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Orientación Universidad
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ciudad moderna apuntes para TI 2023, Guías, Proyectos, Investigaciones de Historia Moderna

SON ARCHIVOS PDF CON RESUMENES DE LIBROS

Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones

2022/2023

Subido el 08/06/2023

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bruno-martin-winkler-gebala 🇦🇷

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¡Descarga ciudad moderna apuntes para TI 2023 y más Guías, Proyectos, Investigaciones en PDF de Historia Moderna solo en Docsity! TALLER INTRODUCTORIO - Módulo 5 TEORÍAS Y PRODUCCIÓN ESTÉTICA EN LA CIUDAD MODERNA FACULTAD DE ARQUITECTURA, DISEÑO Y URBANISMO / UNIVERSIDAD NACIONAL DEL LITORAL Unidad 1 Contexto histórico de producción Eric Hobsbawn Portada del texto. La era del imperio 1875-1914 Eric Hobsbawn TEXTO COMENTARIO INTRODUCTORIO El autor nació a fines de la 1ra. Guerra Mundial (1917) en Alejandría. De ascendencia judía e inglesa, pasó su niñez en Viena, su adolescencia en Berlín y su vida adulta en Londres. Era profesor emérito de historia social y económica en la Universidad de Londres (Birkbeck College). Sus análisis se encuadran dentro de la concepción materialista de la historia.1 Considera al “Siglo XIX largo” (1789-1914) como período fundamental para el desarrollo de la cultura moderna. El eje central de su trabajo sobre este siglo es “el triunfo y transformación del capitalismo en la forma específica de la sociedad burguesa en su versión liberal”. El referido período se inicia con un doble hito: la Revolución Francesa (1789) y la Revolución Industrial (iniciada en 1767, con Watt). Los textos que desarrollan este análisis son “La era de la revolución 1789-1848”, escrito en 1962; “La era del capital 1848-1875”, escrito en 1975 y “La era del imperio (1875-1914), escrito en 1987. LÍNEAS DE REFLEXIÓN Introducción - ¿Por qué motivos algunos historiadores (entre los que se considera Hobsbawn), se refieren al “largo siglo XIX”? Por qué no hay coincidencias con la cronología tradicional? - ¿Cuál es el eje central de la historia relatada por Hobsbawn? ¿Cuáles son los hitos de origen de la cultura moderna, la clase social y la ideología determinantes para este período? - ¿Cuál es la principal paradoja entre el liberalismo burgués y las democracias electorales? - ¿Qué sentido tiene la observación: “Para bien o para mal, desde 1914 el siglo de la burguesía pertenece a la historia”? La economía cambia de ritmo - ¿Por qué se sostiene que: “se amplió la base geográfica de la era del imperio”? - ¿Cuáles son las siete características de la economía mundial del período 1875-1914”? La política de la democracia - ¿Cómo opera la democracia en relación al capitalismo? ¿Cuáles son sus posibles interpretaciones? 1 La era del imperio 1875-1914 La era del imperio 1875-1914 Eric Hobsbawn Buenos Aires: Editorial Crítica. 1998 Es decir, la explicación de los cambios históricos y sociales a partir de las modificaciones de los sistemas de producción y de las relaciones que dentro de ellos se entretejen. Su creador y principal exponente fue Carlos Marx. 2. Los partidos comunistas que gobiernan en el mundo no europeo se formaron según ese modelo, pero después del período que estudiamos. Tanto desde el punto de vista cuantitativo como del de la circulación de sus trabajos predominan los representantes de la primera tendencia apuntada. El pasado irrecuperable plantea un desafío a los buenos historiadores, que saben que no puede ser comprendido en términos anacrónicos, pero conlleva también la fuerte tentación de la nostalgia. Los menos perceptivos y más sentimentales intentan constantemente revivir los atractivos de una época que en la memoria de las clases medias y altas ha aparecido rodeada de una aureola dorada: la llamada belle époque. Naturalmente, este es el enfoque que han adoptado los animadores y realizadores de los medios de comunicación, los diseñadores de moda y todos aquellos que abastecen a los grandes consumidores. Probablemente, esta es la versión del período que estudiamos más familiar para el público en general, a través del cine y la televisión. Es total- mente insuficiente, aunque sin duda capta un aspecto visible del período que, después de todo, puso en boga términos tales como plutocracia y clase ociosa. Cabe preguntarse si esa versión es más o menos inútil que la todavía más nostálgica, pero intelectualmente más sofisticada, de los autores que intentan demostrar que el paraíso perdido tal vez no se habría perdido de no haber sido por algunos errores evitables o accidentes impredecibles, sin los cuales no habría existido guerra mundial, Revolución rusa ni cualquier otro aspecto al que se responsabilice de la pérdida del mundo antes de 1914. Otros historiadores adoptan el punto de vista opuesto al de la gran discontinuidad, destacando el hecho de que gran parte de los aspectos más característicos de nuestra época se originaron, en ocasiones de forma totalmente súbita, en los decenios anteriores a 1914. Buscan esas raíces y anticipaciones de nuestra época, que son evidentes. En la política, los partidos socialistas, que ocupan los gobiernos o son la primera fuerza de oposición en casi todos los estados de la Europa occidental, son producto del período que se extiende entre 1875 y 1914, al igual que una rama de la familia socialista, los partidos comunistas, que gobiernan los regímenes de la Europa oriental2. Otro tanto ocurre respecto al sistema de elección de los gobiernos mediante elección democrática, respecto a los modernos partidos de masas y los sindicatos obreros organizados a nivel nacional, así como con la legislación social. Bajo el nombre de modernismo, la vanguardia de ese período protagonizó la mayor parte de la elevada producción cultural del siglo XX. Incluso ahora, cuando algunas vanguardias u otras escuelas no aceptan ya esa tradición, todavía se definen utilizando los mismos términos de lo que rechazan (posmodernismo). Mientras tanto, la cultura de la vida cotidiana está dominada todavía por tres innovaciones que se produjeron en ese periodo: la industria de la publicidad en su forma moderna, los periódicos o revistas modernos de circulación masiva y (directamente o á través dé la televisión) el cine. Es cierto que la ciencia y la tecnología han recorrido un largo camino desde 1875-1914, pero en el campo científico existe una evidente continuidad entre la época de Planck, Einstein y el joven Niels Bohr y el momento actual. En cuanto a la tecnología, los automóviles de gasolina y los ingenios voladores que aparecieron por primera vez en la historia en el período que estudiamos, dominan todavía nuestros paisajes y ciudades. La comunicación telefónica y radiofónica inventada en ese período se ha perfeccionado, pero no ha sido superada. Es posible que los últimos decenios del siglo XX no encajen ya en el marco establecido antes de 1914, marco que, sin embargo, es válido todavía a efectos de orientación. Pero no es suficiente presentar la historia del pasado en estos términos. Sin duda, la cuestión de la continuidad y discontinuidad entre la era del imperio y el presente todavía es relevante, pues nuestras emociones están vinculadas directamente con esa sección del pasado histórico. Sin embargo, desde el punto de vista del historiador, la continuidad y la discontinuidad son asuntos triviales si se consideran aisladamente. ¿Cómo hemos de situar ese período? Después de todo, la relación del pasado y el presente es esencial en las preocupaciones tanto de quienes escriben como de los que leen la historia. Ambos desean, o deberían desear, comprender de qué forma el pasado ha devenido en el presente y ambos desean comprender el pasado, siendo el principal obstáculo que no es como el presente. (…) El eje central en torno al cual he intentado organizar la historia de la centuria es el triunfo