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Orientación Universidad
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Celestina apuntes importante, Apuntes de Literatura

Resumen básico de la Celestina

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 05/11/2019

lucia-valeria
lucia-valeria 🇦🇷

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¡Descarga Celestina apuntes importante y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! La Celestina Por Fernando de Rojas FreeditorialF, EL AUTOR A UN SU AMIGO Suelen los que de sus tierras ausentes se hallan considerar de qué cosa aquel lugar de donde parten mayor inopia o falta padezca, para con la tal servir a los conterráneos de quien en algún tiempo beneficio recibido tienen; y, viendo que legítima obligación a investigar lo semejante me compelía para pagar las muchas mercedes de vuestra libre liberalidad recibidas, asaz veces retraído en mi cámara, acostado sobre mi propia mano, echando mis sentidos por ventores y mi juicio a volar, me venía a la memoria, no sólo la necesidad que nuestra común patria tiene de la presente obra, por la muchedumbre de galanes y enamorados mancebos que posee, pero aun en particular vuestra misma persona, cuya juventud de amor ser presa se me representa haber visto y de él cruelmente lastimada, a causa de le faltar defensivas armas para resistir sus fuegos, las cuales hallé esculpidas en estos papeles, no fabricadas en las grandes herrerías de Milán, mas en los claros ingenios de doctos varones castellanos formadas. Y como mirase su primor, sutil artificio, su fuerte y claro metal, su modo y manera de labor, su estilo elegante, jamás en nuestra castellana lengua visto ni oído, leilo tres o cuatro veces. Y tantas cuantas más lo leía, tanta más necesidad me ponía de releerlo, y tanto más me agradaba, y en su proceso nuevas sentencias sentía. Vi no sólo ser dulce en su principal historia o ficción toda junta, pero aun de algunas de sus particularidades salían deleitables fontecicas de filosofía, de otras agradables donaires, de otras avisos y consejos contra lisonjeros y malos sirvientes y falsas mujeres hechiceras. Vi que no tenía su firma del autor, el cual, según algunos dicen, fue Juan de Mena, y, según otros, Rodrigo Cota; pero, quienquiera que fuese, es digno de recordable memoria por la sutil invención, por la gran copia de sentencias entregeridas, que so color de donaires tiene. ¡Gran filósofo era! Y, pues él, con temor de detractores y nocibles lenguas, más aparejadas a reprehender que a saber inventar, quiso celar y encubrir su nombre, no me culpéis, si en el fin bajo que lo pongo, no expresare el mío. Mayormente que siendo jurista yo, aunque obra discreta, es ajena de mi facultad y quien lo supiese diría que no por recreación de mi principal estudio, del cual yo más me precio, como es la verdad, lo hiciese, antes distraído de los derechos, en esta nueva labor me entremetiese. Pero aunque no acierten, sería pago de mi osadía. Asimismo, pensarían que no quince días de unas vacaciones, mientras mis socios en sus tierras, en acabarlo me detuviese, como es lo cierto; pero aun más tiempo y menos acepto. Para disculpa de lo cual todo, no sólo a vos, pero a cuantos lo leyeren, ofrezco los siguientes metros. Y por que conozcáis dónde comienzan mis mal doladas razones, acordé que todo lo del antiguo autor fuese sin división en un acto o escena incluso, hasta el segundo acto, donde dice «Hermanos míos, etc.». Vale. y es la final ver ya la más gente vuelta y mezclada en vicios de amor. Estos amantes les pondrán temor a fiar de alcahueta ni falso sirviente. Y así que esta obra en el proceder fue tanto breve cuanto muy sutil, vi que portaba sentencias dos mil, en horro de gracias, labor de placer. No hizo Dédalo cierto a mi ver alguna más prima entretalladura, si fin diera en esta su propia escritura Cota o Mena con su gran saber. Jamás yo no vi en lengua romana, después que me acuerdo, ni nadie la vio, obra de estilo tan alto y subido en tusca ni griega ni en castellana. No trae sentencia de donde no mana loable a su autor y eterna memoria, al cual Jesucristo reciba en su gloria por su Pasión santa, que a todos nos sana. Amonesta a los que aman que sirvan a Dios y dejen las vanas cogitaciones y vicios de amor Vos, los que amáis, tomad este ejemplo, este fino arnés con que os defendáis; volved ya las riendas por que no os perdáis, load siempre a Dios visitando su templo. Andad sobre aviso; no seáis de ejemplo de muertos y vivos y propios culpados. Estando en el mundo yacéis sepultados, muy gran dolor siento cuando esto contemplo. Fin Oh damas, matronas, mancebos, casados, notad bien la vida que aquestos hicieron, tened por espejo su fin cual hubieron, a otro que amores dad vuestros cuidados. Limpiad ya los ojos, los ciegos errados, virtudes sembrando con casto vivir, a todo correr debéis de huir, no os lance Cupido sus tiros dorados. PRÓLOGO Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla, dice aquel gran sabio Heráclito en este modo: «Omnia secundum litem fiunt», sentencia a mi ver digna de perpetua y recordable memoria. Y como sea cierto que toda palabra del hombre esciente esté preñada, de ésta se puede decir que de muy hinchada y llena quiere reventar, echando de sí tan crecidos ramos y hojas que del menor pimpollo se sacaría harto fruto entre personas discretas. Pero como mi pobre saber no baste a más de roer sus secas cortezas de los dichos de aquellos que por claror de sus ingenios merecieron ser aprobados, con lo poco que de allí alcanzare satisfaré al propósito de este breve prólogo. Hallé esta sentencia corroborada por aquel gran orador y poeta laureado, Francisco Petrarca, diciendo: «Sine lite atque offensione nihil genuit natura parens», «Sin lid y ofensión ninguna cosa engendró la natura, madre de todo». Dice más adelante: «Sic est enim, et sic propemodum universa testantur: rapido stellae obviant firmamento; contraria invicem elementa confligunt; terrae tremunt; maria fluctuant; aer quatitur; crepant flammae; bellum immortale venti gerunt; tempora temporibus concertant; secum singula nobiscum omnia». Que quiere decir: «En verdad así es, y así todas las cosas de esto dan testimonio: las estrellas se encuentran en el arrebatado firmamento del cielo; los adversos elementos unos con otros rompen pelea; tremen las tierras; ondean los mares; el aire se sacude; suenan las llamas; los vientos entre sí traen perpetua guerra; los tiempos con tiempos contienden y litigan entre sí, uno a uno y todos contra nosotros». El verano vemos que nos aqueja con calor demasiado, el invierno con frío y aspereza. Así que esto nos parece revolución temporal, esto con que nos sostenemos, esto con que nos criamos y vivimos, si comienza a ensoberbecerse más de lo acostumbrado, no es sino guerra. Y cuánto se ha de temer, manifiéstase por los grandes terremotos y torbellinos, por los naufragios e incendios, así celestiales como terrenales; por la fuerza de los aguaduchos, por aquel bramar de truenos, por aquel temeroso ímpetu de rayos, aquellos cursos y recursos de las nubes, de cuyos abiertos movimientos, para saber la secreta causa de que proceden, no es menor la disensión de los filósofos en las escuelas que de las ondas en la mar. Pues entre los animales ningún género carece de guerra: peces, fieras, aves, serpientes; de lo cual todo, una especie a otra persigue. El león al lobo, el lobo la cabra, el perro la liebre y, si no pareciese conseja de tras el fuego, yo llegaría más al cabo esta cuenta. El elefante, animal tan poderoso y fuerte, se espanta y huye de la vista de un suciuelo ratón, y aun de sólo oírle, toma gran temor. Entre las serpientes, el bajarisco crió la natura tan ponzoñoso y conquistador de todas las otras, que con su silbo las asombra y con su venida las ahuyenta y disparce, con su vista las mata. La víbora, reptilia o serpiente enconada, al tiempo del concebir, por boca de la hembra metida la cabeza del macho y ella con el gran dulzor apriétale tanto que le mata y, quedando preñada, el primer hijo rompe las ijares de la madre, por do todos salen y ella muerta queda y él cuasi como vengador de la paterna muerte. ¿Qué mayor lid, qué mayor conquista ni guerra que engendrar en su cuerpo quien coma sus entrañas? Pues no menos disensiones naturales creemos haber en los pescados, pues es cosa cierta gozar la mar de tantas formas de peces cuantas la tierra y el aire cría de aves y animalias, y muchas más. Aristóteles y Plinio cuentan maravillas de un pequeño pez llamado echeneis, cuánto sea apta su propiedad para diversos géneros de lides. Especialmente tiene una, que, si llega a una nao o carraca, la detiene, que no se puede menear, aunque vaya muy recio por las aguas; de lo cual hace Lucano mención, diciendo: «Non puppim retinens, Euro tendente rudentes, in mediis echeneis aquis», «No falta allí el pez dicho echeneis, que detiene las fustas cuando el viento Euro extiende las cuerdas en medio de la mar». ¡Oh natural contienda, digna de admiración, poder más un pequeño pez que un gran navío con toda la fuerza de los vientos! Pues si discurrimos por las aves y por sus menudas enemistades, bien afirmaremos ser todas las cosas criadas a manera de contienda. Las más viven de rapiña, como halcones y águilas y gavilanes. Hasta los groseros milanos insultan dentro en nuestras moradas los domésticos pollos y de bajo las alas de sus madres los vienen a cazar. De una ave llamada rocho, que nace en el Índico mar de Oriente, se dice ser de grandeza jamás oída y que lleva sobre su pico, hasta las nubes, no sólo un hombre o diez, pero un navío cargado de todas sus jarcias y gente. Y como los míseros navegantes estén así suspensos en el aire, con el meneo de su vuelo caen y reciben crueles muertes. Pues, ¿qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos? ¿Aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios, y otros muchos afectos lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar tengo yo a Dios ofrecido. ¿Quién vio en esta vida cuerpo glorificado de ningún hombre como ahora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo ahora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto diferimos: que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza y yo, mixto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar. MELIBEA.- ¿Por gran premio tienes éste, Calisto? CALISTO.- Téngolo por tanto, en verdad, que si Dios me diese en el cielo silla sobre sus santos, no lo tendría por tanta felicidad. MELIBEA.- Pues aun más igual galardón te daré yo si perseveras. CALISTO.- ¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído! MELIBEA.- Más desaventuradas de que me acabes de oír, porque la paga será tan fiera cual merece tu loco atrevimiento y el intento de tus palabras ha sido. ¿Cómo de ingenio de tal hombre como tú haber de salir para se perder en la virtud de tal mujer como yo? ¡Vete, vete de ahí, torpe!, que no puede mi paciencia tolerar que haya subido en corazón humano conmigo en ilícito amor comunicar su deleite. CALISTO.- Iré como aquel contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel. CALISTO.- ¡Sempronio, Sempronio, Sempronio! ¿Dónde está este maldito? SEMPRONIO.- Aquí soy, señor, curando de estos caballos. CALISTO.- Pues, ¿cómo sales de la sala? SEMPRONIO.- Abatiose el gerifalte y vínele a enderezar en el alcándara. CALISTO.- ¡Así los diablos te ganen! ¡Así por infortunio arrebatado perezcas o perpetuo intolerable tormento consigas, el cual en grado incomparablemente a la penosa y desastrada muerte que espero traspasa! ¡Anda, anda, malvado!, abre la cámara y endereza la cama. SEMPRONIO.- Señor, luego hecho es. CALISTO.- Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz. ¡Oh bienaventurada muerte aquella que, deseada a los afligidos, viene! ¡Oh, si vinieseis ahora, Crato y Galieno médicos, sentiríais mi mal! ¡Oh, piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón, por que, sin esperanza de salud, no envíe el espíritu perdido con el del desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe! SEMPRONIO.- ¿Qué cosa es? CALISTO.- ¡Vete de ahí! No me hables, si no, quizá, antes del tiempo de rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin. SEMPRONIO.- Iré, pues solo quieres padecer tu mal. CALISTO.- ¡Ve con el diablo! SEMPRONIO.- No creo, según pienso, ir conmigo el que contigo queda. ¡Oh desventura! ¡Oh súpito mal! ¿Cuál fue tan contrario acontecimiento que así tan presto robó el alegría de este hombre y, lo que peor es, junto con ella el seso? ¿Dejarle he solo o entraré allá? Si le dejo, matarse ha, si entro allá, matarme ha. Quédese, no me curo, más vale que muera aquel a quien es enojosa la vida que no yo, que huelgo con ella. Aunque por ál no desease vivir sino por ver mi Elicia, me debería guardar de peligros. Pero, si se mata sin otro testigo, yo quedo obligado a dar cuenta de su vida. Quiero entrar. Mas, puesto que entre, no quiere consolación ni consejo. Asaz es señal mortal no querer sanar. Con todo, quiérole dejar un poco desbrave, madure, que oído he decir que es peligro abrir o apremiar las postemas duras, porque más se enconan. Esté un poco, dejemos llorar al que dolor tiene, que las lágrimas y suspiros mucho desenconan el corazón dolorido. Y aun, si delante me tiene, más conmigo se encenderá, que el sol más arde donde puede reverberar. La vista, a quien objeto no se antepone, cansa, y, cuando aquél es cerca, agúzase. Por eso quiérome sufrir un poco. Si entretanto se matare, muera; quizá con algo me quedaré que otro no sabe, con que mude el pelo malo. Aunque malo es esperar salud en muerte ajena, y quizá me engaña el diablo y, si muere, matarme han e irán allá la soga y el calderón. Por otra parte, dicen los sabios que es grande descanso a los afligidos tener con quien puedan sus cuitas llorar y que la llaga interior más empece. Pues, en estos extremos en que estoy perplejo, lo más sano es entrar y sufrirle y consolarle, porque, si posible es sanar sin arte ni aparejo, más ligero es guarecer por arte y por cura. CALISTO.- Sempronio. SEMPRONIO.- Señor. CALISTO.- Dame acá el laúd. SEMPRONIO.- Señor, vesle aquí. CALISTO ¿Cuál dolor puede ser tal que se iguale con mi mal? SEMPRONIO.- Destemplado está ese laúd. CALISTO.- ¿Cómo templará el destemplado? ¿Cómo sentirá el armonía aquel que consigo está tan discorde, aquel en quien la voluntad a la razón no obedece? ¿Quién tiene dentro del pecho aguijones, paz, guerra, tregua, amor, enemistad, injurias, pecados, sospechas, todo a una causa? Pero tañe y canta la más triste canción que sepas. SEMPRONIO Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía; gritos dan niños y viejos y él de nada se dolía. CALISTO.- Mayor es mi fuego y menor la piedad de quien yo ahora digo. SEMPRONIO.- No me engaño yo, que loco está este mi amo. CALISTO.- ¿Qué estás murmurando, Sempronio? SEMPRONIO.- No digo nada. CALISTO.- Di lo que dices, no temas. SEMPRONIO.- Digo que ¿cómo puede ser mayor el fuego que atormenta un vivo que el que quemó tal ciudad y tanta multitud de gente? CALISTO.- ¿Cómo? Yo te lo diré. Mayor es la llama que dura ochenta años que la que en un día pasa, y mayor la que mata un ánima que la que quemó cien mil cuerpos. Como de la aparencia a la existencia, como de lo vivo a lo pintado, como de la sombra a lo real, tanta diferencia hay del fuego que dices al que me quema. Por cierto, si el de purgatorio es tal, más querría que mi espíritu fuese con los de los brutos animales que por medio de aquél ir a la gloria de los santos. SEMPRONIO.- ¡Algo es lo que digo! ¡A más ha de ir este hecho! No basta loco, sino hereje. CALISTO.- ¿No te digo que hables alto cuando hablares? ¿Qué dices? SEMPRONIO.- Digo que nunca Dios quiera tal, que es especie de herejía lo que ahora dijiste. CALISTO.- ¿Por qué? SEMPRONIO.- Porque lo que dices contradice la cristiana religión. CALISTO.- ¿Qué a mí? CALISTO.- ¡Maldito sea este necio! ¡Y qué porradas dice! SEMPRONIO.- ¿Escociote? Lee los historiales, estudia los filósofos, mira los poetas. Llenos están los libros de sus viles y malos ejemplos, y de las caídas que llevaron los que en algo, como tú, las reputaron. Oye a Salomón do dice que las mujeres y el vino hacen a los hombres renegar. Conséjate con Séneca y verás en qué las tiene. Escucha al Aristóteles, mira a Bernardo. Gentiles, judíos, cristianos y moros, todos en esta concordia están. Pero lo dicho y lo que de ellas dijere no te contezca error de tomarlo en común, que muchas hubo y hay santas y virtuosas y notables, cuya resplandeciente corona quita el general vituperio. Pero de estas otras, ¿quién te contaría sus mentiras, sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadías? Que todo lo que piensan, osan sin deliberar: sus disimulaciones, su lengua, su engaño, su olvido, su desamor, su ingratitud, su inconstancia, su testimoniar, su negar, su revolver, su presunción, su vanagloria, su abatimiento, su locura, su desdén, su soberbia, su sujeción, su parlería, su golosina, su lujuria y suciedad, su miedo, su atrevimiento, sus hechicerías, sus embaimientos, sus escarnios, su deslenguamiento, su desvergüenza, su alcahuetería. Considera qué sesito está debajo de aquellas grandes y delgadas tocas, qué pensamientos so aquellas gorgueras, so aquel fausto, so aquellas largas y autorizantes ropas. ¡Qué imperfección, qué albañales debajo de templos pintados! Por ellas es dicho «arma del diablo, cabeza de pecado, destrucción de paraíso». ¿No has rezado en la festividad de San Juan, do dice: «Ésta es la mujer, antigua malicia que a Adán echó de los deleites de paraíso; ésta el linaje humano metió en el infierno; a ésta menospreció Elías profeta, etc.»