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Orientación Universidad
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Ciudad de los perros, Monografías, Ensayos de Derecho

El Yaguar Fiesta: Un Análisis Profundo 1. Introducción al Yaguar Fiesta The "El Yaguar Fiesta: Un Análisis Profundo" begins with an in-depth exploration of the Yaguar Fiesta, delving into its origins and significance. The introduction aims to provide readers with a comprehensive understanding of this cultural celebration, shedding light on its historical roots and the meanings embedded within its traditions. By examining the origin and significance of the Yaguar Fiesta, the essay sets the stage for a nuanced analysis that will unravel the complexities of this vibrant and culturally rich event. This section serves as a gateway for the reader to delve deeper into the multifaceted layers of the Yaguar Fiesta, establishing a strong foundation for the subsequent chapters to build upon. Importantly, the content of this section aligns with the overarching themes of the essay, ensuring coherence and relevance to the comprehensive exploration of the Yaguar Fiesta. 1.1. Origen y Significado del

Tipo: Monografías, Ensayos

2023/2024

Subido el 04/06/2024

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lucio-abel 🇵🇪

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¡Descarga Ciudad de los perros y más Monografías, Ensayos en PDF de Derecho solo en Docsity! Mario Vargas Llosa La ciudad y los perros La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 2 BIBLIOTECA DE BOLSILLO BIBLIOTECA DE BOLSILLO La ciudad y los perros MARIO VARGAS LLOSA nació en Arequipa, Perú, 1936. Cursó sus primeros estudios en Cochabamba, Bolivia, y los secundarios en Lima y Piura. Se licenció en Letras en la Universidad de San Marcos de Lima y se doctoró por la de Madrid. Ha residido durante algunos años en Paris y posteriormente en Londres y Barcelona. Aunque había estrenado en 1952 un drama en Piura y publicado en 1959 un libro de relates, Los jefes, que obtuvo el Premio Leopoldo Alas, su carrera literaria cobro notoriedad con la publicación de la novela La ciudad y los perros (Seix Barral, 1963), que obtuvo el Premio Biblioteca Breve de 1962 y el Premio de la Critica en 1963 y que fue casi inmediatamente traducida a una veintena de lenguas. En 1966 apareció su segunda novela, La casa verde (Seix Barral), que obtuvo asimismo el Premio de la Critica en 1966 y el Premio Internacional de Literatura Rómulo Gallegos en 1967. Posteriormente ha publicado el relato Los cachorros (1967, edición definitiva junto con Los jefes: Seix Barral, 1980), la novela Conversación en La Catedral (Seix Barral, 1969), el estudio García Márquez: Historia de un deicidio (1971), la novela Pantaleón y las visitadoras (Seix Barral, 1973), el ensayo La orgía perpetua: Flaubert y «Madame Bovary» (Seix Barral, 1975), la novela La tía Julia y el escribidor (Seix Barral, 1977), las piezas teatrales La señorita de Tacna (Seix Barral, 1981), Kathie y el hipopótamo (Seix Barral, 1983) y La Chunga. (Seix Barral, 1986) y las novelas La guerra del fin del mundo (Seix Barral, 1981), Historia de Mayta (Seix Barral, 1984), -.Quien mató a Palomino Molero? (Seix Barral, 1986) y El hablador (Seix Barral, 1987). Ha reunido sus textos ensayísticos del período 1962-1983 en dos volúmenes, titulados Contra viento y marea (Seix Barral, 1986). La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 5 Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil ruidos simultáneos. "¡Mierda!", gimió. Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no percibían, sin embargo, el bullicio salvaje que esperaban, las voces como balazos de los oficiales: sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó todavía unos segundos. Luego, olvidando utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de vidrio repartidos por el enlosado y los guardó en el sacón. Regresó a la cuadra sin tomar precauciones. Quería llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos. En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso. -¿Listo? - dijo el Jaguar. - Sí. - Vamos al baño. El Jaguar caminó delante, entr6 al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal. - Rompí un vidrio - dijo, sin levantar la voz., Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas. - Serrano - murmuró el Jaguar despacio- Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro... Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin violencia. -¡Suelta! - dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible- ¡Serrano! Cava dejó caer las manos. - No había nadie en el patio -susurró- No me han visto. El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha. - No soy un desgraciado, Jaguar - murmuró Cava - Si nos chapan, pago solo y ya está. El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió. - Serrano cobarde -dijo- Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones. Ha olvidado la casa de la avenida Salaverry, en Magdalena Nueva, donde vivió desde la noche en que llegó a Lima por primera vez, y el viaje de dieciocho horas en automóvil, el desfile de pueblos en ruinas, arenales, valles minúsculos, a ratos el mar, campos de algodón, pueblos y arenales. Iba con el rostro pegado a la ventanilla y sentía su cuerpo roído por la excitación: "voy a ver Lima". A veces, su madre lo atraía hacia ella, murmurando: "Richi, Ricardo". Él pensaba: "¿por qué llora?". Los otros pasajeros dormitaban o leían y el chofer canturreaba alegremente el mismo estribillo, hora tras hora. Ricardo resistió la mañana, la tarde y el comienzo de la noche sin apartar su mirada del horizonte, esperando que las luces de la ciudad surgieran de improviso, como una procesión de antorchas. El cansancio adormecía poco a poco sus miembros, embotaba sus sentidos; entre brumas, se repetía con los dientes apretados: "no me dormiré". Y, de pronto, alguien lo movía con dulzura, “Ya llegamos, Richi, despierta." Estaba en las faldas de su madre, tenía la cabeza apoyada en su hombro, sentía frío. Unos labios familiares rozaron su boca y él tuvo la impresión de que, en el sueño, se había convertido en un gatito. El automóvil avanzaba ahora despacio: veía vagas casas, luces, árboles y una avenida más larga que la calle principal de Chiclayo. Tardó unos segundos en darse cuenta que los otros viajeros habían descendido. El chofer canturreaba ya sin entusiasmo. "¿Cómo será?", pensó. Y sintió, de nuevo, una ansiedad feroz, como tres días antes, cuando su madre, llamándolo aparte para que no los oyera la tía Adelina, le dijo: "tu papá no estaba muerto, era mentira. Acaba de volver de un viaje muy largo y nos espera en Lima". "Ya llegamos", dijo su madre. "¿Avenida Salaverry, si no me equivoco?", cantó el chofer. "Sí, número treinta y ocho", repuso la madre. Él cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre lo besó."¿Por qué me besa en la boca?", pensaba Ricardo; su mano derecha se aferraba al asiento. Al fin, el coche se inmovilizó después de muchas vueltas. Mantuvo cerrados los Ojos, se encogió junto al cuerpo que lo sostenía. De pronto, el cuerpo de su madre se endureció. "Beatriz, dijo una voz. Alguien abrió la puerta. Se sintió alzado en peso, depositado en el suelo, sin apoyo, abrió los ojos: el hombre y su madre se besaban en la boca, abrazados. El chofer había dejado de cantar. La calle estaba vacía y muda. Los miró fijamente; sus labios medían el tiempo contando números. Luego, su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo: "es tu papá, Richi. Bésalo”. Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro adulto se juntaba al suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban su mejilla. Él estaba rígido. Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 6 angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. "Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche; ¿sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza", había dicho una vez tía Adelina. Él tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo parecía muerto. Se levantó: descalzo, semidesnudo, temblando por la vergüenza y la confusión que sentiría si de pronto entraban y lo hallaban de pie, avanzó hasta la puerta y pegó el rostro a la madera. No oyó nada. Volvió a su cama y lloró, tapándose la boca con las dos manos. Cuando la luz ingresó a la habitación y la calle se pobló de ruidos, sus ojos seguían abiertos y sus oídos en guardia. Mucho rato después, los escuchó. Hablaban en voz baja y sólo llegaba a él un incomprensible rumor. Luego oyó risas, movimientos. Más tarde sintió abrirse la puerta, pasos, una presencia, unas manos conocidas que le subían las sábanas hasta el cuello, un aliento cálido en las mejillas. Abrió los Ojos: su madre sonreía. "Buenos días", dijo ella, tiernamente; "¿No besas a tu madre?". "No", dijo él. Podría ir y decirle dame veinte soles y ya veo, se le llenarían los ojos de lágrimas y me daría cuarenta o cincuenta, pero sería lo mismo que decirle te perdono lo que hiciste a mi mamá y puedes dedicarte al puterío con tal que me des buenas propinas." Bajo la bufanda de lana que le regaló su madre hace meses, los labios de Alberto se mueven sin ruido. El sacón y la cristina que lleva hundida hasta las orejas, lo defienden contra el frío. Su cuerpo se ha acostumbrado a la presión del fusil, que ahora casi no siente. " Ir y decirle qué ganamos con no aceptar un medio, deja que nos mande un cheque cada mes hasta que se arrepienta de sus pecados y vuelva a casa, pero ya veo, se pondrá a llorar y dirá que hay que llevar la cruz con resignación como Nuestro Señor y aunque acepte cuánto tiempo pasará hasta que se pongan de acuerdo y no tendré mañana los veinte soles- Según el reglamento, los imaginarias deben recorrer el patio del año respectivo y la pista de desfile, pero él ocupa su turno en caminar a la espalda de las cuadras, junto a la alta baranda descolorida que protege la fachada principal del colegio. Desde allí ve entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su barrio. El oficial de guardia pasa revista a los imaginarias cada dos horas: a la una, lo hallará en su puesto. Mientras, Alberto planea la salida del sábado. "Podría que unos diez tipos se soñaran con la película ésa, y viendo tantas mujeres en calzones, tantas piernas, tantas barrigas, tantas, me encarguen novelitas, pero acaso pagan adelantado y cuándo las haría si mañana es el examen de Química y tendré que pagarle al Jaguar por las preguntas salvo que Vallano me sople a cambio de cartas pero quién se fía de un negro. Podría que me pidan cartas, pero quién paga al contado a estas alturas de la semana si ya el miércoles todo el mundo ha quemado sus últimos cartuchos en 'La Perlita' y en las timbas. Podría gastarme veinte soles si los consignados me encargan cigarrillos y se los pagaría en cartas o novelitas, y la que se armaría, encontrarme veinte soles en una cartera perdida en el comedor o en las aulas o en los excusados, meterme ahora mismo en una cuadra de los perros y abrir roperos hasta encontrar veinte soles o mejor sacar cincuenta centavos a cada uno para que se note menos y sólo tendría que abrir cuarenta roperos sin despertar a nadie contando que en todos encuentre cincuenta centavos, podría ir donde un suboficial o un teniente, présteme veinte soles que yo también quiero ir donde la Pies Dorados, ya soy un hombre y quién mierda grita ahí..." Alberto demora en identificar la voz, en recordar que es un imaginaria lejos de su puesto. Vuelve a oír, más fuerte, “¿qué le pasa a ese cadete?", y esta vez reaccionan su cuerpo y su espíritu, alza la cabeza, su mirada distingue como en un remolino los muros de la Prevención, varios soldados sentados en una banca, la estatua del héroe que amenaza con la espada desenvainada a la neblina y a las sombras, imagina su nombre escrito en la lista de castigo, su corazón late alocado, siente pánico, su lengua y sus labios se mueven imperceptiblemente, ve entre el héroe de bronce y él, a menos de cinco metros, al teniente Remigio Huarina, que lo observa con las manos en la cintura. -¿Qué hace usted aquí? El teniente avanza hacia Alberto, éste ve tras los hombros del oficial, la mancha de musgo que oscurece el bloque de piedra que sostiene al héroe, mejor dicho la adivina, pues las luces de la Prevención son opacas y lejanas, o la inventa: es posible que ese mismo día los soldados de guardia hayan raspado y fregado el pedestal. -¿Y? - dice el teniente, frente a él- ¿Qué hay? Inmóvil, la mano derecha clavada en la cristina, tenso, todos sus sentidos alertas, Alberto permanece mudo ante el hombrecillo borroso que aguarda también inmóvil, sin bajar las manos de la cintura. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 7 - Quiero hacerle una consulta, mi teniente - dice Alberto “podría jurarle me estoy muriendo de dolor de estómago, quisiera una aspirina o algo, mi madre está gravísima, han matado a la vicuña, podría suplicarle..."-. Quiero decir, una consulta moral. -¿Qué ha dicho? - Tengo un problema - dice Alberto, rígido decir mi padre es general, contralmirante, mariscal y juro que por cada punto perderá un año de ascenso, podría “Es algo personal. - Se interrumpe, vacila un instante, luego miente: - El coronel dijo una vez que podíamos consultar a nuestros oficiales. Sobre los problemas íntimos, quiero decir. - Nombre y sección - dice el teniente. Ha bajado las manos de la cintura; parece más frágil y pequeño. Da un paso adelante y Alberto ve, muy cerca y abajo, el hocico, los ojos fruncidos y sin vida de batracio, el rostro redondo contraído en un gesto que quiere ser implacable y sólo es patético, el mismo que adopta cuando ordena el sorteo de consignas, invención suya: "brigadieres, métanles seis puntos- a todos los números tres y múltiplos de tres". - Alberto Fernández, quinto año, primera sección. - Al grano - dice el teniente- Al grano. - Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no del cuerpo. Todas las noches tengo pesadillas - Alberto ha bajado los párpados, simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en blanco, dejando que los labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un laberinto para extraviar al sapo -. Cosas horribles, mi teniente. A veces sueño que mato, que me persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando y temblando. Algo horrible, mi teniente, le juro. El oficial escruta el rostro del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas. “Podría reír, podría llorar, gritar, podría correr." El teniente Huarina ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás y exclama: -¡Yo no soy un cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o a su madre! - No quería molestarlo, mi teniente - balbucea Alberto. - Oiga, ¿y este brazalete? - dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados- ¿Está usted de imaginaria? - sí, mi teniente. -¿No sabe que el servicio no se abandona nunca, salvo muerto? - Sí, mi teniente. -¡Consultas morales! Es usted un tarado. - Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro del teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en la frente han brotado unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno. - Sí, mi teniente. Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve a los soldados de la Prevención inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha a su espalda: "ni que fuéramos curas, qué carajo". Frente a él, hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava, la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro lado del estadio, después de una construcción ruinosa - el galpón de los soldados- hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla. "Y si Huarina hubiera bajado la cabeza, y si me hubiera visto los botines, y si el Jaguar no tiene el examen de Química, y si lo tiene y no quiere fiarme, y si me planto ante la Pies Dorados y le digo soy del Leoncio Prado y es la primera vez que vengo, te traeré buena suerte, y si vuelvo al barrio y pido veinte soles a uno de mis amigos, y si le dejo mi reloj en prenda, y si no consigo el examen de Química, y si no tengo cordones en la revista de prendas de mañana estoy jodido, sí señor." Alberto avanza despacio, arrastrando un poco los pies; a cada paso sus botines, sin cordones desde hace una semana, amenazan salirse. Ha recorrido la mitad de la distancia que separa el quinto año de la estatua del héroe. Hace dos años, la distribución de las cuadras era distinta; los cadetes de quinto ocupaban las cuadras vecinas al estadio y los perros las más próximas a la Prevención; cuarto estuvo siempre en el centro, entre sus enemigos. Al cambiar el colegio de director, el nuevo coronel decidió la distribución actual. Y explicó en un discurso: "Eso de dormir cerca de] prócer epónimo habrá que ganárselo. En adelante, los cadetes de tercero ocuparán las cuadras M fondo. Y luego, con los años se irán acercando a la estatua de Leoncio Prado. Y espero que cuando salgan M colegio se parezcan un La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 10 -¿Te quedan cigarrillos? El Esclavo no responde, pero segundos después Alberto siente un brazo junto a su estómago. Toca la mano del otro, que sostiene un paquete casi lleno. Saca un cigarrillo, lo pone entre sus labios, con la punta de la lengua toca la superficie compacta y picante. Enciende un fósforo y aproxima al rostro del Esclavo la llama que se agita suavemente en la pequeña gruta que forman sus manos. -¿De qué mierda estás llorando? - dice Alberto, a la vez que abre las manos y deja caer el fósforo -. Me volví a quemar, maldita sea. Prende otro fósforo y enciende su cigarrillo. Aspira el humo y lo arroja por la boca y la nariz. -¿Qué te pasa? - pregunta. - Nada. Alberto vuelve a aspirar; la brasa resplandece y el humo se confunde con la neblina, que está muy baja, casi a ras de tierra. El patio de quinto ha desaparecido. El edificio de las cuadras es una gran mancha inmóvil. -¿Qué te han hecho? - dice Alberto- No hay que llorar nunca, hombre. - Mi sacón - dice el Esclavo -. Me han fregado la salida. Alberto vuelve la cabeza. El Esclavo lleva sobre la camisa caqui, una chompa castaña, sin mangas. - Mañana tenía que salir - dice el Esclavo -. Me han reventado. -¿Sabes quién ha sido? - No. Lo sacaron del ropero. - Te van a descontar cien soles. Quizá más. - No es por eso. Mañana hay revista. Gamboa me dejará consignado. Ya llevo dos semanas sin salir. -¿Tienes hora? - La una menos cuarto - dice el Esclavo -. Ya podemos ir a la cuadra. - Espera - dice Alberto, incorporándose - Tenemos tiempo. Vamos a tirarnos un sacón. El Esclavo se levanta como un resorte, pero permanece en el sitio sin dar un paso, como pendiente de algo próximo e irremediable. - Apúrate - dice Alberto. - Los imaginarias... - susurra el Esclavo. - Maldita sea - dice Alberto -. ¿No ves que voy a jugarme la salida para conseguirte un sacón? La gente cobarde me enferma. Los imaginarias están en el baño de la séptima. Hay una timba. El Esclavo lo sigue. Avanzan entre la neblina cada vez más espesa, hacia las cuadras invisibles. Los clavos de los botines rasgan la hierba húmeda y al ruido acompasado del mar se mezcla ahora el silbido del viento que invade las habitaciones sin puertas ni ventanas del edificio que está entre las aulas y los dormitorios de los oficiales. - Vamos a la décima o a la novena - dice el Esclavo -. Los enanos tienen el sueño de plomo. -¿Te hace falta un sacón o un chaleco? - dice Alberto -. Vamos a la tercera. Están en la galería del año. La mano de Alberto empuja suavemente la puerta, que cede sin ruido. Mete la cabeza como un animal olfateando una cueva: en la cuadra en tinieblas reina un rumor apacible. La puerta se cierra tras ellos. 11 ¿Y si se echa a correr, cómo tiembla, y si se echa a llorar, cómo corre, y si es verdad que el Jaguar se lo tira, cómo suda, y si ahorita se prende la luz, cómo vuelo?" "Al fondo, murmura Alberto, tocando con sus labios la cara del Esclavo. Hay un ropero que está lejos de las cama.“ ¿Qué?", dice el Esclavo' sin moverse. "Mierda, dice Alberto. Ven.- Arrastrando los pies, atraviesan la cuadra en cámara lenta con las manos extendidas para evitar los obstáculos. "Y si fuera un ciego, me saco los ojos de vidrio, le digo Pies Dorados te doy mis ojos pero fíame, papá basta ya de putas, basta ya que el servicio no se abandona nunca salvo muerto." Se detienen junto al ropero, los dedos de Alberto repasan la madera. Mete la mano en su bolsillo, saca la ganzúa, con la otra mano trata de localizar el candado, cierra los ojos, aprieta los dientes. "Y si digo juro teniente, vine a sacar un libro para estudiar Química que mañana me jalan, juro que no te perdonaré nunca el llanto de mi madre Esclavo, ni que me hayas matado por un sacón." La ganzúa araña el metal, penetra en la ranura, se engancha, se mueve atrás y adelante, a derecha e izquierda, ingresa un poco más, se inmoviliza, golpea secamente, el candado se abre. Alberto forcejea hasta recuperar la ganzúa. La puerta del ropero comienza a girar. Desde algún punto de la cuadra, una voz airada irrumpe en incoherencias. La mano del Esclavo se incrusta en el brazo de Alberto. "Quieto, susurra éste. 0 te mato.” "¿Qué?", dice el otro. La mano de Alberto explora el interior, con cuidado, a unos milímetros de la superficie vellosa del sacón, como si fuera a acariciar el rostro o los cabellos del ser amado y estuviera saboreando el placer de la inminencia del contacto, tocando sólo su atmósfera, su vaho. "Sácale los cordones a dos botines, Ice Alberto. Necesito." El Esclavo lo suelta, se inclina, se aleja a rastras. Alberto libera el sacón del colgador, La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 11 mete el candado en las armellas y aprieta con toda la mano, para apagar el ruido. Después, se desliza hacia la puerta. Cuando llega el Esclavo, lo vuelve a tocar, esta vez en el hombro. Salen. ¿Tiene marca? El Esclavo examina el sacón minuciosamente, con su linterna. - No. - Anda al baño y mira si tiene manchas. Y los botones, cuidado vayan a ser de otro color. - Ya es casi la una - dice el Esclavo. Alberto asiente. Al llegar a la puerta de la primera sección, se vuelve hacia su compañero: ¿Y los cordones? - Sólo conseguí uno - dice el Esclavo. Duda un momento: - Perdón. Alberto lo mira fijamente, pero no lo insulta ni se ríe. Se limita a encogerse de hombros. - Gracias - dice el Esclavo. Ha puesto otra vez su mano en el brazo de Alberto y lo mira a los ojos con su cara tímida y rastrera iluminada por una sonrisa. - Lo hago para divertirme - dice Alberto. Y añade, rápido: -¿Tienes las preguntas del examen? No sé ni jota de Química. - No - dice el Esclavo- Pero el Círculo lo debe tener. Hace un rato salió Cava y fue hacia las aulas. Deben estar resolviendo las preguntas. - No tengo plata. El Jaguar es un ladrón. -¿Quieres que te preste? - dice el Esclavo. -¿Tienes plata? - Un poco. -¿Puedes prestarme veinte soles? - Veinte soles, sí. Alberto le da una palmada en el hombro. Dice: - Formidable, formidable. Estaba sin un centavo. Si quieres, te puedo pagar con novelitas. - No - dice el Esclavo. Ha bajado los ojos- Más bien en cartas. -¿Cartas? ¿Tienes enamorada? ¿Tú? - Todavía no tengo - dice el Esclavo -. Pero quizás tenga. - Bueno, hombre. Te escribiré veinte. Eso sí, tienes que enseñarme las de ella. Para ver el estilo. Las cuadras parecen haber cobrado vida. De diversos sectores del año llega hasta ellos ruido de pasos, de roperos, incluso algunas lisuras. - Ya están cambiando el turno - dice Alberto -. Vamos. Entran a la cuadra. Alberto va a la litera de Vallano, se inclina y saca el cordón de uno de los botines. Luego sacude al negro con las dos manos. - Tu madre, tu madre - exclama Vallano, frenéticamente. - Es la una - dice Alberto- Tu turno. - Si me has despertado antes te machuco. Al otro lado de la cuadra, Boa vocifera contra el Esclavo que acaba de despertarlo. - Ahí tienes el fusil y la linterna - dice Alberto- Sigue durmiendo si quieres. Pero te aviso que la ronda está en la segunda sección. -¿De veras? - dice Vallano, sentándose. Alberto va hasta su litera y se desnuda. - Aquí todos son muy graciosos - dice Vallano -. Muy graciosos. -¿Qué te pasa? - pregunta Alberto. - Me han robado un cordón. - Silencio - grita alguien- Imaginaria, que se callen esos maricones. Alberto siente que Vallano camina de puntillas. Después, oye un ruido revelador. - Se están robando un cordón - grita. - Un día de estos te voy a romper la cara, poeta - dice Vallano, bostezando. Minutos después, hiere la noche el silbato del oficial de guardia. Alberto no lo oye: duerme. La calle Diego Ferré tiene menos de trescientos metros de largo y cualquier caminante desprevenido la tomaría por un callejón sin salida. En efecto, desde la esquina de la avenida Larco, donde comienza, se ve dos cuadras más allá, cerrando el otro extremo, la fachada de una casa de dos pisos, con un pequeño jardín protegido por una baranda verde. Pero esa casa que de lejos parece tapiar Diego Ferré pertenece a la estrecha calle Porta, que cruza a aquélla, la detiene y la mata. Entre Porta y la avenida Larco, fragmentan a Diego Ferré otras dos calles paralelas: Colón y Ocharán. Luego de atravesar Diego Ferré terminan súbitamente, doscientos metros al oeste, en el Malecón de la Reserva, una serpentina que La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 12 abraza Miraflores con un cinturón de ladrillos rojos y que es el límite extremo de la ciudad, pues ha sido erigido al borde de los acantilados, sobre el ruidoso, gris y limpio mar de la bahía de Lima. Encerradas entre la avenida Larco, el Malecón y la calle Porta, hay media docena de manzanas: un centenar de casas, dos o tres tiendas de comestibles, una farmacia, un puesto de refrescos, un taller de zapatería (semioculto entre un garaje y un muro saliente) y un solar cercado donde funciona una lavandería clandestina. Las calles transversales tienen árboles a los costados de la pista; Diego Ferré no. Todo ese sector es el dominio del barrio. El barrio no tiene nombre. Cuando se formó un equipo de fulbito para intervenir en el campeonato anual del "Club Terrazas", los muchachos se presentaron con el nombre de - Barrio Alegre". Pero, una vez terminado el campeonato, el nombre cayó en desuso. Además, los cronistas policiales designaban con el nombre de "Barrio Alegre" al jirón Huatica de la Victoria, la calle de las putas, lo que constituía una semejanza embarazosa. Por eso, los muchachos se limitan a hablar del barrio. Y cuando alguien pregunta cuál barrio, para diferenciarse de los otros barrios de Miraflores, el de 28 de julio, el de Reducto, el de la calle Francia, el de Alcanfores, dicen: "el barrio de Diego Ferré". La casa de Alberto es la tercera de la segunda cuadra de Diego Ferré, en la acera de la izquierda. La conoció de noche, cuando casi todos los muebles de su casa anterior, en San Isidro, ya habían sido trasladados a ésta. Le pareció más grande que la otra y con dos ventajas evidentes: su dormitorio estaría más alejado del de sus padres y, como esta casa tenía un jardín interior, probablemente lo dejarían criar un perro. Pero el nuevo domicilio traería también inconvenientes. De San Isidro, el padre de un compañero los llevaba a ambos hasta el colegio "La Salle", todas las mañanas. En el futuro tendría que tomar el Expreso, descender en el paradero de la avenida Wilson y, desde allí, andar lo menos diez cuadras hasta la avenida Arica, pues "La Salle", aunque es un colegio para niños decentes, está en el corazón de Breña, donde pululan los zambos y los obreros. Tendría que levantarse más temprano, salir acabando el almuerzo. Frente a su casa de San Isidro había una librería y el dueño le permitía leer los Penecas y Billiken detrás del mostrador y a veces se los prestaba por un día, advirtiéndole que no los ajara ni ensuciara. El cambio de domicilio lo privaría, además, de una distracción excitante: subir a la azotea y contemplar la casa de los NáJar, adonde en las mañanas se jugaba al tenis y cuando había sol se almorzaba en los jardines bajo sombrillas de colores y en las noches se bailaba y él podía espiar a las parejas que disimuladamente iban a la cancha de tenis a besarse. El día de la mudanza se levantó temprano y fue al colegio de buen humor. A mediodía regresó directamente a la nueva casa. Bajó del Expreso en el paradero del parque Salazar - todavía no conocía el nombre de esa explanada de césped, colgada sobre el mar -, subió por Diego Ferré, una calle vacía, y entró a la casa: su madre amenazaba a la sirvienta con echarla si aquí también se dedicaba a hacer vida social con las cocineras y choferes del vecindario. Acabado el almuerzo, el padre dijo: " tengo que salir. Un asunto importante". La madre clamó: "vas a engañarme, cómo puedes mirarme a los ojos" y luego, escoltada por el mayordomo y la sirvienta, comenzó un minucioso registro para comprobar si algo se había extraviado o dañado en la mudanza. Alberto subió a su cuarto, se echó en la cama, distraídamente fue haciendo garabatos en los forros de sus libros. Poco después oyó voces de muchachos que llegaban hasta él por la ventana. Las voces se interrumpían, sobrevenía el impacto, el zumbido y el estruendo de la pelota al rebotar contra una puerta y al instante renacían las voces. Saltó de la cama y se asomó al balcón. Uno de los muchachos llevaba una camisa incendiaria, a rayas rojas y amarillas y el otro, una camisa de seda blanca, desabotonada. Aquél era más alto, rubio y tenía la voz, la mirada y los gestos insolentes; el otro, bajo y grueso, de cabello moreno ensortijado, era muy ágil. El rubio hacía de arquero en un garaje; el moreno le disparaba con una pelota de fútbol flamante. "Tapa ésta, Pluto", decía el moreno. Pluto, agazapado con una mueca dramática, gesticulaba, se limpiaba la frente y la nariz con las dos manos, simulaba arrojarse y si atajaba un penal reía con estrépito. "Eres una madre, Tico, decía. Para tapar tus penales me basta la nariz." El moreno bajaba la pelota con el pie, diestramente, la emplazaba, medía la distancia, pateaba y los tiros eran goles casi siempre. "Manos de trapo, se burlaba Tico, mariposa. Esta va con aviso; al ángulo derecho y bombeada." Al principio, Alberto los miraba con frialdad y ellos aparentaban no verlo. Poco a poco, aquél fue demostrando un interés estrictamente deportivo; cuando Tico metía un gol o Pluto atajaba la pelota, asentía sin sonreír, como un entendido. Luego, comenzó a prestar atención a las bromas de los dos muchachos; adecuaba su expresión a la de ellos y los jugadores daban señales de reconocer su presencia por momentos: volvían la cabeza hacia él, como poniéndolo de árbitro. Pronto se estableció una estrecha complicidad de miradas, sonrisas y movimientos de cabeza. De pronto, Pluto rechazó un disparo de Tico con el pie y la pelota salió despedida a los lejos. Tico corrió tras ella. Pluto alzó la vista hacia Alberto. - Hola - dijo. - Hola - dijo Alberto. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 15 su llegada por la diana de los perros: se burlan de él, lo insultan y a veces le tiran piedras. El soldado camina hacia quinto. Ya está completamente despierto y su paso es más vivo. Allí no hay reacción; los veteranos saben que desde el toque de diana hasta el silbato llamando a filas tienen quince minutos, la mitad de los cuales pueden aprovechar todavía en el lecho. El soldado regresa al galpón, frotándose las manos y escupiendo. No lo asustan la indignación de los perros, el malhumor de los cadetes de cuarto: apenas los percibe. Salvo los sábados. Ese día, como hay ejercicios de campaña, la diana se toca una hora antes y los soldados temen estar de servicio. A las cinco todavía es noche cerrada y los cadetes, borrachos de sueño y de ira, bombardean al corneta desde las ventanas con toda clase de proyectiles. Por eso, los sábados, los cornetas violan el reglamento: tocan la diana lejos de los patios, desde la pista, de desfile, y muy rápido. El sábado, los de quinto pueden continuar en las literas sólo dos o tres minutos, pues en lugar de quince tienen apenas ocho minutos para lavarse, vestirse, tender las camas y formar. Pero este sábado es excepcional. La campaña ha sido suprimida para el quinto año debido al examen de Química; cuando los veteranos escuchan la diana, a las seis, los perros y los de cuarto están desfilando ya por la puerta del colegio hacia el despoblado que une La Perla al Callao. Unos instantes después del toque de diana, Alberto, sin abrir los ojos todavía, piensa: "hoy es la salida". Alguien dice: "son las seis menos cuarto. Hay que apedrear a ese maldito". La cuadra queda de nuevo en silencio. Abre los ojos: por las ventanas entra a la habitación una luz indecisa, gris. "Los sábados debía salir sol.