y la transformación del capitalismo en la forma específica de la sociedad burguesa en su versión liberal. La historia comienza con el doble hito de la primera revolución industrial en Inglaterra, que estableció la capacidad ilimitada del sistema productivo, iniciado por el capitalismo, para el desarrollo económico y la penetración global, y la revolución política franco-americana, que estableció los modelos de las instituciones públicas de la sociedad burguesa, complementados con la aparición prácticamente simultánea de sus más característicos —y relacionados— sistemas teóricos: la economía política clásica y la filosofía utilitaria. El primer volumen de esta historia. La era de la revolución, 1789-1848, está estructurado en torno a ese concepto de una «doble revolución». Esto llevó a la confiada conquista del mundo por la economía capitalista conducida por su clase característica, «la burguesía», y bajo la bandera de su expresión intelectual característica, la ideología del liberalismo. Este es el tema central del segundo volumen, que cubre el breve período transcurrido entre las revoluciones de 1848 y el comienzo de la depresión de 1870, cuando las perspectivas de la sociedad inglesa y su economía parecían poco problemáticas dada la importancia de los triunfos alcanzados. En efecto, bien las resistencias políticas de los «antiguos regímenes» contra los cuales se había desencadenado la Revolución francesa habían sido superadas, o bien esos regímenes parecían aceptar la hegemonía económica, institucional y cultural de la burguesía triunfante. Desde el punto de vista económico, las dificultades de una industrialización y de un desarrollo económico limitado por la estrechez de su base de partida fueron superadas en gran medida por la difusión de la transformación industrial y por la extraordinaria ampliación de los mercados. En el aspecto social, los descontentos explosivos de las clases pobres durante el período revolucionario se limitaron. En definitiva, parecían haber desaparecido los grandes obstáculos para un progreso de la burguesía continuado y presumiblemente ilimitado. Las posibles dificultades derivadas de las contradicciones internas de ese progreso no parecían causar todavía una ansiedad inmediata. En Europa había menos socialistas y revolucionarios sociales en ese período que en ningún otro. Por otra parte, la era del imperio se halla dominada por esas contradicciones. Fue una época de paz sin precedentes en el mundo occidental, que al mismo tiempo generó una época de guerras mundiales también sin precedentes. Pese a las apariencias, fue una época de creciente estabilidad social en el ámbito de las economías industriales desarrolladas que permitió la aparición de pequeños núcleos de individuos que con una facilidad casi insultante se vieron en situación de conquistar y gobernar vastos imperios, pero que inevitablemente generó en los márgenes de esos imperios las fuerzas combinadas de la rebelión y la revolución que acabarían con esa estabilidad. Desde 1914 el mundo está dominado por el miedo —y, en ocasiones, por la realidad— de una guerra global y por el miedo (o la esperanza) de la revolución, ambos basados en las situaciones históricas que surgieron directamente de la era del imperio . En ese período aparecieron los movimientos de masas organizados de los trabajadores, característicos del capitalismo industrial y originados por él, que exigieron el derrocamiento del capitalismo. Pero surgieron en el seno de unas economías muy florecientes y en expansión y en los países en que tenían mayor fuerza, en una época en que probablemente el capitalismo les ofrecía unas condiciones algo menos duras que antes. En este período, las instituciones políticas y culturales del liberalismo burgués se ampliaron a las masas trabajadoras de las sociedades burguesas, incluyendo también (por primera vez en la historia) a la mujer, pero esa extensión se realizó al precio de forzar a la clase fundamental, la burguesía liberal, a situarse en los márgenes del poder político. En efecto, las democracias electorales, producto inevitable del progreso liberal, liquidaron el liberalismo burgués como fuerza política en la mayor parte de los países. Fue un período de profunda crisis de identidad y de transformación para una burguesía cuyos fundamentos morales tradicionales se hundieron bajo la misma presión de sus acumulaciones de riqueza y su confort. Su misma existencia como clase dominadora se vio socavada por la transformación del sistema económico. Las personas jurídicas (es decir, las grandes organizaciones o compañías), propiedad de accionistas y que empleaban a administradores y ejecutivos, comenzaron a sustituir a las personas reales y a sus familias, que poseían y administraban sus propias empresas. La historia de la era del imperio es un recuento sin fin de tales paradojas. Su esquema básico, tal como lo vemos en este trabajo, es el de la sociedad y el mundo del liberalismo burgués avanzando hacia lo que se ha llamado su «extraña muerte», conforme alcanza su apogeo, víctima de las contradicciones inherentes a su progreso. Más aún, la vida cultural e intelectual del período muestra una curiosa conciencia de ese modelo, de la muerte inminente de un mundo y la necesidad de otro nuevo. Pero lo que da a este periodo su tono y sabor peculiares es el hecho de que los cataclismos que habían de producirse eran esperados, y al mismo tiempo resultaban incomprendidos y no creídos. La guerra mundial tenía que producirse, pero nadie, ni siquiera el más cualificado de los profetas, comprendía realmente el tipo de guerra que sería. Y cuando finalmente el mundo se vio al borde del abismo, los dirigentes se precipitaron en él sin dar crédito a lo que sucedía. Los nuevos movimientos socialistas eran revolucionarios, pero para la mayor parte de ellos la revolución era, en cierto sentido, la consecuencia lógica y necesaria de la democracia burguesa que hacía que las decisiones, antes en manos de unos pocos, fueran compartidas cada vez por un mayor número de individuos. Y para aquellos que esperaban una insurrección real se trataba de una batalla cuyo objetivo sólo podía ser, fundamentalmente, el de conseguir la democracia burguesa como un paso previo para alcanzar otras metas más ambiciosas. Así pues, los revolucionarios se mantuvieron en el seno de la era del imperio, aunque se preparaban para trascenderla. En el campo de las ciencias y las artes, las ortodoxias del siglo XIX estaban siendo superadas, pero en ningún otro período hubo más hombres y mujeres, educados y conscientemente intelectuales, que creyeran más firmemente en lo que incluso las pequeñas vanguardias estaban rechazando. Si en el período anterior a 1914 se hubiera contabilizado en una encuesta, en los países desarrollados, el número de los que tenían esperanza frente a los que auguraban malos presagios, el de los optimistas frente a los pesimistas, sin duda la esperanza y el optimismo habrían prevalecido. Paradójicamente, su número habría sido proporcionalmente mayor en el nuevo siglo, cuando el mundo occidental se aproximaba a 1914, que en los últimos decenios del siglo anterior. Pero, ciertamente, ese optimismo incluía no sólo a quienes creían en el futuro del capitalismo, sino también a aquellos que aspiraban a hacerlo desaparecer 7. Sidney Pollard, “Capital Export 1870-1914: Harmful or Beneficial?”, Economic History Review, XXXVIII, 1985, p.492. capitales, el Reino Unido conservaba un dominio abrumador. En 1914, Francia, Alemania, los Estados Unidos, Bélgica, los Países Bajos, Suiza y los demás países acumulaban, en conjunto, el 56 por 100 de las inversiones mundiales en ultramar, mientras que la participación del Reino Unido ascendía al 44 por 1007. En 1914, la flota británica de barcos de vapor era un 12 por 100 más numerosa que la nota de todos los países europeos juntos. De hecho, ese pluralismo al que hacemos referencia reforzó