ¿Cómo podía saber ella que andaba por allí? Charlie siguió sentado en las piedras, con huellas de lágrimas en las mejillas. Fingiendo que despertaba -aunque no había podido conciliar el sueño desde el fin de la última noche- la vieja se incorporó gruñendo y bostezando, y volviéndose hacia el alba. — ¿Charlie? Los ojos de la vieja pasaron de los pinos al suelo, al cielo, a las lomas lejanas. Llamó a Charlie, una y otra vez, y sintió la tentación de quedarse mirándolo, como si no ló viese, pero se contuvo. — ¿Charlie? ¡Oh, Charles! -llamaba, y escuchaba como los ecos repetían el llamado. Charlie, de pronto, sonrió un poco, con una mueca, sabiendo que aunque él estaba allí, cerca de élla, la vieja debía de sentirse sola. Quizá sentía crecer en él un poder secreto, quizá se sentía seguro ante el mundo; indudablemente su invisibilidad lo complacía. — ¿Pero dónde puede estar ese muchacho? -dijo la vieja en voz alta-. Si por lo menos hiciese un ruido y yo supiese dónde está exactamente, quizá podría servirle el desayuno. Preparó las vituallas de la mañana, irritada por la continua inmovilidad de Charlie. Ahumó el jamón en una vara de nogal. — Este olor lo arrastrará por la nariz -murmuró. Mientras estaba de espaldas, Charlie se acercó, arrebató el jamón y lo devoró rápidamente. La vieja se volvió gritando: — ¿Charlie, eres tú? Charlie se limpió la boca con el dorso de la muñeca. La vieja corrió por el claro, como si tratase de encontrar a Charlie. Al fin, fue rectamente hacia él, con las manos extendidas, como a tientas. — Charlie, ¿dónde estás? Como un relámpago, Charlie se hizo a un lado, saltando, esquivándola. La vieja tuvo que dominarse para no echar a correr detrás; pero no es posible perseguir a niños invisibles, así que se sentó, enfurruñada, farfullando, y se puso a freír más jamón. Pero cada vez que cortaba una lonja aparecía Charlie y se la llevaba del fuego, corriendo. Al fin, con las mejillas encendidas, la vieja gritó: — ¡Sé dónde estás! ¡Ahí! ¡Te oigo correr! -Señaló un punto cercano a Charlie, no demasiado cercano. Charlie corrió otra vez-. ¡ Estás ahí ahora! -gritó la vieja-. ¡Ahí, y ahí! -Y apuntó a todos los lugares en que había estado los últimos cinco minutos. Te oigo doblar una brizna de hierba, romper una flor, quebrar una ramita. Tengo finas orejas de caracol, delicadas como rosas. ¡Puedo oir cómo se mueven las estrellas! Charlie trotaba silenciosamente entre los pinos, dejando la estela de su propia voz: — ¡No puedes oírme cuando estoy quieto en una roca! Charlie se pasó el día en el observatorio de una roca, golpeado por el viento claro, inmóvil, y chupándose la lengua. La vieja juntó leña en el bosque, sintiendo los ojos de Charlie en su espalda. Tenía deseos de gritar: "Oh, te veo, te veo. ¡Bromeaba cuando hablaba de niños invisibles!" Pero tragaba saliva y apretaba los dientes. A la mañana siguiente Charlie empezó a mostrarse rencoroso. Saltaba de detrás de los árboles, con caras de escuerzo, de rana, de araña, abriéndose la boca con los dedos, sacando los ojos, empujándose la nariz hacia atrás de modo que era posible verle el cerebro, cómo pensaba. En una ocasión la vieja dejó caer la leña. Fingió que un grajo la había asustado. Otra vez Charlie se acercó a ella con las manos abiertas como si fuese a estrangularla. La vieja se estremeció ligeramente. Charlie se acercó de nuevo como si fuese a patearle la pierna y escupirle la cara. La vieja soportó esto sin un pestañeo ni un movimiento de la boca. Charlie sacó la lengua, haciendo unos raros y feos ruidos. Movió las orejas y la vieja tuvo que contener la risa. Pero al fin se rió y se justificó en seguida diciendo: — ¡Me senté en una salamandra! ¡Cómo saltó! Al mediodía aquella locura había llegado a alturas terribles. ¡Pues Charlie vino corriendo valle abajo totalmente desnudo! La vieja casi cayó de espaldas, escandalizada. — ¡Charlie! -estuvo a punto de gritar. Charlie corrió desnudo por una falda de la loma y bajó desnudo por la otra, desnudo como el dia, desnudo como la luna, como el sol o un pollo recién nacido, con los pies brillantes y veloces como las alas de un colibrí que se desliza a ras de tierra. La vieja había encerrado la lengua en la boca. ¿Qué podía decir? ¿Charlie, vístete? ¿Ten vergüenza? ¿No hagas esas cosas? ¿Podía acaso? Oh, Charlie, Charlie, Dios mío. ¿Qué podía decirle ella? Lo vio bailar sobre una roca, saltando hacia arriba y hacia abajo, desnudo como en el día de su nacimiento, con los pies desnudos, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos, y sacando y metiendo el estómago como un globo de circo que se infla y se desinfla. La vieja cerró fuertemente los ojos y rezó. Tres horas más tarde suplicó: — ¡Charlie, Charlie, ven! ¡Quiero decirte algo! Charlie cayó de alguna parte como una hoja otoñal, vestido de nuevo, gracias al Señor. — Charlie -dijo la vieja mirando los pinos-. Te veo el dedo pulgar del pie derecho. Ahí está. — ¿Lo ves? -dijo Charlie. — Sí -dijo la vieja muy tristemente-. Es como un escuerzo en el pasto. Y ahí está tu oreja izquierda, suspendida en el aire como una mariposa rosada. Charlie bailó. — ¡Me estoy formando! ¡Me estoy formando! La vieja asintió con un movimiento de cabeza. — ¡Ahí viene tu tobillo! — ¡Dame los dos pies! -ordenó Charlie. — Ya los tienes. — ¿Y mis manos? — Veo una que te sube por la rodilla como una araña. ¿Y la otra? — Te está subiendo también. — ¿Tengo un cuerpo? — Está asomando muy bien. — Necesito la cabeza para ir a casa, vieja. Para ir a casa, pensó ella con cansancio. — ¡No! -dijo, terca y enojada-. No, no tienes cabeza. ¡Sin cabeza! -gritó. Charlie quedaría así hasta el último momento-. ¡Sin cabeza! ¡Sin cabeza! -insistió. — ¿Sin cabeza? -gimió Charlie. — Oh, oh, Dios mío, sí, sí, ¡tienes tu condenada cabeza! -estalló la vieja-. ¡Devuélveme ahora el murciélago con la aguja en el ojo! Charlie le tiró el talismán. — ¡Jaaaa! ¡Yuuuu! El grito de Charlie corrió por el valle y mucho después de haber desaparecido camino de su casa, la vieja escuchó y escuchó sus ecos. Luego tomó su leña con una enorme y seca fatiga y emprendió la marcha hacia su choza, suspirando, hablando. Y Charlie la siguió todo el camino, realmente invisible esta vez, de modo que ella no podía verlo, sólo oírlo, como una piña que cae desde un árbol, o una profunda corriente subterránea, o una ardilla que corre por un tronco; y junto al fuego, a la hora del crepúsculo, la vieja se sentó junto a Charlie, él totalmente invisible, y ella ofreciéndole una lonja de jamón que él no podía tomar, así que se la comía ella, y luego preparó algunos encantamientos y se durmió con Charlie, un Charlie de ramas y andrajos y guijarros, pero tibio aún y su hijo, verdaderamente su hijo, dormido y hermoso entre los estremecidos brazos de su madre... y hablaron de cosas doradas con voces somnolientas, hasta que lentamente, lentamente, el alba marchitó el fuego. — ¡Pero oh, emperador! -suplicó el hombre alado, de rodillas, con lágrimas que le rodaban por la cara-. ¡He hecho algo parecido! He descubierto belleza. He volado con el viento de la mañana. He contemplado las casas dormidas y los jardines. He olido el mar, y hasta lo he visto más allá de las montañas. Y me he deslizado en el aire como un pájaro; oh, no puedo decir qué hermoso era estar allá arriba, en el cielo, con el viento alrededor, el viento que soplaba sobre mí ora como una pluma, ora como un abanico, y cómo olía el cielo en la mañana. ¡Y qué libre me sentía! ¡Eso es hermoso, emperador, eso también es hermoso! — Sí -dijo el emperador tristemente-. Sé que debe de ser así. Pues sentí que mi corazón se movía contigo en el aire y me pregunté: ¿Cómo será eso? ¿Cómo se sentirá uno? ¿Qué parecerán los lagos desde allá arriba? ¿Y mis casas y sirvientes? ¿Como hormigas? ¿Y las ciudades lejanas que aún no han despertado? — ¡Entonces perdóname la vida! — Pero a veces -dijo el emperador aún más tristemente- uno debe renunciar a ciertas pequeñas bellezas si se quiere conservar la que se tiene. No te temo a ti, pero temo a otro hombre. — ¿Qué hombre? — Algún otro hombre que al verte hará una máquina de bambú y papeles brillantes como la tuya. Pero ese otro hombre tendrá una cara malvada y un corazón malvado, y la belleza habrá desaparecido. Temo a ese hombre. — ¿Por qué? ¿Por qué? — ¿Quién puede decir que ese hombre, un día, no volará en un aparato de papel y cañas y arrojará grandes piedras sobre la Gran Muralla china? -preguntó el emperador. Nadie se movió o habló. — Córtale la cabeza -dijo el emperador. El verdugo dejó caer el hacha de plata. — Quemad la cometa y el cuerpo del inventor y enterrad juntas las cenizas -dijo el emperador. Los guardias se retiraron a cumplir las órdenes. El emperador se volvió hacia el sirviente que había visto volar al hombre. — Cierra la boca. Todo fue un sueño. Un sueño muy triste y muy hermoso. Y a aquel labrador que también vio, dile que le pagaré para que piense que fue sólo una visión. Si esto se divulga alguna vez, tú y el labrador moriréis inmediatamente. — Sois misericordioso, emperador. — No, no soy misericordioso -dijo el anciano. Más allá del jardin vio a los guardias que quemaban la hermosa máquina de papel y cañas que olía al viento de la mañana. Vio que el humo oscuro subía al cielo. Sólo perplejo y temeroso. -Vio que los guardias cavaban un pozo para enterrar las cenizas-. ¿Qué es la vida de un hombre contra la de millones? Debo consolarme con este pensamiento. Sacó la llave de la cadena que llevaba al cuello y dio cuerda una vez más al hermoso jardín en miniatura. Se quedó mirando las tierras que llegaban a la Gran Muralla, la pacífica ciudad, los prados verdes, los ríos y arroyos. Suspiró. En el jardincito susurró la oculta y delicada maquinaria y se puso en movimiento; los hombrecitos paseaban por los bosques, las caritas asomaban en las sombras matizadas por el sol, y entre los arbolitos unos brillantes trocitos de canción azules y amarillos, volaban, volaban en aquel pequeño cielo. — Oh -dijo el emperador, cerrando los ojos- mira los pájaros, mira los pájaros. EL ASESINO La música se movía con él por los blancos pasillos. Pasó ante una puerta de oficina: La Viuda Alegre. Otra puerta: La Siesta De Un Fauno. Una tercera: Bésame Otra Vez. Dobló en un corredor. La Danza De Las Espadas lo sepultó bajo címbalos, tambores, ollas, sartenes, cuchillos, tenedores, un trueno y un relámpago de estaño. Todo quedó atrás cuando llegó a una antesala donde una secretaria estaba hermosamente aturdida por la Quinta de Beethoven. Pasó ante los ojos de la muchacha como una mano; ella no lo vio. La radio pulsera zumbó. — ¿Si? — Es Lee, papá. No olvides mi regalo. — Sí, hijo, sí. Estoy ocupado. — No quería que te olvidases, papá -dijo la radio pulsera. Romeo y Julieta de Tchaikovsky cayó en enjambres sobre la voz y se alejó por los largos pasillos. El psiquiatra caminó en la colmena de oficinas, en la cruzada polinización de los temas. Stravinsky unido a Bach, Haydn rechazando infructuosamente a Rachmaninoff, Schubert golpeado por Duke Ellington. El psiquiatra saludó con la cabeza a las canturreantes secretarias y a los silbadores médicos que iban a iniciar el trabajo de la mañana. Llegó a su oficina, corrigió unos pocos textos con su lapicera, que cantó entre dientes, luego telefoneó otra vez al capitán de policía del piso superior. Unos pocos minutos más tarde, parpadeó una luz roja, y una voz dijo desde el cielo raso: — El prisionero en la cámara de entrevistas numero nueve. Abrió la puerta de la cámara, entró, y oyó que la cerradura se cerraba a sus espaldas. — Váyase -dijo el prisionero, sonriendo. La sonrisa sobresaltó al psiquiatra. Una sonrisa soleada y agradable, que iluminaba brillantemente el cuarto. El alba entre lomas oscuras. El mediodía a medianoche, aquella sonrisa. Los ojos azules chispearon serenamente sobre aquella confiada exhibición de dientes. — Estoy aqui para ayudarlo -dijo el psiquiatra frunciendo el ceño. Había algo raro en el cuarto. El médico había titubeado al entrar. Miró alrededor. El prisionero se rió. — Si está preguntándose por qué hay aquí tanto silencio, deshice la radio a puntapiés. Violento, pensó el doctor. El prisionero le leyó el pensamiento, sonrió, y extendió una mano suave. — No, sólo con las máquinas que chillan y chillan. En la alfombra gris se veían pedazos de cable y lámparas de la radio de pared. Sintiendo sobre él aquella sonrisa como una lámpara calorífera, el psiquiatra se sentó frente a su paciente, en un silencio insólito que era como la amenaza de una tormenta. — ¿Es usted el señor Albert Brock que se llama a si mismo El Asesino? Brock asintió agradablemente. — Antes de empezar. -Se movió con rapidez y sin ruido y le sacó al doctor la radio pulsera. La mordió como si fuese una nuez, y la radio crujió y estalló. Brock se la devolvió al médico como si le hubiese hecho un favor-. Es mejor así. El psiquiatra se quedó mirando el arruinado aparato. — Su cuenta de daños y perjuicios está creciendo. — No me importa -sonrió el paciente-. Como dice la vieja canción: ¡No me importa lo que pasa! El hombre tarareó. — ¿Empezamos? -dijo el psiquiatra. — Muy bien. Mi primera víctima, o una de las primeras, fue el teléfono. Un crimen espantoso. Lo eché en el sumidero mecánico de mi cocina. Puse el aparato en punto medio. El pobre teléfono murió por estrangulación lenta. Luego maté a tiros el televisor. — Mmm -dijo el psiquiatra. — Le disparé seis tiros en el cátodo. Se oyó un hermoso tintineo, como una araña de luces que cae al piso. — Linda imagen. — Gracias, siempre soñé con ser escritor. — ¿Por qué no me dice cuando empezó a odiar el teléfono? — Me aterrorizaba ya en la infancia. Un tío mío lo llamaba la máquina de los fantasmas. Voces sin cuerpo. Me ponía los pelos de punta. Más tarde, nunca me sentí cómodo. El teléfono me parecía un instrumento impersonal. Si a él se le ocurría, dejaba que la personalidad de uno fuese por sus cables. Si no lo quería así, lo mismo le sacaba a uno la personalidad hasta que por el otro extremo salía una voz de pescado frío, toda acero, cobre, plásticos, sin calor, sin realidad. Es fácil decir alguna inconveniencia cuando se habla por teléfono; el teléfono cambia el significado de las frases. Y al fin uno se entera de que se ha ganado un enemigo. Luego, por supuesto, el teléfono es algo tan conveniente. Ahí está, exigiendo que uno llame a alguien que no quiere que lo llamen. Mis amigos estaban siempre llamando, llamando, llamándome. Demonios, no me dejaban tiempo para nada. Cuando no era el teléfono, era la televisión, la radio, el fonógrafo. Cuando no era la televisión, la radio o el fonógrafo eran las películas en el cine de la esquina, películas proyectadas en nubes bajas, con publicidad. Ya no llueve más agua, llueve espuma de jabón. Cuando no eran los anuncios en nubes de alta visibilidad, era la música de Mozzek en todos los restaurantes; música y anuncios en los ómnibus que me llevaban al trabajo. Cuando no era la música, eran los intercomunicadores de la oficina, y la cámara de horror de una radio pulsera desde donde mis amigos y mi mujer me llamaban cada cinco minutos. ¿Qué hay en esas conveniencias que las hace parecer tan tentadoramente convenientes? El hombre común piensa: Aquí estoy, dispongo de tiempo, y aquí en mi muñeca hay un teléfono pulsera. ¿Por qué no llamar al viejo Joe, eh? "¡Hola, hola!" Quiero mucho a mis amigos, a mi mujer, la humanidad. Pero cuando mi mujer me llama para preguntarme: "¿Dónde estás ahora, querido?", y un amigo me llama y dice: "¿Conoces este chiste verde? Parece que una vez un tipo..." Y un desconocido me llama y grita: "Esta es la encuesta Encuentra-Rápido. ¿Qué caramelo de goma está masticando en este instante?" ¡Bueno! — ¿Cómo se sentía durante la semana? — Al borde del precipicio. Aquella misma mañana hice eso en la oficina. — ¿Qué fue? — Eché un vaso de agua en el intercomunicador. El psiquiatra anotó en su libreta. — ¿Y el sistema se cerró? — ¡Magníficamente! ¡El cuatro de julio en ruedas! Dios mío, las estenógrafas corrían de un lado a otro como perdidas. ¡Qué confusión! — ¿Se sintió mejor durante un tiempo, eh? — ¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: "Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted?" En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera! — ¿Se sintió mejor aún, eh? — ¡Cada vez mejor! -Brock se frotó las manos-. ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas "conveniencias"? "¿Conveniente para quién?" grité. Conveniente para los amigos. "Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hilís. Acabo de abrir una botella de whiskey, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!" Conveniente para mi mismo. ¡Un alza repentina en las ventas de helado de chocolate! — Entiendo -dijo el psiquiatra. — ¿Puedo volver a mi hermosa celda privada, donde podré estar solo y en silencio durante seis meses? — Sí -dijo el psiquiatra en voz baja. — No se preocupe por mí -dijo el señor Brock incorporándose-. Me voy a entretener un tiempo metiéndome ese blando, suave y callado material en las orejas. — Mmm -dijo el psiquiatra yendo hacia la puerta. — Saludos -dijo el señor Brock. — Sí -dijo el psiquiatra. Apretó el botón oculto de acuerdo con la clave. La puerta se abrió, el psiquiatra salió del cuarto, la puerta se cerró. El psiquiatra atravesó oficinas y corredores. Los primeros veinte metros de su marcha fueron acompañados por El tamboril chino. Luego se oyó Tzigana, Passacaglia y fuga en algo menor, El paso del tigre, El amor es como un cigarrillo. Sacó la radio pulsera rota del bolsillo como una manta reiigiosa muerta. Entró en su oficina. Sonó un timbre. Una voz vino del cielo raso: — ¿Doctor? — Acabo de terminar con Brock. — ¿Diagnóstico? — Parece completamente desorientado, pero jovial. Rehusa aceptar las más simples realidades de su ambiente, y cooperar con ellas. — ¿Pronóstico? — Indefinido. Lo dejé disfrutando con un trozo de material invisible. Llamaron tres teléfonos. Un duplicado de su radio pulsera zumbó en un cajón del escritorio como una langosta herida. El intercomunicador lanzó una luz rosada y un clic-clic. Llamaron tres teléfonos. El cajón zumbó. Entró música por la puerta abierta. El psiquiatra, tarareando entre dientes, se puso la nueva radio pulsera en la muñeca, abrió el intercomunicador, habló un momento, atendió un teléfono, habló, atendió otro teléfono, habló, atendió un tercer teléfono, habló, tocó el botón de la radio pulsera, habló serenamente y en voz baja, con una cara descansada y tranquila, mientras se oía música y las luces se apagaban y encendían, los dos teléfonos llamaban otra vez, y él movía las manos, y la radio pulsera zumbaba, y los intercomunicadores conversaban, y unas voces hablaban desde el techo. Y así siguió serenamente el resto de una larga y fresca tarde de aire acondicionado; teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera, intercomunicador, teléfono, radio pulsera... LA DORADA COMETA, EL PLATEADO VIENTO — ¿La forma de un cerdo? -preguntó el mandarín. — La forma de un cerdo -respondió el mensajero y partió. — ¡Oh, que mal día en un mal año! -exclamó el mandarín- cuando yo era niño, la ciudad de Kwan-Si, del otro lado de la montaña, era muy pequeña. Pero ahora ha crecido tanto que le pondrán una muralla. — Pero, ¿por qué una muralla a tres kilómetros de distancia enoja y entristece a mi buen padre? -preguntó serenamente la hija del mandarín. — Esa muralla -dijo el mandarín- ¡tiene la forma de un cerdo!. ¿No entiendes?, la muralla de nuestra ciudad tiene forma de una naranja. ¡El cerdo nos devorará velozmente! — Ah. El mandarín y su hija se quedaron pensando. La vida estaba llena de presagios. En todas partes acechaban demonios. La muerte nadaba en la humedad de un ojo, el giro de un ala de gaviota significaba lluvia, un abanico sostenido así, la teja de un techo, y sí, hasta la muralla de una ciudad era de enorme importancia. Turistas y viajeros, caravanas de músicos, artistas, al llegar a estas dos ciudades, interpretando los signos dirían: "¿Una ciudad con forma de una naranja? ¡No, entraré en la ciudad con forma de cerdo y prosperaré, y comeré y engordaré, y tendré suerte y riquezas!". El mandarín sollozó. — ¡Todo está perdido!. Estos símbolos y signos me aterrorizan. Vendrán días malos para nuestra ciudad. — Entonces -dijo la hija-, llama a los mamposteros y los constructores de templos. Yo te hablaré desde detrás de la cortina de seda y tú sabrás que decirles. El desesperado anciano golpeó las manos. — ¡Oh mamposteros! ¡Oh, constructores de ciudades y palacios! Los hombres que conocían el mármol y el granito, el ónix y el cuarzo llegaron rápidamente. El mandarín los miró intranquilo, atendiendo al susurro que debía llegar de la cortina de seda, detrás de su trono. — Os he llamado... -dijo el susurro. — Os he llamado -dijo el mandarín-, porque nuestra ciudad tiene forma de una naranja, y la vil ciudad de Kwan-Si tiene ahora la forma de un cerdo voraz. Los mamposteros gimieron y lloraron. La muerte hizo sonar su bastón en el patio del palacio. La pobreza tosió en las sombras de la antesala. — Y por lo tanto -dijo el susurro, dijo el mandarín-, vosotros, constructores de murallas, ¡traeréis herramientas y piedras y cambiareis la forma de nuestra ciudad! Los arquitectos y albañiles abrieron la boca. El mandarín mismo abrió la boca ante lo que había dicho. El susurro susurró. El mandarín siguió diciendo: — ¡Y daréis a las murallas la forma de un garrote que golpeará al cerdo y lo hará huir! Los mamposteros se incorporaron, gritando. Hasta el mandarín, deleitado ante las palabras que habían salido de su boca, aplaudió descendiendo del trono. — ¡De prisa! -gritó- ¡A trabajar! Cuando se fueron los hombres, sonrientes y animados, el mandarín se volvió cariñosamente hacia la cortina de seda. — Hija -murmuró-, quiero abrazarte. No hubo respuesta. El mandarín miró del otro lado de la cortina. Ella se había ido. Cuánta modestia, pensó el mandarín. Se ha escapado dejándome con el triunfo, como si fuera mío. Las nuevas corrieron por la ciudad, y todos aclamaron al mandarín. Se llevaron piedras a las murallas. Los fuegos artificiales se dejaron a un lado, y los demonios de la muerte y de la pobreza no se detuvieron allí, pues todos trabajaban juntos. Al terminar el mes, habían cambiado la muralla. Era ahora una gran clava para alejar cerdos, jabalíes y hasta leones. El mandarín dormía todas las noches como un zorro feliz. — Me gustaría ver al mandarín de Kwan-Si cuando oiga las noticias. ¡Qué pandemonio y qué histeria! Querrá arrojarse de lo alto de una montaña. Un poco más de vino, oh hija que piensa como un hijo. Pero la alegría es como una flor invernal, muere rápidamente. La misma tarde un mensajero entró corriendo en la sala de audiencias: — ¡Oh mandarín, enfermedades, penas, terremotos, plagas de langostas y pozos de agua envenenada! El mandarín se estremeció. La ciudad de Kwan -dijo el mensajero-, si tenia forma de cerdo y que hicimos retroceder transformando nuestras murallas en un poderoso garrote, ha cambiado nuestro triunfo en cenizas. ¡Han construido las murallas de la ciudad como una gran hoguera para quemar nuestro garrote! El corazón del mandarín se encogió como un fruto otoñal en un viejo árbol. — ¡Oh dioses! Los viajeros nos despreciarán, los comerciantes, al leer los símbolos, darán la espalda al garrote, destruido tan fácilmente, e irán hacia el fuego, que todo lo conquista. — No -dijo un suspiro como un copo de nieve detrás de la cortina de seda. — No -dijo el sorprendido mandarín. — Dile a los constructores -dijo el susurro que era como una gota de lluvia- que den a nuestras murallas la forma de un lago brillante. El mandarín lo dijo en voz alta para gran alivio de su corazón. — Y con ese lago -dijeron el susurro y el viejo- ¡Apagaremos el fuego para siempre! La alegría ilumino a la ciudad que había sido salvada otra vez por el magnífico Emperador de las Ideas. Corrieron a las murallas y las transformaron otra vez, cantando, no tan alto como antes, por supuesto, pues estaban cansados, y no tan rápidamente, pues como habían tardado un mes en modificar la muralla anterior, habían tenido que abandonar los negocios y las cosechas y estaban un poco mas débiles y eran un poco más pobres. Desde entonces los días se sucedieron horribles y maravillosos, encerrándose unos en otros como un nido de terribles cajas. — Oh, emperador -gritó entonces el mensajero- ¡Kwan-Si ha cambiado sus murallas, y son ahora una boca que se beberá nuestro lago! — Entonces -dijo el Emperador de pie, muy cerca de la cortina de seda-, ¡que se transformen nuestros muros en una aguja que coserá esa boca! — ¡Emperador! -dijo el mensajero- ¡Transformaron sus murallas en una espada para quebrar nuestra aguja! El emperador se mantenía en pie agarrándose desesperadamente a la cortina de seda. — ¡Entonces cambiar las piedras, que se transformen en una vaina para guardar la espada! — ¡Misericordia! -lloró el mensajero a la mañana siguiente- Trabajaron toda la noche y transformaron la muralla en un rayo que destruirá la vaina. La enfermedad se extendió por la ciudad como una jauría de perros salvajes. Las tiendas se cerraron. La población, que había trabajado durante meses interminables cambiando las murallas, se parecía a la muerte misma, entrechocando los blancos huesos como instrumentos musicales en el viento. Empezaron a aparecer funerales en las calles, aunque era pleno verano, y tiempo de cosechar y recoger. El mandarín cayó tan enfermo que tuvo que instalar la cama junto a la cortina de seda, y allí estaba, impartiendo miserablemente sus ordenes arquitectónicas. La voz de detrás de la cortina era débil también ahora, y lánguida, como el viento en los aleros. — Sí, a Lagos. Un pueblo al norte de la ciudad de México. — Lo siento, señor Ramírez. — Ya guardé mis cosas -dijo el señor Ramírez roncamente, parpadeando con rapidez y moviendo ante él unas manos impotentes. Los policías no lo tocaban. No era necesario. — Aquí está la llave, señora O'Brian -dijo el señor Ramírez-. Ya tengo mi valija. La señora O'Brian advirtió por primera vez que había una valija detrás del señor Ramírez, en el porche. El señor Ramírez miró otra vez la gran cocina, y a los niños que comían y los brillantes cubiertos de plata y el lustroso piso encerado. Se volvió y miró largo rato la casa vecina, de tres pisos, alta y hermosa. Miró los balcones y las escaleras de emergencia, y las escaleras de los porches de atrás, y la ropa blanca que colgaba de los alambres y chasqueaba con el viento. — Fue usted un buen inquilino -dijo la señora O'Brian. — Gracias, gracias, señora O'Brian -dijo el señor Ramírez suavemente, y cerró los ojos. La señora O'Brian estaba en el umbral, con una mano apoyada en la puerta entreabierta. Uno de los hijos dijo que se enfriaba la cena, pero ella se volvió meneando la cabeza y miró otra vez al señor Ramírez. Recordó un paseo que había hecho una vez a algunos pueblos mexicanos de la frontera, los días calurosos, los innumerables grillos que saltaban y caían o yacían muertos y quebradizos como los pequeños cigarros en los alféizares de las tiendas, y las acequias que llevaban el agua del río a las chacras lejanas, los sucios caminos, las hierbas secas. Recordó los pueblos silenciosos, la cerveza tibia, las comidas pesadas y calientes. Recordó los lentos caballos de tiro y los conejos sedientos en el camino. Recordó las montañas de hierro y los valles polvorientos y las playas que se extendían centenares de kilómetros sin otro sonido que el de las olas... ningún coche, ningún edificio, nada. — Lo siento de veras, señor Ramírez. — No quiero volver, señora O'Brian -dijo él débilmente-. Me gusta aquí. Quiero quedarme. He trabajado. Tengo dinero, y soy presentable, ¿no es así? ¡No quiero volver! — Lo siento, señor Ramírez -dijo ella-. Me gustaría poder hacer algo. — Señora O'Brian -gritó el señor Ramírez de pronto, con lágrimas en los ojos. Extendió las manos y apretó fervientemente la mano de la mujer, sacudiéndosela, retorciéndosela, acercándola a él-. ¡Señora O'Brian, nunca más la veo, nunca más la veo! Los policías sonrieron, pero el señor Ramírez no lo notó, y las sonrisas murieron pronto. — Adiós, señora O'Brian. Ha sido muy buena conmigo. Oh, adiós, señora O'Brian. Nunca más la veo. Los policías esperaron a que el señor Ramírez se volviera, recogiera la valija, y se alejara. Luego lo siguieron, llevándose la mano a las gorras para saludar a la señora O'Brian. La mujer miró cómo bajaban los escalones del porche. Luego cerró suavemente la puerta y se acercó lentamente a su silla y la mesa. Apartó la silla y se sentó. Tomó el cuchillo y el tenedor y empezó otra vez con la carne asada. — Apresúrate, mamá -dijo uno de los hijos-. Debe de estar fría. La señora O'Brian se llevó un bocado a la boca y masticó largo rato, lentamente. Al fin se quedó mirando la puerta cerrada. Dejó en la mesa el cuchillo y el tenedor. — ¿Qué te pasa, mamá? -le preguntó su hijo. — Acabo de darme cuenta -dijo la señora O'Brian llevándose la mano a la cara-. No volveré a ver al señor Ramírez. BORDADO En el porche oscuro, en las últimas horas de la tarde, había un relampagueo de agujas, como el movimiento de un enjambre de insectos de plata a la luz. Las tres mujeres torcían la boca sobre el trabajo. Inclinaban los cuerpos hacia atrás, y luego imperceptiblemente hacia delante, moviendo las sillas mecedoras, y murmuraban. Cada una de las mujeres se miraba las manos como si hubiesen descubierto de pronto que allí golpeaban sus corazones. — ¿Qué hora es? — Las cinco menos diez. — Tengo que levantarme y pelar esos guisantes para la cena. — Pero... -dijo una. — Oh sí, me había olvidado. Tonta de mí... La primera mujer se detuvo, dejó el bordado y la aguja, y miró por la puerta abierta del porche el tibio interior de la casa silenciosa, la callada cocina. Alli sobre la mesa, como los más puros simbolos de vida doméstica que ella hubiese podido ver, descansaba el montón de guisantes recién lavados, en sus limpias y elásticas cáscaras, esperando que unos dedos los trajeran al mundo. — Ve a pelarlos si te hace feliz -dijo la segunda mujer. — No -dijo la primera-. No quiero. No quiero realmente. La tercera mujer suspiró. Bordó una rosa, una hoja, una margarita en un campo verde. La aguja de bordar se alzaba y desaparecía. La