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Charles Dickens Grandes esperanzas, Resúmenes de Lengua y Literatura

Libro en .pdf publicado en líneas

Tipo: Resúmenes

2023/2024

Subido el 08/05/2024

tony-yarmuch-martinez
tony-yarmuch-martinez 🇲🇽

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Charles Dickens Grandes esperanzas y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Charles Dickens GRANDES ESPERANZAS CAPITULO I Como mi apellido es Pirrip y mi nombre de pila Felipe, mi lengua infantil, al querer pronunciar ambos nombres, no fue capaz de decir nada más largo ni más explícito que Pip. Por consiguiente, yo mismo me llamaba Pip, y por Pip fui conocido en adelante. Digo que Pirrip era el apellido de mi familia fundándome en la autoridad de la losa sepulcral de mi padre y de la de mi hermana, la señora Joe Gargery, que se casó con un herrero. Como yo nunca conocí a mi padre ni a mi madre, ni jamás vi un retrato de ninguno de los dos, porque aquellos tiempos eran muy anteriores a los de la fotografía, mis primeras suposiciones acerca de cómo serían mis padres se derivaban, de un modo muy poco razonable, del aspecto de su losa sepulcral. La forma de las letras esculpidas en la de mi padre me hacía imaginar que fue un hombre cuadrado, macizo, moreno y con el cabello negro y rizado. A juzgar por el carácter y el aspecto de la inscripción «También Georgiana, esposa del anterior» deduje la infantil conclusión de que mi madre fue pecosa y enfermiza. A cinco pequeñas piedras de forma romboidal, cada una de ellas de un pie y medio de largo, dispuestas en simétrica fila al lado de la tumba de mis padres y consagradas a la memoria de cinco hermanitos míos que abandonaron demasiado pronto el deseo de vivir en esta lucha universal, a estas piedras debo una creencia, que conservaba religiosamente, de que todos nacieron con las manos en los bolsillos de sus pantalones y que no las sacaron mientras existieron. Éramos naturales de un país pantanoso, situado en la parte baja del río y comprendido en las revueltas de éste, a veinte millas del mar. Mi impresión primera y más vívida de la identidad de las cosas me parece haberla obtenido a una hora avanzada de una memorable tarde. En aquella ocasión di por seguro que aquel lugar desierto y lleno de ortigas era el cementerio; que Felipe Pirrip, último que llevó tal nombre en la parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior, estaban muertos y enterrados; que Alejandro, Bartolomé, Abraham, Tobias y Roger, niños e hijos de los antes citados, estaban también muertos y enterrados; que la oscura y plana extensión de terreno que había más allá del cementerio, en la que abundaban las represas, los terraplenes y las puertas y en la cual se dispersaba el ganado para pacer, eran los marjales; que la línea de color plomizo que había mucho mas allá era el río; que el distante y salvaje cubil del que salía soplando el viento era el mar, y que el pequeño manojo de nervios que se asustaba de todo y que empezaba a llorar era Pip. - ¡Estáte quieto! - gritó una voz espantosa, en el momento en que un hombre salía de entre las tumbas por el lado del pórtico de la iglesia -. ¡Estáte quieto, demonio, o te corto el cuello! Era un hombre terrible, vestido de basta tela gris, que arrastraba un hierro en una pierna. Un hombre que no tenía sombrero, que calzaba unos zapatos rotos y que en torno a la cabeza llevaba un trapo viejo. Un hombre que estaba empapado de agua y cubierto de lodo, que cojeaba a causa de las piedras, que tenía los pies heridos por los cantos agudos de los pedernales; que había recibido numerosos pinchazos de las ortigas y muchos arañazos de los rosales silvestres; que temblaba, que miraba irritado, que gruñía, y cuyos dientes castañeteaban en su boca cuando me cogió por la barbilla. - ¡Oh, no me corte el cuello, señor! - rogué, atemorizado-. ¡Por Dios, no me haga, señor! - ¿Cómo te llamas? - exclamó el hombre -. ¡Aprisa! - Pip, señor. - Repítelo - dijo el hombre, mirándome -. Vuelve a decírmelo. -Pip, Pip, señor. - Ahora indícame dónde vives. Señálalo desde aquí. Yo indiqué la dirección en que se hallaba nuestra aldea, en la llanura contigua a la orilla del río, entre los alisos y los árboles desmochados, a cosa de una milla o algo más desde la iglesia. Aquel hombre, después de mirarme por un momento, me cogió y, poniéndome boca abajo, me vació los bolsillos. No había en ellos nada más que un pedazo de pan. Cuando la iglesia volvió a tener su forma - porque fue aquello tan repentino y fuerte, el ponerme cabeza abajo, que a mí me pareció ver el campanario a mis pies -, cuando la iglesia volvió a tener su forma, repito, me vi sentado sobre una alta losa sepulcral, temblando de pies a cabeza, en tanto que él se comía el pedazo de pan con hambre de lobo. - ¡Sinvergüenza! - exclamó aquel hombre lamiéndose los labios-. ¡Vaya unas mejillas que has echado! Creo que, en efecto, las tenía redondas, aunque en aquella época mi estatura era menor de la que correspondía a mis años y no se me podía calificar de niño robusto. - ¡Así me muera, si no fuese capaz de comérmelas! - dijo el hombre, moviendo la cabeza de un modo amenazador -. Y hasta me siento tentado de hacerlo. Yo, muy serio, le expresé mi esperanza de que no lo haría y me agarré con mayor fuerza a la losa en que me había dejado, en parte, para sostenerme y también para contener el deseo de llorar. - Oye - me preguntó el hombre -. ¿Dónde está tu madre? - Aquí, señor - contesté. Él se sobresaltó, corrió dos pasos y por fin se detuvo para mirar a su espalda. - Aquí, señor - expliqué tímidamente -. «También Georgiana.» Ésta es mi madre. - ¡Oh! - dijo volviendo a mi lado -. ¿Y tu padre está con tu madre? - Sí, señor - contesté -. Él también. Fue el último de su nombre en la parroquia. - ¡Ya! - murmuró, reflexivo -. Ahora dime con quién vives, en el supuesto de que te dejen vivir con alguien, cosa que todavía no creo. - Con mi hermana, señor... Con la señora Joe Gargery, esposa de Joe Gargery, el herrero. - E1 herrero, ¿eh? - dijo mirándose la pierna. Después de contemplarla un rato y de mirarme varias veces, se acercó a la losa en que yo estaba sentado, me cogió con ambos brazos y me echó hacia atrás tanto como pudo, sin soltarme: de manera que sus ojos miraban con la mayor tenacidad y energía en los míos, que a su vez le contemplaban con el mayor susto. - Escúchame ahora - dijo -. Se trata de saber si se te permitiré seguir viviendo. ¿Sabes lo que es una lima? - Sí, señor. - ¿Y sabes lo que es comida? - Sí, señor. Al terminar cada pregunta me inclinaba un poco más hacia atrás, a fin de darme a entender mi estado de indefensión y el peligro que corría. - Me traerás una lima - dijo echándome hacia atrás -Y también víveres.-Y volvió a inclinarme--. Me traerás las dos cosas - añadió repitiendo la operación -. Si no lo haces, te arrancaré el corazón y el hígado. - Y para terminar me dio una nueva sacudida. Yo estaba mortalmente asustado y tan aturdido que me agarré a él con ambas manos y le dije: Joe - es de advertir que yo muchas veces servía de proyectil matrimonial -, y el herrero, satisfecho de apoderarse de mí, fuese como fuese, me escondió en la chimenea y me protegió con su enorme pierna. - ¿Dónde has estado, mico asqueroso? - preguntó la señora Joe dando una patada -. Dime inmediatamente qué has estado haciendo. No sabes el susto y las molestias que me has ocasionado. Si no hablas en seguida, lo voy a sacar de ese rincón y de nada te valdría que, en vez de uno, hubiese ahí cincuenta Pips y los protegieran quinientos Gargerys. - He estado en el cementerio - dije, desde mi refugio, llorando y frotándome el cuerpo. - ¿En el cementerio? - repitió mi hermana -. ¡Como si no te hubiera avisado, desde hace mucho tiempo, de que no vayas allí a pasar el rato! ¿Sabes quién te ha criado as mano»? - Tú - dije. - ¿Y por qué lo hice? Me gustaría saberlo - exclamó mi hermana. - Lo ignoro - gemí. - ¿Lo ignoras? Te aseguro que no volvería a hacerlo. - Estoy persuadida de ello. Sin mentir, puedo decir que desde que naciste, nunca me he quitado este delantal. Ya es bastante desgracia la mía el ser mujer de un herrero, y de un herrero como Gargery, sin ser tampoco tu madre. Mis pensamientos tomaron otra dirección mientras miraba desconsolado el fuego. En aquel momento me pareció ver ante los vengadores carbones que no tenía más remedio que cometer un robo en aquella casa para llevar al fugitivo de los marjales, al que tenía un hierro en la pierna, y por temor a aquel joven misterioso, una lima y algunos alimentos. - ¡Ah! - exclamó la señora Joe dejando a «Thickler» en su rincón -. ¿De modo que en el cementerio? Podéis hablar de él, vosotros dos - uno de nosotros, por lo menos, no había pronunciado tal palabra -. Cualquier día me llevaréis al cementerio entre los dos, y, cuando esto ocurra, bonita pareja haréis. Y se dedicó a preparar los cachivaches del té, en tanto que Joe me miraba por encima de su pierna, como si, mentalmente, se imaginara y calculara la pareja que haríamos los dos en las dolorosas circunstancias previstas por mi hermana. Después de eso se acarició la patilla y los rubios rizos del lado derecho de su cara, en tanto que observaba a la señora Joe con sus azules ojos, como solía hacer en los momentos tempestuosos. Mi hermana tenía un modo agresivo e invariable de cortar nuestro pan con manteca. Primero, con su mano izquierda, agarraba con fuerza el pan y lo apoyaba en su peto, por lo que algunas veces se clavaba en aquél un alfiler o una aguja que más tarde iban a parar a nuestras bocas. Luego tomaba un poco de manteca, nunca mucha, por medio de un cuchillo, y la extendía en la rebanada de pan con movimientos propios de un farmacéutico, como si hiciera un emplasto, usando ambos lados del cuchillo con la mayor destreza y arreglando y moldeando la manteca junto a la corteza. Hecho esto, daba con el cuchillo un golpe final en el extremo del emplasto y cortaba la rebanada muy gruesa, pero antes de separarla por completo del pan la partía por la mitad, dando una parte a Joe y la otra a mí. En aquella ocasión, a pesar de que yo tenía mucha hambre, no me atrevía a comer mi parte de pan con manteca. Comprendí que debía reservar algo para mi terrible desconocido y para su aliado, aquel .joven aún más terrible que él. Me constaba la buena administración casera de la señora Joe y de antemano sabía que mis pesquisas rateriles no encontrarían en la despensa nada que valiera la pena. Por consiguiente, resolví guardarme aquel pedazo de pan con manteca en una de las perneras de mi pantalón. Advertí que era horroroso el esfuerzo de resolución necesario para realizar mi cometido. Era como si me hubiese propuesto saltar desde lo alto de una casa elevada o hundirme en una gran masa de agua. Y Joe, que, naturalmente, no sabía una palabra de mis propósitos, contribuyó a dificultarlos más todavía. En nuestra franca masonería ya mencionada, de compañeros de penas y fatigas, y en su bondadosa amistad hacia mí, había la costumbre, seguida todas las noches, de comparar nuestro modo respectivo de comernos el pan con manteca, exhibiéndolos de vez en cuando y en silencio a la admiración mutua, lo cual nos estimulaba para realizar nuevos esfuerzos. Aquella noche, Joe me invitó varias veces, mostrándome repetidamente su pedazo de pan, que disminuía con la mayor rapidez, a que tomase parte en nuestra acostumbrada y amistosa competencia; pero cada vez me encontró con mi amarilla taza de té sobre la rodilla y el pan con manteca, entero, en la otra. Por fin, ya desesperado, comprendí que debía realizar lo que me proponía y que tenía que hacerlo del modo más difícil, atendidas las circunstancias. Me aproveché del momento en que Joe acababa de mirarme y deslicé el pedazo de pan con manteca por la pernera de mi pantalón. Sin duda, Joe estaba intranquilo por lo que se figuró ser mi falta de apetito y mordió pensativo su pedazo de pan, que en apariencia no se comía a gusto. Lo revolvió en la boca mucho más de lo que tenía por costumbre, entreteniéndose largo rato, y por fin se lo tragó como si fuese una píldora. Se disponía a morder nuevamente el pan y acababa de ladear la cabeza para hacerlo, cuando me sorprendió su mirada y vio que había desaparecido mi pan con manteca. La extrañeza y la consternación que obligaron a Joe a detenerse, y la mirada que me dirigió, eran demasiado axtraordinarias para que escaparan a la observación de mi hermana. - ¿Qué ocurre? -preguntó con cierta elegancia, mientras dejaba su taza. - Oye - murmuró Joe mirándome y meneando la cabeza con aire de censura -. Oye, Pip. Te va a hacer daño. No es posible que hayas mascado el pan. - ¿Qué ocurre ahora? - repitió mi hermana, con voz más seca que antes. - Si puedes devolverlo, Pip, hazlo - dijo Joe, asustado -. La limpieza y la buena educación valen mucho, pero, en resumidas cuentas, vale más la salud. Mientras tanto, mi hermana, que se había encolerizado ya, se dirigió a Joe y, agarrándole por las dos patillas, le golpeó la cabeza contra la pared varias veces, en tanto que yo, sentado en un rincón, miraba muy asustado. - Tal vez ahora me harás el favor de decirme qué sucede - exclamó mi hermana, jadeante -. Con esos ojos pareces un cerdo asombrado. Joe la miró atemorizado; luego dio un mordisco al pan y volvió a mirarla. - Ya sabes, Pip - dijo Joe con solemnidad y con el bocado de pan en la mejilla, hablándome con voz confidencial, como si estuviéramos solos -, ya sabes que tú y yo somos amigos y que no me gusta reprenderte. Pero... - y movió su silla, miró el espacio que nos separaba y luego otra vez a mí -, pero este modo de tragar... - ¿Se ha tragado el pan sin mascar? - exclamó mi hermana. - Mira, Pip - dijo Joe con los ojos fijos en mí, sin hacer caso de la señora Joe y sin tragar el pan que tenía en la mejilla-. Cuando yo tenía tu edad, muchas veces tragaba sin mascar y he hecho como otros muchos niños suelen hacer; pero jamás vi tragar un bocado tan grande como tú, Pip, hasta el punto de que me asombra que no te hayas ahogado. Mi hermana se arrojó hacia mí y me cogió por el cabello, limitándose a pronunciar estas espantosas palabras: - Ven, que vas a tomar el medicamento. En aquellos tiempos, algún asno médico había recetado el agua de alquitrán como excelente medicina, y la señora Joe tenía siempre una buena provisión en la alacena, pues creía que sus virtudes correspondían a su infame sabor. Muchas veces se me administraba una buena cantidad de este elixir como reconstituyente ideal, y, en tales casos, yo salía apestando como si fuese una valla de madera alquitranada. Aquella noche, la urgencia de mi caso me obligó a tragarme un litro de aquel brebaje, que me echaron al cuello para mayor comodidad, mientras la señora Joe me sostenía la cabeza bajo el brazo, del mismo modo como una bota queda sujeta en un sacabotas. Joe se tomó también medio litro, y tuvo que tragárselo muy a su pesar, por haberse quedado muy triste y meditabundo ante el fuego a causa de la impresión sufrida. Y, a juzgar por mí mismo, puedo asegurar que la impresión la tuvo luego aunque no la hubiese tenido antes. La conciencia es una cosa espantosa cuando acusa a un hombre; pero cuando se trata de un muchacho y, además de la pesadumbre secreta de la culpa, hay otro peso secreto a lo largo de la pernera del pantalón, es, según puedo atestiguar, un gran castigo. El conocimiento pecaminoso de que iba a robar a la señora Joe - desde luego, jamás pensé en que iba a robar a Joe, porque nunca creía que le perteneciese nada de lo que había en la casa -, unido a la necesidad de sostener con una mano el pan con manteca mientras estaba sentado o cuando me mandaban que fuera a uno a otro lado de la cocina a ejecutar una pequeña orden, me quitaba la tranquilidad. Luego, cuando los vientos del marjal hicieron resplandecer el fuego, creí oír fuera de la casa la voz del hombre con el hierro en la pierna que me hiciera jurar el secreto, declarando que no podía ni quería morirse de hambre hasta la mañana, sino que deseaba comer en seguida. También pensaba, a veces, que aquel joven a quien con tanta dificultad contuvo su compañero para que no se arrojara contra mí, tal vez cedería a una impaciencia de su propia constitución o se equivocaría de hora, creyéndose ya con derecho a mi corazón y a mi hígado aquella misma noche, en vez de esperar a la mañana siguiente. Y si alguna vez el terror ha hecho erizar a alguien el cabello, esta persona debía de ser yo aquella noche. Pero tal vez nunca se erizó el cabello de nadie. Era la vigilia de Navidad, y yo, con una varilla de cobre, tenía que menear el pudding para el día siguiente, desde las siete hasta las ocho, según las indicaciones del reloj holandés. Probé de hacerlo con el impedimento que llevaba en mi pierna, cosa que me hizo pensar otra vez en el hombre que llevaba aquel hierro en la suya, y observé que el ejercicio tenía tendencia a llevar el pan con manteca hacia el tobillo sin que yo pudiera evitarlo. Felizmente, logré salir de la cocina y deposité aquella parte de mi conciencia en el desván, en donde tenía el dormitorio. - Escucha - dije en cuanto hube terminado de menear el pudding y mientras me calentaba un poco ante la chimenea antes de irme a la cama -. ¿No has oído cañonazos, Joe? - ¡Ah! -exclamó él-. ¡Otro penado que se habrá escapado! - ¿Qué quieres decir, Joe? - pregunté. La señora Joe, que siempre se daba explicaciones a sí misma, murmuró con voz huraña: - ¡Fugado! ¡Fugado! Y administraba esta definición como si fuese agua de alquitrán. Mientras la señora Joe estaba sentada y con la cabeza inclinada sobre su costura, yo moví los labios disponiéndome a preguntar a Joe: «¿Qué es un penado?» Joe puso su boca en la forma apropiada para devolver su elaborada respuesta, pero yo no pude comprender de ella más que una sola palabra: «Pip». - La noche pasada se escapó un penado - dijo Joe, en voz alta -, según se supo por los cañonazos que se oyeron a la puesta del sol. Dispararon para avisar su fuga. Y ahora parece que tiran para dar cuenta de que se ha fugado otro. - Y ¿quién dispara? - pregunté. la pierna del hombre a cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuese su aprendiz y estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas que contenían la marea. Avanzando por allí, tan de prisa como me fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a. causa del sueño. Me figuré que se pondría contento si me aparecía ante él llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin hacer ruido y le toqué el hombro. Instantáneamente dio un salto, y entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro. Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de anchas alas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me tocó y, en cambio, le hizo tambalear. Luego echó a correr por entre la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista. «Éste será el joven», pensé, -mientras se detenía mi corazón al identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si hubiese sabido dónde lo tenía. Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en toda la noche no hubiese dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba. Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante mí y se quedase helado. Sus ojos expresaban tal hambre, que, cuando le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que habría sido capaz de comérsela si no hubiese visto lo que le llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar en pie mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos. - ¿Qué hay en esa botella, muchacho? - me preguntó. - Aguardiente - contesté. Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada; más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor. Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo que se vio obligado a sujetarla con ellos. - Me parece que ha cogido usted fiebre. - Creo lo mismo, muchacho - contestó. - Este sitio es muy malo - advertí -. Se habrá usted echado en el marjal, que es muy malsano. También da reuma. - Pues antes de morirme - dijo -, me desayunaré. Y seguiría comiendo aunque luego tuviesen que ahorcarme en esta horca. No me importan los temblores que tengo, te lo aseguro. Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, le sobresaltaba, y entonces me decía: - ¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo? - No, señor, no. - ¿Ni has dicho a nadie que te siguiera? - No. - Está bien - dijo -. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a tu edad, ayudases a cazar a un desgraciado como yo. En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su traje se limpió los ojos. Compadecido por su situación y observándole mientras, gradualmente, volvía a aplicarse al pastel de cerdo, me atreví a decirle: - No sabe usted cuánto me contenta que le guste lo que le he traído. - ¿Qué dices? - Que estoy muy satisfecho de que le guste. - Gracias, muchacho; me gusta. Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego miraba de lado, como si temiese que de cualquier dirección pudiera llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba demasiado asustado para saborear tranquilamente el pastel, y creí que si alguien se presentase a disputarle la comida, sería capaz de acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el perro. - Me temo que no quedará nada para él - dije con timidez y después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la conveniencia de hacer aquella observación -. No me es posible sacar más del lugar de donde he tomado esto. La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para hacer la indicación. - ¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? - preguntó mi amigo, interrumpiéndose en la masticación del pastel. - El joven. Ese de quien me habló usted. El que estaba escondido. - ¡Ah, ya! - replicó con bronca risa -. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida. - Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer - dije. Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y sorpresa. - ¿Que te pareció...? ¿Cuándo? - Hace un momento. - ¿Dónde? -Ahí-dije señalando el lugar-. Precisamente ahí lo encontré medio dormido, y me figuré que era usted. Me cogió por el cuello de la ropa y me miró de tal manera que llegué a temer que de nuevo se propusiera cortarme la cabeza. - Iba vestido como usted, aunque llevaba sombrero - añadí, temblando -. Y... y... - temía no acertar a explicarlo con la suficiente delicadeza -. Y con... con la misma razón para necesitar una lima. ¿No oyó usted los cañonazos ayer noche? - ¿Dispararon cañonazos? - me preguntó. - Me figuraba que lo sabía usted - repliqué -, porque los oímos desde mi casa, que está bastante más lejos y además teníamos las ventanas cerradas. - Ya comprendo - dijo -. Cuando un hombre está solo en estas llanuras, con la cabeza débil y el estómago desocupado, muriéndose de frío y de necesidad, no oye en toda la noche más que cañonazos y voces que le llaman. Y no solamente oye, sino que ve a los soldados, con sus chaquetas rojas, alumbradas por las antorchas y que le rodean a uno. Oye cómo gritan su número, oye cómo le intiman a que se rinda, oye el choque de las armas de fuego y también las órdenes de «¡Preparen! ¡Apunten! «¡Rodeadle, muchacho!» Y siente cómo le ponen encima las manos, aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos... Vi estremecerse la niebla ante el cañón, hasta que fue de día claro. Pero ese hombre... - añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz alta, olvidando mi presencia -. ¿Has notado algo en ese hombre? - Tenía la cara llena de contusiones - dije, recordando que apenas estaba seguro de ello. - ¿No aquí? - exclamó el hombre golpeándose la mejilla izquierda con la palma de la mano. - Sí, aquí. - ¿Dónde está? - preguntó guardándose en el pecho los restos de la comida -. Dime por dónde fue. Lo alcanzaré como si fuese un perro de caza. ¡Maldito sea este hierro que llevo en la pierna! Dame la lima, muchacho. Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro, y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, él trataba su pierna con tanta rudeza como si no tuviese más sensibilidad que la misma lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver como trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme silenciosamente. La última vez que le vi tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y trabajába con el mayor ahínco en romper su hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando. CAPITULO IV Estaba plenamente convencido de que al llegar a mi casa encontraría en la cocina a un agente de policía esperándome para prenderme. Pero no solamente no había allí ningún agente, sino que tampoco se había descubierto mi robo, La señora Joe estaba muy ocupada en disponer la casa para la festividad del día, y Joe había sido puesto en el escalón de entrada de la cocina,lejos del recogedor del polvo, instrumento al cual le llevaba siempre su destino, más pronto o más tarde, cuando mi hermana limpiaba vigorosamente los suelos de la casa. - ¿Y dónde demonios has estado? - exclamó la señora Joe al verme y a guisa de salutación de Navidad, cuando yo y mi conciencia aparecimos en la puerta. Contesté que había ido a oír los cánticos de Navidad. - Muy bien - observó la señora Joe -. Peor podrías haber hecho. Yo pensé que no había duda alguna acerca de ello. - Tal vez si no fuese esposa de un herrero y, lo que es la misma cosa, una esclava que nunca se puede quitar el delantal, habría ido también a oír los cánticos - dijo la señora Joe -. Me gustan mucho, pero ésta es, precisamente, la mejor razón para que nunca pueda ir a oírlos. Joe, que se había aventurado a entrar en la cocina tras de mí, cuando el recogedor del polvo se retiró ante nosotros, se pasó el dorso de la mano por la nariz con aire de conciliación, en tanto que la señora Joe le miraba, y en cuanto los ojos de ésta se dirigieron a otro lado, él cruzó secretamente los dos índices y me los enseñó como indicación de que la señora Joe estaba de mal humor. Tal estado era tan normal en ella, porque se me prohibiera hablar, cosa que no deseaba, así como tampoco porque se me obsequiara con las patas llenas de durezas de los pollos o con las partes menos apetitosas del cerdo, aquellas de las que el animal, cuando estaba vivo, no tenía razón alguna para envanecerse. No, no habría puesto yo el menor inconveniente en que me hubiesen dejado a solas. Pero no querían. Parecía como si creyesen perder una ocasión agradable si dejaban de hablar de mí de vez en cuando, señalándome también algunas veces. Y era tanto lo que me conmovían aquellas alusiones, que me sentía tan desgraciado como un toro en la plaza. Ello empezó en el momento que nos sentamos a comer. El señor Wopsle dio las gracias, declamando teatralmente, según me parece ahora, en un tono que tenía a la vez algo del espectro de Hamlet y de Ricardo III, y terminó expresando la seguridad de que debíamos sentirnos llenos de agradecimiento. Inmediatamente después, mi hermana me miró y en voz baja y acusadora me dijo: - ¿No lo oyes? Debes estar agradecido. - Especialmente - dijo el señor Pumblechook - debes sentir agradecimiento, muchacho, por las personas que te han criado a mano. La señora Hubble meneó la cabeza y me contempló con expresión de triste presentimiento de que yo no llegaría a ser bueno, y preguntó: - ¿Por qué los muchachos no serán nunca agradecidos? Tal misterio moral pareció excesivo para los comensales, hasta que el señor Hubble lo solventó concisamente diciendo: -Son naturalmente viciosos. Entonces todos murmuraron: - Es verdad. Y me miraron de un modo muy desagradable. La situación y la influencia de Joe eran más débiles todavía, si tal cosa era posible, cuando había invitados que cuando estábamos solos. Pero a su modo, y siempre que le era dable, me consolaba y me ayudaba, y así lo hizo a la hora de comer, dándome salsa cuando la había. Y como aquel día abundaba, Joe me echó en el plato casi medio litro. Un poco después, y mientras comíamos aún, el señor Wopsle hizo una crítica bastante severa del sermón, e indicó, en el caso hipotético de que la Iglesia estuviese «abierta», el sermón que él habría pronunciado. Y después de favorecer a su auditorio con algunas frases de su discurso, observó que consideraba muy mal elegido el asunto de la homilía de aquel día; lo cual era menos excusable, según añadió, cuando había tantos asuntos excelentes y muy indicados para semejante fiesta. - Es verdad - dijo el tío Pumblechook -. Ha dado usted en el clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos. Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene la sal necesaria. - Y después de un corto intervalo de reflexión añadió -. Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo. - Es verdad, caballero - replicó el señor Wopsle, cuando yo sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme-. Y para los jóvenes pueden deducirse muchas cosas morales de este texto. - Presta atención - me dijo mi hermana, aprovechando aquel paréntesis. Joe me dio un poco más de salsa. -Los cerdos - prosiguió el señor Wopsle con su voz más profunda y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si pronunciase mi nombre de pila -. Los cerdos fueron los compañeros más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes.-Yo opinaba lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba -. Y lo que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un muchacho. - O en una muchacha - sugirió el señor Hubble. - Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble - asintió el señor Wopsle con cierta irritación -. Pero aquí no hay ninguna. - Además - dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto hacia mí -, hay que pensar en lo que se ha recibido, para agradecerlo. Si hubieses nacido cerdo... - Bastante lo era - exclamó mi hermana, con tono enfático. Joe me dio un poco más de salsa. - Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas - añadió el señor Pumblechook -. Si hubieses nacido así, ¿dónde estarías ahora? No... - Por lo menos, en esta forma - dijo el señor Wopsle señalando el plato. - No quiero indicar en esta forma, caballero - replicó el señor Pumblechook, a quien le molestaba que le hubiesen interrumpido -. Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y ¿cuál habría sido su destino? - añadió volviéndose otra vez hacia mí -Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la paja, se lo habría llevado bajo el brazo izquierdo, en tanto que con la mano derecha se levantaría la bata a fin de coger un cortaplumas del bolsillo de su chaleco para derramar tu sangre y acabar tu vida. No te habrían criado a mano, entonces. De ninguna manera. Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla. - Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora - dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana. - ¿Molestias? - repitió ésta -. ¿Molestias? Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de los que me caí, y las profundidades a que me despeñé, así como también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces que ella me deseó la tumba a donde yo, con la mayor contumacia, me negué a ir. Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta hacerle aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron, mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor indignación y execración. - Y, sin embargo - dijo el señor Pumblechook conduciendo suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían desviado -, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no es verdad? - Tome usted un poco de aguardiente, tío - dijo mi hermana. ¡Dios mío! Por fin había llegado. Ahora observarían que el aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido. Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y esperé mi destino. Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad. Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente la mesa para servir el pastel y el pudding. Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los invitados se quedaron consternados al observar que el tío Plumblechook se ponía en pie de un salto, daba varias vueltas tosiendo y bailando al mismo tiempo y echaba a correr hacia la puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si estuviera loco. Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si le hubiesen contradecido, se dejaba caer en la silla exclamando: - ¡Alquitrán! Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a ella. - ¿Alquitrán? - exclamó mi hermana, en el colmo del asombro -. ¿Cómo puede haber ido a parar el alquitrán dentro de la botella? Pero el tío Plumblechook, que en aquella cocina era omnipotente, no quiso oír tal palabra ni hablar más del asunto. Hizo un gesto imperioso con la mano para darlo por olvidado y pidió que le sirvieran agua caliente y ginebra. Mi hermana, que se había puesto meditabunda de un modo alarmante, tuvo que ir en busca de la ginebra, del agua caliente, del azúcar y de las pieles de limón, y en cuanto lo tuvo todo lo mezcló convenientemente. Por lo menos, de momento, yo estaba salvado; pero seguía agarrado a la pata de la mesa, aunque entonces movido por la gratitud. Poco a poco me calmé lo bastante para soltar la mesa y comer el pudding que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado que fue, el señor Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe: - Trae platos limpios y fríos. Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella mi pecho, como si el mueble hubiese sido el compañero de mi juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y comprendí que ya no había remedio para mí. - Quiero que prueben ustedes - dijo mi hermana, dirigiéndose amablemente a sus invitados -, quiero que prueben, para terminar, un regalo delicioso del tío Pumblechook. ¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo. - Tengan en cuenta - añadió mi hermana levantándose - que se trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo. Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo, dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las cosas: - En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálanos con una raja de ese pastel. Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi como el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían por su causa, y que hasta el humo les perseguiría. Joe trabajaba por ellos, y todas las sombras de la pared parecían amenazarlos cuando las llamas de la fragua disminuían o se reavivaban, así como las chispas que caían y morían, y yo tuve la impresión de que la pálida tarde se ensombrecía por lástima hacia aquellos pobres desgraciados. Por fin Joe terminó su trabajo y acabó el ruido de sus martillazos. Y mientras se ponía la chaqueta, cobró bastante valor para proponer que acompañáramos a los soldados, a fin de ver cómo resultaba la caza. El señor Pumblechook y el señor Hubble declinaron la invitación con la excusa de querer fumar una pipa y gozar de la compañía de las damas, pero el señor Wopsle dijo que iría si Joe le acompañaba. Éste se manifestó dispuesto y deseoso de llevarme, si la señora Joe lo aprobaba. Pero no habríamos podido salir, estoy seguro de ello, a no ser por la curiosidad que la señora Joe sentía de enterarse de todos los detalles y de cómo terminaba la aventura. De todos modos dijo: - Si traes al chico con la cabeza destrozada por un balazo, no te figures que yo voy a curársela. E1 sargento se despidió cortésmente de las damas y se separó del señor Pumblechook como de un amigo muy querido, aunque sospecho que no habría apreciado en tan alto grado los méritos de aquel caballero en condiciones más áridas, en vez del régimen húmedo de que había gozado. Sus hombres volvieron a tomar las armas de fuego y salieron. El señor Wopsle, Joe y yo recibimos la orden de ir a retaguardia y de no pronunciar una sola palabra en cuanto llegásemos a los marjales. Cuando ya estuvimos en el frío aire de la tarde y nos dirigíamos rápidamente hacia el objeto de nuestra excursión, yo, traicioneramente, murmuré al oído de Joe: - Espero, Joe, que no los encontrarán. Y él me contestó: - Daría con gusto un chelín porque se hubiesen escapado, Pip. No se nos reunió nadie del pueblo, porque el tiempo era frío y amenazador, el camino desagradable y solitario, el terreno muy malo, la oscuridad inminente y todos estaban sentados junto al fuego dentro de las casas celebrando la festividad. Algunos rostros se asomaron a las iluminadas ventanas para mirarnos, pero nadie salió. Pasamos más allá del poste indicador y nos dirigimos hacia el cementerio, en donde nos detuvimos unos minutos, obedeciendo a la señal que con la mano nos hizo el sargento, en tanto que dos o tres de sus hombres se dispersaban entre las tumbas y examinaban el pórtico. Volvieron sin haber encontrado nada y entonces empezamos a andar por los marjales, atravesando la puerta lateral del cementerio. La cellisca, que parecía morder el rostro, se arrojó contra nosotros llevada por el viento del Este, y Joe me subió sobre sus hombros. Nos hallábamos ya en la triste soledad, donde poco se figuraban todos que yo había estado ocho o nueve horas antes, viendo a los dos fugitivos. Pensé por primera vez en eso, lleno de temor, y también tuve en cuenta que, si los encontrábamos, tal vez mi amigo sospecharía que había llevado allí a los soldados. Recordaba que me preguntó si quería engañarle, añadiendo que yo sería una fiera si a mi edad ayudaba a cazar a un desgraciado como él. ¿Creería, acaso, que era una fiera y un traidor? Era inútil dirigirme entonces aquella pregunta. Iba subido a los hombros de Joe, quien debajo de mí atravesaba los fosos como un cazador, avisando al señor Wopsle para que no se cayera sobre su romana nariz y para que no se quedase atrás. Nos precedían los soldados, bastante diseminados, con gran separación entre uno y otro. Seguíamos el mismo camino que tomé aquella mañana, y del cual salí para meterme en la niebla. Ésta no había aparecido aún o bien el viento la dispersó antes. Bajo los rojizos resplandores del sol poniente, la baliza y la horca, así como el montículo de la Batería y la orilla opuesta del río, eran perfectamente visibles, apareciendo de color plomizo. Con el corazón palpitante, a pesar de ir montado en Joe, miré alrededor para observar si divisaba alguna señal de la presencia de los penados. Nada pude ver ni oír. El señor Wopsle me había alarmado varias veces con su respiración agitada, pero ahora ya sabía distinguir los sonidos y podía disociarlos del objeto de nuestra persecución. Me sobresalté mucho cuando tuve la ilusión de que seguía oyendo la lima, pero resultó no ser otra cosa que el cencerro de una oveja. Ésta cesó de pastar y nos miró con timidez. Y sus compañeras, volviendo a un lado la cabeza para evitar el viento y la cellisca, nos miraron irritadas, como si fuésemos responsables de esas molestias. Pero a excepción de esas cosas y de la incierta luz del crepúsculo en cada uno de los tallos de la hierba, nada interrumpía la inerte tranquilidad de los marjales. Los soldados avanzaban hacia la vieja Batería, y nosotros íbamos un poco más atrás, cuando, de pronto, nos detuvimos todos. Llegó a nuestros oídos, en alas del viento y de la lluvia, un largo grito que se repitió. Resonaba prolongado y fuerte a distancia, hacia el Este, aunque, en realidad, parecían ser dos o más gritos a la vez, a juzgar por la confusión de aquel sonido. El sargento y los hombres que estaban a su lado hablaban en voz baja cuando Joe y yo llegamos a ellos. Después de escuchar un momento, Joe, que era buen juez en la materia, y el señor Wopsle, que lo era malo, convinieron en lo mismo. El sargento, hombre resuelto, ordenó que nadie contestase a aquel grito, pero que, en cambio, se cambiase de dirección y que todos los soldados se dirigieran hacia allá, corriendo cuanto pudiesen. Por eso nos volvimos hacia la derecha, adonde quedaba el Este, y Joe echó a correr tan aprisa que tuve que agarrarme para no caer. Corríamos de verdad, subiendo, bajando, atravesando las puertas, cayendo en las zanjas y tropezando con los juncos. Nadie se fijaba en el terreno que pisaba. Cuando nos acercamos a los gritos, se hizo evidente que eran proferidos por más de una voz. A veces parecían cesar por completo, y entonces los soldados interrumpían la marcha. Cuando se oían de nuevo, aquéllos echaban a correr con mayor prisa y nosotros los seguíamos. Poco después estábamos tan cerca que oímos como una voz gritaba: «¡Asesino!, y otra voz: «¡Penados! ¡Fugitivos! ¡Guardias! ¡Aquí están los fugitivos! Luego las dos voces parecían quedar ahogadas por una lucha, y al cabo de un momento volvían a oírse. Entonces los soldados corrían como gamos, y Joe los seguía. El sargento iba delante, y cuando nosotros habíamos pasado ya del lugar en que se oyeron los gritos, vimos que aquél y dos de sus hombres corrían aún, apuntando con los fusiles. - ¡Aquí están los dos! - exclamó el sargento luchando en el fondo de una zanja -. ¡Rendíos! ¡Salid uno a uno! Chapoteaban en el agua y en el barro, se oían blasfemias y se daban golpes; entonces algunos hombres se echaron al fondo de la zanja para ayudar al sargento. Sacaron separadamente a mi penado y al otro. Ambos sangraban y estaban jadeantes, pero sin dejar de luchar. Yo los conocí en seguida. - Oiga - dijo mi penado limpiándose con la destrozada manga la sangre que tenía en el rostro y sacudiéndose el cabello arrancado que tenía entre los dedos -. Yo lo he cogido. Se lo he entregado a usted. Téngalo en cuenta. - Eso no vale gran cosa - replicó el sargento -. Y no te favorecerá en nada, porque te hallas en el mismo caso que él. Traed las esposas. - No espero que eso me sea favorable. No quiero ya nada más que el gusto que acabo de tener - dijo mi penado profiriendo una codiciosa carcajada-. Yo lo he cogido y él lo sabe. Esto me basta. El otro penado estaba lívido y, además de la herida que tenía en el lado izquierdo de su rostro, parecía haber recibido otras muchas lesiones en todo el cuerpo. Respiraba con tanta agitación que ni siquiera podía hablar, y cuando los hubieron esposado se apoyó en un soldado para no caerse. - Sepan ustedes... que quiso asesinarme. Éstas fueron sus primeras palabras. - ¿Que quise asesinarlo? - exclamó con desdén mi penado -. ¿Quise asesinarlo y no lo maté? No he hecho más que cogerle y entregarle. Nada más. No solamente le impedí que huyera de los marjales, sino que lo traje aquí, a rastras. Este sinvergüenza se las da de caballero. Ahora los Pontones lo tendrán otra vez, gracias a mí. ¿Asesinarlo? No vale la pena, cuando me consta que le hago más daño obligándole a volver a los Pontones. E1 otro seguía diciendo con voz entrecortada: - Quiso... quiso... asesinarme. Sean... sean ustedes... testigos. -Mire - dijo mi penado al sargento -. Yo solo, sin ayuda de nadie, me escapé del pontón. De igual modo podía haber huido por este marjal... Mire mi pierna. Ya no verá usted ninguna argolla de hierro. Y me habría marchado de no haber descubierto que también él estaba aquí. ¿Dejarlo libre? ¿Dejarle que se aprovechara de los medios que me permitieron huir? ¿Permitirle que otra vez me hiciera servir de instrumento? No; de ningún modo. Si me hubiese muerto en el fondo de esta zanja - añadió señalándola enfáticamente con sus esposadas manos -, si me hubiese muerto ahí, a pesar de todo le habría sujetado, para que ustedes lo encontrasen todavía agarrado por mis manos. Evidentemente, el otro fugitivo sentía el mayor horror por su compañero, pero se limitó a repetir: - Quiso... asesinarme. Y si no llegan ustedes en el momento crítico, a estas horas estaría muerto. - ¡Mentira! - exclamó mi penado con feroz energía -Nació embustero y seguirá siéndolo hasta que muera. Mírenle la cara. ¿No ven pintada en ella su embuste? Que me mire cara a cara. ¡A que no es capaz de hacerlo! El otro, haciendo un esfuerzo y sonriendo burlonamente, lo cual no fue bastante para contener la nerviosa agitación de su boca, miró a los soldados, luego a los marjales y al cielo, pero no dirigió los ojos a su compañero. - ¿No lo ven ustedes? - añadió mi penado -. ¿No ven ustedes cuán villano es? ¿No se han fijado en su mirada rastrera y fungitiva? Así miraba también cuando nos juzgaron a los dos. Jamás tuvo valor para mirarme a la cara. E1 otro, moviendo incesantemente sus secos labios y dirigiendo sus intranquilas miradas de un lado a otro, acabó por fijarlas un momento en su compañero, exclamando: - No vales la pena de que nadie te mire. Y al mismo tiempo se fijó en las sujetas manos. Entonces mi penado se exasperó tanto que, a no ser porque se interpusieron los soldados, se habría arrojado contra el otro. - ¿No les dije - exclamó éste - que me habría asesinado si le hubiese sido posible? Todos pudieron ver que se estremecía de miedo y que en sus labios aparecían unas curiosas manchas blancas, semejantes a pequeños copos de nieve. - ¡Basta de charla! - ordenó el sargento -. Encended esas antorchas. Cuando uno de los soldados, que llevaba un cesto en vez de un arma de fuego, se arrodilló para abrirlo, mi penado miró alrededor de él por primera vez y me vio. Yo había echado pie a tierra cuando llegamos junto a la zanja, y aún no me había movido de aquel lugar. Le miré atentamente, al observar que él volvía los ojos hacia mí, y moví un poco las manos, meneando, al mismo tiempo, la cabeza. Había estado esperando que me viese, pues deseaba darle a entender mi inocencia. No sé si comprendió mi intención, porque me dirigió una mirada que no entendí y, además, la escena fue muy preguntándose si yo había hecho ya alguna visita a la despensa. Díjeme también que, si se lo descubría, cuando en nuestra vida doméstica observase que la cerveza era floja o fuerte, sospecharía tal vez que se le hubiese mezclado alquitrán, y eso me haría ruborizar hasta la raíz de los cabellos. En una palabra, fui demasiado cobarde para hacer lo bueno, como también para llevar a cabo lo malo. En aquel tiempo, yo no había tratado a nadie todavía y no imitaba a ninguno de los habitantes del mundo que proceden de este modo. Y como si hubiese sido un genio en bruto, descubrí la conducta que me convenía seguir. Como empezaba a sentir sueño antes de estar muy lejos del pontón, Joe me volvió a subir sobre sus hombros y me llevó a casa. Debió de ser un camino muy pesado para él, porque cuando llamó al señor Wopsle, éste se hallaba de tan mal humor que si la Iglesia hubiese estado «abierta», probablemente habría excomulgado a toda la expedición, empezando por Joe y por sí mismo. En su capacidad lega, insistió en sentarse al aire libre, sufriendo la malsana humedad, hasta el punto de que cuando se quitó el gabán para secarlo ante el fuego de la cocina, las manchas que se advertían en sus pantalones habrían bastado para ahorcarle si hubiese sido un crimen. Mientras tanto, yo iba por la cocina tambaleándome como un pequeño borracho, a causa de haber sido puesto en el suelo pocos momentos antes y también porque me había dormido, despertándome junto al calor, a las luces y al ruido de muchas lenguas. Cuando me recobré, ayudado por un buen puñetazo entre los hombros y por la exclamación que profirió mi hermana: «¿Han visto ustedes alguna vez a un muchacho como éste?», observé que Joe les refería la confesión del penado y todos los invitados expresaban su opinión acerca de cómo pudo llegar a entrar en la despensa. Después de examinar cuidadosamente las premisas, el señor Pumblechook explicó que primero se encaramó al tejado de la fragua y que luego pasó al de la casa, deslizándose por medio de una cuerda, hecha con las sábanas de su cama, cortada a tiras, por la chimenea de la cocina, y como el señor Pumblechook estaba muy seguro de eso y no admitía contradicción de nadie, todos convinieron en que el hecho debió de realizarse como él suponía. El señor Wopsle, sin embargo, dijo que no, con la débil malicia de un hombre fatigado; pero como no podía exponer ninguna teoría y, por otra parte, no llevaba abrigo, fue unánimemente condenado al silencio, ello sin tener en cuenta el humo que salía de sus pantalones, mientras estaba de espaldas al fuego de la cocina para secar la humedad, lo cual no podía, naturalmente, inspirar confianza alguna. Esto fue cuanto oí aquella noche antes de que mi hermana me cogiese, cual si mi presencia fuera una ofensa para las miradas de los invitados, y me ayudase a subir la escalera con tal fuerza que parecía que yo llevara cincuenta botas y cada una de ellas corriese el peligro de tropezar contra los bordes de los escalones. Como ya he dicho, el estado especial de mi mente empezó a manifestarse antes de levantarme, al día siguiente, y duró hasta que se perdió el recuerdo del asunto y no se mencionó más que en ocasiones excepcionales. CAPITULO VII En la época en que solía pasar algunos ratos en el cementerio leyendo las lápidas sepulcrales de la familia, apenas tenía la suficiente instrucción para poder deletrearlas. A pesar de su sencillo significado, no las entendía muy correctamente, porque leía «Esposa del de arriba» como una referencia complementaria con respecto a la exaltación de mi padre a un mundo mejor; y si alguno de mis difuntos parientes hubiese sido señalado con la indicación de que estaba «abajo», no tengo duda de que habría formado muy mala opinión de aquel miembro de la familia. Tampoco eran muy exactas mis nociones teológicas aprendidas en el catecismo, porque recuerdo perfectamente que el consejo de que debía «andar del mismo modo, durante todos los días de mi vida» me imponía la obligación de atravesar el pueblo, desde nuestra casa, en una dirección determinada, sin desviarme nunca para ir a casa del constructor de carros o hacia el molino. Cuando fuese mayor me pondría de aprendiz con Joe, y hasta que pudiera asumir tal dignidad no debía gozar de ciertas ventajas. Por consiguiente, no solamente tenía que ayudar en la fragua, sino que también si algún vecino necesitaba un muchacho para asustar a los pájaros, para coger piedras o para un trabajo semejante, inmediatamente se me daba el empleo. Sin embargo, a fin de que no quedara comprometida por esas causas nuestra posición elevada, en el estante inmediato a la chimenea de la cocina habia una hucha, en donde, según era público y notorio, se guardaban todas mis ganancias. Tengo la impresión de que tal vez servirían para ayudar a liquidar la Deuda Nacional, pero me constaba el que no debía abrigar ninguna esperanza de participar personalmente de aquel tesoro. Una tía abuela del señor Wopsle daba clases nocturnas en el pueblo; es decir, que era una ridícula anciana, de medios de vida limitados y de mala salud ilimitada, que solía ir a dormir de seis a siete, todas las tardes, en compañía de algunos muchachos que le pagaban dos peniques por semana cada uno, a cambio de tener la agradable oportunidad de verla dormir. Tenía alquilada una casita, y el señor Wopsle disponía de las habitaciones del primer piso, en donde nosotros, los alumnos, le oíamos leer en voz alta con acento solemne y terrible, así como, de vez en cuando, percibíamos los golpes que daba en el techo. Existía la ficción de que el señor Wopsle «examinaba» a los alumnos una vez por