por el momento la posición central del Reino Unido. En efecto, conforme las nuevas economías en proceso de industrialización comenzaron a comprar mayor cantidad de materias primas en el mundo subdesarrollado, acumularon un déficit importante en su comercio con esa zona del mundo. Era el Reino Unido el país que restablecía el equilibrio global importando mayor cantidad de productos manufacturados de sus rivales, gracias también a sus exportaciones de productos industriales al mundo dependiente, pero, sobre todo, con sus ingentes ingresos invisibles, procedentes tanto de los servicios internacionales en el mundo de los negocios (banca, seguros, etc.) como de su condición de principal acreedor mundial debido a sus importantísimas inversiones en el extranjero. El relativo declive industrial del Reino Unido reforzó, pues, su posición financiera y su riqueza. Los intereses de la industria británica y de la City, compatibles hasta entonces, comenzaron a entrar en una fase de enfrentamiento. La tercera característica de la economía mundial es, a primera vista, la más obvia: la revolución tecnológica. Como sabemos, fue en este período cuando se incorporaron a la vida moderna el teléfono y la telegrafía sin hilos, el fonógrafo y el cine, el automóvil y el aeroplano, y cuando se aplicaron a la vida doméstica la ciencia y la alta tecnología mediante artículos tales como la aspiradora (1908) y el único medicamento universal que se ha inventado, la aspirina (1899). Tampoco debemos olvidar la que fue una de las máquinas más extraordinarias inventadas en ese período, cuya contribución a la emancipación humana fue reconocida de forma inmediata: la modesta bicicleta. Pero, antes de que saludemos esa serie impresionante de innovaciones como una «segunda revolución industrial», no olvidemos que esto sólo es así cuando se considera el proceso de forma retrospectiva. Para los contemporáneos, la gran innovación consistió en actualizar la primera revolución industrial mediante una serie de perfeccionamientos en la tecnología del vapor y del hierro por medio del acero y las turbinas. Es cierto que una serie de industrias revolucionarias desde el punto de vista tecnológico, basadas en la electricidad, la química y el motor de combustión, comenzaron a desempeñar un papel estelar, sobre todo en las nuevas economías dinámicas. Después de todo, Ford comenzó a fabricar su modelo T en 1907. Y, sin embargo, por contemplar tan sólo lo que ocurrió en Europa, entre 1880 y 1913 se construyeron tantos kilómetros de vías férreas como en el período conocido como la «era del ferrocarril», 1850-1880. Francia, Alemania, Suiza, Suecia y los Países Bajos duplicaron la extensión de su tendido férreo durante esos años. El último triunfo de la industria británica, el virtual monopolio de la construcción de barcos que el Reino Unido consolidó entre 1870 y 1913, se consiguió explotando los recursos de la primera revolución industrial. Por el momento, la nueva revolución industrial reforzó, más que sustituyó, a la primera. Como ya hemos visto, la cuarta característica es una doble transformación en la estructura y modus operandi de la empresa capitalista. Por una parte, se produjo la concentración de capital, el crecimiento en escala que llevó a distinguir entre «empresa» y «gran empresa» (Grossindustrie, Grossbanken, grande industrie), el retroceso del mercado de libre competencia y todos los demás fenómenos que, hacia 1900, llevaron a los observadores a buscar etiquetas globales que permitieran definir lo que parecía una nueva fase de desarrollo económico (véase el capítulo siguiente). Por otra parte, se llevó a cabo el intento sistemático de racionalizar la producción y la gestión de la empresa, aplicando «métodos científicos» no sólo a la tecnología, sino a la organización y a los cálculos. 8. Eran Lloyd’s Weekly y Le Petit Parisien. 9. P. Mathias, Retailing Revolution, Londres, 1967. La quinta característica es que se produjo una extraordinaria transformación del mercado de los bienes de consumo: un cambio tanto cuantitativo como cualitativo. Con el incremento de la población, de la urbanización y de los ingresos reales, el mercado de masas, limitado hasta entonces a los productos alimentarios y al vestido, es decir, a los productos básicos de subsis- tencia, comenzó a dominar las industrias productoras de bienes de consumo. A largo plazo, este fenómeno fue más importante que el notable incremento del consumo en las clases ricas y acomodadas, cuyos esquemas de demanda no variaron sensiblemente. Fue el modelo T de Ford y no el Rolls-Royce el que revolucionó la industria del automóvil. Al mismo tiempo, una tecnología revolucionaria y el imperialismo contribuyeron a la aparición de una serie de productos y servicios nuevos para el mercado de masas, desde las cocinas de gas que se multiplicaron en las cocinas de las familias de clase obrera durante este período, hasta la bicicleta, el cine y el modesto plátano, cuyo consumo era prácticamente inexistente antes de 1880. Una de las consecuencias más evidentes fue la creación de medios de comunicación de masas que, por primera vez, merecieron ese calificativo. Un periódico británico alcanzó una venta de un millón de ejemplares por primera vez en 1890, mientras que en Francia eso ocurría hacia 19008. Todo ello implicó la transformación no sólo de la producción, mediante lo que comenzó a llamarse «producción masiva», sino también de la distribución, incluyendo la compra a crédito, fundamentalmente por medio de los plazos. Así, comenzó en el Reino Unido en 1884 la venta de té en paquetes de 100 gramos. Esta actividad permitiría hacer una gran fortuna a más de un magnate de los ultramarinos de los barrios obreros, en las grandes ciudades, como sir Thomas Lipton, cuyo yate y cuyo dinero le permitieron conseguir la amistad del monarca Eduardo VII, que se sentía muy atraído por la prodigalidad de los millonarios. Lipton, que no tenía establecimiento alguno en 1870, poseía 500 en 18999. Esto encajaba perfectamente con la sexta característica de la economía: el importante crecimiento, tanto absoluto como relativo, del sector terciario de la economía, público y privado: el aumento de puestos de trabajo en las oficinas, tiendas y otros servicios. Consideremos únicamente el caso del Reino Unido, país que en el momento de su mayor apogeo dominaba la economía mundial con un porcentaje realmente ridículo de mano de obra dedicada a las tareas administrativas: en 1851 había 67.000 funcionarios públicos y 91.000 personas empleadas en actividades comerciales de una población ocupada total de unos nueve millones de personas. En 1881 eran ya 360.000 los empleados en el sector comercial —casi todos ellos del sexo masculino—, aunque sólo 120.000 en el sector público. Pero en 1911 eran ya casi 900.000 las personas empleadas en el comercio, siendo el 17 por 100 de ellas mujeres, y los puestos de trabajo del sector público se habían triplicado. El porcentaje de mano de obra que trabajaba en el sector del comercio se había quintuplicado desde 1851. Nos ocuparemos más adelante de las consecuencias sociales de ese gran incremento de los empleados administrativos. La última característica de la economía que señalaremos es la convergencia creciente entre la política y la economía, es decir, el papel cada vez más importante del gobierno y del sector público, o lo que los ideólogos de tendencia liberal, como el abogado A. V. Dicey, consideraban como el amenazador avance del «colectivismo», a expensas de la tradicional empresa individual o voluntaria. De hecho, era uno de los síntomas del retroceso de la economía de mercado libre competitiva que había sido el ideal —y hasta cierto punto la realidad— del capitalismo de mediados de la centuria. Sea como fuere, a partir de 1875 comenzó a extenderse el escepticismo sobre la eficacia de la economía de mercado autónoma y autocorrectora, la famosa «mano oculta» de Adam Smith, sin ayuda de ningún tipo del estado y de las autoridades públicas. La mano era cada vez más claramente visible. 