Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

Memorias de la dictadura en Perú: Conversación en La Catedral de Vargas Llosa - Prof. de M, Apuntes de Historia del Arte

Mario vargas llosa refleja en esta novela la historia política y social del perú durante la dictadura militar de manuel apolinario odría (1948-1956). La obra recrea los eventos de aquellos años sombríos, donde la libertad de expresión estaba prohibida, y los peruanos pasaban de niños a jóvenes y de jóvenes a hombres. Vargas llosa escribió esta novela diez años después de vivirlos, mientras leía a tolstoi, balzac y flaubert, y la terminó en puerto rico en 1969.

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 06/01/2014

fefarodriguezr
fefarodriguezr 🇪🇸

4.3

(3)

3 documentos

1 / 14

Toggle sidebar

Documentos relacionados


Vista previa parcial del texto

¡Descarga Memorias de la dictadura en Perú: Conversación en La Catedral de Vargas Llosa - Prof. de M y más Apuntes en PDF de Historia del Arte solo en Docsity! Conversación en La Catedral MARIO VARGAS LLOSA www.alfaguara.com Empieza a leer... Conversación en La Catedral PRÓLOGO ENTRE 1948 y 1956 gobernó el Perú una dictadura militar encabezada por el general Manuel Apolinario Odría. En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y cen- tenares de exiliados, los peruanos de mi generación pasa- mos de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el cen- tro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e institucio- nes, envileciendo la vida entera. Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredum- bre moral del Perú del ochenio, fue la materia prima de es- ta novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos. La empecé a escribir, diez años después de pade- cerlos, en París, mientras leía a Tolstoi, Balzac, Flaubert y me ganaba la vida como periodista, y la continué en Lima, en las nieves de Pullman (Washington), en una callecita en forma de medialuna del Valle del Canguro, en Londres —entre clases de literatura en el Queen Mary’s College y el King’s College—, y la terminé en Puerto Rico, en 1969, luego de rehacerla varias veces. Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fue- go una sola de las que he escrito, salvaría ésta. MARIO VARGAS LLOSA Londres, junio de 1998 U N O I DESDE LA puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descolo- ridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio, hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avan- zan, también, hacia la plaza San Martín. Él era como el Pe- rú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodi- do, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay so- lución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del Bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba un trago. No parece borracho todavía y Santiago se sienta, indi- ca al lustrabotas que también le lustre los zapatos a él. Listo jefe, ahoritita jefe, se los dejaría como espejos, jefe. —Siglos que no se te ve, señor editorialista —dice Nor- win—. ¿Estás más contento en la página editorial que en lo- cales? —Se trabaja menos —alza los hombros, a lo mejor ha- bía sido ese día que el director lo llamó, pide una Cristal he- lada, ¿quería reemplazar a Orgambide, Zavalita?, él había estado en la universidad y podría escribir editoriales ¿no, 17 Zavalita? Piensa: ahí me jodí—. Vengo temprano, me dan mi tema, me tapo la nariz y en dos o tres horas, listo, jalo la cadena y ya está. —Yo no haría editoriales ni por todo el oro del mundo —dice Norwin—. Estás lejos de la noticia y el periodismo es noticia, Zavalita, convéncete. Me moriré en policiales, no- más. A propósito ¿se murió Carlitos? —Sigue en la clínica, pero le darán de alta pronto —dice Santiago—. Jura que va a dejar el trago esta vez. —¿Cierto que una noche al acostarse vio cucarachas y arañas? —dice Norwin. —Levantó la sábana y se le vinieron encima miles de tarántulas, de ratones —dice Santiago—. Salió calato a la ca- lle dando gritos. Norwin se ríe y Santiago cierra los ojos: las casas de Chorrillos son cubos con rejas, cuevas agrietadas por tem- blores, en el interior hormiguean cachivaches y polvorientas viejecillas pútridas, en zapatillas, con várices. Una figurilla corre entre los cubos, sus alaridos estremecen la aceitosa madrugada y enfurecen a las hormigas, alacranes y escor- piones que la persiguen. La consolación por el alcohol, piensa, contra la muerte lenta los diablos azules. Estaba bien, Carli- tos, uno se defendía del Perú como podía. —El día menos pensado yo también me voy a encon- trar a los bichitos —Norwin contempla su chilcano con cu- riosidad, sonríe a medias—. Pero no hay periodista abste- mio, Zavalita. El trago inspira, convéncete. El lustrabotas ha terminado con Norwin y ahora em- betuna los zapatos de Santiago, silbando. ¿Cómo iban las cosas por Última Hora, qué se contaban esos bandoleros? Se quejaban de tu ingratitud, Zavalita, que viniera alguna vez a visitarlos, como antes. O sea que ahora tenías un montón de tiempo libre, Zavalita, ¿trabajabas en otro sitio? 