segunda mujer estaba trabajando en el más fino, el más delicado bordado de los tres, dando hábiles puntadas, lanzando la aguja por innumerables caminos. Su rápida y negra mirada acompañaba todos los movimientos. Una flor, un hombre, un camino, un sol, una casa; la escena crecía bajo su mano; una belleza en miniatura, perfecta en todos los hilados detalles. — En momentos como éste parecería que una vuelve siempre a sus manos -dijo, y las otras asintieron de modo que las mecedoras se mecieron otra vez. — Se me ocurre -dijo la primera mujer- que nuestras almas están en nuestras manos. Pues hacemos con ellas todas las cosas. A veces pienso que no las usamos bastante. Por lo menos es cierto que no usamos nuestras cabezas. Todas miraron con más atención lo que hacían las manos. — Sí -dijo la tercera-, cuando una recuerda toda una vida, parece que recordase menos las caras que las manos, y lo que ellas hicieron. Contaron para sí mismas las tapas que habían levantado, las puertas que habían abierto y cerrado, las flores que habían recogido, las camas que habían tendido, todo con dedos rápidos o lentos, según su hábito o costumbre. Recordaban, y veían una agitación de manos, como en el sueño de un brujo, y puertas que se abrían de pronto de par en par, grifos que se cerraban, escobas sacudidas, niños azotados. No se oía otro sonido que un murmullo de manos rosadas; el resto era un sueño sin voces. — No hay que preparar cenas esta noche, ni la noche de mañana o la de pasado mañana. — No hay que abrir o cerrar ventanas. — No hay que recortar recetas de cocina de los periódicos. Y de pronto las tres mujeres se echaron a llorar. Las lágrimas les rodaron suavemente por la cara y cayeron sobre las telas donde se retorcían los dedos. — Esto no nos ayudará -dijo al fin la primera mujer, llevándose la yema del pulgar a los párpados. Se miró el pulgar y estaba húmedo. — ¡Mirad qué he hecho! -dijo la segunda mujer, exasperada. Las otras dejaron de bordar y miraron. La segunda mujer sostenía en alto su bordado. La escena era casi perfecta. El bordado sol amarillo brillaba sobre el bordado campo amarillo, y el bordado camino castaño se curvaba hacia la bordada casa rosada. Pero en la cara del hombre junto al camino había algo raro. — Tendré que sacar todos los hilos, para arreglarlo -dijo la segunda mujer. — Qué lástima. Todas miraron atentamente la hermosa escena que tenía un defecto. La segunda mujer empezó a sacar los hilos con sus relampagueantes tijeritas. La figura salió hilo por hilo. La mujer tiraba y arrancaba, casi con un maligno placer. La cara del hombre desapareció. La mujer siguió tironeando de los hilos. — ¿Qué has hecho? -preguntó la otra mujer. Se inclinaron y vieron lo que ella había hecho. El hombre ya no estaba junto al camino. La mujer lo había quitado del todo. No dijeron nada y volvieron a sus trabajos. — ¿Qué hora es? -preguntó una. — Las cinco menos cinco. — ¿Dijeron que ocurrirá a las cinco? — Sí. — ¿Y no saben aún qué pasará realmente cuando ocurra? — No, no con seguridad. — ¿Por qué no los detuvimos antes que llegaran tan lejos, y alcanzara este tamaño? — Es dos veces mayor que antes. No, diez veces. O quizás mil veces. — Esta no es como la primera de la última docena. Es distinta. Nadie sabe qué hará. Las tres mujeres esperaban en el porche entre el aroma de las rosas y la hierba recién cortada. — ¿Qué hora es? — Las cinco menos un minuto. Las agujas brillaron con fuegos de plata. Se sumergieron como un menudo cardumen de peces metálicos en el aire cada vez más oscuro del estío. Muy lejos se oyó el zumbido de un mosquito. Luego algo parecido a un retumbar de tambores. Las tres mujeres torcieron las cabezas, escuchando. — ¿No oiremos nada, no es cierto? — Dicen que no. — Quizás somos tontas. Quizás pasarán las cinco y seguiremos limpiando guisantes, abriendo puertas, revolviendo sopas, lavando platos, preparando almuerzos, pelando naranjas... — ¡Oh, cómo nos reiremos de habernos asustado con un viejo experimento! Las tres mujeres se sonrieron un instante. — Las cinco. Las mujeres enmudecieron y volvieron al trabajo. Los dedos se apresuraron. Las caras se inclinaron sobre sus frenéticos movimientos. Los dedos bordaron lilas y hierbas y árboles y casas y ríos. No hablaban, pero uno podía oir cómo respiraban en el silencioso aire del porche. Pasaron treinta segundos. Al fin, la segunda mujer suspiró aliviada. — Me parece que iré a pelar esos guisantes para la cena -dijo-. Yo... Pero ni siquiera tuvo tiempo de alzar la cabeza. En alguna parte, a un lado, vio que el mundo brillaba y se incendiaba. No miró, pues sabia qué era, ni tampoco las otras, y en ese último instante los dedos de las tres siguieron volando. No miraron a un lado para ver qué le ocurría a la región, la ciudad, la casa, aun el porche. Se quedaron mirando los dibujos entre las manos revoloteantes. La segunda mujer vio cómo se iba una flor bordada. Trató de bordarla de nuevo, pero se iba en seguida, y luego desaparecieron el camino y las briznas de hierba. Advirtió un fuego, que se movía lentamente casi, y se apoderaba de una casa bordada y le sacaba las tejas, y arrancaba una a una las hojas de un arbolito verde, y vio que el sol mismo se deshacía en la tela. Luego el fuego pasó a la punta de la color vino y mostaza y azules y violetas. Oh, ¡será un espectáculo! — Han estado aireando sus chaquetas de smoking -dije-. ¡Las he visto colgadas de alambres detrás del hotel toda la semana! — Mire cómo hacen cabriolas -dijo mamá-. Parece que pensasen que van a ganarles a nuestros hombres. Los hombres de color corrían hacia arriba y hacia abajo y gritaban con sus voces altas y aflautadas y sus voces graves, perezosas e interminables. En el centro del campo uno podía ver el relampagueo de sus dientes, los desnudos brazos levantados que se balanceaban y golpeaban los costados del cuerpo, mientras saltaban y corrían como conejos, exuberantes. Big Poe tomó un doble puñado de palos, se los llevó a su gran hombro de toro, y echó a caminar con la cabeza hacia atrás, la boca abierta en una amplia sonrisa, moviendo la lengua cantando: ... para bailar me sacaré los zapatos, cuando toquen los Jerry Roll Blues; mañana a la noche en el baile de la Ciudad Oscura... Big Poe subía y bajaba las rodillas, moviendo los palos como bastones musicales. Una ola de aplausos y risas suaves vino de las graderías de la izquierda, donde todas las rizadas jóvenes de color, de brillantes ojos castaños, esperaban alegres y anhelantes. Se movían rápidamente, de un modo gracioso y blando. Se reían como pájaros tímidos; saludaban a Big Poe agitando las manos y una de ellas gritó con una voz aguda: — ¡Oh, Big Poe! ¡Oh, Big Poe! La sección blanca se unió cortésmente al aplauso cuando Big Poe terminó su baile. — ¡Eh, Poe! -aullé otra vez. — ¡Cállate, Douglas! -me dijo mamá. Ahora los hombres blancos aparecían corriendo entre los árboles con sus uniformes puestos. Hubo un estruendo de aplausos y gritos en nuestras graderías y mucha gente se puso de pie. Los hombres blancos corrieron por el campo verde como relámpagos blancos. — ¡Oh, allá está el tío George! -dijo mamá-. ¿No tiene un magnífico aspecto? Y allá estaba mi tío George, corriendo y tropezando, con un equipo que no le caía muy bien pues tío es barrigón, y tiene unos carrillos que le cuelgan siempre sobre el cuello de la camisa. Corría tratando de respirar y sonreír al mismo tiempo, levantando sus rollizas piernecitas. — Qué bien están todos -se entusiasmó mamá. Desde las graderías, yo observaba sus movimientos. Mamá estaba sentada a mi lado, y pienso que comparaba y pensaba también, y lo que veía la asombraba y desconcertaba. Con que facilidad había venido corriendo la gente oscura, como esos antílopes y ciervos que se mueven lentamente en las películas de Africa, como criaturas de un sueño. Habían llegado como brillantes animales de un hermoso color castaño, animales que ignoraban que estaban vivos, pero vivían. Y cuando corrían extendiendo sus graciosas piernas, perezosas e intemporales, seguidas por los grandes brazos abiertos y los dedos flojos, y sonreían en el viento, sus caras no decían "¡Mírenme correr! ¡Mírenme correr!" No de ningún modo. Sus caras decían soñadoramente: "Señor, pero qué agradable es correr. ¿Ven cómo el suelo se desliza suavemente bajo mis pies? Dios, qué bien me siento. Los músculos se me mueven como aceite en los huesos, y no hay mayor placer en el mundo que el de correr". Y corrían. No había otro propósito en sus carreras que la alegría y la vida. Los hombres blancos corrían trabajando, como trabajaban en todas las cosas. Uno se sentía turbado al verlos, pues estaban demasiado vivos en un sentido equivocado. A los negros no les importaba si uno los observaba o no; vivían, se movían. Jugaban con tanta seguridad que no pensaban en ninguna otra cosa. — Sí, nuestros hombres están tan bien -dijo mi madre, repitiéndose a sí misma bastante desanimadamente. Había mirado, había comparado los equipos. Había advertido en su interior que fácilmente se movían los hombres de color en sus uniformes, y qué tensamente, nerviosamente, estaban embutidos, apretados y estrujados los hombres blancos en sus trajes. Creo que la tensión empezó entonces. Creo que todos advirtieron qué ocurría. Vieron cómo los hombres blancos parecían senadores en traje de verano. Y admiraron el gracioso descuido de los hombres oscuros. Y, como ocurre siempre en estos casos, la admiración se transformó en envidia, celos, irritación. Las conversaciones cambiaron. — Ese es mi marido, Tom. ¿Por qué no levanta los pies? Está ahí y no se mueve. — No te preocupes, no te preocupes. ¡Ya lo verás cuando llegue el momento! — Eso digo yo. Mire a mi Henry, por ejemplo. Henry no se moverá continuamente, pero cuando estalla una crisis... ya lo verá usted. Oh... me gustaría que saludara con la mano por lo menos. ¡Eh, eh! ¡Hola, Henry! — ¡Miren cómo juega ese Jimmie Cosner! Miré. Un hombre blanco, de mediana estatura, pecoso y pelirrojo, estaba haciendo payasadas en el campo. Sostenía un palo en equilibrio sobre la frente. Se oyeron risas en las graderías blancas. Pero se parecían a esas risas que se le escapan a uno cuando uno se siente turbado por alguien. El árbitro ordenó comenzar el juego. Se echó una moneda. Los negros golpearían primero. — Maldita sea -dijo mi madre. Los hombres de color corrieron felices por el campo. Big Poe fue el primero en golpear. Yo grité entusiasmado. Big Poe tomó el palo en una mano como un mondadientes y caminó ociosamente hasta su puesto y se puso el palo al hombro, sonriendo a lo largo de la pulida superficie de la madera a las gradas donde estaban las mujeres de color con sus claros vestidos floreados, moviendo las piernas que colgaban entre las filas de asientos como tostadas barras de jengibre, y los cabellos que les caían en rizos sobre las orejas. Big Poe miraba especialmente la forma pequeña y delicada como un hueso de pollo de su amiga Katherine. Katherine era la que hacia las camas en el hotel y los pabellones a la mañana, la que golpeaba la puerta como un pájaro y preguntaba cortésmente si uno habia acabado de soñar, pues si así había sido, ella se llevaría todas las viejas pesadillas y traería otras nuevas... Por favor, úselas una por vez, gracias. Big Poe sacudía la cabeza mirándola, como si no pudiese creer que ella estaba allí. Luego se volvió, con una mano balanceando el palo y la izquierda colgando flojamente para aguardar los tiros de prueba. Las pelotas pasaron siseando, se metieron en la boca abierta del guante del catcher, y fueron devueltas. El árbitro lanzó un gruñido. El próximo tiro iniciaría el juego. Big Poe dejó que la primera pelota pasara a su lado. — Strike -anunció el árbitro. Big Poe les guiñó el ojo a la gente blanca. ¡Bum! — ¡Strike! -gritó el árbitro.. La pelota vino por tercera vez. De pronto, Big Poe fue una máquina lubricada que giraba sobre un eje, la mano que colgaba se alzó y tomó el palo por el mango, el palo giró, y se encontró con la pelota. ¡Tuac! La pelota subió hacia el cielo más allá de la línea ondulante de los robles, hacia el lago, donde un velero blanco se deslizaba silenciosamente. ¡La multitud aulló, y yo con más fuerza! Allá fue el tío George, corriendo sobre sus piernas rollizas, con medias de lana, empequeñeciéndose a lo lejos.. Big Poe se quedó un momento mirando cómo se alejaba la pelota. Luego echó a correr. Dio la vuelta al campo saltando, y de regreso a su puesto saludó a las muchachas de color naturalmente y felizmente con una mano, y ellas lo saludaron, chillando, desde sus asientos. — Son gente muy desconsiderada -dijo mi madre. — Pero así es el juego -dijo-. Han tenido sólo dos outs. — Pero los tantos son siete a cero -protestó mi madre. — Bueno, espere a que tiren nuestros hombres -dijo la señora junto a mi madre, apartando una mosca con una mano de pálidas venas azules-. Esos negros son demasiado pesados. — ¡Strike! -dijo el árbitro mientras Big Poe blandía el palo. — Toda la semana pasada en el hotel -dijo la señora junto a mi madre, mirando fijamente a Big Poe -el servicio ha sido simplemente terrible. Las doncellas no hablaban más que del baile, y cuando una quería un poco de agua helada tardaban media hora en traerla. Se pasaban el día cosiendo. — ¡Primera pelota! -dijo el árbitro. La mujer se agitó inquieta. — Espero que esta semana termine pronto -dijo. — ¡Segunda pelota! -dijo el árbitro. — ¿Pero qué piensan? -preguntó mi madre-. ¿Están locos? -Y a la mujer que estaba a su lado-: Así es. Estuvieron raros toda la semana. Anoche tuve que pedirle dos veces a Big Poe que me pusiera más crema en mi maíz. Creo que quería ahorrar dinero o algo parecido. — ¡Tercera pelota! -gritó el árbitro. La mujer junto a mi madre gritó de pronto y se abanicó furiosamente con el periódico. — Bueno, se me acaba de ocurrir. ¿No sería terrible que ganaran ellos? Son capaces, ¿sabe usted? Son capaces. Mi madre miró el lago, los árboles y luego se miró las manos. — No sé por qué había de intervenir el tío George. Está haciendo el tonto. Douglas, ve a decirle a George que abandone ahora mismo. Es malo para su corazon. — ¡Afuera! -le gritó el árbitro a Big Poe. — Ah -suspiraron las graderías. Big Poe dejó caer su palo suavemente y caminó a lo largo de la línea del cuadrilátero. Los hombres blancos parecían irritados, con las caras rojas y grandes islas de sudor bajo las axilas. Big Poe me miró. Le guiñé el ojo. El me devolvió el guiño. Comprendí entonces que no había sido tan torpe. Long Johnson iba a tirar ahora por el equipo de color. Se acercó balanceándose a la pelota, moviendo los dedos para desentumecerlos. El primer hombre blanco que iba a golpear era uno llamado Kódimer, que vendía trajes en Chicago todo el año. Long Johnson tiró sobre el campo con una fácil y regulada precisión. El señor Kodimer giró sobre sí mismo. El señor Kodimer guadañó el aire. Al fin el señor Kodimer arrojó la pelota a la tercera línea. — Afuera, a la tercera base -dijo el árbitro, un irlandés llamado Mahoney. El segundo hombre fue un joven sueco llamado Moberg. La pelota se elevó y bajó en el centro del campo donde la tomó un negro rollizo que no parecía gordo