trimestre. Lo que realmente hacía en tales ocasiones era arremangarse los puños, peinarse el cabello hacia atrás con los dedos y recitarnos el discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César. Inevitablemente seguía la oda de Collins acerca de las pasiones, y, al oírla, yo veneraba especialmente al señor Wopsle en su personificación de la Venganza, cuando arrojaba al suelo con furia su espada llena de sangre y tomaba la trompeta con la que iba a declarar la guerra, mientras nos dirigía una mirada de desesperación. Pero no fue entonces, sino a lo largo de mi vida futura, cuando me puse en contacto con las pasiones y pude compararlas con Collins y Wopsle, con gran desventaja para ambos caballeros. La tía abuela del señor Wopsle, además de dirigir su Instituto de Educación, regía, en la misma estancia, una tienda de abacería. No tenía la menor idea de los géneros que poseía, ni tampoco de los precios de cada uno de ellos; pero guardada en un cajón había una grasienta libreta que servía de catálogo de precios, de modo que, gracias a ese oráculo, Biddy realizaba todas las transacciones de la tienda. Biddy era la nieta de la tía abuela del señor Wopsle; y confieso mi incapacidad para solucionar el problema de cuál era el grado de parentesco que tenía con el señor Wopsle. Era huérfana como yo y también como yo fue criada «a mano». Sin embargo, era mucho más notable que yo por las extremidades de su persona, ya que su cabello jamás estaba peinado, ni sus manos nunca lavadas, y en cuanto a sus zapatos, carecían siempre de toda reparación y de tacones. Tal descripción debe aceptarse con la limitación de un día cada semana, porque el domingo asistía a la iglesia muy mejorada. Mucho por mí mismo y más todavía gracias a Biddy y no a la tía abuela del señor Wopsle, luché considerablemente para abrirme paso a través del alfabeto, como si éste hubiese sido un zarzal; y cada una de las letras me daba grandes preocupaciones y numerosos arañazos. Por fin me encontré entre aquellos nueve ladrones, los nueve guarismos, que, según me parecía, todas las noches hacían cuanto les era posible para disfrazarse, a fin de que nadie los reconociera a la mañana siguiente. Mas por último empecé, aunque con muchas vacilaciones y tropiezos, a leer, escribir y contar, si bien en un grado mínimo. Una noche estaba sentado en el rincón de la chimenea, con mi pizarra, haciendo extraordinarios esfuerzos para escribir una carta a Joe. Me parece que eso fue cosa de un año después de nuestra caza del hombre por los marjales, porque había pasado ya bastante tiempo y a la sazón corría el invierno y helaba. Con el alfabeto junto al hogar y a mis pies para poder consultar, logré, en una o dos horas, dibujar esta epístola: «mIqe rIdOjO eSpE rOqes tArAsbi en Ies pErOqe pRoN topO dRea iuDar tEen tosEs SerE mOsfE lis es tUio pIp.» No había ninguna necesidad de comunicar por carta con Joe, pues hay que tener en cuenta que estaba sentado a mi lado y que, además, nos hallábamos solos. Pero le entregué esta comunicación escrita, con pizarra y todo, por mi propia mano, y Joe la recibió con tanta solemnidad como si fuese un milagro de erudición. - ¡Magnífico, Pip! - exclamó abriendo cuanto pudo sus azules ojos-. ¡Cuánto sabes! ¿Lo has hecho tú? - Más me gustaría saber - repliqué yo, mirando a la pizarra con el temor de que la escritura no estaba muy bien alineada. - Mira - dijo Joe -. Aquí hay una «J» y una «O» muy bien dibujadas. Esto sin duda dice «Joe». Jamás oí a mi amigo leer otra palabra que la que acababa de pronunciar; en la iglesia, el domingo anterior, observé que sostenía el libro de rezos vuelto al revés, como si le prestase el mismo servicio que del derecho. Y deseando aprovechar la ocasión, a fin de averiguar si, para enseñar a Joe, tendría que empezar por el principio, le dije: - Lee lo demás, Joe. - ¿Lo demás, Pip? - exclamó Joe mirando a la pizarra con expresión de duda -. Una... una «J» y ocho «oes». En vista de su incapacidad para descifrar la carta, yo me incliné hacia él y, con la ayuda de mi dedo índice, la leí toda. - ¡Es asombroso! - dijo Joe en cuanto hube terminado -. Sabes mucho. - ¿Y cómo lees «Gargery», Joe? - le pregunté, con modesta expresión de superioridad. - De ninguna manera. - Pero supongamos que lo leyeras. - No puede suponerse - replicó Joe -. Sin embargo, me gusta mucho leer. - ¿De veras? -Mucho. Dame un buen libro o un buen periódico, déjame que me siente ante el fuego y soy hombre feliz. ¡Dios mío! - añadió después de frotarse las rodillas -. Cuando se encuentra una «J» y una «O» y comprende uno que aquello dice «Joe», se da cuenta de lo interesante que es la lectura. Por estas palabras comprendí que la instrucción de Joe estaba aún en la infancia. Y, hablando del mismo asunto, le pregunté: - Cuando eras pequeño como yo, Joe, ¿fuiste a la escuela? - No, Pip. - Y ¿por qué no fuiste a la escuela cuando tenías mi edad? - Pues ya verás, Pip - contestó Joe empuñando el hierro con que solía atizar el fuego cuando estaba pensativo -Voy a decírtelo. Mi padre, Pip, se había dado a la bebida y cuando estaba borracho pegaba a mi madre con la mayor crueldad. Ésta era la única ocasión en que movía los brazos, pues no le gustaba trabajar. Debo añadir que también se ejercitaba en mí, pegándome con un vigor que habría estado mucho mejor aplicado para golpear el hierro con el martillo. ¿Me comprendes, Pip? - Sí, Joe. Hizo una pausa y añadió: - Yo, en cambio, no tengo buena cabeza. Por lo menos, Pip, y quiero hablarte con sinceridad, mi pobre madre era exactamente igual. Pasó toda su vida trabajando, hecha una esclava, matándose verdaderamente y sin lograr jamás la tranquilidad en su vida terrestre. Por eso yo temo mucho desencaminarme y no cumplir con mis deberes con respecto a una mujer, lo que tal vez ocurriría si tomara yo el mando de la casa, pues entonces, posiblemente, mi mujer y yo seguiríamos un camino equivocado, y eso no me proporcionaría ninguna ventaja. Créeme que con toda mi alma desearía mandar yo en esta casa, Pip; te aseguro que entonces no habrías de temer a «Thickler»; me gustaría mucho librarte de él, pero así es la vida, Pip, y espero que tú no harás mucho caso de esos pequeños percances. A pesar de los pocos años que yo tenía, a partir de aquella noche sentí nuevos motivos de admiración con respecto a Joe. Desde entonces no sólo éramos iguales como antes, sino que, desde aquella noche, cuando estábamos los dos sentados tranquilamente y yo pensaba en él, experimentaba la sensación de que la imagen de mi amigo estaba ya albergada en mi corazón. - Me extraña - dijo Joe levantándose para echar leña al fuego - que a pesar de que ese reloj holandés está a punto de dar las ocho, ella no haya vuelto todavía. Espero que la yegua del tío Pumblechook no habrá resbalado sobre el hielo ni se habrá caído. La señora Joe hacía, de vez en cuando, cortos viajes con el tío Pumblechook los días de mercado, a fin de ayudarle en la compra de los artículos de uso doméstico y en todos aquellos objetos caseros que requerían la opinión de una mujer. El tío Pumblechook era soltero y no tenía ninguna confianza en su criada. El día en que con Joe tuvimos la conversación reseñada, era de mercado y la señora Joe había salido en una de estas expediciones. Joe reavivó el fuego, limpió el hogar y luego nos acercamos a la puerta, con la esperanza de oír la llegada del carruaje. La noche era seca y fría, el viento soplaba de un modo que parecía cortar el rostro y la escarcha era blanca y dura. Pensé que cualquier persona podría morirse aquella noche si permanecía en los marjales. Y cuando luego miré a las estrellas, consideré lo horroroso que sería para un hombre que se hallara en tal situación el volver la mirada a ellas cuando se sintiese morir helado y advirtiese que de aquella brillante multitud no recibía el más pequeño auxilio ni la menor compasión. - Ahí viene la yegua - dijo Joe -, como si estuviera llena de campanillas. En efecto, el choque de sus herraduras de hierro sobre el duro camino era casi musical mientras se aproximaba a la casa a un trote más vivo que de costumbre. Sacamos una silla para que la señora Joe se apease cómodamente, removimos el fuego a fin de que la ventana de nuestra casa se le apareciese con alegre aspecto y examinamos en un momento la cocina procurando que nada estuviese fuera de su sitio acostumbrado. En cuanto hubimos terminado estos preparativos, salimos al exterior abrigados y tapados hasta los. ojos. Pronto echó pie a tierra la señora Joe y también el tío Pumblechook, que se apresuró a cubrir a la yegua con una manta, de modo que pocos instantes después estuvimos todos en el interior de la cocina, llevando con nosotros tal cantidad de aire frío que parecía suficiente para contrarrestar todo el calor del fuego. - Ahora - dijo la señora Joe desabrigándose apresurada y muy excitada y echando hacia la espalda su gorro, que pendía de los cordones -, si este muchacho no se siente esta noche lleno de gratitud, jamás en la vida podrá mostrarse agradecido. Yo me esforcé en exteriorizar todos los sentimientos de gratitud de que era capaz un muchacho de mi edad, aunque carecía en absoluto de informes que me explicasen el porqué de todo aquello. - Espero - dijo mi hermana - que no se descarriará. Aunque he de confesar que tengo algunos temores. - Ella no es capaz de permitirlo, señora - dijo el señor Pumblechook -; es mujer que sabe lo que tiene entre manos. ¿«Ella»? Miré a Joe moviendo los labios y las cejas, repitiendo silenciosamente «Ella». Él me imitó en mi pantomima, y como mi hermana nos sorprendiera en nuestra mímica, Joe se pasó el dorso de la mano por la nariz, con aire conciliador propio de semejante caso, y la miró. - ¿Por qué me miras así? - preguntó mi hermana en tono agresivo -. ¿Hay fuego en la casa? - Como alguien mencionó a «ella»... - observó delicadamente Joe. - Pues supongo que es «ella» y no «él» - replicó mi hermana -, a no ser que te figures que la señorita Havisham es un hombre. Capaz serías de suponerlo. - ¿La señorita Havisham, de la ciudad? - preguntó Joe. - ¿Hay alguna señorita Havisham en el pueblo? - repIicó mi hermana -. Quiere que se le mande a ese muchacho para que vaya a jugar a su casa. Y, naturalmente, irá. Y lo mejor que podrá hacer es jugar allí - explicó mi hermana meneando la cabeza al mirarme, como si qusiera infundirme los ánimos necesarios para que me mostrase extremadamente alegre y juguetón -. Pero si no lo hace, se las verá conmigo. Yo había oído mencionar a la señorita Havisham, de la ciudad, como mujer de carácter muy triste e inmensamente rica, que vivía en una casa enorme y tétrica, fortificada contra los ladrones, y que en aquel edificio llevaba una vida de encierro absoluto. - ¡Caramba! - observó Joe, asombrado -. No puedo explicarme cómo es posible que conozca a Pip. - ¡Tonto! - exclamó mi hermana -. ¿Quién te ha dicho que le conoce? - Alguien - replicó suavemente Joe - mencionó el hecho de que ella quería que fuese el chico allí para jugar. - ¿Y no es posible que haya preguntado al tío Pumblechook si conoce algún muchacho para que vaya a jugar a su casa? ¿No puede ser que el tío Pumblechook sea uno de sus arrendatarios y que algunas veces, no diré si cada trimestre o cada medio año, porque eso tal vez sería demasiado, pero sí algunas veces, va allí a pagar su arrendamiento? ¿Y no podría, entonces, preguntar ella al tío Pumblechook si conoce algún muchacho para que vaya a jugar a su casa? Y como el tío Pumblechook es hombre muy considerado y que siempre nos recuerda cuando puede hacernos algún favor, aunque tú no lo creas, Joe - añadió en tono de profundo reproche, como si mi amigo fuese el más desnaturalizado de los sobrinos -, nombró a este muchacho, que está dando saltos de alegría - cosa que, según declaro solemnemente, yo no hacía en manera alguna - y por el cual he sido siempre una esclava. - ¡Bien dicho! - exclamó el tío Pumblechook -. Has hablado muy bien. Ahora, Joe, ya conoces el caso. - No, Joe - añadió mi hermana, todavía en tono de reproche, mientras él se pasaba el dorso de la mano por la nariz, con aire de querer excusarse -, todavía, aunque creas lo contrario, no conoces el caso. Es posible que te lo figures, pero aún no sabes nada, Joe. Y digo qùe no lo sabes, porque ignoras que el tío Pumblechook, con mayor amabilidad y mayor bondad de la que puedo expresar, con objeto de que el muchacho haga su fortuna yendo a casa de la señorita Havisham, se ha prestado a llevárselo esta misma noche a la ciudad, en su propio carruaje, para que duerma en su casa y llevarlo mañana por la mañana a casa de la señorita Havisham, dejándolo en sus manos. Pero ¿qué hago? - exclamó mi hermana quitándose el gorro con repentina desesperación -. Aquí estoy hablando sin parar, mientras el tío Pumblechook se espera y la yegua se enfría en la puerta, sin pensar que ese muchacho está lleno de suciedad, de pies a cabeza. Dichas estas palabras, se arrojó sobre mí como un águila sobre un cabrito, y a partir de aquel momento mi rostro fue sumergido varias veces en agua, enjabonado, sobado, secado con toallas, aporreado, atormentado y rascado hasta que casi perdí el sentido. Y aquí viene bien observar que tal vez soy la persona que conoce mejor, en el mundo entero, el efecto desagradable de una sortija de boda cuando roza brutalmente contra un cuerpo humano. Cuando terminaron mis abluciones me vi obligado a ponerme ropa blanca, muy almidonada, dentro de la cual quedé como un penitente en un saco, y luego mi traje de ceremonia, tieso y horrible. Entonces fui entregado al señor Pumblechook, que me recibió formalmente, como si fuese un sheriff, y que se apresuró a colocarme el discurso que hacía rato deseaba pronunciar. - Muchacho, has de sentir eterna gratitud hacia todos tus amigos, pero muy especialmente hacia los que te han criado «a mano». - ¡Adiós, Joe! - ¡Dios te bendiga, Pip! Hasta entonces, nunca me había separado de él, y, a causa de mis sentimientos y también del jabón que todavía llenaba mis ojos, en los primeros momentos de estar en el coche no pude ver siquiera el resplandor de las estrellas. Éstas parpadeaban una a una, sin derramar ninguna luz sobre las preguntas que yo me dirigía tratando de averiguar por qué tendría que jugar en casa de la señorita Havisham y a qué juegos tendría que dedicarme en aquella casa. CAPITULO VIII La vivienda del señor Pumblechook, en la calle Alta de la ciudad, tenía un carácter farináceo e impregnado de pimienta, según debían ser las habitaciones de un tratante en granos y especias. Me pareció que sería hombre muy feliz, puesto que en su tienda tenía numerosos cajoncitos, y me pregunté si cuando él contemplaba las filas de paquetes de papel moreno, donde se guardaban las semillas y los bulbos, éstos, aprovechando un buen día de sol, saldrían de sus cárceles y empezarían a florecer. Eso pensé muy temprano a la mañana siguiente de mi llegada. En la noche anterior, en cuanto llegué, me mandó directamente a acostarme en una buhardilla bajo el tejado, que tenía tan poca altura en el lugar en que estaba situada la cama, que sin dificultad alguna pude contar las tejas, que se hallaban a un pie de distancia de mis ojos. Aquella misma mañana, muy temprano, descubrí una singular afinidad entre las semillas y los pantalones de pana. El señor Pumblechook los llevaba, y lo mismo le ocurría al empleado de la tienda; además, en aquel lugar se advertía cierto aroma y una atmósfera especial que concordaba perfectamente con la pana, así como en la naturaleza de las semillas se advertía cierta afinidad con aquel tejido, aunque yo no podía descubrir la razón de que se complementasen ambas cosas. La misma oportunidad me sirvió para observar qua el señor Pumblechook dirigía, en apariencia, su negocio mirando a través de la calle al guarnicionero, el cual realizaba sus operaciones comerciales con los ojos fijos en el taller de coches, cuyo dueño se ganaba la vida, al parecer, con las manos metidas en los bolsillos y contemplando al panadero, quien, a su vez, se cruzaba de brazos sin dejar de mirar al abacero, el cual permanecía en la puerta y bostezaba sin apartar la mirada dal farmacéutico. El relojero estaba siempre inclinado sobre su mesa, con una lupa en el ojo y sin cesar vigilado por un grupo de gente de blusa que le miraba a través dal cristal de la tienda. Éste parecía ser la única persona en la calle Alta cuyo trabajo absorbiese toda su atención. Por consiguiente, obedecí, encontrándome en una habitación bastante grande y muy bien alumbrada con velas de cera. Allí no llegaba el menor rayo de luz diurna. A juzgar por el mobiliario, podía creerse que era un tocador, aunque había muebles y utensilios de formas y usos completamente desconocidos para mí. Pero lo más importante de todo era una mesa cubierta con un paño y coronada por un espejo de marco dorado, en lo cual reconocí que era una mesa propia de un tocador y de una dama refinada. Ignoro si habría comprendido tan pronto el objeto de este mueble de no haber visto, al mismo tiempo, a una elegante dama sentada a poca distancia. En un sillón de brazos y con el codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano correspondiente vi a la dama más extraña que jamás he visto o veré. Vestía un traje muy rico de satén, de encaje y de seda, todo blanco. Sus zapatos eran del mismo color. De su cabeza colgaba un largo velo, asimismo blanco, y su cabello estaba adornado por flores propias de desposada, aunque aquél ya era blanco. En su cuello y en sus manos brillaban algunas joyas, y en la mesa se veían otras que centelleaban. Por doquier, y medio doblados, había otros trajes, aunque menos espléndidos que el que llevaba aquella extraña mujer. En apariencia no había terminado de vestirse, porque tan sólo llevaba un zapato y el otro estaba sobre la mesa inmediata a ella. En cuanto al velo, estaba arreglado a medias, no se había puesto el reloj y la cadena, y sobre la mesa coronada por el espejo se veían algunos encajes, su pañuelo, sus guantes, algunas flores y un libro de oraciones, todo formando un montón. Desde luego, no lo vi todo en los primeros momentos, aunque sí pude notar mucho más de lo que se creería, y advertí también que todo lo que tenía delante, y que debía de haber sido blanco, lo fue, tal vez, mucho tiempo atrás, porque había perdido su brillo, tomando tonos amarillentos. Además, noté que la novia, vestida con traje de desposada, había perdido el color, como el traje y las flores, y que en ella no brillaba nada más que sus hundidos ojos. A1 mismo tiempo, observé que aquel traje cubrió un día la redondeada figura de una mujer joven y que ahora se hallaba sobre un cuerpo reducido a la piel y a los huesos. Una vez me llevaron a ver unas horrorosas figuras de cera en la feria, que representaban no sé a quién, aunque, desde luego, a un personaje, que yacía muerto y vestido con traje de ceremonia. Otra vez, también visité una de las iglesias situadas en nuestros marjales, y allí vi a un esqueleto reducido a cenizas, cubierto por un rico traje y al que desenterraron de una bóveda que había en el pavimento de la iglesia. Pero en aquel momento la figura de cera y el esqueleto parecían haber adquirido unos ojos oscuros que se movían y que me miraban. Y tanto fue mi susto, que, de haber sido posible, me hubiese echado a llorar. - ¿Quién es? - preguntó la dama que estaba junto a la mesa. - Pip, señora. - ¿Pip? - Sí, señora. Un muchacho que ha traído el señor Pumblechook. He venido... a jugar. -Acércate. Deja que te vea. Ven a mi lado. Cuando estuve ante ella, evitando su mirada, pude tomar nota detallada de los objetos que la rodeaban. Entonces vi que su reloj estaba parado a las nueve menos veinte y que el que estaba colgado en la pared interrumpió también su movimiento a la misma hora. - Mírame - dijo la señorita Havisham -. Supongo que no tendrás miedo de una mujer que no ha visto el sol desde que naciste. Lamento consignar que no temí decir la enorme mentira comprendida en la respuesta: - No. - ¿Sabes lo que toco ahora? - dijo poniendo las dos manos, una sobre otra, encima del lado izquierdo de su pecho. - Sí, señora - contesté recordando al joven que quería arrancarme el corazón y el hígado. - ¿Qué toco? - Su corazón. - ¡Destrozado! Me dirigió una ansiosa mirada al pronunciar tal palabra con el mayor énfasis y con extraña sonrisa, en la que advertía cierta vanidad. Conservó las manos sobre su pecho por espacio de unos instantes, y luego las separó lentamente, como si le pesaran demasiado. - Estoy fatigada - dijo la señorita Havisham -. Deseo alguna distracción, y ya no puedo soportar a los hombres ni a las mujeres. ¡Juega! Como comprenderá el lector más aficionado a la controversia, difícilmente podría haber ordenado a un muchacho cualquiera otra cosa más extraordinaria en aquellas circunstancias. - A veces tengo caprichos de enferma - continuó -. Y ahora tengo el de desear que alguien juegue. ¡Vamos, muchacho! - dijo moviendo impaciente los dedos de su mano derecha -. ¡Juega, juega! Por un momento, y sintiendo el temor de mi hermana, tuve la idea desesperada de empezar a correr alrededor de la estancia imitando lo mejor que pudiera el coche del señor Pumblechook, pero me sentí tan incapaz de hacerlo, que abandoné mi propósito y me quedé mirando a la señorita Havisham con expresión que ella debió de considerar de testarudez, pues en cuanto hubimos cambiado una mirada me preguntó: - ¿Acaso eres tozudo y de carácter triste? - No, señora. Lo siento mucho por usted, mucho. Pero en este momento no puedo jugar. Si da usted quejas de mí, tendré que sufrir el castigo de mi hermana, y sólo por esta causa lo haría si me fuese posible; pero este lugar es tan nuevo para mí, tan extraño, tan elegante y... ¡tan melancólico! Y me interrumpí, temiendo decir o haber dicho demasiado, en tanto que cruzábamos nuestra mirada. Antes de que volviese a hablar apartó de mí sus ojos y miró su traje, la mesa del tocador y, flnalmente, a su imagen reflejada en el espejo. - ¡Tan nuevo para él y tan viejo para mí!-murmuró -. ¡Tan extraño para él y tan familiar para mí, y tan melancólico para los dos! Llama a Estella. Seguía mirando su imagen reflejada por el espejo, y como yo me figurase que hablaba consigo misma, me quedé quieto. -Llama a Estella - repitió, dirigiéndome una mirada centelleante -. Eso bien puedes hacerlo. Llama a Estella. A la puerta. Eso de asomarme a la oscuridad de un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a gritos a la burlona joven, a Estella, que tal vez no estaría visible ni me contestaría, me daba la impresión de que el gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento como empezar a jugar en cuanto me lo mandasen. Pero la joven contestó por fin, y, semejante a una estrella efectiva, apareció su bujía, a lo lejos, en el corredor. La señora Havisham le hizo seña de que se acercase, y, tomando una joya que había encima de la mesa, observó el efecto que hacía sobre el joven pecho de la muchacha, y también poniéndola sobre el cabello de ésta. - Un día será tuya, querida mía - dijo -. Y la emplearás bien. Ahora hazme el favor de jugar a los naipes con este muchacho. - ¿Con este muchacho? ¡Si es un labriego! Me pareció oír la respuesta de la señorita Havisham, pero fue tan extraordinaria que apenas creí lo que oía. - Pues bien - dijo -, diviértete en destrozarle el corazón. - ¿A qué sabes jugar, muchacho? - me preguntó Estella con el mayor desdén. Contesté indicando el único juego de naipes que conocía, y ella, conformándose, se sentó ante mí y empezamos a jugar. Entonces fue cuando comprendí que todo lo que había en la estancia, a semejanza del reloj, se había parado e interrumpido hacía ya mucho tiempo. Noté que la señorita Havisham dejó la joya exactamente en el mismo lugar de donde la tomara. Y mientras Estella repartía los naipes, yo miré otra vez a la mesa del tocador, y allí vi el zapato que un día fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun sin aquella interrupción de todo y sin la inmóvil presencia de los pálidos objetos ya marchitos, el traje nupcial sobre el cuerpo inmóvil no podría haberse parecido más a una vestidura propia de la tumba, ni el largo velo más semejante a un sudario. Así estaba ella inmóvil como un cadáver, mientras la joven y yo jugábamos a los naipes. Todos los adornos de su traje nupcial parecían ser de papel de estraza. Nadie sabía entonces de los descubrimientos que, de vez en cuando, se hacen de cadáveres enterrados en antiguos tiempos y que se convierten en polvo en el momento de aparecerse a la vista de los mortales; pero desde entonces he pensado con frecuencia que tal vez la admisión en la estancia de la luz del día habría convertido en polvo a aquella mujer. - Este muchacho llama mozos a las sotas - dijo Estella con desdén antes de terminar el primer juego -. Y ¡qué manos tan ordinarias tiene! ¡Qué botas! Hasta aquel momento, jamás se me ocurrió avergonzarme de mis manos, pero entonces empecé a considerarlas de un modo muy desfavorable. El desprecio que ella me manifestaba era tan fuerte que no pude menos de notarlo. Ganó el primer juego y yo di. Naturalmente, lo hice mal, sabiendo, como sabía, que esperaba cualquier torpeza por mi parte. Y, en efecto, inmediatamente me calificó de estúpido, de torpe y de destripaterrones. - Tú no dices nada de ella - observó dirigiéndose a mí la señorita Havisham mientras miraba nuestro juego -, Ella te ha dicho muchas cosas desagradables, y, sin embargo, no le contestas. ¿Qué piensas de ella? -No quiero decirlo-tartamudeé. - Pues ven a decírmelo al oído - ordenó la señorita Havisham inclinando la cabeza. - Me parece que es muy orgullosa - dije en un murmullo. - ¿Y nada más? - También me parece muy bonita. - ¿Nada más? - La creo muy insultante - añadí mientras la joven me miraba con la mayor aversión. - ¿Y nada más? - Creo que debería irme a casa. - ¿Y no verla más, aun siendo tan bonita? - No estoy seguro de que no desee verla de nuevo, pero sí me gustaría irme a casa ahora. -Pronto irás - dijo en voz alta la señorita Havisham-. Acaba este juego. Si se exceptúa una leve sonrisa que observé en el rostro de la señorita Havisham, habría podido creer que no sabía sonreír. Asumió una expresión vigilante y pensativa, como si todas las cosas que la rodeaban se hubiesen quedado muertas y ya nada pudiese reanimarlas. Se hundió su pecho y se quedó encorvada; también su voz habíase debilitado, de manera que cuando hablaba, su tono parecía ser mortalmente - Porque no tengo necesidad. - Sí tienes - replicó -. Has llorado tanto que apenas ves claro, y ahora mismo estás a punto de llorar otra vez. Se echó a reír con burla, me dio un empujón para hacerme salir y cerró la puerta a mi espalda. Yo me marché directamente a casa del señor Pumblechook, y me satisfizo mucho no encontrarle en casa. Por consiguiente, después de decirle al empleado el día en que tenía que volver a casa de la señorita Havisham, emprendí el camino para recorrer las cuatro millas que me separaban de nuestra fragua. Mientras andaba iba reflexionando en todo lo que había visto, rebelándome con toda mi alma por el hecho de ser un aldeano ordinariote, lamentando que mis manos fuesen tan bastas y mis zapatos tan groseros. También me censuraba por la vergonzosa costumbre de llamar «mozos» a las sotas y por ser mucho más ignorante de lo que me figuraba la noche anterior, así como porque mi vida era peor y más baja de lo que había supuesto. CAPITULO IX Cuando llegué a mi casa encontré a mi hermana llena de curiosidad, deseando conocer detalles acerca de la casa de la señorita Havisham, y me dirigió numerosas preguntas. Pronto recibí fuertes golpes en la nuca y sobre los hombros, y mi rostro fue a chocar ignominiosamente contra la pared de la cocina, a causa de que mis respuestas no fueron suficientemente detalladas. Si el miedo de no ser comprendido está oculto en el pecho de otros muchachos en el mismo grado que en mí - cosa probable, pues no tengo razón ninguna para considerarme un fenómeno -, eso explicaría muchas extrañas reservas. Yo estaba convencido de que si describía a la señorita Havisham según la habían visto mis ojos, no sería comprendido en manera alguna; y aunque ella era, para mí, completamente incomprensible, sentía la impresión de que cometería algo así como una traición si ante los ojos de la señora Joe ponía de manifiesto cómo era en realidad (y esto sin hablar para nada de la señorita Estella). Por consiguiente, dije tan poco como me fue posible, y eso me valió un nuevo empujón contra la pared de la cocina. Lo peor de todo era que el bravucón del tío Pumblechook, presa de devoradora curiosidad, a fin de informarse de cuanto yo había visto y oído, llegó en su carruaje a la hora de tomar el té, para que le diese toda clase de detalles. Y tan sólo el temor del tormento que me auguraba aquel hombre con sus ojos de pescado, con su boca abierta, con su cabello de color de arena y su cerebro lleno de preguntas aritméticas me hizo decidir a mostrarme más reticente que nunca. - Bien, muchacho - empezó diciendo el tío Pumblechook en cuanto se sentó junto al fuego y en el sillón de honor-. ¿Cómo te ha ido por la ciudad? - Muy bien, señor - contesté, observando que mi hermana se apresuraba a mostrarme el puño cerrado. - ¿Muy bien? - repitió el señor Pumblechook -. Muy bien no es respuesta alguna. Explícanos qué quieres decir con este «muy bien». Cuando la frente está manchada de cal, tal vez conduce al cerebro a un estado de obstinación. Pero, sea lo que fuere, y con la frente manchada de cal a causa de los golpes sufridos contra la pared de la cocina, el hecho es que mi obstinación tenía la dureza del diamante. Reflexioné unos momentos y, como si hubiese encontrado una idea nueva, exclamé: - Quiero decir que muy bien. Mi hermana, profiriendo una exclamación de impaciencia, se disponía a arrojarse sobre mí, y yo no tenía ninguna defensa, porque Joe estaba ocupado en la fragua, cuando el señor Pumblechook se interpuso, diciendo: -No, no te alteres. Deja a este muchacho a mi cuidado, déjamelo. Entonces el señor Pumblechook me hizo dar media vuelta para situarme frente a frente, como si se dispusiera a cortarme el cabello, y dijo: - Ante todo, y para poner en orden las ideas, dime cuántas libras, chelines y peniques son cuarenta y tres peniques. Yo calculé las consecuencias de contestar «cuatrocientas libras», pero, comprendiendo que me serían desfavorables, repliqué lo mejor posible y con un error de unos ocho peniques. Entonces el señor Pumblechook me advirtió que doce peniques hacían un chelín y que cuarenta peniques eran tres chelines y cuatro peniques. Luego añadió: -Ahora contéstame a cuánto equivalen cuarenta y tres peniques. Después de un instante de reflexión, le dije: -No lo sé. Yo estaba tan irritado, que, en realidad, ignoro si lo sabía o no. El señor Pumblechook movió la cabeza, muy enojado también, y luego me preguntó: - ¿No te parece que cuarenta y tres peniques equivalen a siete chelines, seis peniques y tres cuartos de penique? - Sí - le contesté. Y a pesar de que mi hermana me dio instantáneamente un par de tirones en las orejas, me satisfizo mucho el observar que mi respuesta anuló la broma del señor Pumblechook y que le dejó desconcertado. - Bueno, muchacho - dijo en cuanto se hubo repuesto -. Ahora dinos cómo es la señorita Havisham. Y al mismo tiempo cruzó los brazos sobre el pecho. - Muy alta y morena - contesté. - ¿Es así, tío? - preguntó mi hermana. El señor Pumblechook afirmó con un movimiento de cabeza, y de ello inferí que jamás había visto a la señorita Havisham, puesto que no se parecía en nada a mi descripción. - Muy bien - dij o el señor Pumblechook, engreído -. Ahora va a decírnoslo todo. Ya es nuestro. - Estoy segura, tío - replicó la señora Joe -, de que me gustaría que estuviese usted siempre aquí para dominarlo, porque conoce muy bien el modo de tratarle. -Y dime, muchacho: ¿qué estaba haciendo cuando llegaste a su casa? - preguntó el señor Pumblechook. - Estaba sentada - contesté - en un coche tapizado de terciopelo negro. El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron uno a otro, muy asombrados, y repitieron: - ¿En un coche tapizado de terciopelo negro? - Sí - dije -. Y la señorita Estella, es decir, su sobrina, según creo, le sirvió un pastel y una botella de vino en una bandeja de oro que hizo pasar por la ventanilla del coche. Yo me encaramé en la trasera para comer mi parte, porque me ordenaron que así lo hiciera. - ¿Había alguien más allí? - preguntó el señor Pumblechook. - Cuatro perros - contesté. - ¿Pequeños o grandes? - Inmensos - dije -. Y se peleaban uno con otro por unas costillas de ternera que les habían servido en una bandeja de plata. El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, con el mayor asombro. Yo estaba verdaderamente furioso, como un testigo testarudo sometido a la tortura, y en aquellos momentos habría sido capaz de referirles cualquier cosa. - ¿Y dónde estaba ese coche? - preguntó mi hermana. - En la habitación de la señorita Havisham. Ellos se miraron otra vez. - Pero ese coche carecía de caballos - añadí en el momento en que me disponía ya a hablar de cuatro corceles ricamente engualdrapados, pues me había parecido poco dotarlos de arneses. - ¿Es posible eso, tío?-preguntó la señora Joe-. ¿Qué querrá decir este muchacho? - Mi opinión - contestó el señor Pumblechook - es que se trata de un coche sedán. Ya sabe usted que ella es muy caprichosa, mucho..., lo bastante caprichosa para pasarse los días metida en el carruaje. - ¿La ha visto usted alguna vez en él, tío? - preguntó la señora Joe. - ¿Cómo quieres que la haya visto, si jamás he sido admitido a su presencia? Nunca he puesto los ojos en ella. - ¡Dios mío, tío! Yo creía que usted había hablado muchas veces con ella. - ¿No sabes - añadió el señor Pumblechook - que cuantas veces estuve allí, me llevaron a la parte exterior de la puerta de su habitación y así ella me hablaba a través de la hoja de madera? No me digas ahora que no conoces este detalle. Sin embargo, el muchacho ha entrado allí para jugar. ¿Y a qué jugaste, muchacho? - Jugábamos con banderas - dije. He de observar al lector que yo mismo me asombro al recordar las mentiras que dije aquel día. - ¿Banderas? - repitió mi hermana. - Sí - exclamé -. Estella agitaba una bandera azul, yo una roja y la señorita Havisham hacía ondear, sacándola por la ventanilla de su coche, otra tachonada de estrellas doradas. Además, todos blandíamos nuestras espadas y dábamos vivas. - ¿Espadas? - exclamó mi hermana -. ¿De dónde las sacasteis? - De un armario - dije -. Y allí vi también pistolas..., conservas y píldoras. Además, en la habitación no entraba la luz del día, sino que estaba alumbrada con bujías. - Esto es verdad - dijo el señor Pumblechook moviendo la cabeza con gravedad -. Por lo que he podido ver yo mismo, esto es absolutamente cierto. Los dos se quedaron mirándose, y yo les miré también, vigilando, al mismo tiempo que plegaba con la mano derecha la pernera del pantalón del mismo lado. Si me hubiesen dirigido más preguntas, sin duda alguna me habría hecho traición yo mismo, porque ya estaba a punto de mencionar que en el patio había un globo, y tal vez habría vacilado al decirlo, porque mis cualidades inventivas estaban indecisas entre afirmar la existencia de aquel aparato extraño o de un oso en la fábrica de cerveza. Pero ellos estaban tan ocupados en discutir las maravillas que yo ofreciera a su consideración, que eludí el peligro de seguir hablando. La discusión estaba empeñada todavía cuando Joe volvió de su trabajo para tomar una taza de té. Y mi hermana, más para expansionarse que como atención hacia él, le refirió mis pretendidas aventuras. Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí; pero eso tan sólo ocurría mientras le miraba a él y no cuando fijaba mi vista en los demás. Con respecto a Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta «haría algo» por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este «algo». Mi hermana aseguraba que recibiría dinero. El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera. - Si eres tan tonto que no tienes otras ideas más aceptables - dijo mi hermana - vale más que te vayas a continuar el trabajo. Biddy, que era una muchacha amabilísima, se manifestó dispuesta a complacerme, y a los cinco minutos empezó a cumplir su promesa. El plan de estudios establecido por la tía abuela del señor Wopsle puede ser resumido en la siguiente sinopsis. Los alumnos comíamos manzanas y nos metíamos pajas cada uno en la espalda del otro, hasta que la tía abuela del señor Wopsle reunía sus energías y, sin averiguación ninguna, nos daba una paliza con una vara de abedul. Después de recibir los golpes con todas las posibles muestras de burla, los alumnos se formaban en fila y, con el mayor ruido, se pasaban de mano en mano un libro casi destrozado. Este libro contenía el alfabeto, algunos guarismos y tablas aritméticas, así como algunas lecciones fáciles de lectura; mejor dicho, las tuvo en algún tiempo. En cuanto este volumen empezaba a circular, la tía abuela del señor Wopsle se desplomaba en estado comatoso, debido tal vez al sueño o a un ataque reumático. Entonces los alumnos se entregaban a un examen y a una competencia relacionados con el calzado y con el objeto de averiguar quién sería capaz de pisar al otro con mayor fuerza. Este ejercicio mental duraba hasta que Biddy se precipitaba contra todos y distribuía tres Biblias sin portada y de una forma tal que no parecía sino que alguien las hubiese cortado torpemente. La impresión era más ilegible que cualquiera de las curiosidades literarias que he visto en mi vida entera; aquellos libros estaban manchados de orín y entre sus hojas había aplastados numerosos ejemplares del mundo de los insectos. Esta parte de la enseñanza se hacía más agradable gracias a algunos combates mano a mano entre Biddy y los alumnos refractarios. Cuando se habían terminado las peleas, Biddy señalaba el número de una página, y entonces todos leíamos en voz alta lo que nos era posible y también lo que no podíamos leer, a coro y con espantosas voces; Biddy llevaba el compás con voz aguda, fuerte y monótona, y, por otra parte, ninguno de nosotros tenía la más pequeña noción ni tampoco reverencia alguna con respecto a lo que estábamos leyendo. Cuando aquel horrible ruido había durado algún tiempo, despertaba mecánicamente a la tía abuela del señor Wopsle, quien, dejándose llevar por la casualidad, cogía a un muchacho y le tiraba de las orejas. Ésta era la señal de que la clase había terminado aquella tarde, y nos apresurábamos a salir al aire libre con grandes gritos de victoria intelectual. Conviene hacer observar que en la escuela no había prohibición alguna acerca de que un alumno cualquiera se entretuviese con la pizarra o con la tinta, cuando la había. Pero no era fácil proseguir aquella rama de los estudios durante el invierno, a causa de que la abacería en que se daban las clases y que también era el salón y el dormitorio de la tía abuela del señor Wopsle, no estaba alumbrada más que muy débilmente por un candil y, además, no había espabladeras. Comprendí que para llegar a ser extraordinario en tales circunstancias tendría que emplear mucho tiempo. Sin embargo, resolví intentarlo, y, aquella misma tarde, Biddy empezó a cumplir nuestro convenio, comunicándome algunos conocimientos procedentes de su pequeño catálogo de precios, bajo el epígrafe de Azúcar y prestándome, para que la copiara en casa, una gran «D» de tipo inglés que había imitado de la cabecera de algún periódico y que yo tomé, hasta que ella me hubo dicho lo que era, por el dibujo de una hebilla. Como era natural, en el pueblo había una taberna, y también se comprende que Joe gustara de ir allí de vez en cuando a fumar una pipa. Mi hermana me había mandado con la mayor severidad que aquella tarde, al salir de la escuela, fuese a bucar a mi amigo a Los Tres Alegres Barqueros para hacerle volver a casa, con amenaza de castigo en caso de no cumplir esta orden. Por consiguiente, dirigí mis pasos hacia Los Tres Alegres Barqueros. Allí había un bar, y en la pared inmediata a la puerta se veía una lista alarmante de nombres escritos con tiza y con algunas cantidades al lado de cada una, acerca de cuyo pago yo sentía bastantes dudas. Aquella lista siempre estuvo allí, a juzgar por mis recuerdos más remotos, y había crecido bastante más que yo. Pero en la misma había tal cantidad de yeso, que sin duda la gente aprovechaba cuantas oportunidades podía para pagar con él y no con dinero. Como era sábado por la tarde, encontré al dueño, que tristemente contemplaba aquellos apuntes, pero como me llevaba allí Joe y no el deseo de hablar con él, me limité a darle las buenas noches y pasé a la sala general, situada al extremo del corredor, en donde ardía un buen fuego en la cocina. Encontré a Joe fumando una pipa en compañía del señor Wopsle y de un desconocido. El primero me saludó alegremente, y en el momento en que lo hacía, pronunciando mi nombre, el desconocido volvió la cabeza y me miró. Era un hombre de aspecto reservado, a quien no había visto nunca. Tenía la cabeza ladeada y uno de sus ojos estaba medio cerrado, como si siempre apuntara a algo con un fusil invisible. Tenía una pipa en la boca, y la separó de sus labios despidiendo al mismo tiempo el humo; luego me miró fijamente y volvió la cabeza como si quisiera saludarme. Yo le correspondí del mismo modo, y él repitió el movimiento, haciendo sitio a su lado para que pudiera sentarme. Pero como siempre que iba allí tenía la costumbre de sentarme al lado de Joe, le dije: - No, señor; muchas gracias. Y fui a colocarme en el lugar que me ofrecía Joe en el lado opuesto. El desconocido, después de mirar a Joe y viendo que no nos prestaba atención, volvió a mover la cabeza, mirándome al mismo tiempo, y luego se frotó la pierna de un modo muy raro, según a mí me pareció. - Decía usted - observó el desconocido volviéndose a Joe - que se dedica a la profesión de herrero. - Eso mismo dije - replicó Joe. - ¿Qué quiere usted beber, señor...? Ignoro cómo se llama usted. Joe le dijo su nombre, y el desconocido le llamó por él. - ¿Qué quiere usted beber, señor Gargery? Yo pago. Así brindaremos. - Pues mire usted - contestó Joe -. Si he de decirle la verdad, no tengo costumbre de beber a costa de nadie. - Pase porque tenga usted esa costumbre - contestó el desconocido -, pero por una vez puede prescindir de ella. Dígame si quiere beber, señor Gargery. - En fin, no quiero desairarle - dijo Joe -. Ron. - Ron - repitió el extranjero -. ¿Y estos caballeros? - Ron también - dijo el señor Wopsle. - ¡Tres copas de ron! - gritó el desconocido llamando al tabernero -. ¡En seguida! - Este caballero - observó Joe presentando al señor Wopsle -es hombre a quien le gustaría a usted oír. Es nuestro sacristán. - ¡Ah! - dijo el desconocido rápidamente y mirándome al mismo tiempo -. De la iglesia solitaria situada en el marjal y rodeada de tumbas, ¿no es verdad? - Así es - contestó Joe. El desconocido dio un sordo gruñido, como si lo dirigiera a su pipa, y extendió las piernas en el banco que tenía para él solo. Llevaba un sombrero de anchas alas y debajo un pañuelo que le rodeaba la cabeza, de manera que no se le veía el cabello. Mientras miraba al fuego me pareció descubrir en él una expresión astuta y en su rostro se dibujó una sonrisa. - No conozco esta región, caballeros, pero me parece que hacia el río debe de ser muy solitaria. - Como suelen ser siempre los marjales - dijo Joe. -Sin duda, sin duda. ¿Y ven ustedes por allí con frecuencia gitanos, vagabundos o mendigos? - No - contestó Joe -. Tan sólo, de vez en cuando un penado fugitivo. Y no crea usted que se les coge con facilidad. ¿No es verdad, señor Wopsle? Éste, con majestuoso recuerdo de antiguas incomodidades, dio su asentimiento, pero sin el menor entusiasmo. - Parece como si los hubiesen ustedes perseguido alguna vez - preguntó el extranjero. -Tan sólo en una ocasión - contestó Joe -. No porque a nosotros nos importzse cogerlos. Fuimos como curiosos. Fui yo y me acompañaron el señor Wopsle y Pip. ¿No es verdad, Pip? - Sí, Joe. El desconocido volvió a mirarme, cerrando aún más su ojo, como si me apuntara con invisible fusil, y dijo: - ¿Y cómo llama usted a este muchacho? - Pip - contestó Joe. - ¿Lo bautizaron con ese nombre? - No, de ningún modo. - ¿Es un apodo? - No - dijo Joe -. Es un nombre familiar que se le dio cuando era muy niño, y seguimos llamándole de igual modo. - ¿Es su hijo? - Verá usted - dijo Joe meditabundo, no porque hubiese necesidad de meditar tal respuesta, sino porque era costumbre en la taberna que se fingiera reflexionar profundamente todo cuanto se discutía-. No, no es mi hijo. No lo es. - ¿Sobrino? - preguntó el desconocido. - Tampoco - dijo Joe reflexionando, en apariencia, con la misma intensidad-. Como no quiero engañarle, le diré que tampoco es mi sobrino. - Entonces, ¿qué es? - preguntó el desconocido, con interés que a mí me pareció innecesario. En aquel momento intervino el señor Wopsle como perito acerca de las relaciones familiares, ya que tenía motivos profesionales para saber exactamente qué grados de parentesco femenino impedían contraer matrimonio. Así, expuso el que había entre Joe y yo. Y como había tendido la mano para hablar, el señor Wopsle aprovechó la ocasión para recitar un pasaje terrible de Ricardo III y quedó satisfecho de sí mismo al añadir: - Según dice el poeta. Debo observar aquí que cuando el señor Wopsle se refería a mí, consideraba necesario meserme el cabello y metérmelo en los ojos. No puedo comprender por qué las personas de su posición social que visitaban nuestra casa habían de someterme al mismo proceso irritante, en circunstancias semejantes a las que acabo de describir. Sin embargo, no quiero decir con eso que en mi primera juventud fuese siempre, en el círculo familiar y social de mi casa, objeto de tales observaciones, pero sí afirmo que toda persona de alguna respetabilidad que allí llegaba tomaba tal camino oftálmico con objeto de demostrarme su protección. Mientras tanto, el desconocido no miraba a nadie más que a mí, y lo hacía como si estuviese resuelto a dispararme un tiro y derribarme. Pero después de preguntar por el parentesco que nos unía a mí y a Joe no dijo nada más hasta que trajeron las copas de ron y de agua. Entonces disparó, y su disparo fue, ciertamente, extraordinario. No hizo ninguna observación verbal, sino que procedió en silencio, aunque dirigiéndose a mí tan sólo. Mezcló el ron y el agua sin dejar de mirarme, y lo probó sin quitarme los ojos de encima. Pero lo notable es que revolvió el agua y el licor y se llevó la mezcla a la boca no con la cucharilla que le ofrecieron, sino con una lima. - ¡Pobrecillo! - dijo aquella señora de un modo tan brusco como el de mi hermana -. No es enemigo de nadie más que de sí mismo. - Mucho mejor sería ser enemigo de otro - observó el caballero -, y también más natural. - Primo Raimundo - observó otra señora -, hemos de amar a nuestro prójimo. - Sara Pocket - replicó el primo Raimundo -, si un hombre no es su propio prójimo, ¿quién lo será? La señorita Pocket se echó a reír, y Camila la imitó, diciendo, mientras contenía un bostezo: - ¡Vaya una idea! Pero me produjo la impresión de que a todos les pareció una idea magnífica. La otra señora, que aún no había hablado, dijo, con gravedad y con el mayor énfasis: - Es verdad. - ¡Pobrecillo! - continuó diciendo Camila, mientras yo me daba cuenta de que no había cesado de observarme -. ¡Es tan extraño! ¿Puede creerse que cuando se murió la esposa de Tom, él no pudiera comprender la importancia de que sus hijos llevasen luto riguroso? ¡Dios mío!-me dijo-, ¿qué importa, Camila, que vistan o no de negro, los pobrecillos? Es igual que Mateo. ¡Vaya una idea! - Es hombre inteligente - observó el primo Raimundo-. No quiera Dios que deje de reconocer su inteligencia, pero jamás tuvo ni tendrá ningún sentido de las conveniencias. - Ya saben ustedes - dijo Camila - que me vi obligada a mostrarme firme. Dije que, si los niños no llevaban luto riguroso, la familia quedaría deshonrada. Se lo repetí desde la hora del almuerzo hasta la de la cena, y así me estropeé la digestión. Por fin él empezó a hablar con la violencia acostumbrada y, después de proferir algunas palabrotas, me dijo que hiciese lo que me pareciera. ¡Gracias a Dios, siempre será un consuelo para mí el pensar que salí inmediatamente, a pesar de que diluviaba, y compré todo lo necesario! - Él lo pagó, ¿no es verdad? - preguntó Estella. - Nada importa, mi querida niña, averiguar quién pagó - replicó Camila -. Yo lo compré todo. Y, muchas veces, cuando me despierto por las noches, me complace pensar en ello. El sonido de una campana distante, combinado con el eco de una llamada o de un grito que resonó en el corredor por el cual yo había pasado, interrumpió y fue causa de que Estella me dijera: -Ahora, muchacho. A1 volverme, todos me miraron con el mayor desdén, y cuando salía oí que Sara Pocket decía: - Ya me lo parecía. Veremos qué ocurre luego. Y Camila, con acento indignado, exclamaba: -¿Se vio jamás un capricho semejante? ¡Vaya una idea! Mientras, alumbrados por la bujía, avanzábamos por el corredor, Estella se detuvo de pronto y, mirando alrededor, dijo con tono insultante y con su rostro muy cerca del mío: - ¿Qué hay? - Señorita... - contesté yo, a punto de caerme sobre ella y conteniéndome. Ella se quedó mirándome y, como es natural, yo la miré también. - ¿Soy bonita? - Sí, creo que es usted muy bonita. - ¿Soy insultante? - No tanto como la última vez - contesté. - ¿No tanto? - No. A1 dirigirme la última pregunta pareció presa de la mayor cólera y me golpeó el rostro con tanta fuerza como le fue posible en el momento en que yo le contestaba. - ¿Y ahora? - preguntó -. ¿Qué piensas de mí ahora, monstruo asqueroso? - No quiero decírselo. - Porque vas a ir arriba, ¿no es así? - No. No es por eso. - Y ¿por qué no lloras otra vez? - Porque no volveré a llorar por usted - dije. Lo cual, según creo, fue una declaración falsa, porque interiormente estaba llorando por ella y sé lo que sé acerca del dolor que luego me costó. Subimos la escalera una vez hubo terminado este episodio, y mientras lo hacíamos encontramos a un caballero que bajaba. - ¿A quién tenemos aquí? - preguntó el caballero, inclinándose para mirarme. - A un muchacho - dijo Estella. Era un hombre corpulento, muy moreno, dotado de una cabeza enorme y de una mano que correspondía al tamaño de aquélla. Me cogió la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la bujía. Estaba prematuramente calvo en la parte superior de la cabeza y tenía las cejas negras, muy pobladas, cuyos pelos estaban erizados como los de un cepillo. Los ojos estaban muy hundidos en la cara y su expresión era aguda de un modo desagradable, y recelosa. Llevaba una enorme cadena de reloj, y se advertía que hubiese tenido una espesa barba, en el caso de que se la hubiese dejado crecer. Aquel hombre no representaba nada para mí, y no podía adivinar que jamás pudiera importarme, y, así, aproveché la oportunidad de examinarle a mis anchas. - ¿Es un muchacho de la vecindad? - preguntó. - Sí, señor - contesté. - ¿Cómo has venido aquí? - La señorita Havisham me ha mandado venir - expliqué. - Perfectamente. Ten cuidado con lo que haces. Tengo mucha experiencia con respecto a los muchachos, y me consta que todos sois una colección de tunos. Pero no importa - añadió mordiéndose un lado de su enorme dedo índice en tanto que fruncía el ceño al mirarme -, ten cuidado con lo que haces. Diciendo estas palabras me soltó, cosa que me satisfizo, porque la mano le olía a jabón de tocador, y continuó su camino escaleras abajo. Me pregunté si sería médico, aunque en seguida me contesté que no, porque, de haberlo sido, tendría unos modales más apacibles y persuasivos. Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar acerca de ello, porque pronto me encontré en la habitación de la señorita Havisham, en donde tanto ella misma como todo lo demás estaba igual que la vez pasada. Estella me dejó junto a la puerta, y allí permanecí hasta que la señorita Havisham me divisó desde la mesa tocador. - ¿De manera que ya han pasado todos esos días? - dijo, sin mostrarse sorprendida ni asombrada. - Sí, señora. Hoy es... - ¡Cállate! - exclamó moviendo impaciente los dedos, según tenía por costumbre -. No quiero saberlo. ¿Estás dispuesto a jugar? Yo, algo confuso, me vi obligado a contestar: - Me parece que no, señora. - ¿Ni siquiera otra vez a los naipes? - preguntó, con mirada interrogadora. - Sí, señora. Puedo jugar a eso, en caso de que usted lo desee. - Ya que esta casa te parece antigua y tétrica, muchacho - dijo la señorita Havisham, con acento de impaciencia-, y, por consiguiente, no tienes ganas de jugar, ¿quieres trabajar, en cambio? Pude contestar a esta pregunta con mejor ánimo que a la anterior, y manifesté que estaba por completo dispuesto a ello. - En tal caso, vete a esa habitación contigua - dijo señalando con su descolorida mano la puerta que estaba a mi espalda - y espera hasta que yo vaya. Crucé el rellano de la escalera y entré en la habitación que me indicaba. También en aquella estancia había sido excluida por completo la luz del día, y se sentía un olor opresivo de atmósfera enrarecida. Pocos momentos antes se había encendido el fuego en la chimenea, húmeda y de moda antigua, y parecía más dispuesto a extinguirse que a arder alegremente; el humo pertinaz que flotaba en la estancia parecía más frío que el aire claro, a semejanza de la niebla de nuestros marjales. Algunos severos candelabros, situados sobre la alta chimenea, alumbraban débilmente la habitación, aunque habría sido más expresivo decir que alteraban ligeramente la oscuridad. La estancia era espaciosa, y me atrevo a afirmar que en un tiempo debió de ser hermosa, pero, a la sazón, todo cuanto se podía distinguir en ella estaba cubierto de polvo y moho o se caía a pedazos. Lo más notable en la habitación era una larga mesa cubierta con un mantel, como si se hubiese preparado un festín en el momento en que la casa entera y también los relojes se detuvieron a un tiempo. En medio del mantel se veía un centro de mesa tan abundantemente cubierto de telarañas que su forma quedaba oculta por completo; y mientras yo miraba la masa amarillenta que lo rodeaba y entre la que parecía haber nacido como un hongo enorme y negro, observé que varias arañas de cuerpo y patas moteados iban a refugiarse allí, como si fuera su casa, o bien salían como si alguna circunstancia de la mayor importancia pública hubiese circulado por entre la comunidad de las arañas. También oí los ratones que hacían ruido por detrás de las planchas de madera de los arrimaderos, como si la misma noticia hubiese despertado su interés. Pero las cucarachas no se dieron cuenta de la agitación y se agrupaban en torno del hogar con movimientos pausados, como si fuesen cortas de vista y de oído débil y no se hallasen en buenas relaciones de amistad unas con otras. Aquellos seres que se arrastraban solicitaron mi atención, y mientras los observaba a distancia, la señorita Havisham posó una mano sobre mi hombro. En la otra mano llevaba un bastón de puño semejante al de una muleta, en el que se apoyaba para andar, de manera que la buena señora parecía la bruja de aquel lugar. -- Ahí - dijo señalando la larga mesa con el bastón -es donde me pondrán en cuanto haya muerto. Entonces vendrán todos a verme. Con vaga aprensión de que fuese a tenderse sobre la mesa y se muriera en el acto, convirtiéndose así en la representación real de la figura de cera que vi en la feria, yo me encogí al sentir su contacto. - ¿Qué crees que es eso - preguntó señalándolo con su bastón - que han cubierto las telarañas? - No puedo adivinarlo, señora. - Pues un pastel enorme. Un pastel de boda. ¡El mío! Miró alrededor con ojos penetrantes, y luego, apoyándose en mí, mientras su mano me retorcía el hombro, añadió: - ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Paséame, paséame! Por estas palabras comprendí que mi trabajo consistiría en pasear a la señorita Havisham en torno de la estancia repetidas veces. De acuerdo con esta idea, eché a andar en el acto, y ella se apoyó en mi hombro, y andábamos a un paso que podría persona que es objeto del amor y del deber de una. Cuando me despierte, por las noches, podré pensar con melancólica satisfacción en esta visita. Me gustaría que Mateo pudiese tener tal consuelo, pero se burla de eso. Estoy decidida a no hacer gala de mis sentimientos, pero es muy duro oírse decir que una desea festejar la muerte de un pariente..., como si una fuese un gigante..., y luego que le ordenen marcharse. ¡Vaya una idea! El señor Camila se interpuso mientras la señora Camila se llevaba la mano al jadeante pecho, y la buena señora asumió una fortaleza tan poco natural que, según presumí, expresaba la intención de desplomarse sofocada en cuanto estuviese fuera de la estancia, y, después de besar la mano de la señorita Havisham, salió acompañada de su esposo. Sara Pocket y Georgiana contendieron para ver quién sería la última en quedarse, pero la primera tenía demasiada astucia para dejarse derrotar y empezó a dar vueltas, deslizándose en torno de Georgiana con tanta habilidad que ésta no tuvo más remedio que precederla. Entonces Sara Pocket aprovechó los instantes para dirigirse a la señorita Havisham y decirle: - ¡Dios la bendiga, querida mía! Y después de sonreír, como apiadándose de la debilidad de los demás, salió a su vez. Mientras Estella estuvo ausente para alumbrar y acompañar a los que salían, la señorita Havisham siguió andando con la mano apoyada en mi hombro, pero cada vez lo hacía con mayor lentitud. Por fin se detuvo ante el fuego y, después de mirarlo por espacio de algunos segundos, dijo: - Hoy es mi cumpleaños, Pip. Me disponía a desearle muchas felicidades, cuando ella levantó su bastón. - No quiero que se hable de eso. No quiero que ninguno de los que estaban aquí, ni otra persona cualquiera, me hable de ello. Todos vienen en este día, pero no se atreven a hacer ninguna alusión. Como es consiguiente, no hice ya ningún otro esfuerzo para referirme a su cumpleaños. - En este mismo día del año, mucho tiempo antes de que nacieras, este montón de cosas marchitas y destruidas - dijo señalando con su bastón el montón de telarañas de la mesa, pero sin tocarlas - fueron traídas aquí. Ellas y yo hemos envejecido juntas. Los ratones las han roído, y otros dientes más agudos que los de los ratones me han roído a mí. Sostenía el puño de su bastón señalando a su corazón, mientras miraba la mesa. Y tanto ella como su traje, que fue blanco, pero que aparecía amarillento; el mantel, también de alba blancura en otro tiempo, pero que tenía ahora un tono ahuesado, y todas las demás cosas que había alrededor, parecía como si debieran desplomarse al sufrir el más pequeño contacto. - Cuando la ruina sea completa - dijo con mirada agonizante -, me extenderán, ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda; esto constituirá la maldición final contra él..., ¡y ojalá ocurriese en este mismo día! Se quedó mirando la mesa, cual si contemplara, extendido en ella, su propio cuerpo. Yo permanecí inmóvil. Estella regresó y también se estuvo quieta. Me pareció que los tres continuamos así por mucho tiempo, y tuve el alarmante temor de que en la pesada atmósfera de la estancia y entre las tinieblas que reinaban en los más remotos rincones, Estella y yo empezásemos a marchitarnos. Por fin, recobrándose de su ensimismamiento, no de un modo gradual, sino instantáneamente, la señorita Havisham dijo: - Quiero ver cómo jugáis a los naipes. ¿Por qué no habéis empezado ya? Volvimos a su habitación y yo me senté como la otra vez. Perdí de nuevo, y también, como en la pasada ocasión, la señorita Havisham no nos perdió de vista. Igualmente me llamó la atención acerca de la belleza de Estella y me obligó a fijarme más en ella, probando el efecto que hacían sus joyas sobre el pecho y sobre el cabello de la joven. Ésta, por su parte, también me trató como la vez pasada; con la excepción de que no quiso condescender a hablar. Cuando hubimos jugado media docena de partidas se fijó el día de mi próxima visita, fui llevado al patio para darme de comer, como si fuese un perro, y también se me dejó que anduviese de un lado a otro, según me pareciese mejor. Nada importa para mi objeto que una puerta que había en la pared del jardín y por la que me subí el primer día para mirar al otro lado estuviera aquel día abierta o cerrada. Basta decir que no la vi siquiera y que ahora la descubrí. Y como estaba abierta y yo sabía que Estella había acompañado a las visitas hasta la calle - porque volvió llevando las llaves en la mano -, me aventuré a entrar en el jardín y lo recorrí por entero. Era completamente silvestre y divisé algunas cáscaras de melón y de pepinos que parecían, en su estado de desecación, haber fructificado espontáneamente, aunque sin vigor, para producir débiles tentativas de viejos sombreros y de botas, con algunos renuevos, de vez en cuando, en forma de cacharros estropeados. Cuando hube recorrido el jardín y el invernadero, en el que no había otra cosa que una parra podrida y caída al suelo y algunas botellas, me encontré en el mismo triste rincón que divisara a través de la ventana. Sin dudar por un momento de que la casa estaba desocupada, miré al interior, a través de otra ventana, y, con la mayor sorpresa, me vi cambiando una mirada de asombro con un joven caballero, muy pálido, con los párpados enrojecidos y los cabellos muy claros. El joven caballero pálido desapareció muy pronto, para reaparecer a mi lado. Sin duda alguna, cuando lo vi por primera vez estaba ocupado en sus libros, porque en cuanto estuvo a mi lado pude observar que llevaba algunas manchas de tinta. - ¡Hola, muchacho! - exclamó. Como «hola» es una expresión general que, según pude advertir, se solía contestar con otra igual, exclamé, a mi vez: - ¡Hola! Aunque, cortésmente, suprimí la palabra «muchacho». - ¿Quién te ha dejado entrar? - preguntó. - La señorita Estella. - ¿Quién te ha dado permiso para rondar por aquí? - La señorita Estella. -Ven a luchar conmigo-dijo el joven y pálido caballero. ¿Qué podía hacer yo sino obedecer? Muchas veces me he formulado luego esta pregunta, pero ¿qué podía haber hecho? Su orden fue tan imperiosa y yo estaba tan extrañado, que le seguí a donde me llevó, como hechizado. - Espera un poco - dijo volviéndose hacia mí, antes de alejarnos -; he de darte un motivo para pelear. ¡Aquí lo tienes! De un modo irritante palmoteó, levantó una pierna hacia atrás, me tiró del cabello, palmoteó de nuevo, bajó la cabeza y me dio un cabezazo en el estómago. Esta conducta, digna de un buey, además de ser una libertad que se tomaba conmigo, resultaba especialmente desagradable después de haber comido pan y carne. Por consiguiente, le di un golpe, y me disponía a repetirlo, cuando él dijo: - ¡Caramba! ¿De manera que ya estás dispuesto? Y empezó a danzar de atrás adelante de un modo que resultaba extraordinario para mi experiencia muy limitada. - ¡Leyes de la lucha! - dijo mientras dejaba de apoyarse en su pierna izquierda para hacerlo sobre la derecha -. Ante todo, las reglas. - Y al decirlo cambió de postura -. Ven al terreno y observa los preliminares. Entonces saltó hacia atrás y hacia delante e hizo toda suerte de cosas mientras yo le miraba aturdido. En secreto, le tuve miedo cuando le vi tan diestro; pero estaba moral y físicamente convencido de que su cabeza, cubierta de cabello de color claro, no tenía nada que hacer junto a mi estómago y que me cabía el derecho de considerarlo impertinente por habérseme presentado de tal modo. Por consiguiente, le seguí, sin decir palabra, a un rincón lejano del jardín, formado por la unión de dos paredes y oculto por algunos escombros. Me preguntó entonces si me gustaba el lugar, y como yo le contestase afirmativamente, me pidió permiso para ausentarse por espacio de unos instantes. Pronto volvió con una botella de agua y una esponja empapada en vinagre. -Es útil para ambos-dijo, dejándolo todo junto a la pared. Entonces empezó a quitarse ropa, no solamente la chaqueta y el chaleco, sino también la camisa, de un modo animoso, práctico y como si estuviese sediento de sangre. Aunque no parecía muy vigoroso, pues tenía el rostro lleno de barros y un grano junto a la boca, he de confesar que me asustaron aquellos temibles preparativos. Me pareció que mi contendiente sería de mi propia edad, pero era mucho más alto y tenía un modo de moverse que le hacía parecer más temible. En cuanto a lo demás, era un joven caballero que vestía un traje gris (antes de quitárselo para la lucha) y cuyos codos, rodillas, puños y pies estaban mucho más desarrollados de lo que correspondía a su edad. Me faltó el ánimo cuando le vi cuadrarse ante mí con todas las demostraciones de precisión mecánica y observando al mismo tiempo mi anatomía cual si eligiera ya el hueso más apropiado. Por eso no sentí nunca en mi vida una sorpresa tan grande como la que experimenté después de darle el primer golpe y verle tendido de espaldas, mirándome con la nariz ensangrentada y el rostro excesivamente escorzado. Pero se puso en pie en el acto y, después de limpiarse con la esponja muy diestramente, se puso en guardia otra vez. Y la segunda sorpresa enorme que tuve en mi vida fue el verle otra vez tendido de espaldas y mirándome con un ojo amoratado. Sentí el mayor respeto por su valor. Me pareció que no tenía fuerza, pues ni siquiera una vez me pegó con dureza, y él, en cambio, siempre caía derribado al suelo; pero se ponía en pie inmediatamente, limpiándose con la esponja o bebiendo agua de la botella y auxiliándose a sí mismo según las reglas del arte. Y luego venía contra mí con una expresión tal que habría podido hacerme creer que, finalmente, iba a acabar conmigo. Salió del lance bastante acardenalado, pues lamento recordar que cuanto más le pegaba, con más dureza lo hacía; pero se ponía en pie una y otra vez, hasta que por fin dio una mala caída, pues se golpeó contra la parte posterior de la cabeza. Pero, aun después de esta crisis en nuestro asunto, se levantó y confusamente dio algunas vueltas en torno de sí mismo, sin saber dónde estaba yo; finalmente se dirigió de rodillas hacia la esponja, al mismo tiempo que decía, jadeante: - Eso significa que has ganado. Parecía tan valiente e inocente, que aun cuando yo no propuse la lucha, no sentí una satisfacción muy grande por mi victoria. En realidad, llego a creer que mientras me vestía me consideré una especie de lobo u otra fiera salvaje. Me vestí, pues, y de vez en cuando limpiaba mi cruel rostro, y pregunté: - ¿Puedo ayudarle? - No, gracias - me contestó. - Buenas tardes - dije entonces. - Igualmente - replicó. ¡Old Clem! Un día, pocos después de la aparición de la silla con ruedas, la señorita Havisham me dijo de pronto, moviendo impaciente los dedos: - ¡Vamos, canta! Yo me sorprendí al observar que entonaba esta canción mientras empujaba la silla con ruedas por la estancia. Y ocurrió que fue tan de su gusto, que empezó a cantarla a su vez y en voz tan baja como si la entonara en sueños. A partir de aquel momento fue ya costumbre nuestra el cantarla mientras íbamos de un lado a otro, y muchas veces Estella se unía a nosotros, mas nuestras voces eran tan quedas, aunque cantábamos los tres a coro, que en la vieja casa hacíamos mucho menos ruido que el producido por un pequeño soplo de aire. ¿Qué había de ser de mí con semejante ambiente? ¿Cómo podía mi carácter dejar de experimentar su influencia? ¿Es de extrañar que mis ideas estuviesen deslumbradas, como lo estaban mis ojos cuando salía a la luz natural desde la niebla amarillenta que reinaba en aquellas estancias? Tal vez habría dado cuenta a Joe del joven y pálido caballero si no me hubiese visto obligado previamente a contar las mentiras que ya conoce el lector. En las circunstancias en que me hallaba, me dije que Joe no podría considerar al joven pálido como pasajero apropiado para meterlo en el coche tapizado de terciopelo negro; por consiguiente, no dije nada de él. Además era cada día mayor la repugnancia que me inspiraba la posibilidad de que se hablase de la señorita Havisham y de Estella, sensación que ya tuve el primer día. No tenía confianza completa en nadie más que en Biddy, y por eso a ella se lo referí todo. Por qué me pareció natural obrar así y por qué Biddy sentía el mayor interés en cuanto le refería con cosas que no comprendí entonces, aunque me parece comprenderlas ahora. Mientras tanto, en la cocina de mi casa se celebraban consejos que agravaban de un modo insoportable la exaltada situación de mi ánimo. El estúpido de Pumblechook solía ir por las noches con el único objeto de discutir con mi hermana acerca de mis esperanzas, y, realmente, creo, y en la hora presente con menos contrición de la que debería sentir, que si mis manos hubieran podido quitar un tornillo de la rueda de su carruaje, lo habrían hecho sin duda alguna. Aquel hombre miserable era tan estúpido que no podía discutir mis esperanzas sin tenerme delante de él, como si fuese para operar en mi cuerpo, y solía sacarme del taburete en que estaba sentado, agarrándome casi siempre por el cuello y poniéndome delante del fuego, como si tuviera que ser asado. Entonces empezaba diciendo: - Ahora ya tenemos aquí al muchacho. Aquí está este muchacho que tú criaste «a mano». Levanta la cabeza, muchacho, y procura sentir siempre la mayor gratitud por los que tal hicieron contigo. Ahora hablemos de este muchacho. Dicho esto, me mesaba el cabello a contrapelo, cosa que, según ya he dicho, consideré siempre que nadie tenía el derecho de hacer, y me situaba ante él agarrándole la manga. Aquél era un espectáculo tan imbécil que solamente podía igualar su propia imbecilidad. Entonces, él y mi hermana empezaban a decir una sarta de tonterías con respecto a la señorita Havisham y acerca de lo que ella haría por mí. Al oírles sentía ganas de echarme a llorar y de arrojarme contra Pumblechook y aporrearle con toda mi alma. En tales diálogos, mi hermana me hablaba como si, moralmente, me arrancara un diente a cada referencia que hacía de mí; en tanto que Pumblechook, que se había constituido a sí mismo en mi protector, permanecía sentado y observándome con cierto desdén, cual arquitecto de mi fortuna que se viese comprometido a realizar un trabajo nada remunerador. Joe no tomaba ninguna parte en tales discusiones, aunque muchas veces le hablaban mientras ocurrían aquellas escenas, solamente porque la señora Joe se daba cuenta de que no le gustaba que me alejaran de la fragua. Yo entonces ya tenía edad más que suficiente para entrar de aprendiz al lado de Joe; y cuando éste se había sentado junto al fuego, con el hierro de atizar las brasas sobre las rodillas, o bien se ocupaba en limpiar la reja de ceniza, mi hermana interpretaba tan inocente pasatiempo como una contradicción a sus ideas, y entonces se arrojaba sobre él, le quitaba el hierro de las manos y le daba un par de sacudidas. Pero había otro final irritante en todos aquellos debates. De pronto y sin que nada lo justificase, mi hermana interrumpía con un bostezo y, echándome la vista encima como si fuese por casualidad, se dirigía a mí furiosa exclamando: -Anda, ya estamos cansados de verte. Vete a la cama en seguida. Ya has molestado bastante por esta noche. Como si yo les pidiera por favor que se dedicaran a hacerme la vida imposible. Así pasamos bastante tiempo, y parecía que continuaríamos de la misma manera por espacio de algunos años, cuando, un día, la señorita Havisham interrumpió nuestro paseo mientras se apoyaba en mi hombro. Entonces me dijo con acento de disgusto: - Estás creciendo mucho, Pip. Yo creí mejor observar, mirándola pensativo, que ello podía ser ocasionado por circunstancias en las cuales no tenía ningún dominio. Ella no dijo nada más, pero luego se detuvo y me miró una y otra vez; y después parecía estar muy disgustada. En mi visita siguiente, en cuanto hubimos terminado nuestro ejercicio usual y yo la dejé junto a la mesa del tocador, me preguntó, moviendo al mismo tiempo sus impac:entes dedos: -Dime cómo se llama ese herrero con quien vives. -Joe Gargery, señora. - Quiero decir el herrero a cuyas órdenes debes entrar como aprendiz. - Sí, señorita Havisham. -Mejor es que empieces a trabajar con él inmediatamente. ¿Crees que ese Gargery tendrá inconveniente en venir contigo, trayendo tus documentos? Yo repliqué que no tenía la menor duda de que lo consideraría un honor. - Entonces, hazle venir. - ¿En algún día determinado, señorita Havisham? - ¡Calla! No quiero saber nada acerca de las fechas. Que venga pronto contigo. En cuanto llegué aquella noche a mi casa y di cuenta de este mensaje para Joe, mi hermana se encolerizó en un grado alarmante, pues jamás habíamos visto cosa igual. Nos preguntó a Joe y a mí si nos figurábamos que era algún limpiabarros para nuestros pies y cómo nos atrevíamos a tratarla de aquel modo, así como también de quién nos figurábamos que podría ser digna compañera. Cuando hubo derramado un torrente de preguntas semejantes, tiró una palmatoria a la cabeza de Joe, se echó a llorar ruidosamente, sacó el recogedor del polvo (lo cual siempre era un indicio temible), se puso su delantal de faena y empezó a limpiar la casa con extraordinaria rabia. Y, no satisfecha con limitarse a sacudir el polvo, sacó un cubo de agua y un estropajo y nos echó de la casa, de modo que ambos tuvimos que quedarnos en el patio temblando de frío. Dieron las diez de la noche antes de que nos atreviésemos a entrar sin hacer ruido, y entonces ella preguntó a Joe por qué no se había casado, desde luego, con una negra esclava. El pobre Joe no le contestó, sino que se limitó a acariciarse las patillas y a mirarme tristemente, como si creyese que habría hecho mucho mejor siguiendo la indicación de su esposa. CAPITULO XIII Fue una prueba para mis sentimientos cuando, al día subsiguiente, vi que Joe se ponía su traje dominguero para acompañarme a casa de la señorita Havisham. Aunque él creía necesario ponerse el traje de las fiestas, no me atreví a decirle que tenía mucho mejor aspecto con el de faena, y más todavía cerré los labios porque me di cuenta de que se resignaba a sufrir la incomodidad de su traje nuevo exclusivamente en mi beneficio y que también por mí se puso el cuello tan alto que el cabello de la coronilla le quedó erizado como si fuese un moño de plumas. Nos encaminamos a la ciudad, precediéndonos mi hermana, que iba a la ciudad con nosotros y se quedaría en casa del tío Pumblechook, en donde podríamos recogerla ;en cuanto hubiésemos terminado con nuestras elegantes «señoritas», modo de mencionar nuestra ocupación, del que Joe no pudo augurar nada bueno. La fragua quedó cerrada por todo aquel día, y, sobre la puerta, Joe escribió en yeso, como solía hacer en las rarísimas ocasiones en que la abandonaba, la palabra «Hausente», acompañada por el dibujo imperfecto de una flecha que se suponía haber sido disparada en la dirección que él tomó. Llegamos a casa del tío Pumblechook. Mi hermana llevaba un enorme gorro de castor y un cesto muy grande de paja trenzada, un par de zuecos, un chal de repuesto y un paraguas, aunque el día era muy hermoso. No sé, exactamente, si llevaba todo esto por penitencia o por ostentación; pero me inclino a creer que lo exhibía para dar a entender que poseía aquellos objetos del mismo modo como Cleopatra a otra célebre soberana pudiera exhibir su riqueza transportada por largo y brillante cortejo. En casa del tío Pumblechook, mi hermana se separó de nosotros. Como entonces eran casi las doce de la mañana, Joe y yo nos encaminamos directamente a casa de la señorita Havisham. Estella abrió la puerta como de costumbre, y, en el momento en que la vió, Joe se quitó el sombrero y pareció sopesarlo con ambas manos, como si tuviese alguna razón urgente para apreciar con exactitud una diferencia de peso de un cuarto de onza. Estella apenas se fijó en nosotros, pero nos guió por el camino que yo conocía tan bien; yo la seguía inmediatamente, y Joe cerraba la marcha. Cuando miré a éste mientras íbamos por el corredor, vi que todavía pesaba su sombrero con el mayor cuidado y nos seguía a largos pasos, aunque andando de puntillas. Estella me dijo que debíamos entrar los dos, de modo que yo tomé a Joe por la manga de su chaqueta y lo llevé a presencia de la señorita Havisham. La dama estaba sentada a la mesa del tocador, e inmediatamente volvió los ojos hacia nosotros. - i Oh! - dijo a Joe -. ¿Es usted el marido de la hermana de este muchacho? Jamás me habría imaginado a mi querido Joe tan distinto de sí mismo o tan parecido a un ave extraordinaria, en pie como estaba, mudo, con su moño de plumas erizadas y la boca desmesuradamente abierta. - ¿Es usted el marido - repitió la señorita Havisham -de la hermana de este muchacho? La situación se agravaba, pero durante toda la entrevista, Joe persistió en dirigirse a mí, en vez de hacerlo a la señorita Havisham. - Cuando me casé con tu hermana, Pip - observó Joe con tono expresivo, confidencial y a la vez muy cortés -fue con la idea de ser su marido; hasta entonces fui un hombre soltero. - ¡Oiga! - dijo la señorita Havisham -. Creo que usted ha criado a este muchacho con intención de hacerlo su aprendiz. ¿Es así, señor Gargery? - Ya sabes, Pip - replicó Joe - que siempre hemos sido buenos amigos y que ya hemos convenido que trabajaríamos juntos, y hasta que nos iríamos a cazar alondras. - Pues, para terminar - dijo Joe, muy satisfecho y tendiendo la bolsa a mi hermana -, digo que aquí hay veinticinco libras. - Son veinticinco libras - repitió aquel sinvergüenza de Pumblechook, levantándose para estrechar la mano de mi hermana -. Y no es más de lo que tú mereces, según yo mismo dije en cuanto se me preguntó mi opinión, y deseo que disfrutes de este dinero. Si aquel villano se hubiese interrumpido entonces, su caso habría sido ya suficientemente desagradable; pero aumentó todavía su pecado apresurándose a tomarme bajo su custodia con tal expresión de superioridad que dejó muy atrás toda su criminal conducta. - Ahora, Joe y señora - dijo el señor Pumblechook cogiéndome por el brazo y por encima del codo -, tengan en cuenta que yo soy una de esas personas que siempre acaban lo que han comenzado. Este muchacho ha de empezar a trabajar cuanto antes. Éste es mi sistema. Cuanto antes. - Ya sabe, tío Pumblechook - dijo mi hermana mientras agarraba la bolsa del dinero - que le estamos profundamente agradecidos. - No os ocupéis de mí para nada - replicó aquel diabólico tratante en granos -. Un placer es un placer, en cualquier parte del mundo. Pero en cuanto a este muchacho, no hay más remedio que hacerle trabajar. Ya lo dije que me ocuparía de eso. Los jueces estaban sentados en la sala del tribunal, que se hallaba a poca distancia, y en el acto fuimos todos allí con objeto de formalizar mi contrato de aprendizaje a las órdenes de Joe. Digo que fuimos allí, pero, en realidad, fui empujado por Pumblechook del mismo modo como si acabase de robar una bolsa o incendiado algunas gavillas. La impresión general del tribunal fue la de que acababan de cogerme in fraganti, porque cuando el señor Pumblechook me dejó ante los jueces oí que alguien preguntaba: «¿Qué ha hecho?, y otros replicaban: «Es un muchacho muy joven, pero tiene cara de malo, ¿no es verdad?» Una persona de aspecto suave y benévolo me dio, incluso, un folleto adornado con un grabado al boj que representaba a un joven de mala conducta, rodeado de grilletes, y cuyo título daba a entender que era «PARA LEER EN MI CALABOZO». La sala era un lugar muy raro, según me pareció, con bancos bastante más altos que los de la iglesia. Estaba llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron ser una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo cogido como si ya estuviese en camino del cadalso y en aquel momento se hubiesen llenado todas las formalidades preliminares. En cuanto salimos y me vi libre de los muchachos que se habían entusiasmado con la esperanza de verme torturado públicamente y que parecieron sufrir un gran desencanto al notar que mis amigos salían conmigo, volvimos a casa del señor Pumblechook. Allí, mi hermana se puso tan excitada a causa de las veinticinco guineas, que nada le pareció mejor que celebrar una comida en el Oso Azu1 con aquella ganga, y que el señor Pumblechook, en su carruaje, fuese a buscar a los Hubble y al señor Wopsle. Así se convino, y yo pasé el día más desagradable y triste de mi vida. En efecto, a los ojos de todos, yo no era más que una persona que les amargaba la fiesta. Y, para empeorar las cosas, cada vez que no tenían que nacer nada mejor, me preguntaban por qué no me divertía. En tales casos, no tenía más remedio que asegurarles que me divertía mucho, aunque Dios sabe que no era cierto. Sin embargo, ellos se esforzaron en pasar bien el día, y lo lograron bastante. El sinvergüenza de Pumblechook, exaltado al papel de autor de la fiesta, ocupó la cabecera de la mesa, y cuando se dirigía a los demás para hablarles de que yo había sido puesto a las órdenes de Joe y de que, según las reglas establecidas, sería condenado a prisión en caso de que jugase a los naipes, bebiese licores fuertes, me acostase a hora avanzada, fuese con malas compañías o bien me entregase a otros excesos que, a juzgar por las fórmulas estampadas en mis documentos, podían considerarse ya como inevitables, en tales casos me obligaba a sentarme en una silla a su lado, con objeto de ilustrar sus observaciones. Los demás recuerdos de aquel gran festival son que no me quisieron dejar que me durmiera, sino que, en cuanto veían que inclinaba la cabeza, me despertaban ordenándome que me divirtiese. Además, a hora avanzada de la velada, el señor Wopsle nos recitó la oda de Collins y arrojó con tal fuerza al suelo la espada teñida en sangre, que acudió inmediatamente el camarero diciendo: -Los huéspedes que hay en la habitación de abajo les envían sus saludos y les ruegan que no hagan tanto ruido. Cuando hubimos tomado el camino de regreso estaban todos tan contentos que empezaron a cantar a coro. E1 señor Wopsle tomó a su cargo el acompañamiento, asegurando con voz tremenda y fuerte, en contestación a la pregunta que el tenor le hacía en la canción, que él era un hombre en cuya cabeza flotaban al viento los mechones blancos y que, entre todos los demás, él era el peregrino más débil y fatigado. Finalmente, recuerdo que cuando me metí en mi cama me sentía muy desgraciado y convencido de que nunca me gustaría el oficio de Joe. Antes me habría gustado, pero ahora ya no. CAPITULO XIV Es cosa muy desagradable el sentirse avergonzado del propio hogar. Quizás en esto haya una negra ingratitud y el castigo puede ser retributivo y muy merecido; pero estoy en situación de atestiguar que, como decía, este sentimiento es muy desagradable. Jamás mi casa fue un lugar ameno para mí, a causa del carácter de mi hermana. Pero Joe santificaba el hogar, y yo creía en él. Llegué a tener la ilusión de que la mejor sala y la más elegante era la nuestra; que la puerta principal era como un portal misterioso del Templo del Estado, cuya solemne apertura se celebraba con un sacrificio de aves de corral asadas; que la cocina era una estancia amplia, aunque no magnífica; que la fragua era el camino resplandeciente que conducía a la virilidad y a la independencia. Pero en un solo año, todo esto cambió. Todo me parecía ordinario y basto, y no me habría gustado que la señorita Havisham o Estella hubiesen visto mi casa. Poca importancia tiene para mí ni para nadie la parte de culpa que en mi desagradable estado de ánimo pudieran tener la señorita Havisham o mi hermana. El caso es que se operó ese cambio en mí y que era una cosa ya irremediable. Bueno o malo, excusable o no, el cambio se había realizado. Una vez me pareció que, cuando, por fin, me arremangase la camisa y fuese a la fragua como aprendiz de Joe, podría sentirme distinguido y feliz, pero la realidad me demostró que tan sólo pude sentirme lleno de polvo de carbón y que me oprimía tan gran peso moral, que a su lado el mismo yunque parecía una pluma. En mi vida posterior, como seguramente habrá ocurrido en otras vidas, hubo ocasiones en que me pareció como si una espesa cortina hubiese caído para ocultarme todo el interés y todo el encanto de la vida, para dejarme tan sólo entregado al pesado trabajo y a las penas de toda clase. Y jamás sentí tan claramente la impresión de que había caído aquella pesada cortina ante mí como cuando empecé a ejercer de aprendiz al lado de Joe. Recuerdo que en un período avanzado de mi aprendizaje solía permanecer cerca del cementerio en las tardes del domingo, al oscurecer, comparando mis propias esperanzas con el espectáculo de los marjales, por los que soplaban los vientos, y estableciendo cierto parecido con ellos al pensar en lo desprovistos de accidentes que estaban mi vida y aquellos terrenos, y de qué manera ambos se hallaban rodeados por la oscura niebla, y en que los dos iban a parar al mar. En mi primer día de aprendizaje me sentí tan desgraciado como más adelante; pero me satisface saber que, mientras duró aquél, nunca dirigí una queja a Joe. Ésta es la única cosa de que me siento halagado. A pesar de que mi conducta comprende lo que voy a añadir, el mérito de lo que me ocurrió fue de Joe y no mío. No porque yo fuese fiel, sino porque lo fue Joe; por eso no huí y no acabé siendo soldado o marinero. No porque tuviese un vigoroso sentido de la virtud y del trabajo, sino porque lo tenía Joe; por eso trabajé con celo tolerable a pesar de mi repugnancia. Es imposible llegar a comprender cuánta es la influencia de un hombre estricto cumplidor de su deber y de honrado y afable corazón; pero es posible conocer la influencia que ejerce en una persona que está a su lado, y yo sé perfectamente que cualquier cosa buena que hubiera en mi aprendizaje procedía de Joe y no de mí. ¿Quién puede decir cuáles eran mis aspiraciones? ¿Cómo podía decirlas yo, si no las conocía siquiera? Lo que temía era que, en alguna hora desdichada, cuando yo estuviese más sucio y peor vestido, al levantar los ojos viese a Estella mirando a través de una de las ventanas de la fragua. Me atormentaba el miedo de que, más pronto o más tarde, ella me viese con el rostro y las manos ennegrecidos, realizando la parte más ingrata de mi trabajo, y que entonces se alegrara de verme de aquel modo y me manifestara su desprecio. Con frecuencia, al oscurecer, cuando tiraba de la cadena del fuelle y cantábamos a coro Old Clem, recordaba cómo solíamos cantarlo en casa de la señorita Havisham; entonces me parecía ver en el fuego el rostro de Estella con el cabello flotando al viento y los burlones ojos fijos en mí. En tales ocasiones miraba aquellos rectángulos a través de los cuales se veía la negra noche, es decir, las ventanas de la fragua, y me parecía que ella retiraba en aquel momento el rostro y me imaginaba que, por fin, me había descubierto. Después de eso, cuando íbamos a cenar, y la casa y la comida debían haberme parecido más agradables que nunca, entonces era cuando me avergonzaba más de mi hogar en mi ánimo tan mal dispuesto. CAPITULO XV Como era demasiado talludo para concurrir a la sala de la tía abuela del señor Wopsle, terminó mi educación a las órdenes de aquella absurda señora. Ello no ocurrió, sin embargo, hasta que Biddy no me hubo transmitido todos sus conocimientos, desde el catálogo de precios hasta una canción cómica que un día compró por medio penique. Apenas tenía significado para mí, pero, sin embargo, en mi deseo de adquirir conocimientos, me la aprendí de memoria con la mayor gravedad. La canción empezaba: Cuando fui a Londres, señores, tralará, tralará, ¿verdad que estaba muy moreno?, tralará, tralará. Luego, a fin de aprender más, hice proposiciones al señor Wopsle para que me enseñase algo, cosa a la que él accedió bondadosamente. Sin embargo, resultó que años, encender el fuego con un niño vivo y que, por lo tanto, ya podía considerarme como combustible. En cuanto fui el aprendiz de Joe, Orlick tuvo la sospecha de que algún día yo le quitaría el puesto, y, por consiguiente, aún me manifestó mayor antipatía. Desde luego, no dijo ni hizo nada, ni abiertamente dio a entender su hostilidad; sin embargo, observé que siempre procuraba despedir las chispas en mi dirección y que en cuando yo cantaba Old Clem, él trataba de equivocar el compás. Dolge Orlick estaba trabajando al día siguiente, cuando yo recordé a Joe el permiso de medio día. Por el momento no dijo nada, porque él y Joe tenían entonces una pieza de hierro candente en el yunque y yo tiraba de la cadena del fuelle; pero luego, apoyándose en su martillo, dijo: - Escuche usted, maestro. Seguramente no va a hacer un favor tan sólo a uno de nosotros. Si el joven Pip va a tener permiso de medio día, haga usted lo mismo por el viejo Orlick. Supongo que tendría entonces veinticinco años, pero él siempre hablaba de sí mismo como si fuese un anciano. - ¿Y qué harás del medio día de fiesta, si te lo doy? - preguntó Joe. - ¿Que qué haré? ¿Qué hará él con su permiso? Haré lo mismo que él - dijo Orlick. - Pip ha de ir a la ciudad - observó Joe. - Pues, entonces, el viejo Orlick irá también a la ciudad - contestó él -. Dos personas pueden ir allá. No solamente puede ir él. - No te enfades - dijo Joe. -Me enfadaré si quiero-gruñó Orlick-. Si él va, yo también iré. Y ahora, maestro, exijo que no haya favoritismos en este taller. Sea usted hombre. El maestro se negó a seguir tratando el asunto hasta que el obrero estuviese de mejor humor. Orlick se dirigió a la fragua, sacó una barra candente, me amenazó con ella como si quisiera atravesarme el cuerpo y hasta la paseó en torno de mi cabeza; luego la dejó sobre el yunque y empezó a martillearla con la misma saña que si me golpease a mí y las chispas fuesen gotas de mi sangre. Finalmente, cuando estuvo acalorado y el hierro frío, se apoyó nuevamente en su martillo y dijo: - Ahora, maestro. - ¿Ya estás de buen humor? - preguntó Joe. - Estoy perfectamente - dijo el viejo Orlick con voz gruñona. -Teniendo en cuenta que tu trabajo es bastante bueno - dijo Joe -, vamos a tener todos medio día de fiesta. Mi hermana había estado oyendo en silencio, en el patio, pues era muy curiosa y una espía incorregible, e inmediatamente miró al interior de la fragua a través de una de las ventanas. -Eres un estúpido-le dijo a Joe-dando permisos a los haraganes como ése. Debes de ser muy rico para desperdiciar de este modo el dinero que pagas por jornales. No sabes lo que me gustaría ser yo el amo de ese grandullón. - Ya sabemos que es usted muy mandona - replicó Orlick, enfurecido. - Déjala - ordenó Joe. - Te aseguro que sentaría muy bien la mano a todos los tontos y a todos los bribones - replicó mi hermana, empezando a enfurecerse -. Y entre ellos comprendería a tu amo, que mereceria ser el rey de los tontos. Y también te sentaría la mano a ti, que eres el gandul más puerco que hay entre este lugar y Francia. Ya lo sabes. - Tiene usted una lengua muy larga, tía Gargery - gruñó el obrero-. Y si hemos de hablar de bribones, no podemos dejar de tenerla a usted en cuenta. - ¿Quieres dejarla en paz? - dijo Joe. - ¿Qué has dicho? - exclamó mi hermana empezando a gritar-. ¿Qué has dicho? ¿Qué acaba de decirme ese bandido de Orlick, Pip? ¿Qué se ha atrevido a decirme, cuando tengo a mi marido al lado? ¡Oh! ¡Oh! - Cada una de estas exclamaciones fue un grito, y he de observar que mi hermana, a pesar de ser la mujer más violenta que he conocido, no se dejaba arrastrar por el apasionamiento, porque deliberada y conscientemente se esforzaba en enfurecerse por grados -. ¿Qué nombre me ha dado ante el cobarde que juró defenderme? ¡Oh! ¡Contenedme! ¡Cogedme! -Si fuese usted mi mujer-gruñó el obrero entre dientes-, ya vería lo que le hacía. Le pondría debajo de la bomba y le daría una buena ducha. - ¡Te he dicho que la dejes en paz! - repitió Joe. - ¡Dios mío! - exclamó mi hermana gritando -. ¡Y que tenga que oír estos insultos de ese Orlick! ¡En mi propia casa! ¡Yo, una mujer casada! ¡Y con mi marido al lado! ¡Oh! ¡Oh! Aquí mi hermana, después de un ataque de gritos y de golpearse el pecho y las rodillas con las manos, se quitó el gorro y se despeinó, lo cual era indicio de que se disponía a dejarse dominar por la furia. Y como ya lo había logrado, se dirigió hacia la puerta, que yo, por fortuna, acababa de cerrar. El pobre y desgraciado Joe, después de haber ordenado en vano al obrero que dejara en paz a su mujer, no tuvo más remedio que preguntarle por qué había insultado a su esposa y luego si era hombre para sostener sus palabras. El viejo Orlick comprendió que la situación le obligaba a arrostrar las consecuencias de sus palabras y, por consiguiente, se dispuso a defenderse; de modo que, sin tomarse siquiera el trabajo de quitarse los delantales, se lanzaron uno contra otro como dos gigantes. Pero si alguien de la vecindad era capaz de resistir largo rato a Joe, debo confesar que a ese alguien no lo conocía yo. Orlick, como si no hubiera sido más que el joven caballero pálido, se vio en seguida entre el polvo del carbón y sin mucha prisa por levantarse. Entonces Joe abrió la puerta, cogió a mi hermana, que se había desmayado al pie de la ventana (aunque, según imagino, no sin haber presenciado la pelea), la metió en la casa y la acostó, tratando de hacerle recobrar el conocimiento, pero ella no hizo más que luchar y resistirse y agarrar con fuerza el cabello de Joe. Reinaron una tranquilidad y un silencio singulares después de los alaridos; y más tarde, con la vaga sensación que siempre he relacionado con este silencio, es decir, como si fuese domingo y alguien hubiese muerto, subía la escalera para vestirme. A1 bajar encontré a Joe y a Orlick barriendo y sin otras huellas de lo sucedido que un corte en una de las aletas de la nariz de Orlick, lo cual no le adornaba ni contribuia a acentuar la expresión de su rostro. Había llegado un jarro de cerveza de Los Tres Alegres Barqueros, y los dos se lo estaban bebiendo apaciblemente. El silencio tuvo una influencia sedante y filosófica sobre Joe, que me siguió el camino para decirme, como observación de despedida que pudiera serme útil: - Ya lo ves, Pip. Después del escándalo, el silencio. Ésta es la vida. Poco importa cuáles fueron las absurdas emociones (porque creo que los sentimientos que son muy serios en un hombre resultan cómicos en un niño) que sentí al ir otra vez a casa de la señorita Havisham. Ni tampoco importa el saber cuántas veces pasé por delante de la puerta antes de decidirme a llamar, o las que pensé en alejarme sin hacerlo, o si lo habría hecho, de haberme pertenecido mi tiempo, regresando a mi casa. Me abrió la puerta la señorita Sara Pocket. No Estella. - ¡Caramba! ¿Tú aquí otra vez? - exclamó la señorita Pocket -. ¿Qué quieres? Cuando dije que solamente había ido a ver cómo estaba la señorita Havisham, fue evidente que Sara deliberó acerca de si me permitiría o no la entrada, pero, no atreviéndose a asumir la responsabilidad, me dejó entrar, y poco después me comunicó la seca orden de que subiera. Nada había cambiado, y la señorita Havisham estaba sola. -Muy bien-dijo fijando sus ojos en mí-. Espero que no deseas cosa alguna. Te advierto que no obtendrás nada. - No me trae nada de eso, señorita Havisham - contesté -. Únicamente deseaba comunicarle que estoy siguiendo mi aprendizaje y que siento el mayor agradecimiento hacia usted. - Bueno, bueno - exclamó moviendo los dedos con impaciencia -. Ven de vez en cuando. Ven el día de tu cumpleaños. ¡Hola!-exclamó de pronto, volviéndose y volviendo también la silla hacia mí -. Seguramente buscas a Estella, ¿verdad? En efecto, yo había mirado alrededor de mí buscando a la joven, y por eso tartamudeé diciendo que, según esperaba, estaría bien de salud. - Está en el extranjero - contestó la señorita Havisham-, educándose como conviene a una señora. Está lejos de tu alcance, más bonita que nunca, y todos cuantos la ven la admiran. ¿Te parece que la has perdido? En sus palabras había tan maligno gozo y se echó a reír de un modo tan molesto, que yo no supe qué decir, pero me evitó la turbación que sentía despidiéndome. Cuando tras de mí, Sara, la de la cara de color de nuez, cerró la puerta, me sentí menos satisfecho de mi hogar y de mi oficio que en otra ocasión cualquiera. Esto es lo que gané con aquella visita. Mientras andaba distraídamente por la calle Alta, mirando desconsolado a los escaparates y pensando en lo que compraría si yo fuese un caballero, de pronto salió el señor Wopsle de una librería. Llevaba en la mano una triste tragedia de Jorge Barnwell, en la que acababa de emplear seis peniques con la idea de arrojar cada una de sus palabras a la cabeza de Pumblechook, con quien iba a tomar el té. Pero al verme creyó sin duda que la Providencia le había puesto en su camino a un aprendiz para que fuese la víctima de su lectura. Por eso se apoderó de mí e insistió en acompañarme hasta la sala de Pumblechook, y como yo sabía que me sentiría muy desgraciado en mi casa y, además, las noches eran oscuras y el camino solitario, pensé que mejor sería ir acompañado que solo, y por eso no opuse gran resistencia. Por consiguiente, nos dirigimos a casa de Pumblechook, precisamente cuando la calle y las tiendas encendían sus luces. Como nunca asistía a ninguna otra representación de los dramas de Jorge Barnwell, no sé, en realidad, cuánto tiempo se invierte en cada una; pero sé perfectamente que la lectura de aquella obra duró hasta las nueve y media de la noche, y cuando el señor Wopsle entró en Newgate creí que no llegaría a ir al cadalso, pues empezó a recitar mucho más despacio que en otro período cualquiera de su deshonrosa vida. Me pareció que el héroe del drama debería de haberse quejado de que no se le permitiera recoger los frutos de lo que había sembrado desde que empezó su vida. Esto, sin embargo, era una simple cuestión de cansancio y de extensión. Lo que me impresionó fue la identificación del drama con mi inofensiva persona. Cuando Barnwell empezó a hacer granujadas, yo me sentí benévolo, pero la indignada mirada de Pumblechook me recriminó con dureza. También Wopsle se esforzo en presentarme en el aspecto más desagradable. A la vez feroz e hipócrita, me vi obligado a asesinar a mi tío sin circunstancias atenuantes. Milwood destruía a cada momento todos mis argumentos. La hija de mi amo me manifestaba el mayor desdén, y todo lo que puedo decir en defensa de mi conducta, en la mañana fatal, es que fue la consecuencia lógica de la debilidad de mi carácter. Y aun después de haber sido felizmente ahorcado, y en cuanto Wopsle hubo cerrado el libro, Pumblechook se quedó mirándome y meneó la cabeza diciendo al mismo tiempo: - Espero que eso te servirá de lección, muchacho. personas lo hubiesen encontrado, utilizándolo para cometer el crimen. Sin duda alguna, el asesino era Orlick o bien aquel hombre extraño que me enseñó la lima. Con referencia al primero, se comprobó que había ido a la ciudad, exactamente como nos dijo cuando le encontramos en la barrera. Por la tarde lo vieron varias personas por las calles y estuvo en compañía de otras en algunas tabernas, hasta que regresó conmigo mismo y con el señor Wopsle. De modo que, a excepción de la pelea, no se le podía hacer ningún cargo. Por lo demás, mi hermana se había peleado con él y con todo el mundo más de diez mil veces. En cuanto a aquel hombre extraño, en caso de que hubiese regresado en busca de sus dos billetes de banco, nadie se los habría disputado, porque mi hermana estaba más que dispuesta a devolvérselos. Por otra parte, no hubo altercado, pues era evidente que el criminal llegó silenciosa y repentinamente y la víctima quedó tendida en el suelo antes de poder volver la cabeza. Era horrible pensar que yo había facilitado el arma, aunque, naturalmente, sin imaginar lo que podía resultar; pero apenas podía apartar de mi cerebro aquel asunto. Sufrí angustias indecibles mientras pensaba en si, por fin, debería referir a Joe aquella historia de mi infancia. Todos los días, y durante varios meses siguientes, decidí no decir nada, pero a la mañana siguiente volvía a reflexionar y a contradecirme a mí mismo. Por último tomé una resolución decisiva en el sentido de guardar silencio, porque tuve en cuenta que el secreto ya era muy antiguo, y como me había acompañado durante tanto tiempo, convirtiéndose ya en una parte de mí mismo, no podía decidirme a separarme de él. Además, tenía el inconveniente de que, habiendo sido tan desagradables los resultados de mi conducta, ello me privaría del afecto de Joe, si creía en la verdad de mis palabras, y, en el caso de que no las creyese, irían a sumarse en la mente de mi amigo con mis invenciones de los perros fabulosos y de las costillas de ternera. Pero sea lo que fuere, contemporicé conmigo mismo y resolví revelar mi secreto en caso de que éste pudiera servir para ayudar al descubrimiento del asesino. La policía mandada de Londres frecuentó los alrededores de la casa por espacio de una o dos semanas e hizo todo cuanto yo había oído y leído con referencia a casos semejantes. Prendieron a varios inocentes, siguieron pistas falsas y persistieron en hacer concordar las circunstancias con las ideas, en vez de tratar de deducir ideas de las circunstancias. También frecuentaron bastante Los Tres Alegres Barqueros, llenando de admiración a los parroquianos, que los miraban con cierta reserva; y tenían un modo misterioso de beber, que casi valía tanto como si hubiesen prendido al culpable. Pero ello no equivalió a tal éxito, porque no consiguieron descubrir al criminal. Mucho después de la desaparición de los policías, mi hermana estaba muy enferma en la cama. Habíase perturbado enormemente su retina, de modo que veía los objetos multiplicados y a veces se empeñaba en coger imaginarias tazas de té y vasos de vino, tomándolos por realidades. El oído y la memoria los conservaba bastante buenos, pero sus palabras resultaban ininteligibles. Cuando, por fin, se recobró bastante para poder ser transportada a la planta baja, fue necesario ponerle al lado mi pizarra, con