- Se abre la puerta del baño. Alberto ve la cara pálida del Esclavo: las literas lo degüellan a medida que avanza. Está peinado y afeitado. "Se levanta antes de la diana para llegar primero a la fila”, piensa Alberto. Cierra los Ojos. Siente que el Esclavo se detiene junto a su cama y le toca el hombro. Entreabre los ojos: la cabeza del Esclavo culmina un cuerpo esquelético, devorado por el pijama azul. - Está de turno el teniente Gamboa. - Ya sé - responde Alberto- Tengo tiempo. - Bueno - dice el Esclavo- Creí que estabas durmiendo. Esboza una sonrisa y se aleja. "Quiere ser mi amigo", piensa Alberto. Vuelve a cerrar los ojos y queda tenso: el pavimento de la calle Diego Ferré brilla por la humedad; las aceras de Porta y 0charán están cubiertas de hojas desprendidas de los árboles por el viento nocturno; un joven elegante camina por allí, fumando un Chesterfield. "juro que hoy iré donde las polillas." - ¡Siete minutos! - grita Vallano, a voz en cuello, desde la puerta de la cuadra. Hay una conmoción. Las literas están oxidadas y chirrían; las puertas de los armarios crujen; los tacones de los botines martillan la loza; al rozarse o chocar, los cuerpos despiden un rumor sordo; pero las blasfemias y los juramentos prevalecen sobre cualquier otro ruido, como lenguas de fuego entre el humo. Sucesivos, ametrallados por una garganta colectiva, los insultos no son, sin embargo, precisos: apuntan a blancos abstractos como Dios, el oficial y la madre y los cadetes parecen recurrir a ellos más por su música que su significado. Alberto salta de la cama, se pone las medias y los botines, todavía sin cordones. Maldice. Cuando termina de pasarlos, la mayor parte de los cadetes ha tendido su cama y empieza a vestirse. -¡Esclavo!, grita Vallano. Cántame algo. Me gusta oírte mientras me lavo." - Imaginaria, brama Arróspide. Me han robado un cordón. Eres responsable." "Te quedarás consignado, cabrón." "Ha sido el Esclavo, dice alguien. Juro. Yo lo vi... Hay que denunciarlo al capitán, propone Vallano. No queremos ladrones en la cuadra." "¡Ay!, dice una voz quebrada. La negrita tiene miedo a los ladrones." "Ay, ay" cantan varios. "Ay, ay, ay" aúlla la cuadra entera. "Todos son unos hijos de puta”, afirma Vallano. Y sale, dando un portazo. Alberto está vestido. Corre al baño. En el lavatorio contiguo, el Jaguar termina de peinarse. - Necesito cincuenta puntos de Química - dice Alberto, la boca llena de pasta de dientes -. ¿Cuánto? - Te jalarán, poeta -. El Jaguar se mira en el espejo y trata en vano de apaciguar sus cabellos: las púas, rubias y obstinadas, se enderezan tras el peine- No tenemos el examen. No fuimos. ¿No consiguieron el examen? - Nones. Ni siquiera intentamos. Suena el silbato. El hirviente zumbido que brota de los baños y de las cuadras aumenta y se desvanece de golpe. La voz del teniente Gamboa surge desde el patio, como un trueno: -¡Brigadieres, tomen los tres últimos! El zumbido estalla nuevamente, ahogado. Alberto echa a correr: va guardando en su bolsillo la escobilla de dientes y el pefile y se enrolla la toalla como una faja entre el sacón y la camisa. La formación está a la mitad. Cae aplastado contra el de adelante, alguien se aferra a él por detrás. Alberto tiene cogido de la cintura a Vallano y da pequeños saltos para evitar los puntapiés con que los recién llegados tratan de La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 16 desprender los racimos de cadetes a fin de ganar un puesto. "No manosees, cabrón", grita Vallano. Poco a poco, se establece el orden en las cabezas de fila y los brigadieres comienzan a contar los efectivos. En la cola, el desbarajuste y la violencia continúan, los últimos se esfuerzan por conquistar un sitio a codazos y amenazas. El teniente Gamboa observa la formación desde la orilla de la pista de desfile. Es alto, macizo. Lleva la gorra ladeada con insolencia; mueve la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y su sonrisa es burlona. -¡Silencio! - grita. Los cadetes enmudecen. El teniente tiene los brazos en jarras; baja las manos, que se balancean un momento junto a su cuerpo antes de quedar inmóviles. Camina hacia el batallón; su rostro seco, muy moreno, se ha endurecido. A tres pasos de distancia, lo siguen los suboficiales Varúa, Morte y Pezoa. Gamboa se detiene. Mira su reloj. - Tres minutos - dice. Pasea la vista de un extremo a otro, como un pastor que contempla su rebaño- ¡Los perros forman en dos minutos y medio! Una onda de risas apagadas estremece el batallón. Gamboa levanta la cabeza, curva las cejas: el silencio se restablece en el acto. -Quiero decir, los cadetes de tercero. Otra onda de risas, esta vez más audaz. Los rostros de los cadetes se mantienen adustos, las risas nacen en el estómago y mueren a las orillas de los labios, sin alterar la mirada ni las facciones. Gamboa se lleva la mano rápidamente a la cintura: de nuevo el silencio, instantáneo como una cuchillada. Los suboficiales miran a Gamboa, hipnotizados. "Está de buen humor", murmura Vallano. - Brigadieres - dice Gamboa- Parte de sección. Acentúa la última palabra, se demora en ella mientras sus párpados se pliegan ligeramente. Un respiro de alivio anima la cola del batallón. En el acto Gamboa da un paso al frente; sus ojos perforan las hileras de cadetes inmóviles. - Y parte de los tres últimos - añade. Del fondo del batallón brota un murmullo bajísimo. Los brigadieres penetran en las filas de sus secciones, las papeletas y los lápices en las manos. El murmullo vibra como una maraña de insectos que pugna por escapar de la tela encerada. Alberto localiza con el rabillo del ojo a las víctimas de la primera: Urioste, Núñez, Revilla. La voz de éste, un susurro, llega a sus oídos: "mono, tú estás consignado un mes, ¿qué te hacen seis puntos? Dame tu sitio". "Diez soles", dice el Mono "No tengo plata; si quieres, te los debo." "No, mejor o jódete." -¿Quién habla ahí? - grita el teniente. El murmullo sigue flotando, disminuido, moribundo. -¡Silencio! - brama Gamboa- ¡Silencio, carajo! Es obedecido. Los brigadieres emergen de las filas, se cuadran a dos metros de los suboficiales, chocan los tacones, saludan. Después de entregar las papeletas, murmuran: "permiso para regresar a la formación, mi suboficial". Éste hace una venia o responde: "siga". Los cadetes vuelven a sus secciones al paso ligero. Luego, los suboficiales entregan las papeletas a Gamboa. Éste hace sonar los tacones espectacularmente y tiene una manera de saludar propia: no lleva la mano a la sien, sino a la frente, de modo que la palma casi cubre su ojo derecho. Los cadetes contemplan la entrega de partes, rígidos. En las manos de Gamboa, las papeletas se mecen como un abanico. ¿Por qué no da la orden de marcha? Sus Ojos espían el batallón, divertidos. De pronto, sonríe. -¿Seis puntos o un ángulo recto? - dice. Estalla una salva de aplausos. Algunos gritan: "viva Gamboa". -¿Estoy loco o alguien habla en la formación? - pregunta el teniente. Los cadetes se callan. Gamboa se pasea frente a los brigadieres, las manos en la cintura. - Aquí los tres últimos -grita- Rápido. Por secciones. Urioste, Núñez y Revilla abandonan su sitio a la carrera. Vallano les dice, al pasar: "Tienen suerte que esté Gamboa de servicio, palomitas". Los tres cadetes se cuadran ante el teniente. - Como ustedes prefieran - dice Gamboa- Ángulo recto o seis puntos. Son libres de elegir. Los tres responden: "ángulo recto". El teniente asiente y se encoge de hombros. "Los conozco como si los hubiera parido", susurran sus labios y Núñez, Urioste y Revilla sonríen con gratitud. Gamboa ordena: - Posición de ángulo recto. Los tres cuerpos se pliegan como bisagras, quedan con la mitad superior paralela al suelo. Gamboa los observa; con el codo baja un poco la cabeza a Revilla. - Cúbranse los huevos -indica- Con las dos manos. Luego hace una seña al suboficial Pezoa, un mestizo pequeño y musculoso, de grandes fauces carnívoras. Juega muy bien al fútbol y su patada es violentísima. Pezoa toma distancia. Se ladea La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 17 ligeramente: una centella se desprende M suelo y golpea. Revilla emite un quejido. Gamboa indica al cadete que retorne a su puesto. -¡Bali! - dice luego- Está usted débil, Pezoa. Ni lo movió. El suboficial palidece. Sus ojos oblicuos están clavados en Núñez. Esta vez patea tomando impulso y con la punta. El cadete chilla al salir proyectado; trastabilla unos dos metros y se desploma. Pezoa busca ansiosamente el rostro de Gamboa. Éste sonríe. Los cadetes sonríen. Núñez, que se ha incorporado y se frota el trasero con las dos manos, también sonríe. Pezoa vuelve a tomar impulso. Urioste es el cadete más fuerte de la primera y, tal vez, del colegio. Ha abierto un poco las piernas para guardar mejor el equilibrio. El puntapié apenas lo remece. - Segunda sección - ordena Gamboa- Los tres últimos. Luego pasan los de las otras secciones. A los de la octava, la novena y la décima, que son pequeños, los puntapiés de los suboficiales los mandan rodando hasta la pista de desfile. Gamboa no olvida preguntar a ninguno si prefieren el ángulo recto o los seis puntos. A todos les dice: "son libres de elegir". Alberto ha prestado atención a los primeros ángulos rectos. Luego, trata de recordar las últimas clases de Química. En su memoria nadan algunas fórmulas vagas, algunos nombres desorganizados. "¿Habrá estudiado Vallano?" El Jaguar está a su lado, ha desplazado a alguien. "Jaguar, murmura Alberto. Dame al menos veinte puntos. ¿Cuánto?" "¿Eres imbécil?, responde el Jaguar. Te dije que no tenemos el examen. No vuelvas a hablar de eso. Por tu bien." - Desfilen por secciones - ordena Gamboa. La formación se disuelve a medida que va ingresando al comedor; los cadetes se quitan las cristinas y avanzan hacia sus puestos hablando a gritos. Las mesas son para diez personas; los de quinto ocupan las cabeceras. Cuando los tres años han entrado, el capitán de servicio toca el primer silbato; los cadetes permanecen ante las sillas en posición de firmes. Al segundo silbato se sientan. Durante las comidas, los amplificadores derraman por el enorme recinto marchas militares o música peruana, valses y marineras de la costa y huaynos serranos. En el desayuno sólo resuena la voz de los cadetes, un interminable caos. "Digo que las cosas cambian, porque si no, mi cadete, ¿se va a comer ese bistec enterito? Déjenos siquiera una ñizca, un nervio, mi cadete. Digo que sufrían con nosotros. Oiga Fernández, por qué me sirve tan poco arroz, tan poca carne, tan poca gelatina, oiga no escupa en la comida, oiga ha visto usted la jeta de maldito que tengo, perro no se juegue conmigo. Digo que si mis perros babearan en la sopa, Arróspide y yo les hacíamos la marcha del pato, calatos, hasta botar los bofes. Perros respetuosos, digo, mi cadete quiere usted más bistec, quién tiende hoy mi cama, yo mi cadete, quién me convida hoy el cigarrillo, yo mi cadete, quién me invita una Inca Cola en "La Perlita", yo mi cadete, quién se come mis babas, digo, quién. El quinto año entra y se sienta. Las tres cuartas partes de las mesas están vacías y el comedor parece más grande. La primera sección ocupa tres mesas. Por las ventanas se divisa el descampado brillante. La vicuña está inmóvil sobre la hierba, las orejas paradas, los grandes ojos húmedos perdidos en el vacío. "Tú te crees que no, pero te he visto dar codazos como un varón para sentarte a mi lado; te crees que no pero cuando Vallano dijo quién sirve y todos gritaron el Esclavo y yo dije por qué no sus madres, a ver por qué, y ellos cantaron ay, ay, ay, vi que bajaste una mano y casi me tocas la rodilla." Ocho gargantas aflautadas siguen entonando ayes femeninos; algunos excitados unen el pulgar y el índice y avanzan las roscas hacia Alberto. "¿Yo, un rosquete?, dice éste. ¿Y qué tal si me bajo los pantalones?" "Ay, ay, ay." El Esclavo se pone de pie y llena las tazas. El coro lo amenaza: "Te capamos si sirves poca leche". Alberto se vuelve hacia Vallano: -¿Sabes Química, negro? - No. -¿Me soplas? ¿Cuánto? Los Ojos movedizos y saltones de Vallano echan en torno una mirada desconfiada. Baja la voz: - Cinco cartas. -¿Y tu mamá? - pregunta Alberto -. ¿Cómo está? - Bien - dice Vallano- Si te conviene, avisa. El Esclavo acaba de sentarse. Una de sus manos se alarga para coger un pan. Arróspide le da un manotazo: el pan rebota en la mesa y cae al suelo. Riendo a carcajadas, Arróspide se inclina a recogerlo. La risa cesa. Cuando su cara, asoma nuevamente, está serio. Se levanta, estira un brazo, su mano se cierra sobre el cuello de Vallano. "Digo hay que ser bruto porfiado para ver y no ver los colores con tanta luz. 0 tener mala estrella, tina suerte de perro. Digo para robar hay que ser vivo, aunque sea un cordón, aunque sea una pezuña, qué sería si Arróspide lo cosiera a cabezazos, el negro y el blanco, qué sería." "Ni me fijé que era negro", dice Vallano, sacándose el cordón de] botín. Arróspide lo recibe, ya calmado. "Sino me lo dabas, te molía, negro", dice. El coro estalla, quebrada y melifluo, cadencioso: ay, ay, ay. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 20 salieron del comedor, mezclados a los cadetes de cuarto y de quinto, a quienes miraban con un recelo no exento de curiosidad y aun de simpatía. El esclavo estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído: "venga con nosotros, perro". Él sonrió y los siguió dócilmente. A su alrededor, muchos de los compañeros que había conocido esa mañana, eran abordados y acarreados también por el campo de hierba hacia las cuadras de cuarto año. Ese día no hubo clases. Los perros estuvieron en manos de los de cuarto desde el almuerzo hasta la comida, unas ocho horas. El Esclavo no recuerda a qué sección fue llevado ni por quién. Pero la cuadra estaba llena de humo y de uniformes y se oían risas y gritos. Apenas cruzó la puerta, la sonrisa en los labios aún, se sintió golpeado en la espalda. Cayó al suelo, giró sobre sí mismo, quedó tendido boca arriba. Trató de levantarse, pero no pudo: un pie se había instalado sobre su estómago. Diez rostros indiferentes lo contemplaban como a un insecto; le impedían ver el techo. Una voz dijo: - Para empezar, cante cien veces "soy un perro", con ritmo de corrido mexicano. No pudo. Estaba maravillado y tenía los ojos fuera de las órbitas. Le ardía la garganta. El pie presionó ligeramente su estómago. - No quiere - dijo la voz- El perro no quiere cantar. Y entonces los rostros abrieron las bocas y escupieron sobre él, no una, sino muchas veces, hasta que tuvo que cerrar los ojos. Al cesar la andanada, la misma voz anónima que giraba como un torno, repitió: - Cante cien veces "soy un perro", con ritmo de corrido mexicano. Esta vez obedeció y su garganta entonó roncamente la frase ordenada con la música de "Allá en el rancho grande; era difícil: despojada de su letra original, la melodía se transformaba por momentos en chillidos. Pero a ellos no parecía importarles; lo escuchaban atentamente. - Basta - dijo la voz -. Ahora, con ritmo de bolero. Luego fue con música de mambo y de vals criollo. Después le ordenaron: - Párese. Se puso de pie y se pasó la mano por la cara. Se limpió en el fundillo. La voz preguntó: -¿Alguien le ha dicho que se limpie la jeta? No, nadie le ha dicho. Las bocas volvieron a abrirse y él cerró los ojos, automáticamente, hasta que aquello cesó. La voz dijo: - Eso que tiene usted a su lado son dos cadetes, perro. Póngase en posición de firmes. Así, muy bien. Esos cadetes han hecho una apuesta y usted va a ser el juez. El de la derecha golpeó primero y el Esclavo sintió fuego en el antebrazo. El de la izquierda lo hizo casi inmediatamente. - Bueno - dijo la voz- ¿Cuál ha pegado más fuerte? - El de la izquierda. -¿Ah, sí? - replicó la voz cambiante- ¿De modo que yo soy un pobre diablo? A ver, vamos a ensayar de nuevo, fíjese bien. El Esclavo se tambaleó con el impacto, pero no llegó a caer: las manos de los cadetes que lo rodeaban lo contuvieron y lo devolvieron a su sitio. - Y ahora, ¿qué piensa? ¿Cuál pega más fuerte? - Los dos igual. - Quiere decir que han quedado tablas - precisó la voz - Entonces tienen que desempatar. Un momento después, la voz incansable preguntó: -A propósito, perro. ¿Le duelen los brazos? - No - dijo el Esclavo. Era verdad; había perdido la noción de su cuerpo y del tiempo. Su espíritu contemplaba embriagado el mar sin olas de Puerto Eten y escuchaba a su madre que le decía: "cuidado con las rayas, Ricardito" y tendía hacia él sus largos brazos protectores, bajo un sol implacable. - Mentira - dijo la voz- Si no le duelen, ¿por qué está llorando, perro? Él pensó: "ya terminaron". Pero sólo acababan de comenzar. -¿Usted es un perro o un ser humano? - preguntó la voz. - Un perro, mi cadete. - Entonces, ¿qué hace de pie? Los perros andan a cuatro patas. Él se inclinó, al asentar las manos en el suelo, surgió el ardor en los brazos, muy intenso. Sus Ojos descubrieron junto a él a otro muchacho, también a gatas. - Bueno - dijo la voz- Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? Responda, cadete. A usted le hablo. El Esclavo recibió un puntapié en el trasero y al instante contestó: La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 21 - No sé, mi cadete. - Pelean - dijo la voz- Ladran y se lanzan uno encima de otro. Y se muerden. El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca y de pronto el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo. - Basta - dijo la voz -. Ha ganado usted. En cambio, el enano nos engañó. No es un perro sino una perra. ¿Saben qué pasa cuando un perro y una perra se encuentran en la calle? - No, mi cadete - dijo el Esclavo. - Se lamen. Primero se huelen con cariño y después se lamen. Y luego lo sacaron de la cuadra y lo llevaron al estadio y no podía recordar si aún era de día o había caído la noche. Allí lo desnudaron y la voz le ordenó nadar de espaldas, sobre la pista de atletismo, en torno a la cancha de fútbol. Después lo volvieron a una cuadra de cuarto y tendió muchas camas y cantó y bailó sobre, un ropero, imitó a artistas de cine, lustró varios pares de botines, barrió una loseta con la lengua, fornicó con una almohada, bebió orines, pero todo eso era un vértigo febril y de pronto él aparecía en su sección, echado en su litera, pensando: 'Juro que me escaparé. Mañana mismo". La cuadra estaba silenciosa. Los muchachos se miraban unos a otros y, a pesar de haber sido golpeados, escupidos, pintarrajeados y orinados, se mostraban graves y ceremoniosos. Esa misma noche, después del toque de silencio, nació el Círculo. Estaban acostados pero nadie dormía. El corneta acababa de marcharse del patio. De pronto, una silueta se descolgó de una litera, cruzó la cuadra y entró al baño: los batientes quedaron meciéndose. Poco después estallaban las arcadas y luego el vómito ruidoso, espectacular. Casi todos saltaron de las camas y corrieron al baño, descalzos: alto y escuálido, Vallano estaba en el centro de la habitación amarillenta, frotándose el estómago. No se acercaron, estuvieron examinando el negro rostro congestionado mientras arrojaba. Al fin, Vallano se aproximó al lavador y se enjuagó la boca. Entonces comenzaron a hablar con una agitación extraordinaria y en desorden, a maldecir con las peores palabras a los cadetes de cuarto año. - No podemos quedarnos así. Hay que hacer algo - dijo Arróspide. Su rostro blanco destacaba entre los muchachos cobrizos de angulosas facciones. Estaba colérico y su puño vibraba en el aire. - Llamaremos a ése que le dicen el Jaguar - propuso Cava. Era la primera vez que lo oían nombrar. "¿Quién?", preguntaron algunos; "¿es de la sección?" - Sí - dijo Cava -. Se ha quedado en su cama. Es la primera, junto al baño. -¿Por qué el Jaguar? - dijo Arróspide -. ¿No somos bastantes? - No - dijo Cava- No es eso. Él es distinto. No lo han bautizado. Yo lo he visto. Ni les dio tiempo siquiera. Lo llevaron al estadio conmigo, ahí detrás de las cuadras. Y se les reía en la cara, y les decía: "¿así que van a bautizarme?, vamos a ver, vamos a ver". Se les reía en la cara. Y eran como diez. -¿Y? - dijo Arróspide. - Ellos lo miraban medio asombrados - dijo Cava- Eran como diez, fíjense bien. Pero sólo cuando nos llevaban al estadio. Allá se acercaron más, como veinte, o más, un montón de cadetes de cuarto. Y él se les reía en la cara; "¿así que van a bautizarme?", les decía, qué bien, qué bien. -¿Y? - dijo Alberto. -¿Usted es un matón, perro?, le preguntaron. Y entonces, fíjense bien, se les echó encima. Y riéndose. Les digo que había ahí no sé cuantos, diez o veinte o más tal vez. Y no podían agarrarlo. Algunos se sacaron las correas y lo azotaban de lejos, pero les juro que no se le acercaban. Y por la Virgen que todos tenían miedo, y juro que vi a no sé cuántos caer al suelo, cogiéndose los huevos, o con la cara rota, fíjense bien. Y él se les reía y les gritaba: ¿así que van a bautizarme?, qué bien, qué bien. -¿Y por qué le dices Jaguar? - preguntó Arróspide. - Yo no - dijo Cava- Él mismo. Lo tenían rodeado y se habían olvidado de mí. Lo amenazaban con sus correas y él comenzó a insultarlos, a ellos, a sus madres, a todo el mundo. Y entonces uno dijo: "a esta bestia hay que traerle a Gambarina". Y llamaron a un cadete grandazo, con cara de bruto, y dijeron que levantaba pesas. -¿Para qué lo trajeron? - preguntó Alberto. - ¿Pero por qué le dicen el Jaguar? - insistió Arróspide. - Para que pelearan - dijo Cava- Le dijeron: "oiga, perro, usted que es tan valiente, aquí tiene uno de su peso". Y él les contestó: "me llamo Jaguar. Cuidado con decirme perro". -¿Se rieron? - preguntó alguien. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 22 - No - dijo Cava -. Les abrieron cancha. Y él siempre se reía. Aun cuando estaba peleando, fíjense bien. -¿Y? - dijo Arróspide. - No pelearon mucho rato - dijo Cava- Y me di cuenta por qué le dicen Jaguar. Es muy ágil, una barbaridad de ágil. No crean que muy fuerte, pero parece gelatina; al Gambarina se le salían los ojos de pura desesperación, no podía agarrarlo. Y el otro, dale con la cabeza y con los pies, dale y dale, y a él nada. Hasta que Gambarina dijo: "ya está bien de deporte; me cansé", pero todos vimos que estaba molido. -¿Y? - dijo Alberto. - Nada más - dijo Cava- Lo dejaron que se viniera y comenzaron a bautizarme a mí. - Llámalo - dijo Arróspide. Estaban en cuclillas y formaban un círculo. Algunos habían encendido cigarrillos que iban pasando de mano en mano. La habitación comenzó a llenarse de humo. Cuando el Jaguar entró al baño, precedido por Cava, todos comprendieron que éste había mentido: esos pómulos, ese mentón habían sido golpeados y también esa ancha nariz de buldog. Se había plantado en medio del círculo y los miraba detrás de sus largas pestañas rubias, con unos ojos extrañamente azules y violentos. La mueca de su boca era forzada, como su postura insolente y la calculada lentitud con que los observaba, uno por uno. Y lo mismo su risa hiriente y súbita que tronaba en el recinto. Pero nadie lo interrumpió. Esperaron, inmóviles, que terminara de examinarlos y de reír. - Dicen que el bautizo dura un mes - afirmó Cava -. No podemos aceptar que todos los días pase lo que hoy. El Jaguar asintió. -Sí – dijo -. Hay que defenderse. Nos vengaremos de los de cuarto, les haremos pagar caro sus gracias. Lo principal es recordar las caras y, si es posible, la sección y los nombres. Hay que andar siempre en grupos. Nos reuniremos en las noches, después del toque de silencio. Ah, y buscaremos un nombre para la banda. -¿Los halcones? - insinuó alguien, tímidamente. - No - dijo el Jaguar- Eso parece un juego. La llamaremos "el Círculo". Las clases comenzaron a la mañana siguiente. En los recreos, los de cuarto se precipitaban sobre los perros y organizaban carreras de pato: diez o quince muchachos, formados en línea, las manos en las caderas y las piernas flexionadas, avanzaban a la voz de mando imitando los movimientos de un palmípedo y graznando. Los perdedores merecían ángulos rectos. Además de registrarlos y apoderarse del dinero y los cigarrillos de los perros, los de cuarto preparaban aperitivos de grasa de fusil, aceite y jabón y las víctimas debían beberlos de un solo trago, sosteniendo el vaso con los dientes. El Círculo comenzó a funcionar dos días más tarde, poco después del desayuno. Los tres años salían tumultuosamente del comedor y se esparcían como una mancha por el descampado. De pronto, una nube de piedras pasó sobre las cabezas descubiertas y un cadete de cuarto rodó por el suelo, chillando. Ya formados, vieron que el herido era llevado en hombros a la enfermería por sus compañeros. A la noche siguiente, un imaginaria de cuarto que dormía en la hierba fue asaltado por sombras enmascaradas: al amanecer, el corneta lo encontró desnudo, amarrado y con grandes moretones en el cuerpo enervado por el frío. Otros fueron apedreados, manteados; el golpe más audaz, una incursión a la cocina para vaciar bolsas de caca en las ollas de sopa del cuarto año, envió a muchos a la enfermería con cólicos. Exasperados por las represalias anónimas, los de cuarto proseguían el bautizo con ensañamiento. El Círculo se reunía todas las noches, examinaba los diversos proyectos, el Jaguar elegía uno, lo perfeccionaba e impartía las instrucciones. El mes de encierro forzado transcurría rápidamente, en medio de una exaltación sin límites. A la tensión del bautizo y las acciones del Círculo, se sumó pronto una nueva agitación: la primera salida estaba próxima y ya habían comenzado a confeccionarles los uniformes azul añil. Los oficiales les daban una hora diaria de lecciones sobre el comportamiento de un cadete uniformado en la calle. - El uniforme - decía Vallano, revolviendo con avidez los Ojos en las órbitas -, atrae a las hembritas como la miel. "Ni fue tan grave como decían, ni como me pareció entonces, sin contar lo que pasó cuando Gamboa entró al baño después de silencio, ni se puede comparar ese mes con los otros domingos de consigna, ni se puede." Esos domingos, el tercer año era dueño del colegio. Proyectaban una película al mediodía y en las tardes venían las familias: los perros se paseaban por la pista de desfile, el descampado, el estadio y los patios, rodeados de personas solícitas. Una semana antes de la primera salida, les probaron los uniformes de paño: pantalones añil y guerreras negras, con botones dorados; quepí blanco. El cabello crecía lentamente sobre los cráneos y también la codicia de la calle. En la sección, después de las reuniones del Círculo, los cadetes se comunicaban sus planes para la primera-salida. “¿Y cómo supo, La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 25 abría la boca y de una manera que no se puede olvidar. Se reía de verdad, con mucha fuerza y aplaudiendo, A veces la encontraba regresando del colegio y cualquiera se daba cuenta que era distinta de las otras chicas, nunca estaba despeinada ni tenía tinta en las manos. A mí lo que más me gustaba de ella era s1i cara. Tenía piernas delgadas y todavía no se le notaban los senos, o quizás sí, pero creo que nunca pensé en sus piernas ni en sus senos, sólo en su cara. En las noches, si me estaba frotando en la cama y de repente me acordaba de ella, me daba vergüenza y me iba a hacer pis. Pero en cambio sí pensaba todo el tiempo en besarla. En cualquier momento cerraba los Ojos y la veía, y nos veía a los dos, ya grandes y casados. Estudiábamos todas las tardes, unas dos horas, a veces más, y yo mentía siempre "tengo montones de deberes", para que nos quedáramos en la cocina un rato más. Aunque le decía "si estas cansada me voy a mi casa", pero ella nunca estaba cansada. Ese año saqué notas altísimas en el Colegio y los profesores me trataban bien, me ponían de ejemplo, me hacían salir a la pizarra, a veces me nombraban monitor y los muchachos del Sáenz Peña me decían chancón. No me llevaba con mis compañeros, conversaba con ellos en las clases, pero a la salida me despedía ahí mismo. Sólo me juntaba con Higueras. Lo encontraba en una esquina de la plaza Bellavista y apenas me veía venir se me acercaba. En ese tiempo sólo pensaba en que llegaran las cinco y lo único que odiaba eran los domingos. Porque estudiábamos hasta los sábados, pero los domingos Tere se iba con su tía a Lima, a casa de unos parientes y yo pasaba el día encerrado o iba al Potao a ver jugar a los equipos de segunda división. Mi madre nunca me daba plata y siempre se quejaba de la pensión que le dejó mi padre al morirse. "Lo peor, decía, es haber servido al gobierno treinta años. No hay nada más ingrato que el gobierno." La pensión sólo alcanzaba para pagar la casa y comer. Yo ya había ido al cine unas cuantas veces, con chicos del colegio, pero creo que ese año no pisé una cazuela, ni fui al fútbol ni a nada. En cambio al año siguiente, aunque tenía plata, siempre estaba amargado cuando me ponía a pensar cómo estudiaba con Tere todas las tardes. Pero mejor que la gallina y el enano, la del cine. Quieta Malpeada, estoy sintiendo tus dientes. Mucho mejor. Y eso que estábamos en cuarto, pero aunque había pasado un año desde que Gamboa mató el Círculo grande, el Jaguar seguía diciendo: "un día todos volverán al redil y nosotros cuatro seremos los jefes". Y fue mejor todavía que antes, porque cuando éramos perros el Círculo sólo era la sección y esa vez fue como si todo el año estuviera en el Círculo y nosotros éramos los que en realidad mandábamos y el Jaguar más que nosotros. Y también cuando lo del perro que se quebró el dedo se vio que la sección estaba con nosotros y nos apoyaba. "Súbase a la escalera, perro, decía el Rulos, y rápido que me enojo." Cómo miraba el muchacho, cómo nos miraba. "Mis cadetes, la altura me da vértigos." El Jaguar se retorcía de risa y Cava estaba enojado: "¿sabes de quién te vas a burlar, perro?". En mala hora subió, pero debía tener tanto miedo. "Trepa, trepa, muchacho", decía el Rulos. "Y ahora canta, le dijo el Jaguar, pero igual que un artista, moviendo las manos." Estaba prendido como un mono y la escalera tac-tac sobre la loza. "¿Y si me caigo, mis cadetes?" "Te caes", le dije. Se paró temblando y comenzó a cantar. "Ahorita se rompe la crisma", decía Cava y el Jaguar doblado en dos de risa. Pero la caída no era nada, yo he saltado de más alto en campaña. ¿Para qué se agarró del lavador? "Creo que se ha sacado el dedo", decía el Jaguar al ver cómo le chorreaba la mano. "Consignados un mes o más, decía el capitán todas las noches, hasta que aparezcan los culpables." La sección se portó bien y el Jaguar les decía: "¿por qué no quieren entrar al Círculo de nuevo si son tan machos?". Los perros eran muy mansos, tenían eso de malo. Mejor que el bautizo las peleas con el quinto, ni muerto me olvidaré de ese año y sobre todo de lo que pasó en el cine. Todo se armó por el Jaguar, estaba a mi lado y por poco me abollan el lomo. Los perros tuvieron suerte, casi ni los tocamos esa vez, tan ocupados que estábamos con los de quinto. La venganza es dulce, nunca he gozado tanto como ese día en el estadio, cuando encontré delante la cara de uno de ésos que me bautizó cuando era perro. Casi nos botan, pero valía la pena, juro que sí. Lo de cuarto y tercero es un juego, la verdadera rivalidad es entre cuarto y quinto. ¿Quién se va a olvidar del bautizo que nos dieron? Y eso de ponernos en el cine entre los de quinto y los perros, era a propósito para que se armara. Lo de las cristinas también fue invento del Jaguar. Si veo que viene uno de quinto lo dejo acercarse, y cuando está a un metro me llevo la mano a la cabeza como si fuera a saludarlo, él saluda y yo me quito la cristina.” ¿Está usted tomándome el pelo?" "No, mi cadete, estoy rascándome la nuca que tengo mucha caspa." Había una guerra, se vio bien claro con lo de la soga y antes, en el cine. Hasta hacía calor y era invierno, pero se comprende con ese techo de calamina y más de mil tipos apretados, nos ahogábamos. Yo no le vi la cara cuando entramos, sólo le oí la voz y apuesto que era un serrano. "Qué apretura, yo tengo mucho poto para tan poca banca decía el Jaguar, que estaba cerrando la fila de cuarto y el poeta le cobraba a alguien, "oye, ¿te crees que trabajo gratis o por tu linda cara?", ya estaba oscuro y le decían "cállate o va a llover". Seguro que el Jaguar no puso los ladrillos para taparlo, sólo para ver mejor. Yo estaba agachadito, prendiendo un fósforo y al oír La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 26 al de quinto, el cigarrillo se cayó y me arrodillé para buscarlo y todos comenzaron a moverse. "Oiga, cadete, saque esos ladrillos de su asiento que quiero ver la película." "¿A mí me habla, cadete?