porque corría como una lisa y redonda bola de mercurio. El tercer hombre fue un camionero de Milwaukee. Lanzó rectamente la pelota al centro del campo. Un buen golpe. Pero trató de superarse a sí mismo. Cuando llegó a la segunda base allí estaba Emancipated Smith con una bola blanca en su oscura, oscura mano, esperando. Mi madre se echó hacia atrás en su asiento, resoplando. — Bueno, ¡nunca lo hubiese creído! — Está haciendo calor -dijo la señora vecina-. Me parece que daré un paseo por el lago. Hace demasiado calor para estarse sentada y mirar un juego tonto. ¿No me acompañaría, señora? El juego siguió así durante seis turnos. Los tantos eran once a cero, y Big Poe había salido tres veces a propósito. En la última mitad del quinto Jimmie Cosner fue a golpear por nuestro bando otra vez. Había estado ensayando toda la tarde, haciendo payasadas, dando directivas, diciéndole a todos a donde iba a disparar aquella píldora una vez que pudiese alcanzarla. Cruzó el campo ahora, confiado y con una voz de corneta. Llevaba seis palos en sus manitas, y los examinaba críticamente con sus brillantes ojitos verdes. Eligió uno, dejó caer los otros, corrió a su puesto, arrancando islitas de hierba El sol en el cielo, el lago y sus botes, las gradas, la mano de Johnson en el aire luego de haber tirado la pelota, Big Poe con la pelota en su poderosa mano negra, los jugadores que miraban agachados la escena. Y lo único móvil en todo aquel mundo de verano era Jimmie Cosner que corría, levantando polvo. Big Poe se inclinó hacia adelante, apuntó a la segunda base, echó hacia atrás la poderosa mano derecha, y arrojó la blanca pelota rectamente a lo largo de la línea hasta que alcanzó la cabeza de Jimmie Cosner. Inmediatamente, se rompió el hechizo. Jimmie Cosner estaba tendido en la hierba. La gente bullía en las gradas. Se oian juramentos, y gritos de mujeres, y un ruido de madera mientras los hombres bajaban corriendo por las tablas de las graderías. El equipo de color desapareció del campo. Jimmie Cosner se quedó allí, tendido. Big Poe, con una cara inexpresiva, dejó lentamente la escena apartando hombres blancos como broches de ropa cuando trataban de detenerlo. Los alzaba simplemente y los tiraba lejos. — ¡Vamos, Douglas! -chilló mamá, agarrándome el brazo-. ¡Vamos a casa! ¡Pueden tener navajas! ¡Oh! Aquella noche, luego del tumulto de la tarde, mis padres se quedaron en casa leyendo revistas. Todas las casas de alrededor estaban iluminadas. Nadie había salido. A lo lejos se oía música. Me deslicé por la puerta trasera, internándome en la madura oscuridad del verano, y corrí hacia el pabellón de baile. Todas las luces estaban encendidas, y tocaba la música. Pero no había gente blanca a las mesas. Nadie habia venido al baile. Sólo había gente de color. Mujeres con brillantes vestidos de seda rojos y azules y medias nuevas y guantes blandos, con sombreros adornados de plumas moradas, y hombres de chaquetas brillantes. La música estallaba afuera, arriba, abajo, alrededor del salón. Y riendo y echando las piernas al aire estaban Long Johnson y Cavanaugh y Jiff Miller y Pete Brown, y, cojeando, Big Poe, con Katherine, su amiga, y todos los otros cortadores de césped y barqueros y porteros y camareras, todos en la pista y a la vez. Había tanta oscuridad alrededor del pabellón; las estrellas brillaban en el cielo negro, y yo estaba afuera, con la nariz aplastada contra los vidrios, mirando mucho, mucho tiempo, silenciosamente. Me fui a la cama sin decirle a nadie lo que había visto. Me acosté simplemente en la oscuridad oliendo las manzanas maduras y oyendo el lago, y escuchando la música maravillosa, debil y distante. Poco antes de dormirme escuché otra vez aquellas líneas: ... para bailar me sacaré los zapatos, cuando toquen los Jerry Roll Blues; mañana a la noche en el baile de la Ciudad Oscura... EL RUIDO DE UN TRUENO El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLI, USTED LO MATA. Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. — ¿Este safari garantiza que yo regrese vivo? — No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta. Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano. — ¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente. — Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es... Eckels terminó la frase: — Matar mi dinosaurio. — Un Tyrannosaurus rex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. Eckels enrojeció, enojado. — ¡Trata de asustarme! — Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo. El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos. — Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición. Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente. Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día- noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019. ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor. — ¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir Eckels. — Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro. La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas. — Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois. El sol se detuvo en el cielo. La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas. — Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido. Los hombres asintieron con movimientos de cabeza. — Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith. Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos. — Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos. — ¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre. — No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies. — No me parece muy claro -dijo Eckels. — Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende? — Entiendo. esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire. — ¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna. — ¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio. — No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible. — ¡Cállese! -siseó Travis. — Una pesadilla. — Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del dinero. — No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme. — ¡Nos vio! — ¡Ahí está la pintura roja en el pecho! El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de carne cruda cruzó la jungla. — Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí. — No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. — Si. Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza. — ¡Eckels! Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. — ¡Por ahí no! El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol. Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás. Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros. Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el sendero de metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes. El trueno se apagó. La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana. Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuamente. En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero. — Límpiense. Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos. Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final. — Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal. Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo? — ¿Qué? — No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado. Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura. Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando. — Lo siento -dijo al fin. — ¡Levántese! -gritó Travis. Eckels se levantó. — ¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí! Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera... — ¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo sabe qué multa nos pondrán. ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia! — Cálmate. Sólo pisó un poco de barro. — ¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels! Eckels buscó en su chaqueta. — Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares! Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió. — Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva. — ¡Eso no tiene sentido! — El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas! La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies. Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse. — No había por qué obligarlo a eso -dijo Lesperance. — ¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil. — Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812. Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos. — No me mire -gritó Eckels-. No hice nada. — ¿Quién puede decirlo? — Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece? — Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil. — Soy inocente. ¡No he hecho nada! 1999. 2000. 2055. La máquina se detuvo. — Afuera -dijo Travis. El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. Travis miró alrededor con rapidez. — ¿Todo bien aquí? -estalló. — Muy bien. ¡Bienvenidos! Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta. — Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió. — ¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira? Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco... Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera. De algún modo el anuncio había cambiado. — ¡La misma! -Y allí estaba la viuda, con sus largas faldas que barrían el polvo tibio, sus cartas en la mano de pollo. ¡Buenos días! Acabo de pasar por mi buzón. He recibido una hermosura de carta de mi tío George de Springfield-. La señora Brabbam traspasó a Cora con una mirada de aguja de plata-. ¿Cuándo recibió usted por última vez una carta de su tío, señora? — Todos mis tíos murieron. No era Cora misma, sino su lengua la que mentía. Cuando llegara el día, sabía ella, sólo su lengua confesaría los terrenales pecados. — Es realmente hermoso recibir cartas. La señora Brabbam sacudió sus cartas rápidamente en el aire de la mañana. Siempre metiendo el dedo en la llaga. ¿Cuántos años, pensó Cora, duraba esto, la señora Brabbam que aparecía con ojos risueños y hablaba en voz alta de las cartas que recibía, insinuando que ningún otro en kilómetros a la redonda sabía leer. Cora se mordió los labios, y casi dejó caer la olla, pero la devolvió a su sitio, riendo. — Olvidé decírselo. Llega mi sobrino Benjy. Sus padres son pobres, y viene aquí a pasar el verano. Me enseñará a escribir. Y Tom nos está haciendo un buzón. ¿No es cierto, Tom? La señora Brabbam apretó sus cartas. — ¡Bueno, qué magnífico! Tiene usted suerte, señora. Y de pronto no hubo nadie en la puerta. La señora Brabbam había desaparecido. Pero Cora corrió tras ella. Pues en aquel mismo instante había visto algo como un escarabajo, algo como un centelleo de pura luz solar, algo como una trucha que saltaba en el agua, y pasaba por encima de la cerca del patio. Vio una manaza que saludaba y unos pájaros que huían aterrorizados de un manzano silvestre. Cora corrió, y el mundo corrió detrás de ella, a lo largo del sendero. — ¡Benjy! Corrieron uno hacia otro como compañeros de baile en una noche de sábado, se tomaron por los brazos, chocaron, y valsearon, tartamudeando. — ¡Benjy! Cora miró rápidamente detrás de la oreja de Benjy. Sí, allí estaba el lápiz amarillo. — ¡Benjy! ¡Bienvenido! — ¡Pero, tía! -Benjy apartó a Cora y la miró sosteniéndola con los brazos extendidos-. Pero, tía, estás llorando. — Este es mi sobrino -dijo Cora. Tom alzó los ojos ceñudos del puré de habas. — Encantado -sonrió Benjy. Cora tenía fuertemente a Benjy por el brazo, para que no se desvaneciese. Se sentía débil, quería sentarse, levantarse, correr; el corazón le golpeaba rápidamente, y se reía en momentos raros. Ahora, en un instante, los lejanos países se habían acercado, y aquí estaba este muchacho alto, iluminando el cuarto como una tea de pino, este muchacho que había visto ciudades y océanos y había estado en sitios donde las cosas habían sido mejores para sus padres. — Benjy, tengo guisantes, maíz, jamón, habas y porotos para tu desayuno. — ¡Un momento! -dijo Tom. — Cállate, Tom, el muchacho tiene los huesos molidos de tanto caminar-. Se volvió hacia el muchacho-. Benjy, háblame de ti. ¿Fuiste a la escuela? Benjy se sacó los zapatos sacudiendo las piernas. Con un pie desnudo escribió una palabra en las cenizas de la chimenea. Tom frunció el ceño. — ¿Qué dice? — Dice -explicó Benjy- C y O y R y A. Cora. — ¡Mi nombre, Tom, mira! Oh, Benjy, qué bueno que sepas escribir, muchacho. Tuvimos un sobrino con nosotros, hace tiempo, que decía que podía leer al derecho y al revés. Así que lo engordamos, y el escribió cartas y nunca recibimos respuestas. Descubrimos al fin que sólo sabía escribir como para que las cartas llegasen a la oficina de cartas perdidas. Señor, Tom le sacó dos meses de vituallas a ese muchacho, persiguiéndolo por el camino con un piquete de la cerca. Se rieron nerviosamente. — Yo escribo muy bien -dijo el serio muchacho. — Eso es todo lo que queremos saber. Cora trajo una porción de torta de fresas-. Come. A las diez y media, el sol se elevaba en el cielo, y Tom luego de observar cómo Benjy devoraba un plato tras otro, salió tronando de la cabaña, apretándose la gorra. — ¡Me voy, Señor! -gritó enojado-. ¡Voy a derribar medio bosque! Pero nadie lo oyó. Cora había caído en un mudo encantamiento. Miraba el lápiz detrás de aquella oreja de pelusa de durazno. Vio como Benjy lo sostenía entre los dedos casualmente, ociosamente, indiferentemente. Oh, no de un modo tan casual, Benjy, pensó. Tómalo como si fuese el huevo primaveral de un petirrojo. Ella quería tocar el lápiz, pero no había tocado uno desde hacía mucho años, porque le hacía sentirse tonta, y luego enojada, y luego triste. La mano le temblaba en el regazo. — ¿Tienes papel? -preguntó Benjy. — Oh, Señor, nunca pensé en eso -se quejó Cora, y las paredes del cuarto se oscurecieron-. ¿Qué haremos? — Bueno, yo traje. -Benjy sacó un cuaderno de su valijita-. ¿Quieres escribirle una carta a alguien? Cora sonrió de oreja a oreja. — Quiero escribirle una carta a... a... Se le descompuso la cara. Miró alrededor como si buscase a alguien a lo lejos. Miró las montañas a la luz del sol. Oyó el mar que rompía en playas amarillas a mil kilómetros de distancia. Los pájaros volaban hacia el norte sobre el valle, hacia innumerables ciudades indiferentes. — Benjy, Benjy, nunca lo pensé hasta este momento. No conozco a nadie en el mundo de allá lejos. Nadie sino mi tía. Y si le escribo ella se sentirá mal, pues tendrá que buscar a alguien que le lea la carta. Tiene un orgullo tieso como un corsé de ballenas. Estará nerviosa diez años, con la carta sobre la repisa de la chimenea. No, no le escribiremos. -Los ojos de Cora dejaron las lomas y el océano invisible-. ¿A quién entonces? ¿Dónde? Alguien que me envíe algunas cartas. — Espera -Benjy sacó del bolsillo de la chaqueta una revista barata. En la cubierta roja una señora desnuda huía gritando de un monstruo verde-. Aquí hay toda clase de direcciones. Hojearon juntos la revista. — ¿Qué es esto? Cora señaló con el dedo un anuncio. — Gratis. Lea nuestro folleto Músculos Más Fuertes. Envíe nombre y dirección a Poste Restante M-3 -leyó Benjy-. ¡Recibirá