18 Contrapunto que iría languideciendo y lo llevaría en brazos hasta el sueño viscoso de la siesta, si dieran una policial como Rififí, una cowboy como Río Grande. Pero Ana tendría su dra- món marcado en el periódico, qué me pasa hoy día. Piensa: si la censura prohibiera las mexicanadas pelearía menos con Ana. ¿Y después de la vermouth? Darían una vuelta por el Malecón, fumarían bajo las sombrillas de cemento del parque Necochea sintiendo rugir el mar en la oscuridad, volverían a la quinta de los duendes de la mano, peleamos mucho amor, discutimos mucho amor, y entre bostezos Huxley. Los dos cuartos se llenarían de humo y olor a aceite, ¿estaba con mu- cha hambre, amor? El despertador de la madrugada, el agua fría de la ducha, el colectivo, la caminata entre oficinistas por la Colmena, la voz del director, ¿preferías la huelga bancaria, Zavalita, la crisis pesquera o Israel? Tal vez valdría la pena es- forzarse un poco y sacar el título. Piensa: dar marcha atrás. Ve los muros ásperos color naranja, las tejas rojas, la ventanitas con rejas negras de las casas de duende de la quinta. La puerta del departamento está abierta, pero no aparece el Batuque, chusco, brincando, ruidoso y efusivo. ¿Por qué dejas abierta la casa cuando vas al chino, amor? Pero no, ahí está Ana, qué te pasa, viene con los ojos hinchados y llorosos, despeinada: se lo habían llevado al Batuque, amor. —Me lo arrancharon de las manos —solloza Ana—. Unos negros asquerosos, amor. Lo metieron al camión. Se lo ro- baron, se lo robaron. La besa en la sien, cálmate amor, le acaricia el rostro, cómo había sido, la lleva del hombro hacia la casa, no llores sonsita. —Te llamé a La Crónica y no estabas —Ana hace puche- ros—. Unos bandidos, unos negros con caras de forajidos. Yo lo llevaba con su cadena y todo. Me lo arrancharon, lo metieron al camión, se lo robaron. 21 —Almuerzo y voy a la perrera a sacarlo —la besa de nuevo Santiago—. No le va a pasar nada, no seas sonsa. —Se puso a patalear, a mover su colita —se limpia los ojos con el mandil, suspira—. Parecía que entendía, amor. Pobrecito, pobrecito. —¿Te lo arrancharon de las manos? —dice Santiago—. Qué tal raza, voy a armar un lío. Coge el saco que ha arrojado sobre una silla y da un paso hacia la puerta, pero Ana lo ataja: que almorzara pri- mero rapidito, amor. Tiene la voz dulce, hoyuelos en las mejillas, los ojos tristes, está pálida. —Ya se enfriaría el chupe —sonríe, le tiemblan los la- bios—. Me olvidé de todo con lo que pasó, corazón. Pobreci- to el Batuquito. Almuerzan sin hablar, en la mesita pegada a la venta- na que da al patio de la quinta: tierra color ladrillo, como las canchas de tenis del Terrazas, un caminito sinuoso de grava y, a la orilla, matas de geranios. El chupe se ha enfria- do, una película de grasa tiñe los bordes del plato, los cama- rones parecen de lata. Estaba yendo al chino de San Martín a comprar una botella de vinagre, corazón, y, de repente, frenó a su lado un camión y se bajaron dos negros con caras de bandidos, de forajidos de lo peor, uno le dio un empujón y el otro le arranchó la cadena y, antes de que ella se diera cuenta, ya lo habían metido a la perrera, ya se habían ido. Pobrecito, pobre animalito. Santiago se pone de pie: esos abusivos lo iban a oír. ¿Veía, veía? Ana solloza de nuevo; también él tenía miedo de que lo mataran, amor. —No le harán nada, corazón —besa a Ana en la meji- lla, un sabor instantáneo a carne viva y a sal—. Lo traigo ahorita, vas a ver. Trota hasta la farmacia de Porta y San Martín, pide prestado el teléfono y llama a La Crónica. Contesta Solórza- 22 no, el de judiciales: qué carajo iba a saber dónde quedaba la perrera, Zavalita. —¿Se llevaron a su perro? —el boticario adelanta una cabeza solícita—. La perrera queda en el Puente del Ejérci- to. Vaya rápido, a mi cuñado le mataron su chihuahua, un animalito carísimo. Trota hasta Larco, toma un colectivo, ¿cuánto costaría la carrera desde el paseo Colón hasta el Puente del Ejército?, cuenta en su cartera ciento ochenta soles. El domingo esta- rían ya sin un centavo, una lástima que Ana dejara la clínica, mejor no iban al cine a la noche, pobre Batuque, nunca más un editorial sobre la rabia. Baja en el paseo Colón, en la plaza Bolognesi encuentra un taxi, el chofer no conocía la perrera señor. Un heladero de la plaza Dos de Mayo los orienta: más adelante, un letrerito cerca del río, Depósito Municipal de Perros, era allí. Un gran canchón rodeado de un muro ruin de adobes color caca —el color de Lima, piensa, el color del Perú—, flanqueado por chozas que, a lo lejos, se van mezclan- do y espesando hasta convertirse en un laberinto de esteras, cañas, tejas, calaminas. Apagados, remotos gruñidos. Hay una escuálida construcción junto a la entrada, una plaquita dice Administración. En mangas de camisa, con anteojos, calvo, un hombre dormita en un escritorio lleno de papeles y Santiago golpea la mesa: se habían robado a su perro, se lo habían arranchado a su señora de las manos, el hombre res- pinga asustado, carajo esto no se iba a quedar así. —Qué es eso de entrar en la oficina echando carajos —el calvo se frota los ojos estupefactos y hace muecas—. Más respeto. —Si le ha pasado algo a mi perro la cosa no se va a que- dar así —saca su carnet de periodista, golpea la mesa otra vez—. Y los tipos que agredieron a mi señora lo van a la- mentar, le aseguro. 23
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved