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CORAZÓN: DIARIO DE UN NIÑO por EDMUNDO DE AMICIS, Traducciones de Educación física

El amor que se refleja es auténtico, con sentido humano, y en cada una de sus páginas se deja ver como una sublime lección de caridad, dignidad y gloria y es por ello que esta obra seguirá maravillando y emocionando siempre a todos los lectores de todos los tiempos. Amicis concibió Corazón por y para los niños, no solamente como una obra literaria más entre muchas otras, sino, como una gran fuente de valores, como una auténtica doctrina moral para las presentes y futuras generaciones.

Tipo: Traducciones

Antes del 2010

Subido el 28/03/2023

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¡Descarga CORAZÓN: DIARIO DE UN NIÑO por EDMUNDO DE AMICIS y más Traducciones en PDF de Educación física solo en Docsity! Corazón Diario de un niño Por Edmondo de Amicis FreeditorialF, OCTUBRE Primer día de clase Lunes, 17 Hoy hemos empezado el nuevo curso. Han pasado como un sueño los tres meses de vacaciones transcurridos en el campo. Mi madre me llevó esta mañana al grupo escolar «Baretti» para matricularme como alumno de tercero. Mientras tanto pensaba en el campo e iba de bastante mala gana. Las calles adyacentes eran un hervidero de chiquillos, y las dos librerías próximas al grupo estaban llenas de padres y de madres que compraban carteras, cartillas, libros, estuches o plumieres con útiles de trabajo y cuadernos. Delante de la escuela se agolpaba tanta gente, que el bedel hubo de pedir la presencia de guardias municipales para que mantuviesen el orden y quedase expedita la entrada. Cerca de la puerta sentí unos golpecitos en el hombro. Me los dio mi anterior maestro de segundo, alegre, jovial, de pelo rubio, rizoso y encrespado, que me dijo: —¿Qué, Enrique? ¿Nos separamos para siempre? Demasiado lo sabía yo, pero sus palabras me apenaron mucho. Entramos, por fin, a empellones. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, militares, abuelas, criadas, todos con chicos de una mano y el material escolar en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor como al entrar al teatro después de una larga espera en la cola. Volví a ver con alegría el amplio zaguán de la planta baja al que dan las puertas de siete aulas, por donde había pasado casi todos los días durante tres años. Estaba repleto de gente. Las maestras de los pequeños iban y venían en todas direcciones. La que había sido mi profesora dos años antes me saludó desde la puerta de su clase, añadiéndome: —Enrique, este año vas al piso de arriba, y ni siquiera te veré pasar. Habló mirándome con aire entristecido. El Director estaba rodeado por mujeres que le instaban a que admitiera a sus hijos, no matriculados por falta de espacio. Me pareció que tenía la barba algo más canosa que el año pasado. Encontré a algunos chicos más altos y fuertes que al terminar el curso. En la planta baja ya se había hecho la distribución de los escolares; había pequeñines que no querían entrar en el aula y se encabritaban como potrillos, debiéndoseles forzar para que pasasen al interior; pero algunos se escapaban de los bancos que les habían asignado y otros rompían a llorar en cuanto sus Viernes, 21 Yendo esta mañana a la escuela refiriendo a mi padre lo que nos dijera ayer el maestro, vimos de pronto mucha gente apiñada ante la puerta del grupo escolar. —¡Alguna desgracia! —dijo mi padre—. ¡Mal empieza el curso! Entramos no sin dificultad. El gran zaguán se hallaba repleto de padres de alumnos y de chicos a los que los maestros no lograban hacer entrar en clase y todos miraban con insistencia hacia el despacho del Director, oyéndose decir: «¡Pobre muchacho! ¡Pobre Robetti!» Por encima de las cabezas, en el fondo de la habitación, llena de gente, sobresalían el quepis de un guardia municipal y la gran calva del señor Director. Entró un señor con sombrero de copa, y dijeron: —Es el médico. Mi padre preguntó a un maestro: —¿Qué ha sucedido? —Le ha pasado una rueda por el pie y se lo ha lastimado —respondió el interpelado. —Se ha roto el pie —dijo otro. Se trataba de un chico de la segunda, que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grossa, al ver caer en medio de la calle, a pocos pasos de un ómnibus que se echaba encima, a un niño de párvulos, que se había soltado de la mano de su madre, corrió en su ayuda, lo cogió y lo puso a salvo, pero sin poder impedir que le pasara por encima de un pie la rueda del ómnibus. Mientras nos referían esto, entró en el zaguán como loca una mujer que se abría paso con decisión entre la gente. Era la madre de Robetti, a la que habían llamado. Otra señora salió a su encuentro y, sollozando, le echó los brazos al cuello: era la madre del niño salvado del peligro. Ambas entraron en el cuarto de la dirección y al punto se oyó un grito desgarrador: —¡Julio! ¡Hijo de mi alma! En aquel momento se detuvo un coche delante de la puerta y poco después apareció el señor Director con el chico herido en brazos, que estaba muy pálido y con los ojos cerrados, apoyando la cabeza sobre el hombro del Director. Todos guardamos silencio absoluto, tan sólo roto por los sollozos de la madre. El señor Director se detuvo un instante y levantó con los dos brazos al muchacho que llevaba para que lo viésemos todos. Los maestros y maestras, los padres y los chicos, exclamamos a una: —¡Bravo, Robetti! ¡Eres un gran muchacho! ¡Un verdadero héroe! ¡Pobre chico! Y le enviaban besos al aire. Las maestras y los chicos que se hallaban más cerca de él le besaban las manos y los brazos. El abrió los ojos y murmuró: —¡Mi cartera! La madre del pequeñito salvado se la enseñó gimoteando, y le dijo: —Te la llevo yo, ángel mío; te la llevo yo. Entretanto se mantenía en pie la madre del herido, que se cubría el rostro con las manos. Salieron, acomodaron a Julio en el coche y éste partió. Entonces todos entramos silenciosos en la escuela. * El chico calabrés Sábado, 22 Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que andaba ya con muletas, entró el Director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes, con las cejas espesas y juntas. Todo su vestido era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El Director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba asustado. El maestro lo tomó de la mano y dijo a la clase: —Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia antes hombres ilustres y hoy le da honrados labradores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, a fin de que no sienta estar lejos del país natal; hacedle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie. Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que saca siempre el primer premio. Derossi se levantó. —Ven aquí —añadió el maestro. Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés. —Como primero de la clase —dijo el profesor— da el abrazo de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria. Derossi murmuró con voz conmovida: —¡Bienvenidos! —y abrazó al calabrés. Éste le besó en las dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron. —¡Silencio!… —gritó el maestro—. En la escuela no se aplaude. Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía ya a gusto. El maestro le designó sitio y le acompañó hasta su banco. Después repuso: —Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por esto luchó nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer todos mutuamente. Cualquiera de vosotros que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente levantada la bandera tricolor. Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próximos le regalaron plumas y estampas, y otro chico, desde el último banco, le mandó un sello de Suecia. * Mis compañeros de clase Martes, 25 El chico que envió el sello al calabrés es el que más me agrada de todos. Se llama Garrone, y es el mayor de la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hombros anchos; es bueno, lo que se advierte hasta cuando sonríe, y parece que piensa como un hombre. Ahora conozco ya a muchos de mis compañeros. Otro que también me gusta se llama Coretti; lleva un jersey color marrón oscuro y tiene una gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de un revendedor de leña que fue soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto, y dicen que tiene tres medallas. Está el pequeño Nelli, un chico jorobadito, endeble y descolorido. Hay uno muy bien vestido, que siempre se está quitando las motas de la ropa: Votini. En el banco delante del mío hay otro al que le llaman «el albañilito», por ser su padre albañil; de cara redonda como una manzana y de nariz chata. Tiene una habilidad especial para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerito viejo, que guarda en el bolsillo como un pañuelo. Junto al Aprovechando la ocasión, Garrone murmuró no sé qué palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, les dijo bruscamente: —Os perdono. * Mi maestra Jueves, 27 Mi maestra ha cumplido su promesa y ha venido hoy a casa en el momento en que me disponía a salir con mi madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído en los periódicos. Hacía un año que no la habíamos visto en casa; así es que todos la recibimos con mucha alegría. Continúa siendo la misma, menudita, con su velo verde en el sombrero, vestida sencillamente, con peinado algo descuidado por faltarle tiempo para arreglarse, pero más descolorida que el año pasado, con algunas canas y sin dejar de toser. Mi madre le ha preguntado: —¿Cómo va de salud, querida maestra? —¡Bah! No importa —ha respondido, sonriéndose de modo alegre y melancólico a la vez. —Se esfuerza usted demasiado hablando fuerte —ha añadido mi madre— y brega mucho con los chiquitos. Y es verdad; en clase no para de hablar; lo recuerdo de cuando iba con ella; continuamente está llamando la atención de sus pequeños alumnos para que no se distraigan. No está un momento sentada. Tenía la seguridad de que vendría a vernos, pues no se olvida de sus antiguos discípulos; durante años recuerda sus nombres; los días de exámenes mensuales acude al despacho de la dirección para informarse de las calificaciones que han obtenido; los espera a la salida y hace que le enseñen los ejercicios para ver si realizan progresos. Hasta van a verla muchachos que cursan el Bachillerato y llevan ya pantalón largo y reloj. Hoy regresaba muy cansada del Museo, a donde había llevado a sus alumnos, como acostumbra a hacerlo cada jueves, explicándoselo todo con el mayor detalle. Pobre maestra, ¡qué delgada está! Pero es muy activa y se reanima cuando habla de su labor docente. Ha querido volver a ver la cama donde estuve muy enfermo hace dos años, y que ahora es de mi hermano; la ha estado mirando un buen rato muy emocionada. Se ha ido pronto para visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo de sarampión, y por tener, además, que corregir luego los cuadernos. En fin, que no para de trabajar. Antes de retirarse a su casa, aún debía dar clase particular de Aritmética a la hija de un comerciante. —Bueno, Enrique —me ha dicho al despedirse—, ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves problemas difíciles y sabes hacer largas composiciones? Me ha besado y, desde el último peldaño de la escalera, me ha dicho: —No te olvides de mí, Enrique. ¡Nunca me olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuando sea mayor te recordaré e iré a verte entre tus pequeñuelos. Cada vez que pase cerca de una escuela y oiga la voz de una maestra, me parecerá escuchar la tuya y pensaré en los dos años que pasé en tu clase, donde tantas veces te vi malucha y fatigada, pero siempre animosa, indulgente, enfadada cuando alguno cogía la pluma de manera incorrecta, preocupadísima cuando nos preguntaban los inspectores y la mar de satisfecha cuando salíamos airosos; siempre tan buena y cariñosa como una madre… ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra mía! * En la buhardilla Viernes, 28 Ayer tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a llevar ropa blanca a la mujer necesitada recomendada por los periódicos. Yo llevé el paquete y mi hermana el periódico en que estaba el nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta y entramos en un largo corredor al que daban muchas puertas de otras tantas viviendas. Mi madre llamó en la última, abriéndonos una mujer todavía joven, rubia y demacrada, que de inmediato me pareció haber visto otras veces, con el mismo pañuelo azul a la cabeza. —¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre. —Sí, señora; yo soy. —Pues mire, le traemos una poca ropa blanca. Aquí la tiene. La mujer no paraba de darnos las gracias y de bendecirnos. Mientras tanto vi en un rincón de la oscura y desnuda habitación a un chico arrodillado delante de una silla, de espaldas a nosotros, y que parecía estar escribiendo, como así era, efectivamente, teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo lograba escribir con tan escasísima luz? Mientras pensaba esto para mí, reconocí de pronto los cabellos rubios y la chaqueta de fustán de Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo inmóvil. Se lo dije a mi madre mientras la mujer se hacía cargo de la ropa que le habíamos llevado. —¡Calla! —respondió mi madre—. Puede ser que se avergüence al ver que das una limosna a su madre; no le digas nada. Pero Crossi se volvió en aquel momento y yo no sabía qué hacer. Me dirigió una sonrisa, y entonces mi madre me dio un empujoncito para que lo abrazara. Lo abracé; él se levantó y me estrechó la mano. —Aquí me tiene —decía entretanto su madre a la mía— sola con este hijo. Mi marido hace seis años que se fue a América, y yo, por añadidura, enferma, sin poder ganar algún dinero vendiendo verdura. Ni siquiera dispongo de una mesa para que mi Luisito pueda trabajar con cierta comodidad. Cuando tenía en el portal el mostrador, por lo menos podía escribir sobre él; pero se lo llevaron. Como ve, hasta carecemos de luz suficiente para que estudie sin perder la vista. Y gracias que puedo enviarlo a la escuela porque el Ayuntamiento nos da los libros y demás material escolar. ¡Pobre hijo mío! ¡Tú, con tantas ganas de estudiar, y yo, infeliz de mí, nada puedo hacer por ti! Mi madre le dio cuanto dinero llevaba en el bolso, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos de la buhardilla. Tenía toda la razón cuando me dijo: —Ya ves en qué condiciones se ve obligado a trabajar ese chico. Tú disfrutas de todas las comodidades y aún te parece duro el estudio. ¡Ah, Enriquito! Más mérito hay en su trabajo de un solo día que en el tuyo de todo un año. ¡A él deberían darle los premios! * La escuela Viernes, 28 Sí, querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con la resolución y la cara sonriente que yo quisiera. Aún te haces algo el remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y despreciable que sería tu jornada si no fueses a la escuela. Al cabo de una semana pedirías de rodillas volver a ella, harto de aburrimiento, avergonzado, cansado de tus juguetes y de no hacer nada provechoso. Ahora, Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros, que van por la noche a clase, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que acuden a la escuela los domingos, tras una semana de fatigas; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando regresan, rendidos, de sus ejercicios y de las maniobras; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, también estudian; y hasta en los presos, que asimismo aprenden a leer y escribir. bandidos; el tercero afirmaba que los empleados italianos eran analfabetos. «Un pueblo ignorante», dijo el primero. «Sucio», añadió el segundo. «La …», exclamó el tercero, queriendo decir «ladrón», pero no pudo acabar la palabra, porque sobre sus cabezas y espaldas cayó una tempestad de monedas, que rebotaban en la mesa e iban a parar al suelo haciendo ruido. Los tres hombres se levantaron furiosos mirando hacia arriba, y aun recibieron en la cara un puñado de monedas. —¡Tomad vuestro dinero! —decía con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya—; yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria. NOVIEMBRE El deshollinador Martes, 1 Ayer por la tarde fui a la escuela de niñas que está al lado de la nuestra para entregarle el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas chicas hay allí! Cuando llegué, empezaban a salir, muy contentas, por las vacaciones de Todos los Santos y de los Difuntos; y vi algo inolvidable. Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera de la calle, estaba apoyado en la pared y la frente sobre el brazo, un deshollinador muy pequeño, que tenía la cara completamente tiznada y sostenía el saco y el raspador de su oficio. El muchacho lloraba a lágrima viva, sollozando. Se le acercaron dos o tres chicas de la segunda sección que le preguntaron: —¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así? Pero él no les respondía y continuaba llorando. —¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? —le volvieron a preguntar. Quitó entonces el brazo del rostro, dejando al descubierto una cara infantil, y, gimoteando, les dijo que había estado trabajando en varias casas limpiando chimeneas, que había ganado seis reales y los había perdido por habérsele escurrido las monedas por un roto que tenía en el bolsillo —les hizo ver el agujero sacándose el forro—, no atreviéndose a volver a su casa sin el dinero. —¡El amo me pegará! —dijo sollozando de nuevo y dejando caer otra vez la frente sobre el brazo con ademán de desesperación. Las chicas le miraron muy serias. Entretanto se habían acercado otras muchachas mayores y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus carteras bajo el brazo. Una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, se sacó del bolsillo dos monedas y dijo a todas: —Yo sólo tengo estas dos monedas. ¿Por qué no hacemos una colecta? —También tengo yo otras dos monedas —dijo otra vestida de encarnado —; entre todas podemos reunir por lo menos treinta. Empezaron a llamarse unas a otras: —¡Amalia! ¡Luisa! ¡Anita! ¡Una moneda! ¿Quién tiene dinerito? ¡Aquí hace falta dinero! Algunas llevaban para comprar flores o cuadernos y lo entregaron enseguida. Otras, más pequeñas, sólo pudieron dar calderilla. La de la pluma azul se hacía cargo de todo e iba diciendo: —¡Ocho, diez, quince! Pero hacía falta más. Entonces llegó una mayor, que parecía una maestrita, y entregó una moneda de plata, recibiendo palabras de alabanza. Todavía faltan cinco monedas de bronce. —¡Ahora vienen las de cuarto! —dijo una. Llegaron, efectivamente, las de cuarto y llovieron las monedas. Todas se arremolinaban, y era hermoso ver al pobrecito deshollinador en medio de chicas vestidas con diversos colores, en todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos. Habían reunido más de lo perdido por el chico, y las más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores ofreciendo sus ramitos de flores, por dar también algo. Poco después llegó la portera, gritando: —¡La señora Directora! Las chicas se dispersaron en todas direcciones como desbandada de pájaros, quedando el pequeño deshollinador solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, muy contento, con las manos llenas de dinero y con ramitos de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero, habiendo no pocas flores incluso por el suelo, rodeando sus pies. * El día de los Difuntos Miércoles, 2 Este día está consagrado a la conmemoración de los fieles difuntos. ¿Sabes, Enrique, a quiénes de los que ya no están debéis dedicar un recuerdo especial vosotros los muchachos? A aquellos que más se distinguieron durante la vida en su amor a los niños y a los adolescentes. ¡Cuántas de esas personas beneméritas mueren de continuo! ¿Has pensado alguna vez en los muchísimos padres que consumieron su existencia en el trabajo, y en las madres que bajaron al sepulcro prematuramente extenuadas por las privaciones que soportaron para sustentar a sus hijos? ¿No sabes que ha habido padres que llegaron al fin de su vida desesperados por ver a sus hijos en la miseria, y que muchas mujeres perecieron de pena o se volvieron locas ante la pérdida de un hijo? Piensa hoy en todos esos muertos, Enrique. Piensa en tantas maestras que murieron jóvenes consumidas por el diario quehacer escolar para bien de los niños, de los cuales no quisieron separarse; piensa en los médicos que murieron de enfermedades contagiosas de las que no se precavían por curar a los niños; piensa en todos aquellos que en los naufragios, en los incendios, en las épocas de hambre, en un momento de supremo peligro, cedieron a la infancia el último pedazo de pan, la última tabla de salvación, la última cuerda para librarse de las llamas, y expiraron satisfechos de su sacrificio que conservaba la vida de un pequeño inocente. Son innumerables, Enrique, esos muertos; todo cementerio encierra centenares de santas criaturas, que, si pudieran levantarse por un momento de la sepultura, nos dirían el nombre de algún niño al que sacrificaron los placeres de la juventud, el sosiego de la vejez, los sentimientos, la inteligencia, la vida; esposas de veinte años, hombres en la flor de la edad, ancianas octogenarias, jovencitos —heroicos y oscuros mártires de la infancia—, tan grandes y gallardos, que no produce la tierra tantas flores como debiéramos poner en sus sepulcros. ¡Cuánto se quiere a los niños! Piensa hoy con gratitud en esos muertos y serás mejor y más afable con los que te quieren y trabajan por ti, afortunado hijo mío, tú que en el día de los fieles difuntos no tienes aún que llorar a ninguno. TU MADRE * Mi amigo Garrone Viernes, 4 No han sido más que dos los días de vacaciones y me parece que he estado mucho tiempo sin ver a Garrone. Cuanto más lo conozco, tanto más lo aprecio, y lo mismo les sucede a los demás, con excepción de los presuntuosos y arrogantes, aunque a su lado no puede haberlos, porque no permite que ninguno se haga el mandón. Cada vez que uno de los mayores levanta la mano sobre un pequeño, grita éste: «¡Garrone!» y el mayor no osa pegarle. Garrone es el más alto de la clase; levanta un banco con una mano; no para de comer. Su padre es maquinista del tren y él empezó a ir tarde a la escuela honor… de estrechar la mano. El señor Nobis alargó la mano al carbonero, quien se la estrechó con fuerza, y enseguida empujó a su hijo hacia los brazos de su compañero Carlos. —Le agradeceré —dijo el padre de Nobis al señor maestro— que los ponga juntos, en el mismo banco. Nuestro maestro accedió y le dijo a Betti que se sentara al lado de Nobis. Cuando estuvieron juntos, el padre de Carlos saludó y salió. El carbonero permaneció un momento pensativo, mirando a los dos escolares en el mismo banco; después se les acercó, miró a Nobis con expresión de afecto y de remordimiento a la vez, como si quisiera decirle algo, pero no le dijo nada; alargó la mano para hacerle una caricia y se contuvo, limitándose a rozarle ligeramente la frente con sus toscos dedos. Luego se acercó a la puerta y, volviéndose una vez más para mirarlo, desapareció. —Acordaos bien de lo que acabáis de ver —dijo el señor maestro—; es la mejor lección del año. * La maestra de mi hermano Jueves, 10 El hijo del carbonero fue alumno de la maestra Delcati, que hoy ha venido a casa a visitar a mi hermanito, que está malucho, y nos ha hecho reír al decirnos que la madre de ese chico hace dos años, le llevó, como obsequio, una gran espuerta de carbón, para darle las gracias por la medalla que había dado a su hijo; la mujer se obstinaba en no quererse llevar el carbón a su casa, y casi lloraba cuando tuvo que volverse con el regalo. También nos ha dicho que otra pobre mujer le ofreció un gran ramo de flores, dentro del cual había un puñadito de monedas. Nos hemos divertido mucho oyéndola, y, gracias a ella, mi hermanito se ha tomado la medicina que en un principio no quería ingerir. Cuánta paciencia deben tener con los parvulitos, sin dientes en la boca, como los ancianos, que no saben pronunciar erre, ni ajo; la clase resulta un guirigay: el uno tose, el otro echa sangre por la nariz, hay quien pierde los zapatitos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado su manecita de manteca, o por otra cosa cualquiera. Apenas pueden estar unos minutos atentos. ¡Qué trabajo más pesado tener cincuenta o más criaturas encerradas en un aula, que no saben estarse quietos ni hacer nada ellas solas! Hay madres que quisieran que a sus hijitos de tres y cuatro años les enseñasen a leer y escribir; pero con justa razón no les hacen caso las maestras, y les enseñan muchas cosas convenientes fuera de eso, pero como jugando. Los peques llevan en los bolsillitos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, pedacitos de tejos, toda clase de menudencias que la maestra busca y no siempre encuentra porque saben esconderlas hasta en los sitios más inverosímiles, incluso en el calzado. Una maestra de parvulitos debe hacer de mamá con esa gentecilla, ayudarles a vestirse, vendarles las heriditas que se producen o que se hacen unos a otros en sus frecuentes riñas y peleas, recoger las gorritas que tiran, cuidar de que no cambien los abriguitos, pues luego todo son rabietas y lloros. ¡Pobres maestras! Y aún van las mamás a quejarse. «¿Cómo es, señorita, que mi nene ha perdido la carterita?» «¿Por qué no aprende casi nada?» «¿Por qué no le da un premio a mi nena, que sabe tanto?» «¿Cómo es que no se ha ocupado de quitar del banco el clavo que ha roto los pantaloncitos de mi Pedrín?» Alguna vez se enfada con los críos la maestra de mi hermanito y, cuando no puede aguantar más, se muerde un dedo para no propinar ningún cachete ni azotito; pero, cuando pierde la paciencia, se arrepiente enseguida y acaricia al nene que ha regañado: a veces se ve obligada a despachar de la clase a un pequeñuelo, pero contiene su pena y va a desahogarse con los padres, que por castigo dejan sin comer a sus niños. La maestra Delcati es joven y alta; viste con gusto; es morena y vivaracha, y todo lo hace como movida por un resorte; se conmueve por cualquier cosa, hablando entonces con gran ternura. —¿La quieren todos los niños? —le ha preguntado mi madre. —Mucho, sí; pero luego, cuando termina el curso, si te he visto no me acuerdo. Cuando pasan a otras clases superiores, casi se avergüenzan de decir que han sido alumnos míos. Al cabo de dos años que suelo tenerlos, me encariño mucho con ellos y me duele que debamos separarnos… Hay chicos de los que digo: «Éste no será como otros, y siempre me mostrará su cariño». Pero pasan las vacaciones, empieza el nuevo curso, le veo ir tan tieso a una clase superior, salgo a su encuentro y le digo: «Hola, pequeñín…», y él vuelve la cara hacia otra parte. —La maestra, emocionada, no puede proseguir. —Tú no harás así, ¿verdad monín? —ha dicho por último, al levantarse, mirando a mi hermanito con los ojos humedecidos y besándole—. Tú no te volverás para otro lado ni considerarás nunca una extraña a tu pobre amiga. ¿No es cierto? * Mi madre Jueves, 10 En presencia de la maestra de tu hermanito faltaste al respeto a tu madre. Procura que esto no vuelva a repetirse, Enrique. Tu irreverente palabra ha penetrado en mi corazón como punta de acerado cuchillo. Yo pensaba en tu madre cuando hace unos años, estando tú enfermo, pasó toda la noche inclinada sobre tu cama observando tu respiración, vertiendo lágrimas de angustia y temblando de miedo por creer que iba a perderte; yo temía que llegase a enloquecer de pena, y ante tal posibilidad experimenté cierta ojeriza hacia ti. ¡No ofendas nunca en lo más mínimo, ni siquiera con el pensamiento, a tu madre, que gustosamente daría un año de felicidad por evitarte una hora de dolor, que sería capaz de mendigar por ti y se dejaría matar por salvarte la vida! Mira, Enrique, graba bien en tu mente este pensamiento. Considera también que te aguardan en la vida muchos días amargos, y el más triste de todos será aquél en que pierdas a tu madre. Cuando ya seas un hombre hecho y derecho y estés probado en toda clase de contrariedades, la invocarás mil veces, oprimido por el inmenso deseo de volver a oír su voz por un momento y verle abrir de nuevo sus brazos para arrojarte en ellos sollozando, como tierno niño carente de protección y de consuelo. ¡Cómo te acordarás entonces de todos los sinsabores que le hubieras ocasionado, y con qué remordimientos los irás expiando todos! No esperes tranquilidad en tu vida si hubieres entristecido a tu madre. Te arrepentirás, le pedirás perdón, venerarás su memoria, pero todo será inútil, pues la conciencia no te dejará vivir en paz; su bondadosa y dulce imagen tendrá siempre para ti una expresión de tristeza y de reconvención que torturará tu alma. ¡Mucho cuidado, Enrique! Se trata del más sagrado de los afectos humanos. ¡Desgraciado del que lo pisotea! El asesino que respeta a su madre aun tiene algo de honrado y de noble en su corazón; el hombre más ilustre qué la haga sufrir y la ofenda no será más que una vil criatura. Que no salga de tu boca jamás una palabra dura para la que te ha dado el ser. Y si alguna se te escapa, no sea el temor a tu padre, sino un impulso del alma lo que te haga arrojarte a sus pies, suplicándole que con el beso del perdón borre de tu frente la mancha de la ingratitud. Yo te quiero, hijo mío, eres la mayor ilusión de mi vida; pero preferiría verte muerto antes que un ingrato con tu madre. Por algún tiempo abstente de mostrarme tu afecto, pues no podría corresponderte con cariño. TU PADRE has tomado las dos cucharaditas de jarabe? Cuando no quede, haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré la carne a cocer, como me has dicho, y, cuando pase la mujer de la mantequilla, le daré su dinero. Todo se hará: Tú no tienes que preocuparte. —Gracias, hijo mío —respondió la mujer—; mi pobre hijo —añadió— está en todo. Quiso que tomara un terrón de azúcar, y luego Coretti me enseñó el retrato de su padre en una foto colocada en un cuadrito con marco, ostentando en el pecho la medalla al mérito, que ganó en 1866, sirviendo en la división del príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo, con sus ojos vivarachos y su sonrisa tan simpática. Volvimos a la cocina. —Ya me acuerdo de otra cosa que faltaba —dijo Coretti, y añadió en el cuaderno: también se hacen guarniciones para los caballos—. Lo demás lo haré esta noche; me acostaré algo tarde. ¡Dichoso tú que dispones de todo el tiempo que quieres para estudiar, y aún te sobra para ir de paseo! Siempre está contento y dispuesto para el trabajo. En cuanto entramos en la tienda-almacén, empezó a poner trozos de leña gruesa en el caballete y a serrarlos por la mitad, diciendo entretanto: —¡Esto sí que es gimnasia y no los movimientos de brazos que hacemos en la escuela! Quiero que cuando regrese mi padre encuentre toda esta leña serrada; se alegrará. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tes y unas eles que, como dice nuestro maestro. parecen serpientes. ¿Qué quieres? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo importante es que mi madre se ponga bien pronto, eso sí. Hoy, gracias a Dios, está bastante mejor. La Gramática la estudiaré mañana al levantarme. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo! Un carro cargado de troncos se detuvo ante el almacén. Coretti salió para hablar con el hombre que lo conducía y luego volvió. —Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—, así es que hasta mañana. Has hecho bien en venir a verme. ¡Buen paseo, Enrique! ¡Dichoso tú! Nos estrechamos las manos, corrió a cargar el primer tronco y empezó a hacer viajes del carro al almacén y viceversa, con su cara sonrosada, su gorrita de piel en la cabeza, siempre tan vivo que da gusto verlo. «¡Dichoso tú!», me había dicho. Ah, no, Coretti, tú tienes mayor dicha, porque eres más útil a tu padre y a tu madre, cien veces mejor que yo, y un chico de mucho valor, querido compañero mío. * El director de la escuela Viernes, 18 Coretti estaba muy contento esta mañana por haber venido a presenciar los exámenes mensuales su maestro de la segunda, el señor Coatti, un hombretón con abundante pelo muy crespo, gran barba negra, ojos grandes oscuros y una voz de trueno, que acostumbra a amenazar a los niños con hacerlos pedazos y llevarlos de la oreja a la prevención, pone el semblante adusto; pero nunca castiga a nadie, y se sonríe por detrás de su barba, sin que los chicos se percaten. Con el señor Coatti son ocho los maestros del grupo, incluyendo también un suplente, barbilampiño, que parece un chiquillo. Hay un maestro, el de la sección cuarta, algo cojo, arropado en una gran bufanda de lana, siempre con dolores adquiridos cuando era maestro rural, pues ejercía en una escuela húmeda, cuyas paredes goteaban. Otro maestro, el de la cuarta B, es ya viejo, muy canoso y ha sido profesor de ciegos. Hay uno bien vestido, con lentes y bigotitos, al que apodan el abogadillo, porque siendo ya maestro se hizo abogado, cursó la licenciatura de Derecho y es autor de un libro para enseñar a escribir cartas. En cambio, el que nos da la gimnasia tiene tipo de soldado, estuvo sirviendo con Garibaldi y se le ve en el cuello la cicatriz de una herida de sable que recibió en la batalla de Milazzo. Luego está el Director, un hombre alto, calvo, que usa gafas con armazón de oro, y tiene una barba que le llega al pecho; viste de negro y siempre va abotonado hasta la barbilla; es tan bueno con los chicos, que, cuando van a la dirección temblando para recibir una reprimenda, no les grita, sino que los toma de la mano y les dice paternalmente que no deben portarse como lo hacen, que deben arrepentirse, prometer ser buenos. Habla con modos tan suaves y con una voz tan dulce, que todos salen con los ojos enrojecidos y más confusos que si los hubiese castigado. ¡Pobre Director! Es el primero que llega por la mañana al grupo para esperar a los alumnos y hablar con los padres; y cuando los maestros ya se han ido a su casa, todavía da una vuelta alrededor de la escuela para ver si hay chicos que se cuelgan en la trasera de los coches o se entretienen por las calles a jugar o llenando las carteras de arena o de piedras; cada vez que aparece por una esquina, tan alto y enlutado, escapan bandadas de muchachos en todas direcciones, suspendiendo al instante el juego de bolas o de peonza, y él les amenazaba desde lejos con el índice, pero sin perder su aire afable y tristón. —Nadie le ha visto reír —dice mi madre— desde que murió su hijo, que era voluntario en el ejército, y tiene siempre a la vista su retrato sobre la mesa de la dirección. No quería seguir ejerciendo su profesión después de semejante desgracia; había extendido la petición para jubilarse y la tenía de continuo en la mesa; pero no la presentaba porque le disgustaba separarse de los niños. Sin embargo, el otro día parecía decidido, y mi padre, que se hallaba con él en la dirección, le decía: —Es una lástima que usted se vaya, señor Director. En esto entró un hombre con un hijo suyo que pasaba de otro colegio al nuestro por haber cambiado de domicilio. Al ver a aquel chico, el Director hizo un gesto de extrañeza; le miró un ratito, luego observó el retrato que tenía en la mesa, volvió a fijarse en el muchacho, lo sentó en sus rodillas, haciéndole levantar la cara. Aquel chico se parecía mucho a su hijo, y dijo el Director: —Está bien —acto seguido hizo la matrícula, despidió al padre y al hijo, y se quedó pensativo. —Es una lástima que se vaya —repitió mi padre. Y entonces el Director tomó su instancia de jubilación, la rompió en dos pedazos, y dijo: —Me quedo. * Los soldados Martes, 22 Su hijo era voluntario del ejército cuando murió; por eso el Director va siempre a la plaza a ver pasar a los soldados cuando salimos de la escuela. Ayer pasaba un regimiento de infantería y cincuenta muchachos se pusieron a saltar alrededor de la música, cantando y llevando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros estábamos en un grupo, en la acera, mirando. Garrone, oprimido entre su estrecha ropa, mordía un pedazo de pan; Votini, aquel tan elegantito, que siempre está quitándose las motas; Precossi, el hijo del forjador, con la chaqueta de su padre; el calabrés; el albañilito; Crossi, con su roja cabeza; Franti, con su aire descarado, y también Robetti, el hijo del capitán de artillería, el que salvó al niño del ómnibus y que ahora anda con muletas. Franti se echó a reír de un soldado que cojeaba. Pero de pronto sintió una mano sobre el hombro; se volvió: era el Director. —Óyeme —le dijo el Director—, burlarse de un soldado cuando está en las filas, cuando no puede vengarse ni responder, es como insultar a un hombre atado; es una villanía. Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cuatro, sudorosos y * El primero de clase Viernes, 25 Garrone capta el cariño de todos, y Derossi, la admiración. Ha obtenido el primer premio y, con toda seguridad, será también el primero de la clase este año, pues nadie puede competir con él; todos reconocen su superioridad en todas las asignaturas. Es el primero en Aritmética, en Gramática, en Redacción, en Dibujo… Todo lo comprende al vuelo, tiene una memoria prodigiosa, en todo sobresale sin esfuerzo; parece que el estudio es un juego para él. El maestro le dijo ayer: —Has recibido grandes dones de Dios; procura únicamente no malgastarlos. Es también, además, alto, guapo, de pelo rubio y rizado, muy ágil, capaz de saltar por encima de un banco sin apoyar más que una mano sobre él; y ya sabe esgrima. Tiene doce años; es hijo de un comerciante; va siempre vestido de azul, con botones dorados; es vivaracho, alegre, amable con todos, ayuda a los que puede en el examen y nadie se atreve a desairarlo o decirle una palabra malsonante. Solamente le miran de reojo Nobis y Franti, y a Votini le salta la envidia por los ojos; pero él no parece darse cuenta. Todos le sonríen y le dan la mano o le cogen cariñosamente el brazo cuando pasa a recoger, con su acostumbrada afabilidad, los trabajos que hemos hecho. Regala periódicos ilustrados, dibujos, cuanto a él le regalan en su casa; para el calabrés ha hecho un pequeño mapa de Calabria; todo lo da sonriendo, sin pretensiones, a lo gran señor, y sin hacer distinciones. Resulta imposible no envidiarlo y no sentirse inferior a él en todo. Ah, yo también lo envidio, como Votini, y alguna vez experimento cierta amargura y siento una especie de inquina hacia él cuando apenas logro hacer los deberes en casa y pienso que Derossi los habrá terminado con muy poco esfuerzo. Pero luego, al volver a clase, viéndole tan sencillo, sonriente y afable; oyéndole contestar con tanta seguridad a las preguntas del maestro, arrojo de mi pecho todo rencor, y me avergüenzo de haber dado cabida a tales sentimientos. Entonces quisiera estar siempre a su lado y seguir todos los estudios con él. Su presencia, su voz, su camaradería me infunden valor, ganas de trabajar, alegría y placer. El maestro le ha dado a copiar el cuento mensual que leerá mañana: El pequeño vigía lombardo. Lo estaba copiando esta mañana, y estaba conmovido por el hecho heroico que se relata; se le veía el rostro encendido, los ojos húmedos y la boca temblorosa. Yo le observaba admirando sus hermosas cualidades, y con mucho gusto le habría dicho en su cara con toda franqueza: «Derossi, ¡me aventajas en todo! ¡Te respeto y admiro!» * El pequeño vigía lombardo Sábado, 26 En 1859, durante la guerra de liberación de Lombardía, pocos días después de la batalla de Solferino y San Martino, ganada por los franceses e italianos contra los austríacos, en una hermosa mañana del mes de junio, iba un pequeño escuadrón de caballería de Saluzzo por estrecha senda solitaria hacia las posiciones enemigas, explorando atentamente el terreno. Mandaban el escuadrón un oficial y un sargento; todos miraban a lo lejos, delante de sí, con los ojos fijos y silenciosos, preparándose para ver blanquear de un momento a otro, entre los árboles, los uniformes militares de las avanzadas enemigas. Llegaron así a una casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un chico de unos doce años, que descortezaba una ramita con una navaja para hacerse un bastoncito; en una de las ventanas de la casa tremolaba una bandera tricolor; dentro no había nadie; los aldeanos, después de izar la bandera, habían desaparecido por miedo a los austríacos. En cuanto el chico divisó la caballería, tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un guapo muchacho, de aire atrevido, con ojos grandes y azules, el pelo rubio y largo; estaba en mangas de camisa y se le veía el desnudo pecho. —¿Qué haces aquí? —le preguntó el oficial, deteniendo el caballo—. ¿Por qué no te has ido con tu familia? —Yo no tengo familia —respondió el muchacho—. Soy huérfano. Trabajo para todos. Me he quedado aquí para ver la guerra. —¿Has visto pasar a los austríacos? —No, señor, desde hace tres días. El oficial se quedó pensativo; luego se apeó del caballo, y, dejando a los soldados allí, frente al enemigo, entró en la casa y subió al tejado… La casa era baja y desde el tejado sólo se abarcaba una pequeña extensión de terreno. «Hay que subir a los árboles», dijo para sí el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era había un fresno muy alto y delgado, cuya copa se mecía en el azul del cielo. El oficial permaneció un instante indeciso, mirando ya al árbol, ya a los soldados; después preguntó, de pronto, al muchacho: —¿Tienes buena vista, rapaz? —¿Yo? —respondió el interpelado—. Le aseguro que veo un pajarillo a una legua de distancia. —¿Te atreverías a subir a lo alto de ese árbol? —¿Dice usted a la copa? En medio minuto estoy arriba. —¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí, si hay soldados austríacos por esa parte, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos…? —¡Claro que sí! —¿Qué debo darte por prestarme este servicio? —¿A mí? ¡Qué ocurrencia! —dijo el muchacho, sonriéndose—. ¡Nada, naturalmente! ¡Faltaría más! Si fuese por los alemanes, ¡ni hablar!; pero se trata de los nuestros, y yo soy lombardo. —Bueno. Sube, pues. —Espere que me descalce. Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, tiró la gorra a unas matas de hierba y se abrazó al tronco del fresno. —Pero oye… —exclamó el oficial con ánimo de detenerlo como sobrecogido por repentino temor. El muchacho se volvió hacia él, mirándole con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante. —Nada, nada —dijo el oficial—. Sube. El chico se encaramó como un gato. —Vosotros —dijo el oficial a los soldados— mirad hacia adelante. En un santiamén estuvo el chiquillo en lo más alto del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas, pero dejando al descubierto su pecho; le daba el sol en la rubia cabeza, que brillaba como el oro. El oficial apenas le veía, por lo pequeño que resultaba a aquella altura. —Mira todo derecho a lo lejos —le dijo el militar. El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha del árbol y se la puso sobre la frente a manera de visera. —¿Qué ves? —preguntó el oficial. El muchacho inclinó la cara hacia él y, haciendo bocina con una mano, escuadrón de caballería marchaba en dos filas un batallón de «bersalleros», el cual pocos días antes había regado, valerosamente, de sangre la colina de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho se había propagado ya entre aquellos soldados antes de que dejaran sus campamentos. El sendero, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a poca distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el cadáver del pequeño tendido a los pies del fresno y cubierto por la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos cogió en la orilla del arroyo un puñado de flores y se las esparció por encima del cuerpo. A continuación, conforme iban pasando todos los «bersalleros» cogían flores que arrojaban sobre el muerto; así es que en pocos minutos estuvo cubierto el muchacho de flores silvestres, y tanto los oficiales como los soldados le saludaban al pasar, diciendo al mismo tiempo: —¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, chiquito! ¡Para ti, rubito! ¡Viva el héroe! ¡Loor a ti! ¡Adiós, precioso! Un oficial le puso la medalla al mérito, otro le besó en la frente. Y continuaban lloviendo las flores sobre sus desnudos pies, sobre el ensangrentado pecho y sobre la rubia cabeza. Él parecía dormido sobre la hierba, envuelto en su bandera, con el rostro pálido y casi sonriente, como si se percatase de los saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su Lombardía. * Los pobres Martes, 29 Dar la vida por la patria, como el chico lombardo, es una gran virtud; pero tú, hijo mío, no descuides otras más modestas. Esta mañana, yendo delante de mí cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una pobre que tenía en sus rodillas a un niño extenuado y pálido, que te pidió una limosna. La miraste y no le diste nada, aunque llevabas dinero en el bolsillo. Mira, hijo mío, no te acostumbres a pasar con indiferencia ante la miseria que tiende la mano, y mucho menos por delante de una madre que implora algo para su hijo. Piensa en que quizá aquel niño tuviese hambre; piensa en la desesperación de aquella mujer. Imagínate la inconsolable tristeza que sufriría tu madre si un día se viese obligada a decirte: «Enrique, hoy no puedo darte ni un pedazo de pan». Cuando doy una moneda a un mendigo y él me dice: «Que Dios se lo pague y les dé mucha salud a usted y a los suyos», no puedes comprender la dulzura que experimenta mi corazón ante tales palabras y lo agradecida que le quedo al menesteroso. Me parece que con semejante augurio voy a poder conservaros con buena salud durante mucho tiempo; vuelvo a casa contenta y pienso: «¡Oh, aquel pobre me ha dado bastante más de lo que yo le he entregado!» Pues bien, haz que pueda oír alguna vez ese augurio provocado y merecido por ti; prívate de algo o saca de vez en cuando unas monedas de tu bolsillo para ponerlo en la mano de un anciano sin protección, de una madre sin pan, de un niño sin madre. A los pobres les gusta la limosna de los chicos porque no los humilla y porque se parecen a ellos al tener necesidad de otros. Por eso suele haber pobres cerca de las escuelas. La limosna de un hombre es acto de caridad; pero la de un niño, además de caridad, es también como una caricia, ¿comprendes? Es como si de su mano se desprendiesen al mismo tiempo una moneda y una flor. Piensa que a ti nada te falta, y que a ellos les falta todo; que mientras tú anhelas ser feliz, ellos se contentan con poder seguir viviendo. Piensa que es una injusticia social que en medio de tantos palacios, por las mismas calles que pasan lujosos coches y niños elegantemente vestidos, haya mujeres y niños que no tienen qué comer. ¡Qué horror, Dios mío, que chicos como tú, tan buenos e inteligentes como tú, viviendo en populosas ciudades, no tengan qué llevarse a la boca y arrastren una existencia infrahumana, parecida a las fieras perdidas en un desierto! ¡Ay, Enrique! ¡No pases nunca por delante de una madre que pide limosna sin dejar en su mano una moneda! TU MADRE DICIEMBRE El negociante Jueves, 1 Mi padre quiere que cada día de fiesta o sin clase traiga a casa a uno de mis compañeros o que vaya yo a buscarlo, para ir haciéndome más amigo de todos. El próximo domingo iré de paseo con Votini, el muchacho bien vestido, que siempre se está atusando y que tanto envidia a Derossi. Esta tarde ha venido a casa Garoffi, el chico alto y delgado, con la nariz de pico de loro y los ojos pequeños y picaruelos, que parecen buscar por todas partes. Es hijo de un droguero. Un tipo muy original. Siempre está contando el dinero que lleva en el bolsillo: cuenta muy de prisa con los dedos y hace cualquier multiplicación sin recurrir a la tabla. Hace economías, y tiene ya una libreta de la Caja de Ahorros escolar. Yo creo que no se gasta nada y, si se le cae algo o una monedita bajo el banco, es capaz de estar buscando una semana entera. Derossi dice que hace como las urracas. Todo lo que encuentra, plumas gastadas, sellos usados, alfileres, trocitos de velas, lo recoge cuidadosamente. Hace más de dos años que colecciona sellos de correos, y ya tiene centenares de diferentes países en su gran álbum, que después venderá al librero cuando esté completo. Entretanto el librero le da los cuadernos gratis porque le lleva muchos chicos a la tienda. En la escuela no para de comerciar; todos los días vende cosas, hace rifas y subastas; después se arrepiente y quiere de nuevo sus mercancías; lo que compra por dos lo da por cuatro; juega a las aleluyas y nunca pierde; revende periódicos atrasados al pirotécnico y al estanquero, y tiene una libreta, llena de sumas y restas, donde anota todas las operaciones que realiza. Sólo le interesa la Aritmética, y si ambiciona premios es para entrar sin pagar en el teatro de marionetas. A mí me gusta y me divierte. Hemos jugado a vender con pesos y medidas; sabe el precio exacto de las cosas, conoce las pesas, y lía las cosas en papel de estraza con la habilidad y presteza del mejor tendero. Dice que se establecerá en cuanto salga de la escuela, y se dedicará a un negocio nuevo que ha ideado. Se ha puesto muy contento porque le he dado algunos sellos extranjeros, habiéndome dicho al instante el precio a que se venden para las colecciones. Mi padre, haciendo como que leía el periódico, le escuchaba y se distraía oyéndole. Siempre lleva los bolsillos llenos de pequeñas mercancías, que cubre con un largo delantal oscuro, y parece en todo instante preocupado y pensativo, como