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casos clinicos 2020-2021, Resúmenes de Salud Pública

casos clinicos, de todos los tipos 2020-2021

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 11/04/2021

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¡Descarga casos clinicos 2020-2021 y más Resúmenes en PDF de Salud Pública solo en Docsity! 64 casos clínicos de pacientes que lloran y otras consultas sagradas para su estudio, análisis y docencia   1 . Relatos del día a día en la atención clínica. Una colección que recoge los casos aportados al debate virtual del Seminario de Innovación en Atención Primaria celebrado en su encuentro presencial en Bilbao (España), el 12 y 13 de febrero de 20162. Introducción Todas las consultas son sagradas, pero las hay que todavía lo son más como las consultas sobre el inicio y el  final de la  vida,   las consultas sobre cambios de estado de vida,   las consultas sobre situaciones extremas de violencia (violación, por ejemplo) y sociales (hambre, por ejemplo) y otras. Entre ellas, las consultas en las que los pacientes lloran, que son relativamente frecuentes (8 por mil) pero no se suelen considerar ni en enseñanza ni en investigación3. En el curso del debate virtual del Seminario de Innovación en Atención Primaria, con cientos de intercambios,  se  expusieron casos clínicos de la  experiencia diaria  de los  participantes.  De ese debate se han obtenido los casos que siguen, relatados de forma que se impide el reconocimiento de los pacientes. Son compartidos generosamente por profesionales, residentes y estudiantes, con el objetivo de que se puedan emplear  para  estudio,  análisis  y  docencia  en el  campo de   la  mejor atención clínica. Los casos se han escrito y corregido pensando en su libre difusión entre estudiantes y profesionales de la sanidad, pero si se decide publicar alguno fuera de este ámbito se ruega una petición expresa de permiso para hacerlo4. Como es obvio, cada caso expresa tanto el sufrimiento del enfermar como la respuesta profesional al mismo y ambos aspectos merecen un respeto exquisito. Caso clínico número 1: Consulta sagrada por tener un familiar con enfermedad mental grave Hacía poco que me había hecho cargo del cupo cuando conocí a María. Era una mujer de unos cincuenta   años,   fumadora,   con   el   antecedente   de   un   episodio   de   broncoespasmo   grave   en   el contexto de una infección de vías respiratorias altas un año antes. Era cocinera, estaba separada y vivía  con su hijo  de  veinte  años.  La  compañera  que hasta  entonces  había   llevado el  cupo me comentó el caso porque le preocupaba un segundo episodio de broncoespasmo por su lenta mejoría y porque no tenía clara cuál era la causa. Le había pedido un TAC pulmonar urgente y me advertía para que estuviera atenta..  Cuando la conocí, acababa de dejar de fumar (a raíz del ahogo) y estaba de baja laboral. Estaba preocupada por lo mal que se encontraba y por el resultado del TAC, que finalmente reveló áreas enfisematosas. Le comuniqué el resultado y pedí unas pruebas funcionales para cuando estuviera recuperada del cuadro agudo. A la siguiente visita, la víspera de Navidad, estaba mejor del cuadro respiratorio pero no obstante la vi muy angustiada. Al preguntarle qué era lo que le preocupaba, 1 Los 15 primeros casos clínicos formaron parte del material del Satélite celebrado en Bilbao (España) el 12 de febrero de 2016. Se pueden encontrar las presentaciones escritas y en vídeo en: http://equipocesca.org/consultas-sagradas-analisis-de-15-casos-clinicos-bilbao-12-febrero-2016-sesion-satelite-al- siap-31/ 2 El material y las presentaciones por escrito y en vídeo del Seminario en: http://equipocesca.org/pacientes-que-lloran-y-otras-consultas-sagradas-seminario-de-innovacion-en-atencion- primaria-no-31-bilbao-12-y-13-de-febrero-de-2016/ 3 Sirven de introducción a las “consultas sagradas” http://equipocesca.org/consultas-sagradas-serenidad-en-el-apresuramiento/ http://www.actasanitaria.com/consultas-sagradas-mas-sagradas-de-lo-habitual/ http://equipocesca.org/crying-patients-in-generalfamily-practice-incidence-reasons-for-encounter-and-health- problems/ http://www.actasanitaria.com/compasion-y-cortesia-piedad-y-ternura-medicina-armonica-con-ciencia/ 4 Para permisos y comentarios, tome contacto con Juan Gérvas jjgervas@gmail.com rompió  a   llorar.  La que yo había previsto como una visita  corta  de seguimiento (tres  o  cuatro preguntas más auscultación) mutó  en consulta sagrada.  Le tendí  un pañuelo de papel,  aparté  el teclado del ordenador, fijé mi mirada en sus ojos y me dispuse a escuchar.  Me explicó que de madrugada le habían llamado los mossos de esquadra porque habían encontrado a su hijo en Girona, vagando por la calle, desorientado y contando una historia de película sobre espías que le seguían. Estaba ingresado y ella no entendía nada. Ni porque estaba en Girona, ni qué contaba ni porqué Tenía mucha ansiedad y al hablar y poder preguntar sus dudas pareció que se descargaba de una parte del nerviosismo. Intenté aclarar sus dudas, parece que sin mucho éxito, y le pregunté si pensaba que podía irle bien alguna medicación para los nervios. Dijo que sí y le hice una receta de diazepan que quedamos que tomaría en caso de mucha necesidad. Al cabo de una semana la volví a ver. Habían trasladado al hijo a Barcelona y seguía ingresado. Ella estaba muy descontenta y desconfiaba de la atención que le estaban prestando. Lo había visto un médico sólo diez minutos desde el traslado y ella sólo lo podía ver un rato cada día. Él estaba muy sedado y sin conciencia de enfermedad. Montserrat no comprendía lo que le decían, no sabía qué le pasaba a su hijo ni qué pasaría a partir de ese momento. Intenté facilitar que expresara sus dudas y complementar la información que le habían dado en el hospital y abrí la puerta a llamar o acudir en caso de duda o de necesitar algo. No había necesitado el diazepan, pero le iba bien tenerlo a mano por si acaso. No  la  volví  a  ver  hasta  al  cabo de un par  de meses,  cuando  trajo el   resultado de  las  pruebas funcionales respiratorias (tenía una EPOC grave). Su hijo ya estaba en casa, no había presentado nueva sintomatología psicótica pero salía muy poco, sólo para ir al centro de día. Ella estaba más tranquila.  Caso  clínico  nº  2:  La consulta  sagrada  con  un paciente  “adicto”   (alcoholismo,   ludopatía, drogadicción, etc) V es un varón de 28 años de origen lituano, que fue adoptado por una pareja de clase media hace 16 años; la madre adoptiva en ese momento empezaba su etapa de menopausia,  ella es una mujer siempre muy preocupada por su salud, va mucho a la consulta, muy nerviosa y está en tratamiento de larga data con antidepresivos y ansiolíticos. El padre adoptivo es un hombre muy reservado, acude muy poco a la consulta y sólo lo hace por problemas serios como una estenosis del canal espinal. Viven   en   un   barrio   de   clase   media   baja,   bastante   tranquilo   y   seguro   en   Valladolid. V llega a España a los 12 años, no tenemos registros de ningún tipo de antecedentes ni personales ni familiares de su país. Es un chico en general físicamente saludable, atlético, deportista, con el típico aire eslavo y muy reservado, que no había pisado nunca la consulta hasta los 27 años. V siempre ha tenido poca interacción social cosa que con el pasar del tiempo se ido incrementado y se ha presentado siempre con una imagen de “chico rudo”. Hace 6 años, luego de un accidente laboral donde presentó una sección completa del tendón del tibial anterior en la EID y se le operó, al médico de la mutua que le realizó el seguimiento le pareció muy llamativo el comportamiento de V que a pesar de que se le explicó la importancia del uso de la escayola, el reposo y sobretodo no apoyar el pie en el suelo, a la 3º consulta post quirúrgica llegó con la férula destrozada diciendo que no iba a hacer caso, posteriormente el padre habló con este médico  y   le  dijo  que  la  convivencia  era  muy complicada y si  podía  pedir  una valoración por alteración conductual (lo cual no se hizo). Nos enteramos (mi tutor y yo) por los vecinos y conocidos del barrio que V estaba implicado en muchas peleas, que actuaba en forma violenta y que bebía mucho. Era algo peculiar saber esto, pues sabíamos que V trabajaba muchas horas, mañana y noche y de lunes a viernes y nunca faltaba al trabajo, es más muchas veces me crucé con él en el autobus y tenía buen aspecto. temperatura ambiental me parece que va bastante abrigado: camisa con camiseta interior, jersey de lana, chaqueta de pana. Toda la ropa tiene un toque elegante pero está visiblemente usada. Además me fijo en que lleva un taco de libros igualmente raídos bajo el brazo, y una libretita. Se sienta y me extiende la parte autocopiativa de una receta hecha a mano, de Rasilez (aliskiren) 150mg, y me dice que le ha caducado y que ya no puede cogerla. Según me cuenta y veo en el visor del hospital, le están viendo los cardiólogos en consulta porque mi predecesor le derivó allí por dolores   torácicos   atípicos   recurrentes.   Santos   es   hipertenso   y   en   la   historia   dice   que   tomaba enalapril  20mg, así  como varios analgésicos de primer escalón (paracetamol,  metamizol,  varios aines),   que   ha   tenido   algún   episodio   de   gota,   y   poco   más.   Los   dolores   torácicos   eran   de características mal definidas (a veces punzante, a veces quemante, alguna vez se quejó de opresión, referida a todo el pecho, sin cortejo vegetativo, sin que contase relación con ninguna circunstancia, igual en reposo que cuando caminaba por la calle...) y con ECG anodinos por lo que se inició un estudio con ecografía transtorácica (sin hallazgos relevantes,  una alteración de la relajación del ventrículo   izquierdo)   y   una   prueba   de   esfuerzo   clínica   y   eléctricamente   negativas   aunque   no concluyentes por el regular estado de forma del paciente que no pudo acabarla. Así que los dolores quedaron en nada pero durante el seguimiento el cardiólogo descubrió que la tensión arterial estaba mal controlada (alrededor de 160­170/85­110) y por eso le cambia enalapril por aliskiren, a la vez que le da el alta. La fecha de la última visita es de abril, y estamos en octubre. Le pregunto por la demora y, bajando la vista, me dice que lo que le mandó el cardiólogo era muy caro. Ha seguido tomando el enalapril, pero en las últimas semanas ha vuelto a tener molestias torácicas y se ha preocupado, y por eso viene ahora. Yo voy con 50 minutos de retraso así que quedamos en que siga igual, citarle con la enfermera para que le tome la TA y repase los hábitos saludables, pedir una analítica y vernos con los resultados. Como mis huecos de cita son de 5 minutos, le doy una concertada de 3 huecos. Cuando Fermín vuelve ya es noviembre, y sigue teniendo las manos frías; sin embargo la ropa que lleva es la misma que el mes pasado. Yo ya sé, porque me lo ha dicho la enfermera, que sus cifras de tensión son más o menos las que tenía en cardiología, y que lleva una dieta muy desordenada (come poco, mal, a deshora, pocos alimentos frescos, muchos precocinados). Ella le ha explicado los cambios dietéticos necesarios hace 15 días y el plan es ver qué tal. Con la actitud de un niño pillado sin los deberes me reconoce que lo intenta pero le cuesta hacer lo que la enfermera le ha dicho. Le pregunto por sus dificultades. Se hace un silencio. "Verá, doctora ­ es que yo vivo en una habitación y sólo tengo un hornillo, antes cocinaba mi mujer y yo no sé..." vuelve a haber un silencio. Me cuenta que a raíz de una época mala hace unos años en que le despidieron y sólo pudo hacer trabajillos intermitentes comenzó  a beber y a  tener problemas económicos y de pareja. Abre la libreta y me enseña una cita manuscrita: "cuando el dinero sale por la puerta el amor salta por la ventana". Después todo se precipitó, su mujer le dejó y él se quedó con una casa que no podía mantener por lo que hace unos meses le han acabado desahuciando. Se quedó en la calle donde durmió un par de semanas, pero últimamente ha encontrado una habitación que puede pagar con la renta mínima que cobra (380€). Vive solo. Indagando en sus hábitos parece que se pasa el día leyendo, que de pequeño "no tuvo la posibilidad de estudiar mucho" y ahora intenta "recuperar el tiempo perdido". Prefiere hablar de temas como política o el cambio climático que de sí mismo (de hecho en las consultas sucesivas él a veces evade preguntas personales enseñando algún libro que está leyendo, del género "engaños institucionales", "lo que no  le  han contado sobre X",  y  temas más o  menos relacionados con conspiraciones  y secretos). De vez en cuando hace comentarios con resentimiento hacia los humanos en general y las mujeres en particular, como cuando me enseñó  una cita manuscrita en su libreta que decía "las mujeres son un mal necesario". Cuando hace esto proyectando su odio y olvidando que yo soy una mujer intento hacer suspensión del juicio y pensar que me ve como médico, y que en realidad le duele su separación, pero no siempre me sale. En   la   analítica   que   le   pedimos   tenía   elevados   el   ácido   úrico,   los   triglicéridos   y   también  una elevación leve de transaminasas que atribuimos a esteatosis hepática aunque está pendiente de que le hagamos una ecografía. Hemos indagado en el consumo de alcohol que él reconoce (unas 2 cervezas al día, algún vino, algún cubata, es imposible concretar más) y que aunque acepta que puede acabar haciéndole daño no está dispuesto a dejar porque dice que es "el rato que él pasa con sus amigos, y lleva una vida más o menos normal". Y   en   esto   estamos,   en   que   él   elabore   su   situación,   en   el   control   de   los   factores   de   riesgo cardiovascular en circunstancias complejas, y en integrar su situación económica y de vivienda en la atención sin que se note mucho. Caso clínico nº 6: La violencia contra la mujer como consulta sagrada Me espera temprano, ocho y poco, en la puerta de la consulta, aún cerrada, mano sobre mano en el regazo y piernas cruzadas hacia atrás bajo la silla azul eléctrica. Y se ilumina cuando me ve doblar la esquina de las escaleras. “¡Doctora!…”, se acerca arrastrando los zapatos regastados de uso, que no de antiguo, de caminar y caminar,  hasta el  hartazgo, por las sendas de la vida,  sonriendo a medias,   resignada   ante   las   vicisitudes,   y   a   medio   paso   se   detiene,   mientras   yo   busco   en   las profundidades del gran bolsón de supervivencia  las  llaves de la consulta.  Me mira complacida, complaciente. Y yo respondo cordial con un buenos días con nombre propio, porque ya empiezo a conocerles, y reconocerles. Abro y enciendo la luz de neón hasta que se filtre el ya casi verano por las ventanas altas que custodian el patio de colegio vecino, invitándole a entrar. Ella se detiene en el umbral,   sin   intención de   irrumpir  o  molestar,  asomando   la  duda en   la  mirada,  organizando  el pensamiento,   qué   decir   y   no.  Adivinándola  me   acerco  y   le   pregunto  por  Paulino,   su  marido, ingresado para un estudio de anemia. Ella responde con los ojos empañados y murmura “gracias” casi imperceptible al final del parte de la situación.  María Dolores gasta 67, siempre al servicio de la familia, solícita y presta. Ni una queja, ni una mueca, ni un "¡ay!", actitud que Paulino subrayaba y alababa siempre que podía, aún más en los últimos meses, cuando la situación en casa había empeorado con la separación de su hijo, en paro, refugiado en casa de sus progenitores para sobrevivir. Acudían juntos a la consulta; él, la gentileza y galantería personificada y ella,   la  discreción en persona.  Sin embargo,  desde el   ingreso,  María Dolores   apenas   había   aparecido   en   dos   ocasiones,   jaleada   por   las   prisas,   para   recoger   una interconsulta para psiquiatría para su hijo y el volante de la ambulancia para su marido. La última visita sin embargo, fue de urgencias, hace una semana. El compañero que la atendió por una crisis de ansiedad y nerviosismo, describe un insomnio de larga duración nunca antes mencionado y le receta benzodiacepinas hasta nueva consulta con su médico para un abordaje en profundidad.  Y mientras mis ojos se concentran en esa síntesis de la historia, en unas décimas de segundo, María Dolores ha tomado asiento, en el borde de la silla, sin saber si salir corriendo o no. Le pregunto qué tal se encuentra, qué la trae por aquí, acabo de ver que vino hace una semana, si quiere indagamos los síntomas, por qué no puede dormir. Pero ella corta la conversación, con un "eso no me preocupa ahora,  doctora,   lo que me importa es  la mano, que no puedo cocinar" y deja sobra la mesa al descubierto tres dedos amoratados, hinchados, posiblemente con varias fracturas y una extremidad distal vendada incapaz para la movilización. Y me mira a los ojos avergonzada y disculpándose, "no quiero molestarla, pero no sé si me pueden arreglar aquí o tengo que ir al hospital".  ­ "¿Qué le ha ocurrido María  Dolores?"­ le pregunto mientras la exploro.  ­ "Me he caído doctora, no tiene importancia, un traspiés lo da cualquiera…"­ responde huidiza. "¿Puede mirarme?"­ suplica intentando evadir preguntas que no quiere responder­ "tengo mucha prisa, me está esperando mi hijo en la entrada que tenemos que llevar las niñas al colegio." ­ "¿Cuándo se ha caído?"­ le pregunto al tiempo que le pido que le estiro la manga para poder explorarla. ­ "No me acuerdo doctora, estoy muy liada con mi hijo y las nietas, este fin de semana han estado en casa, hay mucho jaleo…ya se imagina…"­ justifica. ­ "Me hago cargo, sí…¿Por qué no pasa al fondo de la consulta y se quita la parte de arriba para poder valorarla?, es importante."  Y María Dolores obedece, resoplando incómoda. Y bajo la ropa, afloran hematomas en distinta  fase de resolución,  que recorro como si  fueran un mapa mundi, saltando de isla en isla, repasando el dolor y compartiendo el silencio terrible,  sabiendo que la próxima pregunta es decisiva, los próximos pasos…Y ella también.  ­"Necesita   ir  al  hospital  para  que  le  valoren   la  mano y   todos   los   traumatismos  que   tiene,  me preocupa que pueda haberse hecho más daño"­ le sentencio firme. "Ya sé que su hijo está esperando y tiene prisa, pero vamos a gestionar una ambulancia para que no tenga problemas y así él puede llevar sus hijas al colegio"­intento brindar soluciones para reducir la tensión que ambas palpamos. Y María Dolores lucha, deseando entregarse y no, luchando por ser leal o derrumbarse.  ­"No  puedo  doctora,   ahora  no…llevamos  a   las   nietas   al   colegio  y   luego  mi  hijo  me   lleva   al hospital"­dice una vez tomada la resolución de no ceder.  ­ "¿Le parece si hablamos con su hijo para que se marche y tramitamos todo con calma? Usted no puede cuidar de otros si no cuidamos de usted…"­abro la puerta a  la negociación, pero ella se resiste:   ­   "Es que mi  hijo   tiene un carácter  muy difícil,  no  le  va a  parecer  bien,  nosotros  nos entendemos…luego él me lleva, no se preocupe, no quiero molestar" y negociamos hasta que cede, hasta que encuentra el límite infranqueable de lo que uno puede o debe soportar, invisible a cuantos nos rodean. Y cuando vamos concretando los pasos, qué  hacer desde el punto de vista médico, cuestiones prácticas, a las que ella está más que hecha, volvemos a lo intangible, a la raíz, porque a veces el camino directo no nos lleva a donde queremos llegar y la distancia más corta viene a través de circunloquios.  ­ "Realmente lo que me preocupa es cómo se ha hecho esa lesión, porque a veces hay accidentes en casa que son más complejos María Dolores, y suele pasar a menudo que la tensión explota, sabe… ¿cómo es   la   relación en casa?,  ¿discuten  mucho?,  ya  me ha  dicho usted  que es  una  situación compleja?, ¿cómo lo lleva?, ¿cómo le afecta?, ¿tiene a alguien con quien compartirlo?, ¿se siente sola?"­y voy ralentizando las preguntas para darle tiempo, para dejarle espacio... Y de repente las lágrimas responden, sólo  tres, que resbalan apenas imperceptibles, mientras la mujer fuerte sentencia,  "mi hijo  tiene un carácter muy difícil" y  levanta la mirada,  abriendo la puerta de la confidencia…y de repente en lugar de palabras, sólo brotan lágrimas sin desconsuelo. Me siento a su lado y la abrazo, dándole pañuelos, repitiéndole que no está sola, aunque me invade la sensación de que es precisamente lo que siente.  Caso clínico nº 7: Consulta sagrada en torno al embarazo no deseado Esperanza tenía 41 años. Estaba casada con dos hijas de 14 y 16 años. Trabajaba en turno de tarde en una empresa de limpieza. Su esposo trabajaba en la misma empresa. No tenía ningún antecedente clínico de interés. Sus mayores preocupaciones eran sus hijas y su trabajo. Acudió al Centro de Salud sola, con aspecto desmejorado y algo de ansiedad. Inicialmente refería como motivo de consulta molestias en hipogastrio. Nos conocíamos desde hacía 18 años y se percibía una  inquietud  impropia de una relación de confianza y antigua. Sin profundizar excesivamente, con una anamnesis superficial, pedí un análisis de orina mediante tira de orina. Al salir la paciente de la consulta comenté mi extrañeza con el médico residente (varón). Le pedía que me permitiera entrevistarme a solas con la paciente cuando tuviéramos el resultado. Diez minutos después la paciente volvió  con el resultado y el residente salió  de la consulta. Le pregunté si había algo más. Le comenté que pensaba que le había incomodado la presencia de una tercera persona aunque ya le conocía de otras visitas. Me comentó que después de pasar un par de semanas con “ascos” y nauseas, así como un retraso en la regla, se hizo el día anterior una prueba de embarazo que resultó  positiva.  “No me lo puedo creer,  pensaba que esto ya no era posible. se encontraba bien: se desplazaba poco por casa. El oxígeno, a su alcance, no lo usaba mucho, pero tenerlo a mano le aliviaba de tanto en tanto. Ella se sentía muy cansada, más que con ahogo.  Y le dolía todo. Y no le apetecía hacer nada.  Estaba cansada. Sabía lo que le acechaba. Lo veía cercano. Nos contó que lo tenía asumido, que ya todo era inevitable. Pero que lo que no quería ver era a su marido así de triste. Su marido. Mientras hablaba con esa frialdad, su marido desapareció por unos instantes. Al oír que decían su nombre, entró para responder. Tenía los ojos rojos. Él nos explicó lo que hacían habitualmente a lo largo de la semana: la ayudaba con la medicación, a mano tenían unos blíster ya preparados que usaban a desorden. Aquel día era martes, pero usaban las grajeas del jueves. A  veces, nos confesó, que algunas pastillas Esperanza no se las tomaba.  Cerca tenía un cajón lleno de cajas blancas, que no sabía reconocer para qué era cada cosa, con algunos sobres “que la ayudaban a comer más”. Tanto él como su hijo estaban preocupados por eso. Esperanza hacía tiempo que no le apetecía comer. Fue cuando su hermano entró entonces en la conversación.  Éste sacó de otro cajón una gran caja con suplementos vitamínicos, mientras se quejaba. Dijo que Esperanza no comía porque no ponía empeño, y que su cuñado no la forzaba a comer. Afirmaba que seguro que podía mejorarse, y sabía de antemano que esas vitaminas, que les había dado él mismo, la ayudarían. Él también tenía muchas enfermedades, nos repetía una y otra vez, de la sangre, decía, y que gracias a las vitaminas se encontraba bien. Así que ella tenía que tomarlas. Seguro que le irían igual de bien. Esperanza siguió estirada en el sillón, como si no oyera nada. Su hijo, ausente, como si todo esto no fuera algo nuevo. El marido, otra vez, salía y entraba del comedor. Siempre mantenía la compostura ante nosotros.  Con todo ello, lo vimos claro. Esa discusión era el pan de cada día en esa casa.  Así   que   una   vez   preguntados   y   dejado   que   expresaran   sus   preocupaciones,   antes   de   que   se enzarzaran en una gran discusión, nosotros empezamos a hablar.  Esperanza tenía muy claro su futuro. Tenía muy claro que sus preocupaciones no se basaban en ella o su enfermedad, sino sobre los que le rodeaban. Por un lado, estaba preocupada por su marido. Habíamos notado, con lo poco que estábamos allí, que él llevaba tiempo desviviéndose por ella. Para él cada día con ella era una alegría, pero también una tristeza. Y que por mucho que lo intentara, la muerte inevitable a él le provocaba una gran angustia. Estaba haciendo de todo y más. Lo remarcamos e insistimos en ello, pues esa situación de convivencia era dura, y lo que necesitaba era apoyo. Se lo remarcamos a su hermano. Que no vivía las 24 horas con ella,  que sólo  le hacía visitas puntuales. Y que enzarzarse en discusiones como aquellas no tenía sentido. Nadie quería estar en la situación del cuidador, y justamente el marido de Esperanza lo hacía todo por ella. Además, tuvimos que reforzar la no idoneidad de las vitaminas que recomendaba. Ya no estábamos en ese punto, para Esperanza esos suplementos no le ayudarían mucho. Tenía que entender que para ella, comer las judías y el pescado de la mesa, en ese momento, era lo más importante. Más, incluso, que cualquier medicina que se tomara. Así que tuvimos que hablar, durante un buen rato, con la paciente delante, de la importancia de que Esperanza se sintiera bien cuidada. Que cada comida que terminase fuese un logro, una celebración y una victoria. Y que ante todo siempre estuviera cómoda. No sólo por el dolor y el ahogo, sino viendo que su familia le acompañaba. Dejamos  ese  domicilio  con  la  promesa de una nueva visita,  para  seguir  hablando.  Para  seguir acompañando. Y para ver cómo entendían las cosas. El hermano de Esperanza nos acompañó hasta el portal. Y nos paró, en un momento, a escondidas del resto de la familia, para hablar con nosotros. Quería decirnos que debíamos insistir en que el marido debía hacer más. Y quería saber si Esperanza superaría todo ello. Entonces tuvimos que pararnos y volver a insistir. Tenía que entender cuál era la situación actual, y aceptar que el marido era el cuidador. Quizás, en ese momento, lo que también necesitaba el marido de Esperanza, era comprensión.  Y debían acompañarlo, incluso más, hasta el fin de la historia de Esperanza. Caso clínico nº 10: Consulta sagrada con preso­recluido forzosamente Soy médico en un centro penitenciario. El paciente se llama Raymond, es ciudadano europeo (no español) y con un amplio historial  delictivo en bandas organizadas mafiosas (tráfico de armas, narcotráfico...). Por tanto, su "estatus" en el módulo es el de un preso con entidad, respetado por los demás  internos y considerado peligroso por  las autoridades de la prisión. Ronda los 40 años y frecuenta poco mi consulta. Cuando lo hace, por alguna cosa banal, es extremadamente correcto conmigo. A partir de una fecha, empieza a frecuentar más la consulta. Se le ve nervioso. Me empieza a tantear (para ver de qué "palo" voy, si puede confiar en mí) y como ve que yo soy independiente de la dirección del Centro (algunos funcionarios dicen que "soy amiguito de los presos y enemigo de los funcionarios"),   se   empieza   a   abrir   poco   a   poco. Un día entra a la consulta y rompe a llorar. Me dice que es el único sitio donde puede hacerlo, ya que   en   el   patio   no   puede   mostrarse   débil   ante   los   demás.   Le dejo que llore, que se desahogue... Al final, me cuenta que tiene una hija de 6 años con un síndrome raro (no recuerdo el nombre) que le produce tumores malignos recidivantes y que ahora le acababan de diagnosticar uno nuevo. A partir de ese día, acude todas las semanas a la consulta y siempre acabamos hablando de la niña. Está ilusionado porque, coincidiendo con un periodo vacacional, su mujer y su hija van a poder venir a verle. Me va contando el proceso de la enfermedad de la niña (la quimioterapia...). Cuando, por fin, vienen a verle, está muy ansioso. Tras la alegría inicial, el nivel de ansiedad va en aumento   cuando   ellas   vuelven   a   su   país.   A   partir   de   ese   momento,   empieza   con   insomnio, somatizaciones... Y su único objetivo es conseguir salir en libertad para estar con su hija (le queda poca   condena). Ante las quejas por el insomnio, le pauto un hipnótico (Lorazepam 5 mg: 0­0­1). Unos días después,  viene todo alterado a  la consulta.  Ha estado esperando dos días desde que pasaron los hechos esperando a que yo llegara a la consulta, para contármelo a mí ya que no se fía de   nadie   más. Me cuenta que con la pastilla duerme bastante bien y que, por su efecto, una mañana se quedó dormido en el recuento (tienen que estar levantados para que les vea el funcionario). Según me contó Raymond, cuando se levantó a pedirle disculpas al funcionario, este se lo echó en cara   y   empezó   a   agredirle   pegándole   unos   10   bofetones. En la consulta, Raymond sólo me dice que no se defendió porque veía la cara de su hijita y sabía que si le agredía al funcionario, no la iba a poder ver en mucho tiempo o, si la enfermedad iba mal, nunca...   Lloraba   de   impotencia. A   la   exploración,   en   la   otoscopia   pude   comprobar   que   tenía   los   dos   tímpanos   perforados secundarios al traumatismo. Yo hice el parte de lesiones tal como establece el reglamento Penitenciario (son enviados al Juez de Vigilancia Penitenciaria) y le saqué al hospital (para que le valorara ORL (otorrino­laringología) y para que hubiera un segundo  informe médico en el que constasen las   lesiones  y así   tener más testigos en una hipotética denuncia). El paciente, entre lágrimas, me decía que no iba a interponer una denuncia porque luego podrían tomar represalias contra él. Y él sólo quería estar con su hija... Aunque, también me dijo, que si él quisiera, una llamada de teléfono suya podría hacer que al funcionario agresor le cosieran a tiros a la salida de la prisión... Para mí, fue un caso bonito en un principio, por poder acompañar en todo el proceso a un paciente catalogado como peligroso, frío, calculador... Se creó una relación de confianza y la consulta fue para él, una burbuja que le evadía de la prisión. En cuanto a la consulta en la que me cuenta los malos tratos...impotencia. Finalmente, no denunció y en pocos meses consiguió que le extraditaran a su país para terminar de cumplir la condena cerca de su familia. Caso clínico nº 11: El paciente con incapacidad física, consulta sagrada Conocí a Pedro hace un año cuando acabada de aterrizar al centro de salud y venía a sustituir a un médico que acabada de jubilarse después de muchos años en la misma silla. Así que al igual que para mi eran nuevas todas las caras e historias, para los pacientes, el rostro del médico también lo era.  Recuerdo con especial  cariño aquel   inicio,  después  de  haber  pasado  los  últimos  dos  años sustituyendo a médicos diferentes por semanas y días, acaba de aterrizar en una consulta “huérfana” de médico.  El que hasta ahora había reinado durante años en aquel trono se había jubilado, y este hecho generaba un nuevo escenario, yo sentía que algo era diferente, ya no era como otras veces, cuando estaba sustituyendo a la Doctora o Doctor X, los pacientes preguntaban cuando volverían, y por   lo   tanto   era   difícil   iniciar   o   establecer   una   relación   médico­paciente   que   tenía   fecha   de caducidad. El escenario ahora era diferente, los pacientes no esperaban que su médico durante años ya jubilado volviese, si no que mostraban interés en contarme sus historias, en que yo les fuese conociendo, y así ir creando ese clima de confianza y respeto que alimentan la relación médico­ paciente. Recuerdo con una especial ilusión aquellos comienzos. Después de un año, y en contra de todo pronóstico sigo sentándome en la silla en la que conocí a Pedro y a otros muchos. Soy un sustituto afortunado.  Volviendo a Pedro, nuestro protagonista,  un hombre de 64 años que acababa de presentar un ictus isquémico del territorio de la ACM izquierda, y que presentaba una hemiplejia y una afasia residual. Además, había sido laringectomizado 10 años atrás por una neoplasia laríngea.  A la consulta acudía con su pareja quien había asumido sus cuidados, ya que tras el alta hospitalaria había estado en una residencia sociosanitaria para la convalecencia. Venían a por apósitos para la traqueostomía,  a priori parecía una consulta sencilla. Como estaba viviendo aquel momento tan especial, decidí indagar un poco más. Entonces, Agnes me contó algunos detalles de su historia. Agnes era de Austria, donde la pareja había vivido y donde Pedro había sido operado de la laringe. Mientras tanto, Pedro en permanecía en silencio. Yo le miraba, buscando algo en su expresión ante el relato de su acompañante.  Hacia algunos años que Pedro había vuelto, y ahora ambos volvían a vivir juntos, quedando un espacio en blanco sobre el que no aportaba información. Como estábamos empezando, tampoco pretendía conocer toda la historia desde el primer día, si no que habría que ir construyéndola poco a poco. Agnes hablaba español pero con la limitación de no ser su lengua materna (aquella con la que solamente uno es capaz de expresar los asuntos del “alma”). Pedro, en la silla de al lado, cuando le dirigía alguna pregunta o intentaba interpelarle, asentía o sonreía. Aunque aceptaba que Agnes era la interlocutora, de alguna forma me resistía e insistía con Pedro, le dirigía la mirada, le buscaba, pretendiendo hacerle partícipe de lo que era suyo propio.  Tras mostrar de forma breve aquellos episodios de su vida, el tema se volvió a dirigir a los apósitos para la traqueostomía, que era realmente lo que les había traído a la consulta.  Tanto en aquella consulta como en algunas próximas intentamos resolver, no sin dificultades, el administrar   la  medicación  para  dormir  y  para  el  dolor  que  ya  no  podía   tomar  por  boca,  unos consejos de higiene, las posturas en la cama, unos silencios acompañados… Medicación de rescate por si aumenta el dolor. Y por si está más nervioso. Y por si aparece disnea, agitación, o secreciones que no pueda expulsar. Todo escrito en un papel que aquí se queda. Unos teléfonos para el fin de semana. Un abrazo al despedirnos el viernes. Un “ya hablamos”…  Emilio falleció ese fin de semana. No necesitaron llamar a ningún servicio de emergencias salvo unas horas antes de fallecer ante la persistencia de una respiración irregular y ruidosa; usaron el servicio que aquí en Euskadi se llama “Consejo Sanitario”. Pero no fue necesaria la visita de ningún profesional. Todo bien. Estos  y  otros  detalles  aparecen en  mi  memoria  cuando Silvia  nos  abre   la  puerta.  La  casa,   las alfombras, el reloj grande del salón… El sillón donde estaba sentado Emilio parece ahora mucho mayor, libre de los cojines y de aquel cuerpo que ya se iba. Silvia nos ha preparado en una bolsa las medicaciones  que  ya  no  usarán.  Ha  guardado  hasta   las   jeringuillas  vacías  de   la  morfina  y   el midazolam. Nos da las gracias por todo. Pero algo no va bien. Le preguntamos como fue. No nos mira. “Horrible”, dice. “Su pecho metía un ruido como el de una olla hirviendo. Nada le calmaba. Llamé al teléfono que me disteis.” Calla. Llora. Llora hacia adentro. Su cuerpo sentado se endereza esforzándose en sacar pecho y elevar la cabeza. Pero no es capaz de mantenerlo y con una espiración ruidosa dobla la espalda y entonces   llora  hacia   fuera.   “Sé   que   hice   bien.   Eso  os   había   entendido.   Me  dijeron  que   tanta medicación podría tener efectos secundarios. Pero yo os entendí eso. Que si se agitaba le pusiera. Todo  lo que necesitara.  Creo que yo le  maté.  Yo entendí  eso.  Pero creo que se murió  por mi culpa…”. La sorpresa nos paraliza. Repaso en mi memoria aquella última visita. Lo que hablamos. Lo que no dijimos. Lo que dejamos escrito. Me salen un montón de explicaciones, de excusas… Creo que no es el momento. Siento rabia y vergüenza. Permanecemos callados. El reloj del salón sigue marcando el ritmo de un tiempo que parece parado. Habrá otra visita. Tendrá que haberla. Quisiera que habláramos de esta visita. De esta y de la que vendrá (de hecho ya se produjo). Caso clínico nº 14: El último paciente del día rompe a llorar en la consulta.  