? CALISTO.- Di, pues ese Adán, ese Salomón, ese David, ese Aristóteles, ese Virgilio, esos que dices, como se sometieron a ellas, ¿soy más que ellos? SEMPRONIO.- A los que las vencieron querría que remedases, que no a los que de ellas fueron vencidos. Huye de sus engaños. ¿Sabes qué hacen? Cosas que es difícil entenderlas. No tienen modo, no razón, no intención; por rigor encomienzan el ofrecimiento que de sí quieren hacer. A los que meten por los agujeros denuestan en la calle, convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego. Quieren que adivinen lo que quieren. ¡Oh, qué plaga! ¡Oh, qué enojo! ¡Oh, qué hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite! CALISTO.- ¿Ves? Mientras más me dices y más inconvenientes me pones, más la quiero. No sé qué es. SEMPRONIO.- No es este juicio para mozos, según veo, que no se saben a razón someter, no se saben administrar. Miserable cosa es pensar ser maestro el que nunca fue discípulo. CALISTO.- Y tú, ¿qué sabes? ¿Quién te mostró esto? SEMPRONIO.- ¿Quién? Ellas, que, desde que se descubren, así pierden la vergüenza, que todo esto y aun más a los hombres manifiestan. Ponte, pues, en la medida de honra, piensa ser más digno de lo que te reputas. Que, cierto, peor extremo es dejarse hombre caer de su merecimiento que ponerse en más alto lugar que debe. CALISTO.- Pues, ¿quién yo para eso? SEMPRONIO.- ¿Quién? Lo primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo. Conviene a saber, hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza, y, allende de esto, fortuna medianamente partió contigo lo suyo en tal cantidad, que los bienes que tienes de dentro con los de fuera resplandecen. Porque sin los bienes de fuera, de los cuales la fortuna es señora, a ninguno acaece en esta vida ser bienaventurado. Y más, a constelación de todos eres amado. CALISTO.- Pero no de Melibea, y en todo lo que me has gloriado, Sempronio, sin proporción ni comparación se aventaja Melibea. ¿Miras la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandísimo patrimonio, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la altitud e inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco, por que haya algún refrigerio? Y lo que te dijere será de lo descubierto, que, si de lo oculto yo hablarte supiera, no nos fuera necesario altercar tan miserablemente estas razones. SEMPRONIO.- ¿Qué mentiras y qué locuras dirá ahora este cautivo de mi amo? CALISTO.- ¿Cómo es eso? SEMPRONIO.- Dije que digas, que muy gran placer habré de lo oír. ¡Así te medre Dios como me será agradable ese sermón! CALISTO.- ¿Qué? SEMPRONIO.- ¡Que así me medre Dios como me será gracioso de oír! CALISTO.- Pues, por que hayas placer, yo lo figuraré por partes mucho por extenso. SEMPRONIO.- ¡Duelos tenemos! Esto es tras lo que yo andaba. De pasarse habrá ya esta importunidad. CALISTO.- Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos. Su longura hasta el postrero asiento de sus pies, después crinados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras. SEMPRONIO.- Más en asnos. CALISTO.- ¿Qué dices? SEMPRONIO.- Dije que esos tales no serían cerdas de asno. CALISTO.- ¡Ved qué torpe y qué comparación! SEMPRONIO.- ¿Tú cuerdo? CALISTO.- Los ojos verdes rasgados, las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más luengo que redondo, el pecho alto, la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? ¡Que se despereza el hombre cuando las mira! La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo oscurece la nieve, la color mezclada, cual ella la escogió para sí. SEMPRONIO.- ¡En sus trece está este necio! CALISTO.- Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. Aquella proporción, que ver yo no pude, no sin duda, por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres deesas. SEMPRONIO.- ¿Has dicho? CALISTO.- Cuan brevemente pude. SEMPRONIO.- Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno. CALISTO.- ¿En qué? SEMPRONIO.- ¿En qué? Ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y a otro menor que tú. ¿No has leído el filósofo do dice «así como la materia apetece a la forma, así la mujer al varón»? CALISTO.- ¡Oh triste!, y ¿cuándo veré yo eso entre mí y Melibea? SEMPRONIO.- Posible es, y aunque la aborrezcas cuanto ahora la amas, podrá ser alcanzándola y viéndola con otros ojos libres del engaño en que ahora estás. CALISTO.- ¿Con qué ojos? SEMPRONIO.- Con ojos claros. CELESTINA.- ¿Quiéreslo saber? SEMPRONIO.- Quiero. CELESTINA.- Una moza que me encomendó un fraile. SEMPRONIO.- ¿Qué fraile? CELESTINA.- No lo procures. SEMPRONIO.- Por mi vida, madre, ¿qué fraile? CELESTINA.- ¿Porfías? El ministro, el gordo. SEMPRONIO.- ¡Oh, desaventurada, y qué carga espera! CELESTINA.- Todo lo llevamos. Pocas mataduras has tú visto en la barriga. SEMPRONIO.- Mataduras no; mas petreras sí. CELESTINA.- ¡Ay, burlador! SEMPRONIO.- Deja; si soy burlador, muéstramela. ELICIA.- ¡Ah, don malvado! ¿Verla quieres? ¡Los ojos se te salten, que no basta a ti una ni otra! ¡Anda, vela y deja a mí para siempre! SEMPRONIO.- ¡Calla, Dios mío! ¿Y enójaste? Que ni quiero ver a ella ni a mujer nacida. A mi madre quiero hablar, y quédate a Dios. ELICIA.- ¡Anda, anda, vete, desconocido, y está otros tres años que no me vuelvas a ver! SEMPRONIO.- Madre mía, bien tendrás confianza y creerás que no te burlo. Toma el manto y vamos, que por el camino sabrás lo que, si aquí me tardase en decirte, impediría tu provecho y el mío. CELESTINA.- Vamos. Elicia, quédate a Dios, cierra la puerta. ¡A Dios, paredes! SEMPRONIO.- ¡Oh madre mía! Todas cosas dejadas aparte, solamente sé atenta e imagina en lo que te dijere. Y no derrames tu pensamiento en muchas partes, que quien junto en diversos lugares le pone, en ninguno lo tiene, si no por caso determina lo cierto. Quiero que sepas de mí lo que no has oído, y es que jamás pude, después que mi fe contigo puse, desear bien de que no te cupiese parte. CELESTINA.- Parta Dios, hijo, de lo suyo contigo, que no sin causa lo hará, siquiera porque has piedad de esta pecadora de vieja. Pero di, no te detengas, que la amistad que entre ti y mí se afirma no ha menester preámbulos, ni correlarios, ni aparejos para ganar voluntad. Abrevia y ven al hecho, que vanamente se dice por muchas palabras lo que por pocas se puede entender. SEMPRONIO.- Así es. Calisto arde en amores de Melibea. De ti y de mí tiene necesidad. Pues juntos nos ha menester, juntos nos aprovechemos, que conocer el tiempo y usar el hombre de la oportunidad hace los hombres prósperos. CELESTINA.- Bien has dicho, al cabo estoy. Basta para mí mecer el ojo. Digo que me alegro de estas nuevas como los cirujanos de los descalabrados. Y como aquellos dañan en los principios las llagas y encarecen el prometimiento de la salud, así entiendo yo hacer a Calisto: alargarle he la certinidad del remedio, porque, como dicen, «el esperanza luenga aflige el corazón» y, cuanto él la perdiere, tanto se la promete. ¡Bien me entiendes! SEMPRONIO.- Callemos, que a la puerta estamos y, como dicen, las paredes han oídos. CELESTINA.- Llama. SEMPRONIO.- Ta, ta, ta. CALISTO.- Pármeno. PÁRMENO.- Señor. CALISTO.- ¿No oyes, maldito sordo? PÁRMENO.- ¿Qué es, señor? CALISTO.- A la puerta llaman. ¡Corre! PÁRMENO.- ¿Quién es? SEMPRONIO.- Abre a mí y a esta dueña. PÁRMENO.- Señor, Sempronio y una puta vieja alcoholada daban aquellas porradas. CALISTO.- ¡Calla, calla, malvado, que es mi tía! ¡Corre, corre, abre! Siempre lo vi, que por huir hombre de un peligro, cae en otro mayor. Por encubrir yo este hecho de Pármeno, a quien amor o fidelidad o temor pusieran freno, caí en indignación de ésta, que no tiene menor poderío en mi vida que Dios. PÁRMENO.- ¿Por qué, señor, te matas? ¿Por qué, señor, te congojas? ¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas, que así se glorifica en le oír, como tú cuando dicen «diestro caballero es Calisto». Y demás de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice «¡puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella pasan tiempo. Si pasa por los perros, aquello suena su ladrido; si está cerca las aves, otra cosa no cantan; si cerca los ganados, balando lo pregonan; si cerca las bestias, rebuznando dicen «¡puta vieja!». Las ranas de los charcos otra cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dicen sus martillos. Carpinteros y armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de instrumento forma en el aire su nombre. Cantan los carpinteros, péinanla los peinadores, tejedores, labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas, en las segadas con ella pasan el afán cotidiano. Al perder en los tableros, luego suenan sus loores. Todas cosas que son hacen, a doquiera que ella está, el tal nombre representan. ¡Oh, qué comedor de huevos asados era su marido! ¡Qué quieres más, sino que si una piedra topa con otra luego suena «¡puta vieja!»! CALISTO.- Y tú, ¿cómo lo sabes y la conoces? PÁRMENO.- Saberlo has. Días grandes son pasados que mi madre, mujer pobre, moraba en su vecindad, la cual, rogada por esta Celestina, me dio a ella por sirviente; aunque ella no me conoce por lo poco que la serví y por la mudanza que la edad ha hecho. CALISTO.- ¿De qué la servías? PÁRMENO.- Señor, iba a la plaza y traíale de comer, y acompañábala, suplía en aquellos menesteres que mi tierna fuerza bastaba. Pero de aquel poco tiempo que la serví, recogía la nueva memoria lo que la vieja no ha podido quitar. Tiene esta buena dueña al cabo de la ciudad, allá cerca de las tenerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio caída, poco compuesta y menos abastada. Ella tenía seis oficios; conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primero oficio cobertura de los otros, so color del cual muchas mozas de estas sirvientes entraban en su casa a labrarse y a labrar camisas y gorgueras, y otras muchas cosas. Ninguna venía sin torrezno, trigo, harina o jarro de vino, y de las otras provisiones que podían a sus amas hurtar; y aun otros hurtillos de más cualidad allí se encubrían. Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades. A éstos vendía ella aquella sangre inocente de las cuitadillas, la cual ligeramente aventuraban en esfuerzo de la restitución que ella les prometía. Subió su hecho a más, que por medio de aquéllas comunicaba con las más encerradas hasta traer a ejecución su propósito. Y aquéstas, en tiempo honesto, como estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba y otras secretas devociones, muchas encubiertas vi entrar en su casa. Tras ellas hombres descalzos, contritos y rebozados, desatacados, que entraban allí a llorar sus pecados. ¡Qué tráfagos, si piensas, traía! Hacíase física de niños, tomaba estambre de unas casas, dábalo a hilar en otras, por achaque de entrar en todas. Las unas, «¡Madre acá!», las otras, «¡Madre acullá!», «¡Cata la vieja!», «¡Ya viene el ama!»; de apresures, que muchos, con codicia de dar en el fiel, yerran el blanco. Aunque soy mozo, cosas he visto asaz y el seso y la vista de las muchas cosas demuestran la experiencia. De verte o de oírte descender por la escalera parlan lo que éstos fingidamente han dicho, en cuyas falsas palabras pones el fin de tu deseo. SEMPRONIO.- Celestina, ruinmente suena lo que Pármeno dice. CELESTINA.- Calla, que, para mi santiguada, do vino el asno vendrá el albarda. Déjame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y de lo que hubiéremos, démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos. Yo le traeré manso y benigno a picar el pan en el puño. Y seremos dos a dos y, como dicen, tres al mohíno. CALISTO.- ¡Sempronio! SEMPRONIO.- ¿Señor? CALISTO.- ¿Qué haces, llave de mi vida? Abre. ¡Oh, Pármeno, ya la veo, sano soy, vivo soy! ¿Miras qué reverenda persona, qué acatamiento? Por la mayor parte por la fisonomía es conocida la virtud interior. ¡Oh vejez virtuosa, oh virtud envejecida! ¡Oh gloriosa esperanza de mi deseado fin! ¡Oh fin de mi deleitosa esperanza! ¡Oh salud de mi pasión, reparo de mi tormento, regeneración mía, vivificación de mi vida, resurrección de mi muerte! Deseo llegar a ti. Codicio besar esas manos llenas de remedio. La indignidad de mi persona lo embarga. Desde aquí adoro la tierra que huellas y en reverencia tuya beso. CELESTINA.- Sempronio, ¡de aquéllas vivo yo! ¡Los huesos que yo roí piensa este necio de tu amo de darme a comer! Pues ál le sueño; al freír lo verá. Dile que cierre la boca y comience abrir la bolsa. De las obras dudo, cuánto más de las palabras. ¡So, que te estriego, asna coja! ¡Más habías de madrugar! PÁRMENO.- ¡Guay de orejas que tal oyen! Perdido es quien tras perdido anda. ¡Oh Calisto, desaventurado, abatido, ciego, y en tierra está adorando a la más antigua puta tierra, que fregaron sus espaldas en todos los burdeles! Deshecho es, vencido es, caído es; no es capaz de ninguna redención, ni consejo, ni esfuerzo. CALISTO.- ¿Qué decía la madre? ¡Paréceme que pensaba que le ofrecía palabras por excusar galardón! SEMPRONIO.- Así lo sentí. CALISTO.- Pues ven conmigo. Trae las llaves, que yo sanaré su duda. SEMPRONIO.- Bien harás. Y luego vamos, que no se debe dejar crecer la hierba entre los panes ni la sospecha en los corazones de los amigos, sino limpiarla luego con el escardilla de las buenas obras. CALISTO.- Astuto hablas. Vamos y no tardemos. CELESTINA.- Pláceme, Pármeno, que habemos habido oportunidad para que conozcas el amor mío contigo y la parte que en mí, inmérito, tienes. Y digo inmérito por lo que te he oído decir, de que no hago caso, porque virtud nos amonesta sufrir las tentaciones y no dar mal por mal. Y especial cuando somos tentados por mozos y no bien instrutos en lo mundano, en que con necia lealtad pierdan a sí y a sus amos, como ahora tú a Calisto. Bien te oí, y no pienses que el oír con los otros exteriores sesos mi vejez haya perdido, que no sólo lo que veo oigo y conozco, mas aun lo intrínseco con los intelectuales ojos penetro. Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quejoso. Y no lo juzgues por eso por flaco, que el amor impervio todas las cosas vence, y sabe, si no sabes, que dos conclusiones son verdaderas. La primera, que es forzoso el hombre amar a la mujer, y la mujer al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto por que el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual perecería. Y no sólo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias. Y en lo vegetativo, algunas plantas han este respecto, si sin interposición de otra cosa en poca distancia de tierra están puestas, en que hay determinación de herbolarios y agricultores ser machos y hembras. ¿Qué dirás a esto, Pármeno? ¡Neciuelo, loquito, angelico, perlica, simplecico! ¿Lobitos en tal gesto? Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de sus deleites. ¡Más rabia mala me mate si te llego a mí, aunque vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan; mal sosegadilla debes tener la punta de la barriga. PÁRMENO.- ¡Como cola de alacrán! CELESTINA.- ¡Y aun peor, que la otra muerde sin hinchar y la tuya hincha por nueve meses! PÁRMENO.- ¡Ji, ji, ji! CELESTINA.- ¿Ríeste, landrecilla, hijo? PÁRMENO.- Calla, madre, no me culpes, ni me tengas, aunque mozo, por insipiente. Amo a Calisto porque le debo fidelidad, por crianza, por beneficios, por ser de él honrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende, cuanto lo contrario aparta. Véole perdido, y no hay cosa peor que ir tras deseo sin esperanza de buen fin, y especial pensando remediar su hecho tan arduo y difícil con vanos consejos y necias razones de aquel bruto Sempronio, que es pensar sacar aradores a pala de azadón. No lo puedo sufrir. ¡Dígolo y lloro! CELESTINA.- Pármeno, ¿tú no ves que es necedad o simpleza llorar por lo que con llorar no se puede remediar? PÁRMENO.- Por eso lloro, que, si con llorar fuese posible traer a mi amo el remedio, tan grande sería el placer de la esperanza que de gozo no podría llorar; pero así, perdida ya toda la esperanza, pierdo el alegría y lloro. CELESTINA.- Lloras sin provecho por lo que llorando estorbar no podrás ni sanarlo presumas. ¿A otros no ha acontecido esto, Pármeno? PÁRMENO.- Sí, pero a mi amo no le querría doliente. CELESTINA.- No lo es; mas, aunque fuese doliente, podría sanar. PÁRMENO.- No curo de lo que dices, porque en los bienes mejor es el acto que la potencia, y en los males mejor la potencia que el acto. Así que mejor es ser sano que poderlo ser, y mejor es poder ser doliente que ser enfermo por acto, y, por tanto, es mejor tener la potencia en el mal que el acto. CELESTINA.