el mapa gratuito de la salud! — ¿Y este otro? — Detectives. Investigaciones privadas. Informes gratis. Escriba a G. D. M., Escuela de Detectives. — Todo gratis. Bueno, Benjy. Cora miró el lápiz en la mano del muchacho. Benjy acercó la silla. Ella observó como él hacía girar el lápiz entre los dedos, preparándose. Vio cómo se mordía suavemente la 1engua. Vio cómo entornaba los ojos. Retuvo el aliento. Se inclinó hacia delante. Ella misma entornó los ojos y apoyó la lengua contra los dientes. Ahora, ahora Benjy alzaba el lápiz, le pasaba la lengua por la punta, y lo llevaba al papel. Ahí están, pensó Cora. Las primeras palabras. Se formaron a sí mismas, lentamente, en el increíble papel: Estimada Compañía Músculos Mas Fuertes Señores La mañana se fue con un viento, la mañana se fue aguas abajo en el arroyo, la mañana voló con algunos cuervos, y el sol ardió sobre el techo de la cabaña. Cora oyó unos pies que se arrastraban ante la puerta soleada y resplandeciente, pero no se volvió. Tom estaba allí, y no estaba. Nada había ante ella salvo un montón de hojas escritas, un lápiz susurrante, Cora movía en círculos la cabeza, con cada o, cada l, cada pequeña colina de una m; cada puntito hacía que su cabeza picoteara como la cabeza, de un pollo; cada t hacía que su lengua lamiera de izquierda a derecha el labio superior. — ¡Es mediodía y tengo hambre! -dijo Tom casi detrás de ella. Pero Cora era ahora una estatua, observando el lápiz como quien observa un caracol que deja una estela brillante en una piedra chata en las primeras horas de la mañana. — ¡Es mediodía! -gritó Tom otra vez. Cora alzó los ojos, sorprendida. — ¿Sí? Parece como si apenas hubiese pasado tiempo desde que escribimos a la Compañía Coleccionista de Monedas de Philadelphia. ¿No es así, Benjy? -Cora sonrió con una sonrisa demasiado deslumbrante para una mujer de cincuenta y cinco años-. Mientras esperas la comida, Tom, ¿no podrías hacer ese buzón? ¿Más grande que el buzón de la señora Brabbam, por favor? — Clavaré una caja de zapatos. — Tom Gibbs. -Cora se incorporó dulcemente. Su sonrisa dijo: Mejor dirección, mejor trabajo, mejor resultado-. Quiero un buzón grande y hermoso. Todo blanco, para que Benjy pinte nuestro nombre con letras negras. No quiero recibir mi primera carta en una caja de zapatos. Y así se hizo. Benjy escribió en el buzón terminado: SEÑORA CORA GIBBS, mientras Tom miraba y refunfuñaba a sus espaldas. — ¿Qué dice ahí? — Señor Tom Gibbs -dijo Benjy en voz baja, pintando. Tom parpadeó un minuto y al fin dijo: — Todavía tengo hambre. Que alguien encienda el fuego. No había estampillas. Cora empalideció. Tom tuvo que enganchar el caballo e ir hasta Green Fork a comprar algunas estampillas rojas, una verde, Y diez rosadas con las imágenes de unos dignos caballeros. Pero Cora fue con él para asegurarse de que Tom no echaba estas primeras cartas al arroyo. Cuando volvieron a la casa, lo primero que hizo Cora fue ir a mirar en el nuevo buzón, con ojos brillantes. — ¿Estás loca? -dijo Tom. — No cuesta nada mirar. Aquella tarde Cora visitó el buzón seis veces. A la séptima vez saltó una marmota. Tom se reía desde el umbral golpeándose las rodillas. Aún se reía cuando Cora lo echó de la casa. Luego Cora se quedó en la ventana mirando su buzón, justo enfrente del de la señora Brabbam. Diez años atrás la viuda había plantado su buzón debajo de las narices de Cora, casi, cuando hubiera podido ponerlo más cerca de su propia cabaña. Pero la señora Brabbam tenía así una excusa para bajar flotando la loma como una flor aguas abajo, abrir el buzón con toses y murmullos, espiando de vez en cuando para ver si Cora miraba. Cora siempre miraba. Cuando la viuda la sorprendía, fingía regar flores con una lata sin agua, o recoger hongos fuera de estación. A la mañana siguiente Cora se levantó antes que el sol hubiera calentado los macizos de fresas o el viento hubiese movido los pinos. Benjy estaba sentándose en el catre cuando su tía volvió del buzón. — Demasiado temprano -dijo él-. El coche del cartero no ha pasado aún. — ¿El coche? — A estos lugares tan alejados vienen en coche. sentía sola y alejada de la gente. Si un hombre le escribía una carta acerca de los misterios revelados de los Antiguos Mayas, él recibía a su vez por lo menos tres cartas de Cora a la semana siguiente, que debían transformar aquella relación formal en una cálida amistad. Luego de una jornada de escritura particularmente dura, Benjy tuvo que bañarse la mano en sales Empson. Hacia el fin de la tercera semana, la señora Brabbam dejó de visitar su buzón. Ni siquiera salía a la puerta de su cabaña a tomar aire, pues Cora estaba siempre en el camino, con el cuerpo inclinado hacía delante, esperando sonriente al cartero. El verano terminó demasiado pronto, o por lo menos esa parte del verano que realmente importaba; la visita de Benjy. Allí en la mesa de la cabaña estaba su rojo pañuelo de badana, con unos sandwiches frescos condimentados con cebolla, y envueltos en hojas de menta para que el olor no pasara a la tela; allí en el piso, listos, recién lustrados, estaban sus zapatos, y allí en la silla, con su lápiz que en un tiempo había sido largo y amarillo, pero que ahora era sólo un masticado pedazo, estaba Benjy. Cora lo tomó por la barbilla y le alzó la cabeza, como si estuviese sopesando una variedad desconocida de sandía estival. — Benjy, debo disculparme contigo. No creo haberte mirado una sola vez a la cara en todo este tiempo. Me parece que conozco todas las verrugas de tu mano, todos sus padrastros, todas sus protuberancias y huecos, pero si me encontrara con tu cara en una multitud no te reconocería. — No es una cara que valga la pena mirar -dijo Benjy tímidamente. — Pero conocería esa mano entre un millón de manos -dijo Cora-. Si tú y mil personas me dieran la mano en un cuarto oscuro, en un momento yo podría decir: "Bueno, esta es de Benjy"-. Cora sonrió serenamente y fue hacia la puerta abierta-. He estado pensando-dijo, y miró una cabaña distante-. Hace semanas que no veo a la señora Brabbam. No sale nunca ahora. Me siento culpable. He caído en un pecado de orgullo, algo mucho más grave que todo lo que ella me hizo a mí. Le he sacado el sostén de su vida. Fue algo malvado y rencoroso y estoy avergonzada. - Miró colina arriba hasta la cabaña silenciosa y cerrada-. Benjy, ¿quieres hacerme un último favor? — Si, tía. — Escribe una carta para la señora Brabbam. — ¿Tía? — Sí, escribe a una de esas compañías pidiendo un folleto gratis, una muestra de algo, y firma con el nombre de la señora Brabbam. — Muy bien- dijo Benjy. — De ese modo, dentro de una semana o un mes el cartero vendrá y silbará y yo le diré que suba hasta su puerta y le entregue la carta. Yo estaré en el patio desde donde podré ver a la señora Brabbam y ella podrá ver que veo. Y yo la saludaré con mis cartas en la mano y ella me saludará con las suyas, y todos sonreiremos. — Sí, tía -dijo Benjy. Escribió tres cartas, lamió cuidadosamente la goma de los sobres, los cerró, y se los metió en el bolsillo. — Los llevaré al correo cuando llegue a Saint Louis. — Ha sido un hermoso verano -dijo ella. — Sí, ha sido hermoso. — Pero, Benjy, yo no aprendí a escribir, ¿no es cierto? Yo me pasaba las horas esperando las cartas y te hacía escribir hasta tarde de noche, y estábamos tan ocupados enviando cupones y recibiendo muestras que parecía que no había tiempo para aprender. Y eso significa... Benjy sabía qué significaba. Estrechó la mano de Cora. Se quedaron un rato en el umbral. — Gracias por todo -dijo Cora. Benjy se alejó corriendo. Corrió hasta la cerca, la saltó fácilmente, y Cora se quedó mirándolo hasta que Benjy, saludándola con aquellas cartas especiales, se perdió en el ancho mundo de más allá de las colinas. Las cartas siguieron llegando hasta seis meses después de la partida de Benjy. Allí estaba siempre el camioncito verde del cartero, y el cristalino grito de buenos días, o el silbido, mientras el viejo metía dos o tres sobres azules o rosados en el bonito buzón. Y luego llegó el día especial en que la señora Brabbam recibió su primera carta verdadera. Después las cartas llegaron una vez por semana, luego una vez por mes, y al fin el cartero ya no saludó, no se oyó el ruido de un coche que subía por el solitario camino montañoso. En el buzón se instaló primero una araña, y luego un gorrión. Y Cora, mientras aún llegaban las cartas, las apretaba entre sus manos aturdidas, mirándolas fijamente y en silencio hasta que la presión de los músculos del rostro hacía aparecer en los ojos unas brillantes gotas de agua. Cora separaba un sobre azul. — ¿De dónde viene? — No sé -decía Tom. — ¿Qué dice? — No sé -decía Tom. — Oh, nunca sabré qué pasa en el mundo de allá lejos, nunca lo sabré -decía Cora- . Y esta carta, y ésta, ¡y ésta! -Deshacía las pilas y pilas de cartas que habían llegado desde la partida de Benjy-. Todo el mundo, y toda la gente, y todo lo que pasa, y yo sin saberlo ¡Todo el mundo y la gente esperando oír de nosotros, y nosotros sin escribir, y ellos sin escribirme! Y al fin un día el viento derribó el buzón. En las mañanas Cora abría como antes la puerta de la cabaña y cepillándose lentamente el pelo gris, miraba en silencio las lomas. Y en todos los años que siguieron, no pasaba nunca junto al buzón caído sin detenerse y meter en él una mano desesperanzada y sacarla vacía antes de internarse otra vez en los campos. LA FÁBRICA Los caballos fueron deteniéndose lentamente, y el hombre y la mujer miraron allá abajo el valle seco y arenoso. La mujer se sostenía desanimadamente en la montura; no había hablado durante horas, no sabia qué decir. Se sentía atrapada de algún modo entre la calurosa y oscura presión de las nubes de tormenta del cielo de Arizona, y la dura, granítica presión de las montañas golpeadas por el viento. Unas pocas gotas de lluvia fresca le cayeron en las manos temblorosas. Miró con cansancio a su marido. El hombre guiaba a su cabalgadura fácilmente, con una firme serenidad. La mujer cerró los ojos y pensó en cómo había sido ella en todos aquellos años apacibles hasta ese día. Hubiera querido reírse de la imagen que se mostraba a sí misma, pero ni siquiera eso era posible, hubiese sido insensato. Al fin y al cabo, quizás todo se debía a aquella atmósfera oscura, o al telegrama que les había llevado el mensajero a caballo, o al largó viaje hacia la ciudad. Faltaba cruzar aún un mundo desierto, y sentía frío. — Soy una mujer que nunca va a necesitar de la religión -dijo en voz baja con los ojos cerrados. — ¿Qué? Berty su marido le echó una ojeada. — Nada -murmuró ella sacudiendo la cabeza. En todos aquellos años, qué segura había estado. Nunca, nunca necesitaría de una iglesia. Había oído a gente simpática hablar y hablar de religión y reclinatorios encerados y calas en floreros de bronce y vastas campanas de iglesias donde el predicador tañe como un badajo. Había oído a la especie declamatoria y la especie ferviente y susurrante y las dos eran iguales. Su columna dorsal, simplemente, no estaba hecha para los reclinatorios. — Nunca tuve una razón para ir a la iglesia -le había dicho a la gente. No se expresaba con vehemencia. Iba simplemente de un lado a otro, viviendo, y moviendo las manos que eran suaves como guijarros y pequeñas como guijarros. El trabajo había pulido las uñas de esas manos con un barniz que no podía comprarse en botellas. El cuidado de los niños las había suavizado, y la educación de los niños les había dado una temperada firmeza, y el amor de un marido las había dulcificado. Y ahora, la muerte las hacía temblar. — Por aquí -dijo su marido. Y los caballos levantaron el polvo de la senda descendiendo hacia un viejo edificio de ladrillos que se alzaba junto a un depósito seco. El edificio era todo verdes ventanas, maquinaria azul, losas rojas y cables. Los cables se alejaban sobre torres de alta tensión hasta las lejanías desérticas. La mujer los miró, en silencio, y hundida aún en sus pensamientos, volvió los ojos hacia las raras ventanas. de un verde de tormenta y los ladrillos de color de fuego. Nunca había señalado con una cinta algún versículo de la Biblia, pues aunque su vida en este desierto era una vida de granito, sol, y evaporación de las aguas de su carne, esa vida nunca había sido una amenaza para ella. Las cosas se habían resuelto siempre antes que fuesen necesarias madrugadas de insomnio y arrugas en la frente. De algún modo, los venenos realmente peligrosos de la vida la habían perdonado siempre. La muerte era un remoto rumor de tormenta más allá de las más lejanas montañas. Veinte años habían soplado entre las matas espinosas, y se habían ido, desde que ella había venido al Oeste, y había usado el anillo de oro de este hombre solitario, aceptando el desierto como un tercer, y constante, compañero de sus vidas. Ninguno de los cuatro chicos había estado terriblemente enfermo, o cerca de la y fácil curva y sintió un incomprensible asombro. — Berty -dijo, e hizo una larga pausa-. ¿Cómo... cómo puedes estar como estás? Berty esperó un momento. — ¿Qué quieres decir? -pregunto. — ¿Cómo descansas? La mujer calló. La frase sonaba muy mal. Sonaba realmente como una acusación, aunque no lo era. Ella sabia que él era un hombre interesado en todas las cosas, un hombre que podía ver en la oscuridad, y que no se sentía orgulloso por eso. Estaba preocupado por ella ahora, y por la vida o muerte de la madre de ella, pero tenía un modo de preocuparse que parecía indiferente e irresponsable. No era ninguna de las dos cosas. Su preocupación estaba dentro de él, muy adentro, pero la acompañaba una fe, una creencia que aceptaba la preocupación y no la combatía. Algo en él se adueñaba ante todo de la pena, la examinaba, conocía sus minucias antes de pasar el mensaje al cuerpo expectante. Y en su cuerpo había una fe que era un laberinto, y la pena que lo golpeaba y entraba en él se perdía y desaparecía antes de alcanzar el sitio donde quería lastimarlo. A veces esta fe despertaba en ella una ira insensata, de la que se recobraba rápidamente, sabiendo que inútil era criticar algo tan' encerrado como un carozo en un durazno. — ¿Por qué no puedo aprender eso de ti? -dijo ella al fin. Berty lanzó una breve carcajada, suavemente. — ¿Aprender qué? — Aprendo todo lo demás. Sólo sé lo que tú me enseñaste. La mujer calló. Era difícil explicarle. La vida en común había sido como la sangre que atraviesa en silencio los tejidos, en ambas direcciones. — Todo menos la religión -dijo ella-. Nunca aprendí eso de ti. — No es algo que se aprende -dijo él-. Algún día descansarás realmente. Y ahí la tendrás. Descansar, pensó ella. ¿Descansar qué? El cuerpo. ¿Pero cómo descansar la mente? Se le retorcieron los dedos. Paseó los ojos ociosamente por el vasto interior de la fábrica. Las máquinas se alzaban como oscuras siluetas, y las chispas se arrastraban sobre ellas. El zumbido-zumbido-zumbido le subía a ella por piernas y brazos. Con sueño. Cansada. Dormitó. Abría y cerraba los ojos, una y otra vez. El zumbido- zumbido le entraba en la médula como si tuviese suspendidos sobre el cuerpo y la cabeza unos pequeños pájaros mosca. Vislumbró las tuberías que subían y