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Charles Dickens LAS AVENTURAS DE OLIVER TWIST, Monografías, Ensayos de Historia

No bien Oliver dio esta primera prueba de la fuerza y libertad de sus pulmones, se agitó ligeramente la remendada colcha que en picos desiguales prendía por ...

Tipo: Monografías, Ensayos

2021/2022

Subido el 10/10/2022

el.gato.lopez
el.gato.lopez 🇪🇸

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¡Descarga Charles Dickens LAS AVENTURAS DE OLIVER TWIST y más Monografías, Ensayos en PDF de Historia solo en Docsity! 1 Charles Dickens LAS AVENTURAS DE OLIVER TWIST Capítulo I Trata del lugar en que vio la luz primera Oliver Twist y de las circunstancias que concurrieron en su nacimiento Entre los edificios públicos de que se siente orgullosa una ciudad, cuyo nombre creo prudente callar por varias razones, hay uno antiguamente común a la mayor parte de las ciudades, grandes o pequeñas: el hospicio. En el hospicio nació, cierto día cuya fecha no me tomaré la molestia de consignar, sencillamente porque ninguna importancia tiene para el lector, el feliz o desdichado mortal cuyo nombre encabeza este primer capítulo de la verídica historia que vamos a narrar. Largo tiempo después de haber penetrado en este mundo de miserias y de lágrimas gracias a los cuidados del cirujano de la parroquia, dio lugar a dudas muy fundadas la cuestión de si el niño viviese lo bastante para poder llevar un nombre cualquiera. Si la importantísima cuestión se hubiera resuelto en sentido negativo, es más que probable que estas memorias no hubiese visto nunca la luz pública, y aun suponiendo que yo las hubiese escrito, no habrían abarcado más de dos páginas, y hubieran poseído el mérito inestimable de ser el ejemplar más fiel y conciso de biografía de que envanecerse pueda la literatura de todas las épocas y de todos los países. Aunque no me atreveré a sostener que el hecho de haber nacido en un hospicio es en sí el favor más grande y envidiable que la Fortuna pueda dispensar a una criatura humana, declararé, sin embargo, que en el caso presente fue lo mejor que al pobre Oliver pudo ocurrir. Es el caso que costó ímprobos trabajos conseguir que Oliver se resolviera a llenar sus funciones respiratorias, función penosa, que la costumbre ha hecho necesaria para vivir con reposo. El pobre niño permaneció durante algún tiempo dando boqueadas sobre un colchón fementido, en equilibrio inestable en este mundo y el otro, más inclinado al otro que a éste. Bien seguro es que, si en aquellos momentos críticos hubieran rodeado a Oliver cariñosas abuelas, anhelantes tías, nodrizas expertas y médicos afamados, el niño hubiese muerto a sus manos indubitable e infaliblemente en menos tiempo del que tardo en referirlo; pero como allí no había más que una pobre vieja, casi siempre borracha por efecto del abuso de la cerveza, y un cirujano que prestaba sus servicios al establecimiento por un tanto alzado, entre el niño y la naturaleza pudieron salir airosos del lance. El resultado fue que, después de algunos esfuerzos, Oliver respiró, estornudó y anunció a los habitantes del hospicio que desde aquel instante iba a pesar una carga nueva sobre la parroquia con un grito tan agudo como racionalmente podía esperarse de un recién nacido que solamente desde tres minutos antes está en posesión de la facultad de emitir sonidos. No bien Oliver dio esta primera prueba de la fuerza y libertad de sus pulmones, se agitó ligeramente la remendada colcha que en picos desiguales prendía por los lados de la cama de hierro; una joven, cuyo rostro cubrían livideces de muerte, alzó penosamente la cabeza sobre la almohada, y murmuró con voz apenas inteligible estas palabras: —¡Dejen que vea al niño y moriré contenta! El cirujano, que estaba sentado al amor de la lumbre de la chimenea calentándose las manos, se levantó al escuchar las palabras de la joven, y acercándose al lecho, dijo con 2 mayor dulzura de la que de él era de esperar: —¡Bah! ¿Quién piensa ahora en morir? —¡Oh, no! ¡Dios no lo querrá! —terció la enfermera, escondiendo presurosa una botella verde, cuyo contenido acababa de paladear con evidente fruición—. Cuando haya vivido tanto como yo, y sido, como yo, madre de trece hijos, y los haya perdido todos menos dos, que trabajan conmigo en esta santa casa, otra será su manera de pensar. ¡Piense en la dicha que supone ser madre de un corderito como éste! Parece que aquella perspectiva consoladora de felicidad maternal no debió de producir grandes resultados. La paciente, moviendo con tristeza la cabeza, tendió sus manos temblorosas hacia el niño. El cirujano lo depositó en sus brazos. La madre aplicó con ternura sus labios fríos y descoloridos a la frente del recién nacido, pasó después la mano por el rostro, tendió alrededor miradas de extravío, se estremeció convulsivamente, cayó con pesadez sobre la almohada y expiró. El cirujano y la enfermera frotaron el pecho, las manos y las sienes de aquella madre desgraciada; pero la sangre se había helado para siempre. Le hablaron de esperanza y de consuelo; pero el remedio llegaba demasiado tarde. —¡Esto concluyó, señora Thingummy! —exclamó, el cirujano al fin. —¡Pobre mujer! ¡Demasiado lo veo! —contestó la vieja, recogiendo el tapón de la botella verde que había dejado caer sobre la almohada al inclinarse para tomar al niño— ¡Pobre mujer! —Aunque el niño llore, no es menester mandarme a buscar —dijo el cirujano, calzándose los guantes con gran calma—. Es más que probable que resulte un huésped harto bullicioso; en ese caso, déle un poquito de papilla para calmarle. Dicho esto, el cirujano se puso el sombrero y, deteniéndose un momento junto a la cama en su camino hacia la puerta, añadió: —Era una muchacha hermosa; ¿de dónde venía? —Anoche la trajeron aquí —contestó la enfermera— por orden del inspector. Encontráronla tendida sin conocimiento en medio de la calle. Debía de haber recorrido a pie grandes distancias, pues sus zapatos estaban destrozados; pero nadie sabe de dónde venía ni a dónde iba. El cirujano se inclinó sobre el cadáver, alzó la mano izquierda de la muerta, y murmuró, moviendo la cabeza. —¡La historia de siempre! ¡Comprendido!... No lleva anillo de boda... ¡Buenas noches! Fue el buen cirujano a comer, mientras la enfermera, después de llevar una vez más la botella verde a sus labios, se sentó en una silla baja delante de la chimenea, y procedió a vestir al niño. ¡Cuán admirable ejemplo de la influencia del traje ofreció en aquel momento el niño Oliver! Envuelto en la colcha que hasta entonces fuera su único vestido, lo mismo podía ser hijo de un gran señor que de un mendigo. El hombre más experimentado no hubiera podido señalarle el rango que por su nacimiento debía ocupar en la sociedad; pero luego que le vistieron las mantillas de cotón burdo, amarillentas y deshilachadas a fuerza de años de servicio en el establecimiento, y le fajaron y numeraron convenientemente, el más miope lo hubiese clasificado sin vacilar: aquel niño era un expósito, un hijo de la parroquia, un huérfano del hospicio, el humilde, el mísero paria condenado a sufrir golpes y malos tratos, a vivir despreciado por todo el mundo y por nadie compadecido. 5 El señor Bumble, muy pagado de sus dotes oratorias y de su importancia, como había ya dado pruebas de las primeras y vindicado la segunda, resolvió amansarse, Y dijo: —Está bien, señora Mann. Es Posible que su falta no sea tan grave como parece. Entremos. Asuntos serios me traen aquí, y necesitamos hablar. La señora Mann introdujo al bedel en un recibimiento de reducidas dimensiones y pavimento de ladrillo, acercó presurosa una silla y, tomando oficiosamente de manos del visitante su tricornio y su bastón, los colocó encima de una mesa. El señor Bumble secó el sudor que corría por su frente, miró su sombrero, y sonrió; sí, sonrió, aunque parezca extraño, que también los bedeles son hombres, y como tales pueden sonreír como sonríe un simple mortal. —Sentiría que le ofendiera lo que voy a decirle —dijo la señora Mann, con seductora dulzura—. Ha hecho una caminata larga para que no se sienta un poquito fatigado; de no ser por esa consideración, no me atrevería a invitarle a tomar alguna cosita. —¡Nada, nada absolutamente! —contestó el señor Bumble, accionando con dignidad, bien que con placidez de rostro. —Me atrevo a abrigar la esperanza —replicó la señora Mann, a cuyos ojos perspicaces no había pasado inadvertido el tono de la negativa ni el gesto que la acompañó— que no rehusará unas gotitas mezcladas con un poco de agua fresca bien azucarada. El señor Bumble se dignó toser. —¡Si no es nada lo que le ofrezco! —insistió la señora Mann con acento persuasivo. —Veamos de que se trata —contestó el bedel. —Siempre procuro tener en casa alguna cosilla para mezclarla con el jarabe que doy a esos queridos niños en sus indisposiciones, señor Bumble —dijo la señora Mann, al tiempo que abría una alacena y sacaba de ella una botella y un vaso—. Es ginebra... No quiero engañarle a usted. —¿Y da usted jarabe y ginebra a los niños, señora Mann? —preguntó el bedel, siguiendo con los ojos la interesante operación de la mezcla. —¡Pobrecitos míos! Caro me cuesta, es verdad; pero no puedo verlos sufrir. ¡Me partiría el alma! —¡Lo creo, señora Mann, lo creo! Es usted una buena mujer —contestó el bedel, tomando el vaso—. He de aprovechar la primera oportunidad para recomendarla a la junta —añadió, levantando el vaso—. Es usted una madre cariñosa para esos pobrecitos niños, y bebo de todo corazón a su salud, señora —terminó, envasando entre pecho y espalda la mitad del contenido del vaso—. Hablemos ahora del asunto que aquí me trae —prosiguió, sacando del bolsillo una cartera de cuero—. Hoy cumple nueve años el niño a quien pusimos en el bautismo el nombre de Oliver Twist... —¡Querido niño!... —interrumpió la señora Mann, llevando a su ojo izquierdo la punta de su delantal. —Y no obstante haber sido ofrecido un premio de diez libras esterlinas, que luego se ha elevado hasta doce; no obstante los esfuerzos increíbles, estoy por decir sobrenaturales, hechos por la parroquia, no ha sido posible averiguar quién es su padre, o cuál era la naturaleza, nombre y condición de su madre. La señora Mann alzó los brazos al cielo en señal de asombro, y dijo al cabo de algunos momentos de reflexión: —¿Cómo es, pues, que ese niño tiene apellido? El bedel, irguiéndose en la silla con aire de orgullo, contestó: 6 —Lo inventé yo. —¡Usted, señor Bumble! —Yo, señora Mann. Ponemos apellidos a los niños expósitos ateniéndonos siempre a un riguroso orden alfabético. El último a quien correspondió la letra S, recibió el apellido de Swuble; a Oliver le correspondía la T, y le llamé Twist. El siguiente se llamará Unwin, y Wilkent el que le siga. Tengo apellidos preparados desde el principio hasta el final del alfabeto, y cuando llegue a la Z, volveré a comenzar. —¡Qué sabio es usted, señor! —¡Psch! ¡Un poquito, señora Mann, un poquito! —contestó el bedel, a quien agradó el cumplido. Apuró el resto de la ginebra, y prosiguió así: —En atención a que Oliver es ya demasiado crecidito para continuar aquí, la Junta ha resuelto que vuelva al asilo. He venido a buscarle en persona; así que me hará el favor de presentármelo al instante. —¡Volando! —exclamó la señora Mann saliendo de la habitación. Oliver, a quien durante este tiempo habían lavado la cara y manos, y adecentado un poco el ennegrecido traje, no tardó en ser presentado por su cariñosa protectora. —Inclínate ante este caballero, Oliver —dijo la señora Mann. El niño hizo una reverencia, que correspondió por partes iguales al bedel, sentado en la silla, y al tricornio, colocado sobre la mesa. —¿Quieres venir conmigo? —preguntó el bedel con entonación majestuosa. A punto estaba de contestar el niño que nada deseaba tanto como marcharse con quienquiera que fuese, cuando, alzando los ojos, acertó a ver una mirada de la señora Mann, la cual, puesta en pie detrás de la silla del bedel, tenía enarbolado un puño que agitaba con furia. El niño comprendió a las primeras de cambio el lenguaje mímico, no porque le hubieran enseñado esa ciencia, sino porque las relaciones de su cuerpo con aquel puño habían sido muy frecuentes y muy estrechas, y, como es natural, lo conservaba profundamente grabado en su memoria. —¿Vendrá conmigo la señora? —se apresuró a preguntar el cuitado. —No —contestó el señor Bumble—; pero te hará alguna que otra visita. Tuvo el niño criterio bastante para fingir una pesadumbre que no sentía por su marcha, aunque, a decir verdad, no vio en ella una perspectiva de felicidad completa y absoluta. Tampoco tuvo que esforzarse mucho para verter algunas lágrimas, toda vez que la paliza recientemente recibida y el hambre, son poderosos auxiliares cuando se sienten deseos de llorar. Oliver, pues, lloró con naturalidad asombrosa. Diole la señora Mann mil abrazos y algo que fue más sustancioso que los abrazos: una rebanada de pan con manteca, a fin de que no diera señales de hambre excesiva a su llegada al hospicio. Con el pedazo de pan en la mano y la gorrilla de paño pardo en la cabeza, salió el desdichado Oliver, siguiendo al señor Bumble, de aquella casa espantosa en la que nunca una palabra o una mirada cariñosa habían venido a iluminar las negruras de sus años de niñez. Esto no obstante, subieron los sollozos a su garganta cuando la puerta del jardín se cerró tras él. Por miserables que fueran los compañeros de infortunio que dejaba, eran los únicos amigos que había conocido, y la percepción de su soledad en el mundo penetró por primera vez en el tierno corazón del niño. Caminaba el señor Bumble muy deprisa, y el pobre Oliver trotaba a su lado asido con fuerza a su bocamanga galoneada. Cada cuarto de milla que recorrían le preguntaba si llegarían pronto. El señor Bumble contestaba siempre con sequedad y dureza, pues la 7 influencia bienhechora que en su carácter operara el refresco se había evaporado, y volvía a ser el estirado bedel. Un cuarto de hora apenas habría transcurrido desde que Oliver penetrara en el recinto del hospicio y no había hecho más que acabar de triturar entre sus dientes el segundo bocado de pan, cuando el señor Bumble, que al entrar le había confiado a los cuidados de una vieja, volvió para decirle que era noche de junta y que ésta le mandaba que se presentara ante ella. Como el pobre Oliver no tenía noción exacta de lo que era una junta, quedó admirado al oír la noticia y sin saber con precisión si debía reír o llorar. Verdad es que no le concedió mucho tiempo para hacer grandes reflexiones el señor Bumble, quien le dio con el bastón, un golpecito en la cabeza para indicarle que se levantase, y otro en la espalda para despertar el movimiento de sus piernas, mandándole a continuación que le siguiese y conduciéndole a una habitación blanqueada de grandes proporciones, donde se hallaban sentados alrededor de una mesa ocho o diez señores muy gruesos, presididos por otro de mayor corpulencia y de cara redonda y colorada, que ocupaba un sillón más elevado que los de los demás. —Saluda a la Junta —dijo Bumble. Secó Oliver dos o tres lágrimas que rodaban por sus mejillas, y saludó. —¿Cómo te llamas, niño? —preguntó el señor del abdomen más desarrollado. La vista de tantos caballeros intimidó a Oliver, de quien se apoderó un temblor que le privó del uso de la palabra; pero a bien que allí estaba el señor Bumble para soltarle la lengua. Aplicóle un golpe en la espalda que le hizo llorar, y el miedo a las caricias del bedel, y el miedo a los señores de la junta, fueron acicates que obligaron al niño a responder, bien que con voz temblorosa. Uno de aquellos señores, que llevaba chaleco blanco, dijo a Oliver que era un imbécil, el más excelente medio para animarle y tranquilizarle. —¡Niño! —dijo el señor del alto sillón—. Escúchame: supongo sabrás que eres huérfano. —¿Qué es eso, señor? —preguntó el infeliz Oliver. —Este chico es idiota... lo habría jurado en cuanto le vi —exclamó el del chaleco blanco. —¡Silencio! —dijo el que había hablado primero—. Sabes que no tienes padre ni madre, y que te ha criado la parroquia, ¿no es cierto? —Sí, señor —respondió Oliver llorando amargamente. —¿Por qué lloras? —preguntó admirado el del chaleco blanco. Cosa extraordinaria, en verdad; ¿por qué había de llorar el mimado de la fortuna? —Supongo que rezas todas las noches —observó otro de aquellos señores con tono gruñón—, y que ruegas por los que te alimentan y cuidan de ti, como buen cristiano que sin duda eres, ¿no? —Sí, señor —balbuceó el niño. Sin darse cuenta, el que acababa de hablar había dicho una gran verdad. Hubiera sido muy de cristiano, pero de cristiano excepcionalmente perfecto, rezar por los que alimentaban y cuidaban de Oliver. Este, sin embargo, no lo hacía, sencillamente porque nadie le había enseñado a rezar. —Muy bien —repuso el señor de cara extracolorada, el del alto sillón—. Te hemos traído aquí para que recibas una educación conveniente y aprendas un oficio útil. —Así, pues, mañana a las seis comenzarás a recoger leña —añadió el del chaleco 10 Bumble, y contésteme con claridad. ¿Significan sus palabras que pidió más después de recibir la ración señalada por el reglamento? —Sí, señor —respondió Bumble. —Ese niño morirá en la horca —dijo el miembro del chaleco blanco—. Aseguro que ese niño ha de morir ahorcado. A nadie se le ocurrió contradecir la opinión profética de aquel caballero. Sobrevino una discusión acalorada. Oliver fue recluido inmediatamente en el calabozo del establecimiento, y a la mañana siguiente, un anuncio, pegado a la puerta exterior del edificio, ofrecía cinco libras esterlinas de premio al que quisiera librar a la parroquia de la persona de Oliver Twist. Más claro: el anuncio ofrecía cinco libras, juntamente con la persona de Oliver, a todo hombre o mujer que necesitara un aprendiz para cualquier oficio, industria o empleo. —Si en mi vida he estado alguna vez convencido de una cosa, es ahora —decía el caballero del chaleco blanco al día siguiente, al llegar al hospicio y ver el anuncio pegado en su puerta. Estoy convencido, firmemente convencido, de que ese niño ha de morir ahorcado. Como quiera que en el curso de esta historia me propongo dar a conocer si se cumplió o no el vaticinio del caballero del chaleco blanco, sería despojar a esta narración de todo interés, suponiendo que alguno tenga, insinuar aquí si Oliver Twist tuvo fin tan desastroso. Capítulo III Trata de cómo Oliver estuvo a punto de obtener una colocación que no hubiera sido canonjía Los ocho días que siguieron a la comisión del horrendo e impío crimen de pedir doble ración se los pasó Oliver recluido en el calabozo oscuro y solitario donde le arrojaban la misericordia y la sabiduría de la junta Administrativa. No es preciso ser muy lince para comprender que si el niño hubiera acogido con el respeto que merecía la predicción del caballero del chaleco blanco, la hubiese dado confirmación plena, de una vez y para siempre, sin más que atar una de las puntas de su pañuelo a una escarpia de la pared, y colgarse él de la otra. Tropezaba, empero, este proyecto con un obstáculo, y es que, siendo los pañuelos de bolsillo objetos de lujo, la junta, en virtud de una orden firmada, revisada y sellada por todos los que la componían, había dispuesto, terminantemente y para siempre, que jamás pañuelo de bolsillo trabase relaciones con nariz de pobre. Existía también otro obstáculo, de mayor importancia todavía que el explicado: la tierna edad de Oliver. Dejó, pues, al tiempo el cargo de dar o no cumplimiento a la profecía, y se contentó con llorar amargamente un día y otro día. Cuando llegaban las interminables y tristes horas de la noche, cubríase los ojos con las manos a fin de no ver las tinieblas, y agazapándose en un rincón, procuraba conciliar el sueño. Con frecuencia despertaba sobresaltado y tiritando de frío, y se pegaba a la helada y dura pared del calabozo, como buscando en ella protección contra las tinieblas y soledad en que yacía. Se engañarían grandemente los enemigos del «Sistema» si supieran que durante su cautiverio fueran negados a Oliver el placer del ejercicio, las ventajas de la sociedad ni las dulzuras de los consuelos religiosos. En cuanto a lo primero, como el tiempo era hermoso y frío, se daba permiso al niño para que todas las mañanas hiciera sus abluciones al aire libre, 11 colocándose bajo el chorro de una fuente que en el centro del patio había. ¿Que corría peligro de acatarrarse o de contraer una pulmonía? ¡Error! El señor Bumble, ante cuyos ojos tenía lugar la operación, se encargaba de evitar enfriamientos y de acelerar la circulación de la sangre propinando al muchacho frecuentes bastonazos. En cuanto a los encantos de la sociedad, todos los días le conducían al refectorio donde comían los niños, y le administraban una buena azotaina para que sirviera de saludable ejemplo y fuera edificación de los demás. Por lo que respecta a los consuelos religiosos, todas las noches se le hacía entrar a puntapiés en la sala, llegada la hora de rezar, y se le permitía escuchar, para consuelo de su alma, la oración de sus compañeros, a la que la junta había añadido una cláusula especial, que recomendaba la virtud, la docilidad y la obediencia, para librarse de los pecados y vicios de Oliver Twist, a quien la plegaria colocaba bajo la protección y amparo de los espíritus de las Tinieblas, y de quien decía que era horrenda muestra de los productos fabricados por el mismo Satanás. Una mañana, mientras los asuntos de Oliver Twist tomaban un curso tan poco favorable y ventajoso, aconteció que un tal Gamfield, deshollinador de oficio, pasó por la calle poniendo en tortura su imaginación para excogitar un medio que le permitiera pagar varios alquileres vencidos, por los cuales le estrechaba en extremo el casero. Muchas cuentas hizo el buen Gamfield; muchos cálculos; mas no le fue posible reunir, ni mentalmente siquiera, la suma de cinco libras esterlinas a que ascendían los alquileres. Presa de desesperación aritmética se golpeaba la frente y aporreaba alternativamente al burro cuando, al cruzar frente a la puerta del hospicio, sus ojos tropezaron con el anuncio pegado a aquélla. —¡So...! ¡So-o-o! —dijo Gamfield a su jumento. El borrico, muy distraído a la sazón, pues probablemente se preguntaba si le regalarían con dos o tres tronchos de berza luego que hubiera llevado a su destino los dos sacos de sebo cargados en el carretón que arrastraba, sin hacer caso de la indicación de su amo, continuó su camino. Gamfield lanzó a su burro una maldición de las más mal sonantes y, corriendo tras él, propinóle en la cabeza un golpe bastante fuerte para romper cualquier cráneo que el de un burro no fuera; agarró a continuación las riendas, aplicó otro porrazo a las quijadas del cuadrúpedo como para recordarle que no era dueño de sus actos, lo obligó a permanecer quieto, por vía de despedida le sacudió un segundo estacazo en la cabeza, a fin de que permaneciera tranquilo hasta su vuelta, y encaramándose en lo alto de la verja, leyó el anuncio pegado en la puerta del hospicio. Estaba a la sazón a la puerta con las manos a la espalda el señor del chaleco blanco, tranquila la conciencia y libre su pecho del peso de los sentimientos humanitarios que vertiera en la junta. La pequeña disputa habida entre Gamfield y su burro, de que acababa de ser testigo, y el acto del hombre al acercarse a leer el anuncio, arrancáronle una sonrisa de satisfacción, pues desde el primer momento comprendió que Gamfield era el amo que Oliver necesitaba. También sonreía Gamfield a medida que recorría los renglones del anuncio, pues cinco libras era justamente la cantidad cuya falta tan apurado le traía, y en cuanto al chico de quien habría de encargarse, estando, como estaba, al tanto del régimen alimenticio del hospicio, bien se le alcanzaba que sería un ejemplar de cuerpo sutil, el más a propósito para meterse por el cañón de una estufa. Tornó a deletrear el anuncio de principio al fin, y luego, llevando respetuosamente la diestra al gorro de piel que cubría su cabeza, se acercó al caballero del chaleco blanco. —¿Hay aquí un muchacho, señor, a quien la parroquia desea colocar de aprendiz? 