- ¡Oh malvado, como que no se te entiende! ¡Tú no sientes su enfermedad! ¿Qué has dicho hasta ahora? ¿De qué te quejas? Pues burla, o di por verdad lo falso y cree lo que quisieres, que él es enfermo por acto y el poder ser sano es en mano de esta flaca vieja. PÁRMENO.- Más de esta flaca puta vieja. CELESTINA.- ¡Putos días vivas, bellaquillo! Y, ¿cómo te atreves? PÁRMENO.- Como te conozco. CELESTINA.- ¿Quién eres tú? PÁRMENO.- ¿Quién? Pármeno, hijo de Alberto, tu compadre, que estuve contigo un poco tiempo, que te me dio mi madre cuando morabas a la cuesta del río, cerca de las tenerías. CELESTINA.- ¡Jesú, Jesú, Jesú! ¿Y tú eres Pármeno, hijo de la Claudina? PÁRMENO.- ¡Alahé, yo! CELESTINA.- Pues fuego malo te queme, que tan puta vieja era tu madre como yo. ¿Por qué me persigues, Pármeno? ¡Él es, él es, por los santos de Dios! Allégate a mí, ven acá, que mil azotes y puñadas te dí en este mundo y otros tantos besos. ¿Acuérdaste cuando dormías a mis pies, loquito? PÁRMENO.- Sí, en buena fe. Y algunas veces, aunque era niño, me subías a la cabecera y me apretabas contigo, y porque olías a vieja, me huía de ti. CELESTINA.- ¡Mala landre te mate! ¡Y cómo lo dice el desvergonzado! Dejadas burlas y pasatiempos, oye ahora, mi hijo, y escucha. Que, aunque a un fin soy llamada, a otro soy venida, y maguer que contigo me haya hecho de PÁRMENO.- ¿Cierto? CELESTINA.- Cierto. PÁRMENO.- Maravillosa cosa es. CELESTINA.- Pero, ¿bien te parece? PÁRMENO.- No cosa mejor. CELESTINA.- Pues tu buena dicha quiere, aquí está quien te la dará. PÁRMENO.- Mi fe, madre, no creo a nadie. CELESTINA.- Extremo es creer a todos y yerro no creer a ninguno. PÁRMENO.- Digo que te creo, pero no me atrevo. Déjame. CELESTINA.- ¡Oh mezquino! De enfermo corazón es no poder sufrir el bien. Da Dios habas a quien no tiene quijadas. ¡Oh simple!, dirás que adonde hay mayor entendimiento hay menor fortuna. Y donde más discreción, allí es menor la fortuna. Dichas son. PÁRMENO.- ¡Oh Celestina!, oído he a mis mayores que un ejemplo de lujuria o avaricia mucho mal hace, y que con aquéllos debe hombre conversar que le hagan mejor, y aquéllos dejar a quien él mejores piensa hacer. Y Sempronio en su ejemplo no me hará mejor, ni yo a él sanaré su vicio. Y puesto que yo a lo que dices me incline, sólo yo querría saberlo, porque a lo menos por el ejemplo fuese oculto el pecado. Y si hombre vencido del deleite va contra la virtud, no se atreve a la honestad. CELESTINA.- Sin prudencia hablas, que de ninguna cosa es alegre posesión sin compañía. No te retraigas ni amargues, que la natura huye lo triste y apetece lo delectable. El deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores y comunicarlas: «Esto hice, esto otro me dijo, tal donaire pasamos, de tal manera la tomé, así la besé, así me mordió, así la abracé, así se allegó. ¡Oh qué habla, qué gracia!, ¡oh qué juegos!, ¡oh qué besos! Vamos allá, volvamos acá, ande la música, pintemos los motes, cante canciones, invenciones y justemos. ¿Qué cimera sacaremos, o qué letra? Ya va a la misa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su carta, vamos de noche, tenme el escala, aguarda a la puerta. ¿Cómo te fue? Cata el cornudo, sola la deja. Dale otra vuelta. Tornemos allá». Y para esto, Pármeno, ¿hay deleite sin compañía? ¡Alahé, alahé! La que las sabe las tañe, éste es el deleite; que lo ál, mejor lo hacen los asnos en el prado. PÁRMENO.- No querría, madre, me convidases a consejo con amonestación de deleite, como hicieron los que, careciendo de razonable fundamento, opinando hicieron sectas envueltas en dulce veneno para captar y tomar las voluntades de los flacos, y con polvos de sabroso afecto cegaron los ojos de la razón. CELESTINA.- ¿Qué es razón, loco? ¿Qué es afecto, asnillo? La discreción que no tienes lo determina; y de la discreción mayor es la prudencia; y la prudencia no puede ser sin experimento; y la experiencia no puede ser más que en los viejos; y los ancianos somos llamados padres; y los buenos padres bien aconsejan a sus hijos, y especial yo a ti, cuya vida y honra más que la mía deseo. Y, ¿cuándo me pagarás tú esto? Nunca, pues a los padres y a los maestros no puede ser hecho servicio igualmente. PÁRMENO.- Todo me recelo, madre, de recibir dudoso consejo. CELESTINA.- ¿No quieres? Pues decirte he lo que dice el sabio: «Al varón que con dura cerviz al que le castiga menosprecia, arrebatado quebrantamiento le vendrá y sanidad ninguna le conseguirá». Y así, Pármeno, me despido de ti y de este negocio. PÁRMENO.- Ensañada está mi madre. Duda tengo en su consejo: yerro es no creer y culpa creerlo todo. Mas humano es confiar, mayormente en ésta que interés promete, a do provecho no puede allende de amor conseguir. Oído he que debe hombre a sus mayores creer. Ésta, ¿qué me aconseja? Paz con Sempronio; la paz no se debe negar, que bienaventurados son los pacíficos, que hijos de Dios serán llamados. Amor no se debe rehuir. Caridad a los hermanos, interés pocos le apartan, pues quiérola complacer y oír. Madre, no se debe ensañar el maestro de la ignorancia del discípulo; si no raras veces, por la ciencia, que es de su natural comunicable y en pocos lugares, se podría infundir. Por eso, perdóname, háblame, que no sólo quiero oírte y creerte, mas en singular merced recibir tu consejo. Y no me lo agradezcas, pues el loor y las gracias de la acción, más al dante que no al recibiente se deben dar. Por eso, manda, que a tu mandado mi consentimiento se humilla. CELESTINA.- De los hombres es errar y bestial es la porfía. Por ende, gózome, Pármeno, que hayas limpiado las turbias telas de tus ojos y respondido al reconocimiento, discreción e ingenio sutil de tu padre, cuya persona, ahora representada en mi memoria, enternece los ojos piadosos por do tan abundantes lágrimas ves derramar. Algunas veces duros propósitos, como tú, defendía, pero luego tornaba a lo cierto. En Dios y en mi ánima, que en ver ahora lo que has porfiado y cómo a la verdad eres reducido, no parece sino que vivo le tengo delante. ¡Oh qué persona! ¡Oh qué hartura! ¡Oh qué cara tan venerable! Pero callemos, que se acerca Calisto y tu nuevo amigo Sempronio, con quien tu conformidad para más oportunidad dejo, que dos en un corazón viviendo son más poderosos de hacer y de entender. CALISTO.- Duda traigo, madre, según mis infortunios, de hallarte viva. Pero más es maravilla, según el deseo, de cómo llego vivo. Recibe la dádiva pobre de aquel que con ella la vida te ofrece. CELESTINA.- Como en el oro muy fino labrado por la mano del sutil artífice la obra sobrepuja a la materia, así se aventaja a tu magnífico dar la gracia y forma de tu dulce liberalidad. Y, sin duda, la presta dádiva su efecto ha doblado, porque la que tarda el prometimiento muestra negar y arrepentirse del don prometido. PÁRMENO.- ¿Qué le dio, Sempronio? SEMPRONIO.- Cien monedas en oro. PÁRMENO.- ¡Ji, ji, ji! SEMPRONIO.- ¿Habló contigo la madre? PÁRMENO.- Calla, que sí. SEMPRONIO.- Pues, ¿cómo estamos? PÁRMENO.- Como quisieres, aunque estoy espantado. SEMPRONIO.- Pues calla, que yo te haré espantar dos tanto. PÁRMENO.- ¡Oh Dios! No hay pestilencia más eficaz que el enemigo de casa para empecer. CALISTO.- Ve ahora, madre, y consuela tu casa; y después ven, consuela la mía; y luego. CELESTINA.- Quede Dios contigo. CALISTO.- Y Él te me guarde. ACTO II ARGUMENTO DEL SEGUNDO ACTO Partida Celestina de Calisto para su casa, queda Calisto hablando con Sempronio, criado suyo; al cual, como quien en alguna esperanza puesto está, todo aguijar le parece tardanza. Envía de sí a Sempronio a solicitar a Celestina para el concebido negocio. Quedan entretanto Calisto y Pármeno juntos razonando. CALISTO, PÁRMENO, SEMPRONIO. CALISTO.- Hermanos míos, cien monedas dí a la madre. ¿Hice bien? SEMPRONIO.- ¡Ay, sí hiciste bien! Allende de remediar tu vida, ganaste muy gran honra. ¿Y para qué es la fortuna favorable y próspera, sino para servir a la honra, que es el mayor de los mundanos bienes? Que esto es premio PÁRMENO.- ¡Apruébelo el diablo! CALISTO.- ¿Qué dices? PÁRMENO.- Digo, señor, que nunca yerro vino desacompañado y que un inconveniente es causa y puerta de muchos. CALISTO.- El dicho yo le apruebo; el propósito no entiendo. PÁRMENO.- Señor, porque perderse el otro día el neblí fue causa de tu entrada en la huerta de Melibea a le buscar, la entrada causa de la ver y hablar; la habla engendró amor; el amor parió tu pena; la pena causará perder tu cuerpo y alma y hacienda. Y lo que más de ello siento es venir a manos de aquella trotaconventos, después de tres veces emplumada. CALISTO.- ¡Así, Pármeno, di más de eso, que me agrada! Pues mejor me parece cuanto más la desalabas. Cumpla conmigo y emplúmenla la cuarta. Desentido eres, sin pena hablas; no te duele donde a mí, Pármeno. PÁRMENO.- Señor, más quiero que airado me reprehendas porque te doy enojo, que arrepentido me condenes porque no te dí consejo, pues perdiste el nombre de libre cuando cautivaste tu voluntad. CALISTO.- ¡Palos querrá este bellaco! Di, mal criado, ¿por qué dices mal de lo que yo adoro? Y tú, ¿qué sabes de honra? Dime, ¿qué es amor?, ¿en qué consiste buena crianza, que te me vendes por discreto? ¿No sabes que el primer escalón de locura es creer ser esciente? Si tú sintieses mi dolor, con otra agua rociarías aquella ardiente llaga que la cruel flecha de Cupido me ha causado. Cuanto remedio Sempronio acarrea con sus pies, tanto apartas tú con tu lengua, con tus vanas palabras, fingiéndote fiel. Eres un terrón de lisonja, bote de malicias, el mismo mesón y aposentamiento de la envidia, que, por difamar la vieja, a tuerto o a derecho pones en mis amores desconfianza, sabiendo que esta mi pena y fluctuoso dolor no se rige por razón, no quiere avisos, carece de consejo y, si alguno se le diere, tal que no aparte ni desgozne lo que sin las entrañas no podrá despegarse. Sempronio temió su ida y tu quedada. Yo quíselo todo y así me padezco el trabajo de su ausencia y tu presencia. Valiera más solo que mal acompañado. PÁRMENO.- Señor, flaca es la fidelidad que temor de pena la convierte en lisonja, mayormente con señor a quien dolor y afición priva y tiene ajeno de su natural juicio. Quitarse ha el velo de la ceguedad; pasarán estos momentáneos fuegos; conocerás mis agras palabras ser mejores para matar este fuerte cáncer que las blandas de Sempronio, que lo ceban, atizan tu fuego, avivan tu amor, encienden tu llama, añaden astillas que tenga que gastar, hasta ponerte en la sepultura. CALISTO.- ¡Calla, calla, perdido! Estoy yo penando y tú filosofando. No te espero más. Saquen un caballo, límpienle mucho, aprieten bien la cincha, porque si pasare por casa de mi señora y mi Dios… PÁRMENO.- ¡Mozos! ¿No hay mozo en casa? Yo me lo habré de hacer, que a peor vendremos de esta vez que ser mozos de espuelas. ¡Andar!, ¡pase! Mal me quieren mis comadres, etc. ¿Relincháis, don caballo? ¿No basta un celoso en casa o barruntáis a Melibea? CALISTO.- ¿Viene ese caballo? ¿Qué haces, Pármeno? PÁRMENO.- Señor, vesle aquí, que no está Sosia en casa. CALISTO.- Pues ten ese estribo, abre más esa puerta y, si viniere Sempronio con aquella señora, di que esperen, que presto será mi vuelta. PÁRMENO.- ¡Mas nunca sea! ¡Allá irás con el diablo! A estos locos decidles lo que les cumple, no os podrán ver. ¡Por mi ánima, que si ahora le diese una lanzada en el calcañar, que saliesen más sesos que de la cabeza! Pues anda, que a mi cargo ¡que Celestina y Sempronio te espulguen! ¡Oh desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos; yo me pierdo por bueno: ¡El mundo es tal! Quiero irme al hilo de la gente, pues a los traidores llaman discretos, a los fieles necios. Si creyera a Celestina con sus seis docenas de años a cuestas, no me maltratara Calisto. Mas esto me pondrá escarmiento de aquí adelante con él. Que si dijere «comamos», yo también; si quisiere derrocar la casa, aprobarlo; si quemar su hacienda,ir por fuego. ¡Destruya, rompa, quiebre, dañe, dé a alcahuetas lo suyo, que mi parte me cabrá, pues dicen «a río vuelto ganancia de pescadores»! ¡Nunca más perro a molino! ACTO III ARGUMENTO DEL TERCER ACTO Sempronio vase a casa de Celestina, a la cual reprehende por la tardanza. Pónense a buscar qué manera tomen en el negocio de Calisto con Melibea. En fin sobreviene Elicia. Vase Celestina a casa de Pleberio. Queda Sempronio y Elicia en casa. SEMPRONIO, CELESTINA, ELICIA. SEMPRONIO.- ¡Qué espacio lleva la barbuda! ¡Menos sosiego traían sus pies a la venida! A dineros pagados, brazos quebrados. ¡Ce, señora Celestina, poco has aguijado! CELESTINA.- ¿A qué vienes, hijo? SEMPRONIO.- Este nuestro enfermo no sabe qué pedir. De sus manos no se contenta, no se le cuece el pan, teme tu negligencia, maldice su avaricia y cortedad porque te dio tan poco dinero. CELESTINA.- No es cosa más propia del que ama que la impaciencia. Toda tardanza les es tormento, ninguna dilación les agrada. En un momento querrían poner en efecto sus cogitaciones. Antes las querrían ver concluidas que empezadas. Mayormente estos novicios amantes que contra cualquier señuelo vuelan sin deliberación, sin pensar el daño que el cebo de su deseo trae mezclado en su ejercicio y negociación para sus personas y sirvientes. SEMPRONIO.- ¿Qué dices de sirvientes? ¿Parece por tu razón que nos puede venir a nosotros daño de este negocio y quemarnos con las centellas que resultan de este fuego de Calisto? ¡Aun al diablo daría yo sus amores! Al primer desconcierto que vea en este negocio, no como más su pan. Más vale perder lo servido que la vida por cobrarlo. El tiempo me dirá qué haga, que, primero que caiga del todo, dará señal como casa que se acuesta. Si te parece, madre, guardemos nuestras personas de peligro. Hágase lo que se hiciere; si la hubiere, hogaño; si no, a otro; si no, nunca, que no hay cosa tan difícil de sufrir en sus principios que el tiempo no la ablande y haga comportable. Ninguna llaga tanto se sintió que por luengo tiempo no aflojase su tormento, ni placer tan alegre fue que no le amengüe su antigüedad. El mal y el bien, la prosperidad y adversidad, la gloria y pena, todo pierde con el tiempo la fuerza de su acelerado principio. Pues los casos de admiración y venidos con gran deseo, tan presto como pasados, olvidados. Cada día vemos novedades y las oímos, y las pasamos y dejamos atrás. Disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarías si dijesen «la tierra tembló» u otra semejante cosa que no olvidases luego, así como «helado está el río», «el ciego ve ya», «muerto es tu padre», «un rayo cayó», «ganada es Granada», «el Rey entra hoy», «el Turco es vencido», «eclipse hay mañana», «la puente es llevada», «aquél es ya obispo», «a Pedro robaron», «Inés se ahorcó»…? ¿Qué me dirás, sino que, a tres días pasados o a la segunda vista, no hay quien de ello se maraville? Todo es así, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás. Pues así será este amor de mi amo; cuanto más fuere andando, tanto más disminuyendo, que la costumbre luenga amansa los dolores, afloja y deshace los deleites, desmengua las maravillas. Procuremos provecho mientras pendiente la contienda. Y si a pie enjuto le pudiéremos remediar lo mejor, mejor es. Y si no, poco a poco le soldaremos el reproche o menosprecio de Melibea contra él. Donde no, más vale que pene el amo que no que peligre el mozo. CELESTINA.- Bien has dicho. Contigo estoy, agradado me has. No podemos errar, pero todavía, hijo, es necesario que el buen procurador ponga de su casa algún trabajo, algunas fingidas razones, algunos sofísticos actos: ir casa de Melibea que si en la mano la tuviese. Porque sé que, aunque al presente la ruegue, al fin me ha de rogar. Aunque al principio me amenace, al cabo me ha de halagar. Aquí llevo un poco de hilado en esta mi faltriquera, con otros aparejos que conmigo siempre traigo, para tener causa de entrar, donde mucho no soy conocida, la primera vez; así como gorgueras, garvines, franjas, rodeos, tenazuelas, alcohol, albayalde y solimán, agujas y alfileres; que tal hay, que tal quiere, porque donde me tomare la voz, me halle apercibida para les echar cebo o requerir de la primera vista. SEMPRONIO.- Madre, mira bien lo que haces, porque, cuando el principio se yerra, no puede seguirse buen fin. Piensa en su padre, que es noble y esforzado, su madre, celosa y brava, tú, la misma sospecha. Melibea es única a ellos: faltándoles ella, fáltales todo el bien. En pensarlo tiemblo, no vayas por lana y vengas sin pluma. CELESTINA.- ¿Sin pluma, hijo? SEMPRONIO.- O emplumada, madre, que es peor. CELESTINA.- ¡Alahé!, en mal hora a ti he yo menester para compañero, aun si quisieses avisar a Celestina en su oficio, pues cuando tú naciste ya comía yo pan con corteza. ¡Para adalid eres tú bueno, cargado de agüeros y recelo! SEMPRONIO.- No te maravilles, madre, de mi temor, pues es común condición humana que lo que mucho se desea jamás se piensa ver concluido, mayormente que en este caso temo tu pena y mía. Deseo provecho, querría que este negocio hubiese buen fin, no porque saliese mi amo de pena, mas por salir yo de laceria. Y así miro más inconvenientes con mi poca experiencia que no tú como maestra vieja. ELICIA.