Arantxa tiene 55 años, está casada y tiene dos hijos, el primero de 25 años y el segundo de 23. Lleva desde hace años una pescadería de barrio junto a su marido. Suele tener vértigos de manera ocasional, que suele tratar con productos de herboristería sin que el tratamiento que en su día le puso el otorrino tuviera beneficio alguno. Es la cuidadora principal de su padre, Jose Luis, enfermo de Alzheimer cuya demencia y dependencia han ido cada vez a más en los últimos meses. Tiene escaso apoyo de sus hermanos y su pareja tampoco supone un apoyo en este asunto. Su médico lleva unos 6 meses trabajando en su nuevo cupo. Ha visto en un par de ocasiones a Arantxa, siempre por el tema de su padre. Ha leído su historia clínica y sabe de sus vértigos, sin que haya tenido necesidad hasta ahora de tener que intervenir por este u otros temas de salud. Tiene en mente que algún día habrá que entrar en el cómo lleva el tema de su padre. Se pregunta hasta qué punto los varios episodios que lee de vértigos en los últimos años guardarán relación con el tema. Como es habitual desde que comenzó con su nuevo trabajo, hoy se le ha vuelto hacer tarde. Tiene dos hijos pequeños, el mayor de 3 años y la pequeña recién nacida y la hora de los baños y de las cenas llegarán puntuales a su cita. Su mujer está  al cuidado de ambos y sabe que hoy no tiene apoyos familiares hasta que él pueda llegar de la consulta. Hay que ir cerrando ya la jornada. Hay que   tratar   de   salir   a   la   hora.   Arantxa es la última paciente del día. Su médico piensa que será algo relacionado con la medicación de su padre, habían acordado adelantar la cita de continuidad si se presentaban novedades. Cree que podrá  hacer  frente a  la demanda en un tiempo razonable y llegar  así  a casa a   tiempo para los quehaceres. Se saludan, y el médico ya nota que su actitud no es la de los encuentros previos. Ambos se dirigen a sus sillas en silencio. Éste se rompe de manera inmediata y sin más preámbulos con un “No puedo más” y de la misma se pone a llorar…el médico nota como un suspiro silencioso se   escapa   de   su   boca. Lleva días con los vértigos, que se acompañan de cefalea e insomnio. No tiene ganas de comer y se nota con ansiedad. Nada de lo que le funciona de manera habitual le calma. Siente también, en reposo, una molestia precordial, como un peso, de poco tiempo de duración y que se pasa sin más. No lo cuenta como dolor, pero le asusta que sea un infarto como le pasó a su madre y murió. El médico no se lo puede creer. Siente la prisa, su familia le espera en casa, su mujer cuenta con él para la recta final del día. Mientras escucha, piensa en cómo puede resolver la consulta de la manera más rápida posible, al tiempo de no ser negligente. “Si me agarro al dolor torácico y la mando a urgencias, asunto solucionado” se plantea… A medida que Arantxa avanza en su relato,  nota  la   inquietud de la  que es presa.  Sabe que se arrepentirá de llevar a cabo su primera idea sin indagar más. Sabe que hoy, ahora, Arantxa necesita que la escuchen y que quizás sea el momento de entrar en el tema que tenía anotando en mente. Sabe qué es lo que debe hacer. Cuando vuelve el silencio, el médico le pide a Arantxa un segundo para escribir a su mujer. “Debo avisarla de que llegaré  tarde” le comenta a modo de disculpa. “Consulta sagrada, llegaré  tarde” teclea   en   el   whatsapp. Es entonces cuando le pide a Arantza que pase a la camilla mientras le dice: “Bueno, vamos a ir poco a poco que me cuentas muchas cosas y necesitamos entendernos”…..  Caso clínico nº 15: Cuando llora un profesional que es paciente "Abrí el ordenador como cualquier mañana y allí, escondida casi en un rincón, te encontré en mi agenda. El hallazgo supuso una sorpresa: uno más de entre un montón sin preferencia. Algo en mi mente me alertó : quizá sean cosas mías pero esto de habitar en la normalidad de una larga lista no presagiaba nada bueno. ¡Como somos! sólo  cuando se hace de  lo normal  lo extraordinario conseguimos que salten las alarmas. Empecé como un día más pero queriendo y no queriéndome encontrarte. Reaccionar en esta situación se hace difícil cuando tú sabes mejor que yo qué es lo que esperas. Entraste de repente, sin esperarte, al cambiar el orden de la lista una desconsiderada ausencia. No me dio siquiera tiempo a levantarme: allí estabas, demacrada, ojerosa, llorando sin consuelo porque la vida te arrastra hacia el abismo. Un padre anciano con demencia que depende de ti ”porque eres médico”, un par de adolescentes malcriados a los que has dado todo aquello que quisieron sin medida; una cambio de trabajo recién impuesto con nuevos compañeros, nuevo cupo y un desaire que la vida te trajo a contrapelo: el abandono "sin más ni más "de tu pareja ,siempre según me cuentas... ­“dirás que soy una tonta pero no puedo dejar de llorar desde hace días e ir a trabajar se me hace un mundo” No fui capaz más que de una leve sonrisa y de animarte a seguirme contando. ­“Da igual lo que otro piense...serénate y cuéntame despacio qué es lo que te preocupa”, mientras te hice en la mano una suave caricia mirándote a los ojos. No era capaz de darte más que espacio y tiempo. De aquí en adelante­ en aluvión­ salieron miedos, dudas, preguntas sin respuestas y conjeturas...” Que pensarás de mi...”,” qué dirán todos”, "quizá aguante un poco más", " estoy cansada"... Sin diferencias: el dolor se manifiesta igual que en otros porque no entiende de títulos colgados, de batas, de noches largas de guardia preocupada por tu familia, tus problemas y tus duelos. Mientras te escucho mi mente vuela haciéndose sesudas reflexiones. "Tu conocimiento es el mío; no puedo tomar cualquier postura ni decirte cualquier cosa. Esperas que obre con prudencia: que te escuche, serenamente, sin juzgarte; sin sentirme un médico en tu piel sino tan sólo un ser humano que sufre, siente dolor y llora. Los protocolos no pueden ayudarme. Puedo imaginarme lo difícil que resulta reconocer la pequeñez que sientes al reconocer tu dolor y tus miserias ante el médico que ahora es sólo una figura y no un amigo. Y eso, es en lo que debo empeñarme. En cambiar la percepción que como médico tú tienes de ti mismo. Nadie te juzga, nadie te recrimina, nadie duda de tu valor profesional porque una lagrima tras otra recorran tus mejillas... Y me encuentro escuchándote con todo mi interés y una sonrisa.” Tú me hablas y yo escucho; escucho con el alma abierta por que así me hablas tú Intento hacerme una idea concreta de tu dolor, tu pesar y tu angustia. Pongo mi bata y mi corazón en modo "escucha activa"... Una consulta, un día cualquiera, más de cinco años atrás. Gracias por atender y revivir conmigo la consulta de un compañero y amigo que espera de mí que, en este trance, sea nada más y nada menos que su médico. Caso clínico nº 16: Cuando se incendia la cocina Quiero hablar de L, una mujer de 56 años, casada y con dos hijos, uno de ellos vive aún en casa; es modista de profesión y vocación, la primera vez que nos vimos era para prolongar un proceso de incapacidad,   porque   L   tiene   una   artritis   reumatoide   avanzada   e   incapacitante   que   afecta fundamentalmente a sus manos. Le han operado de la mano derecha, a pesar de la intervención y de todo el tiempo que lleva de reposo su problema no mejora, y cada vez esta más torpe y con más dolores, por lo que el traumatólogo le ha dicho que probablemente no pueda seguir trabajando en lo suyo. L, se presenta como una persona reservada a la que le cuesta mucho hablar de sí misma, me cuenta que la costura ha sido una de las cosas más importantes de su vida, porque le gusta, y porque cada vez que ha tenido un problema, y gordo; la costura ha sido la válvula de escape con la que neutralizar   sus   ansiedades  y  miedos,  me  habla  de  una  muerte   de  un  hermano,   de  una  madre enferma… pero todo de refilón; porque bueno, L insiste que no le gusta hablar de ella. No le gusta, creo yo, ser consciente de sus debilidades y miedos; porque hasta ahora lo ha sobrellevado todo ella sola. En esta primera entrevista intento hablar un poco de las perspectivas, de la incapacidad,…del tema al que se enfrenta, que es dejar de hacer lo que le gusta; ella ya lo tiene más que elaborado, parece…y dice “ya estoy intentando hacerme a la idea, pero es muy duro; soy muy joven y yo, necesito coser”.  Un martes, a mediodía, momento de prisas y caos, en que los médicos que pasan por la mañana y los de la tarde se cruzan, unos tienen que ceder sus consultas para que otros pasen, porque no hay salas para todos; estoy con Josefa en la sala 28 (mi nueva sala habitual es la 21, menos los martes; los más de 30 años previos la 36) y alguien aporrea la puerta y la abre sin esperar respuesta, es L; a la que yo en ese momento no reconozco, para confirmar si estoy en esa sala o no. Y es que con esto de la jubilación, han reestructurado el cupo y le han cambiado el horario, la sala, el médico y la enfermera sin dar información a los pacientes (ni por escrito, ni oral cuando piden cita, ni nada…), ellos se van enterando según van viniendo y perdiéndose por las diferentes plantas del ambulatorio.  Bueno, cuando termino con Josefa entra L, totalmente fuera de sí, chillando y llorando “esto no hay derecho, voy a poner una queja, no se nos puede tener así, toda la vida en la tercera planta con la Dra. P he estado allí como una boba esperando, luego me han mandado a la 21, y no estabas, y ahora te veo en la 28…”, mientras yo ya me había metido en la historia y ya reconocí a L, y caí en Cuando uno vive en un pueblo de 1500 habitantes, es muy difícil  decir  que no vas a ver a un paciente  que  no   te   corresponde  porque   es  domingo  y  no   es   responsabilidad  de   tu   servicio,  y además...bla, bla, bla... (burguesas reivindicaciones de "dotores").  A esto se agrega que eres vecino de la familia que acude a tí (quien no es vecino de cada uno y todos los mil quinientos en un pueblo pequeño) y que tus hijos son uno mas en la escuela con todos los demás niños y que en el almacén somos todos iguales para esperar turno. Las palabras para la explicación del caso, cuando alguien golpea a la puerta se agotan, se dejan de lado y uno tan solo se dedica  a hacer lo que ha definido como su tarea o en el mejor de los casos "vocación". Rosana tenía como unos 25 o 26 años. Golpeó la puerta de casa el mediodía de un domingo, cuando estábamos por comer. Su hijo pequeño de dos años, en la mañana se había colgado de un brazo jugando y desde ese momento yo no lo movía mas. El miembro colgaba típicamente inmóvil junto al   cuerpo. Rosana lloraba. ­ Debe estar quebrado­ me dijo. Le pregunté algo mas mientras le tomaba el brazo muy despacio por el codo al niño. El me miraba con cara temerosa, pensando seguramente que le provocaría dolor. No tenía dudas así que hice la maniobra una vez mientras charlábamos. Nada, pero tampoco despertó dolor. La hice otra vez con mayor   atención   y   sentí   el   característico   sonido,   CLAC!,   le pedí que   me   agarrara   un   dedo apretándole el otro brazo contra el cuerpo, se rió y levantó la mano que hasta hacía un segundo estaba inerme colgando y apretó mi dedo. Rosana lloraba mas, pero de alegría. ­ ¿Como hizo?¿Cuánto le debo? ¿No necesita tomar o hacer nada mas? Su cara era de sorpresa incomprensible. Es increíble decía, pensaba que tendría que marchar para el hospital (que distaba 75 km.). Le dije que fuera tranquila, que era todo lo que había que hacer y me fui a comer. La mesa pronta esperaba por mí. Esta vez no hubo reclamos por la demora de la consulta, lo que era habitual. Comimos   tranquilos   el   asado   de   domingo. Poco tiempo después, inevitablemente, resonaron comentarios  en el pueblo sobre mis pretendidos actos   de   magia   o   sobre   el   poder   de   curar. También me resulta "mágica" esta maniobra que la he realizado con éxito un par de veces mas, una con uno de mis hijos. Este tal vez sea un ejemplo extremo del "poder de curar", pero el acto médico tiene mucho de mágico y chamánico en el quehacer de todos los días. Algunos pacientes lo ven así. Otros no le ven pero se favorecen de este efecto de todos modos. Otros incluso lo necesitan. Muchos médicos ni perciben que este poder no viene de ellos, sino que depende del vínculo, de la confianza, y de las destrezas. No tengo claro que haya reglas para esta dimensión del proceso salud enfermedad pero diría que por lo menos que chamán no es el que se lo propone. A veces así se dispone. Caso clínico nº 20: Mujer inmigrante sin cita M es una mujer de unos 30 años, inmigrante, que lleva toda la mañana acudiendo al servicio de urgencias del centro de salud, insistiendo en ver a mi adjunto, golpeando la puerta y asomándose entre consulta y consulta. Por su aspecto (y esto es prejuicio, pero en algo hay que basarse) no parece tener muchos recursos. Al adjunto le han llamado por teléfono varias veces desde el control, insistiendo en que la atienda, ya que "no para de dar el follón". M entra en consulta. Parece   muy   afectada,   es   muy   demostrativa   con   sus   síntomas   (lo   que   mi   adjunto   denominó "histérica" conforme M salió por la puerta). El adjunto pone una cara seria, inexpresiva, y le insta a que le diga qué  le pasa, que vaya al grano. M empieza a nombrar síntomas variados, como un resfriado,   mucha   alergia,   dolor   de   huesos...todo   esto   con   muchos   lamentos   intercalados,   y   un comienzo de llanto que no llega a manifestarse en lágrimas. El adjunto mantiene su expresión impasible, le dice que tome paracetamol para el resfriado, le da un comprimido de antihistamínico y se pone de pie para dar por finalizada la consulta. M   sigue   lamentándose,   preguntando   si   no   le   van   a   dar   nada   más,   o   hacer   alguna   prueba,   e intercalando que ella así no puede trabajar, comenzando incluso a suplicar más tratamiento, o algún papel firmado. El médico le dice que lo que tiene no es grave, que se tome el antihistamínico y que él ya no puede hacer nada más. M insiste un poco, y dando la batalla por perdida, sale de consulta. Conforme  sale,   la   cara  del  adjunto  cambia.  Me mira  y  me  dice:   esto  que  acaba de  pasar  por consulta, es un caso de paciente simuladora, que sólo quiere obtener beneficios para sí misma. Son un verdadero problema, ya que consumen muchos recursos innecesarios, y hay que quitárselos de encima cuanto antes. Por aquel entonces, la explicación y actitud del médico no acabó de convencerme. Hoy ha vuelto con fuerza a mi mente. El problema de M podía esconder muchos factores: pobreza, reclamación de atención por sentirse sola,  exclusión, paro...pero esto es divagar,  porque lo cierto es que nunca sabremos qué le pasaba; la echaron antes de poder indagar. Desacralizaron la consulta antes de que pudiera empezar. Caso clínico nº 21: Paciente con síntomas médicamente inexplicables A las pocas semanas de llegar a mi cupo conocí a Marta, que tiene 41 años, y casi siempre viene con su hija Sonia, que tiene 22. El historial de ambas tiene más de 50 episodios (el de Marta muchos más), fundamentalmente relacionados con dolores osteoarticulares, molestias digestivas, molestias urinarias y síntomas generales como el mareo o la astenia. Ambas han recibido muchísima medicación de perfil sintomático, algunas de ellas cronificadas en su uso, y ambas tienen un "experto en control de síntomas" usando una constelación de fármacos a demanda. Ambas tienen reconocido un % de incapacidad. Las dos tienen un trato amable, cercano,   y  piden   las   cosas   con   educación  pero   centran  mucho   las   consultas   en   resolver síntomas,  o bien estudiarlos,  o ambas.  Con cierta   frecuencia vienen de Urgencias  porque viven   los   síntomas   (sobre   todo   dolor   o   síndrome   miccional)   como   apremiantes   y   mal controlados. Poco después conocí a Laura, que vino y se presentó nada más sentarse como "la hermana de Marta". Laura tiene 45, y está diagnosticada de fibromialgia. En los 2 o 3 minutos que la dejé hablar sin interrumpirla me contó dolores en no menos de 6 partes del cuerpo, para los que tomaba 3 analgésicos. Las siguientes veces que veía a Marta y Sonia, o sólo a Marta, intentaba indagar primero sutilmente y luego menos sutilmente en sus circunstancias. Parte por lo que ellas dicen, parte por anotaciones en la historia, me entero de que Marta está separada (con mala relación, con problemas para que su ex marido le pase la pensión) y ambas viven juntas cobrando la renta mínima y en pisos que el ayuntamiento de Parla destina a ayudas sociales, de los que se han mudado varias veces por problemas de dinero,  de broncas con los vecinos...  En el actual tienen unos vecinos que beben en la escalera, gritan, ponen música alta a cualquier hora, y en ocasiones generan peleas y una vez hubo un navajazo en el piso de arriba. Todo esto, que podéis pensar que es un contexto como para volverse loca, lo cuentan sin mucha pasión, con menos pasión que sus síntomas, como si fuera un drama de una persona cercana o la peli de anoche. Un día se citan ambas, madre e hija, para la consulta. Reaparece esa sensación en el estómago de ver que tengo cinco minutos para cada una. Y cuando después de saludarme se sientan frente a mi, Marta me cuenta que una vecina les ha comentado si lo que tienen ellas dos no será   también   fibromialgia.   "Mi   hermana   la   tiene,   la   conociste   el   otro   día.   También   un hermano mío, que no conoces, y mi madre la tenía. Mi madre estaba la que peor de todos, y me han dicho que eso puede ser genético... ". Marta quiere saber si la tienen, si se lo puedo decir yo o puedo derivarlas al reumatólogo para averiguarlo. Citándolas de forma programada y en un hueco algo mayor les hago una exploración física completa,   durante   la   cual   voy   intentando,   con   la   excusa   de   explorar   los   antecedentes familiares,  averiguar  algo que arroje un poco de luz sobre ellas.  