10. Según las estimaciones de J. A. Lesourd y Cl. Gérard, Nouvelle Histoire Économique 1; Le XIX siècle, París, 1976, p. 247. Por una parte, como veremos, la democratización de la política impulsó a los gobiernos, muchas veces renuentes, a aplicar políticas de reforma y bienestar social, así como a iniciar una acción política para la defensa de los intereses económicos de determinados grupos de votantes, como el proteccionismo y diferentes disposiciones —aunque menos eficaces— contra la concentración económica, caso de Estados Unidos y Alemania. Por otra parte, las rivalidades políticas entre los estados y la competitividad económica entre grupos nacionales de empresarios convergieron contribuyendo —como veremos— tanto al imperialismo como a la génesis de la primera guerra mundial. Por cierto, también condujeron al desarrollo de industrias como la de armamento, en la que el papel del gobierno era decisivo. Sin embargo, mientras que el papel estratégico del sector público podía ser fundamental, su peso real en la economía siguió siendo modesto. A pesar de los cada vez más numerosos ejemplos que hablaban en sentido contrario —como la intervención del gobierno británico en la industria petrolífera del Oriente Medio y su control de la nueva telegrafía sin hilos, ambos de significación militar, la voluntad del gobierno alemán de nacionalizar sectores de su industria y, sobre todo, la política sistemática de industrialización iniciada por el gobierno ruso en 1890—, ni los gobiernos ni la opinión consideraban al sector público como otra cosa que un complemento secundario de la economía privada, aun admitiendo el desarrollo que alcanzó en Europa la administración pública (fundamentalmente local) en el sector de los servicios públicos. Los socialistas no compartían esa convicción de la supremacía del sector privado, aunque no se planteaban los problemas que podía suscitar una economía socializada. Podrían haber considerado esas iniciativas municipales como «socialismo municipal», pero lo cierto es que fueron realizadas en su mayor parte por unas autoridades que no tenían ni intenciones ni sim- patías socialistas. Las economías modernas, controladas, organizadas y dominadas en gran medida por el estado, fueron producto de la primera guerra mundial. Entre 1875 y 1914 tendieron, en todo caso, a disminuir las inversiones públicas en los productos nacionales en rápido crecimiento, y ello a pesar del importante incremento de los gastos como consecuencia de la preparación para la guerra10. Esta fue la forma en que creció y se transformó la economía del mundo «desarrollado». Pero lo que impresionó a los contemporáneos en el mundo «desarrollado» e industrial fue más que la evidente transformación de su economía, su éxito, aún más notorio. Sin duda, estaban viviendo una época floreciente. Incluso las masas trabajadoras se beneficiaron de esa expansión, cuando menos porque la economía industrial de 1875-1914 utilizaba una mano de obra muy numerosa y parecía ofrecer un número casi ilimitado de puestos de trabajo de escasa cualificación o de rápido aprendizaje para los hombres y mujeres que acudían a la ciudad y a la industria. Esto permitió a la masa de europeos que emigraron a los Estados Unidos integrarse en el mundo de la industria. Pero si la economía ofrecía puestos de trabajo, sólo aliviaba de forma modesta, y a veces mínima, la pobreza que la mayor parte de la clase obrera había creído que era su destino a lo largo de la historia. En la mitología retrospectiva de las clases obreras, los decenios anteriores a 1914 no figuran como una edad de oro, como ocurre en la de las clases pudientes, e incluso en la de las más modestas clases medias. Para éstas, la belle époque era el paraíso, que se perdería después de 1914. Para los hombres de negocios y para los gobiernos de después de la guerra, 1913 sería el punto de referencia permanente, al que aspiraban regresar desde una era de perturbaciones. En los años oscuros e inquietos de la posguerra, los momentos extraordinarios del último boom de antes de la guerra aparecían en retrospectiva como la «normalidad» radiante a la que aspiraban retornar. Como veremos, fueron las mismas tendencias de la economía de los años anteriores a 1914, y gracias a las cuales las clases medias vivieron una época dorada, las que llevaron a la guerra mundial, a la revolución y a la perturbación e impidieron el retorno al paraíso perdido. pp. 236-246 Hobsbawn, Eric (1999) “La transformación de las artes”, Fragmento en La era del imperio, 1875- 1914. Buenos Aires: Editorial Crítica. 12. Georg Gottfried Gervinus, Geschichte der poetischen. Nationaliiteratur der Deutschen, 5 vols. 1836-1842. 13. F. Nietzche, Der Wille zur Mach en Säntliche Werke, Stuttgart, 1965, pp.65 y 587. La transformación de las artes Como citar: […] los años postreros del siglo XIX no sugieren una imagen de triunfalismo y seguridad, y las implicaciones familiares del término fin de siécle son, de forma bastante engañosa, las de la «decadencia» en que tantos artistas, consagrados unos, deseosos de llegar a serlo otros —viene a nuestra mente el nombre de Thomas Mann—, se complacían en los decenios de 1880 y 1890. De forma más general, el arte no se sentía cómodo en la sociedad. De alguna manera, tanto en el campo de la cultura como en otros, los resultados de la sociedad burguesa y del progreso histórico, concebidos durante mucho tiempo como una marcha coordinada hacia adelante del espíritu humano, eran diferentes de lo que se había esperado.(…) La cultura parecía una lucha de mediocridad, consolidándose contra «el dominio de la multitud y los excéntricos (ambos en alianza)»13.13 En la batalla europea entre los antiguos y los modernos, iniciada a finales del siglo XVII y que conoció el triunfo estentóreo de los modernos en la era de la revolución, los antiguos —no anclados ya en la Antigüedad clásica— estaban triunfando de nuevo. La democratización de la cultura a través de la educación de masas —incluso mediante el crecimiento numérico de la clase media y media baja, ávidas de cultura— era suficiente para hacer que las élites buscaran símbolos de estatus culturales más exclusivos. Pero el aspecto fundamental de la crisis del arte radicaba en la divergencia creciente entre lo que era contemporáneo y lo que era «moderno». En un principio, esa divergencia no era evidente. En efecto, a partir de 1880, cuando la «modernidad» pasó a ser un eslogan y el término vanguardia en su sentido moderno comenzó a ser utilizado por los pintores y escritores franceses, la distancia entre el público y el arte parecía estar disminuyendo. Eso se debía, en parte, al hecho de que, especialmente en los decenios de depresión económica y tensión social, las opiniones «avanzadas» sobre la sociedad y la cultura parecían conjugarse de forma natural y, en parte, porque —tal vez a través del reconocimiento público de las mujeres y los jóvenes emancipados de clase media como un grupo y a través de la fase de la sociedad burguesa más orientada hacia el ocio (véase supra, capítulo 7)— algunos sectores importantes de clase media se hicieron más flexibles en sus gustos. El bastión del público burgués establecido, la gran ópera, que se había visto conmocionado por el populismo de Carmen de Bizet en 1875, en 1900 no sólo aceptaba a Wagner, sino también la curiosa combinación de arias y realismo social (verismo) sobre los estratos sociales inferiores (Cavalleria rusticana, de Mascagni, 1890; Louise de Charpentier, 1900). (…) En otro plano, más significativo desde el punto de vista comercial, el gusto minoritario anticonvencional comenzó a triunfar económicamente, como lo demuestra la fortuna de las empresas londinenses de Heals (fabricantes de muebles) y de Liberty (textil). En el Reino Unido, el epicentro de este terremoto estilístico, ya