los comerciantes ya mayores. Pero lo que más estima es su colección de sellos de correos: es su tesoro y habla de él como si fuese a sacar una verdadera fortuna. Los compañeros dicen que es un avaro y un usurero. Yo no sé qué pensar de él. Le quiero, me enseña muchas cosas y me parece un hombrecito. Coretti, el hijo del revendedor de leña, dice que Garoffi no daría los sellos que posee ni para salvar la vida de su madre. Mi padre no lo cree así. —Espera aún para juzgarlo —me ha dicho—; siente pasión por las ganancias, pero tiene buen corazón. * Vanidad Lunes, 5 escupirla o tragarla, se quedó pasmado sin responder nada. También las maestras salían corriendo y riéndose de la escuela; mi maestra de la primera superior, ¡pobrecilla!, corría por la nieve, resguardándose la cara con su velo verde y sin parar de toser. Entretanto centenares de muchachas de la escuela vecina pasaban como chillando y pisando la blanca alfombra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban: —¡A casa, a casa! —tragando copos de nieve y blanqueándose los bigotes y la barba. Pero también se reían de la turba de chiquillos que festejaban el invierno. Mucho festejáis la venida del tiempo invernal… Pero hay chicos que carecen de abrigo, de calzado y no tienen lumbre para calentarse. Hay millares que bajan al poblado, tras largo camino, llevando en sus manos ateridas de frío una poca de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas rurales casi sepultadas en la nieve, tan desnudas y lóbregas como cavernas, donde los chicos se ahogan por el humo o dan diente con diente por el frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin cesar, que se amontonan sin descanso sobre sus lejanas cabañas, amenazadas por los aludes. Mientras vosotros festejáis el invierno, pensad en las miles de criaturas a quienes esta estación les trae miseria y les produce la muerte. TU PADRE * El pequeño albañil Domingo, 11 El albañilito ha venido hoy a casa, vestido con una cazadora y vieja ropa del padre, todavía blanca por la cal y el yeso. Mi padre deseaba que viniese aún más que yo. ¡Qué gusto nos ha dado! Al entrar se ha quitado el viejísimo sombrero, cubierto de nieve, y se lo ha metido en el bolsillo; después ha venido hacia mí con su andar descuidado de trabajador cansado, volviendo a una y otra parte su cabeza redonda como una manzana y con su nariz achatada. En el comedor, después de echar una mirada a los muebles, se ha detenido mirando un cuadrito que representa a Rigoletto, un bufón jorobado, y le ha puesto la cara con su acostumbrado «hocico de liebre». Es imposible no reírse al verle hacer esa mueca. Luego nos hemos puesto a jugar con palitos. Tiene una habilidad extraordinaria para hacer torres y puentes, que parece no se caen de milagro; trabaja en eso muy serio y con la paciencia propia de un hombre. Entre una y otra construcción me ha ido hablando de su familia: viven en una buhardilla; su padre va a la escuela de adultos, de noche, para aprender a leer; su madre es de Biella. Deben quererle mucho, porque, aunque va vestido pobremente, está bien resguardado del frío con ropa cuidadosamente remendada y el lazo de la corbata hecho con exquisito gusto. Me ha dicho que su padre es un hombretón, un gigante que apenas cabe por las puertas, pero bonachón; acostumbra a llamar a su hijo «hocico de liebre»; él, por el contrario, es más bien bajo para la edad que tiene. A las cuatro hemos merendado pan y pasas, sentados en el sofá el uno junto al otro, y al terminar, no sé por qué, mi padre no ha querido que limpiase el respaldo manchado de blanco por el albañilito con su chaquetón. Me ha detenido la mano y luego lo ha limpiado él sin que le viéramos. Jugando, al albañilito se le ha caído un botón de la cazadora, y mi madre se lo ha cosido, poniéndose él muy rojo, admirado y confuso, conteniendo el aliento. Después le he enseñado el álbum de caricaturas, y él, sin darse cuenta, imitaba las muecas de aquellas caras tan bien, que mi padre no ha podido contener la risa. Tan contento estaba al irse, que se ha olvidado de ponerse su viejo sombrero y, al llegar a la escalera, para mostrarme su reconocimiento, me ha hecho una vez más la gracia de poner el «hocico de liebre». Se llama Antonio Rabucco, y tiene ocho años y ocho meses… ¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque hacerlo viéndolo tu compañero era casi reñirlo por haberlo ensuciado. Y no convenía, primeramente porque no lo había manchado adrede, y, luego, porque lo había ensuciado con ropa de su padre, que se la había enyesado trabajando: y lo que se mancha trabajando no es suciedad, sino polvo, cal o lo que quieras; todo menos suciedad. El trabajo no mancha. No digas nunca de un obrero que sale del trabajo: «Está sucio». Debes decir: «Lleva en su ropa las señales, las huellas de su trabajo». Recuérdalo bien. Quiere mucho al albañilito, ante todo porque es compañero tuyo, y después porque es hijo de un trabajador. TU PADRE * La bola de nieve Viernes, 16 Continúa nevando sin cesar. Esta mañana, a causa de la nieve, ha ocurrido un serio percance cuando salíamos de la escuela. Un tropel de chiquillos, en cuanto llegaron a la plaza, empezaron a tirar bolas de nieve acuosa tan duras y pesadas como piedras. Por la acera pasaba mucha gente. Un señor gritó: —¡Alto, chavales! Pero en aquel preciso momento se oyó por otra parte un agudo chillido, viéndose a un anciano que había perdido el sombrero y andaba vacilante, cubriéndose la cara con las manos, y junto a él un niño que gritaba: —¡Auxilio! ¡Socorro! Inmediatamente acudió gente de todas partes. Le había pegado una bola en un ojo. Todos los muchachos escaparon a la desbandada, corriendo como flechas. Yo estaba delante de la librería, adonde había entrado mi padre, y vi llegar de prisa a varios compañeros míos, que se mezclaron entre los demás fingiendo que miraban los escaparates: eran Garrone con su acostumbrado panecillo en el bolsillo, Coretti, el albañilito, y Garoffi, el de los sellos de correos. Mientras tanto se había reunido mucha gente en torno del anciano; un guardia y otros corrían de una parte a otra amenazando y preguntando: —¿Quién ha sido? ¿Quién? ¡Decid quién ha sido! —y miraban las manos de los muchachos para ver si las tenían humedecidas por la nieve. Garoffi estaba a mi lado; me di cuenta de que temblaba y estaba tan pálido como un muerto. —¿Quién? ¿Quién ha sido? —continuaba gritando la gente. Entonces oí a Garrone que decía por lo bajo a Garoffi: —Anda, ve a presentarte; sería una cobardía permitir que se lo cargasen a otro. —¡Pero si yo no lo he hecho adrede! —respondió Garoffi, temblando como una hoja de árbol. —No importa, cumple con tu deber —repitió Garrone. —¡No me atrevo! —Date ánimos, yo te acompañaré. El guardia y los otros gritaban cada vez más fuerte: —¿Quién es el culpable? ¿Quién ha sido? ¡Le han metido un cristal de las gafas en un ojo! ¡Lo han dejado ciego! ¡Granujas! Yo creí que Garoffi se iba a desmayar. —Ven —le dijo Garrone de forma imperativa—, yo te defenderé. Y cogiéndole por un brazo le empujó hacia adelante, sosteniéndole como a un enfermo. La gente, viéndolo, lo comprendió todo enseguida, y algunos acudieron con los puños en alto. Pero Garrone se interpuso, gritando: —¿Serán capaces de arremeter diez hombres contra un niño? escribir el cuento mensual para la próxima semana, titulado El pequeño escribiente florentino, que me había dado el maestro a copiar, cuando me ha dicho mi padre: —Vamos a subir al cuarto piso para ver cómo tiene el ojo aquel señor. Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde estaba acomodado el viejo, sentado en la cama, teniendo varios almohadones por detrás. A la cabecera se hallaba su mujer, y el sobrinillo se encontraba a un lado, entreteniéndose con unos juguetes. El viejo tenía un ojo vendado. Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho sentarse y le ha dicho que se encuentra mejor, que no perderá el ojo y que le había asegurado el médico que dentro de unos días estará curado del todo. —Fue una desgracia —añadió—. Siento el susto que debió llevarse aquel chiquito. Después nos ha hablado del médico, que debía venir a esa hora. En ese preciso momento suena el timbre. —Debe ser el médico —dijo el ama. Se abre la puerta… y ¿qué veo? Al mismísimo Garoffi, con su capote largo, la cabeza gacha y sin atreverse a entrar. —¿Quién es? —pregunta el enfermo. —El chico que tiró la bola de nieve —dice mi padre. El viejo exclama entonces: —¡Pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar cómo estoy, ¿verdad? Pues estate tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado. Acércate. Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar. —Gracias —le dice al fin el anciano—; puedes decir a tu padre y a tu madre que todo va bien y que no tienen que preocuparse. Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se atreve. —¿Tienes algo que decirme? —Yo, nada. —Está bien, chiquito. Puedes irte en paz. Garoffi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido y luego se ha acercado donde está el sobrinillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad. De pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole: —Esto para ti. El niño enseña el regalo a sus tíos y todos nosotros quedamos asombrados. Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el pobre Garoffi acaba de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenía fundadas y que tanto esfuerzo le ha costado conseguir. ¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia vida a cambio del perdón. * El pequeño escribiente florentino CUENTO MENSUAL Estaba en la cuarta clase. Era un apuesto florentino de doce años, de cabellos negros y tez blanca, hijo mayor de un empleado de ferrocarriles que, por tener mucha familia y poco sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre le quería mucho y se le mostraba bondadoso e indulgente en todo, menos en lo tocante a la escuela; en esto era muy exigente y severo, porque el chico debía estar pronto preparado para obtener un empleo con que ayudar al sostenimiento de la familia. Y ya se sabe que para conseguir pronto alguna colocación hay que trabajar mucho en poco tiempo. Aunque el chico era estudioso, el padre le incitaba siempre más y más a estudiar. El hombre era de bastante edad, pero el excesivo trabajo le había envejecido prematuramente. Con todo, para proveer a las necesidades de la familia, además del trabajo que le requería su empleo, todavía se procuraba de un lado y de otro trabajos extraordinarios de copista, pasando sin descansar en su mesa buena parte de la noche. Últimamente había recibido de una editorial, que publicaba libros y periódicos, el encargo de escribir en las fajas los nombres y dirección de los abonados, ganando tres liras por cada quinientas de aquellas tiras de papel escritas con caracteres grandes y regulares. La pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamentaba de ello con la familia a la hora de comer. —Estoy perdiendo la vista —decía—. Este trabajo nocturno acaba conmigo. El muchacho le dijo un día: —Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que escribo como tú. Nadie podrá advertir ninguna diferencia. Pero el padre le respondió: —No, hijo; tú debes estudiar; tu instrucción es bastante más importante que mis fajillas; sentiría remordimiento si te privara de una hora de estudio; te lo agradezco, pero no quiero. Y no hablemos más del asunto. El hijo sabía sobradamente que con su padre era inútil insistir en aquellas cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Su padre dejaba de escribir a media noche, saliendo entonces del despacho para ir a la alcoba. Lo había oído alguna vez. En cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el ruido de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que se fuese a dormir; se vistió sin hacer ruido y se dirigió a tientas al escritorio. Encendió el quinqué, se sentó a la mesa, donde había un montón de fajas en blanco y la lista de los suscriptores, y empezó a escribir imitando con exactitud la grafía de su padre. Escribía con gusto y contento, aunque con cierto temor. Las fajas escritas iban amontonándose y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; luego volvía a empezar con más denuedo, atento el oído y sonriente. Escribió ciento setenta direcciones, que importaban ¡una lira! Entonces se detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apagó la luz y se fue de puntillas a la cama. Aquel día su padre se sentó a la mesa con mejor humor. No había advertido nada. Realizaba aquel trabajo mecánicamente, teniendo en cuenta el tiempo empleado, sin pensar en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el día siguiente. Tomó asiento de buen humor y golpeando ligeramente el hombro de su hijo, le dijo: —Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que puedes figurarte. En dos horas hice anoche un tercio más de lo que acostumbraba. Aún está ágil mi mano, y los ojos saben resistir la fatiga. Julio, contento, pero callado, decía entre sí: «¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también la satisfacción de creerse rejuvenecido». Alentado por el éxito obtenido, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y empezó a trabajar. Así continuó haciendo varias noches. Su padre no se daba cuenta de tal cosa. Solamente una vez, cuando estaban cenando, hizo la siguiente observación: —No sé, pero de algún tiempo a esta parte venimos gastando más petróleo de lo acostumbrado. Debe ser de peor calidad. Julio tuvo un sobresalto, mas la cosa no pasó de allí. pequeño sacrificio. Mas una noche, en la cena, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre le miró y, pareciéndole más demacrado y pálido que de costumbre, le dijo: —Tú estás malo, Julio —luego, dirigiéndose al padre, añadió—: Nuestro hijo está enfermo. ¿No adviertes su palidez? ¿Qué te pasa, Julito mío? El padre le miró de reojo y dijo: —La mala conciencia hace que tenga también mala salud. No estaba así cuando era un chico muy estudioso y un hijo cariñoso. —¡Pero está malo! —replicó la madre. —¡No me importa! —replicó el padre. Aquella palabra fue como una puñalada en el corazón del infeliz muchacho. ¡Ah! ¡No le importaba ya su salud a su padre, que antes temblaba con sólo oírle toser! Así, pues, no lo quería; había muerto en el corazón de su padre… «¡No, no!, padre mío —dijo entre sí el muchacho oprimido por la angustia —; esto se ha acabado de verdad; yo no puedo vivir sin tu cariño; lo quiero íntegro para mí; te lo diré todo, no te engañaré más, suceda lo que suceda, padre mío, para que vuelvas a quererme. ¡Esta vez estoy del todo decidido!» No obstante, todavía se levantó aquella noche, más por costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso ir a visitar, a volver a ver unos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, la pequeña habitación donde tanto había trabajado secretamente, lleno de satisfacción y de ternura. Y cuando volvió a encontrarse en la mesa, habiendo encendido el quinqué, viendo las fajas en blanco que ya no llenaría escribiendo unos nombres de ciudades y de personas que ya se sabía de memoria, le invadió una gran tristeza, y tomó con decisión la pluma para reanudar su acostumbrado trabajo. Mas, al extender la mano, tropezó con un libro que se cayó al suelo. Le dio un vuelco el corazón. ¡Si su padre se despertaba!