12 —preguntó Gamfield. —Sí, buen hombre —contestó el del chaleco blanco, sonriendo con expresión benévola—. ¿Por qué lo pregunta usted? —Porque si la parroquia desea que aprenda un oficio útil y agradable, el de deshollinador, por ejemplo, yo, que necesito un aprendiz, me encargaré de enseñárselo —dijo Gamfield. —Entre usted —contestó el caballero del chaleco blanco. Gamfield, no sin propinar antes a su borrico un estacazo en la cabeza y una puñada en las quijadas, a guisa de suave aviso para que no tuviera el capricho de largarse durante su ausencia, siguió al del chaleco blanco a la sala donde Oliver había tenido el placer de verle por primera vez. —El oficio es muy sucio —observó el señor Limbkins, luego que Gamfield hubo reiterado su pretensión. —Se han dado casos en que han perecido niños en las chimeneas, ahogados por el humo —terció otro caballero de la junta. —Eso ocurría cuando, para hacerlos bajar, mojaban la paja antes de prenderle fuego —replicó Gamfield—. La paja, en esas condiciones, produce mucho humo y ninguna llama, y se ha demostrado que el humo es la carabina de Ambrosio para nuestro objeto, pues no hace más que dormir al niño, que es precisamente lo que ellos desean. Los chicos son muy tercos, caballeros, muy holgazanes, y para obligarlos a bajar volando no hay remedio mejor que encender una buena llama. El remedio, señores, a la par que eficaz, es humanitario, pues por apurado que el niño se encuentre dentro del cañón de la chimenea, en cuanto siente que le tuestan las plantas de los pies, se desembaraza de todas las dificultades. Esta explicación pareció divertir en extremo al señor del chaleco blanco, pero una mirada severa de Limbkins vino a verter un jarro de agua fría sobre su alegría. La junta procedió a deliberar por espacio de algunos minutos, pero con voz tan baja, que sólo de tanto en tanto se oían frases, parecidas a las siguientes: «Reducción de gastos...» «Economías...» «Hacer publicar un informe impreso» No fue la casualidad la que motivó que se oyeran esas frases y no otras, sino la circunstancia de que fueran repetidas con mucha frecuencia y con énfasis extraordinario. Cesaron al fin los cuchicheos; y vueltos los miembros de la junta a sus respectivos sillones, el señor Limbkins dijo: —Examinada su pretensión, hemos acordado no acceder a ella. —La rechazamos en absoluto —añadió el del chaleco blanco. —Decididamente y por unanimidad —dijeron otros. Daba la pícara casualidad que el buen Gamfield había tenido la desgracia de que murieran en un lapso muy breve de tiempo tres o cuatro aprendices suyos, y como sabía que malas lenguas afirmaban que aquellas desgraciadas muertes habían sido consecuencia de otras tantas palizas propinadas por él, asaltóle la sospecha de que la junta, inspirándose en hablillas calumniosas, pudiera recelar que en la mayor o menor duración de la vida de sus aprendices influyera el sistema educativo con aquéllos empleado. No acertaba a comprender que los administradores del establecimiento rechazasen su pretensión; pero hombre de temperamento dulce, poco dispuesto a reñir una batalla contra la voz pública hasta consentir que fueran rectificadas las especies calumniosas a las que me he referido, alejóse lentamente y dando vueltas entre las manos a su gorra de pieles, y al llegar al umbral de la puerta preguntó: —¿Conque no quieren cedérmelo, señores? 15 —Cuando hago una promesa, la cumplo —contestó Gamfield, saliéndose por la tangente. —Habla usted con cierto tono de brusquedad, amigo mío, pero tiene aspecto de hombre honrado y franco —observó el anciano, dirigiendo sus anteojos al candidato al premio que acompañaba a la persona de Oliver. La justicia me obliga a decir que su rostro de villano reflejaba fuerte dosis de crueldad; pero el magistrado estaba casi ciego y del todo chocho, circunstancias ambas que le impedían distinguir lo que saltaba a la vista de todos los demás. —Tengo la presunción de creer lo que soy —contestó Gamfield, con sonrisa lúgubre. —Y yo no dudo que lo es —dijo el magistrado, afianzando las gafas sobre la nariz y buscando el tintero. En aquel momento crítico se decidía la suerte futura de Oliver. Si hubiera estado el tintero en el sitio en que creyó el anciano que estaría, éste hubiese mojado la pluma y firmado el acta que ponía al pobre muchacho en manos del deshollinador; pero quiso el destino que el tintero se hallase precisamente debajo de sus narices mientras el magistrado lo buscaba por todas partes sin verlo; quiso también el destino que en el curso de aquellas pesquisas alzase el buen anciano los ojos, y que éstos repararan en el semblante pálido y desencajado de Oliver Twist, quien, a pesar de las miradas tremebundas y de los dolorosos pellizcos de Bumble, contemplaba la cara repulsiva de su futuro amo con expresión de horror y de espanto harto visibles para que dejara de notarla hasta aquel magistrado medio ciego. Quedó suspenso el caballero, y, dejando la pluma sobre la mesa, miró con fijeza a Limbkins, quien intentó disimular su turbación apelando a su cajita de rapé. —¡Hijo mío! —exclamó el magistrado, inclinándose sobre la mesa. Estremecióse Oliver al escuchar aquellas dos palabras. Harta disculpa merece su conducta, pues le fueron pronunciadas con acento de dulzura, y los sonidos desconocidos asustan siempre. El niño, temblando de pies a cabeza, rompió a llorar. —¡Hijo mío! —repitió el magistrado—. Te veo pálido y como alarmado; ¿por qué? —Sepárese usted del niño, bedel —dijo el otro magistrado, dejando el periódico y mirando con interés a Oliver—. Veamos, hijo mío —repuso— ¿qué te pasa? ¿Por qué tienes miedo? Oliver no pudo resistir más. Cayendo de rodillas, y juntando las manos en actitud suplicante, rogó a los magistrados que dispusieran que fuera encerrado de nuevo en el calabozo obscuro, donde se resignaría que le hicieran perecer de hambre, que le pegaran y azotaran, a que le mataran de una vez, siempre que no le pusieran en manos de aquel hombre que le horrorizaba. —¡Bien! —exclamó Bumble, alzando los ojos y las manos al cielo con expresión de gran majestad—. ¡Muy bien, Oliver! ¡Embusteros astutos y cínicos he visto en el mundo; pero jamás vi ejemplar tan archirrequetedescarado como tú! —¡Cállese usted, bedel! —exclamó el segundo magistrado, luego que Bumble profirió el calificativo triplemente compuesto. —Ruego a Su Señoría que me perdone —dijo Bumble, como no dando crédito a sus oídos—. ¿Es a mí a quien se dirige Vuestra Señoría? —Sí. ¡Cállese usted! La estupefacción dejó atortolado a Bumble. Imponer silencio a un bedel era cosa inaudita; una revolución moral. 16 Los dos magistrados cruzaron entre sí una mirada de inteligencia y a continuación, el de las gafas de concha, dejando el pergamino que en la mano tenía, dijo: —Negamos nuestra sanción al acta. —Espero —observó el señor Limbkins— que el testimonio sin pruebas ni valor de un niño no influirá en el ánimo de los señores magistrados en el sentido de hacerles formar opinión de que las autoridades del hospicio se han conducido mal. —No somos los magistrados llamados a pronunciar la opinión que el asunto nos merezca —contestó con severidad el anciano del periódico—. Lleven nuevamente al niño al asilo, y trátenle bien y con dulzura, que me parece que harto lo necesita. Aquella misma tarde aseguraba el señor del chaleco blanco, de la manera más rotunda y categórica, no sólo que Oliver moriría ahorcado, sino también que su cuerpo, previamente descuartizado, adornaría los postes colocados para el objeto en los márgenes de los caminos reales. Bumble, encogiéndose de hombros con expresión sombría y misteriosa, dijo que sus deseos eran que el chico se enmendara y tuviera un buen fin, a lo que replicó el señor Gamfield que hubiera deseado llevarse al muchacho. Al día siguiente se hizo saber que Oliver Twist pasaba de nuevo a la condición de alquilable, y que sería entregado, juntamente con la prima de cinco libras esterlinas, a quien de él quisiera hacerse cargo. Capítulo IV Cómo Oliver consigue otra colocación que le introduce en el mundo Las grandes familias, cuando no pueden proporcionar a un hijo ya crecido una colocación ventajosa, sea a título posesorio o en virtud de derecho de sucesión, bien adjudicándole parte de los bienes patrimoniales, bien señalándole una renta, generalmente lo envían a la marina. El Consejo de Administración del hospicio, inspirándose en ejemplo tan saludable, deliberó sobre la conveniencia de embarcar cuanto antes a Oliver en cualquier buque mercante de poco porte que se hiciera a la vela para cualquier puerto insalubre, partido el más acertado que podían tomar, toda vez que era lo más probable que el capitán del mismo distrajera sus ocios zurrándole hasta matarle, o bien por vía de pasatiempo le rompieran la cabeza con una barra de hierro, recreos ambos muy del agrado de la gente de mar, según es público y notorio. Cuanto con mayor atención estudiaba el Consejo el asunto, desde el punto de vista indicado, mayores ventajas le encontraba, y al fin se acordó que el medio más acertado, el único, de asegurar de una vez el porvenir de Oliver, era embarcarlo sin dilación. Comisionaron al señor Bumble para que practicara algunas diligencias preliminares encaminadas a encontrar un capitán cualquiera que necesitara para paje de escoba a un muchacho que estuviera solo en el mundo. El buen bedel, cumplido su cometido, volvía al hospicio para dar cuenta a la Junta del resultado de su misión, cuando tropezó en la puerta con el empresario de pompas fúnebres de la parroquia, el señor Sowerberry en persona. Era el señor Sowerberry un hombre alto y delgado, embutido en un traje negro muy raído, que completaban unas medias remendadas del mismo color que el traje y unos zapatos en armonía con el resto de la indumentaria. No ofrecía un semblante risueño por obra y gracia de la naturaleza; pero, esto, no obstante, era dado a la jocosidad y alegría. Al ver a Bumble, avivó el paso y le tendió cordialmente la diestra. —Vengo de tomar las medidas de dos mujeres que emprendieron el viaje la noche pasada, señor Bumble —dijo el funerario. 17 —Usted hará fortuna, señor Sowerberry —contestó el bedel, metiendo el pulgar y el índice en la cajita de rapé del funerario, cajita que era reproducción en pequeño de un féretro de la invención de su propietario, convenientemente patentado—. Le digo que se hará rico —repitió el bedel, dándole con su bastón un golpecito amistoso en la espalda. —¿Lo cree usted así? —preguntó el funerario, con tono que medio admitía medio ponía en duda la exactitud del pronóstico—. Los precios señalados por la Administración del hospicio son excesivamente pequeños, señor Bumble. —También lo son sus ataúdes, señor Sowerberry —replicó el bedel dando a sus palabras la migajita de tonillo zumbón compatible con la dignidad de un funcionario de su importancia. El señor Sowerberry, a quien encantó, como no podía menos, la agudeza, rompió a reír a carcajadas, que se prolongaron durante largo rato. —Le diré a usted, señor Bumble —contestó, cuando la hilaridad le permitió articular palabra—, que no puede negarse que, desde que implantaron el nuevo sistema alimenticio, los ataúdes son más estrechos y menos profundos de lo que solían ser; pero justo es que el que trabaja obtenga algún beneficio; la madera seca cuesta cara, y las abrazaderas de hierro vienen de Birmingham por el Canal. —¡Bien, bien! —exclamó Bumble—. No hay oficio que no tenga sus inconvenientes, y como compensación, justo es que dejen buenos rendimientos cuando salen bien. —¡Y que lo diga usted! Poco gano en cada artículo en particular; pero saco mis bonitas ganancias del conjunto; ¿no le parece a usted que nada más natural? —Claro que sí. —Debo decir, no obstante —repuso el funerario, reanudando el hilo de la conversación que el bedel había interrumpido—, que he de luchar contra una desventaja de consideración, y es, que los más robustos, son los primeros que estiran la pata. Quiero decir, que precisamente los que gozan de salud más perfecta, los que han vivido vida regalada y pagando contribuciones muchos años, son los que primero mueren en cuanto entran en el establecimiento. Comprenderá usted, señor Bumble, que tres o cuatro pulgadas de exceso sobre los cálculos hechos, representan en los beneficios una merma de importancia, sobre todo, cuando uno tiene una familia a la que mantener. Como Sowerberry dijera estas palabras con el acento indignado propio de quien tiene motivos sobrados para quejarse, y Bumble le viera en camino de hacer reflexiones que dejaran malparado el honor de la parroquia, creyó oportuno variar de conversación. Oliver Twist, cuya persona llenaba por completo su mente, le deparó un tema nuevo. —¡A propósito! —dijo—. ¿Conoce usted por casualidad a alguien que necesite un aprendiz? Se trata de un muchacho que pesa enormemente... más todavía; que es un dogal ajustado a la garganta de la parroquia. Condiciones ventajosísimas, señor Sowerberry, ventajosísimas. Mientras hablaba, Bumble llevó la contera del bastón al anuncio que ya conocemos, y dio tres golpecitos sobre las sugestivas palabras, «cinco libras esterlinas» impresas con letras mayúsculas de tamaño gigantesco. —¡Que Dios me asista si no era ése precisamente el asunto de que deseaba hablarle! —exclamó el funerario, cogiendo a Bumble por la solapa galoneada de su levita—. Usted sabe... ¡pero qué hermosos botones luce usted, señor Bumble! ¡No me había fijado hasta este instante en ellos! —Sí... no están del todo mal —contestó el bedel, contemplando con orgullo los 20 lastimoso de Oliver; tres o cuatro veces tosió con estrépito; y al fin, murmurando entre dientes algunas palabras acerca de aquella «importuna tos», mandó a Oliver que se enjugase las lágrimas y que fuera buen chico. Seguidamente volvió a tomarle de la mano y siguió su camino en silencio. Acababa el fabricante de ataúdes de cerrar la tienda y se disponía a hacer algunos asientos en su libro diario a la luz de una mala vela, cuando se presentó Bumble. —¡Ah! —exclamó alzando la cabeza y soltando la pluma, sin importarle dejar incompleta la palabra que estaba escribiendo—. ¿Es usted, señor Bumble? —El mismo, señor Sowerberry —contestó el bedel—. Le traigo al muchacho. Oliver hizo una reverencia. —¡Ah! ¿Este es el muchacho? —preguntó el funerario, acercando la vela a la cara de Oliver para examinarle mejor—. ¡Ven un momento, querida, hazme el favor! De un cuartito pequeño de la trastienda salió la señora del funerario a la que iban dirigidas las últimas palabras de aquél. Era una mujer alta y enjuta, de cara de arpía. —Querida mía —dijo con deferencia exquisita el funerario—, te presento al muchacho del hospicio de quien te he hablado. Oliver se inclinó de nuevo. —¡Cielo santo, y qué flaco está! —exclamó la mujer. —No es muy robusto, en efecto —contestó Bumble, dirigiendo al niño una mirada torva, como haciéndole responsable de no estar más gordo—. Pero él engordará... él engordará. —No lo dudo —replicó con petulancia la mujer—; pero será gracias a nuestra comida y bebida. ¿Qué ventajas reportan estos niños del hospicio? Ninguna. Gastan más de lo que valen. Yo creo que se les debería dejar abandonados; pero, en fin, hay que pasar por lo que quieren los hombres, empeñados en sostener que saben del mundo más que nosotras... ¡Vaya! ¡Vete abajo, saquito de huesos! Diciendo y haciendo, abrió una puerta y empujó a Oliver por una escalera al pie de la cual había un sótano reducido, obscuro y húmedo especie de antesala de la carbonera y llamado pomposamente «la cocina», donde había una muchacha sucia y astrosa, descalza y ostentando unas medias azules llenas de zurcidos y agujeros. —Mira, Carlota —dijo la mujer del funerario, que había seguido a Oliver—; da a este muchacho los restos que se dejaron para Trip. No se le ha visto desde esta mañana, y muy bien podrá pasarse sin ellos. Supongo que no te vendrán mal, ¿eh? Oliver, cuyos ojos lanzaron destellos de alegría al oír hablar de comida, y que temblaba de ansiedad a la idea sola de trasladarla a su desfallecido estómago, contestó, como es natural, que no, y entonces le pusieron delante un plato de nauseabundas sobras. ¡Ojalá uno de esos filósofos orondos y bien alimentados, uno de esos filósofos de sangre de hielo y de corazón de diamante, cuyos estómagos transforman en bilis y en hiel la carne y el vino que ingieren, hubiera visto a Oliver cuando se arrojó sobre aquellos restos que el perro había desdeñado! ¡Ojalá hubiese tenido ocasión de contemplar la horrible avidez, la ferocidad canina con que los devoró! ¡Deseara yo muy de veras proporcionar ese espectáculo al filósofo, aunque a decir verdad, hubiese preferido otra cosa: hubiese preferido ver al filósofo devorando aquellas piltrafas asquerosas, y devorándolas con la furia misma con que las devoraba el desventurado huérfano! —¡Vaya! —exclamó la mujer del funerario, luego que Oliver hubo dado fin a la comida, operación que contempló aquélla con horror silencioso y haciendo presagios espantosos sobre tan descomunal apetito—. ¿Acabaste? 21 Como Oliver no vio al alcance de sus dientes nada comestible, contestó afirmativamente. —Pues ven conmigo —dijo la mujer, tomando un farol sucio y ahumado y echando a andar escalera arriba—. Tu cama está debajo del mostrador. Supongo que no te importará dormir rodeado de ataúdes, ¿eh? Lo sentiría, pues te importe o no, entre ellos has de dormir. ¡Deprisa, deprisa! ¡No me tengas aquí toda la noche! Oliver siguió con gran docilidad a su nueva ama. Capítulo V Contrae Oliver nuevas relaciones. La primera vez que asiste a un entierro, forma opinión favorable del oficio de su amo Solo Oliver en la tienda de su amo, dejó el farol sobre un banco de trabajo y tendió en torno suyo miradas de terror, que comprenderán sin esfuerzo muchas personas de bastante más edad que el infeliz huérfano. Una caja mortuoria sin, concluir, colocada en el centro de la tienda sobre unos banquillos negros, ofrecía aspecto tan lúgubre, que el pobre niño temblaba de miedo cada vez que su mirada dilatada por el espanto se dirigía hacia el pavoroso objeto, pues esperaba en todo momento ver que algún espectro horrible alzaba lentamente la cabeza para enloquecerle de terror. Larga fila de tablas de olmo, todas de la misma medida, flanqueaban la pared, semejando, a la luz incierta del farol, otros tantos fantasmas de anchas espaldas con las manos metidas en los bolsillos de sus calzones. Planchas brillantes de metal, astillas del olmo, clavos de cabeza dorada y pedazos de paño negro cubrían el suelo en horrible confusión. Si Oliver separaba sus miradas de los fantasmas de anchas espaldas y las dirigía al testero de la tienda, se encontraba con un cuadro que presentaba en primer término dos esqueletos envueltos en rígidos sudarios estacionados a uno y otro lado de la puerta de una casa, y en el fondo, una carroza fúnebre tirada por cuatro caballos, negros como la noche, que se iban acercando a aquélla. La atmósfera de la tienda, cálida y enrarecida, parecía saturada de olor a féretros y el sitio en que Oliver estaba tendido debajo del mostrador tenía todas las apariencias de una fosa. Y no era sólo este espectáculo, con ser tan lúgubre, lo que impresionaba y deprimía a Oliver. Encontrábase solo en lugar extraño, y es natural que su terror llegase a lo inconcebible, pues a cualquiera de nosotros, aun a los que por más valientes nos tengamos, nos sucedería otro tanto si en situación análoga nos encontráramos. Carecía de amigos que se interesaran por él, o por quienes él pudiera interesarse; no tenía que llorar la ausencia de una persona amada, la muerte de un ser querido ni en su corazón pesaba como losa de plomo el recuerdo de un rostro adorado; pero esto no obstante, gemía su corazón; su tristeza era infinita. Al revolverse en su estrecha cama, hubiera deseado que ésta fuera un ataúd, y que le dejaran dormir tranquilo el sueño eterno de la muerte en el cementerio, a la sombra de la lozana hierba que creciera sobre su cuerpo, arrullado por el doblar grave y fúnebre de las campanas. A la mañana siguiente le despertó el ruido de una patada descargada con furia contra la puerta de la tienda, patada veinte veces repetida con cólera durante el breve tiempo que invirtió en vestirse, y cuenta que lo hizo más que deprisa. Mientras corría los cerrojos, cesaron las patadas y gritó el propietario sin duda, de las extremidades que acocearon la puerta: —¿Abrirás de una vez? —¡Corriendo, señor! —respondió Oliver, dando una vuelta a la llave. 22 —Supongo que serás el nuevo aprendiz, ¿no? —preguntó la misma voz por el ojo de la llave. —Sí, señor —contestó Oliver. —¿Cuántos años tienes? —Diez, señor. —Entonces, prepárate a recibir una tanda de palos en cuanto entre. Yo te enseñaré, miserable galopín, a tenerme siglos enteros esperando a la puerta. Anunciados unos propósitos tan halagüeños, el de la voz comenzó a silbar. Había experimentado Oliver demasiadas veces los efectos del cumplimiento de promesas análogas a la que acababan de hacerle; para que se le ocurriera dudar, ni por un momento, que el propietario de la voz, quienquiera que fuese, haría honor a la palabra empeñada. Acabó, pues, de descorrer los cerrojos con mano trémula, y abrió la puerta. A nadie vio. Dirigió temerosas miradas a derecha e izquierda, creyendo que el desconocido que le dirigiera la palabra por el ojo de la llave estaría paseando para entrar calor, y como no viera a nadie que a un muchachote de la Casa de Caridad, que sentado sobre un guardacantón frente a la casa comía con avidez una rebanada de pan con manteca, que dividía en trozos tamaño de su boca con una navaja a él se dirigió diciendo: —Perdone usted, señor; ¿es usted el que llamaba? —Yo soy el que daba patadas —respondió el interrogado. —¿Necesita algún ataúd? —preguntó con ingenuidad Oliver. El muchachote de la Casa de Caridad se puso hecho una furia. —¡Tú vas a necesitarlo muy pronto —contestó— si tienes el atrevimiento de gastar bromas semejante con tus superiores! ¿No sabes quién soy, miserable expósito? —gritó el energúmeno, descendiendo del guardacantón con edificante gravedad. —No, señor —contestó Oliver—. Soy el señor Noé Claypole, tú eres mi subordinado. ¡Abre las puertas, sinvergüenza! El señor Claypole apoyó su orden con una patada administrada a Oliver, y entró en la tienda con aire de dignidad poco en armonía con su grosera catadura, pues, en realidad la prosopopeya y aire de dignidad ha de contrastar por necesidad con un individuo de cabeza inmensa, ojos pequeños, nariz aplastada, boca semejante y extenso desgarrón y fisonomía brutal y grosera, y con doble motivo, si a tantos atractivos físicos se une una nariz colorada y una tez amarilla. Oliver, después de abrir las puertas, y de romper un cristal al intentar trasladar la primera al pequeño patio en que se guardaban durante el día, fue cariñosamente ayudado por Noé, quien condescendió hasta el extremo de auxiliarlo, no sin consolarle con la seguridad de que lo pagaría. Poco después bajó el funerario y algunos segundos más tarde la mujer de éste. Oliver, luego que pagó su torpeza, sin duda para que no quedara incumplida la predicción de Noé, bajó, siguiendo a este último, a la cocina, donde les esperaba el almuerzo. —Acércate a la lumbre, Noé —dijo Carlota—. Del almuerzo de tu amo, he separado para ti un pedazo de tocino. Tú, Oliver, cierra esa puerta y engúllete esos mendrugos que he dejado encima de la panera. Ahí tienes el té: vete al rincón y despacha cuanto antes, pues tienes que ir pronto a la tienda. ¿Entiendes? —¿Has oído, zopenco? —dijo Noé. —¡No te ensañes con él, Noé! —dijo Carlota—. ¡Qué mal corazón tienes, muchacho! ¿Por qué no le dejas en paz? —¡Dejarle! —repitió Noé—. ¡Dejado y bien dejado le tiene todo el mundo! No 25 de carbón... que por añadidura se le da gratis... y la devuelve diciendo que no la tomará la enferma! Con tal fuerza hirió la imaginación de Bumble la enormidad de conducta tan desatentada, que, rojo de cólera, descargó un bastonazo terrible sobre el mostrador. —¡Oh! exclamó el funerario. —La verdad es que... nunca en mi vida... —¡No, nunca! —barbotó el bedel—. ¡No usted; nadie ha visto en su vida ejemplo tan monstruoso de ingratitud; pero, en fin, muerta está esa mujer, y no hay más remedio que enterrarla. Aquí tiene usted las señas de la casa; cuanto antes despachemos, mejor. Ciego de ira el señor Bumble, se caló el tricornio del revés y salió del establecimiento como un torbellino. —¡Demonio! —exclamó el funerario—. Tan furioso está, Oliver, que ni se acordó de preguntar por ti. —Es cierto, señor —contestó el huérfano, quien había tenido buen cuidado de hacerse todo lo menos visible durante la conferencia, y que temblaba de miedo sólo con recordar la voz del bedel. En realidad, pudo el muchacho dispensarse de la molestia de esquivar la presencia de Bumble, pues éste, en quien la predicción del caballero del chaleco blanco había producido intensa impresión, pensó que, toda vez que el empresario de pompas fúnebres había tomado a Oliver a prueba, lo mejor era no mencionar siquiera el asunto del muchacho hasta que éste quedase escriturado por tiempo de siete años, en cuyo caso desaparecía el peligro de que nunca más volviera a la parroquia, de cuya dependencia quedaba por siempre separado. —¡Vaya! —exclamó el funerario tomando el sombrero—. Cuanto antes terminemos, mejor. Noé, cuida de la tienda; y tú, Oliver, ponte la gorra y sígueme. El muchacho obedeció sin despegar los labios la orden de su amo. Anduvieron durante algún tiempo por el barrio más populoso de la ciudad y bajando luego por una callejuela más sucia y miserable que ninguna de las que hasta entonces tuvieron ocasión de recorrer, hicieron alto para buscar la casa objeto de sus pesquisas. A uno y otro lado de la calle eran las casas altas y de grandes proporciones, pero viejísimas y destartaladas, habitadas por gente de la clase más pobre, hecho que desde luego saltaba a la vista aun cuando no hubiera venido a confirmarlo la presencia de las personas escuálidas que por allí cruzaban doblados los cuerpos y con paso vacilante. La mayor parte de los edificios tenían huecos para