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Ciro-Alegria-El-mundo-es-ancho-y-ajeno, Apuntes de Literatura Clásica

Libro de Ciro Alegria el mundo es ancho y ajeno

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 22/05/2019

LucasPepeGrillo
LucasPepeGrillo 🇵🇪

5 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Ciro-Alegria-El-mundo-es-ancho-y-ajeno y más Apuntes en PDF de Literatura Clásica solo en Docsity! EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO - CIRO ALEGRÍA - Primer premio en el Concurso de Novelas Latinoamericanas de 1941 EDITORIAL LOSADA S.A. BUENOS AIRES Queda hecho el depósito que previene la ley número 11723 Editorial Losada 1961 Tercera Edición 14/06/1971 IMPRESO EN LA ARGENTINA Este libro se terminó de imprimir el 14 de junio de 1971 en la IMPRENTA DE LOS BUENOS AYRES S.A. Rondeau 3274- Buenos Aires- Argentina CAPÍTULO 1 ROSENDO MAQUI Y LA COMUNIDAD ¡DESGRACIA! Una culebra ágil y oscura cruzó el camino, dejando en el fino polvo removido por los viandantes la canaleta leve de su huella. Pasó muy rápidamente, como una negra flecha disparada por la fatalidad, sin dar tiempo para que el indio Rosendo Maqui empleara su machete. Cuando la hoja de acero fulguró en el aire, ya el largo y bruñido cuerpo de la serpiente ondulaba perdiéndose entre los arbustos de la vera. ¡Desgracia! Rosendo guardó el machete en la vaina de cuero sujeta a un delgado cincho que negreaba sobre la coloreada faja de lana y se quedó, de pronto, sin saber qué hacer. Quiso al fin proseguir su camino, pero los pies le pesaban. Se había asustado, pues. Entonces se fijó en que los arbustos formaban un matorral donde bien podía estar la culebra. Era necesario terminar con la alimaña y su siniestra agorería. Es la forma de conjurar el presunto daño en los casos de la sierpe y el búho. Después de quitarse el poncho para maniobrar con más desenvoltura en medio de las ramas, y las ojotas para no hacer bulla, dio un táctico rodeo y penetró blandamente, machete en mano, entre los arbustos. Si alguno de los comuneros lo hubiera visto en esa hora, en mangas de camisa y husmeando con un aire de can inquieto, quizá habría dicho: «¿Qué hace ahí el anciano alcalde? No será que le falta el buen sentido». Los arbustos eran úñicos de tallos retorcidos y hojas lustrosas, rodeando las cuales se arracimaban -había llegado el tiempo- unas moras lilas. A Rosendo Maqui le placían, pero esa vez no intentó probarlas siquiera. Sus ojos de animal en acecho, brillantes de fiereza y deseo, recorrían todos los vericuetos alumbrando las secretas zonas en donde la hormiga cercena y transporta su brizna, el moscardón ronronea su amor, germina la semilla que cayó en el fruto rendido de madurez o del vientre de un pájaro, y el gorgojo labra inacabablemente su perfecto túnel. Nada había fuera de esa existencia, escondida. De súbito, un gorrión echó a volar y Rosendo vio el nido, acomodado en un horcón, donde dos polluelos mostraban sus picos triangulares y su desnudez friolenta. El reptil debía estar por allí, rondando en torno a esas inermes vidas. El gorrión fugitivo volvió con su pareja y ambos piaban saltando de rama en rama, lo más cerca del nido que les permitía su miedo al hombre. Este hurgó con renovado celo, pero, en definitiva, no pudo encontrar a la aviesa serpiente. Salió del matorral y después de guardarse de nuevo el machete, se colocó las prendas momentáneamente abandonadas -los vivos colores del poncho solían, otras veces, ponerlo contento- y continuó la marcha. ¡Desgracia! Tenía la boca seca, las sienes ardientes y se sentía cansado. Esa búsqueda no era tarea de fatigar y considerándolo tuvo miedo. Su corazón era el pesado, acaso. Él presentía, sabía y estaba agobiado de angustia. Encontró a poco un muriente arroyo que arrastraba una diáfana agüita silenciosa y, ahuecando la falda de su sombrero de junco, recogió la suficiente para hartarse a largos tragos. El frescor lo reanimó y reanudó su viaje con alivianado paso. Bien mirado -se decía-, la culebra oteó desde un punto elevado de la ladera el nido de gorriones y entonces bajó con la intención de comérselos. Dio la casualidad de que él pasara por el camino en el momento en que ella lo cruzaba. Nada más. O quizá, previendo el encuentro, la muy ladina dijo: «Aprovecharé para asustar a ese cristiano» Pero es verdad también que la condición del hombre es esperanzarse. Acaso únicamente la culebra sentenció: «Ahí va un cristiano desprevenido que no quiere ver la desgracia próxima y voy a anunciársela» Seguramente era esto lo cierto, ya que no la pudo encontrar. La fatalidad es incontrastable. ¡Desgracia! ¡Desgracia! Rosendo Maqui volvía de las alturas, a donde fue con el objeto de buscar algunas yerbas que la curandera había recetado a su vieja mujer. En realidad, subió también porque le gustaba probar la gozosa fuerza de sus músculos en la lucha con las escarpadas cumbres y luego, al dominarlas, llenarse los ojos de horizontes. Amaba los amplios espacios y la magnífica grandeza de los Andes. Gozaba viendo el nevado Urpillau, canoso y sabio como un antiguo amauta; el arisco y violento Huarca, guerrero en perenne lucha con la niebla y el viento; -el aristado Huilloc, en el cual un indio dormía eternamente de cara al cielo; el agazapado Puma, justamente dispuesto como un león americano en trance de dar el salto; el rechoncho Suni, de hábitos pacíficos y un poco a disgusto entre sus vecinos; el eglógico Mamay, que prefería prodigarse en faldas coloreadas de múltiples sembríos y apenas hacía asomar una arista de piedra para atisbar las lejanías; éste y ése y aquél y esotro... El indio Rosendo los animaba de todas las enérgicas, eclosionaron en un hombre con rasgos de montaña. En sus sienes nevaba como en las del Urpillau. El también era un venerable patriarca. Desde hacía muchos años, tantos que ya no los podía contar precisamente, los comuneros lo mantenían en el cargo de alcalde o jefe de la comunidad, asesorado por cuatro regidores que tampoco cambiaban. Es que el pueblo de Rumi se decía: «El que ha dao güena razón hoy, debe dar güena razón mañana», y dejaba a los mejores en sus puestos. Rosendo Maqui había gobernado demostrando ser avisado y tranquilo, justiciero y prudente. Le placía recordar la forma en que llegó a ser regidor y luego alcalde. Se había sembrado en tierra nueva y el trigo nació y creció impetuosamente, tanto que su verde oscuro llegaba a azulear de puro lozano. Entonces Rosendo fue donde el alcalde de ese tiempo. «Taita, el trigo crecerá mucho y se tenderá, pudriéndose la espiga y perdiéndose» La primera autoridad había sonreído y consultado el asunto con los regidores, que sonrieron a su vez. Rosendo insistió: «Taita, si dudas, déjame salvar la mitá» Tuvo que rogar mucho. Al fin el consejo de dirigentes aceptó la propuesta y fue segada la mitad de la gran chacra de trigo que había sembrado el esfuerzo de los comuneros. Ellos, curvados en la faena, más trigueños sobre la intensa verdura tierna del trigo, decían por lo bajo: «Estas son novedades del Rosendo» «Trabajo perdido», murmuraba algún indio gruñón. El tiempo habló en definitiva. La parte segada creció de nuevo y se mantuvo firme. La otra, ebria de energía, tomó demasiada altura, perdió el equilibrio y se tendió. Entonces los comuneros admitieron: «¿Sabe?, habrá que hacer regidor al Rosendo» Él, para sus adentros, recordaba haber visto un caso igual en la hacienda, Sorave. Hecho regidor, tuvo un buen desempeño. Era activo y le gustaba estar en todo, aunque guardando la discreción debida. Cierta vez se presentó un caso raro. Un indio llamado Abdón tuvo la extraña ocurrencia de comprar una vieja escopeta a un gitano. En realidad, la trocó por una carga de trigo y ocho soles en plata. Tan extravagante negocio, desde luego, no paró allí. Abdón se dedicó a cazar venados. Sus tiros retumbaban una y otra vez, cerros allá, cerros arriba, cerros adentro. En las tardes volvía con una o dos piezas. Algunos comuneros decían que estaba bien, y otros que no, porque Abdón mataba animalitos inofensivos e iba a despertar la cólera de los cerros. El alcalde, que era un viejo llamado Ananías Challaya y a quien el cazador obsequiaba siempre con el lomo de los venados, nada decía. Es probable que tal presente no influyera mucho en su mutismo, pues su método más socorrido de gobierno era, si hemos de ser precisos, el de guardar silencio. Entre tanto, Abdón seguía cazando y los comuneros murmurando. Los argumentos en contra de la cacería fueron en aumento hasta que un día un indio reclamador llamado Pillco, presentó, acompañado de otros, su protesta: «¿Cómo es posible -le dijo al alcalde- que el Abdón mate los venaos porque se le antoja? En todo caso, ya que los venaos comen el pasto de las tierras de la comunidá, que reparta la carne entre todos» El alcalde Ananás Challaya se quedó pensando y no sabía cómo aplicar con éxito aquella vez su silenciosa fórmula de gobierno. Entonces fue que el regidor Rosendo Maqui pidió permiso para hablar y dijo: «Ya había escuchao esas murmuraciones y es triste que los comuneros pierdan su tiempo de ese modo. Si el Abdón se compró escopeta, jue su gusto, lo mesmo que si cualquiera va al pueblo y se compra un espejo o un pañuelo. Es verdad que mata los venaos, pero los venaos no son de nadie. ¿Quién puede asegurar que el venao ha comido siempre pasto de la comunidá? Puede haber comido el de una hacienda vecina y venido después a la comunidá. La justicia es la justicia. Los bienes comunes son los que produce la tierra mediante el trabajo de todos. Aquí el único- que caza es Abdón y es justo, pues, que aproveche de su arte. Y yo quiero hacer ver a los comuneros que los tiempos van cambiando y no debemos ser muy rigurosos. Abdón, de no encontrarse a gusto con nosotros, se aburriría y quién sabe si se iría. Es necesario, pues, que cada uno se sienta bien aquí, respetando los intereses generales de la comunidá» El indio Pillco y sus acompañantes, no sabiendo cómo responder a tal discurso, asintieron y se fueron diciendo: «Piensa derecho y dice las cosas con güena palabra. Sería un alcalde de provecho» Referiremos de paso que los lomos de venado cambiaron de destinatario y fueron a dar a manos de Rosendo y que otros indios adquirieron también escopetas, alentados por el éxito de Abdón. Y llegó el tiempo en que el viejo Ananías Challaya fue a guardar un silencio definitivo bajo la tierra y, como era de esperarse, resultó elegido en su reemplazo el regidor Rosendo Maqui. Desde entonces vio aumentar su fama de hombre probo y justiciero y no dejó nunca de ser alcalde. En veinte leguas a la redonda, la indiada hablaba de su buen entendimiento y su rectitud y muchas veces llegaban campesinos de otros sitios en demanda de su justicia. El más sonado fue el fallo que dio en el litigio de dos colonos de la hacienda Llacta. Cada uno poseía una yegua negra y dio la coincidencia de que ambas tuvieron, casi al mismo tiempo, crías iguales. Eran dos hermosos y retozones potrillos también negros. Y ocurrió que uno de los potrillos murió súbitamente acaso de una coz propinada por un miembro impaciente de la yeguada, y los dos dueños reclamaban al vivo como suyo. Uno acusaba al otro de haber obtenido, con malas artes nocturnas, que el potrillo se «pegara» a la que no era su madre. Fueron en demanda de justicia donde el sabio alcalde Rosendo Maqui. Él oyó a los dos sin hacer un gesto y sopesó las pruebas y contrapruebas. Al fin dijo, después de encerrar al potrillo en el corral de la comunidad: «Llévense sus yeguas y vuelvan mañana» Al día siguiente regresaron los litigantes sin las yeguas. El severo Rosendo Maqui masculló agriamente: «Traigan tamién las yeguas» y se quejó de que se le hiciera emplear más palabras de las que eran necesarias. Los litigantes tornaron con las yeguas, el juez las hizo colocar en puntos equidistantes de la puerta del corralón y personalmente la abrió para que saliera el potrillo. Al verlo, ambas yeguas relincharon al mismo tiempo, el potrillo detúvose un instante a mirar y; decidiéndose fácilmente, galopó lleno de gozo hacia una de las emocionadas madres. Y el alcalde Rosendo Maqui dijo solemnemente al favorecido: «El potrillo es tuyo», y al otro, explicándole: «El potrillo conoce desde la hora de nacer el relincho de su madre y lo ha obedecido» El perdedor era el acusado de malas artes, quien no se conformó y llevó el litigio ante el juez de la provincia. Éste, después de oír, afirmó: «Es una sentencia salomónica» Rosendo lo supo y, como conocía quién era Salomón -digamos nosotros, por nuestro lado, que éste es el sabio más popular del orbe-, se puso contento. Desde entonces han pasado muchos, muchos años... Y he allí, pues, al alcalde Rosendo Maqui, que ha llegado a viejo a su turno. Ahora continúa sobre el pedrón, a la orilla del trigal, entregado a sus recuerdos. Su inmovilidad lo une a la roca y ambos parecen soldados en un monolito. Va cayendo la tarde y el sol toma un tinte dorado. Abajo, en el caserío, el vaquero Inocencio está encerrando los terneros y las madres lamentan con inquietos bramidos la separación. Una india de pollera colorada va por el senderillo que cruza la plaza. Curvado bajo el peso de un gran haz, avanza un leñador por media calle y ante la puerta de la casa de Amaro Santos se ha detenido un jinete. El alcalde colige que debe ser el mismo Amaro Santos, quien le pidió un caballo para ir a verificar algunas diligencias en el pueblo cercano. Ya desmonta y entra a la casa con andar pausado. Él es. La vida continuaba igual, pues. Plácida y tranquila. Un día más va a pasar, mañana llegará otro que pasará a su vez y la comunidad de Rumi permanecerá siempre, decíase Rosendo. ¡Si no fuera por esa maldita culebra! Recordó que los cóndores se precipitan desde lo alto con rapidez y precisión de flecha para atrapar la culebra que han visto y que luego levantan el vuelo con ella, que se retuerce desesperadamente, a fin de ir a comérsela en los picachos donde El sembrío seguía ondulando, maduro de sol crepuscular. Una espiga se parece a otra y el conjunto es hermoso. Un hombre se parece a otro y el conjunto es también hermoso. La historia de Rosendo Maqui y sus hijos se parecía, en cuanto hombres, a la de todos y cada uno de los comuneros de Rumi. Pero los hombres tienen cabeza y corazón, pensaba Rosendo, y de allí las diferencias, en tanto que el trigal no vive sino por sus raíces. Abajo había, pues, un pueblo, y él era su alcalde y acaso llamaba desde el porvenir un incierto destino. Mañana, ayer. Las palabras estaban granadas de años, de siglos. El anciano Chauqui contó un día algo que también le contaron. Antes todo era comunidad. No había haciendas por un lado y comunidades acorraladas por otro. Pero llegaron unos foráneos que anularon el régimen de comunidad y comenzaron a partir la tierra en pedazos y a apropiarse de esos pedazos. Los indios tenían que trabajar para los nuevos dueños. Entonces los pobres -porque así comenzó a haber pobres en este mundo- preguntaban: «¿Qué de malo había en la comunidad?» Nadie les contestaba o por toda respuesta les obligaban a trabajar hasta reventarlos. Los pocos indios cuya tierra no había sido arrebatada aún, acordaron continuar con su régimen de comunidad, porque el trabajo no debe ser para que nadie muera ni padezca sino para dar el bienestar y la alegría. Ese era, pues, el origen de las comunidades y, por lo tanto, el de la suya. El viejo Chauqui había dicho además: «Cada día, pa pena del indio, hay menos comunidades. Yo he visto desaparecer a muchas arrebatadas por los gamonales. Se justifican con la ley y el derecho. ¡La ley!; ¡el derecho! ¿Qué sabemos de eso? Cuando un hacendao habla de derecho es que algo está torcido y si existe ley, es sólo la que sirve pa fregarnos. Ojalá que a ninguno de los hacendaos que hay por los linderos de Rumi se le ocurra sacar la ley. ¡Comuneros, témanle más que a la peste!» Chauqui era ya tierra y apenas recuerdo, pero sus dichos vivían en el tiempo. Si Rumi resistía y la ley le había propinado solamente unos cuantos ramalazos, otras comunidades vecinas» desaparecieron. Cuando los comuneros caminaban por las alturas, los mayores solían confiar a los menores: «Ahí, por esas laderas -señalaban un punto en la fragosa inmensidad de los Andes-, estuvo la comunidá tal y ahora es la hacienda cual» Entonces blasfemaban un poco y amaban celosamente su tierra. Rosendo Maqui no lograba explicarse claramente la ley. Se le antojaba una maniobra oscura y culpable, Un día, sin saberse por qué ni cómo, había salido la ley de contribución indígena, según la cual los indios, por el mero hecho de ser indios, tenían que pagar una suma anual. Ya la había suprimido un tal Castilla, junto con la esclavitud de unos pobres hombres de piel negra a quienes nadie de Rumi había visto, pero la sacaron otra vez después de la guerra. Los comuneros y colonos decían: «¿Qué culpa tiene uno de ser indio?» ¿Acaso no es hombre?» Bien mirado, era un impuesto al hombre. En Rumi, el indio Pillco juraba como un condenado: «¡Carajo, habrá que teñirse de blanco!» Pero no hubo caso y todos tuvieron que pagar. Y otro día, sin saberse también por qué ni cómo la maldita ley desapareció. Unos dijeron en el pueblo que la suprimieron porque se había sublevado un tal Atusparia y un tal Uchcu Pedo, indios los dos, encabezando un gran gentío, y a los que hablaron así los metieron presos. ¿Quién sabía de veras? Pero no habían faltado leyes. Saben mucho los gobiernos. Ahí estaban los impuestos a la sal, a la coca, a los fósforos, a la chicha, a la chancaca, que no significaban nada para los ricos y sí mucho para los pobres. Ahí estaban los estancos. La ley de servicio militar no se aplicaba por parejo. Un batallón en marcha era un batallón de indios en marcha. De cuando en cuando, a la cabeza de las columnas, en el caballo de oficial y luciendo la relampagueante espada de mando, pasaban algunos hombres de la clase de los patrones. A ésos les pagaban. Así era la ley. Rosendo Maqui despreciaba la ley. ¿Cuál era la que favorecía al indio? La de instrucción primaria obligatoria no se cumplía. ¿Dónde estaba la escuela