- ¡Santiguarme quiero, Sempronio! ¡Quiero hacer una raya en el agua! ¿Qué novedad es ésta, venir hoy acá dos veces? CELESTINA.- Calla, boba, déjale, que otro pensamiento traemos en que más nos va. Dime, ¿está desocupada la casa? ¿Fuese la moza que esperaba al ministro? ELICIA.- Y aun después vino otra y se fue. CELESTINA.- ¿Sí que no en balde? ELICIA.- No, en buena fe, ni Dios lo quiera, que, aunque vino tarde, «más vale a quien Dios ayuda, etc». CELESTINA.- Pues sube presto al sobrado alto de la solana y baja acá el bote del aceite serpentino que hallarás colgado del pedazo de la soga que traje del campo la otra noche, cuando llovía y hacía oscuro. Y abre el arca de los lizos, y hacia la mano derecha hallarás un papel escrito con sangre de murciélago, debajo de aquel ala de drago a que sacamos ayer las uñas. Mira no derrames el agua de mayo que me trajeron a confeccionar. ELICIA.- Madre, no está donde dices; jamás te acuerdas a cosa que guardas. CELESTINA.- No me castigues, por Dios, a mi vejez. No me maltrates, Elicia. No enfinjas porque está aquí Sempronio ni te ensoberbezcas, que más me quiere a mí por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho. Entra en la cámara de los ungüentos, y en la pelleja del gato negro, donde te mandé meter los ojos de la loba, le hallarás, y baja la sangre del cabrón y unas poquitas de las barbas que tú le cortaste. ELICIA.- Toma, madre, veslo aquí; yo me subo, y Sempronio, arriba. CELESTINA.- Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos, que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres Furias, Tesífone, Megera y Aleto, administrador de todas las cosas negras del reino de Estigia y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales, y litigioso Caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras; por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas; por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen; por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado. Vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea, con aparejada oportunidad que haya, lo compre, y con ello de tal manera quede enredada que, cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición. Y se le abras, y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me galardone mis pasos y mensaje. Y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, tendrasme por capital enemiga; heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. Y otra y otra vez te conjuro. Así confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto. ACTO IV ARGUMENTO DEL CUARTO ACTO Celestina, andando por el camino, habla consigo misma hasta llegar a la puerta de Pleberio, donde halló a Lucrecia, criada de Pleberio. Pónese con ella en razones. Sentidas por Alisa, madre de Melibea, y sabido que es Celestina, hácela entrar en casa. Viene un mensajero a llamar a Alisa. Vase. Queda Celestina en casa con Melibea y le descubre la causa de su venida. LUCRECIA, CELESTINA, ALISA, MELIBEA. CELESTINA.- Ahora que voy sola quiero mirar bien lo que Sempronio ha temido de este mi camino. Porque aquellas cosas que bien no son pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crían desvariados efectos. Así que la mucha especulación nunca carece de buen fruto, que, aunque yo he disimulado con él, podría ser que, si me sintiesen en estos pasos de parte de Melibea, que no pagase con pena que menor fuese que la vida, o muy amenguada quedase, cuando matar no me quisiesen, manteándome o azotándome cruelmente. ¡Pues amargas cien monedas serían éstas! ¡Ay, cuitada de mí, en qué lazo me he metido, que por me mostrar solícita y esforzada pongo mi persona al tablero! ¿Qué haré, cuitada, mezquina de mí, que ni el salir afuera es provechoso ni la perseverancia carece de peligro? Pues, ¿iré o tornarme he? ¡Oh dudosa y dura perplejidad! ¡No sé cuál escoja por más sano! ¡En el osar, manifiesto peligro; en la cobardía, denostada, perdida! ¿A dónde irá el buey que no are? Cada camino descubre sus dañosos y hondos barrancos. Si con el hurto soy tomada, nunca de muerta o encorozada falto, a bien librar. Si no voy, ¿qué dirá Sempronio? Que todas éstas eran mis fuerzas, saber y esfuerzo, ardid y ofrecimiento, astucia y solicitud. Y su amo Calisto, ¿qué dirá?, ¿qué hará?, ¿qué pensará, sino que hay nuevo engaño en mis pisadas y que yo he descubierto la celada por haber más provecho de estotra parte, como sofística prevaricadora? O si no se le ofrece pensamiento tan odioso, dará voces como loco, dirame en mi cara denuestos rabiosos. Propondrá mil inconvenientes que mi deliberación presta le puso, diciendo: «Tú, puta vieja, ¿por qué acrecentaste mis pasiones con tus promesas? Alcahueta falsa, para todo el mundo tienes pies, para mí lengua; para todos obra, para mí palabras; para todos remedio, para mí pena; para todos esfuerzo, para mí faltó; para todos luz, para mí tiniebla. Pues, vieja traidora, ¿por qué te me ofreciste? Que tu ofrecimiento me puso esperanza; la esperanza dilató mi muerte, sostuvo mi vivir, púsome título de hombre alegre. Pues no habiendo efecto, ni tú carecerás de pena ni yo de triste desesperación». ¡Pues triste yo! ¡Mal acá, mal acullá, pena en ambas partes! Cuando a los extremos falta el medio, arrimarse el hombre al más sano es discreción. Más quiero ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Ir quiero, que mayor es la vergüenza de quedar por cobarde que la pena, cumpliendo como osada lo que prometí, pues jamás al esfuerzo desayuda la fortuna. Ya veo su el mal a la otra. ¡Ea!, buen amigo, ¡tener recio! Ahora es mi tiempo o nunca. No la dejes, llévamela de aquí a quien digo. ALISA.- ¿Qué dices, amiga? CELESTINA.- Señora, que maldito sea el diablo y mi pecado, porque en tal tiempo hubo de crecer el mal de tu hermana que no habrá para nuestro negocio oportunidad. ¿Y qué mal es el suyo? ALISA.- Dolor de costado, y tal que, según del mozo supe que quedaba, temo no sea mortal. Ruega tú, vecina, por amor mío, en tus devociones, por su salud a Dios. CELESTINA.- Yo te prometo, señora, en yendo de aquí, me vaya por estos monasterios donde tengo frailes devotos míos, y les dé el mismo cargo que tú me das. Y demás de esto, antes que me desayune, dé cuatro vueltas a mis cuentas. ALISA.- Pues, Melibea, contenta a la vecina en todo lo que razón fuere darle por el hilado. Y tú, madre, perdóname, que otro día se vendrá en que más nos veamos. CELESTINA.- Señora, el perdón sobraría donde el yerro falta. De Dios seas perdonada, que buena compañía me queda. Dios la deje gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más placeres y mayores deleites se alcanzarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de rencillas, congoja continua, llaga incurable, mancilla de lo pasado, pena de lo presente, cuidado triste de lo por venir, vecina de la muerte, choza sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega. MELIBEA.- ¿Por qué dices, madre, tanto mal de lo que todo el mundo con tanta eficacia gozar y ver desea? CELESTINA.- Desean harto mal para sí, desean harto trabajo. Desean llegar allá porque llegando viven y el vivir es dulce y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo y el mozo viejo y el viejo, más; aunque con dolor. Todo por vivir, porque dicen «viva la gallina con su pepita». Pero, ¿quién te podría contar, señora, sus daños, sus inconvenientes, sus fatigas, sus cuidados, sus enfermedades, su frío, su calor, su descontentamiento, su rencilla, su pesadumbre, aquel arrugar de cara, aquel mudar de cabellos su primera y fresca color, aquel poco oír, aquel debilitado ver, puestos los ojos a la sombra, aquel hundimiento de boca, aquel caer de dientes, aquel carecer de fuerza, aquel flaco andar, aquel espacioso comer? Pues ¡ay, ay, señora!, si lo dicho viene acompañado de pobreza, allí verás callar todos los otros trabajos, cuando sobra la gana y falta la provisión, que jamás sentí peor ahíto que de hambre. MELIBEA.- Bien conozco que hablas de la feria según te va en ella. Así que otra canción dirán los ricos. CELESTINA.- Señora hija, a cada cabo hay tres leguas de mal quebranto. A los ricos se les va la gloria y descanso por otros albañales de asechanzas que no se parecen ladrillados por encima con lisonjas. Aquel es rico que está bien con Dios; más segura cosa es ser menospreciado que temido. Mejor sueño duerme el pobre que no el que tiene de guardar con solicitud lo que con trabajo ganó y con dolor ha de dejar. Mi amigo no será simulado, y el del rico sí. Yo soy querida por mi persona, el rico por su hacienda. Nunca oye verdad, todos le hablan lisonjas a sabor de su paladar, todos le han envidia. Apenas hallarás un rico que no confiese que le sería mejor estar en mediano estado o en honesta pobreza. Las riquezas no hacen rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo. Más son los poseídos de las riquezas que no los que las poseen. A muchos trajo la muerte, a todos quita el placer, y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria. ¿No oíste decir «durmieron su sueño los varones de las riquezas y ninguna cosa hallaron en sus manos»? Cada rico tiene una docena de hijos y nietos que no rezan otra oración, no otra petición, sino rogar a Dios que le saque de medio de ellos. No ven la hora que tener a él so la tierra y lo suyo entre sus manos y darle a poca costa su morada para siempre. MELIBEA.- Madre, gran pena tendrás por la edad que perdiste. ¿Querrías volver a la primera? CELESTINA.- Loco es, señora, el caminante que, enojado del trabajo del día, quisiese volver de comienzo la jornada para tornar otra vez a aquel lugar, que todas aquellas cosas cuya posesión no es agradable, más vale poseerlas que esperarlas, porque más cerca está el fin de ellas cuanto más andado del comienzo. No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo que perdió. MELIBEA.- Siquiera por vivir más, es bueno desear lo que digo. CELESTINA.- Tan presto, señora, se va el cordero como el carnero. Ninguno es tan viejo que no pueda vivir un año, ni tan mozo que hoy no pudiese morir. Así que en esto poca ventaja nos lleváis. MELIBEA.- Espantada me tienes con lo que has hablado. Indicio me dan tus razones que te haya visto en otro tiempo. Dime, madre, ¿eres tú Celestina, la que solía morar a las tenerías cabe el río? CELESTINA.- Hasta que Dios quiera. MELIBEA.- Vieja te has parado. Bien dicen que los días no van en balde. Así goce de mí, no te conociera, sino por esa señaleja de la cara. Figúraseme que eras hermosa. Otra pareces, muy mudada estás. LUCRECIA.- ¡Ji, ji, ji! ¡Mudada está el diablo! ¡Hermosa era con aquel su «Dios os salve» que traviesa la media cara! MELIBEA.- ¿Qué hablas, loca? ¿Qué es lo que dices? ¿De qué te ríes? LUCRECIA.- De cómo no conocías a la madre. CELESTINA.- Señora, ten tú el tiempo que no ande, tendré yo mi forma que no se mude. ¿No has leído que dicen «vendrá el día que en el espejo no te conozcas»? Pero también yo encanecí temprano y parezco de doblada edad. Que así goce de esta alma pecadora y tú de ese cuerpo gracioso, que de cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor. Mira cómo no soy vieja como me juzgan. MELIBEA.- Celestina, amiga, yo he holgado mucho en verte y conocerte. También hasme dado placer con tus razones. Toma tu dinero y vete con Dios, que me parece que no debes haber comido. CELESTINA.- ¡Oh angélica imagen! ¡Oh perla preciosa, y cómo te lo dices! Gozo me toma en verte hablar. ¿Y no sabes que por la divina boca fue dicho contra aquel infernal tentador que no de solo pan viviremos? Pues así es, que no el solo comer mantiene, mayormente a mí, que me suelo estar uno y dos días negociando encomiendas ajenas ayuna, salvo hacer por los buenos, morir por ellos. Esto tuve siempre, querer más trabajar sirviendo a otros que holgar contentando a mí. Pues, si tú me das licencia, direte la necesitada causa de mi venida, que es otra que la que hasta ahora has oído, y tal, que todos perderíamos en me tornar en balde sin que la sepas. MELIBEA.- Di, madre, todas tus necesidades, que si yo las pudiere remediar, de muy buen grado lo haré, por el pasado conocimiento y vecindad que pone obligación a los buenos. CELESTINA.- ¿Mías, señora? Antes ajenas, como tengo dicho, que las mías de mi puerta adentro me las paso sin que las sienta la tierra, comiendo cuando puedo, bebiendo cuando lo tengo. Que con mi pobreza jamás me faltó, a Dios gracias, una blanca para pan y un cuarto para vino, después que enviudé, que antes no tenía yo cuidado de lo buscar, que sobrado estaba en un cuero en mi casa, y uno lleno y otro vacío. Jamás me acosté sin comer una tostada en vino y dos docenas de sorbos, por amor de la madre, tras cada sopa. Ahora, como todo cuelga de mí, en un jarrillo mal pecado me lo traen, que no caben dos azumbres. Seis veces al día tengo de salir por mi pecado, con mis canas a cuestas, a le henchir a la taberna. Mas no muera yo de muerte hasta que me vea con un cuero o tinajica de mis puertas adentro, que en mi ánima no hay otra provisión, que, como dicen, «pan y vino anda camino, que no mozo garrido». Así que, donde no hay varón, todo bien fallece. Con mal está el huso segura y él ufano. De los locos es estimar a todos los otros de su calidad, y tú, tórnate con su misma razón, que respuesta de mí otra no habrás ni la esperes, que por demás es ruego a quien no puede haber misericordia, y da gracias a Dios, pues tan libre vas de esta feria. Bien me habían dicho quién tú eras y avisado de tus propiedades, aunque ahora no te conocía. CELESTINA.- ¡Más fuerte estaba Troya, y aun otras más bravas he yo amansado! Ninguna tempestad mucho dura. MELIBEA.- ¿Qué dices, enemiga? Habla, que te pueda oír. ¿Tienes disculpa alguna para satisfacer mi enojo y excusar tu yerro y osadía? CELESTINA.- Mientras viviere tu ira, más dañará mi descargo, que estás muy rigurosa y no me maravillo, que la sangre nueva poca calor ha menester para hervir. MELIBEA.- ¿Poca calor? Poca la puedes llamar, pues quedaste tú viva y yo quejosa sobre tan gran atrevimiento. ¿Qué palabra podías tú querer para ese tal hombre que a mí bien me estuviese? Responde, pues dices que no has concluido, y quizá pagarás lo pasado. CELESTINA.- Una oración, señora, que le dijeron que sabías de Santa Polonia para el dolor de las muelas. Asimismo tu cordón, que es fama que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalén. Aquel caballero que dije pena y muere de ellas. Ésta fue mi venida. Pero, pues en mi dicha estaba tu airada respuesta, padézcase él su dolor en pago de buscar tan desdichada mensajera, que, pues en tu mucha virtud me faltó piedad, también me faltará agua si a la mar me enviara. Pero ya sabes que el deleite de la venganza dura un momento, y el de la misericordia para siempre. MELIBEA.- Si eso querías, ¿por qué luego no me lo expresaste? ¿Por qué me lo dijiste por tales palabras? CELESTINA.- Señora, porque mi limpio motivo me hizo creer que, aunque en otras cualesquier lo propusiera, no se había de sospechar mal. Que si faltó el debido preámbulo fue porque la verdad no es necesario abundar de muchas colores. Compasión de su dolor, confianza de tu magnificencia, ahogaron en mi boca al principio la expresión de la causa. Y pues conoces, señora,que el dolor turba, la turbación desmanda y altera la lengua, la cual había de estar siempre atada con el seso; por Dios que no me culpes. Y si el otro yerro ha hecho, no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. No quiebre la soga por lo más delgado. No semejes la telaraña, que no muestra su fuerza sino contra los flacos animales. No paguen justos por pecadores. Imita la divina justicia, que dijo: «El ánima que pecare, aquella misma muera»; a la humana, que jamás condena al padre por el delito del hijo ni al hijo por el del padre. Ni es, señora, razón que su atrevimiento acarree mi perdición, aunque, según su merecimiento, no tendría en mucho que fuese él el delincuente y yo la condenada, que no es otro mi oficio sino servir a los semejantes. De esto vivo y de esto me arreo. Nunca fue mi voluntad enojar a unos por agradar a otros, aunque hayan dicho a tu merced en mi ausencia otra cosa. Al fin, señora, a la firme verdad el viento del vulgo no la empece. Una sola soy en este limpio trato. En toda la ciudad pocos tengo descontentos. Con todos cumplo, los que algo me mandan, como si tuviese veinte pies y otras tantas manos. MELIBEA.- No me maravillo, que un solo maestro de vicios dicen que basta para corromper un gran pueblo. Por cierto, tantos y tales loores me han dicho de tus falsas mañas que no sé si crea que pedías oración. CELESTINA.- Nunca yo la rece, y si la rezare no sea oída, si otra cosa de mí se saque, aunque mil tormentos me diesen. MELIBEA.- Mi pasada alteración me impide a reír de tu disculpa, que bien sé que ni juramento ni tormento te hará decir verdad, que no es en tu mano. CELESTINA.- Eres mi señora. Téngote de callar, hete yo de servir, hasme tú de mandar. Tu mala palabra será víspera de una saya. MELIBEA.- Bien lo has merecido. CELESTINA.- Si no la he ganado con la lengua, no la he perdido con la intención. MELIBEA.