tiendas en las plantas bajas; pero casi todas estaban cerradas y en estado ruinoso, no presentando señales de estar habitadas más que las habitaciones de los pisos altos. Gruesas vigas sólidamente sujetas al suelo y apuntalando los muros intentaban oponerse a la acción de los años en muchas casas que amenazaban venirse abajo, siendo de notar que hasta aquellas que no presentaban más que paredes cuarteadas habían sido escogidas por los vagabundos para asilo nocturno, como lo demostraba el hecho de que muchas de las tablas toscas que hacían en ellas el oficio de puertas o ventanas, ofrecían portillos para dar paso a un cuerpo humano. Corría por el arroyo un agua sucia y corrompida, y hasta las ratas, que se alimentaban de las basuras y podredumbres, tenían aspecto de nauseabundos esqueletos. La puerta, abierta de par en par, frente a la cual se detuvieron el funerario y Oliver, no tenía aldabón ni campanilla, en vista de lo cual, Sowerbery, deslizándose a tientas por un corredor obscuro, e indicando a Oliver que le siguiese sin miedo, subió la escalera hasta llegar al primer piso, en una de cuyas puertas llamó con los nudillos. Una jovencita de trece a catorce años abrió sin tardanza. El funerario, 26 comprendiendo por el aspecto de la habitación que era allí donde hacían falta sus servicios, entró resueltamente, acompañado de Oliver. No había lumbre en la estancia, no obstante lo cual, un hombre aparecía recostado automáticamente contra la chimenea apagada. A su lado había una anciana sentada en un banquillo tosco, y en un rincón, unos niños macilentos y cubiertos de harapos. En otro rincón, frente a la puerta, yacía sobre el frío suelo un bulto tapado con una manta raída. Oliver se estremeció al mirar hacia aquel sitio y se estrechó contra su amo, adivinando que bajo la manta había un cadáver. Densa palidez cubría la chupada cara del hombre; grises eran sus cabellos y barba y sus ojos estaban inyectados en sangre. Profundas arrugas surcaban en todos sentidos la cara de la mujer, por bajo de cuyo labio superior asomaban los dos dientes únicos que le quedaban. Sus ojos eran pequeños y de mirada penetrante. No osaba Oliver volver los ojos hacia ninguno de aquellos dos seres, que le recordaban las ratas repugnantes que fuera había visto. —¡Que nadie la toque! —aulló el hombre, al ver que Sowerberry se acercaba al cadáver—. ¡Atrás! —¡Atrás, digo, si en algo estiman sus vida! —¡Déjese de tonterías, buen hombre! —dijo Sowerberry, muy acostumbrado a ver la miseria bajo todas sus formas—. La vida es así amigo mío. —Repito —gritó el hombre, agitando los puños y pateando con furia, que no se la enterrará, que no la llevarán a la fosa, donde no podría dormir y los gusanos la martirizarían... sin provecho, pues sólo huesos habrían de encontrar. No contestó el funerario a aquel hombre delirante. Sacó una cinta del bolsillo, y se arrodilló un momento, junto al cadáver. —¡Ah! —exclamó el que más loco que cuerdo parecía, prorrumpiendo en sollozos y cayendo de rodillas a los pies de la difunta—. ¡De rodillas todo el mundo, de rodillas, y escuchadme! Digo que esta infeliz ha muerto de hambre. No sabía yo que estuviera tan enferma hasta que de ella se apoderó la fiebre, pero entonces, ya sus huesos horadaban su piel. Carecíamos de lumbre, carecíamos de luz y ha muerto en las tinieblas... ¡Sí! ¡En las tinieblas! ¡No le fue dado ver los rostros de, sus hijos, aunque todos oíamos cómo los llamaba en sus momentos postreros! ¡Pedí para ella en las calles, y por toda limosna, me enviaron a la cárcel! Cuando volví, la encontré moribunda, y mi corazón gime bajo el peso de una opresión horrible porque me consta que la han dejado perecer de hambre. ¡Ante Dios vivo, testigo irrecusable, juro que ha muerto de hambre! Acabadas de pronunciar las palabras anteriores, el hombre se mesó los cabellos y, lanzando un grito terrible, se revolcó por el suelo, extraviada la mirada y con los labios cubiertos de espuma. Asustados los niños rompieron a llorar amargamente, pero la anciana, muda hasta entonces, sorda a cuanto sucedía en torno suyo, les amenazó para que callaran. Desató a continuación la corbata del que continuaba revolcándose por el suelo y avanzó con paso incierto hacia Sowerberry. —¡Era mi hija! —dijo, volviendo sus ojos de loca al cadáver y con sonrisa más espantosa aún que el espectáculo de la misma muerte—. ¡Dios mío... Dios mío! ¡Es singular que yo que la di el ser, yo, que era ya mujer cuando ella vino al mundo, esté sana y buena mientras ella yace fría y rígida en ese rincón! ¡Dios mío!... ¡Parece un sueño!... ¡Sí! ¡Verdaderamente parece sueño! Mientras aquella desventurada murmuraba palabras incoherentes y sonreía 27 lúgubremente. Sowerberry dio media vuelta y se dispuso a salir. —¡No se vaya usted... espere! —exclamó la mujer con voz que sonaba a hueco—. ¿Van a enterrarla mañana, pasado mañana o esta misma noche? Es mi hija, la he amortajado yo, y debo acompañarla, ¿no es cierto? Envíeme un abrigo muy largo... de mucho abrigo, porque hace un frío horrible. También deberíamos tomar un pastel y vino antes de marchar, pero nos conformaremos con algún alimento... envíe un buen pan y un vaso de agua. ¿Nos enviará usted pan, amigo mío? —preguntó con ansiedad asiendo al funerario por la levita cuando éste se dirigía a la puerta. —¡Sí, sí! —contestó Sowerberry—. ¡No faltaba más! ¡Todo lo que haga falta! Escapó de las manos de la vieja y, seguido de Oliver, se precipitó hacia la puerta. Al día siguiente, no sin que antes recibiera la familia de la muerta un pan de dos libras y un pedazo de queso, que les llevó Bumble en persona, volvieron al mísero tugurio Oliver y su amo. Antes que ellos había llegado el bedel, acompañado de cuatro asilados, los cuales debían conducir el cadáver. La anciana y el viudo habían recibido unos abrigos raídos con los que cubrían sus harapos. Clavada la tapa del desnudo féretro, lo alzaron los asilados y lo bajaron a la calle. —Haga usted todo lo posible por avivar el paso, mi buena señora —dijo el funerario a la anciana en voz baja—. Hemos perdido mucho tiempo y sería grave desatención obligar a esperar al sacerdote. ¡En marcha, muchachos! —prosiguió, dirigiéndose a los portadores del ataúd. ¡Rápido, rápido! Así aguijoneados, los que sobre sus hombros llevaban el ligero ataúd salieron trotando, seguidos penosamente por las dos personas, vieja y viudo, que formaban el duelo. Bumble y Sowerberry caminaban delante del cortejo fúnebre, y Oliver, menos largo de piernas, quedaba un poquito rezagado. Los hechos demostraron que no urgía apresurar la marcha tanto como el funerario había dicho, pues cuando llegaron al solitario rincón del cementerio donde crecían lozanas las ortigas al borde de las zanjas en que recibían sepultura los pobres de la parroquia, no había llegado todavía el sacerdote, y el sacristán, a quien encontraron sentado tranquilamente al amor de la lumbre de la sacristía, manifestó que sería muy probable que el cura tardase una hora en llegar. En consecuencia depositaron el ataúd al borde de la zanja que debía recibirlo, los que formaban el duelo esperaron con paciencia a la intemperie, azotados por una llovizna fría, mientras algunos muchachos desarrapados, a quienes había atraído la curiosidad, jugaban al escondite saltando sobre las tumbas y corriendo por entre los grupos de nichos. Bumble y Sowerberry, amigos antiguos del sacristán, sentáronse junto a la lumbre y mataban el tiempo leyendo el periódico. Al cabo de una hora larga de espera, Bumble, el funerario y el sacristán corrieron presurosos en dirección a la zanja, a tiempo que hacía su aparición el cura que se ponía la sobrepelliz por el camino. Bumble dio unos pescozones a los muchachos más desvergonzados a fin de salvar las apariencias, y el respetable reverendo, leído el oficio de difuntos en menos de cuatro minutos, se despojó de su sobrepelliz, que entregó al sacristán y se fue. —¡A tu tarea, Guillermo! —dijo Sowerberry al sepulturero—. Rellena la fosa. A decir verdad, no resultó penosa la tarea, pues tan llena estaba la zanja, que el último ataúd quedaba muy pocos pies por bajo del nivel del suelo. El sepulturero echó sobre el féretro cuatro paletadas de tierra, que aprisionó con sus pies; echóse al hombro la pala y se alejó, seguido por los muchachos, que murmuraban y lamentaban que la diversión hubiera sido tan breve. 30 —¿Qué lloriqueas, expósito? ¿Quién te hace llorar ahora? —¡Seguramente no es usted el que me hace llorar! —replicó Oliver, secándose vivamente la lágrima—. Si se lo ha creído, se engaña. —Conque no soy yo, ¿eh? —preguntó con sorna Noé. —¡No! ¡No lo es! —dijo secamente Oliver—. ¡Y no hablemos más! Lo mejor que usted puede hacer, es no nombrar a mi madre. —¡Lo mejor que puedo hacer! —exclamó Noé—. Lo mejor ¿eh? Mira; no me vengas con insolencias, vil expósito. Tengo entendido que tu madre fue una mujer muy hermosa y... Terminó la frase con un movimiento muy expresivo de cabeza y frunciendo su colorada nariz cuanto le fue posible. Envalentonado al observar el silencio de Oliver, continuó hablando con tono de burlona lástima, ese tono que tanto molesta. —Bien sabes, mi pobre expósito —dijo—, bien sabes que... ¡Claro! La cosa no tiene ya remedio hoy, ni lo tenía entonces, lo que siento muy de veras, como todos lo sienten; pero no se puede negar que tu madre fue una... meretriz de tomo y lomo. —¿Una qué? —preguntó Oliver irguiendo la cabeza. —Una meretriz, una ramera de las más viles —repitió Noé con entonación glacial—. Preferible es que muriera cuando murió, pues de haber seguido en el mundo, o estaría en presidio, o la habrían deportado o ahorcado. Esto último es lo más probable. Rojo de cólera, ardiendo en ira, Oliver dio un salto prodigioso, que derribó la silla y la mesa, y agarrando a Noé por la garganta, le sacudió con vigor y fiereza espantosos. Castañeteaban sus dientes y sus ojos amenazaban salirse de sus cuencas mientras pugnaba por tender en tierra a su enemigo, lo que consiguió al fin. Un instante antes, aquel niño, abatido por los malos tratamientos, era la dulzura, la sumisión personificada; pero los crueles insultos dirigidos contra la memoria de su madre fueron para él a manera de dolorosos fustazos que excitaron su valor y encendieron su sangre. Latía con violencia su corazón; erguido el cuerpo, llameantes los ojos, arrebatado el semblante, transformado por completo, contemplaba a su enemigo con mirada de reto, desafiaba con una energía de la que nadie le hubiera creído capaz al que hasta entonces fuera su verdugo, al que osó ultrajar a su madre, al que ahora se arrastraba cobarde a sus pies. —¡Me va a matar! —balbuceó Noé—. ¡Carlota!... ¡Señora!... ¡Que me asesina el aprendiz!... ¡Socorro!... ¡Auxilio!... ¡Oliver se ha vuelto loco!... ¡Carlota! A los gritos de Noé contestó Carlota con otro más recio y la señora Sowerberry con un tercero que muy bien pudo pasar por ensordecedor bramido. La criada penetró en la cocina por una puerta lateral, y la señora se detuvo al pie de la escalera, hasta que se aseguró que no corría peligro su vida si pasaba adelante. —¡Miserable! —rugía Carlota, cogiendo a Oliver y sacudiéndole con todas sus fuerzas, iguales, si no mayores, que las de un hombre robusto—. ¡Ingrato... asesino... monstruo... víbora ponzoñosa! Cada epíteto iba acompañado de su correspondiente puñetazo y de un alarido ensordecedor. Nada de ligero tenía el puño de Carlota; pero por si no era bastante para calmar la furia de Oliver, penetró también en la cocina la señora Sowerberry y tomó parte activa en la paliza, sujetando al muchacho con una mano mientras con la otra le arañaba despiadada el rostro. Noé, advirtiendo lo favorable de las circunstancias, se atrevió a ponerse en pie, y por 31 la espalda, descargó sobre el desdichado Oliver una lluvia espesa de golpes. El ejercicio era demasiado violento para que pudiera tener mucha duración. Rendidos los tres verdugos, faltos de fuerzas para continuar aporreando y arañando, arrastraron a Oliver, que se revolvía furioso, hasta el sótano, donde le dejaron encerrado. Hecho esto, la señora Sowerberry se dejó caer sobre una silla y rompió a llorar ruidosamente. —¡Dios mío! —exclamó Carlota— ¡Se va a desmayar!... ¡Un vaso de agua, Noé... corre! —¡Oh, Carlota! —exclamó la señora del funerario con voz entrecortada como consecuencia del chorro de agua fría que Noé acababa de verter por su espalda—. ¡Qué suerte no haber sido asesinados todos por ese monstruo, mientras descuidados dormíamos en nuestras camas! —¡Mucha suerte, señora, mucha suerte! Veremos si ahora aprende el amo a no recibir en su casa a esos miserables que sólo han venido al mundo para asesinar y para robar. ¡Pobre Noé! ¡Casi muerto estaba cuando yo entré en la cocina! —¡Pobrecillo! —repitió la señora Sowerberry, dirigiendo al canalla una mirada de compasión. Noé, a cuyo pecho apenas si alcanzaba Oliver con la coronilla, frotábase los ojos con las mangas y sollozaba desconsolado al oír que compadecían su suerte. —¿Y qué haremos? —preguntó la señora del funerario—. Mi marido no está en casa, no podemos recurrir a ningún hombre, y ese monstruo estoy viendo que echará abajo la puerta antes de diez minutos. Las furiosas arremetidas de Oliver contra las carcomidas tablas de la puerta del sótano hacían temer que tal fuera el resultado. —¡Dios mío! —exclamó Carlota—. ¿Qué hacer, señora? Yo enviaría a llamar a la policía. —O a los soldados —propuso Noé. —¡No, no! —dijo la señora Sowerberry, acordándose del antiguo amigo de Oliver—. Vete corriendo a buscar al señor Bumble, Noé. Dile que venga inmediatamente, sin perder minuto... ¡Deja estar la gorra y vuela! Si quieres que se rebaje la hinchazón que veo en tu ojo, aplícate a él la hoja de un cuchillo... pero sin dejar de correr. Noé se lanzó a la calle sin contestar. Las personas con quienes tropezó no salían de su asombro al ver a un muchacho de la Casa de Caridad corriendo frenético sin gorra, y con la hoja de un cuchillo aplicada sobre el ojo. Capítulo VII Oliver persiste en su rebelión Corrió y corrió Noé Claypole, sin detenerse una sola vez para tomar aliento, hasta que llegó a la puerta del hospicio. Hizo antes de entrar un pequeño alto para almacenar abundante provisión de sollozos y soltar las compuertas a sus lágrimas, comunicó a su rostro una expresión de dolor imponente, y descargó a continuación fuertes aldabonazos sobre la puerta. Tan triste, tan apenada cara presentó al pobre viejo que salió a abrir, que aquél retrocedió espantado, aunque sólo caras tristes y doloridas veía en torno suyo desde que entró en el asilo. —¿Qué le habrá sucedido a este muchacho? —se preguntó el viejo. —¡Señor Bumble!... ¡Señor Bumble!... —gritó Noé con terror admirablemente 32 fingido y al propio tiempo con fuerza tal, que no sólo llegó a oídos del mayestático bedel, que no andaba lejos, sino que también llevó la consternación y la alarma a su pecho en tales términos, que penetró como una bomba en el patio, olvidando su tricornio... circunstancia tan curiosa como notable que pone de relieve que, hasta un bedel, bajo la acción terrible de un choque inesperado, puede perder, siquiera sea momentáneamente, la serenidad y compostura, y dar al olvido la dignidad personal—. ¡Oh... señor Bumble! ¡Oliver... señor... Oliver se ha...! —¿Qué? ¿Qué? —interrumpió el bedel, en cuyos ojos brillaron destellos de alegría—. ¿Se ha escapado? Dime, Noé, ¿es que se ha escapado? —¡No, señor, no! ¡No se ha escapado, pero se ha vuelto criminal! —contestó Noé—. Quiso asesinarme, señor; luego intentó asesinar a Carlota, y más tarde intentó hacer lo mismo con la señora. ¡Oh, cuánto sufro, señor! ¡Qué dolores tan terribles! Hablaba Noé entre sollozos, retorciéndose y enroscándose como una anguila, a fin de hacer creer al bedel que el feroz ataque de Oliver le había ocasionado graves lesiones internas que le producían agudos dolores. Cuando Noé vio que sus palabras producían en el señor Bumble el efecto apetecido, quiso conmoverle aún más acentuando sus lloros y hablando a grito herido de sus pretendidas heridas, y como observase que en aquel momento cruzaba el patio un caballero que lucía un chaleco blanco, comenzó a gemir de la manera más lastimosa, dando a sus lamentaciones intensa entonación trágica, creyendo que sería muy conveniente a sus fines llamar la atención y despertar la indignación de aquel ilustre personaje. En efecto, consiguió Noé llamar la atención del caballero en cuestión y hasta despertar su indignación, pues no había caminado tres pasos cuando se volvió furioso y preguntó por qué aullaba aquel cachorro y por qué Bumble no le obsequiaba con algunos porrazos que le ayudasen a quejarse con más fuerza. —Es un pobre muchacho de la Casa de Caridad, señor —contestó el bedel—, que por milagro se ha librado de morir asesinado a manos de Oliver Twist. —¡Demonio! —exclamó el caballero del chaleco blanco, deteniéndose de improviso— ¡No me engañé! ¡Desde el principio sentí el presentimiento de que ese muchacho acabaría en la horca! —También ha querido asesinar a la criada —repuso Bumble, pálido como la muerte y espantado. —Y a su ama —añadió Noé. —Y también a su amo... ¿No me dijiste que también intentó asesinar a su amo, Noé? —No, señor, no. No pudo intentarlo porque el señor Sowerberry estaba fuera de casa; pero dijo que quería asesinarle. —¡Ah! ¿Conque dijo que quería asesinarle? —preguntó el caballero del chaleco blanco. —Sí, señor —afirmó Noé—. Mi señora me envía a preguntar si el señor Bumble dispondrá de algunos momentos para venir inmediatamente a casa y dar a ese asesino su merecido. Como el amo no está en casa... —¡Sí, hijo mío, sí! ¡Pues no faltaba más! —contestó el del chaleco, blanco, sonriendo con dulzura y pasando su mano por la cabeza de Noé, que era tres pulgadas más alto que él—. Eres un buen chico, un chico excelente. Toma un penique... y usted, Bumble, lléguese a casa de Sowerbery, bien armado de su bastón, y ponga en cintura a ese tunante. Sin compasión, ¿eh? 35 Dios concede al hombre como lenitivo de sus pesares, pero que rara vez tienen motivo para verter los niños de la edad de Oliver. Largo rato permaneció el desventurado huérfano inmóvil, sin variar de actitud. Cuando se levantó, la vela estaba próxima a extinguirse. Oliver tendió sus miradas alrededor, escuchó con atención, descorrió sin ruido los cerrojos de la puerta, y miró a la calle. La noche estaba fría y tenebrosa. Las estrellas centelleaban a muchísima mayor distancia de la tierra que otras veces. No hacía viento, y las sombras de los árboles, proyectándose sobre la tierra con persistente inmovilidad, tenían algo de siniestro y pavoroso. Sigilosamente volvió a cerrar la puerta, y aprovechando los últimos resplandores de la luz que expiraba en la palmatoria, colocó en un pañuelo los contados efectos de su pertenencia, se sentó en un banco, y esperó impaciente la llegada de la aurora. No bien consiguió filtrarse por entre las hendiduras de la puerta de la calle el primer rayo de luz matinal, se levantó Oliver, descorrió nuevamente los cerrojos, dirigió tímidas miradas en su torno, titubeó algunos instantes, y se lanzó a la calle, cerrando la puerta tras sí. Miró a derecha e izquierda, incierto acerca de la dirección que le convendría seguir, y recordando que los carromatos, al salir de la ciudad, subían penosamente la colina, emprendió el mismo camino, y al dar con unas veredas de travesía que sabía que le llevarían al camino real, aventuróse por ellas, no tardando en dar con aquél, por el cual avanzó con paso rápido. Recordó perfectamente Oliver que, algún tiempo antes, había recorrido aquel mismo camino en compañía del señor Bumble, cuando éste fue a buscarle a la sucursal del hospicio, y sabía que, de continuar en línea recta, iba a parar a dicha casa. Esta idea perturbóle en tales términos, que a punto estuvo de volverse atrás. Pero había avanzado ya demasiado, y retroceder le haría perder un tiempo precioso. Además, era tan temprano, que apenas si existía peligro de que le viesen. Prosiguió, pues, su camino. Llegado a la sucursal, no vio indicios de que ninguno de sus pequeños moradores se hubiera levantado a hora tan temprana. Oliver hizo alto y dirigió al jardín una mirada furtiva. Un niño estaba arrancando hierbajos. Como éste levantara en aquel punto la cabeza, Oliver reconoció en aquel pálido semblante a uno de sus antiguos camaradas. Alegróse infinito de verle, pues aunque de menos años que él, había sido su amiguito y compañero de juegos. Juntos habían compartido los castigos, el hambre y las miserias, y juntos habían sufrido encierros más de una vez. —¡Silencio, Ricardito! —murmuró Oliver, al ver que su amiguito, llegándose corriendo hasta la verja del jardín, pasaba sus bracitos chupados por entre las barras—. ¿Se han levantado ya? —Nadie más que yo —contestó el niño. —A nadie digas que me has visto. Ricardito —prosiguió Oliver—. Me escapé, harto de palizas y crueles tratos, y voy a buscar fortuna lejos de aquí; ignoro dónde. ¡Pero qué pálido estás! —Oí decir al médico que no tardaré en morir —contestó el niño con triste sonrisa—. Mucho me alegra verte, amigo mío; pero no te detengas: vete. —¡Sí, sí! Me voy; pero no me despido de ti para siempre. Volveremos a vernos, Ricardito; me lo da el corazón, y entonces te encontraré contento y feliz. —Esa esperanza abrigo; pero cuando haya muerto, no antes —replicó el niño—. Sé que el médico no se equivoca, Oliver, y lo sé, porque en sueños veo con frecuencia el cielo, 36 los ángeles, caras hermosas y dulces como jamás tropiezan mis ojos cuando estoy despierto. ¡Dame un beso! —añadió el niño, trepando a lo alto de la verja y rodeando con sus brazos el cuello de Oliver—. ¡Adiós, querido amigo, adiós! ¡Que Dios te bendiga! Aquella bendición salía de los labios de un niño, y era la primera que Oliver recibía. Jamás la olvidó en medio de las rudas pruebas y sufrimientos que la fortuna le tenía deparados, jamás se borró de su mente en los cambios, mudanzas y vicisitudes de la vida. Capítulo VIII Oliver va a Londres y tropieza en el camino con un caballerito singular Oliver una vez se hubo despedido de su amiguito, volvió al camino real. Serían las ocho de la mañana, y aun cuando se había alejado ya una distancia de cinco millas de la ciudad, prosiguió la marcha, ora corriendo, ora escondiéndose detrás de los setos, hasta el mediodía, siempre temiendo ser perseguido y alcanzado. A la hora indicada se sentó junto a un poste para descansar, y comenzó a pensar por primera vez adonde debería dirigirse para ganarse el sustento. El poste junto al cual se había sentado Oliver llevaba escrito con grandes caracteres que Londres distaba de aquel sitio setenta millas, y el nombre de la capital de Inglaterra dio rumbos nuevos a las ideas que bullían en el cerebro del niño. «¡Londres!... ¡Ciudad inmensa!... ¡Ni el mismo señor Bumble sería capaz de encontrarle allí!» Con frecuencia había oído decir a los pupilos antiguos del hospicio que ningún muchacho listo pasaba hambre en Londres, que aquella ciudad populosa brindaba ocupaciones y medios de vivir de los que ni idea podían formarse los que habían nacido y crecido en provincias. Aquél, pues, era el lugar indicado para un muchacho desvalido y sin amparo, condenado a perecer de hambre si no se le socorría. Dando mil y mil vueltas en su imaginación a estas ideas, Oliver se levantó y reanudó su penoso viaje. En otras cuatro millas disminuyó la distancia que de Londres le separaba sin darse cuenta de los sufrimientos que le esperaban antes que llegase al término de su viaje. Al ocurrírsele esta reflexión, acortó un poquito el paso y comenzó a pensar en los medios de llegar a su destino. En el hatillo llevaba un mendrugo, de pan, dos pares de medias y una camisa bastante mala. Además, en el bolsillo guardaba un penique, propina con que le obsequió Sowerberry después de un funeral en el cual se portó el muchacho excepcionalmente bien. «Una camisa limpia —pensó Oliver—, es prenda de gran valor, como lo son también dos pares de medias recosidas y un penique; pero resultan socorros insuficientes para hacer un viaje de sesenta y seis millas, a pie, y en invierno» Oliver, quien, semejante a la mayor parte de los jóvenes, poseía una inteligencia clara y no carecía de ingenio para descubrir las dificultades, aunque se aturdía cuando de vencerlas se trataba, después de torturar en vano su imaginación en busca de remedio, echóse de nuevo el hatillo a cuestas y prosiguió su marcha. Veinte millas anduvo aquel día Oliver, sin comer otra cosa que el mendrugo de pan ni beber más que algunos vasos de agua que de limosna le dieron en las casas de labor que junto al camino encontró. Cuando cerró la noche, entró en un campo y se acurrucó al abrigo de un almiar, donde esperó la llegada del nuevo día. Dominóle al principio un sentimiento de terror al oír los lastimeros quejidos del viento que pasaba sin encontrar obstáculos sobre aquellos dilatados campos desolados, al sentir las punzantes molestias del hambre y los rigores del frío, y sobre todo, al encontrarse más solo y abandonado que nunca; pero, como la caminata había rendido sus fuerzas, no tardó en dormirse y en dar al olvido sus pesares. 