de la comunidad de Rumi? ¿Dónde estaban las de todas las haciendas vecinas? En el pueblo había una por fórmula. ¡Vaya, no quería pensar en eso porque le quemaba la sangre! Aunque sí, debía pensar y hablaría de ello en la primera oportunidad con objeto de continuar los trabajos. Maqui fue autorizado por la comunidad para contratar un maestro y, después de muchas búsquedas, consiguió que aceptara serlo el hijo del escribano de la capital de la provincia por el sueldo de treinta soles mensuales. Él le dijo: «Hay necesidad de libros, pizarras, lápices y cuadernos» En las tiendas pudo encontrar únicamente lápices muy caros. Preguntando y topeteándose supo que el Inspector de Instrucción debía darle todos los útiles. Lo encontró en una tienda tomando copas: «Vuelve tal día», le dijo con desgano. Volvió Maqui el día señalado y el funcionario, después de oír su rara petición, arqueando las cejas, le informó que no tenía material por el momento: habría que pedirlo a Lima, siendo probable que llegara para el año próximo. El alcalde fue donde el hijo del escribano a comunicárselo y él le dijo: «¿Así que era en serio lo de la escuela? Yo creí que bromeabas. No voy a lidiar con indiecitos de cabeza cerrada por menos de cincuenta soles» Maqui quedó en contestarle, pues ya había informado de que cobraba treinta soles. Pasó el tiempo. El material ofrecido no llegó el año próximo. El Inspector de Instrucción afirmó, recién entonces, que había que presentar una solicitud escrita, consignando el número de niños escolares y otras cosas. También dijo, con igual retardo, que la comunidad debía construir una casa especial. ¡No le vengan con recodos en el camino! El empecinado alcalde asintió en todo. Contó los niños, que resultaron más de cien, y después acudió donde un tinterillo para que le escribiera la solicitud. La obtuvo mediante cinco soles y por fin fue «elevada» Por su lado consiguió autorización para pagar los cincuenta soles mensuales al maestro y llamó a algunos comuneros, entre ellos al más diestro en albañilería, para que levantaran la casa especial. Comenzaron a pisar el barro y hacer los adobes con mucha voluntad. En ese estado se encontraban las cosas. Quizá habría escuela. Ojalá llegaran los útiles y el profesor no se echara atrás de nuevo. Convenía que los muchachos supieran leer y escribir y también lo que le habían dicho que eran las importantes cuatro reglas. Rosendo -que iba a hacer- contaba por pares, con los dedos si era poco y con piedras o granos de maíz si era mucho y así todavía se le embrollaba la cabeza en algunas ocasiones de resta y repartición. Bueno era saber. Una vez entró a una tienda del pueblo en el momento en que estaban allí, parla y parla, el subprefecto, el juez y otros señores. Compró un machete y ya se salía cuando se pusieron a hablar del indio y en ese momento él hizo como que tenía malograda la correa de una ojota. Simulando arreglársela tomó asiento en la pequeña grada de la puerta. A su espalda sonaban las voces: «¿Ha visto usted la tontería? Lo acabo de leer en la prensa recién llegada. Estos indios... » «¿Qué hay, compadre?» «Que se discute en el parlamento la abolición del trabajo gratuito y hasta se habla de salario mínimo» «Pamplinas de algún diputado que quiere hacerse notar» «Es lo que creo, no pasará de proyecto» «De todos modos, son avances, son avances. Estos -un índice apuntó al distraído y atareado Maqui- se pueden poner levantiscos y reclamadores» «No crea, usted. Ya ve lo que pasa con las comunidades indígenas por mucho que esté más o menos aceptada su existencia. Una cosa es con guitarra y otra cosa es con violín, según decía mi abuelita» Estallaron sonoras carcajadas. «De todos modos -volvió a sonar la voz prudente-, son avances, son avances. Demos gracia a que éstos -el indiferente volvió a ser señalado- no saben leer ni se enteran de nada; si no, ya los vería usted. ya los vería» «En ese caso, la autoridad responde. Mis amigos, mano enérgica» Hubo un cuchicheo seguido de un silencio capcioso, y después sonaron pasos tras Rosendo. Alguien le golpeó con un bastón en el hombro, haciéndole volver la cara. Vio al subprefecto, que le dijo con tono autoritario: «¿Te estás haciendo el mosca muerta? Este no es sitio de sentarse» Rosendo despertaron echándose a llorar. La súplica angustiada continuó afuera: «Micaela, soy yo, soy yo, ábreme». Claro que era el difunto: eso lo sabía. Dos mujeres que velaban en la casa vecina, cuidando un enfermo, salieron al oír el alboroto. «¿Quién?», preguntó una de ellas. «Soy yo», contestó el difunto. Llenas de pánico echaron a correr y no pararon hasta la casa de Rosendo Maqui, a quien despertaron e informaron de que el difunto de esa tarde estaba penando y había ido a buscar a su mujer para llevársela. Ellas lo habían visto y oído. Ahí estaba, en camisa y calzón, llamando a la pobre Micaela y empujando la puerta de su casa. Maqui, que en la ocasión resultaba alcalde de vivos y muertos, se revistió de toda su autoridad y fue a ver lo que ocurría. Las chinas caminaban detrás, a prudente distancia. ¿Iría a convencer al difunto de que se volviera al panteón y se contentara con morir solo? Mientras se acercaban oían que el cadáver ambulante gritaba: «Micaela, ábreme», y ella, que había dejado de rezar, clamaba: «Favor, favor». Apenas vio al alcalde, el rechazado avanzó hacia él: «Rosendo, taita Rosendo, convéncela a mi mujer; no estoy muerto: estoy vivo». La voz traía, evidentemente, algo del otro mundo. Rosendo cogió al pobre comunero de los hombros y aún en la oscuridad pudo apreciar el gesto trágico de una cara congestionada de sufrimiento. Se calmó un poco y relató. Había despertado y al sentir un frío intenso, estiró los brazos. Tocó barro y luego se dio cuenta de que en su cara también había barro. Sobresaltado, tanteó a un lado y otro y mientras lo hacía le llegó un olor a muerto, como si hubiera un cadáver junto a él. Estaba en una tumba. Se incorporó dando un salto desesperado y salió de la sepultura. Lo rodeaban inclinadas cruces de palo; más lejos estaba la pared de piedra que cercaba el panteón. Un alarido se le anudó en el cuello y huyó a escape, pero apenas salió del cementerio las fuerzas diezmadas por la enfermedad le fallaron del todo y cayó. Estando en el suelo vio el caserío con sus techos angulosos y sus árboles copudos surgiendo de un bloque de sombra, y luego el cielo, uno de esos cielos despejados que siguen a las tormentas, donde palpitaban escasas pero grandes estrellas. En ese instante se convenció de que estaba vivo y, lo que es más, de que iba a vivir. Hizo un gran esfuerzo para pararse y con paso lento y temblequeante caminó hasta su casa. Eso era todo. El alcalde lo cogió por la cintura y, coligiendo que la espantada consorte se habría serenado ya, pues para eso dio tiempo, lo condujo hasta la puerta. Desde ahí, el mismo alcalde llamó a la mujer, quien hizo luz y abrió blandamente la pesada hoja de nogal. Micaela estaba muy pálida y la llama de una vela de sebo le titilaba sobre la mano trémula. Los pequeños miraban con ojos inmensos. El hombre entró y se tendió silenciosamente en una barbacoa de las dos que mostraba la pieza. Se le notaba un reprimido deseo. Acaso quería hablar o llorar La mujer lo cubrió con unas mantas y el alcalde se sentó junto a la cabecera. Entretanto las dos mujeres que avisaron habían ido a su casa y ya volvían trayendo una pócima a base de aguardiente. El postrado la bebió con avidez. Rosendo Maqui se puso a palmearle afectuosamente el hombro, diciéndole: «Cálmate y duérmete. Así son los sufrimientos». La mujer le tendió su humilde ternura en una manta sobre los pies. Y el hombre apesadumbrado se fue calmando y, poco a poco, se durmió blandamente. No murió. Sanó del tifo, pero quedó enfermo de tumba. Los nervios le temblaban en la oscuridad de la noche y temía al sueño como a la muerte. Mas cuando llegaron las cosechas y la existencia se le brindó colmada de frutos, curó también del sepulcro y volvió a vivir plenamente. Aunque sólo por días. Debido a la peste no eran muchos los recolectores y el esfuerzo resultaba muy grande. Él animaba a sus compañeros: «Cosechemos, cosechemos, que hay que vivir». Y le brillaban los ojos de júbilo. Pero su corazón había quedado débil y se paró dejándolo caer aplastado por un gran saco de maíz. Entonces sí murió para siempre. Rosendo Maqui quería recordar el nombre, que se le fugaba como una pequeña luciérnaga en la noche. Recordaba, sí, que los dos hijos crecieron y ya eran dos mocetones de trabajo cuando llegaron los azules y se los llevaron. Esa fue otra plaga. Por mucho tiempo se habló de que había guerra con Chile. Diz que Chile ganó y se fue y nadie supo más de él. Los comuneros no vieron la guerra porque por esos lados nunca llegó. En una oportunidad se alcanzó a saber que pasaba cerca un general Cáceres, militarazo de mucha bala, con su gente. También se supo que se encontró con Chile en la pampa de Huamachuco y ahí hubo una pelea fiera en la que perdió Cáceres. Rosendo Maqui había logrado ver, años atrás, en una mañana clara, a la distancia, semiperdido en el horizonte, un nevado que le dijeron ser el Huailillas. Por ahí estaba Huamachuco. Lejos, lejos. Los comuneros creyeron que Chile era un general hasta la llegada de los malditos azules. El jefe de éstos oyó un día que hablaban del general Chile y entonces regañó: «Sepan, ignorantes, que Chile es un país y los de allá son los chilenos, así como el Perú es otro país y nosotros somos los peruanos. ¡Ah, indios bestias!». Las bestias, y hambrientas, eran los montoneros. Llegando, llegando, el jefe de los azules dijo: «El cupo de la Comunidad de Rumi es una vaca o diez carneros diarios para el rancho, además de los granos necesarios». ¡Condenados! Unos eran los llamados azules por llevar una banda de tela azul ceñida a la copa del sombrero o al brazo y otros eran los colorados por llevar también una banda, pero colorada, en la misma forma. Los azules luchaban por un tal Iglesias y los colorados por el tal Cáceres. De repente, en un pueblo se formaba una partida de azules y en otro una de colorados. O en el mismo pueblo las dos partidas y vamos a pelear. Andaban acechándose, persiguiéndose, matándose. Caían en los pueblos y comunidades como el granizo en sembrío naciente. ¡Viva Cáceres! ¡Viva Iglesias! Estaba muy bueno para ellos. Grupos de cincuenta, de cien, de doscientos hombres a quienes mandaba un jefe titulado mayor o comandante o coronel. También llegaron a Rumi, pues. El jefe era un blanquito de mala traza y peor genio a quien le decían mayor Téllez. Pero de mandar en primer término lo hubiera dejado muy atrás su ayudante Silvino Castro, alias Bola de Coca. Era un cholo fornido que siempre tenía una gran bola de coca abultándole la mejilla. Pero se comprendía que el apodo calzaba mejor sabiendo que su bola de coca le había salvado la vida. Durante unas elecciones, Castro era matón oficial y jefe de pandilla de cierto candidato y, al volver una esquina, se encontró de improviso con el que ocupaba igual cargo en el bando contrario. Este sacó rápidamente su revólver y le hizo dos disparos a boca de jarro, dejándolo por muerto al verlo caído y con la cara sangrante. Pero el cholo Castro, para sorpresa de sí mismo, pudo levantarse. Se tocó la cara dolorida y después vio su mano llena de sangre. La sangre le llenaba también la boca con su salina calidez y la escupió junto con la bola. Algo extraño se desprendió de ésta y, al fijarse bien, distinguió que era el plomo del disparo. La bala, después de perforar los tejidos de la mejilla, se quedó atascada en el apelmazado bollo verde. El otro tiro se había perdido por los aires. Castro, para dar mayor colorido al episodio, decía que por ese lado no tenía muelas, de modo que el balazo le habría dado en el paladar causándole la muerte. A esto replicaba el mayor Téllez diciendo que era falso lo de la falta de muelas, pues él, con todo el peso de su autoridad, había hecho qué Castro abriera la boca y se las mostrara. Apenas tenía picada una y las demás estaban intactas. Después se armaban grandes discusiones respecto a la eficacia de los tiros de cerca. Había un montonero que afirmaba que, aun sin la bola, el tiro apenas habría roto las muelas no ocasionando mayor daño. Castro ratificaba que en ese carrillo no tenía muelas. Por último, invitaba a su oponente, si es que estaba seguro de su dicho, a dejarse meter un tiro a boca de jarro. Entonces el mayor Téllez decía que los tiros debían reservarlos para los colorados. Resultaba original pensar que un hombre pudiera ser salvado por una bola de coca y se aceptaba de primera intención la historia. Para desgracia de Castro, que estaba un poco orgulloso de tal evento, la tozuda cicatriz que marcaba del carrillo traía el recuerdo a menudo dos montoneros, pero sin embargo logró caer de bruces sobre el hoyo donde se embalsaba la sangre y beberla jadeando. Después volvióse con la cara roja y profirió un espantoso alarido antes de sentarse y abandonarse a una laxitud de inconsciente. Sabe Dios que impresión causó todo ello al comandante Portal, famoso por ser implacable con los enemigos, pues en lugar de fusilarlos ordenó: «Abran la capilla y metan ahí a todos los heridos. En el equipaje hay algunos desinfectantes y vendas. A los dos prisioneros, centinelas de vista y nada más». Luego pidió a su asistente: «Sírveme un buen trago de pisco». Más tarde los comuneros reunieron a los muertos, que fueron en total veinticinco, y los llevaron al panteón. Portal dispuso: «Pónganlos juntos. Al fin y al cabo son peruanos y conviene que se abracen alguna vez, aunque sea muertos». Los comuneros cavaron una larga y honda zanja. El comandante y Maqui fueron a ver el entierro y, mientras metían los cadáveres de los colorados, el primero decía: «Ese cholito retaco era una fiera. Entró a la montonera con un rejón y en la pelea ganó un rifle». «Este largo era aficionado a las chinas.» «Siento mucho la muerte de aquél apellidado Rosas, porque hacía chistes muy buenos.» Así comentaba sus habilidades. Al ver los cadáveres de los azules, decía: «¡Qué tipo tan recio, bueno para soldado!». O si no: «Ese es un rico tiro: en media frente. ¿Cuál de mis hombres lo haría para premiarlo?». Rosendo Maqui, cortésmente, asentía moviendo la cabeza y pensaba que era una suerte que los prisioneros y heridos azules vivieran aún. De vuelta, hizo lavar las manchas de sangre que teñían el suelo en diversos sitios, pues era sangre de cristianos, es decir, el signo! de su vida, y no se la debía pisotear. En seguida se dirigió a la capilla y vio que la fraternidad no alcanzaba únicamente a los peruanos muertos sino también a los heridos. Por lo menos, momentáneamente, habían olvidado que eran azules y colorados. Sobre el suelo, envueltos en mantas listadas y la penumbra del recinto, estaban alineados en dos filas y los menos graves conversaban pitando cigarrillos que se habían invitado recíprocamente. Los otros, inmóviles, algunos con la cabeza albeante de vendas, miraban al techo o a la imagen colocada en el altar mayor. Alguien gemía con la boca cerrada, sordamente. Frente al altar había un indio encendiendo ceras que los heridos devotos mandaban colocar. La bendita imagen de San Isidro labrador, patrón de chacareros, estaba allí en una hornacina. Usaba capa española y sombrero criollo de paja blanca adornado con una cinta de los colores patrios. La capa dejaba ver un pantalón bombacho que se abullonaba entrando en unas botas lustrosas. La mano izquierda se recogía suavemente sobre el pecho, en tanto que la otra, estirada, empuñaba una pala. De perilla y bigote, piel sonrosada y ojos muy abiertos, San Isidro tenía el aire satisfecho de un campesino próspero después de una buena cosecha. Entraron unos cuantos montoneros a poner ceras también e inquirieron por la imagen de San Jorge. La misma pregunta había sido formulada ya por los heridos y al respondérseles igualmente que no estaba allí, colocaron sus ceras ante la de San Isidro. En las paredes laterales de la capilla, diurnas de cal, colgaban unos cuadritos de colores que representaban las diversas fases de la Pasión del Señor. Los montoneros habrían preferido a San Jorge, flor y nata de guerreros. Otros santos que fueron hombres de armas combatieron con hombres, en tanto que San Jorge se enfrentó a un feroz dragón, le dio batalla y le ocasionó la muerte con su lanza. Uno de los montoneros sacó una estampa del santo de su devoción y reclinándola sobre la puntera de las botas de San Isidro, la dejó allí para que recibiera el homenaje de la luz. Se veía a un hermoso San Jorge de mirada fiera y gesto decidido, jinete en un gallardo corcel blanco, enristrando un buido lanzón frente a una enorme bestia de cabeza de cocodrilo, garras de león, alas de murciélago y cola de serpiente que echaba llamas por la boca. Para decir verdad, a Rosendo Maqui no le agradó mucho la devoción, pues él no encontraba nada mejor que un santo que cultivara la tierra y por otro lado ponía en duda la existencia de un animal tan horrible. A poco llegaron varias indias, entre ellas Chabela, que colocaron velas y se arrodillaron a orar con triste acento. Las velas amarillas se consumían prodigando una llama rojiza y humeante, de olor a sebo. San Isidro, aquella vez, parecía a pesar de todo un poco triste. Al pie, más abajo de la estampa de San Jorge, contorsionándose como gusanos entre la penumbra, los heridos se quejaban, charlaban o dormían un inquieto sueño. Las oscuras siluetas de las rezadoras y los tendidos triunfaban de la oscuridad, que parecía brotar del suelo, gracias a sus vestidos y mantas de color y las vendas. Las velas y las paredes calizas apenas conseguían aclarar con su resplandor el largo recinto sin ventanas. Cuando Maqui salió, supo que Micaela no tenía cuándo volver en sí y parecía loca o idiota. Hubo de contenerse para no llorar cuando la vio. Estaba con los ojos muy abiertos y gemía inacabablemente: ennnn, ennnn, ennnn... Sentada, la mandíbula inferior colgante y los brazos abandonados a su laxitud, parecía un animal fatigado o muriente. Así fueron los azares de aquellos