- Tanto afirmas tu ignorancia que me haces creerlo que puede ser. Quiero, pues, en tu dudosa disculpa tener la sentencia en peso y no disponer de tu demanda al sabor de ligera interpretación. No tengas en mucho ni te maravilles de mi pasado sentimiento, porque concurrieron dos cosas en tu habla, que cualquiera de ellas era bastante para me sacar de seso: nombrarme ese tu caballero que conmigo se atrevió a hablar, y también pedirme palabra sin más causa, que no se podía sospechar sino daño para mi honra. Pero, pues todo viene de buena parte, de lo pasado haya perdón, que en alguna manera es aliviado mi corazón viendo que es obra pía y santa sanar los apasionados y enfermos. CELESTINA.- ¡Y tal enfermo, señora! Por Dios, si bien le conocieses, no le juzgases por el que has dicho y mostrado con tu ira. En Dios y en mi alma, no tiene hiel; gracias, dos mil; en franqueza, Alejandro; en esfuerzo, Héctor; gesto de un rey; gracioso, alegre, jamás reina en él tristeza. De noble sangre, como sabes, gran justador, pues verlo armado, un San Jorge. Fuerza y esfuerzo no tuvo Hércules tanta. La presencia y facciones, disposición, desenvoltura, otra lengua había menester para las contar. Todo junto semeja ángel del cielo. Por fe tengo que no era tan hermoso aquel gentil Narciso que se enamoró de su propia figura cuando se vio en las aguas de la fuente. Ahora, señora, tiénele derribado una sola muela que jamás cesa de quejar. MELIBEA.- ¿Y qué tanto tiempo ha? CELESTINA.- Podrá ser, señora, de veintitrés años, que aquí está Celestina, que le vio nacer y le tomó a los pies de su madre. MELIBEA.- Ni te pregunto eso ni tengo necesidad de saber su edad; sino qué tanto ha que tiene el mal. CELESTINA.- Señora, ocho días, que parece que ha un año en su flaqueza. Y el mayor remedio que tiene es tomar una vihuela, y tañe tantas canciones y tan lastimeras que no creo que fueron otras las que compuso aquel Emperador y gran músico Adriano de la partida del ánima, por sufrir sin desmayo la ya vecina muerte. Que, aunque yo sé poco de música, parece que hace aquella vihuela hablar. Pues, si acaso canta, de mejor gana se paran las aves a le oír que no a aquel Anfión, de quien se dice que movía los árboles y piedras con su canto. Siendo éste nacido, no alabaran a Orfeo. Mira, señora, si una pobre vieja como yo, si se hallará dichosa en dar la vida a quien tales gracias tiene. Ninguna mujer lo ve que no alabe a Dios, que así lo pintó, pues, si le habla acaso, no es más señora de sí de lo que él ordena. Y pues tanta razón tengo, juzga, señora, por bueno mi propósito, mis pasos saludables y vacíos de sospecha. MELIBEA.- ¡Oh cuánto me pesa con la falta de mi paciencia, porque, siendo él ignorante y tú inocente, habéis padecido las alteraciones de mi airada lengua! Pero la mucha razón me releva de culpa, la cual tu habla sospechosa causó. En pago de tu buen sufrimiento, quiero cumplir tu demanda y darte luego mi cordón. Y, porque para escribir la oración no habrá tiempo sin que venga mi madre, si esto no bastare, ven mañana por ella muy secretamente. LUCRECIA.- ¡Ya, ya, perdida es mi ama! Secretamente quiere que venga Celestina. Fraude hay; más le querrá dar que lo dicho. MELIBEA.- ¿Qué dices, Lucrecia? LUCRECIA.- Señora, que baste lo dicho, que es tarde. MELIBEA.- Pues, madre, no le des parte de lo que pasó a ese caballero, por que no me tenga por cruel o arrebatada o deshonesta. LUCRECIA.- No miento yo, que mal va este hecho. CELESTINA.- Mucho me maravillo, señora Melibea, de la duda que tienes de mi secreto. No temas, que todo lo sé sufrir y encubrir, que bien veo que tu mucha sospecha echó, como suele, mis razones a la más triste parte. Yo voy con tu cordón tan alegre que se me figura que está diciéndole allá el corazón la merced que nos hiciste y que lo tengo de hallar aliviado. SEMPRONIO.- O yo no veo bien, o aquélla es Celestina. ¡Válgala el diablo, haldear que trae! Parlando viene entre dientes. CELESTINA.- ¿De qué te fatigas, Sempronio? Creo que en verme. SEMPRONIO.- Yo te lo diré: la raleza de las cosas es madre de la admiración; la admiración concebida en los ojos desciende al ánimo por ellos; el ánimo es forzado descubrirlo por estas exteriores señales. ¿Quién jamás te vio por la calle abajada la cabeza, puestos los ojos en el suelo, y no mirar a ninguno como ahora? ¿Quién te vio hablar entre dientes por las calles y venir aguijando como quien va a ganar beneficio? Cata que todo esto novedad es para se maravillar quien te conoce. Pero esto dejado, dime, por Dios, con qué vienes. Dime si tenemos hijo o hija, que desde que dio la una te espero aquí y no he sentido mejor señal que tu tardanza. CELESTINA.- Hijo, esa regla de bobos no es siempre cierta, que otra hora me pudiera más tardar y dejar allá las narices; y otras dos, y narices y lengua; y así que, mientras más tardase, más caro me costase. SEMPRONIO.- Por amor mío, madre, no pases de aquí sin me lo contar. CELESTINA.- Sempronio, amigo, ni yo me podría parar ni el lugar es aparejado. Vente conmigo delante Calisto; oirás maravillas, que será desflorar mi embajada comunicándola con muchos. De mi boca quiero que sepa lo que se ha hecho, que, aunque hayas de haber alguna partecilla del provecho, quiero yo todas las gracias del trabajo. SEMPRONIO.- ¿Partecilla, Celestina? Mal me parece eso que dices. CELESTINA.- Calla, loquillo, que parte o partecilla, cuanto tú quisieres, te daré. Todo lo mío es tuyo. Gocémonos y aprovechémonos, que sobre el partir nunca reñiremos. Y también sabes tú cuánta más necesidad tienen los viejos que los mozos, mayormente tú que vas a mesa puesta. SEMPRONIO.- Otras cosas he menester más que de comer. CELESTINA.- ¿Qué, hijo? ¿Una docena de agujetas, y un torce para el bonete, y un arco para andarte de casa en casa tirando a pájaros y aojando pájaras a las ventanas? Muchachas digo, bobo, de las que no saben volar, que bien me entiendes. Que no hay mejor alcahuete para ellas que un arco, que se puede entrar cada uno hecho mostrenco, como dicen: «En achaque de trama, etc.». ¡Mas ay, Sempronio, de quien tiene de mantener honra y se va haciendo vieja como yo! SEMPRONIO.- ¡Oh lisonjera vieja! ¡Oh vieja llena de mal! ¡Oh codiciosa y avarienta garganta! También quiere a mí engañar como a mi amo, por ser rica. Pues mala medra tiene. No le arriendo la ganancia, que quien con modo torpe sube en alto, más presto cae que sube. ¡Oh qué mala cosa es de conocer el hombre! Y bien dicen que ninguna mercadería ni animal es tan difícil. ¡Mala vieja falsa es ésta! ¡El diablo me metió con ella! Más seguro me fuera huir de esta venenosa víbora que tomarla. Mía fue la culpa. Pero gane harto, que por bien o mal no negará la promesa. CELESTINA.- ¿Qué dices, Sempronio? ¿Con quién hablas? ¿Viénesme royendo las haldas? ¿Por qué no aguijas? SEMPRONIO.- Lo que vengo diciendo, madre Celestina, es que no me maravillo que seas mudable, que sigas el camino de las muchas. Dicho me habías que diferirías este negocio. Ahora vas sin seso por decir a Calisto cuanto pasa. ¿No sabes que aquello es en algo tenido que es por tiempo deseado, y que cada día que él penase era doblarnos el provecho? CELESTINA.- El propósito muda el sabio; el necio persevera. A nuevo negocio, nuevo consejo se requiere. No pensé yo, hijo Sempronio, que así me respondiera mi buena fortuna. De los discretos mensajeros es hacer lo que el tiempo quiere. Así que la cualidad de lo hecho no puede encubrir tiempo disimulado. Y más que yo sé que tu amo, según lo que de él sentí, es liberal y algo antojadizo. Más dará en un día de buenas nuevas que en ciento que ande penado y yo yendo y viniendo. Que los acelerados y súpitos placeres crían alteración; la mucha alteración estorba el deliberar. Pues, ¿en qué podrá parar el bien, sino en bien, y el alto linaje, sino en luengas albricias? ¡Calla, bobo, deja hacer a tu vieja! SEMPRONIO.- Pues, dime lo que pasó con aquella gentil doncella. Dime alguna palabra de su boca, que, por Dios, así peno por saberla como mi amo penaría. CELESTINA.- ¡Calla, loco! Altérasete la complexión. Ya lo veo en ti, que querrías más estar al sabor que al olor de este negocio. Andemos presto, que estará loco tu amo con mi mucha tardanza. SEMPRONIO.- Y aun sin ella se lo está. PÁRMENO.- ¡Señor, señor! CALISTO.- ¿Qué quieres, loco? PÁRMENO.- A Sempronio y a Celestina veo venir cerca de casa, haciendo paradillas de rato en rato y, cuando están quedos, hacen rayas en el suelo con el espada. No sé qué sea. CALISTO.- ¡Oh desvariado, negligente! Veslos venir, ¿no puedes bajar corriendo a abrir la puerta? ¡Oh alto Dios! ¡Oh soberana deidad! ¿Con qué viene? ¿Qué nuevas traen? Que tan grande ha sido su tardanza que ya más esperaba su venida que el fin de mi remedio. ¡Oh tristes oídos!, aparejaos a lo que os viniere, que en su boca de Celestina está ahora aposentado el alivio o pena de mi corazón. ¡Oh, si en sueños se pasase este poco tiempo hasta ver el principio y fin de su habla! Ahora tengo por cierto que es más penoso al delincuente esperar la cruda y capital sentencia que el acto de la ya sabida muerte. ¡Oh espacioso Pármeno, manos de muerto, quita ya esa enojosa aldaba! Entrará esa honrada dueña en cuya lengua está mi vida. CELESTINA.- ¿Oyes, Sempronio? De otro temple anda nuestro amo. Bien difieren estas razones a las que oímos a Pármeno y a él la primera venida. De mal en bien me parece que va. No hay palabra de las que dice que no vale a la vieja Celestina más que una saya. SEMPRONIO.- Pues mira que, entrando, hagas que no ves a Calisto y hables algo bueno. CELESTINA.- Calla, Sempronio, que aunque haya aventurado mi vida, más merece Calisto, y su ruego y tuyo, y más mercedes espero yo de él. ACTO VI ARGUMENTO DEL SEXTO ACTO Entrada Celestina en casa de Calisto con grande afición y deseo, Calisto le pregunta de lo que le ha acontecido con Melibea. Mientras ellos están hablando, Pármeno, oyendo hablar a Celestina de su parte contra Sempronio, a cada razón le pone un mote, reprehendiéndolo Sempronio. En fin, la vieja Celestina le descubre todo lo negociado y un cordón de Melibea. Y, despedida de Calisto, vase para su casa y con ella Pármeno. CALISTO, CELESTINA, PÁRMENO, SEMPRONIO. CALISTO.- ¿Qué dices, señora y madre mía? CELESTINA.- ¡Oh mi señor Calisto! ¿Y aquí estás? ¡Oh mi nuevo amador de la muy hermosa Melibea y con mucha razón! ¿Con qué pagarás a la vieja que hoy ha puesto su vida al tablero por tu servicio? ¿Cuál mujer jamás se vio en tan estrecha afrenta como yo? Que en tornarlo a pensar se me menguan y vacían todas las venas de mi cuerpo de sangre. Mi vida diera por menor precio que ahora daría este manto raído y viejo. PÁRMENO.- Tú dirás lo tuyo. Entre col y col, lechuga. Subido has un escalón; más adelante te espero a la saya. Todo para ti y no nada de que puedas dar parte. Pelechar quiere la vieja. Tú me sacarás a mí verdadero y a mi amo loco. No le pierdas palabra, Sempronio, y verás cómo no quiere pedir dinero porque es divisible. PÁRMENO.- ¡Oh Santa María, y qué rodeos busca este loco por huir de nosotros, para poder llorar a su placer con Celestina de gozo y por descubrirle mil secretos de su liviano y desvariado apetito, por preguntar y responder seis veces cada cosa sin que esté presente quien le pueda decir que es prolijo! Pues mándote yo, desatinado, que tras ti vamos. CALISTO.- Mira, señora, qué hablar trae Pármeno, cómo se viene santiguando de oír lo que has hecho de tu gran diligencia. Espantado está, por mi fe, señora Celestina. Otra vez se santigua. Sube, sube, sube y asiéntate, señora, que de rodillas quiero escuchar tu suave respuesta, y dime luego la causa de tu entrada, qué fue. CELESTINA.- Vender un poco de hilado, con que tengo cazadas más de treinta de su estado, si a Dios ha placido, en este mundo y algunas mayores. CALISTO.- Eso será de cuerpo, madre, pero no de gentileza, no de estado, no de gracia y discreción, no de linaje, no de presunción con merecimiento, no en virtud, no en habla. PÁRMENO.- Ya escurre eslabones el perdido, ya se desconciertan sus badajadas. Nunca da menos de doce, siempre está hecho reloj de mediodía. Cuenta, cuenta, Sempronio, que está desbabado oyéndole a él locuras y a ella mentiras. SEMPRONIO.- ¡Oh maldiciente venenoso! ¿Por qué cierras las orejas a lo que todos los del mundo las aguzan, hecho serpiente, que huye la voz del encantador? Que sólo por ser de amores estas razones, aunque mentiras, las habías de escuchar con gana. CELESTINA.- Oye, señor Calisto, y verás tu dicha y mi solicitud qué obraron, que en comenzando yo a vender y poner en precio mi hilado, fue su madre de Melibea llamada para que fuese a visitar una hermana suya enferma. Y como le fuese necesario ausentarse, dejó en su lugar a Melibea para… CALISTO.- ¡Oh gozo sin par! ¡Oh singular oportunidad! ¡Oh oportuno tiempo! ¡Oh quién estuviera allí debajo de tu manto, escuchando qué hablaría sola aquella en quien Dios tan extremadas gracias puso! CELESTINA.- ¿Debajo de mi manto, dices? ¡Ay mezquina!, que fueras visto por treinta agujeros que tiene, si Dios no le mejora. PÁRMENO.- Sálgome fuera, Sempronio. Ya no digo nada; escúchatelo tú todo. Si este perdido de mi amo no midiese con el pensamiento cuántos pasos hay de aquí a casa de Melibea y contemplase en su gesto y considerase cómo estaría aviniendo el hilado, todo el sentido puesto y ocupado en ella, él vería que mis consejos le eran más saludables que estos engaños de Celestina. CALISTO.- ¿Qué es esto, mozos? Estoy yo escuchando atento, que me va la vida, ¿vosotros susurráis, como soléis, por hacerme mala obra y enojo? Por mi amor, que calléis; moriréis de placer con esta señora, según su buena diligencia. Di, señora, ¿qué hiciste cuando te viste sola? CELESTINA.- Recibí, señor, tanta alteración de placer que cualquiera que me viera me lo conociera en el rostro. CALISTO.- Ahora la recibo yo; cuánto más quien ante sí contemplaba tal imagen. Enmudecerías con la novedad incogitada. CELESTINA.- Antes me dio más osadía a hablar lo que quise verme sola con ella. Abrí mis entrañas, díjele mi embajada, cómo penabas tanto, por una palabra de su boca salida en favor tuyo, para sanar un gran dolor. Y como ella estuviese suspensa, mirándome, espantada del nuevo mensaje, escuchando hasta ver quién podía ser el que así por necesidad de su palabra penaba o a quién pudiese sanar su lengua, en nombrando tu nombre, atajó mis palabras, diose en la frente una gran palmada, como quien cosa de grande espanto hubiese oído, diciendo que cesase mi habla y me quitase delante, si no quería hacer a sus servidores verdugos de mi postrimería, agravando mi osadía, llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa barbuda, malhechora y otros muchos ignominiosos nombres, con cuyos títulos asombran a los niños de cuna. Y en pos de esto mil amortecimientos y desmayos, mil milagros y espantos, turbado el sentido, bullendo fuertemente los miembros todos, a una parte y a otra, herida de aquella dorada flecha que del sonido de tu nombre le tocó, retorciendo el cuerpo, las manos enclavijadas, como quien se despereza, que parecía que las despedazaba, mirando con los ojos a todas partes, acoceando con los pies el suelo duro. Y yo a todo esto arrinconada, encogida, callando, muy gozosa con su ferocidad. Mientras más basqueaba, más yo me alegraba, porque más cerca estaba el rendirse y su caída. Pero entretanto que gastaba aquel espumajoso almacén su ira, yo no dejaba mis pensamientos estar vagos ni ociosos, de manera que tuve tiempo para salvar lo dicho. CALISTO.- Eso me di, señora madre, que yo he revuelto en mi juicio mientras te escucho y no he hallado disculpa que buena fuese ni conveniente, con que lo dicho se cubriese ni colorase, sin quedar terrible sospecha de tu demanda. Porque conozca tu mucho saber, que en todo me pareces más que mujer, que como su respuesta tú pronosticaste, proveíste con tiempo tu réplica. ¿Qué más hacía aquella Tusca Adeleta, cuya fama, siendo tú viva, se perdiera? La cual tres días antes su fin prenunció la muerte de su viejo marido y de dos hijos que tenía. Ya creo lo que se dice, que el género flaco de las hembras es más apto para las prestas cautelas que el de los varones. CELESTINA.- ¿Qué, señor? Dije que tu pena era mal de muelas y que la palabra que de ella quería era una oración que ella sabía, muy devota, para ellas. CALISTO.- ¡Oh maravillosa astucia! ¡Oh singular mujer en su oficio! ¡Oh cautelosa hembra! ¡Oh melecina presta! ¡Oh discreta en mensajes! ¿Cuál humano seso bastara a pensar tan alta manera de remedio? De cierto creo, si nuestra edad alcanzara aquellos pasados Eneas y Dido, no trabajara tanto Venus para atraer a su hijo el amor de Elisa, haciendo tomar a Cupido ascánica forma para la engañar; antes, por evitar prolijidad, pusiera a ti por medianera. Ahora doy por bien empleada mi muerte, puesta en tales manos, y creeré que si mi deseo no hubiere efecto, cual querría, que no se pudo obrar más, según natura, en mi salud. ¿Qué os parece, mozos?¿Qué mas se pudiera pensar? ¿Hay tal mujer nacida en el mundo? CELESTINA.- Señor, no atajes mis razones; déjame decir, que se va haciendo noche. Ya sabes que quien mal hace aborrece la claridad y, yendo a mi casa, podré haber algún mal encuentro. CALISTO.