-, le pregunté. "No, al que está a su lado." "¿A mí?", le dijo el Jaguar. "¿A quién sino a usted?" "Hágame un favor, dijo el Jaguar; cállese y déjeme ver a esos cow-boys." "¿No va a sacar esos ladrillos?" "Creo que no", dijo el Jaguar. Y entonces yo me senté, sin buscar más el cigarrillo, quién se lo encontraría. Aquí se arma, mejor me aprieto un poco el cinturón. "¿No quiere usted obedecer?", dijo el de quinto. "No, dijo el Jaguar, ¿por qué?", le estaba tomando el pelo a su gusto. Y entonces los de atrás comenzaron a silbar. El poeta se puso a cantar "ay, ay, ay" y toda la sección lo siguió. "¿Se están burlando de mí?", preguntó el de quinto. "Parece que sí, mi cadete", le dijo el Jaguar. Se va a armar a oscuras, va a ser de contarlo por calles y plazas, a oscuras y en el salón de actos, cosa nunca vista. El Jaguar dice que él fue el primero, pero mi memoria no me engaña. Fue el otro. 0 algún amigo que sacó la cara por él. Y debía estar furioso, se tiró sobre el Jaguar a la bruta, me duelen los tímpanos con el griterío. Todo el mundo se levantó y yo veía las sombras encima mío y comencé a recibir más patadas. Eso sí, de la película no me acuerdo, sólo acababa de comenzar. ¿Y el poeta, de veras lo estaban machucando, o gritaba por hacerse el loco? Y también se oían gritos del teniente Huarina, "luces, suboficial, luces, ¿está usted sordo?". Y los perros se pusieron a gritar "luces, luces", no sabían qué pasaba y dirían ahorita se nos echan encima los dos años aprovechando la oscuridad. Los cigarrillos volaban, todos querían librarse de ellos, no era cosa de dejar que nos chaparan fumando, milagro que no hubo un incendio. Qué mechadera, muchachos no dejan uno sano, ha llegado el momento de la revancha. Pirinolas, no sé cómo salió vivo el Jaguar. Las sombras pasaban y pasaban a mi lado y me dolían las manos y los pies de tanto darles, seguro que también sacudí a algunos de cuarto, en esas tinieblas quién iba a distinguir. "¿Y qué pasa con las malditas luces, suboficial Varúa?, gritaba Huarina, ¿no ve que estos animales se están matando?" Llovía de todas partes, es la pura verdad, suerte que no hubo un malogrado. Y cuando se prendieron las luces, sólo se oían los silbatos. A Huarina ni se le veía, pero sí a los tenientes de quinto y de tercero y a los suboficiales. "Abran paso, carajos, abran paso", maldita sea si alguien abría paso. Y qué brutos, al final se calentaron y empezaron a repartir combos a ciegas, cómo me voy a olvidar si la Rata me lanzó un directo al pecho que me cortó la respiración. Yo lo buscaba con los ojos, decía si lo han averiado me las pagan, pero ahí estaba más fresco que nadie, repartiendo manotazos y muerto de risa, tiene más vidas que los gatos. Y después qué manera de disimular, todos son formidables cuando se trata de fregar a los tenientes y a los suboficiales, aquí no pasó nada, todos somos amigos, yo no sé una palabra del asunto, y lo mismo los de quinto, hay que ser justos. Después los hicieron salir a los perros, que andaban aturdidos, y luego a los de quinto. Nos quedamos solos en el salón de actos y comenzamos a cantar "ay, ay, ay". "Creo que le hice tragar los dos ladrillos que tanto lo fregaban", decía el Jaguar. Y todos comenzaron a decir: "los de quinto están furiosos, los hemos dejado en ridículo ante los perros, esta noche asaltarán las cuadras de cuarto". Los oficiales andaban de un lado a otro como ratones, preguntando "¿cómo empezó esta sopa?", "hablen o al calabozo". Ni siquiera los oíamos. Van a venir, van a venir, no podemos dejar que nos sorprendan en las cuadras, saldremos a esperarlos al descampado. El Jaguar estaba en el ropero y todos lo escuchaban como cuando éramos perros y el Círculo re reunía en el baño para planear las venganzas. Hay que defenderse, hombre precavido vale por dos, que los imaginarias vayan a la pista de desfile y vigilen. Apenas se acerquen, griten para que salgamos. Preparen proyectiles, enrollen papel higiénico y téngalo apretado en la mano, así los puñetazos parecen patada de burro, pónganse hojas de afeitar en la puntera del zapato como si fueran gallos del Coliseo, llénense de piedras los bolsillos, no se olviden de los suspensores, el hombre debe cuidar los huevos más que el alma. Todos obedecían y el Rulos saltaba sobre las camas, es como cuando el Círculo, sólo que ahora todo el año está metido en esta salsa, oigan, en las otras cuadras también se preparan para la gran mechadera. "No hay bastantes piedras, qué caray, decía el Poeta, vamos a sacar unas cuantas losetas." Y todo el mundo se convidaba cigarrillos y se abrazaba. Nos metimos a la cama con los uniformes y algunos con zapatos. ¿Ya vienen, ya vienen? Quieta Malpapeada, no metas los dientes, maldita. Hasta la perra andaba alborotada, ladrando y saltando, ella que es tan tranquila, tendrás que ir a dormir con la vicuña, Malpapeada, yo tengo que cuidar a éstos, para que no los machuquen los de quinto. La casa que forma esquina al final de la segunda cuadra de Diego Ferré y Ocharán tiene un muro blanco, de un metro de altura y diez de largo, en cada calle. Exactamente en el punto donde los muros se funden hay un poste de luz, al borde de la acera. El poste y el muro paralelo servían de arco a uno de los equipos, el que ganaba el sorteo; el perdedor debía construir su arco, cincuenta metros más allá, sobre Ocharán, colocando una piedra o un montón de chompas y chaquetas al borde de la vereda. Pero aunque los arcos tenían sólo la extensión de la vereda, la cancha comprendía toda la calle jugaban La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 27 fulbito. Se ponían zapatillas de basquet, como en la cancha del Club Terrazas y procuraban que la pelota no estuviera muy inflada para evitar los botes. Generalmente jugaban por bajo, haciendo pases muy cortos, disparando al arco de muy cerca y sin violencia. El límite se señalaba con una tiza, pero a los pocos minutos de juego, con el repaso de las zapatillas y la pelota, la línea se había borrado y había discusiones apasionadas para determinar si el gol era legítimo. El partido transcurría en un clima de vigilancia y temor. Algunas veces, a pesar de las precauciones, no se podía evitar que Pluto o algún ot ro eufórico pateara con fuerza o cabeceara y entonces la pelota salvaba uno de los muros de las casas situadas en los umbrales de la cancha, entraba al jardín, aplastaba los geranios y, si venía con impulso, se estrellaba ruidosamente contra la puerta o contra una ventana, caso crítico, y la estremecía o pulverizaba un vidrio, y entonces, olvidando la pelota para siempre, los jugadores lanzaban un gran alarido y huían. Se echaban a correr y en la carrera Pluto iba gritando, "nos siguen, nos están siguiendo". Y nadie volvía la cabeza para comprobar si era cierto, pero todos aceleraban y repetían "rápido, nos siguen, han llamado a la Policía", y ése era el momento en que Alberto, a la cabeza de los corredores, medio ahogado por el esfuerzo, gritaba: "¡al barranco, vamos al barranco!". Y todos lo seguían, diciendo "sí, sí, al barranco" y él sentía a su alrededor la respiración anhelante de sus compañeros, la de Pluto, desmesurada y animal; la de Tico, breve y constante; la del Bebe, cada vez más lejana porque era el menos veloz; la de Emilio, una respiración serena, de atleta que mide científicamente su esfuerzo y cumple con tomar aire por la nariz y arrojarlo por la boca, y a su lado, la de Paco, la de Sorbino, la de todos los otros, un ruido sordo, vital, que lo abrazaba y le daba ánimos para seguir acelerando por la segunda cuadra de Diego Ferré y alcanzar la esquina de Colón y doblar a la derecha, pegado al muro para sacar ventaja en la curva. Y luego, la carrera era más fácil, pues Colón es una pendiente y además porque se veía, a menos de una cuadra, los ladrillos rojos del Malecón y, sobre ellos, confundido con el horizonte, el mar gris cuya orilla alcanzarían pronto. Los muchachos del barrio se burlaban de Alberto porque, siempre que se tendían en el pequeño rectángulo de hierba de la casa de Pluto, para hacer proyectos, se apresuraba a sugerir: "vamos al barranco". Las excursiones al barranco eran largas y arduas. Saltaban el muro de ladrillos a la altura de Colón, planeaban el descenso en una pequeña explanada de tierra, contemplando con ojos graves y experimentados la dentadura vertical del acantilado y discutían el camino a seguir, registrando desde lo alto los obstáculos que los separaban de la playa pedregosa. Alberto era el estratega más apasionado. Sin dejar de observar el principio, señalaba el itinerario con frases cortas, imitando los gestos y ademanes de los héroes de las películas: "por allá, primero esa roca donde están las plumas, es maciza; de ahí sólo hay que saltar un metro, fíjense, luego por las piedras negras que son chatas, entonces será más fácil, al otro lado hay musgo y podríamos resbalar, fíjense que ese camino llega hasta la playita donde no hemos estado". Si alguno oponía reparos (Emilio, por ejemplo, que tenía vocación de jefe), Alberto defendía su tesis con fervor; el barrio se dividía en dos bandos. Eran discusiones vibrantes, que caldeaban las mañanas húmedas de Miraflores. A su espalda, por el Malecón, pasaba una línea ininterrumpida de vehículos; a veces, un pasajero sacaba la cabeza por la ventanilla para observarlos; si se trataba de un muchacho, sus ojos se llenaban de codicia. El punto de vista de Alberto solía prevalecer, porque en esas discusiones ponía un empeño, una convicción que fatigaban a los demás. Descendían muy despacio, desvanecido ya todo signo de polémica, sumidos en una fraternidad total, que se traslucía en las miradas, en las sonrisas, en las palabras de aliento que cambiaban. Cada vez que uno vencía un obstáculo o acertaba un salto arriesgado, los demás aplaudían. El tiempo transcurría lentísimo y cargado de tensión. A medida que se aproximaban al objetivo, se volvían más audaces; percibían ya muy próximo ese ruido peculiar, que en las noches llegaba hasta sus lechos miraflorinos y que era ahora un estruendo de agua y piedras- ' sentían en las narices ese olor a sal y conchas limpísimas y pronto estaban en la playa, un abanico minúsculo entre el cerro y la orilla, donde permanecían apiñados, bromeando, burlándose de las dificultades del descenso, simulando empujarse, en medio de una gran algazara. Alberto, cuando la mañana no era muy fría o se trataba de una de esas tardes en que sorpresivamente aparece en el cielo ceniza un sol tibio, se quitaba los zapatos y las medias y animado por los gritos de los otros, los pantalones remangados sobre las rodillas, saltaba a la playa, sentía en sus piernas el agua fría y la superficie pulida de las piedras y, desde allí, sosteniendo sus pantalones con una mano, con la otra salpicaba a los muchachos, que se escudaban uno tras otro, hasta que se descalzaban a su vez, y salían a su encuentro y lo mojaban y comenzaba el combate. Más tarde, calados hasta los huesos, volvían a reunirse en la playa y, tirados sobre las piedras, discutían el ascenso. La subida era penosa y extenuante. Al llegar al barrio, permanecían echados en el jardín de la casa de Pluto, fumando "Viceroys" comprados en la pulpería de la esquina, junto con pastillas de menta para quitarse el olor a tabaco. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 30 padre", un solo tirón y a morder el polvo de la derrota. Y el Jaguar dijo: "se nos van a echar encima sin importarles un carajo que las tribunas estén llenas de generales. Ésta va a ser la mechadera del siglo. ¿Han visto cómo me mira el Gambarina?". Las lisuras de las barras volaban sobre la cancha, a lo lejos se veía a Huarina saltando de un lado a otro, el coronel y el ministro están oyendo todo, brigadieres tomen cuatro, cinco, diez por sección y consígnenlos un mes, dos. Jalen muchachos, es el último esfuerzo, vamos a ver quiénes son los auténticos leonciopradinos de pelo en pecho y bolas de toro. Estábamos jalando, cuando vi la mancha, una gran mancha parda con puntos rojos que bajaba desde las tribunas de quinto, una manchita que crecía, una manchaza, "vienen los de quinto", se puso a gritar el Jaguar, la defenderse, muchachos", cuando Gambarina soltó la culebra y los otros de quinto que jalaban se fueron de bruces y pasaron la raya, ganamos grité, ya el Jaguar y Gambarina comenzaban a mecharse en el suelo y Urioste y Zapata pasaban a mi lado con la lengua afuera y empezaban a lanzar combos entre los de quinto, la mancha crecía y crecía, y entonces Pallasta se sacó la chompa del buzo y hacía gestos a las tribunas de cuarto, vengan que nos quieren linchar muchachos, el teniente quería separar al Jaguar y a Gambarina sin ver que había un cargamontón a su espalda, malditos ¿no ven que ahí está el coronel?, y otra mancha que comenzaba a bajar, ahí vienen los nuestros, todo el cuarto era el Círculo, dónde estás cholo Cava, hermano Rulos, peleemos espalda con espalda, todos han vuelto al redil y nosotros somos los jefes. Y de repente la vocecita del coronel por todas partes, oficiales, oficiales, pongan fin a este escándalo, qué humillación para el colegio y en eso, la cara del tipo que me bautizó, mirándome con su gran jeta morada, espérame padrecito que tenemos una cuenta pendiente, si mi hermano me hubiera visto, tanto que odiaba a los serranos, esa jeta abierta y ese miedo de serrano y de repente comenzaron a llover latigazos, los oficiales y los suboficiales se quitaron las correas y dicen que también vinieron algunos oficiales que estaban en las tribunas como invitados y también se sacaron las correas y hay que tener una concha formidable, sin ser siquiera del colegio, a mí creo que no me dieron con el cuero sino con la hebilla, tengo la espalda rajada de tremendo latigazo. "Se trata de un complot, mi general, pero seré implacable", "qué complot ni que ocho cuartos, haga algo para que esos carajos dejen de pelear", "mi coronel, baje la palanca que el micro está abierto", pito y azote, tantos tenientes y ni los veo, los latigazos en los lomos ardían y el Jaguar y Gambarina enredados como pulpos sobre la hierbita. Pero tuvimos suerte, Malpapeada, quita tus dientes, sarnosa. En la fila comenzó a arderme el cuerpo y ¡un cansancio!, qué ganas de echarme ahí mismo sobre la cancha de fútbol a descansar. Y nadie hablaba, parecía mentira que hubiera ese silencio, los pechos subiendo y bajando, quién iba a pensar en la salida, juro que lo único que querían era meterse a la cama y dormir una siesta. Ahora sí nos fregamos, el ministro nos hará consignar hasta fin de año, lo más gracioso era la cara de los perros, si no habían hecho nada ¿por qué tenían ese susto?, váyanse a sus casas y no se olviden de lo que han visto, y más miedo tenían los tenientes, Huarina estás amarillo, mírate en un espejo y te dará pena tu cara y el Rulos dijo a mi lado: "¿será el general Mendoza ese gordo que está junto a la mujer de azul? Yo creía que era de infantería, pero el cabrón tiene insignias rojas, había sido artillero". Y el coronel que se comía el micro y no sabía por dónde empezar, y chillaba "cadetes" y se paraba y volvía a decir "cadetes" y se le quebraba la voz, ya me vino la risa, perrita, y todos tiesos y mudos, temblando. ¿ Qué fue lo que dijo, Malpapeada?, digo además de repetir "cadetes, cadetes, cadetes", ya arreglaremos en familia lo ocurrido, sólo unas palabras para pedir disculpas en nombre de todos, de ustedes, de los oficiales, en nombre mío, nuestras más humildes excusas y la mujer que se ganó un aplauso de cinco minutos, dicen que se puso a llorar de la emoción al ver que nos rompíamos las manos aplaudiéndola y comenzó a lanzar besos a todo el mundo, lástima que estaba tan lejos, no se podía saber si era fea o bonita, joven o vieja. ¿ No se te escarapeló el cuero, Malpapeada, cuando dijo los de tercero a ponerse los uniformes, los de cuarto y quinto se quedan adentro"? ¿Sabes por qué no se movió nadie, perra, ni los oficiales, ni los brigadieres, ni los invitados, ni los perros?, porque el diablo existe. Y entonces ella saltó, "coronel’, excelentísima se ñora”, todos se movían, pero qué es lo que está pasando, le ruego, coronel", "ilustrísima señora embajadora, no tengo palabras", "cierren el micro", "le suplico, coronel”, ¿cuánto tiempo, Malpapeada? Ningún tiempo, todos miraban al gordo y al micro y a la mujer, hablaban a la vez y nos dimos cuenta que era una gringa, "¿lo hará usted por mí, coronel?", el muerto flotando sobre la cancha y todos firmes. "Cadetes, cadetes, olvidemos este bochorno, que nunca se repita, la infinita bondad de la señora embajadora", dicen que Gamboa dijo después "qué vergüenza, ni que esto fuera un colegio de monjas, las mujeres dando órdenes en los cuarteles", y agradezcan a la dignísima, quién inventaría el aplauso del colegio, una locomotora que parte despacito, pam, uno dos tres cuatro cinco, pam, uno dos tres cuatro, pam, uno dos tres, pam, uno dos, pam, uno, pam, pam, parninmin, y de nuevo y después, pam-pam-pam, y de nuevo, los del Guadalupe se jalaban las mechas de cólera con nuestra barra en el campeonato de atletismo y nosotros pam-pam-pam, a la embajadora debimos hacerle también el chajuí, chajuá, hasta los perros se pusieron a aplaudir y los suboficiales y los La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 31 tenientes, no paren, sigan, pam-pam-pam, y no le quiten los ojos al coronel, la embajadora y el ministro se largan y a él se le torcerá de nuevo la cara y dirá se creían muy vivos pero voy a barrer el suelo con ustedes, pero se comenzó a reír, y el general Mendoza, y los embajadores y los oficiales y los invitados, pampam-pam, uy qué buenos somos todos, uy papacito, uy mamacita, pam-pam-pam, todos somos leonciopradinos ciento por ciento, viva el Perú cadetes, algún día la Patria nos llamará y ahí estaremos, alto el pensamiento, firme el corazón, " ¿dónde esta Gambarina para darle un beso en la boca?", decía el Jaguar, "quiero decir si quedó vivo después de tanto contrasuelazo que le di", la mujer está llorando con los aplausos, Malpapeada, la vida M colegio es dura y sacrificada pero tiene sus compensaciones, lástima que el Círculo no volviera a ser lo que era, el corazón me aumentaba en el pecho cuando nos reuníamos los treinta en el baño, el diablo se mete siempre en todo con sus cachos peludos, qué sería que todos nos fregáramos por el serrano Cava, que le dieran de baja, que nos dieran de baja por un cocino vidrio, por tu santa madre no me metas los dientes, Malpapeada, perra. Los días siguientes, monótonos y humillantes, también los ha olvidado. Se levantaba temprano, el cuerpo adolorido por el desvelo, y vagaba por las habitaciones a medio amueblar de esa casa extranjera. En una especie de buhardilla, levantada en la azotea, encontró altos de periódicos y revistas, que hojeaba distraídamente mañanas y tardes íntegras. Eludía a sus padres y les hablaba sólo con monosílabos. "¿Qué te parece tu papá?", le preguntó un día su madre. "Nada", dijo él, "no me parece nada." Y otro día: "estás contento, Richi?". -No.- Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. "Buenos días", dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora de almuerzo, decía rápidamente, "buenos días" y corría a la buhardilla. Algunas tardes, lo sacaban a pasear. Solo en el asiento trasero del automóvil, Ricardo simulaba un interés desmedido por los parques, avenidas y plazas. No abría la boca pero tenía los oídos pendientes de todo lo que sus padres decían. A veces, se te escapaba el significado de ciertas alusiones: esa noche su desvelo era febril. No se dejaba sorprender. Si se dirigían a él de improviso, respondía: "¿cómo?, ¿qué?". Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. "Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará". "Ha tenido tiempo de sobra", respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. "No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo." "Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer.- Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?". Él pensó: "si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno". Eran los últimos días del verano. Su corazón se llenaba de impaciencia; en abril lo mandarían al colegio y estaría fuera de su casa buena parte del día. Una tarde, después de mucho meditar en la buhardilla, fue donde su madre y le dijo: "¿no pueden ponerme interno?". Había hablado con una voz que creía natural, pero su madre lo miraba con los ojos llenos de lágrimas. Él se metió las manos en los bolsillos y agregó: "a mí no me gusta estudiar mucho, acuérdate lo que decía la tía Adelina en Chiclayo. Y eso no le parecerá bien a mi papá. En los internados hacen estudiar a la fuerza". Su madre lo devoraba con los ojos y él se sentía confuso." "¿Y quién acompañará a tu mamá?". "Ella, respondió Ricardo, sin vacilar; mi hermanita." La angustia se desvaneció en el rostro de su madre, sus ojos revelaban ahora abatimiento. “No habrá ninguna hermanita, dijo; me había olvidado de decírtelo." Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó ”¡Richi!" él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: "no le pegues a mi mamá”. Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: "está desnudo" y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 32 hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla. IV Bajó del autobús en el paradero de Alcanfores y recorrió a trancos largos las tres cuadras que había hasta su casa. Al cruzar una calle vio a un grupo de chiquillos. Una voz irónica dijo, a su espalda: "¿vendes chocolates?". Los otros se rieron. Años atrás, él y los muchachos del barrio gritaban también 11 chocolateros" a los cadetes del Colegio Militar. El cielo estaba plomizo, pero no hacía frío. La Quinta de Alcanfores parecía deshabitada. Su madre le abrió la puerta. Lo besó. - Llegas tarde - le dijo -. ¿Por qué, Alberto? - Los tranvías del Callao siempre están repletos, mamá. Y pasan cada media hora. Su madre se había apoderado del maletín y del quepí y lo seguía a su cuarto. La casa era pequeña, de un piso, y brillaba. Alberto se quitó la guerrera y la corbata; las arrojó sobre una silla. Su madre las levantó y dobló cuidadosamente. -¿Quieres almorzar de una vez? - Me bañaré antes. -¿Me has extrañado? - Mucho, mamá. Alberto se sacó la camisa. Antes de quitarse el pantalón se puso la bata: su madre no lo había visto desnudo desde que era cadete. - Te plancharé el uniforme. Está lleno de tierra. - Sí - dijo Alberto. Se puso las zapatillas. Abrió el cajón de la cómoda, sacó una camisa de cuello, ropa interior, medias. Luego, del velador, unos zapatos ' negros que relucían. - Los lustré esta mañana - dijo su madre. - Te vas a malograr las manos. No debiste hacerlo, mamá. -¿A quién le importan mis manos? - dijo ella, suspirando- Soy una pobre mujer abandonada. - Esta mañana di un examen muy difícil - la interrumpió Alberto- Me fue mal. - Ah - repuso la madre -. ¿Quieres que te llene la tina? - No. Me ducharé, mejor. - Bueno. Voy a preparar el almuerzo. Dio media vuelta y avanzó hasta la puerta. - Mamá. Se detuvo, en medio del vano. Era menuda, de piel muy blanca, de ojos hundidos y lánguidos. Estaba sin maquillar y con los cabellos en desorden. Tenía sobre la f4lda un delantal ajado. Alberto recordó una época relativamente próxima: su madre pasaba horas ante el espejo, borrando sus arrugas con afeites, agrandándose los ojos, empolvándose; iba todas las tardes a la peluquería y cuando se disponía a salir, la elección del vestido precipitaba crisis de nervios. Desde que su padre se marchó, se había transformado. -¿No has visto a mi papá? Ella volvió a suspirar y sus mejillas se sonrojaron. - Figúrate que vino el martes -dijo- Le abrí la puerta sin saber quién era. Ha perdido todo escrúpulo, Alberto, no tienes idea cómo está. Quería que fueras a verlo. Me ofreció plata otra vez. Se ha propuesto matarme de dolor. - Entornó los párpados y bajó la voz: - Tienes que resignarte, hijo. - Voy a darme un duchazo - dijo él- Estoy inmundo. Pasó ante su madre y le acarició los cabellos, pensando: "no volveremos a tener un centavo". Estuvo un buen rato bajo la ducha; después de jabonarse minuciosamente se frotó el cuerpo con ambas manos y alternó varias veces el agua caliente y fría. "Como para quitarme la borrachera", pensó. Se vistió. Al igual que otros sábados, las ropas de civil le parecieron extrañas, demasiado suaves; tenía la impresión de estar desnudo: la piel añoraba el áspero contacto del dril. Su madre lo esperaba en el comedor. Almorzó en silencio. Cada vez que terminaba un pedazo de pan, su madre le alcanzaba la panera con ansiedad. -¿Vas a salir? - Sí, mamá. Para hacer un encargo a un compañero que está consignado. Regresaré pronto. La madre abrió y cerró los ojos varias veces y Alberto temió que rompiera a llorar. - No te veo nunca - dijo ella- Cuando sales, pasas el día en la calle. ¿No compadeces a tu madre? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 35 -Estás viviendo como una pordiosera - dijo el padre ¿Has perdido la dignidad? ¿Por qué demonios no quieres que te pase una pensión? -Alberto -gritó la madre, exasperada-. No dejes que me insulte. No le basta haberme humillado ante todo Lima, quiere matarme. ¡Haz algo, hijo! -Papá, por favor - dijo Alberto, sin entusiasmo- No peleen. -Cállate - dijo el padre. Adoptó una expresión solemne y superior- Eres muy joven. Algún día comprenderás. La vida no es tan simple. Alberto tuvo ganas de reír. Una vez había visto a su padre en el centro de Lima, con una mujer rubia, muy hermosa. El padre lo vio también y desvió la mirada. Esa noche había venido al cuarto de Alberto, con una cara idéntica a la que acababa de poner y le había dicho las mismas palabras. -Vengo a hacerte una propuesta - dijo el padre- Escúchame un segundo. La mujer parecía otra vez una estatua trágica. Sin embargo, Alberto vio que espiaba a su padre a través de las pestañas con ojos cautelosos. -Lo que a ti te preocupa - dijo el padre-, son las formas. Yo te comprendo, hay que respetar las convenciones sociales. -¡Cínico! -gritó la madre y volvió a agazaparse. -No me interrumpas, hija. Si quieres, podemos volver a vivir juntos. Tomaremos una buena casa, aquí, en Miraflores, tal vez consigamos de nuevo la de Diego Ferré, o una en San Antonio; en fin, donde tú quieras. Eso sí, exijo absoluta libertad. Quiero disponer de mi vida. -Hablaba sin énfasis, tranquilamente, con esa llama bulliciosa en los ojos que había sorprendido a Alberto- Y evitaremos las escenas. Para algo somos gente bien nacida. La madre lloraba ahora a gritos y, entre sollozos, insultaba al padre y lo llamaba "adúltero, corrompido, bolsa de inmundicias". Alberto dijo: -Perdóname, papá. Tengo que salir a hacer un encargo. ¿Puedo irme? El padre pareció desconcertarse, pero luego sonrió con amabilidad y asintió. -Sí, muchacho -dijo- Trataré de convencer a tu madre. Es la mejor solución. Y no te preocupes. Estudia mucho; tienes un gran porvenir por delante. Ya sabes, si das buenos exámenes te mandaré a Estados Unidos el próximo año. -Del porvenir de mi hijo me encargo yo -clamó la madre. Alberto besó a sus padres y salió, cerrando la puerta tras él, rápidamente. Teresa lavó los platos; su tía reposaba en el cuarto de al lado. La muchacha sacó una toalla y jabón y en puntas de pie salió ala calle. Contigua a la suya, había una casa angosta, de muros amarillos. Tocó la puerta. Le abrió una chiquilla muy delgada y risueña. -Hola, Tere. -Hola, Rosa. ¿Puedo bañarme? -Pasa. Atravesaron un corredor oscuro; en las paredes había recortes de revistas y periódicos: artistas de cine y futbolistas. -¿Ves éste? - dijo Rosa- Me lo regalaron esta mañana. Es Glenn Ford. ¿Has visto una película de él? -No,- pero me gustaría. Al final del pasillo estaba el comedor. Los padres de Rosa comían en silencio. Una de las sillas no tenía espaldar: la ocupaba la mujer. El hombre levantó los ojos del periódico abierto junto al plato y miró a Teresa. -Teresita - dijo, levantándose. -Buenos días. El hombre -en el umbral de la vejez, ventrudo, de piernas zambas y ojos dormidos- sonreía, estiraba una mano hacia la cara de la muchacha en un gesto amistoso. Teresa dio un paso atrás y la mano quedó vacilando en el aire. -Quisiera bañarme, señora - dijo Teresa- ¿Podría? -Sí - dijo la mujer, secamente- Es un sol. ¿Tienes? Teresa alargó la mano; la moneda no brillaba; era un sol descolorido y sin vida, largamente manoseado. -No te demores - dijo la mujer- Hay poca agua. El baño era un reducto sombrío de un metro cuadrado. En el suelo había una tabla agujereada y musgosa. Un caño' incrustado en la pared, no muy arriba, hacía las veces de ducha. Teresa cerró la puerta y colocó la toalla en la manija, asegurándose que tapara el ojo de la cerradura. Se desnudó. Era esbelta y de líneas armoniosas, de piel muy morena. Abrió la llave: el agua estaba fría. Mientras se jabonaba escuchó gritar a la mujer: "sal de ahí, viejo La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 36 asqueroso". Los pasos del hombre se alejaron y oyó que discutían. Se vistió y salió. El hombre estaba sentado a la mesa y, al ver a la muchacha, le guiñó el ojo. La mujer frunció el ceñó y murmuró: -Estás mojando el piso. -Ya me voy - dijo Teresa- Muchas gracias, señora. -Hasta luego, Teresita - dijo el hombre -. Vuelve cuando quieras. Rosa la acompañó hasta la puerta. En el pasillo, Teresa le dijo en voz baja: -Hazme un favor, Rosita. Préstame tu cinta azul, esa que tenías puesta el sábado. Te la devolveré esta noche. La chiquilla asintió y se llevó un dedo a la boca misteriosamente. Luego se perdió al fondo del pasillo y regresó poco después, caminando con sigilo. -Tómala - dijo. La miraba con ojos cómplices- ¿Para qué la quieres? ¿Adónde vas? -Tengo un compromiso - dijo Teresa-. Un muchacho me ha invitado al cine. Le brillaban los ojos. Parecía contenta. Una lentísima garúa mecía las hojas de los árboles de la calle Alcanfores. Alberto entró al almacén de la esquina, compró un paquete de cigarrillos, caminó hacia la avenida Larco: pasaban muchos automóviles, algunos último modelo, capotas de colores vivos que contrastaban con el aire ceniza. Había gran número de transeúntes. Estuvo contemplando a una muchacha de pantalones negros, alta y elástica, hasta que se perdió de vista. El Expreso demoraba. Alberto divisó a dos muchachos sonrientes. Tardó unos segundos en reconocerlos. Se ruborizó, murmuró "hola", los muchachos se lanzaron sobre él con los brazos abiertos. -¿Dónde te has metido todo este tiempo? - dijo uno; llevaba un traje sport, la onda que remataba sus cabellos sugería la cresta de un gallo- ¡parece mentira! -Creíamos que ya no vivías en Miraflores - dijo el otro; era bajito y grueso; usaba mocasines y medias de colores. Hace siglos que no vas al barrio. -Ahora vivo en Alcanfores - dijo Alberto- Estoy interno en el Leoncio Prado. Sólo salgo los sábados. -¿En el Colegio Militar? - dijo el de la onda- ¿Qué hiciste para que te metieran ahí? Debe ser horrible. -No tanto. Uno se acostumbra. Y no se pasa tan mal. Llegó el Expreso. Estaba lleno. Quedaron de pie, cogidos del pasamano. Alberto pensó en la gente que encontraba los sábados en los autobuses de la Perla o los tranvías Lima-Callao: corbatas chillonas, olor a transpiración y a suciedad; en el Expreso se veían ropas limpias, rostros discretos, sonrisas. -¿Y tu carro? -preguntó Alberto. -¿Mi carro? - dijo el de los mocasines- De mi padre. Ya no me lo presta. Lo choqué. -¿Cómo? ¿No sabías? - dijo el otro, muy excitado ¿No supiste la carrera del Malecón? -No, no sé nada. -¿Dónde vives, hombre? Tico es una Fiera - el otro comenzó a sonreír, complacido- Apostó con el loco julio, el de la calle Francia, ¿te acuerdas?, una carrera hasta la Quebrada, por los malecones. Y había llovido, qué tal par de brutos. Yo iba de copiloto de éste. Al loco lo cogieron los patrulleros, pero nosotros escapamos. Veníamos de una fiesta, ya te imaginas. -¿Y el choque? -preguntó Alberto. -Fue después. A Tico se le ocurrió dar curvas en marcha atrás por Atocongo. Se tiró contra un poste. ¿Ves esta cicatriz? Y él no se hizo nada, no es justo. ¡Tiene una leche! Tico sonreía a sus anchas, feliz. -Eres una fiera -dijo Alberto- ¿Cómo están en el barrio? -Bien -dijo Tico- Ahora no nos reunimos durante la semana, las chicas están en exámenes, sólo salen los sábados y domingos. Las cosas han cambiado, ya las dejan salir con nosotros, al cine, a las fiestas. Las viejas se civilizan, les permiten tener enamorado. Pluto está con Helena, ¿sabías? -¿Tú estás con Helena? -preguntó Alberto. -Mañana cumpliremos un mes -dijo el de la onda, ruborizado. -¿Y la dejan salir contigo? -Claro, hombre. A veces su madre me invita a almorzar. Oye, de veras, a ti te gustaba. -¿A mí? -dijo Alberto- Nunca. -¡Claro! -dijo Pluto- Claro que sí. Estabas loco por ella. ¿No te acuerdas esa vez que te estuvimos enseñando a bailar en la casa de Emilio? Te dijimos cómo tenías que declararte. -¡Qué tiempos! -dijo Tico. -Cuentos -dijo Alberto- Completamente falso. -Oye -dijo Pluto, atraído por algo que se hallaba al fondo del Expreso -. ¿Ven lo que estoy viendo, lagartijas? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 37 Se abrió camino hacia los asientos de atrás. Tico y Alberto lo siguieron. La muchacha, advirtiendo el peligro, se había puesto a mirar por la ventanilla los árboles de la avenida. Era bonita y redonda; su nariz latía como el hocico de un conejito, casi pegada al vidrio, y lo empañaba. -Hola, corazón -cantó Pluto. -No molestes a mi novia -dijo Tico- 0 te parto el alma. -No importa -dijo Pluto- Puedo morir por ella. -Abrió los brazos como un recitador-. La amo. Tico y Pluto rieron a carcajadas. La muchacha seguía mirando los árboles. -No le hagas caso, amorcito -dijo Tico- Es un salvaje. Pluto, pide disculpas a la señorita. -Tienes razón -dijo Pluto-. Soy un salvaje y estoy arrepentido. Por favor, perdóname. Dime que me perdonas o hago un escándalo. -¿No tienes corazón? -preguntó Tico. Alberto miraba también por la ventanilla: los árboles estaban húmedos y el pavimento relucía. Por la pista contraria desfilaba una columna de automóviles. El Expreso había dejado atrás Orrantia y las grandes residencias multicolores. Las casas eran ahora pequeñas, pardas. -Esto es una vergüenza -dijo una señora- ¡Dejen tranquila a esa niña! Tico y Pluto seguían riendo. La muchacha despegó un instante la vista de la avenida y lanzó a su alrededor una vivísima mirada de ardilla. Una sonrisa cruzó su rostro y desapareció. -Con mucho gusto, señora -dijo Tico. Y volviéndose a la muchacha-: Le pedimos disculpas, señorita. -Aquí me bajo -dijo Alberto, tendiéndoles la mano - Hasta luego. -Ven con nosotros -dijo Tico- Vamos al cine. Tenemos una chica para ti. No está mal. -No puedo -dijo Alberto- Tengo una cita. - ¿En Lince? -dijo Pluto, malicioso -. ¡Ah, tienes un plancito, cholifacio! Buen provecho. Y no te pierdas, anda por el barrio, todos se acuerdan de ti. “Ya sabía que era fea", pensó, apenas la vio, en el primero de los peldaños de su casa. Y dijo, rápidamente: -Buenas tardes. ¿Está Teresa? -Soy yo. -Tengo un encargo de Arana. Ricardo Arana. -Pase -dijo la muchacha, cohibida- Tome asiento. Alberto se sentó a la orilla y se mantuvo rígido. ¿Lo resistiría la silla? Por el vacío que dejaba la cortina entre las dos habitaciones, vio el final de una cama y los grandes pies oscuros de una mujer. La muchacha estaba a su lado. -Arana no ha podido salir -dijo Alberto- Mala suerte, lo consignaron esta mañana. Me dijo que tenía un compromiso con usted, que viniera a disculparlo. -¿Lo consignaron? -dijo Teresa. Su rostro mostraba desencanto. Llevaba los cabellos recogidos en la nuca con la cinta azul. "¿Se habrán besado en la boca?", pensó Alberto. -Eso le pasa a todo el mundo -dijo- Es cuestión de suerte. Vendrá a verla el próximo sábado. -¿Quién está ahí? -preguntó una voz malhumorada. Alberto miró: los pies habían desaparecido. Segundos después, un rostro grasiento asomó sobre la cortina. Alberto se puso de pie. -Es un amigo de Arana -dijo Teresa- Se llama... Alberto dijo su nombre. Sintió en la suya una mano gorda y fláccida, sudada: un molusco. La mujer sonreía teatralmente y se había lanzado a hablar sin pausas. En el chisporroteo de palabras, las fórmulas de cortesía que Alberto había escuchado en su infancia aparecían corno en caricatura, condimentadas con adjetivos lujosos y gratuitos, y a ratos comprendía que lo trataban de señor y de don y lo interrogaban sin esperar su respuesta. Se halló envuelto en una costra verbal, en un laberinto sonoro. -Siéntese, siéntese - decía la mujer, señalando la silla, el cuerpo doblado en una reverencia de gran mamífero- No se incomode por mí, ésta es su casa, una casa pobre pero honrada, ¿sabe usted?, toda mi vida me he ganado el pan como Dios manda, con el sudor de mi frente, soy costurera y he podido dar una buena educación a Teresita, mi sobrinita, la pobre quedó huérfana, figúrese, y me lo debe todo, siéntese, señor Alberto. -Arana se quedó consignado -dijo Teresa; evitaba mirar a Alberto y a su tía-. El señor trajo el recado. "¿El señor?", pensó Alberto. Y buscó los ojos de la muchacha, pero ésta miraba ahora el suelo. La mujer se había erguido y tenía los brazos abiertos. Su sonrisa se había congelado, pero seguía intacta en sus pómulos, en su ancha nariz, en sus ojillos disimulados bajo bolsas carnosas. -Pobrecito - decía- pobre muchacho, cómo sufrirá su madre, yo también tuve hijos y sé lo que es el dolor de una madre, porque se me murieron, así es el Señor y mejor no tratar de comprender, pero ya saldrá La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 40 -Muchas no -dijo Alberto- Sólo algunas. ¿Y tú has tenido muchos enamorados? -¿Yo? Ninguno. "¿Y si me le declaro ahorita mismo?", pensó Alberto. -No es verdad -dijo- Debes haber tenido muchísimos. -¿No me crees? Te voy a decir una cosa; es la primera vez que un muchacho me invita al cine. La avenida Arequipa y su columna doble de perpetuos vehículos estaba ya lejos; la calle se estrechaba y la penumbra era más densa. De los árboles resbalaban a la vereda imperceptibles gotitas de agua que las hojas y las ramas habían conservado de la garúa de la tarde. -Será porque tú no has querido. -¿Qué cosa? -Que no has tenido enamorados. -Dudó un segundo: -Todas las chicas bonitas tienen los enamorados que quieren. -Oh -dijo Teresa- Yo no soy bonita. ¿Crees que no me doy cuenta? Alberto protestó con calor y afirmó: "eres una de las chicas más bonitas que he visto". Teresa se volvió a mirarlo. -¿Te estás burlando? -balbuceó. "Soy muy torpe", pensó Alberto. Sentía los pasos menudos de Teresa en el empedrado, dos por cada uno de los suyos, y la veía, la cabeza un poco inclinada, los brazos cruzados sobre el pecho, la boca cerrada. La cinta azul parecía negra y se confundía con sus cabellos, destacaba al pasar bajo un farol, luego la oscuridad la devoraba. Llegaron hasta la puerta de la casa, silenciosos. -Gracias por todo - dijo Teresa-. Muchas gracias. Se dieron la mano. - Hasta pronto. Alberto dio media vuelta y, después de dar unos pasos, regresó. -Teresa. Ella levantaba la mano para tocar. Se volvió, sorprendida. -¿Tienes algo que hacer mañana? -preguntó Alberto. -¿Mañana? - dijo ella. -Sí. Te invito al cine. ¿Quieres? -No tengo nada que hacer. Muchas gracias. -Vendré a buscarte a las cinco - dijo él. Antes de entrar a su casa, Teresa esperó que Alberto perdiera de vista. Cuando su madre le abrió la puerta, Alberto, antes de saludarla, comenzó a disculparse. Ella tenía los ojos cargados de reproches y suspiraba. Se sentaron en la sala. Su madre no decía nada y lo miraba con rencor. Alberto sintió un aburrimiento infinito. -Perdóname -repitió una vez más-. No te enojes, mamá, Te juro que hice todo lo posible por salir, pero no me dejaron. Estoy un poco cansado. ¿Podría irme a dormir? Su madre no respondió; lo seguía mirando resentida y él se preguntaba "¿a qué hora comienza?". No tardó mucho: de pronto se llevó las manos al rostro y poco después lloraba dulcemente. Alberto le acarició los cabellos. La madre le preguntó por qué la hacía sufrir. Él juró que la quería sobre todas las cosas y ella lo llamó cínico, hijo de su padre. Entre suspiros e invocaciones a Dios, habló de los pasteles y bizcochos que había comprado en la tienda de la vuelta, eligiéndolos primorosamente, y del té que se había enfriado en la mesa, y de su soledad y de la tragedia que el Señor le había impuesto para probar su fortaleza moral y su espíritu de sacrificio. Alberto le pasaba la mano por la cabeza y se inclinaba a besarla en la frente. Pensaba: "otra semana que me quedo sin ir donde la Pies Dorados". Luego su madre se calmó y exigió que probara la comida que ella misma le había preparado, con sus propias manos. Alberto aceptó y mientras tomaba la sopa de legumbres, su madre lo abrazaba y le decía: "eres el único apoyo que tengo en el mundo". Le contó que su padre se había quedado en la casa cerca de una hora, haciéndole toda clase de propuestas -un viaje al extranjero, una reconciliación aparente, el divorcio, la separación amistosa- N, que ella las había rechazado todas, sin vacilar. Luego volvieron a la sala y Alberto le pidió permiso para fumar. Ella asintió, pero al verlo encender un cigarrillo, lloró y habló del tiempo, de los niños que se hacen hombres, de la vida efímera. Recordó su niñez, sus viajes por Europa, sus amigas de colegio, su juventud brillante, sus pretendientes, los grandes partidos que rechazó por ese hombre que ahora se empeñaba en destruirla. Entonces, bajando la voz y adoptando una expresión melancólica, se puso a hablar de él. Repetía constantemente "de joven era distinto" y evocaba su espíritu deportivo, sus victorias en los campeonatos de tenis, su elegancia, su viaje de bodas al Brasil y los paseos que, tomados de la mano, hacían a medianoche por la Playa de Ipanema. "Lo perdieron los amigos, exclamaba. Lima es la ciudad más corrompida del mundo. ¡Pero mis La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 41 oraciones lo salvarán!" Alberto la escuchaba en silencio, pensando en la Pies Dorados que tampoco vería este sábado, en la reacción del Esclavo cuando supiera que había ido al cine con Teresa, en Pluto que estaba con Helena, en el Colegio Militar, en el barrio que hacía tres años no frecuentaba. Luego, su madre bostezó. Él se puso en pie y le dio las buenas noches. Fue a su cuarto. Comenzaba a desnudarse cuando vio en el velador un sobre con su nombre escrito en letras de imprenta. Lo abrió y extrajo un billete de cincuenta soles. -Te dejó eso -le dijo su madre, desde la puerta. Suspiró: -Es lo único que acepté. ¡Pobre hijito mío, no es justo que tú también te sacrifiques! Él abrazó a su madre, la levantó en peso, giró con ella en brazos, le dijo: "todo se arreglará algún día, mamacita, haré todo lo que tú quieras". Ella sonreía gozosa y afirmaba: "no necesitamos a nadie". Entre un torbellino de caricias, él le pidió permiso para salir. -Sólo unos minutos -le dijo-. A tomar un poco de aire. Ella ensombreció el rostro pero accedió. Alberto volvió a ponerse la corbata y la chaqueta, se pasó el peine por los cabellos y salió. Desde la ventana su madre le recordó: -No dejes de rezar antes de dormir. Fue Vallano quien comunicó a la cuadra su nombre de guerra. Un domingo a medianoche, cuando los cadetes se despojaban de los uniformes de salida y rescataban del fondo de los quepis los paquetes de cigarrillos burlados al oficial de guardia, Vallano comenzó a hablar solo y a voz en cuello, de una mujer de la cuarta cuadra de Huatica. Sus Ojos saltones giraban en las órbitas como una bola de acero en un círculo imantado. Sus palabras y el tono que empleaba eran fogosos. -Silencio, payaso -dijo el Jaguar- Déjanos en paz. Pero él siguió hablando mientras tendía la cama, Cava, desde su litera, le preguntó: -¿Cómo dices que se llama? -Pies Dorados. -Debe ser nueva -dijo Arróspide- Conozco a toda la cuarta cuadra y ese nombre no me suena. Al domingo siguiente, Cava, el Jaguar y Arróspide también hablaban de ella. Se daban codazos y reían. "¿No les dije?, decía Vallano, orgulloso. Guíense siempre de mis consejos." Una semana después, media sección la conocía y el nombre de Pies Dorados comenzó a resonar en los oídos de Alberto como una música familiar. Las referencias feroces, aunque vagas, que escuchaba en boca de los cadetes, estimulaban su imaginación. En sueños, el nombre se presentaba dotado de atributos carnales, extraños y contradictorios, la mujer era siempre la misma y distinta, una presencia que se desvanecía cuando iba a tocarla o lo sumía en una ternura infinita y entonces creía morir de impaciencia. Alberto era uno de los que más hablaba de la Pies Dorados en la sección. Nadie sospechaba que sólo conocía de oídas el jirón Huatica y sus contornos porque él multiplicaba las anécdotas e inventaba toda clase de historias. Pero ello no lograba desalojar cierto desagrado íntimo de su espíritu; mientras más aventuras sexuales describía ante sus compañeros, que reían o se metían la mano al bolsillo sin escrúpulos, más intensa era la certidumbre de que nunca estaría en un lecho con una mujer, salvo en sueños, y entonces se deprimía y se juraba que la próxima salida iría a Huatica, aunque tuviese que robar veinte soles, aunque le contagiaran una sífilis. Bajó en el paradero de la avenida 28 de julio y Wilson. Pensaba: "he cumplido quince años pero aparento más. No tengo por qué estar nervioso". Encendió un cigarrillo y lo arrojó después de dar dos pitadas. A medida que avanzaba por 28 de julio, la avenida se poblaba. Después de cruzar los rieles del tranvía Lima- Chorrillos, se halló en medio de una muchedumbre de obreros y sirvientas, mestizos de pelos lacios, zambos que se cimbreaban al andar como bailando, indios cobrizos, cholos risueños. Pero él sabía, que estaba en el distrito de la Victoria por el olor a comida y bebida criollas que impregnaba el aire, un olor casi visible a chicharrones y a pisco, a butifarras y a transpiración, a cerveza y pies. Al atravesar la plaza de la Victoria, enorme y populosa, el Inca de piedra que señala el horizonte le recordó al héroe, y a Vallano que decía: "Manco Cápac es un puto, con su dedo muestra el camino de Huatica”. La aglomeración lo obligaba a andar despacio; se asfixiaba. Las luces de la avenida parecían deliberadamente tenues y dispersas para acentuar los perfiles siniestros de los hombres que caminaban metiendo las narices en las ventanas de las casitas idénticas, alineadas a lo largo de las aceras. Es la esquina de 28 de julio y Huatica, en la fonda de un japonés enano, Alberto escuchó una sinfonía de injurias. Miró: un grupo de hombres y mujeres discutía con odio en torno a una mesa cubierta de botellas. Se demoró unos segundos en la esquina. Estaba con las manos en los bolsillos y espiaba las caras que lo rodeaban; algunos hombres tenían los ojos vidriosos y otros parecían muy alegres. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 42 Se arregló la chaqueta e ingresó en la cuarta cuadra del jirón, la más cotizada; su rostro lucía una media sonrisa despectiva, pero su mirada era angustiosa. Sólo debió caminar unos metros, sabía de memoria que la casa de la Pies Dorados era la segunda. En la puerta había tres hombres, uno detrás de otro. Alberto observó por la ventana: una minúscula antesala de madera, iluminada con una luz roja, una silla, una foto descolorida e irreconocible en la pared; al pie de la ventana, un banquillo. "Es bajita", pensó, decepcionado. Una mano tocó su hombro. -Joven - dijo una voz envenenada de olor a cebolla ¿Está usted ciego o es muy vivo? Los faroles aclaraban sólo el centro de la calle y la luz roja apenas llegaba a la ventana; Alberto no podía ver el rostro del desconocido. En ese instante comprobó que la multitud de hombres que ocupaba el jirón, circulaba pegada a las paredes, donde permanecía casi a oscuras. La pista estaba vacía. -¿Y? - dijo el hombre -. ¿En qué quedamos? -¿Qué le pasa? -preguntó Alberto. -A mí me importa un carajo - dijo el desconocido-, pero no soy un imbécil. Nadie me mete el dedo a la boca, sépalo. Ni a ninguna otra parte. -Sí - dijo Alberto- ¿Qué quiere? -Póngase a la cola. No sea conchudo. -Bueno - dijo Alberto-. No se sulfure. Se separó de la ventana y la mano del hombre no intentó retenerlo. Se puso al final de la cola, se apoyó en la pared y fumó, uno tras otro, cuatro cigarrillos. El hombre que estaba delante de él entró y salió pronto. Se alejó murmurando algo sobre el costo de la vida. Una voz de mujer dijo, al otro lado de la puerta: -Entra. Atravesó la antesala vacía. Una puerta de vidrios empavonados lo separaba del otro cuarto. "Ya no tengo miedo, pensó. Soy un hombre." Empujó la puerta. El cuarto era tan pequeño como la antesala. La luz, también roja, parecía más intensa, más cruda; la pieza estaba llena de objetos y Alberto se sintió extraviado unos segundos, su mirada revoloteó sin fijar ningún detalle, sólo manchas de todas dimensiones, e incluso pasó rápidamente sobre la mujer que estaba tendida en el lecho, sin percibir su rostro, reteniendo de ella apenas las formas oscuras que decoraban su bata, unas sombras que podían ser flores o animales. Luego, se sintió otra vez sereno. La mujer se había incorporado. En efecto, era bajita: sus pies sólo rozaban el suelo. El pelo teñido dejaba ver un fondo negro bajo la maraña desordenada de rizos rubios. La cara estaba muy pintada y le sonreía. Él bajó la cabeza y vio dos peces de nácar, vivos, terrestres, carnosos, “para tragárselos de un solo bocado y sin mantequilla", como decía Vallano, y absolutamente extraños a ese cuerpo regordete que los prolongaba y a esa boca insípida y sin forma y a esos ojos muertos que lo contemplaban. -Eres del Leoncio Prado - dijo ella. -Sí. -¿Primera sección del quinto año? -Sí - dijo Alberto. Ella lanzó una carcajada. -Ocho, hoy -dijo- Y la semana pasada vinieron no sé cuántos. Soy su mascota. -Es la primera vez que vengo - dijo Alberto, enrojeciendo- Yo... Lo interrumpió otra carcajada, más ruidosa que la anterior. -No soy supersticiosa - dijo ella, sin dejar de reír- No trabajo gratis y ya estoy vieja para que me cuenten historias. Todos los días aparece alguien que viene por primera vez, qué tal frescura. -No es eso - dijo Alberto-. Tengo plata. -Así me gusta - dijo ella- Ponla en el velador. Y apúrate, cadetito. Alberto se desnudó, despacio, doblando su ropa pieza por pieza. Ella lo miraba sin emoción. Cuando Alberto estuvo desnudo, con un gesto desganado se arrastró de espaldas sobre el lecho y abrió la bata. Estaba desnuda, pero tenía un sostén rosado, algo caído, que dejaba ver el comienzo de los senos. "Era rubia de veras”, pensó Alberto. Se dejó caer junto a ella, que rápidamente le pasó los brazos por la espalda y lo estrechó. Sintió que bajo el suyo, el vientre de la mujer se movía, buscando una mejor adecuación, un enlace más justo. Luego las piernas de la mujer se elevaron, se doblaron en el aire, y él sintió que los peces se posaban suavemente sobre sus caderas, se detenían un momento, avanzaban hacia los riñones y luego comenzaban a bajar por sus nalgas y sus muslos y a subir y a bajar, lentamente. Poco después, las manos que se apoyaban en su espalda se sumaban a ese movimiento y recorrían su cuerpo de la cintura a los hombros, al mismo ritmo que los pies. La boca de la mujer estaba junto a su oído y escuchó algo, un murmullo bajito, un susurro y luego una blasfemia. Las manos y los peces se inmovilizaron. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 45 dijo ella. Es aquí cerca." Sus tíos vivían en la avenida Arica. Apenas hablamos en el camino. Ella contestaba a todo lo que yo decía, pero sin mirarme. Cuando llegamos a una esquina, me dijo: "mis tíos viven en la otra cuadra, así que mejor me acompañas sólo hasta aquí". Yo le sonreí y ella me dio la mano. "Chau, le dije, ¿a la tarde estudiarnos?". "Sí, sí, dijo ella, tengo montones de lecciones que aprender." Y después de un momento, añadió: -muchas gracias por haber venido". "La Perlita" está al final del descampado, entre el comedor y las aulas, cerca del muro posterior del colegio. Es una construcción pequeña, de cemento, con un gran ventanal que sirve de mostrador y en el que, mañana y tarde, se divisa la asombrosa cara de Paulino, el injerto: ojos rasgados de japonés, ancha jeta de negro, pómulos y mentón cobrizos de indio, pelos lacios. Paulino vende en el mostrador colas y galletas, café y chocolate, caramelos y bizcochos y, en la trastienda, es decir en el reducto amurallado y sin techo que se apoya en el muro posterior y que, antes de las rondas, era el lugar ideal para las contras, vende cigarrillos y pisco, dos veces más caro que en la calle. Paulino duerme en un colchón de paja, junto al muro, y en las noches las hormigas pasean sobre su cuerpo como por una playa. Bajo el colchón hay una madera que disimula un hueco, cavado por Paulino con sus manos para que sirva de escondite a los paquetes ' de "Nacional y a las botellas de pisco que introduce clandestinamente en el colegio. Los consignados acuden al reducto los sábados y los domingos, después del almuerzo, en grupos pequeños para no despertar sospechas. Se tienden en el suelo y, mientras Paulino abre su escondite, aplastan las hormigas con piedrecitas chatas. El injerto es generoso y maligno; da crédito pero exige que primero le rueguen y lo diviertan. El reducto de Paulino es pequeño, en él caben a lo más una veintena de cadetes. Cuando no hay sitio, los recién llegados van a tenderse al descampado y esperan jugando tiro al blanco cont ra la vicuña, que salgan los de adentro para reemplazarlos. Los de tercero casi no tienen ocasión de asistir a esas veladas, porque los de cuarto y quinto los echan o los ponen de vigías. Las veladas duran horas. Comienzan después del almuerzo y terminan a la hora de la comida. Los consignados resisten mejor el castigo los domingos, se hacen más a la idea de no salir; pero los sábados conservan todavía una esperanza y se extenúan haciendo planes para salir, gracias a una invención genial que conmueva al oficial de servicio o a la audacia ciega, una contra a plena luz y por la puerta principal. Pero sólo uno o dos de las decenas de consignados llegan a salir. El resto ambula por los patios desiertos del colegio, se sepulta en las literas de las cuadras, permanece con los ojos abiertos tratando de combatir el aburrimiento mortal con la imaginación; si tiene algún dinero va al reducto de Paulino a fumar, beber pisco, y a que lo devoren las hormigas. Los domingos en la mañana, después del desayuno, hay misa. El capellán del colegio es un cura rubio y jovial que pronuncia sermones patrióticos donde cuenta la vida intachable de los próceres, su amor a Dios y al Perú y exalta la disciplina y el orden y compara a los militares con los misioneros, a los héroes con los mártires, a la Iglesia con el Ejército. Los cadetes estiman al capellán porque piensan que es un hombre de verdad: lo han visto, muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos. HA OLVIDADO también que al día siguiente estuvo mucho tiempo con los ojos cerrados después de despertar. Al abrirse la puerta sintió nuevamente que el terror se instalaba en su cuerpo. Contuvo la respiración. Estaba seguro: era él y venía a golpearlo. Pero era su madre. Parecía muy seria y lo miraba fijamente. "¿Y él?" "Ya se fue, son más de las diez. - Respiró hondamente y se incorporó. La habitación estaba llena de luz. Sólo ahora notaba la vida de la calle, el ruidoso tranvía, las bocinas de los automóviles. Se sentía débil, como si convaleciera de una enfermedad larga y penosa. Esperó que su madre aludiera a lo ocurrido. Pero no lo hacía; revoloteando de un lado a otro, simulaba ordenar el cuarto, movía una silla, corregía la posición de las cortinas. "Vámonos a Chiclayo", dijo él. Su madre se aproximó y comenzó a acariciarlo. Sus dedos largos recorrían su cabeza, se insinuaban fácilmente por sus cabellos, bajaban por su espalda: era una sensación grata y cálida que recordaba otros tiempos. La voz que llegaba ahora hasta sus oídos como una fina cascada era también la voz de su niñez. No prestaba atención, a lo que decía su madre, las palabras eran superfluas, lo tierno era la música. Hasta que la madre dijo: "no podemos volver a Chiclayo nunca más. Tienes que vivir siempre con tu papá". Él se volvió a mirarla, convencido que ella se derrumbaría de remordimiento, pero su madre estaba muy serena e, incluso, sonreía. "Prefiero vivir con la tía Adela que con él", gritó. La madre, sin alterarse, trataba de calmarlo. "Lo que ocurre, le decía con acento grave, es que no lo has visto antes; él tampoco te conocía. Pero todo va a cambiar, ya verás. Cuando se conozcan los dos, se querrán mucho, como en todas las familias.- "Anoche me pegó, dijo él, roncamente. Un puñete, como si yo fuera grande. No quiero vivir con él." Su madre seguía pasándole la mano por la cabeza, pero ese roce ya no era una caricia, sino una presión intolerable. "Tiene mal genio, pero en el fondo es bueno, decía la madre. Hay La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 46 que saber llevarlo. Tú también tienes algo de culpa, no haces nada por conquistarlo. Está muy resentido contigo por lo de ayer. Eres muy chico, no puedes comprender. Ya verás que tengo razón, te darás cuenta más tarde. Ahora que vuelva, pídele perdón por haber entrado al cuarto. Hay que darle gusto. Es la única manera de tenerlo contento." Él sentía su corazón palpitando con escándalo, como uno de esos sapos enormes que pululaban en la huerta de la casa de Chiclayo y parecían una glándula con Ojos, una cámara que se infla y desinfla. Entonces comprendió: "ella está de su lado, es su cómplice". Decidió ser cauteloso, ya no podía fiarse de su madre. Estaba solo. Al mediodía, cuando sintió que abrían la puerta de calle, bajó la escalera y salió al encuentro de su padre. Sin mirarlo a los ojos, le dijo: "perdón por lo de anoche" -¿Y Que más te dijo? -preguntó el Esclavo. -Nada más -dijo Alberto- Me has preguntado lo mismo toda la semana. ¿No puedes hablar de otra cosa? -Perdona -respondió el Esclavo- Pero justamente hoy es sábado. Debe creer que soy un mentiroso. -¿Por qué va a creer eso? Ya le escribiste. Y además, qué te importa lo que piense. -Estoy enamorado de esa chica -dijo el Esclavo- No me gusta que tenga malas ideas sobre mí. -Te aconsejo que pienses en otra cosa -dijo Alberto -Quién sabe hasta cuándo seguiremos consignados. Tal vez varias semanas. No conviene pensar en mujeres. -Yo no soy como tú -dijo el Esclavo, con humildad- No tengo carácter. Quisiera no acordarme de esa chica y sin embargo no hago otra cosa que pensar en ella. Si el próximo sábado no salgo, creo que me volveré loco. Dime, ¿te hizo preguntas sobre mí? -Maldita sea -repuso Alberto-. Sólo la vi cinco minutos, en la puerta de su casa. ¿Cuántas veces te voy a repetir que no hablé de nada con ella? Ni siquiera tuve tiempo de verle bien la cara. -¿Y entonces por qué no quieres escribirle? -Porque no -dijo Alberto- No me da la gana. -Me parece raro -dijo el Esclavo- Les escribes cartas a todos. ¿Por qué a mí no? -A las otras no las conozco -dijo Alberto- Además, no tengo ganas de escribir cartas. Ahora no necesito plata. Para qué, si me voy a quedar encerrado no sé cuántas malditas semanas. -El otro sábado saldré como sea -dijo el Esclavo-. Aunque tenga que escaparme. -Bueno -dijo Alberto- Pero ahora vamos donde Paulino. Estoy harto de todo y quiero emborracharme. -Anda tú -dijo el Esclavo- Yo me quedo en la cuadra. -¿Tienes miedo? -No. Pero no me gusta que me frieguen. -No te van a fregar -dijo Alberto-. Vamos a emborracharnos. Al primero que venga con bromas, le partes la cara y se acabó. Levántate. Y anda. La cuadra se había vaciado paulatinamente. Después del almuerzo, los diez consignados de la sección se tendieron en las literas a fumar; luego el Boa animó a algunos a ir a "La Perlita". Después, Vallano y otros se fueron a una timba organizada por los consignados de la segunda. Alberto y el Esclavo se pusieron de pie, cerraron sus roperos y salieron. El patio del año, la pista de desfile y el descampado estaban desiertos. Caminaron hacia "La Perlita", las manos en los bolsillos, sin hablar. Era una tarde sin viento y sin sol, serena. De pronto oyeron una risa. A unos metros, entre la hierba, descubrieron a un cadete, con la cristina hundida hasta los ojos. -Ni me vieron, mis cadetes -dijo sonriendo- Hubiera podido matarlos. -¿No sabe saludar a sus superiores? -dijo Alberto - Cuádrese, carajo. El muchacho se incorporó de un salto y saludó. Se había puesto muy serio. -¿Hay mucha gente donde Paulino? -preguntó Alberto. -No muchos, mi cadete. Unos diez. -Échese, no más -dijo el Esclavo. -¿Usted fuma, perro? -dijo Alberto. -Sí, mi cadete. Pero no tengo cigarrillos. Regístreme, si quiere. Hace dos semanas que no salgo. -Pobrecito -dijo Alberto- Me muero de pena. Tome. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y se lo mostró. El muchacho lo miraba con desconfianza y no se atrevía a estirar la mano. -Saque dos -dijo Alberto- Para que vea que soy buena gente. El Esclavo los miraba distraído. El cadete estiró la mano con timidez, sin quitar los ojos a Alberto. Tomó dos cigarrillos y sonrió. -Muchas gracias, mi cadete -dijo- Es usted buena gente. -De nada -dijo Alberto- Favor por favor. Esta noche vendrá a tenderme la cama. Soy de la primera sección. -Sí, mi cadete. -Vamos de una vez -dijo el Esclavo. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 47 La entrada del reducto de Paulino era una puerta de hojalata, apoyada en el muro. No estaba sujeta, bastaba un viento fuerte para derribarla. Alberto y el Esclavo se aproximaron, después de comprobar que no había ningún oficial cerca. Desde afuera, oyeron risas y la sobresaliente voz del Boa. Alberto se acercó en puntas de pie, indicando silencio al Esclavo. Puso las dos manos sobre la puerta y empujó: en la abertura que surgió frente a ellos, después del ruido metálico, vieron una docena de rostros aterrorizados. -Todos presos -dijo Alberto- Borrachos, maricones, degenerados, pajeros, todo el mundo a la cárcel. Estaban en el umbral. El Esclavo se había colocado detrás de Alberto; su rostro expresaba ahora docilidad y sometimiento. Una figura ágil, simiesca, se incorporó entre los cadetes amontonados en el suelo y se plantó ante Alberto. -Entren, caracho -dijo- Rápido, que pueden verlos. Y no hagas esas bromas, poeta, un día nos van a fregar por tu culpa. -No me gusta que me tutees, cholo de porquería -dijo Alberto, franqueando el umbral. Los cadetes se volvieron a mirar a Paulino, que había arrugado la frente; sus grandes labios tumefactos se abrían como las caras de una almeja. -¿Qué te pasa, blanquiñoso? -dijo- ¿Estás queriendo que te suene o qué? -0 qué -dijo Alberto, dejándose caer al suelo. El Esclavo se tendió junto a él. Paulino se rió con todo el cuerpo; sus labios se estremecían y por momentos dejaban ver una dentadura desigual, incompleta. -Te has traído tu putita -dijo- ¿Qué vas a hacer si la violamos? -Buena idea -gritó el Boa-. Comámonos al Esclavo. -¿Por qué no a ese mono de Paulino? -dijo Alberto- Es más gordito. -Se las ha agarrado conmigo -dijo Paulino, encogiéndose de hombros. Se hecho junto al Boa. Alguien había vuelto a poner la puerta en su sitio. Alberto descubrió, en medio de los cuerpos acumulados, una botella de pisco. Alargó la mano pero Paulino lo sujetó. -Cinco reales por trago. -Ladrón -dijo Alberto. Sacó su cartera y le dio un billete de cinco soles. -Diez tragos -dijo. -¿Es para ti solo o también para tu hembrita? -preguntó Paulino. -Por los dos. El Boa se rió estruendosamente. La botella circulaba entre los cadetes. Paulino calculaba los tragos; si alguien bebía más de lo debido, le arrebataba la botella de un tirón. El Esclavo, después de beber, tosió y sus ojos se llenaron de lágrimas. -Esos dos no se separan un instante desde hace una semana -dijo el Boa, señalando a Alberto y al Esclavo- Me gustaría saber qué ha pasado. -Bueno -dijo un cadete, que apoyaba su cabeza en la espalda del Boa- ¿Y la apuesta? Paulino ent ró en un estado de viva agitación. Se reía, daba palmadas a todo el mundo diciendo "ya pues, ya pues", los cadetes aprovechando sus saltos robaban largos tragos de pisco. La botella quedó vacía en pocos minutos. Alberto, la cabeza sobre sus brazos cruzados, miró al Esclavo: una pequeña hormiga roja recorría su mejilla y él no parecía sentirla. Sus Ojos tenían un resplandor líquido; su piel estaba lívida. "Y ahora sacará un billete, o una botella, o una cajetilla de cigarros y luego habrá una pestilencia, una charca de mierda, y yo me abriré la bragueta, y tu te abrirás la bragueta, y él se abrirá, y el injerto comenzará a temblar y todos comenzarán a temblar, me gustaría que Gamboa asomara la cabeza y oliera ese olor que habrá." Paulino, en cuclillas, escarbaba la tierra. Poco después, se irguió con una talega en las manos. Al moverla, se oía ruido de monedas. Todo su rostro había cobrado una animación extraordinaria, las aletas de su nariz se inflaban, sus labios amoratados, muy abiertos, avanzaban en busca de una presa, sus sienes latían. El sudor bañaba su rostro exacerbado. -Y ahora se sentará, se pondrá a respirar como un caballo o como un perro, la baba le chorreará por el pescuezo, sus manos se volverán locas, se le cortará la voz, quita la mano asqueroso, dará patadas en el aire, silbará con la lengua entre los dientes, cantará, gritará, se revolcará sobre las hormigas, las cerdas le caerán en la frente, saca la mano o te capamos, se tenderá en la tierra, hundirá la cabeza en la hierbita y en la arena, llorará, sus manos y su cuerpo se quedarán quietos, morirán." -Hay como diez soles en monedas de cincuenta -dijo Paulino-. Y ahí abajo hay otra botella de pisco para el segundo. Pero tendrá que convidar a todos. Alberto había, sumido la cabeza entre los brazos: sus ojos exploraban un minúsculo universo en tinieblas. Sus oídos percibían una bulliciosa excitación: cuerpos que se estiran o se encogen, risas ahogadas, e' resuello frenético de Paulino. Giró sobre sí mismo y quedó con la cabeza sobre la tierra: arriba, veía un pedazo de calamina y el cielo gris, ambos del mismo tamaño. El Esclavo se inclinó hacia La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 50 te vale, repuso Helena, fríamente. Si te mueres esta noche te irás al infierno." Otra vez, Ana y Helena contemplaban desde el balcón un partido de fulbito. Después, Alberto le preguntó: "¿qué tal juego?-. Y ella le respondió: "juegas muy mal". Sin embargo, una semana antes, en el Parque de Miraflores se había reunido un grupo de muchachos y muchachas del barrio y habían paseado un buen rato, en torno al Ricardo Palma. Alberto caminaba junto a Helena y ésta se mostraba cordial; los otros se volvían a verlos y decían: "qué buena pareja". Acababan de dejar el Malecón, avanzaban por Juan Fanning hacia la casa de Helena. Alberto ya no sentía los pasos de Emilio y de Ana. "¿Nos veremos en el cine?", le dijo. "¿Tú también vas a ir al Leuro?", preguntó Helena con infinita inocencia. "Sí, dijo él, también." "Bueno, entonces tal vez nos veamos." En la esquina de su casa, Helena le tendió la mano. La calle Colón, el cruce de Diego Ferré, el corazón mismo del barrio, estaba solitario; los muchachos seguían en la playa o en la piscina del Terrazas. ¿Vas a ir de todos modos al Leuro, no?", dijo Alberto. “Sí, - dijo ella. Salvo que pase algo” “¿Qué puede pasar?" "No sé, dijo ella muy seria; un temblor o algo así." "Tengo algo que decirte en el cine", dijo Alberto. La miró a los ojos; ella parpadeó y pareció muy sorprendida. "¿Tienes algo que decirme?, ¿Qué cosa?". "Te lo diré en el cine." "¿Por qué no ahora?, dijo ella; es mejor hacer las cosas lo antes posible." Él hizo esfuerzos para no ruborizarse. "Ya sabes lo que te voy a decir", dijo. "No, repuso ella, más sorprendida todavía. Ni se me ocurre qué puede ser." "Si quieres te lo digo de una vez", dijo Alberto. "Eso es, dijo ella. Atrévete. " “Y ahora saldremos y después tocarán silbato y formaremos y marcharemos al comedor, un dos, un, dos, y comeremos rodeados de mesas vacías, y saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras vacías, y alguien gritará un concurso y yo diré ya estuvimos donde el injerto y ganó el Boa, siempre gana el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y volverán los que salieron y les compraremos cigarrillos y les pagaré con cartas o novelitas." Alberto y el Esclavo estaban echados en dos camas vecinas de la cuadra desierta. El Boa y los otros consignados acababan de salir hacia "La Perlita". Alberto fumaba una colilla. -Puede seguir hasta fin de año - dijo el Esclavo. -¿Qué cosa? -La consigna. -¿Para qué maldita sea hablas de la consigna? Quédate callado o duerme. No eres el único consignado. -Ya sé, pero tal vez nos quedemos encerrados hasta fin de año. -Sí - dijo Alberto- Salvo que descubran a Cava. Pero cómo van a descubrirlo. -No es justo - dijo el Esclavo- El serrano sale todos los sábados, muy tranquilo. Y nosotros, aquí adentro por su culpa. -Qué fregada es la vida - dijo Alberto- No hay justicia. -Hoy se cumple un mes que no salgo - dijo el Esclavo- Nunca he estado consignado tanto tiempo. -Ya podías acostumbrarte. -Teresa no me contesta - dijo el Esclavo- Van dos cartas que le escribo. -¿Y qué mierda te importa? - dijo Alberto- El mundo está lleno de mujeres. -Pero a mi me gusta ésa. Las otras no me interesan. ¿No te das cuenta? -Sí me doy. Quiere decir que estás fregado. -¿Sabes cómo la conocí? -No. ¿Cón lo puedo saber eso? -La veía pasar todos los días por mi casa. Y me la quedaba mirando desde la ventana y a veces la saludaba. -¿Te hacías la paja pensando en ella? -No. Me gustaba verla. -Qué romántico. -Y un día bajé poco antes de que saliera. Y la esperé en la esquina. -¿La pellizcaste? -Me acerqué y le di la mano. -¿Y qué le dijiste? -Mi nombre. Y le pregunté cómo se llamaba. Y le dije:"mucho gusto de conocerte". -Eres un imbécil. ¿Y ella qué te dijo? -Me dijo su nombre, también. -¿La has besado? -No. Ni siquiera he salido con ella. -Eres un mentiroso de porquería. A ver, jura que no la has besado. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 51 -¿Qué te pasa? -Nada. No me gusta que me mientan. -¿Por qué te voy a mentir? ¿Crees que no tenía ganas de besarla? Pero apenas he estado con ella, unas tres o cuatro veces, en la calle. Por este maldito colegio no he podido verla. Y a lo mejor ya se le declaró alguien. -¿Quién? -Qué sé yo; alguien. Es muy bonita. -No tanto. Yo diría que es fea. -Para mí es bonita. -Eres una criatura. A mí me gustan las mujeres para acostarme con ellas. -Es que a esta chica creo que la quiero. -Me voy a poner a llorar de la emoción. -Si me esperara hasta que termine la carrera, me casaría con ella. -Se me ocurre que te metería cuernos. Pero no importa, si quieres, seré tu te9tigo. -¿Por qué dices eso? -Tienes cara de cornudo. -A lo mejor no ha recibido mis dos cartas. -A lo mejor. -¿Por qué no quisiste escribirme una carta? Esta semana has hecho varias. -Porque no me dio la gana. -¿Qué tienes conmigo? ¿De qué estás furioso? -La consigna me pone de mal humor. ¿0 tú crees que eres el único que está harto de no salir? -¿Por qué entraste al Leoncio Prado? Alberto se rió. Dijo: -Para salvar el honor de mi familia. -¿Nunca puedes hablar en serio? -Estoy hablando en serio, Esclavo. Mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí. -¿Por qué no te hiciste jalar en el examen de ingreso? -Por culpa de una chica. Por una decepción, ¿me entiendes? Entré a esta pocilga por un desengaño y por mi familia. -¿Estabas enamorado de esa chica? -Me gustaba. -¿Era bonita? -Sí. -¿Cómo se llamaba? ¿Qué pasó? -Helena. Y no pasó nada. Además, no me gusta contar mis cosas. -Pero yo te cuento todas las mías. -Porque te da la gana. Si no quieres, no me cuentes nada. -¿Tienes cigarrillos? -No. Ahora conseguiremos. -Estoy sin un centavo. -Yo tengo dos soles. Levántate y vamos donde Paulino. -Estoy harto de "La Perlita". El Boa y el injerto me dan náuseas. -Entonces quédate durmiendo. Yo prefiero ir allá. Alberto se puso de pie. El Esclavo lo vio colocarse la cristina y enderezar su corbata. -¿Quieres que te diga una cosa? -dijo el Esclavo- Ya sé que te vas a burlar de mí. Pero no importa. -¿Qué cosa? -Eres el único amigo que tengo. Antes no tenía amigos, sino conocidos. Quiero decir en la calle, aquí ni siquiera eso. Eres la única persona con la que me gusta estar. -Eso parece una declaración de amor de maricón -dijo Alberto. El Esclavo sonrió. -Eres un bruto -dijo- Pero buena gente. Alberto salió. Desde la puerta, le dijo: -Si consigo cigarrillos, te traeré uno. El patio estaba húmedo. Alberto no se había dado cuenta que llovía mientras conversaban en la cuadra. Distinguió, a lo lejos, a un cadete sentado en la hierba. ¿Sería el mismo que hacía de vigía el sábado pasado? "Y ahora entraré donde el injerto, y haremos un concurso y el Boa ganará y habrá ese olor y luego saldremos al patio vacío y entraremos a las cuadras y alguien dirá un concurso y yo diré estuvimos La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 52 donde Paulino y ganó el Boa, el próximo sábado también ganará el Boa, y tocarán silencio y dormiremos y vendrá el domingo y el lunes y cuántas semanas." VI Podía soportar la soledad y las humillaciones que conocía desde niño y sólo herían su espíritu: lo horrible era el encierro, esa gran soledad exterior que no elegía, que alguien le arrojaba encima como una camisa de fuerza. Estaba frente al cuarto del teniente, todavía no levantaba la mano para tocar. Sin embargo, sabía que iba a hacerlo, había demorado tres semanas en decidirse, ya no tenía miedo ni angustia. Era su mano la que lo traicionaba: permanecía quieta, blanda, pegada al pantalón, muerta. No era la primera vez. En el Colegio Salesiano le decían "muñeca"; era tímido y todo lo asustaba. "Llora, llora, muñeca”, gritaban sus compañeros en el recreo, rodeándolo. Él retrocedía hasta que su espalda encontraba la pared. Las caras se acercaban, las voces eran más altas, las bocas de los niños parecían hocicos dispuestos a morderlo. Se ponía a llorar. Una vez se dijo: "tengo que hacer algo”. En plena clase desafió al más valiente M año: ha olvidado su nombre y su cara, sus puños certeros y su resuello. Cuando estuvo frente a él, en el canchón de los desperdicios, encerrado dentro de un círculo de espectadores ansiosos, tampoco sintió miedo, ni siquiera excitación: sólo un abatimiento total. Su cuerpo no respondía ni esquivaba los golpes; debió esperar que el otro se cansara de pegarle. Era para castigar a ese cuerpo cobarde y transformarlo que se había esforzado en aprobar el ingreso al Leoncio Prado; por ello había soportado esos veinticuatro meses largos. Ahora ya no tenía esperanza; nunca sería corno el Jaguar, que se imponía por la violencia, ni siquiera corno Alberto, que podía desdoblarse y disimular para que los otros no hicieran de él una víctima. A él lo conocían de inmediato, tal como era, sin defensas, débil, un esclavo. Sólo la libertad le interesaba ahora para manejar su soledad a su capricho, llevarla a un cine, encerrarse con ella en cualquier parte. Levantó la mano y dio tres golpes en la puerta. ¿Había estado durmiendo el teniente Huarina? Sus ojos hinchados parecían dos enormes llagas en su cara redonda; tenía el pelo alborotado y lo miraba a través de una niebla. -Quiero hablar con usted, mi teniente. El teniente Remigio Huarina era en el mundo de los oficiales lo que él en el de los cadetes: un intruso. Pequeño, enclenque, sus voces de mando inspiraban risa, sus cóleras no asustaban a nadie, los suboficiales le entregaban los partes sin cuadrarse y lo miraban con desprecio; su compañía era la peor organizada, el capitán Garrido lo reprendía en público, los cadetes lo dibujaban en los muros con pantalón corto, masturbándose. Se decía que tenía un almacén en los Barrios Altos donde su mujer vendía galletas y dulces. ¿Por qué había entrado en la Escuela Militar? -¿Qué hay? -¿Puedo entrar? Es un asunto grave, mi teniente. -¿Quiere una audiencia? Debe usted seguir la vía jerárquica. No sólo los cadetes imitaban al teniente Gamboa: como él, Huarina había adoptado la posición de firmes para citar el reglamento. Pero con esas manos delicadas y ese bigote ridículo, una manchita negra colgada de la nariz, ¿podía engañar a alguien? -No quiero que nadie se entere, mi teniente. Es algo grave. El teniente se hizo a un lado y él entró. La cama estaba revuelta y el Esclavo pensó de inmediato en la celda de un convento: debía ser algo así, desnuda, lóbrega, un poco siniestra. En el suelo había un cenicero lleno de colillas; una humeaba todavía. -¿Qué hay? -insistió Huarina. -Es sobre lo del vidrio. -Nombre y sección - dijo el teniente, precipitadamente. -Cadete Ricardo Arana, quinto año, Primera sección. -¿Qué pasa con el vidrio? Era la lengua ahora la cobarde: se negaba a moverse, estaba seca, la sentía como una piedra áspera. ¿Era miedo? El Círculo se había ensañado con él; después del Jaguar, Cava era el peor; le quitaba los cigarrillos, el dinero, una vez había orinado sobre él mientras dormía. En cierto modo, tenía derecho; todos en el colegio respetaban la venganza. Y sin embargo, en el fondo de su corazón, algo lo acusaba. "No voy a traicionar al Círculo, pensó, sino a todo el año, a todos los cadetes.” -¿Qué hay? - dijo el teniente Huarina, irritado- ¿Ha venido a mirarme la cara? ¿No me conoce? -Fue Cava - dijo el Esclavo. Bajó los ojos: -¿Podré salir este sábado? -¿Cómo? - dijo el teniente. No había comprendido, todavía podía inventar algo y salir. -Fue Cava el que rompió el vidrio -dijo- El robó el examen de Química. Yo lo vi pasar a las aulas. ¿Se suspenderá la consigna? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 55 vidrios manchados de la glorieta y caía sobre él, que estaba echado en el suelo, la cara apoyada en una de sus manos y en la otra un lapicero suspendido a unos centímetros de la hoja de papel a medio llenar. En el suelo cubierto de polvo, colillas, fósforos carbonizados, había otras hojas, algunas escritas. La glorieta había sido construida junto con el colegio, en el pequeño jardín que contenía a la piscina, eternamente desaguada y cubierta de musgo, sobre la que planeaban nubes de zancudos. Nadie, seguramente ni el mismo coronel, conocía la finalidad de la glorieta, sostenida a dos metros de tierra por cuatro columnas de cemento y a la que se llegaba por una angosta escalera sinuosa. Probablemente ningún oficial ni cadete había entrado a la glorieta antes de que el Jaguar consiguiera abrir su puerta clausurada con una ganzúa especial, en cuya fabricación intervino casi toda la sección. Ésta había encontrado una función para la solitaria glorieta: servir de escondrijo a aquellos que en vez de ir a clase querían dormir una siesta. "El aposento temblaba como si hubiera un terremoto; la mujer gemía, se jalaba los pelos, decía 'basta, basta', pero el hombre no la soltaba; con su mano nerviosa seguía explorándole el cuerpo, rasguñándola, penetrándola. Cuando la mujer quedó muda, como muerta, el hombre se echó a reír y su risa parecía el canto de un animal." Colocó el lapicero en su boca y releyó toda la hoja. Todavía agregó una última frase: "La mujer pensó que los mordiscos del final habían sido lo mejor de todo y se alegró al recordar que el hombre volvería al día siguiente." Alberto echó una ojeada a las hojas cubiertas de palabras azules; en menos de dos horas, había escrito cuatro novelitas. Estaba bien. Todavía quedaban unos minutos antes de que sonara el silbato anunciando el final de las clases. Giró sobre sí mismo, apoyó la cabeza en el suelo, permaneció estirado, con el cuerpo blando, laxo; el sol tocaba ahora su cara pero no lo obligaba a cerrar los ojos: era débil. Había salido a la hora de almuerzo. De pronto el comedor se iluminó y el murmullo vertiginoso murió de golpe; mil quinientas cabezas se volvieron hacia el descampado: en efecto, la hierba parecía dorada y los edificios contiguos proyectaban sombra. Era la primera vez que salía el sol en octubre desde que Alberto estaba en el colegio. De inmediato pensó: "me iré a la glorieta a escribir". En la formación, susurró al Esclavo: "si pasan lista, contestas por mí- y, al llegar a las aulas, en un descuido del oficial, se metió en un baño. Cuando los cadetes entraron a las aulas, se deslizó rápidamente hasta la glorieta. Había escrito sin interrupción, novelitas de cuatro páginas; sólo en la última comenzó a sentir que la modorra invadía su cuerpo y surgió la tentación de soltar el lapicero y pensar en cosas vagas. Se le habían acabado los cigarrillos hacía días y trató de fumar las colillas retorcidas que encontró en la glorieta, pero apenas daba dos chupadas, el tabaco endurecido por el tiempo y el polvo que tragaba lo hacían tose r. "Repite Vallano, repite eso último, repite negro y mi pobre madre abandonada pensando en su hijo rodeado de tanto cholo, pero en esa época todavía no se hubiera asustado siquiera, si hubiera estado ahí en medio, escuchando Los placeres de Eleodora, repite Vallano, ya terminó el bautizo, ya salimos a la calle, ya volvimos, tú fuiste el más cunda, te trajiste a Eleodora en la maleta, yo sólo traje paquetes de comida, si hubiera sabido." Los muchachos están sentados en las camas o en los roperos, absortos, pendientes de los labios de Vallano que lee con voz cálida. A ratos se detiene y, sin levantar los Ojos del libro, espera: de inmediato surgen la algarabía, el fragor de las protestas. "Repite, Vallano, ya se me está ocurriendo una buena cosa para pasar el tiempo y ganarme unos centavos y mi madre rogando a Dios y a los santos, sábado y domingo, nos arrastrará a todos por la senda del mal, mi padre está embrujado por las Eleodoras" Después de leer tres o cuatro veces el libro enano de páginas amarillentas, Vallano lo guarda en el bolsillo de su sacón y echa una mirada vanidosa a sus compañeros que lo observan con envidia. Uno se atreve a decir: "préstamelo". Cinco, diez, quince lo asedian gritando: "préstamelo, negrito, hermano”. Vallano sonríe, abre la bocaza descomunal, sus ojos bulliciosos danzan, exultan, su nariz palpita, ha adoptado una actitud triunfal, toda la cuadra lo rodea, lo solicita, lo adula. Él los insulta: "pajeros, asquerosos, a ver por qué no leen la Biblia o el Quijote". Lo festejan, lo palmean, le dicen: "ah, negrito, cómo eres de vivo, Uy, cómo eres". De pronto, Vallano descubre las posibilidades que encierra ese cuento. Dice: “lo alquilo". Entonces lo empujan y lo amenazan, uno lo escupe, otro le grita: "interesado, sarnoso". Él se ríe a carcajadas, se echa en la cama, saca del bolsillo Los placeres de Eleodora, se lo planta ante los ojos que hierven de malicia, simula leer moviendo los labios como dos ventosas lascivas. "Cinco cigarros, diez cigarros, negrito Vallanito, préstame a Ele -o-do-ri-ta-pa-ra-hacer- -me-la-pa-ji-ta, yo sabía mamacita que el primero sería el Boa por la manera como rascaba a la Malpapeada mientras el negro leía, aúlla y aguanta quieta, ya se me ocurrió pero qué buena idea para pasar el tiempo y ganarme unos cobres y tenía montones de ¡deas, sólo que me faltaba la ocasión." Alberto ve venir al suboficial, directamente hacia la fila y con el rabillo del ojo comprueba que el Rulos sigue embebido en la lectura: tiene el libro pegado al sacón del cadete que está delante; sin duda, debe hacer grandes esfuerzos para leer pues las letras son minúsculas. Alberto no puede advertirle que se aproxima el suboficial: éste no le quita los ojos de encima y avanza cautelosamente, como un felino hacia su presa; imposible mover el pie o el codo. El suboficial se agazapa y salta: cae sobre el Rulos que La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 56 emite un chillido, y le arrebata Los placeres de Eleodora. "Pero no debió quemarlo y pisotearlo, no debió dejar la casa para correr tras de las putas, no debió abandonar a mi madre, no debimos dejar la gran casa con jardines de Diego Ferré, no debí conocer el barrio ni a Helena, no debió consignar al Rulos dos semanas, no debí comenzar nunca a escribir novelitas, no debí salir de Miraflores, no debí conocer a Teresa ni amarla. Vallano ríe, pero no puede disimular su desaliento, su nostalgia, su amargura. A ratos se pone serio y dice: 'caracho, estaba enamorado de Eleodora. Rulos, por tu culpa he perdido a mi hembra querida'. Los cadetes cantan 'ay, ay, ay' y se menean como rumberas, pellizcan a Vallano en los cachetes y en las nalgas, el Jaguar se lanza como un endemoniado sobre el Esclavo, lo alza en peso, todos se callan y miran, y lo lanza contra Vallano. Le dice te regalo a esta puta'. El Esclavo se incorpora, se arregla la ropa y se aleja. Boa lo atrapa por la espalda, lo levanta y el esfuerzo le congestiona el rostro y el cuello que se hincha; sólo lo tiene en el aire unos segundos y lo deja caer como un fardo. El Esclavo se retira, despacio, cojeando. 'Maldita sea - dice Vallano- Les juro que estoy muerto de pena.' 'Y entonces yo dije por media cajetilla de cigarrillos te escribo una historia mejor que “Los Placeres de Eleodora” y esa mañana yo supe lo que había pasado, la transmisión del pensamiento o la mano de Dios, supe y le dije, qué pasa con mi papá mamita y Vallano dijo ¿de veras ?, toma papel y lápiz y que te inspiren los ángeles, y entonces ella dijo, hijito, valor, una gran desgracia ha caído sobre nosotros, se ha perdido, nos ha abandonado y entonces comencé a escribir, sentado en un ropero, rodeado por toda la sección, como cuando el negro leía." Alberto escribe una frase con letra nerviosa: media docena de cabezas tratan de leer sobre sus hombros. Se detiene, alza el lápiz y la cabeza y lee: lo celebran, algunos hacen sugerencias que él desdeña. Á medida que avanza es más audaz: las palabras vulgares ceden el paso a grandes alegorías eróticas, pero los hechos son escasos y cíclicos: las caricias preliminares, el amor habitual, el anal, el bucal, el manual, éxtasis, convulsiones, batallas sin cuartel entre erizados órganos y, nuevamente, las caricias preliminares, etc. Cuando termina la redacción -diez páginas de cuaderno, por ambas caras- Alberto, súbitamente inspirado, anuncia el título: Los vicios de la carne y lee su obra, con voz entusiasta. La cuadra lo escucha respetuosamente; por instantes hay brotes de humor. Luego lo aplauden y lo abrazan. Alguien dice: "Fernández, eres un poeta". "Sí, dicen otros. Un poeta.- "Y ese mismo día se me acercó el Boa, con cara misteriosa, mientras nos lavábamos y me dijo hazme otra novelita como ésa y te la compro, buen muchacho, gran pajero, fuiste mi primer cliente y siempre me acordaré de ti, protestaste cuando dije cincuenta centavos por hoja, sin puntos aparte, pero aceptaste tu destino y nos cambiamos de casa y entonces fue de verdad que me aparté del barrio y los amigos y del verdadero Miraflores y comencé mi carrera de novelista, buena plata he ganado a pesar de los estafadores." Es un domingo de mediados de junio; Alberto, sentado en la hierba, mira a los cadetes que pasean por la pista de desfile rodeados de familiares. Unos metros más allá hay un muchacho, también de tercero, pero de otra sección. Tiene en sus manos una carta, que lee y relee, con rostro preocupado. “¿Cuartelero?”, pregunta Alberto. El muchacho asiente y muestra su brazalete color púrpura, con una letra C bordada. “Es peor que estar consignado", afirma Alberto. "Sí", dice el otro. "Y más tarde fuimos caminando a la sexta sección y nos echamos y fumamos cigarrillos Inca y me dijo soy iqueño y mi padre me mandó al Colegio Militar porque estaba enamorado de una muchacha de mala familia y me mostró su foto y me dijo apenas salga del colegio me caso con ella y ese mismo día dejó de pintarse y ponerse joyas y de ver a sus amigas y de jugar canasta y cada sábado que salía yo pensaba ha envejecido más." -¿Ya no te gusta? - dice Alberto- ¿Por qué pones esa cara cuando hablas de ella? El muchacho baja la voz y responde, como a sí mismo: -No sé escribirle. -¿Por qué? - pregunta Alberto. -¿Cómo por qué? Porque no. Ella es muy inteligente. Me escribe cartas muy lindas. -Escribir una carta es muy fácil - dice Alberto-. Lo más fácil del mundo. -No. Es fácil saber lo que quieres decir, pero no decirlo. -Bah - dice Alberto- Puedo escribir diez cartas de amor en una hora. -¿De veras? - pregunta el muchacho, mirándolo fijamente. "Y le escribí una y otra y la chica me contestaba y el cuartelero me convidaba cigarros y colas en 'La Perlita' y un día me trajo a un zambito de la octava y me dijo ¿ puedes escribirle una carta a la hembrita que éste tiene en Iquitos? y yo le dije ¿ quieres que vaya a verlo y le hable? y ella me dijo no hay nada que hacer sino rezar a Dios y comenzó a ir a misa y a novenas y a darme consejos Alberto tienes que ser piadoso y querer mucho a Dios para que cuando seas grande las tentaciones no te pierdan como a tu padre y yo le dije Okey pero me pagas." Alberto pensó: "ya hace más de dos años. Cómo pasa el tiempo". Cerró los ojos: evocó el rostro de Teresa y su cuerpo se llenó de ansiedad. Era la primera vez que resistía la consigna sin angustia. Ni La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 57 siquiera las dos cartas que había recibido de la muchacha lo incitaban a desear la salida. Pensó: "me escribe en papel barato y tiene mala letra. He leído cartas más bonitas que las de ella". Las había leído varias veces, siempre a ocultas. (Las guardaba en el forro del quepí, como los cigarrillos que traía al colegio los domingos.) La primera semana, al recibir una carta de Teresa, se dispuso a responderle de inmediato, pero después de escribir la fecha, sintió disgusto, turbación y no supo qué decir. Todo el lenguaje parecía falso e inútil. Destruyó varios borradores y al fin se decidió a contestarle apenas unas líneas objetivas: "estamos consignados por un lío. No sé cuando saldré. Tuve una gran alegría al recibir tu carta. Siempre pienso en ti y lo primero que haré, al salir, será ir a verte". El Esclavo lo perseguía, le ofrecía cigarrillos, fruta, sandwichs, le hacía confidencias; en el comedor, en la fila y en el cine se las arreglaba para estar a su lado. Recordó su cara pálida, su expresión obsecuente, su sonrisa beatífica y lo odió. Cada vez que veía aproximarse al Esclavo, sentía malestar. La conversación de un modo u otro recaía en Teresa y Alberto debía disimular, adoptando un papel cínico; otras veces se mostraba amistoso y daba al Esclavo consejos sibilinos: "no vale la pena que te declares por carta. Esas cosas se hacen de frente, para ver las reacciones. En la primera salida, vas a su casa y le caes" La cara lánguida escuchaba seriamente, asentía sin rebelarse. Alberto pensó -~ "se lo diré el primer día que salgamos, apenas crucemos la puerta del colegio. Ya tiene una cara bastante estúpida para amargarle más la vida. Le diré: lo siento mucho, pero esa chica me gusta y si la vas a ver te parto la cara. Hay más mujeres en el mundo. Y después iré a verla y la llevaré al Parque Necochea" (que está al final del Malecón Reserva, sobre los acantilados verticales y ocres que el mar de Miraflores combate ruidosamente; desde el borde se contempla, en invierno, a través de la neblina, un escenario de fantasmas: la playa de piedras, solitaria y profunda). Pensó: "me sentaré en el último banco, junto a la baranda de troncos blancos". El sol había entibiado su cara y su cuerpo; no quería abrir los ojos para evitar que la imagen se fuera. Cuando despertó, el sol había desaparecido; estaba en medio de una luz parda. Se movió en el sitio y le dolieron los huesos de la espalda; sentía la cabeza pesada: era incómodo dormir sobre madera. Tenía el cerebro adormecido, no atinaba a ponerse de pie, pestañeó varias veces, sintió ganas de fumar. Luego se incorporó con torpeza y espió. El jardín estaba vacío y los bloques de cemento de las aulas parecían desiertos. ¿Qué hora sería? El silbato para ir al comedor era a las siete y media. Inspeccionó cuidadosamente los alrededores. El colegio estaba muerto. Descendió de la glorieta y cruzó rápidamente el jardín y los edificios sin ver a nadie. Sólo al llegar a la pista de desfile distinguió a un grupo de cadetes que correteaba detrás de la vicuña. Al fondo de la pista, un kilómetro más allá, presentía a los cadetes envueltos en sus sacones verdes, caminando en parejas por el patio, y el gran rumor de las cuadras. Tenía unos deseos enormes de fumar. En el patio de quinto, se detuvo. En vez de cruzarlo, regresó hacia la Prevención. Era "miércoles, podía haber cartas. Varios cadetes obstruían la puerta. -Paso. El oficial de guardia me ha mandado llamar. Nadie se movió. -Haz cola - dijo uno. -No vengo por cartas -afirmó Alberto-. El oficial me necesita. -Friégate. Aquí todos hacen cola. Esperó. Cuando salía un cadete, la cola se agitaba; todos pugnaban por pasar primero. Distraídamente, Alberto leía el orden del Día, colgado en la puerta: "Quinto año. Oficial de guardia: teniente Pedro Pitaluga. Suboficial: Joaquín Morte. Efectivo de año. Disponibles: 360. Internados en la enfermería: S. Disposición especial: se suspende la consigna a los imaginarias del 13 de septiembre. Firmado, el capitán de año". Volvió a leer la última parte, dos, tres veces. Dijo una lisura en voz alta y, desde el fondo de la Prevención, la voz del suboficial Pezoa protestó: -¿Quién anda diciendo mierda por ahí? Alberto corría hacia la cuadra. Su corazón desbordaba de impaciencia. Encontró a Arróspide en la puerta. -Han suspendido la consigna --gritó Alberto- El capitán se ha vuelto loco. -No - dijo Arróspide- ¿Acaso no sabes? Alguien ha pegado un chivatazo. Cava está en el calabozo. -¿Qué? -dijo Alberto- ¿Lo han denunciado? ¿Quién? -Oh - dijo Arróspide- Eso se sabe siempre. Alberto entró en la cuadra. Como en las grandes ocasiones, el recinto había cambiado de atmósfera. El ruido de los botines parecía insólito en la cuadra silenciosa. Muchos ojos lo seguían desde las literas. Fue hasta su cama. Buscó con la mirada: ni el Jaguar, ni el Rulos ni el Boa estaban presentes. En la litera de al lado, Vallano hojeaba unas copias. -¿Ya se sabe quién ha sido? -le preguntó Alberto. -Se sabrá - dijo Vallano- Tiene que saberse antes que expulsen a Cava. -¿Dónde están los otros? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 60 tranquilidad profunda; va apretujado entre una masa de gente y afuera, al otro lado de las ventanillas, no se ve nada, la noche ha caído en pocos segundos, pero él sabe que el vehículo atraviesa descampados y chacras, alguna fábrica, una barriada con casas de latas y cartones, la Plaza de Toros. "Él entró, le dijo hola, con su sonrisa de cobarde, ella le dijo hola y siéntate, la bruja salió y comenzó a hablar y le dijo señor y se fue a la calle y los dejó solos y él le dijo he venido por, para, figúrate que, te das cuenta, te mandé decir con, ah, Alberto, sí, me llevó al cine, pero nada más y le escribí, ah, yo estoy loco por ti, y se besaron, están besándose, estarán besándose, Dios mío, haz que estén besándose cuando llegue, en la boca, que estén calatos, Dios mío." Baja en la avenida Alfonso Ugarte y camina hacia la Plaza Bolognesi, entre empleados y funcionarios que salen de las cafeterías o permanecen en las esquinas, formando grupos zumbones; cruza las cuatro pistas paralelas surcadas por ríos de automóviles y llega a la Plaza donde, en el centro, en lo alto de la columna, otro héroe de bronce se desploma acribillado por balas chilenas, en las sombras, lejos de las luces. "juráis por la bandera sagrada de la Patria, por la sangre de nuestros héroes, por la playita del despeñadero estábamos bajando cuando Pluto me dijo mira arriba y ahí estaba Helena, juramos y desfilamos y el ministro se limpiaba su nariz, se la rascaba y mi pobre madre, ya no más canastas, no más fiestas, cenas, viajes, papá llévame al fútbol, ése es un deporte de negros muchacho, el próximo año te haré socio del Regatas para que seas boga y después se fue con las polillas como Teresa." Avanza por el Paseo Colón, despoblado como una calle de otro mundo, anacrónico como sus casas cúbicas del siglo diecinueve que sólo albergan ya simulacros de buenas familias, fachadas que arden de inscripciones, paseo sin autos, con bancos averiados y estatuas. Luego sube al Expreso de Miraflores, iluminado y reluciente como una nevera; lo rodea gente que no ríe ni habla; baja en el Colegio Raimondi y camina por las calles lóbregas de Lince: ralas pulperías, faroles moribundos, casas a oscuras. "Así que no habías salido nunca con un muchacho, qué me cuentas, pero después de todo, con esa cara que Dios te puso sobre el cogote, así que-el cine Metro es muy bonito, no me digas, veremos si el Esclavo te lleva a las matinés del centro, si te lleva a un parque, a la playa, a Estados Unidos, a Chosica los domingos, así que ésas teníamos, mamá tengo que contarte una cosa, me enamoré de una huachafa y me puso cuernos como a ti mi padre pero antes de que nos casáramos, antes de que me declarara, antes de todo, qué me cuentas." Ha llegado a la esquina de la casa de Teresa y está pegado a la pared, oculto en las sombras. Mira a todos lados, las calles están vacías. A su espalda, en el interior de la casa oye un ruido de objetos, alguien ordena un armario o lo desordena, sin precipitación, con método. Se pasa la mano por los cabellos, los alisa, sigue con un dedo la raya y comprueba que se conserva recta. Saca su pañuelo, se limpia la frente y la boca. Se arregla la camisa, levanta un pie y frota la puntera del zapato en la basta del pantalón; hace lo mismo con el otro pie. "Entraré, les daré la mano, sonriendo, he venido sólo por un segundo, perdónenme, Teresa mis dos cartas por favor, toma las tuyas, tú quieto Esclavo, hablaremos después, éste es asunto de hombres, ¿para qué hacer un lío delante de ella?, dime, ¿tú eres un hombre?" Alberto está frente a la puerta, al pie de los tres escalones de cemento. Trata de escuchar, en vano. Sin embargo, están allí: una hebra de luz ilumina el contorno de la puerta y, segundos antes, ha sentido un roce casi aéreo, tal vez una mano que buscó apoyo en algo. "Pasaré en mi carro convertible, con mis zapatos americanos, mis camisas de hilo, mis cigarrillos rubios, mi chaqueta de cuero, mi sombrero con una pluma roja, tocaré la bocina, les diré suban, llegué ayer de Estados Unidos, demos una vuelta, vengan a mi casa de Orrantia, quiero que conozcan a mi mujer, una americana que fue artista de cine, nos casamos en Hollywood el mismo año que terminé mi carrera, vengan, sube Esclavo, sube Teresa, ¿quieren oír radio mientras?" Alberto toca la puerta dos veces, la segunda con más fuerza. Momentos después ve en el umbral un contorno de mujer, una silueta sin facciones, sin voz. La luz que viene del interior ilumina apenas los hombros de la muchacha y el nacimiento de su cuello. "¿Quién es?", dice ella. Alberto no responde. Teresa se aparta un poco hacia la izquierda y Alberto recibe en el rostro un baño de luz tenue. -Hola - dice Alberto- Quisiera hablar un momento con él. Es muy urgente. Llámalo por favor. -Hola, Alberto - dice ella- No te había reconocido. Pasa. Entra. Me has asustado. Él entra y agrava la expresión de su rostro a la vez que mira en todas direcciones el cuarto vacío; la cortina que separa las habitaciones oscila y él puede ver una cama ancha, en desorden, y al lado otra más pequeña. Suaviza la expresión y se vuelve: Teresa está cerrando la puerta, de espaldas a él. Alberto ve que ella, antes de girar, se pasa rápidamente la mano por los cabellos y luego corrige los pliegues de su falda. Ahora ella está frente a él. De golpe, Alberto descubre que el rostro tantas veces evocado en el colegio estas últimas semanas, tenía una firmeza que no asoma en el rostro que ve a su lado, el mismo que vio en el cine Metro, o tras esa puerta, cuando se despidieron, un rostro cohibido, unos ojos tímidos que se apartan de los suyos y se abren y cierran como tocados por el sol M verano. Teresa sonríe y parece turbada: sus manos se unen y desunen, caen junto a sus caderas, se apoyan en la pared. -Me he escapado del colegio - dice él. Enrojece y baja la vista. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 61 -¿Te has escapado? -Teresa ha abierto los labios pero no dice nada más, sólo lo mira con cierta ansiedad; sus manos han vuelto a juntarse y están suspendidas a pocos centímetros de Alberto- ¿Qué ha pasado? Cuéntame. Pero, siéntate, no hay nadie, mi tía ha salido. Él levanta la cabeza y le dice: -¿Has estado con el Esclavo? Ella lo mira con los ojos muy abiertos: -¿Quién? -Quiero decir, Ricardo Arana. -Ah - dice ella, como tranquilizada; otra vez está sonriendo-. El muchacho que vive en la esquina. -¿Ha venido a verte? -insiste él. -¿A mí? - dice ella- No. ¿Por qué? -Dime la verdad - dice él, en alta voz -. ¿Para qué me mientes? Es decir... -Se interrumpe, balbucea algo, se calla. Teresa lo mira muy seria, moviendo apenas la cabeza, las manos quietas a lo largo de su cuerpo, pero en sus ojos asoma un elemento nuevo, todavía impreciso, una luz maliciosa. -¿Por qué me preguntas eso? -su voz es muy suave y lenta, vagamente irónica. -El Esclavo salió esta tarde - dice Alberto- Creí que había venido a verte. Hizo creer que estaba enferma su madre. -¿Por qué iba a venir? - dice ella. -Porque está enamorado de ti. Esta vez todo el rostro de Teresa se ha impregnado de esa luz, sus mejillas, sus- labios, su frente, muy tersa, sobre la cual ondean unos cabellos. -Yo no sabía - dice ella- Sólo he conversado con él un momento. Pero... -Por eso me escapé - dice Alberto; queda un instante en silencio, con la boca abierta. Al fin, añade: - Tenía celos. Yo también estoy enamorado de ti. VII Siempre aparecía tan limpia, tan elegante, que yo pensaba: ¿cómo a las otras nunca se las ve así? Y no es que cambiara mucho de vestido, al contrario, tenía poca ropa. Cuando estábamos estudiando y se manchaba las manos con tinta, botaba los libros al suelo y se iba a lavar. Si caía al cuaderno aunque fuera un puntito de tinta, rompía la hoja y la hacía de nuevo. "Pero así pierdes mucho tiempo, le decía yo. Mejor la borras. Presta una 'Gillete' y verás, no se notará nada." Ella no aceptaba. Era lo único que la ponía furiosa. Sus sienes comenzaban a latir -se movían despacito, como un corazón, bajo sus cabellos negros-, su boca se fruncía. Pero al volver M caño ya estaba sonriendo de nuevo. Su uniforme de colegio era una falda azul y una blusa blanca. A veces yo la veía llegar del colegio y pensaba: "ni una arruga, ni una mancha". También tenía un vestido a cuadros que le cubría los hombros y se cerraba en el cuello con una cinta. Era sin mangas y ella se ponía encima una chompa color canela. Se abrochaba sólo el último botón y, al caminar, las dos puntas de la chompa volaban en el aire y qué bien se la veía. Ese era el vestido de los domingos, con el que iba a ver a sus parientes. Los domingos eran los peores días. Me levantaba temprano y salía a la Plaza Bellavista; me sentaba en una banca o veía las fotos del cine, pero sin dejar de espiar la casa, no fueran a salir sin que las viera. Los otros días, Tere iba a comprar pan a la panadería del chino Tilau, la que está junto al cine. Yo le decía:”qué casualidad, siempre nos encontramos". Si había mucha gente, Tere se quedaba afuera y yo me abría paso y el chino Tilau, un buen amigo, me atendía primero. Una vez, Tilau dijo al vemos entrar: "ah, ya llegaron los novios. ¿Siempre lo mismo? ¿Dos chancay calientes para cada uno?". Los que estaban comprando se rieron, ella se puso colorada y yo dije: "ya, Tilau, déjate de bromas y atiende". Pero los domingos la panadería estaba cerrada. Desde el vestíbulo del cine Bellavista o desde una banca, yo me quedaba mirándolas. Esperaban el ómnibus que va por la Costanera. Algunas veces disimulaba; me metía las manos en los bolsillos y silbando y pateando una piedra o una tapa de botella, pasaba junto a ellas y, sin parar, las saludaba: "buenos días, señora; hola, Tere" y me seguía de frente, para entrar a mi casa o ir hasta Sáenz Peña, porque sí. También se ponía el vestido a cuadros y la chompa los lunes en la noche, porque su tía la llevaba al femenino del cine Bellavista. Yo le decía a mi madre que tenía que prestarme un cuaderno y salía a la plaza a esperar que terminara la función y la veía pasar con su tía, comentando la película. Los otros días se ponía una falda color marrón. Era una falda vieja, medio desteñida. A veces yo encontraba a la tía zurciendo la falda, y lo hacía bien, los parches casi no se notaban, para algo era costurera. Si era ella la que zurcía la falda, se quedaba después del colegio con el uniforme y para no mancharse ponía un periódico en la silla. Con la falda marrón se ponía una blusa blanca, con tres La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 62 botones y sólo se abrochaba los dos primeros, así que su cuello quedaba al aire, un cuello moreno y largo. En invierno se ponía sobre la blusa blanca la chompa color canela y no se abrochaba ningún botón. Yo pensaba: “cuánta maña para arreglarse". Sólo tenía dos pares de zapatos y ahí no le servían de mucho las mañas, aunque sí un poquito. Llevaba al colegio unos zapatos negros con cordones, que parecían de hombre, pero como tenía pies pequeños, disimulaba. Los tenía siempre brillando, sin polvo y sin manchas. Al volver a su casa seguramente se los quitaba para lustrarlos, porque yo la veía entrar con zapatos negros y poco después, cuando yo llegaba para estudiar, tenía puestos los zapatos blancos y los negros estaban en la puerta de la cocina, como