… Claro está que no le sorprendería cometiendo ninguna mala acción, y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo… el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a hora tan intempestiva, el que su madre se despertara y se asustara, el pensamiento de que tal vez experimentara su padre una humillación ante él al quedar todo descubierto… casi le aterraba. Aguzó el oído, contuvo la respiración… no oyó nada…; escuchó por la cerradura de la puerta que tenía a sus espaldas: nada. Todos dormían. Su padre no había oído. Se tranquilizó y empezó a escribir de nuevo. Las fajillas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal por la desierta calle; luego, el ruido de un coche, que cesó al cabo de un rato; después, pasado cierto tiempo, el estrépito de una hilera de carros que rodaban lentamente por el empedrado; por último, un silencio profundo interrumpido de vez en cuando por el lejano ladrido de algún perro. Y continuó escribiendo. Mientras tanto, su padre se hallaba detrás de él: se había levantado al oír caer el libro, y estuvo esperando buen rato; el ruido de los carros había hecho pasar inadvertido el roce de sus pies y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; allí estaba con su blanca cabeza sobre la negra de Julio; había visto correr la pluma sobre las fajas, adivinando, recordando, comprendiéndolo todo, y un desesperado arrepentimiento, una inmensa ternura, habían invadido su alma, y le tenían clavado detrás de su heroico hijo. Julio dio, de pronto, un grito muy agudo: dos brazos convulsos le habían estrechado la cabeza. —¡Oh, padre, perdóname! —gritó al reconocer a su padre con lágrimas en los ojos. —¡Tú eres el que debes perdonarme! —respondió el padre, sollozando y cubriéndole de besos la frente—. Lo he comprendido todo, lo sé todo, ¡por eso te pido perdón, santo hijo mío! ¡Ven, ven conmigo! —y le empujó, o más bien le llevó a la cama de su madre, que estaba despierta; se lo echó a sus brazos y le dijo: —¡Besa a este ángel de hijo, que desde hace tres meses no duerme y trabaja por mí, y al que he entristecido cuando nos ganaba el pan! La madre lo abrazó fuertemente contra su pecho, sin poder articular palabra; después le dijo: —¡Vete a dormir y a descansar, hijo mío! ¡Llévalo a la cama! El padre lo tomó en brazos, lo llevó a su habitación, lo acostó, acariciándole, y le arregló las almohadas y la ropa. —Gracias, padre —repetía el hijo—, gracias; pero acuéstate; ya estoy contento; vete a la cama, papá. Mas su padre quería verle dormido; se sentó junto a él, le tomó la mano y le dijo: —¡Duerme, duerme, hijo mío! Julio, rendido, se durmió y se despertó mucho después, gozando por primera vez, al cabo de unos meses, de un sueño tranquilo, soñando cosas alegres. Cuando abrió los ojos, hacía un buen rato que brillaba el sol. Primeramente notó y luego vio la blanca cabeza de su padre, que había pasado la noche apoyándola en el borde de la cama cerca de su pecho, y que todavía dormía con la frente inclinada junto a su corazón. * La voluntad Miércoles, 28 Mi compañero Stardi sería capaz de imitar al pequeño florentino. Esta mañana ocurrieron en la escuela dos sucesos memorables: Garoffi estaba loco de contento porque le habían devuelto su álbum con la propina de tres sellos de la república de Guatemala, que él buscaba desde hacía tres meses. Stardi, por su parte, ha obtenido la segunda medalla. ¡Casi nada! ¡Stardi el primero de la clase después de Derossi! Todos quedamos sorprendidos. Quién lo habría dicho en octubre cuando le llevó su padre metido en el capote verde, diciendo al maestro en presencia de todos nosotros: «¡Tenga mucha paciencia con él, pues es bastante duro de mollera!» Al principio se le creía un perfecto adoquín. Pero él se dijo: «O reviento o triunfo»; y empezó a estudiar con ahínco de día y de noche, en casa, en la escuela, en el paseo, apretando los dientes y con los puños cerrados, tan paciente como un buey, terco como un mulo, y así, a fuerza de machacar, sin hacer caso de las burlas, y dando puntapiés o codazos a los que le distraían, el testarudo ha adelantado a los demás. No comprendía lo más mínimo de Aritmética; llenaba de disparates las redacciones, no lograba aprender de memoria un período y ahora resuelve los problemas, escribe correctamente y canta las lecciones como un papagayo. Claramente se ve que posee una voluntad de hierro si uno se fija en su facha: cabeza cuadrada y sin cuello, las manos cortas y gorditas, y una voz áspera. Estudia incluso en los pedazos de periódico y en los anuncios de los teatros; en cuanto reúne unas monedas se compra un libro, habiéndose ya formado, de ese modo, una pequeña biblioteca, y en un momento de buen humor me dijo que me llevaría a su casa para que la viera. No habla con nadie, ni enreda; siempre se le ve en el banco con los puños en las sienes, tan firme como una roca, oyendo la explicación del maestro. ¡Cuánto se ha debido esforzar el pobre Stardi! Aunque el maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor, al entregarle la medalla, le dijo: —Te felicito, Stardi, el que la sigue la consigue. Pero él no parecía estar enorgullecido; ni siquiera ha sonreído, y en cuanto ha regresado al banco, con su medalla, ha vuelto a apoyar las sienes en los puños, a estar más inmóvil y con mayor atención que antes. El suplente agarraba por el brazo ya a uno, ya a otro, los sacudía y hasta puso a uno de cara a la pared. Todo resultaba inútil. No sabiendo ya qué hacer, ni a qué santo invocar, decía: —¿Pero por qué hacéis esto? ¿Queréis obligarme a castigaros? —después daba fuertes puñetazos en la mesa y gritaba con voz de rabia y de impotencia: —¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! Daba realmente pena oírle; pero el griterío seguía aumentando. Franti le tiró una flecha de papel; unos imitaban el maullar de los gatos; otros se daban pescozones; era un desbarajuste imposible de describir. De pronto entró el bedel y dijo: —Señor maestro, le llama el Director. El maestro se levantó y salió de prisa desesperado. El alboroto se hizo entonces más fuerte. Mas he aquí que sube Garrone al estrado, descompuesto y apretando los puños, gritando, ahogado por la indignación: —¡Acabad de una vez! Sois unos perfectos botarates. Abusáis porque es bueno. Si os moliese los huesos, estaríais más sumisos que los perros. Sois una cuadrilla de truhanes. Al primero que haga ahora lo más mínimo, le espero fuera y le rompo los dientes, ¡aunque sea en presencia de su padre! Acto seguido, reinó el silencio más profundo. ¡Qué gusto daba ver a Garrone echando chispas por los ojos! Parecía un leoncillo furioso. Miró uno a uno a los más díscolos y todos ellos bajaban la cabeza. Cuando el suplente volvió a la clase con los ojos enrojecidos, se podía oír el vuelo de una mosca. Se quedó asombrado. Pero después, al ver a Garrone muy rojo y agitado, lo comprendió todo, y le dijo con expresión de gran afecto, como se lo habría dicho a un hermano: —¡Muchas gracias, Garrone! * Los libros de Stardi Viernes, 6 He ido a casa de Stardi, que vive enfrente de la escuela, y he sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca. No es en manera alguna rico, no puede comprar muchos libros, pero conserva con gran cuidado los de la escuela y los que le regalan sus padres; y, además, cuantas monedas le dan las pone aparte y las gasta en la librería; de este modo ha reunido ya una pequeña biblioteca, y cuando su padre ha advertido esta afición, le ha comprado un bonito estante de nogal con cortinas verdes, y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los colores que a él más le gustan. Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina verde se descorre y se ven tres filas de libros de todos los colores, muy bien adornados, limpios, con los títulos en letras doradas en el lomo: libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados con láminas. Él sabe combinar perfectamente los colores; pone los volúmenes blancos junto a los encarnados, los amarillos al lado de los negros, y junto a los blancos los azules, de modo que se vean de lejos y presenten buen aspecto; luego se divierte variando las combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un bibliotecario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay que ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regordetas, soplando las hojas: parece que todos están nuevos todavía. ¡Yo en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada libro nuevo que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo después como un tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora. Tiene los ojos malos de tanto leer. Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel vozarrón: —¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, llegará a ser algo: yo te lo aseguro. Y Stardi entornaba los ojos al recibir aquellas rudas caricias, como un perro de caza. Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no me parece cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuando me dijo: «Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara redonda, siempre bronceada, poco me faltó para responderle: —A su disposición. Se lo dije después a mi padre en casa. —No lo comprendo: Stardi no tiene talento, carece de buenas maneras, su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto. —Porque tiene carácter —respondió mi padre. Y añadí yo: —En una hora que he estado con él no ha pronunciado cincuenta palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído una vez, y sin embargo, he estado tan contento. —Porque lo estimas —añadió mi padre. * El hijo del herrero Lunes, 9 Sí, pero también aprecio a Precossi, y me parece poco decir que le aprecio. Es el hijo del herrero, el chico pálido, de mirada bondadosa y triste, tan tímido, que pide perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho y, sin embargo, tan estudioso. No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le pega sin motivo, le tira de un revés los libros y cuadernos, y el pobrecito va a la escuela con el semblante lívido, algunas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto llorar. Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha pegado. —Tu padre te ha dado una tunda —le dicen los compañeros. —No es verdad, no es verdad —responde para no dejar en mal lugar a su padre. —Esta hoja no la has quemado tú —le dice el maestro, mostrándole el cuaderno medio quemado. —Sí, señor —responde con voz temblorosa—. He sido yo. Se me ha caído sin querer a la lumbre. Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando borracho, ha dado un puntapié a la mesa y a la luz cuando el chico estaba haciendo los deberes de la escuela. Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra escalera; la portera se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar el otro día desde la azotea, cuando le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque le había pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre bebe y apenas trabaja, por lo que la familia pasa hambre. ¡Cuántas veces va el pobre Precossi a clase en ayunas, y se come a escondidas un mendrugo de pan que le da Garrone, o una manzana que le entrega la maestrita de la pluma encarnada, que lo conoce bien por haberle tenido de alumno en primero inferior! Pero él jamás dice: «Tengo hambre; mi padre no me da de comer». Su padre acude alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad delante de la escuela, pálido, tambaleándose, con cara torva, el pelo en los ojos y la gorra al revés. El pobre chico tiembla cuando le ve en la calle, pero, sin embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hombre hace como si no lo viera y pensase en otra cosa. ¡Pobre Precossi! Recose sus cuadernos desbarajustados o rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta con alfileres los dignificado con su valor, con su lealtad, con su sangre fría en los peligros, con la prudencia en los triunfos y la constancia en la adversidad. Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras haber recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, en medio del silencio de una inmensa multitud afligida, procedente de todas partes de Italia, precedido por un numeroso grupo de generales, de ministros y de príncipes, seguido por un cortejo de inválidos y mutilados de guerra, de un bosque de banderas, de los representantes de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado del poderío y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante el augusto templo en el que le esperaba la tumba. En ese preciso momento doce coraceros sacaban el féretro del carro, y por medio de ellos daba Italia el último adiós de despedida a su rey muerto, al viejo monarca que tan enamorado de ella había estado, el último saludo a su caudillo y padre, a los veintinueve años más afortunados y fructíferos de su historia. Fueron unos momentos grandiosos y solemnes. La mirada, el alma de todos temblaba de emoción entre el féretro y las enlutadas banderas de los ochenta regimientos portadas por otros tantos oficiales, formados a su paso; porque estaba representada toda Italia en aquellas ochenta enseñas, que recordaban los millares de muertos, los torrentes de sangre, nuestras glorias más sagradas, nuestros mayores sacrificios, nuestros más tremendos dolores. Pasó el féretro llevado por coraceros, y ante él se inclinaron a un mismo tiempo todas las banderas de los regimientos, en señal de saludo, tanto las nuevas como las viejas rotas en Goito, Pastrengo, Santa Lucía, Novara, Crimea, Palestro, San Martino y Casteifidardo; cayeron ochenta velos negros; cien medallas chocaron contra el armón, y aquel estrépito sonoro y confuso que hizo estremecerse a todos fue como el eco de cien voces humanas que decían a un tiempo: «¡Adiós, buen rey, valiente caudillo, magnífico soberano! Vivirás en el corazón de tu pueblo mientras alumbre el sol de Italia». Después se volvieron a erguir las banderas, con el asta hacia el cielo, y el rey Víctor Manuel entró en la gloria inmortal de la tumba. * Franti es expulsado del colegio Sábado, 21 Solamente uno era capaz de reírse mientras Derossi declamaba el discurso por los funerales del rey, y fue, precisamente, Franti. Lo detesto. Es malo, Cuando un padre viene a la escuela a reñir a su hijo delante de todos, él disfruta; si alguien llora, él se ríe. Tiembla ante Garrone, molesta y pega al albañilito porque es pequeño; atormenta a Crossi porque tiene imposibilitado un brazo; se burla de Precossi, a quien todos respetamos, y hasta se ríe de Robetti, el de segundo, que anda con muletas por haber salvado a un niño. Provoca a los que son más débiles que él y, cuando pega, se enfurece y procura hacer el mayor daño posible. Hay algo que inspira repugnancia en su frente baja, en sus torvos ojos, que quedan ocultos por la visera de su gorra de hule. No respeta a nadie. Se ríe del maestro, hurta cuanto puede, niega desvergonzadamente, siempre ha de estar peleándose con alguien, lleva alfileres para pinchar a los que están cerca de él, se arranca los botones de la chaqueta, se los arranca a otros y luego se los juega; no se esmera en nada; su cartera, sus libros, sus cuadernos, son una verdadera pena y da grima verlos, por lo deslucidos, destrozados y sucios que los tiene; su regla está mellada y la pluma las más de las veces inservible; se come las uñas; lleva la ropa llena de manchas y de rotos que se hace en las peleas. Dicen que su madre está enferma de los disgustos que le proporciona, y que su padre lo ha echado ya tres veces de su casa; su madre acude a la escuela de vez en cuando a pedir informes y se va llorando. El odia la escuela, a los compañeros y al maestro. Nuestro maestro finge alguna vez que no ve sus fechorías; pero no por eso se enmienda, sino que, por el contrario, es cada vez peor. Ha intentado corregirle por las buenas, pero él se ríe de lo que le dice o insinúa. Si le dice, regañándole, palabras tremendas, se cubre la cara con las manos como si llorara, pero se está riendo por lo bajo. Estuvo expulsado tres días de la escuela, y volvió más granuja y más insolente que antes. Un día le dijo Derossi: —Pero hombre, ¿por qué no te enmiendas? ¿No ves que haces sufrir demasiado al señor maestro? Por toda contestación le amenazó con meterle un clavo en la barriga. Pero esta mañana hizo que le echaran como a un perro. Mientras el maestro daba a Garrone el borrador del Tamborcillo sardo, el cuento mensual correspondiente a enero, para que lo pusiese en limpio, Franti tiró al suelo un petardo que estalló, haciendo retemblar las paredes. Toda la clase experimentó una sacudida. El maestro se puso en pie y gritó: —¡Fuera de la escuela, Franti! El respondió: —¡No he sido yo! —pero se reía. El maestro repitió: —¡He dicho que te vayas! —¡Yo no me muevo! —replicó. El maestro perdió los estribos, se fue hacia él, lo cogió de un brazo y lo arrancó del banco. Franti se revolvía, rechinaba los dientes, y tuvo que arrastrarlo a viva fuerza. El maestro lo llevó casi en vilo a la dirección, y luego volvió solo a la clase, y, sentado a su mesa, cogiéndose la cabeza con las manos, todo agitado, con una expresión de cansancio y de pena, que daba compasión, meneando tristemente la cabeza, exclamó: —¡Después de treinta años de profesión todavía no me había ocurrido cosa semejante! Todos conteníamos la respiración. Le temblaban las manos, y la arruga recta que tiene en la frente se le profundizó de tal manera, que parecía una gran herida. Daba pena verlo. Derossi se levantó y dijo: —¡No sufra usted, señor maestro! Nosotros le queremos mucho. Entonces se tranquilizó y algo después dijo: —Prosigamos la lección, muchachos. * El tamborcillo sardo CUENTO MENSUAL El 24 de julio de 1848, primer día de la batalla de Custoza, unos sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, enviados a una colinita para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente acometidos por dos compañías de soldados austríacos que, disparándoles desde diversos sitios, apenas les dieron tiempo para refugiarse en la casa y cerrar precipitadamente las puertas, reforzándolas, después de haber dejado en el campo algunos muertos y heridos. Una vez trancadas las puertas, los nuestros acudieron presurosamente a las ventanas de la planta baja y del piso de arriba, y empezaron a hacer fuego cerrado sobre los asaltantes, quienes, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, contestaban vigorosamente con sus disparos. A los sesenta soldados italianos los mandaban dos oficiales subalternos y un capitán viejo, alto, delgado y severo, con el pelo y el bigote blancos. Estaba con ellos un tamborcillo sardo, chico de poco más de catorce años, que aparentaba tener escasamente doce, de cara morena trigueña, con ojos negros y hundidos, que parecían desprender chispas. Desde una habitación del primer piso dirigía la defensa el capitán, cursando órdenes como pistoletazos, sin que en su cara de hierro se notase signo alguno de emoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus agudos quejidos de los heridos, el ruido de los muebles y de los desconchados de pared que se iban desprendiendo. —¡Ánimo, valor! —gritaba siguiendo con la mirada al tamborcillo, que ya apenas divisaba—. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se para! ¡Maldición! ¡Ah, vuelve a correr!… Un oficial se acerca para decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego, ondean un pañuelo blanco incitando a la rendición. —¡Que no se responda! —grita el capitán sin apartar la vista del muchacho, que ya había llegado al llano, pero que no corría y parecía moverse a duras penas. —¡Anda!… ¡Corre! —decía el capitán apretando los puños y los dientes —. ¡Desángrate, muere si es preciso, pero entrega el papel! Después lanzó una horrible imprecación. —¡El infame holgazán se ha sentado! El chico, en efecto, cuya cabeza había visto sobresalir hasta entonces por encima de un campo de trigo, había desaparecido, como si se hubiese caído. Mas, pasados unos instantes, su cabeza volvió a emerger. Finalmente se perdió por detrás de los setos y ya no le vio más. Entonces bajó impetuosamente; las balas entraban a granizadas; las habitaciones estaban llenas de heridos, algunos de los cuales se retorcían como embriagados, agarrándose a los muebles; las paredes y el pavimento estaban teñidos de sangre; había cadáveres en los umbrales de las puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una bala, y todo estaba envuelto por el humo y el polvo. —¡Ánimo! —gritó el capitán—. ¡Permaneced en vuestros puestos! ¡Van a llegar refuerzos! ¡Un poco de valor todavía! Los austríacos se habían aproximado más, y a través del humo se veían sus caras descompuestas. En medio de los tiros se les oía gritar salvajemente, insultando a los nuestros e intimándoles a que se rindiesen, so pena de degollarlos. Algún que otro soldado, inducido por el miedo, se retiraba de las ventanas y los sargentos le empujaban hacia adelante. De todas formas iba disminuyendo la resistencia de los sitiados y el desaliento se manifestaba en todos los rostros, no pareciendo posible que pudiese continuar la defensa. En cierto momento, el ataque de los austríacos fue remitiendo, y una voz de trueno gritó, primeramente en alemán y luego en italiano: —¡Rendíos! —¡No! —respondió el capitán desde una ventana. Y el tiroteo se reanudó con mayor rabia por ambas partes. Cayeron otros soldados, y ya había más de una ventana sin defensores. El momento fatal parecía inminente. El capitán gruñía entre dientes con voz que se le ahogaba en su garganta: «¡No vienen! ¡No vienen!». Corría furioso de un lado para otro, doblando el sable con mano convulsa, resuelto a morir, hasta que un sargento, bajando apresuradamente del desván, gritó con voz estentórea: —¡Ya llegan, ya llegan! Ante semejante anuncio, los sanos y los heridos, los sargentos y los oficiales, acudieron presurosos a las ventanas, y se prosiguió la resistencia con renovado esfuerzo. En poco tiempo se advirtió una especie de vacilación y un principio de desorden entre los enemigos. De pronto, a toda prisa, reunió el capitán un grupo de soldados en el piso bajo para realizar una salida con bayoneta calada; luego subió a la planta superior. Apenas llegó, los defensores empezaron a dar saltos de alegría y a lanzar hurras por haber visto desde las ventanas entre el humo de la pólvora los sombreros de dos picos de los «carabineros» italianos, un escuadrón arrastrándose por tierra y un brillante centelleo de espadas arremolinadas por encima de las cabezas, sobre los hombros y las espaldas. Entonces el pequeño grupo ordenado por el capitán salió de la casa con la bayoneta calada, los enemigos se desconcertaron, dieron media vuelta y se batieron en retirada. El terreno quedó despejado, la casa, libre, y poco después ocupaban la altura dos batallones de infantería italianos que disponían de dos cañones. El capitán, con los soldados que le quedaban, se incorporó al regimiento, continuó luchando, y fue ligeramente herido en la mano izquierda por una bala que rebotó en el último ataque a la bayoneta. La jornada acabó con la victoria de los nuestros. Pero al día siguiente, habiéndose reanudado la lucha, los italianos fueron derrotados, a pesar de su indudable valor, por la abrumadora mayoría de los austríacos; y en la mañana del veintiséis tuvieron que emprender la retirada hacia el Mincio. El capitán, aunque herido, fue a pie juntamente con sus soldados, cansados y silenciosos, y llegando al ponerse el sol a Goito, a orillas del Mincio, buscó enseguida a su teniente, que había sido recogido por una ambulancia con el brazo roto y debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una iglesia, donde se había improvisado un hospital de campaña. Entró y vio que el sagrado recinto se hallaba lleno de heridos colocados en dos hileras de camas y de colchones extendidos en el suelo; dos médicos y varios practicantes iban de un lado para otro afanosamente oyéndose gemidos y quejidos ahogados. Al entrar el capitán, se detuvo y dirigió la mirada en torno suyo en busca de su oficial. En aquel momento oyó que le decían con una voz apagada: —¡Mi capitán! Se volvió. Era el tamborcillo. Estaba tendido sobre un catre, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina de ventana, de cuadros rojos y blancos con los brazos fuera: pálido, demacrado, pero con sus ojos siempre brillantes, como dos preciosas gemas. —¿Aquí estás tú? —le preguntó el capitán, extrañado, pero con brusquedad—. ¡Bravo, muchacho! Has cumplido con tu deber. —He hecho lo que he podido —le respondió el tamborcillo. —¿Estás herido? —dijo el capitán, tratando de ver a su teniente en las camas próximas. —¡Qué vamos a hacer! —dijo el muchacho, a quien daba alientos para hablar la honra de estar herido por primera vez, y sin lo cual no se hubiera atrevido a abrir la boca delante de aquel capitán—; a pesar de que procuré ocultarme, no pude evitar que me viesen enseguida. Si no me alcanzan, habría llegado veinte minutos antes. Afortunadamente, encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a quien entregué el papel. Pero me costó gran trabajo llegar después de la caricia recibida. Me moría de sed; temía no poder llegar donde estaban los nuestros, y lloraba de rabia pensando que cada minuto de retraso se iba al otro mundo uno de los de arriba. En fin, he hecho lo que he podido. Estoy contento. Pero mire usted, y dispense, mi capitán, está perdiendo sangre. Efectivamente, de la palma de la mano, mal vendada, del capitán salían algunas gotas, que se escurrían por los dedos. —¿Quiere que le apriete la venda, mi capitán? Acérquese un poco más. El capitán le dio la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudarle a soltar el nudo y volverlo a hacer; pero el chico se puso más pálido en cuanto se alzó de la almohada y tuvo que volver a apoyar la cabeza sobre ella. —¡Basta, basta! —dijo el capitán mirándolo y retirando la mano vendada que el soldadito quería sujetar—. Cuida de lo tuyo en vez de pensar en los demás, porque las cosas ligeras, si se descuidan, pueden traer malas consecuencias. El tamborcillo movió la cabeza. —Pero tú —repuso el capitán, mirándolo más atentamente—, has debido perder mucha sangre para estar tan débil. Votini, que creía seguro el primer premio! Yo quería mucho a Votini, aunque es algo vanidoso y presumido; pero me disgusta ahora que estoy con él en el banco ver cómo envidia a Derossi. Y estudia para competir con él; pero no puede en manera alguna, porque el otro le da cien vueltas en todas las asignaturas, y a Votini se le ponen los dientes largos. También siente envidia de Carlos Nobis; pero éste tiene tanto orgullo, que la misma soberbia no le deja descubrir. Votini, por el contrario, se traiciona, se queja de las notas en su casa y dice que el maestro comete injusticias; y cuando Derossi responde a las preguntas tan pronto y tan bien como siempre, él pone la cara hosca, baja la cabeza, finge no oír y se esfuerza por reír, pero con la risa del conejo. Y como todos lo saben, en cuanto el maestro alaba a Derossi todos se vuelven a mirar a Votini que traga veneno, y el albañilito le hace la mueca de hocico de liebre. Esta mañana, por ejemplo, lo ha demostrado. El maestro entró en la escuela y anunció el resultado de los exámenes: —Derossi: diez y la primera medalla. —Votini estornudó. El maestro le miró, porque la cosa estaba bien clara. —Votini —le dijo—, no dejes que se apodere de ti la serpiente de la envidia: es una serpiente que roe el cerebro y corrompe el corazón. Todos le miraron, menos Derossi. Votini quiso responder y no pudo; quedó como petrificado y con el semblante pálido. Después, mientras el maestro daba la lección, se puso a escribir, en gruesos caracteres, en una hoja: «Yo no tengo envidia de los que ganan la primera medalla por enchufe y con injusticia». Este papel quería mandárselo a Derossi. Pero entretanto observé que los que estaban junto a Derossi tramaban algo entre sí y se hablaban al oído, y uno hacía con el cortaplumas una medalla de papel, sobre la cual habían dibujado una serpiente negra. Votini no advirtió nada. El maestro salió por breves momentos. Enseguida, los que estaban junto a Derossi se levantaron para salir del banco y presentar solemnemente la medalla de papel a Votini. Toda la clase se preparaba para presenciar una escena desagradable. Votini estaba temblando. Derossi gritó: —¡Dádmela! —Sí, es mejor —respondieron los demás—; tú eres el que debe llevársela. Derossi recogió la medalla y la hizo mil pedazos. En aquel momento volvió el maestro y se reanudó la clase. Yo no quitaba ojo a Votini, que estaba rojo de vergüenza. Tomó el papel despacito, como si lo hiciese distraídamente, lo hizo mil dobleces a escondidas, se lo puso en la boca, lo mascó un poco y después lo echó debajo del banco. Al salir de la escuela y pasar por delante de Derossi, Votini, que estaba un poco confuso, dejó caer el arrugado papel. Derossi, siempre noble, lo recogió y se lo puso en la cartera, ayudándole a abrocharse el cinturón. Votini no se atrevió a levantar la cabeza. * La madre de Franti Sábado, 28 Votini es incorregible. Ayer, en la clase de religión, en presencia del Director, el maestro preguntó a Derossi si se sabía de memoria las dos estrofas del libro de lectura que empiezan con las palabras: «Doquiera la mente mía, sus alas rápidas lleva…» Derossi dijo que no las sabía y Votini se apresuró a decir que él sí las sabía. Lo dijo sonriendo, para mortificar a Derossi, pero el mortificado fue él, pues no pudo recitar la poesía, por entrar en el aula, mientras tanto, la madre de Franti, angustiada, despeinados sus grises cabellos, toda llena de nieve, llevando como a la fuerza a su hijo, que ocho días antes había sido expulsado de la escuela. ¡Qué escena más triste tuvimos que presenciar! La pobre señora se hincó casi de rodillas delante del Director, con las manos cruzadas y diciéndole en tono suplicante: —¡Tenga la bondad, señor Director, de admitir de nuevo a mi hijo en la escuela! Hace tres días que está en casa, pero lo he tenido escondido. ¡No permita Dios que su padre lo descubra, porque es capaz de matarlo! ¡Tenga compasión de esta madre infeliz, que no sabe qué hacer! ¡Se lo pido con toda el alma! El Director procuró llevarla fuera, pero ella se resistía sin dejar de suplicarle y de llorar. —¡Si usted supiese lo que este hijo me hace sufrir, tendría compasión de mí! ¡Por favor, admítalo! Yo creo que llegará a enmendarse. No espero vivir mucho tiempo, pues llevo la muerte dentro de mí. Pero antes de expirar desearía verle cambiar, porque… El llanto ahogó sus palabras y no pudo terminar la frase; luego añadió: —Es mi hijo, lo quiero y moriría de pena; admítalo de nuevo, señor Director, para que no sobrevenga una desgracia en la familia. ¡Hágalo por caridad hacia una pobre madre! —y se cubrió el rostro con ambas manos, sin parar de sollozar. Franti permanecía impasible, con la cabeza baja. El Director le miró, estuvo un rato pensativo y, al fin, le dijo: —Vete a tu sitio. La madre se quitó entonces las manos de la cara, muy consolada, y empezó a darle las gracias, sin dejar de hablar al Director, y se marchó hacia la puerta, enjugándose los ojos y diciendo atropelladamente: —Hijo mío, sé bueno. Tengan paciencia con él. Muchas gracias, señor Director; ha hecho usted una gran obra de caridad. Adiós, hijo. Pórtate bien. Buenos días, niños. Gracias, señor maestro; hasta la vista. Perdonen tanta molestia. ¡Soy una madre…! Y dirigiendo desde el umbral una mirada más de súplica a su hijo, se fue, recogiendo el chal que le iba arrastrando, pálida, encorvada, temblorosa, y aún la oímos toser cuando bajaba por la escalera. El señor Director miró fijamente a Franti en medio del silencio de la clase, y le dijo con voz que hacía temblar: —¡Franti, estás matando a tu madre! Todos miramos a Franti, y el sinvergüenza se sonrió. * Esperanza Domingo, 29 Mucho me ha complacido, Enrique, el gesto que has tenido cuando, al volver de la clase de religión, te has echado en mis brazos. ¡Qué cosas tan hermosas y tan consoladoras te ha dicho el maestro! Dios, que nos ha puesto al uno en los brazos del otro, no nos separará nunca; cuando muramos tu padre y yo, no nos diremos las tremendas y desalentadoras palabras: «Madre, padre, Enrique, ¡no te veré ya más!» Nos volveremos a encontrar en otra vida, y el que hubiere sufrido mucho en ésta, quedará ampliamente recompensado; quien ame intensamente en la tierra estará con las almas de los seres queridos en un mundo sin culpas, ni aflicciones, ni muerte. Pero debemos hacernos todos dignos de esa otra vida. Mira, hijo mío: cada buena acción tuya, cada palabra de cariño para quien bien te quiere, cada acto de cortesía hacia tus compañeros, cada pensamiento noble tuyo, es como un paso adelante hacia aquel mundo. Y también te elevan hacia él todas las desgracias y las penas, porque las penas son la expiación de una culpa y toda lágrima borra una mancha. Proponte cada día ser mejor y más amable que el día anterior. Di todas las mañanas: «Hoy quiero hacer algo que pueda alabarme la conciencia y contente a mi padre, algo que aumente el aprecio de tal o cual compañero, el afecto del maestro, de mi hermano o de otros». Pide a Dios que te dé fuerzas para poner en práctica tus buenos propósitos. Dile: «Señor, quiero ser bueno, tener nobles sentimientos, ser animoso, afable y sincero. ¡Ayudadme! Haced que cada noche, al darme mi madre el último beso, pueda decirle: ¡Esta noche besas a un chico mejor, más digno que el que besaste ayer!» Ten siempre en tu pensamiento al Enrique sobrehumano y feliz asombro, apretando contra su pecho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar. * Buenas intenciones Domingo, 5 La medalla dada a Precossi ha despertado en mí cierto remordimiento. ¡Yo todavía no he ganado ninguna! De un tiempo a esta parte no estudio lo suficiente y estoy descontento de mí, de igual modo que también lo están el maestro, mi padre y mi madre. Ni siquiera me divierto con la misma satisfacción que antes, cuando trabajaba de buena gana. Recuerdo que de la mesa corría a mis juegos lleno de alegría, como si no hubiera jugado en un mes entero. Ahora no me siento con los míos a la mesa