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Orientación Universidad
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Cuentos de locura amor y de muerte, Guías, Proyectos, Investigaciones de Lengua y Literatura

Obra completa de Horacio Quiroga

Tipo: Guías, Proyectos, Investigaciones

2018/2019
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Subido el 15/03/2019

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¡Descarga Cuentos de locura amor y de muerte y más Guías, Proyectos, Investigaciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL (Uruguay, 1921 - Estados Unidos, 1985). Además de sus conocidos ensayos sobre literatura latinoamericana (sobre Borges, Neruda, Mário de Andrade, el boom y los narradores, etc.), dedicó a Quiroga numerosas monografías y ediciones tales como Diario de viaje de Horacio Quiroga (1950), La objetividad de Horacio Quiroga (1950), Las raíces de Horacio Quiroga (1961), Historia de un amor turbio (1965), Genio y figura de Horacio Quiroga (1967), El desterrado, vida y obra de Horacio Quiroga (1968), así como hizo contribuciones al establecimiento de una confiable bibliografía del autor con investigaciones que arrancan desde 1951. CUENTOS Horacio Quiroga BIBLIOTECA AYACUCHO es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana nacidas en el siglo XX. Creada en 1974, en el momento del auge de una literatura innovadora y exitosa, ha estado llamando constantemente la atención acerca de la necesidad de entablar un contacto dinámico entre lo contemporáneo y el pasado a fin de revalorarlo críticamente desde la perspectiva de nuestros días. El resultado ha sido una nueva forma de enciclopedia que hemos llamado Colección Clásica, la cual mantiene vivo el legado cultural de nuestro continente entendido como conjunto apto para la transformación social y cultural. Sus ediciones anotadas, los prólogos confiados a especialistas, los apoyos de cronologías y bibliografías básicas sirven para que los autores clásicos, desde los tiempos precolombinos hasta el presente, estén de manera permanente al servicio de las nuevas generaciones de lectores y especialistas en las diversas temáticas latinoamericanas, a fin de proporcionar los fundamentos de nuestra integración cultural. LOS CUENTOS DE HORACIO QUIROGA (Uruguay, 1878 - Argentina, 1937), son piezas de sabia perfección artística y eficaz arquitectura. Como se sabe, del horror y la derrota del hombre ante un medio sobrehumano e implacable o ante las circunstancias sin control humano posible, surge el mejor entendimiento de esa criatura mediante la ternura y la compasión; de la experiencia personal de los abismos, brota la autenticidad humana convertida en acertada expresión literaria. Esos cuentos expresan lo que su autor llamó en algún momento “la vida intensa”. Siguen estando cerca de la emoción primera, a pesar de que Quiroga prevenía acerca de la literatura de la primera emoción. De esta manera, cuentos de los años 1908, 1912, 1914, 1916 se ofrecen una y otra vez a la lectura, desde luego que como parte de la literatura latinoamericana, aunque, no menos, como parte de la historia del cuento universal. En el abarcante prólogo de esta edición de Biblioteca Ayacucho, la tercera que se publica desde 1979, Emir Rodríguez Monegal establece las diversas etapas en las que se produjo la obra y las adversidades que debió en- frentar el autor cerca o lejos de su destierro en la provincia de Misiones. Particu- larmente, refiere cómo el trágico final de Quiroga se corresponde con su declive literario y con la arremetida de nuevas generaciones literarias que lo negaron. Al verlo en perspectiva histórica consigue que de los doscientos cuentos que escri- biera Quiroga los cuarenta que se incluyen en este volumen, permitan mostrar el curso del escritor remontándose a la fecha de composición de los cuentos y no a la de publicación en libros. Se incluyen también, revisadas, la cronología y la bibliografía. BIBLIOTECA AYACUCHO Colección Clásica En la portada, detalle de: Incendio en el barrio de Juanito Laguna (1961) de Antonio Berni (Argentina, 1905 - 1981). Óleo-collage sobre madera, 305 x 210 cm. Colección particular. 