en 1881 portavoz de la convención, la opereta Patience de Gilbert y Sullivan, satirizaba una figura como la de Oscar Wilde y atacaba la preferencia que habían comenzado a mostrar las jóvenes (favoreciendo las ropas «estéticas» inspiradas por las galerías de arte) por los poetas simbolistas que llevaban lirios, que sustituían a los vigorosos oficiales de dragones. Poco después, William Morris proveyó el modelo para las villas, las casas rurales y los interiores de la burguesía confortable y educada («mi clase», como más tarde la llamaría el economista J. M. Keynes). El hecho de que se utilizaran los mismos términos para describir la innovación social, cultural y estética subraya la convergencia. El New English Arts Club (1886), el art nouveau y el Neue Zeit, (nuevo arte y Nuevo Tiempo) importante publicación del marxismo internacional, utilizaban el mismo adjetivo que se aplicaba a la «nueva mujer». La juventud y el crecimiento primaveral eran las metáforas que describían la versión alemana del art nouveau (Jugendstil o estilo joven), los rebeldes artísticos de Jung-Wien (1890) y los creadores de imágenes de primavera y crecimiento para las manifestaciones obreras del Primero de Mayo. El futuro pertenecía al socialismo, pero la «música del futuro» (Zukunftmusik) de Wagner tenía una dimensión sociopolítica consciente, en la que incluso los revolucionarios políticos de la izquierda (Bernard Shaw; Viktor Adler, el líder socialista austríaco Plejánov, pionero marxista ruso) pensaban que advertían elementos socialistas que se nos escapan hoy en día a la mayor parte de nosotros. En efecto, la izquierda anarquista (aunque tal vez menos la so- cialista) descubría incluso méritos ideológicos en el genio extraordinario, pero en absoluto «progresista», de Nietzsche que, cualesquiera que fueran sus otras características, era incuestionablemente «moderno».14 Ciertamente, era natural que las ideas «avanzadas» desarrollaran una afinidad con los estilos artísticos inspirados por el «pueblo» o que, impulsando el realismo (véase La era del capital) hacia el «naturalismo», tomaran como tema a los oprimidos y explotados e incluso la lucha de los trabajadores. Y a la inversa. En el período de la depresión, en el que existía una fuerte conciencia social, hubo una importante producción de estas obras, muchas de ellas — por ejemplo, en la pintura— realizadas por artistas que no suscribieron ningún manifiesto de rebelión artística. Era natural que los «avanzados» admiraran a los escritores que atacaban las convenciones burguesas respecto a aquello de lo que era «adecuado» escribir. Les gustaban los grandes novelistas rusos, descubiertos y popularizados en Occidente por los «progresistas», así como Ibsen (y en Alemania otros escandinavos como el joven Hamsun y —una elección menos esperada— Strindberg), y sobre todo los escritores «naturalistas», acusados por las personas respetables de concentrarse en el lado sucio de la sociedad y que muchas veces —en ocasiones de forma temporal— se sentían atraídos por la izquierda democrática, como Émile Zola y el dramaturgo alemán Hauptmann. No era extraño tampoco que los artistas expresaran su apasionado compromiso para con la humanidad sufriente de diversas formas que iban más allá del «realismo» cuyo modelo era un registro científico desapasionado: Van Gogh, todavía desconocido; el noruego Munch, socialista; el belga James Ensor, cuya Entrada de Jesucristo en Bruselas en 1889 incluía un estandarte para la revolución social, o el protoexpresionista alemán Kathe Kollwitz, que conmemoró la revuelta de los tejedores manuales. Pero también una serie de estetas militantes y de individuos convencidos de la importancia del arte por el arte, campeones de la «decadencia» y algunas escuelas como el «simbolismo», de difícil acceso para las masas, declararon su simpatía por el socialismo, como Oscar Wilde y Maeterlinck, o cuando menos cierto interés por el anarquismo. Huysmans, Leconte de Lisie y Mallarmé se contaban entre los suscriptores de La Révolte (1894).15 En resumen, hasta el comienzo de la nueva centuria no se produjo una separación clara entre la «modernidad» política y la artística. La revolución en la arquitectura y las artes aplicadas, iniciada en el Reino Unido, ilustra la conexión entre ambas, así como su posterior incompatibilidad. Las raíces británicas del «modernismo» que llevó a la Bauhaus eran, paradójicamente, góticas. En el taller del mundo cubierto de humo, una sociedad de egoísmo y vándalos estéticos, donde los pequeños artesanos, perfectamente visibles en otros lugares de Europa, no 14. R. Hilton Thomas, Nietzsche in German Politics and Society 1890-1918, M 1894, pone énfasis en el atractivo que ejercía sobre los libertarios. A pesar de que Nietzsche rechaza a los anarquistas, en lo círculos anarquistas franceses de la década de 1900 «on discute avec fougue Stirner, Nietzsche et surtout Le Dantec» (Jean Maitron, Le Mouvemente anarchiste en France, París, 1975) 15. Eugenia W. Herberi, Artist and Social Reform: France and Belgium 1885-1898, New Haven, 1961, p. 21 podían ser vistos en medio de la niebla generada por las fábricas, la Edad Media de los campesinos y artesanos había sido considerada durante mucho tiempo como un modelo de sociedad más satisfactorio tanto desde el punto de vista social como artístico. Después de la irreversible revolución industrial, la Edad Media tendió inevitablemente a convertirse en un modelo inspirador de una visión futura más que en algo que podía ser preservado y, menos aún, restaurado. William Morris (1834-1896) ilustra la trayectoria del medievalista romántico a una especie de social- revolucionario marxista. Lo que hizo que Morris y el movimiento Arts and Crafts (artes y oficios) con él asociado fueran tan influyentes fue la ideología, más que sus numerosas y sorprendentes dotes como diseñador, decorador y artesano. Ese movimiento de renovación artística intentó restablecer los vínculos rotos entre el arte y el trabajador en la producción y transformar el medio ambiente de la vida cotidiana —desde la decoración interior a la casa, la aldea, la ciudad y el paisaje— más que la esfera limitada de las «bellas artes» para los ricos y ociosos. El movimiento Arts and Crafts ejerció una influencia desorbitada porque su impacto desbordó automáticamente los pequeños círculos de artistas y críticos y porque inspiró a quienes deseaban cambiar la vida humana, y también a aquellos individuos pragmáticos inte- resados en producir estructuras y objetos de uso, así como aquellos interesados en los aspectos pertinentes de la educación. Muy importante fue la atracción que ejerció sobre un núcleo de arquitectos progresistas, interesados por las tareas nuevas y urgentes de «planificación» (el término se familiarizó a partir de 1900) como consecuencia de la visión utópica asociada con su profesión y sus propagandistas asociados: la «ciudad jardín» de Ebenezer Howard (1898) o, cuando menos, el «barrio jardín». Así pues, con el movimiento Arts and Crafts una ideología artística pasó a ser más que una moda entre los creadores y expertos, porque su compromiso con el cambio social lo vinculaba con el mundo de las instituciones públicas y de las autoridades públicas reformadoras que podían traducirlo a la realidad pública de las escuelas artísticas y de las ciudades y comunidades rediseñadas o ampliadas. Asimismo, vinculó a los hombres y —en gran medida también— a las mujeres activas del movimiento con la producción, porque su objetivo era fundamentalmente producir «artes aplicadas», es decir, que se utilizaban en la vida real. El monumento más duradero a la memoria de William Morris es un conjunto de maravillosos diseños de papel pintado y de tejidos que todavía podían comprarse en la década de 1980. La culminación de este matrimonio socioestético entre la artesanía, la arquitectura y la reforma fue el estilo que —impulsado en gran