días. Los colorados estuvieron en Rumi una semana, comiendo tantos carneros y vacas como los azules. Al marcharse dejaron cuatro heridos, de los cuales tres se fueron una vez sanos y uno, de traza india, se quedó en la comunidad al enredarse con una viuda. San Isidro les supo perdonar sus desaires y los curó a todos. Sólo la pobre Micaela quedó enferma, hecha una mera calamidad, pues no daba razón de su ser. Aunque mejoró un poco y dejó de quejarse, andaba tonteando por el caserío. Solía decir a cuantos encontraba al paso: «Ya van a volver; de un día a otro van a volver». Tal era su tema. Al fin murió y los comuneros decían: «Pobre demente, mejor es que haya muerto». No sólo heridos, desgracias y malos recuerdos dejaron los montoneros en Rumi, También dejaron hijos. La feminidad de las mocitas triunfó de su íntimo rechazo y, en' el tiempo debido, nacieron los niños de sangre extraña, a quienes se llamó Benito Castro, Amaro Santos, Remigio Collantes y Serapio Vargas. Los padres, definitivamente ausentes, tal vez muertos en las guerras civiles, no los verían jamás. Hubo un caso que únicamente Rosendo Maqui conocía. Un indio que estuvo lejos de la comunidad durante la estada de los montoneros, al regresar encontró a su mujer preñada. Maqui le dijo, cuando fue a consultarle: «No ha sido a güenas y no debes repudiar y ni siquiera avergonzar a tu pobre mujer. El niño debe llevar tu nombre». Así pasó. Las complicaciones aumentaron por el lado de las chinas solteras. Los mozos no querían tomarlas para siempre y se casaban con otras. Maqui predicaba: «Ellas no tienen la culpa y ese proceder es indebido». Al fin se fueron casando, a intervalos largos. El padrastro de Benito no lo quería y andaba con malos modos y castigos injustos -así es el oscuro corazón del hombre- hasta que Rosendo lo llevó a vivir consigo. El y su mujer lo trataban como a sus propios hijos y Benito creció con ellos diciendo taita, mama y hermanos. Pero su sangre mandaba. Siendo pequeño comenzó a distinguirse en el manejo de la honda. Desde dos cuadras de distancia lograba acertar a la campana de la capilla. El asunto era para reírse. Maqui acostumbraba llamar a los regidores tocando la campana, a fin de no perder tiempo. Tenía señalado a cada uno cierto número de campanadas. De repente un guijarro golpeaba dando la señal: lann y se presentaba un regidor que, después de las aclaraciones del caso, salía blandiendo su garrote mientras Benito echaba a correr hacia el campo. En las noches de luna los pequeños de la comunidad iban a la plaza y ahí se ponían a jugar. La luna avanzaba con su acostumbrada majestad por el cielo y ellos gritaban alegremente mirando el grande y maravilloso disco de luz: Luna, Lunaaaa, dame tuna... Luna, Lunaaaa, dame fortuna... adobe sobre adobe del pueblo, salvo de la capilla, que se mantuvo intacta. Casi todos los vecinos murieron y los sobrevivientes discutieron mucho sobre los designios del santo. Unos decían que se había enojado porque los pobladores se dedicaban más a la ganadería, siendo San Isidro un agricultor de vocación. Otros aludieron a la poca importancia de la fiesta anual y no faltó quien deplorara el crecido número de amancebamientos y el reducido de matrimonios. El más sabio opinó que lo dicho no pasaba de una completa charlatanería, pues los hechos estaban a la vista. Al destruir todo el pueblo y dejar únicamente la capilla, San Isidro expresaba el deseo de que los vecinos desaparecieran de allí y lo dejaran solo. El intérprete agregó que irse era lo más prudente, pues, como se había visto, la opinión de San Isidro no debía ser contradicha. En todo caso, ya sabría hacer notar su verdadera intención si es que ellos se equivocaban. El temor que a los cerreños deparaba un santo patrón tan enérgico, hizo que fueran realmente estableciéndose en el valle. Un montón de ruinas rodeó desde entonces la capilla, donde solamente rezaba la voz del trueno en las turbias noches de tormenta. Entonces los comuneros de Rumi resolvieron rezarle ellos. Frailes misioneros y curas les habían enseñado los beneficios de la oración y fueron en romería a trasladar el santo a la comunidad. Él les dejó hacer con benevolencia. Como recordaban las fugas nocturnas, no levantaron capilla sino que lo dejaron quince días en observación. San Isidro amaneció siempre en el mismo sitio -allí junto a unos alisos, según aseguraba la tradición- demostrando su deseo de quedarse. Entonces construyeron la recia capilla donde se le rendía veneración. No tenía torres y la campana colgaba de un grueso travesaño que iba de una a otra de las desnudas paredes laterales que bordeaban los extremos de un angosto corredor. En la pared que hacía de fachada, no menos lisa que las otras, una gruesa y mal labrada puerta de sabe Dios qué madera, se quejaba sordamente de no haberse convertido en polvo todavía. La que mantenía una voz clara, llena de potencia y frescura, era la campana. Se la oía a leguas y la coreaban los cerros. Tenía también su historia o más bien dicho su leyenda, pues nadie, ni la audaz tradición, podía aseverarla plenamente. Claro que se podía asegurar que la hizo un famoso fundidor llamado Sancho Ximénez de la Cueva, en el año 1780, que así estaba grabado en el bronce, según decían los leídos. Pero no se podía asegurar cómo la hizo. Contaba la tradición que en su tiempo se murmuró que el fundidor empleaba malas artes para dar una sonoridad realmente única a sus campanas. Descartada la hipótesis de que mezclara oro a la aleación, pues no cobraba muy caro, se dijo que empleaba sangre humana, secuestrando a sus víctimas y degollándolas en el momento de hervir el bronce para añadirle la sangre que perennizaba algo del canto del hombre en la definitiva firmeza del metal. En Rumi se llamaba a los fieles agitando matracas y golpeando redoblantes hasta que un gamonal, que después de ejercer el cargo de diputado volvió de Lima hereje, puso en venta la famosa campana perteneciente a la iglesia de su hacienda. Los comuneros la adquirieron por cien soles y desde esa fecha la voz alta y nítida, cargada de tiempo y de misterio, formó parte de su orgullo. En toda la región no había ninguna como ella. Cantaba y reía repicando en las fiestas. Gemía dulcemente, doblando por la muerte de algún comunero, con el acento del dolor piadoso y sincero. Cuando la víspera de la fiesta se la echaba a vuelo, su son iba de cerro en cerro y llegaba muy lejos convocando a los colonos de las haciendas. Y el día de la fiesta, llamando a misa o acompañando la procesión, cantaba muy alto y muy hondo la gloria de San Isidro, de tal modo que los cerros la admitían jubilosamente y a los fiesteros se les volvía otra campana el corazón. San Isidro estaba contento y derramaba sobre Rumi sus bendiciones de igual manera que se esparce el trigo por la tierra en siembra. ¡Si tenía esa campana, muchas ceras en el altar, buena fiesta y el fervor de toda la comunidad! El día grande de la fiesta salía la procesión. Las andas en que iba la imagen estaban cargadas de frutos. San Isidro parecía el jefe de una balsa atestada que se balanceara en un río multicolor de fieles apretujados, cuyo cauce era la calle del caserío. La comparación habría sido exacta si no hubiera abierto el desfile una yunta conducida por un San Isidro vivo y operante. Las astas de los bueyes lucían flores y el mocetón que empuñaba el arado, se cubría con una capa y un sombrero iguales a los del santo. Este gañán simbólico, diestro en menesteres de puya y mancera, dejaba tras sí un surco que evidenciaba la eficacia del celestial cultivador. Durante los demás días que duraba la feria, San Isidro, desde el corredor de la capilla, veía el júbilo de su pueblo. Este comía, bebía y danzaba sin perdonar la noche. Las bandas especiales de palias, rutilantes de espejuelos, bailaban cantando versos alusivos: San Isidro, labrador, saca champa con valor. San Isidro, sembrador, vuelve fruto a toda flor. Era un gusto. Abundaban los tocadores de bombo y flauta y, desde hacía años, jamás faltaba el arpista Anselmo que, curvado sobre su instrumento, tocaba y tocaba realmente borracho de agraria emoción y de trinos. A su tiempo contaremos la historia de Anselmo así como la de Nasha Suro, curandera con fama de bruja, y de otros muchos pobladores de Rumi. La memoria de Rosendo Maqui, a la que seguimos, está ahora a los pies del venerado santo. Ciertamente que alguna vez hubo una sequía y una hambruna de dos años, pero todo eso se halla perdido en el tiempo, noche creciente que no tenía alba, sí no tan sólo las estrellas vacilantes de los recuerdos. El señor cura Gervasio Mestas hacía la fiesta y sabía rezar a San Isidro en la forma debida. Y también los frailes de verdad bendecían el ganado para que aumentara y diera buena lana. No había que dejarse engañar por frailes falsos. Porque en cierta ocasión pasaron por Rumi dos hombres vestidos de frailes que iban por las cercanías pidiendo limosna para el convento de Cajamarca. Sus sirvientes arreaban un gran rebaño de ovejas y vacas, producto de los regalos de hacendados, colonos y comuneros. Bendecían el ganado de los donantes con mucha compostura, palabritas raras y abundantes cruces. Y sucedió que estando por el distrito de Sartín, arreando una animalada que más parecía un rodeo, acertó a llegar por esos lados un universitario que sabía de latín y cosas divinas. Les dirigió la palabra y los frailes hechizos se quedaron secos. La cosa no quedó allí, sino que se amotinó el pueblo y los impostores tuvieron que botarse las incómodas sotanas para correr a todo lo que les daban las piernas por los cerros. La noticia brincó de un lado a otro, pero a ciertos lugares no llegó. Maqui estuvo por las tierras de Callarí, a vender papas, y se hospedó en casa de un chacarero que le contó muy alegremente sus progresos. Estaba especialmente contento de la fecundidad de las ovejas y afirmó que ello se debía a la bendición de dos frailecitos. No le pesaba haberles dado cuatro animales. Un fraile era barbón y el otro peladito. El chacarero abrió tamaños ojos y no quería creer cuando Maqui le refirió que esos mismos eran los dos malditos ladrones disfrazados que fueron descubiertos en Sartín. En el mismo Callarí, es decir, en el lugar que daba nombre a la zona, no vivía ningún cristiano. Había allí un pueblo en ruinas. Entre las abatidas paredes de piedra crecían arbustos y herbazales. Daba pena considerar que donde ahora había solamente destrucción y silencio, vivieron hombres y mujeres que trabajaron, penaron y gozaron esperando con inocencia los dones y pruebas corrientes del mañana. No quedaba uno de su raza. Decían la cuenta, siendo en este caso ayudado por el gañán, quien hundía el arado a fondo. El cogote poderoso, los lomos firmes, las pezuñas anchas, imponían la velocidad mesurada y el esfuerzo potente y contumaz que hacen la eficacia del trabajo. Después de la tarea mugía sosegadamente y se iba a los potreros. Si no había pasto comía ramas y si éstas faltaban, cactos. Cuando las paletas ovaladas de los cactos quedaban muy altas, con un golpe de testuz derribaba la planta entera. Maqui lo quería. Cierta vez que un comunero, que lo unció para una gran arada, por alardear de energía y rapidez le sacó sangre de un puyazo, Maqui se encaró con el comunero y lo tendió al suelo de una trompada en la cabeza. Esa fue una de las contadas ocasiones en que empleó la violencia con sus gobernados. Después de las siembras los vacunos de labor eran echados a los potreros. En los rodeos generales los sacaban para darles sal. Pero Mosco, de pronto, se antojaba de sal y después de saltar zanjas, tranqueras y pircas con una tranquila decisión, llegaba al caserío y se paraba ante la casa de Rosendo. Los comuneros bromeaban: «Este güey sabe también que Rosendo es el alcalde». Maqui brindábale entonces un gran trozo de sal de piedra. Después de lamer hasta cansarse, Mosco se marchaba a paso lento en pos de los campos. Parecía un cristiano inteligente y bondadoso. El viejo alcalde recordaba con pena la visión de las carnes sangrientas y tumefactas, del asta tronchada y el ojo enjuto. Él lloró, lloró sobre el cadáver de ese buen compañero de labor, animal de Dios y de la tierra. Hubo otros bueyes notables, cómo no. Ahí estaban o estuvieron el Barroso, capaz de arrastrar pesadas vigas de eucalipto; el Cholito, de buen engorde, siempre lustroso y brioso; el Madrino, paciente y fuerte, que remolcaba desde los potreros; mediante una gruesa soga enlazada de cornamenta a cornamenta, a las reses que solían empacarse o eran demasiado ariscas. Pero ninguno como el singular Mosco por la potencia de su energía, la justeza del entendimiento y la paz del corazón. Era además, hermoso por su gran tamaño y por su perfecta negrura de carbón nuevo. Cuando en los rodeos generales los comuneros llegaban muy temprano a los potreros, a veces no podían dar con Mosco, oculto, por las rezagadas sombras entre las encañadas o los riscos. Tenían que esperar a que la luz del alba lo revelara. Mosco engrosaba entonces la tropa con paso calmo y digno. Para ser cabalmente exactos, diremos que Maqui lo quería y a la vez lo respetaba, considerándolo en sus recuerdos como a un buen miembro de la comunidad. También eran negros el buey Sombra y el toro Choloque. Sombra cumplió honestamente sus tareas. Choloque fue un maldito. Odiaba el trabajo y solamente le gustaba holgar con las vacas. Andaba remontado y si por casualidad se lograba pillarlo para el tiempo de las siembras, soportaba de mala guisa un, día de arada y aprovechaba la noche para escaparse y perderse de nuevo. Después de un tiempo prudencial aparecía por allí, haciéndose el tonto y con un talante de compostura que trataba de disimular sus fechorías. Teniendo absoluta necesidad de él, había que amarrarlo de noche, pero con soga de cerda o cuero, porque se comía las de fibra de pate o penca. Tanto como odiaba el trabajo amaba los productos del trabajo. Era el más voraz de los clandestinos visitantes de los plantíos de trigo y maíz. Le gustaban de igual modo que al venado las arvejas. Hacía verdaderas talas y no abandonaba las chacras sin que los cuidadores tuvieran que corretearlo mucho disparándole piedras con sus hondas. La opinión pública reclamaba: «Hay que caparlo», pero Maqui dejaba las cosas en el mismo estado en gracia a la energía y hermosa estampa de Choloque. A la vez que un condenado era también un gran semental. Como todo animal engreído, no podía ver con buenos ojos que otro se le adelantara en el camino, requiriera a una hembra o tan sólo comiera el pasto o lamiera la sal tranquilo en su presencia. Al momento peleaba para imponer, por lo menos, el segundo lugar y la humillación, si no la huida. Si el presunto rival estaba lejos, rascaba el suelo, mugía amenazadoramente, movía el testuz y, en fin, hacía todo lo posible para armar pleito. El poder lo convirtió en un fanfarrón. Los demás toros le temían. Todos habían experimentado su potencia cuando, trabados en lucha, frente a frente, asta a asta -como quien dice mano a mano, pensaba Maqui- tenían que retroceder y retroceder para sentirse, al fin, vencidos por el indeclinable cuello enarcado y musculoso. Al darse a la fuga, Choloque, de yapa, les aventaba una cornada por los costillares o las ancas. Resultaba, pues, el amo. Hasta que un día el toro Granizo, llamado así por su color ocre manchado de menudas pintas blancas, resolvió terminar. Quién sabe cuántas cornadas, forzadas castidades y pretericiones sufrió Granizo. Esto era asunto suyo. Lo cierto es que resolvió terminar. Una tarde el cholo Porfirio Medrano, que atravesaba la plaza, distinguió a la distancia a dos reses trabadas en lucha. Más allá del maizal que hemos visto, había un potrero que subía faldeando por un cerro de alturas escarpadas, cuyas ásperas peñas rojinegras formaban una suerte de graderías. Entre esos peñascos, se encontraban forcejeando los peleadores y Medrano se puso a observar para ver el final de la justa. Como no llevaba trazas de terminar, corrió a dar aviso al alcalde, quien por su lado llamó al indio Shante, famoso por su buena vista. Él dijo: «Uno es el toro Granizo y el otro el Choloque». Y se quedaron esperando que éste hiciera huir al osado, pero no ocurrió así. A lo lejos apenas parecían unas manchas, pero se notaba que no cejaban. De un lado para otro se empujaban empecinadamente. A ratos, debido a algún accidente del terreno, se separaban. Pero volvían a topetearse, a ceñirse las frentes y a arremeter con redoblado ímpetu. Se habían enfurecido. «Esos acabarán mal -dijo Maqui-, vamos a separarlos». Y fueron. Se tenía que dar un rodeo para llegar a ese lado de los barrancos, es decir, había que subir casi hasta la cumbre del cerro, que si bien no era muy alto, resultaba en cambio bastante accidentado. Se llamaba Peaña porque imitaba la base de piedras usadas para soporte de la cruz. Tardaron, pues, en subir. Al avistar los barrancos advirtieron que los toros continuaban peleando, de modo que aceleraron el paso. Descendían a grandes saltos y gritando: «Toro... toro...ceja». Shante les tiraba cantos rodados con su honda. Tenía buena puntería y ayudado también por la redondez de las piedras, que facilitaba su buena dirección, lograba hacer blanco alguna vez, a pesar de la distancia. «Toro... toro... ceja... ceja...» y las piedras trazaban su parábola oscura para golpear las carnes o rebotar en el suelo. Los toros ni oían ni sentían. De repente, se detenían como para separarse, pero ello no era sino una treta, pues, de improviso, uno de los dos empujaba violentamente. El otro retrocedía hasta detener al enemigo, a veces por su propio esfuerzo, a veces ayudado por un pedrón, una loma o cualquier otro accidente del terreno. Luchaban al lado de un abismo y ambos evitaban retroceder en esa dirección, yendo y viniendo a lo ancho de la falda. Se medían, jadeaban. Los tres comuneros estaban ya cerca y veían los cuerpos claramente. El afán primero de cada luchador era el de colocar las astas bajo las del otro para tener mayor firmeza y seguridad en la presión. Choloque era un veterano de los duelos y conseguía hacerlo repetidamente. En