- ¿Qué, qué? Sí, que hachas y pajes hay que te acompañen. PÁRMENO.- ¡Sí, sí, por que no fuercen a la niña, tú irás con ella, Sempronio, que ha temor de los grillos que cantan con lo escuro! CALISTO.- ¿Dices algo, hijo Pármeno? PÁRMENO.- Señor, que yo y Sempronio será bueno que la acompañemos hasta su casa, que hace mucho oscuro. CALISTO.- Bien dicho es. Después será. Procede en tu habla y dime qué más pasaste, qué respondió a la demanda de la oración. CELESTINA.- Que la daría de su grado. CALISTO.- ¿De su grado? ¡Dios mío, qué alto don! CELESTINA.- Pues más le pedí. CALISTO.- ¿Qué, mi vieja honrada? CELESTINA.- ¡Un cordón que ella trae contino ceñido, diciendo que era provechoso para tu mal porque había tocado muchas reliquias! CALISTO.- Pues, ¿qué dijo? CELESTINA.- ¡Dame albricias! Decírtelo he. CALISTO.- ¡Oh!, por Dios, toma toda esta casa y cuanto en ella hay y dímelo; o pide lo que quieras. CELESTINA.- Por un manto que des a la vieja, te dará en tus manos el mismo que en su cuerpo ella traía. CALISTO.- ¿Qué dices de manto? Manto y saya y cuanto yo tengo. CELESTINA.- Manto he menester y éste tendré yo en harto. No te oscuras. Abrevia tus razones; darás lugar a las de Celestina. CALISTO.- ¿Enójote, madre, con mi luenga razón, o está borracho este mozo? CELESTINA.- Aunque no lo esté, debes, señor, cesar tu razón, dar fin a tus luengas querellas, tratar al cordón como cordón, porque sepas hacer diferencia de habla cuando con Melibea te veas. No haga tu lengua iguales la persona y el vestido. CALISTO.- ¡Oh mi señora, mi madre, mi consoladora, déjame gozar en este mensajero de mi gloria! ¡Oh lengua mía!, ¿por qué te impides en otras razones, dejando de adorar presente la excelencia de quien por ventura jamás verás en tu poder? ¡Oh mis manos, con qué atrevimiento, con cuán poco acatamiento tenéis y tratáis la triaca de mi llaga! Ya no podrán empecer las hierbas que aquel crudo casquillo traía envueltas en su aguda punta. Seguro soy, pues quien dio la herida la cura. ¡Oh tú, señora, alegría de las viejas mujeres, gozo de las mozas, descanso de los fatigados como yo, no me hagas más penado con tu temor, que me hace mi vergüenza! Suelta la rienda a mi contemplación, déjame salir por las calles con esta joya, por que los que me vieren sepan que no hay más bienandante hombre que yo. SEMPRONIO.- No afistoles tu llaga cargándola de más deseo. No es, señor, el solo cordón del que pende tu remedio. CALISTO.- Bien lo conozco, pero no tengo sufrimiento para me abstener de adorar tan alta empresa. CELESTINA.- ¿Empresa? Aquélla es empresa que de grado es dada, pero ya sabes que lo hizo por amor de Dios para guarecer tus muelas, no por el tuyo para cerrar tus llagas. Pero, si yo vivo, ella volverá la hoja. CALISTO.- ¿Y la oración? CELESTINA.- No se me dio por ahora. CALISTO.- ¿Qué fue la causa? CELESTINA.- La brevedad del tiempo, pero quedó que si tu pena no aflojase, que tornase mañana por ella. CALISTO.- ¿Aflojar? Entonces aflojará mi pena cuando su crueldad. CELESTINA.- Asaz, señor, basta lo dicho y hecho. Obligada queda, según lo que mostró, a todo lo que para esta enfermedad yo quisiere pedir, según su poder. Mira, señor, si esto basta para la primera vista. Yo me voy. Cumple, señor, que si salieres mañana, lleves rebozado un paño, porque si de ella fueres visto, no acuse de falsa mi petición. CALISTO.- Y aun cuatro por tu servicio. Pero, dime, por Dios, ¿pasó más?, que muero por oír palabras de aquella dulce boca. ¿Cómo fuiste tan osada que sin la conocer te mostraste tan familiar en tu entrada y demanda? CELESTINA.- ¿Sin la conocer? Cuatro años fueron mis vecinas. Trataba con ellas, hablaba y reía de día y de noche. Mejor me conoce su madre que a sus mismas manos; aunque Melibea se ha hecho grande mujer, discreta, gentil. PÁRMENO.- ¡Ea, mira, Sempronio, qué te digo al oído! SEMPRONIO.- Dime, ¿qué dices? PÁRMENO.- Aquel atento escuchar de Celestina da materia de alargar en su razón a nuestro amo. Llégate a ella, dale del pie, hagámosle de señas que no espere más, sino que se vaya, que no hay tan loco hombre nacido que solo mucho hable. CALISTO.- ¿Gentil dices, señora, que es Melibea? Parece que lo dices burlando. ¿Hay nacida su par en el mundo? ¿Crió Dios otro mejor cuerpo? ¿Puédense pintar tales facciones, dechado de hermosura? Si hoy fuera viva Helena, por quien tanta muerte hubo de griegos y troyanos, o la hermosa Policena, todas obedecerían a esta señora por quien yo peno. Si ella se hallara presente en aquel debate de la manzana con las tres diosas, nunca sobrenombre de discordia le pusieran, porque sin contrariar ninguna, todas concedieran y vinieran conformes en que la llevara Melibea. Así se llamara manzana de concordia. Pues cuantas hoy son nacidas, que de ella tengan noticia, se maldicen, querellan a Dios porque no se acordó de ellas cuando a ésta mi señora hizo. Consumen sus vidas, comen sus carnes con envidia, danles siempre crudos martirios, pensando con artificio igualar con la perfección que sin trabajo dotó a ella natura. De ellas, pelan sus cejas con tenacicas y pegones y a cordelejos; de ellas, buscan las doradas hierbas, raíces, ramas y flores para hacer lejías con que sus cabellos semejasen a los de ella. Las caras martillando, envistiéndolas en diversos matices con ungüentos y unturas, aguas fuertes, posturas blancas y coloradas, que por evitar prolijidad no las cuento. Pues la que todo esto halló hecho, mira si merece de un triste hombre como yo ser servida… CELESTINA.- Bien te entiendo, Sempronio. Déjale, que él caerá de su asno y acabará. CALISTO.- … en la que toda la natura se remiró por la hacer perfecta, que las gracias que en todas repartió las juntó en ella. Allí hicieron alarde cuanto más acabadas pudieron allegarse, por que conociesen los que la viesen cuánta era la grandeza de su pintor. Sola una poca de agua clara con un ebúrneo peine basta para exceder a las nacidas en gentileza. Éstas son sus armas, con éstas mata y vence, con éstas me cautivó, con éstas me tiene ligado y puesto en dura cadena. CELESTINA.- Calla y no te fatigues, que más aguda es la lima que yo tengo que fuerte esa cadena que te atormenta. Yo la cortaré con ella por que tú quedes suelto. Por ende, dame licencia, que es muy tarde, y déjame llevar el cordón, porque, como sabes, tengo de él necesidad. CALISTO.- ¡Oh desconsolado de mí! La fortuna adversa me sigue junta, que contigo o con el cordón o con entrambos quisiera yo estar acompañado esta noche luenga y oscura. Pero, pues no hay bien cumplido en esta penosa vida, venga entera la soledad. ¡Mozos, mozos! PÁRMENO.- Señor. CALISTO.- Acompaña a esta señora hasta su casa y vaya con ella tanto placer y alegría cuanta conmigo queda tristeza y soledad. CELESTINA.- Quede, señor, Dios contigo. Mañana será mi vuelta, donde mi manto y la respuesta vendrán a un punto, pues hoy no hubo tiempo. Y súfrete, señor, y piensa en otras cosas. CALISTO.- Eso no, que es herejía olvidar aquella por quien la vida me aplace. ACTO VII ARGUMENTO DEL SÉPTIMO ACTO Celestina habla con Pármeno, induciéndole a concordia y amistad de Sempronio. Tráele Pármeno a memoria la promesa que le hiciera de le hacer haber a Areúsa, que él mucho amaba. Vanse a casa de Areúsa. Queda ahí la noche Pármeno. Celestina va para su casa; llama a la puerta. Elicia le viene a abrir, increpándole su tardanza. PÁRMENO, CELESTINA, AREÚSA, ELICIA. CELESTINA.- Pármeno, hijo, después de las pasadas razones, no he habido oportuno tiempo para te decir y mostrar el mucho amor que te tengo, y, asimismo, cómo de mi boca todo el mundo ha oído hasta ahora en ausencia bien de ti. La razón no es menester repetirla, porque yo te tenía por hijo, a lo menos cuasi adoptivo, y así que tú imitaras a natural; y tú dasme el pago en mi presencia, pareciéndote mal cuanto digo, susurrando y murmurando contra mí en presencia de Calisto. Bien pensaba yo que, después que concediste en mi buen consejo, que no habías de tornarte atrás. Todavía me parece que te quedan reliquias vanas, hablando por antojo más que por razón. Desechas el provecho por contentar la lengua. Óyeme, si no me has oído, y mira que soy vieja y el buen consejo mora en los viejos y de los mancebos es propio el ojos de agua. ¿Y tuve yo en este mundo otra tal amiga? ¿Otra tal compañera? ¿Tal aliviadora de mis trabajos y fatigas? ¿Quién suplía mis faltas? ¿Quién sabía mis secretos? ¿A quién descubría mi corazón? ¿Quién era todo mi bien y descanso, sino tu madre, más que mi hermana y comadre? ¡Oh qué graciosa era! ¡Oh qué desenvuelta, limpia, varonil! Tan sin pena ni temor se andaba a media noche de cimenterio en cimenterio, buscando aparejos para nuestro oficio, como de día. Ni dejaba cristianos ni moros ni judíos, cuyos enterramientos no visitaba. De día los acechaba, de noche los desenterraba. Así se holgaba con la noche oscura como tú con el día claro; decía que aquélla era capa de pecadores. Pues veas qué maña no tenía con todas las otras gracias. Una cosa te diré, por que veas qué madre perdiste, aunque era para callar. Pero contigo todo pasa. Siete dientes quitó a un ahorcado con unas tenacicas de pelar cejas, mientras yo le descalcé los zapatos. Pues entraba en un cerco mejor que yo y con más esfuerzo, aunque yo tenía harta buena fama, más que ahora, que por mis pecados todo se olvidó con su muerte. ¿Qué más quieres,sino que los mismos diablos le habían miedo? Atemorizados y espantados los tenía con las crudas voces que les daba. Así era de ellos conocida como tú en tu casa. Tumbando venían unos sobre otros a su llamado. No le osaban decir mentira, según la fuerza con que los apremiaba. Después que la perdí, jamás les oí verdad. PÁRMENO.- No la medre Dios más a esta vieja, que ella me da placer con estos loores de sus palabras. CELESTINA.- ¿Qué dices, mi honrado Pármeno, mi hijo y más que hijo? PÁRMENO.- Digo que, ¿cómo tenía esa ventaja mi madre, pues las palabras que ella y tú decíais eran todas unas? CELESTINA.- ¿Cómo? ¿Y de eso te maravillas? ¿No sabes que dice el refrán «que mucho va de Pedro a Pedro»? Aquella gracia de mi comadre no la alcanzábamos todas. ¿No has visto en los oficios unos buenos y otros mejores? Así era tu madre, que Dios haya, la prima de nuestro oficio y por tal era de todo el mundo conocida y querida, así de caballeros como clérigos, casados, viejos, mozos y niños. Pues mozas y doncellas así rogaban a Dios por su vida, como de sus mismos padres. Con todos tenía que hacer, con todos hablaba. Si salíamos por la calle, cuantos topábamos eran sus ahijados, que fue su principal oficio partera dieciséis años. Así que, aunque tú no sabías sus secretos por la tierna edad que habías, ahora es razón que los sepas, pues ella es finada y tú hombre. PÁRMENO.- Dime, señora, cuando la justicia te mandó prender, estando yo en tu casa, ¿teníais mucho conocimiento? CELESTINA.- ¿Si teníamos me dices? Como por burla juntas lo hicimos, juntas nos sintieron, juntas nos prendieron y acusaron, juntas nos dieron la pena esa vez, que creo fue la primera. Pero muy pequeño eras tú. Yo me espanto cómo te acuerdas, que es cosa que más olvidada está en la ciudad. Cosas son que pasan por el mundo. Cada día verás quien peque y pague si sales a ese mercado. PÁRMENO.- Verdad es, pero del pecado lo peor es la perseverancia, que así como el primer movimiento no es mano del hombre, así el primero yerro, do dicen que «quien yerra se enmienda, etc.». CELESTINA.- Lastimásteme, don loquillo. ¿A las verdades nos andamos? Pues espera, que yo te tocaré donde te duela. PÁRMENO.- ¿Qué dices, madre? CELESTINA.- Hijo, digo que sin aquélla prendieron cuatro veces a tu madre, que Dios haya, sola. Y aun la una le levantaron que era bruja, porque la hallaron de noche con unas candelillas cogiendo tierra de una encrucijada, y la tuvieron medio día en una escalera en la plaza, puesto uno como rocadero pintado en la cabeza. Pero no fue nada. Algo han de sufrir los hombres en este triste mundo para sustentar sus vidas y honras. Y mira en cuán poco lo tuvo con su buen seso, que ni por eso dejó de aquí en adelante de usar mejor su oficio. Esto ha venido por lo que decías del perseverar en lo que una vez se yerra. En todo tenía gracia, que en Dios y en mi conciencia, aun en aquella escalera estaba y parecía que a todos los de bajo no tenía en una blanca, según su meneo y presencia. Así que los que algo son como ella, y saben, y valen, son los que más presto yerran. Verás quién fue Virgilio y qué tanto supo, mas ya habrás oído cómo estuvo en un cesto colgado de una torre, mirándolo toda Roma. Pero por eso no dejó de ser honrado ni perdió el nombre de Virgilio. PÁRMENO.- Verdad es lo que dices, pero eso no fue por justicia. CELESTINA.- ¡Calla, bobo! Poco sabes de achaque de iglesia y cuánto es mejor por mano de justicia que de otra manera. Sabíalo mejor el cura, que Dios haya, que, viniéndola a consolar, dijo que la Santa Escritura tenía que bienaventurados eran los que padecían persecución por la justicia, y que aquéllos poseerían el reino de los cielos. Mira si es mucho pasar algo en este mundo por gozar de la gloria del otro. Y más que, según todos decían, a tuerto y sin razón y con falsos testigos y recios tormentos la hicieron aquella vez confesar lo que no era. Pero con su buen esfuerzo, y como el corazón avezado a sufrir hace las cosas más leves de lo que son, todo lo tuvo en nada, que mil veces le oía decir: «si me quebré el pie, fue por mi bien, porque soy más conocida que antes». Así que todo esto pasó tu buena madre acá, debemos creer que le daría Dios buen pago allá, si es verdad lo que nuestro cura nos dijo, y con esto me consuelo. Pues seme tú, como ella, amigo verdadero y trabaja por ser bueno, pues tienes a quien parezcas, que lo que tu padre te dejó a buen seguro lo tienes. PÁRMENO.- Ahora dejemos los muertos y las herencias. Hablemos en los presentes negocios, que nos va más que en traer los pasados a la memoria. Bien se te acordará no ha mucho que me prometiste que me harías haber a Areúsa cuando en mi casa te dije cómo moría por sus amores. CELESTINA.- Sí te lo prometí. No lo he olvidado ni creas que he perdido con los años la memoria, que más de tres jaques he recibido de mí sobre ello en tu ausencia. Ya creo que estará bien madura. Vamos de camino por casa, que no se podrá escapar de mate, que esto es lo menos que yo por ti tengo de hacer. PÁRMENO.- Yo ya desconfiaba de la poder alcanzar, porque jamás podía acabar con ella que me esperase a poderle decir una palabra. Y, como dicen, «mala señal es de amor huir y volver la cara». Sentía en mí gran desfucia de esto. CELESTINA.- No tengo en mucho tu desconfianza, no me conociendo ni sabiendo, como ahora, que tienes tan de tu mano la maestra de estas labores. Pues ahora verás cuánto por mi causa vales, cuánto con las tales puedo, cuánto sé en casos de amor. Anda paso. ¿Ves aquí su puerta? Entremos quedo, no nos sientan sus vecinas. Atiende y espera debajo de esta escalera. Subiré yo a ver qué se podrá hacer sobre lo hablado, y por ventura haremos más que tú ni yo traemos pensado. AREÚSA.- ¿Quién anda ahí? ¿Quién sube a tal hora en mi cámara? CELESTINA.- Quien no te quiere mal, por cierto; quien nunca da paso que no piense en tu provecho; quien tiene más memoria de ti que de sí misma: una enamorada tuya, aunque vieja. AREÚSA.- ¡Válgala el diablo a esta vieja, con qué viene como estantigua a tal hora! Tía, señora, ¿qué buena venida es ésta tan tarde? Ya me desnudaba para acostar. CELESTINA.- ¿Con las gallinas, hija? Así se hará la hacienda. ¡Andar, pase! Otro es el que ha de llorar las necesidades, que no tú. Hierba pace quien lo cumple. Tal vida quienquiera se la querría. AREÚSA.- ¡Jesú! Quiérome tornar a vestir, que he frío. CELESTINA.- No harás, por mi vida, sino éntrate en la cama, que desde allí hablaremos. AREÚSA.- Así goce de mí, pues que lo he bien menester, que me siento mala hoy todo el día. Así que necesidad, más que vicio, me hizo tomar con tiempo las sábanas por faldetas. CELESTINA.- Pues no estés asentada, acuéstate y métete debajo de la ropa, que pareces serena. ¡Ay, cómo huele toda la ropa en bulléndote! A CELESTINA.- Eso que temes yo lo proveí primero, que muy paso entramos. AREÚSA.- No lo digo por esta noche, sino por otras muchas. CELESTINA.