subían al cielo raso, y vio las máquinas y oyó los invisibles torbellinos. De pronto estuvo muy alerta en su somnolencia. Alzó y alzó los ojos rápidamente, y luego los bajó y miró a la izquierda y la derecha, y el canto-zumbido de las máquinas se hizo más y más fuerte, y movió los ojos, y la tensión se le fue del cuerpo, y en las altas y verdes ventanas vio las sombras de los cables de alta tensión que se perdían en la noche lluviosa. Ahora el zumbido estaba en ella, algo le tiró de los ojos, sintió que la levantaban violentamente. Se sintió llevada por una dinamo que daba vueltas y vueltas y la arrastraba al corazón de giros invisibles, y la devoraba, aceptada por mil alambres de cobre, y la lanzaba en un instante sobre la tierra. ¡Estaba en todas partes a la vez! Subiendo como un rayo a lo largo de altas monstruosas torres, en un instante, siseando entre polos de alta tensión donde unas perillas de vidrio eran como pájaros que sostenían los cables en sus picos no conductores, con rampas en cuatro direcciones, y ocho direcciones secundarias, en busca de pueblos, villorrios, ciudades, corriendo a las granjas, ranchos, haciendas, ella descendió suavemente como una ancha tela de araña sobre mil kilómetros cuadrados de desierto. La tierra fue de pronto algo más que muchas cosas separadas, más que casas, rocas, caminos de cemento, un caballo aquí o allí, un ser humano en una tumba cubierta con guijarros, un cactus espinoso, una ciudad iluminada rodeada por la noche, un millón de cosas separadas. De pronto todo formaba una sola figura sostenida por una pulsátil tela eléctrica. Entró derramándose rápidamente en cuartos donde la vida nacía con un golpe en la espalda desnuda de un niño, en cuartos donde la vida dejaba cuerpos como una luz que desciende de una lámpara eléctrica... un filamento que se oscurece y pierde el color... Estuvo en todas las ciudades, todos los cuartos, trazando figuras de luz sobre centenares de kilómetros de tierra; viendo, oyendo todo, ya no más sola, sino una entre miles de seres humanos, cada uno con sus ideas y su fe. Su cuerpo era como una caída caña sin vida, pálida y temblorosa. Su mente, con una eléctrica intensidad, corría por este camino, y aquel otro, en vastas redes de energía tributaria. Todo en equilibrio. En un cuarto vio marchitarse una vida; en otro, a un kilómetro de distancia, vio vasos de vino que brindaban por el recién nacido, cigarros que pasaban de uno a otro, sonrisas, apretones de manos, risas. Vio las caras pálidas y desencajadas en los blancos lechos mortuorios, oyó cómo esa gente entendía y aceptaba la muerte, vio sus gestos, sintió sus sensaciones, y vio que ellos, también, estaban ocultos en sí mismos, sin poder salir al mundo y ver el equilibrio, como ella lo veía ahora. Tragó saliva. Le temblaban las pestañas y el cuello le ardía bajo los dedos. No estaba sola. La dinamo había girado arrojándola con su fuerza centrífuga a lo largo de miles de líneas hasta un millón de cápsulas de vidrio atornilladas a los cielo rasos, encendidas por el tirón de un cordón, o la vuelta de una llave, o una presión, o un golpecito. La luz podía llegar a cualquier cuarto; sólo había que tocar el conmutador. Todos los cuartos estaban a oscuras hasta que la luz llegaba. Y aquí estaba ella, en todos a la vez. Y no estaba sola. Su pena sólo era parte de una vasta pena, su miedo sólo uno entre otros. Y esta pena era sólo una mitad. Había otra mitad; seres que nacían, alegría en la forma de un nuevo niño, alimento en el cuerpo tibio, colores para el ojo y sonidos en el oído despierto, y primaverales flores silvestres para el olfato. Donde parpadeaba una luz, la vida movía otro conmutador, y otros cuartos se iluminaban. Ella acompañó a gente llamada Clark y a otra llamada Gray y a los Shaw, los Martin y los Hanford, los Fenton, los Drake, los Shattuck, los Hubbel, y los Smith. Estar solo no era estar solo, excepto en la mente. Uno tenía toda clase de mirillas en la cabeza. Un modo raro, tonto, de expresarlo quizás, pero allí estaban los agujeros; unos para ver que el mundo estaba allí con gentes, tan duramente tratadas y tan intranquilas como tú mismo; y allí estaban los agujeros para oír, y el otro para expresar tu pena y librarte de ella, y los agujeros para conocer los cambios de las estaciones por el olor de los frutos del verano o el hielo de invierno o los fuegos otoñales. Había que usarlos para no sentirse solo. La soledad era cerrar los ojos. La fe, abrirlos. La luz red cayó sobre el mundo que ella había conocido veinte años, con ella misma en todas las líneas. Ella centelleaba y latía y era consolada en esa gran fábrica de serenidad. La fábrica se extendía sobre la tierra, cubriendo cada kilómetro con una manta suave, cálida y zumbadora. Ella estaba en todas partes. En la fábrica las turbinas giraban y zumbaban y las chispas eléctricas, como pequeños cirios votivos, saltaban y se arracimaban en los codos de tubos y vidrios eléctricos. Y las máquinas se alzaban como santos y coros, con halos ahora amarillos, ahora rojos, ahora verdes, y el ritmo de un canto a lo largo de los huecos de los techos, que descendían en ecos de himnos y cantos interminables. Afuera, el viento clamaba en las paredes de ladrillos, y empapaba con lluvia las ventanas; adentro, ella apoyó la cabeza en la almohada, y de pronto se echó a llorar. No podía saber si era un llanto de comprensión, aceptación, alegría, resignación. El canto seguía, más alto y más alto, y ella estaba en todas partes. Extendió una mano, y tocó a su marido que aún estaba despierto, con los ojos fijos en el cielo raso. Quizás él también había ido a todas partes, en aquel momento, por la red de luz y energía. Pero entonces, había estado en todas partes a la vez. El se sentía a sí mismo la unidad de un todo, y sin embargo, no se movía; para ella la unidad era nueva y perturbadora. Sintió que los brazos de su marido la rodeaban de pronto y durante largo rato hundió la cara en su hombro, con fuerza, mientras el zumbido y el zumbido subía aún más, y ella lloraba, libremente, dolorosamente, contra él A la mañana el cielo del desierto era muy claro. Salieron en silencio de la fábrica, ensillaron los caballos, cargaron los equipos, y montaron. Ella se acomodó en la montura y miró el cielo azul. Y lentamente tuvo conciencia de su espalda, y su espalda no era ya una espalda encorvada, y se miró las extrañas manos en las riendas, y las manos habían dejado de temblar. Y podía ver las montañas distantes; no había líneas confusas ni colores borrosos. Todo era piedra sólida unida a piedra, y piedra unida a flores silvestres, y flores silvestres que se unían con el cielo en una clara y continua corriente, todo definido y único — ¡Vamos! -gritó Berty y los caballos se alejaron lentamente del edificio de ladrillos, en el fresco aire de la mañana. Ella cabalgaba hermosamente, y cabalgaba bien, y en ella, como un carozo en un durazno, había paz. Llamó a su marido, mientras los caballos aminoraban el paso subiendo una cuesta. — ¡Berty! — ¿Sí? — ¿Podríamos...? -preguntó ella. — ¿Podríamos qué? -dijo Berty. — ¿Podríamos venir aquí alguna vez? -preguntó ella señalando la fábrica con un movimiento de cabeza-. ¿De cuando en cuando? ¿Algún domingo? Berty la miró y asintió lentamente. — Creo que si. Sí. Seguro. Y mientras iban hacia la ciudad ella susurraba, susurraba una rara y suave melodía, y él la miró por encima del hombro y escuchó, y era el sonido que podía venir de los durmientes de ferrocarril calentados por el sol en un cálido día de verano cuando el aire se alza con una luz trémula, y se sacude y gira; un sonido en una sola clave, un tono, que se alzaba un poco, bajaba un poco, y zumbaba, zumbaba, pero constante, sereno; y era maravilloso oírlo. y todos hablaban con la señora Villanazul, ojerosa, apoyada contra la barandilla del porche. — Ahora -murmuró uno de los hombres-, ¡el señor Villanazul ha llegado arriba! Todos callaron. — Ahora -siseó el hombre con un murmullo teatral-, ¡el señor Villanazul llama a la puerta! Tap, tap. Todos escucharon, conteniendo el aliento. Muy lejos se oyó un golpeteo. — Ahora la señora de Navárrez, ante esta intrusión, ¡se echa otra vez a llorar! De arriba vino un grito. — Ahora -imaginó el hombre, inclinado hacia adelante, moviendo delicadamente la mano en el aire-, el señor Villanazul ruega y ruega, dulcemente, en voz baja, ante la puerta cerrada. La gente del porche alzó las barbillas, tratando de ver a través de tres pisos de madera y yeso hasta el tercer piso, esperando. El grito se apagó. — Ahora el señor Villanazul habla rápidamente, ruega, murmura, promete -susurró el hombre. El grito se transformó en un sollozo, el sollozo en un gemido, y al fin no hubo más que un ruido de respiraciones y corazones que latían y oídos que escuchaban. Luego de dos minutos de sudar y esperar, la gente del porche oyó que allá arriba se alzaba un cerrojo, se abría una puerta, y un segundo más tarde se cerraba con un murmullo. La casa estaba en silencio. El silencio vivía en todos los cuartos como una luz apagada. El silencio fluía como un vino fresco por los túneles de los pasillos. El silencio entraba por las puertas como una brisa fresca desde la buhardilla. Todos respiraron la frescura del silencio. — Ah -suspiraron. Los hombres tiraron los cigarrillos y entraron de puntillas en la casa callada. Las mujeres los siguieron. Pronto no quedó nadie en el porche. Flotaron en frescos pasillos de calma. La señora Villanazul, como en un ebrio estupor, abrió la puerta de su cuarto. — Debemos darle un banquete al señor Villanazul -suspiró una voz. — Le encenderé una vela mañana. Las puertas se cerraron. La señora Villanazul se estiró en su cama fresca. Es un hombre muy considerado, soñó, con los ojos cerrados. Por estas cosas lo quiero. El silencio era como una mano fría, que la acariciaba invitándola a dormir. 1 En castellano en el original (N. del T.) SOL Y SOMBRA Se oyó el clic de un insecto. La cámara, azul y metálica, como un escarabajo grande y gordo en las preciosas y tiernamente hábiles manos del hombre, parpadeó a la luz centelleante del sol. — ¡Calla, Ricardo! — ¡Eh, usted! -gritó Ricardo asomado a la ventana. — ¡Basta, Ricardo! Ricardo se volvió hacia su mujer. — No me lo digas a mi, díselo a ellos. Baja y díselo a ellos. ¿O tienes miedo? — No hacen daño a nadie -dijo la mujer pacientemente. Ricardo la apartó y se asomó a la ventana mirando hacia la calle. — ¡Eh, usted! -gritó. El hombre de la cámara negra alzó los ojos desde la calle, y luego siguió apuntando con su máquina a la señora de los pantalones blancos como la sal, el corpiño blanco y el verde pañuelo ajedrezado. La mujer se apoyaba en el agrietado yeso del edificio. Detrás de ella sonreía un muchacho moreno, con la mano en la boca. — ¡Tomás! -aulló Ricardo. Sé volvió hacia su mujer-. Oh Jesús bendito, Tomás, mi propio hijo, en la calle, riéndose. Ricardo fue hacia la puerta. — ¡Cuidado, Ricardo! -gritó su mujer. — ¡Les cortaré la cabeza! -dijo Ricardo, y desapareció. En la calle, la mujer se apoyaba perezosamente en una baranda de descascarado color azul. Ricardo salió justo a tiempo. — ¡Esa baranda es mía! -dijo. El hombre de la cámara se apresuró. — No, no, estamos sacando fotos. Todo está bien. Ya nos vamos. — Todo no está bien -dijo Ricardo, y sus ojos castaños centellearon. Agitó una mano arrugada-. Ella está en mi casa. — Estamos sacando fotografías artísticas -sonrió el fotógrafo. — ¿Qué haré ahora? -le dijo Ricardo al cielo azul-. ¿Enloquecer con la noticia? ¿Bailar como un santo epiléptico? — Si se trata de dinero, bueno, aquí tiene cinco pesos -sonrió el fotógrafo. Ricardo apartó la mano del hombre. — El dinero me lo gano trabajando. Usted no entiende. Váyase, por favor. El fotógrafo parecía perplejo. — Espere... — ¡Tomás, adentro! — Pero, papá... — ¡Jaaa! -aulló Ricardo. El chico desapareció. — Esto no ha ocurrido nunca antes -dijo el fotógrafo. — ¿Cuánto tiempo durará esto? ¿Qué somos? ¿Cobardes? -le preguntó Ricardo al mundo. Se estaba reuniendo una multitud. La gente murmuraba y sonreía y se daba codazos. El fotógrafo cerró su cámara con irritada buena voluntad, y le habló por encima del hombro a la modelo. — Muy bien. Usaremos aquella otra calle. Hay allí una pared con unas hermosas grietas y algunas hermosas sombras. Si nos apresuramos... La muchacha, que había estado retorciéndose nerviosamente el pañuelo, alzó del suelo la valijita de cosméticos y pasó corriendo junto a Ricardo, pero éste alcanzó a tocarle el brazo. — No me entienda mal -dijo rápidamente. La muchacha se detuvo y lo miró parpadeando. Ricardo continuó-: No estoy enojado con usted. O usted. Señaló al fotógrafo. — Entonces por.. -dijo el fotógrafo. Ricardo agitó una mano. — Ustedes son empleados; yo soy un empleado. Somos todos empleados. Tenemos que entendernos. Pero cuando usted llega a mi casa con una cámara que parece el ojo de un tábano negro, se acabó la comprensión. No quiero que me usen la calle por sus bonitas sombras, o mi cielo por su sol, o la casa porque una grieta interesante en la pared. ¡Aquí! ¡Mire! ¡Ah, qué hermosa! ¡Apóyese aquí! ¡Póngase allá! ¡Siéntese aquí! ¡Agáchese allá! Oh, lo sé. ¿Cree que soy estúpido? Tengo libros en mi cuarto. ¿Ve esa ventana? ¡María! La cabeza de su mujer apareció en la ventana. — ¡Muéstrales mis libros! -gritó el hombre. María se revolvió y murmuró, pero un momento después apareció con uno, dos, seis libros, cerrando los ojos apartando la cabeza; como si los libros fuesen pescado viejo. — ¡Y dos docenas más en la bohardilla! -gritó Ricardo-. No está hablando usted con una vaca, ¡habla usted con un hombre! — Escuche -dijo el fotógrafo, guardando rápidamente sus placas-. Nos vamos. Muchas gracias. — Antes de irse, debe entender qué quiero decir -observó Ricardo-. No soy un hombre malo. Pero puedo enojarme mucho realmente. ¿Parezco una figura de cartón? — Nadie dijo que alguien se pareciese a algo. El fotógrafo recogió su valija y echó a caminar. — Hay un fotógrafo dos cuadras más arriba -dijo Ricardo acompañándolo-. Tienen decorados de cartón. Usted se pone enfrente. El cartón dice Gran Hotel. Le sacan una fotografía y parece como si uno estuviese en el Gran Hotel. ¿Entiende? Mi calle es mi calle, mi vida es mi vida, mi hijo es mi hijo. ¡Mi hijo no es un decorado! Vi cómo ponía usted a mi hijo contra la pared, así, y así, en el fondo. ¿Cómo lo llama usted? ¿Para una buena atmósfera? ¿Para hacer más atractivo el conjunto, con la hermosa señora enfrente? — Está haciéndose tarde -dijo el fotógrafo, sudando. La modelo caminaba junto a él, del otro lado. — Somos pobres -dijo Ricardo-. Nuestras puertas pierden la pintura, nuestras paredes están agrietadas, nuestras cañerías de desagüe dan a la calle, las calles son de guijarros. Pero siento una furia terrib1e cuando veo que usted se acerca a estas cosas como si yo las hubiese planeado así, como si hace años yo le hubiese dicho a la pared que se agrietase. ¿Cree que yo sabía que venía usted y descascaré la pintura? ¿O que yo sabía que venía usted y le puse a mi chico las ropas más sucias? ¡No somos un estudio! Somos gente, y merecemos que se nos trate como gente. ¿Está