88 CU EN TO S H or ac io Q ui ro ga Horacio Quiroga BIBLIOTECA AYACUCHO cuentos biblioteca ayacucHo iX Prólogo i. el contemporáneo a su Muerte, en las primeras horas de la mañana del 19 de febrero de 1937, en el Hospital de clínicas de buenos aires, Horacio Quiroga estaba completamente solo. consumido ya por el cáncer, pone fin a su vida porque sabe que su destino en la tierra estaba cumplido. el 18 ha ido a ver a algu- nos amigos fieles (como ezequiel Martínez estrada), ha estado con su hija eglé, ha comprado cianuro. en la habitación del hospital hay un enfermo, vicente batistesa, deforme y tal vez débil de espíritu, que lo acompaña con su fidelidad de perro, pero que representa una forma piadosa de la soledad. Porque Quiroga está solo desde hace tiempo. lo está desde que empezó en esa década del treinta un progresivo eclipse de su obra narrativa, el descen- so de sus acciones en la bolsa literaria a que él se había referido con humor negro en algún artículo, el ser declarado cesante como consecuencia del golpe de estado de terra (marzo 31, 1933), el fracaso de su vida familiar. Por eso, el cáncer llega cuando Quiroga se ha estado despidiendo de la literatura y de la vida, y anhela antes descubrir el misterio del más allá que seguir registrando en palabras este mundo ajeno. la soledad ha hecho su obra y dirige la mano que bebe cianuro. cuando se enteraron en el uruguay que Quiroga había muerto, no faltaron los homenajes oficiales ni los discursos conmemorativos ni la apo- teosis organizada por manos muy amigas, como las de enrique amorim, aquí y en su tierra natal, salto. Pero la verdad es que esos homenajes y esa apoteosis y esa sincera amistad, no desmentida luego, eran incapaces cuentos X de disimular el hecho de que Quiroga se había muerto solo. el afecto de algunos familiares y amigos, y la representación oficial promovida por al- gunos de los más fieles, no bastaban para compensar el silencio con que las nuevas generaciones de entonces rodearon su nombre. es cierto que dos de sus amigos compusieron y publicaron casi de inmediato una emocionada biografía, llena de valiosos datos y confidencias, aunque horriblemente novelada, la Vida y obra de Horacio Quiroga, de alberto J. brignole y José María delgado (Montevideo, 1939); es notorio que hasta los diarios se quejaron del silencio y la soledad. Pero las nuevas generaciones estaban de vuelta de Quiroga y se lo hicieron saber en la forma más delicada posible: dejando caer en el olvido su nombre o anteponiéndole reservas como las que explicitó la revista argentina Sur en una nota con que acompañaba las emotivas palabras de Martínez estrada junto a la tumba del amigo, el hermano mayor: “un criterio diferente del arte de escribir y el carácter general de las preocupaciones que creemos imprescindibles para la nutri- ción de ese arte nos separaban del excelente cuentista que acaba de morir en un hospital de buenos aires”. la reserva y la reticencia crítica de esas palabras de 1937 son ejemplares. no corresponde censurarlas ahora ya que expresan lealmente una discrepancia de orden estético. Pero su valor como índice de una cotización de la época sí merece ser subrayado. son el mejor epitafio de la literatura triunfante entonces: epitafio para Quiroga en 1937; epitafio para ella misma ahora. Porque los años que han transcu- rrido desde la muerte de Quiroga han cambiado la estimativa. ahora es la vanguardia de Sur la que parece retaguardia (clasicismo, academismo) y el arte de Quiroga, despojado por el tiempo de sus debilidades, reducido a lo esencial de sus mejores cuentos, parece más vivo que nunca. ahora es