Les explico qué  son los mandatos familiares aunque ellas me devuelven consideraciones sobre la genética y que cada vez se leen más descubrimientos sobre su importancia. Pregunto por el inicio de los síntomas buscando hilos pero ellas no lo relacionan con nada. Indago sobre su relación y me contestan con bromas. Y así. Marta y Sonia están ahora esperando la cita del reumatólogo y yo sigo con la intuición de que no hablamos el mismo idioma, de que algo importante no se ha revelado y que cuando vienen a verme hay un elefante en la habitación. Entiendo también que quizás es pronto y no quiero forzar   una   consulta   sagrada,   pero  otros  médicos  de   cabecera   las   han   tenido   antes   como pacientes   y   la   tendencia   a   presentar   síntomas   poco   explicables   médicamente   y   recibir intervenciones médicas no ha mejorado nada. He preguntado y no preguntado, he sugerido claves alternativas, he negado pruebas y tratamientos y he claudicado y derivado. No sé si alguna vez tendrá lugar esa consulta sagrada que intuyo. Caso clínico nº 22: Una despedida en el domicilio Sucedió en julio, la última semana antes de mis vacaciones. Fui al domicilio de María, con la dolorosa sospecha de que esa vez sería la última, de que íbamos a despedirnos. Yo me iba de vacaciones y ella estaba cada vez peor. Habíamos pasado el   último   año   viéndonos   cada   semana   o   cada   dos.   Su   fragilidad   clínica   y   mi   falta   de experiencia me hacían visitarla a menudo. Ella agradecía todas las visitas,  pero nunca las pidió.  El enfisema pulmonar la encerró en su pequeño domicilio y le quitaba la vida. Antonio, su amoroso marido aprendió a cuidarla paso a paso. Aprendieron a entenderse con la máquina de oxígeno, con las dosis de morfina, incluso solicitó tratamiento antidepresivo. Pudimos hablar del tabaco, y de cómo debía hacerlo cuando deseaba fumar. Mientras ajustábamos medicación y tratábamos exacerbaciones en domicilio, pudimos hablar del pronóstico que la acechaba, de lo que María quería cuando empeorara. Pudimos hablar la vida de María y de la vida de la pareja. Hizo balance. Incluso conseguimos aclarar qué relación tenía con una de sus hijas. Esta primavera María empezó a padecer un dolor en la boca y quiso saber a qué se debía. Conseguimos programar en una única visita al hospital la valoración y la biopsia de esa lesión que le complicaba. Aquel día entré  triste, porque ya teníamos el resultado de la biopsia que podía hacer más dolorosa y molesta esta etapa y porque al irme de vacaciones no iba a estar a su lado. María en su cama, yo sentada a su lado y él apoyado en la puerta de la habitación. Escuché como ambos narraban como habitualmente, cómo habían pasado los últimos días. Había empeorado. Entonces María me pidió el resultado de la biopsia. Ya lo sabía, no contesté. Me sonrió y me dijo: entonces, si es cáncer, esto es el final. En aquel momento llamaron al teléfono y su marido salió del dormitorio. María me dijo: “Doctora, me quiero morir ya. Mi marido ya no puede cuidarme, empieza a maltratarme. Además usted no sabe que bebo alcohol cada día, no Su única escapatoria fue irse una temporada a casa de unos familiares, pero siempre acababa volviendo a casa y de nuevo los abusos. Por eso se casó con tan solo 18 años. Ahora iba a ir de nuevo a su país, a su casa y tenía miedo, miedo por su marido por si se enteraba, por su padre, por su incertidumbre ante su hermano y lo que fuera a pasar. Yo no podía hablar… ella me veía descompuesta y mi silencio fue el motor de sus palabras. Y comenzó a darme las gracias una y otra vez por haberla escuchado, era la primera vez en su vida que se lo contaba a alguien (nosotros no la habíamos dejado antes) y sentía que había descargado lo que le estaba oprimiendo en el pecho. Nos despedimos con un apretón de manos y cuando cerré   la puerta,  fue entonces cuando comencé a llorar yo, de impotencia y de rabia. Aisha volvió al cabo de los 6 meses acompañando de nuevo a su hijo, y de nuevo me dijo sonriendo…. “todo bien”. Caso clínico nº 25: Consulta con Mandy Es por la tarde, voy con veinte minutos de retraso y pasa Mandy, justo acaba de intentar entrar Carmen por delante, pero le he explicado que Mandy es la siguiente, Carmen nos explica que no oye bien. Mandy me habla de su regla, de cómo ella se siente embarazada y justo llega su regla (ha tenido dos abortos espontáneos en el primer mes de embarazo). Cómo, cuando le llega su regla le duele mucho la tripa delante y atrás. Ahora le receto naproxeno para su dolor. Me explica que quiere saber porqué no se queda embarazada, que antes no le pasaba (tiene un hijo de 4 años) y quiere saber si es ella o su marido. Le explico que están en seguimiento con el ginecólogo y que le tiene que preguntar eso mismo al ginecólogo. Bueno, parece que este tema está encaminado. Ahora Mandy me explica que ella está mal, que tiene movimiento en su cabeza, que lo que me va a contar no lo puede hablar con nadie, que es algo que no se puede hablar con la amigas. Es algo que ya le pasaba en su país, desde hace tiempo, desde 1997, que incluso una vez en su país fue al hospital y que le dijeron que no tenía nada que tratar, que se fuera. Ella ha hecho tratamientos en su país, me explica que no son tratamientos de pastillas inglesas (habla inglés) que son otros tratamientos, entre estos ha bebido líquidos que le han preparado. Yo tengo el recuerdo de que cuando  le  he auscultado por  algún catarro  tenía algunas  cicatrices  en  la espalda. En alguno de los momentos de la conversación debo de poner una cara especial y ella me dice “tú no me entiendes”, le digo que creo que si le entiendo, que son medicaciones para el espíritu, para la mente, para el bienestar espiritual (ella se sonríe) parece que he acertado. Cuando insiste ¨tú no me entiendes”, le animo a que lo escriba en ingles, solo escribe una palabra  ¨worm”.  Está  claro,  ella   tiene  gusanos en   la  cabeza.  Me explica  que  le  pasa por temporadas y que cuando sucede se quita  las  trencitas que suele  tener en toda la cabeza. Ahora está con peluca, le pido que me deje ver su pelo, se quita la peluca y veo un pelo  rizadito, esponjoso, limpio, cortito, me agrada, lo toco. A ella no le gusta, vuelve a ponerse la peluca, le digo que tiene un pelo precioso, me dice que no le gusta. Le explico que le voy a mandar a un médico de la mente, que aquí le llamamos psiquiatra, está de acuerdo. Ahora me pide vaselina, que tiene los labios muy secos. Busco vaselina, quiere que le dé el tubo entero, le explico que no puedo, que yo la utilizo. Le hago una receta y le digo que si no puede comprarla tal vez le ayuden en Anesvad. Coge la vaselina del tubo y pone cantidad en la mano, me pide un bote con tapa (bote de tapa roja para cultivo de esputo), se lo doy, mete la vaselina, quiere más, explico que no puede ser. Han pasado al menos 20­25 minutos, quiere seguir con alguna otra cosa, pero le digo que por hoy   es   suficiente,   que   tengo   que   atender   más   personas   que   hay   fuera.   Hoy   no   nos   ha interrumpido nadie. Me ha faltado explicarle que el médico no le va a quitar los gusanos (que según me ha contado a veces salen también por el oído), solo podrá quizás tranquilizarlos. Hoy Mandy ha venido sin su hijo y sin su marido. La conozco desde hace año y medio y es la primera vez que hablamos de este tema. Caso clínico nº 26: Ternura Sinceramente, al principio, la tarde iba algo torcida, ha entrado el R4                      (residente de cuarto año) y me ha dicho “vas con una hora de retraso”, así que ni corta ni perezosa le digo, ¿me puedes ayudar? Ahora estamos los dos en diferentes consultas, ya hemos  hecho varias consultas  de  teledermatología,  un aviso a  domicilio  y hasta  un café   (en ese momento no teníamos retraso). Ahora pasan Laura y Manuel, son un matrimonio de 20 años, llevan 1 año casados y tienen una niña de ocho meses. Laura es mi paciente desde los 14 años y siempre venía con su madre. Después se casó y no salió bien, sus padres le fueron a buscar a la casa y se la llevaron después de un mes de matrimonio, su marido era un maltratador. Ese año fue duro para ella, no parecía la misma, esa alegría suya había desaparecido. Ahora está contenta, durante el embarazo ha venido en alguna ocasión con su nuevo marido y en la última consulta me dijo que iba a ponerle en mi cupo porque quería saber qué tenía él. Empezamos por Manuel, me explican que toma unas vitaminas y me piden que le renueve la receta. Miro y veo una receta de vitamina E para actualizar. Investigo un poco en la historia y leo que tiene una enfermedad congénita, sigo mirando y veo una cita pendiente en el Hospital. Se lo comento, me dicen que no sabían nada, les apunto la cita. Ahora Laura me comenta que los padres de él llevaban todo esto hasta ahora y que ella no sabía de su enfermedad. Entonces Laura le habla a Manuel y le dice que ahora van a ir ellos dos juntos a la consulta del hospital, que ya no tienen que decirles nada a sus padres que ellos solos se encargan. Manuel me dice que suele hacerse unos análisis antes, miro lo que le han pedido en otras ocasiones y le doy unos análisis para hacerse antes de la consulta. Parece que hemos terminado con Manuel. Ahora empiezo con Laura, tiene catarro, mientras le exploro con el otoscopio me dice que ella no sabía que le pasara nada a Manuel, aprovecho y le digo que tiene un chico estupendo. Se sienta de nuevo al lado de Manuel, le mira, esta serio, cabizbajo, mirando a otro lado (no le mira a ella, sino a la ventana). Laura   le   pregunta   ¿Qué   te   pasa?,   entonces   me   doy   cuenta,   tiene   los   ojos   brillantes   y comienzan, muy callado, a caerle unas lágrimas, despacio. Ahí me quedo parada ¿Qué es lo que ha pasado?, no lo sé, le miro (él no me mira), le acerco los pañuelos, le pregunto si le he dicho alguna cosa que no debía, si he sido muy brusca, insisto, le digo que no quiero hacerle daño. Por fin nos dice algo,  Manuel mira hacia abajo y nos cuenta que no quiere ir  a  la consulta, que si va, se va a poner peor, que se enfermará más. Entonces Laura le mira, le dice que no sea tonto, que ella le quiere mucho, que él ya lo sabe, que irán al hospital, que nadie se va a  enterar,  que van a  ir  ellos  solos.  A Laura se  le  escapan las   lágrimas y a  mí   se me humedece la mirada. Ahora Laura retoma, se ríe y le dice que nos hace llorar a todos, Manuel la mira y le sonríe, con una sonrisa infinita del que está enamorado. Y ahí me explica que son nueve hermanos, Laura interrumpe y cuenta que a cinco se les nota pero que a Manuel casi no se le nota y que hay tres hermanos que no tienen la enfermedad y que esos están más gordos, que los demás son flaquitos, y Manuel nos cuenta que ya han preguntado en el hospital y en el extranjero y les han dicho que sus hijos no tienen que tener la enfermedad, que en su caso no se transmite. Laura coge todos los volantes, ahora lleva ella la batuta. Caso clínico nº 27: Rosa. Voluntades anticipadas Son las 16:40, y tengo un aviso inaplazable. Faltan 20 minutos antes de comenzar de nuevo la consulta. Voy a ver a Rosa, desde el 11 de septiembre subo una tarde a la semana, así que, no me lo pienso, salgo corriendo a por el taxi.  Me abre su hermana Mari Carmen, llevan juntas toda la vida, Rosa es ciega y su hermana se ha encargado siempre de todo. Hace 6 meses falleció el marido de Mari Carmen, ella no se lo esperaba. Han pasado muchos años desde que falleció la madre de ambas, ella le dejó a Mari Carmen el encargo de cuidar a su hermana y así lo ha hecho siempre. Rosa, tiene un tumor de rápido crecimiento en zona inguinal, está extendido en ganglios de axilas, supraclaviculares, cuello…Hace una semana estuvo en la urgencia del hospital, tenía una trombosis en la pierna. Últimamente pasa el día entre la cama y el sillón, la ascitis y el edema de sus piernas no le permiten más movimiento. Llevo varias semanas pensando cómo comunicarle que las cosas no van bien, hasta ahora nos hemos limitado a comentar que queremos que este cómoda, sin dolor, sin fatiga. Rosa suele quedarse callada y no pregunta, es su hermana la que habla por las dos. Llego a su habitación, está con la persiana bajada, Mari Carmen levanta la persiana y da la luz.   Comienza   la   rutina,   tomar   la   tensión,   preguntar   por   el   dolor,   la   fatiga,   auscultar, pulsioxímetro, mirar cómo están las piernas, el abdomen, por fin me siento y su hermana también. Hoy me decido y pregunto que es lo que haríamos si las cosas se ponen feas, si se tuercen, si, en ese caso, preferiría quedarse en casa o ir al hospital. Ahora Mari Carmen aprovecha y me cuenta que ella ya le ha explicado a su hermana que el tumor que tiene no va a mejorar, que no sabemos cómo evolucionara. Entonces Rosa dice que ella querría ir al hospital para curarse. Retomo la palabra curar y le comento que estamos hablando sobre todo de aliviar el malestar, tanto en casa como en el hospital. Creo que entre todas estamos pudiendo conversar un poco más, pero ello no elimina la dificultad de prepararnos de poder anticiparnos de una manera asequible para todas. Por hoy esperamos, quedamos en que la enfermera ira en dos días, es el primer día que Rosa expresa su deseo de querer curarse en el hospital. Dejamos pendiente seguir pensando sobre donde va a continuar su proceso. Esta mañana he visto a un paciente, de unos 55 años, que se ha separado de la mujer hace unos meses. Él es unos 15 años mayor que ella, llevaban muchos años juntos, una hija de 15 años. Después de quejarse siempre que su marido era muy dominante y que la controlaba, ella decide dejarlo. Él se queda destrozado, viene a verme desorientado diciendo que no entiende porqué   su  mujer   lo  acusa de maltrato psicológico...  Yo  intento aguantar  estoicamente  las preguntas de los dos sobre qué es lo que me ha contado el otro o si está con alguien, ¡qué situación más complicada...! Después de un tiempo, con apoyo psicológico y farmacológico, él se va recuperando, tiene una pareja nueva. Pero de repente ella (la llamaremos M, la "ex") reaparece y decide que quiere volver con él. Los dos tienen una relación de dependencia, y no saben salir de su relación malsana. Él olvida que ya tiene una nueva pareja, y le quiere dar otra oportunidad a M, pero se da cuenta que ella todavía chatea con otro, y hasta va a la puerta del otro a esperarla... Viene esta mañana a contarme todo esto llorando. Que porqué ella le dice que quiere volver si sigue viendo a otro, que si quiero que me enseñe los watsapps que le ha mandado, que es una persona muy tóxica... Intento hacerle ver que esa relación no es buena para ninguno de los dos, y que tiene que pensar en lo mejor para él. Paso por lo que era la antigua cuadra de las vacas, con la sensación de haber pasado de golpe al siglo XVIII. Me acompaña nerviosa, callada, la única cuidadora de este hombre, su sobrina. Dentro de la  habitación, pequeña,  está  mi paciente.  Poca  luz,   las paredes desconchadas,  olor a humedad. Él está limpio, se le ve tranquilo, me sonríe con una sonrisa abierta, y hablamos. Desde hace tiempo José María vive casi solo. Pasa el dia encerrado en esta habitación .Una vez al día viene su sobrina cuando termina de trabajar, le alimenta (una vez al día). le asea (más o menos ), le da unos medicamentos puestos hace tiempo y no revisados, y le cambia el pañal que lleva puesto también todo el día. En la casa vive también su cuñada, sin capacidad por falta de fuerza para realizar estas tareas, incluida la alimentación porque hay que darle los alimentos sentado para que no se atragante. José María no puede andar, desconozco el motivo, en su historia clínica no encuentro la causa. Se mantiene sentado pero no puede caminar. Tiene incontinencia y tiene que usar pañales de día y de noche.  Cognitivamente,  no aprecio ningún problema.  Habla un euskera cerrado, y yo hablo un euskera   aprendido,   pero   podemos   comunicarnos   bien.   Está   en   "pleno   uso   de   sus   facultades mentales" y lo que me repite continuamente es que él quiere quedarse en su casa para siempre, que no quiere abandonar su hogar. Claro,   esta   decisión   que   tengo   que   respetar,   conlleva   muchos   riesgos   para   su   salud.   Al   ir conociéndole, aparece malnutrición, falta de varias vitaminas, tiene riesgo de úlceras por decúbito, mayor   atrofia   muscular   por   desuso,   neumonías   por   aspiración,   riesgo   de   caídas   (cualquier   íia pueden caerse sobrina y tío porque él es grande y ella menuda) etc, etc. No puedo realizar ningún estudio fuera de su casa, se niega. No mejora a pesar de corregirse un déficit de Vitamina B12. Y anímicamente,   imagino  la  dureza  de estar   todo el  día  inmóvil  en una cama.  Cuando vamos enfermera o médico nos recibe cómo cuando se recibe a una visita esperada. Es sociable, le gusta contarnos   cosas.  Pero,   imposible,   con   todos   los   argumentos  y   estrategias,   hacerle   cambiar   de opinión. Estamos en contacto con la trabajadora social. También para ella muy difícil encontrar soluciones. En la habitación no cabe una cama articulada, hay un obstáculo en la puerta que no deja entrar o salir una silla de ruedas, el techo de la habitación no soporta el peso de una grúa. La familia no tiene recursos para hacer reformas, para poder pagar un o una cuidadora, y el paciente no quiere que vaya nadie externo a la familia para cuidarle. La otra persona sufriente en esta historia,  su sobrina,  se va derrumbando. No puede dejar a su familia para cuidarle mejor, no puede llevarle a su casa. Un día se derrumba totalmente en la consulta, llora con desesperación. Tengo mucho miedo de que abandone. Me ha pedido varias veces, también su madre, que haga un ingreso en una residencia de ancianos, contra la voluntad de un hombre cuerdo. Como se encuentran en un callejón sin salida, no entienden fácilmente mis razones. Se   consigue   una   plaza   para   él   en   la   residencia   de   un   pueblo   cercano,   volvemos   a   intentar convencerle, hablamos de los riesgos que está teniendo, de las ventajas que supondría para él estar en lo que ellos  llaman "la Misericordia"  intento romper sus prejuicios,  creo que tengo muchos recursos para solventar este tipo de consultas complicadas, pero con José María me falla todo. Después   de   mi   última   visita,   recibo   una   llamada   inesperada.  