una de ésas. Granizo saltó a un lado y trepó como para huir y Choloque, loco de furia y orgullo, quiso cargarle por los ijares para surcarlos de sangre, momento que aprovechó el primero para dar vuelta rápidamente y embestir, bajo las astas, en un supremo esfuerzo. Choloque, al ir en pos de Granizo, dio las ancas al abismo y ya no tuvo tiempo de volverse. Ayudado por el declive, todo el peso del cuerpo y su sorpresivo impulso, Granizo empujó rápida e incontrastablemente hacia el barranco. Los comuneros, al ver la inminencia de la caída, se detuvieron. Choloque pugnó inútilmente por sostenerse, perdió las patas traseras en el aire y cayó blanda y pesadamente sobre unos riscos profiriendo un ronco y aterrorizado mugido. Siguió rodando, ya sin más sonido que el sordo golpe sobre las peñas, hasta que fue a dar a la base del barranco, entre unas matas. reverencia con ese acento de afectuosa familiaridad que es propio del trato que dan los narradores a todas las criaturas. Luego, influenciados por el mismo clima íntimo, hemos intervenido en instantes de apremio para aclarar algunos pensamientos y sentimientos confusos, ciertas reminiscencias truncas. A pesar de todo, quizá el lector se pregunte: «¿Qué desorden es éste? ¿Qué significa, entre otras cosas, esta mezcla de catolicismo, superstición, panteísmo e idolatría?» Responderemos que todos podemos darnos la razón, porque la tenemos a nuestro modo, inclusive Rosendo. Compleja es su alma. En ella no acaban aún de fundirse -y no ocurrirá pronto, midiendo el tiempo en centurias- las corrientes que confluyen desde muchos tiempos y muchos mundos. ¿Que él no logra explicarse nada? Digamos muy alto que su manera de comprender es amar y que Rosendo ama innumerables cosas, quizás todas las cosas y entonces las entiende porque está cerca de ellas, conviviendo con ellas, según el resorte que mueva su amor: admiración, apetencia, piedad o afinidad. «¿Es la tierra mejor que la mujer?». En la duda asoma ya una diferenciación de su esencia. En el momento justo las propias fuerzas de su ser lo empujan hacia una o la otra, de igual modo que hacia las demás formas de la vida. Su sabiduría, pues, no excluye la inocencia y la ingenuidad. No excluye ni aun la ignorancia. Esa ignorancia según la cual son fáciles todos los secretos, pues una potencia germinal orienta seguramente la existencia. Ella es en Rosendo Maqui tanto más sabia cuanto que no rechaza, e inclusive desea, lo que los hombres llaman el progreso y la civilización. Pero no sigamos con disquisiciones de esta laya ante un ser tan poderoso y a pesar de todo tan sencillo. Él continúa marchando, cargado de edad, por el ondulante sendero. De pronto un grito se extendió en la noche estremeciendo la densidad de las sombras y buscando la atención de los cerros. -Rosendoooo..., taita Rosendoooo. Las peñas contestaron y la voz repetida se fue apagando, apagando, hasta consumirse entre el crepitar de las espigas y el chirriar de los grillos y las cigarras. La cinta del camino lograba albear entre la oscuridad y Maqui apuró el paso, aguzando la mirada para no resbalar ni tropezar. Le dolían un poco sus ojos fatigados. Un bulto oscuro y rampante, de inquieto jadeo, trepaba la cuesta. Ya estaba junto a él. Era su perro, el perro Candela, que llegó a restregarse contra sus piernas, gimió un poco y luego echó a correr camino abajo. Resultaba evidente que había subido para avisarle algo y ahora lo invitaba a ir pronto hacia el caserío. Candela se detenía a ratos para gemir inquietamente y luego corría de nuevo. Maqui trotó y trotó. Ya estaban allí las primeras pircas, junto a las cuales crecían pencas y tunas. Ya estaban allí, al fin, las casas de corredor iluminado por el fogón. Maqui tomó a paso ligero por media calle y a la luz incierta de los leños cruzaba como una sombra. Algunos indios, sentados en el pretil de' sus casas, lo reconocían y saludaban. La campana de la capilla exhaló un claro y taladrante gemido: la-an... y a intervalos regulares y largos continuó clamando. El anciano hubiera querido correr, mas se sujetaba, estimando que debía guardar la compostura propia de sus años y su rango. Ya estaba allí, al fin, en un lado de la plaza, su propia habitación de adobe, con el techo aplastado por la noche. Un abigarrado grupo de indios había ante ella. La luz del corredor perfilaba sus siluetas y alargaba sus sombras. Las trémulas sombras se extendían por la plaza, inacabables, espectrales. Maqui se abrió paso y los indios lo dejaron avanzar sin decirle nada. La-an..., la-an... seguía llorando la campana. Ululaba la voz desolada de una mujer. El viejo miró y quedóse mudo e inmóvil. Sus ojos se empañaron tal vez. Pascuala, su mujer, había muerto. En el corredor, sobre un lecho de ramas y hojas de yerbasanta, se enfriaba el cadáver. CAPÍTULO 2 ZENOBIO GARCÍA Y OTROS NOTABLES El cadáver de Pascuala fue vestido con las mejores ropas y colocado, después de botar la yerbasanta, en un lecho de cobijas tendido en medio del corredor. En torno del lecho ardían renovadas ceras embonadas en trozos de arcilla húmeda. Junto a la cabecera estaban las ofrendas, es decir, las viandas que más gustaban a Pascuala: mazamorra de harina con chancaca, choclos y cancha, contenidas en calabazas amarillas. El ánima había de alimentarse de ellas para tener fuerzas y poder terminar su largo viaje. Quien decía las alabanzas, recordaba los episodios gratos y lloraba, era Teresa, la mayor de las hijas, que estaba sentada a un lado del cadáver. Al otro lado se hallaba Rosendo, ocupando un pequeño banco y mascando su coca. Más allá, más acá, en el corredor y en la plaza, frente a la lumbre, se acuclillaban y sentaban los demás comuneros. Cerca del alcalde, Anselmo, el arpista tullido, miraba tristemente ora a Rosendo, ora al cadáver. Un momento antes había contado a su protector los últimos instantes de la anciana. Estaba sentada junto al fogón, preparando la comida y, de repente, gimió: «Me duele el corazón... que el Rosendo perdone si hice mal...; mis hijos...». Y ya no dijo más porque rodó hacia un lado y murió. Rosendo no pudo contener una lágrima. ¿Qué le iba a perdonar? Él sí hubiera querido pedirle perdón y ahora se lo demandaba a su ánima. El viejo tenía los ojos perdidos en la noche, vagando de estrella en estrella y a ratos los volvía hacia su mujer. Ya no era en la vida. Era en la muerte. El rostro rugoso y el cuerpo exangüe, rodeados por una roja constelación de velas, estaban llenos de una definitiva serenidad, de un silencio sin límites. A este mutismo y esa paz trataban de llegar, rindiendo el debido homenaje al pasado, las voces y sollozos de Teresa, su clamor humano. La hija mayor tenía las greñas dolorosamente caídas sobre la faz cetrina. El rebozo desprendido permitía ver el pecho. Los grandes senos palpitaban temblorosamente bajo la blanca blusa. Hablaba y gemía: -Ay... ayayay... mi mamita. ¿Quién como ella? Tenía el corazón de oro y la palabra de plata. Que viera un enfermo, que viera un lisiado, que viera cualquier necesitao y lueguito se condolía y lo curaba y atendía... ayayay.... Su boca decía no más que el bien y si mormuraba por una casualidá, porque la lengua suele dirse, ahí mesmo se contenía: «¡Tamos mormurando!», decía «es malo, malo mormurar»... Ayayay, mi mamita... Jue muy güenamoza de muchacha y hasta mayor y con muchos hijos jue güenamoza... y de ancianita mesmo, no era sangre pesada pa la gente... Una trigueña faz tranquila estaba allí barnizada de luz, atestiguándolo. Pese a su tez rugosa, perduraba en el rostro cierta gallardía. Los gruesos labios se plegaban naturalmente, sin deformaciones y, entre los ojos cerrados, la nariz de firme trazo daba a una frente severa y dulce, enmarcada por dos ondas de albo cabello. Esa anciana no tuvo, pues, sangre pesada, es decir, que no fue antipática. Teresa seguía contando y llorando: -Hay mujeres que se güelven pretenciosas y mandonas si su marido es autoridá. Velay que cuando mi taita subió de alcalde la gente decía: «Aura la Pascuala se dañará». ¿Qué se iba a dañar? Tenía el pecho sano y sabía ser mujer en Lima, no ofreció nada y a quien ni siquiera conocían. Todos los diputados eran así. Posiblemente ignoraban la suerte de Muncha. En tiempo de verano, las tejas rojas resaltaban en medio de un paisaje yermo. En los campos secos, resecos, los arbustos achaparrados y los pastos amarillentos se deshojaban y desgreñaban ahogados por una parda tierra polvorienta. Sobre el ojo de agua crecían algunos verdes arbustos, pero prosperaban poco, pues los vecinos combatían esa clase de competidores. Junto al chorrito, las mujeres -rebozos negros, faldas multicolores- se aglomeraban como una bandada de aves carniceras en torno a la presa. No era raro, pues, que a los «chuquis» les gustara el cañazo; tenían sed. También era muy necesario para pasar el mal rato de las pendencias o encorajinarse antes de ellas. Y si a todo esto se agrega que nunca faltan penas que aplacar y alegrías que celebrar, nos explicaremos que los vecinos de Muncha tenían sus buenas razones para dedicarse al trago. Iban por el cañazo hasta los valles del Marañón y en ocasiones lo traían en forma de guarapo, es decir, de jugo de caña fermentado para destilarlo ellos. Sus alambiques eran grandes y buenos, tanto como para abastecer las tiendas a donde acudían los consumidores locales y forasteros. Allí también mercaban los comuneros cuando un acontecimiento imprevisto les impedía preparar la roja y tradicional chicha de maíz. Sus relaciones con los «chuquis» eran buenas. Como éstos no cosechaban gran cosa debido a su falta de actividad agraria y tampoco tenían huertos, pues se habrían secado en verano, les solicitaban siempre trigo, maíz y hortalizas. Les pagaban o canjeaban con cañazo. Así, esa noche, acompañando a los comuneros enviados, llegó una comisión de vecinos de Muncha presidida por el propio gobernador, un cholo gordo y rojizo como un cántaro. Él, que había donado parte del cañazo y proporcionado el tercer jumento para la conducción, era un hombre muy notable en Muncha e inmediaciones. Tenía un alambique de metal y otro de arcilla, una casa de altos y una hija muy buena moza que disponía de sirvienta y macetas de claveles. Estas se hallaban situadas en el corredor de la vivienda. La doméstica, para no entorpecer el recojo diurno de agua, tenía que regar las plantas durante la noche. Era hermoso encontrar en ese páramo amarillo y oliente a cañazo, un lugar gratamente perfumado por los claveles florecidos en rojo y blanco. Tras la hilera de macetas, blandamente reclinada en una mecedora, estaba la dueña. Lucía grandes ojos profundos y una boca aprendida de los claveles. Sus senos redondos y sus caderas anchas parecían aguardar una maternidad jubilosa. No hacía nada y por supuesto que jamás acarreó agua. Ella vigilaba sus flores y sus padres vigilaban a la señorita Rosa Estela, que así se llamaba, como a otra flor. El gobernador respondía al nombre de Zenobio García y avanzó entre los comuneros, seguido de los otros comisionados, hasta llegar donde Rosendo Maqui. Cambiaron saludos y algunas palabras. García le dijo que el pueblo de Muncha lo acompañaba en su dolor y ahí estaban ellos representándolo en el velorio, después de lo cual se retiraron para sentarse a cierta distancia formando un grupo íntimo. Blanqueaban sus sombreros de paja y sus trajes de dril. El cañazo fue repartido. Lentamente, sin romper la circunspección del momento, los comuneros iban a recibir su porción en botellas, vasijas de greda y calabazas de todas las formas y tamaños. Los hijos y allegados de Maqui trasvasaban el licor, que despedía un fuerte vaho picante. Los comuneros, de vuelta a su lugar, sentábanse formando pequeños grupos y el recipiente pasaba de boca en boca. La noche se iba enfriando y el cañazo entibiaba la sangre tanto como la coca, de la que hacían gran consumo, avivaba la pálida llama del insomnio. En cierto momento el comunero Doroteo Quispe, indio de anchas espaldas, se arrodilló a los pies del cadáver, de cara a él, y quitóse el sombrero descubriendo una cabeza hirsuta. Todos se arrodillaron y se descubrieron igualmente. Se iba a rezar. Hacia un lado, albeaba el grupo de los visitantes. Y Doroteo comenzó a rezar el Padrenuestro con voz ronca y monótona, poderosa y confusa a un tiempo: «Padrenuestroquestasenloscielos»... Se detuvo en mitad de la oración, según costumbre, para que los concurrentes dijeran el resto. Y ellos corearon: «El pannuestronn...nnnn...nnn....». El sordo murmullo semejaba un runruneo de insectos hasta que resonaba un largo «Aaménnn». Entonces volvían a comenzar. Así oraron mucho tiempo. Era un gran rezador el indio Doroteo Quispe y, además de las oraciones corrientes, sabía la de los Doce Redoblados, buena para librarse de espíritus y malos aires en la búsqueda de entierros y cateos de minas; la Magnífica, curadora de enfermos y hasta de agonizantes, «salvo que sea otra la voluntad de Dios»; la de la Virgen de Monserrat, guardada celosamente por los curas para que no la usen los criminales, y la del justo juez, especial para escapar de las persecuciones, conjurar peligros de muerte, triunfar en los combates y salvarse de condenas. Pero ahora se trataba del ánima buena de Pascuala y únicamente echó Padrenuestros, echó Avemarías, echó Credos y Salves. La noche era avanzada cuando terminó el rezo y sirvieron la comida. Después, las horas se alargaron inacabablemente y muchos veloriantes se tendieron en el suelo. En torno al cadáver seguían brillando las velas y arriba el cielo había encendido todas sus estrellas. Rosendo Maqui continuaba despierto, en una vigilia que alumbraba toda la vida de su mujer y que admitía su muerte con un sentimiento hondo y potente, cargado de una pesada tristeza, en el que participaban una vaga conciencia religiosa y una emoción de tierra y cielo. Permítasenos ser oscuros. El mismo Rosendo no habría precisado nada y nosotros, en buenas cuentas, logramos solamente sospechar secretas y profundas corrientes. Y llegó el alba rosa y áurea y después creció el día desde las rocosas cumbres del Rumi. La luz cayó blanda y dulcemente sobre las faldas de los cerros, -sobre los eucaliptos y los saúcos, sobre las tejas de la capilla y las casas, sobre las cercas y los veloriantes. Y cuando el sol subió «dos cuartas» por el cielo, envolvieron el cadáver en las cobijas, lo colocaron en la quirma y lo llevaron al panteón. El cortejo era largo porque asistieron todos los comuneros, inclusive los que no fueron al velorio. Al lado del cadáver iban Rosendo Maqui, sus hijos e hijas, los regidores y la comisión de Muncha. Detrás, todo el pueblo de Rumi, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, tal vez quinientas almas. Solamente se quedaron los niños y Anselmo, el tullido. Al ver que se llevaban a su madre trató dolorosamente de erguirse, olvidado de su invalidez, y luego agitó los brazos, que cayeron, por fin, vencidos. Todo su cuerpo se abatió en una inmovilidad de tronco. Su corazón saltaba como un fiel animal encadenado. En el panteón cavaron una honda fosa en la que metieron el cadáver. Muchos de los concurrentes dieron una mano piadosa y ritualmente, para empujar la tierra. Por último se colocó una cruz de ramas bastas. Las hijas volvieron llorando, los hijos sosteniendo con su compañía y sus brazos al viejo padre. Y así fue velada y enterrada, con dignidad y solemnidad, la comunera Pascuala, mujer del alcalde Rosendo Maqui. La tierra cubrió su cuerpo noblemente rendido y un retazo del pasado y la tradición. De vuelta, el gobernador Zenobio García se detuvo un momento en la plaza, rodeado de sus acompañantes. La cara rojiza había empalidecido un tanto debido a la mala noche. Echado hacia atrás, el sombrero de paja en la coronilla y los pulgares engarfiados en el cinturón de cuero, miraba a todos lados dándose un aire de persona de mucha importancia. A ratos, tamborileaba con los otros dedos sobre el abultado y tenso vientre. Sus miradas escrutaban todo el pueblo y las inmediaciones, a la vez que decía algo a sus gentes. Al fin, los visitantes pequeño le botaba a un lado el sombrero de junco para emprenderla a jalones con las canosas crenchas. El viejo gruñía sonriendo. -Vaya, suelta, atrevidito... Su pecho rebosaba de contento y ternura. En el caserío se apagaba ya, poco a poco, cual un fogón en la alta noche, el recuerdo de Pascuala. Con todo, no sería veraz hablar de olvido. Comentábase la pena de Rosendo y la justeza de tal sentimiento. Y cuando, entre las sombras, aullaba el perro Candela, los comuneros decían: -Llora po ña Pascuala. -Tal vez mirará a su ánima... -Dicen que los perros ven a las ánimas y si un cristiano se pone legaña de perro en los ojos, también verá las ánimas en la noche... -¡Qué miedo! Es cosa de brujería... -¡Pobre ña Pascuala! -¿Por qué pobre? Ya llegó a viejita y era tiempo que muriera. Un cristiano no puede durar siempre... Hemos visto que la misma consideración consolaba a Rosendo. En la vida del hombre y la mujer había tiempo de todo. También, pues, debía llegar el tiempo de morir. Lo deplorable era una muerte prematura que frustra, pero no la ocurrida en la ancianidad, que es una conclusión lógica. Así pensaba sitiéndose muy cerca de la tierra. Observaba que todo lo viviente nacía, crecía y moría para volver a la tierra. El también, pues, como Pascuala, como todos, había envejecido y debía volver a la tierra. Los albañiles seguían levantando el edificio de la escuela, al lado de la capilla, donde había sombra y aroma de eucaliptos. El adobero, curvado sobre la planicie apisonada de la plaza, hacía su oficio con solicitud. En bateas de capacidad adecuada, dos ayudantes le llevaban el barro arcilloso desde un hoyo donde se lo batía sonoramente con los pies. Él ponía la garlopa, que el ayudante llenaba de barro de un solo golpe volteando la batea diestramente, luego emparejaba el légamo con una tablilla y por fin zafaba el molde, con movimiento preciso y rápido, dejando sobre el suelo la marqueta. Ya estaba allí, el otro ayudante con su porción y la operación se repetía. Los rectangulares adobes formaban largas