medida, aunque no totalmente, por el ejemplo británico y sus propagandistas— se difundió por toda Europa en los últimos años de la década de 1890 con nombres distintos, el más familiar de los cuales es el de art nouveau. Era deliberadamente revolucionario, antibelicista, antiacadémico y, como no se cansaban de repetir sus máximos representantes, «contemporáneo». Conjugaba la indispensable tecnología moderna —sus monumentos más destacados fueron las estaciones de los sistemas municipales de transporte de París y Viena— con el sentido decorativo y el pragmatismo del artesano, de forma que incluso en la actualidad sugiere sobre todo una profusión de decoración curvilínea entrelazada basada en estilizados motivos biológicos, botánicos o femeninos. Eran las metáforas de la naturaleza, la juventud, el crecimiento y el movimiento tan característico de la época. E incluso fuera del Reino Unido, los artistas y arquitectos de este movimiento se asociaron con el socialismo y el movimiento obrero, como Berlage, que construyó la sede de un sindicato en Amsterdam, y Horta, que edificó la «Maison du Peuple» en Bruselas. El art nouveau se impuso fundamentalmente a través de los muebles, motivos de decoración interior y una serie innumerable de pequeños objetos domésticos que iban desde los objetos de lujo de gran precio de Tiffany, Lalique y el Wiener Werkstatte hasta. 17. Patrizia Dogliani, La Scuola delle Reclute: L’Internazionale Giovanille Socialista dalla fine dell’ottocento, alla prima guerra mondiale, Turin, 1983, p.147 «La decoración es un crimen», afirmó el arquitecto AdoIf Loos (1870-1933), inspirado también por Morris y su movimiento. Significativamente, los arquitectos, incluyendo personas asociadas originalmente con Morris o incluso con el art nouveau, como el neerlandés Berlage, el norteamericano Sullivan, el austríaco Wagner, el escocés Mackintosh, el francés Auguste Perret, el alemán Behrens e incluso el belga Horta, avanzaban ahora hacia la nueva utopía del funcionalismo, el retorno a la pureza de la línea, la forma y el material indisimulados por los adornos y adaptados a una tecnología que ya no se identificaba con los albañiles y carpinteros. Como afirmaba en 1902 uno de ellos (Muthesius) —que también era un entusiasta del «estilo vernacular» británico—: el resultado de la máquina sólo puede ser una forma sin adorno, desnuda».21 Estamos ya en el mundo de la Bauhaus y Le Corbusier. Para los arquitectos, que ahora construían edificios para cuya estructura era irrelevante la tradición artesanal y en los que la decoración era un embellecimiento aplicado, el atractivo de esa pureza racional era comprensible, aunque sacrificaba la espléndida aspiración de una unión total de la estructura y la decoración, de la escultura, la pintura y las artes aplicadas que Morris ideó a partir de su admiración de las catedrales góticas, una especie de equivalente visual de la «obra de arte total» o Gesamtkunstwerk de Wagner. El arte, que culminó en el art nouveau, intentó alcanzar todavía esa unidad. Pero si se puede entender el atractivo de la austeridad de los nuevos arquitectos, hay que observar también que no hay ninguna razón convincente por la que la utilización de una tecnología revolucionaria en la construcción deba implicar un «funcionalismo» carente por completo de elementos decorativos (especialmente cuando, como ocurría tan frecuentemente, se convertía en una estética antifuncional) ni por la que nada, excepto las máquinas, pudiera aspirar a parecer máquinas. Así, habría sido perfectamente posible, y más lógico, saludar el triunfo de la tecnología revolucionaria con todas las salvas de la arquitectura convencional, a la manera de las grandes estaciones de ferrocarril decimonónicas. No existía una lógica convincente en el movimiento del «modernismo» arquitectónico. Lo que expresaba era fundamentalmente la convicción emocional de que el lenguaje convencional de las artes visuales, basado en la tradición histórica, era en cierta medida inapropiado o inadecuado para el mundo moderno. Para ser más exactos, pensaban que ese lenguaje no podía expresar, sino únicamente difuminar, el nuevo mundo que había dado a luz el siglo XIX. Por así decirlo, la máquina, que había alcanzado un tamaño gigantesco, fracturó la fachada del arte tras la cual se ocultaba. Pensaban que el viejo lenguaje tampoco podía expresar la crisis de comprensión y valores humanos que este siglo de revolución había producido y se veía obligado ahora a afrontar. En cierto sentido, los artistas de vanguardia acusaban tanto a los tradicionalistas como a los modernistas fin de siécle de lo mismo que Marx había acusado a los revolucionarios de 1789-1848, es decir, de «conjurar los espíritus del pasado a su servicio y tomar sus nombres, sus consignas de guerra y sus ropas para presentar el nuevo escenario de la historia del mundo con ese disfraz y con ese lenguaje prestado».22 Lo único que no poseían era un nuevo lenguaje, o no sabían cuál podía ser. En efecto, ¿cuál era el lenguaje en el que expresar el nuevo mundo, especialmente dado que (al margen de la tecnología) su único aspecto reconocible era la desintegración de lo antiguo? Ese era el dilema del «modernismo» al inicio del nuevo siglo. 21. Karl Marx, El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte 22. Citado en Romein, Watershed of Two Eras, p. 572 Lo que llevó a los artistas de vanguardia hacia adelante fue, pues, no una visión del futuro, sino una visión invertida del pasado. Con frecuencia, como en la arquitectura y en la música, utilizaban los estilos derivados de la tradición que abandonaban sólo porque, como el ultrawagneriano Schónberg, ya no podían sufrir nuevas modificaciones. Los arquitectos abandonaban la decoración, mientras que el art nouveau la llevaba hasta sus extremos, y los compositores la tonalidad, en tanto que la música se ahogaba en el cromatismo poswagneriano. Desde hacía mucho tiempo los pintores eran conscientes de las deficiencias de las viejas convenciones para representar la realidad externa y sus propios sentimientos, pero —salvo unos pocos que se convirtieron en pioneros de la «abstracción» total en vísperas de la guerra (muy en especial la vanguardia rusa)— les resultó difícil dejar de pintar algo. Los vanguardistas intentaron varios caminos, pero, en términos generales, optaron ya sea por lo que a algunos observadores como Max Raphael les pareció la supremacía del color y la forma sobre el contenido, o por el contenido no representativo en forma de emoción («expresionismo») o por diferentes formas de dislocar los elementos convencionales de la realidad representacional, para reordenarlos en diferentes formas de orden o desorden (cubismo).23 (…) A partir de Nietzsche, los contemporáneos estaban convencidos de que la crisis del arte reflejaba la crisis de una sociedad —la sociedad burguesa liberal del siglo XIX— que, de una u otra forma, había entrado en el proceso de destrucción de las bases de su existencia, los sistemas de valores, convenciones y comprensión intelectual que la estructuraban y la ordenaban. Los historiadores han analizado esta crisis del arte en general y en casos particulares, como él de la «Viena de fin de siécle». Nos limitaremos a señalar dos cosas al respecto. En primer lugar, la ruptura visible entre las vanguardias de fin de siglo y del siglo XX ocurrió en algún momento entre 1900 y 1910. Los amantes de las fechas pueden elegir entre varias de ellas, pero el nacimiento del cubismo en 1907 es tan adecuada como cualquier otra. En los últimos años anteriores a 1914 está presente ya prácticamente todo lo que es característico de las diferentes variantes del «modernismo» posterior a 1918. En segundo lugar, la vanguardia se vio avanzando en una serie de direcciones que la mayor parte del público no quería ni podía seguir. Richard Strauss, que se había apañado de la tonalidad como artista, decidió, tras el fracaso de Elektra (1909) y en su condición de proveedor de óperas para el circuito comercial, que el público no le seguiría más por ese camino y retornó (con extraordinario éxito) al lenguaje más accesible de Rosenkavalier (1911). Así pues, se generó un importante abismo entre el cuerpo central del gusto «culto» y las diferentes minorías que afirmaban su condición de rebeldes disidentes antiburgueses demostrando su admiración hacia determinados estilos de creación artística inaccesibles y escandalosos para la mayoría. Sólo tres puentes atravesaban ese abismo. El primero era el mecenazgo de un puñado de individuos ilustrados y bien situados económicamente, como el in- dustrial alemán Walter Rathenau, y de marchantes de arte como Kahnweiler, que comprendía el potencial económico de ese mercado reducido pero fructífero desde el punto de vista económico. El segundo era un sector de la alta sociedad, más entusiasta que nunca respecto a los estilos no burgueses, siempre cambiantes, preferiblemente exóticos y chocantes. Paradójicamente, el tercero era el mundo de los negocios. La industria, que carecía de prejuicios estéticos, podía reconocer la tecnología revolucionaria de la construcción y la economía de un estilo funcional — siempre lo había hecho—, y el mundo de los negocios veía que las técnicas de vanguardia eran 23. Max Raphael, Von Monet zu Picasso. Grundzuge einer Aesthetik und Entwicklung der moderd Malerei, Munich,1913 eficaces en la publicidad. Los criterios «modernistas» tenían un valor práctico para el diseño industrial y la producción en masa mecanizada. A partir de 1918 el mecenazgo de los hombres de negocios y el diseño industrial se convertirían en los factores fundamentales para la asimilación de unos estilos asociados originalmente con la vanguardia de la cultura. Sin embargo, hasta 1914 ese proceso quedó reducido a una serie de enclaves aislados. Es erróneo, por tanto, dedicar una atención excesiva a la vanguardia «modernista» antes de 1914, a no ser como predecesores. Probablemente, casi nadie, ni siquiera entre los más cultos, había oído hablar de Picasso o de Schönberg, mientras que los innovadores del último cuarto del siglo XIX habían pasado ya a formar parte del bagaje cultural de las clases medias educadas. Los nuevos revolucionarios se pertenecían unos a otros, pertenecían a grupos de jóvenes disidentes que discutían en los cafés de los barrios adecuados de las ciudades, a los críticos y redactores de manifiestos dé los nuevos «ismos» (cubismo, futurismo, vorticismo), a pequeñas revistas y a algunos empresarios y coleccionistas con olfato y gusto por las nuevas obras y sus creadores: un Diaghilev, un Alma Schindier, que, antes incluso de 1914, habían progresado de Gustav Mahier a Kokoschka, Gropius y (una inversión cultural menos brillante) al expresionista Franz Werfel. Fueron aceptados por un sector de la sociedad, pero eso era todo. De todas formas, los movimientos de vanguardia de los años inmediatamente anteriores a 1914 constituyen una ruptura fundamental en la historia del arte desde el Renacimiento. Pero lo que no consiguieron fue la revolución cultural del siglo XX a la que aspiraban, que se estaba produciendo simultáneamente como consecuencia de la democratización de la sociedad, y en la que colaboraban los empresarios, cuyos ojos estaban puestos en un mercado totalmente no burgués. El arte plebeyo estaba a punto de conquistar el mundo, tanto en su propia versión de Arts and Crafts como mediante la alta tecnología. Esta conquista constituye el acontecimiento más importante en la cultura del siglo XX. ocurrió, sino la renuencia de los físicos a reconsiderar sus paradigmas. Como siempre, no fueron las inteligencias más sofisticadas las que se mostraron dispuestas a reconocer que el emperador iba desnudo: utilizaron su tiempo en investigar teorías que permitieran explicar por qué esas ropas eran espléndidas e invisibles a un tiempo. Hay que decir que las dos conclusiones son correctas, pero que la segunda es mucho más útil que la primera para el historiador. En efecto, la primera no explica realmente cómo se produjo la revolución en la física. Por lo general —tampoco ocurrió entonces—, los viejos paradigmas no impiden el progreso de la investigación ni la formación de teorías que parecen coherentes con los hechos y fértiles desde el punto de vista intelectual. Simplemente dan lugar a lo que puede ser considerado, en forma retrospectiva (como en el caso del éter), como teorías innecesariamente complicadas. A la inversa, los revolucionarios en la física — pertenecientes en su mayor parte a la «física teórica» que todavía no era reconocida como una disciplina independiente situada en un lugar intermedio entre la matemática y el aparato de laboratorio— no actuaron movidos por el deseo de resolver las incoherencias entre la ob- servación y la teoría. Seguían su propio camino, a veces impulsados por preocupaciones puramente filosóficas o incluso metafísicas, como el caso de Max Planck en su búsqueda del «Absoluto», que les llevaron a la física contra el consejo de unos profesores convencidos de que en esa disciplina científica sólo era necesario dar pequeños retoques, y a dedicarse a una parte de la física que otros consideraban carente de interés.38 (…) ¿Cómo explicar, pues, las transformaciones de las matemáticas y la física en este período? Esta es la cuestión fundamental para el historiador. Además, para el historiador que no se centra exclusivamente en los debates especializados de los teóricos, lo importante no es sólo el cambio en la imagen científica del universo, sino también la relación de ese cambio con los demás acontecimientos del período. Los procesos del intelecto no son autónomos. Sea cual fuere la naturaleza de las relaciones entre la ciencia y la sociedad en la que aquélla se desarrolla y la coyuntura histórica específica en que se desarrolla, siempre existe esa relación. Los problemas que los científicos constatan, los métodos que utilizan, las teorías que consideran satisfactorias en general o adecuadas en casos concretos, las ideas y modelos de que se sirven para resolverlos, corresponden a unos hombres y mujeres cuya vida, incluso en la actualidad, sólo en parte se desarrolla en el laboratorio o la biblioteca. Algunas de estas relaciones son sumamente simples. El impulso para el desarrollo de la bacteriología e inmunología procedió fundamentalmente del imperialismo, que constituyó un fuerte incentivo para la superación de enfermedades tropicales como la malaria y la fiebre amarilla, que impedían las actividades de los blancos en las zonas coloniales.39 Una relación directa se establece, pues, entre Joseph Chamberlain y (sir) Ronald Ross, premio Nobel de Medicina, en 1902. También el nacionalismo tuvo un papel importante. Wassermann cuyo test de la sífilis aportó el incentivo para el desarrollo de la serología, fue instado en 1906 por las autoridades alemanas, deseosas de ponerse al día en lo que consideraban un avance exagerado de la investigación francesa en el campo de la sífilis.40Aunque sería erróneo pasar por alto esa vinculación directa entre la ciencia y la sociedad, ya sea en forma de mecenazgo o presión por parte del gobierno y el mundo de los negocios, o en forma de trabajo científico estimulado —o producido— por el progreso práctico de la industria o por sus exigencias técnicas, lo cierto es que esas relaciones no pueden ser analizadas satisfactoriamente en esos términos, sobre todo en el período 1873-1914. Por una parte, las relaciones entre la ciencia y sus aplicaciones prácticas no eran estrechas, si exceptuamos la química y la medicina. Así, en la Alemania de los años entre 1880 y 1890 —pocos países consideraron con más seriedad las implicaciones prácticas de la ciencia—, las Academias técnicas (Technische Hochschulen) se quejaban de que sus matemáticos no se limitaban a la enseñanza de las matemáticas que requerían los ingenieros, y los