él quien despierta en ambas márgenes del Plata y en todo el ámbito hispánico el interés y la pasión de los nuevos escritores. sus obras son reeditadas infatigablemente, su obra es estudiada por eruditos y por creadores; se le relee, se le discute apasionadamente, se le imita. es el clásico más vivo de esa literatura que cubre el fin de siglo rioplatense y que tiene sus puntos más altos en sánchez, en lugones, en rodó, en Herrera y reissig, en Macedonio Fernández, en carriego, en delmira agustini. de todos ellos, Quiroga es el único que sigue pareciendo nuestro contemporáneo. biblioteca ayacucHo Xi ii. una trayectoria Quiroga había nacido en salto, en 1878 (diciembre 31) en las postrimerías de esa generación del novecientos que impuso el modernismo en nuestro país. desde los primeros esbozos que recoge un cuaderno de composiciones juveniles, copiados con rara caligrafía y rebuscados trazos (las tildes de las t, los acentos, parecen lágrimas de tinta) hasta las composiciones con que se presenta al público de su ciudad natal, en una Revista del Salto (1899- 1900), estridentemente juvenil, su iniciación literaria muestra claramente el efecto que en un adolescente romántico ejerce la literatura importada de París por rubén darío, leopoldo lugones y su epígonos. Para Quiroga, el poeta cordobés es el primer maestro. su “oda a la desnudez”, de ardiente y rebuscado erotismo, le revela todo un mundo poético. luego, ávidas lecturas extranjeras (edgar Poe, sobre todo) lo ponen en la pista de un decadentismo que hacía juego con su tendencia a la esquizofrenia, con su hipersensibilidad, con su hastío de muchacho rico, hundido en una peque- ña ciudad del litoral que le parecía impermeable al arte. la prueba de fuego para toda esa literatura mal integrada en la expe- riencia vital más profunda es el viaje a París en 1900: viaje del que queda un Diario muy personal que publiqué por primera vez en 1949. allí se ve al joven Quiroga, que es todavía sólo Horacio, soñando con la conquista de la gran ciudad, de la capital del mundo, recibiendo en cambio revés tras revés que si no matan de inmediato la ilusión la someten a dura prueba. Pero si en París, Quiroga pudo añorar (y llorar) la tierra natal, de regreso en Montevideo, olvidado del hambre y las humillaciones pasadas, en medio de los amigos que escuchan boquiabiertos las lacónicas historias que con- desciende a esbozar el viajero, renace el decadentismo. Quiroga ha vuelto con una barba (que ya no se quitará) y que le da un aire de petit arabe, como le dijo alguna griseta en París. Funda con amigos el consistorio del gay saber, cenáculo bohemio y escandaloso que (en la mera realidad) era una pieza de conventillo de la ciudad vieja; en 1900, gana un segundo premio en el concurso de cuentos organizado por La Alborada (rodó y viana estaban en el jurado); luego re- coge sus versos, sus poemas en prosa, sus delicuescentes relatos perversos cuentos Xiv que se perfecciona, en sus más sutiles efectos, la técnica del cuento a lo Poe. tal vez el mejor sea “el almohadón de pluma” (publicado por primera vez en julio 13, 1907), en que la extraña muerte por consunción de una joven desposada tiene como origen un monstruoso insecto escondido entre las plumas de su almohadón. el marco de la historia (una casa lujosa y hostil, un ambiente otoñal) así como la fría e inhumana personalidad del marido de la protagonista indican bien a las claras que lo que encubre la historia de Quiroga es un caso de vampirismo. la objetividad con que el narrador maneja el relato revela un parnasianismo exasperado que es el mejor sello del modernista. Pero ya el mismo libro revela un Quiroga muy diferente. la invención de Misiones es gradual. Hay una primer visita en 1903 como fotógrafo de la expedición a las ruinas jesuíticas que dirige lugones y que sirve sobre todo para deslumbrar al joven. el lejano territorio (la selva, la