hileras. El buen sol estival cumplía su faena de darles solidez. Los secos, que correspondían a las filas primeras, eran levantados y llevados a la construcción. El maestro albañil, acuclillado sobre el muro, orgulloso de su destreza, gritaba de rato en rato: «adobe, adobe», demandándoselos a sus ayudantes. La pared se levantaba sobre gruesos cimientos de piedra. El alarife, llamado Pedro Mayta, superponía los adobes, uniéndolos con una argamasa de arcilla y trabándolos de modo que las junturas de una ringlera no correspondieran a las de la siguiente, a fin de que el muro tuviera una consistencia firme. Rosendo Maqui, que los miraba hacer desde el corredor, fue hacia ellos una tarde. -¡Qué güeno, taita! -exclamó Pedro, afirmando un adobe y emparejando la arcilla saliente con el badilejo-. ¡Güenas tardes, taita! Los otros constructores, hasta los que pisoteaban el barro, allá lejos, al borde de la chacra de maíz, se acercaron a saludar. Maqui respondía con una discreta sonrisa de satisfacción. Le gustaba ver a su gente embadurnada con las huellas de la tarea -semillas de la mala yerba pegapega, briznas de trigo, barbas de choclo-, pues consideraba que ésas eran las marcas ennoblecedoras del trabajo. -¿Se avanza, maestro Pedro? -Como se ve, taita. Pronto quizá tendremos escuelita. -¿Escuelita? ¡Escuelaza! ¿Habrá pa un ciento de muchachos? -Hasta pa doscientos. -No te digo. Maqui entró al cuadrilátero. La amarillenta pared se elevaba ya hasta la altura del pecho. Olía a barro fresco. Había una puerta y cuatro ventanas, dos hacia la salida del sol y las otras dos hacia la puesta. -Me entendiste bien, Pedro. Que si no el bendito comisionao escolar quizá habría dicho... ¿cómo me dijo?... Esto no es, esto no es... ¡Vaya, olvidé la tal palabra!... ¿Tú la sabes? Mayta respondió que no la sabía y ni siquiera sospechaba de lo que podía tratarse. Como los otros ya habían vuelto a sus labores y a fin de que el alcalde lo oyera, gritó con redobladas ansias de faena: -¡Adobe, adobe!... Rosendo, sabe Dios por qué, se puso a tentar la solidez del muro con su bordón de lloque. Indudablemente que estaba fuerte. -¿Y el techo, taita? ¿Teja o paja? -Teja, me parece. Habrá también que apisonar muy firme el suelo. Y será güeno que Mardoqueo teja una estera pa que sea... ¡ah, ya me acordé!...higiénico... -Ah, así dijo el comisionao. ¡Higiénico! ¿Y qué es eso? -Todo lo que es güeno pa la salú... así dijo... Mayta dejó de alinear los adobes y se puso a reír. Rosendo lo miró con ojos interrogadores. Callóse al fin y explicó: ---¿No es un jutrecito el comisionao? Lo conozco, lo conozco... En la tienda de ño Albino pasa bebiendo copas. ¿Cree que tomar tarde y mañana es güeno pa la salú? El sí no es higiénico... Y entonces rieron ambos mascullando la dichosa palabreja entre risotada y risotada. Se sentían muy felices. Después dijo Maqui: -La verdá, ya tendremos escuela. Me habría gustao demorarme en llegar al mundo, ser chico aura y venir pa la escuela... -Cierto, sería bonito... -Pero también es güeno poder decir a los muchachos: «vayan ustedes a aprender algo»... -Cierto, taita... Yo tengo dos; ellos sabrán alguna cosa; porque es penoso que lo diga: yo tengo la cabeza muy dura. Si veo un papel medio pintadito de eso que llaman letras, me pongo pensativo y como que siento que no podría aprender, ¡hasta tengo miedo! -Es que nunca, nunquita hemos sabido nada -respondió Maqui. Y luego con fervor: -Pero ellos sabrán... Fue hasta el hoyo del barro -en el corte se veía media vara de negra tierra porosa y bajo ella la amarilla y elástica- y luego al lugar de los adobes. Tuvo para cada uno de los trabajadores alguna palabra. Comentó y bromeó un poco. Se sentía respetado y querido. Volvió a su casa pensando que la comunidad se hallaba empeñada en su mejor obra y sería muy hermosa la escuela. Los niños repasarían la lección con su metálica vocecita y luego jugarían en la plaza, a pleno sol o la sombra de los eucaliptos. Rosendo Maqui estaba contento. En los campos amarilleaba la yerba dejando caer sus semillas o se mecían dulces ababoles rosados. Los arbustos y árboles de raíces hondas mantenían su lozano verdor y ostentaban el júbilo de las moras. Las tunas que crecían, junto o sobre las cercas de piedra, a la salida y la entrada de la calle real, comenzaban a colorear. Las jugosas paletas verdes se ornaban de frutos que parecían rubíes y topacios. Los magueyes de pencas azules, vecinos de las tunas o diseminados por los campos, elevaban hacia el cielo su recta y deshojada vara como una estilización del silencio. En la punta, su gris desnudez estallaba en un penacho de flores blancas o cuajaba en frutos lustrosos. Raros eran los que se veían así, que no fructifican sino a los diez años, antes de morir, pero hasta el largo palo de corazón de yesca rendía su hermoso tributo a la vida. y cecinas con cancha que ellos consumieron rumorosamente, no sin invitar algún bocado a Candela, que estaba tendido por allí y miraba con ojos pedigüeños. El alba entera simulaba un bostezo blanco. Luego montaron. El viejo fue discretamente ayudado por Abram para que cabalgara en el Frontino. Ya había claridad y veíase que el resuello de los animales y los hombres formaban nubecillas fugaces al condensarse en la frialdad de la amanecida. Rumi despertaba con una lentitud soñolienta. Se abrían tales o cuales puertas madrugadoras. Las gallinas saltaban de las jaulas de varas adosadas a la parte alta de la pared trasera de las casas, en tanto que sus garridos machos aleteaban y cantaban con decisión. Algunas mujeres comenzaban a soplar sus fogones, y caminaba por la calle, en pos del fuego de la vecina, quien encontró apagados sus carbones. En el corral mugían tiernamente las vacas. De pronto, la mañana se disparó en flechas de oro desde las cumbres a los cielos y los pájaros rompieron a cantar. Zorzales, huanchacos, rocoteros y gorriones confundieron sus trinos alegrándose de la bendición de la luz. El trote franco de los caballos encabezados por Frontino llenó la calle real. El vaquero Inocencio y dos indias estaban ordeñando en el corralón. Mansa y tranquilamente las madres lamían a sus terneros en tanto que brindaban a los baldes, entre manos morenas, los musicales chorros brotados de la turgencia pródiga de las ubres. Una de las mujeres gritó: -Taita Rosendo, la mamanta... Se acercaron y bebieron la espesa leche, tibia aún. Las ordeñadoras eran dos muchachas frescas, de cabellos nigérrimos, peinados en trenzas que les caían sobre el pecho enmarcando anchos rostros de piel lisa. La boca grande callaba con naturalidad y los ojos oscuros eran un milagro de serena ternura. Vestían polleras roja y verde. Se habían quitado el rebozo para realizar su faena y veíase que la sencilla blusa blanca ornada de grecas, dejando al descubierto los redondos brazos, ceñía la intacta belleza de los senos núbiles. El mocetón Augusto, desde su propicia altura de jinete y mientras los mayores apuraban la leche, solazábase en la contemplación de las muchachas atisbando por la unión de los pechos. Se puso a galantearlas. -¡Tan güenamozas las chinas! Voy a madrugar pa ayudarles... ¡Si me quisieran como a un ternerito! Ellas sonriéronle y luego bajaron los ojos sin saber qué responder en su feliz azoro. El alcalde hizo como que no había oído nada y recomendó: -No dejen de llevarle doble ración a Leandro, ¿cómo sigue? -Mejorcito -respondió una de ellas. Los jinetes armaron grandes bolas de coca a un lado del carrillo y partieron seguidos de Candela que, burlando la vigilancia de Juanacha, se unió a los viajeros. Fuéronse por ese camino que nosotros hemos mirado un tanto y ellos sabían de memoria. Por allí, por donde asomaron un día los colorados y otro día, más reciente, don Álvaro Amenábar. Aunque nosotros, en verdad, lo hemos visto tan sólo hasta el lugar en que doblaba ocultándose tras una loma. Seguía por una ladera y después cruzaba el arroyo llamado Lombriz, lindero entre las tierras de Rumi y las de la hacienda Umay. La espesa franja de monte que cubría el arroyo trepaba la cuesta hasta perderse entre unas elevadas peñas y bajaba desapareciendo por un barranco de un cerro contiguo al Peaña. El Lombriz corría paralelo a la quebrada de Rumi, pero el caserío, que se hallaba entre ambos, no se dignaba considerarlo. La acequia que abastecía de agua a las casas partía de la quebrada, pues el Lombriz llevaba tan poca que apenas si podía lucirla en verano. Era que, durante el invierno, formaba su caudal con las lluvias y el resto del tiempo con lo que buenamente rezumaba la tierra. En cambio, la cantora quebrada, tajando una gran abra, partía de la profunda laguna situada tras el cerro Rumi en una ancha meseta. Esa vez los comuneros cruzaron el arroyo como siempre, sin darle mayor importancia, salvo el alcalde. Los cascos enlodaron el agua callada. Candela evitó mojarse saltando sobre las piedras del lecho. Rosendo examinó detenidamente el curso, desde el barranco a las peñas altas. ¡También había moras en el Lombriz y torcaces y pájaros! El camino tornóse un sendero, labrado por los cascos más que por las picotas y palas, que entre breñas y matorrales comenzó a trepar una cuesta. La mano del hombre se notaba en tal o cual grada para disminuir la elevación de los escalones pétreos, en tal o cual hendidura practicada en las inclinadas zonas de roca viva. Por un lado y otro, veíanse tupidos arbustos y escasos árboles que iban desapareciendo a medida que el trillo ascendía, aristas salientes de las peñas, algún maguey de enteca sombra, cactos erguidos a modo de verdes candelabros ante inmensos altares de granito. El sendero curvábase, zigzagueaba, empinándose y prendiéndose. Trepaba lleno de un a decisión afanosa, se diría que acezando. Los caballos eran de esos serranos pequeños y de casco fino, diestros en artes de maroma. Frontino, que tenía mayor tamaño proveniente de cierto abolengo, suplía el inconveniente de sus grandes cascos con una extremada pericia. Su paso largo lo hacía adelantarse, por lo que Rosendo, de rato en rato, debía detenerlo para esperar a los rezagados. Frontino volvía la cabeza y miraba con deferente amistad a sus peludos y alejados compañeros, un bayo, un negro, un canelo. Ya tendremos ocasión de referir la historia de Frontino. Y entendemos que se sabrá perdonarnos estas dilaciones, pues de otro modo, no alcanzaríamos a salir de los preámbulos. La realidad es que cuando evocamos estas tierras cargadas de vidas y peripecias, a veces reímos, a veces lloramos, en todo caso, nos envuelve dulcemente el aroma de las saudades y siempre, siempre nos sobran historias que contar. Trepaba, pues, la pequeña cabalgata. Rosendo hacía memoria de los acontecimientos recientes y trataba de ordenar sus pensamientos: «Me voy a morir: mi taita ha venido a llevarme anoche», dijo Pascuala. Después pasó la culebra con su mal presagio y he allí que él se había dedicado a hacer cálculos sin, dar la debida consideración al nocturno llamado. Ahora Pascuala estaría con el taita y los otros comuneros en esa misteriosa vida donde se va de aquí para allá, como por el aire, andando con un mero flotar de ánima. El señor cura Mestas hablaba del infierno, pero Rosendo creía y no creía en el infierno. ¡Vaya usted a saber! En el peor de los casos, ahí estaban los rezos de Doroteo Quispe. Echar oraciones, según decían los mismos curas, nunca es cosa perdida. Después de todo, ya había llegado la desgracia y así quedaba descartada la suposición de que el presagio envolviera a la comunidad. Era asunto de litigar eso de las tierras. «Up, no resbales, Frontino. Casi te has caído. Pero no tiembles ni resoples, que ya estamos al otro lado.» Habían cruzado por el filo de un barranco. Una piedra cedió y Frontino estuvo a punto de perder las patas en el aire. La piedra rodó rebotando al chocar contra las rocas de la pendiente hasta que terminó por despedazarse. Rosendo propuso a don Álvaro Amenábar, en otro tiempo, hacer un buen camino trabajando a medias la comunidad y la hacienda Umay. El se negó diciendo que no tenía interés en esa ruta y que, por otra parte, el sendero resultaba lo suficientemente bueno para no rodarse. Ahí asomaba, por fin, una cumbre. Y en la cumbre se detuvieron los cuatro jinetes y Rosendo habló mirando las ya lejanas peñas, al pie de las cuales comenzaba el arroyo Lombriz: -Oigan bien, y en especial vos, Augusto, que estás muchacho y debes saber las cosas pa cuando nosotros muramos. Allá, po esas peñas -el brazo de Rosendo se había levantado y al filo del poncho asomaba su índice nudoso que dirección a la casa-hacienda de Umay: -Sería güeno aprovechar pa ver a don Álvaro aura... Rosendo Maqui no contestó nada y continuó por el camino que pasaba de sur a norte. Frontino trotaba y pronto estuvo muy adelante. Rosendo hizo una seña llamando a Goyo Auca y éste logró reunírsele azotando a su duro caballejo. El alcalde habló: -¿Sabes? El día que pasó don Álvaro Amenábar vi que no era cosa de hablarle, que nadita se podía aguardar de él por las güenas... Y yo digo, pue lo he mirao así de seguido, que se puede ablandar todo hasta el fierro si lo metes en la candela, pero menos un corazón duro. Me ofendió y nos ofendió a todos con su burla. No he contao nada... ¿Qué se ganaría? Si los comuneros ven que les faltan al respeto a los regidores o al alcalde y éstos no pueden hacer nada, merman confianza... Y si un pueblo no tiene confianza en la autoridá, el mal es pa todos... ¿No es cierto?... Goyo Auca respondió: -Cierto, taita... Los retrasados conversaban de la doma. Abram hacía a su hijo la crítica de su faena. En cierto momento, había perdido un estribo y ello era una chambonada peligrosa. El primer deber de un jinete consistía en no perder ni las riendas ni los estribos. Conseguido esto y teniendo fuerza y buena cabeza, vengan corcovos... La cabalgata continuaba al trote. El viento agitaba los ponchos y las crines. Tropezaron con un rebaño numeroso y lento y Candela se puso a perseguir las ovejas en una forma bromista. -Ey, Candela, Candelay... -riñó Rosendo, con lo que el perro hundió la cola entre las piernas y agachó la cabeza noblemente avergonzado. Más allá encontraron a los pastores, dos indios -hombre y mujer- de sombrero de lana rústicamente prensada y veste astrosa. El hombre estaba sentado en una eminencia, mascando su coca. La mujer, tras una piedra que la defendía del viento, sancochaba papas en una olla de barro calentada por retorcidos haces de paja. El fuego era mezquino y la humareda ancha. Rosendo y Goyo se detuvieron a observarlos y en eso fueron alcanzados por Abram y su hijo. El alcalde se decidió a preguntar dirigiéndose al varón, que se hallaba más cerca del camino: -¿Ustedes son pastores de don Álvaro Amenábar? El interpelado tenía el mugriento sombrero, que parecía una callampa, metido hasta los ojos. Continuaba impasible como si no hubiera escuchado nada. Al fin respondió: -Ovejas, pues... Los comuneros tuvieron lástima, aunque Augusto mal reprimió una sonrisa. -Sí, ya veo que son pastores de ovejas -explicó el alcalde-; pero quiero saber si ustedes reciben órdenes del hacendao don Álvaro Amenábar. El silencioso miró su calzón, que dejaba ver entre sus retazos la dura carne morena, y dijo: -Bayeta rompiendo... Goyo Auca opinó que tal vez el pastor trataba solamente con los caporales y no había visto nunca al hacendado o por lo menos ignoraba el nombre. Rosendo dio vuelta a la pregunta: -¿Ustedes son de la hacienda May? -Sí. -¿Hace mucho que están de pastores? La india, de pecho mustio, cara sucia y pelos desgreñados, se acercó al interrogado y le dijo algo en voz baja. Daba pena su desaliñada fealdad. En la mujer es más triste la miseria. -¿Cómo los tratan? –insistió el alcalde. Los pastores mantuvieron un terco silencio y miraban el rebaño extendido por lomas y hoyadas. No querían responder nada, pues, exceptuando al parecían indiferentes a cuanto les rodeaba. Se habían encerrado dentro de sí mismos y el silencio los rodeaba como a la piedra solitaria junto a la cual humeaba la menguada fogata. Abram opinó que los pastores temían acaso una emboscada de parte de la misma hacienda y por eso no decían nada. Entonces los comuneros prosiguieron la marcha y Rosendo advirtió: -Estos pobres son de los que reciben látigo por cada oveja que se pierde... ¿No les han contao Casiana y Paula?... Milagro que están po aquí; viven remontaos... Pero la atención de los viajeros fue llamada por varios hombres armados que aparecieron a lo lejos. Montaban buenos caballos y los seguían arrieros conduciendo mulas cargadas de grandes bultos albeantes. -Y si jueran bandoleros... -sospechó Goyo Auca. -Po las cargas, se ve gente de paz -dijo Rosendo. Y Abram, bromeando: -De ser bandidos, hace falta Doroteo pa que rece el Justo Juez. -Cierto, cierto... -celebraron. Estaba a la vista que no eran bandoleros. Pronto se encontraron con ellos. Se trataba de viajeros acomodados; quizá comerciantes, quizá hacendados, quizá mineros. Su atuendo era de la mejor clase y el mulerío cargado hacía presumir ricos bienes. -¡Hola, amigo! -dijo el que iba adelante, bajándose la bufanda que defendía su faz blanca del azote de viento y parando en seco su caballo-, ¿a dónde es el viaje? -Al pueblo, señor -respondió Rosendo sofrenando a su vez. Ambos grupos quedaron detenidos frente a frente y se escudriñaban como suelen hacer los viajeros cansados de la repetición y la soledad del paisaje. El hombre sin embozo dijo: -¿No saben si por aquí hay gente que quiera ganar plata, pero harta plata? -Señor, en la comunidad de Rumi todos queremos ganar -afirmó el alcalde. -Sí, pero no se trata de quedarse aquí. Hay que ir a la selva a sacar el caucho. Un hombre puede ganar cincuenta, cien, hasta doscientos soles diarios. Más, si anda con suerte. Yo le doy cuanto necesite: en esos fardos llevo las herramientas, las armas, toda clase de útiles... -Señor, nosotros cultivamos la tierra. -No creas que hay necesidad de estudios para picar un árbol y sacarle el jugo... de eso se trata. Augusto miraba al hombre del caucho con ojos en los que se reflejaba su asombro ante el dineral. El negociante se dirigió a