37 Despertó a la mañana siguiente entumecido de frío y con un hambre tan impaciente, que hubo de cambiar su penique por un panecillo en el primer pueblo que encontró. Sorprendióle la segunda noche cuando apenas si había recorrido doce millas. No había podido avanzar más, porque sus pies estaban hinchados y sus piernas tan débiles, que con dificultad podían sostener el peso de su cuerpo. Una noche más pasada a la intemperie concluyó con sus fuerzas, y cuando a la mañana siguiente intentó proseguir el viaje, a duras penas consiguió arrastrarse. Esperó al pie de una colina el paso de alguna diligencia, resuelto a pedir una limosna a los viajeros. La diligencia llegó, en efecto, Oliver pidió una limosna, pero fueron pocos los viajeros que lo vieron, y los que en su persona repararon, contestáronle que esperase a que ganasen la cresta de la colina, y que entonces, según fuera la distancia que recorriera a la velocidad misma del coche, le darían medio penique. Intentó Oliver ganar el premio ofrecido, y al efecto echó a correr tras la diligencia; pero el cansancio y lo dolorido de los pies pudieron más que su voluntad, y hubo de detenerse incapaz de dar un paso más. El del medio penique volvió la moneda al bolsillo, diciéndole que era un perro holgazán que nada merecía, y la diligencia se alejó dejando tras sí al muchacho y levantando una nube de polvo. En algunos pueblos de relativa importancia encontraba Oliver a la orilla del camino grandes cartelones en los cuales se anunciaba que toda persona que mendigase en su distrito sería conducida a la cárcel, prevención que asustaba tanto al desdichado, que procuraba salir de la jurisdicción de aquéllos con toda la prisa posible. En otros, buscaba la posada y, de pie en la entrada del corral, dirigía miradas lastimeras a cuantos acertaban a pasar por su lado, recurso que solía terminar con una orden dada por la posadera a los mozos de la casa de que echaran al desconocido que sin duda rondaba la casa con intención de robar alguna cosa. Si pedía una limosna a la puerta de una casa de labor, de cada diez veces nueve se encargaban de contestarle los perros, azuzados por el amo, y si se atrevía a asomarse a una tienda, resonaba inmediatamente en sus oídos el terrorífico nombre del alguacil, nombre que le ponía el corazón en la boca... única cosa que en ella había tenido en muchas horas. De no haber sido por el buen corazón de un encargado del portazgo y la caridad de una pobre vieja, los sufrimientos de Oliver hubieran terminado como terminaron los de su madre, es decir, habría caído muerto sobre el camino real. El encargado del portazgo le dio un pedazo de pan y queso, y la anciana, que tenía un nieto caminando con los pies desnudos por tierras desconocidas después de haber naufragado el barco en que navegaba, apiadóse del pobre huérfano, dióle lo poco que tenía, y por añadidura, le prodigó palabras cariñosas y excelentes consejos, a lo cual añadió tantas lágrimas de simpatía, que el corazón del pobre muchacho se conmovió hasta el punto de hacerle olvidar por algunos instantes sus propios sufrimientos. La mañana del día séptimo de marcha, después de abandonar su país natal, Oliver entró caminando pesadamente en la pequeña población de Barnet. Las ventanas de las casas estaban cerradas, desiertas las calles y todo el mundo durmiendo. Alzábase el sol radiante, pero sus resplandores solamente servían para mostrar al muchacho todo el horror de su miseria y desamparo mientras cubierto de polvo, destrozados y cubiertos de sangre los pies, se sentó a descansar un poco sobre los fríos peldaños de una escalinata que daba acceso a la puerta de una casa. Poco a poco fueron abriéndose las maderas de las ventanas, alzándose las persianas y dejándose ver algunas personas, que comenzaron a circular de aquí para allá. Hubo algunas que se detuvieron durante breves instantes a contemplar a Oliver, otras que 40 Islington, atravesaron desde el camino del Ángel hasta el de San Juan, descendieron por la callejuela que termina en el teatro Sadler Wells, recorrieron las calles Exmouth y Coppice Row, pasaron junto a la Casa de Misericordia, cruzaron los clásicos terrenos llamados antiguamente Hockley-in-the-Hole, desde donde pasaron a la Little-Saffron —Hill y desde ésta a la Great-Saffron —Hill, donde el Truhán aceleró considerablemente el paso, recomendando a Oliver que le imitara. Aunque harto que hacer tenía Oliver con no perder de vista a su guía, no pudo menos de dirigir algunas miradas a uno y otro lado del camino que recorrían, observando que en los días de su vida había visto lugares más sucios y desolados. La calle era angosta y fangosa y la atmósfera estaba saturada de fétidas emanaciones. No escaseaban las tiendecillas, aunque parecía que los artículos únicos en venta eran montones de chiquillos, mercancías que, no obstante lo intempestivo de la hora, corrían y se arrastraban dentro y fuera de las casas o bien alborotaban y chillaban en el interior de las mismas. Las únicas casas que ofrecían aspecto adecentado en medio de aquella miseria general eran las tabernas, donde la hez del pueblo, de la especie humana, disputaba ruidosamente. Callejuelas y patios que de tanto en tanto desembocaban en la calle principal ofrecían grupo de viviendas donde hombres borrachos y mujeres viciosas se revolcaban descaradamente en el cieno más inmundo, y de varias puertas salían individuos de aspecto poco recomendable que, a juzgar por sus movimientos cautelosos, debían abrigar propósitos que nada tenían de inocentes. En escapar, más que en otra cosa, estaba pensando Oliver, cuando llegaron al pie de la colina donde su guía, cogiéndole por un brazo, empujó una puerta, que no estaba más que entornada, de una casa de la callejuela Field, y le hizo entrar en un patio. —Ahora, ¿qué? —gritó una voz desde dentro, contestando un silbido del Truhán. —Desplumado y Capote —respondió el joven. Debían ser sin duda las palabras anteriores una contraseña convenida, pues brilló en el fondo de un pasadizo obscuro una luz y momentos después asomaba una cabeza por encima de la desvencijada barandilla de una escalera que conducía a la cocina. —Sois dos —dijo el hombre de la vela, poniéndose una mano sobre los ojos a guisa de pantalla—. ¿Quién es el otro? —Un recluta nuevo —contestó el Truhán, invitando a Oliver a que le siguiera. —¿De dónde viene? —Del país de los inocentes. ¿Está arriba Fajín? —Arreglando pañuelos lo tienes. Adelante —contestó el hombre desapareciendo con la vela y dejando a obscuras a los jóvenes. Oliver, una de cuyas manos tenía fuertemente asida su compañero, subió con dificultad tentando con la otra las paredes por una escalera más abundante en agujeros que en peldaños, en medio de una obscuridad, escalera que su guía subió con la ligereza del que conoce perfectamente el camino. Llegados arriba, abrió una puerta de una habitación interior e introdujo en ésta a Oliver. Los años y la suciedad habían ennegrecido las paredes y el techo de la habitación. Delante de la chimenea, sobre una mesa desvencijada, derramaba turbios resplandores una vela introducida en el cuello de una botella de ginebra, junto a la cual se veían dos o tres cubiletes de estaño, manteca y un pan, así como también un plato. En una sartén puesta a la lumbre, se freían unas morcillas, a las que hacía guardia, tostadera en mano, un judío de cara arrugada y facha innoble y repulsiva, sobre la primera de las cuales caían espesos mechones de cerdas de un rojo sucio que la ocultaban en parte. Vestía una especie de túnica 41 de franela cubierta de pringue, y al parecer dividía su atención entre la sartén y una percha de la cual pendían infinidad de pañuelos de seda. Varios lechos a cual más sucios, hechos de sacos viejos, aparecían alineados en la habitación, y sentados alrededor de una mesa, fumaban en pipas de yeso y bebían, como pudieran hacerlo hombres hechos y derechos, cuatro o cinco muchachos de la misma edad que el Truhán. Todos ellos se agruparon en torno del judío mientras éste escuchaba algunas palabras que en voz baja le dijo el Truhán, después de lo cual dieron media vuelta Y miraron con sonrisa burlona a Oliver, como lo hizo también el judío, tostadera en mano. —Fajín —dijo Santiago Dawkins, le presentó a mi amigo Oliver Twist. Hizo el judío un guiño, seguido de una reverencia, y tomando a Oliver por la mano, le dijo que abrigaba la esperanza de estrechar más y más su amistad. A continuación le rodearon los jovencitos de las pipas y menudearon tanto los enérgicos apretones de manos, que a poco más pierde el hatillo que en una llevaba, que fue precisamente la que todos estrechaban con más fuerza. Fue una escena encantadora. Todos se desvivían por servir a Oliver. Uno le quitaba la gorra otro llevaba su complacencia hasta el extremo de desocupar sus bolsillos a fin de que, al irse a dormir, no tuviera que tomarse la molestia de vaciarlos por sí mismo. Es más que probable que aquellas atenciones hubieran llegado hasta bastante más lejos, de no haber prodigado el judío algunas caricias a los complacientes jóvenes con el mango de la tostadera. —Nos alegramos infinito de verte. Oliver... infinito —dijo el judío—. Tú, Truhán, saca las morcillas y acerca a la lumbre un banco para que se siente tu amigo... ¡Ah! Veo que atraen tus miradas los pañuelos de la colección, ¿eh? Son muchos y de calidad superior, ¿no? Acabamos de sacarlos para ponerlos en colada, Oliver. ¡Ja, ja, ja! Las palabras del judío arrancaron aplausos estrepitosos a la concurrencia. Sirvieron la cena. Oliver comió su parte, y cuando hubo terminado, el judío le preparó en un cubilete una mezcla de ginebra y agua caliente, diciéndole que la bebiera sin tardanza en atención a que otro caballero estaba esperando su cubilete. Obedeció Oliver, quien muy pronto se dejó caer sobre uno de los sacos, donde seguidamente recibió la visita del buen Morfeo. Capítulo IX En el que dan más detalles acerca del agradable caballerito y de sus aventajados discípulos Estaba bastante avanzada la mañana siguiente cuando Oliver despertó de su dilatado y profundo sueño. En la estancia no vio a nadie más que al judío, quien removía con una cuchara de hierro el café que estaba hirviendo en una cacerola. Silbaba entre dientes el judío mientras estaba entregado a la ocupación indicada, y de tanto en tanto interrumpía los silbidos y la operación para escuchar atento ruidos o rumores que no sonaban, volviendo a su tarea luego que había adquirido el convencimiento de que el silencio era absoluto. Aunque Oliver no dormía ya, es lo cierto que tampoco estaba completamente despierto. Existe un estado de sopor, intermedio entre la vigilia y el sueño, durante el cual sueña el hombre más en cinco minutos, con los ojos medio entornados y medio dándose cuenta de todo lo que en torno suyo pasa, que en cinco noches pasadas con los ojos completamente cerrados y sumidos todos los sentidos en una inconsciencia absoluta. En esas ocasiones es cuando el hombre puede formarse una idea ligera de las portentosas facultades del espíritu, que, desligado de las trabas que a sus operaciones opone la 42 envoltura material, lánzase lejos de la tierra y se burla del tiempo y del espacio. Tal era el estado en que Oliver se encontraba. Con los ojos casi cerrados estaba viendo al judío, oía sus silbidos y hasta reconocía el rumor producido por el roce de la cuchara contra las paredes de la cacerola, y al propio tiempo su espíritu volaba libre y sin trabas por el espacio, reanudando sus relaciones con cuantos mortales había conocido en la tierra. Hecho el café, el judío retiró la cacerola y permaneció algunos instantes como indeciso, cual si no supiera cómo emplear el tiempo. Giró luego sobre sus talones, miró a Oliver, le llamó por su nombre, y como no recibiera respuesta, supuso que el muchacho continuaba durmiendo profundamente. Satisfecho al parecer sobre este particular, el judío se llegó hasta la puerta y la cerró. Seguidamente alzó algo, que Oliver creyó que era la tapadera de una trampa abierta en el suelo, y de su fondo retiró una cajita que colocó cuidadosamente sobre la mesa. Lanzaban sus ojos destellos luminosos al abrir la cajita y mirar ansioso su contenido. Arrastrando una silla junto a la mesa, se sentó, y del interior de la cajita sacó un reloj magnífico de oro guarnecido de brillantes. —¡Ah! —exclamó el judío, encogiéndose de hombros y haciendo una, mueca espantosa—. ¡Son unos perros fieles esos muchachos, perros fieles! ¡Constantes hasta el fin! ¡El anciano sacerdote no ha conseguido arrancarles una palabra acerca de su paradero! ¡No han hecho traición al viejo Fajín! Por supuesto... ¿qué hubieran salido ganando? No hubiesen aflojado el dogal ni conservado su posición un segundo más... ¡No, no, no! ¡Famosos muchachos... famosos, sí! Haciendo a media voz estas y otras reflexiones semejantes, el judío volvió a colocar el reloj en la caja. Sucesivamente fue luego sacando de ella otros cinco o seis, que contempló con idéntico arrobamiento, tras los cuales aparecieron varias cadenas, sortijas, aderezos, brazaletes y, otras joyas, todas ellas de metales preciosos y trabajo tan artístico, qué dejaron atónito a Oliver, aunque, ni idea tenía de sus nombres. Vueltos a colocar en la cajita todos aquellos objetos, el judío sacó otra tan pequeña, que cabía en la palma de su mano. Sobre la tapa de la cajita debía haber alguna inscripción microscópica, pues el judío la dejó sobre la mesa y, haciendo pantalla con sus manos, la estudió largo rato con atención. Dejóla al fin como desesperanzado de leer los diminutos caracteres, y arrellanándose en la silla murmuró: —¡Qué hermosa es la pena de muerte! Los muertos no se arrepienten jamás, los muertos nunca tienen el extraño capricho de venir a sacar a luz historias desagradables. Es la mayor de las garantías del comercio. Cinco de ellos quedaron en hilera entre el cielo y la tierra, y ninguno ha venido a reclamar su parte en el botín. Diciendo esto, sus ojos, que parecían luciérnagas, perdidos hasta entonces en el vacío, vinieron a fijarse en Oliver. Este le estaba contemplando con mucha curiosidad, y aunque cerró los ojos no bien se vio descubierto por el judío, éste comprendió que había sido acechado. Cerró de golpe la caja, empuñó un cuchillo que sobre la mesa había, y se levantó furioso. Temblaba empero en tales términos, que hasta Oliver, no obstante la impresión de terror que le invadió, pudo ver que la hoja del cuchillo se movía temblorosa. —¡Cómo se entiende! —gritó el judío—. ¿Por qué me acechas? ¿Por qué estás despierto? ¿Qué es lo que has visto? ¡Habla, muchacho! ¡Habla pronto, que te va en ello la vida! —No me ha sido posible dormir más, señor —contestó con dulzura Oliver—. Siento muy de veras haberle molestado. 45 de tonificar el cuerpo de una de las señoritas que se quejó de frialdad estomacal, y la conversación se fue animando por grados. Carlos Bates indicó al fin que era ya hora de dedicarse al birlen, palabra que Oliver creyó que significaba salir, puesto que el Truhán, Bates y las dos señoritas se fueron al instante, no sin que el viejo judío les proveyera de dinero abundante para que se divirtieran. —No es desagradable este género de vida, ¿verdad? —preguntó el viejo Fajín—. Ya están libres por el resto del día. —¿Han concluido el trabajo de hoy, señor? —preguntó Oliver. —Han concluido, sí —contestó el judío—. ¡Digo! A no ser que inesperadamente y por casualidad se les presente oportunidad de hacer algo en la calle, en cuyo caso no la desperdiciarán; está seguro de ello. Tómalos como modelos, hijo mío —añadió el viejo, dando golpes con la badila sobre el suelo, como para añadir fuerza a sus palabras—. Haz cuanto te manden, obedéceles en todo, inspírate en sus consejos... sobre todo en los que te dé el Truhán, llamado a ser un gran hombre. Él te hará entrar en carrera, a poco que procures imitarle... ¿Asoma por mi bolsillo la punta del pañuelo, hijo mío? —Sí, señor. —Procura sacarlo sin que yo lo note, tal como viste que lo hacían ellos mientras estábamos jugando. Oliver sujetó con una mano el fondo del bolsillo del viejo, como había visto que lo hacía el Truhán, y con la otra tiró ligeramente del pañuelo. —¿Ya? —preguntó el judío. —Sí, señor —contestó el huérfano, enseñándole la prenda. —Veo que eres listo, hijo mío —dijo el alegre anciano, pasando la mano por la cabeza de Oliver—. No he visto mano más hábil... ¡Toma! Este chelín es para ti. Si continúas de este modo, te auguro que no tardarás en ser el primer hombre del siglo. Ven ahora, y te enseñaré a quitar las marcas de los pañuelos. El muchacho se preguntó interiormente qué relación podía haber entre escamotear pañuelos por pasatiempo y las probabilidades de llegar a ser el primer hombre del siglo; pero considerando que el judío, hombre de muchos años y de experiencia, no hablaría a tontas ni a locas, le siguió tranquilamente a la mesa y momentos después se entregaba con ardor a su nueva ocupación. Capítulo X Oliver conoce más a fondo el carácter de sus nuevos amigos y adquiere alguna experiencia pagándola a buen precio. No obstante la brevedad de este capítulo, es uno de los más importantes de la historia Oliver permaneció por espacio de varios días en la casa del judío, haciendo desaparecer las marcas de los pañuelos de bolsillo, que en gran número le entregaban, tomando parte alguna vez en el juego descrito en el capítulo anterior, que indefectiblemente jugaban todas las mañanas el alegre viejo y los dos muchachos. Sintió al fin Oliver la nostalgia del aire libre, y suplicó varias veces y con insistencia al anciano caballero que le permitiera salir a trabajar con sus dos compañeros. Mucho había influido en que el huérfano anhelara emplearse en trabajos activos lo que había presenciado referente a la rígida moralidad de carácter de su protector. Siempre que el Truhán o Carlos Bates se presentaban por la noche en casa con las manos vacías, dirigíales un discurso severo y vehemente sobre los estragos que en el mundo producían los 46 hábitos de ociosidad y holganza, ponderábales la necesidad de ser activos y trabajadores, y reforzaba sus argumentos enviándolos a la cama sin cenar, medio el más indicado para que las lecciones quedaran indeleblemente grabadas en sus tiernas imaginaciones. En una ocasión, hasta los arrojó por la escalera, que los holgazanes bajaron rodando; pero fue una excepción motivada por el exceso de celo de su virtud severa. Obtuvo al fin Oliver una mañana el permiso que solicitara con tanto afán. Hacía dos o tres días que no le daban pañuelos cuyas marcas hubiera de hacer desaparecer y las comidas habían sido excesivamente parcas. Tal vez influyera este motivo en el ánimo del viejo para acceder a lo solicitado por Oliver; pero fuéralo o no, lo cierto es que contestó a Oliver que podía salir, y le colocó bajo la tutela y vigilancia de Carlos Bates y de su amigo el Truhán. Juntos se lanzaron los tres muchachos a la calle: el Truhán con las mangas de su levita dobladas y el sombrero en equilibrio inestable, como de costumbre; Bates caminando a saltitos con las manos metidas en los bolsillos, y Oliver colocado entre los dos, serio y con ganas de trabajar, y sobre todo, ardiendo en deseos de saber adónde se dirigían y qué rama industrial iban a enseñarle. Tan perezosamente y con indiferencia tan marcada andaban, que Oliver comenzó a sospechar que la intención de sus dos maestros era engañar una vez más a su protector, entregándose a la holganza y dejando para otros el trabajo. Observó Oliver que el Truhán tenía la mala costumbre de arrebatar las gorras de las cabezas a los pobres niños que por su lado pasaban y tirarlas dentro de las tiendas, mientras Bates, cuyas nociones acerca de los derechos de propiedad parece que eran excesivamente amplias, daba pruebas de habilidad maravillosa para trasladar manzanas y cebollas de los cestos de los vendedores a sus propios bolsillos, que, al parecer, más que bolsillos, debían ser alforjas. Oliver, entendiendo que semejante conducta no era de las más laudables, estaba a punto de declarar su intención de volverse a casa, cuando una variación altamente misteriosa en la conducta del Truhán dio rumbos nuevos a sus pensamientos. Acababan de salir de un pasadizo estrecho poco distante de la plazoleta abierta de Clerkenwell, llamada hoy, merced a una perversión singular de la palabra, «La Verde», cuando el Truhán cesó de andar bruscamente y, aplicando un dedo a sus labios, indicó a sus compañeros que retrocedieran con la mayor cautela y circunspección. —¿Qué pasa? —preguntó Oliver. —¡Chitón! —murmuró el Truhán.—. ¿Ves aquel vejestorio plantado frente a la puerta de aquella librería? —¿Aquel caballero anciano de la acera de enfrente? —dijo Oliver—. Sí... viéndolo estoy. —Vamos a meternos con él —observó el Truhán. —El encuentro promete —terció Bates. Oliver miró alternativamente a sus compañeros con expresión de sorpresa, pero no le dieron tiempo de formular preguntas, pues los dos muchachos cruzaron cautelosamente la calle y se colocaron a espaldas del caballero que había llamado su atención. Siguióles el huérfano quien, no sabiendo si avanzar o retroceder, permaneció inmóvil mirando con ojos desmesuradamente abiertos una escena que no comprendía. Era el anciano un caballero de aspecto respetable, cuya cabeza estaba perfectamente empolvada. Usaba anteojos de oro. Vestía una levita de color verde botella con cuello de tercio pero negro y pantalón blanco, y llevaba bajo el brazo un elegante bastón de bambú. Había tomado un libro del puesto, y lo hojeaba con tanta atención como si se encontrase 47 cómodamente arrellanado en el sillón de su despacho. Es muy posible que imaginase que en él se encontraba, pues saltaba a la vista que para él no existían ni puestos de libros, ni calle, ni muchachos cerca ni lejos de su persona, ni otra cosa que el libro que estaba leyendo, cuyas hojas volvía cuando había llegado a la línea última para empezar por la primera de la página siguiente. Su interés no podía ser mayor. ¡Cuál no sería el horror, la alarma de Oliver cuando vio que el Truhán llevaba la mano al bolsillo del caballero y sacaba un pañuelo, que entregaba seguidamente a Bates, y sobre todo, al ver que los dos salían corriendo como alma que lleva el diablo y desaparecían a la vuelta de la primera esquina! En la imaginación espantada del pobre huérfano surgió, envuelta en torrentes de luz vivísima, la misteriosa historia de los pañuelos, relojes y alhajas, y hasta la de la misma existencia del judío. Por espacio de algunos momentos permaneció Oliver en el mismo sitio, sintiendo que la sangre, al circular por sus venas, le producían, confuso, aguijoneado por el terror, y sin saber qué hacía, emprendió tan desatinada carrera, que puede asegurarse que sus pies apenas si tocaban en el suelo. Fue cosa de un instante. En el punto mismo que Oliver emprendió la fuga, el caballero del libro llevó la mano al bolsillo buscando el pañuelo, y al no encontrarlo, dio media vuelta rápida. La vista del muchacho que tan desatinado corría hízole suponer que aquél era el ratero, y lanzando un: «¡Al ladrón!», con toda la fuerza de sus pulmones, emprendió su persecución sin soltar el libro. No faltó quien hiciera coro a los gritos del caballero del libro. El Truhán y Bates, a quienes no convenía llamar la atención corriendo, se habían escondido en el primer portal que les salió al paso después de doblar la esquina; pero no bien llegaron a sus oídos los gritos del caballero y vieron la velocidad con que Oliver corría, dándose cuenta cabal del estado de cosas, salieron a la calle y se unieron al grupo de los buenos ciudadanos, gritando más alto que nadie: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» Buenos filósofos había tenido Oliver por maestros; pero desconocía la teoría de aquel axioma admirable según el cual es la conservación propia la primera y más sagrada de las leyes naturales. Acaso si la hubiese conocido se habría preparado para substraerse al rayo que sobre su cabeza se estaba forjando; pero su ignorancia sirvió para acrecentar su espanto, y el acrecentamiento de su espanto se tradujo en acrecentamiento de velocidad dada a sus piernas, que le llevaban con la celeridad del viento, seguido por el caballero y sus compañeros los rateros, que no daban reposo a sus gargantas. El grito de «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» parece evocación mágica. El tendero abandona su mostrador no bien lo oye, el carretero su carro, arroja el carnicero su cuchilla, tira el panadero su canasto y la lechera su cántaro, el mozo de cordel deja su carga, el escolar sus libros, el empedrador su pico y el niño su raqueta, y todos corren, y todos se lanzan en revuelto desorden, chillando, rugiendo, aullando, atropellando a los transeúntes, excitando a los perros y ahuyentando a los volátiles. En calles, plazas y paseos resuena el mismo grito ensordecedor: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!», grito que lanzan cien gargantas, grito que repiten una y mil veces, y el estruendo crece, y crecen también las turbas, y todos corren desatinados, saltando sobre el lodo de las calles que salpica sus rostros. Las ventanas se