claro? — Con todos los detalles -dijo el fotógrafo, sin mirarlo, apresurándose. — ¿Ahora que conoce mis deseos y mis razones será usted amable y se irá a su casa? — Es usted un hombre gracioso -dijo el fotógrafo-. ¡Eh! -Se encontraron con otras cinco modelos y un segundo fotógrafo al pie de una vasta pendiente escalonada, como una torre de bodas, que llevaba a la blanca plaza del pueblo-. ¿Qué haces, Joe? — Hemos logrado unas buenas tomas cerca de la iglesia de la Virgen, unas estatuas sin narices, encantadoras -dijo Joe-. ¿Qué es este alboroto? — Pancho se enojó. Parece que nos apoyamos en su casa y se la echamos abajo. — Me llamo Ricardo. Y mi casa está intacta. — Sacaremos unas fotos aquí, querida -dijo el primer fotógrafo-. Ponte bajo la arcada de esa tienda. Hay una vieja pared muy bonita ahí. Los fotógrafos lo miraron y comprendieron que era cierto. — ¿Pero quién es usted? ¿Quién demonios cree ser? -gritó el fotógrafo. — He estado esperando que me lo preguntara -dijo Ricardo-. Piense en mi. Váyase a su casa y piense en mi. Mientras haya un hombre como yo entre diez mil, el mundo seguirá andando. Sin mi, todo será un caos. — Buenas noches, niñera -dijo el fotógrafo, y todo un enjambre de mujeres, cajas de sombrero, cámaras, y valijitas de maquillaje se retiró calle abajo, hacia los muelles-. Es hora de almorzar, queridas. Pensaremos algo más tarde. Ricardo observó tranquilamente cómo se iban. No se había movido. La multitud seguía mirándolo y sonreía. Ahora, pensó Ricardo, iré calle arriba hasta mi casa, con la puerta donde falta la pintura en el sitio que he rozado mil veces al pasar, y pisaré las piedras que he gastado en mis caminatas de cuarenta y seis años, y pasaré la mano por la grieta de la pared de mi casa, la grieta que dejó el terremoto de 1930. Recuerdo bien la noche, estábamos en cama, Tomás no había nacido aún, y María y yo nos queríamos mucho, y pensamos que era nuestro amor lo que movía la casa, tibia y grande en la noche; pero era un terremoto, y a la mañana vimos la grieta en la pared. Y subiré los escalones y saldré al balcón de hierro de la casa de mi padre, balcón que hizo con sus propias manos, y comeré la comida que mi mujer me servirá en el balcón con los libros al alcance de la mano. Y mi hijo Tomás, que creé sacándolo de unas ropas, sí, sábanas de cama, admitámoslo, con mi buena mujer. Y comeremos y hablaremos sin fotógrafos, sin telones, sin pinturas, sin escenarios, todos nosotros. Y todos nosotros seremos actores, muy buenos actores, por cierto. Y como para acompañar este último pensamiento un sonido llegó a sus oídos. Estaba subiéndose solemnemente los pantalones, con gran dignidad y gracia, cuando oyó el hermoso sonido. Era como un aleteo de dulces palomas en el aire. Era un aplauso. La pequeña multitud lo observaba mirando cómo representaba la última escena de la pieza, antes del intervalo para almorzar, con qué belleza y elegante decoro se subía los pantalones. El aplauso rompió como una breve ola en la costa del mar cercano. Ricardo alzó la mano y les sonrió a todos. Mientras subía hacia su casa le estrechó la pata al perro que había mojado la pared. EL PRADO Un muro se derrumba, seguido por otro y otro; con un trueno apagado, una ciudad se transforma en un montón de ruinas. Sopla el viento de la noche. El mundo yace en silencio. Londres fue demolida en un día. Destruyeron Port Said. Arrasaron San Francisco. Glasgow desapareció. Se fueron, para siempre. Las maderas golpean suavemente en el viento, la arena gime y se eleva en pequeñas tormentas en el aire tranquilo. Por el camino, hacia las ruinas descoloridas, viene el viejo sereno a abrir el portón en el alto alambrado de púas y mira adentro. Allí a la luz de la luna yacen Alejandría y Moscú y Nueva York. Allí a la luz de la luna yace Johannesburg y Dublin y Estocolmo. Y Clearwater, Kansas, y Provincetown, y Río de Janeiro. El viejo lo vio todo aquella misma tarde, vio el coche que rugía fuera de la cerca de alambre de púas, vio los hombres delgados y tostados por el sol en el coche, los hombres con sus lujosos trajes de franela negra, y sus centelleantes gemelos de oro, y sus deslumbrantes relojes pulsera de oro, y que acercaban a sus cigarrillos de boquilla de corcho unos encendedores con monogramas... — Ahí está, caballeros. Qué desastre. Miren lo que ha hecho la tormenta. — ¡Sí, señor, qué lástima señor Douglas! — Quizás podamos salvar París. — ¡Si, señor! — ¡Pero, demonios! Lo ha torcido la lluvia. ¡Echen todo abajo! ¡Limpien esto! Podemos aprovechar el terreno. ¡Envíen una cuadrilla de demolición hoy mismo! — ¡Sí, señor Douglas! El coche rugió y se alejó. Y ahora es de noche. Y el viejo sereno está adentro. Recordó qué había ocurrido aquella misma tarde cuando llegó la cuadrilla. Un martilleo, un desgarramiento, un repiqueteo; una caída y un rugido. ¡Polvo y trueno, trueno y polvo! Y en el mundo entero se soltaron los clavos y vigas y yesos y las puertas y ventanas de celuloide mientras las ciudades caían ruidosamente una tras otra y descansaban inmóviles. Un estremecimiento, un trueno que se apaga a lo lejos, y luego una vez más sólo el viento suave. El sereno carnina ahora lentamente por las calles desiertas. Y de pronto está en Bagdad, y los mendigos ambulan en maravillosos harapos, y las mujeres de claros ojos de zafiro sonríen veladamente desde altas y delgadas ventanas. El viento arrastra arenas y confetti. Las mujeres y los mendigos desaparecen. Y todo es otra vez caballetes, papel mache,, telas pintadas y utilería con las letras del estudio, y detrás del frente de los edificios no hay más que noche, espacio y estrellas. El viejo saca un martillo y unos poccs clavos largos de su caja de herramientas; mira alrededor hasta que encuentra una docena dé buenas maderas y algunos decorados intactos. Y toma los brillantes clavos de acero entre sus dedos entumecidos, y son' clavos sin cabeza. Y empieza a armar Londres otra vez, martillando y martillandQ, madera a mader~, pared a pared, ventana a ventana, martillando, martillando, más y más ruidosamente, acero sobre acero, madera en madera, madera contra el cielo, trabajando durante horas hasta ~nedianoche, golpeando y arreglando y golpeando otra vez, interminablemente. — ¡Eh, oiga, usted! El viejo se detiene. — ¡Usted, el sereno! -Un desconocido en traje de mecánico sale de las sombras-. Eh, ¿cómo se llama usted? El viejo se vuelve. — Smith. — Bueno, Smith, ¿qué idea es esa? El sereno observa tranquilamente al desconocido. — ¿Quién es usted? — Kelly, capataz de la cuadrilla de demolición. El viejo asiente moviendo la cabeza. — Ah. El que echa todo abajo. Ha trabajado mucho hoy. ¿Por qué no está en su casa jactándose? Kelly carraspea y escupe. — Hay una maquinaria en el escenario de Singapur que debo revisar. -Se seca la bóca-. Bueno, Smith, ¿qué hace en nombre de Cristo? Deje ese martillo. ¡Está armándolo todo de nuevo! Nosotros lo tiramos abajo y usted lo levanta. ¿Está loco? El viejo asiente. — Quizás. Pero alguien tiene que levantar todo otra vez. — Mire, Smith. Yo hago mi trabajo, usted hace el suyo, y todos felices. Pero no puedo tolerar que usted haga líos, ¿entiende? Le avisaré al señor Douglas. El viejo asiente con un movimiento de cabeza. — Llámelo. Que venga por aquí. Quiero hablar con él. El es el loco. Kelly se ríe. — ¿Está bromeando? Douglas no ve a nadie. -Sacude la mano, y luego se inclina a examinar el trabajo recién terminado de Smith-. ¡Eh, un minuto! ¿Qué clase de clavos está usando? ¡Clavos sin cabeza! ¡Deténgase! ¡Mañana tendremos un trabajo de todos los demonios, tratando de sacarlos! Smith vuelve la cabeza y mira un momento al otro que se balancea. — Bueno, ya se sabe que no es posible arreglar el mundo con clavos con cabeza. Son demasiado fáciles de sacar. Hay que usar clavos sin cabeza y meterlos bien adentro. ¡Así! Le da al clavo de acero un golpe tremendo que lo hunde completamente en la madera. Kelly se lleva las manos a la cintura. — Le daré otra oportunidad. Deje de armar los escenarios y colaboraré con usted. — Joven -dice el sereno, y sigue martillando mientras habla, y piensa, y habla otra vez-, cuando usted i'ac¡ó yo ya estaba aquí hacía tiempo. Yo estaba aquí cuando esto no era más que un prado. Y el viento corría en ondas por las hierbas. Durante más de treinta inos vi c4mo crecía esto, y era al fin todo el mundo. Viví aquí. Viví bien. Ahora, este es para mí el mundo real. El mundo de afuera, más allá de Ja cerca, es donde paso el tiempo durmiendo. Tengo un cuartucho en una callejuela y veo titulares y leo acerca de guerras y gente rara y mala. ¿Pero aquí? Aquí está el mundo entero, y todo es paz. Camino por las calles de este mundo desde 1920. La noche que me siento con ganas tomo un aperitivo en un bar de los Campos Elíseos. Puedo beber un buen jerez amontillado en la terraza de algún café de Madrid, si quiero. O si no, yo y las gárgolas de piedra de allí arriba, allá, mírelas, en lo alto de Notre Dame, podemos considerar graves cuestiones de Estado y tomar importantes decisiones políticas. Kelly mueve una mano impacientemente. — Sí, hombre, sí. — Y ahora vienen ustedes y lo derriban todo y dejan sólo ese mundo de afuera que no ha aprendido lo más elemental sobre la paz, lo que yo sé por haber vivido en ¿Pensó alguna vez si no sería una buena idea sentarse aquí conmigo y mis amigos y beber con nosotros una copa de jerez amontillado? Muy bien, sí, el amontillado huele y sabe a café, y parece café. Imaginación, señor Creador, imaginación. Pero no, usted nunca vino, nunca subió, nunca miró o escuchó o se preocupó. Hay siempre una fiesta en alguna parte. Y ahora, demasiado tarde, sin consultarnos, quiere destruirlo todo. Quizás sea dueño del cincuenta y uno por ciento de las acciones del estudio, pero no es dueño de ellos. — ¡Ellos! -grita el productor-. ¿Qué es esto de "ellos"? — Es difícil explicarlo. La gente que vive aquí. -El sereno mueve la mano en el aire desierto hacia las medias ciudades y la noche-. Se han hecho tantos films aquí en estos años. Los extras caminaron vestidos por las calles, hablaron un miliar de lenguas, fumaron cig~rrillos y pipas de espuma de mar, y hasta narguiles persas. Bailarinas bailaron. Resplandecientes, oh, qué resplandecientes. Mujeres veladas sonrieron desde altos balcones. Desfilaron soldados. Jugaron ni-ños. Lucharon caballeros de armaduras de plata. Hubo anaranjadas tiendas de té. Se oyó el llamado de los gongs. Los barcos de los vikingos navegaron los mares interiores. El productor sale por la puerta trampa y se sienta en las tablas del techo, y el arma le descansa más despreocupadamente en la mano. Parece mirar al viejo, primero con un ojo, luego con otro, y escucharlo con un oído y luego con el otro, y de cuando en cuando sacude un poco la cabeza. El sereno continúa: — Y de algún modo, cuando se fueron los extras y los hombres con las cámaras y micrófonos y todos los equipos, y se cerraron los portones y se alejaron en grandes autos, de algún modo algo quedó de aquellos miles de gentes distintas. Lo que habían sido, o habían pretendido ser, no desapareció. Los idiomas extranjeros, los trajes, lo que hicieron, lo que pensaron, sus religiones y sus músicas, y las cos¿s grandes y pcqueñas siguieron aquí. Los paisajes de lejanos lugares. Los olores. El viento alado. El mar. Todo está aquí esta noche. .. si usted escucha. El productor escucha y el viejo escucha entre los pintados telones de la catedral, con la luz de la luna que enceguece las gárgolas de yeso, y el viento que hace murmurar las bocas de piedra falsa, y el sonido de mil tierras en la tierra de allá abajo que ese viento barre y cubre de polvo, mil minaretes amarillos y torres blancas como la leche y verdes avenidas aún intactas entre un centenar de nuevas ruinas; y en todo listones y alambres murmuran como una gran harpa de madera y acero que alguien toca en la noche, y el viento se lleva aquel sonido al cielo donde escuchan los dos hombres. El productor ríe brevemente y sacude la cabeza. — Ha oído -dice el sereno-. Ha oído, ¿no es cierto? Lo vi en su cara. Douglas se mete la pistola en el bolsillo del chaleco. — Si uno escucha esperando oir algo, lo oye. Cometí el error de escuchar. Usted debía haber sido escritor. Podía dejar sin trabajo a media docena de los mejores del estudio. Bueno, ¿qué dice? ¿Está dispuesto a bajar ahora? — Parece usted casi amable -dice el sereno. — No sé. Me arruinó una buena noche. — ¿Sí? Esta no ha sido tan mala, ¿no es cierto? Un poco diferente, diría yo. Estimulante quizás. Douglas ríe quedamente. — Usted no es peligroso. Sólo necesita compañía. Aquí está su trabajo, y todo se va al diablo, y se siente solo. Sin embargo, no lo entiendo enteramente. — No me diga que le he hecho pensar -dice el viejo. Douglas gruñe. — Cuando uno vive bastante en Hollywood, se conoce a toda clase de gente. Además, nunca estuve aquí arriba. Es un verdadero espectáculo como usted dice. Pero maldita sea si puedo comprender por qué llora usted estas telas y maderas. ¿Qué representan para usted? El sereno se apoya en una rodilla y golpea con una mano la palma de la otra, subrayando sus argumentos. — Mire. Como dije antes, usted llegó aquí hace años, dio una palmada, ¡y se alzaron trescientas ciudades! Luego añadió usted medio millar de otras naciones y estados y gentes y religiones y sistemas políticos entre los limites de la cerca de alambre. ¡Y las dificultades aparecieron! Oh, nada que uno pudiese ver. Todo estaba en el viento y los espacios intermedios. Pero eran las mismas dificultades del mundo de afuera: riñas y tumultos y guerras invisibles. Pero al fin las dificultades desaparecieron. ¿Quiere saber por qué? — Si no lo quisiera no estaría aquí helándome. Un poco de música nocturna, por favor, piensa el viejo, y mueve la mano en el aire como si tocase una hermosa música, la más indicada para acompañar lo que quiere decir. — Porque usted unió Boston a Trinidad -dice suavemente-, y parte de Trinidad se metió en Lisboa, y parte de Lisboa entró en Alejandría, y Alejandría se unió a Shanghai con unos cuantos clavos y clavijas, y lo mismo Chattanoga, Oshkosh, Oslo, Sweet Water, Soissons, Beirut, Bombay y Port Arthur. Usted dispara contra alguien en Nueva York y el hombre se tambalea ~ cae muerto en Atenas. Usted recibe un soborno político en Chicago y alguien es encarcelado en Londres. Usted cuelga un negro en Alabama y tienen que enterrarlo en Hungría. Los judíos muertos de Polonia llenan las calles de Sidney, Portland y Tokio. Le clava un cuchillo en el estómago a un hombre en Berlín y le sale por la espalda a un granjero de Memphis. Todo está cerca, tan cerca. Por eso hay paz aquí. Estamos tan apretados, que tiene que haber paz, o nada quedaría en pie. Un incendio nos destruiría a todos, y no importaría quien lo provocara, o por qué. Así que esta gente, los recuerdos, o como quiera llamarlo, que están aquí, viven tranquilos, y este es su mundo, un buen mundo, un magnífico mundo. El viejo se detiene, se pasa la lengua por los labios y toma aliento. — Y mañana -dice- usted va a destruirlo. El viejo se queda en cuclillas un rato más, luego se incorpora y contempla las ciudades y las mil sombras de esas ciudades. La gran catedral de yeso cruje y se balancea en el aire de Ja noche, hacia adelante y hacia atrás, con las mareas del verano. — Bueno -dice Douglas al fin-, este ... ¿bajamos ahora? Smith asiente con un movimiento de cabeza. Douglas desaparece, y el sereno escucha cómo Douglas baja y baja por los negros escalones. Entonces, luego de un pensativo titubeo, se toma de la escalera, se murmura algo a sí mismo, y empieza el largo descenso en la oscuridad. Todos se han ido; la policía del estudio y unos pocos trabajadores y algunos jefes menores. Sólo queda un coche grande y negro que espera detrás de la cerca de alambre de púa mientras los dos hombres hablan en las ciudades del prado. — ¿Qué va á hacer ahora? -pregunta Smith. — Volver a mi fiesta, supongo -dice el productor — ¿Será divertida? — Sí. -El productor titubea-. ¡Claro que será divertida! -Mira la mano derecha del sereno-. No me diga que encontró el martillo del que me habló Kelly. ¿Empezará a construir otra vez? ¿No abandona, eh? — ¿Abandonaría usted si fuese el último constructor y todos los otros fuesen demoledores? Douglas echa a caminar junto con el viejo. — Bueno, quiza's vuelva a verlo, Smith. — No -dice Smith-. No estaré aquí. Todo esto no estará aquí. Si usted vuelve otra vez, será d~masiado tarde. Douglas se detiene. — Demonios, ¿qué quiere que yo haga? — Algo muy simple. Conserve todo esto. Deje estas ciudades en pie. — ¡No puedo! Maldita sea. Razones de negocios. Tiene que desaparecer. — Un hombre con buen olfato para los negocios y un poco de imaginación puede encontrar alguna buena razón para salvar esto -dice Smith. — ¡Me espera el coche! ¿Cómo saldré de aquí? El productor pasa por encima de un trozo de mampostería, se abre paso entre unas ruinas, aparta maderas, se apoya un momento en fachadas de yeso y telones. Cae polvo del cielo. — ¡Cuidado! El productor se tambalea envuelto en utia nube ~e t.