profesores de ingeniería se enfrentaron abiertamente con los de matemáticas en 1897. En efecto, la mayor parte de los ingenieros alemanes, aunque inspirados por el progreso norteamericano para establecer laboratorios tecnológicos en el decenio de 1890, no estaban en estrecho contacto con la ciencia del momento. En cambio, la industria se quejaba de que las universidades no se interesaban por los problemas que la afectaban y de que realizaban su propia investigación, y además con un ritmo muy lento. Krupp (que no permitió a su hijo que asistiera a una academia técnica hasta 1882) no se interesó por la física, como disciplina distinta de la química, hasta mediados del decenio de 1890.41 En definitiva, las universidades, las academias técnicas, la industria y el gobierno no coordinaban en absoluto ^ sus intereses y sus esfuerzos. Es cierto que comenzaban a aparecer instituciones de investigación patrocinadas por el gobierno, pero estaban aún poco avanzadas: la Kaiser-Wilhelm- GeselIschaft (en la actualidad Max-Planck- Gesellschaft), que financiaba y coordinaba la investigación básica, no fue fundada hasta 1911, aunque había financiado a una serie de predecesores en forma privada. Además, si bien es cierto que los gobiernos comenzaban a encargar, e incluso instar, investigaciones que consideraban importantes, no es posible hablar todavía del gobierno como fuerza impulsora de investigaciones fundamentales, y lo mismo cabe decir de la industria, con la posible excepción de los laboratorios Bell. Por otra parte, la única ciencia, aparte de la medicina, en la que se integraban adecuadamente, en ese período, la investigación pura y sus aplicaciones prácticas era la química, que durante esos años no conoció ninguna transformación fundamental ni revolucionaria. Las transformaciones científicas no hubieran sido posibles sin los avances técnicos producidos en la economía industrial, como los que permitieron la producción de la electricidad, o poseer bombas de vacío adecuadas e instrumentos de medida precisos. Ahora bien, un elemento necesario en cualquier explicación no constituye por sí mismo una explicación suficiente. Debemos buscar más en profundidad. ¿Podemos comprender la crisis de la ciencia tradicional analizando las preocupaciones políticas y sociales de los científicos? Desde luego, ese aspecto era dominante en las ciencias sociales, pero muchas veces el elemento social y político también era fundamental en aquellas ciencias naturales que parecían tener un interés directo para la sociedad y sus preocupaciones. Este era el caso, en el período que analizamos, en aquellos dominios de la biología que afectaban directamente al hombre social y todos aquellos que podían ser vinculados con el concepto de «evolución» y el nombre, cada vez más politizado, de Charles Darwin. Ambos tenían una importante carga ideológica. En el racismo, cuya importancia en el siglo XIX es difícil exagerar, la biología fue fundamental para la ideología burguesa teóricamente igualitaria, ya que pasó de la sociedad a la «naturaleza» la responsabilidad de las evidentes desigualdades humanas (véase La era del capital, capítulo 14, II). Los pobres eran pobres porque habían nacido inferiores. Así, la biología no sólo era potencialmente la ciencia de la derecha política, sino la ciencia de aquellos que mostraban una actitud de desconfianza con respecto a la ciencia, la razón y el progreso. Pocos pensadores se mostraron más escépticos respecto a las verdades vigentes a mediados del siglo XIX, incluida la ciencia, que el filósofo Nietzsche. Pero sus escritos, y sobre todo su obra más ambiciosa. La voluntad de dominio,42 pueden interpretarse como una variante de darwinismo social, un discurso desarrollado en el lenguaje de la «selección natural», en este caso una selección destinada a producir una nueva raza de «superhombres», que dominarían a los seres humanos inferiores al igual que el hombre domina y explota a los animales en la naturaleza. Los vínculos entre la biología y la ideología son especialmente evidentes en la relación entre la «eugenesia» y la nueva ciencia de la «genética», que prácticamente nació en tomo a 1900, recibiendo su nombre de WiIliam Bateson poco después (1905). (…) Ya hemos apuntado una de las claves de la transformación. Fue negativa más que positiva, en tanto en cuanto sustituyó lo que había sido considerado, correcta o incorrectamente, como una visión científica del mundo coherente y potencialmente global en la que la razón no estaba reñida con la intuición, sin una alternativa equivalente. … La solución menos traumática era la de refugiarse en un neopositivismo que iba a convertirse en lo más próximo a una filosofía aceptada de la ciencia en el siglo XX. La corriente neopositivista que apareció a finales del siglo XIX, con autores como Duhem, Mach, Pearson y el químico Ostwald, no ha de ser confundida con el positivismo que dominó las ciencias naturales y sociales antes de la nueva revolución científica. Ese positivismo creía que podía encontrar la visión coherente del mundo que estaba a punto de ser rechazada en teorías verdaderas basadas en la experiencia probada y sistematizada de las ciencias (experimentadas idealmente), es decir, en «los hechos» de la naturaleza tal como eran descubiertos por el método científico. A su vez, esas ciencias «positivas», distintas de la especulación indisciplinada de la teología y la metafísica, aportarían un fundamento firme para el derecho, la política, la moralidad y la religión; en definitiva, para la forma en que los seres humanos vivían juntos en sociedad y articulaban sus esperanzas de futuro. Una serie de críticos no científicos como Husserl afirmaron que «la exclusividad con que la visión total del mundo moderno se dejó determinar en la segunda mitad del siglo XIX por las ciencias positivas, y la forma en que se cegó por la "prosperidad"» que producían, significó un alejamiento indiferente de todas aquellas cuestiones que eran decisivas para una auténtica humanidad». Los neopositivistas se centraron en las deficiencias conceptuales de las ciencias positivas. Enfrentados con unas teorías científicas que se consideraban inadecuadas y que podía pensarse también que constituían un «violenta-miento del lenguaje y de las definiciones», y con unos modelos pictóricos (como el «átomo bola de billar») que eran insatisfactorios, eligieron dos vías relacionadas para superar la dificultad. Por una parte propusieron una reconstrucción de la ciencia sobre una base radicalmente empirista e incluso fenomenológica y, por otra, una formalización y axiomatización rigurosa de las bases de la ciencia. Eso eliminó las especulaciones sobre las relaciones entre el «mundo real» y nuestras interpretaciones de ese mundo, es decir, sobre la «verdad» como algo distinto de la coherencia y la utilidad internas de las proposiciones, sin interferir con la práctica de la ciencia. Como decía con toda sencillez Henri Poincaré, las teorías científicas «no eran verdaderas ni falsas», sino simplemente útiles. Se ha dicho que la aparición del neopositivismo a finales de la centuria posibilitó la revolución científica al permitir que las ideas físicas se transformaran sin preocuparse de las ideas preconcebidas anteriores respecto al universo, la causalidad y las leyes naturales. … En efecto, si pretendemos contemplar esta transformación en su contexto histórico, hemos de verla como una parte de esa crisis general. Y para encontrar un denominador común de los múltiples aspectos de esa crisis, que afectó prácticamente a todas las manifestaciones de la actividad intelectual en grado diverso, ese denominador común es el hecho de que todas ellas se vieron enfrentadas, a partir de 1870, con los resultados inesperados, imprevistos y, con frecuencia, incomprensibles del progreso. O, para ser más exactos, con las contradicciones que generaba. (…)
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