vida dura, la amenaza de la muerte como compañera constante) es el reverso de París y por eso mismo es tan atractiva para ese hombre en perpetuo estado de tensión interior. Quiroga decide volver y vuelve en una intentona que lo lleva al chaco, como industrial más o menos fracasado pero que le descubre su temple, la medida de su voluntad de granito. este ensayo no es más que el error necesario para ajustar mejor la puntería la próxima vez. compra tierras en san ignacio (Misiones) y se instala como colono en 1910. el descubrimiento de Misiones, de la verdadera tierra y sus hombres, detrás de la apariencia, tarda un poco más y se produce en varias etapas. uno de sus primeros y mejores cuentos de ambiente rural es “la insolación” (marzo 7, 1908). ocurre todavía en el chaco; Quiroga está demasiado cer- ca del descubrimiento y la fascinación de Misiones para poder incorporarla ya al mundo imaginario de sus cuentos. el chaco está presente en el recuer- do pero ya empieza a borrarse; por eso puede ser el escenario de un relato fantástico. allí los perros de Míster Jones lo ven convertido en Muerte, desdoblado en su propio fantasma, un día antes de que caiga fulminado por el sol. también está presente el chaco en algunos de sus más tensos cuentos de entonces: en “los cazadores de ratas” (octubre 24, 1908) en que se dra- matiza otra superstición campesina: la de que las víboras regresan al sitio en que han matado a su pareja, para vengarse; el chaco asoma asimismo biblioteca ayacucHo Xv en “el monte negro” (junio 6, 1908) que cuenta un episodio de sus propias luchas contra la naturaleza chaqueña y lo hace con humor que no afecta la parte épica del relato. Pero Misiones empieza a dominar su narrativa ya hacia 1912, cuando Quiroga ha instalado en san ignacio su hogar (la mujer, los hijos por llegar, la casa de madera levantada con su esfuerzo sobre la mesetita en que ha plantado árboles y flores tropicales) y el mundo que lo rodea se va colan- do de a poco en su cuentos. es ésta la época en que escribe los cuentos de monte, como él mismo los llama en una carta a José María delgado (junio 8, 1917), esos cuentos que escribe en la soledad de Misiones y manda a las revistas de buenos aires, sin saber cómo serán recibidos, cuentos que salen de la más profunda experiencia personal y tienen escasa deuda con la literatura. cuando he escrito esta tanda de aventuras de vida intensa [confía al amigo], vivía allá y pasaron dos años antes de conocer la más mínima impresión sobre ellos. dos años sin saber si una cosa que uno escribe gusta o no, no tienen nada de corto. lo que me interesaba saber, sobre todo, es si se respiraba vida en eso; y no podía saber una palabra. [...] de modo que aún después de ocho años de lidia, la menor impresión que se me comunica sobre eso, me hace un efecto inesperado: tan acostumbrado estoy a escribir para mí sólo. esto tiene sus des- ventajas, pero tiene, en cambio, esta ventaja colosal: que uno hace realmente lo que siente, sin influencia de Juan o Pedro, a quienes agradar. sé también que para muchos, lo que hacía antes [cuentos de efecto, tipo “el almohadón”] gustaba más que las historias a puño limpio, tipo “Meningitis”, o los de monte. un buen día me he convencido de que el efecto no deja de ser efecto (salvo cuando la historia lo pide) y que es bastante más difícil meter un final que el lector ha adivinado ya; tal como lo observas respecto de “Meningitis”. la carta da la perspectiva de 1917, cuando Quiroga recoge en un grue- so volumen que le publica Manuel gálvez en buenos aires, sus relatos de tres lustros. Pero hacia 1912, cuando empieza a escribir esos cuentos de monte, allá en san ignacio, lejos de toda actividad literaria, y solo, la histo- ria era muy distinta. Quiroga hollaba caminos nuevos y no sabía. lo que él estaba descubriendo en plena selva sería el camino que habría de recorrer buena parte de la