~olvo y ladrillos. Anda a tientas, tropieza, y el viejo lo toma por el brazo y tira hacia adelante. — ¡Salte! Saltan, y medio edificio se desmorona en lomas y rn.9ntañas de maderas y papeles. Un enorme capullo — ¿Se encuentra bien? — Sí. Gracias, gracias. -El productor mira el caído edificio. El aire se aclara-. Probablemente me ha salvado la vida. — No creo. Casi todos esos ladrillos son de papel. maché. Sólo hubiera recibido unos golpes y cortaduras. — Gracias, de todos modos. ¿Qué edificio era ése? — Una torre normanda. No se acerque al resto. Puede caerse también. — Tendré cuidado. -El productor se acerca lentamente-. ¡Pero podría echar abajo todo este condenado edificio con una sola mano! -Hace la prueba; el edificio se inclina y estremece y gime. El productor se aparta rápidamente-. Podría derribarlo en un segundo. — Pero no lo hará -dice el sereno. — Oh, ¿no? ¿Qué importa una torre francesa menos a estas horas? El viejo lo toma por el brazo. — De una vuelta hasta el otro lado de la torre. Van al otro lado. — Lea ese letrero -dice Smith. El productor enciende su encendedor, alza la llama, y lee: — Banco Nacional de Mellin Town. -Hace una pausa-. Illinois -lee, muy lentamente. El edificio se alza a la dura luz de las estrellas y la luz tierna de la luna. — De un lado -Douglas mueve la mano como en una escala musical- una torre francesa. Del otro lado -da siete pasos a la derecha y siete a la izquierda, mirando de costado- Banco Nacional. Banco. Torre. Torre. Banco. Bueno, maldita sea. Smith sonríe y dice: — ¿Todava quiere echar abajo la torre francesa, señor Douglas? — Un minuto, un minuto, espere, espere. De pronto, Douglas empieza a ver los edificios que se alzan ante él. Gira lentamente, alzando y bajando los ojos, y mirando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Mira aquí, mira allá, ve esto, ve aquelío, examina, clasifica, separa, y reexamina. Echa a caminar en silencio. Cruzan las ciudades del prado, entre hierbas y flores silvestres, y llegan a unas ruinas y semirruinas y se meten entre ellas, y llegan a unas avenidas y ciudades y pueblos y entran en ellos. Inician un recital que no se interrumpe mientras pasean. Douglas preguntando, el sereno respondiendo, Douglas preguntando, el sereno respondiendo. — ¿Qué es esto por aquí? — Un templo budista. — ¿Y del otro lado? — La cabaña donde nació Lincoln. — ¿Y aquí? — La iglesia de San Patricio, Nueva York. — ¿Y el reverso? — ¡Una iglesia ortodoxa de Rostov! — ¿Qué es esto? — ¡La puerta de un castillo en el Rhin! — ¿Y adentro? — ¡Un despacho de bebidas gaseosas en Kansas City! — ¿Y aquí? ¿Y aquí? ¿Y allá? ¿Y qué es aquello? — pregunta Douglas-. ¡Qué es esto! ¡Qué veo allá! ¡Y allí! EL BASURERO Así era su trabajo: se levantaba a las cinco de la fría y oscura mañana y se lavaba la cara con agua caliente si el aparato de calefacción funcionaba y con agua fría si el aparato no funcionaba. Se afeitaba cuidadosamente, hablándole a su mujer en la cocina, que preparaba jamón y huevos o panqueques o lo que hubiera aquella mañana. A las seis en punto estaba en marcha solo hacia su trabajo, y estacionaba el coche donde los otros hombres estacionarían los suyos a medida que se alzara el sol. A aquella hora de la mañana los colores del cielo eran anaranjados y azules y violetas y a veces muy rojos y a veces amarillos o claros como el agua sobre una piedra blanca. Algunas mañanas podía ver su aliento en el aire y otras mañanas no. Pero aún asomaba el sol cuando golpeaba con el puño la cabina del camión verde, y el conductor sonriendo y diciendo hola, subía al camión por el otro lado y entraban en la gran ciudad e iban calles abajo hasta que llegaban al lugar donde empezaban a trabajar. A veces se detenían en el camino a beber café negro y luego seguían con el calor en el cuerpo. Y comenzaban a trabajar, es decir que él saltaba frente a todas las casas y recogía las latas de basura y las llevaba al camión y les sacaba la tapa y las golpeaba contra el borde de la caja, de modo que las cáscaras de naranja y melón y el café usado caían y empezaban a llenar el camión vacio. Había siempre huesos de ternera y cabezas de pescado y trozos de cebolla y apio rancio. La basura reciente no era nada malo, pero sí la basura muy vieja. No sabía realmente si le gustaba o no el trabajo, pero era un trabajo y lo hacia bien, hablando mucho de él a ratos, y otros no pensando en él de ningún modo. Algunas veces el trabajo era maravilloso, pues uno estaba afuera temprano y el aire era limpio y fresco hasta que uno había trabajado demasiado y el sol calentaba y la basura humeaba. Pero casi siempre era un trabajo regular y tranquilo, y al pasar uno podía mirar las casas y jardines y ver cómo vivían todos. Y una o dos veces al mes le sorprendía descubrir que el trabajo le gustaba y que era el mejor trabajo del mundo. Así fue durante muchos años. Y luego, de pronto, el trabajo cambió para él. En un día. Más tarde se preguntó a menudo como un trabajo podía cambiar tanto en tan pocas horas. Entró en la casa y no vio a su mujer ni oyó su voz, aunque ella estaba allí. Fue hasta una silla y ella lo miró desde lejos observando como él tocaba la silla y se sentaba sin decir una palabra. — ¿Qué hay de malo? Al fin la voz de su mujer llegó a él. Debía haberlo dicho tres o cuatro veces. — ¿De malo? Miró a aquella mujer, y sí, era su mujer, era alguien que conocía, y aquella era su casa con los altos cielorasos y las gastadas alfombras. — Algo ocurrió hoy en el trabajo -dijo. Ella esperó. — En mi camión, algo pasó. -La lengua se le movió secamente sobre los labios y se le cerraron los ojos hasta que no hubo más que oscuridad y ninguna luz y era como estar solo y de pie en un cuarto cuando uno deja la cama en medio de la noche oscura Creo que voy a renunciar a mi trabajo. Trata de entender. — ¡Entender! -exclamó ella. — No puedo evitarlo. Nunca me ocurrió una cosa tan rara en toda mi vida. -Abrió los ojos y sintió las manos frías mientras se frotaba el dedo índice con el pulgar-. Fue raro lo que ocurrió. — Bueno, ¡no te quedes ahí! El hombre sacó parte de un periódico del bolsillo de su chaqueta de cuero. — Este es el diario de hoy -dijo-. 10 de diciembre de 1951, Times de Los Angeles. Boletín de Defensa Civil. Dicen que están comprando radios para nuestros camiones de basura. — Bueno, un poco de música no tiene nada de malo. — No, no música. No entiendes. No música. Abrió la mano tosca y señaló con una uña limpia, lentamente, tratando de que todo estuviese allí, donde él pudiese verlo y ella pudiese verlo. — En este artículo el alcalde dice que pondrán aparatos transmisores y receptores en todos los camiones de basura de la ciudad. -Se miró la mano con los ojos entornados-. Cuando las bombas atómicas caigan en la ciudad, estas radios nos llamarán a nosotros. Y entonces nuestros camiones irán a recoger los cadáveres. — Bueno, eso parece práctico. Cuando ... — Los camiones de basura -dijo él- irán a recoger todos los cadáveres. — ¿No puedes dejar los cadáveres por ahí, no es cierto? Tienes que recogerlos y... La mujer cerró la boca muy lentamente. Parpadeó, sólo una vez, y también muy lentamente. El hombre observó aquel lento parpadeo. En seguida, como si alguien la hubiera ayudado a volverse, la mujer dio media vuelta, fue hasta un sillón, hizo una pausa, pensó cómo hacerlo, y se sentó, muy erguida y tiesa. No dijo nada. El hombre escuchó el tic-tac de su reloj, pero sólo con una parte de la mente. Al fin ella rió. — ¡Están bromeando! El hombre sacudió la cabeza. Sentía que la cabeza se le movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la misma lentitud con que había ocurrido todo. — No. Hoy pusieron un receptor en mi camión. Y me dijeron que cuando yo escuchase la sirena de alarma dejase caer la basura en cualquier parte. Y que cuando ellos me llamasen por la radio, yo fuera alli a recoger los muertos. El agua hirvió ruidosamente en la cocina. La mujer la dejó hervir cinco segundos y luego se apoyó en el brazo del sillón con una mano y se incorporó y encontró la puerta y entró en la cocina. El ruido del hervor se apagó. La mujer apareció en la puerta y luego fue hasta donde estaba él, inmóvil, con la cabeza en la misma posición. — Ya está todo publicado. Tienen cuadrillas, sargentos, capitanes, cabos, todo -dijo él-. Hasta sabemos a dónde hay que traer los cadáveres. — Así que pensaste en eso todo el día -dijo ella. — Todo el día desde esta mañana. Pensé: Quizá ahora yo ya no quiera ser más un recolector de basura. A veces Tom y yo nos divertíamos con una especie de juego. Hay que llegar a eso. La basura no es agradable. Pero trabajando con ella es posible transformarla en un juego. Así lo hicimos Tom y yo. Mirábamos qué clase de basura deja la gente. Costillas de ternera en las casas ricas, lechuga y cáscaras de naranja en las pobres. Sí, es tonto, pero un hombre tiene que hacer su trabajo tan bien como sea posible, y que valga la pena, ¿si no para qué hacerlo? Y en un camión uno es su propio jefe en cierto modo. Uno sale a la mañana temprano, y es un trabajo al aire libre a fin de cuentas. Ves cómo sale e1 sol, y cómo despierta la ciudad, y eso no es tan malo. Pero ahora, hoy, de pronto, ya no es un trabajo para mí. La mujer empezó a hablar rápidamente. Nombró muchas cosas y habló de otras muchas más, pero antes que ella llegase muy lejos él la interrumpió dulcemente. — Ya sé, ya sé, los chicos y la escuela, y nuestro coche, ya sé -dijo-. Y las cuentas y el dinero y el crédito. ¿Pero y aquella granja que nos dejó papá? ¿Por qué no mudarnos allí, lejos de las ciudades? Sé un poco de trabajos de campo. Podemos criar ganado, sembrar, tener bastante para vivir durante meses si algo pasara. La mujer calló. — Sí, todos nuestros amigos están aquí, en la ciudad -continuó él-. Y las películas y los teatros y los amigos de los chicos, y... La mujer respiró profundamente. — ¿No podemos pensarlo unos días? — No sé. Tengo miedo. Temo que si pienso un tiempo en mi camión y el nuevo trabajo me acostumbre a eso. Y, oh Cristo, no parece bien que un hombre, un ser humano, se acostumbre a una idea semejante. Ella meneó lentamente la cabeza, mirando las ventanas, las paredes grises, los cuadros oscuros en las paredes. Apretó las manos. Abrió la boca. — Lo pensaré esta noche -dijo él-. Me quedaré un rato levantado. A la mañana sabré qué hacer. — Ten cuidado con los chicos. No conviene que ellos conozcan esto. — Tendré cuidado. — No hablemos más entonces. Terminaré de preparar la cena. -La mujer se incorporó de un salto y se llevó las manos a la cara y luego se miró las manos y observó el sol en las ventanas-. Los chicos llegarán en cualquier momento. — No tengo mucho apetito. — Tienes que comer, tienes que ir adelante. La mujer corrió dejándolo sólo en medio de un cuarto donde ninguna brisa movía las cortinas, y sólo el cielo raso gris colgaba sobre él con una solitaria lámpara apagada, como una vieja luna en el cielo. Se sentía tranquilo. Se frotó la cara con las manos. Se incorporó y se detuvo en un umbral y dio un paso adelante y sintió que se sentaba en una silla del comedor. Vio que extendía las manos en el mantel blanco, desierto. — Toda la tarde -dijo-, he pensado. La mujer se movía en la cocina, entrechocando ollas, golpeando sartenes contra el silencio que estaba en todas partes. — Me he preguntado -dijo el hombre- cómo habrá qué poner los cuerpos en los camiones, a lo largo o a lo ancho, con la cabeza a la derecha o los pies a la derecha. ¿Hombres y mujeres juntos, o separados? ¿Los niños en un camión, o mezclados con hombres y mujeres? ¿Los perros en camiones especiales, o los dejaremos ahí? Me he preguntado cuántos cabrán en un camión. Y me he preguntado si habrá que ponerlos unos sobre otros y comprendí al fin que no había otra solución. No puedo imaginármelo. No alcanzo a verlo. Trato, pero no es posible, no hay modo de saber cuántos pueden caber en un camión. Se quedó pensando en cómo era en las últimas horas de su trabajo, con el camión lleno y la lona que cubre el gran montón de basura, de modo que el montón comba la lona como un montículo irregular. Y cómo era si uno retira de pronto la lona y mira adentro. Durante unos segundos uno ve las cosas como macarrones o tallarines, sólo cosas blancas que viven y hierven, mil1ones de ellas. Y cuando las cosas blancas sienten el calor del sol, se esconden y se meten en las lechugas y los restos de carne de vaca y café y las cabezas de los blancos pescados. Luego de diez segundos de luz solar, las cosas blancas que parecen tallarines o macarrones han desaparecido, y en el gran montón de basura nada se mueve, y uno pone otra vez la lona y sabe que abajo hay oscuridad otra vez, y las cosas empiezan a moverse como siempre deben moverse las cosas en la oscuridad. Estaba todavía sentado allí en el cuarto desierto cuando la puerta de calle se abrió de par en par. Su hijo y su hija entraron corriendo, riéndose, y lo vieron allí sentado, y se detuvieron. La madre corrió a la puerta de la cocina, se apoyó rápidamente en el marco, y miró fijamente a su familia. Le vieron la cara y le oyeron la voz. — ¡Sentáos, chicos, sentáos! -Alzó una mano y la adelantó hacia ellos-. Llegáis justo a tiempo.
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