La   trabajadora   social   me   llama. Finalmente ha accedido el traslado a la residencia de ancianos y se marcha en unos días. El alcalde, conocedor de su grave problema, fue, habló con él y accedió. Quiero pensar que sólo le faltaba un "empujoncito" cuando casi le habíamos convencido. En todo caso no importa quién lo lograra, me alegro mucho de que finalmente la historia terminase bien. Porque fué así. Hace poco fui a visitarle a la residencia, se había adaptado de maravilla, estaba encantado con el cuidado de las enfermeras y auxiliares. Tenía amigos. Tomaba correctamente la medicación y se alimentaba bien.   Igual,  ocurre  un milagro,  o  un  tratamiento  de  fisioterapia,  y termina hasta caminando... Su sobrina vino ayer, no necesitó más pañuelos, sonreía.  Caso clínico nº 32: Morir dos veces Apenas rozaban las ocho y media de la mañana, una de las enfermeras solícitas avisaba apurada porque uno de los pacientes había empeorado… Han pasado días y aún lo recuerdo a cámara lenta, cómo no encontraba el pulso entre los dedos de la izquierda y en la derecha, sosteniendo la historia, de un simple vistazo en el margen subrayado aparecía   “Sí   medidas   invasivas   si   criterios   de   UVI”.   Inicié   el   masaje,   corazón   en   paralelo, antebrazos perpendiculares, contando, mientras las celadoras empujaban la camilla a la REA. Y lo que en una milésima de segundo decidimos, apenas sabiendo al paciente, compromete toda una vida…y las que la rodean… La   parada   recuperada   resultó   no   ser   subsidiaria   de   beneficiarse   de   cuidados   intensivos   ni   de medidas extraordinarias, pero prolongó la agonía, muy a mi pesar. De regreso al aislado, en las explicaciones pertinentes a sus familiares de la actuación, surge la serena sinceridad, en el seno de la entereza de su marido, de “¿cuánto…porque no quiero que mis hijos la vean morir dos veces?” que como una daga atraviesa la virtud, ante la sensación de haber errado devolviendo el hálito… Aunque   nuestra   intención   lo   fuese,   no   siempre   aliviamos,   ni   curamos,   a   veces   entorpecemos interponiéndonos al alma que quiere desprenderse del cuerpo… Cinco horas más tarde, un joven de apenas veinte años se acercó tímido para darme las gracias porque había podido despedirse de ella. Murmuré un profundo “¡Cuánto lo siento!”, aguantando las lágrimas que afloraban, mientras se alejaba la sombra imponente de la muerte que danza entre nosotros… Caso clínico nº 33: Elisa La primera vez que vi a Elisa era un puro grito, postrada en la cama de su habitación, un pequeño cuarto alegre de estudiante repleto de libros y fotos. La luz de la ventana tamizada a través de los estores color crudo dejaba entrever la esquina donde habíamos aparcado el peugeot del equipo, en el último tramo de calle libertad. Ella apenas se movía, apenas hablaba, apenas respiraba. Cualquier gesto era tan mínimo que de imperceptible pasaba desapercibido. Era como un letargo, como una estatua de sal, dormida con los ojos abiertos, de par en par, de un opaco marrón tierra deslustrado, sin brillo ninguno…hasta que el doctor la llama. Y al pronunciar su nombre, Elisa despierta de un sueño profundo y se ilumina la mirada. Ahora sí contesta, en voz baja, en un murmullo que sólo el alma entiende, sin despegar los labios níveos, sin quebrantar ese silencio empozoñado en la alcoba. Su madre observa apoyada en el quicio de la puerta, sin atreverse a franquear el umbral, con las lágrimas a flor de piel y respirando bien profundo para mantener la calma, para aferrarse a ella. Atenta al más mínimo deseo de su pequeña. Solícita y presta. El pulxiosímetro sólo marca 78, el dolor paraliza hasta  la  última fibra de cada intercostal.  No crepita,  no ventila siquiera.  Bajo el pijama de llamativos colores, la piel transparente surcada por tímidas venitas no se deja rozar, pero acepta la vía subcutánea con una arcada de sufrimiento terrible. “Sólo un pinchacito en la tripa, luego te sentirás mejor, cuando pase la medicación”. Y los dedos consumidos se hunden en las sábanas mientras eso sucede, mientras se alcanza ese luego, como si de un bastión al que asirse se tratara,  como si  sosteniéndose  de cualquier   resquicio  pudiera catapultarse.  Como aquel   famoso Pappus  de  Alejandría  donde Arquímedes  rubricaba  la  añeja  cita  “dadme un punto  de  apoyo y moveré el mundo”. Pasa un segundo, pasa otro. Y el alivio se apodera del cuerpecito de medio niña medio   mujer   medio   hada   medio   ninfa. El mundo no se mueve; se detiene, se contiene en un suspiro y se escapa al espirarlo. Elisa piensa en   su  nombre,  del  hebreo,   “Dios  ha  ayudado”.  Pero  no  encuentra   a  Dios  esta  mañana,  no   lo encuentra en sus súplicas ni en sus rezos. Quizás hoy no le importa, porque no lo quiere para ella… si acaso para sus padres, para cuando no esté. Lo sabe, a ciencia cierta, lo sabe. No necesita ni informes ni diagnósticos ni pruebas. Sencillamente lo sabe, mucho antes de que nadie se atreviera incluso a pronunciarlo. El reloj de arena deja caer los últimos granitos, del oro más preciado: la vida.  Y ella   lo  contempla  resignada y abatida,  nostálgica,   triste  y  dolorida.  Aún así,   su  mente caprichosa juega con el destino y planea próximos quehaceres,  futuros frentes abiertos.  Beatriz carga   el   mórfico   impresionada   por   la   capacidad   de   Elisa;   quiere   ir   al   concierto   de   Sabina. ¿Vitalidad? ¿Agallas? ELISA con mayúsculas. 0´5 ml del frasco de 20 en cada jeringuilla de 2cc. Penosamente vuelvo a cortarme el índice abriendo las ampollas de haloperidol. Y mientras disimulo buscando gasas, la sangre granate tiñe el escritorio, dibujando una forma imprecisa que hubiese hecho   temblar   a   la   misma   Marnie   de   Hitchkok,   junto   a   los   apuntes   de   educación   infantil perfectamente ordenados. Ella ni se inmuta, permanece levitando sobre el colchón antiescaras con los párpados entornados. Se me antoja una de aquellas damas de noble linaje esculpidas en la piedra marmórea y con sumo cuidado veneradas en el altar más distante al mayor, con escasa iluminación y un frío glacial que envuelve y entumece los huesos,  de un blanco puro y etéreo.  Una flor  marchita,  cogida el  día anterior con esmero exquisito por ser la de más extrema belleza y conforme transcurren las horas, languidece   y   agota   su   hermosura.   “Recuerde   el   alma   dormida,   avive   el   seso   y   despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo viene la muerte tan callando”­ recitaría Manrique. Se despereza y gira la cabeza para acomodarse. El ronroneo del motor del colchón hace las veces de nana.  Elisa me mira directamente y escudriña mis  pensamientos  con cierta  curiosidad antes  de vencerse  al   sueño,  ya  mitigada  la   angustia  y  el  dolor.  Sin  porqués.  Esbozo  una  sonrisa  y  me disculpo: “Siento que te hayan arrebatado el tiempo. Parte de ti me llevo prendada, mujer de Lot”. Cierra los ojos y siente su nombre. Puede que hoy sea cierto, su Dios le ha ayudado. Caso clínico nº 34: Paracentesis El  domicilio  de  Miguel  Ángel  Moreno  está   en  un   segundo  piso,   el   segundo  puerta  ocho,   sin ascensor. El maletín de Eva ya pesaba a mitad de la calle y en el tercer tramo de escaleras tropezaba sin cesar con las rodillas; en la mano izquierda, el de parecentesis; y en el hombro la maleta roja de avisos. Al llamar, Victoria abre la puerta con una sonrisa a medias y con el alivio de quien halla consuelo sin palabras, al tiempo que un pequeñajo nos dispara con un rifle de plástico y grita “pum, pum”, arrancando una carcajada espontánea sin pretenderlo. Pasamos, después de sendos besos, al salón. La mesa pulida, limpia y resplandeciente, con la carpeta azul celeste de nuestro equipo como único testigo. Miguel fuma un cigarrillo tranquilamente sentado en el sofá, de espaldas a la puerta y con la mirada perdida en la terraza. “Perdonad que no me levante…Doctor…doctora…”. Sin dilación él le pregunta cómo está, con sinceridad, con aplomo, con interés, con comprensión previa, con dulzura, con una voz grave y alegre inconfundible. Y Miguel responde mirándole directamente a los ojos, sin ningún atisbo de miedo, sin titubear, sin lágrimas: “Cansado”­ dice acariciándose la tripa, como si   un  de  un  bien  preciado   se   tratase,   como  si   cuidándola   con  mimo  el  milagro   se  produjera. “Cansado”. Sin más palabras, sin más explicaciones. ¿Para qué? Si todo está dicho… “Bien Miguel, bueno, ahora cuando le saquemos líquido se encontrará mejor… ¿vómitos tiene?…¿y al baño qué tal va?…¿tos?…¿dificultad para respirar?…¿y de ánimo?” Y al pronunciar la pregunta, ésta se queda suspendida en el ambiente, sin respuesta. Entonces Miguel Ángel se queda sólo en Miguel, porque el ángel se escapa por los poros de la piel, marcando los arcos cigomáticos, las sienes, el esternón como quilla que se hunde en el mar de la ascitis…al tiempo que hace honor a su apellido, piel morena cetrina, ictérica hasta las conjuntivas y deja traslucir la presencia imponente la misma vez tristeza por aquella situación en la que se sentía culpable o la había hecho sentirse culpable, tanto a ella como a la adolescente. La madre sentía que no debía haberla dejado sola en casa con alguien que había ganado la confianza de la familia. Claramente ella no era culpable pero para ella era irremediable pensar otra cosa. La situación era tensa pero a la misma vez con una sinceridad de palabras que asemejaban el verso anónimo del algún desconocido. Tenso era el ver cómo no habían hecho el peritaje en el momento de la violación a la adolescente y derivarla antes a la Guardia Civil, la cuál no facilitaron las cosas demasiado, ya que hacían preguntas algo comprometidas a aquella pobre adolescente con la cabeza agachada. Cuarenta minutos de consulta en los que muchas veces quería contener las lágrimas por las palabras de Juana hacia aquellas personas que parecían haberse unido en una sola por un instante. Esa misma madre ya había sufrido anteriormente el maltrato de su hija mayor por otro hombre, casi costándole la vida, y siendo aún esa hija en aquel momento más pequeña que la presente en aquella consulta. Esa niña que sufrió maltrato ahora tiene su carrera y ha sabido convertir en astillas los palos que la vida le dio. Ahora está ella como hermana mayor ayudando a su hermana a superar otra fatídica situación. Consulta intensa pero de la que se aprende tanto como la vida misma. La consulta terminó con un pose de manos en el hombro de la madre que me acompañó cogiéndome la mano. Nunca olvidaré esa consulta pero si se volviera a repetir le seguiría dedicando el tiempo que necesitara. Mientras la sala de espera llena de pacientes, sin embargo nadie tocó a la puerta en esos cuarenta minutos. Caso clínico nº 38: Un curso clínico complicado, no sólo por la clínica Esta semana, por no decir  durante varios meses,  he podido vivir   la experiencia de un paciente oncológico con estadio avanzado pero con situación clínica aceptable hasta el momento. Hace dos años fue diagnosticado de carcinoma de células claras en riñón derecho presentando todo tipo de complicaciones   tanto   por   el   proceso   evolutivo   de   su   enfermedad,   como   a   consecuencia   del tratamiento quimioterápico,  que en el caso personal de este paciente no pareció  resultar lo más efectivo posible. La medicina no es una ciencia exacta. Desgraciadamente hay pacientes que no responden bien a este tipo de tratamientos. ¿En este tipo de pacientes se debe pedir consejo médico interprofesional  por   parte   del   propio  oncólogo   responsable  del   paciente?.  La   realidad   fue  otra totalmente distinta, y empecemos por el principio. El proceso comenzó en el año 2102 con el inicio de una nefrectomía radical derecha a causa de una masa de tamaño considerable visto por control rutinario para procedimiento de cirugía bariátrica. La mesa de quirófano fue un proceso difícil ya que la vena cava y su posible invasión en ella hizo que el paciente padeciera un shock hipovolémico en la propia mesa de quirófano, que afortunadamente sólo quedó en un susto. Desde  entonces  este  paciente   fue  catalogado  y  ha   seguido  revisiones  periódicas  por  oncología médica por descubrirse en la anatomía patológica tumor con el apellido de células claras. Desde entonces este paciente empezó a recibir tratamiento con fármacos biológicos indicados en este tipo de   pacientes.   Todos   sabemos   que   cada   enfermos   responde   de   forma   distinta   a   este   tipo   de tratamientos, y desgraciadamente este paciente tarde o temprano sufrió los eventos secundarios de estas moléculas con complicaciones severas a nivel pulmonar que le mantuvieron más de un mes ingresado en el hospital de referencia. El  problema en  este  paciente   realmente  no  pienso  que   fuera  el   fracaso   terapéutico  ya  que   los ganglios  mediastínicos  que  presentaba  desde  el  principio  estaban  estabilizados   si  no   la   escasa información que recibía el paciente y los familiares sobre su enfermedad. Este es un punto que cualquier   médico   debe   reflexionar   sobre   él,   ya   que   la   autonomía   del   paciente   es   uno   de   los principios básicos de nuestra profesión, y si no la respetamos estamos incumpliendo nuestra lex artix, a menos que el paciente haya dejado plasmado tácitamente que no quería recibir información de ningún tipo. Este no fue el caso de nuestro paciente. Si nos basamos en el código deontológico podemos observar varios artículos que así lo mencionan: ­ Articulo 1: (subapartado 2). La asistencia médica exige una relación plena de entendimiento y confianza entre el médico y el paciente. Ello presupone el respeto del derecho de éste a elegir o cambiar de médico o de centro sanitario. Individualmente los médicos han de facilitar el ejercicio de este   derecho   e   institucionalmente   procurarán   armonizarlo   con   las   previsiones   y   necesidades derivadas de la ordenación sanitaria. ­ Artículo 12 (Subapartado 1). El médico respetará el derecho del paciente a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, sobre las opciones clínicas disponibles. Es un deber del médico respetar el derecho del paciente a estar informado en todas y cada una de las fases del proceso asistencial. Como regla general, la información será la suficiente y necesaria para que el paciente pueda tomar decisiones. ­  Artículo   15:   (Subapartado   1).  El   médico   informará   al   paciente  de   forma   comprensible,   con veracidad,   ponderación  y  prudencia.  Cuando   la   información   incluya  datos  de  gravedad  o  mal pronóstico se esforzará en transmitirla con delicadeza de manera que no perjudique al paciente.  (Subapartado 2). La información debe transmitirse directamente al paciente, a las personas por él designadas   o   a   su   representante   legal.   El   médico   respetará   el   derecho   del   paciente   a   no   ser informado, dejando constancia de ello en la historia clínica. Volvamos al caso de nuestro paciente. Por un lado el paciente me consultaba a mí sobre sí podría dejar ese tratamiento que mermaba su poca calidad de vida sin tener criterios clínicos sobre sí la retirada avanzaría la enfermedad. Nos vamos al tema de la incertidumbre. Siguiendo el caso más a fondo  descubro   informes  previos   de   5­6  meses   de   antigüedad   en   el   que   el   paciente  ya   tenía imágenes   óseas   en   columna  vertebral   sugestivas   de  metástasis   hasta   que   no   se   demostrara   lo contrario.  Desde ese  último  TAC hasta  desgraciadamente   la   fecha  de   su   último  ingreso  no  se hicieron controles periódicos sobre evolución de enfermedad a nivel radiológico o si se hicieron no se le dio importancia, o lo que es peor, no se informó al paciente. ¿Se incumplió aquí el principio de primun non nocere o se desahució al paciente demasiado temprano dada la buena situación clínica que presentaba? Otro  tema  importante en este  paciente fue la  no comunicación del  equipo médico en cuanto a prescripción de tratamientos, ya que su oncólogo personal ofrecía a escondidas del resto del servicio médico   el   tratamiento   quimioterápico   que   anteriormente   le   había   producido   complicaciones respiratorias.  Claramente fue en esta  situación cuando el  paciente empezó  a dudar de la  buena actuación de su médico oncólogo de referencia, ya que discrepaba con los  tratamientos prescritos por el resto del equipo médico. La familia y el propio paciente son los que navegaban en un mar de incertidumbre (en mi opinión más que los propios médicos) ya que hasta se dudaba de si estas actuaciones eran éticamente correctas. Para los errores médicos el código deontológico comunica en el Artículo 17: El médico deberá asumir las consecuencias negativas de sus actuaciones y errores, ofreciendo  una  explicación  clara,  honrada,  constructiva  y  adecuada.  