- ¿Cómo? ¿Y de ésas eres? ¿De esa manera te tratas? Nunca tú harás casa con sobrado. Ausente le has miedo; ¿qué harías si estuviese en la ciudad? En dicha me cabe que jamás ceso de dar consejos a bobos, y todavía hay quien yerre. Pero no me maravillo, que es grande el mundo y pocos los experimentados. ¡Ay, ay!, hija, si vieses el saber de tu prima y qué tanto le ha aprovechado mi crianza y consejos, y qué gran maestra está. Y aun que no se halla ella mal con mis castigos, que uno en la cama y otro en la puerta, y otro que suspira por ella en su casa, se precia de tener. Y con todos cumple y a todos muestra buena cara, y todos piensan que son muy queridos. Y cada uno piensa que no hay otro, y que él solo es privado, y él solo es el que le da lo que ha menester. Y tú temes que, con dos que tengas, las tablas de la cama lo han de descubrir. ¿De una sola gotera te mantienes? ¡No te sobrarán muchos manjares! ¡No quiero arrendar tus escamochos! Nunca uno me agradó, nunca en uno puse toda mi afición. Más pueden dos, y más cuatro, y más dan y más tienen, y más hay en qué escoger. No hay cosa más perdida, hija, que el mur que no sabe sino un horado. Si aquél le tapan, no habrá donde se esconda del gato. Quien no tiene sino un ojo, mira a cuánto peligro anda. Una ánima sola, ni canta ni llora. Un solo acto no hace hábito. Un fraile solo pocas veces lo encontrarás por la calle. Una perdiz sola por maravilla vuela. Un manjar solo continuo, presto pone hastío. Una golondrina no hace verano. Un testigo solo no es entera fe. Quien sola una ropa tiene, presto la envejece. ¿Qué quieres, hija, de este número uno? Más inconvenientes te diré de él que años tengo a cuestas. Ten siquiera dos, que es compañía loable, como tienes dos orejas, dos pies y dos manos, dos sábanas en la cama, como dos camisas para remudar. Y si más quisieres, mejor te irá, que, mientras más moros, más ganancia; que honra sin provecho no es sino como anillo en el dedo. Y pues entrambos no caben en un saco, acoge la ganancia. Sube, hijo Pármeno. AREÚSA.- ¡No suba! ¡Landre me mate!, que me fino de empacho, que no le conozco, siempre hube vergüenza de él. CELESTINA.- Aquí estoy yo, que te la quitaré y cubriré y hablaré por entrambos, que otro tan empachado es él. PÁRMENO.- Señora, Dios salve tu graciosa presencia. AREÚSA.- Gentilhombre, buena sea tu venida. CELESTINA.- Llégate acá, asno. ¡A dónde te vas allá a asentar al rincón! No seas empachado, que al hombre vergonzoso el diablo le trajo a palacio. Oídme entrambos lo que digo. Ya sabes tú, Pármeno amigo, lo que te prometí, y tú, hija mía, lo que te tengo rogado, dejada aparte la dificultad con que me lo has concedido. Pocas razones son necesidades, porque el tiempo no lo padece. Él ha siempre vivido penado por ti; pues, viendo su pena, sé que no le querrás matar y aun conozco que él te parece tal que no será malo para quedarse acá esta noche en casa. AREÚSA.- Por mi vida, madre, que tal no se haga. ¡Jesú!, no me lo mandes. PÁRMENO.- Madre mía, por amor de Dios, que no salga yo de aquí sin buen concierto, que me ha muerto de amores su vista. Ofrécele cuanto mi padre te dejó para mí. Dile que le daré cuanto tengo. ¡Ea!, díselo, que me parece que no me quiere mirar. AREÚSA.- ¿Qué te dice ese señor a la oreja? ¿Piensa que tengo de hacer nada de lo que pides? CELESTINA.- No dice, hija, sino que se huelga mucho con tu amistad, porque eres persona tan honrada en quien cualquier beneficio cabrá bien. Llégate acá, negligente, vergonzoso, que quiero ver para cuánto eres antes que me vaya. Retózala en esta cama. AREÚSA.- No será él tan descortés que entre en lo vedado sin licencia. CELESTINA.- ¿En cortesías y licencias estás? No espero más aquí yo, fiadora que tú amanezcas sin dolor y él sin color. Mas como es un putillo gallillo barbiponiente, entiendo que en tres noches no se le demude la cresta. De éstos me mandaban a mí comer en mi tiempo los médicos de mi tierra, cuando tenía mejores dientes. AREÚSA.- ¡Ay, señor mío, no me trates de tal manera! Ten mesura, por cortesía, mira las canas de aquella vieja honrada, que están presentes. Quítate allá, que no soy de aquellas que piensas. No soy de las que públicamente están a vender sus cuerpos por dinero. Así goce de mí, de casa me salga, si hasta que Celestina mi tía sea ida a mi ropa tocas. CELESTINA.- ¿Qué es esto, Areúsa? ¿Qué son estas extrañezas y esquivedad, estas novedades y retraimiento? Parece, hija, que no sé yo qué cosa es esto, que nunca vi estar un hombre con una mujer juntos, y que jamás pasé por ello ni gocé de lo que gozas, y que no sé lo que pasan y lo que dicen y hacen. ¡Guay de quien tal oye como yo! Pues avísote, de tanto, que fui errada como tú y tuve amigos, pero nunca el viejo ni la vieja echaba de mi lado, ni su consejo en público ni en mis secretos. Para la muerte que a Dios debo, más quisiera una gran bofetada en mitad de mi cara. Parece que ayer nací, según tu encubrimiento. Por hacerte a ti honesta, me haces a mí necia y vergonzosa, y de poco secreto y sin experiencia. Y me amenguas en mi oficio por alzar a ti en el tuyo. Pues, de cosario a cosario, no se pierden sino los barriles. Más te alabo yo detrás que tú te estimas delante. AREÚSA.- Madre, si erré, haya perdón, y llégate más acá, y él haga lo que quisiere, que más quiero tener a ti contenta que no a mí; antes me quebraré un ojo que enojarte. CELESTINA.- No tengo ya enojo, pero dígotelo para adelante. Quedaos a Dios, que voyme sólo porque me hacéis dentera con vuestro besar y retozar, que aún el sabor en las encías me quedó, no lo perdí con las muelas. AREÚSA.- Dios vaya contigo. PÁRMENO.- Madre, ¿mandas que te acompañe? CELESTINA.- Sería quitar a un santo por poner en otro. Acompáñeos Dios, que yo vieja soy, no he temor que me fuercen en la calle. ELICIA.- El perro ladra. ¿Si viene este diablo de vieja? CELESTINA.- Ta, ta, ta. ELICIA.- ¿Quién es? ¿Quién llama? CELESTINA.- Bájame a abrir, hija. ELICIA.- Éstas son tus venidas. Andar de noche es tu placer. ¿Por qué lo haces? ¿Qué larga estada fue ésta, madre? Nunca sales para volver a casa, por costumbre lo tienes. Cumpliendo con uno, dejas ciento descontentos. Que has sido hoy buscada del padre de la desposada que llevaste el día de Pascua al racionero; que la quiere casar de aquí a tres días y es menester que la remedies, pues que se lo prometiste, para que no sienta su marido la falta de la virginidad. CELESTINA.- No me acuerdo, hija, por quién dices. ELICIA.- ¿Cómo no te acuerdas? Desacordada eres, cierto. ¡Oh cómo caduca la memoria! Pues, por cierto, tú me dijiste, cuando la llevabas, que la habías renovado siete veces. CELESTINA.- No te maravilles, hija, que quien en muchas partes derrama su memoria, en ninguna la puede tener. Pero dime si tornará. ELICIA.- ¡Mira si tornará! Tiénete dado una manilla de oro en prendas de tu trabajo, ¿y no había de venir? CELESTINA.- ¿La de la manilla es? Ya sé por quién dices. ¿Por qué tú no tomabas el aparejo y comenzabas a hacer algo? Pues en aquellas tales te habías de avezar y de probar, de cuantas veces me lo has visto hacer. Si no, ¡ay!, te estarás toda tu vida hecha bestia sin oficio ni renta. Y cuando seas de mi edad, llorarás la holgura de ahora, que la mocedad ociosa acarrea la vejez arrepentida y trabajosa. Hacíalo yo mejor cuando tu abuela, que Dios haya, me buena andanza pasada. SEMPRONIO.- Dilo, dilo. ¿Es algo de Melibea? ¿Hasla visto? PÁRMENO.- ¡Qué de Melibea! Es de otra que yo más quiero, y aun tal que, si no estoy engañado, puede vivir con ella en gracia y hermosura. Sí, que no se encerró el mundo y todas sus gracias en ella. SEMPRONIO.- ¿Qué es esto, desvariado? Reírme querría, sino que no puedo. ¿Ya todos amamos? El mundo se va a perder. Calisto a Melibea, yo a Elicia, tú, de envidia has buscado con quien perder ese poco de seso que tienes. PÁRMENO.- ¿Luego locura es amar y yo soy loco y sin seso? Pues si la locura fuese dolores, en cada casa habría voces. SEMPRONIO.- Según tu opinión, sí eres, que yo te he oído dar consejos vanos a Calisto y contradecir a Celestina en cuanto habla. Y, por impedir mi provecho y el suyo, huelgas de no gozar tu parte. Pues a las manos me has venido donde te podré dañar, y lo haré. PÁRMENO.- No es, Sempronio, verdadera fuerza ni poderío dañar y empecer, mas aprovechar y guarecer, y muy mayor quererlo hacer. Yo siempre te tuve por hermano. No se cumpla, por Dios, en ti lo que se dice, que pequeña causa desparte conformes amigos. Muy mal me tratas. No sé dónde nazca este rencor. No me indignes, Sempronio, con tan lastimeras razones. Cata que es muy rara la paciencia que agudo baldón no penetre y traspase. SEMPRONIO.- No digo mal en esto, sino que se eche otra sardina para el mozo de caballos, pues tú tienes amiga. PÁRMENO.- Estás enojado. Quiérote sufrir, aunque más mal me trates, pues dicen que ninguna humana pasión es perpetua ni durable. SEMPRONIO.- Más maltratas tú a Calisto, aconsejando a él lo que para ti huyes, diciendo que se aparte de amar a Melibea, hecho tablilla de mesón, que para sí no tiene abrigo y dale a todos. ¡Oh Pármeno! Ahora podrás ver cuán fácil cosa es reprehender vida ajena y cuán duro guardar cada cual la suya. No digo más, pues tú eres testigo, y de aquí adelante veremos cómo te has, pues ya tienes tu escudilla como cada cual. Si tú mi amigo fueras, en la necesidad que de ti tuve me habías de favorecer, y ayudar a Celestina en mi provecho, que no hincar un clavo de malicia a cada palabra. Sabe que, como la hez de la taberna despide a los borrachos, así la adversidad o necesidad al fingido amigo. Luego se descubre el falso metal, dorado por encima. PÁRMENO.- Oído lo había decir y por experiencia lo veo: nunca venir placer sin contraria zozobra en esta triste vida. A los alegres, serenos y claros soles, nublados oscuros y pluvias vemos suceder; a los solaces y placeres, dolores y muertes los ocupan; a las risas y deleites, llantos y lloros y pasiones mortales los siguen; finalmente, a mucho descanso y sosiego, mucho pesar y tristeza. ¿Quién podrá tan alegre venir como yo ahora? ¿Quién tan triste recibimiento padecer? ¿Quién verse, como yo me vi, con tanta gloria alcanzada con mi querida Areúsa? ¿Quién caer de ella siendo tan mal tratado tan presto, como yo de ti? Que no me has dado lugar a poderte decir cuánto soy tuyo, cuánto te he de favorecer en todo, cuánto soy arrepiso de lo pasado, cuántos consejos y castigos buenos he recibido de Celestina en tu favor y provecho y de todos; cómo, pues este juego de nuestro amo y Melibea está entre las manos, podemos ahora medrar o nunca. SEMPRONIO.- Bien me agradan tus palabras, si tales tuvieses las obras, a las cuales espero para haberte de creer. Pero, por Dios, me digas qué es eso que dijiste de Areúsa. Parece que conoces tú a Areúsa, su prima de Elicia. PÁRMENO.- Pues, ¿qué es todo el placer que traigo, sino haberla alcanzado? SEMPRONIO.- ¡Cómo se lo dice el bobo, de risa no puede hablar! ¿A qué llamas haberla alcanzado? ¿Estaba a alguna ventana o qué es eso? PÁRMENO.- A ponerla en duda si queda preñada o no. SEMPRONIO.- Espantado me tienes. Mucho puede el continuo trabajo; una continua gotera horada una piedra. PÁRMENO.- Verás qué tan continuo, que ayer lo pensé, ya la tengo por mía. SEMPRONIO.- ¡La vieja anda por ahí! PÁRMENO.- ¿En qué lo ves? SEMPRONIO.- Que ella me había dicho que te quería mucho y que te la haría haber. Dichoso fuiste, no hiciste sino llegar y recaudar. Por esto dicen más vale a quien Dios ayuda, que quien mucho madruga. Pero tal padrino tuviste… PÁRMENO.- Di madrina, que es más cierto. Así que quien a buen árbol se arrima… Tarde fui, pero temprano recaudé. ¡Oh hermano!, ¿qué te contaría de sus gracias de aquella mujer, de su habla y hermosura de cuerpo? Pero quede para más oportunidad. SEMPRONIO.- ¿Puede ser sino prima de Elicia? No me dirás tanto, cuanto estotra no tenga más. Todo te creo. Pero, ¿qué te cuesta? ¿Hasle dado algo? PÁRMENO.- No, cierto. Mas, aunque hubiera, era bien empleado. De todo bien es capaz. En tanto son las tales tenidas cuanto caras son compradas; tanto valen cuanto cuestan. Nunca mucho costó poco, sino a mí esta señora. A comer la convidé para casa de Celestina y, si te place, vamos todos allá. SEMPRONIO.- ¿Quién, hermano? PÁRMENO.- Tú y ella, y allá está la vieja, y Elicia. Habremos placer. SEMPRONIO.- ¡Oh Dios, y cómo me has alegrado! Franco eres, nunca te faltaré. Como te tengo por hombre, como creo que Dios te ha de hacer bien, todo el enojo que de tus pasadas -E IIIv- hablas tenía, se me ha tornado en amor. No dudo ya tu confederación con nosotros ser la que debe. Abrazarte quiero. Seamos como hermanos. ¡Vaya el diablo para ruin…! Sea lo pasado cuestión de San Juan, y así paz para todo el año, que las iras de los amigos siempre suelen ser reintegración del amor. Comamos y holguemos, que nuestro amo ayunará por todos. PÁRMENO.- ¿Y qué hace el desesperado? SEMPRONIO.- Allí está tendido en el estrado cabe la cama, donde le dejaste anoche, que ni ha dormido ni está despierto. Si allá entro, ronca; si me salgo, canta o devanea. No le tomo tiento si con aquello pena o descansa. PÁRMENO.- ¿Qué dices? ¿Y nunca me ha llamado ni ha tenido memoria de mí? SEMPRONIO.- No se acuerda de sí, ¿acordarse ha de ti? PÁRMENO.- Aun hasta en esto me ha corrido buen tiempo. Pues así es, mientras recuerda, quiero enviar la comida, que la aderecen. SEMPRONIO.- ¿Qué has pensado enviar para que aquellas loquillas te tengan por hombre cumplido, bien criado y franco? PÁRMENO.- En casa llena, presto se adereza cena. De lo que hay en la despensa basta para no caer en falta: pan blanco, vino de Monviedro, un pernil de tocino; y más seis pares de pollos que trajeron estotro día los renteros de nuestro amo, que si los pidiere, harele creer que los ha comido; y las tórtolas que mandó para hoy guardar diré que hedían. Tú serás testigo. Tendremos manera como a él no haga mal lo que de ellas comiere, y nuestra mesa esté como es razón. Y allá hablaremos más largamente en su daño y nuestro provecho con la vieja cerca de estos amores. SEMPRONIO.- ¡Más dolores!, que por fe tengo que de muerto o loco no escapa esta vez. Pues que así es, despacha. Subamos a ver qué hace. CALISTO En gran peligro me veo: en mi muerte no hay tardanza, pues que me pide el deseo por más aprisa hacer. CALISTO.- El alma me ha tornado. Quedaos con Dios, hijos. Esperad la vieja e id por buenas albricias. PÁRMENO.- ¡Allá irás con el diablo, tú y malos años, y en tal hora comieses el diacitrón como Apuleyo el veneno que lo convirtió en asno! ACTO IX ARGUMENTO DEL NOVENO ACTO Sempronio y Pármeno van a casa de Celestina, entre sí hablando. Llegados allá, hallan a Elicia y Areúsa. Pónense a comer, y entre comer riñe Elicia con Sempronio. Levántase de la mesa. Tórnanla apaciguar. Estando ellos todos entre sí razonando, viene Lucrecia, criada de Melibea, a llamar a Celestina que vaya a estar con Melibea. SEMPRONIO,PÁRMENO, ELICIA, CELESTINA, AREÚSA, LUCRECIA. SEMPRONIO.- Baja, Pármeno, nuestras capas y espadas, si te parece que es hora que vamos a comer. PÁRMENO.- Vamos presto. Ya creo que se quejarán de nuestra tardanza. No por esta calle, sino por estotra, por que nos entremos por la iglesia y veremos si hubiere acabado Celestina sus devociones. Llevarla hemos de camino. SEMPRONIO.- ¡A donosa hora ha de estar rezando! PÁRMENO.- No se puede decir sin tiempo hecho lo que en todo tiempo se puede hacer. SEMPRONIO.- Verdad es, pero mal conoces a Celestina. Cuando ella tiene que hacer, no se acuerda de Dios ni cura de santidades. Cuando hay qué roer en casa, sanos están los santos; cuando va a la iglesia con sus cuentas en la mano, no sobra el comer en casa. Aunque ella te crió, mejor conozco yo sus propiedades que tú. Lo que en sus cuentas reza es los virgos que tiene a cargo y cuántos enamorados hay en la ciudad, y cuántas mozas tiene encomendadas, y qué despenseros le dan ración, y cuál mejor, y cómo les llaman por nombre, por que cuando los encontrare no hable como extraña; y qué canónigo es más mozo y franco. Cuando menea los labios es fingir mentiras, ordenar cautelas para haber dinero: «Por aquí le entraré, esto me responderá, esto replicaré». Así vive esta que nosotros mucho honramos. PÁRMENO.- Más que eso sé yo; sino porque te enojaste esotro día no quiero hablar, cuando lo dije a Calisto. SEMPRONIO.- Aunque lo sepamos para nuestro provecho, no lo publiquemos para nuestro daño. Saberlo nuestro amo es echarla por quien es y no curar de ella. Dejándola, vendrá forzado otra, de cuyo trabajo no esperemos parte, como de ésta, que de grado o por fuerza nos dará de lo que le diere. PÁRMENO.- Bien has dicho. Calla, que está abierta la puerta. En casa está. Llama antes que entres, que por ventura están revueltas y no querrán ser así vistas. SEMPRONIO.- Entra, no cures, que todos somos de casa. Ya ponen la mesa. CELESTINA.- ¡Oh mis enamorados, mis perlas de oro! Tal me venga el año cual me parece vuestra venida. PÁRMENO.- ¡Qué palabras tiene la noble! Bien ves, hermano, estos halagos fingidos. SEMPRONIO.- Déjala, que de eso vive, que no sé quién diablos le mostró tanta ruindad. PÁRMENO.- La necesidad y pobreza, la hambre, que no hay mejor maestra en el mundo, no hay mejor despertadora y avivadora de ingenios. ¿Quién mostró a las picazas y papagayos imitar nuestra propia habla con sus arpadas lenguas, nuestro órgano y voz, sino ésta? CELESTINA.- ¡Muchachas, muchachas! ¡Bobas! Andad acá abajo, ¡presto, presto!, que están aquí dos hombres que me quieren forzar. ELICIA.- ¡Mas nunca acá vinieran! ¡Y mucho convidar con tiempo, que ha tres horas que está aquí mi prima! Este perezoso de Sempronio habrá sido causa de la tardanza, que no ha ojos por do verme. SEMPRONIO.- Calla, mi señora, mi vida, mis amores, que quien a otro sirve no es libre. Así que sujeción me releva de culpa. No hayamos enojo, asentémonos a comer. ELICIA.- ¡Así, para asentar a comer, muy diligente! ¡A mesa puesta con tus manos lavadas y poca vergüenza! SEMPRONIO.