él: -Doy adelanto para mayor garantía. Quinientos soles que se descuentan en un suspiro... Rosendo se negó una vez más: -Señor, nosotros cultivamos la tierra. Y echó a andar seguido de su gente. Augusto no había llegado a tomar ninguna decisión debido a su falta de costumbre de hacerlo, a la rapidez del diálogo y sobre todo, a la sencilla fuerza de las palabras del viejo. Así, continuó fácilmente con los comuneros y estuvo muy atento cuando Rosendo decía: -Ese es un bosque endiablao y pernicioso. Fieras, salvajes, fiebres y encima una vida prestada... No era la primera vez que Rosendo Maqui y los comuneros se encontraban con hombres resueltos en viaje hacia la selva, pero con los que debían volver de ella, triunfadores y enriquecidos, no habían tropezado jamás. Sin embargo, la afluencia de gente continuaba, y continuaba también la leyenda de la buena fortuna corriendo de un lado a otro de la serranía, como esparcida por el viento. rango del pueblo y, además de Subprefecto, tenía autoridades que respondían a los importantes títulos de Juez de Primera Instancia, Jefe Militar, Médico Titular, Inspector de Instrucción y otros. Los diligentes funcionarios casi nunca funcionaban y entretenían sus ocios pasando, a sus inmediatos superiores o inferiores, oficios inocuos. ¿Qué iban a hacer? El juez desaparecía entre montañas de papel sellado originadas por el amor a la justicia que distingue a los peruanos, pero, rendido por la sola contemplación de los legajos y estimando sobrehumano subir y bajar por todos esos desfiladeros llenos de artículos, incisos, clamores, denuestos y «otrosí digo», había renunciado a poner al día los expedientes. Explicaba su lentitud refiriéndose al profundo análisis que le demandaban sus justicieros fallos: «Estoy estudiando, estoy estudiando muy detenidamente». El subprefecto casi nunca tenía «desmanes» que reprimir -cada día la indiada se sublevaba menos- y en una hora matinal de despacho aplicaba las multas y cobraba los carcelajes. En cuanto a las tareas de los otros, no eran tan recargadas. Los conscriptos para el servicio militar caían en una sola redada; no había medicamentos para combatir y ni siquiera prevenir las epidemias; las escuelas carecían de útiles y estaban regidas por maestros tan ignorantes como irremovibles, pues su nombramiento se debía a influencias políticas. ¿Qué iban a hacer, pues? Además, había en su falta de actividad una profunda sabiduría. Ellos se atenían al conocido dicho: En el Perú las cosas se hacen solas. Únicamente, de tarde en tarde, cuando algún gamonal o diputado reclamaba sus servicios, desplegaban una actividad inusitada. Unos y otros estaban en el secreto de su celo. La cabalgata se detuvo ante la casa de Bismarck Ruiz. El despacho, que tenía puerta a la calle, estaba cerrado y entonces los comuneros entraron al zaguán. Salió una mujer con un crío sobre las espaldas, muy ojerosa y agestada, que mostraba trazas de haber llorado. -¿Qué? -dijo-, ¿qué?, ¿preguntan por Bismar?, ¿preguntan por él?, ¿preguntan tovía por él, aquí en su casa? ¡Vaya con la pregunta! Su voz era chillona y airada. Los comuneros se miraban unos a otros sin explicarse por qué, al parecer se cometía una necedad preguntando por Bismarck Ruiz en su casa. La mujer, advirtiendo su perplejidad, explicó: -El mal hombre para sólo onde La Costeña. Ahí vive metido y seguro que le dio brujería esa mala mujer... ¡El desamorao! Casi nunca viene. ¡Abandonar a sus hijitos, a sus tiernas criaturitas! No todas eran tan tiernas, pues en ese momento apareció el hijo grandullón que hacía de amanuense y era sin duda aficionado a los gallos de riña, pues tenía en brazos un ajiseco al que fijaba los pitones después de habérselos aguzado concienzudamente. Brillaban las finísimas estacas que debían clavarse en los ojos o cualquier parte de la cabeza del rival. Al reconocer a Rosendo puso en el suelo, delicadamente, al gallo -ave de ley que tenía la cresta cercenada, corto el pico y las patas anchas- y les ofreció guiarlos hasta donde se encontraba su padre. Y encontraron a Bismarck Ruiz, ciertamente, en casa de La Costeña. Se entraba por un zaguán empedrado que daba a un patio en el que florecían claveles, violetas y jazmines. En cada una de las esquinas, verdeaba con su copa redonda un pequeño naranjo de los llamados de olor o de adorno, pues sólo sirve para perfumar y hermosear, ya que sus frutos son muy pequeños y ácidos. Al frente estaba la sala. En ese momento había mucha gente bulliciosa y sonaban risas y cantos y un alegre punteo de guitarras. Los comuneros desmontaron y el «defensor jurídico», entre abrazos y grandes exclamaciones de alborozó, los condujo hasta la puerta de la sala. -¡Ah, mis amigos, qué gusto de verlos por acá! Ante todo, debo decirles que su asunto marcha bien, muy bien. Pasen, pasen a tomar algo y distraerse... Cuando llegaron a la puerta llamó a sus amigotes y a una mujer a la que nombró Melbita y era la misma a quien apodaban La Costeña. Ella miraba a los indios con una indulgente reserva. Era alta y blanca, un poco gruesa, de ojos sombreados por largas pestañas y roja boca ampulosa. Vestía un traje de seda verde, lleno de pliegues y arandelas, que le ceñía el pecho levantado y se descotaba mostrando una piel fina. Melba Cortez había llegado al pueblo procedente de cierto lugar de la costa, hacía algunos años, delgada y pálida, conteniéndose la tosecita con un pañuelo de encaje que ocultaba en sus dobleces leves manchas rosas. Al principio, su vida transcurrió en forma un tanto oscura. Es decir, la social, que la física se entonó con el aire serrano, seco y lleno de sol. Pasado un tiempo, la salud le permitió ir a fiestas y en las fiestas hizo amistades. Se había puesto hermosa y le sobraban cortejantes. Algo se dijo de su intimidad con el juez, aunque los que así hablaban no estaban en lo cierto, pues con quien de veras se entendía era con el joven Urbina, hijo del hacendado de Tirpán; pero ello no podía garantizarse, pues el comerciante Cáceda también parecía estar muy cerca de ella y, quién sabe, lo efectivo era que quería al síndico Ramírez, porque con él bailó toda una noche; pero tal vez si resultaría vencedor, al fin y a la postre, el teniente de gendarmes Calderón, a quien sonreía en forma especialísima, sin que pudiera olvidarse como cortejante afortunado al estudiante de leyes Ramos, que fue muy atendido en las vacaciones; ¿pero no aseguraban las Pimenteles, sus amigas íntimas, que era el notario Méndez el realmente preferido? En suma, Melba Cortez causó un verdadero revuelo en el pueblo. Ese mariposear, desde luego, ocasionó la alharaquienta indignación de todas las recatadas y modosas señoras y señoritas que, velando porque tal ejemplo indigno, pernicioso, inmoral e inconcebible, no provocara el más atroz y catastrófico naufragio de las buenas y tradicionales costumbres, procedieron a repudiar y aislar a la horrenda y desvergonzada culpable, corriendo la misma suerte y siendo «señaladas con el dedo» las pocas amigas que le quedaron, entre ellas las alocadas, desdichadas y descocadas Pimenteles, que «siempre habían sido muy sospechosas». Para que el rechazo fuera más notable y nadie pudiera confundir a la pecadora proscrita con las recatadas damas del pueblo, ellas dieron en llamarla La Costeña, indicando así que provenía de regiones de costumbres livianas... ¡Ah, las terribles y austeras matronas! Lo que sucedía era que Melba Cortez buscaba una situación, pues sus lejanos familiares, muy pobres, cada día le remesaban menos dinero y tenía que vivir de favor en casa de sus contadas amigas. Se puso a coquetear con quienes la festejaban, esperando que alguno diera pruebas de mayor interés jamás imaginó que, casi de un momento a otro, iba a ser repudiada y señalada como una mancha de la sociedad. Algunos de sus cortejantes se apartaron y otros la buscaron con ánimo de aventura. Había caído, pues. Cada día vio aumentar su pobreza y su postergación. Lloró en silencio su despecho y su rencor y, en vista de que el médico no le permitía abandonar ese pueblo y esos cerros que se habían convertido en una especie de cárcel, se dispuso a todo. Ya que no había podido pescar un serrano rico, le echaría el guante a uno acomodado. ¿Y no querían escándalo? Lo iban a tener. En ese momento hizo su aparición Bismarck Ruiz. Lo conoció en una comida a la que fue inocentemente invitado por las Pimenteles. El tinterillo, pese a su nombre, ignoraba la táctica y la estrategia y avanzó sin mantener contacto con la retaguardia, de modo que, en un momento, ya no pudo retroceder. Se enredó definitivamente con La Costeña. La vistió y alhajó; le compró esa casa; aunque sin abandonar del todo su propio hogar, se estaba con ella días de días; daba fiestas a las que asistían las Pimenteles y otras damiselas. Los caballeros, despreciando el regaño de sus esposas, concurrían a los saraos para divertirse en grande. ¡Las matronas ardían de indignación! Inclusive llegaron a pedir que se expulsara del pueblo a la intrusa, pero no fueron oídas porque las autoridades ustedes la comunidad? ¿Cómo no van a afianzar su derecho?. Váyanse tranquilos, pues... Los comuneros se dirigieron a una pequeña fonda de las cercanías, con el objeto de probar un bocado y dar forraje a las bestias. Había allí, triunfando del hollín y atendiendo a la mesa, una mocita que impresionó a Augusto. ¡Qué manera de haber muchachas bonitas por todas partes! Lo malo fue que Maqui dio demasiado pronto la orden de partir. Por el camino, Rosendo y sus acompañantes iban pensando y repensando las palabras del pendolista. Tenía razón, sin duda. En último caso, todo el pueblo de Muncha y los numerosos viajeros que solían pasar por Rumi atestiguarían de su propiedad inmemorial, de su indudable derecho... Resultaba dura la marcha, sobre todo para el anciano. La noche les cayó cuando todavía se encontraban en media jalca. Menos mal que ése era el buen tiempo, pues durante la época de lluvias, en la puna se forman acechantes barrizales que tragan caballos y jinetes. Un viento cortante, de tenaz acometida, silbaba lúgubremente entre los pajonales. Rosendo sentía el golpe de los cascos en medio de los sesos y le dolían las espaldas curvadas de fatiga. Debido al cansancio, las leguas de vuelta son siempre más largas que las leguas de ida. Pero al comenzar la bajada aparecieron, a lo lejos, las cariñosas luces del caserío. Temblaban dulcemente en la sombra. Esa visión los entonó y alegró. Ahí estaban los lares nativos, la propia tierra, todo lo que era su vida y su felicidad. Se olvidaron del cansancio y los mismos caballos. pese a la aspereza las breñas, se apuraron para llegar pronto. Augusto madrugó a dar una mano en la ordeña. Sin que le incumbiera esa faena, de buenas a primeras se había puesto muy diligente. Estaba buscando un pretexto para presentarse cuando divisó que Inocencio bregaba con una res montaraz. -Ey, Inocencio, ¿te ayudo? -dijo al acercarse. La vaca ya estaba amancornada al bramadero, pero se necesitaba manearla. -Es primeriza -explicó Inocencio-, y tovia no quiere dejarse. Ya rompió un cántaro. Son así hasta que se acostumbran. Los fragmentos de un cántaro brillaban por allí sobre una mancha láctea que teñía el suelo. Para sorpresa de Augusto, las muchachas que aguardaban no eran las que había visto el día anterior. Se trataba de un nuevo turno. Ahí estaba Marguicha acompañada de otra en la que el mozo ya no se fijó. Nosotros también la hemos encontrado en` el recuerdo de Rosendo Maqui, llamada Marga ya, florecida en labios y mejillas, y con senos frutales, y caderas que presagiaban la fecundidad de la tierra, y ojos negros. Augusto la quería nombrar Marguicha todavía. Y ayudó, pues, a manear la vaca y arreó a las otras, y sujetó a los terneros para que no se anticiparan, y alcanzó cántaros y baldes, y en todo estuvo muy atento y solícito. De cuando en cuando, decía alguna palabra a Marguicha y ella le respondía con una fugaz mirada dulcialegre, y Augusto tenía esperanza. ¡Si cuando pasaba Marguicha -ay, amor, amor-, hasta las piedras se estremecían! Augusto tornó la mañana siguiente y otras más. Como sabía cantar, mientras caía la leche en densos chorros, entonaba a media voz dulces canciones. Marguicha no las había escuchado nunca y sospechaba si acaso Augusto las compondría él mismo, pues se relacionaban, en algunos aspectos, con la situación de ellos. Ay, ojos, ojitos negros, ojitos de capulí: no se vayan por los cerros, mírenme a mí. Inocencio, hombre basto y tranquilo, demoró varios días en darse cuenta de la inquietud de los jóvenes. Era muy bondadoso y, pese a la diferencia de edades, había hecho amistad con Augusto y lo interrogó cierto día. El mozo, entre serio y sonriente, lleno de una dulce exaltación de enamorado deseoso de confidencias, se lo refirió todo y también le dijo de cómo, en los últimos tiempos, se había estado aficionando de cuanta mocita veía y acudió al corralón pensando tratar a una de las muchachas que le invitaron leche, y con quien se encontró fue con Marguicha. Bueno; Marguicha era la muchacha que había buscado siempre en cada una de las que le gustaban. La quería, pues. Al fin había encontrado a la mujer que buscaba en Marguicha... El vaquero y Augusto se habían quedado parlando en el corralón. Marguicha y su compañera se marcharon ya llevando un cántaro en la cabeza y un balde a medio llenar en la mano. La mañana avanzaba sobre Rumi. Los terneros mamaban dando hocicazos a las ubres o sea «llamando» la leche. Olía a boñiga soleada. Inocencio rió bonachonamente y se puso a hacer especiosas consideraciones acompañadas de ejemplos prácticos. -¿Sabes? Las mujeres son como las palomas en el monte. Tú vas al monte con tu escopeta y ves una mancha de palomas y no sabes cuál vas a cazar. Claro que el que es muy güen cazador, o tiene güena carga en la escopeta, mata varias. Pero ponte el caso del que mata una. Ese apunta con cuidao, pa no perder el tiro. A veces, onde está apuntando, la paloma da un salto, cambia de ramita y se pierde entre las hojas. Y también pasa que onde estuvo la que apuntaba, llegó otra que venía po atrás o de un lao... ¡Pum!, ¡ésa jue la que cayó y tú le apuntabas un ratito antes onde otra! ¿Ya ves? Lo mismo pasa con las mujeres. Tú veías muchas mujeres y vinites por una y te salió otra... No es cosa pa decir que uno halló la que buscaba... Yo te digo que las mujeres son cono las palomas en el monte. Augusto, cuando el amigo terminó su parabólica disertación, tenía la cara fosca y malhumorada. ¿Qué quería decir el zonzo de Inocencio con toda su idiota charlatanería? ¿Acaso no comprendía, el muy bruto? ¿Quería tal vez dar a entender que Marguicha era como cualquier mujer? ¿0 si no, que él hubiera querido a otra como la quería a ella? Decididamente, Inocencio era muy incomprensivo y muy bruto. Sin decirle nada, desdeñando dirigir la palabra a esa piedra, se fue. Inocencio sonrió y, haciendo restallar su látigo, empujó las vacas hacia el potrero. No le afectó el desdén de Augusto o, mejor dicho, lo recibió con gran benevolencia. «Ah, jóvenes, jóvenes... ah, vacas, vacas», murmuraba agitando el látigo y sin dar, como de costumbre, ningún golpe. Inocencio era muy paciente, tanto con los animales como con los hombres. En general, la paciencia es virtud de arrieros y repunteros andinos. Si carecen de ella, han de adquirirla, y mucha, para conducir la recua o la tropa y no desesperar de los trajines que imponen en tierras sin posadas, sin defensas, sin caminos o con malos caminos que no tienen ni puentes ni cercas y van siempre por zonas desoladas y por otras llenas de bosque, malos vados y riscos. Inocencio había crecido arreando vacas y sabía, pues, tener paciencia. «Ah jóvenes, jóvenes... ah, vacas, vacas»... Sin parábola, los que estaban matando palomas eran algunos comuneros. Los émulos del ya legendario Abdón la habían emprendido con Ias torcaces. Detonaban las escopetas y aleteaban las bandadas fugitivas a lo largo de la quebrada de Rumi y el arroyo Lombriz. Frente a cada pequeña humareda caían una o dos aves y las demás levantaban un vuelo azul, raudo y desesperado. Casi siempre se paraban en determinado árbol, que les servía de punto de referencia. Al ser alejadas de él mediante una cuota de víctimas, iban hacia otro. Los cazadores llegaron a conocer sus hábitos. También las palomas los de ellos. Apenas veían un hombre de paso lento o que tan sólo llevara un palo en la mano, echaban a volar. Entonces los cazadores -para algo eran hombres y, sabían emplear el talento- se emboscaban al pie de los árboles hacia los cuales canillas flacas, se amontonaba ciñéndose a zapatos deslustrados. Pero lo verdaderamente peculiar de ese hombre estaba en los ojos, negros y vivaces ojos de pájaro, singularmente penetrantes, que si se detenían en algo lo examinaban con una meticulosidad de polizonte. Esos ojos daban a su figura energía y firmeza, pues, de otro modo, el Mágico habría parecido un fantasma o una caña disfrazada de hombre a punto de ser derribada por el viento. Sin embargo, era necesario verlo negociar para formarse una idea completa de su original persona. -Tú, chinita, te verás muy güenmoza con estos aretes y tú, tú también pué, no te hagas la santita... tienes lindas manos y con estas sortijas quedarán pintadas... La mano anillada atrae la vista... a cuarenta nomá los aretes... a sol nomá la sortija de güena plata... Las mocitas pensaban que acaso sus madres las regañarían diciendo que compraban muy caro. El Mágico volvía a la carga con nuevas consideraciones, les ponía las joyas, preguntaba su opinión a los circunstantes de apariencia complaciente y como respondían de modo favorable, reforzaba con tales testimonios sus argumentos. Casi nadie podía negarse una vez que él conseguía ponerle la mercadería en sus manos. -Usté, doña Chayo, cómpreme otro parcito de zapatos... Doña Chayo estaba verificando con los dedos la transparencia insolente de un tocuyo de a cincuenta la vara. -¡Zapatos tovía! Si los otros que me vendió, mal cosidos y de cuero podrido, se rompieron lueguito... -Ah, bribonazo... ah, ladronazo... -comentaban confianzudamente los