con el mismo gusto de tiempos atrás. Parece que me persigue una sombra y que una voz interior me dice: «Esto no marcha, no va de ninguna manera». Cuando a primeras horas de la noche veo pasar por la plaza a tantos jóvenes y mayores, que regresan del trabajo, visiblemente cansados, pero alegres y satisfechos, que apresuran el paso para llegar pronto a su casa, lavarse y ponerse a comer, hablando fuerte, riendo y golpeándose las espaldas con las manos ennegrecidas por el carbón o blanqueadas por el yeso y la cal, y pienso que han estado trabajando de sol a sol en los tejados, delante de los hornos, entre máquinas o dentro del agua, o bajo la tierra, sin comer, quizá, más que un pedazo de pan, me siento avergonzado, ya que en todo ese tiempo no me ha faltado nada y me he limitado a emborronar de mala gana cuatro paginuchas. Sí. Estoy descontento, me encuentro insatisfecho. Yo veo que mi padre está de mal humor y quisiera decírmelo, pero aguanta con pena y espera todavía. Querido padre, ¡tú que tanto trabajas! Tuyo es cuanto veo y toco en casa. Todo lo que me abriga y alimenta, lo que me instruye y me divierte, fruto es de tu trabajo, y yo, en cambio, no me esfuerzo; todo te ha costado preocupaciones, privaciones, sinsabores, fatigas, y yo no te correspondo cumpliendo debidamente mi obligación. Ah, esto es demasiado injusto y me roba la paz. Desde hoy quiero empezar una nueva vida, estudiar, como Stardi, con los puños y los dientes apretados, trabajar en los quehaceres de la escuela con toda la fuerza de mi voluntad y de mi corazón; quiero vencer el sueño por la noche, tirarme temprano de la cama, avivar mi inteligencia sin cesar, dominar plenamente mi pereza, fatigarme y hasta sufrir, para no arrastrar ya más esta vida de debilidad y de desgana, que me envilece y llena de tristeza a mis padres. ¡Ánimo y a trabajar! ¡A trabajar con toda el alma y las fuerzas de que soy capaz! El trabajo me dará tranquilo reposo, juegos alegres y comidas satisfactorias; me traerá de nuevo la complaciente sonrisa de mi maestro y el cariño de mis padres. * El tren de juguete Viernes, 10 Ayer vinieron a casa Precossi y Garrone. Yo creo que no se les habría recibido con mayor alborozo y atenciones si hubiesen sido hijos de príncipes. Garrone era la primera vez que venía, porque es bastante huraño y se avergüenza un tanto de ser compañero nuestro de clase siendo tan grandón. Todos los de casa acudimos a abrirles la puerta en cuanto llamaron. Crossi no vino, porque al fin ha llegado su padre de América, después de seis años de ausencia. Mi madre besó inmediatamente a Precossi, y mi padre le presentó a Garrone, diciéndole: —Aquí tienes a este compañero de tu hijo, que no es solamente un buen muchacho, sino todo un gentilhombre. Garrone bajó su rapada cabeza, sonriéndose a escondidas conmigo. Precossi llevaba su medalla, y estaba contento porque su padre ha reanudado el trabajo y hace cinco días que no prueba la bebida, quiere que esté con él en la herrería, y parece otro. Yo saqué todos mis juguetes y empezamos a entretenernos. Precossi quedó encantado ante el trenecito que anda cuando se le da cuerda; nunca lo había visto, y devoraba con la vista la maquinita y los vagoncitos rojos y amarillos. Le entregué la llave para que se divirtiera a sus anchas; se arrodilló y ya no volvió a levantar la cabeza. Nunca le había visto tan contento. A cada instante nos decía: —Perdonad, perdonad. Y nos apartaba las manos si intentábamos detener la máquina; luego cogía y ponía los vagoncitos con mucho cuidado, como si fueran de frágil vidrio. Temía estropearlos hasta con el aliento, y los limpiaba mirándolos por arriba y por abajo, sin dejar de sonreír con satisfacción. Todos nosotros estábamos de pie, sin cesar de mirar con la mayor complacencia aquel cuello tan delgadito, las torturadas orejas que yo había visto sangrar cierto día, aquel chaquetón con las bocamangas vueltas, por donde salían los dos bracitos de enfermo que tantas veces se habían levantado para defender la cara de los golpes. ¡Oh! En aquel momento le habría regalado todos mis juguetes y todos mis libros, me habría quitado de la boca el último pedazo de pan para dárselo, me habría despojado de mi ropa para vestirlo y me habría arrodillado para besarle las manos. «Por lo menos he de entregarle el trenecillo», pensé entre mí; pero tendría que pedir la debida autorización a mi padre. Entonces noté que me ponían un papelito en una mano; lo había escrito mi padre con lápiz y en él decía: «A Precossi le gusta tu tren. Él no tiene juguetes. ¿No te dice nada el corazón?» Al instante cogí con ambas manos la máquina y los vagoncillos, y se lo puse todo en sus brazos, diciéndole: —Tómalo, es tuyo. Él se quedó mirándome sin comprender. —Es tuyo —le repetí—; te lo regalo. Precossi miró a mi padre y a mi madre, la mar de aturdido, y les preguntó: —Pero, ¿por qué? Mi padre le respondió: —Te lo regala Enrique porque es amigo tuyo, porque te aprecia… y para celebrar que te hayan concedido la medalla. El chico preguntó con timidez: —¿Podré llevármelo… a mi casa? —¡Pues claro! —le dijimos todos. Ya estaba en la puerta y aún no se atrevía a marcharse. ¡Se sentía muy feliz! Pedía disculpa y su boca temblaba y reía al mismo tiempo. Garrone le ayudó a envolver el trenecillo en el pañuelo, y al inclinarse, se notó el ruido que producían los trozos de pan al chocar entre sí en su bolsillo. —Un día —me dijo Precossi— tienes que ir a la herrería para ver cómo trabaja mi padre. Te daré unos clavos. Mi madre puso un ramillete en el ojal de la chaqueta de Garrone para que se lo entregase a su madre. —Gracias —le contestó, sin levantar la barbilla del pecho, pero brillándole en los ojos su alma noble y llena de bondad. * Soberbia Sábado, 11 hijos de soldados que tienen a sus padres en la guerra. El albañilito miraba y remiraba temblando cada vez más, y, al advertirlo mi padre, le dijo: —Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre, a quien encontrarás sano y tranquilo; anda. El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a cada paso que daba. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la pobre mujer destrozaba el corazón gritando: —¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto! —No, no está muerto —le decían todos. Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto una voz indignada que dice: —¡Te ríes! Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el cual seguía sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo, diciendo: —¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo! Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la calle un largo reguero de sangre. * El prisionero Viernes, 17 He aquí el suceso quizá más extraño de todo el año. En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alrededores de Moncalieri para ver una casa que quería tomar en renta durante el próximo verano, porque este año no vamos a Chieri. Tenía las llaves de la finca el maestro, que, aparte de su labor escolar, llevaba la administración de los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y luego nos acompañó a su despacho, donde nos obsequió con unas copas. Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera, de forma cónica, tallado de forma singular. Viendo que mi padre lo miraba, le dijo el maestro: —Ese tintero es algo preciado para mí. ¡Si usted supiese su historia…! — Y nos la refirió: —Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui a dar clase todo un invierno a los presos de la cárcel. Explicaba las lecciones en la capilla del establecimiento penitenciario, una estancia redonda, de paredes altas y desnudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por dos barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba al interior de una reducida celda. Explicaba las lecciones paseando por la fría y oscura capilla, estando los alumnos asomados por sus correspondientes agujeros, con sus cuadernos apoyados en los hierros, sin que se les viera más que los rostros entre sombras, unas caras escuálidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con ojos fijos de homicidas y ladrones. Entre todos, en el número 78, había uno que prestaba mayor atención, estudiaba mucho y me miraba con muestras de respeto y hasta de gratitud. Era un joven de barba negra, más desgraciado que malvado, un ebanista que, en un momento de arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que desde algún tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole mortalmente herido, por lo cual le habían condenado a varios años de reclusión. En tres meses aprendió a leer y escribir, y no cesaba de leer; cuanto más aprendía tanto más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de su delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para que me acercase a su ventanita, y me dijo con tristeza que al día siguiente lo sacarían de Turín para llevarlo a Venecia a terminar de cumplir su reclusión. Después de darme el adiós de despedida me suplicó con acento sumiso y conmovido que le dejase tocar mi mano. Yo se la alargué y él me la besó. Me dio las gracias y desapareció. Cuando retiré la mano comprobé que estaba cubierta de lágrimas. Desde entonces lo perdí de vista. Pasaron seis años. Lo que menos pensaba yo era en aquel desventurado, cuando ayer por la mañana veo que se presenta en mi casa un desconocido, con gran barba negra, un poco entrecana y pobremente vestido. —¿Es usted —me dijo— el maestro que daba clase en la cárcel de Turín? —El mismo. Pero, ¿quién es usted? —le pregunté. —Yo soy —me dijo— el preso del número 78. Usted me enseñó a leer y escribir hace ahora seis años. Si se acuerda, en la última lección me dio usted su mano; ahora, que he cumplido la condena, vengo a verle… y le ruego que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una baratija que he hecho en la cárcel. ¿Quiere recibirla como recuerdo mío, señor maestro? Me quedé sin saber qué decir. El creyó que no quería aceptar el regalo, y me miró como queriendo decirme: «¡Seis años de padecimientos no han bastado, pues, para purificar mis manos!» Fue tal y tan vivo el dolor de su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo que me traía. Y aquí lo tiene. Examinamos atentamente el tintero; parecía haber sido trabajado con la punta de un clavo, a fuerza de grandísima paciencia. Tenía tallada una pluma atravesando un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor: «A mi maestro. Recuerdo del número 78. ¡Seis años!» Y por debajo, en pequeños caracteres: «Estudio y esperanza»… El maestro no dijo nada más y nos marchamos. En todo el trayecto, desde Moncalieri a Turín, yo no podía quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la ventanita, el adiós de despedida, el tintero labrado en la cárcel, que tantas cosas revelaba. Por la noche soñé con él y esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante… ¡Cuán lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en la escuela! Entretanto apenas me había colocado en mi nuevo banco, junto a Derossi, después de copiar el problema de Matemáticas para el examen mensual, conté a mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refiriéndole cómo estaba hecho, con la pluma atravesando el cuaderno y la inscripción grabada a su alrededor: «¡Seis años!» Derossi se sobresaltó ante semejantes palabras y empezó a mirar tan pronto a mí como a Crossi, el hijo de la verdulera, que estaba en el banco de delante, dándonos la espalda, enteramente absorto en el problema. —¡Cállate! —me dijo en voz baja, cogiéndome un brazo—. Crossi me dijo anteayer que había visto por casualidad un tintero de madera en las manos de su padre, recién llegado de América; un tintero cónico, hecho a mano, con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que me has hablado! «¡Seis años!» Él decía que su padre estaba en América, pero lo cierto es que se hallaba en la cárcel. Crossi era muy pequeño cuando se cometió el delito; no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y él no sabe nada. ¡Pero que no se te escape ni una sola palabra de esto! Yo me quedé sin habla, mirando fijamente a Crossi. Derossi resolvió el problema y lo pasó a Crossi por debajo del banco. Le entregó una hoja de papel, le quitó de las manos El enfermero del Tata, cuento mensual que el maestro le había dado a copiar, para escribirlo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor que no diría nada a nadie y, cuando salimos de clase, me dijo apresuradamente: —Ayer vino su padre por él; seguramente habrá venido ahora a esperarlo; tú haz lo que haga yo. Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba el padre de Crossi en lugar algo separado. Era un hombre de barba negra, con algunas canas, mal vestido, de semblante pálido y pensativo. Derossi estrechó la mano de Crossi, para que le viese, y le dijo en voz alta: —Hasta mañana, Crossi —y le pasó la mano por debajo de la barbilla. Yo hice lo mismo. Pero Derossi, al hacer aquello, se puso rojo como una amapola, y yo también. El padre de Crossi nos miró atentamente, con ojos de benevolencia, pero en ellos se traslucía una expresión de inquietud y de sospecha, que nos heló el corazón. * mano le tocó en el hombro, y él se estremeció. Era una monja. —¿Qué tiene mi padre? —le preguntó enseguida. —¡Ah! ¿Es tu padre? —le respondió la hermana con gran dulzura. —Sí, es mi padre. Acabo de llegar. ¿Qué tiene? —¡Animo, muchacho! —le respondió la hermana—. Ahora vendrá el médico. —Y se alejó sin decir más. Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla, y vio que por el fondo de la sala entraba el médico, acompañado por un practicante. Les seguían la hermana y un enfermero. Empezaron la visita, deteniéndose en cada cama. La espera se le hacía eterna al muchacho, y su ansiedad aumentaba a cada paso del médico. Al fin llegó a la cama inmediata. El médico era un señor alto y encorvado, de aspecto respetuoso. Antes de que se separara de aquella cama, el chico se levantó y, al acercarse, empezó a llorar. El médico le miró. —Es el hijo del enfermo —dijo la hermana—; ha llegado esta mañana de su pueblo. El médico le puso una mano en el hombro y luego se inclinó sobre el enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e hizo algunas preguntas a la religiosa, que se limitó a responder: —Nada de particular. Quedó algo pensativo y después dijo: —Continúe como hasta ahora. El muchacho se armó de valor y preguntó con voz llorosa: —¿Qué tiene mi padre? —¡Animo, muchacho! —le respondió el médico volviéndole a poner la mano en el hombro—. Tiene una erisipela facial. Es cosa de cuidado, pero todavía hay esperanzas. No le dejes solo. Tu presencia puede serle beneficiosa. —¡No me ha conocido! —exclamó el chico con desolación. —Te reconocerá… mañana. ¡Quién sabe! Confiemos que todo vaya bien. ¡Valor, hijo! El chico hubiera querido preguntarle más, pero no se atrevió. El médico siguió adelante y el niño comenzó entonces su papel de enfermero. No pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba de vez en cuando la mano del enfermo, le apartaba los mosquitos, se inclinaba sobre él siempre que le oía gemir y, cuando la hermana le llevaba algo de beber, le cogía el vaso o la cucharilla y se lo daba él. El enfermo le miraba alguna que otra vez, pero sin dar señales de reconocerlo. Sin embargo su mirada se detenía cada vez en su cara, sobre todo cuando se limpiaba los ojos con el pañuelo. Así transcurrió el primer día. Por la noche, el chico durmió sobre dos sillas, en un ángulo de la sala y a la mañana siguiente reanudó sus filiales atenciones. Aquel día pareció que los ojos del enfermo daban a entender que empezaba a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, porque, cuando el chico le hablaba cariñosamente, se advertía en sus pupilas una vaga expresión de gratitud, y en cierta ocasión hasta movió un poco los labios como queriendo decir algo. Después de cada breve intervalo de somnolencia, abriendo los ojos, parecía que buscaba a su pequeño enfermero. El médico pasó otras dos veces y notó cierta mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el muchacho un vaso a la boca, creyó advertir en sus hinchados labios el esbozo de una ligera sonrisa. Con esto empezó a reanimarse y a tener mayor confianza en su restablecimiento. Creyendo que le podría entender, aunque confusamente, le hablaba bastante de la madre, de las hermanitas, de la vuelta a su casa, y le daba ánimos empleando las palabras más encendidas y cariñosas que se le ocurrían. Y aunque a menudo dudaba de que pudiera entenderle, le