Esta   explicación  nunca  se produjo. Durante dos años todo tipo de tratamiento experimentado en él era un camino de rosas según los múltiples especialistas hospitalarios que turnaban su automomía sobre el paciente, y este obedecía hasta el final, hasta el punto de ser el médico de familia y familiares los que crean un concepto mental en el paciente que intenta por fin aceptar la enfermedad que hasta el momento no lo había hecho. Por fin el paciente ha podido entender la enfermedad a tiempo hasta el punto de marcharse para siempre. Lo hemos conseguido para que él haya podido afrontarlo y gracias al apoyo de todo el equipo asistencial y familiares. En resumen es importante mantener al paciente informado y en su defecto   (por   arte)   a   familiares   para   afrontar   y   así   evolucionar   la   reacción   de   duelo   con   toda normalidad y no caer en el error de dejar aspectos al aire que el paciente siempre ha querido tener claros y por miedo no ha querido preguntar. Por tanto debemos ser nosotros y con el permiso de ellos los que ayudemos a entender a su manera la  enfermedad  que padezcan y  no   lidiar  como sí  de  una  corrida  se   tratara  con diagnósticos  y pronósticos mermados por cierta esperanza, más que necesaria. En la actualidad, y la realidad es que la difunta necesita aparte de su marido un informe médico explicando las causas de la muerte, seguramente no evitables, que hasta ahora no ha recibido. El código deontológico comunica en el artículo (subapartado 6): El acceso a la historia clínica de pacientes   fallecidos   solo   se   permitirá   a   personas   con   vinculación   familiar   o   de   hecho   con   el paciente, y siempre que éste no lo hubiera prohibido expresamente. Ya se han realizado los trámites necesarios. Esperemos que este informe sea facilitado con la mayor brevedad posible. Caso clínico nº 39: La profesional llora con la paciente Os   cuento   una   consulta   de   esas   sagradas   con   una   chica   de   unos   40   años   que   había   perdido inesperadamente a su hija de 9 años por una sepsis meningocócica. Me contaba que su corazón se había endurecido, no sabía por qué, no era capaz de llorar la muerte de su hija, "¿es que no la quería?".  Después  de  una  larga  entrevista,  en   la  que  deseaba  con   todo  mi  corazón  que  no  se produjera ninguna interrupción, llegamos a la conclusión de que no se permitía llorar porque sus familiares más cercanos cuando lloraba, se ponían muy nerviosos e intentaban cambiar de tercio para así evitar la situación. Ella asumió que no podía expresar su tristeza porque incomodaba a sus seres más queridos, y en esto .... a la profesional que debía ser yo, se le saltaron unas lágrimas. Me puse muy incómoda porque al verme así, quizás yo también le estaba negando la posibilidad de expresar sus sentimientos . Durante un tiempo me quedó la duda de si mi paciente volvería a hablar libremente de su problema en las siguientes visitas, pero he podido comprobar que no ha puesto ningún freno a sus emociones en la consulta y yo en caso de emocionarme de nuevo, utilizo los silencios y el contacto físico (le cojo de la mano) para facilitar su vaciado. No sé, ¿un profesional puede/debe compartir el llanto con el paciente en estas situaciones? Caso clínico nº 40: Consultas sagradas “al revés” Creo   que   dentro   de   las   consultas   Sagradas   se   podría incluir   ,   aquellas   en   las   que   el   médico   esta   padeciendo   algún   proceso de sufrimiento . familiar , personal  Esta ha sido mi vivencia, pues mi marido falleció  hará  un mes y algunos de mis pacientes por proximidad , conocían el año que estuvo luchando contra el cáncer. Me   incorporé   al   trabajo   pronto   y   se   me   hacia   extraño,   que   los   pacientes entraran   a   la   consulta   ,   me   dieran   su   pésame   y   luego   consultaran   por el   problema   médico   que   tenían.   Así   que   durante   unos   minutos   se invertían   los   papeles.   Yo   en   algunos   casos   hablaba   de   la   evolución   de la   enfermedad   ,   en   otros   daba   fechas   y   en   otros   no   podía   hablar,   solo llorar.  Pero   siempre   al   final   cada   uno   adoptaba   su   papel   (paciente/ médico) y volvíamos a la consulta diaria. ¿Qué   me   ha   sorprendido?   Ver   como   expresaban   su   dolor   y sobre todo como me ofrecían su apoyo. Me   voy   reponiendo   poco   a   poco,   y   debo   agradecer   esa confianza y empatía que me están demostrando.  Caso clínico nº 41: La cocaína se impone Era viernes y como cada tarde, antes de empezar la consulta me disponía a leer en el ordenador los informes de los pacientes que habían acudido el día anterior a urgencias del hospital. Uno me llamó la atención. Se trataba de Guillermo, un hombre de 53 años de edad que había acudido a urgencias por ansiedad y taquicardia. Entre sus antecedentes figuraba: consumidor esporádico de cocaína. No tomaba medicación habitual ni había otros datos de interés. Entré en su historia clínica y encontré que antes de que estuviera con un hombre, el le iba a enseñar algunas cosas. Ella se quedó inmóvil, sin saber que hacer.  Esta situación se había repetido varias veces. Siempre trataba de no quedarse sola con él, pero a veces le resultaba imposible. No le había contado a nadie, pues tenía mucho miedo de que su padre lastimara a su madre. El tenía un arma y en muchas discusiones que había tenido con su madre por otras razones había amenazado con matarla y después suicidarse.  Mientras   me   contaba   esta   historia,   no   hubo   llanto,   ni   ninguna   otra   expresión   que   mostrará desesperación, angustia u otro sentimiento o emoción, parecía que el relato no la involucrara a ella, como si estuviera contándome una película que había visto la noche anterior. Por un momento se me pasó por la cabeza que no fuera cierto, pero tampoco tenía sentido. Pensaba que si eso me estuviera pasando a mí, rompería en llanto al relatarlo.  El  objetivo   inicial  de   la   consulta  había  desaparecido.  Ella   tenía  claro  que  esa   situación  debía terminar. Le propuse que pensará en que familiares o amigos podría contarles la situación y pedirles su apoyo. Hablamos de estrategias para evitar estar sola con él hasta que esto se resolviera y de la posible judicialización a la brevedad de esta situación.  Comprendió que su madre debía saber de esta situación y me pidió si podía estar presente en el momento que hablara con ella. Menciona que tiene dos hermanos mayores por parte de madre, que no viven en el país. Con su hermana se comunicaba por correo electrónico, pero nunca tuvo el valor de contarle, pues le daba vergüenza. Al finalizar   la consulta  acordamos en vernos esa semana,  ella   iba a pedirle  a su madre que la acompañara para que yo hablará con ella. En esos días su padre no estaba en la casa, se había ido de pesca fuera de la ciudad con unos amigos. Cuando se va, inmediatamente me comunico con la psicóloga y la trabajadora social del equipo para analizar   la   situación,  diseñar   las   estrategias  a   seguir  y   realizar  el   informe al   Juez  de  Familia. Recuerdo no haber podido dormir bien durante esos días, pensaba si no tendría que haber llamado a la policía inmediatamente, pero por otro lado tenía claro que no quería revictimizarla y que esos procedimientos  sin  una preparación previa,   son  muy  traumáticos.  Pensaba en   la   falta  de  carga afectiva de su relato, la psicóloga del equipo me dijo que era la anestesia que se genera para lograr sobrevivir a esas situaciones tan violentas por largo tiempo. Lo increíble fue el día de la segunda consulta, la paciente apareció minutos antes, acompañada de una mujer joven, me llamó la atención pues esta no parecía su madre. Esta vez, la entrevista la realice junto con la psicóloga del equipo. Al entrar al consultorio, esta mujer se presenta como la hermana mayor de la adolescente e inmediatamente rompe en llanto. Mi paciente también llorando, nos dice que al salir de la consulta llamó a su hermana y le contó lo que le estaba pasando. Por esta razón, es que la misma viaja inmediatamente para encontrarse con ella. La hermana, nos cuenta que ella había sufrido abuso por su padrastro por largo tiempo, y que le había contado a su madre pero no le había creído. Muy angustiada, le pide perdón a su hermana por haberla dejado sola con él, pensó que a ella no le iba a hacer daño. Minutos después llega su madre a la policlínica, y se trabaja con las tres junto a la psicóloga esta situación. El padre terminó preso luego de la denuncia realizada por el equipo de salud y la declaración de la adolescente y su hermana. La adolescente mantuvo sus controles en la policlínica y asistió  por mucho tiempo a la consulta psicológica. A los años, estando ella en pareja, también controlé su embarazo y después a su niña.  Solo quería contarles una historia que me movilizó  muchísimo, con ella aprendí  que a veces el llanto no esta a flor de piel, pero eso no quiere decir que no exista el dolor que debamos aliviar.  Caso clínico nº 44: El dolor físico Mujer de 74 años viuda desde hace 15 años, con 2 hijos que viven fuera, en Teruel y Santander, nueva para mí. Me dice en la primera consulta, que se ha cambiado conmigo de médico porque mientras estaba ingresada en el hospital,  su compañera de habitación le ha hablado muy bien de su médico de familia, en este caso de mí. Viene súper agobiada, con su hija quien llevaba casi 3 meses, tras pedir una excedencia,para el cuidado   de   su   madre,   dejando   a   su   familia   en   Teruel,   transmitiendo   mucha   angustia   por   su situación, que se puede resumir en mucho dolor sin mejoría alguna tras tratamientos diferentes por parte de trauma y unidad del dolor. En   ese  momento   llevaba  parches  de   fentanilo,   pregabalina   (   esperemos  que   lleguen   en   algún momento los malos tiempos para la lyrica…) tranxilium lormetazepam AINEs y nolotil en ampollas ….e infiltraciones.  Con diagnóstico de edema de sacro y 2 ingresos previos. Había perdido 14kg, tenía anorexia, y mal aspecto general. Se quejaba de un dolor de 8­9/10 y decía que se iba a morir sin saber lo que tenía, no dormía “nada” no comía nada…. Ante la angustia que transmitía ella y su hija, que estaba harta del sistema sanitario en cuanto a efectividad y tiempos de espera y de su situación personal, añadido al motivo del cambio de médico (síndrome de House) me sentí como ante un reto. Así que me puse cómodo ( los residentes saben a qué me refiero) a oír, a escuchar, a explorar y usar el fonendo, es decir todo el arsenal, para intentar saber qué es lo qué estaba pasando. Tras reconocer su situación tan desesperada y normalizarla dado el tiempo, las opciones terapéuticas seguidas, la situación familiar y propia , comencé con las preguntas abiertas …y tras unos minutos se produjo el momento flash de Balint. Me dijo , “le voy a comentar algo que no he dicho a casi nadie”…. (¿en la primera consulta, histrionismo? quizá) Dios mío, menos mal que no suelo mirar el reloj para ver el retraso (me consta que los pacientes de mi cupo en la sala de espera tampoco, en general) una urgencia emocional ( ya no la puedo citar otro día, con esta hemorragia emocional….) ¡Ánimo¡  Y comenzó . Era la época en que en los medios de comunicación era frecuente el encontrar noticias sobre los niños robados al nacer en los años 60.  Rompió  a llorar, pensaba que a ella le robaron 2 hijos que le dijeron que habían fallecido, y a quienes no pudo ver por no permitírselo las monjas del hospital aquel. Me contó con todo tipo de detalles los 2 casos. Espectacular y dramático. Podría ser, su historia era coherente. Y además  su marido  era  republicano,  exiliado después  de   la  guerra  y  encarcelado a  su  vuelta viviendo sola durante mucho tiempo. Cada vez que oía algo le recordaba toda aquella situación….. Centrados en sus síntomas los que más le preocupaban además del dolor eran el insomnio (sólo dormía  dos  horas)   y   la   anorexia   con   la   pérdida  de  peso,   su  propia   imagen,   en  qué   se   había convertido. Además, tenia pensamientos rumiantes sobre su situación… Exploramos , le pedimos analítica, normalizamos . La citamos para otra consulta concertada en una semana y otras posteriores quitándole los AINEs, el nolotil y los parches en esas consultas y a cambio le pusimos mirtazapina de 15 (como sedante para dormir y como anorexígeno) y lexatin para bajarle la angustia (de paso la nuestra) como primer objetivo 3 tomas día durante 15 días y luego bajamos a 12h, a 1/ 24h y escitalopram 10mg. Tenía recursos propios , le gusta la música, el teatro caminar y hablar. Empujamos para socializarse en cuanto mejoró, apuntándose a un club de lectura, a un grupo de paseo, a ir de nuevo al teatro…  Comenzó   a   dormir  mejor,  presentaba   cada  vez  menos   angustia,   le   suprimimos   en  2  meses  el bromazepan, en 7­8 meses la mirtazapina (ha recuperado un año después todo su peso), no lleva opiáceos, ni tranquilizantes, alguna vez toma algún paracetamol a demanda y en ocasiones le cuesta algo comenzar a dormir.  Su hija se fue a  las 3 semanas a Teruel y en la Unidad del Dolor cada 6 meses le ponen una infiltración que no sabe si suspenderla ella ya. Se   encuentra  mucho  mejor,   solo   toma  ocasionalmente  paracetamol.  Se   infiltra   semestralmente pensando en reducir la frecuencia, se relaciona en diferentes ámbitos y su percepción sobre ella (su peso, su estado de ánimo) es mejor. Creo que del caso, como en todas las consultas sagradas, se puede destacar la importancia de que los pacientes encuentren a un profesional (médico de familia por sus características y encuadre asequible) con el que empatize, que le escuche sin juzgarle, que le entienda, por lo tanto, que crea en   la   relación  médico­paciente   como herramienta  diagnóstica  y   terapeútica  y  que   sepa  que es imposible que no usarla, que siempre esta relación comienza antes de conocernos en la consulta como queda expuesto explícitamente en este caso , que existen las urgencias emocionales no solo isquémicas y que por supuesto conozca algo de farmacología (por lo menos el prospecto para saber igual que el paciente) y se convierta en un recurso social más, que es lo que al final somos. Bueno qué os voy a contar sobre esto que no sepáis ya… Caso clínico nº 45: Llora de amor Isabel es una mujer de treinta y tantos felizmente casada que tiene tres niñas de corta edad. Quiere a su marido que es un buen hombre, trabajador, quizás poco cariñoso y poco amante de aventuras. Tanto es así que animó a su mujer a irse de vacaciones “8 días 7 noches” en un autobús con familias y otras mujeres de la zona mientras el que se quedaba tranquilamente en casa. A los pocos días  de su regreso acude Isabel  a  mi consulta   llorando desconsoladamente.  Se ha enamorado hasta las cachas del conductor del autobús y no puede contener una reacción paradójica que conoce bien porque la sufrió cuando se enamoró de su novio y actual marido: estar todo el día llorando. Se encontraron, se enamoraron, mantuvieron relaciones sexuales y ahora sólo quiere olvidarlo y volver a la normalidad pero no para de llorar. No buscaba cambiar su vida, ni contar el secreto, ni consejo, sólo quería que le quitara ese llanto que le paralizaba. Sentí la necesidad de mostrar apoyo, sin juzgarla, sin darle consejo aunque no sabía qué más hacer así que la freí a benzodiacepinas que no hicieron más que provocarle molesta somnolencia.  Creo  que   también  probé   algún  antidepresivo   sin   resultado.  Sus  visitas   se   fueron espaciando (como mujer sana, no frecuentaba la consulta) y dejamos de hablar del tema, señal de mejoría. La seguí atendiendo durante años, igual que a su marido y a sus hijas cuando pasaron a mi consulta, y para siempre quedó ese secreto guardado. paciente   de   mi   cupo,es   una   mujer   increíble,   fuerte.   Les   hablo   de AGUIFES,   una   asociación   de   ayuda   a   familiares   de   enfermos   psíquicos, les dejo mi puerta siempre abierta, les animo a no perder la esperanza. Y yo ahora espero una nueva consulta sagrada con C. sonriendo. Caso clínico nº 48: Brote psicótico Conocí a Eva cuando tenía 23 años. Al principio venía con su madre, una mujer muy fuerte que se encargaba de  la  salud de  toda   la   familia   (del  marido  que  tenía una diabetes  y una cardiopatía isquémica, de su hijo menor al que acompañaba por episodios agudos y sobre todo de la salud de Eva a la que acompañaba moviéndose entre tutelarla y darle autonomía). Eva había tenido un brote psicótico a los 18 años y cuando la conocí estaba perfecta con una dosis muy  baja  de  medicación.  Estudiaba  en   la  universidad  y   tenía  una  vida   totalmente  normal.  La controlaban en el Centro de Salud Mental. A los 25 años le retiraron la medicación. Ese mismo año, tras   un   viaje   a   Turquía   de   vacaciones   y   una   relación   sexual   nada   satisfactoria   durante   esas vacaciones,   hizo   otro   brote   psicótico   de   muy   corta   duración   y   que   respondió   rápidamente   al tratamiento farmacológico (no recuerdo bien como fue ni si tuvo alucinaciones, ni si deliró). De hecho yo no lo viví en la fase aguda y me lo comunicó cuando ya había remitido. Desde entones venía a la visita sola y establecemos entre nosotras una relación muy madura y adulta,   monta   su   propio   negocio,   se   compra   un   piso,   se   independiza   y   se   va   a   vivir   sola   y posteriormente constituye pareja que se va a vivir con ella. Eva sigue controles con su psiquiatra que le mantiene una dosis mínima de tratamiento farmacológico. Y aquí empieza la consulta sagrada que os quiero relatar. A los 32 años, e inmediatamente después del entierro de su padre que murió  de un  infarto de miocardio,  desarrolló  otro brote psicótico. Acuden ella y su madre de urgencias a mi visita. Entran agarradas, Eva rígida y arrastrada por su madre. Eva se sienta en el borde de la silla, todo su cuerpo rígido y sobre todo su cuello que está estirado e inclinado hacia atrás. Cada vez echa más hacia atrás la cabeza y sus ojos están muy abiertos y con expresión de terror. Se agarra continuamente al brazo de su madre que me explica que hoy al volver del entierro del padre empezó con este cuadro, con mucho miedo, agarrada a ella todo el rato, rígidamente sentada en el sofá. Que se resiste y pone más cara de terror cuando la quiere levantar del sofá para ir al baño... Ella solo dice repetidamente: “Estoy bien. Me siento muy protegida, mi madre y tu me protegéis”. No es posible establecer más contacto oral, no hay más lenguaje. Acepta, eso sí, el contacto físico tanto de su madre como el mío. Ya habían pedido y tenían hora con el psiquiatra para el día siguiente que por teléfono le había indicado subida de la medicación. No quieren ni oír hablar de ir a urgencias y tramitar un ingreso y la madre se compromete a acompañarla las 24h del día. Su madre como siempre, entera y fuerte protegiendo a su hija. Como si no hubiera sentimientos. Para mí se detiene el tiempo y el espacio. ¿Cómo comprender lo incomprensible?. Yo me siento perdida y me percibo más afectada que su madre y solo puedo ofrecer mi apoyo y mi cariño para lo que haga falta, y mi teléfono móvil también para lo que haga falta. ¡¡¡Me sentía tan inútil!!!. Las vi marchar tal como entraron y yo deseé marcharme con ellas y abandonar la consulta. A la semana Eva vuelve a estar bien, viene a la consulta y me explica sus alucinaciones: “La muerte con la guadaña le quería cortar el cuello, echarla a una fosa que estaba delante de ella y llevarla con su padre”. Por esto estiraba el cuello (para que no se lo cortara) y no quería moverse para no caer en la fosa. Reitera que a pasar del miedo que tenía siempre fue consciente de que su madre y yo la protegíamos de la muerte. Eva continuó su vida normal y yo seguí siendo se médica pero la imagen de ella ante la muerte nunca se fue de mi cabeza. Cuando me jubilé le escribí una carta de despedida, manifestándole mi admiración por ella como persona y lo mucho que había aprendido de ella (no tengo el texto exacto pero creo que este era el contenido). Lo que si tengo es su respuesta que dice así: La meva doctora!, Jo també he de dir que en tots aquests anys m’he sentit protegida, arropada y valenta gràcies a la feina ben feta de tot el vostre equip. Sobretot  molt  compresa,  valorada  i  estimada per   tu,  Dra.  