objeto de que pudiese indicar por escrito lo que no podía mencionar verbalmente. Y como escribía muy mal y pronunciaba peor, aun cuando estaba sana, y, por otra parte, Joe era un mal lector, se originaban tremendas complicaciones entre ellos, que yo era el llamado a resolver. El hecho de que le sirviera carnero en vez de medicina, la confusión entre el té y Joe, o entre el panadero y el tocino, eran los más fáciles de mis propios errores. Sin embargo, se había mejorado mucho su genio, y a la sazón se mostraba paciente. Una trémula incertidumbre de acción en todos sus miembros fue pronto una parte de su estado regular, y luego, a intervalos de dos o tres meses, solía llevarse las manos a la cabeza y, a veces, permanecía por espacio de una semana sumida en alguna aberración mental. Estábamos muy preocupados por encontrar una enfermera conveniente destinada a ella, hasta que por una casualidad hallamos lo que buscábamos. La tía abuela del señor Wopsle quedó por fin sumida en el sueño eterno, y así Biddy vino a formar parte de nuestra familia. Cosa de un mes después de la reaparición de mi hermana en la cocina, Biddy llegó a nuestra casa con una cajita moteada que contenía todos sus efectos y fue desde entonces una verdadera bendición para la casa y especialmente para Joe, pues el pobre muchacho estaba muy apenado por la constante contemplación de la ruina en que se había convertido su mujer y había tomado la costumbre, cuando la cuidaba, de volver a cada momento hacia mí para decirme con los azules ojos humedecidos por las lágrimas: - ¡Tan hermosa como era, Pip! Biddy se hizo cargo instantáneamente de la enferma, como si lo hubiera estudiado desde su infancia, y, así, Joe pudo gozar, en cierto modo, de la mayor tranquilidad que había entonces en su vida y hasta, de vez en cuando, concurrir a Los Tres Alegres Barqueros, lo cual era, ciertamente, beneficioso. Los policías habían sospechado bastante del pobre Joe, a pesar de que él nunca se enteró, y parece que llegaron a la conclusión de considerarle uno de los hombres más profundamente inteligentes que habían encontrado en su vida. El primer triunfo de Biddy en su nuevo cargo fue el resolver una dificultad que a mí me había vencido por completo, a pesar de los esfuerzos que hice por evitarlo. Era lo siguiente: Repetidas veces, mi hermana trazó en la pizarra una letra que parecía una «T» muy curiosa, y luego, con la mayor vehemencia, nos llamaba la atención como si, al dibujar aquella letra, deseara una cosa determinada. En vano traté de adivinar qué podría significar aquella letra, y mencioné los nombres de cuantas cosas empezaban por «T». Por fin imaginé que ello podía significar algo semejante a un martillo. Por consiguiente, pronuncié la palabra al oído de mi hermana, y ella empezó a golpear la mesa, como para expresar su asentimiento. En vista de eso, le presenté todos nuestros martillos, uno tras otro, pero sin éxito. Luego pensé en una muleta, puesto que su forma tenía cierta semejanza, y pedí prestada una en el pueblo para mostrársela a mi hermana, lleno de confianza. Pero al verla movió la cabeza negativamente y con tal energía que llegamos a temer, dado su precario estado, que llegase a dislocarse el cuello. En cuanto mi hermana advirtió que Biddy la comprendía rápidamente, apareció otra vez aquel signo en la pizarra. Biddy miró muy pensativa, oyó mis explicaciones, miró a mi hermana y luego a Joe, quien siempre era representado en la pizarra por la inicial de su nombre, y corrió a la fragua seguida por Joe y por mí. - ¡Naturalmente! - exclamó Biddy, triunfante -. ¿No lo han comprendido ustedes? ¡Es é1! Orlick, sin duda alguna. Mi hermana había perdido su nombre y sólo podía representarlo por medio del martillo. Le explicamos nuestro deseo de que fuese a la cocina, y él, lentamente, dejó a un lado el martillo, se secó la frente con la manga, se la secó luego con el delantal y echó a andar encorvado y con las rodillas algo dobladas, cosa que le caracterizaba sobremanera. Confieso que esperaba que mi hermana le acusara y que sentí el mayor desencanto al comprobar que no ocurría tal cosa. Ella manifestó el mayor deseo de reconciliarse con él y mostró la mayor satisfacción por tenerlo delante; además indicó que le diésemos algo que beber. Le observaba con la mayor atención, como deseosa de cerciorarse de que aceptaba de buena gana aquella acogida, y exteriorizó cuanto le fue posible el deseo de congraciarse con él, cual pudiera hacerlo un niño que quiere ponerse a bien con un maestro de mal carácter. A partir de entonces, raro era el día en que mi hermana dejaba de dibujar el martillo en la pizarra y que Orlick no apareciese andando encorvado, para permanecer un rato ante ella, como si no supiese más que yo mismo qué pensar de todo aquello. CAPITULO XVII Rutinariamente seguí mi vida de aprendiz, que no tuvo otra variación, más allá de los límites del pueblo y de los marjales, que la llegada de mi cumpleaños y la visita que hice en tal día a la señorita Havisham. Encontré a la señorita Sara Pocket de guardia en la puerta y a la señorita Havisham tal como la había dejado. Me habló de Estella del mismo modo, si no con las mismas palabras. La entrevista duró algunos minutos, y cuando ya me marchaba me dio una guinea, recomendándome que fuese a visitarla en mi próximo cumpleaños. Puedo decir, desde luego, que esta visita se convirtió en una costumbre anual. En la primera ocasión traté de no tomar la guinea, pero ello no tuvo mejor efecto que el de hacerle preguntar si esperaba recibir algo más. Por consiguiente, tanto en aquella visita como en las sucesivas, tomé el regalo que me hacía. Tan inmutable era la triste y vieja casa, y la amarillenta luz en las oscuras habitaciones, así como el aspecto marchito de la buena señora junto al tocador, que, muchas veces, me pregunté si al pararse los relojes se había parado también el tiempo en aquel lugar misterioso, y si mientras yo y todos los demás crecíamos y nos desarrollábamos, cuanto había en la casa permanecía siempre en el mismo estado. Jamás entraba allí la luz del día. Esto me maravillaba, y, bajo la influencia de aquella casa, continué odiando cordialmente mi oficio y también seguí avergonzado de mi propio hogar. Sin embargo, aunque de un modo inconsciente, empecé a darme cuenta de un cambio que se realizaba en Biddy. Llevaba ya tacones en sus zapatos; su cabello crecía brillante y limpio, y sus manos jamás estaban sucias. No era hermosa; era más bien ordinaria y no se parecía en nada a Estella, pero era agradable y tenía un carácter muy dulce. Apenas hacía un año que estaba con nosotros, pues recuerdo que por entonces se había quitado el luto, cosa que me sorprendió, cuando observé, una noche, que tenía unos ojos muy reflexivos y atentos, ojos que eran lindos y de expresión bondadosa. Eso me ocurrió al levantar la cabeza de una tarea en que estaba absorto, pues me dedicaba a copiar algunos párrafos de un libro para mejorarme a mí mismo en dos aspectos a la vez, gracias a una estratagema, y entonces noté que Biddy estaba observando lo que yo hacía. Dejé a un lado la pluma, y Biddy interrumpió su labor de costura, aunque sin abandonarla. - Oye, Biddy - le dije -. ¿Cómo te las arreglas? O yo soy muy tonto o tú muy lista. - ¿Qué quieres decir? - contestó Biddy sonriendo. Administraba perfectamente su vida doméstica, con la mayor habilidad; pero yo no me refería a eso, aunque ello hacía más sorprendente el hecho a que quería aludir. - ¿Cómo te las arreglas, Biddy - repetí -, para aprender todo lo que yo aprendo y para estar siempre a la misma altura que yo? Yo empezaba a envanecerme de mis conocimientos, porque en ellos me gastaba las guineas que recibía el día de mi cumpleaños, y al mismo objeto dedicaba también la mayor parte de mi dinero, aunque no tengo ahora ninguna duda de que lo poco que aprendía me costaba muy caro. - También yo podría preguntarte - replicó Biddy -cómo te las arreglas tú. - No. Porque cuando yo vuelvo de la fragua, por la noche, todos pueden verme dedicado a mis tareas y, en cambio, a ti no se te ve nunca entregada a estas ocupaciones. - Tal vez te habré cogido como si fuese un resfriado - dijo Biddy tranquilamente y reanudando su costura. Eso era exactamente lo que yo había pensado muchas veces y lo mismo que advertía muy bien en todos los momentos. Pero ¿cómo podía yo, pobre muchacho de pueblo y sin luces, evitar aquella maravillosa inconsistencia en que caen todos los días los hombres mejores y más sabios? - Todo lo que me dices puede ser verdad - repliqué -, pero la admiro extraordinariamente. Y al decir esto me eché al suelo de cara, mesándome el cabello por ambos lados de la cabeza, y me di tremendos tirones. Mientras tanto, conociendo el desvarío de mi loco corazón, que tan mal se había empleado, me dije que merecía golpearme la cabeza contra las piedras, por pertenecer a un idiota como yo. Biddy era una muchacha muy juiciosa y no se esforzó en razonar más conmigo. Puso acariciadoramente su mano, suave a pesar de que el trabajo la había hecho basta, sobre las mías, una tras otra, y con dulzura las separó de mi cabello. Luego me dio algunas palmaditas en la espalda para calmarme, en tanto que yo, con la cabeza apoyada en la manga, lloraba un poco, exactamente igual como hiciera en el patio de la fábrica de cerveza, y sentí la vaga idea de que estaba muy maltratado por alguien, o por todo el mundo. No puedo precisarlo. - Estoy contenta de una cosa - dijo Biddy -, y es de que hayas creído deber hacerme estas confidencias, Pip. Y también estoy contenta de otra cosa, y es de que puedes tener la seguridad de que guardaré este secreto y de que continuaré siendo digna de tus confidencias. Si tu primera maestra - ¡pobrecilla!, ¡tanto como necesitaba aprender ella misma! - lo fuese aún en la actualidad, cree saber cuál sería la lección que te haría estudiar. Pero sería difícil de aprender, y como ya has aventajado a tu profesora, resultaría ahora completamente inútil. - Y dando un leve suspiro por mí, Biddy se puso en pie y con voz que cambió de un modo agradable dijo -: ¿Vamos a pasear un poco más, o nos iremos a casa? - ¡Biddy! - exclamé levantándome a mi vez, abrazando su cuello y dándole un beso -. Siempre te lo diré todo. - Hasta que seas un caballero - replicó Biddy. - Ya sabes que no lo seré nunca, y, por lo tanto, siempre tendrás mi confianza. No porque tenga ocasión de decirte algo, porque sabes lo mismo que yo, según te dije en casa la otra noche. - ¡Ah! - murmuró Biddy mientras miraba las lejanas embarcaciones. Y luego volvió a cambiar el tono de su voz de un modo tan agradable como antes, repitiendo -: ¿Paseamos un poco más, o nos volvemos a casa? Dije a Biddy que quería pasear un poco más, y así lo hicimos hasta que la tarde de verano desapareció ante el crepúsculo, que fue muy hermoso. Yo empecé a reflexionar si, en resumidas cuentas, estaba ahora situado de un modo más natural y agradable que jugando a los naipes a la luz de las bujías en la habitación de los relojes parados y siendo despreciado por Estella. Creí que lo mejor para mí sería olvidar a Estella por completo, así como los demás recuerdos y fantasías, y empezar a trabajar, decidido a que me gustara lo que tenía que hacer, aplicarme a ello y sacar el mejor partido posible. Dudé acerca de que si Estella estuviese a mi lado, en vez de Biddy, tal vez entonces me sentiría desdichado. Tuve que confesarme que estaba seguro de que sería así, y por eso no pude menos que decirme: - ¡Qué tonto eres, Pip! Mientras andábamos, Biddy y yo hablamos mucho, y me pareció muy razonable cuanto ella me dijo. Biddy no era nunca insolente ni caprichosa o variable; no habría sentido el más pequeño placer en darme un disgusto, y estoy seguro de que más bien se habría herido a sí misma que a mí. ¿Cómo se explicaba, pues, que yo no la prefiriese entre las dos? -Biddy - dije cuando nos encaminábamos a casa -. Me gustaría mucho que pudieras convencerme. - ¡Ojalá me fuese posible! - exclamó. - Si pudiese lograr enamorarme de ti... ¿No te importa que te hable con tanta franqueza, teniendo en cuenta que ya somos antiguos amigos? - ¡Oh, no! - contestó Biddy -. No te preocupes por mí. - Si pudiese lograr eso, creo que sería lo más conveniente para mí. - Pero tú no te enamorarás nunca de mí - replicó Biddy. Aquella tarde no me pareció eso tan imposible como si hubiésemos hablado de ello unas horas antes. Por consiguiente, observé que no estaba tan seguro de ello. Pero Biddy sí estaba segura, según dijo con acento de la mayor certidumbre. En mi corazón comprendía que tenía razón, y, sin embargo, me supo mal que estuviera tan persuadida de ello. Cuando llegamos cerca del cementerio tuvimos que cruzar un terraplén y llegamos a un portillo cerca de una compuerta. En aquel momento surgió de la compuerta, de los juncos o del lodo (lo cual era muy propio de él) nada menos que el viejo Orlick. - ¡Hola! - exclamó -. ¿Adónde vais? - ¿Adónde hemos de ir, sino a casa? - Que me maten si no os acompaño. Tenía la costumbre de usar esta maldición contra sí mismo. Naturalmente, no le atribuía su verdadero significado, pero la usaba como su supuesto nombre de pila, sencillamente para molestar a la gente y producir una impresión de algo terrible. Cuando yo era pequeño estaba convencido de que si él me hubiese matado, lo habría hecho con la mayor crueldad. A Biddy no le gustó que fuese con nosotros, y en voz muy baja me dijo: -No le dejes venir. No me gusta. Y como a mí tampoco me gustaba aquel hombre, me tomé la libertad de decirle que se lo agradecíamos, pero que no queríamos que nos acompañase. Él recibió mis palabras con una carcajada, se quedó atrás, pero echó a andar siguiéndonos, encorvado, a alguna distancia. Sintiendo curiosidad de saber si Biddy sospechaba que él hubiese tenido participación en la agresión criminal de que mi hermana no pudo nunca darnos noticia, le pregunté por qué no le gustaba aquel hombre. - ¡Oh! - contestó mirando hacia atrás mientras él nos seguía cabizbajo-. Porque... porque temo que yo le gusto. - ¿Te lo ha dicho alguna vez? - pregunté, indignado. - No - contestó Biddy mirando otra vez hacia atrás -, nunca me lo ha dicho; pero en cuanto me ve empieza a rondarme. Aunque tal noticia era nueva para mí, no dudé de la exactitud de la interpretación de los actos y de las intenciones de Orlick. Yo estaba muy enojado porque se hubiese atrevido a admirarla, tanto como si fuese un ultraje hacia mí. - Eso, sin embargo, no te interesa - dijo Biddy tranquilamente. - No, Biddy, no me interesa, pero no me gusta ni lo apruebo. - Ni a mí tampoco - dijo Biddy -, aunque a ti no te interese. - Es verdad - repliqué -, pero debo decirte, Biddy, que tendría muy mala opinión de ti si te rondase con tu consentimiento. A partir de aquella noche vigilé a Orlick, y en cuanto se presentaba alguna oportunidad para que pudiera rondar a Biddy, yo me apresuraba a presentarme para impedirlo. Había echado raíces en la fragua de Joe a causa del capricho que por él sentía mi hermana, pues, de lo contrario, yo habría intentado hacerle despedir. Él se daba cuenta de mis intenciones y correspondía a ellas, según tuve ocasión de saber más adelante. Y como si mi mente no estuviera ya bastante confusa, tal confusión se complicó cincuenta mil veces más en cuanto pude advertir que Biddy era inconmensurablemente mucho mejor que Estella, y que la vida sencilla y honrada para la cual yo había nacido no debía avergonzar a nadie, sino que me ofrecía suficiente respeto por mí mismo y bastante felicidad. En aquellos tiempos estaba seguro de que mi desafecto hacia Joe y hacia la fragua había desaparecido ya y que me hallaba en muy buen camino de llegar a ser socio de Joe y de vivir en compañía de Biddy. Mas, de pronto, se aparecía en mi mente algún recuerdo maldito de los días de mis visitas a casa de la señorita Havisham y, como destructor proyectil, dispersaba a lo lejos mis sensatas ideas. Cuando éstas se diseminaban, me costaba mucho tiempo reunirlas de nuevo, y a veces, antes de lograrlo, volvían a dispersarse ante el pensamiento extraviado de que tal vez la señorita Havisham haría mi fortuna en cuanto hubiese terminado mi aprendizaje. Si lo hubiese acabado ya, me habría quedado en lo más profundo de mis dudas, según creo. Pero no lo terminé, sin embargo, porque llegó a un fin prematuro, según se verá por lo que sigue. CAPITULO XVIII Eso ocurrió en el cuarto año de mi aprendizaje y en la noche de un sábado. En torno del fuego de Los Tres Alegres Barqueros habíase congregado un grupo que escuchaba atento la lectura que, en voz alta, hacía el señor Wopsle del periódico. Yo formaba parte de aquel grupo. Habíase cometido un crimen que se hizo célebre, y el señor Wopsle estaba enrojecido hasta las cejas. Se deleitaba ante cada uno de los violentos adjetivos de la descripción y se identificaba con cada uno de los testigos de la instrucción del proceso. Con voz débil y quejumbrosa decía «¡Estoy perdido!», cuando se trataba de los últimos momentos de la víctima, y en voz salvaje gritaba: «¡Voy a arreglarte las cuentas!», refiriéndose a las palabras pronunciadas por el asesino. Explicó el examen de los médicos forenses imitando el modo de hablar del practicante del pueblo, y habló con voz tan débil y temblorosa al repetir la declaración del guarda de la barrera que había oído golpes, de un modo tan propio de un paralítico, que llegó a inspirarnos serias dudas acerca de la cordura de aquel testigo. El coroner, en manos del señor Wopsle, se convirtió en Timón de Atenas; el alguacil, en Coriolano. Él disfrutaba lo indecible y nosotros también, aparte de que todos estábamos muy cómodos y a gusto. En aquel estado mental agradable llegamos al veredicto de «asesinato premeditado». Entonces, y no antes, me di cuenta de que un desconocido caballero estaba apoyado en el respaldo del asiento situado frente a mí y que observaba la escena. En su rostro se advertía una expresión de desdén y se mordía el lado de su enorme dedo índice mientras observaba el grupo de rostros. - Perfectamente - dijo el desconocido al señor Wopsle en cuanto hubo terminado la lectura -, me parece que lo ha arreglado usted todo a su gusto. Todos se sobresaltaron y levantaron los ojos como si aquel nuevo personaje fuese el asesino. Él miró a todos fría y sarcásticamente. - Desde luego es culpable, ¿verdad? - dijo -. ¡Vamos, dígalo! - Caballero - replicó el señor Wopsle -, aunque no tenga el honor de conocerle a usted, puedo asegurar que ese hombre es culpable. Al oír estas palabras, todos recobramos el valor suficiente para unirnos en un murmullo de aprobación. -Ya sabía que opinaría usted así-dijo el desconocido-, y de ello estaba convencido de antemano. Pero ahora quiero hacerle una pregunta: ¿sabe usted o no que la ley de - Ahora, Joe Gargery - dijo -, soy portador de una oferta que le librará de ese muchacho, su aprendiz. Supongo que no tendrá usted inconveniente en anular su contrato de aprendizaje a petición suya y en su beneficio. ¿Desea usted alguna compensación por ello? - ¡No quiera Dios que pida cosa alguna por ayudar a Pip! - exclamó Joe, muy asombrado. - Esta exclamación es piadosa, pero de nada sirve en este caso - replicó el señor Jaggers -. La cuestión es: ¿quiere usted algo?, ¿necesita usted algo? -A eso he de contestar - dijo Joe severamente -que no. Me pareció que el señor Jaggers miraba a Joe como si fuera un tonto por su desinterés, pero yo estaba demasiado maravillado y curioso para que pueda tener la seguridad de ello. - Muy bien - dijo el señor Jaggers -. Recuerde lo que acaba de prometer y no se vuelva atrás de ello. - ¿Quién se vuelve atrás? - preguntó Joe. - No he mencionado a nadie. No he dicho que nadie lo haga. ¿Tiene usted permiso? - Sí, lo tengo. - Pues recuerde usted que un perro ladrador es bueno, pero mejor aún es el que muerde y no ladra. ¿Lo recordará usted? - repitió el señor Jaggers cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia Joe, como si le excusara por algo -. Ahora, volviendo a este muchacho, he de comunicarles a ustedes que tiene un espléndido porvenir. Joe se quedó asombrado, y él y yo nos miramos mutuamente. - Tengo instrucciones de comunicarle - dijo el señor Jaggers señalándome con su dedo índice - que tendrá considerables bienes. Además, que el actual poseedor de esos bienes desea que abandone inmediatamente la esfera social y la casa que ocupa ahora y que se eduque como caballero. En una palabra, como persona de gran porvenir. Habían desaparecido mis ensueños, y mi loca fantasia se había quedado rezagada ante la realidad pura; la señorita Havisham iba a hacer mi fortuna en gran escala. - Ahora, señor Pip - prosiguió el abogado -, lo que me queda por decir va encaminado a usted por entero. Ante todo, debe usted tener en cuenta que la persona que me ha dado las instrucciones que estoy cumpliendo desea que siempre lleve usted el nombre de Pip. Me atrevo a esperar que no tendrá usted inconveniente alguno, pues su espléndido porvenir depende del cumplimiento de esta fácil condición. Pero si tiene usted algún inconveniente, ésta es la ocasión de manifestarlo. Latía tan aprisa mi corazón y me silbaban de tal manera los oídos, que apenas pude tartamudear que no tenía ningún inconveniente. - Ya me lo figuro - dijo el abogado -. Ahora, señor Pip, debe usted tener en cuenta que el nombre de la persona que se convierte en su bienhechor ha de quedar absolutamente secreto, hasta que esta persona crea que ha llegado la ocasión de revelarlo. Tengo autorización de esta persona para comunicarle que ella misma se lo revelará directamente, de palabra. Ignoro cuándo o dónde lo hará, pues nadie puede decirlo. Posiblemente pueden pasar varios años. Además, sepa que se le prohíbe hacer ninguna indagación ni alusión o referencia acerca de esa persona, por velada que sea la insinuación, con objeto de averiguar la personalidad de su bienhechor, en cualquiera de las comunicaciones que usted pueda dirigirme. Si en su pecho abriga usted alguna sospecha o suposición, guárdesela para sí mismo. Nada importa cuáles puedan ser las razones de semejante prohibición. Tal vez sean de extremada gravedad o consistan solamente en un capricho. Usted no ha de tratar de averiguarlo. La condición es rigurosa. Ya le he dado cuenta de esta condición. La aceptación de ella y su observancia y obediencia es lo último que me ha encargado la persona que me ha dado sus instrucciones y hacia la cual no tengo otra responsabilidad. Esta persona es la misma a quien deberá usted su espléndido porvenir, y el secreto está solamente en posesión de ella misma y de mí. Nuevamente repito que no es muy difícil de cumplir la condición que le imponen para alcanzar este mejoramiento de fortuna; pero si tiene algún inconveniente en aceptarla, no tiene más que decirlo. Hable. Una vez más, tartamudeé con dificultad que no tenía nada que objetar. - Me lo figuro. Ahora, señor Pip, he terminado ya la exposición de las estipulaciones. Aunque me llamaba «señor Pip» y empezaba a demostrarme mayor consideración, aún no se había borrado de su rostro cierta expresión amenazadora; de vez en cuando cerraba los ojos y me señalaba con el dedo mientas hablaba, como si quisiera significarme que conocía muchas cosas en mi desprestigio y que, si quería, podía enumerarlas. - Vamos ahora a tratar de los detalles de nuestro convenio. Debe usted saber que, aun cuando he usado la palabra «porvenir» más de una vez, no solamente tendrá usted porvenir. Obra ya en mis manos una cantidad de dinero más que suficiente para su educación y para su subsistencia. Me hará usted el favor de considerarme su tutor. ¡Oh! - añadió al observar que yo me disponía a darle las gracias -. De antemano le digo que me pagan por mis servicios, pues, de lo contrario, no los prestaría. Se ha decidido que será usted mejor educado, de acuerdo con su posición completamente distinta, y se cree que comprenderá usted la importancia y la necesidad de entrar inmediatamente a gozar de estas ventajas. Dije que siempre lo había deseado. - Nada importa lo que haya usted deseado, señor Pip - contestó -. Recuerde eso. Si lo desea ahora, ya basta. ¿Debo entender que está usted dispuesto a quedar inmediatamente al cuidado de un maestro apropiado? ¿Es así? Yo tartamudeé que sí. - Bien. Ahora hay que tener en cuenta sus inclinaciones. No porque lo crea necesario, fíjese, pero así me lo han ordenado. ¿Ha oído usted hablar de algún profesor a quien prefiera? Yo no había oído hablar de otro profesor que Biddy y la tía abuela del señor Wopsle, de manera que contesté en sentido negativo. -Hay un maestro de quien tengo algunas noticias que me parece indicado para el caso - dijo el señor Jaggers -Observe que no lo recomiendo, porque tengo la costumbre de no recomendar nunca a nadie. El caballero de quien hablo se llama señor Mateo Pocket. ¡Ah! Recordé inmediatamente aquel nombre. Era un pariente de la señorita Havisham: aquel Mateo de quien habían hablado el señor Camila y su esposa; el Mateo que debería ocupar su sitio en la cabecera mortuoria de la señorita Havisham cuando yaciera, en su traje de boda, sobre la mesa nupcial. - ¿Conoce usted el nombre? - preguntó el señor Jaggers dirigiéndome una astuta mirada. Luego cerró los ojos, esperando mi respuesta. Ésta fue que, efectivamente, había oído antes aquel nombre. - ¡Oh! - exclamó -. ¿Ya ha oído usted este nombre? Pero lo que importa es qué me dice usted acerca de eso. Dije, o traté de decir, que le estaba muy agradecido por aquella indicación... - No, joven amigo - interrumpió, moviendo despacio la cabeza-. Fíjese bien. Pero, sin fijarme, empecé