abren, todas las puertas vomitan gente, todos dejan sus ocupaciones, y hasta los titiriteros se ven en un abrir y cerrar de ojos abandonados por sus espectadores, que han corrido a unirse a las turbas y entonan con nuevo vigor el grito «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!» ¡Arraiga muy hondo en el corazón humano la pasión por dar caza a algo! Un infeliz muchacho, falto de alientos, rendido, reflejando en su semblante el terror que le 50 hermosa que la que les sirvió de carroza en su glorioso viaje a los cielos. ¡Imposible! El buen caballero no recordó un rostro determinado del que los rasgos característicos de Oliver fueran imagen. Exhaló otro suspiro sobre los recuerdos que acababa de evocar y, como buen distraído que era, no tardó en engolfarse de nuevo en la lectura del libro. Interrumpió su ocupación el de las llaves, quien, tocándole en un hombro, le suplicó que le siguiera. El buen anciano cerró el libro y momentos después se encontraba ante la imponente y famosa persona llamada el señor Fang. Era la sala de justicia una estancia cuyos muros tenían zócalos de madera que llegaban hasta la mitad de su altura. En el fondo estaba sentado, detrás de una mesa, el señor Fang, y a uno de los lados de la puerta había un banquillo de madera, en el cual estaba ya sentado Oliver, temblando y muerto de miedo ante lo pavoroso de la escena. El señor Fang era de mediana edad, de mediana estatura, de espaldas más que medianamente anchas, de cuello más que medianamente rígido y de cabellos más que medianamente escasos. La expresión de sus facciones era dura y el color de su cara de un rojo subido. El caballero anciano hizo una reverencia respetuosa y, adelantándose hasta la mesa, dijo: —He aquí mi nombre y mis señas, caballero. Seguidamente retrocedió dos pasos, hizo, otra reverencia tan profunda, como la anterior, y esperó a que le interrogasen. No ocurrió así, sin embargo. Hizo la casualidad que el señor Fang estuviera en aquel momento embebido en la lectura de un periódico de la mañana que daba cuenta detallada de una sentencia dictada recientemente por él, sentencia que inspiró al articulista sabrosos comentarios a su costa. El artículo terminaba llamando por tricentésima vez la atención del ministro de Gracia y Justicia sobre la peregrina manera de administrar justicia del señor Fang, quien, como es natural, estaba de mal talante y de pésimo humor. —¿Quién es usted? —preguntó el juez. Por toda contestación, el anciano extendió la mano hacia la tarjeta que poco antes dejara sobre la mesa. —¡Guardias! —exclamó el Juez, separando desdeñosamente la tarjeta—. ¿Quién es este sujeto? —Mi nombre, caballero —contestó el anciano con severo continente—, es Brownlow: séame ahora permitido preguntar a mi vez cómo se llama el juez que, escudándose en la Ley, se permite dirigir insultos gratuitos e inmerecidos a una persona respetable. Mientras hablaba, el señor Brownlow paseó sus miradas por la sala, como buscando persona o personas que pudieran contestar su pregunta. —¿De qué se acusa a ese sujeto, guardia?, —preguntó el señor Fang. —No se le acusa de nada, señor —replicó el guardia—; es él quien acusa a ese muchacho. —Nada dijo el guardia que el juez no supiera perfectamente, pero era hombre aficionado a molestar y zaherir, sobre todo cuando podía hacerlo impunemente. —Acusa a ese muchacho, ¿eh? —dijo Fang, midiendo al anciano de pies a cabeza—. ¡Que preste juramento! —Antes de prestar juramento —replicó el señor Brownlow— quiero hacer constar que, si no lo estuviera viendo, jamás hubiera creído... —¡Cállese usted! —gritó Fang. 51 —¡No me acomoda callar! —contestó resueltamente el anciano. —¡Cállese usted inmediatamente, o le mando echar de la sala! Es usted un insolente, un impertinente. ¿Cómo osa usted replicar a un magistrado? —¡Magistrado!... —exclamó el anciano, rojo de cólera. —¡Que preste juramento ese hombre! —dijo Fang, dirigiéndose al escribano—. No quiero oír una palabra más. ¡Que jure! La indignación del señor Brownlow había llegado a su colmo; pero reflexionando que si se excedía, perjudicaría la suerte de Oliver, se contuvo y prestó el juramento que se le exigía. —Veamos, ¿de qué acusa usted a ese muchacho? ¿Qué cargos puede formular contra él? —Estaba frente a un puesto de libros... —¡Silencio, señor mío! —interrumpió el señor Fang—. ¡A ver!... ¡Guardia!... ¿Dónde está ese guardia? ¡Que preste juramento el guardia! ¿Qué ha ocurrido, guardia? El guardia refirió con humildad lo que había visto, tal como los lectores lo conocen. —¿Y los demás testigos? —inquirió el juez. —No hay ninguno, señor —respondió el guardia. Calló Fang por espacio de algunos minutos, y vuelto luego con arrogancia hacia el caballero anciano, dijo: —¿Va usted a manifestar de una vez qué cargos presenta contra ese muchacho, o es que se ha propuesto permanecer como un pasmarote toda su vida? Ha prestado usted juramento; tenga entendido que, si se niega ahora a presentar pruebas, le castigaré por faltar al respeto debido a la justicia. Le castigaré por... Nadie es capaz de conjeturar por qué o por quién pensó decir el juez, pues en aquel momento preciso estornudaron ruidosamente el carcelero y el escribano, este último dejó caer simultáneamente un libraco enorme sobre el suelo, y entre el estornudo y el ruido producido por el libro impidieron que fuera oída la palabra... accidentalmente y por casualidad, claro está. No sin sufrir varias interrupciones y sin verse obligado a oír repetidos insultos, el señor Brownlow consiguió hacer historia de lo que le había pasado, haciendo observar que, llevado de la sorpresa del momento, echó a correr tras el chico porque vio que éste huía, y manifestando deseos de que, si el magistrado creía que aquél no era en realidad ladrón, y sí cómplice de ladrones, le tratase con toda la lenidad compatible con la justicia. —Ha resultado herido —terminó diciendo el anciano—, y me temo —añadió con gran energía, encarándose con el juez—, me temo que se encuentre enfermo de cuidado. —¡Oh, sí! —exclamó Fang con sonrisa burlona—. ¡Desde luego! ¿Cómo no? ¡Ven acá, vagabundo miserable, que conmigo de nada sirven tretas! ¿Cómo te llamas? Quiso contestar Oliver, pero la voz se cuajó en su garganta. Densa palidez cubrió su cara, y ante sus ojos espantados miraba vertiginosamente la habitación. —¿Cómo te llamas, canalla empedernido? —repitió Fang—. ¡Guardia! ¿Cómo se llama ese cachorro? La pregunta iba dirigida a un individuo viejo, de aspecto rudo y cara de bestia, que estaba de pie junto a la mesa. El viejo de cara de bestia se acercó a Oliver y repitió la pregunta; pero, como viera que el interrogado no se encontraba en disposición de poder contestar, y supiera por otra parte que su silencio centuplicaría la furia del magistrado, furia que se traduciría en aumento considerable en la severidad de la sentencia, echóse a adivinar, y contestó: 52 —Dice que se llama Tomás White, señor. —¡Ah! ¿Es que no quiere hablar en voz alta? ¡Está muy bien... está muy bien! ¿Dónde vive? —Donde puede, señor —respondió el funcionario, simulando que repetía la contestación dada en voz baja por Oliver. —¿Tiene padres? —Dice que murieron cuando era muy niño, señor. En este punto estaba el interrogatorio, cuando Oliver alzó la cabeza y con voz suplicante pidió un sorbo de agua. —¡Tonterías y tretas que no valen conmigo! —replicó el juez—. ¡Cuidadito con pretender engañarme! —¡Creo que en verdad está enfermo de cuidado, señor! —intercedió el que tomó a su cargo contestar al interrogatorio. —Y yo sé que está demasiado sano —replicó Fang. —Sosténgalo usted, guardia; va a caer desplomado —terció el anciano. —¡Atrás, guardia! —rugió el juez—. ¡Qué caiga, si ése es su gusto! Aprovechando Oliver el permiso que se le concedía, cayó pesadamente en tierra y quedó desvanecido. Los funcionarios que había en la sala se miraron unos a otros, pero nadie osó acercarse al muchacho. —Viendo estaba yo la comedia que preparaba —observó Fang con fatuidad—. Nadie le toque; él mismo se cansará pronto de estar así. —¿Qué medios piensa adoptar Su Señoría para esclarecer el asunto? —preguntó el escribano. —Ninguno —respondió el juez—. Queda sentenciado a tres meses..., de trabajos forzados, como es natural. ¡Despejen la sala! Abierta estaba ya la puerta de la sala de justicia y dos hombres se disponían a sacar al desmayado muchacho para encerrarlo en el calabozo, cuando penetró rápidamente en la estancia y adelantó hasta la mesa del juez un hombre de bastante edad y de aspecto decente, aunque pobre, vestido de negro de pies a cabeza. —¡Deténganse! ¡Deténganse! ¡No le saquen aún!... ¡Por Dios vivo, un momento de paciencia! —gritó el recién llegado, jadeante y casi sin alientos. Aunque el genio que preside en las salas de justicia es dueño absoluto y arbitrario de las libertades, fama, buen nombre, carácter y hasta de la vida de los fieles vasallos de Su Majestad, sobre todo si son pobres, y aun cuando en el misterioso interior de esas salas se cometan a diario mil injusticias y se inventen cuentos fantásticos capaces de hacer verter lágrimas a los mismos ángeles, cuídase por lo menos de que las tropelías no transpiren al público, a cuyo conocimiento nunca llega más que aquello que la prensa quiere que llegue. Teniendo esto en cuenta, natural es que el señor Fang se indignara y tocara el cielo con las manos cuando vio penetrar en la sala en forma tan irreverente a un huésped a quien nadie había invitado. —¿Pero qué es eso? ¿Cómo se entiende? ¡Sacadme a ese intruso a puntapiés! ¡Fuera!... ¡Despejen! —aulló el señor Fang. —¡Quiero hablar! —replicó con entereza el desconocido—. Es preciso que me oigan. Lo he visto todo... Soy el dueño del puesto de libros. Pido que se me tome juramento... pido, exijo que se oiga mi declaración. Señor Fang. Vuestra Señoría tiene el deber de oírme. Vuestra Señoría no puede negarse a recibir mis deposiciones. Tenía razón aquel hombre. Dada su resolución, dado su carácter determinado, eran 55 sirvió a Oliver una bebida refrescante y le pasó cariñosamente la mano por la mejilla, recomendándole de nuevo que permaneciera quietecito a fin de evitar recaídas. Calló Oliver y permaneció quietecito, tanto porque anhelaba obedecer a aquella amable señora, cuanto porque las pocas palabras que acababa de pronunciar habían agotado sus fuerzas. No tardó en conciliar un sueño tranquilo y reparador, del cual vino a despertarle la luz de una bujía que de repente aproximaron al lecho. Oliver abrió los ojos, y éstos tropezaron con la respetable figura de un caballero que, inclinado sobre él y fijos los ojos sobre un reloj enorme de oro, que en la mano tenía, le tomaba el pulso y declaraba que el enfermo estaba mucho mejor. —Te encuentras muchísimo mejor, ¿no es verdad, querido? —preguntó el caballero. —Sí, señor; muchas gracias —respondió Oliver. —Seguro estaba yo de que mejorabas; ¿tendrás apetito, verdad? —No, señor. —¡Claro que no! —exclamó el caballero—. ¡No! ¡Ya sé que no puedes tenerlo! ¡No tiene apetito, señora Bedwin! —añadió con tono sentencioso. La señora anciana hizo una inclinación respetuosa de cabeza, como queriendo significar que tenía al doctor, pues médico era el caballero en cuestión, por hombre de gran talento. Parece que ésta era la opinión que de sí tenía el propio interesado. De seguro que tienes sueño, ¿no es cierto, amiguito? —No, señor. —¡Desde luego! —contestó el médico—. No tienes sueño, y así debe ser. ¿A que tampoco tienes sed? —Sí, señor. Sed tengo mucha. —¡Lo que yo esperaba, señora Bedwin, lo que yo esperaba! —dijo el médico—. Es muy natural que sienta sed. Déle un poquito de té con una tostada, pero sin manteca. No le arrope demasiado, pero cuide al propio tiempo de que no se enfríe mucho... ¿Lo hará así? Inclinóse la anciana en señal de asentimiento, y el doctor, después de probar una tisana fría y de manifestar que le parecía bien, salió presuroso como quien tiene mil enfermos a quienes atender. Oliver se durmió de nuevo, siendo casi medianoche cuando despertó. La anciana le dio poco después las buenas noches y se fue, dejándole confiado a los cuidados de una mujer gruesa que acababa de entrar en la habitación llevando en una mano un librito de oraciones y en la otra un gorro de dormir. Luego que dejó el libro sobre la mesa y colocó el gorro de dormir en su cabeza acercó una butaca a la chimenea no sin antes manifestar a Oliver que había venido a velarle, y comenzó a descabezar sueñecitos y más sueñecitos, interrumpidos de tanto en tanto por terribles cabezadas y alguna que otra caída de bruces, sin consecuencias graves, por supuesto, ya que aquéllas solía sufrirlas por regla general la nariz. Así se deslizó perezosamente la noche. Oliver permaneció largo rato despierto, ora contando los circulitos luminosos que la luz de la lámpara proyectaba sobre el techo filtrándose a través de la pantalla, ora intentando seguir con la vista las líneas del complicado dibujo del panel que cubría las paredes. La semioscuridad y el silencio que en la estancia reinaban no podían ser más solemnes. Invitaban a la meditación y terminaron por impresionar profundamente a Oliver, quien creyó que la muerte inexorable, después de haber rondado su lecho durante varios días y otras tantas noches, podía volver más terrible, más espantosa. Estas reflexiones le llenaron de pavor, que creyó disipar hundiendo la cara en la almohada y elevando al Cielo ferviente oración. 56 Invadióle gradualmente ese sueño tranquilo que sólo recientes enfermedades pueden proporcionar, ese reposo saludable y dulce del cual no quisiera uno despertar. ¿Quién, aun cuando del descanso de la muerte se tratara, desearía sacudirlo para verse envuelto de nuevo en las luchas por la vida, para sentirse arrastrado por el torbellino de las necesidades, para volver a encontrarse con las tristes eventualidades del presente, las sombrías inquietudes del porvenir y, más que nada, con los recuerdos amargos del pasado? Era muy entrado el día cuando Oliver abrió los ojos. Al despertar, invadióle una sensación de bienestar inefable. Había pasado la crisis; volvía a pertenecer al mundo de los vivos. Tres días después pudo abandonar el lecho y permanecer algunas horas sentado en un sillón bien guarnecido de almohadas, y como su debilidad excesiva no le consintiera andar, la buena señora Bedwin dispuso que le bajasen a su misma habitación, donde le sentó junto a la chimenea. A su lado tomó aquélla asiento, y fue tal su alegría al ver al enfermo fuera de peligro, que comenzó a llorar, sin ser dueña de sí misma. —No hagas caso de mi llanto, hijo mío, que el llanto es para mí un desahogo necesario—. ¡Mira! Ya estoy bien. Ya me tienes tranquila. —Es usted muy buena para mí, señora —contestó Oliver. —No hables de eso, querido, que no vale la pena. Vas a tomar ahora una tacita de caldo, que es ya hora de dar a tu cuerpo un refrigerio. Dice el médico que probablemente vendrá esta mañana el señor Brownlow a hacerte una visita, y es necesario que te encuentre bien, pues cuanto mejor sea tu aspecto, mayor será su alegría. Mientras hablaba, la anciana calentaba una cacerolita llena de un caldo tan substancioso, que hubiera bastado para alimentar a trescientos cincuenta personas, por lo menos, de las habituadas a las suculentas comidas del hospicio en que fue criado Oliver. —¿Te gustan los cuadros, hijo mío? —preguntó la anciana observando que Oliver contemplaba extasiado un retrato que pendía de la pared. —No puedo decirlo, señora —respondió Oliver, sin apartar los ojos del lienzo—. He visto tan pocos, que no entiendo de ello. ¡Qué hermoso y qué dulce es el rostro de esa señora! —¡Ah! Los pintores embellecen siempre a las damas que retratan, sin lo cual pronto perderían la clientela, hijo mío. El hombre que inventara un aparato que reflejara con exactitud el rostro humano, es más que probable que se pasaría la vida cruzado de brazos. Lo que digo es tan cierto como el Evangelio —dijo la señora, sonriendo maliciosamente. —¿Se parece a alguien esa pintura, señora? —Sí; es un retrato. —¿De quién? —Si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Seguramente de alguna persona que ni tú ni yo hemos conocido. Observo que te llama mucho la atención, hijo mío. —¡Es tan hermoso, tan bello! —¡Cómo! ¿Será posible que te infunda temor? —preguntó la señora Bedwin, observando la especie de respeto con que Oliver contemplaba el retrato. —¡Oh, no, no! —replicó vivamente Oliver—. Pero es que la mirada me parece triste, melancólica, y visto el retrato desde aquí, creo que está mirando... esa mirada hace que mi corazón lata con más fuerza —añadió el muchacho en voz baja—. ¡Diríase que esa señora quiere hablarme y no puede! —¡Dios mío! —exclamó la buena enfermera—. ¡No hables así, hijo de mi alma! Estás débil de resultas de tu enfermedad, eres impresionable sin duda y tus nervios están 57 excitados. Daremos media vuelta a tu butaca y así no verás el retrato... ¡así! —dijo la anciana, uniendo la acción a la palabra—. ¡Vaya! ¡Ya no lo tienes de frente! Oliver, empero, lo veía con los ojos del alma tan clara y distintamente como si no hubiesen alterado la posición de su butaca, pero en su deseo de no importunar a la buena señora, sonrió con dulzura, llevando la tranquilidad al ánimo de su enfermera, la cual, contenta y satisfecha, echó sal al caldo, cortó en pedacitos el pan tostado y los puso en la taza, haciendo todas las operaciones con la solemnidad y delicadeza que aquéllas merecían. Oliver tomó el sopicaldo con excelente apetito, y cuando acababa de llevar a la boca la última cucharada, llamaron suavemente a la puerta. —Adelante —dijo la señora Bedwin. En el marco apareció acto seguido el señor Brownlow. Entró el buen caballero con paso ligero; pero no bien alzó sus anteojos hasta la frente y se inclinó, llevando las manos a los faldones de su levita, para ver mejor a Oliver, sus facciones pasaron por una serie variadísima de contorsiones a cuál más extraña. Extenuado Oliver de resultas de su enfermedad, hizo un esfuerzo para levantarse impulsado por su deseo de dar a su bienhechor una prueba de respeto, pero cayó desplomado en el sillón. El corazón del señor Brownlow, tan grande que muy bien hubieran podido sacarse de él seis corazones para otros tantos caballeros de sentimientos nobles y humanitarios, merced a misteriosas operaciones hidráulicas que no intentaré explicar, porque para hacerlo satisfactoriamente sería preciso que poseyera conocimientos filosóficos que no poseo, llevó a sus ojos torrentes de agua que brotaron en raudal traducidos en lágrimas. Hasta tal extremo le conmovió la actitud del muchacho. —¡Pobre niño! ¡Pobre niño! —exclamó el señor Brownlow, esforzándose por dar a su voz su timbre habitual—. Estoy un poco afónico, señora Bedwin... temo haber cogido un catarro muy regular. —Yo creo que no, señor —contestó la señora Bedwin—. He tenido buen cuidado de que su ropa estuviera bien seca. —¡No sé... no sé! —replicó el señor Brownlow—. Me parece que ayer, en la comida, me puso usted una servilleta húmeda... pero, en fin, no hablemos de ello. ¿Qué tal te encuentras, hijo mío? —Feliz, señor, y agradecidísimo a las bondades de usted —contestó Oliver. —¡Buen muchacho! —exclamó el anciano con emoción—. ¿Le ha dado usted de comer, señora Bedwin? Algún caldo, ¿eh? —Una taza acaba de tomar en este instante, pero muy substancioso —contestó la enfermera, recalcando la última palabra con gran énfasis. —Un par de vasitos de vino generoso me parece que le hubieran sentado mejor que el caldo, ¿no es verdad Tomás White? —Me llamo Oliver, señor —replicó sorprendido el enfermo. —¡Oliver!... —repitió el señor Brownlow— ¿Oliver qué? Oliver White, ¿verdad? —No, señor... Twist, Oliver Twist. —¡Es particular! Entonces, ¿por qué dijiste al juez que tu apellido era White? —¡Yo no he dicho tal, señor! —contestó Oliver desconcertado. Tales visos de mentira tenía la contestación, que el caballero fijó en la cara de Oliver una mirada severa. La sinceridad, empero, que reflejaban sus facciones disiparon inmediatamente sus dudas. —Oí mal, sin duda —murmuró. Parece natural que el anciano caballero dejara de mirar con fijeza, a Oliver desde el 60 de nuevo: —¿Qué quieres darme a entender con eso? No se dignó contestar el Truhán. Calóse el sombrero, echó bajo el brazo los largos faldones de su levita, arrugó su nariz en forma sumamente expresiva y, girando sobre sus talones, emprendió la marcha, seguido de Bates, cuyo rostro reflejaba honda preocupación. Momentos después de sostenida la conversación que queda copiada, llegaba a oídos del judío rumor de pasos que hacían crujir los decrépitos peldaños de la escalera. El divertido viejo se hallaba sentado al amor de la lumbre, teniendo un panecillo en una mano, un cuchillo en la otra, y frente a su persona, sobre unas trébedes, un cacharro de peltre. Sus labios descoloridos se plegaron en una sonrisa picaresca al volver la cabeza y escuchar con gran atención. —¡Cómo! —exclamó el judío, cuyo rostro varió brusca y radicalmente de expresión—. ¿Qué es eso? ¿Sólo dos? ¿Dónde está el tercero? ¡No es posible que les hayan ocurrido contratiempos!... Los pasos se acercaron: muy pronto resonaron en el rellano la puerta se abrió lentamente y entraron el Truhán y Bates, que se apresuraron a cerrarla tras sí. Capítulo XIII Se hace la presentación de nuevos personajes que han de figurar en varios incidentes agradabilísimos de esta historia —¿Dónde está Oliver? —gritó colérico el judío, levantándose con expresión amenazadora—. ¿Qué habéis hecho del muchacho? Los dos pilletes miraron a su maestro con expresión de temor, cual si la violencia del tono empleado por aquél les hubiera alarmado; contempláronse luego mutuamente, y no contestaron palabra. —¿Qué ha sido de Oliver? —rugió Fajín, agarrando por el cuello al Truhán y lanzando por la boca un torrente de maldiciones—. ¡Habla, o te estrangulo! Tan en serio parecía hablar Fajín, que Carlos Bates, mozo prudentísimo, amigo de curarse en salud e inclinado por temperamento a esquivar los peligros, considerando altamente probable ser la segunda víctima inmolada por el judío, si éste se decidía a estrangular a su camarada, cayó de rodillas y lanzó un grito recio y prolongado, un grito que lo mismo podía confundirse con el mugido de un toro enfurecido, como con el bramar de una bocina. —¿Hablarás con cien mil de a caballo? —vociferó el judío, sacudiendo al Truhán con tal furia, que sólo un milagro pudo impedir que se le quedara su levita entre las manos. —Ha caído en la ratonera, y nada más —contestó el granuja con expresión sombría—. ¡Vaya! ¿Me suelta usted o no? Desprendiéndose de un salto de la levita, que quedó en manos del judío, el Truhán se apoderó de la tostadera con la cual tiró un viaje tan violento al jovial caballero, que si acierta a alcanzarle, es más que probable que hubiera concluido para siempre con su jovialidad. Merced a un salto atrás, dado con agilidad increíble en un hombre de sus años, logró esquivarle el golpe, y agarrando al propio tiempo el jarro de peltre, lo levantó con ánimo de estrellarlo contra la cabeza de su agresor. Por fortuna para éste, Bates llamó su atención lanzando un aullido espantosamente terrorífico, y el jarro destinado al Truhán, partió en busca de la cabeza de Bates. 