Fdez.  de Sanmamed.  En  tot  moment coneixent les paraules adients per dir­me i transmetent­me aquesta energia. Aquesta força de la que tu em parles, es gràcies a vosaltres i a les atencions rebudes. Sens dubte sempre et sentirem a prop amb fermesa i esperança. La família XXX estem molt i molt agraïts, i desitgem que aquest nou camí que emprens, també sigui ple de virtuts com et mereixes. Eva i família Caso clínico nº 49: Josefina Josefina no había tenido una vida fácil. Separada desde hacía 7 años, después de sufrir años de humillaciones   y   desprecios,   con   una   hija   viviendo   en   el   extranjero   que   reproducía   el   papel maltratador de su padre, lo único que pedía a la vida era poder disfrutar de sus nietos de vez en cuando, del café con sus amigas y de cantar en el coro. Por desgracia, la salud tampoco le había acompañado. Estaba diagnosticada de fibromialgia, depresión, polimialgia reumática, miopía maligna con degeneración macular que le ocasionaba una pérdida muy importante de agudeza visual, osteoporosis con fractura vertebral... Todo ello le condicionaba de forma importante su vida y la obligaba a acudir con frecuencia a mi consulta y a la de diversos especialistas. Una mañana decidió ir a verme para consultarme sobre una de sus múltiples molestias.   Como   siempre  pidió   cita   por   teléfono,   como   siempre   acudió   con   unos  minutos   de antelación y como siempre se sentó en la sala de espera en el lugar de siempre. Sin embargo, esta vez la consulta no fue como siempre.  Cuando llevaba unos minutos en la sala de espera, salí a llamar al siguiente paciente. En cuanto vi a Josefina, entré de nuevo a la consulta, saqué de un cajón de la mesa un recorte de periódico que tenía guardado, me dirigí hacia ella y le dije: “Antes de entrar a la consulta quiero que leas esta noticia del periódico”. Josefina observó  con curiosidad que se trataba de un periódico de 1941. Dirigió   la mirada a la noticia que yo le había señalado y comenzó a leerla. A medida que iba leyéndola, el corazón se le iba encogiendo, se le secaba la boca y los ojos se le humedecían. Al terminar de leerla era incapaz de   controlar   la   infinidad   de   emociones,   recuerdos   y   pensamientos   que   recorrían   su   cabeza   e inundaban su cuerpo. Su mente se llenaba de imágenes de recuerdos de su infancia, de su pueblo, sus padres, sus hermanos, de los tíos con los que vivió, de sus amigas… Todo su pasado se presentó ante sus ojos de una forma clara y con tanta intensidad que no sabía cómo reaccionar. Absorta en estos pensamientos oyó su nombre: “¡Josefina!”. Casi dio un respingo en el asiento del susto. Era yo quien había pronunciado su nombre. Esperó unos segundos antes de levantarse y se dirigió a la consulta, todavía temblorosa y con los ojos humedecidos. Tres semanas antes de que Josefina acudiera al centro de salud yo me encontraba leyendo absorto los periódicos que acababa de encontrar. Hacía un mes que mi mujer había heredado la casa natal de su padre en un pueblo de la montaña. Un viejo caserón de 1900 con un enorme desván polvoriento, de esos que se supone que guardan tesoros y secretos esperando que alguien los descubra. En uno de  los rincones del  desván,   tapados por unas viejas maderas,  había varios paquetes de periódicos y revistas cubiertos de polvo y atados con cuerdas. Cogí uno de los paquetes, le quité el polvo con una escoba y un trapo y lo bajé al salón de la casa. Allí solté la cuerda que ataba el paquete y comencé a curiosear. Los periódicos eran de finales de los años 30 y primeros de los 40 del siglo pasado, y muchos de ellos traían la crónica diaria de la guerra civil. Noticias del frente, de los “caídos por España” (era un periódico del frente nacional), con sus respectivas fotografías, junto con el resto de noticias locales, nacionales e internacionales. Pasé horas disfrutando de la lectura, imaginando la vida de las personas que salían en el periódico y la de las que leían las noticias. Traté de imaginar a quién se le ocurrió la idea de guardar los periódicos y de alguna forma se lo agradecí. Cuando terminé  el paquete subí rápidamente al desván, desempolvé otro paquete y lo bajé  para comenzar con avidez su lectura. Una de las secciones que más me interesaba leer era la de las noticias locales. Allí se contaban anécdotas curiosas de gente anónima que por algún motivo se convertían en protagonistas de alguna historia. Llamó mi atención una noticia por el lugar donde se había producido: el pueblo que se encuentra a dos kilómetros de mi pueblo natal. El titular de la noticia rezaba: “Dos hermanos se casan con dos hermanas”. Comencé a leerla y, de repente, paré de leer cuando leí los apellidos de los contrayentes. Volví a leerlos de nuevo y lo hice varias veces más, hasta que ya no me cupo ninguna duda. De aquellos dos matrimonios, uno de ellos tenía que ser a la fuerza el formado por los  padres  de   Josefina,  mi  paciente.  Yo   sabía  que   Josefina  había  nacido  en  ese  pueblo  y   sus apellidos coincidían con los de los novios.  Así  que,  sin pensarlo dos veces, guardé   la hoja del periódico y seguí disfrutando unas horas más de aquella lectura con sabor a historia. Cuando el lunes siguiente a primera hora entré en la consulta, lo primero que hice fue guardar el  periódico en el primer cajón de la mesa,  decidido a esperar a que Josefina apareciera por allí. A   las   tres   semanas,   una   mañana   antes   de   comenzar   a   pasar   la   consulta,   como   solía   hacer habitualmente, revisé la agenda del día para ver qué pacientes estaban citados y vi el nombre de Josefina en la cita de las 12. Miré en el cajón de la mesa para comprobar si el periódico seguía allí y cerré de nuevo el cajón. Cuando a las 11:50hs salí a llamar a un paciente y vi a Josefina sentada en la sala de espera entré de nuevo en la consulta, abrí el cajón de la mesa y saqué la hoja del periódico. Salí de nuevo a la sala de espera, le entregué a Josefina la hoja y le dije que leyera la noticia. Cuando Josefina entró en la consulta sus ojos estaban humedecidos y su voz temblorosa casi no acertaba a pronunciar palabra. Esperé a que se encontrara mejor, guardando uno de esos silencios que acompañan, y cuando Josefina pudo hablar me contó su historia, interrumpida de vez en cuando por el llanto que no podía reprimir. Ella es la mayor de tres hermanos. Sus padres se casaron porque su madre se quedó embarazada de ella. Por supuesto que ellos no se lo contaron, pero lo acabó sabiendo. Y ese error, si es que puede considerarse así, fue ella quien lo terminó pagando. Siempre se sintió como una hija no deseada y con pocos años la enviaron a vivir con unos tíos en un pueblo cercano. La relación con sus padres siempre fue fría y distante. Pero lo que nunca supieron ni ella ni sus hermanos fue la fecha de la boda de sus padres. En su familia siempre había sido un tema tabú  del que nunca habían oído hablar. Siguió hablando de su infancia, de los pocos recuerdos que tenía de su pueblo, del cariño que le profesaron sus tíos,  de  la  relación con sus hermanos,  de sus amigas…No se veía rencor en su mirada, quizás cierta tristeza. Su padre ya había fallecido y su madre todavía vivía en otro pueblo. Iba a visitarla una vez por semana para cumplir con su obligación de hija, pero no sentía ningún cariño hacia ella. Cuando terminó su vaciado emocional se encontraba “rara”. No sabía definir  muy bien lo que sentía. Era como si hubiese abierto una puerta que había estado cerrada durante mucho tiempo por la que salió todo el olor a rancio y entró aire fresco que le producía un hormigueo agradable por todo el cuerpo. Durante todo el tiempo que duró la entrevista seguí manteniendo un silencio respetuoso, mirándola a  los ojos y asintiendo de vez en cuando con la cabeza para facilitar  su discurso.  Entonces  le conté  a Josefina cómo había encontrado el  periódico.  Ella no encontraba palabras para agradecerme el gesto, guardó el periódico en el bolso, se levantó despacio y me dijo y hombre, bien arreglados, con una carpeta en la mano, me sonrieron y yo a ellos. No se por qué pensé que vendrían a contarme algo que se habían hecho en un privado, esa era la imagen que daban supongo. Mi cuerpo me iba mandando señales, la tensión mamaria empezaba a ser bastante incómoda, y me sentía torpe con mis brazos (quizás por tener unas mamas pequeñas, al estar ingurgitadas y no estar habituada me tropiezo con ellas y no acabo de acostumbrarme). Pensé, bueno espero que sea algo rápido y pueda sacarme la leche ya. Cuando le pedí que pasara lo primero que me sorprendió fue que ella le apretaba la mano a su marido, y él permanecía sentado en la sala de espera con la carpeta. Eso me hizo pensar que mi primera idea era errónea, y que posiblemente todo se complicara más de lo previsto. Ella se sentó, me miró y me preguntó  ¿es usted por fin mi médico? en estos meses han pasado varios por aquí y la he estado esperando, no me sentía capaz de compartir con extraños mi historia más de una vez, y rompió a llorar. Mi mente se dividió con mi cuerpo, mi mano le tendió la caja de pañuelos que tengo encima de la mesa, me empezaron a zumbar los oídos y mis mamas reclamaban atención, pero tras la caída de sus primeras angustiosas lágrimas, el tiempo se paró, de alguna forma mi mente se enfocó en el relato de la paciente y dejé de sentir las acuciares llamadas que emitía mi cuerpo hasta ese momento. La historia, era una situación de acoso laboral, de unos 2 años de duración, que en los últimos meses había comenzado a sobrepasarla y estaba empezando a afectar a su vida personal. Estaban puestos en marcha informes dentro de su empresa, pero este es un camino lento, sobre todo porque la responsable del acoso pertenece al comité de dirección de la empresa. Dejé que navegáramos por su historia, y buscáramos puntos de apoyo, posibilidades para solucionar por una parte  su problema de acoso y por otra  los efectos que éste   tenía sobre ella misma.  Y cogimos una cita con más tiempo otro día al final de la consulta para seguir abordando el tema. Al terminar nuestra consulta miré el reloj. Mi descanso había concluido, mi cuerpo empezaba a despertarse. Salí de la consulta y había alguien sentado delante de mi puerta, llevaba mi bolsa de lactancia en el hombro y ella me dijo, doctora estoy esperando para que me vea, he venido sin cita y no me encuentro bien. Me mostré sincera con ella, tengo que ir a sacarme la leche, espero no tardar. Ella contestó algo que me quitó mucha presión, tómese el tiempo que necesite, usted también es humana y tiene necesidades, yo la espero aquí no se preocupe. Sentí alivio y gratitud por sus palabras que no siempre son tan comprensivas. Y al volver 15 minutos después, allí estaba con una sonrisa en su cara, ahora que usted está mejor también me puede atender mejor a mí. Caso clínico nº 53: Alteraciones conductuales Se trataba de D, un varón de 52 años, de origen galés, casado con una irlandesa, ambos acudían acompañados por la hermana de D, un poco mayor que él, al menos en apariencia. D es profesor de matemáticas, “de mente científica” como lo describió su mujer. Ella profesora de inglés. Llevan unos 20 años en España. D había sido diagnosticado unos meses atrás, a raíz de una alteración conductual y tendencia a la apatía,  de  un  glioblastoma multiforme que  le  afecta   la  zona  frontal  y  parietal   izquierda  de  su cerebro.   Ha   recibido   tratamiento   quirúrgico,   con   una   extirpación   subtotal   de   la   lesión,   varias sesiones de quimioterapia... “con progresión de la enfermedad”, como indicaban sus oncólogos en uno de los informes. En la última resonancia magnética había evidencia de un par de focos más, sospechosos de extensión de la enfermedad. El motivo de acudir a urgencias no parecía, en un primer momento, muy claro. En la pizarra donde anotamos a los pacientes, reflejaron “mal control” creo recordar... Quizá una forma de reflejar una amalgama de emociones,  síntomas,  sufrimiento...  Me  temía que  la  situación fuese delicada.  La enfermera responsable me avisó que el clima pudiera estar algo tenso y me situó  un poco en el contexto clínico del paciente. En el informe del médico rural, que acudió al domicilio del paciente de forma urgente, se señalaba un comportamiento agresivo, irascible y una situación de conflicto en el domicilio, así como un abandono de la medicación por parte del paciente. Ello contrastaba con el escenario con el que me encontré  en un primer momento al entrar a ver al paciente, ya que se mostraba muy calmado, acompañado por sus familiares, los tres en silencio. Imaginé que el lugar y el "ambiente sanitario" le daban cierta  tranquilidad,  al  sentirse “atendido”.  Eso me confirmó  su esposa, quien más tarde expresaba que probablemente se estuviese acostumbrando a esa situación de conflicto, de tensiones y gritos de dolor de D, que no conseguía localizar en ninguna parte de su cuerpo. A mi tampoco me supo concretar, salvo aquella dichosa presión constante que notaba tras sus globos oculares.  D, conocedor de su diagnóstico, decía estar “aburrido, sólo podía estar aburrido... en casa veía algo la televisión, pero enseguida se aburría, tenía dificultades para leer...”. Su esposa decía que estaba desorientado temporalmente la mayor parte del día, se irritaba al decirle ella que debía tomar la medicación, incluso dudaba de lo que tomaba, mirando una y otra vez los prospectos... En la última semana,   como   síntomas   físicos,   se   había   añadido   un   ptosis   palpebral   del   ojo   izquierdo,   una abducción de dicho ojo y una consecuente  diplopia.  Me llamó   la  atención que fuese yo quien señalase   la   ptosis,   muy   evidente,   obteniendo   una   respuesta   que   prácticamente   ignoraba   o minimizaba dicho signo por parte del propio paciente. Explorando sus expectativas, reiteraba que lo único que podía hacer era “mantener la esperanza, pensar que la situación puede cambiar..”, “a la larga, sólo puedo mantener la esperanza” (a la vez que elevaba ambas manos cruzando los segundos y terceros dedos). Desde un primer momento, mientras hablaba con D, su esposa hizo algún que otro gesto señalando el exterior del “box” (donde estábamos “encasillados” en ese momento), que interpreté como un deseo de hablar a solas. Así lo hicimos, con el visto bueno de D, unos minutos más tarde. Acudimos a una pequeña sala que utilizamos para momentos íntimos, dar malas noticias... Nada más llegar allí, sentados uno frente al otro en una silla, la esposa de D rompió a llorar en un mar de lágrimas. Silencio. No supe qué decir, por lo que no dije nada. Simplemente acompañé con mi presencia, manteniendo una mirada atenta. Enseguida dijo que “no es consciente, o no quiere serlo... desde el principio siempre le dijo a los oncólogos que no quería saber nada acerca de su pronóstico”. Pienso entonces en los complejos mecanismos de defensa que podemos llegar a establecer con tal de evadir un posible sufrimiento,  no aceptar  la realidad.  Pero la  línea fronteriza es muy fina,  ya que esa evasión puede incurrir en otro sufrimiento, o hacer que éste se extienda a terrenos vecinos. Me relató que en casa tampoco tuvieron la ocasión de abordar las diferentes posibilidades pronósticas, incluyendo un fatal desenlace... Ella se había informado mucho sobre el tema y sabía lo que les esperaba, cómo iban a acabar las cosas, pero no podía compartirlo con su marido. Además había vivido la muerte de un hermano cuando ella tenía 15 años, también por un cáncer cerebral, así como el fallecimiento de su madre por otro cáncer...  Ambos tienen en común un hijo de 15 años. “A mi no me contaron nada cuando mi hermano sufría, pero lo veía, y lo pasé mal... No he querido que nuestro hijo pasase por lo mismo, por lo que he ido compartiendo con él todo desde el primer momento, y me alegro de ello”. Ambos compartían lo que no podían hacer con D, que dibujaba de alguna manera más aislado o encerrado en esa situación.  A pesar de todo el sufrimiento que albergaba dentro, el aspecto era el de una mujer fuerte y entera. Vi el llanto del familiar como una expresión “paralela” del malestar que conllevaba la situación, la terrible enfermedad de un ser querido en este caso. Como si, más allá de las peculiaridades de la experiencia personal, hubiese una especia de magma emocional, de tonalidades infinitas, flotando e interactuando entre las diferentes perspectivas vitales individuales y sus relaciones.  ¿Hasta qué punto centrarnos en el paciente, quien presuponemos que más sufre? ¿Cómo abordar ese momento de desahogo, desesperanza o grito en el cielo del familiar? ¿Compartirlo? Pareciese que la   llegada de  la hermana de D, quien tenía experiencia en trabajar  con personas afectas   de   enfermedades   neurológicas,   desmielinizantes   sobre   todo,   supuso   un   cambio   de perspectiva, un foco lejano que sacase a relucir el declive o pérdida de control de la situación en casa.  Todos necesitaban un descanso, y pareciese que un ingreso hospitalario fuese el elegido. D mostró su   acuerdo.   Con   su   esposa   acordamos   no   abordar   nada   más,   de   momento...   Ajustamos   la medicación, clausuramos de alguna forma nuestro contacto, e ingresó. Al día siguiente, cuando salía del hospital, tras dejar mi pijama en la lencería del sótano, me crucé con la esposa de D, que debía regresar de la cafetería. Entre una mezcla de sonrisa y lágrimas, me dijo “está sedado, tranquilo... gracias por lo de ayer”. No lloré, pero sentí hacerlo por dentro. Caso clínico nº 54: No hay lugar para consultas sagradas de él P es  un señor de unos 70 años,  que siempre viene acompañado por  su mujer,  S.  De hecho la mayoría de visitas suelen ser para ella, que tiene una depresión crónica, una insatisfacción vital constante. S toma una cantidad de psicofármacos indecente, que no he conseguido retirar. En todo caso, hace un par de años, P estuvo enfermo. Tuvo un infarto de miocardio. Venía a la visita para él, pero S monopolizaba mi atención (o lo intentaba) diciendo que la enferma era ella, que a él en realidad no le pasaba nada, que a ver si a ella también le hacía un electro, que nunca la miraba …P no decía nada y sonreía, sabiendo que ella necesitaba más atención que él. De manera que lo que tenía que haber sido una consulta sagrada para P, se volvía en un juego de malabares   para   mí   de   convencer   a   S   que   ahora   P   estaba   enfermo   también,   y   que   otro   día hablaríamos de si ella necesitaba o no un electro. Intento ser empática con ella y los déficits que denotan esa necesidad de atención, pero también me da lástima que él no tenga ese espacio para consultas sagradas. Caso clínico nº 55: “Mátame” Paciente con un mal pronóstico vital, acababa de aterrizar en mi primer Centro de Salud en tierras castellanas.   Yo   venía   con   conocimientos   frescos   y   toda   la   ilusión   y   el   orgullo   de   mis   alas profesionales, pero mi avión capotó en cuanto llegó a mi consulta un paciente con un sarcoma en fase avanzada, como decíamos entonces: “desahuciado”. En  el  hospital,   durante   la   residencia,  esta   lección  no   la  habíamos  dado,   claro  que  había  visto personas ingresadas morir, llegar accidentados moribundos a urgencias, etc., pero eran episodios asistenciales puntuales, en los que muy pocas veces, como residente que era, tuve que dar malas noticias, ni vivir el día a día de la muerte. Así que me encargué del caso con nula experiencia. La primera complicación fue una sección medular que dejó al paciente paralizado de cintura para abajo y que por su insistencia le llevo a permanecer sentado casi las 24 horas del día en su cama, entre almohadones y cojines. Era un hombre recio, emigrante forzoso a un “poblado modelo” donde acababan los represaliados del régimen franquista, había trabajado en chamizos mineros y en un pequeño terreno para sacar su familia adelante y tenía ese saber estar del tópico castellano: de pocas palabras pero de mirar de frente y a los ojos. Todas las semanas lo visitábamos en casa, Ana la enfermera que compartía trabajo conmigo y que curaba sus escaras y le cambiaba la sonda vesical cuando tocaba, y yo que trataba de mitigar su dolor   con   la   farmacopea   de  que  disponíamos   entonces:   jarabe  de  Brompton  y   posteriormente Metasedin, y todo aquello que aprendía en los libros o preguntaba a los compañeros. Un día, aquel hombre paralizado se arrastró como pudo e intentó, sin conseguirlo, colgarse de una viga del patio. La familia asustada, me llamo y la respuesta del paciente a mi tonta pregunta fue un sincero: “mátame, ya no quiero esperar más a la muerte”.  Todavía siento el revolcón que me dio el corazón y como balbuceando le conteste: “No puedo”. Desde aquel día dejó de hablarme. Cuando cada semana lo visitábamos, mi saludo solo encontraba su silencio y un giro de cabeza para mirar a través de la ventana el campo yermo que rodeaba su casa,  y un dejarse hacer  sin decir  media palabra.  Y mas silencio cuando  le decíamos: hasta  la semana   que   viene. algunas veces en nuestra UHB. La familia de Merién se llevan regular. El padre es un tipo brusco, la madre y los hermanos son distantes entre sí. Merién se siente bastante sola. Tiene el apoyo de Nur, hija de la hermana de su padre, y en general de ese núcleo familiar. Aun así, Merién está desesperada. Ella es habitualmente la que pone paz en las discusiones en su casa, la que calma a Hamid cuando su familia le aturde y la angustia le intensifica las voces, es la que convence a sus hermanos de no enzarzarse con su padre y la que tranquiliza a su madre cuando se desborda. Desde que Merién ha tenido a su bebé está extenuada. No alcanza a mantener su papel de pacificadora de los adultos de la familia, cuidar de sus hijos mayores y atender a la bebé. La bebé ha salido de dormir poco y pide el pecho constantemente. Hace un mes, en mitad de todo este trajín, Merién empezó a querer morirse. Hizo de tripas corazón, no le dijo nada a nadie y siguió. Su prima Nur se dio cuenta de que no estaba bien y empezó a pasar todo el tiempo posible en casa de Merién, en detrimento del cuidado de sus propios hijos. Pero en la casa de Nur todo es algo más tranquilo, y su madre y sus hermanas se hacen cargo. Pese a la ayuda de Nur, Merién sigue desbordada. Esa misma mañana, en mitad de una discusión a gritos, con la bebé berreando y tras una noche en vela, Merién piensa en lanzar a la bebé por la ventana. “Y lo he pensado de verdad, no era sólo el enfado. No es la primera vez, ya se me había pasado por la cabeza antes, pero hoy me he visto capaz de hacerlo”. Merién ha llamado llorando a Nur, y se lo ha contado. “No puedo seguir así. Sé que muchas cosas que me ponen nerviosa  ya  estaban antes,  y   lo  puedo seguir  haciendo,  pero necesito  dormir,  y necesito que alguien se haga cargo de la bebé por las noches, y yo no puedo más. Voy a dejar de darla el  pecho. Sé  que está  mal,  a  los otros dos se lo dí,  pero no puedo, no puedo más”.  Han decidido venir a urgencias, por la angustia, por las ganas de morir, las ganas de matar, y me dicen que el lunes (es sábado) irán al médico de cabecera para pedir interrumpir la lactancia. Mientras Merién (que  llora  desconsoladamente)  me cuenta  esto  no  me mira  con orgullo.  Mira al  suelo, apaleada, igual que Nur. Saben que van a escuchar que la lactancia materna es la mejor opción nutricional para el bebé, que en su situación económica una lactancia artificial va a sangrarles sus pocos recursos, etc, etc. Desde mi lado de la  mesa me centro en lo  primero que te  enseñan cuando eres  psiquiatra,  no contractuar. Lo primero que me brotaría es “pero Merién, cómo no has pedido ayuda antes”. Pero lo último que necesitan Merién y Nur es un reproche. Las felicito por tenerse una a la otra, por estar en un país  que   (aunque  también es  suyo ya  a   estas   alturas)   les   es  hostil,   en  un  entorno  familiar enloquecido (y no precisamente por Hamid), en mitad de una crisis económica que se ceba con ellos. Dónde está mi tribu, pregunta Carolina del Olmo. Ahí, delante de mí, está la tribu de Merién. Escasa, arrastrada por la geografía, con una identidad marcada sobre la pobreza. Pero ahí está. En las miradas bajas de Merién y Nur está todo eso pero también hay una sororidad férrea. Le digo que las voy a ayudar en todo lo que pueda, le explico que esas ideas de morir y matar son normales en un contexto de tantísima angustia y son una señal del pensamiento de que uno está traspasando su propio límite. Que si aun así  sigue nerviosa podríamos darle ansiolíticos durante unos días. Y que no creo que tengan que esperar al lunes para interrumpir la lactancia, que si lo tiene claro lo podemos hacer ya. “En realidad ya lo he hecho yo” me dice Merién. Se levanta la camiseta y veo que lleva el pecho atado con una toalla. Una de las mamas, ingurgitada a más no poder (me duelen las mías sólo de verlo) asoma por encima del apaño, y dos rodales húmedos empiezan a manchar la toalla. “¿Te duele?” “Sí, mucho”. La bebé ya ha tomado su primer biberón esa mañana. Llamada  intempestiva al  busca  de  gine,  donde para mi  sorpresa me  resuelven  las  dudas  y me indican donde coger cabergolina sin que yo tenga que soltar mi andanada de argumentos. Cuando vuelvo de la excursión para buscarla, Nur tiene en brazos a la bebé. Las dos están más tranquilas y Merién se toma la primera dosis. “Sabemos que es una pena” dice Nur. “Me encantaría darle el pecho yo unas semanas, hasta que Merién descansara”, añade. “Y a lo mejor después podía volver a hacerlo  yo”  dice  Merién.  “Pero  sabemos  que eso  no  es  posible”.  “Ya,  digo  yo”,  mientras  me retuerzo por dentro. Me retuerzo porque un piso más abajo, en la planta de psiquiatría, está ingresado Ricardo. Ricardo tiene desde hace unos años unas alucinaciones terribles que sólo amainan cuando toma amisulpride, ningún otro neuroléptico le ayuda. El problema es que el amisulpride aumenta fantásticamente la prolactina de Ricardo y le hace lactar. Así que tiene que ir con unas gasas pegadas a los pezones. Él mismo prefiere eso a cambiar de neuroléptico, y ese es el apaño con el que funcionamos. Nur y Merién de verdad se creen que la ciencia todavía no ha llegado al punto donde pudiéramos ayudar a Nur a convertirse en nodriza durante un tiempo. No entienden que es una cuestión de permisos. Que yo tengo permiso para hacer lactar a Ricardo, pero no a Nur. Es más. Que yo podría hacer lactar a Hamid, el hermano esquizofrénico de Merién, pero no a Nur. Que por supuesto es real que no existe el preparado para inducir lactancia y no es cuestión de freír a Nur a neurolépticos. Pero  que no  es  una  cuestión de   falta  de  desarrollo.  Una “ciencia”,  una  “medicina”  pensada  y desarrollada por hombres aunque la ejerzamos mujeres; una medicina que piensa, como la sociedad, que   la   maternidad,   la   crianza   y   el   cuidado   son   responsabilidad   inherente   a   las   mujeres   e individualizada, no es que no haya podido desarrollar un preparado así, es que no ha querido. No les digo nada de todo esto a Nur y a Merién. Les sonrío, les devuelvo que vuelvan en cuanto necesiten, que si Merién se vuelve a angustiar tanto estamos allí 24/7, que cuenten con nosotros. Se van, sonriendo agradecidas, sin que hagan falta ansiolíticos. Yo me acuerdo de Mijaela, a la que se le da la vuelta la boca y los dientes le muerden la tráquea, mientras los dos buitres que viven en el cabecero de su cama le entran en la caja  torácica y la fríen a picotazos.  Así  me siento en ese momento.   Con   el   patriarcado  y   la   “ciencia”   carcomiéndome  por   dentro.   Sabiendo   que   las   he mentido. Que viven en un mundo perverso que disfraza de imposibilidad física lo que es una ley de los hombres. Ha sido una consulta sagrada y útil, pero llena de mentiras y llena de violencia. Como mi profesión. Caso clínico nº 61: ¿De qué murió su padre? “¿De qué murió su padre?”. El paciente duda unos micro­segundos, el médico intuye que la respuesta no será de rutina, sin darse cuenta se tensa, la espalda un poco más recta, el respirar un poco más hondo, algo más de sudor axilar, el paciente valora instantáneamente si puede hablar, si se siente seguro, mira directamente a los ojos del médico y algo le dice que está en territorio   amigo,   y   responde:   “De   hambre”. Y rompe a llorar amarga y desconsoladamente. Es un varón de 55 años, su primera visita, y casi estabas abriendo la historia clínica, de rutina. Algo te advirtió quizá de que no era una rutina, que el paciente había ya buscado comprensión antes con otros colegas y había encontrado rechazo. Quizá fue su asombro apenas expresado al recibirlo de pie, llamándole por su nombre (recién leído en la pantalla del ordenador), al darle la mano, al ayudarle a sentarse, al iniciar la entrevista preguntarle con respeto cómo quería   que   le   llamases:   “Francisco”,   “Don   Francisco”,   “Hernández”,   “Sr   Hernández”, “Paco”…”¿de tú o de usted?”. Se notó que lo habían apaleado más de una vez. Y se notó que el médico lo notó y que en esta ocasión iba a haber una relación franca. Hasta cierto punto el paciente sintió, presintió y/o percibió que iba en serio, que podría ser quien era sin miedo a ser maltratado. Afortunadamente  el  paciente   encontró   un  médico  que   intenta   ejercer   con  arte,   ciencia   y técnica   salpicados   con   compasión,   cortesía,   piedad   y   ternura. El escenario en la consulta es en parte utilería (atrezzo, muebles, enseres, camilla y biombo de exploración, por ejemplo), en parte escenografía (una foto de un cuadro de un pre­rafaelista, un jarrón con una flor cortada) y en parte vestuario (con o sin bata, pajarita, desaliñado, con o sin barba, con o sin collar­pendientes). El cuidado y actitud del médico son importantes, las uñas  recortadas y/o pintadas (limpias en todo caso), bien afeitado o con la barba recortada (o salvaje, limpia en todo caso), la mirada directa, la actitud abierta, los propios juicios de valor ausentes y los valores del paciente siempre presentes. Hacemos teatro, y nosotros somos los profesionales   de   forma   que   conviene   cuidar   la   utilería,   la   escenografía,   el   vestuario,   la presencia y las actitudes. Después, y siempre, el arte, la ciencia y la técnica.  Caso clínico nº 62:  Un fármaco prometedor Consulta informal por mensaje electrónico, una familiar esperanzada con un "nuevo" fármaco para la poliquistosis renal autosómica dominante de su hijo.  Empezamos con flashback. Hace unos 6 años se aprobó la indicación de tolvaptan para el SIADH, síndrome de secreción inadecuada de hormona antidiurética. Es un antagonista de la hormona diurética oral, y aunque se intentó vender por esta narrativa lógica (a los sanitarios nos encanta que el mecanismo de acción y el efecto sean intuitivos, es más fácil de aprender y explicar. "La magia de la fisiopatología" lo llamaba un gran profesor, Luis Gimeno Feliu) no fue un gran éxito. En parte porque no aporta mucho para el precio: unos 87€ por pastilla en España. Pero no entremos en pánico por el fracaso, los engranajes habituales de la industria han hecho su trabajo: buscar otro sospechoso habitual (y crónico, a poder ser) al que se pueda tratar con la pastilla que ya tiene una indicación no demasiado rentable. Pequeño salto a finales de 2012: sale un  ensayo de pacientes con poliquistosis renal tratados con tolvaptan. Con una media de 3 pastillas diarias (260€ diarios de tratamiento, 23% de pérdidas de continuidad en la rama con tolvaptan en 3 años) conseguían una reducción media de 2.7 puntos porcentuales en el crecimiento anual de los riñones de estos pacientes. Crecían un 2.8% anual en lugar de un 5.5% anual. Oooh, aah, cantos y alabanzas internacionales para nuestro salvador, se acabaron todos nuestros problemas.  Ese era el  resultado principal, así  que no comento el resto. Aceleramos hasta 2015: se oyen campanas de aprobación de la indicación en Europa, y se empieza a vender la noticia a médicos, medios y asociaciones de pacientes. Y ahí estoy, terminando de estudiar la tercera vuelta de los apuntes de Cardiología para el MIR, cuando me envían un resumen de prensa de los resultados del estudio junto a una entrevista a una nefróloga que no duda en besar los pies de la nueva panacea para sus pacientes (lo siento pero me niego a reproducirlo aquí, tenéis muchos otros ejemplos vomitivos en Google). Y se me revuelven las tripas y se me cae el alma a los pies, porque cómo hago yo para no hundir la esperanza de mi familiar demasiado mientras le explico la realidad, cuando lo único que quiero es poder acabar de repasar las dichosas cardiopatías congénitas y cenar y dormir un poco. Cómo le digo que lo que le intentan vender como una cura es más caro que ese tratamiento nuevo y tan caro que ha oído que existe para la hepatitis, solo que el sofosbuvir es un tratamiento para unos meses y cura bastante, y el tolvaptan lo quieren enfocar como tratamiento para toda la vida y solo sabemos que parece hacer que los riñones no crezcan tan rápido (y solo tenemos 2300 años­persona de exposición, así que ni idea de efectos a largo plazo o efectos adversos no muy frecuentes). En definitiva, igual es útil en una variable subrogada, pero yo no lo llamaría "un antes y un después" en el tratamiento, como algunos medios. Caso clínico nº 63: Duelo y prurito ocular Paciente vista hace unos 13 años y pico aproximadamente.  Yo llegué a mi actual consulta en 2001. Al de poco de llegar, acudió una paciente de unos 52 años para comentarme que seguía con molestias en ambos ojos, sentía como arenilla en los ojos desde hacia mucho tiempo y no desaparecían. Había consultado con varios oftalmólogos de la pública e incluso al menos 2 de la privada sin resultado.  Ahora quizás no me hubiera llamado la atención tanto como ahora. Aquí en Vitoria es llamativa la cantidad de gente diagnosticada de ojo seco. De donde yo venía, en mi primer destino con plaza, Mondragón (Guipúzcoa) casi nadie se quejaba de esto (¿el viento, el frío pienso ahora?) Entonces   me   llamó   la   atención   como   digo   y   también   la   paciente   con   un   aire   de   tristeza indisimulable.  No  parecía   reumatológico  ni  por   clínica  ni  por   evolución,  no  dormía  y  ante   la
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