seguía hablando por parecerle que el enfermo le escuchaba con cierto agrado, complaciéndole aquella desacostumbrada demostración de afecto y de tristeza. De esta manera pasaron el segundo, el tercero y el cuarto días en continua alternativa de ligeras mejorías y de imprevistos empeoramientos. Tan entregado estaba el chico a los cuidados, que apenas tomaba al día otro alimento que un poco de pan y queso que le llevaba la hermana, sin apenas advertir lo que sucedía en torno suyo: los estertores de los moribundos, las presurosas visitas de las hermanas por la noche, los lloros y la desolación de los visitantes que salían sin esperanza, todas las dolorosas y tristes escenas de la vida de un hospital, que en otras circunstancias le habrían aturdido y horrorizado. Transcurrían las horas y los días, y él permanecía sin moverse junto al lecho de su tata, atento, anhelante, sobresaltado a cada suspiro y mirada, con el alma en un hilo entre la esperanza que le ensanchaba el pecho y un desaliento que le helaba la sangre en las venas. Al quinto día el enfermo se puso repentinamente peor. El médico movió la cabeza cuando el chico le preguntó por el estado del enfermo, como queriendo decir que se estaba llegando al final, con lo que el afligido muchacho se abandonó sobre la silla, rompiendo a sollozar. Sin embargo había una cosa que le proporcionaba cierto consuelo: a pesar del empeoramiento, le parecía que el enfermo iba recobrando paulatinamente el conocimiento. Le miraba cada vez con mayor fijeza y con creciente expresión de dulzura; no quería tomar ninguna bebida ni medicina sino de su mano, y hacía con mayor frecuencia el movimiento forzado de los labios, como queriendo pronunciar alguna palabra; y tan distintamente lo hacía algunas veces, que su hijo le sujetaba el brazo con violencia, aliviado por repentina esperanza, y le decía con acento casi de alegría: —¡Animo, ánimo, tata, te pondrás bien! Volveremos a casa donde nos espera mamá. ¡Un poco más de valor! Eran las cuatro de la tarde, momento en que el chico se había entregado a uno de tales transportes de ternura y de esperanza, cuando por detrás de la puerta más próxima de la sala oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz que dijo tan sólo: —Hasta luego, hermana. El saltó de su silla, lanzando una exclamación que se ahogó en su garganta. En el mismo instante entró en la sala un hombre con un gran envoltorio en la mano, seguido de una hermana. El chico dio un grito muy agudo y quedó como clavado en su sitio. El hombre le miró un instante y lanzó otro grito a su vez: —¡Cecilio!— Y corrió hacia él. El muchacho cayó en los brazos de su padre como sin sentido. Las religiosas, los enfermeros, el practicante acudieron apresuradamente y se quedaron estupefactos. El chico no podía recobrar la voz. —¡Hijo querido! —exclamó el padre, tras haber dirigido una atenta mirada al enfermo, y sin parar de besar repetidamente al muchacho—. ¡Cecilio, mi querido hijito! ¿Cómo ha podido suceder esto? Te llevaron a la cama de otro enfermo. ¡Y pensar que me desesperaba por no verte a mi lado después de haberme informado mamá por carta de que te había enviado aquí! ¡Pobrecito Cecilio! ¿Cuántos días llevas así? ¿Cómo ha podido suceder semejante confusión? Yo me he curado en poco tiempo. Estoy perfectamente, ¿sabes? ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Me han dado de alta y me marcho. Vámonos, hijo, ¡Santo Dios! ¡Quién lo hubiera dicho! El muchacho intentó hilvanar cuatro palabras para dar noticias de la familia: —¡Qué contento estoy! —balbuceó—. ¡Pero qué contento! ¡Qué días tan malos he pasado! Dicho lo cual, se puso el envoltorio de ropa bajo el brazo y a paso lento salió de la sala. Comenzaba a despuntar el día. * El taller Sábado, 18 Ayer vino Precossi a recordarme que tenía que ir a ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un momento. Según nos íbamos acercando al taller, vi que salía de allí Garoffi corriendo con un paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante de Garoffi! Asomándonos a la puerta vimos a Precossi sentado en un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el fuelle tirado por un muchacho. Precossi padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hierro metida en el fuego. —¡Ah! ¡Aquí tenemos —dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose la gorra— al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido. —Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de otras veces. El aprendiz le presentó una larga barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera canuto de pasta modelada con la mano. El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!» —¿Ha visto cómo se hace, señorito? —me preguntó el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego. —En verdad que está bien hecha —le dijo mi padre; y prosiguió—: ¡Vamos!… Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana? —Ha vuelto, sí —respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose algo encendido—. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? —Mi padre se hizo el desentendido—. Aquel guapo muchacho —dijo el herrero, señalando a su hijo con el dedo—; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla… ¡Ah, chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! —El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los brazos, le dijo—: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de papá. Entonces Precossi cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre hasta ponerse también él enteramente negro. —Así me gusta —dijo el herrero y lo puso en tierra. —¡Así me gusta, Precossi! —exclamó mi padre con alegría. Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al retirarnos, Precossi me dijo: —Dispénsame —y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa. —Tú le has regalado tu tren —me dijo mi padre por el camino—; pero aún cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón de su padre. * El payasito Lunes, 20 Toda la ciudad es un hervidero bullicioso a causa del carnaval, que está terminando. En las plazas hay carruseles y barracones de titiriteros. Ante nuestras ventanas tenemos, precisamente, un circo de lona, donde trabaja una pequeña compañía veneciana que tiene cinco caballos. El circo se encuentra en medio de la plaza, y en sitio aparte hay tres grandes carretas, donde los artistas duermen y se visten; tres casitas sobre ruedas, con sus ventanitas y una pequeña chimenea cada una, que siempre está echando humo; entre las ventanitas se ve tendida ropa de criaturas. Hay una mujer que da de mamar a un niño de pecho, hace la comida y baila, además, en la cuerda. ¡Pobre gente! Se les llama titiriteros de forma despectiva, y, sin embargo, se ganan honradamente el pan divirtiendo a la gente. ¡Y hay que ver lo que se esfuerzan y trabajan! Todo el santo día van del circo a las carretas y viceversa, en camiseta, ¡con el frío que hace! Toman dos bocados de prisa y corriendo, sin ni siquiera sentarse, entre una y otra representación, y a veces, cuando tienen ya lleno el circo, se mueve un viento fuerte que rasga las lonas y apaga las luces, y ¡adiós espectáculo! Se ven obligados a devolver el dinero y a trabajar toda la noche para reparar los desperfectos del barracón. En el circo trabajan dos muchachos, a uno de los cuales reconoció mi padre cuando cruzaba la plaza. Es el hijo del dueño, el mismo a quien vimos el año pasado hacer los juegos a caballo en un circo de la plaza de Víctor Manuel. Ha crecido; tendrá unos ocho años; es un chaval guapo, de carita redonda y morena, ojos de pillín, con muchos rizos negros que se le salen del sombrero cónico. Viste de payaso, metido en una especie de saco grande con mangas, de color blanco y bordados negros. Calza zapatitos de tela. Es un diablillo, que gusta a todos. Hace de todo. Por la mañana temprano se le ve envuelto en un mantón, llevando la leche a su casita de madera; luego va a buscar los caballos a la cuadra, que está en una calle inmediata; tiene en brazos al niño de pecho; transporta aros, caballetes, barras, cuerdas; limpia los carros, enciende el fuego y en los momentos de descanso no se aparta de su madre. Mi padre lo observa desde la ventana y no cesa de hablar de él y de los suyos, que parecen buena gente y tienen traza de querer mucho a sus hijos. Una noche fuimos al circo. Hacía frío y no había casi nadie; pero no por eso dejaba el payasito de estar en continuo movimiento para entretener al escaso público: daba saltos mortales, se agarraba al rabo de los caballos, andaba con las piernas en alto él solo, y cantaba, mostrando siempre sonriente su graciosa cara morena; su padre, vestido de rojo, con pantalones blancos, botas altas y la fusta en la mano, le miraba; pero estaba triste. Mi padre sintió compasión de ellos y al día siguiente habló del asunto con el pintor Delis, que vino a casa. ¡Esa pobre gente se mata trabajando para ganar muy poco! El que da más lástima es el gracioso payasito. ¿Qué se podría hacer por ellos? El pintor tuvo una idea. —Publica un buen artículo en el periódico —le dijo—, ya que sabes escribir; cuenta los prodigios del payasito y yo haré un esbozo de su retrato; todos leen el periódico y al menos una vez irá gente. Así lo hicieron. Mi padre escribió un bonito artículo, lleno de gracia, que decía lo que nosotros veíamos desde las ventanas y ponía ganas de conocer y y serpentinas a la gente, y ésta aplaudía y lanzaba exclamaciones jubilosas. De pronto vimos que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantaba sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o seis años, que lloraba desconsoladamente, agitando los brazos como acometida por ataques convulsivos. El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta: —Tome a esta niña, que ha perdido a su madre entre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse. El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba; el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su marcha con lentitud. Mientras tanto, según nos dijeron después, en el extremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio enloquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y empellones, gritando: —¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada! Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apretujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle paso. El de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar contra las cintas y los bordados de su pecho a la desconsolada niña, girando su mirada por la plaza y tratando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llorar. El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gritos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naranjas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más asustada y convulsa. —¡Busquen a su madre! —gritaba el de la carroza a la multitud—. ¡Busquen a su madre! Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la madre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia la carroza… ¡Jamás la olvidaré! No parecía persona humana: tenía la cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como dos garras para asir a su hijita. La carroza se detuvo. —¡Aquí la tiene! —dijo el que la llevaba, entregándole la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra su pecho… Pero una de las manecitas quedó por unos segundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de la mano derecha un anillo de oro con un grueso diamante, lo puso con rapidez en un dedo de la niña. —Toma —le dijo—, guárdate esto que podrá ser tu dote de esposa. La madre se puso muy contenta, la gente prorrumpió en aplausos; el de la carroza y sus compañeros reanudaron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en medio de una tempestad de aplausos y de vítores. * Los chicos ciegos Jueves, 23 Nuestro maestro se ha puesto muy enfermo y para sustituirle ha venido el de cuarto, que ha sido profesor en el Instituto de los Ciegos; es el más viejo de todos; tiene el pelo tan blanco, que parece lleve en la cabeza una peluca de algodón, y habla como si entonase una canción melancólica; pero enseña bien, y sabe mucho. En cuanto entró en clase, al ver un chico con un ojo vendado, se acercó al banco y le preguntó qué tenía. —Mucha atención con los ojos, chiquito —le dijo. Derossi le preguntó: —¿Es cierto, señor maestro, que ha sido usted profesor de los ciegos? —Sí, durante varios años —respondió. Y Derossi insinuó a media voz: —¿Por qué no nos dice algo de ellos? El maestro se sentó en su mesa. Coretti dijo en voz alta: —El Instituto de los Ciegos está en la calle Niza. —Vosotros decís ciegos —comenzó el maestro—, como diríais enfermos, pobres o qué sé yo. Pero ¿comprendéis bien el alcance de esa palabra? Reflexionad un poco. ¡Ciegos! ¡No ver nunca nada! ¡No distinguir el día de la noche; no ver el cielo, ni el sol, ni a los propios padres; nada de todo lo que nos rodea y se toca; estar sumergidos en perpetua oscuridad y como sepultados en las entrañas de la tierra! Cerrad los ojos un momento y pensad que podríais permanecer siempre así; inmediatamente os sobrecogerán la angustia y el terror, os parecerá imposible vivir de ese modo, os vendrán ganas de gritar, y al final o enloqueceríais o moriríais. Y, sin embargo… cuando se entra por primera vez en el Instituto de los Ciegos, durante el recreo, y se oye a esas pobres criaturas tocar el violín o la flauta por todas partes, hablar fuerte y reír, subiendo y bajando las escaleras con pasos rápidos y moviéndose con soltura por los corredores y dormitorios, nadie diría que son tan desventurados. Hay que observarlos con detención. Hay jóvenes de dieciséis o dieciocho años, robustos y alegres, que sobrellevan la ceguera con calma y hasta con cierta jovialidad; pero se comprende por la expresión severa y alterada de los semblantes que deben haber sufrido tremendamente antes de resignarse a tamaña desgracia; otros, de rostro pálido y dulce, en los que se advierte una gran resignación, pero están tristes y se adivina que a solas tienen ratos de gran depresión. ¡Ay, hijos míos! Pensad que algunos de esos chicos han perdido la vista en pocos días; otros, tras unos años de verdadero martirio y muchas operaciones quirúrgicas; no pocos nacieron así, en una noche que jamás ha tenido amanecer para ellos, habiendo entrado en el mundo como en una inmensa tumba, sin saber cómo está formado el rostro humano. Imaginaos cuánto deben haber sufrido y sufrirán cuando piensen, confusamente, en la tremenda diferencia que hay entre ellos y quienes los ven. Seguramente se preguntarán a sí mismos: «¿Por qué esta diferencia sin ninguna culpa por nuestra parte?» Yo, que he estado varios años entre ellos, cuando recuerdo aquella clase, todos aquellos ojos sellados para siempre, aquellas pupilas sin mirada y sin vida, y luego me fijo en vosotros… me parece imposible que no os consideréis todos dichosos. ¡Pensad que hay unos treinta mil ciegos en nuestra nación! ¡Treinta mil personas que no ven la luz…! ¡Un ejército que tardaría más de cuatro horas en desfilar bajo nuestros balcones o ventanas! El maestro calló y en la clase no se oía ni respirar. Derossi preguntó si es cierto que los ciegos tienen el tacto más fino que nosotros. El maestro dijo: —Es verdad. Al carecer de la visión se afinan en ellos los demás sentidos porque, debiendo suplir entre todos el de la vista, están más y mejor ejercitados que los que ven. Por la mañana, en los dormitorios, el uno le pregunta al otro: «¿Hace sol?», y el que antes se viste va corriendo al patio para agitar las manos en el aire y comprobar si el sol se las calienta; en caso afirmativo se apresura a dar la buena noticia: «¡Hace sol!» Por la voz de una persona se forma idea de la estatura; nosotros juzgamos el carácter de las personas por los ojos, ellos por la voz; recuerdan la entonación y el acento a través de los años. Se dan cuenta si en una habitación hay más de una persona aunque hable solamente uno y permanezcan inmóviles. Por el tacto advierten si una cuchara está más o menos limpia… Las niñas distinguen la lana teñida de la que tiene su color natural. Al pasar en fila de a dos por las calles, reconocen casi todas las tiendas por el olor, aun aquellas en las que nosotros no percibimos ninguno. Juegan a la peonza y, al oír el zumbido que produce girando, van derecho a cogerla, sin titubear. Juegan a, los arcos, a los bolos, saltan a la comba, hacen casitas con pedruscos, cogen violetas y otras flores
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