fisgones. No se crea que el Mágico se indignaba o por lo menos, en el peor caso de insensibilidad, era indiferente a tales calificativos. Todo lo contrario: le complacían y su profesional sonrisa se alegraba de veras oyéndolos. En el fondo creía que ellos constituían un timbre de honor y avaloraban su personalidad de comerciante verdaderamente entendido y hábil. ¡Que hablaran, que hablaran! Él les entregaba la mercadería en sus propias manos. ¿Entonces? El mundo es de los vivos y la culpa recae sobre los que se dejan engañar... En confianza, conversando con Panta o cualquiera de sus amigos, el Mágico se quejaba de haber perdido a su madre a la edad de un año, quedando a cargo de un padre borracho que le impidió ser doctor. Lo hacía por deslumbrar, porque nunca había tenido mucha afición al estudio. En su pueblo, uno de los tantos pueblos perdidos en las serranías norteñas, capitaneó una banda de palomillas que hizo época. Asaltó y asoló huertos sorteando los escopetazos que les propinaban los cuidadores; maltrató a cuantos caballos encontraba al paso, montándolos en pelo y haciéndolos emprender vandálicos galopes; durante la noche cambió los pueblerinos letreros de los establecimientos comerciales, de modo que el de la botica amanecía con el de la agencia funeraria y al contrario. -Estos muchachos no tienen compostura -se lamentaban las gentes serias. No hubo quien igualara a Julio Contreras, que tal era su nombre, cuando se trataba de ir a los «cortes» con las cometas que tenían la cola armada de vidrios filudos, o de manejar la honda de jebe. Decenas de hermosos papalotes rivales fueron a dar Dios sabe dónde una vez roto, mediante un mañoso y sorpresivo coletazo, el hilo de retención, y centenas de gorriones y palomas silvestres rodaron por el suelo, abatidas de una pedrada certera disparada con pulso seguro y vista de gavilán. Todas estas mataperradas eran, hasta cierto punto, tradicionales en el pueblo y no descalificaban a nadie, pero él les daba siempre un matiz malévolo, que determinó su éxodo. Había capturado una paloma a la que sólo rompió un ala de un hondazo. En vez de matarla, como hacían los demás muchachos en tales casos para ahorrar sufrimientos a las pobres aves heridas, imaginó un bello espectáculo. La llevó a la escuela y, mientras llegaba la hora de clase, amarró las patas de su víctima y en seguida le acercó el gato regalón de la maestra. Y era de ver cómo el ave prisionera trataba de huir, y dirigía la cabeza a un lado y otro, y agitaba inútilmente el ala válida, y aun quería saltar y sólo conseguía mover convulsivamente el cuerpecito palpitante... En eso llegó la maestra y cómo ya tenía experiencia de la inutilidad de sus reprensiones, lo despachó por ese día de la escuela, dándole a la vez un papel para su padre, del que debía recabar respuesta. El padre era efectivamente un borracho que sólo pensaba en su hijo cuando recibía quejas de la maestra o los vecinos. Entonces le daba una tunda. Aquella vez Julio Contreras, que ya tenía doce años, no entregó el papel y se fue del pueblo. Corrió mundo haciendo de todo. Hasta llegó a formar parte de una compañía de saltimbanquis y titiriteros de muy mala muerte y que efectivamente la tuvo, pues el artista principal se desnucó en Chilete y el resto de la comparsa se disolvió en Cajamarca, después de programar cuatro funciones que no se realizaron por falta de público. Por ese tiempo, Contreras ya había crecido mucho, en edad y mañas. Con sus escasos ahorros compró una ruleta de feria y la arregló según todas las artes y malas artes conducentes al engaño de intonsos. Cayó con su máquina, justamente en mitad de la feria del distrito de San Marcos. En la ruleta hacía jugar botones, medias, carretes de hilo, estampas, almanaques -de unos gratuitos que consiguió en cierta botica-, espejos y un reloj barato que era el cebo y desde luego nunca salía. Veinte cobres costaba el tiro. Los fiesteros caían entusiasmados por el reloj, pagaban su peseta y echaban a girar el puntero. Vuelta y vuelta y de repente, ¡zas!, se paraba señalando un almanaque que lucía un frasco de específico en la cubierta o un cartón con media docena de botones de camisa. Ganaba plata el ruletero, pero no tanto como la que deseaba. A todo eso, la fiesta iba quedando mal. No hubo sino unos cuantos enmascarados que bailaron en la plaza; el cura se negó a sacar la procesión de noche; los toros llevados para la corrida no embestían y entonces, viendo que le iban a soltar reses matreras por jugadas en otras ocasiones, el torero, como se dice, anocheció y no amaneció. Para acabar de perderlo todo, un teniente que había llegado de Cajamarca al mando de un piquete de gendarmes, prohibió que entraran al ruedo -rústico palenque de troncos- los aficionados deseosos de lucirse. El pueblo gritaba contra el gobernador, que ese año era el mayordomo de la fiesta. «Tacaño..., malagracia..., miserable..., mezquino... » Se referían a que no había hecho los gastos necesarios. El teniente y su tropa repartían sablazos entre los más vocingleros. Entonces Julio Contreras se presentó al gobernador provisto de una idea excelente. -Señor -le dijo-, yo salvo la situación. Hágame desocupar la Plaza del Mercado y daré una función. Sé hacer pruebas: he trabajado en un circo. -¿De veras? -respondió el gobernador entre entusiasmado y receloso. Contreras le enseñó un programa de la compañía de saltimbanquis, donde aparecía su nombre, y ya no hubo lugar a dudas. La función quedó convenida para la noche del día siguiente. El gobernador quiso darle cien soles por todo, pero haciéndose cargo de la importancia excepcional del artista, aceptó que aumentara la suma cobrando algo a la entrada. Le volvió el alma al mayordomo en trance de desprestigio. Para contentar al pueblo, anunció la función de inmediato y en la mañana del día siguiente ayudó personalmente a colocar grandes carteles en la plaza. En gruesas letras borrachas se anunciaba para esa noche, en la Plaza del Mercado, a Julio Contreras, el artista mágico. A continuación, todos los números consignados eran mágicos: la cuerda mágica, el salto mágico, el vuelo mágico. Alguien se puso a decir, por darse importancia, ropas adecuadas a la convivencia humana. Y así fue como Julio Contreras ganó trescientos soles y un apodo. Nunca había visto tanta plata junta y con ella compró baratijas y dio comienzo a sus trajines de mercachifle. En ellos pasó toda su vida. Decíase que tenía dinero en un banco de Trujillo y que cada cierto tiempo iba a verificar nuevos depósitos. No lo negaba ni afirmaba y solamente acostumbraba anunciar, de año en año, que ya no volvería más. El caso era que siempre volvía..., jinete en tardo rocín que no sentía el peso del amo, pero sí el de las alforjas ahítas. -Esta lampa es de puro acero y entra en la tierra como en manteca. Uno de los cazadores de torcaces, que asaba cargando su escopeta, se acercó a curiosear. -¡Ahora que me acuerdo! -exclamó el Mágico, rebosando satisfacción-, ¿vendes la escopeta? Yo necesito una buena escopeta... pago bien... El comunero se la entregó y Contreras se puso a examinarla con actitud de quien entiende y sabe lo que maneja. -No, no está buena pa eso... Me la ha encargao un cabrero de Uyumi. El puma le arrasa las cabras y él necesita una buena escopeta y también plomo... Hará bala pesada, bala pa león... Pero a lo mejor él quiere venir a verla en persona... ¿Cómo te llamas pa decile? No se puede conocer a todos. -Jerónimo Cahua... -Ah, güeno... güeno.... ojalá pueda venir y te armes de soles... la quiere luego y paga bien. ¿Quién más tiene escopeta aquí, por si me conviniera? Jerónimo y los otros comuneros fueron recordando y dando los nombres de los escasos poseedores. Algunos, más oficiosos, fueron a llamarlos y muchos acudieron desde sus casas o la quebrada, donde estaban cazando, con sus armas. Eran viejas escopetas de chimenea, de las que se cargan por la boca del cañón. El Mágico las fue rechazando una por una. Que el cañón es muy angosto. Que la chimenea está magullada. Que no se ajusta bien a la culata. Que no. Todas tenían defectos, pero podría ser que el cabrero quisiera verlas personalmente. ¿Cómo te llamas?... Luego siguió pregonando sus mercaderías y atendiendo a los compradores. -No, ahora no fío porque me voy muy lejos y tardaré en volver... Presta plata a alguno de aquí mesmo. ¿Quién no te va a prestar? Que afiance el alcalde... -¿Qué no dijo enantes que luego volvía? -Eso digo cuando no me fían... No había sino que reírse con ese don Contreras. Muchos hombres y mujeres hicieron realidad sus sueños coloreados de telas y baratijas. Y el Mágico es tuvo vendiendo hasta que cayó la tarde y las caras se le confundían en la sombra. La mujer de la casa sirvió el yantar, Miguel Panta lo compartió con su viejo amigo y ambos se quedaron junto al fogón parla y parla, hasta muy tarde. El Mágico conocía a palmos la extensa zona donde negociaba y tenía mucho que contar de pueblos lejanos, de haciendas, de indios colonos, de comuneros, de fiestas. Sus propias peripecias eran pintorescas y las relataba dándoles carácter de extraordinarias. -Una vez me encontraba por Piura en sitio onde había mucha víbora macanche. ¡Ah, eso que me pasó con una víbora, a nadie le ha pasao más que a mí! La víbora se había metido en mi alforja y estuvo ahí pa arriba y pa abajo, pa onde iba yo más claro, y yo no la notaba. ¿Cómo no murió aplastada? Es lo que me pregunto. Y yo me jui en eso pa Cajamarca y al pasar una cordillera muy alta, en mera puna, mi caballo se me cansó, y bajé la alforja pa que descansara y en eso se le ocurrió salir a la víbora. ¡Bah!, dije, ¿cómo no me ha picao cuando metía o sacaba las cosas? Y salió y avanzó un poco y se quedó tiesa, y después cuIebreó otra nadita y vuelta a quedarse tiesa. Le había dao el mal de la puna, que digo el soroche. Pero dije: hay que examinar. Y prendí paja cerca de ella y cuando se entibió comenzó a avanzar otra vez. No quise matala porque ya iría a morir. Y aura pregunto, ¿quién ha visto víbora asorochada? Sólo yo... No en balde pasan los años, y más cuando se los camina, y el Mágico estaba muy acabado. Tenía los hombros caídos y dos arrugas profundas en las comisuras de los labios. De la historia del vuelo hacía ya mucho tiempo, varias décadas. En sus labios tomaba un sabor añejo y él la refería añorando la juventud... ¡Todavía más hermosas son las mañanas de verano, frescas, azules, doradas, cuando en el centro de ellas está una linda chinita como Marguicha! Dan ganas de madrugar. Augusto Maqui continuó madrugando, pues. La ordeñadora tenía ya cierta intimidad con él. Hasta le reclamaba ayuda en algún momento y en otro le ordenaba discretamente. Augusto sonreía. Con Inocencio, por el contrario, sus relaciones continuaban frías o mejor dicho no existían. Augusto ni siquiera lo saludaba y hacía todo lo posible por ignorar su presencia. A los dos o tres días de tal conducta, el paciente lo llamó a un lado y le dijo: -Tas haciendo mal, Augusto... hay que respetar, po lo muy menos, a los mayores... Aunque parezca, no soy demasiao zonzo y sé comprender: eres muchacho, ella tamién es muchacha... yo los dejo... Pero haces mal en no respetar. ¿Y qué?, preguntarás de lisito que eres... Güeno, la verdá es que yo no mando nada... Pero mando en las vacas y en este corralón... Aquí mando... Y podía decirte: no te necesito y no güelvas po acá... Aura, vos comprende... Augusto comprendió, trató de explicarse y, con el tiempo, inclusive quiso al rudo y sencillo vaquero. Se hicieron muy amigos y la ordeña fue completamente feliz. Y brotaron de la leche, del trigal que a lo lejos se mecía, de los ojos inmensos de las vacas, de las manos de Marguicha, de la boñiga soleada, de los trinos, del corazón unánime de la tierra, nuevas y hermosas canciones. Augusto aceptó enseñar al bueno Inocencio un huaino que le había gustado mucho. Pero Inocencio era un desorejado y no conseguía aprender ciertas «vueltitas» que el huaino tenía... Las torcaces, cansadas de revolotear y ver morir, se fueron como todos los años. Ya volverían el año próximo, también como todos los años, acaso porque olvidaran el mal trato, tal vez porque eran bandadas nuevas... Demetrio Sumallacta, el flautista, estaba muy triste por la partida de las palomas y enojado con los cazadores, especialmente con el más empecinado de ellos: Jerónimo Cahua. Hubiera querido pegarle, pero tenía miedo de que se le pasara la mano y Cahua, que era tejero, necesitaba trabajar en su oficio para techar la escuela... Las paredes -amarillas y rectas- estaban listas ya. Además, el alcalde y los regidores le harían pagar la curación y le aplicarían una multa en beneficio de la comunidad. Hasta podrían expulsarlo si no encontraban motivo que justificara la tunda. Y quién sabe si el juez del pueblo, para sacarle plata, lo enjuiciaría también por lesiones... Si se enteraba el subprefecto era fijo que lo metía preso a fin de cobrarle carcelaje... ¡Bah, bah!, era un verdadero contratiempo el no poder aporrear a uno de esos condenados... Se esperanzó todavía. Como cesaron los tiros, las torcaces podrían volver. Toda la mañana del día siguiente aguardó. Ninguna bandada aleteó sobré los uñicales y ni siquiera se presentó a lo lejos. Se habían ido. Ya no sonaría ese largo y melodioso y, dulce canto... Entonces se acordó de su flauta y le dieron muchas ganas de tocar. Y buscó su flauta en la repisa de varas donde la guardaba y sólo encontró su antara. Sabía también tocarla, pero era la flauta lo que necesitaba ahora. Sucedía que uno de sus hermanos menores la había sacado. Todos temblaron, pues Demetrio no sólo tenía más años sino un corpachón muy recio y feas cóleras. De cara en las notas unidas, continuas, llevadas y traídas por el viento. Mas ya volvían a los primeros ritmos, ya se calmaban con la placidez de la tierra fructificada, ya tomaban serenidad en la existencia permanente que va de la raíz a la semilla... A ratos parecía que el flautista caminaba de un lado a otro y que dejaba de tocar, pero sucedía sólo que el viento cambiaba de dirección o se hacía más fuerte. La música tornaba, renacía, se ampliaba como el agua derramada, y todo adquiría una actitud de encontrarse escuchando, y la pequeña luna trataba de destacar al tocador, solitario en una loma, solitario y acompañado de todo en la inmensa noche. Así hasta muy tarde. Cuando Demetrio Sumallacta llegó a su casa, estaba serenamente feliz. La madre había velado esperando su vuelta y derramó una lágrima al sentir que se acostaba. Nada le dijo y sobre el mundo cayó un hermoso silencio lleno de música. El comunero Leandro Mayta, hermano del alarife, mejoró de unas fiebres palúdicas que había adquirido en un viaje que hizo al lejano río Mangos en pos de coca. Unos afirmaban que debía su salud a la quinina y otros que a los brebajes de Nasha Suro. El comunero Rómulo Quinto y su mujer, Jacinta, tuvieron un hijo. Mientras llegaba la fiesta y con ella la oportunidad de que el señor cura Mestas lo bautizara, le pusieron, el agua del socorro dándole por nombre Simón. Días van, días vienen.:. Así pasaba el tiempo para los comuneros de Rumi. Así se sucedían los acontecimientos vegetales, animales y humanos que formaban la vida de esos hijos de la tierra. De no ser por el peligro de Umay, temido como esas tormentas que amenazan en pleno verano las ya logradas siembras, el amor confiado a la tierra y sus dones daría, como siempre, cabal sentido a su existencia. CAPÍTULO 4 EL FIERO VÁSQUEZ Cualquier día, de tarde, un jinete irrumpió en la Calle Real de Rumi, al trote llano de su hermoso caballo negro. El apero rutilaba de piezas de plata y el hombre prolongaba hacia él la negrura lustrosa de su caballo con un gran poncho de vicuña que flotaba pesadamente al viento. Un sombrero de paño, también negro, hundido hasta las cejas de un rostro trigueño, completaba la mancha de sombra brillante. El jinete cruzó hasta llegar al otro extremo de la calle y detúvose, con un violento tirón de riendas y una elegante «sentada» del potro, frente a la casa de Doroteo Quispe. Este salió al escuchar el resoplido del animal y el resonar de las espuelas. -Llega, Vásquez... Pasa, pasa, Vásquez -invitaba el dueño de la casa. El jinete había desmontado ya y, con aire satisfecho, mientras decía alguna cosa, desataba el cabestrillo amarrado al basto delantero de la montura. Se le veía ancho y fuerte, de movimientos enérgicos y tranquilos. Sus botas dejaban huella en la tierra. Quitó la alforja y con ella al hombro pasó al corredor... Por todo el caserío se esparció la nueva, con un especial acento de gravedad y misterio: -¡Ha llegao el Fiero Vásquez! ¡Llegó el Fiero Vásquez! Llevada por Juanacha, la voz arribó a la casa del alcalde: -¡Ha llegao el Fiero Vásquez! Rosendo Maqui, que estaba sentado en el corredor en compañía de Anselmo y el perro Candela, respondió: -Que llegue... Naturalmente que ya había respondido así muchas veces y el Fiero Vásquez llegaba a Rumi cuando lo deseaba, pero la novelería de Juanacha y todo el caserío tenía que complacerse en dar y recibir la noticia. -¡Ha llegao, ha llegao el Fiero Vásquez! Para decirlo de una vez: el Fiero Vásquez era un bandido. Una de las particularidades de las abundantes que caracterizaban su extraña personalidad consistía en que su apodo -a fuerza de calzar había pasado a ser nombre- no le venía de su fiereza en la pelea, mucha por lo demás, sino de ser picado de viruelas. Fiero es uno de los motes que en la sierra del norte del Perú dan a los que muestran las huellas de esa enfermedad. Vásquez las tenía, fuera de otras cicatrices, más hondas, que en un lado del rostro le dejó un escopetazo. También lo caracterizaba su amor por el negro. Ya hemos visto que ostentaban este color su caballo, su poncho, su sombrero. Eran negras igualmente sus botas y sus alforjas; las ropas, si no podían serio siempre, tenían cuando menos un tono oscuro. Gustaba de la calidad y todos sus avíos y su caballo denunciaban la clase mejor. Encargaba los ponchos de vicuña a los departamentos del centro o del sur porque en el norte no abundaban. Sus amigos le decían siempre: -Bota a un lao