61 —¿Qué demonios pasa aquí? —gritó en aquel punto una voz bronca—. ¿Quién se atreve a tirarme un jarro a la cara? ¡Gracias a que fue la cerveza y no el jarro el que me hirió, que de lo contrario, alguno lloraría lágrimas de sangre! No creía yo que un judío infernal, rico, ladrón y viejo, fuera capaz de tirar otro líquido que el agua... y ni siquiera agua, si no fuera porque la roba a la empresa que la proporciona a la ciudad. ¿Qué ocurre, Fajín? ¡Voto a...! ¡Me has manchado con cerveza la corbata!... ¡Entra tú, animal gruñón! ¿Qué haces ahí, como si te diera miedo tu maestro? ¡Entra enseguida! El hombre que barbotaba estas palabras era un mocetón robusto, de unos treinta y cinco años de edad, que vestía levita negra de terciopelo, calzones muy manchados y deteriorados y medias de algodón gris, que encerraban un par de pantorrillas de gran diámetro... unas pantorrillas de esas que siempre parecen incompletas y sin terminar si en los tobillos no presentan unos grilletes a guisa de adorno. Cubría su cabeza un sombrero de color oscuro y rodeaba su cuello un pañuelo sucio y grasiento, con cuyas puntas limpiaba su dueño la cerveza que corría por su cara. Cuando hubo terminado esa operación, quedó al descubierto una cara de líneas rudas y barba crecida, animada por dos ojos de siniestra expresión, uno de los cuales presentaba síntomas indubitables de haber trabado recientemente estrechas relaciones con un puño. —¡He dicho que entres!... ¿Has oído? —rugió el rufián. Arrastrándose por el suelo, entró en la habitación un perro lanudo y muy sucio, cuya cabeza estaba llena de chirlos y descalabraduras. —¿Por qué no entraste antes? —repuso el mocetón—. ¿Es que vas echando orgullo y ya no quieres reconocerme delante de la gente? ¡Échate ahí! Al mandato acompañó una patada que lanzó el animal al extremo opuesto de la habitación. Muy acostumbrado debía estar el perro a caricias como aquélla, pues se acurrucó tranquilamente en un rincón, sin exhalar un quejido, y abriendo y cerrando sus feos ojos más de veinte veces en menos de un minuto, pareció entregarse de lleno a la obra de examinar la habitación en que se encontraba. —¿Por qué reñías... por qué maltratabas a los muchachos, viejo avaro, tunante y ladrón? —gritó el recién llegado con aire resuelto—. ¡No comprendo cómo no te matan! Tiempo ha que te habría cortado el pescuezo si yo fuera tu aprendiz, y, además... ¡pero no! No hubiera podido venderte luego, como no fuera para exhibirte como modelo de deformidad encerrado en una botella, y creo que no fabrican botellas bastante grandes para contener a una bestia como tú. —¡Chitón, señor Sikes! —exclamó el judío temblando—. ¡Hable usted más bajo! —A mí no me llames señor, gran canalla, que es cosa sabida que cuando apelas al registro de las dulzuras, es porque meditas alguna granujería. Conoces mi nombre, así que puedes llamarme por él. Te aseguro que sabré hacerle honor cuando llegue el caso. —¡Bien, Guillermo Sikes, muy bien! —dijo el judío con humildad abyecta—. Parece que venimos de mal humor... —Puede ser, aunque creo que no es muy bueno el tuyo, a no ser que por distracción te divirtieras tirando jarros de peltre a la cabeza de tus amigos, lo cual confieso que es menos malo que denunciarlos. —¿Estás loco? —exclamó el judío, asiendo a su interlocutor por una manga y extendiendo el brazo hacia los muchachos. Contentóse Sikes con echarse al pescuezo un nudo corredizo imaginario y con dejar caer la cabeza sobre el hombro derecho, pantomima que el judío comprendió perfectamente, y a continuación, empleando un vocabulario extravagante, que 62 probablemente resultaría ininteligible para mis lectores si de él hiciera uso aquí, pidió un vasito de licor. —¡Cuidado con mezclarle algún veneno! —dijo Sikes, dejando el sombrero sobre la mesa. Díjolo como en son de broma; pero si al decirlo hubiera reparado en la sonrisa infernal que vagó por los labios del judío, quizá habría comprendido que la recomendación no era del todo innecesaria y que no eran ganas lo que al jovial viejo faltaban de perfeccionar la industria destilatoria. Luego que trasegó dos o tres vasos de licor, Sikes llevó su condescendencia hasta el extremo de enterarse de la presencia de los dos pilletes, a los cuales consintió que tomaran parte en una conversación que versó principalmente sobre el cómo y el porqué de la prisión de Oliver. Huelga decir que los cronistas de la misma hicieron una narración circunstanciada, en la que introdujeron cuantas alteraciones creyó el Truhán que aconsejaba la prudencia. —Temo que ese muchacho diga cosas que nos proporcionen algún disgusto —observó el judío. —Es muy probable —respondió Sikes, sonriendo con malicia—. Me parece que te veo bailando el zapateado en el aire, Fajín. —Y temo también —repuso el judío, afectando no haberse percatado de la interrupción y mirando con fijeza a su interlocutor—, que sí comienza el baile conmigo, puedan bailar muchos otros, con la circunstancia de que el baile que éstos bailen, y sobre todo el que baile usted, mi querido amigo, será más movido que el mío. Estremecióse Sikes y se revolvió con furia contra el judío, pero vio que éste tenía fija la mirada en el techo y que la expresión de su rostro era de inocencia perfecta. Sobrevino un silencio prolongado. Todos los individuos de aquella asociación respetabilísima parecían embebidos en sus propias reflexiones, sin exceptuar el perro, el cual se lamía el hocico como estudiando la manera de probar la fuerza de sus colmillos en las pantorrillas del primer mortal que topara en la calle en cuanto saliera de casa. —Es preciso que alguien vaya a informarse de lo que haya en el juzgado —dijo Sikes, con voz más baja de la que desde que llegó había empleado. El judío hizo un gesto de aprobación. —Si no ha movido la sin hueso, y le han encerrado ya en la cárcel, ningún peligro corremos hasta que lo suelten —añadió Sikes—. Habrá que estar sobre aviso para entonces, y sobre todo, amarrarle de alguna manera. Nueva señal de aprobación del judío. La conveniencia de adoptar la norma de conducta sugerida por Sikes saltaba a la vista, pero para traducirla en hechos, precisaba vencer obstáculos de consideración. Tanto el Truhán como Carlos Bates, lo mismo que Fajín y Guillermo Sikes, miraban con profunda antipatía a los jueces, antipatía extensiva a las salas en que aquéllos administraban justicia y hasta a sus inmediaciones. Es difícil predecir cuánto tiempo hubieran permanecido callados mirándose unos a otros reflejando indecisiones siempre desagradables. Verdad es que sería innecesario hacer conjeturas, pues la súbita llegada a escena de las dos señoritas que Oliver había tenido el honor de conocer anteriormente, dio nuevo pábulo a la interrumpida conversación. —¡Feliz coincidencia! —exclamó el judío—. Belita irá; ¿verdad, querida? —¿Adónde? —preguntó la interrogada. —Al juzgado, querida —respondió con voz melosa el judío. 65 demostrar que el robo que se le atribuía había sido cometido por otro muchacho, tuvo el juez a bien declararle absuelto, a raíz de lo cual el acusador se llevó al muchacho, todavía desmayado, a su propio domicilio, que debía estar hacia Pentonville, si no mentían las señas que aquél dio al cochero. Debatiéndose en un mar agitado de dudas y de ansiedades, la dolorida joven se dirigió con paso vacilante hacia la puerta, donde sin duda debió recobrar todas sus fuerzas, pues regresó con paso rápido, firme y seguro a la casa del judío, siguiendo la ruta más tortuosa y complicada que pudo imaginar. No bien conoció Guillermo Sikes el resultado de la comisión desempeñada por Anita, se caló el sombrero y salió como una flecha, sin tomarse la molestia de despedirse de sus compañeros. —¡Es preciso averiguar dónde está! —exclamó el judío sin poder disimular su agitación—. Hay que encontrarle a todo trance. Tú, Bates, sal inmediatamente y no vuelvas a casa hasta que me traigas noticias suyas... Anita, querida mía, es preciso que me le encuentres... En ti confío... y en el Truhán. ¡Esperad un momento! —añadió, abriendo con mano trémula un cajón—. Tomad dinero, amigos míos. Esta noche cerraré la tienda... ya sabéis dónde podéis encontrarme. No perdáis tiempo, queridos, ni un segundo. Hablando de esta suerte les acompañó hasta la escalera, cerró con dos vueltas de llave la puerta y sacó la cajita que bien a su pesar dejara otro día ver a Oliver. Con gran precipitación guardó en sus bolsillos los relojes y joyas que aquélla contenía. No había terminado la operación, cuando recibió un susto mayúsculo al oír que llamaban a la puerta. —¿Quién va? —preguntó temblando. —Soy yo —contestó el Truhán, pegados los labios al ojo de la llave. —¿Qué pasa? —inquirió el judío con impaciencia. —Anita quiere saber si debemos encerrarlo en la otra guarida. —Lo primero es encontrarle, que yo sabré lo que después debe hacerse: no tengas cuidado. Murmuró el Truhán algunas palabras entre dientes, y bajó apresuradamente la escalera para no hacer esperar a sus compañeros. —No ha hablado hasta ahora —dijo para sí el judío—. Si su intención es hablar demasiado, todavía es tiempo de cerrarle la boca. Capítulo XIV Nuevos detalles sobre la estancia de Oliver en casa del señor Brownlow y vaticinio hecho por cierto señor Grimwing acerca del resultado de una comisión encargada al muchacho Repuesto muy en breve Oliver del desmayo que la brusca exclamación del señor Brownlow le produjera, tanto este señor como la enfermera evitaron con diligencia volver a hablar del retrato, entablando una conversación que no versó ni sobre la historia ni sobre el porvenir de Oliver, sino sobre cosas encaminadas a distraerle sin producirle impresiones fuertes. No se sentó a la mesa a la hora de comer porque su debilidad era mucha para consentirlo; pero cuando a la mañana siguiente bajó al cuarto de la señora que le atendió y cuidó durante su enfermedad, lo primero que hizo fue dirigir una mirada a la pared, llevado de la esperanza de encontrar allí el retrato de la hermosa señora. El retrato había desaparecido. 66 —No está ya, ¿eh? —dijo la señora Bedwin, que había seguido la dirección de la mirada de Oliver. —En efecto —contestó Oliver exhalando un suspiro—. ¿Por qué lo han quitado? —Lo hemos quitado, hijo mío, porque dijo el señor Brownlow que la vista del retrato te hacía daño y acaso retardase tu curación. —¡Oh, no! ¡No me hacía daño, señora! Me agradaba verlo... ¡Lo quería tanto! —¡Bien, bien! Procura ponerte bueno pronto, y yo te aseguro que el retrato volverá a su sitio. Hablemos ahora de otra cosa. Fue lo único que por entonces pudo saber Oliver acerca del retrato en cuestión. Agradecido el muchacho a la tierna solicitud con que la buena enfermera le trataba, esforzóse por olvidar el asunto y prestó toda su atención a las historias y cuentos que aquélla le contó acerca de una hermana suya, buena y hermosa, casada con un hombre bueno y guapo, que vivía en el campo, y acerca de un hijo que estaba de dependiente en el establecimiento de un comerciante de las Indias Occidentales, que también era joven y muy bueno, y le escribía tres o cuatro veces cada año cartas tan cariñosas, que sólo su recuerdo llenaba de lágrimas sus ojos. Luego que la buena señora explicó a su sabor los méritos y perfecciones de sus virtuosos hijos, sin olvidar los de su excelente marido, fallecido ya, ¡pobrecillo!, veintiséis años antes, hubo de suspender la narración de tan interesantes historias para tomar el té pues era ya la hora, y después del té, enseñó a Oliver a jugar un juego de naipes, que el muchacho aprendió con rapidez asombrosa, juego que les entretuvo hasta que llegó, para el enfermito la hora de tomar un vaso de vino generoso caliente mezclado con agua y una tostadita, refrigerio precursor de la cama. Felices, muy felices, fueron los días de la convalecencia de Oliver. Respiraba tal ambiente de tranquilidad, lo veía todo tan limpio, tan ordenado, hacíanle objeto de cuidados y atenciones tan tiernas, que acordándose del ruido, de la turbulencia, de la agitación que fue siempre su medio ambiente, creía encontrarse en un paraíso de delicias. No bien recobró fuerzas bastantes para vestirse y andar, el señor Brownlow le compró un traje nuevecito, sin olvidar su gorra y zapatos, manifestando al propio tiempo a su protegido que podía hacer con el viejo lo que le acomodara. Oliver lo regaló todo a una criada que le había atendido con solicitud cariñosa durante su enfermedad, topándole que lo vendiera a cualquier judío y se quedara con su valor. La sirvienta no se lo hizo repetir. Oliver, que desde una ventana presenció la venta, y vio cómo el judío guardaba todas las prendas en un saco y se alejaba, experimentó viva alegría al pensar que no existían probabilidades de que jamás aquellas prendas volvieran a adornar su cuerpo. En rigor, eran una colección de harapos, pues el pobre muchacho no había tenido hasta entonces la satisfacción de vestir una prenda nueva. Ocho días después de la escena del retrato, encontrábase Oliver departiendo alegremente con la señora Bedwin, cuando recibió recado del señor Brownlow, quien le manifestaba que, si Oliver Twist se sentía bien, desearía verle en su despacho para hablar con él un ratito. —¡Dios mío! ¡Levántate, hijo mío, y deja que te peine! —exclamó la señora Bedwin—. ¡Señor! ¡No haber sabido que pensaba llamarte, pues te hubiera puesto un cuello limpio para que estuvieras hermoso como un sol! Obedeció Oliver las órdenes de la anciana, la cual, aunque lanzó al aire mil y mil lamentaciones, no bien le arregló la cabeza, encontróle tan delicado y hermoso, que llegó en su entusiasmo a decir, previo examen de cabeza a pies, que le parecía imposible que en tan breve espacio de tiempo hubiera podido ganar tanto. 67 El muchacho, animado por las entusiastas ponderaciones de la anciana llamó con los nudillos en la puerta del despacho de su protector, y al entrar, después de oír la frase sacramental de adelante, encontró al señor Brownlow en una estancia reducida, escondida en el centro de la casa, cuyas paredes desaparecían detrás de las estanterías llenas de libros que la cubrían. La habitación tenía una ventana que daba a unos jardines preciosos, frente a la cual estaba la mesa de trabajo ante la que encontró sentado al cariñoso anciano. Cuando éste vio entrar a Oliver, dejó vivamente el libro que estaba leyendo e hizo que el muchacho se acercara y sentara a su lado. Obedeció Oliver, maravillándose de que hubiera en el mundo mortal que pudiera leer tantos libros, que seguramente bastaban y aun sobraban, para hacer sabio a todo el género humano. No es de admirar que se maravillase, pues muchos, de bastante más experiencia que Oliver Twist, no aciertan a comprender el fenómeno de que, habiendo tantos libros, haya tan pocos sabios. —Muchos libros y muy buenos, ¿no es verdad, hijo mío? —preguntó con dulzura el señor Brownlow al reparar en la curiosidad con que Oliver contemplaba los estantes. —Muchos, sí, señor; nunca tuve ocasión de ver tantos —contestó Oliver. —Todos podrás leerlos si te portas bien —observó el caballero—. Por cierto que su lectura te agradará mucho más que sus cubiertas... es decir, no siempre, pues libros hay cuyo mérito único está en la encuadernación. —Serán esos tan grandes, señor —dijo Oliver, extendiendo el brazo hacia unos volúmenes en cuarto mayor, cuyos lomos ostentaban hermosos relieves dorados. —No me refiero a ésos precisamente —replicó el anciano, dando unos golpecitos en la espalda al muchacho—. Otros hay que pesan tanto como éstos, aun cuando sus dimensiones sean muchísimo más pequeñas. ¿Te gustaría llegar a ser un sabio y escribir libros, hijo mío? —Creo que preferiría leerlos, señor. —¡Cómo! ¿No te agradaría ser autor? Al cabo de algunos momentos de reflexión, contestó Oliver que, a su juicio, era mejor el oficio de librero que el de autor, contestación que hizo reír de muy buena gana al caballero, quien concluyó por declarar que no dejaba de estar en su punto la respuesta. Huelga decir que Oliver quedó sumamente satisfecho, bien que sin comprender el porqué de la risa de su protector. —¡Bien, hijo mío, bien! —exclamó el señor Brownlow con seriedad—. No te asustes, que mientras haya un oficio que aprender, te prometo que no serás autor. —Gracias, señor, muchas gracias —respondió Oliver, con entonación que arrancó nuevas risas al anciano, a la par que murmuraba entre dientes algo acerca del instinto. —Ahora, hijo mío, necesito que prestes toda tu atención a lo que voy a decirte —repuso el señor Brownlow, hablando con entonación más dulce, si cabe, a la par que con solemnidad excepcional—. Voy a hablarte sin rodeos ni reservas, seguro de que estás en estado de comprenderme tan bien como si fueras hombre de más edad. —¡Oh, señor! ¡No me diga que trata de despedirme de su casa, por favor! —exclamó, Oliver con ansiedad, lleno de temor ante la solemnidad del preámbulo—. No me ponga a la puerta de su casa, obligándome a correr de nuevo las calles. Permítame continuar a su lado como criado. No me envíe al lugar repugnante de donde salí. ¡Tenga piedad de este pobre muchacho, señor! —Hijo mío —replicó el señor Bhownlow ante el calor con que Oliver imploraba su protección—. No temas que yo te abandone, a no ser que para ello me des motivos. —¡Nunca los daré, señor! 70 muchacho, a quien no agradaban mucho los modales del recién llegado, alegróse de que le depararan ocasión para salir. —Es un guapo chico, ¿verdad? —preguntó el señor Brownlow. —¡Yo qué sé! —contestó el interrogado con entonación brusca. —¿Que no lo sabe? —¡Claro que no lo sé! Para mí todos los muchachos son iguales: mejor dicho, no encuentro más que dos clases de muchachos: muchachos espátulas, y muchachos toros. —¿En qué clasificación incluye a Oliver? —En la de muchachos espátulas. Un amigo mío tiene un hijo de los de la categoría de muchachos toros... una preciosidad, según dicen. Tiene una cabezota tremebunda, unos mofletes proporcionados a aquélla, rojos como la sangre, por añadidura, y unos ojos como carbones encendidos, en fin, un horror. —¿Pues qué diremos de su cuerpo? La carne amenaza romper el traje por todas partes, tiene voz de marinero y apetito de lobo. He tenido, ocasión de conocer bien a ese cetáceo. —Conformes; pero, como no es ése el tipo de Oliver Twist, creo que no tiene usted motivos para enojarse. —Reconozco que no es ése el tipo de Oliver; pero con mejor tipo, puede ser de peor condición que el otro. El señor Brownlow tosió con impaciencia, lo que al parecer produjo viva satisfacción a su interlocutor. —Repito que probablemente será mucho peor —insistió el señor Grimwig—. ¿De dónde viene? ¿Quién es? ¿Qué es? Por lo pronto, ha tenido fiebre, y la fiebre sólo ataca a los malos sujetos. ¿Eh? ¿Qué edad? Conocí a un individuo que fue ahorcado en Jamaica por haber asesinado a su amo: pues bien, ese individuo había contraído la fiebre seis veces. ¿Que le parece? Lo bueno del caso es que allá en los repliegues más recónditos de su corazón, el señor Grimwig estaba dispuesto a reconocer que el semblante de Oliver le había sido altamente simpático, pero por encima de los dictados de aquella víscera estaba su prurito por contradecir, prurito agudizado en aquel momento por haber encontrado en la escalera la cáscara de naranja. He aquí por qué, resuelto a no consentir que ningún nacido le dijera si un muchacho era guapo o feo, simpático o antipático, desde el primer instante decidió llevar la contraria a su amigo. Cuando el señor Brownlow reconoció que no podía dar contestación satisfactoria a sus preguntas acerca de la honradez del muchacho, y que había diferido toda clase de investigaciones acerca de la historia pasada de aquél hasta que su estado de salud le permitiera referirla, el señor Grimwig sonrió sarcástica y maliciosamente, preguntando con punzante ironía si su ama de gobierno tenía la costumbre de contar todas las noches el servicio de plata, añadiendo que si dentro de un plazo brevísimo no echaba de menos uno o dos cubiertos, estaba dispuesto a comerse... lo que ya se sabe. El señor Brownlow, aunque de temperamento vivo e impetuoso, como conocía a fondo las cualidades peculiares de su amigo, sufrió con calma sus excentricidades. Durante el té, como el señor Grimwig tuvo la dignación de encontrar excelentes los bizcochos, la conversación siguió derroteros menos escabrosos, y Oliver, que también estuvo presente a té, comenzó a sentirse más tranquilo ante aquel fiero y destemplado caballero. —¿Y cuándo vamos a tener el placer de escuchar la historia completa, verídica y detallada de la vida y aventuras de Oliver Twist? —preguntó el señor Grimwig mirando de 71 soslayo a Oliver. —Mañana por la mañana —contestó el señor Brownlow—; pero deseo que me la cuente a mí solo. Sube a mi despacho mañana a las diez, hijo mío. —Está bien, señor —contestó Oliver con cierta vacilación, provocada por las furibundas miradas que le dirigía el señor Grimwig. —¿Quiere usted que le diga una cosa? —preguntó Grimwig, pegando su boca al oído de su amigo—. No subirá: no le espere usted. He visto su vacilación. Le está engañando a usted, amigo mío. —¡Juraría que no! —replicó con calor el señor Brownlow. —¡Y yo me... —aquí descargó un bastonazo tremendo— si no le engaña! —¡Garantizaría la honradez del chico con mi vida! —insistió el señor Brownlow descargando un puñetazo sobre la mesa. —¡Y yo con mi cabeza que es un bribón! —El tiempo nos lo dirá. —¡Al tiempo, al tiempo! Quiso la fatalidad que en aquel punto entrase en la estancia la señora Bedwin llevando un paquete de libros que el señor Brownlow había comprado en el mismo puesto de libros que ha figurado ya en esta historia. Dejó el paquete sobre la mesa y se disponía a salir, cuando le dijo Brownlow: —Haga usted subir al criado, que tiene que ir a un recado. —Ha salido, señor —respondió la, señora Bedwin. —Mándelo llamar. Necesito devolver algunos libros y pagar otros, que no están pagados. El librero no es rico, y quiero pagar inmediatamente mi deuda. Salió la anciana de la estancia, seguida de Oliver, a quien envió por un lado de la calle para que llamara al criado mientras la criada hacía lo propio en dirección opuesta, pero ni aquél ni ésta dieron con el que buscaban. Ambos regresaron jadeantes sin haber conseguido su objeto. —Lo siento de veras —dijo el señor Brownlow—. Tenía grande empeño en devolver los libros esta noche. —Puede enviarlos con Oliver —Observó Grimwig con ironía—. Nadie cumplirá el encargo más escrupulosamente que él. —¡Sí, señor! Yo lo haré —terció Oliver—. Iré volando. A punto estaba el buen caballero de contestar que no quería que Oliver saliera a la calle bajo ningún pretexto, cuando una tosecilla maliciosa de su extravagante amigo le hizo variar de resolución. Decidió, pues, confiar el encargo al muchacho, manera de demostrar con hechos que las sospechas de Grimwig eran infundadas y maliciosas. —Vas a ir tú, hijo mío —dijo a Oliver—. Los libros están sobre una silla junto a mi mesa: ve a buscarlos. Oliver, encantado al ver que podía ser de alguna utilidad a su protector, volvió segundos después con los libros bajo el brazo, y esperó, gorra en mano, las órdenes de Brownlow. —Dirás al librero que le devuelves estos libros de mi parte —dijo Brownlow, mirando con fijeza a Grimwig—, y que vas a pagarle las cuatro libras y diez chelines que le adeudo. Toma un billete de cinco libras: te devolverá diez chelines. —No tardaré ni diez minutos, señor —contestó Oliver. Después de guardar el billete en el bolsillo y de colocar cuidadosamente los libros bajo el brazo, hizo Oliver una reverencia profunda y salió. La señora Bedwin le acompañó 72 hasta la puerta de la calle, indicándole cuál era el camino más corto, el nombre del librero y el de la calle, indicaciones que Oliver manifestó haber entendido perfectamente, y después que le recomendó una y otra vez que se abrigara bien, dejóle marchar. —¡Angelito! —exclamó la buena anciana, siguiendo a Oliver con la vista—. No puedo decir por qué, pero hubiera deseado que no saliera de casa. El muchacho, que llegaba a la esquina volvió la cabeza y sonrió a la señora Bedwig antes de doblarla. Esta devolvió la sonrisa y, cerrando la puerta, subió a su habitación. —Vamos a ver —dijo Brownlow, sacando el reloj del bolsillo y poniéndolo sobre la mesa—. Estará de vuelta dentro de veinte minutos a lo sumo: ya habrá anochecido entonces. —¿Pero espera usted que vuelva? —preguntó Grimwig. —¿Lo duda usted? —replicó Brownlow sonriendo. El espíritu de contradicción respiraba con fuerza en aquel momento en el pecho de Grimwig, pero aún le dio mayores proporciones la sonrisa de confianza de su amigo. —¡Lo dudo, sí! —respondió, descargando otro puñetazo sobre la mesa—. No sólo lo dudo: afirmo que no volverá. El muchacho lleva un traje nuevo, algunos libros de valor, y un billete de cinco libras en el bolsillo. Desde aquí irá en derechura a encontrar a sus antiguos amigos los ladrones, y todos se burlarán de usted. ¡Si ese muchacho vuelve a aparecer por esta casa, me como mi cabeza! Pronunciadas estas palabras, acercó su silla a la mesa, y los dos amigos guardaron silencio, fijas sus miradas en la esfera del reloj que tenían delante. Bueno será hacer constar, a título de ejemplo que pone de relieve la importancia que el hombre suele conceder a sus apreciaciones y el orgullo con que ve confirmadas por los hechos conclusiones temerarias y hasta odiosas que se permitió aventurar, que el señor Grimwig, no obstante su buen corazón, que bueno lo tenía de veras, y el pesar sincero que le proporcionaría ver engañado y estafado a su amigo, en aquel momento deseaba de todas veras y con toda su alma que Oliver Twist no volviera. La noche fue llegando por sus pasos contados. Apenas se distinguían ya las agujas del reloj; pero los dos caballeros continuaban inmóviles y silenciosos, con los ojos clavados en el reloj. Capítulo XV Que prueba cuánto querían a Oliver Twist el gracioso viejo judío y la señorita Anita En la obscura y hedionda sala de una taberna situada en una de las calles más pobres de Little-Saffron-Hili, guarida tenebrosa donde durante el verano no recibe la visita de un solo rayo de sol, hállase sentado frente a un jarro de latón y un vasito de vidrio, ambos impregnados de fuerte olor a alcohol, un hombre que viste casacón de terciopelo de color pardusco, calzón, medias y medias botas, en quien cualquier agente de policía poco experto, aun a la media luz de la estancia, hubiera reconocido sin dificultad a Guillermo Sikes. Tendido a sus pies, había un perro de capa blanca y ojos colorados, que ora miraba a su amo, ora lamía una herida sanguinolenta que presentaba su hocico, prueba inequívoca de alguna riña reciente. —¡Te estarás quieto, maldito! —exclamó Sikes, rompiendo un silencio que perduraba desde mucho antes de presentarlo a los lectores. Aquel hombre meditaba, parecía absorto en hondas preocupaciones; esto es indudable; pero en cambio ofrece dudas muy serias, tan serias que las dejo a la 75 alzara los ojos del suelo ni despegara los labios, salió aquél para volver poco después acompañando a Anita, la cual venía ataviada con gorro, delantal, cesta y una llave enorme en la mano. —¿Estás sobre la pista, Anita? —preguntó Sikes, ofreciéndole un vasito. —Sobre la pista estoy, Guillermo —respondió la joven—, vaciando el vasito—. Encontré la pista, y por cierto que me he cansado más de la cuenta. El bribonzuelo ha estado enfermo, ha permanecido recluido en la casa y... —¡Ah, Anita querida! —exclamó el judío—. ¡Mi querida Anita! No me atreveré a asegurar si la contracción especial que sufrieron las rojas cejas del viejo judío y el guiño apenas perceptible de sus pequeños ojos hundidos profundamente en sus órbitas dieron a entender a la joven que procurara ser poco comunicativa: son detalles esos que apenas si tienen importancia. Lo que a la exactitud de la narración interesa son los hechos; y los hechos, mejor dicho, el hecho fue que la joven cortó en redondo las explicaciones y que, después de prodigar a Sikes sonrisas llenas de gracia, cambió bruscamente de conversación. Al cabo de unos diez minutos, el buen Fajín sufrió un acceso de tos, visto, mejor dicho oído lo cual, la caritativa Anita echó sobre sus hombros su propio chal y manifestó que era hora de recogerse. Sikes manifestó que él debía seguir durante un buen trecho la misma dirección, y que, por tanto, tendría el placer de acompañarla; en consecuencia, salieron juntos, seguidos a corta distancia por el perro, que salió de un corral próximo cuando su dueño se hubo alejado. El judío asomó la cabeza por la puerta de salida, siguió con la vista a Sikes mientras éste se perdía en las obscuridades del lóbrego pasadizo, amenazóle con el puño cerrado murmurando al propio tiempo horribles imprecaciones, y luego, plegados sus labios en una sonrisa siniestra, sentóse frente a la mesa y no tardó en absorberse en la lectura interesante de una revista. Mientras en la taberna tenía lugar la escena que dejo descrita, Oliver Twist, sin soñar siquiera que pudiera estar tan cerca como estaba del judío de las marrullerías, se encaminaba a buen paso a la tienda del librero. Al llegar a Clerkenwell, tomó, sin darse cuenta, una calle que no debió tomar, pero como no se percató de su equivocación hasta que había recorrido la mitad de la misma, y supuso por otra parte que apenas si le alejaba de la dirección exacta, consideró inútil retroceder y prosiguió avanzando con toda la ligereza posible, con el paquete de los libros bajo el brazo. Andaba contento, pensando en el bienestar que su nueva situación le proporcionaba y en el placer que le proporcionaría ver al pobre Ricardito, quien probablemente en aquel momento mismo estaría muerto de hambre y molido a palos llorando con amargura, cuando disipó estas meditaciones el grito de una joven, que exclamó con toda la fuerza de sus pulmones: —¡Hermano querido! Sin que Oliver tuviera tiempo de alzar los ojos, se encontró preso entre dos brazos que rodearon su cuello. —¡Déjeme usted! —dijo Oliver, pugnando por desprenderse—. ¿Quién es usted? ¿Por qué me detiene? Por toda contestación, la joven que estrechaba a Oliver entre sus brazos, joven que llevaba en una mano una cesta y en la otra una llave descomunal, dejó escapar de sus labios un verdadero diluvio de lamentaciones y quejas, pero a grito herido. —¡Oh! ¡Gracias, Dios mío! —gritaba—. ¡Le encontré al fin! ¡Oh, Oliver... Oliver! ¡Qué de sufrimientos, qué de agonías por tu culpa, cruel! ¡Vamos a casa, querido, vamos a 76 casa! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué felicidad haberle encontrado! ¡Gracias, Dios mío, gracias! Lanzadas al viento las exclamaciones que dejo copiadas, y otras que no copiaré, tan incoherentes como las primeras, la joven continuó alternando los gritos con los suspiros y acabó por ser presa de tan violento ataque de nervios, que dos mujeres de las que habían acudido a los gritos se creyeron en el caso de preguntar al mozo de un tablajero, cuya cabellera hirsuta y crespa rezumaba el sebo con que su propietario solía frotarla, si no sería mejor que permanecer allí como un pasmarote correr en busca de un médico, a lo que contestó el de la cabeza sebosa, más aficionado por lo visto a mirar que a correr, que a su juicio no eran necesarios los auxilios de la ciencia médica. —¡No, no! —exclamó la joven, asiendo con fuerza la mano de Oliver—. ¡No hay necesidad! Esto no es nada... Me siento ya mejor. ¡Vamos, vamos a casa, ingrato! —¿Pero qué es lo que pasa? —preguntó una de las curiosas. —¡Oh! —respondió la joven—. Que se escapó hace ya un mes de su casa, dejando desesperados a sus padres, personas honradas y trabajadoras, para correr a sus anchas en compañía de una cuadrilla de pilletes tan malos como él: ¡Oh! ¡Su madre ha estado a punto de morir de dolor! —¡Tunante! —exclamó una mujer. —¡A casa, bribonzuelo! —añadió otra. —Esta joven se equivoca —replicó Oliver, comenzando a alarmarse—. Debe confundirme con otro, pues no la conozco siquiera. Además: no tengo hermanas, ni madre ni padre. Soy huérfano y vivo en Pentenville. —¡Habráse visto desvergüenza!, —exclamó la joven. —¡Cómo! ¡Si es Anita! —dijo Oliver, viendo la cara de la joven y retrocediendo un paso sin poder disimular su asombro. —Ya están ustedes viendo cómo me conoce —arguyó Anita, dirigiéndose a los curiosos. No ha podido sostener su negativa. Oblíguenle a venir conmigo, buenas gentes, si quieren evitar que su pobre madre muera de dolor y yo me desespere. —¡Pero qué diablos es esto! —gritó un hombre, saliendo bruscamente de una cervecería, seguido por un perro blanco—. ¡Toma! ¡Pues si es Oliver! ¡Anda! ¡Vete con tu pobre madre, granuja! ¡A casa inmediatamente! —¡No es verdad... no les conozco!... ¡Socorro! ¡Socorro! —gritó Oliver intentando desasirse de la poderosa zarpa de aquel hombre. —Socorro, ¿eh? —repitió el intruso—. ¡Yo te socorreré, pillete! ¿Qué libros son ésos? ¿Dónde los ha robado? ¡Vengan aquí! Mientras de esta suerte increpaba al muchacho, arrebatóle el paquete de libros y con el mismo le golpeó la cabeza. —¡Así se hace! —gritó un hombre desde una ventana—. No hay medio mejor para hacer entrar en cuerda a esos granujillas. —¡El Evangelio! —terció un carpintero dirigiendo una mirada de aprobación al de la ventana. —Eso le servirá de lección provechosa —dijeron dos mujeres. —Y más si la lección se prolonga —repuso el de los golpes, administrando al muchacho un par más y agarrándole por el cuello—. ¡A casa, malvado! ¡A ése, León, a ése... ¡Cuidado con el perro, muchacho, que tiene malas pulgas! Debilitado por efecto de la reciente enfermedad, aturdido por los golpes y desconcertado ante lo imprevisto del ataque, espantado por añadidura por los amenazadores gruñidos del perro y por la brutalidad de aquel hombre, y avergonzado al ver que todos los 77 presentes por ladrón le tenían, ¿qué podía hacer el desventurado? Había cerrado la noche, no podía esperar socorros humanos, la resistencia era inútil. Momentos después se veía arrastrado por un laberinto de callejas estrechas y solitarias a velocidad que imposibilitaba por completo la emisión de gritos en demanda de socorro. Verdad es que nada hubiera salido ganando si se le hubiese permitido gritar, pues nadie había por aquellos parajes dispuesto a prestárselo a ningún desgraciado. Los faroles de las calles derramaban ya su incierta claridad. La señora Bedwin esperaba con ansiedad junto a la puerta de la calle. Veinte veces había salido el criado camino de la casa del librero por si daba con las huellas de Oliver, y los dos ancianos continuaban sentados frente a frente, inmóviles y silenciosos, fijos sus ojos en la esfera del reloj, que no veían, pues en la estancia en que se encontraban nadie había cuidado de encender luces. Capítulo XVI De lo que aconteció a Oliver Twist después de haber sido reclamado por Anita La madeja confusa de callejas sucias y estrechas vino a terminar en una explanada en la cual se veían diseminados varios corrales y otras indicaciones de ser aquél el mercado de ganados. Sikes acortó el paso al llegar al punto mencionado, disposición acertada, pues la muchacha estaba rendida y no hubiera podido continuar caminando con tanta prisa. Volvióse entonces hacia Oliver, y con el tono áspero que le era habitual, mandóle que tomara la mano de Anita. —¿Oyes? —gritó Sikes, viendo que Oliver titubeaba y tendía alrededor sus miradas. Encontrábanse en un sitio solitario, aislado, fuera de todo tránsito, y convencido Oliver de que la resistencia habría de ser inútil, alargó su mano que la muchacha agarró con fuerza. —Dame la otra —gruñó Sikes, apoderándose de ella a la par que hablaba. —¡León... aquí! El perro se acercó gruñendo. —Escúchame bien —repuso Sikes, poniendo la mano desocupada en el cuello de Oliver—. Si habla una palabra, una sola, hazle presa aquí, ¿entiendes? El animal gruñó por segunda vez, se lamió el hocico y miró a Oliver como deseando no esperar a que éste hablara para hundir sus colmillos en su garganta. —¡Ciego me quede si no lo hace como se lo he mandado! —exclamó Sikes, contemplando al animal con sonrisa de feroz aprobación—. Ya sabes lo que te espera, amiguito, así que, llama si te atreves, que el perro te obligará a enmudecer. ¡Andando, y vivo, vivo! El perro movió el rabo, único lenguaje que le estaba permitido, y lanzando otro gruñido a guisa de aviso saludable, echó a andar rompiendo la marcha. Estaban cruzando Smithfield aunque hubiera podido ser la Plaza Gobernor sin que Oliver dijera lo contrario, sencillamente porque tan desconocido le era uno como otro sitio. La noche estaba obscura y brumosa. Las luces de las tiendas apenas si conseguían taladrar la densa niebla que por momentos se espesaba más, envolviendo a la ciudad en un sudario negro que acentuaba la depresión de ánimo y el espanto que inundaban el alma de Oliver. Avanzaban presurosos cuando la campana de una iglesia dio la hora. A la primera campanada hicieron alto los dos conductores y volvieron sus cabezas hacia el sitio del que partía el sonido. 80 billete, y tembló Oliver de alegría, porque creyó que el desenlace de la contienda sería su libertad. —¡Vaya! —repuso Sikes—. ¿Me entregas eso? ¿Sí, o no? —No es justo, Guillermo... ¿Verdad que no es justo, Anita? —preguntó el judío. —Justo o no, repito que quiero ese billete —insistió Sikes—. ¿Crees por ventura que Anita y yo hemos venido al mundo para seguir la pista y secuestrar en plena calle a los muchachos que escapan de tus uñas? ¡Suelta la mosca, ladrón sin entrañas, si no quieres que acabemos muy mal! A la par que Sikes dirigía al judío tan dulce y cariñosa representación, arrancaba el billete de entre el pulgar y el índice de la diestra de aquél, y escondía rápidamente el precioso papel, después de bien doblado, en una de las puntas de su corbata, donde lo anudó. —Es el premio de nuestro trabajo —observó Sikes—, aunque bien seguro es que vale doble. Puedes quedarte con los libros, si eres aficionado a leer; caso que te molesten, no seré yo quien te impida que los vendas. —¡Hermoso... interesantísimo! —exclamó Bates haciendo mil muecas y contorsiones, mientras aparentaba leer uno de los libros—. ¡Qué estilo tan sublime! ¿No es verdad, Oliver? Al reparar en la expresión de desaliento de Oliver, Carlos Bates propenso a ver las cosas por el lado cómico y burlesco, sufrió el tercer acceso de hilaridad. —Esos libros —contestó Oliver, juntando las manos en actitud suplicante— son del anciano excelente, del caballero compasivo que me recogió en su casa y que me cuidó y, atendió cuando yo moría como consecuencia de una fiebre violenta. ¡Por Dios santo, por lo que más quieran ustedes en el mundo, devuélvanselos juntamente con el dinero! ¡Reténganme aquí preso toda la vida, pero por compasión, devuélvanle lo que es suyo! ¡Creerá que le he robado, y la anciana que con solicitud tan tierna me atendió, y todos los de la casa, me tendrán por ladrón ¡Compadézcanse de mí, y devuelvan los libros y el billete! Diciendo esto con la energía que da a veces el dolor exacerbado, Oliver cayó de rodillas a los pies del judío retorciéndose las manos en un acceso de desesperación. —El muchacho tiene razón —contestó el judío enarcando las cejas—. Estás en lo cierto, Oliver. Creerán que los has robado. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡No saldría todo tan a pedir de boca si yo mismo lo hubiese preparado! —terminó, frotándose las manos de gusto. —Eso ya lo sabía yo cuando le cogí en Clerkenwell con los libros debajo del brazo —dijo Sikes—. La cosa no sale mal. Las personas que le recogieron deben ser unos sacristanes cándidos, de corazón de cera pues no le hubieran atendido en caso contrario. Tampoco se tomarán el trabajo de buscarle a fin de evitarse la crueldad de tener que denunciarlo por ladrón; por tanto, bien seguro le tenemos aquí. Mientras se cruzaban las palabras anteriores, Oliver paseaba sus miradas atónitas de uno a otro de los interlocutores, aturdido, espantado, y sin darse cuenta cabal de su situación; pero no bien terminó su discurso Sikes, levantóse el muchacho de un salto y salió precipitado de la habitación, gritando con todas sus fuerzas en demanda de socorro. Sus gritos resonaban por todos los ámbitos de aquella casa en ruinas. —¡No dejes salir al perro, Guillermo! —gritó Anita, colocándose delante de la puerta al ver que el judío y Sikes pretendían salir en persecución de Oliver—. ¡No le dejes salir, que va a destrozar a ese infeliz! —¡Es lo que merece! —aulló Sikes, debatiéndose para desembarazarse de la 81 joven—. ¡Fuera de ahí, o te estrello la cabeza contra la pared! —¡No me importa, Guillermo, no me importa! —replicó la muchacha, luchando vigorosamente con el ladrón—. Para que el perro destroce entre sus dientes al muchacho, será preciso que antes me mates a mí. —Sí, ¿eh? —rugió Sikes, rechinando los dientes—. ¡Pronto verás cumplido tu deseo como no dejes el paso franco! Y diciendo esto, aquel canalla lanzó a la joven contra la pared opuesta, en el momento preciso que volvía el judío con los dos pilletes que traían arrastrando a Oliver. —¿Qué pasa aquí? —preguntó Fajín. —¡Nada! ¡Que ésa se ha vuelto loca! —¡No, no me he vuelto loca! —contestó la Joven —. ¡No lo crea usted, Fajín! —Pues si no estás loca, cállate; hazme el favor —dijo el judío con aire de amenaza. —Ni estoy loca ni quiero callar —gritó la muchacha alzando mucho la voz—. ¿Tiene usted algo que objetar? El ladino Fajín conocedor perfecto de los usos y costumbres de la rama especial humana a la que Anita pertenecía, creyó un poquito peligroso prolongar la conversación en aquel momento psicológico, y, en consecuencia, deseando desviar la atención, se volvió hacia Oliver. —Conque pretendías escapar, ¿eh? —dijo, tomando en su mano un garrote nudoso, que había en un rincón de la estancia. No contestó Oliver, pero espiaba los movimientos del judío y, su respiración se hizo jadeante. —Querías pedir socorro, llamar a la policía, ¿no es cierto? —repuso el judío con entonación sarcástica agarrando al muchacho por un brazo—. Yo te quitaré las ganas de volver a hacerlo. Acompañando la acción a la palabra, descargó un garrotazo sobre las espaldas de su víctima, y se disponía a repetir el golpe, cuando la joven, interponiéndose con ligereza, le arrancó la tranca de las manos. Seguidamente la arrojó al fuego con tal fuerza, que las brasas encendidas saltaron por los aires para caer en lluvia abundante en la habitación. —¡No toleraré esas brutalidades, Fajín! —gritó Anita—. Ya tiene usted al muchacho, ¿qué más quiere? ¡Déjelo en paz... pues de lo contrario, voy a estampar en su cuerpo una marca de las que se pagan con una porción de años en galeras! Pateaba la joven con furia al lanzar la amenaza. Pálida de ira, crispados los labios y cerrados los puños, miraba ora al judío, ora al otro bandido con ojos que parecían carbones encendidos. —¡Muy bien, Anita, muy bien! —exclamó el Judío con voz melosa al cabo de algunos momentos, durante los cuales cambió con Sikes miradas que reflejaban su desconcierto. —Nunca te vi tan admirable como esta noche. ¡Palabra de honor, chiquilla! ¡No cabe representar más maravillosamente el papel! —¿De veras? —replicó la muchacha—. ¡Cuidado, pues, con las equivocaciones que pueda sufrir, que yo le juro, Fajín, que han de ser fatales para usted! ¡Aviso con tiempo; así que cuidadito! Hay algo en la irritación de la mujer, sobre todo si disgustos y la desesperación exacerban sus demás pasiones, que muy contados hombres se atreven a provocar. Fajín hubo de comprender que sería tonto y peligroso continuar tomando a chacota la cólera de Anita, y poco dispuesto a tocar las consecuencias de aquélla, dirigió a Sikes una mirada en 82 la que campeaban por igual súplicas mudas y cobardías manifiestas, como indicándole que era misión suya poner a aquella rebelde persona en disposición de continuar el diálogo. Guillermo, comprendiendo al punto el lenguaje mudo del judío, y viendo comprometidos muy seriamente su orgullo e influencia personal si no reducía en el acto a la razón a la irritada Anita, comenzó por barbotar unas cuantas docenas de ternos, imprecaciones y amenazas tan variadas y pintorescas, que hicieron honor a la fecundidad de su inventiva. Como observara, sin embargo, que el chaparrón no producía el menor efecto en la persona sobre cuya cabeza descargaba, apeló a argumentos más contundentes. —¿Qué significa lo que estás haciendo? —preguntó, lanzando contra la parte más hermosa del rostro humano una maldición muy corriente que, si fuera oída en el Cielo una sola vez por cada cincuenta mil que se pronuncia en la tierra, serían muchas más las personas ciegas que las que tienen vista—. ¡Di! ¿Qué significa tu actitud? ¡Maldita sea mi alma... ¿Has olvidado quién eres y qué eres? —¡Oh, no! ¡No lo he olvidado! —contestó la joven con risa histérica y moviendo la cabeza—. Sé muy bien quién soy y qué soy. —Pues, entonces, cállate, si no quieres que yo te haga enmudecer para mucho tiempo. Anita soltó otra carcajada más descompuesta que la anterior, y después de mirar con desprecio a Sikes, volvióle la espalda y se mordió el labio hasta que brotó la sangre. —Estás realmente encantadora cuando te da por lo sentimental y humanitario —repuso Sikes, mirándola con expresión de supremo desdén—. La ocasión es que ni pintada para que ese muchacho como tú le llamas, te tome por amiga. —¡Dios me es testigo de que amiga suya soy! —gritó con acento apasionado la joven—. ¡Ojalá hubiera caído muerta en la calle, o bien hubiese cambiado de alojamiento con aquéllos junto a los cuales pasamos esta noche, antes de haber contribuido a traer aquí a este infeliz! De hoy en adelante será un ladrón, un embustero, un falsario, un demonio, un conjunto de todas las maldades; ¿no basta eso? ¿Hace falta que por añadidura lo mate a golpes ese nauseabundo viejo? —¡Voto a... —¡Por Dios, Guillermo! —exclamó el judío, extendiendo el brazo hacia los muchachos que atentos y anhelantes escuchaban la disputa. Nada cuesta hablar bien, Guillermo... Nada de palabras gruesas. —¡Hablar bien! —repitió Anita— ¡Hablar bien, villano miserable! ¡Nada de palabras gruesas, monstruo! ¡Sí!... ¡Vas a oírlas... muy gruesas, pero muy verdaderas, y las oirás de mis labios! No tenía yo la mitad de los años de este muchacho, cuando me enseñaste a robar, y me obligaste a que robara por tu cuenta y para tu provecho. Doce años hace que no tengo otro oficio... ¿Lo has olvidado? ¡Habla, reptil asqueroso! ¿Lo has olvidado? —¡Bueno, sí! —contestó el judío, intentando calmar a la joven—. Es verdad, pero esa ocupación, tan buena como otra cualquiera, te vale el sustento. —¡En efecto! —replicó Anita, no hablando, sino disparando las palabras una a una, como si fueran cañonazos—. Me vale el sustento... es mi oficio... y mi hogar son las calles sucias, llueva o nieve copiosamente, haga frío o calor, y tú eres quien me ha arrastrado a esa condición horrenda, en la cual perseveraré hasta el día de mi muerte. —La que no tardará en venir, yo te lo juro, como sigas hablando como lo haces —replicó el judío, exasperado por tantas reconvenciones. Calló la joven; pero, presa de un frenesí rabioso, cerró contra el judío con violencia 85 y cuidar!... —La vida parroquial, señora Mann —repuso el bedel, golpeando la mesa con el bastón—, es una vida penosa, sembrada de contrariedades y de disgustos; pero a bien que no me quejo, toda vez que a todos los altos funcionarios públicos ocurre lo propio. La señora Mann, sin comprender muy bien lo que el bedel quería decir, alzó las manos al cielo y exhaló un suspiró muy hondo. —¡Bien puede usted suspirar, señora Mann! La buena señora, viendo que había estado acertada, suspiró por segunda vez, con gran satisfacción sin duda del alto funcionario público, quién, reprimiendo una sonrisa indiscreta y mirando con gravedad a su galoneado tricornio, dijo con voz campanuda: —Señora Mann, voy a Londres. —¡Dios nos asista, señor Bumble! —exclamó la señora Mann, retrocediendo asustada. —A Londres, sí, señora —repuso el inflexible bedel—, en diligencia... yo y dos pobres, señora Mann. Va a entablarse una acción legal, y el Consejo de Administración me ha encargado que presente el asunto a la decisión de los tribunales. No ceso de preguntarme, señora Mann, cómo van a arreglárselas los jueces de Clerkenwell para salir airosos del paso, teniendo que habérselas conmigo. —¡Oh, señor! ¡No extreme usted su severidad con ellos! —exclamó la señora Mann con acento entre lastimero y zumbón. —La Sala de justicia de Clerkenwell ha provocado el asunto —replicó con majestad el señor Bumble—. Si la Sala de justicia de Clerkenwell tropieza con dificultades más insuperables de las que suponía para salir de su mal paso, a nadie más que a sí mismos deberán echar la culpa los que la forman. Tanta resolución, tanta seguridad supo poner el señor Bumble en sus palabras, tanta amenaza, que la señora Mann retrocedió espantada. —¿Y va usted en diligencia, señor? —preguntó al cabo de un rato—. Yo creía que la costumbre era transportar a los pobres en carreta. —En carreta descubierta solemos llevarlos cuando están enfermos, señora Mann, sobre todo en días de lluvia, pues lo esencial es impedir que, al desmontar, cojan enfriamientos, siempre peligrosos. —¡Ah!... —exclamó la señora Mann. —Los asientos de los individuos de que ahora se trata nos han costado baratos —añadió el señor Bumble—. Ambos se encuentran en deplorable estado de salud, y hemos calculado que los gastos del viaje importarán dos libras menos que los de su entierro... suponiendo, como es natural, que podamos endosarlos a otra parroquia, que creo podremos, siempre que no se les ocurra la mala idea de morírsenos por el camino, aunque no es de esperar llegue a tanto su mala intención. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Cosa rara! El señor Bumble se permitió soltar la carcajada, bien que apenas sus ojos tropezaron el tricornio, se extinguió bruscamente aquélla y el rostro del bedel recobró la gravedad habitual. —Estamos olvidando los negocios, señora Mann —dijo el bedel después de una pausa—. Aquí tiene usted el sueldo mensual que la parroquia le tiene asignado. Así diciendo, el bedel sacó un cartuchito de monedas de plata y exigió a la señora Mann un recibo, que ésta se apresuró a escribir. —Tiene muchos borrones, pero está en regla —dijo la encargada de la sucursal—. Muchas gracias, señor Bumble; le quedo muy reconocida. 