espejos. No creo que les echara pomada todos los días, pero sí les pasaría un trapo. Sus zapatos blancos estaban viejos. Cuando ella se distraía, cruzaba las piernas y tenía un pie en el aire, yo veía que las suelas estaban gastadas, comidas en varias partes y una vez que se golpeó contra la mesa y ella dio un grito y vino su tía y le quitó el zapato y empezó a sobarle el pie yo me fijé y dentro del zapato había un cartón doblado, así que pensé: "la suela tiene hueco". Una vez la vi limpiar sus zapatos blancos. Los iba pintando con una tiza por todas partes, con mucho cuidado, como cuando hacía las tareas del colegio. Así los tenía nuevecitos, pero sólo un momento, porque al rozar con algo la tiza se corría y se borraba y el zapato se llenaba de manchas. Una vez pensé: "si tuviera muchas tizas, tendría los zapatos limpios todo el tiempo. Puede llevar una tiza en el bolsillo y apenas se despinte una parte, saca la tiza y la pinta". Frente a mi colegio había una librería y una tarde fui y pregunté cuánto costaba la caja de tizas. La grande valía seis soles y la chica cuatro cincuenta. No sabía que era tan caro. Me daba vergüenza pedirle dinero al flaco Higueras, ni siquiera le había devuelto su sol. Ya éramos más amigos, aunque sólo nos viéramos a ratos, en la chingana de siempre. Me contaba chistes, me preguntaba por el colegio, me invitaba cigarrillos, me enseñaba a hacer argollas, a retener el humo y echarlo por la nariz. Un día me animé y le dije que me prestara cuatro cincuenta. "Claro hombre, me dijo, lo que quieras" y me los dio sin preguntarme para qué eran. Corrí a la librería y compré la caja de tizas. Había pensado decirle: "te he traído este regalo, Tere" y cuando entré a su casa todavía pensaba hacerlo, pero apenas la vi me arrepentí y sólo le dije: "me han regalado esto en el colegio y las tizas no me sirven para nada. ¿Tú las quieres?". Y ella me dijo: "sí, claro, dámelas". No creo que exista el diablo pero el Jaguar me hace dudar a veces. Él dice que no cree, pero es mentira, pura pose. Se vio cuando le pegó a Arróspide por hablar mal de Santa Rosa. "Mi madre era devota de Santa Rosa y hablar mal de ella es como hablar mal de mi madre", pura pose. El diablo debe tener la cara del Jaguar, su misma risa y además los cachos puntiagudos. Vienen a llevarse a Cava, dijo, ya descubrieron todo. Y se puso a reír, mientras el Rulos y yo perdíamos el habla y nos venían los muñecos. ¿Cómo adivinó? Siempre sueño que me le acerco por detrás y lo noqueo y le doy en el suelo, juach, paf, kraj. A ver qué hace cuando despierta. El Rulos también debe pensar en eso. El Jaguar es una bestia, Boa, un bruto como no hay dos, me dijo esta tarde, ¿viste cómo adivinó lo del serrano, cómo se rió? Si el fregado hubiera sido yo, seguro que también se meaba de risa. Pero después, se puso como loco, sólo que no por el serrano, sino por él. "Ésa me la han hecho a mí, no saben con quien se meten", pero el que está adentro es Cava, se me paran los pelos, ¿y si los dados me elegían a mí? Me gustaría que lo fregaran al Jaguar, a ver qué cara pone, nadie lo friega nunca, eso es lo que da más pica, todo se lo adivina. Dicen que los animales se dan cuenta de las cosas por el olor; huelen y ya está, por la nariz les entra todo lo que va a ocurrir. Mi madre dice: el día del terremoto del 40 supe que iba a pasar algo, de repente los perros del barrio se volvieron locos, corrían y aullaban como si vieran al diablo con sus cachos y sus pelos de alambre. Poquito después comenzaba la tembladera. Igualito que el Jaguar. Puso una cara de ésas y dijo "alguien ha pegado un soplo", "juro por la virgen que sí", y Huarina y Morte ni habían asomado, ni se oían sus pasos, ni nada. Qué vergüenza, no lo vio ningún oficial, ningún suboficial, hace rato que lo hubieran encerrado, hace tres semanas que estaría en la calle, qué asco, tiene que ser un cadete. Quizá un perro o alguno de cuarto. Los de cuarto también son unos perros, más grandes, más sabidos, pero en el fondo perros. Nosotros nunca fuimos perros del todo, se lo debemos al Círculo, nos hacíamos respetar, nuestro trabajo nos costó. ¿Cuando estábamos en cuarto se le hubiera ocurrido a uno de quinto llevarnos a tender camas? Lo tiro al suelo, lo escupo, Jaguar, Rulos, serrano Cava, ¿quieren ayudarme?, me arden las manos de tanto zumbar a este rosquete. Ni siquiera se metían con los enanos de la décima, todo se lo deben al Jaguar, fue el único que no se dejó bautizar, dio el ejemplo, un hombre de pelo en pecho, para qué. Pasamos unos días buenos, mejores que todo lo que vino después, pero no quisiera que el tiempo retrocediera, más bien al contrario, haber salido ya, si es que todo no se friega con lo del serrano, lo mataría si se asusta y nos embarra a todos. Pongo mis manos al luego por él, dijo Rulos, no abrirá la boca así le metan un hierro caliente. Sería mucha mala suerte, quemarse al final, justo antes de los exámenes, por un mugriento vidrio, bah. No me gustaría ser perro de nuevo, está fregado pasar otros tres años aquí, sabiendo lo que es, teniendo experiencia. Hay La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 65 -¿De veras? -preguntó Alberto. -Templado como un perro - dijo Emilio- Miren cómo le brillan los ojos. -Lo que pasa - dijo el Bebe-, es que a lo mejor no te declaras bien. Trata de impresionarla. ¿Ya sabes lo que vas a decirle? -Más o menos - dijo Alberto-. Tengo una idea. -Eso es lo principal -afirmó el Bebe- Hay que tener preparadas todas las palabras. -Depende - dijo Pluto- Yo prefiero improvisar. Vez que la caigo a una chica, me pongo muy nervioso, pero apenas comienzo a hablarle se me ocurren montones de cosas. Me inspiro. -No - dijo Emilio- El Bebe tiene razón. Yo también llevo todo preparado. Así, en el momento sólo tienes que preocuparte de la manera cómo se lo dices, de las miradas que le echas, de cuándo le coges la mano. -Tienes que llevar todo en la cabeza - dijo el Bebe- Y si puedes, ensáyate una vez ante el espejo. -Sí -afirmó Alberto. Dudó un momento: -¿Tú qué le dices? -Eso varía -repuso el Bebe-. Depende de la chica. -Emilio asintió con suficiencia- A Helena no puedes preguntarle de frente si quiere estar contigo. Primero tienes que hacerle un buen trabajo. -Quizá me largó por eso -confesó Alberto- La vez pasada le pregunté de golpe si quería ser mi enamorada. -Fuiste un tonto - dijo Emilio- Y además, te le declaraste en la mañana. Y en la calle. ¡Hay que estar loco! -Yo me declaré una vez en misa - dijo Pluto- Y me fue bien. -No, no -lo interrumpió Emilio. Y se volvió a Alberto Mira. Mañana la sacas a bailar. Esperas que toquen un bolero. No vayas a declararte en un mambo. Tiene que ser una música romántica. -Por eso no te preocupes - dijo el Bebe-. Cuando estés decidido, me haces una seña y yo me encargo de poner "Me gustas" de Leo Marini. -¡Es mi bolero! -exclamó Pluto-. Siempre que me declaro bailando “Me gustas" me han dicho sí. No falla. -Bueno - dijo Alberto- Te haré una seña. -La sacas a bailar y la pegas - dijo Emilio- A la disimulada te vas hacia un rinconcito para que no te oigan las otras parejas. Y le dices, al oído, "Helenita, me muero por tí". -¡Animal! -gritó Pluto- ¿Quieres que lo largue otra vez? -¿Por qué? -preguntó Emilio- Yo siempre me declaro así. -No - dijo el Bebe-. Eso es declararse sin arte, a la bruta. Primero pones una cara muy seria y le dices: "Helena, tengo que decirte algo muy importante. Me gustas. Estoy enamorado de ti. ¿Quieres estar conmigo?". -Y si se queda callada -añadió Pluto-, le dices: "Helenita, ¿tú no sientes nada por mí?". -Y entonces le aprietas la mano - dijo el Bebe- Despacito, con mucho cariño. -No te pongas pálido, hombre - dijo Emilio, dando una palmada a Alberto-. No te preocupes. Esta vez te acepta. -Sí - dijo el Bebe- Ya verás que sí. -Después que te declares les haremos una rueda - dijo Pluto-. Y les cantaremos "Aquí hay dos enamorados". Yo me encargo de eso. Palabra. Alberto sonreía. -Pero ahora tienes que aprender el mambo - dijo el Bebe- Anda, ahí te espera tu pareja. Pluto había abierto los brazos teatralmente. Cava decía que iba a ser militar, no infante, sino de artillería. Ya no hablaba de eso, últimamente, pero seguro lo pensaba. Los serranos son tercos, cuando se les mete algo en la cabeza ahí se les queda. Casi todos los militares son serranos. No creo que a un costeño se le ocurra ser militar. Cava tiene cara de serrano y de militar, y ya le jodieron todo, el colegio, la vocación, eso es lo que más le debe arder. Los serranos tienen mala suerte, siempre les pasan cosas. Por la lengua podrida de un soplón, que a lo mejor ni descubrimos, le van a arrancar las insignias delante de todos, lo estoy viendo y se me pone la carne de gallina, si esa noche me toca ahora estaría adentro. Pero yo no hubiera roto el vidrio, hay que ser bruto para romper un vidrio. Los serranos son un poco brutos. Seguro que fue de miedo, aunque el serrano Cava no es un cobarde. Pero esa vez se asustó, sólo así se explica. También por mala suerte. Los serranos tienen mala suerte, les ocurre lo peor. Es una suerte no haber nacido serrano. Y lo peor es que no se la esperaba, nadie se la esperaba, estaba muy contento, jode y jode al marica de Fontana, en las clases de francés uno se divierte mucho, vaya tipo raro, Fontana. El serrano decía: Fontana es todo a medias; medio bajito, medio rubio, medio hombre. Tiene los ojos más azules que el Jaguar, pero miran de otra manera, medio en serio, medio en burla. Dicen que no es francés sino peruano y que se hace La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 66 pasar por francés, eso se llama ser hijo de perra. Renegar de su patria, no conozco nada más cobarde. Pero a lo mejor es mentira, ¿de dónde sale tanta cosa que cuentan de Fontana? Todos los días sacan algo nuevo. De repente ni siquiera es marica, pero de dónde esa vocecita, esos gestos que provoca pellizcarle los cachetes. Si es verdad que se hace pasar por francés, me alegro de haberlo batido. Me alegro que lo batan. Lo seguiré batiendo hasta el último día de clase. Profesor Fontana, ¿cómo se dice en francés cucurucho de caca? A veces da compasión, no es mala gente, sólo un poco raro. Una vez se puso a llorar, creo que fue por las "Gilletes", zumm, zumm, zumm. Traigan todos una "Gillete" y párenlas en una rendija de la carpeta, para hacerlas vibrar les meten el dedito, dijo el Jaguar. Fontana movía la boca y sólo se oía zumm, zumm, zumm. No se rían para no perder el compás, el marica seguía moviendo la boquita, zumm, zumm, zumm, cada vez más fuerte y parejo, a ver quién se cansa primero. Nos quedamos así tres cuartos de hora, quizá más. ¿Quién va a ganar, quién se rinde primero? Fontana como si nada, un mudo que mueve la boca y la sinfonía cada vez más bonita, más igualita. Y entonces cerró los Ojos y cuando los abrió lloraba. Es un marica. Pero seguía moviendo la boca, qué resistencia de tipo. Zumin, zumni, zumin. Se fue y todos dijeron "ha ido a llamar al teniente, ya nos fregamos, pero eso es lo mejor, sólo se mandó mudar. Todos los días lo baten y nunca llama a los oficiales. Debe tener miedo que le peguen, lo bueno es que no parece un cobarde. A veces parece que le gusta que lo batan. Los maricas son muy raros. Es un buen tipo, nunca jala en los exámenes. Él tiene la culpa que lo batan. ¿Qué hace en un colegio de machos con esa voz y esos andares? El serrano lo friega todo el tiempo, lo odia de veras. Basta que lo vea entrar para que empiece, ¿cómo se dice maricón en francés?, profesor ¿a usted le gusta el catchascán?, usted debe ser muy artista, ¿por qué no se canta algo en francés con esa dulce voz que tiene?, profesor Fontana, sus ojos se parecen a los de Rita Hayworth. Y el marica no se queda callado, siempre responde, sólo que en francés. Oiga, profesor, no sea usted tan vivo, no mente la madre, lo desafío a boxear con guantes, Jaguar no seas mal educado. Lo que pasa es que se lo han comido, lo tenemos dominado. Una vez lo escupimos mientras escribía en la pizarra, quedó todito vomitado, qué asquerosidad decía Cava, debía bañarse antes de entrar a clases. Ah, esa vez llamó al teniente, la única vez, qué papelón, por eso no volvió a llamar a los oficiales, Gamboa es formidable, ahí nos dimos cuenta todos de lo formidable que es Gamboa. Lo miró de arriba abajo, qué suspenso, nadie respiraba. ¿Qué quiere que haga, profesor? Usted es el que manda en el aula. Es muy fácil hacerse respetar. Mire. Nos observó un rato y dijo ¡Atención!, caracho en menos de un segundo estábamos cuadrados. ¡Arrodillarse!, caracho en menos de un segundo estábamos en el suelo. "Marcha del pato en el sitio", y ahí mismito comenzamos a saltar con las piernas abiertas. Más de diez minutos, creo. Parecía que me habían machucado las rodillas con una comba, un-dos, un-dos, muy serios, como patos, hasta que Gamboa dijo ¡alto! y preguntó ¿alguien quiere algo conmigo, de hombre a hombre?, no se movía ni una mosca. Fontana lo miraba y no podía creer. Debe hacerse respetar usted mismo, profesor, a éstos no les gustan las buenas maneras sino los carajos. ¿Quiere usted que los consigne a todos? No se moleste, dijo Fontana, qué buena respuesta, no se moleste, teniente. Y comenzamos a decir ma-ri-qui- ta, con el estómago, eso es lo que hacía Cava esta tarde, porque es medio ventrílocuo. No se mueven ni su jeta ni sus ojos de serrano y de adentro le sale una voz clarita, es de verlo y no creerlo. Y en eso el Jaguar dijo "vienen a llevarse a Cava, ya descubrieron todo”. Y se puso a reír y Cava miraba a todos lados, y el Rulos y yo, qué pasa hermano, y Huarina apareció en la puerta y dijo, Cava, venga con nosotros, perdón, profesor Fontana, es un asunto importante. Bien hombre el serrano, se levantó y salió sin mirarnos y el Jaguar, "no saben con quién se meten”, y se puso a hablar incendios contra Cava, serrano de mierda, se fregó por bruto, y todo el serrano, como si él tuviera la culpa de que lo fueran a expulsar. Ha olvidado los hechos minúsculos, idénticos, que constituían su vida, esos días que siguieron al descubrimiento de que tampoco podía confiar en su madre, pero no ha olvidado el desánimo, la amargura, el rencor, el miedo que reinaban en su corazón y ocupaban sus noches. Lo peor era simular. Antes, aguardaba para levantarse que él hubiera salido. Pero una mañana alguien retiró las sábanas de su cama cuando aún dormía; sintió frío, la luz clara del amanecer le obligó a abrir los ojos. Su corazón se detuvo: su padre estaba a su lado y tenía las pupilas incendiadas, igual que aquella noche. Oyó: -¿Qué edad tienes? -Diez años - dijo. -¿Eres un hombre? Responde. -Sí -balbuceó. -Fuera de la cama, entonces - dijo la voz- Sólo las mujeres se pasan el día echadas, porque son ociosas y tienen derecho a serlo, para eso son mujeres. Te han criado como a una mujerzuela. Pero yo te haré un hombre. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 67 Ya estaba fuera de la cama, vistiéndose, pero la precipitación era fatal: equivocaba el zapato, se ponía la camisa al revés, la abotonaba mal, no encontraba el cinturón, sus manos temblaban y no podían anudar los cordones. -Todos los días, cuando baje a tomar desayuno, quiero verte en la mesa, esperándome. Lavado y peinado. ¿Has oído? Tomaba el desayuno con él y adoptaba actitudes diferentes, según el carácter de su padre. Si lo notaba sonriente, la frente lisa, los ojos sosegados, le hacía preguntas que pudieran halagarlo, lo escuchaba con profunda atención, asentía, abría mucho los ojos y le preguntaba si quería que le limpiara el auto. En cambio, si lo veía con el rostro grave y no contestaba a su saludo, permanecía en silencio y escuchaba sus amenazas con la cabeza baja, como arrepentido. A la hora del almuerzo, la tensión era menor, su madre servía de elemento de diversión. Sus padres conversaban entre ellos, podía pasar desapercibido. En las noches, el suplicio terminaba. Su padre volvía tarde. Él cenaba antes. Desde las siete comenzaba a rondar a su madre, le confesaba que lo consumía la fatiga, el sueño, el dolor de cabeza. Cenaba velozmente y corría a su cuarto. A veces, cuando estaba desnudándose sentía el frenazo del automóvil. Apagaba la luz y se metía en la cama. Una hora después, se levantaba en puntas de pie, terminaba de desnudarse, se ponía el pijama. Algunas mañanas, salía a dar una vuelta. A las diez, la avenida Salaverry estaba solitaria, de cuando en cuando pasaba un ruidoso tranvía a medio llenar. Bajaba hasta la avenida Brasil y se detenía en la esquina. No cruzaba la ancha pista lustrosa, su madre se lo había prohibido. Contemplaba los automóviles que se perdían a lo lejos, en dirección al centro, y evocaba la Plaza Bo lognesi, al final de la avenida, tal como la veía cuando sus padres lo llevaban a pasear: bulliciosa, un hervidero de coches y tranvías, una muchedumbre en las veredas, las capotas de los automóviles semejantes a espejos que absorbían los letreros luminosos, rayas y letras de colores vivísimos e incomprensibles. Lima le daba miedo, era muy grande, uno podía perderse y no encontrar nunca su casa, la gente que iba por la calle era desconocida. En Chiclayo salía a caminar solo; los transeúntes le acariciaban la cabeza, lo llamaban por su nombre y él les sonreía: los había visto muchas veces, en su casa, en la Plaza de Armas los días de retreta, en la misa del domingo, en la Playa de Eten. Descendía luego hasta el final de la avenida Brasil y se sentaba en una de las bancas de ese pequeño parque semicircular donde aquélla remata, al borde del acantilado, sobre el mar cenizo de la Magdalena. Los parques de Chiclayo -muy pocos, los conocía todos de memoria-, también eran antiguos, como éste, pero las bancas no tenían esa herrumbre, ese musgo, esa tristeza que le imponían la soledad, la atmósfera gris, el melancólico murmullo del océano. A veces, sentado de espaldas al mar, mientras observaba la avenida Brasil, abierta frente a él como la carretera del norte cuando venía a Lima, sentía ganas de llorar a gritos. Recordaba a su tía Adela, volviendo de compras, acercándose a él con una mirada risueña para preguntarle: "¿a que no adivinas qué me encontré?", y extrayendo de su bolsa un paquete de caramelos, un chocolate, que él le arrebataba de las manos. Evocaba el sol, la luz blanca que bañaba todo el año las calles de la ciudad y las conservaba tibias, acogedoras, la excitación de los domingos, los paseos a Eten, la arena amarilla que abrasaba, el purísimo cielo azul. Levantaba la vista: nubes grises por todas partes, ni un punto claro. Regresaba a su casa, caminando despacio, arrastrando los pies como un viejo. Pensaba: "cuando sea grande volveré a Chiclayo. Y jamás vendré a Lima". VIII El teniente Gamboa abrió los ojos: a la ventana de su cuarto sólo asomaba la claridad incierta de los faroles lejanos de la pista de desfile; el cielo estaba negro. Unos segundos después sonó el despertador. Se levantó, se restregó los ojos y, a tientas, buscó la toalla, el jabón, la máquina de afeitar y la escobilla de dientes. El pasillo y el baño estaban a oscuras. De los cuartos vecinos no provenía ruido alguno; como siempre, era el primero en levantarse. Quince minutos después, al regresar a su cuarto peinado y afeitado, escuchó la campanilla de otros despertadores. Comenzaba a aclarar; a lo lejos, tras el resplandor amarillento de los faroles, crecía una luz azul, todavía débil. Se puso el uniforme de campaña, sin prisa. Luego salió. En vez de atravesar las cuadras de los cadetes, fue hacia la Prevención por el descampado. Hacía un poco de frío y él no se había puesto el sacón. Al verlo, los soldados de guardia lo saludaron, él les contestó. El teniente de servicio, Pedro Pitaluga, descansaba encogido sobre una silla, la cabeza entre las manos. -¡Atención! -gritó Gamboa. El oficial se incorporó de un salto, los ojos todavía cerrados. Gamboa se rió. -No friegues, hombre - dijo Pitaluga, volviendo a sentarse. Se rascaba la cabeza- Creí que era el Piraña. Estoy molido. ¿Qué hora es? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 70 Cuando la última sección del quinto año hubo entrado al comedor, Gamboa se dirigió a la cantina de oficiales. No había nadie. Poco después comenzaron a llegar los tenientes y capitanes. Los jefes de compañía de quinto -Huarina, Pitaluga y Calzada- se sentaron junto a Gamboa. -Rápido, indio - dijo Pitaluga- El desayuno debe estar servido apenas entra el oficial al comedor. El soldado que servía murmuró una disculpa, que Gamboa no oyó: el motor de un avión vulneraba el amanecer y los Ojos del teniente exploraban el cielo uniforme, la atmósfera mojada. Sus ojos bajaron hacia el descampado. Perfectamente alineados en grupos de a cuatro, sosteniéndose mutuamente por el cañón, los mil quinientos fusiles de los cadetes aguardaban en la neblina; la vicuña circulaba entre las pirámides paralelas y las olía. -¿Ya falló el Consejo de Oficiales? -preguntó Calzada. Era el más gordo de los cuatro. Mordisqueaba un pedazo de pan y hablaba con la boca llena. -Ayer - dijo Huarina- Terminamos tarde, después de las diez. El coronel estaba furioso. -Siempre está furioso - dijo Pitaluga- Por lo que se descubre, por lo que no se descubre. -Le dio un codazo a Huarina-. Pero no puedes quejarte. Esta vez has tenido suerte. Es algo que vale la pena tener señalado en la hoja de servicios. -Sí - dijo Huarina- No fue fácil. -¿Cuándo le arrancan las insignias? - dijo Calzada- Es una cosa divertida. -El lunes a las once. -Son unos delincuentes natos - dijo Pitaluga- No escarmientan con nada. ¿Se dan cuenta? Un robo con fractura, ni más ni menos. Desde que estoy aquí, ya han expulsado a una media docena. -No vienen al colegio por su voluntad - dijo Gamboa - Eso es lo malo. -Sí - dijo Calzada- Se sienten civiles. -Nos confunden con los curas, a veces -afirmó Huarina- Un cadete quería confesarse conmigo, quería que le diera consejos. ¡Parece mentira! -A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros - dijo Gamboa- Y a la otra mitad, para que no sean maricas. -Se creen que el colegio es una correccional - dijo Pitaluga, dando un golpe en la mesa- En el Perú todo se hace a medias y por eso todo se malea. Los soldados que llegan al cuartel son sucios, piojosos, ladrones. Pero a punta de palos se civilizan. Un año de cuartel y del indio sólo les quedan las cerdas. Pero aquí ocurre lo contrario, se malogran a medida que crecen. Los de quinto son peores que los perros. -La letra con sangre entra - dijo Calzada- Es una lástima que a estos niños no se los pueda tocar. Si les levantas la mano se quejan y se arma un escándalo. -Ahí está el Piraña -murmuró Huarina. Los cuatro tenientes se pusieron de pie. El capitán Garrido los saludó con una inclinación de cabeza. Era un hombre alto, de piel pálida, algo verdosa en los pómulos. Le decían Piraña porque, como esas bestias carnívoras de los ríos amazónicos, su doble hilera de dientes enormes y blanquísimos desbordaba los labios, y sus mandíbulas siempre estaban latiendo. Les alcanzó un papel a cada uno. -Las inst rucciones para la campaña -les dijo- El quinto irá detrás de los sombríos, a ese terreno descubierto, en torno al cerro. Hay que apurarse. Tenemos más de tres cuartos de hora de marcha. -¿Los hacemos formar o lo esperamos a usted, mi capitán? -preguntó Gamboa. -Vayan, no más -repuso el capitán- Les daré alcance. Los cuatro tenientes salieron del comedor, juntos, y al llegar al-descampado se distanciaron, en una misma línea. Tocaron sus silbatos. El bullicio que procedía del comedor ascendió y, un momento después, los cadetes comenzaron a salir a toda carrera. Llegaban a su emplazamiento, recogían sus fusiles, marchaban hacia la pista y se ordenaban por secciones. Poco, después, el batallón cruzaba la puerta principal del colegio, ante los centinelas en posición de firmes, e invadía la Costanera. El asfalto estaba limpio y resplandecía. Los cadetes, de tres en fondo, anchaban la formación de tal manera que las filas laterales iban por los dos extremos de la avenida y la del centro por el medio. El batallón avanzó hasta la avenida de las Palmeras y Gamboa dio orden de doblar, hacia Bellavista. A medida que descendían por esa pendiente, bajo los árboles de grandes hojas encorvadas, los cadetes podían ver, al otro extremo, una imprecisa aglomeración: los edificios del Arsenal Naval y del puerto del Callao. A sus costados, las viejas casas de la Perla, altas, con las paredes cubiertas de enredaderas, y verjas herrumbrosas que protegían jardines de todas dimensiones. Cuando el batallón estuvo cerca de la avenida Progreso, la mañana comenzó a animarse: surgían mujeres descalzas con canastas y bolsas de verduras, que se detenían a contemplar a los cadetes harapientos; una nube de perros asediaba el La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 71 batallón, saltando y ladrando; chiquillos enclenques y sucios lo escoltaban como los peces a los barcos en alta mar. En la avenida Progreso el batallón se detuvo: los automóviles y autobuses constituían un flujo sin pausas. A una señal de Gamboa, los suboficiales Morte y Pezoa se pusieron en medio de la pista y contuvieron la hemorragia de vehículos, mientras el batallón cruzaba. Algunos conductores, indignados, tocaban bocina; los cadetes los insultaban. A la cabeza del batallón, Gamboa indicó, levantando la mano, que en vez de tomar la dirección del puerto se cortara por el campo raso, flanqueando un sembrío de algodón todavía tierno. Cuando todo el batallón estuvo sobre la tierra eriaza, Gamboa llamó a los suboficiales. -¿Ven el cerro? -Les señalaba con el dedo una elevación oscura, al final del sembrío. -Sí, mi teniente -corearon Morte y Pezoa. -Es el objetivo. Pezoa, adelántese con media docena de cadetes. Recórtalo por todos lados y si hay gente por ahí hágala desaparecer. No debe quedar nadie en el cerro ni en las proximidades. ¿Entendido? Pezoa asintió y dio media vuelta. Encaró a la primera sección: -Seis voluntarios. Nadie se movió y los cadetes miraron a todos lados, salvo al frente. Gamboa se acercó. -Fuera los seis primeros de la formación -dijo- Vayan con el suboficial. Subiendo y bajando el brazo derecho con el puño cerrado, para indicar a los cadetes que tomaran el paso ligero, Pezoa echó a correr por el sembrío. Gamboa retrocedió algunos pasos para reunirse con los otros tenientes. -He mandado a Pezoa a despejar el terreno. -Bueno -repuso Calzada- Creo que no hay problema. Yo me quedo con mi gente de este lado. -Yo ataco por el Norte - dijo Huarina- Siempre soy el más fregado, tengo que caminar todavía cuatro kilómetros. -Una hora para llegar a la cumbre no es mucho - dijo Gamboa- Hay que hacerlos trepar rápido. -Espero que los blancos estén bien marcados - dijo Calzada- El mes pasado el viento los arrancó y estuvimos haciendo puntería contra las nubes. -No te preocupes - dijo Gamboa-. Ya no son blancos de cartón, sino telas de un metro de diámetro. Los soldados los colocaron ayer. Que no comiencen a disparar antes de doscientos metros. -Muy bien, general - dijo Calzada- ¿También vas a enseñarnos eso? -Para qué gastar pólvora en gallinazos - dijo Gamboa- De todas maneras, tu compañía no colocará un solo tiro. -¿Hacernos una apuesta, general? - dijo Calzada. -Cinco libras. -Soy caja -propuso Huarina. -De acuerdo - dijo Calzada- Cállense, que ahí está el Piraña. El capitán se aproximó. -¿Qué esperan? -Estamos listos - dijo Calzada- Lo esperábamos a usted, mi capitán. -¿Localizaron sus posiciones? -Sí, mi capitán. -¿Han enviado a ver si está libre el terreno? -Sí, mi capitán. Al suboficial Pezoa. -Bien. Igualemos los relojes - dijo el capitán-. Comenzaremos a las nueve. Abran fuego a las nueve y media. Los tiros deben cesar apenas empiece el asalto. ¿Entendido? -Sí, mi capitán. -A las diez, todo el mundo en la cumbre; hay sitio para todos. Lleven a sus compañías a los emplazamientos al paso ligero, para que los muchachos entren en calor. Los oficiales se alejaron. El capitán permaneció en el sitio. Escuchó las voces de mando de los tenientes; la de Gamboa era la más alta, la más enérgica. Poco después, estaba solo. El batallón se había escindido en tres cuerpos, que se alejaban en direcciones opuestas para rodear el cerro. Los cadetes corrían sin dejar de hablar: el capitán podía distinguir algunas frases sueltas entre el barullo. Los tenientes iban a la cabeza de las secciones y los suboficiales a los flancos. El capitán Garrido se llevó los prismáticos a los ojos. A la mitad del cerro, separados por cuatro o cinco metros, se divisaban los blancos: unas redondelas perfectas. Él también hubiera querido dispararles. Por eso correspondía ahora a los cadetes; para él, la campaña era aburrida, consistía solamente en observar. Abrió un paquete de cigarrillos negros y extrajo uno. Quemó varios fósforos antes de encenderlo, pues había mucho viento. Luego fue a La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 72 paso vivo tras la primera compañía. Era entretenido ver actuar a Gamboa, que se tomaba la campaña en serio. Al llegar a las faldas del cerro, Gamboa comprobó que los cadetes estaban realmente fatigados; algunos corrían con la boca abierta y el rostro lívido, y todos tenían los ojos clavados en él; en sus miradas Gamboa veía la angustia con que esperaban la voz de alto. Pero no dio esa orden; miró las circunferencias blancas, las laderas desnudas, ocres, que descendían hasta hundirse en el campo de algodones, y, al otro lado de los blancos, varios metros más arriba, la cresta del cerro, una gran comba maciza, esperándolos. Y siguió corriendo, primero junto al cerro, luego a campo abierto, a toda la velocidad que podía, luchando por no abrir la boca, aunque sentía él también que su corazón y sus pulmones reclamaban una gran bocanada de viento puro; las venas de su garganta se anchaban y su piel, desde los cabellos hasta los pies, se humedecía con un sudor frío. Se volvió todavía una vez, para calcular si se habían alejado ya unos mil metros del objetivo y luego, cerrando los ojos, consiguió apresurar la carrera dando saltos más largos y azotando el aire con los brazos; así llegó hasta los matorrales que alborotaban la tierra salvaje, fuera del sembrío, junto a la acequia indicada en las instrucciones de la campaña como límite del emplazamiento de la primera compañía. Allí se detuvo y sólo entonces abrió la boca y respiró, los brazos extendidos. Antes de dar media vuelta, se limpió el sudor de la cara, a fin de que los cadetes no supieran que él también estaba agotado. Los primeros en llegar a los matorrales fueron los suboficiales y el brigadier Arróspide. Luego llegaron los demás, en completo desorden: las columnas habían desaparecido, quedaban sólo racimos, grupos dispersos. Poco después, las tres secciones se reagrupaban formando una herradura en torno a Gamboa. Éste escuchaba la resp iración animal de los ciento veinte cadetes, que habían apoyado los fusiles en la tierra. -Vengan los brigadieres - dijo Gamboa. Arróspide y otros dos cadetes abandonaron la fila- Compañía, ¡descanso! El teniente se alejó unos pasos, seguido de los suboficiales y de los tres brigadieres. Luego, trazando cruces y rayas en la tierra, les explicó detalladamente los diferentes movimientos del asalto. -¿Comprendida la disposición de los cuerpos? - dijo Gamboa y sus cinco oyentes asintieron- Bien. Los grupos de combate comenzarán a desplegarse en abanico desde que se dé la orden de marcha; desplegarse quiere decir no ir como carneros, sino separados, aunque en una misma línea. ¿Comprendido? Bien. A nuestra compañía le corresponde atacar el frente Sur, ése que tenemos delante. ¿Visto? Los suboficiales y brigadieres miraron el cerro y dijeron: "visto". -¿Y qué instrucciones hay para la progresión, mí teniente? -murmuró Morte. Los brigadieres se volvieron a mirarlo y el suboficial se ruborizó. -A eso voy - dijo Gamboa- Saltos de diez en diez metros. Una progresión intermitente. Los cadetes recorren esa distancia a toda carrera y se arrojan, al que entierre el fusil le parto el culo a patadas. Cuando todos los hombres de la vanguardia están tendidos, toco silbato y la segunda línea dispara. Un solo tiro. ¿Entendido? Los tiradores saltan y progresan diez metros, se arrojan. La tercera línea dispara y progresa. Luego comenzamos desde el principio. Todos los movimientos se hacen a mis órdenes. Así llegaremos a cien metros del objetivo. Allí los grupos pueden cerrarse un poco para no invadir el terreno donde operan las otras compañías. El asalto final lo dan las tres secciones a la vez, porque el cerro ya está casi limpio y quedan apenas unos cuantos focos enemigos. -¿Qué tiempo hay para ocupar el objetivo? -preguntó Morte. -Una hora - dijo Gamboa- Pero eso es asunto mío. Los suboficiales y brigadieres deben preocuparse de que los hombres no se abran ni se peguen demasiado, de que nadie se quede atrás y deben estar siempre en contacto conmigo, por si los necesito. -¿Vamos adelante o en la retaguardia, mi teniente? -preguntó Arróspide. -Ustedes con la primera línea, los suboficiales atrás. ¿Alguna pregunta? Bueno, vayan a explicar la operación a los jefes de grupo. Comenzamos dentro de quince minutos. Los suboficiales y brigadieres se alejaron al paso ligero. Gamboa vio venir al capitán Garrido y se iba a incorporar, pero el Piraña le indicó con la mano que permaneciera como estaba, en cuclillas. Ambos quedaron mirando a las secciones que se desmenuzaban en grupos de doce hombres. Los cadetes se apretujaban los cinturones, anudaban los cordones de sus botines, se encasquetaban las cristinas, limpiaban el polvo de los fusiles, comprobaban la soltura de la corredera. -Esto sí les gusta - dijo el capitán- Ah, pendejos. Mírelos, parece que fueran a un baile. -Sí - dijo Gamboa- Se creen en la guerra. -Si algún día tuvieran que pelear de veras - dijo el capitán”, éstos serían desertores o cobardes. Pero, por suerte para ellos, acá los militares sólo disparamos en las maniobras. No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 75 Los cadetes se apartaron de los suboficiales y cortaron camino, transversalmente. El capitán quedó retrasado, junto a Morte y Pezoa. -¿Es de la primera compañía? -preguntó. -Sí, mi capitán - dijo Pezoa-. De la primera sección. -¿Cómo se llama? -Ricardo Arana, mi capitán. -Vaciló un instante y añadió: -Le dicen el Esclavo. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 76 SEGUNDA PARTE J'avais vingt ans. Je ne laisserai personne dire que c’est le plus bel âge de la vie. PAUL NIZAN I Tengo pena por la perra Malpapeada que anoche estuvo llora y llora. Yo la envolvía bien con la frazada y después con la almohada pero ni por ésas dejaban de oírse los aullidos tan largos. A cada rato parecía que se ahogaba y atoraba y era terrible, los aullidos despertaban toda la cuadra. En otra época, pase. Pero como todos andan nerviosos, comenzaban a insultar y a carajear y a decir "sácala o llueve" y tenía que estar guapeando a uno y a otro desde mi cama, hasta que a eso de la medianoche ya no había forma. Yo mismo tenía sueño y la Malpapeada lloraba cada vez más fuerte. Varios se levantaron y vinieron a mi cama con los botines en la mano. No era cosa de machucarse con toda la sección, ahora que estamos tan deprimidos. Entonces la saqué y la llevé hasta el patio y la dejé pero al darme vuelta la sentí que me estaba siguiendo y le dije de mala manera: "quieta ahí, perra, quédese donde la he dejado por llorona", pero, la Malpapeada siempre detrás de mí, la pata encogida sin tocar el suelo, y daba compasión ver los esfuerzos que hacía por seguirme. Así que la cargué y la llevé hasta el descampado y la puse sobre la hierbita y le rasqué un rato el cogote y después me vine y esta vez no me siguió. Pero dormí mal, mejor dicho no dormí. Me estaba viniendo el sueño y, zaz, los ojos se me abrían solos y pensaba en la perra y además comencé a estornudar porque cuando la saqué al patio no me puse los zapatos y todo mi pijama está lleno de huecos creo que había mucho viento y a lo mejor llovía. Pobre la Malpapeada, congelándose ahí afuera, ella que es tan friolenta. Muchas veces la he pescado en la noche enfureciéndose porque yo me muevo y me destapo. Tiesa de cólera, se incorpora murmurando y con los dientes jala la frazada hasta volver a taparse o se mete sin más hasta el fondo de la cama para sentir el calorcito de mis pies. Los perros son bien fieles, más que los parientes, no hay nada que hacer. La Malpapeada es chusca, una mezcla de toda clase de perros, pero tiene un alma blanca. No me acuerdo cuándo vino al colegio. Seguro no la trajo nadie, pasaba y le dio ganas de meterse a ver, y le gustó y se quedó. Se me ocurre que ya estaba en el colegio cuando entramos. A lo mejor nació aquí y es leonciopradina. Era una enanita, yo me fijé en ella, andaba metiéndose en la sección todo el tiempo desde la época del, bautizo, parecía sentirse en su casa, cada vez que entraba uno de cuarto se le lanzaba a los pies y le ladraba y quería morderlo. Era machaza: la hacían volar a patadones y ella volvía a la carga, ladrando y mostrando sus dientes, unos dientes chiquitos de perrita muy joven. Ahora ya está crecida, debe tener más de tres años, ya está vieja para ser perra, los animales no viven mucho, sobre todo si son chuscos y comen poco. No recuerdo haber visto que la Malpapeada coma mucho. Algunas veces le tiro cáscaras, esos son sus mejores banquetes. Porque la hierba sólo la mastica: se chupa el jugo y la escupe. Se mete un poco de hierba en la boca y se queda horas masca y masca, como un indio su coca. Siempre estaba metida en la sección y algunos decían que traía pulgas y la sacaban, pero la Malpapeada siempre volvía, la botaban mil veces y al poquito rato la puerta comenzaba a crujir y ahí abajo aparecía, casi junto al suelo, el hocico de la perra y nos daba risa su terquedad y a veces la dejábamos entrar y jugábamos con ella. No sé a quién se le ocurrió ponerle Malpapeada. Nunca se sabe de dónde salen los apodos. Cuando empezaron a decirme Boa me reía y después me calenté y a todos les preguntaba quién inventó eso y todos decían Fulano y ahora ni cómo sacarme de encima ese apodo, hasta en mi barrio me dicen así. Se me ocurre que fue Vallano. P-1 me decía siempre: "haznos una demostración, orina por encima de la correa", "muéstrame esa paloma que te llega a la rodilla". Pero no me consta. Alberto sintió que lo cogían del brazo. Vio un rostro sinuoso, que no recordaba. Sin embargo, el muchacho le sonreía como si se conocieran. Tras él, se mantenía rígido otro cadete, más pequeño. No podía verlos bien; eran sólo las seis de la tarde, pero la neblina se había adelantado. Estaban en el patio de quinto, en las proximidades de la pista. Grupos de cadetes circulaban de un lado a otro. -Espera, poeta - dijo el muchacho- Tú que eres un sabido, ¿no es cierto que ovario es lo mismo que huevo, sólo que femenino? -Suelta - dijo Alberto-. Estoy apurado. -No friegues, hombre -insistió aquél- Sólo un momento. Hemos hecho una apuesta. -Sobre un canto - dijo el más pequeño, acercándose- Un canto boliviano. Éste es medio boliviano y sabe canciones de allá. Cantos bien raros. Cántaselo, para que vea. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 77 -Te digo que me sueltes - dijo Alberto- Tengo que irme. En vez de soltarlo, el cadete le apretó el brazo con más fuerza. Y cantó: Siento en el ovario un dolor profundo; es el peladingo que ya viene al mundo. El más pequeño se rió. -¿Vas a soltarme? -No. Dime primero que si es lo mismo. -Así no vale - dijo el pequeño-. Lo estás sugestionando. -Sí es lo mismo -gritó Alberto y se libró de un tirón. Se alejó. Los muchachos se quedaron discutiendo. Caminó muy rápido hasta el edificio de los oficiales y allí dobló; estaba sólo a diez metros de la enfermería y apenas distinguía sus muros: la neblina había borrado puertas y ventanas. En el pasillo no había nadie; tampoco en la pequeña oficina de la guardia. Subió al segundo piso, venciendo de dos en dos los escalones. Junto a la entrada, había un hombre con un mandil blanco. Tenía en la mano un periódico pero no leía: miraba la pared con aire siniestro. Al sentirlo, se incorporó. -Salga de aquí, cadete -dijo-. Está prohibido. -Quiero ver al cadete Arana. -No - dijo el hombre, de mal modo- Váyase. Nadie puede ver al cadete Arana. Está aislado. -Tengo urgencia -insistió Alberto-. Por favor. Déjeme hablar con el médico de turno. -Yo soy el médico de turno. -Mentira. Usted es el enfermero. Quiero hablar con el médico. -No me gustan esas bromas - dijo el hombre. Había dejado el periódico en el suelo. -Si no llama al médico, voy a buscarlo yo - dijo Alberto- Y pasaré aunque usted no quiera. -¿Qué le pasa, cadete? ¿Está usted loco? -Llame al médico, carajo -gritó Alberto- Maldita sea, llame al médico. -En este colegio todos son unos salvajes - dijo el hombre. Se puso de pie y se alejó por el corredor. Las paredes habían sido pintadas de blanco, tal vez recientemente, pero la humedad las había ya impregnado de llagas grises. Momentos después, el enfermero apareció seguido de un hombre alto, con anteojos. -¿Qué desea, cadete? -Quisiera ver al cadete Arana, doctor. -No se puede -repuso el médico, haciendo un ademán de impotencia-. ¿No le ha dicho el soldado que está prohibido subir aquí? Podrían castigarlo, joven. -Ayer vine tres veces - dijo Alberto-. Y el soldado no me dejó pasar. Pero hoy no estaba. Por favor, doctor quisiera verlo aunque sea un minuto. -Lo siento muchísimo. Pero no depende de mí. Usted sabe lo que es el reglamento. El cadete Arana está aislado. No lo puede ver nadie. ¿Es pariente suyo? -No - dijo Alberto- Pero tengo que hablar con él. Es algo urgente. El médico le puso la mano en el hombro y lo miró compasivamente. -El cadete Arana no puede hablar con nadie -dijo- Está inconsciente. Ya se pondrá bueno. Y ahora salga de aquí. No me obligue a llamar al oficial. -¿Podré verlo si traigo una orden del mayor jefe de cuartel? -No - dijo el médico- Sólo con una orden del coronel. Iba a esperarla a la salida de su colegio dos o tres veces por semana, pero no siempre me acercaba. Mi madre se había acostumbrado a almorzar sola, aunque no sé si de veras creía que me iba a casa de un amigo. De todos modos, le convenía que yo faltara, así gastaba menos en la comida. Algunas veces, al verme regresar a casa a mediodía, me miraba con fastidio y me decía: "¿hoy no vas a Chucuito?". Por mí, hubiera ido todos los días a buscarla a su colegio, pero en el Dos de Mayo no me daban permiso para salir antes de la hora. Los lunes era fácil, pues teníamos educación física; en el recreo me escondía detrás de los pilares hasta que el profesor Zapata se llevara al año a la calle; entonces me escapaba por la puerta principal. El profesor Zapata había sido campeón de box, pero ya estaba viejo y no le interesaba trabajar; nunca pasaba lista. Nos llevaba al campo y decía: 'Jueguen fútbol que es un buen ejercicio para las piernas; pero no se alejen mucho". Y se sentaba en el pasto a leer el periódico. Los martes era imposible salir antes; el profesor de matemáticas conocía a toda la clase por su nombre. En cambio el miércoles teníamos dibujo y música y el doctor Cigüeña vivía en la luna; después del recreo de las once me salía por los garajes y tomaba el tranvía a media cuadra del colegio. El flaco Higueras me seguía dando plata. Siempre esperaba en la Plaza de Bellavista para invitarme un trago, un cigarrillo y para hablarme de mi hermano, de mujeres, de muchas cosas. "Ya eres un hombre, me decía. Hecho y derecho." A veces me ofrecía dinero sin que yo se lo pidiera. No me daba mucho, La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 80 El hombre asintió. Parecía abrumado. Una barba rala sombreaba sus mejillas y su mentón; el cuello de la camisa aparecía con arrugas y manchas y la corbata, algo caída, mostraba un nudo ridículamente pequeño. -Sólo he podido verlo un segundo - dijo el hombre desde la puerta. No debían hacer eso. -¿Cómo está? -preguntó Alberto- ¿Qué le ha dicho el médico? El hombre se llevó las manos a la frente y luego se limpió la boca con los nudillos. -No sé -dijo- Lo han operado dos veces. Su madre está medio loca. No me explico cómo ha podido ocurrir una cosa así, justamente cuando estaba por terminar el año. Es mejor no pensar en” eso, son reflexiones tontas. Sólo hay que rezar. Dios tiene que sacarlo sano y salvo de esta prueba. Su madre está en la capilla. El doctor ha dicho que tal vez podamos verlo esta noche. -Se salvará - dijo Alberto- Los médicos del colegio son los mejores, señor. -Sí, sí - dijo el hombre- El señor capitán nos ha dado muchas esperanzas. Es un hombre muy amable. Capitán Garrido, creo. Nos trajo un saludo del coronel, ¿sabe? El hombre volvió a pasarse la mano por la cara. Buscó en su bolsillo extrajo un paquete de cigarrillos. Ofreció uno a Alberto y este lo rechazó. El hombre volvió a meter la mano en el bolsillo. No encontraba los fósforos. -Espere un momento - dijo Alberto- Voy a conseguirle fuego. -Voy con usted - dijo el hombre- Es por gusto que siga aquí, sentado en el pasillo, sin tener con quien hablar. He pasado dos días así. Estoy con los nervios destrozados. Quiera Dios que no ocurra nada irremediable. Salieron de la enfermería. En la pequeña oficina de la entrada estaba el soldado de guardia. Miró a Alberto con sorpresa y adelantó un poco la cabeza, pero no dijo nada. Había oscurecido. Alberto tomó el descampado, en dirección a "La Perlita". A lo lejos se distinguían las luces de las cuadras. El edificio de las aulas estaba a oscuras. No se oía ruido alguno. -¿Usted estaba con él cuando ocurrió? Preguntó el hombre. -Sí - dijo Alberto-. Pero no cerca de él. Yo iba al otro extremo. Fue el capitán quien lo vio, cuando nosotros ya estábamos en el cerro. -Esto es injusto - dijo el hombre- Un castigo injusto. Somos gente honrada. Vamos a la iglesia todos los domingos, no hemos hecho mal a nadie. Su madre siempre hace obras de caridad. ¿Por qué nos envía Dios esta desgracia? -Todos los de la sección estamos muy preocupados - dijo Alberto. Hubo un silencio y, al fin, agregó-: Lo estimamos mucho. Es un gran compañero. -Sí - dijo el hombre- No es un mal muchacho. Es mi obra, ¿sabe usted? He tenido que ser algo duro con él a veces. Pero era por su bien. Me ha costado mucho trabajo hacerlo un hombre. Es mi único hijo, todo lo que hago es por su bien. Por su futuro. Hábleme de él, ¿quiere? De su vida en el Colegio. Ricardo es muy reservado. No nos decía nada. Pero a veces parecía que no estaba contento. -La vida militar es un poco fuerte - dijo Alberto- Cuesta acostumbrarse. Nadie está muy contento al principio. -Pero le hizo bien - dijo el hombre, con pasión-. Lo transformó, lo hizo otro. Nadie puede negar eso, nadie. Usted no sabe cómo era de chico. Aquí lo templaron, lo hicieron responsable. Eso es lo que yo quería, que fuera más varonil, que tuviera más personalidad. Además, si él hubiera querido salirse pudo decírmelo. Yo le dije que entrara y él aceptó. No es mi culpa. Yo he hecho todo pensando en su futuro. -Cálmese, señor - dijo Alberto- No se preocupe. Estoy seguro que ya pasó lo peor. -Su madre me echa la culpa - dijo el hombre, como si no lo oyera- Las mujeres son así, injustas, no comprenden las cosas. Pero yo tengo mi conciencia tranquila. Lo metí aquí para hacer de él un ser fuerte, un hombre de provecho. Yo no soy un adivino. ¿Usted cree que se me puede culpar, así porque sí? -No sé - dijo Alberto, confuso- Quiero decir, claro que no. Lo principal es que Arana se cure. -Estoy muy nervioso - dijo el hombre - No me haga caso. A ratos pierdo el control. Habían llegado a "La Perlita". Paulino estaba en el mostrador, la cara apoyada entre las manos. Miró a Alberto como si lo viera por primera vez. -Una caja de fósforos - dijo éste. Paulino miró con desconfianza al padre de Arana. -No hay - dijo. -No es para mí, sino para el señor. Sin decir nada, Paulino sacó una caja de fósforos de debajo M mostrador. El hombre quemó tres cerillas tratando de encender su cigarrillo. En la luz instantánea, Alberto vio que las manos del hombre temblaban. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 81 -Déme un café - dijo el padre de Araría- ¿Usted quiere tomar algo? -Café no hay - dijo Paulino, con voz aburrida- Una Cola si quiere. -Bueno - dijo el hombre -. Una Cola, cualquier cosa. Ha olvidado ese mediodía claro, sin llovizna y sin sol. Bajó del tranvía Lima-San Miguel en el paradero del cine Brasil, el anterior al de su casa. Siempre descendía allí, prefería caminar esas diez cuadras inútiles, aun cuando lloviese, para prolongar la distancia que lo separaba del encuentro inevitable. Era la última vez que cumpliría ese trajín; los exámenes habían terminado la semana anterior, acababan de entregarles las libretas, el colegio había muerto, resucitaría tres meses después. Sus compañeros estaban alegres ante la perspectiva de las vacaciones; él, en cambio, sentía temor. El colegio constituía su único refugio. El verano lo tendría sumido en una inercia peligrosa, a merced de ellos. En vez de tomar la avenida Salaverry continuó por la avenida Brasil hasta el parque. Se sentó en una banca, hundió las manos en los bolsillos, se encogió un poco y permaneció inmóvil. Se sintió viejo; la vida era monótona, sin alicientes, una pesada carga. En las clases, sus compañeros hacían bromas apenas les daba la espalda el profesor: cambiaban morisquetas, bolitas de papel, sonrisas. Él los observaba, muy serio y desconcertado: ¿por qué no podía ser como ellos, vivir sin preocupaciones, tener amigos, parientes solícitos? Cerró los Ojos y continuó así un largo rato, pensando en Chiclayo, en la tía Adelina, en la dichosa impaciencia con que aguardaba de niño la llegada del verano. Luego se incorporó y se dirigió hacia su casa, paso a paso. Una cuadra antes de llegar, su corazón dio un vuelco: el coche azul estaba estacionado a la puerta. ¿Había perdido la noción del tiempo? Preguntó la hora a un transeúnte. Eran las once. Su padre nunca volvía antes de la una. Apresuró el paso. Al llegar al umbral, escuchó las voces de sus padres; discutían. "Diré que se descarriló un tranvía, que tuve que venirme a pie desde Magdalena Vieja", pensó, con la mano en el timbre. Su padre le abrió la puerta. Estaba sonriente y en sus ojos no había el menor asomo de cólera. Extrañamente, le dio un golpe cordial en el brazo y le dijo, casi con alegría: -Ah, al fin llegas. Justamente estábamos hablando de ti con tu madre. Pasa, pasa. Él se sintió tranquilizado; de inmediato su cara se descompuso en esa sonrisa estúpida, desarmada e impersonal que era su mejor escudo. Su madre estaba en la sala. Lo abrazó tiernamente y él sintió inquietud: esas efusiones podían modificar el buen humor de su padre. En los últimos meses, éste lo había obligado a intervenir como árbitro o testigo en las disputas familiares. Era humillante y atroz: debía responder "sí, sí", a todas las preguntas -afirmaciones que su padre le hacía y que constituían graves acusaciones contra su madre: derroche, desorden, incompetencia, puterío. ¿Sobre qué debía testimoniar esta vez? -Mira - dijo su padre, amablemente- Ahí sobre la mesa, hay algo para ti. Volvió los ojos en la carátula vio la fachada borrosa de un gran edificio y, al pie, una inscripción en letras mayúsculas: "El colegio Leoncio Prado no es una antesala de la carrera militar". Alargó la mano, tomó el folleto, lo acercó a su rostro y comenzó a hojearlo con sobresalto: vio canchas de fútbol, una piscina tersa, comedores, dormitorios desiertos, limpios y ordenados. En las dos caras de la página central, una fotografía iluminada mostraba una formación de líneas perfectas, desfilando ante una tribuna; los cadetes llevaban fusiles y bayonetas. Los quepis eran blancos y las insignias doradas. En lo alto de un mástil, flameaba una bandera. -¿No te parece formidable? - dijo el padre. Su voz era siempre cordial, pero él la conocía ya bastante, para advertir ese ligerísimo cambio en la entonación, en la vocalización, que velaba una advertencia. -Sí - dijo inmediatamente- Parece formidable. -¡Claro! - dijo el padre. Hizo una pausa y se volvió a la madre: -¿No ves? ¿No te dije que sería el primero en entusiasmarse? -No me parece -repuso la madre, débilmente, y sin mirarlo -. Si quieres que entre ahí, haz lo que te parezca. Pero no me pidas mi opinión. No estoy de acuerdo en que vaya interno a un colegio de militares. Él levantó la vista. -¿Interno a un colegio de militares? -Sus pupilas ardían- Sería formidable, mamá, me gustaría mucho. -Ah, las mujeres - dijo el padre, compasivamente- Todas son iguales. Estúpidas y sentimentales. Nunca comprenden nada. Anda, muchacho, explica a esta mujer que entrar al Colegio Militar es lo que más te conviene. -Ni siquiera sabe lo que es -balbuceó la madre. -Sí sé -replicó él, con fervor- Es lo que más me conviene. Siempre te he dicho que quería ir interno. Mi papá tiene razón. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 82 -Muchacho - dijo el padre”. Tu madre te cree un estúpido incapaz de razonar. ¿Comprendes ahora todo el mal que te ha hecho? -Debe ser magnífico -repitió él- Magnífico. -Bueno - dijo la madre- Puesto que no hay nada que discutir, me callo. Pero conste que no me parece. -No te he pedido tu opinión - dijo el padre- Estas cosas las resuelvo yo. Simplemente te comunicaba una decisión. La mujer se puso de pie y salió de la sala. El hombre se calmó al instante. -Tienes dos meses para prepararte -le dijo- Los exámenes deben ser fuertes, pero como no eres bruto, los aprobarás sin dificultad. ¿No es cierto? -Estudiaré mucho -prometió él-. Haré todo lo posible por entrar. -Eso es - dijo el padre- Te inscribiré en una Academia y te compraré los cuestionarios desarrollados. Aunque me cueste mucha plata, vale la pena. Es por tu bien. Ahí te harán un hombre. Todavía estás a tiempo para corregirte. -Estoy seguro que aprobaré - dijo él- Seguro. -Bueno, ni una palabra más. ¿Estás contento? Tres años de vida militar te harán otro. Los militares saben hacer sus cosas. Te templarán el cuerpo y el espíritu. ¡Ojalá hubiera tenido yo a alguien que se preocupara de mi porvenir como yo del tuyo! -Sí. Gracias, muchas gracias - dijo él. Y después de un segundo, añadió, por primera vez: -Papá. -Hoy puedes ir al cine después del almuerzo - dijo el padre-. Te daré diez soles de propina... Los sábados a la Malpapeada le da la tristeza. Antes no era así. Al contrario, venía con nosotros a la campaña, correteaba y daba brincos al oír los disparos que le pasaban zumbando, y estaba en todas partes, y se excitaba más que los otros días. Pero después se hizo mi pata y cambió de maneras. Los sábados se ponía media rara y se prendía a mí como una lapa, y andaba pegada a mis pies, lamiéndome y mirándome con sus lagañas. Hace tiempo que me di cuenta, cada vez que regresamos de campaña y nos llevan a los baños, o sino después, al volver a la cuadra para ponerme el uniforme de salida, ella se mete debajo de la cama o se zambulle en el ropero y comienza a llorar bajito, de pena porque voy a salir. Y sigue llorando bajito cuando firmamos, y me sigue, caminando con su cabeza agachada, como un alma en pena. Se para en la puerta del colegio, levanta su hocico y se pone a mirarme, y yo la siento cuando estoy lejos, incluso cuando estoy llegando a la avenida de las Palmeras, siento que la Malpapeada sigue en la puerta del colegio, frente a la Prevención, mirando la carretera por donde me he ido y esperando. Eso sí, nunca ha tratado de seguirme fuera del colegio, aunque nadie le ha dicho que se quede adentro, parece que fuera cosa de ella, como una penitencia, eso también es algo raro. Pero cuando regreso los domingos en la noche, ahí está la perra en la puerta, toda nerviosa, corriendo entre los cadetes que entran y su hocico no se está quieto, se mueve y huele y yo sé que me siente desde lejos porque la oigo que se acerca, ladrando, y apenas me ve brinca, para la cola y se tuerce todita de puro contenta. Es un animal bien leal, me compadezco de haberla machucado. No es que siempre la haya tratado bien, muchas veces la he molido sólo porque estaba deprimido o jugando. Y no se puede decir que la Malpapeada se enojara, más bien parecía que le gustaba, seguro creía que eran cariños. "¡Salta Malpapeada, no tengas miedo!", y la perra, arriba del ropero, roncando y ladrando, mirando con un susto, como el perro en la punta de la escalera. "¡Salta, salta Malpapeada!" y no se decidía hasta que yo me acercaba por detrás y un pequeño empujón y la perra cayendo con los pelos parados, rebotando en el suelo. Pero era en broma. Ni yo me compadecía de ella, ni la Malpapeada se molestaba aunque le doliera. Pero hoy fue distinto, le di a la mala, con intención. No se puede decir que yo tenga la culpa de todo. Hay que tener en cuenta las cosas que han pasado. El pobre cholo Cava, a cualquiera se le ponen los nervios como alambres, y el Esclavo con su pedazo de plomo en la cabeza, es natural que todos estemos muñequeados. Además no sé por qué nos hicieron poner el uniforme azul, justamente con ese sol de verano y todos estábamos transpirando y teníamos como diablos azules en la barriga. A qué hora lo traen, cómo estará, habrá cambiado con tantos días de encierro, debe haberse enflaquecido, a lo mejor lo tenían a pan y agua, metido en un cuarto todo el día, con los muñecos del Consejo de Oficiales, salir sólo para cuadrarse ante el coronel y los capitanes, ya me imagino las preguntas, los gritos, le deben haber sacado la mugre. Para qué, aunque serrano, se ha portado como un hombre, ni una palabra para acusar a nadie, aguantó solito el bolondrón, yo fui, yo me tiré el examen de Química, yo solito, nadie sabía, rompí el vidrio y todavía me arañé las manos, miren los rasguños. Y luego otra vez la Prevención, a esperar que el soldado le pase la comida por la ventana -ya se me ocurre qué comida, la de la tropa- y a pensar lo que le hará su padre cuando vuelva a la sierra y le diga: "me expulsaron". Su padre debe ser muy bruto, todos los serranos son muy brutos, en el colegio yo tenía un amigo que era puneño y su padre lo mandaba a veces con tremendas cicatrices de los correazos que le daba. Debe La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 85 estacionados al borde del Parque y luego aparece al otro extremo, disminuida: gira y toma nuevamente la avenida Larco, en sentido contrario. Algunos automóviles llevan la radio prendida: Alberto y Emilio escuchan músicas de baile y un torrente de voces jóvenes, risas. A diferencia de cualquier otro día de la semana, hoy las veredas de Larco que colindan con el Parque Salazar están cubiertas de gente. Pero nada de eso les llama la atención: el imán que todas las tardes de domingo atrae hacia el parque Salazar a los miraflorinos menores de veinte años ejerce su poder sobre ellos desde hace tiempo. No son ajenos a esa multitud sino parte de ella: van bien vestidos, perfumados, el espíritu en paz; se sienten en familia. Miran a su alrededor y encuentran rostros que les sonríen, voces que les hablan en un lenguaje que es el suyo. Son los mismos rostros que han visto mil veces en la piscina M Terrazas, en la playa de Miraflores, en la Herradura, en el Club Regatas, en los cines Ricardo Palma, Leuro o Montecarlo, los mismos que los reciben en las fiestas de los sábados. Pero no sólo conocen las facciones, la piel, los gestos de esos jóvenes que avanzan como ellos hacia la cita dominical del Parque Salazar; también están al tanto de su vida, de sus problemas y de sus ambiciones; saben que Tony no es feliz a pesar del coche sport que le regaló su padre en Navidad, pues Anita Mendizábal, la muchacha que ama, es esquiva y coqueta: todo Miraflores se ha mirado en sus ojos verdes que sombrean unas pestañas largas y sedosas; saben que Vicky y Manolo, que acaban de pasar junto a ellos tomados de la mano, no llevan mucho tiempo, apenas una semana y que Paquito sufre porque es el hazmerreír de Miraflores, con sus forúnculos y su joroba; saben que Sonia partirá mañana al extranjero, tal vez por mucho tiempo, pues su padre ha sido nombrado embajador y que ella está triste ante la perspectiva de abandonar su colegio, sus amigas y las clases de equitación. Pero, además, Alberto y Emilio saben que están unidos a esa multitud por sentimientos recíprocos: a ellos también los conocen los otros. En su ausencia se evocan sus proezas o fracasos sentimentales, se analizan sus romances, se los considera al elaborar las listas de invitados para las fiestas. Vicky y Manolo, justamente, deben estar hablando de ellos en ese momento: "¿viste a Alberto? Helena le hizo caso después de largarlo cinco veces. Lo aceptó la semana pasada y ahora lo va a largar de nuevo. Pobrecito". El Parque Salazar está lleno de gente. Apenas franquean el sardinel que contornea7 los pulidos cuadriláteros de hierba, que a su vez circundan una fuente con peces rojos y amarillos y un monumento ocre, Alberto y Emilio cambian de expresión: sus bocas se despliegan ligeramente, los pómulos se recogen, las pupilas chispean, se inquietan, en una media sonrisa idéntica a la que aparece en los rostros que cruzan. Grupos de muchachos se mantienen inmóviles, apoyados en el muro del Malecón y contemplan la rueda humana que gira al borde de los cuadriláteros, dividida en hileras que circulan en direcciones opuestas. Las parejas se saludan unas a otras, con un saludo que no altera la inedia sonrisa fija, sino apenas la posición de las cejas y los párpados, un movimiento rápido y mecánico que arruga momentáneamente la frente, un reconocimiento más que un saludo, una especie de santo y seña. Alberto y Emilio dan dos vueltas al Parque, reconocen a sus amigos, a los conocidos, a los intrusos que vienen desde Lima, Magdalena o Chorrillos, para contemplar a esas muchachas que deben recordarles a las artistas de cine. Desde sus puestos de observación, los intrusos lanzan frases hacia la rueda humana, anzuelos que quedan flotando entre los bancos de muchachas. -No han venido -dijo Emilio-. ¿Qué hora tienes? -Las siete. Pero a lo mejor están por ahí y no las vemos. Laura me dijo esta mañana que vendrían de todos modos. Iba a pasar a buscar a Helena. -Te ha dejado plantado. No sería raro. Helena se pasa la vida haciéndote perradas. -Ahora ya no -dijo Alberto- Eso era antes. Pero ahora está conmigo. Es distinto. Dieron otras vueltas, observando ansiosamente a todos lados, sin encontrarlas. En cambio, divisaron a algunas parejas del barrio: el Bebe y Matilde, Tico y Graciela, Pluto y Molly. -Ha pasado algo -dijo Alberto- Ya deberían estar acá. -Si vienen, te acercas tú solo -repuso Emilio, malhumorado- Yo no acepto estas cosas, soy muy orgulloso. -A lo mejor no es culpa de ellas. De repente no las dejaron salir. -Cuentos. Cuando una chica quiere salir, sale aunque se acabe el mundo. Siguieron dando vueltas, sin hablar, fumando. Media hora después, Pluto les hizo una seña. "Ahí están, les dijo, señalando una esquina. ¿Qué esperan?" Alberto se lanzó en esa dirección, atropellando a las parejas. Emilio lo siguió; murmuraba entre dientes. Naturalmente, no estaban solas; las rodeaba un círculo de intrusos.”Permiso", dijo Alberto y los sitiadores se retiraron, sin protestar. Momentos después, Emilio y Laura, Alberto y Helena, giraban también, lentamente, tomados de la mano. -Creí que ya no ibas a venir. -No pude salir antes mi mamá estaba sola y tuve que esperar a mi hermana, que había ido al cine. Y no puedo quedarme mucho rato. Tengo que volver a las ocho. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 86 -¿Nada más que hasta las ocho? Pero si casi son las siete y media. -Todavía no. Sólo son las siete y cuarto. -Es lo mismo. -¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor? -No, pero trata de comprender mi situación, Helena. Es terrible. -¿Que cosa es terrible? No entiendo lo que quieres decir. -Quiero decir la situación de nosotros. No nos vemos nunca. -¿No ves? Te advertí que iba a pasar esto. Por eso no quería aceptarte. -Pero eso no tiene nada que ver. Si estamos juntos, lo más natural es que nos veamos un poco. Cuando no eras m enamorada te dejaban salir como a las otras chicas. Pero ahora te tienen encerrada, ni que fueras una criatura. Yo creo que la culpa es de Inés. -No hables mal de mi hermana, no me gusta que se metan con mi familia. -Yo no me meto con tu familia, pero tu hermana es una antipática. Me odia. -¿A ti? Ni sabe cómo te apellidas. -Eso crees. Siempre que la veo en el Terrazas, la saludo y no me contesta. Pero varias veces la he pescado mirándome a la disimulada. -A lo mejor le gustas. -¿Quieres dejar de burlarte de mí? ¿Qué te pasa? -Nada. Alberto aprieta levemente la mano de Helena y la mira a los ojos; ella está muy seria. -Trata de comprenderme, Helena. ¿Por qué eres así? -¿Cómo soy? -responde ella, con sequedad. -No sé, a ratos parece que te molestara estar conmigo. Y -Yo estoy cada vez más enamorado de ti. Por eso me desespera no verte. -Yo te lo advertí. No me eches la culpa. -He estado tras de ti más de dos años. Y cada vez que me largabas, pensaba: "pero algún día me hará caso y entonces me olvidaré de los malos ratos que estoy pasando". Pero ha resultado peor. Antes, al menos te veía seguido. -¿Sabes una cosa? No me gusta que me hables así. -¿Que te hable cómo? -Que me digas eso. Hay que ser un poco orgulloso. No me ruegues. -Si no te estoy rogando. Te digo la verdad. ¿Acaso no eres mi enamorada? ¿Para qué quieres que sea orgulloso? -No lo digo por mí, sino por ti. No te conviene. -Yo soy como soy. -Bueno, allá tú. Él vuelve a apretarle la mano y trata de encontrar sus ojos, pero esta vez ella rehuye la mirada. Está mucho más seria y grave. -No peleemos -dice Alberto-. Estamos tan poco juntos. -Tengo que hablar contigo -dice ella, bruscamente. -Sí. ¿Qué cosa? -He estado pensando. -¿Pensando en qué, Helena? -En que mejor sería que quedáramos como amigos. -¿Como amigos? ¿Quieres pelear conmigo? ¿Por lo que te he dicho? No seas sonsa. No me hagas caso. -No, no era por eso. Lo pensé desde antes. Creo que mejor estábamos como antes. Somos muy distintos. -Pero a mí eso no me importa. Yo estoy enamorado de ti, seas como seas. -Pero yo no. Lo he pensado mejor y no estoy enamorada de ti. -Ah -dice Alberto- Ah, bueno. Siguen en la rueda, avanzando lentamente; han olvidado que están de la mano. Recorren todavía unos veinte metros, mudos y sin mirarse, A la altura de la pileta, ella abre apenas los dedos, sin ninguna violencia, como sugiriendo algo, y él comprende y la suelta. Pero no se detienen. Así, uno junto al otro y siempre callados, dan toda una vuelta al Parque, mirando a las parejas que vienen en dirección opuesta, sonriendo a los conocidos. Cuando llegan a la avenida Larco, se detienen. Se miran. -¿Lo has pensado bien? -dice Alberto. -Sí -responde ella-. Creo que sí. -Bueno. En ese caso no hay nada que decir. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 87 Ella asiente y sonríe un segundo, pero luego adopta nuevamente un rostro de circunstancias. Él le estira la mano. Helena te alcanza la suya y dice, con voz muy amable y aliviada: -¿Pero seguiremos como amigos, no? -Claro -responde él-. Claro que sí. Alberto se aleja por la avenida, entre el dédalo de coches estacionados con el parachoque tocando el sardinel del Parque. Va hasta Diego Ferré y tuerce. La calle está vacía. Camina por el centro de la pista, a trancos largos. Antes de llegar a Colón escucha pasos precipitados y una voz que lo llama por su nombre. Se vuelve. Es el Bebe. -Hola -dice Alberto-. ¿Qué haces aquí? ¿Y Matilde? -Ya se fue. Tenía que volver temprano. El Bebe se acerca y da -una palmada a Alberto, en el hombro. Luce una cara amistosa, fraternal. -Lo siento por lo de Helena -le dice-. Pero creo que es mejor. Esa chica no te conviene. -¿Cómo sabes? Si acabamos de pelear. -Yo sabía desde anoche. Todos sabíamos. Pero no te dijimos nada, para no amargarte. -No te entiendo, Bebe. Háblame claro, por favor. -¿No te vas a amargar? -No hombre, dime de una vez qué pasa. -Helena se muere por Richard. -¿Richard? -Sí, ese de San Isidro. -¿Quién te ha dicho eso? -Nadie. Pero todos se han dado cuenta. Anoche estuvieron juntos donde Nati. -¿Quieres decir en la fiesta de Nati? Mentira, Helena no -Sí fue, eso es lo que no queríamos decirte. -Me dijo que no iba a ir. -Por eso te digo que esa chica no te convenía. -¿Tú la viste? -Sí. Estuvo bailando toda la noche con Richard. Y Ana se acercó a decirle: ¿ya peleaste con Alberto? Y ella le dijo, no, pero peleo mañana de todas maneras. No te vayas a amargar por lo que te he contado. -Bah -dice Alberto- Me importa un pito. Ya me estaba cansando de Helena, te juro. -Buena, hombre -dice el Bebe y le da otra palmada- Así me gusta- Lánzate sobre otra chica, ésa es la mejor venganza, la que más arde, la más dulce. ¿Por qué no le caes a la Nati? Está regia. Y ahora está solita. -Sí -dice Alberto- Tal vez. No es mala idea. Recorren la segunda cuadra de Diego Ferré y en la puerta de la casa de Alberto se despiden. El Bebe lo palmea dos o tres veces, en señal de solidaridad. Alberto entró y tomó directamente la escalera hacia su cuarto. La luz estaba encendida. Abrió la puerta; su padre, de pie, tenía la libreta de notas en la mano; su madre, sentada en la cama, parecía pensativa. -Buenas -dijo Alberto. -Hola, joven -dijo el padre. Vestía de oscuro, como de costumbre y parecía recién afeitado. Sus cabellos brillaban. Tenía una expresión aparentemente dura, pero sus ojos perdían por instantes la gravedad y, ansiosos, se proyectaban sobre los zapatos relucientes, la corbata de motas grises, el albo pañuelo del bolsillo, las manos impecables, los puños de la camisa, los pliegues del pantalón. Se examinaba con una mirada ambigua, inquieta y complacida, y luego los ojos recuperaban la supuesta dureza. -Vine más temprano -dijo Alberto-. Me dolía un poco la cabeza. -Debe ser la gripe -dijo la madre-. Acuéstate, Albertito. -Antes, vamos a hablar un poco, jovencito -dijo el padre, agitando la libreta de notas-. Acabo de leer esto. -Algunos cursos están mal -dijo Alberto-. Pero lo importante es que salvé el año. -Cállate -dijo el padre-. No digas estupideces. (La madre lo miró, contrariada.) Esto no ha ocurrido nunca en mi familia. Se me cae la cara de vergüenza. ¿Sabes cuánto tiempo hace que nosotros ocupamos los primeros puestos en el colegio, en la Universidad, en todas partes? Hace dos siglos. Si tu, abuelo hubiera visto esta libreta, se habría muerto de la impresión. -También mi familia -protestó la madre -. ¿Qué te crees? Mi padre, fue ministro dos veces. -Pero esto se acabó -dijo el padre, sin prestar atención a la madre- Es un escándalo. No voy a dejar que eches mi apellido por el suelo. Mañana comienzas tus clases con un profesor particular para prepararte al ingreso. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 90 señalaban con el dedo y en el patio lo vieron dos suboficiales y también comenzaron a reírse y entonces al serrano no le quedó más remedio que reírse. Y después en la fila el teniente Huarina dijo: "¿qué les pasa, mierdas, que andan riéndose como locas? A ver, brigadieres, vengan aquí". Y los brigadieres, nada mi teniente, efectivo completo y los suboficiales dijeron: "un cadete de la primera anda con la cabeza medio pelada- y Huarina dijo: "aquí el cadete". No había quién se aguantara la risa cuando el serrano Cava se cuadró frente a Huarina y éste le dijo "quítese la cristina" y él se la quitó. "Silencio, dijo Huarina, ¿qué es eso de reírse en la formación?", pero él también miraba la cabeza del serrano y se le torcía la boca. "¿Qué ha pasado, oiga?", y el serrano, nada mi teniente, cómo que nada, usted cree que el colegio Militar es un circo, no mi teniente, por qué tiene la cabeza así, me he cortado el pelo por el calor mi teniente, y Huarina entonces se rió y le dijo a Cava: "es usted una putita perdida, pero éste no es un colegio de locas, vaya a la peluquería y que lo rapen, así se le van a quitar los calores y no saldrá hasta que tenga el pelo como dice el reglamento". Pobre serrano, no era mala gente, después nos llevamos bien. Al principio me caía mal, sólo por ser serrano, por las cosas que le hicieron al Ricardo. Siempre andaba batiéndolo. Cuando se reunía el Círculo y había que sortear a uno que zumbara a uno de cuarto y salía el serrano, yo decía mejor elegimos a otro, éste se hará chapar y nos caerán encima. Y Cava se quedaba callado, asimilando. Y después cuando el Círculo se deshizo y el Jaguar nos propuso: "el Círculo se acabó pero si quieren formamos otro, nosotros cuatro", yo dije nada con serranos, son unos cobardes y el Jaguar dijo: "esto, hay que arreglarlo de una vez, nada de estas bromas entre nosotros". Lo llamó a Cava y le dijo: "el Boa nos ha dicho que eres un cobarde y que no debes formar parte de] Círculo, tienes que demostrarle que está equivocado". Y el serrano dijo bueno. Esa noche nos fuimos los cuatro al estadio, y nos quitamos las hombreras para que al pasar por cuarto y quinto no vieran que éramos perros y nos llevaran a tender camas. Y logramos pasar y llegamos al estadio y el Jaguar dijo: "peleen sin decir lisuras ni gritar, las cuadras de cuarto y quinto están llenas de hijos de perra a estas horas". Y el Rulos dijo: "mejor sería que se quitaran las camisas, no vayan a romperla y mañana hay revista de prendas". Así que nos quitamos las camisas y el Jaguar dijo: "comiencen cuando quieran". Yo ya sabía que el serrano no podía, pero cómo iba a pensar que resistiera tanto. Eso también había sido cierto, los serranos son bien duros para el castigo, aunque no lo parezcan, siendo tan bajitos. Y Cava es bajo, pero eso sí, muy maceteado. No tiene cuerpo, es todo cuadrado, ya me había fijado. Y cuando le daba, parecía que no le hacía nada, aguantaba lo más fresco. Pero es muy bruto, muy serrano, se me prendía del pescuezo y la cintura y no había modo de zafarse, le molía la espalda y la cabeza para que se alejara, pero al ratito volvía como un toro, qué resistencia. Y daba pena ver lo poco ágil que era. Eso también lo sabía, los serranos no saben usar los pies. Sólo los chalacos manejan las patas como se debe, mejor que las manos, ellos deben haber inventado la chalaca, pero no es fácil, cualquiera no levanta las dos patas a la vez y las planta en la cara del enemigo. Los serranos pelean sólo con las dos manos. Ni siquiera saben usar la cabeza como los criollos, y eso que la tienen dura. Creo que los chalacos son los mejores peleadores del inundo. El Jaguar dice que es de Bellavista, pero yo creo que es chalaco, en todo caso está tan cerquita. No conozco a nadie que maneje como él la cabeza y los pies. Casi no usa las manos para pelear, chalaca y cabezazo todo el tiempo, no quisiera pelearme nunca con el Jaguar. Mejor paramos, serrano, le dije. "Como tú quieras, me contestó, pero nunca más digas que soy un cobarde." "Pónganse las camisas, dijo el Rulos, y límpiense las caras, ahí viene alguien, creo que son suboficiales." Pero no eran suboficiales sino cadetes de quinto. Y eran cinco. "¿Por qué están sin cristinas?", dijo uno. "Ustedes son de cuarto o perros, no disimulen." Y otro gritó: "cuádrense y vayan sacando la plata y los cigarrillos". Yo estaba muy cansado, me quedé quieto mientras el tipo ése me rebuscaba los bolsillos. Pero el que estaba registrando al Rulos dijo: "éste está lleno de plata y de incas, qué tesoro". Y el Jaguar les dijo, con su risita: "ustedes son muy valientes porque están en quinto, ¿no?". Y uno preguntó: "¿qué ha dicho este perro?". No se les veían las caras porque estaba oscuro. Y otro tipo dijo: "¿quiere repetir lo que ha dicho, perro?". Y el Jaguar le dijo: "si usted no estuviera en quinto, mi cadete, seguro que no se atrevía a sacarnos la plata y los cigarrillos". Y los cadetes se rieron. Le preguntaron: "¿usted es muy maldito, por lo que parece?". "Sí, les dijo el Jaguar. Una barbaridad de maldito. Y también creo que no se atreverían a meterme las manos al bolsillo si estuviéramos en la calle." "Qué me cuentan, qué me cuentan", dijo otro, "¿oyen lo que estoy oyendo?". Y otro dijo: "si usted quiere, cadete, podría quitarme las insignias y tirarlas al suelo y se me ocurre que también sin insignias le meto la mano donde se me antoje". "No, mi cadete, dijo el Jaguar, no creo que se atrevería." "Vamos a probar", dijo el cadete. Y se quitó el sacón y las insignias y al ratito el Jaguar lo había tumbado y lo machucaba contra el suelo, así que el tipo se puso a gritar: " ¡qué esperan para ayudarme!". Y los otros se echaron sobre el Jaguar y el Rulos dijo: "esto sí que no lo permito". Y yo me fui sobre el montón, qué pelea más rara, nadie veía nada, y a ratos me caían como pedradas y yo pensaba: "se me hace que son las patas del Jaguar". Y ahí estuvimos en el cargamontón hasta que sonó el pito y todos salimos corriendo. Qué manera de estar La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 91 molidos. En la cuadra, cuando nos quitamos las camisas, los cuatro estábamos hinchados de arriba abajo y nos moríamos de risa. Toda la sección se amontonó en el baño y decían: "cuenten". Y el poeta nos echó pasta de dientes en la cara para bajar la hinchazón. Y en la noche el Jaguar dijo: "ha sido como el bautizo del nuevo Círculo". Y después yo fui hasta la cama del pobre Cava y le dije: "oye, quedemos como amigos". Y él me dijo: “por supuesto”. Bebieron las Colas sin hablar. Paulino los miraba descaradamente, con sus ojos malignos. El padre de Arana bebía del pico de la botella, a tragos cortos; a veces, se quedaba con la botella suspendida sobre la boca y los ojos ausentes. Reaccionaba haciendo una mueca y volvía a tornar otro trago. Alberto bebía sin ganas, el gas le hacía cosquillas en el estómago. Procuraba no hablar, temía que el hombre se lanzara a nuevas confidencias. Miraba a un lado y a otro. No se veía a la vicuña, probablemente estaba en el estadio. El animal huía al otro extremo del colegio cuando los cadetes estaban libres. Durante las clases, en cambio, venía a recorrer el campo de hierba a pasos lentos y gimnásticos. El padre de Arana pagó las bebidas y dio a Paulino una propina. El edificio de las aulas no se veía, aún estaban sin encender las luces de la pista de desfile y la neblina había descendido hasta el suelo. -¿Sufría mucho? -preguntó el hombre-. El sábado, al traerlo aquí. ¿Sufría mucho? -No, señor. Estaba desmayado. Lo subieron a un coche en la avenida Progreso. Y lo trajeron directamente a la enfermería. -Sólo nos avisaron el sábado en la tarde -dijo el hombre, con voz fatigada-. A eso de las cinco. Hacía como un mes que no salía y su madre quería venir a verlo. Siempre lo castigaban por una cosa u otra. Yo pensaba que eso lo obligaba a estudiar más. Nos llamó por teléfono el capitán Garrido. Fue algo duro para nosotros, joven. Vinimos al instante, casi choco en la Costanera. Y ni siquiera nos dejaron estar con él. Eso no habría ocurrido en una clínica. -Si ustedes quisieran, podrían llevarlo a otra clínica. No se atreverán a prohibirles eso. -El médico dice que ahora no se lo puede mover. Está muy grave, ésa es la verdad, para qué engañarse. Su madre se va a volver loca. Está furiosa conmigo, sabe usted, eso es lo más injusto, por lo del viernes. Las mujeres son así, todo lo tergiversan. Si yo he sido severo con el muchacho, ha sido por su bien. Pero el viernes no pasó nada, una tontería. Y me lo saca en cara todo el tiempo. -Arana no me contó nada -dijo Alberto-. Y eso que siempre me hablaba de sus cosas. -Le digo que no pasó nada. Vino a la casa por unas horas, le habían dado un permiso no sé por qué. Hacía un mes que no salía. Y apenas llegó quiso ir a la calle. Era una desconsideración, no es cierto, qué es eso de llegar y salir disparado de su casa. Le dije que se quedara con su madre, que tanto se desespera cuando no sale. Nada más, fíjese si no es una tontería. Y ahora ella me dice que yo lo martiricé hasta el final, ¿no es injusto y estúpido? -Su señora debe estar nerviosa -dijo Alberto-. Es natural. Una cosa así... -Sí, sí -dijo el hombre-. No hay manera de convencerla que descanse. Se pasa todo el día en la enfermería, esperando al médico. Y para nada. Apenas nos habla, fíjese. Calma, un poco de paciencia señores, estamos haciendo todo lo posible, ya les avisaremos. El capitán puede ser muy amable, nos quiere tranquilizar, pero hay que ponerse en nuestro caso. Parece tan increíble, después de tres años, ¿cómo le puede ocurrir a un cadete un accidente así? -Es decir -dijo Alberto-. No se sabe. Mejor dicho... -El capitán nos explicó -dijo el hombre- Lo sé todo. Ya sabe usted, los militares son partidarios de la franqueza. Al pan pan y al vino vino. No hablan con rodeos. -¿Le contó todo con detalles? -Sí -dijo el padre-. Se me ponían los pelos de punta. Parece que el fusil chocó cuando él apretaba el gatillo. ¿Se da usted cuenta? En parte es culpa del colegio. ¿Qué clase de instrucción les dan? -¿Le dijo que se había disparado él mismo? -lo interrumpió Alberto. -Fue un poco brusco en eso -dijo el hombre-. No debió decirlo delante de su madre. Las mujeres son débiles. Pero los militares no tienen pelos en la lengua. Yo quería que mi hijo fuera así, una roca. ¿Sabe lo que nos dijo? En el Ejército los errores se pagan caros, así, tal como se lo cuento. Y nos dio explicaciones, que los peritos revisaron el arma, que todo funciona perfectamente, que la culpa fue sólo del muchacho. Pero yo tengo mis dudas. Yo pienso que la bala se escapó por accidente. En fin, uno no puede saber. Los militares entienden de estas cosas más que uno. Además, ahora qué importa. -¿Le dijo todo eso? -insistió Alberto. El padre de Arana lo miró. -Sí. ¿Por qué? -Por nada -repuso Alberto-. Nosotros no vimos. Estábamos en el cerro. -Me disculpan -dijo Paulino-. Pero tengo que cerrar. La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 92 -Será mejor que vuelva a la enfermería -dijo el hombre- Tal vez ahora podamos verlo un rato. Se levantaron y Paulino les hizo un saludo con la mano. Volvieron a avanzar sobre la hierba. El padre de Arana caminaba con las manos a la espalda; se había subido las solapas del saco. "El Esclavo nunca me habló de él", pensó Alberto. "Ni de su madre." -¿Puedo pedirle un favor? -dijo-. Quisiera ver a Arana un momento. No digo ahora. Mañana, o pasado, cuando esté mejor. Usted podría hacerme entrar a su cuarto diciendo que soy un pariente, o un amigo de la familia. -Sí -dijo el hombre-. Ya veremos. Hablaré con el capitán Garrido. Parece muy correcto. Un poco estricto, como todos los militares. Después de todo, es su oficio. -Sí -dijo Alberto-. Los militares son así. -¿Sabe? -dijo el hombre-. El muchacho está muy resentido conmigo. Yo lile doy cuenta. Le hablaré y si no es bruto comprenderá que todo ha sido por su bien. Verá que las responsables son su madre y la vieja loca de Adelina. -¿Es una tía suya, creo? -dijo Alberto. -Sí -afirmó el hombre, enfurecido-. La histérica ésa. Lo crió como a una mujercita. Le regalaba muñecas y le hacía rizos. A mí no pueden engañarme. He visto fotos que le tomaron en Chiclayo. Lo vestían con faldas y le hacían rulos, a mi propio hijo, ¿comprende usted? Se aprovecharon de que yo estaba lejos. Pero no se iban a salir con la suya. -¿Usted viaja mucho, señor? -No -respondió brutalmente el hombre -. No he salido nunca (le Lima. Ni me interesa. Pero cuando yo lo recobré estaba maleado, era un inservible, un inútil. ¿Quién me puede culpar por haber querido hacer de él un hombre? ¿Eso es algo de que tengo que avergonzarme? -Estoy seguro que sanará pronto -dijo Alberto- Seguro. -Pero tal vez he sido un poco duro -prosiguió el hombre- Por exceso de cariño. Un cariño bien entendido. Su madre y esa loca de Adelina no pueden comprender. ¿Quiere usted un consejo? Cuando tenga hijos, póngalos lejos de la madre. No hay nada peor que las mujeres para malograr a un muchacho. -Bueno -dijo Alberto- Ya llegamos. -¿Qué pasa allá? -dijo el hombre-. ¿Por qué corren? -Es el silbato -dijo Alberto”. Para formar. Tengo que irme. - Hasta luego -dijo el hombre- Gracias por acompañarme. Alberto echó a correr. Pronto alcanzó a uno de los cadetes que habían pasado antes. Era Urioste. -Todavía no son las siete -dijo Alberto. -El Esclavo ha muerto -dijo Urioste, jadeando- Estamos yendo a dar la noticia. Esa vez mi cumpleaños cayó día de fiesta. Mi madre me dijo: “anda temprano donde tu padrino, que a veces se va al campo". Y me dio un sol para el pasaje. Fui hasta la casa de mi padrino, que vivía lejísimos, bajo el Puente, pero ya no estaba. Me abrió su mujer, que nunca nos había querido. Me puso mala cara y me dijo: "mi marido no está. Y no creo que venga hasta la noche, así que ni lo esperes". Regresé a Bellavista, de mala gana, tenía la ilusión de que mi padrino me regalara cinco soles, como todos los años. Pensaba comprarle a Tere una caja de tizas, pero esta vez como un regalo de a deveras, y también un cuaderno cuadriculado de cien páginas, su cuaderno de álgebra se había terminado. 0 decirle que fuéramos al cine, claro que también con su tía. Hasta saqué cuentas y con cinco soles me alcanzaba para tres plateas del Bellavista y todavía sobraban unos reales. Cuando llegué a la casa, mi madre me dijo: "tu padrino es un desgraciado, igual que su mujer. Seguro que se hizo negar el muy mezquino". Y yo pensé que tenía razón. Entonces mi madre me dijo: "ah, dice Tere que vayas. Vino a buscarte". "¿Ah, sí?, le dije yo; qué raro, ¿qué querrá?" Y de veras no sabía para qué me había buscado, era la primera vez que lo hacía y sospeché algo. Pero no lo que pasó. "Se ha enterado de mi cumpleaños y me va a felicitar", decía yo. Estuve en su casa de dos saltos. Toqué la puerta y me abrió la tía. La saludé y apenas me vio se dio media vuelta y regresó a la cocina. La tía siempre me trataba así, como si yo fuera una cosa. Me quedé un momento en la puerta abierta, sin atreverme a entrar, pero en eso apareció ella y venía sonriendo de una manera. "Hola, me dijo. Entra." Yo sólo le dije: "hola", y me puse a sonreír sin ganas. "Ven, me dijo. Vamos a mi cuarto." Yo la seguí, muy curioso y sin decirle nada. En su cuarto abrió un cajón y se volvió con un paquete en las manos y me dijo: "torna por tu cumpleaños". Yo le dije: "¿cómo supiste?". Y ella me contestó: "lo sé desde el año pasado”. Yo no sabía qué hacer con el paquete, que era bien grande. Al fin, me decidí a abrirlo. Sólo tuve que desenvolverlo, pues no estaba atado, Era un papel marrón, el mismo que usaba el panadero de la esquina y pensé que a lo mejor ella se lo había pedido especialmente. Saqué una chompa sin mangas, casi el mismo color que el papel y ahí mismo comprendí que ella había pensado en eso, como tenía tanto gusto hizo que la chompa y la La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 95 nadie vio que un hombre caía herido. Ha debido gritar. Tenía decenas de cadetes a su alrededor. Alguien tiene que saber... -No, mi coronel -dijo Gamboa- la distancia entre hombre y hombre era grande. Y los saltos se daban a toda carrera, Sin duda, el cadete cayó cuando se disparaba y los balazos apagaron sus gritos, si es que gritó. En ese terreno hay hierba alta y al caer quedó medio oculto. Los que venían detrás no lo vieron. He interrogado a toda 4a compañía. El coronel se volvió hacia el capitán. -¿Y usted también estaba en la luna? -Yo controlaba la progresión desde atrás, mi coronel -dijo el capitán Garrido, pestañeando; sus mandíbulas trituraban las palabras como dos moledoras. Hacía grandes ademanes- Los grupos avanzaban alternativamente. El cadete debe haber caído herido en el momento que su línea se arrojaba al suelo. Al siguiente silbato ya no pudo levantarse -Y permaneció medio enterrado en la hierba. Probablemente estaba algo atrasado en relación con su columna y por eso la retaguardia, en el salto siguiente, lo dejó atrás. -Todo eso está muy bien -dijo el coronel- Ahora díganme realmente lo que piensan. El capitán y Gamboa se miraron, Hubo un silencio incómodo, que ninguno se atrevía a quebrar. Finalmente, habló el capitán, en voz baja: -Ha podido dispararse su propio fusil. -Miró al coronel- Es decir, al chocar contra el suelo, pudo engancharse el gatillo en el cuerpo. -No -dijo el coronel- Acabo de hablar con el médico. No hay ninguna duda, la bala vino de atrás. Ha recibido el balazo en la nuca. Usted ya está viejo, sabe de sobra que los fusiles no se disparan solos. Eso está bien para decírselo a los familiares y evitar complicaciones. Pero los verdaderos responsables son ustedes. -El capitán y el teniente se enderezaron ligeramente en sus asientos. -¿Cómo se efectuaba el fuego? -Según las instrucciones, mi coronel - dijo Gamboa Fuego de apoyo, alternado. Los grupos de asalto se protegían uno a otro. El fuego estaba perfectamente sincronizado. Antes de ordenar el tiro, yo comprobaba que la vanguardia estuviera a cubierto, que todos los cadetes se hallaran tendidos. Por eso dirigía la progresión desde el flanco derecho, para tener una visibilidad mayor. Ni siquiera había obstáculos naturales. En todo momento pude dominar el terreno donde operaba la compañía. No creo haber cometido ningún error, mi coronel. -Hemos hecho el mismo ejercicio más de cinco veces este año, mi coronel -dijo el capitán- Y los de quinto lo han hecho más de quince veces desde que están en el colegio. Además, han realizado campañas más completas, con más riesgos. Yo señalo los ejercicios de acuerdo al programa elaborado por el mayor. Nunca he ordenado maniobras que no figuren en el programa. -Eso a mí no me importa -dijo el coronel, lentamente-. Lo que interesa es saber qué error, qué equivocación ha causado la muerte de] cadete. ¡Esto no es un cuartel, señores! -Levantó su puño blancuzco- Si le cae un balazo a un soldado, se le entierra y se acabó. Pero estos son alumnos, niños de su casa, por una cosa así se puede armar un tremendo lío. ¿Y si el cadete hubiera sido hijo de un general? -Tengo una hipótesis, mi coronel -dijo Gamboa. El capitán se volvió a mirarlo con envidia- Esta tarde he revisado cuidadosamente los fusiles. La mayoría son viejos y poco seguros, mi coronel, usted ya sabe. Algunos tienen desviada el alza, el guión, otros están con el interior del cañón ligeramente dañado. Esto no basta, claro está. Pero es posible que un cadete modificara la posición del alza, sin darse cuenta, y apuntara mal. La bala ha podido seguir una trayectoria rampante. Y el cadete Arana, por una desgraciada coincidencia, pudo estar en mala posición, mal cubierto. En fin, sólo es una hipótesis, mi coronel. -La bala no cayó del cielo -dijo el coronel, más tranquilo, como si algo se hubiera resuelto- No me dice usted nada nuevo, la bala se le escapó a uno de la retaguardia. ¡Pero esos accidentes no pueden ocurrir aquí! Lleve mañana mismo todos los fusiles a la armería. Que cambien los inservibles. Capitán, encárguese de que en las otras compañías se haga también una revisión. Pero no ahora; dejemos pasar unos días. Y con mucha prudencia: no debe trascender una palabra de este asunto. Está en juego el prestigio del colegio, e incluso el del Ejército. Felizmente, los médicos han sido muy comprensivos. Harán un informe técnico, sin hipótesis. Lo más sensato es mantener la tesis de un- error cometido por el propio cadete. Hay que cortar de raíz cualquier rumor, cualquier comentario. ¿Entendido? -Mi coronel -dijo el capitán - Permítame hacerle observar que esta tesis me parece mucho más verosímil que la de un tiro de la retaguardia. -¿Por qué? -dijo el coronel- ¿Por qué más verosímil? La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 96 -Más aún, mi coronel. Yo me atrevería a afirmar que la bala salió del fusil del propio cadete. Es imposible que, apuntando a blancos situados a varios metros de altura sobre el terreno, la trayectoria de una bala sea rampante. El cadete ha podido accionar el gatillo inconscientemente, al caer sobre el fusil. He visto con mis propios ojos que los cadetes se arrojaban de manera defectuosa, sin ninguna técnica. Y el cadete Arana jamás se distinguió en las campañas. -Después de todo, es posible -dijo el coronel, muy calmado-. Todo es posible en este mundo. ¿Y usted de qué se ríe, Gamboa? -No me río, mi coronel. Perdóneme, pero se ha confundido. -Así espero -dijo el coronel, palincándose el vientre y sonriendo, por primera vez- Y que esto les sirva de lección. El quinto año y sobre todo la primera compañía, nos ha dado malos ratos, señores. Hace unos días expulsamos a un cadete que robaba exámenes, rompiendo ventanas, como un gangster de película. Ahora esto. Pongan mucho cuidado en el futuro. No hago amenazas, señores, entiéndanlo bien. Pero tengo una misión que cumplir aquí. Y ustedes también. Debemos cumplirla como militares, como peruanos. Sin contemplaciones ni sentimentalismos. Venciendo todos los obstáculos. Pueden retirarse, señores. El capitán Garrido y el teniente Gamboa salieron. El coronel se quedó mirándolos, con expresión solemne, hasta que la puerta se cerró tras ellos. Entonces, se rascó la barriga. Una tarde que regresaba del colegio, el flaco Higueras me dijo: “¿no te importa que vayamos a otro sitio? Prefiero no entrar a esa cantina". Le dije que no me importaba y me llevó a un bar de la avenida Sáenz Peña, oscuro y sucio. Por una puerta muy pequeña, junto al mostrador, se pasaba a un salón grande. El flaco Higueras conversó un momento con el chino que atendía; parecían conocerse mucho. El flaco pidió dos cortos y cuando terminamos de beber, me preguntó mirándome muy serio, si yo era un hombre tan macho como mi hermano. "No sé, le dije, creo que sí. ¿Por qué?" "Me debes cerca de veinte soles, me respondió. ¿No es cierto?" Sentí una culebra en la espalda, ya no me acordaba que ese dinero era prestado y pensé, ahora me va a pedir que le pague y qué hago. Pero el flaco me dijo: "no es para cobrarte. Sólo que ya eres un hombre y necesitas plata. Yo puedo prestarte cuanto te falte. Pero para eso es necesario que la consiga. ¿Quieres ayudarme a conseguir plata?". Le pregunté qué tenía que hacer y me contestó: "es peligroso y si te da miedo, no hemos dicho nada. Hay una casa que yo conozco y está vacía. Es de gente rica, tienen para llenar no sé cuántos cuartos de billetes, así como Atahualpa, tú ya sabes eso". "¿Quieres decir robar?", le pregunté. "Sí, dijo el flaco. Aunque no me gusta esa palabra. Esa gente está podrida en plata y ni tú ni yo tenemos dónde caernos muertos. ¿Tienes miedo? No creas que quiero obligarte. ¿De dónde crees que conseguía tanto dinero tu hermano? Lo que tienes que hacer es muy fácil." "No, le dije, perdóname, pero no quiero." No tenía miedo pero me había agarrado de sorpresa y sólo pensaba cómo nunca me había dado cuenta de que mi hermano y el flaco Higueras eran ladrones. El flaco no me habló más del asunto, pidió otras dos copas y me ofreció un cigarrillo. Como siempre, me contó chistes. Era muy gracioso, cada día sabía nuevos cuentos colorados y los contaba muy bien, haciendo muecas y cambiando de voz. Abría tanto la boca para reírse que se veían sus muelas y su garganta. Yo lo escuchaba y también me reía, pero seguro notó en mi cara que pensaba en otra cosa, porque me dijo: "¿qué te pasa?; ¿te has puesto triste por lo que te propuse? Olvídate del asunto". Yo le dije: "¿Y si un día te pescan?". Él se puso serio. "Los soplones son muy brutos, me contestó. Y, además, son más ladrones que nadie. Pero, en fin, si me pescan me friego. Así son las cosas de la vida." Yo quería seguir hablando de lo mismo y le pregunté: "¿y cuánto tiempo de cárcel te darían, si te pescan?". "No sé, dijo él, eso depende de ' la plata que tenga en el momento." Y me contó que una vez pescaron a mi hermano, metiéndose a una casa de La Perla. Un cachaco que pasaba por ahí le sacó la pistola y le estuvo apuntando y le decía: "caminando para la comisaría, cinco metros adelante, o lo quemo a balazos, so ladrón". Y que mi hermano se echó a reír con gran concha y le dijo: "¿estás borracho? Me estoy entrando ahí porque la cocinera me espera en su cama. Si quieres ver, méteme la mano al bolsillo y verás". Y dice que el cachaco dudó un momento, pero después le dio curiosidad y se le acercó. Le puso la pistola en el ojo y mientras le hurgaba el bolsillo, le decía: "te mueves un milímetro y te hago polvo el ojo. Si no te mueres, te quedas tuerto, así que quieto". Y cuando sacó la mano tenía un fajo de billetes. Mi hermano se echó a reír y le dijo: "tú eres un cholo y yo soy un cholo, somos hermanos. Quédate con esa plata y déjame ir. Otro día vendré a ver a la cocinera". Y el cachaco le contestó: "me voy a mear, ahí detrás de esa pared. Si estás aquí cuando vuelva, te cargo a la comisaría por corromper a la autoridad". Y el flaco también me contó que una vez casi los agarran a los dos, por Jesús María. Los pescaron saliendo de una casa y un cachaco comenzó a tocar silbato y ellos corrían por los techos. Al fin se tiraron a un jardín y mi hermano se torció el pie y le gritó: "córrete que a La Ciudad y los Perros Mario Vargas Llosa 97 mí ya me fundieron". Pero el flaco no quiso escaparse solo y lo fue arrastrando hasta uno de los buzones de las esquinas. Se metieron ahí y estuvieron apretados, casi sin respirar, no sé cuántas horas y después tomaron un taxi y vinieron al Callao. Después de esto dejé de ver al flaco Higueras varios días y pensé: "ya lo han cogido". Pero una semana más tarde volví a verlo, en la Plaza de Bellavista y volvimos a ir donde el chino a tomar una copa, a fumar y a conversar. Ese día no tocó el tema, ni tampoco el siguiente, ni los otros. Yo iba a estudiar todas las tardes donde Tere, pero no había vuelto a esperarla a la salida de su colegio porque no tenía plata. No me atrevía a pedirle al flaco Higueras y pasaba muchas horas pensando en la manera de conseguir unos soles. Una vez en el colegio nos pidieron comprar un libro y se lo dije a mi madre. Se puso furiosa, gritó que hacía milagros para que pudiéramos comer y que al año siguiente no volvería al colegio, porque ya tendría trece años y debía ponerme a trabajar. Me acuerdo que un domingo fui donde mi padrino, sin decir nada a mi madre. Tardé más de tres horas en llegar, tuve que atravesar a pie todo Lima. Antes de tocar la puerta de su casa, aguaité por la ventana a ver si lo descubría; tenía miedo que saliera su mujer, como la vez pasada, y lo negara. No salió su mujer, sino su hija, una flaca sin dientes. Me dijo que su padre estaba en la sierra y que no volvería antes de diez días. Así que no pude comprarme el libro, pero mis compañeros me lo prestaban y así hacía las tareas. Lo grave era no poder ir a buscar a Tere a su colegio, eso me tenía deprimido. Una tarde que estábamos estudiando y como su tía se había ido un momento al otro cuarto, ella me dijo: "ya nunca has vuelto a esperarme -. Y yo me puse rojo, y le dije: "pensaba ir mañana. ¿Siempre sales a las doce, no?". Y esa noche salí a la Plaza de Bellavista a buscar al flaco Higueras, pero no estaba. Se me ocurrió que andaría en el bar ése de la avenida Sáenz Peña y me fui hasta allá. La cantina estaba llena de gente y de humo y había borrachos que gritaban. Al verme entrar, el chino me gritó: largo de aquí, mocoso". Y yo le dije: "tengo que ver al flaco Higueras, es urgente". El chino entonces me reconoció y me señaló la puerta M fondo. El salón grande estaba más lleno que el de la entrada, con el humo casi no se podía ver, y había mujeres sentadas en las mesas o en las rodillas de los tipos, que las manoseaban y las besaban. Una de ellas me agarró la cara y me dijo: "¿qué haces aquí, renacuajo?". Y yo le dije: "calla, puta". Y ella se rió pero el borracho que la tenía abrazada me dijo: "te voy a dar un cuete por insultar a la señora". En eso apareció el flaco. Cogió al borracho de un brazo y lo calmó diciéndole: "es mi primo y el que quiera hacerle algo se las ve conmigo".”Está bien, flaco, dijo el tipo, pero que no ande diciendo putas a mis mujeres. Hay que ser educado y sobre todo de chico." El flaco Higueras me puso una mano en el hombro y me llevó hasta una mesa donde había tres hombres. No conocía a ninguno; dos eran criollos y el otro serrano. Me presentó como a su amigo, hizo que me trajeran una copa. Yo le dije que quería hablarle a solas. Fuimos al urinario, y allí le dije: "necesito plata, flaco; por lo que más quieras, préstame dos soles". Él se rió y me los dio. Pero luego me dijo: "oye, ¿te acuerdas de lo que hablamos el otro día? Bueno, yo también quiero que me hagas un favor. Te necesito. Somos amigos y tenemos que ayudarnos. Es sólo por una vez. ¿Bueno?". Yo le contesté: "bueno. Sólo una vez y a cambio de todo lo que te debo". "De acuerdo, me dijo. Y si nos va bien, no te arrepentirás." Regresamos a la mesa y les dijo a los tres tipos: les presento a un nuevo colega". Los tres se rieron, me abrazaron y estuvieron haciendo bromas. En eso se acercaron dos mujeres y una de ellas comenzó a fregar al flaco. Quería besarlo y el serrano le dijo: "déjalo en paz. ¿Por qué mejor no besuqueas a la criatura?". Y ella dijo: "con mucho gusto". Y me besó en la boca mientras los otros se reían. El flaco Higueras la separó y me dijo: "ahora, anda vete. No vuelvas por acá. Espérame mañana a las ocho de la noche en la Plaza Bellavista, junto al cine”. Me fui y traté de pensar sólo en que al día siguiente iría a esperar a Tere, pero no podía, estaba muy excitado por lo del flaco Higueras. Se me ocurría lo peor, que los cachacos nos pescarían y que me mandarían a la Correccional de la Perla por ser menor y que Tere se enteraría de todo y no querría oír hablar más de mí. Era peor que si la capilla hubiera estado a oscuras. La media luz intermitente provocaba sombras, registraba cada movimiento y lo repetía en las paredes o en las losetas, divulgándolo a los ojos de todos los presentes, y mantenía los rostros en una penumbra lúgubre que agravaba su seriedad y la hacía hostil, casi siniestra. Y además, había ese murmullo quejumbroso, constante (una voz que balbucea una sola palabra, con un mismo acento, la última sílaba encadenada a la primera), que llegaba hasta ellos por detrás, se hundía en sus oídos como una hebra finísima y los exasperaba. Hubieran soportado mejor que la mujer gritara, profiriese grandes exclamaciones, invocara a Dios y a la Virgen, se mesara los cabellos o llorara, pero desde que entraron guiados por el suboficial Pezoa, que los distribuyó en dos columnas, pegados a los muros de la capilla, a, ambos lados del ataúd, habían escuchado ese mismo murmullo de mujer que brotaba de atrás, del sector vecino a la puerta, donde estaban las bancas y el confesionario. Sólo mucho rato después de que Pezoa les ordenó presentar armas -obedecieron sin
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