el negro, que te denuncia... Y él respondía, despectivamente: -¿Y qué? Negra es mi vida, negras mis penas, negra mi suerte... Como una sombra pasaba a lo largo de los caminos o entre los amarillos pajonales de la meseta andina. Su cara morena -boca grande, nariz roma, quijadas fuertes-, habría sido una corriente de mestizo sin las viruelas y el disparo innoble. Áspera y rijosa de escoriaciones y lacras, se tornaba siniestra a causa de un ojo al cual le había caído una «nube» es decir, que tenía la pupila blanca como un pedernal. Una inmensa sonrisa que se abría mostrando bellos dientes níveos, atenuaba la fealdad y el continente enérgico imponía respeto. En conjunto, se establecía cierto equilibrio entre cualidades y defectos y la figura del Fiero Vásquez no era repelente. La leyenda y una hermosa voz hacían lo demás y el bandido despertaba la simpatía, cuando no el temor, de los hombres, y el interés y el amor de las mujeres. Muchas cholitas de los arrabales de los pueblos o de las casas perdidas entre las cresterías de la puna, suspiraban por él. Pertenecía a esa estirpe de bandoleros románticos que tenían en Luis Pardo su paradigma y en la actualidad van desapareciendo con el incremento de las carreteras y las batidas de la Guardia Civil. Luis Pardo es un gran bandido, a él la vida no le importa, pues mataron a su padre y la de él va a ser muy corta. El yaraví que deploraba la desgracia de Luis Pardo y relataba sus hazañas, corrió de un lado a otro de la serranía, bajó a la costa y aun entró a la selva. Su actitud más celebrada era la de despojar a los ricos para obsequiar a los pobres. A decir verdad, el Fiero Vásquez, aunque se portaba como un gran botarate regando la plata por donde pasaba, no resultaba tan decididamente filántropo. Despojaba habitualmente a los ricos, pero cuando tenía apuro, hacía lo mismo con los pobres. Por esta razón trabó conocimiento con Doroteo Quispe. Sucedió que Doroteo iba hacia la capital de la provincia arreando un borrico y llevando en su alforjita cien soles para comprar, por encargo del alcalde, ceras, cohetes de papel y de arranque, ruedas tronadoras, globos de colores y otros Juez. A la hora de despedirse, Vásquez extrajo diez soles más, “que ya eran de él”, para que Doroteo comprara ceras y se las pusiera en su nombre a San Isidro. Los diez soles restantes no se los daba porque tenía mucha necesidad de ellos. ¡Ah!, pero como amigos que eran, le obsequiaba ese pañuelo anudado en una esquina. Si alguien, entre esas rocas donde comenzaba la bajada al pueblo, le salía al paso, no tenía sino que mostrarle el pañuelo del nudo para seguir tranquilo. Si el asaltante insistía, lo mantendría a raya diciendo. «Fiero Salvador». Desde luego, que tenía que guardar el secreto. El bandolero dijo adiós, iluminó su cara destrozada con la inmensa sonrisa albeante y cada uno se marchó por su lado. Doroteo reanudó su interrumpido viaje al pueblo y el Fiero caminó hacia unos riscos para ocultar su caballo y ocultarse él mismo en espera de otro viajero. Cuando Quispe doblaba una de las últimas lomas, aún pudo distinguirlo allí, acurrucado y sombrío, en acecho... La fiesta de San Isidro pasó y el comunero se había olvidado ya del incidente, cuando una tarde, al oscurecer, el bandido presentóse por Rumi preguntando por su amigo Doroteo Quispe. Al principio se lo negaron pretextando que estaba ausente, en una cosecha, pero dio la casualidad de que Doroteo saliera en ese momento a la puerta de su casa y, al divisarlo, fue a su encuentro. Se saludaron cordialmente y los comuneros estaban absortos de la extraña amistad que parecía existir entre Doroteo Quispe, el buen hombre familiar, cotidiano en su aptitud de rezo y siembra, y el bandolero siniestro, de azarosa existencia y leyenda tan negra como su estampa. El asunto es que siguió a Quispe hasta su casa y en ella ingresaron ambos. Las visitas se repitieron a fin de que el Fiero Vásquez supiera rezar, de corrido y sin ninguna falla, el Justo Juez. La perfección era muy importante, pues si el rezador se equivocaba, la oración perdía toda o gran parte de su eficacia. En cambio, si la decía bien, con fe y justeza, era, tan poderosa que Dios, aunque no quisiera, tenía que oírla. Una vez que la supo, el Fiero quiso pagar, pero Doroteo le respondió que no se cobraba por enseñar una oración y si quería retornar con algo, le hiciera un regalo a su mujer. El favorecido no solamente obsequió a la mujer sino, también a la cuñada, que se llamaba Casiana, y a los pequeños de la familia. Cortes de tela floreada, aretes, sortijas, dulces. En fin, el terrible Fiero Vásquez llegaba siempre a la casa de Doroteo y se quedaba allí. La cuñada de Doroteo, una india con madurez de treinta años y muy silenciosa, tan silenciosa que parecía haber levantado su vida dentro de un marco de silencio, le servía por sí misma la comida y le disponía el lecho. Lo tendía en el corredor, pues los perseguidos de las serranías se niegan, por sistema, a dormir en habitaciones de una sola puerta y así eran las dos que componían la casa. En la alta noche, cuando las estrellas son más grandes alumbrando la soledad, Casiana iba a compartir ese lecho. El hombre proscrito y la mujer callada unían sus vidas buscándose hasta encontrarse en la alianza germinal de la carne. El Fiero y Doroteo entendiéronse pronto y hasta se concedieron intimidad. Chanceaban, reían, parlando a su sabor. Un día el comunero preguntó al bandido qué le había dicho uno de sus secuaces sobre su encuentro con un hombre de pañuelo anudado y santo y seña. -Nada, nadita... Doroteo refirió que, yendo por la puna, se encontró con un hombre de aspecto salvaje, hirsuto, de sombrero rotoso, que no usaba ojotas y sólo tenía calzón y un poncho que le caía sobre el torso desnudo. Su cara renegrida por el sol, la lluvia y el viento, daba al mismo tiempo una impresión de ferocidad y estupidez. Esa bestia con traza de hombre lo había encañonado con una carabina mohosa, sin decirle nada. Él mostró su pañuelo y la bestia no cejaba. La carabina, conminatoria, seguía demandando la bolsa o la vida con el cañón frente a su pecho. Entonces Doroteo, lleno de miedo, dijo: «Justo Juez Salvador». Los ojuelos del animal habían dudado con un parpadeo, pero se agrandaron de pronto llenos de furia. Doroteo se dio cuenta de su equivocación y gritó: «Fiero Salvador», librándose de que el bruto soltara el tiro. Se había marchado sin decirle media palabra. -¡Ah, ése es un bárbaro -explicó el Fiero-, no alcanza a hablar cuatro palabras al día y nunca cuenta nada! No se pone ojotas porque pasa sobre las espinas y los guijarros sin sentirlos. Tampoco quiere camisa, ya que el frío no le dentra. ¿Creerás que duerme en el mero suelo? Si por casualidá se acuesta en cobijas, se sofoca y pierde el sueño. Es un mesmo salvaje. Lo más malo es que no entiende razones. Se atiene a lo que ve con sus ojos y siente. Por eso, si se le golpea es una verdadera fiera. Ya ha matao a dos de sus compañeros. Se llama Valencio y no he llegao a saber su apellido. Creo que ni él mismo lo sabe... Los amigos rieron del susto de Doroteo y su equivocación del santo y seña, que casi le cuesta la vida. Luego se extendieron en largos comentarios melancólicos sobre la desgraciada y elemental personalidad de Valencio. -Claro que entiende algo -añadió el Fiero-, si se le explica con ejemplos y tamién sabe de insultos si lo comparan con animales. El que le dice burro o bestia está perdido. Cuando comprende una orden la cumple, pase lo que pase, y es muy fiel... La noche de ese día, encontrándose Casiana en brazos del bandido, dura y tiernamente ceñida, comenzó a hablar inusitadamente: -Valencio es mi hermano... Con palabras sencillas, entrecortadas a ratos debido a la emoción o la inhabilidad para pronunciarlas, a media voz, un poco desordenadamente por la falta de costumbre de narrar, le contó su historia. Ellos, sus padres y los padres de sus padres, fueron pastores de una hacienda más grande que Umay, al otro lado del pueblo vecino, a dos o tres días de camino desde él o quizás más. La hacienda tenía punas muy altas, muy solas, y la mujer de Doroteo, Valencio y ella, nacieron en esas jalcas, dentro de una casucha de piedra o en pleno campo, y crecieron viendo que sus padres pasteaban ovejas. Cada doce, cada catorce lunas, llegaba un caporal con dos o tres indios a contar las ovejas y llevando sal para el ganado y para ellos. Su padre cultivaba una chacra de papas y ellos sólo comían papas con sal. Las conservaban en unos hoyos cavados en las laderas. Si de la cuenta resultaba que faltaban ovejas porque se las había comido el zorro o por cualquier causa, el caporal las apuntaba en su libreta como «daño». Hasta si las mataba el rayo era considerado como daño. Su padre, de ese modo, tenía una deuda que jamás podía pagar. Trabajaba año tras año, como habían trabajado sus antecesores, y nunca desquitaba. Los aumentos eran apuntados solamente en favor de la hacienda. No siempre podían descansar en la casucha de piedra. El caporal solía decir: «Váyanse a pastear por otro lao, lejos; pastear no es dar vueltas en un mesmo sitio». Entonces tenían que irse por las cumbres desoladas y dormir en cavernas o en esas cónicas e improvisadas chozas de paja que parecen hongos de la puna. Así, pues, se acostumbraron a no sentir el frío y por otra parte su pobreza no les permitía usar mucha ropa, pese a que la madre hilaba y tejía todo lo posible; eran cinco, pues, y apenas les daban unos cuantos vellones en el tiempo de la trasquila. También hablaban poco porque ya se sabían sus faenas y su desgracia y, fuera del caporal y los contadores, no llegaban casi nunca forasteros. A veces, a la distancia, aparecía algún rebaño. A veces, muy de tarde en tarde, un jinete cruzaba la puna, al galope, como huyendo del frío y la soledad. Así, ellos eran, pues, silenciosos. En una ocasión rarísima, pasó, acompañado de varias gentes, un cura. El padre lo llamó a gritos: «taita cura, taita cura», para que bautizara a sus hijos. Acudió el cura con su comitiva, pero después de desmontar se encontraron con que los muchachos ya no estaban a la vista. Salvajes, vergonzosos, habían corrido a esconderse entre unos pedrones superpuestos que formaban una especie de guarida de zorros. Los llamaron y no quisieron salir y ni siquiera responder. palabra. Terminó su historia murmurando: -Y yo tamién encontré mi hombre en vos... El bandolero no habló nada por temor de que le temblara la voz. Aún le quedaba corazón para sentir el dolor de los pobres, que había sido el suyo en otro tiempo. Entendió todo lo que significaba él mismo como integración de la vida de Casiana y la estrechó amorosamente. Gratos eran los duros senos de pezones alertas. El arco leve de la luna fugaba por el cielo. Pasado un momento, Vásquez refirió también a media voz, cómo se incorporó Valencio a la banda. El Fiero despachó a dos de sus hombres, armados de buenas carabinas, para que asaltaran a un negociante que debía pasar por cierto lado de la puna. Ellos fueron los que sufrieron el más raro de los asaltos. El mocetón salvaje se les presentó, armado de cuchillo, demandándoles la comida. Los bandoleros llevaban las carabinas a la vista y comprendieron que se trataba de un ignorante, cambiando una rápida mirada de acuerdo. «¿Comida?» -dijo uno-, «claro, hom, aquí tengo pan en mi alforja.» Hizo ademán de abrirla y el asaltante se acercó a recibir, momento que aprovechó el otro para colocarse a su espalda y derribarlo de un culatazo en la nuca. Cuando Valencio volvió en sí, encontróse con las manos atadas a la espalda. Le hicieron contar su vida y los bandoleros celebraron su ingenuidad y sus aventuras de asaltante con grandes carcajadas. Algunos indios, después de arrojarle la alforja de cancha o cemitas, habían echado a correr como ante el mismo demonio. Valencio dijo al fin que no se atrevía a llegar a ninguna hacienda ni pueblo por temor de ser apresado y castigado y quizá hasta muerto. Los bandoleros acordaron desatarlo y darle de comer. Una vez que se atiborró de pan y carne, tomó una actitud de hombre muy satisfecho. Cuando le propusieron irse con ellos, aceptó sin dudar. El negociante no pasó, y así fue como los enviados retornaron con el botín más extraño que se hubiera logrado hacer en la puna... Un gallo cantó anunciando el alba y el narrador, que debía irse, no pudo contar las peripecias de Valencio en el seno de la banda. Nosotros, por nuestro lado, debemos continuar nuestra historia desde el momento en que el Fiero Vásquez llega, una vez más, a la casa de su amigo de Rumi. Después de dar, a guisa de saludo, un sacudón a la mano de Doroteo, tomó asiento en el poyo de barro levantado junto a una puerta. -Traigo un galopito de cinco horas. El caballo resoplaba sonora y rítmicamente. Salieron Paula, Casiana y los pequeños de la casa -una muchachuela y dos mocosos-, armando un cordial barullo de bienvenida. Los chicos se montaron en las piernas del Fiero y él sacó de la alforja una muñeca de lana y un paquete de caramelos que les entregó diciendo cualquier cosa. Después pasó la alforja a la dueña de la casa. -Hay unas telitas, pañuelos y otras pequeñeces. Repártalas usté doña Paula, según las aficiones... en mi torpeza yo no sé entender los gustos... Las mujeres y los niños se fueron y Doroteo sentóse junto a su amigo. Parecía algo fatigado. Considerando detalles y al advertir el cabestrillo tirado sobre el corredor, coligió que iba a quedarse por esa noche. De otro modo lo habría dejado en su sitio, pues el caballo no necesitaba de otra sujeción que la dictada por su buena enseñanza. Podía estarse horas de horas parado en el mismo lugar, esperando a su amo, sin precisar de estaca ni soga. Se llamaba Tordo, recordando la negrura de tal pájaro, y era un fuerte y noble animal, de erguida cabeza, a la que prestaban vivacidad los grandes ojos luminosos y el recio cuerpo de líneas esbeltas. Doroteo lo quería tanto como su dueño y en tiempo de verano, cuando el pasto escaseaba, se lo recogía del crecido al amparo de los cercos en los bordes de las chacras. Esa vez, viendo que el Fiero no tenía trazas de hablar, se levantó a aflojar la cincha a fin de que Tordo descansara mejor. Volviendo, por decir algo, preguntó: -¿Tovía sabes el Justo Juez? -Al pie de la letra -respondió el bandido. Y sin esperar que Quispe lo pidiera, se puso a repetirla con entonación un tanto solemne, ni muy despacio ni muy ligero, acentuando la voz en las demandas, pero sin romper el acento de veneración y piedad. Ambos se habían quitado el sombrero. El cabello de Vásquez se partía con raya al lado, el de Quispe era un pajonal hirsuto. Doroteo miraba con unos ojos muy pequeños, que para peor entrecerraba y sólo salvábanse de la desaparición mediante un vivo y malicioso fulgor. Su boca grande se fruncía abultándose hasta la altura de la nariz, que por su lado era aguda y parecía estar siempre olfateando algo. No tenía, pues, el aire de un místico, Doroteo Quispe. Sí más bien el de un zorro en acecho. O quizás el de uno de esos negros osos serranos, debido a su color oscuro y su fuerte cuerpo de torpes movimientos. El Fiero decía: -Justo Juez, Rey de Reyes y Señor de los Señores, que siempre reinas con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ayúdame, líbrame y favoréceme, sea en la mar o en la tierra, de todos los que a ofenderme viniesen, así como Io libraste al Apóstol San Pablo y al Santo Profeta Jonás, que salieron libres del vientre de la ballena; así, gran Señor, favoréceme, pues que soy tu esclavo, en todas las empresas que acometa como en toda clase de juegos, en los juegos de gallos y en las barajas, valiéndome del Santo Justo Juez Divino, autor de la Santísima Trinidad. Estas grandes potencias, estas grandes reliquias y esta santa oración me sirvan de ayuda para poder defenderme de todo, para sacar los entierros por difíciles que sean, sin ser molestado por espíritus y apariciones, para que en las ocasiones y en los campos de batalla no me ofendan las balas ni armas blancas. Las armas de mis enemigos sean todas quebradas, las armas de fuego magnetizadas y las aventajadas y nunca vencidas; que todos mis enemigos caigan a mis pies como cayeron los judíos de Jesucristo; rómpanse las prisiones, los grillos, las cadenas, las chavetas, los candados, las chapas, los cerrojos. Y tú, Justo Juez, que naciste en Jerusalén, que fuiste sacrificado en medio de dos judíos, permite, oh Señor, que si viniesen mis enemigos, cuando sea perseguido, tengan ojos no me vean; tengan boca no me hablen, tengan manos no me agarren; tengan piernas no me alcancen; con las armas de San Jorge seré armado, con las llaves de San Pedro seré encerrado en la cueva del León, metido en el Arca de Noé arrencazado; con la leche de la Virgen María seré rociado; con tu preciosísima sangre seré bautizado; por los padres que revestiste, por las tres hostias que consagraste, te pido, Señor, que andéis en mi compañía, que vaya y esté en mi casa con placer y alegría. El Santo Juez me ampare, y la Virgen Santísima me cubra con su manto y la Santísima Trinidad sea mi constante escudo. Amén. Se pusieron los sombreros y la boca fruncida de Quispe se abrió en una sonrisa orgullosa de tal discípulo. -Aura que me acuerdo -inquirió el Fiero-, ¿qué quiere decir arrencazado? Y Doroteo respondió con gravedad: -No sé, pero así es la oración. No necesitó dar más explicaciones. Se trataba sin duda de una palabra secreta, dueña de quién sabe qué misteriosos poderes. ¡Arrencazado! Vásquez le rindió pleitesía durante un momento y después dijo: -Lo raro es que tovía no tuve oportunidá de servirme de la oración... En ese momento apareció, andando calmosamente, apoyado en un grueso bordón de lloque, el anciano Rosendo Maqui. Demostró alguna sorpresa de encontrar allí a Vásquez y celebró la hospitalidad de Doroteo. Ya hemos visto nosotros que sabía que el bandolero había llegado, y a encontrarlo fue. En cuanto a la hospitalidad, sepamos que había hablado con Quispe palabras dictadas por el buen juicio y que no eran muy celebratorias justamente. Las
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