86 El bedel contestó con una inclinación de cabeza a las exageradas cortesías de la señora Mann, y a continuación pidió noticias acerca de los niños confiados a sus maternales cuidados. —¡Angelitos! —exclamó hondamente emocionada la mujer—. Todos siguen perfectamente... todos, excepto dos que murieron la semana pasada, y el pobrecito Ricardo. —¿No mejora este último? La señora Mann movió negativamente la cabeza. —¡Es un expósito de pésima condición, de índole viciosa, de carácter rebelde! —exclamó el bedel con entonación colérica—. ¿Dónde está? —Lo traeré al instante, señor... ¡Ricardito, ven enseguida! No tardó la mujer en encontrar a Ricardito, a quien puso debajo de la bomba y secó bien con su mismo vestido antes de conducirlo ante la terrible presencia del respetable bedel. El muchacho estaba pálido y extremadamente flaco; tenía las mejillas hundidas y sus grandes ojos brillaban allá en las profundidades del cráneo. Flotaban alrededor de su desmedrado cuerpo las pobres prendas de vestir regalo de la parroquia librea viviente de la miseria, y su miembros flaqueaban como los de un anciano decrépito. Tal era el desventurado que, presa de temblor convulsivo provocado por la espantable persona del bedel, permanecía en pie sin osar alzar los ojos y temiendo oír la voz de aquél. —¿No sabes mirar a este caballero, niño testarudo? —preguntó la señora Mann. Alzó el niño la cabeza con timidez y su mirada se encontró con la del señor Bumble. —¿Qué deseas, hijo de la parroquia? —preguntó el bedel con expresión burlona. —Nada, señor —contestó con voz temblorosa el niño. —Lo creo —terció la señora Mann—. Muy descontentadizo habías de ser para que pudieras apetecer nada. —Desearía... no obstante... —balbuceó el niño. —¡Cómo! —interrumpió la señora Mann—. ¿Serás capaz de decir que te hace falta algo? ¡Di, pillete deslenguado!... —¡Calma señora Mann, calma! —dijo el bedel, alzando la mano en señal de autoridad—. Desearías... ¿qué, caballerito? —Desearía —tartamudeó el muchacho—, que alguien me hiciera la caridad de escribir algunas palabras en un pedazo de papel, y lo guardase cerrado y lacrado hasta después que me hayan enterrado. —¡Cómo! ¿Qué quieres decir con esto, muchacho? —exclamó el señor Bumble, en cuyo pecho hizo alguna impresión al acento suplicante y dolorido del niño, no obstante estar muy habituado a incidentes análogos—. ¿Qué significan tus palabras, niño? —Quisiera escribir algunas palabras de cariño al pobre Oliver Twist, haciéndole saber cuántas lágrimas he vertido al pensar en las muchas noches que habrá pasado a la intemperie, sin hogar donde cobijarse, sin alma caritativa que le tendiera una mano compasiva: quisiera también decirle —añadió el niño, agitando las manos y hablando con mucho fervor—, que es para mí un consuelo morir joven, pues si viviese mucho tiempo, si llegase a ser hombre, quizá mi hermanita, que está en el Cielo, me olvidara o no me reconociera cuando nos juntáramos. Vale más que nos encontremos allá arriba siendo niños los dos. Bumble miró al diminuto orador de pies a cabeza, asombrado de lo que oía, y volviéndose al cabo de breves momentos hacia la señora Mann, dijo: 87 —¡Todos están contados por el mismo patrón, señora! ¡Ese pillete de Oliver los ha pervertido a todos! —¡No lo hubiera creído nunca, señor! —exclamó la mujer juntando las manos—. ¡En mi vida vi muchacho de corazón más endurecido! —¡Quítemelo de delante, señora! —gritó Bumble autoritariamente—. Hay que dar cuenta al Consejo de Administración. —Espero que los señores consejeros comprenderán que la culpa no es mía —dijo la señora Mann lloriqueando. —Lo comprenderán, señora; yo me encargo de hacerles ver con toda claridad el asunto... ¡Llévese a ese Pillete! ¡Quítemelo de delante, que no puedo soportar su presencia! Ricardito fue llevado inmediatamente a la carbonera, donde quedó encerrado. Poco después se fue el señor Bumble para hacer los preparativos de viaje. A la mañana siguiente, a las seis, Bumble, después de cambiar su tricornio por un sombrero redondo y de ponerse un capote azul con capucha, tomó asiento en la imperial de la diligencia con los dos criminales de quienes la Administración quería librarse. Llegó a Londres sin más contratiempo que la detestable compañía de los dos pobres que se obstinaban en quejarse de frío, hasta el punto de hacer exclamar al bedel que le estremecían con sus lamentaciones, y que estaba helado de frío a pesar de su confortable capote. Después de haberse desembarazado por la noche de aquellos dos seres desagradables, el señor Bumble se instaló en la misma hostería de la diligencia, y después de pedir una modesta comida, sentóse tranquilamente cerca de la chimenea para tomar un refrigerio. Cuando hubo concluido, entregóse a varias reflexiones morales sobre la culpable tendencia que tienen los hombres a murmurar y quejarse de su suerte. Finalmente cogió un diario y se dispuso a leer. Lo primero que llamó su atención fue el anuncio siguiente: «CINCO LIBRAS DE GRATIFICACIÓN» «Un muchacho, llamado Oliver Twist, desapareció de su casa el jueves último por la noche, sin que desde entonces se hayan tenido noticias suyas. La gratificación mencionada se entregará a la persona que facilite informes merced a los cuales se pueda dar con el citado Oliver, o arrojen alguna luz sobre su historia pasada, que el autor de este anuncio, por varias razones, desea conocer.» Seguía después una descripción detallada y minuciosa del traje de Oliver, de sus señas personales, de su aparición y desaparición y terminaba con las señas del domicilio del señor Brownlow y con el nombre y apellido de éste. El bedel abrió los ojos admirado. Leyó el anuncio con calma y atención tres o cuatro veces, y antes que pasaran cinco minutos, caminaba en dirección a Pentonville, dejando intacto sobre la repisa de la chimenea el vaso de ginebra y agua, del que ni siquiera se acordó. —¿Está en casa el señor Brownlow? —preguntó a la criada que salió a abrirle la puerta. La criada contestó con esa evasiva tan corriente en la vida: —No lo sé... ¿De parte de quién viene usted? Apenas pronunció el señor Bumble el nombre de Oliver a guisa de explicación del motivo de su visita, la señora Bedwin, que ella era en persona la que había abierto la puerta, 90 Capítulo XVIII Explica cómo pasaba el tiempo Oliver en la agradable compañía e sus amigos intachables Al día siguiente, a eso del mediodía, en ocasión en que el Truhán y el caballerito Carlos Bates habían salido a la calle por asuntos de su profesión, aprovechó Fajín la coyuntura para leer a Oliver un largo sermón sobre el deplorable y horrendo pecado de la ingratitud, en el que con claridad meridiana le demostró que había incurrido, y no a medias por cierto, alejándose libre y deliberadamente de la dulce compañía de sus ejemplares compañeros, sin reparar en que los dejaba sumidos en la ansiedad más viva, y mucho más al intentar escapar de nuevo, cerrando los ojos a las grandes molestias y gastos enormes que encontrarle les había costado. Fajín insistió de una manera particular la hospitalidad que le había concedido y en las muestras cariño que le había prodigado cuando lo llevaron a su casa por primera en estado tan deplorable, que sin caridad hubiera perecido de hambre. Hízole asimismo historia de las desgracias que ocurrieron a un muchacho a quien socorrió por caridad en circunstancias análogas, el cual muchacho, habiéndose mostrado indigno de su confianza hasta el inconcebible extremo de mostrar deseos de ponerse al habla con la policía, minó funestamente su vida una buena mañana en la horca alzada en afueras del Castillo Viejo. No tomó el Judío el trabajo de ocultar la parte principal que en aquella catástrofe había tenido, pero deploró, con lágrimas en los ojos, el extravío y la conducta pérfida aquel desventurado hicieran necesario presentarle como autor del robo de una corona, hecho que, si no rigurosamente exacto, en cambio preciso para la seguridad suya (de Fajín) y de sus buenos amigos. El judío terminó su arenga haciendo una descripción terrorífica de la horca y expresando, con entonación dulce y extremadamente fina, que sentiría verse obligado a someter a Oliver Twist a suplicio tan poco agradable. Congelábase la sangre en las venas del pobre Oliver a medida escuchaba el discurso del judío comprendía, aunque a medias, las encubiertas amenazas con que las acompañaba. Que cabe en lo posible que la justicia confunda inocente con el culpable, cuando circunstancias ponen al primero contacto con el segundo, lo sabía por experiencia propia, y que el judío tenía tomadas todas las medidas para prevenir las delaciones y hacer desaparecer a las personas excesivamente comunicativas, así como también que más de una vez había recurrido a ellas, lo tuvo como más que probable, al recordar la índole del altercado ocurrido entre el viejo filántropo y el caballero Sikes, altercado que parecía hacer referencia a algún complot de esta índole. Cuando Oliver levantó tímidamente la cabeza, su mirada asustada tropezó con la penetrante del judío, y el desventurado hubo de comprender que la palidez lívida de su rostro y el temblor de sus miembros no habían pasado inadvertidos para el viejo bribón ni dejaron de ser de su gusto. Contrajéronse los labios delgados del judío en una sonrisa espantosa, y después de dar a Oliver un golpecito en la cabeza, y de decirle que estuviera tranquilo, que si trabajaba volverían a ser excelentes amigos, tomó el sombrero, púsose un levitón lleno de remiendos y salió cerrando la puerta con doble vuelta de llave. Todo aquel día, y gran parte de los siguientes, por espacio de largo tiempo, Oliver permanecía solo, sin ver a nadie desde las primeras horas de la mañana hasta media noche. En sus eternas horas de soledad, disponiendo de tiempo sobrado para abandonarse a sus 91 pensamientos, acordábase sin cesar de sus caritativos amigos de Pentonville, y vertiendo lágrimas arrancadas por el más acerbo de los dolores, imaginábase la pésima opinión que de él tendrían formada. Al cabo de una semana, o poco más, el judío dejó de cerrar con llave la puerta de la cárcel de Oliver, y éste quedó en libertad para recorrer la casa. Imposible imaginar nada más triste y sucio. Las habitaciones de arriba tenían grandes chimeneas y descomunales puertas, y sus muros estaban revestidos con tableros de madera y variadas cornisas que, aunque ennegrecidas por la acción del tiempo y cubiertas de espesa capa de polvo, dejaban entrever varias esculturas y adornos. De ello infirió Oliver que, mucho tiempo antes que el judío viniera al mundo, el inmueble había pertenecido a personas de rango más elevado, y que probablemente, por aquella época, la morada sería alegre y elegante no obstante el aspecto de desolación que entonces presentaba. Las arañas habían tendido sus sutiles telas por todos los ángulos de los muros y de los techos, y hasta ocurría con frecuencia, cuando Oliver pasaba de una a otra estancia, que más de un ratón asustado corriera presuroso a esconderse en su agujero al oír ruido de pasos. Salvas estas excepciones, ni la vista ni el oído encontraban en la casa vestigios de ser viviente. Llegada la noche, cuando Oliver se sentía cansado de recorrer habitaciones, solía agazaparse en un rincón del pasillo que terminaba en la puerta de la calle en su afán de estar más cerca de la sociedad de los vivientes, y allí se pasaba el tiempo, atento el oído y contando las horas, hasta que regresaban el judío y los muchachos. En todos los aposentos se veían las ventanas cerradas y sólidamente sujetas por medio de barras de hierro cuyas piezas de sujeción estaban atornilladas en el marco con gruesos tornillos, y en ellas no entraba más luz que algunos hilos sutiles que conseguían filtrarse a través de algunos agujerillos redondos abiertos en el techo, luz que acrecentaba extraordinariamente el aspecto tétrico de las habitaciones, que parecían morada de sombras fantásticas. Un granero, empero, tenía un hueco sin ventanas, aunque defendido con sólidas barras de hierro comidas por la herrumbre, al cual solía asomarse con frecuencia Oliver para contemplar con mirada melancólica el mundo exterior. Por desgracia nada se descubría desde aquel observatorio más que una masa confusa de tejados, aleros y negras chimeneas. Cierto que algunas veces conseguía ver asomada sobre el parapeto de alguna casa lejana una cabeza desmelenada que más que humana parecía de oso, pero ni ese consuelo duraba mucho, pues aquélla volvía a retirarse con presteza y, por otra parte, como la ventana que a Oliver servía de observatorio estaba condenada, y los años y la lluvia habían depositado sobre los cristales una capa espesa de polvo y de partículas de hollín, a duras penas le permitía distinguir los bultos y nunca las formas de los objetos exteriores. En cuanto a las probabilidades de hacerse ver u oír, podía considerarlas tan remotas como si hubiese vivido en la gran bola que corona la catedral de San Pablo. Una tarde que el Truhán y el elegante señorito Bates tenían en proyecto pasar la velada fuera, ocurriósele al primero atender al ornato de su persona con mayor esmero que de costumbre cosa que en honor a la verdad se le ocurría muy contadas veces, y con este objetivo a la vista, llevó su condescendencia hasta el extremo de mandar a Oliver que le ayudase. Contento Oliver al ver que se te ofrecía ocasión de ser útil, feliz con poder mirar rostros humanos, siquiera éstos fueran desagradables, y deseoso de conciliarse el afecto de los que le rodeaban, siempre que honradamente pudiera hacerlo, no opuso la menor objeción a los deseos del Truhán. Manifestóse dispuesto a complacerle, y arrodillándose en el suelo mientras el Truhán se sentaba en una mesa, dio comienzo a la operación que el 92 digno discípulo de Fajín llamaba «barnizar las trotonas», frase que en lenguaje más asequible a la generalidad equivale a «lustrar las botas». Fuera impulsado por ese sentimiento íntimo de libertad e independencia que es de suponer experimenta todo animal racional cuando está cómodamente sentado sobre una mesa, fumando una pipa y moviendo a su antojo las piernas mientras le lustran las botas sin que para ello haya de tomarse la molestia de descalzarse ni como consecuencia, la de calzarse de nuevo, fuera que la excelente calidad del tabaco que fumaba dulcificase sus sentimiento o la bondad de la cerveza enterneciera su corazón, lo cierto, lo evidente es que el Truhán se dejó llevar por una vez de cierta especie de romanticismo o entusiasmo que contrastaba con su carácter habitual. —¡Lástima que no sea un randa —exclamó mirando con simpatía a Oliver y acompañando su exclamación con un suspiro. —¡Ah, sí! —respondió Carlos Bates—. Le sale al encuentro la felicidad, y la desdeña. El Truhán suspiró de nuevo y dio otra chupada a la pipa. Otro tan hizo Bates. Al cabo de algunos momentos de silencio, añadió el Truhán con tono de lástima: —Apostaría a que ni siquiera sabes qué es randa. —Creo que sí —contestó Oliver—. Randa es ladr... y ustedes, ¿verdad? —Lo soy —respondió el Truhán—. Lo soy, y me merecen el desprecio más profundo todos los demás oficios. Lo soy, como lo es también Carlos, como lo es Sikes, como lo es Belita. Todos lo somos, hasta el perro, que figura en la cuadrilla en último lugar. —Y es el menos dispuesto a vendernos —añadió Carlos Bates. —No es capaz de respirar si le pone en el banco de los testigos ante un tribunal de justicia por miedo a venderse —observó el Truhán—. Si quince días le tuvieran atado al banco mencionado, bien seguro es que no soltaría un ladrido. —Claro que no —asintió Bates. —Es un perfecto perro, la caballerosidad personificada. ¿Has notado cómo mira con fiereza a cualquier desconocido que se permite la inconveniencia de reír estrepitosamente o de cantar cuando estamos en asuntos de servicio? ¿Has oído cómo gruñe y enseña los dientes cuando a sus oídos llegan las armonías de un violín? ¿Has reparado en el odio que profesa a todos los perros que no pertenecen a su rango y condición social? ¡Oh! ¡Es el honor de su especie! —¡Es un verdadero santo! —dijo Bates. El objeto de Bates al lanzar la última exclamación no fue otro que rendir tributo de admiración a la habilidad del perro, sin que se le ocurriera que aquélla podía tener otro sentido, no menos exacto. Son muchas las señoras, muchos los caballeros que pretenden ser santos, dignos de figurar en los altares, que presentan muchos puntos de perfecta semejanza con el perro de Sikes. —¡Bueno! —dijo el Truhán, reanudando el hilo de la conversación con el método diligente que informaba todos sus actos—. Nada tiene que ver lo que estamos diciendo con el angelito que tenemos presente. —¡El Evangelio! —exclamó Bates—. ¿Por qué no entras al servicio Fajín, Oliver? —Con lo que harías tu fortuna en un quítame allá esas pajas —exclamó el Truhán riendo. —Y podrías retirarte a vivir de tus rentas como un gran señor, como pienso hacer yo el primer año bisiesto que venga seguido de otros cuatro en el jueves cuadragésimo segundo de la semana de la Trinidad — repuso Bates. 95 acercáronse al fuego, y el primero, mandando a Oliver que se sentase a su lado, llevó la conversación a los temas que supuso habían de interesar más a su auditorio. Extendióse en particular sobre las grandes ventajas que reportaba el oficio, sobre la destreza maravillosa del Truhán, la amabilidad de Carlos Bates y la generosidad sin límites del dicente. Cuando estuvo agotada la materia, en atención a que Chitling se caía materialmente de sueño, cosa muy natural después de haber pasado seis semanas, recluido en la cárcel, centro que rinde y postra al más fuerte después de una o dos semanas de estancia, se retiró la señorita Belita a fin de dejar a los demás en libertad de irse descansar. Muy contadas veces dejaron solo Oliver a partir de aquel día, pues constantemente tenía a su lado a los dos simpáticos ladrones que se entretenían practicando todos los días el ejercicio favorito con el judío... no se sabe si para adiestrarse ellos o si para acostumbrar y adiestrar a Oliver; quizá el judío pudiera sacarnos de dudas. Otras veces el judío les narraba historias entretenidas de robos cometidos por él mismo en su juventud, dando a la narración un colorido tan vivo y salpicándola con chistes tan graciosos y originales, que Oliver no podía menos de reír a carcajadas, demostrando que, pese a la delicadeza de sus sentimientos, le divertían sobremanera aquellas historias. En una palabra: el ladino judío tenía al muchacho prendido en sus redes; y luego que merced a la soledad y al aislamiento consiguió despertar en él el gusto por la compañía, desagradable, desde luego, pero nunca tanto como la de sus amargos pensamientos, dedicóse a infiltrar lentamente en su corazón la ponzoña con que esperaba corromperlo para todo el resto de su vida. Capítulo XIX Donde asistirá el lector a la discusión y aprobación de un plan notable de operaciones Era una noche húmeda, fría y ventosa. El judío Fajín, luego que arrebujó su aterido cuerpo con su gran levitón y alzó el cuello de éste hasta cubrir con él sus orejas, más que para preservarlas del frío para ocultar toda la parte inferior de su rostro, salió cauteloso de su guarida. Detúvose junto a la puerta en la parte de afuera hasta que oyó que cerraban con llave y sujetaban las cadenas, y después de escuchar con atención y de felicitar mentalmente a sus discípulos por las medidas de precaución que adoptaban, alejóse con rapidez. La casa en la cual estaba recluido Oliver distaba poco de Whitechapel. El Judío se detuvo un instante en la esquina de la calle, y después de tender en torno suyo miradas recelosas, alejóse en dirección a Spitalfields. Espesa capa de lodo cubría las calles envueltas en negra bruma, caía lentamente la lluvia y hacía un frío horrible. En una palabra: la noche era que ni de encargo para un individuo como el judío. Al deslizarse con ligereza rozando las paredes y buscando abrigo en los huecos de las puertas, aquel viejo repugnante parecía un reptil monstruoso, salido del fango y de las tinieblas en que se movía, que se arrastraba a favor de la noche en busca de alguna apetitosa provisión de carne putrefacta. Recorrió varias callejas tortuosas y sucias hasta que llegó a Bethnal Green, donde, torciendo bruscamente hacia la izquierda, no tardó en aventurarse por la intrincada red de inmundos callejones que tanto abundan por el distrito a que me refiero. Era evidente que el judío conocía a la perfección el terreno que pisaba a juzgar por lo bien que se orientaba no obstante la oscuridad tenebrosa de la noche y lo laberíntico de 96 las calles. Recorrió no pocas de éstas y al fin entró en una iluminada por un solo farol. Hizo alto frente a una puerta, llamó y, después de cambiar algunas palabras en voz baja con el que le franqueó la entrada, penetró en su interior. Oyóse el gruñido de un perro no bien el judío puso la mano sobre el picaporte de la puerta de una habitación, y desde el interior de ésta preguntó una voz bronca: —¿Quién va? —Yo solo, Guillermo, yo solo —contestó el judío entrando. —Que entre tu humanidad —dijo Sikes—. ¿Estarás quieto, condenado perro? ¿Es que cuando el demonio viste levitón no le conoces ya? Parece que el animal se engañó en los primeros momentos, pues no bien Fajín se desabrochó el levitón y le colocó sobre el respaldo de una silla retiróse aquél al rincón de donde antes saliera meneando el rabo con muestras de satisfacción. —¿Qué hay de nuevo? —preguntó Sikes. —Pues hay... ¡Ah! Buenas noches, Anita. El judío saludó a la joven con timidez manifiesta, cual si tuviera sus dudas acerca de la acogida que le dispensaría su amiga, a la que no había visto desde que aquélla había abrazado la defensa de Oliver. Sus dudas, sin embargo, desvanecieron en el acto, pues Anita retiró los pies de los morillos la chimenea, arrastró hacia atrás la silla en que estaba sentada y dijo al judío que aproximara la suya. No explicó el objeto; pero como la noche estaba extraordinaria fría. Fajín lo comprendió de sobra. —Fría está de veras la noche, querida Anita —observó el judío acercando a la lumbre sus arrugadas manos—. Penetra hasta la médula de los huesos. —Mucho más intenso habría de ser para que penetrase hasta tu corazón —dijo Sikes—. Dale algo de beber, Anita, y despacha pronto ¡voto al infierno! Me pone nervioso ver a ese carcamal tiritando de esa manera... ¡Si parece un espectro recién salido de la fosa! Anita se apresuró a sacar una botella de una alacena en la que había otras varias de formas y tamaños diversos, llenas sin duda de distintos licores. Sikes llenó un vaso de aguardiente que ofreció al judío. —Muchas gracias, Guillermo, muchas gracias —dijo el judío, dejando el vaso sobre la mesa sin haber hecho más que humedecer los labios en el líquido. —¡Cómo! ¿Tienes miedo de emborracharte? —preguntó Sikes mirando al judío con fijeza—. ¡Uf! Lanzando a Fajín una mirada despectiva, vertió el contenido del vaso en la lumbre para llenarlo de nuevo, lo que hizo en el acto. Mientras su camarada echaba entre pecho y espalda el contenido del primer vaso y el de otro segundo, el judío tendía la vista en derredor, no con curiosidad, que harto conocía la habitación en que se encontraba y aun toda la casa, sino con esa expresión de recelo que le era peculiar. Pobre era a más no poder el mueblaje de la estancia, en la que nada había que hiciera suponer que estuviera habitada por un hombre amigo del trabajo más que el contenido de la alacena, ni presentaba más objetos sospechosos que tres trancas descomunales, puestas en un rincón, y un salvavidas —acaso le cuadrase mejor el nombre de destruyevidas — que pendía de la chimenea. —A tu disposición —dijo Sikes, castañeteando la lengua—. Ya me tienes dispuesto. —¿Para tratar de negocios? —preguntó Fajín. —Para tratar de negocios. Suelta lo que traigas en el buche. —¿Sobre la casa Chertsey, Guillermo? —preguntó el judío, acercando más su silla y bajando mucho la voz. 97 —Sí. ¿Qué hay? —¡Oh! De sobra sabe usted lo que hay, amigo mío, ¿no es cierto, Anita? —¡No! ¡No lo sabe! —replicó Sikes—. Y si lo sabe, es como si no lo supiera, que para el caso es lo mismo. Habla pronto y llama las cosas por su nombre. Y acaba ya de una vez de gruñir y hacer mueca, así como también de hablarme con enigmas y reticencias, como si no fueras tú el primero que concibió el proyecto del robo. ¡Al grano, al grano, y basta de rodeos! —¡Calma, calma, Guillermo! —exclamó Fajín, intentando en vano poner diques a la indignación desbordada de su amigo—. Pudieran oírnos, querido amigo... pudieran oírnos. —¡Que nos oigan! —gritó Guillermo—. ¡Me da lo mismo! Sin embargo, como parece que no le daba lo mismo, al cabo de un momento de reflexión, optó por bajar la voz. —Me guiaba la prudencia, amigo mío... nada más que la prudencia —observó con zalamería Fajín—. Hablemos ahora de la casa Chertsey: ¿cuándo se da golpe, amigo mío? ¡Cuánta vajilla de plata, querido amigo, cuánta riqueza! —añadió el judío frotándose las manos de gusto y elevando los ojos en un éxtasis de deleite. —No puede darse —contestó Sikes con frialdad. —¡Que no puede darse! —repitió como un eco el judío. —No —insistió Sikes—. Por lo menos, no es el negocio que nosotros creíamos. —¡Luego no se ha sabido hacer bien la cosa! —gritó el judío, pálido de cólera—. ¡No me lo diga usted! —Te lo diré, quieras o no. ¿Quién eres tú, para que yo calle? Digo que Tomás Crackit hace quince días que ronda la casa y aun no ha conseguido sobornar a ninguno de los criados. —¿Quiere usted decirme, amigo mío —preguntó Fajín, dulcificando la voz a medida que su interlocutor la alzaba— qué ninguno de los dos criados se aviene al juego? —Eso precisamente. Veinte años hace que la vieja los tiene a su servicio, y nada consigues de ellos aun cuando les des quinientas libras. —¿Pero y las criadas? —objetó el judío—. No me dirá usted que tampoco es posible conseguir nada de ellas. —Eso es lo que diré, pues tampoco ellas dan chispas. —¿Con un eslabón tan bueno como Tomás Crackit? —preguntó el judío con expresión de incredulidad—. Tomás es un seductor de primera fuerza, y usted sabe muy bien lo que son las mujeres. —Pues con todas sus seducciones, nada ha conseguido, y eso que, según dice, se presentaba con unas patillas encantadoras, llevaba un chaleco color canario y se pasaba todo el santo día rondando de aquí para allá. —Debió ponerse bigote postizo y pantalones de soldado, amigo mío —dijo el judío. —También lo ha hecho; pero con el mismo resultado negativo que todo lo anterior. El desconcierto del judío al oír la contestación anterior fue inmensa. Al cabo de algunos minutos de profunda meditación, durante los cuales permaneció con la barbilla hundida en el pecho, alzó la cabeza, exhaló un suspiro tras el cual parecía que iba a salir su alma, y confesó que, en efecto, si los informes de Tomás Crackit eran exactos, temía que el negocio había fracasado. —¡Y, sin embargo, amigo mío —añadió el viejo, apoyando las manos sobre sus rodillas—, es muy triste, muy doloroso, resignarse a perder lo que ya considerábamos
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