- Después reñiremos; comamos ahora. Asiéntate, madre Celestina, tú primero. CELESTINA.- Asentaos vosotros, mis hijos, que harto lugar hay para todos, a Dios gracias. Tanto nos diesen del paraíso cuando allá vamos. Poneos en orden, cada uno cabe la suya; yo, que estoy sola, pondré cabe mí este jarro y taza, que no es más mi vida de cuanto con ello hablo. Después que me fui haciendo vieja, no sé mejor oficio a la mesa que escanciar, porque quien la miel trata siempre se le pega de ella. Pues de noche, en invierno, no hay tal escalentador de cama. Que con dos jarrillos de éstos que beba, cuando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche. De esto ahorro todos mis vestidos cuando viene la Navidad; esto me calienta la sangre; esto me sostiene contino en un ser; esto me hace andar siempre alegre; esto me para fresca; de esto vea yo sobrado en casa, que nunca temeré el mal año, que un cortezón de pan ratonado me basta para tres días. Esto quita la tristeza del corazón más que el oro ni el coral; esto da esfuerzo al mozo y al viejo fuerza; pone color al descolorido; coraje al cobarde; al flojo diligencia; conforta los celebros; saca el frío del estómago; quita el hedor del anhélito; hace potentes los fríos; hace sufrir los afanes de las labranzas; a los cansados segadores hace sudar toda agua mala; sana el romadizo y las muelas; sostiene sin heder en la mar, lo cual no hace el agua. Más propiedades te diría de ello que todos tenéis cabellos. Así que no sé quién no se goce en mentarlo. No tiene sino -E Vv- una tacha, que lo bueno vale caro y lo malo hace daño. Así que, con lo que sana el hígado, enferma la bolsa. Pero todavía con mi fatiga busco lo mejor para eso poco que bebo, una sola docena de veces a cada comida. No me harán pasar de allí salvo si no soy convidada como ahora. PÁRMENO.- Madre, pues tres veces dicen que es bueno y honesto todos los que escribieron. CELESTINA.- Hijo, estará corrupta la letra, por «trece», «tres». SEMPRONIO.- Tía señora, a todos nos sabe bien, comiendo y hablando, porque después no habrá tiempo para entender en los amores de este perdido de nuestro amo y de aquella graciosa y gentil Melibea. ELICIA.- ¡Apártateme allá, desabrido, enojoso! ¡Mal provecho te haga lo que comes, tal comida me has dado! Por mi alma, revesar quiero cuanto tengo en el cuerpo, de asco de oírte llamar a aquélla «gentil». ¡Mirad quién «gentil»! ¡Jesú, Jesú, y qué hastío y enojo es ver tu poca vergüenza! ¿A quién «gentil»? ¡Mal me haga Dios si ella lo es ni tiene parte de ello, sino que hay ojos que de lagañas se agradan! Santiguarme quiero de tu necedad y poco conocimiento. ¡Oh quién estuviese de gana para disputar contigo su hermosura y gentileza! ¿Gentil es Melibea? Entonces lo es, entonces acertarán cuando andan a pares los diez mandamientos. Aquella hermosura, por una moneda se compra de la tienda. Por cierto, que conozco yo en la calle donde ella vive cuatro doncellas en quien Dios más repartió su gracia que no en Melibea, que si algo tiene de hermosura es por buenos atavíos que trae. Ponedlos a un palo, ¿también diréis que es «gentil»? Por mi vida, que no lo digo por alabarme, mas creo que soy tan hermosa como vuestra Melibea. AREÚSA.- Pues no la has tú visto como yo, hermana mía. Dios me lo has vuelto la cabeza cuando está en casa otro que más quiero, más gracioso que tú, y aun que no ande buscando cómo me dar enojo, a cabo de un año que me vienes a ver, tarde y con mal. CELESTINA.- Hijo, déjala decir, que devanea. Mientras más de eso la oyeres, más se confirma en su amor. Todo es porque habéis aquí alabado a Melibea. No sabe en otra cosa en que os lo pagar sino en decir eso, y creo que no ve la hora que haber comido para lo que yo me sé. Pues esotra su prima yo la conozco. Gozad vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo hago ahora por algunas horas que dejé perder, cuando moza, cuando me preciaba, cuando me querían. Que ya, ¡mal pecado!, caducado he, nadie no me quiere. ¡Que sabe Dios mi buen deseo! Besaos y abrazaos, que a mí no me queda otra cosa sino gozarme de verlo. Mientras a la mesa estáis, de la cinta arriba todo se perdona; cuando seáis aparte no quiero poner tasa, pues que el rey no la pone. Que yo sé por las muchachas que nunca de importunos os acusen, y la vieja Celestina mascará de dentera con sus botas encías las migajas de los manteles. Bendígaos Dios, ¡cómo lo reís y holgáis, putillos, loquillos, traviesos! ¡En esto había de parar el nublado de las cuestioncillas que habéis tenido! ¡Mirad no derribéis la mesa! ELICIA.- Madre, a la puerta llaman; el solaz es derramado. CELESTINA.- Mira, hija, quién es. Por ventura será quien lo acreciente y allegue. ELICIA.- O la voz me engaña o es mi prima Lucrecia. CELESTINA.- Ábrele y entre ella y buenos años, que aun a ella algo se le entiende de esto que aquí hablamos, aunque su mucho encerramiento le impide el gozo de su mocedad. AREÚSA.- Así goce de mí, que es verdad que estas que sirven a señoras ni gozan deleite ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientes, con iguales a quien puedan hablar tú por tú, con quien digan: «¿qué cenaste?», «¿estás preñada?», «¿cuántas gallinas crías?», «llévame a merendar a tu casa»; «muéstrame tu enamorado»; «¿cuánto ha que no te vio?», «¿cómo te va con él?», «¿quién son tus vecinas?» y otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh tía, y qué duro nombre y qué grave y soberbio es «señora» contino en la boca! Por esto me vivo sobre mí desde que me sé conocer, que jamás me precié de llamarme de otra sino mía, mayormente de estas señoras que ahora se usan. Gástaste con ellas lo mejor del tiempo y con una saya rota de las que ellas desechan pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante ellas no osan. Y cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casarlas, levántanles un caramillo: que se echan con el mozo o con el hijo, o pídenles celos del marido, o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo; danles un ciento de azotes y échanlas la puerta fuera, las haldas en la cabeza, diciendo: «¡allá irás, ladrona, puta, no destruirás mi casa y honra!». Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios y pagos. Oblíganse a darles marido, quítanles el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca de ellas, sino «puta acá», «puta acullá», «¿a dó vas, tiñosa?», «¿qué hiciste, bellaca?», «¿por qué comiste esto, golosa?», «¿cómo fregaste la sartén, puerca?», «¿por qué no limpiaste el manto, sucia?», «¿cómo dijiste esto, necia?», «¿quién perdió el plato, desaliñada?», «¿cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián le habrás dado», «ven acá, mala mujer, ¿la gallina habada no parece?, pues búscala presto, si no, en la primera blanca de tu soldada la contaré». Y tras esto mil chapinazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sufrirlas. Su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, exenta y señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cautiva. CELESTINA.- En tu seso has estado. Bien sabes lo que haces, que los sabios dicen «que vale más una migaja de pan con paz que toda la casa llena de viandas con rencilla». Mas ahora cese esta razón, que entra Lucrecia. LUCRECIA.- Buena pro os haga, tía y la compañía. Dios bendiga tanta gente y tan honrada. CELESTINA.- ¿Tanta, hija? ¿Por mucha has ésta? Bien parece que no me conociste en mi prosperidad, hoy ha veinte años. ¡Ay, quién me vio y quién me ve ahora, no sé cómo no quiebra su corazón de dolor! Yo vi, mi amor, esta mesa donde ahora están tus primas asentadas, nueve mozas de tus días, que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna había menor de catorce. Mundo es, pase, ande su rueda, rodee sus arcaduces, unos llenos, otros vacíos. Ley es de fortuna que ninguna cosa en un ser mucho tiempo permanece; su orden es mudanzas. No puedo decir sin lágrimas la mucha honra que entonces tenía, aunque por mis pecados y mala dicha, poco a poco, ha venido en disminución. Como declinaban ya mis días, así se disminuía y menguaba mi provecho. Proverbio es antiguo que «cuanto al mundo es o crece o decrece». Todo tiene sus límites. Todo tiene sus grados. Mi honra llegó a la cumbre según quien yo era. De necesidad es que desmengüe y abaje. Cerca ando de mi fin. En esto veo que me queda poca vida. Pero bien sé que subí para descender, florecí para secarme, gocé para entristecerme, nací para vivir, viví para crecer, crecí para envejecer, envejecí para morirme. Y pues esto antes de ahora me consta, sufriré con menos pena mi mal, aunque del todo no pueda despedir el sentimiento, como sea de carne sentible formada. LUCRECIA.- Trabajo tenías, madre, con tantas mozas, que es ganado muy penoso de guardar. CELESTINA.- ¿Trabajo, mi amor? Antes descanso y alivio. Todas me obedecían, todas me honraban, de todas era acatada, ninguna salía de mi querer, lo que decía era lo bueno, a cada cual daba cobro, no escogían más de lo que yo les mandaba: cojo, o tuerto, o manco, aquel habían por sano quien más dinero me daba. Mío era el provecho, suyo el afán. Pues ¿servidores no tenía por su causa de ellas? Caballeros, viejos, mozos, abades de todas dignidades, desde obispos hasta sacristanes. En entrando por la iglesia, veía derrocar bonetes en mi honor, como si yo fuera una duquesa. El que menos había de negociar conmigo, por más ruin se tenía. De media legua que me viesen, dejaban las Horas. Uno a uno, dos a dos, venían adonde yo estaba a ver si mandaba algo, a preguntarme cada uno por la suya. En viéndome entrar, se turbaban, que no hacían ni decían cosa a derechas. Unos me llamaban «señora», otros «tía», otros «enamorada», otros «vieja honrada». Allí se concertaban sus venidas a mi casa, allí las idas a la suya; allí se me ofrecían dineros, allí promesas, allí otras dádivas besando el cabo de mi manto y aun algunos en la cara, por me tener más contenta. Ahora hame traído la fortuna a tal estado que me digas «buena pro hagan las zapatas». SEMPRONIO.- Espantados nos tienes con tales cosas como nos cuentas de esa religiosa gente y benditas coronas. ¡Sí, que no serían todos! CELESTINA.- No, hijo, ni Dios lo mande que yo tal cosa levante. Que muchos viejos devotos había con quien yo poco medraba y aun que no me podían ver, pero creo que de envidia de los otros que me hablaban. Como la clerecía era grande, había de todos: unos muy castos, otros que tenían cargo de mantener a las de mi oficio, y aun todavía creo que no faltan; y enviaban sus escuderos y mozos a que me acompañasen. Y apenas era llegada a mi casa, cuando entraban por mi puerta muchos pollos y gallinas, ansarones, anadones, perdices, tórtolas, perniles de tocino, tortas de trigo, lechones. Cada cual como recibía de aquellos diezmos de Dios, así lo venía luego a registrar, para que comiese yo y aquellas sus devotas. Pues, vino, ¿no me sobraba de lo mejor que se bebía en la ciudad? Venido de diversas partes, de Monviedro, de Luque, de Toro, de Madrigal, de San Martín y de otros muchos lugares; y tantos, que, aunque tengo la diferencia de los gustos y sabor en la boca, no tengo la diversidad de sus tierras en la memoria, que harto es que una vieja como yo, en oliendo cualquiera vino, diga de dónde es. Pues otros curas sin renta, no era ofrecido el bodigo, cuando, en besando el feligrés la estola, era del primero voleo en mi casa. Espesos como piedras a tablado entraban muchachos cargados de provisiones por mi puerta. No sé cómo puedo vivir cayendo de tal estado. CELESTINA.- No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia. MELIBEA.- Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber. CELESTINA.- Señora, el sabidor sólo Dios es. Pero como para salud y remedio de las enfermedades fueron reputadas las gracias en las gentes de hallar las melecinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto alguna partecilla alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida. MELIBEA.- ¡Oh qué gracioso y agradable me es oírte! Saludable es al enfermo la alegre cara del que le visita. Paréceme que veo mi corazón entre tus manos hecho pedazos. El cual, si tú quisieses, con muy poco trabajo juntarías con la virtud de tu lengua, no de otra manera que cuando vio en sueños aquel grande Alejandro, rey de Macedonia, en la boca del dragón la saludable raíz con que sanó a su criado Tolomeo del bocado de la víbora. Pues, por amor de Dios, te despojes para más diligente entender en mi mal y me des algún remedio. CELESTINA.- Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable melecina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio. Mejor se doman los animales en su primera edad que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena. Mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan. Muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día. La tercera, si procedió de algún cruel pensamiento que asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico, como al confesor, se hable toda verdad abiertamente. MELIBEA.- Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo, que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como éste hace. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decirte, porque ni muerte de deudo, ni pérdida de temporales bienes, ni sobresalto de visión, ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir que fuese, salvo alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto cuando me pediste la oración. CELESTINA.- ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en sólo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea ésa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que así es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré. MELIBEA.- ¿Cómo, Celestina, qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál médico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mí, tal que mi honra no dañes con tus palabras. CELESTINA.- Véote, señora, por una parte quejar el dolor; por otra, temer la melecina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi melecina. Así que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche. MELIBEA.- Cuanto más dilatas la cura tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. O tus melecinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionadas con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber. Porque si lo uno o lo otro no te impidiese, cualquiera remedio otro darías sin temor, pues te pido le muestres quedando libre mi honra. CELESTINA.- Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos, que lastiman lo llagado y doblan la pasión, que no la primera lisión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sufrimiento y paciencia. Y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas. MELIBEA.- ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada. LUCRECIA.- El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es éste. Cautivádola ha esta hechicera. CELESTINA.- Nunca me ha de faltar un diablo acá y acullá. Escapome Dios de Pármeno, tópome con Lucrecia. MELIBEA.- ¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te hablaba esa moza? CELESTINA.- No le oí nada, pero diga lo que dijere. Sabe que no hay cosa más contraria en las grandes curas delante los animosos cirujanos que los flacos corazones, los cuales, con su gran lástima, con sus doloriosas hablas, con tus sentibles meneos, ponen temor al enfermo, hacen que desconfíe de la salud y al médico enojan y turban. Y la turbación altera la mano, rige sin orden la aguja. Por donde se puede conocer claro que es muy necesario para tu salud que no esté persona delante, y así que la debes mandar salir. Y tú, hija Lucrecia, perdona. MELIBEA.- ¡Salte fuera presto! LUCRECIA.- ¡Ya, ya! ¡Todo es perdido! Ya me salgo, señora. CELESTINA.- Tan bien me da osadía tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura. Pero todavía es necesario traer más clara melecina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto. MELIBEA.- Calla, por Dios, madre. No traigas de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquí. CELESTINA.- Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre, si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal, y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele, y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese… MELIBEA.- ¡Oh, por Dios, que me matas! ¿Y no tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo? CELESTINA.- Señora, éste es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida. Y si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda, y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja que sin llegar a ti sientes en sólo mentarla en mi boca. MELIBEA.- Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste ni la fe que te dí a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy en cargo? ¿Qué ha hecho por mí? ¿Qué necesario es él aquí para el propósito de mi mal? Más agradable me sería que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquí. CELESTINA.- Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor. No rasgaré yo tus carnes para le curar.
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