a decir que le estaba muy agradecido por su recomendación... - No, joven amigo - interrumpió de nuevo con el mismo ademán, frunciendo el ceño y sonriendo al mismo tiempo -, no, no, no; se explica usted bien, pero no es eso. Es usted demasiado joven para tratar de envolverme en sus palabras. Recomendación no es la palabra, señor Pip. Busque otra. Corrigiéndome, dije que le estaba muy agradecido por haber mencionado al señor Mateo Pocket. - Eso ya está mejor - exclamó el señor Jaggers. - Y me pondré con gusto a las órdenes de ese caballero - añadí. -Muy bien. Mejor será que lo haga en su propia casa. Se preparará el viaje para usted, y ante todo podrá usted ver al hijo del señor Pocket, que está en Londres. ¿Cuándo irá usted a Londres? Yo contesté, mirando a Joe, que estaba a mi lado e inmóvil, que, según suponía, podría ir inmediatamente. - Antes - observó el señor Jaggers - conviene que tenga usted un traje nuevo para el viaje. Este traje no ha de ser propio de trabajo. Digamos de hoy en ocho días. Necesitará usted algún dinero. ¿Le parece bien que le deje veinte guineas? Sacó una larga bolsa, con la mayor indiferencia, contó las veinte guineas sobre la mesa y las empujó hacia mí. Entonces separó la pierna de la silla por vez primera. Se quedó sentado en ella a horcajadas en cuanto me hubo dado el dinero y empezó a balancear la bolsa mirando a Joe. - ¡Qué, Joe Gargery! Parece que está usted aturdido. - Sí, señor - contestó Joe con firmeza. -Hemos convenido en que no quiere nada para sí mismo, ¿se acuerda? - Ya estamos conformes - replicó Joe -. Y estamos y seguiremos estando conformes acerca de eso. - ¿Y qué me diría usted - añadió el señor Jaggers -si mis instrucciones fuesen las de hacerle a usted un regalo por vía de compensación? - ¿Compensación de qué? - preguntó Joe. - Por la pérdida de los servicios de su aprendiz. Joe echó la mano sobre mi hombro tan cariñosamente como hubiera hecho una madre. Muchas veces he pensado en él comparándolo a un martillo pilón que puede aplastar a un hombre o acariciar una cáscara de huevo con su combinación de fuerza y suavidad. - De todo corazón - dijo Joe - libero a Pip de sus servicios, para que vaya a gozar del honor y de la fortuna. Pero si usted se figura que el dinero puede ser una compensación para mí por la pérdida de este niño, poco me importa la fragua, que es mi mejor amigo... ¡Mi querido y buen Joe, a quien estaba tan dispuesto a dejar y aun con tanta ingratitud, ahora te veo otra vez con tu negro y musculoso brazo ante los ojos y tu ancho pecho jadeante mientras tu voz se debilita! ¡Oh, mi querido, fiel y tierno Joe, me parece sentir aún el temblor de tu mano sobre el brazo, contacto tan solemne aquel día como si hubiera sido el roce del ala de un ángel! Pero entonces reanimé a Joe. Yo estaba extraviado en el laberinto de mi futura fortuna y no podía volver a pasar por los senderos que ambos habíamos pisado. Rogué a Joe que se consolara, porque, según él dijo, siempre habíamos sido los mejores amigos, y añadí que seguiríamos siéndolo. Joe se frotó los ojos con el puño que tenía libre, como si quisiera arrancárselos, pero no dijo nada más. El señor Jaggers había observado la escena como si considerase a Joe el idiota del pueblo y a mí su guardián. Cuando hubo terminado, sopesó en su mano la bolsa que ya no balanceaba y dijo: - Ahora, Joe Gargery, le aviso a usted de que ésta es su última oportunidad. Conmigo no hay que hacer las cosas a medias. Si quiere usted aceptar el regalo que tengo el encargo de entregarle, dígalo claro y lo tendrá. Si, por el contrario, quiere decir... Cuando pronunciaba estas palabras, con el mayor asombro por su parte, se vio detenido por la actitud de Joe, que empezó a dar vueltas alrededor de él con todas las demostraciones propias de sus intenciones pugilísticas. - Si hubieses esperado un instante, Biddy, me habrías oído decir que me propongo traer aquí mi traje, en un fardo, por la noche, es decir, la noche antes de mi marcha. Biddy no dijo ya nada más. Yo la perdoné generosamente y pronto di con afecto las buenas noches a ella y a Joe y me marché a la cama. En cuanto me metí en mi cuartito, me quedé sentado y lo contemplé largo rato, considerándolo una habitacioncita muy pobre y de la que me separaría muy pronto para habitar siempre otras más elegantes. En aquella estancia estaban mis jóvenes recuerdos, y entonces también sentí la misma extraña confusión mental entre ella y las otras habitaciones mejores que iría a habitar, así como me había ocurrido muchas veces entre la forja y la casa de la señorita Havisham y entre Biddy y Estella. Todo el día había brillado el sol sobre el tejado de mi sotabanco, y por eso estaba caluroso. Cuando abrí la ventana y me quedé mirando al exterior vi a Joe mientras, lentamente, salía a la oscuridad desde la puerta que había en la planta baja y daba algunas vueltas al aire libre; luego vi pasar a Biddy para entregarle la pipa y encendérsela. Él no solía fumar tan tarde, y esto me indicó que, por una u otra razón, necesitaba algún consuelo. Entonces se quedó ante la puerta, inmediatamente debajo de mí, fumando la pipa, y estaba también Biddy hablando en voz baja con él. Comprendí que trataban de mí, porque pude oír varias veces que ambos pronunciaban mi nombre en tono cariñoso. Yo no habría escuchado más aunque me hubiese sido posible oír mejor, y por eso me retiré de la ventana y me senté en la silla que tenía junto a la cama, sintiéndome muy triste y raro en aquella primera noche de mi brillante fortuna, que, por extraño que parezca, era la más solitaria y desdichada que había pasado en mi vida. Mirando hacia la abierta ventana descubrí flotando algunas ligeras columnas de humo procedentes de la pipa de Joe, cosa que me pareció una bendición por su parte, no ante mí, sino saturando el aire que ambos respirábamos. Apagué la luz y me metí en la cama, que entonces me pareció muy incómoda. Y no pude lograr en ella mi acostumbrado sueño profundo. CAPITULO XIX La mañana trajo una diferencia considerable en mi esperanza general de la vida y la hizo tan brillante que apenas me parecía la misma. Lo que más me pesaba en mi mente era la consideración de que sólo faltaban seis días para el de mi marcha; porque no podía dejar de abrigar el recelo de que mientras tanto podía ocurrir algo en Londres y que cuando yo llegase allí el asunto estuviera estropeado o destruido por completo. Joe y Biddy se mostraron amables y cariñosos cuando les hablé de nuestra próxima separación, pero tan sólo se refirieron a ella cuando yo lo hice. Después de desayunar, Joe sacó mi contrato de aprendizaje del armario del salón y ambos lo echamos al fuego, lo cual me dío la sensación de que ya estaba libre. Con esta novedad de mi emancipación fui a la iglesia con Joe, y pensé que si el sacerdote lo hubiese sabido todo, no habría leído el pasaje referente al hombre rico y al reino de los cielos. Después de comer, temprano, salí solo a dar un paseo, proponiéndome despedirme cuanto antes de los marjales. Cuando pasaba junto a la iglesia, sentí (como me ocurrió durante el servicio religioso por la mañana) una compasión sublime hacia los pobres seres destinados a ir allí un domingo tras otro, durante toda su vida, para acabar por yacer oscuramente entre los verdes terraplenes. Me prometí hacer algo por ellos un día u otro, y formé el plan de ofrecerles una comida de carne asada, plum-pudding, un litro de cerveza y cuatro litros de condescendencia en beneficio de todos los habitantes del pueblo. Antes había pensado muchas veces y con un sentimiento parecido a la vergüenza en las relaciones que sostuve con el fugitivo a quien vi cojear por aquellas tumbas. Éstas eran mis ideas en aquel domingo, pues el lugar me recordaba a aquel pobre desgraciado vestido de harapos y tembloroso, con su grillete de presidiario y su traje de tal. Mi único consuelo era decirme que aquello había ocurrido mucho tiempo atrás, que sin duda habría sido llevado a mucha distancia y que, además, estaba muerto para mí, sin contar con la posibilidad de que realmente hubiese fallecido. Ya no más tierras bajas, no más diques y compuertas, no más ganado apacentando en la hierba. Todo eso, a pesar de su monotonía, me parecía tener ahora un aspecto mucho más respetable, y sentía la impresión de que se ofrecía a mi contemplación para que lo mirase tanto como quisiera, como posesor de tan gran porvenir. ¡Adiós, sencillas amistades de mi infancia! En adelante viviría en Londres y entre grandezas y no me dedicaría ya al oficio de herrero y en aquel sitio. Satisfecho y animoso me dirigí a la vieja Batería, y allí me tendí para pensar en si la señorita Havisham me destinaba a Estella. Así me quedé dormido. A1 despertar me sorprendió mucho ver a Joe sentado a mi lado y fumando su pipa. Me saludó con alegre sonrisa en cuanto abrí los ojos y dijo: - Como es por última vez, Pip, me ha parecido bien seguirte. - Me alegro mucho de que lo hayas hecho, Joe. - Gracias, Pip. - Puedes estar seguro, querido Joe - añadí después de darnos la mano -, de que nunca te olvidaré. - ¡Oh, no, Pip! -dijo Joe, persuadido-. Estoy seguro de eso. Somos viejos amigos. Lo que ocurre es que yo he necesitado algún tiempo para acostumbrarme a la idea de nuestra separación. Ha sido una cosa muy extraordinaria. ¿No es verdad? En cierto modo, no me complacía el hecho de que Joe estuviese tan seguro de mí. Me habría gustado más advertir en él alguna emoción o que me hubiese contestado: «Eso te honra mucho, Pip», o algo por el estilo. Por consiguiente, no hice ninguna observación a la primera respuesta de Joe, y al referirme a la segunda, acerca de que la noticia llegó muy repentinamente, le dije que yo siempre deseé ser un caballero y que continuamente pensaba en lo que haría si lo fuese. - ¿De veras? - exclamó Joe -. Es asombroso. - Es una lástima, Joe - dije yo -, que no hayas adelantado un poco más en las lecciones que te daba. ¿No es verdad? - No lo sé - contestó Joe -. ¡Tengo la cabeza tan dura! No soy maestro más que en mi oficio. Siempre fue una lástima mi dureza de mollera. Pero no es de sentir más ahora que el año anterior. ¿No te parece? Lo que yo quería haber dicho era que cuando tomase posesión de mis propiedades y pudiese hacer algo en beneficio de Joe, habría sido mucho más agradable que él estuviese más instruido para mejorar de posición. Pero él ignoraba tan por completo esa intención mía, que me pareció mejor mencionarla con preferencia a Biddy. Por eso, cuando regresamos a casa y tomamos el té, me llevé a Biddy a nuestro jardincito, situado a un lado de la calle, y después de decirle de un modo vago que no la olvidaría nunca, añadí que tenía que pedirle un favor. - Y éste es, Biddy - continué -, que no dejarás de aprovechar ninguna oportunidad de ayudar un poco a Joe. - ¿De qué manera? - preguntó Biddy mirándome con fijeza. - Pues verás. Joe es un buen muchacho. En realidad, creo que es el mejor de cuantos hombres viven en la tierra, pero está muy atrasado en algunas cosas. Por ejemplo, Biddy, en su instrucción y en sus modales. A pesar de que, mientras hablaba, yo miraba a Biddy y de que ella abrió mucho los ojos en cuanto terminé, no me miró. - ¡Oh, sus modales! ¿Te parecen malos, entonces? - preguntó Biddy arrancando una hoja de grosella negra. - Mi querida Biddy, sus modales están muy bien para el pueblo... - Pues si están bien aquí... - interrumpió Biddy mirando con fijeza la hoja que tenía en la mano. - Óyeme bien. Pero si yo pudiese poner a Joe en una esfera superior, como espero hacerlo en cuanto entre en posesión de mis propiedades, sus modales no parecerían entonces muy buenos. - ¿Y tú crees que él sabe eso? - preguntó Biddy. Ésta era una pregunta tan provocadora (porque jamás se me había ocurrido tal cosa), que me apresuré a replicar, con acento huraño: - ¿Qué quieres decir, Biddy? Ésta, después de estrujar la hoja entre las manos, y desde entonces el aroma del grosellero negro me ha recordado siempre aquella tarde en el jardín, situado al lado de la calle -, dijo: - ¿Has tenido en cuenta que tal vez él sea orgulloso? - ¿Orgulloso? - repetí con desdeñoso énfasis. - ¡Oh, hay muchas clases de orgullo! - dijo Biddy mirándome con fijeza y meneando la cabeza -. No todo el orgullo es de la misma clase. - Bien. ¿Y por qué no continúas? - pregunté. - No es todo de la misma clase - prosiguió Biddy -. Tal vez sea demasiado orgulloso para permitir que alguien le saque del lugar que ocupa dignamente y en el cual merece el respeto general. Para decirte la verdad, creo que siente este orgullo, aunque parezca atrevimiento en mí decir tal cosa, porque sin duda tú le conoces mejor que yo. - Te aseguro, Biddy - dije -, que me sabe muy mal que pienses así. No lo esperaba. Eres envidiosa, Biddy, y además, regañona. Lo que ocurre es que estás disgustada por el mejoramiento de mi fortuna y no puedes evitar el demostrarlo. - Si piensas de este modo - replicó Biddy -, no tengo inconveniente en que lo digas. Repítelo si te parece bien. - Pues si tú quieres ser así, Biddy - dije yo en tono virtuoso y superior -, no me eches a mí la culpa. Me sabe muy mal ver estas cosas, aunque comprendo que es un lado desagradable de la naturaleza humana. Lo que quería rogarte es que aprovecharas todas las pequeñas oportunidades que se presentarán después de mi marcha para mejorar a mi querido Joe. Pero después de oírte, ya no te pido nada. No sabes lo que siento haber descubierto en ti este sentimiento, Biddy - repetí - es un lado desagradable de la naturaleza humana. - Tanto si me censuras como si me das tu aprobación - contestó la pobre Biddy -, puedes estar seguro de que siempre haré cuanto esté en mi mano. Y cualquiera que sea la opinión que te lleves de mí, eso no causará ninguna díferencia en mi recuerdo de ti. Sin embargo, un caballero no debe ser injusto - añadió Biddy volviendo la cabeza. Yo volví a repetirle, con la mayor vehemencia, que eso era un lado malo de la naturaleza humana (cuyo sentimiento, aunque aplicándolo a distinta persona, era seguramente cierto), y me alejé de Biddy en tanto que ésta se dirigía a la casa. Me fui a la puerta del jardín y di un triste paseo hasta la hora de la cena, sintiendo nuevamente que era muy triste y raro que aquella noche, la segunda de mi brillante fortuna, me pareciese tan solitaria y desagradable como la primera. Pero nuevamente la mañana hizo brillante mi esperanza, y extendí mi clemencia hacia Biddy, de modo que ambos abandonamos la discusión de aquel asunto. Habiéndome vestido con el mejor traje que tenía, me fui hacia la ciudad tan temprano como pude para encontrar las tiendas abiertas y me presenté al sastre señor Trabb, quien, en aquel - Pero mi querido y joven amigo - añadió el señor Pumblechook -, debe usted de estar hambriento y cayéndose. Siéntese. Aquí hay un pollo, una lengua y otras cosillas que espero no desdeñará usted. Pero ¿es posible? - añadió el señor Pumblechook levantándose inmediatamente, después que se hubo sentado-que ante mí tenga al mismo joven a quien siempre apoyé en los tiempos de su feliz infancia? ¿Y será posible que yo pueda...? Indudablemente se refería a su deseo de estrecharme la mano. Consentí, y él lo hizo con el mayor fervor. Luego se sentó otra vez. - Aquí hay vino - dijo el señor Pumblechook -. Bebamos para dar gracias a la fortuna, y ojalá siempre otorgue sus favores con tanto acierto. Y, sin embargo, no puedo - dijo el señor Pumblechook levantándose otra vez - ver delante de mí a una persona y beber a su salud sin... Le dije que hiciera lo que le pareciese mejor, y me estrechó nuevamente la mano. Luego vació su vaso y lo puso hacia abajo en cuanto estuvo vacío. Yo hice lo mismo, y si hubiese invertido la posición de mi propio cuerpo después de beber, el vino no podía haberse dirigido más directamente a mi cabeza. El señor Pumblechook me sirvió un muslo de pollo y la mejor tajada de la lengua, y, por otra parte, pareció no cuidarse de sí mismo. - ¡Ah, pollo, poco te figurabas - dijo el señor Pumblechook apostrofando al ave que estaba en el plato -, poco te figurabas, cuando ibas por el corral, lo que te esperaba! Poco pensaste que llegarías a servir de alimento, bajo este humilde techo, a una persona que..., tal vez sea una debilidad-añadió el señor Pumblechook poniéndose en pie otra vez -, pero ¿me permite...? Empezaba ya a ser innecesaria mi respuesta de que podía estrecharme la mano, y por eso lo hizo en seguida, y no pude averiguar cómo logró hacerlo tantas veces sin herirse con mi cuchillo. - Y en cuanto a su hermana-dijo después de comer por espacio de unos instantes -, la que tuvo el honor de criarle con biberón... La pobre es un espectáculo doloroso, y mucho más cuando se piensa que no está en situación de comprender este honor. ¿No le parece...? Vi que se disponía a estrecharme la mano otra vez, y le detuve exclamando: - Beberemos a su salud. - ¡Ah! - exclamó el señor Pumblechook apoyándose en el respaldo de la silla y penetrado de admiración -. ¡Cuánta nobleza hay en usted, caballero!-No sé a qué caballero se refería, pero, ciertamente, no era yo, aunque no había allí otra tercera persona - ¡Cuánta nobleza hay en usted! ¡Siempre afable y siempre indulgente! Tal vez -dijo el servil Pumblechook dejando sobre la mesa su vaso lleno, en su apresuramiento para ponerse en pie -, tal vez ante una persona vulgar yo parecería pesado, pero... En cuanto me hubo estrechado la mano, volvió a sentarse y bebió a la salud de mi hermana. - Estaríamos ciegos - dijo entonces - si olvidásemos el mal caracter que tenía; pero hay que confesar también que sus intenciones siempre eran buenas. Entonces empecé a observar que su rostro estaba muy encarnado, y, en cuanto a mí mismo, tenía el rostro enrojecido y me escocía. Dije al señor Pumblechook que había dado orden de que mandasen mi traje a su casa, y él se quedó estático de admiración al ver que le distinguía de tal modo. Le expliqué mis deseos de evitar los chismes y la admiración de mi pueblo, y puso en las mismas nubes mi previsión. Expresó su convicción de que nadie más que él mismo era digno de mi confianza... y me dio la mano otra vez. Luego me preguntó tiernamente si me acordaba de nuestros juegos infantiles, cuando me proponía sumas y cómo los dos convinimos en que yo entrase de aprendiz con Joe; también hizo memoria de que él siempre fue mi preferido y mi amigo más querido. Pero, aunque yo hubiese bebido diez veces el vino que había ingerido, a pesar de eso nunca me habría convencido de que sus relaciones conmigo fueron las que aseguraba; en lo más profundo de mi corazón habría rechazado indignado aquella idea. Sin embargo, me acuerdo que llegué a convencerme de que había juzgado mal a aquel hombre, que resultaba ser práctico y bondadoso. Por grados empezó a demostrarme tal confianza, que me pidió mi consejo con respecto a sus propios asuntos. Mencionó que nunca se había presentado una ocasión tan favorable como aquélla para acaparar el negocio de granos y semillas en su propio establecimiento, en caso de que se ampliase considerablemente. Lo único que necesitaba para alcanzar así una enorme fortuna era tener algo más de capital. Éstas fueron sus palabras: más capital. Y Pumblechook creía que este capital podría interesarlo en sus negocios un socio que no tendría nada que hacer más que pasear y examinar de vez en cuando los libros y visitarle dos veces al año para llevarse sus beneficios, a razón del cincuenta por ciento. Eso le parecía una excelente oportunidad para un joven animoso que tuviese bienes y que, por lo tanto, sería digna de fijar su atención. ¿Qué pensaba yo de eso? Él daba mucho valor a mis opiniones, y por eso me preguntaba acerca del particular. Yo le dije que esperase un poco. Esta respuesta le impresionó de tal manera que ya no me pidió permiso para estrecharme las manos, sino que dijo que tenía que hacerlo, y cumplió su deseo. Nos bebimos todo el vino, y el señor Pumblechook me aseguró varias veces que haría cuanto estuviese en su mano para poner a Joe a la altura conveniente (aunque yo ignoraba cuál era ésta) y que me prestaría eficaces y constantes servicios (servicios cuya naturaleza yo ignoraba). También me dio a conocer, por vez primera en mi vida y ciertamente después de haber guardado su secreto de un modo maravilloso, que siempre dijo de mí: «Este muchacho se sale de lo corriente y fíjense en que su fortuna será extraordinaria.» Dijo con lacrimosa sonrisa que recordar eso era una cosa singular, y yo convine en ello. Finalmente salí al aire libre, dándome cuenta, aunque de un modo vago, de que en la conducta del sol había algo raro, y entonces me fijé en que, sin darme cuenta, había llegado a la barrera del portazgo, sin haber tenido en cuenta para nada el camino. Me desperté al oír que me llamaba el señor Pumblechook. Estaba a alguna distancia más allá, en la calle llena de sol, y me hacía expresivos gestos para que me detuviese. Obedecí en tanto que él llegaba jadeante a mi lado. - No, mi querido amigo - dijo en cuanto hubo recobrado bastante el aliento para poder hablar -. No será así, si puedo evitarlo. Esta ocasión no puede pasar sin esta muestra de afecto por su parte. ¿Me será permitido, como viejo amigo y como persona que le desea toda suerte de dichas...? Nos estrechamos la mano por centésima vez por lo menos, y luego él ordenó, muy indignado, a un joven carretero que pasaba por mi lado que se apartase de mi camino. Me dio su bendición y se quedó agitando la mano hasta que yo hube pasado más allá de la revuelta del camino; entonces me dirigí a un campo, y antes de proseguir mi marcha hacia casa eché un sueñecito bajo unos matorrales. Pocos efectos tenía que llevarme a Londres, pues la mayor parte de los que poseía no estaban de acuerdo con mi nueva posición. Pero aquella misma tarde empecé a arreglar mi equipaje y me llevé muchas cosas, aunque estaba persuadido de que no las necesitaría al día siguiente; sin embargo, todo lo hice para dar a entender que no había un momento que perder. Así pasaron el martes, el miércoles y el jueves; el viernes por la mañana fui a casa del señor Pumblechook para ponerme el nuevo traje y hacer una visita a la señorita Havisham. El señor Pumblechook me cedió su propia habitación para que me vistiera, y entonces observé que estaba adornada con cortinas limpias y expresamente para aquel acontecimiento. El traje, como es natural, fue para mí casi un desencanto. Es probable que todo traje nuevo y muy esperado resulte, al llegar, muy por debajo de las esperanzas de quien ha de ponérselo. Pero después que me hube puesto mi traje nuevo y me estuve media hora haciendo gestos ante el pequeño espejo del señor Pumblechook, en mi inútil tentativa de verme las piernas, me pareció que me sentaba mejor. El señor Pumblechook no estaba en casa, porque se celebraba mercado en una ciudad vecina, situada a cosa de diez millas. Yo no le había dicho exactamente cuándo pensaba marcharme y no tenía ningún deseo de estrecharle otra vez la mano antes de partir. Todo marchaba como era debido, y así salí vistiendo mis nuevas galas, aunque muy avergonzado de tener que pasar por el lado del empleado de la tienda y receloso de que, en suma, mi tipo resultase algo raro, como el de Joe cuando llevaba el traje de los domingos. Dando una gran vuelta por todas las callejuelas, me dirigí a casa de la señorita Havisham y, muy molesto por los guantes que llevaba, tiré del cordón de la campana. Acudió Sara Pocket a la puerta y retrocedió al verme tan cambiado; y hasta su rostro, de color de cáscara de nuez, dejó de ser moreno para ponerse verde y amarillo. - ¿Tú? - exclamó -. ¿Tú? ¡Dios mío! ¿Qué quieres? - Me voy a Londres, señorita Pocket, y quisiera despedirme de la señorita Havisham. Como no me esperaban, me dejó encerrado en el patio mientras iba a preguntar si podia entrar. Después de pocos instantes volvió y me hizo subir, aunque sin quitarme los ojos de encima. La señorita Havisham estaba haciendo ejercicio en la habitación que contenía la gran mesa, y se apoyaba en su muleta. La estancia estaba alumbrada como en otro tiempo. A1 oírnos entrar, la señorita Havisham se detuvo y se volvió. En aquel momento estaba frente al pastel de boda. - No te vayas, Sara - dijo -. ¿Qué hay, Pip? - Mañana me voy a Londres, señorita Havisham - dije poniendo el mayor cuidado en las palabras que pronunciaba -. He pensado que usted no tendría inconveniente en que viniera a despedirme. - Tienes muy buen tipo, Pip - dijo agitando alrededor de mí su muleta, como si hubiese sido un hada madrina que, después de haberme transformado, se dispusiera a otorgarme el don final. - Me ha sobrevenido una buena fortuna desde que la vi por última vez, señorita Havisham - murmuré -. iY estoy tan agradecido por ello, señorita Havisham! - Sí, sí - dijo mirando satisfecha a la desconcertada y envidiosa Sara -. Ya he visto al señor Jaggers. Me he enterado de eso, Pip. ¿De modo que te vas mañana? - Sí, señorita Havisham. - ¿Has sido adoptado por una persona rica? - Sí, señorita Havisham. - ¿No se ha dado a conocer? - No, señorita Havisham. - ¿Y el señor Jaggers es tu tutor? - Sí, señorita Havisham. Era evidente que se deleitaba con aquellas preguntas y respuestas y que se divertía con los celos de Sara Pocket. - Muy bien - continuó -. Se te ofrece una brillante carrera. Sé bueno, merécela y sujétate a las instrucciones del señor Jaggers -. Me miró y luego contempló a Sara, en cuyo rostro se dibujó una cruel sonrisa -. Adiós, Pip. Ya sabes que has de usar siempre tu nombre. - Sí, señorita Havisham. - Adiós, Pip.
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