narrativa hispanoamericana de su tiempo, desde José cuentos Xvi eustasio rivera con su Vorágine (1924) hasta rómulo gallegos con su Doña Bárbara (1929): el camino de la novela de la tierra y del hombre que lucha ciegamente contra ella, fatalizado por la geografía, aplastado por el medio. de ahí que la confidencia que encierra su carta a delgado tenga tanto valor. Quiroga pudo seguir entonces la ruta ya conocida del modernismo; pudo continuar escribiendo cuentos basados en otros cuentos (borges resumió su desinterés generacional por Quiroga en esta frase lapidaria e injusta: “escribió los cuentos que ya habían escrito mejor Poe o Kipling”). Pero la realidad se le metía por los ojos y tocaba dentro de él una materia suya desconocida. Misiones era descubierta por Quiroga al mismo tiempo que Misiones lo descubría a él, lo revelaba a sí mismo. ese hombre que se ha- bía desarraigado de su tierra natal y había quedado con las raíces al aire, encontraba en Misiones su verdadero hábitat. Pero también lo encontraba el artista. entonces Quiroga escribe y publica sucesivamente “a la deriva” (junio 7, 1912), “el alambre de púa” (agosto 23, 1912), “los inmigrantes” (diciembre 6, 1912), “yaguaí” (diciembre 26, 1913), “los mensú” (abril 3, 1914), “una bofetada” (enero 28, 1916), “la gama ciega” (junio 9, 1916), “un peón” (enero 14, 1918), junto a otros tal vez menos logrados. en todos estos cuentos se ve y se siente la naturaleza de Misiones, sus hombres, sus destinos. la visión es todavía algo externa. aunque el narrador ha alcanzado una enorme maestría, aunque cuenta exactamente lo que quiere y como quiere, la creación, de ya magnífica objetividad, es limitada. Porque el hombre está notoriamente ausente de ella: es un testigo, a veces hasta un personaje secundario del relato, pero no está él, entero, con sus angustias personales y su horrible sentido de la fatalidad. reconoce y muestra el destino que se desploma sobre los otros, pero cuando el implicado es él, la historia adquie- re un leve tono humorístico, como pasaba en “el monte negro”, o como pasa en esa otra espléndida revelación autobiográfica que es “nuestro pri- mer cigarro” (enero 24, 1913), con su rica evocación de la infancia salteña y la carga subconsciente de involuntarias revelaciones familiares. en esta segunda etapa de su obra creadora, cuando ya ha descubier- to Misiones y ha empezado a incorporar su territorio al mundo literario, Quiroga cierra todavía demasiado las líneas de comunicación que van de biblioteca ayacucHo XiX la colección de Martín Fierro no hay una sola reseña de Los desterrados. Hoy esta ceguera parece increíble. lo que ocurría entonces en el nivel de la literatura de élite resultaba, sin embargo, desmentido por el éxito de sus narraciones en otro plano más general. Quiroga era entonces editado y reeditado en la argentina; en Madrid la poderosa espasa calpe lo incluía en una colección de narradores en que ya estaban Julien benda, giraudoux, Proust y thomas Hardy (tam- bién estaba, ay, arturo cancela). la revista bibliográfica Babel le dedica un número de homenaje en que se recogen los juicios más laudatorios a que pueda aspirar el insaciable ego de un creador. era la apoteosis en vida, y, complementariamente, el comienzo de la de- clinación. Para Quiroga el momento también significa otra cosa. esa serie de relatos que culmina con el volumen magistral de Los desterrados encierra su obra más honda de narrador: el momento en que la fría objetividad del comienzo, aprendida en Maupassant, ensayada a la vera de Kipling, da paso a una visión más profunda y no por ello menos objetiva. el artista se atreve a entrar dentro de la obra. esto no significa que su imagen sustituya a la obra. significa que el relato ocupa ahora no sólo la retina (esa cámara fotográfica de que habla el irónico christopher isherwood en sus historias berlinesas) sino las capas más escondidas y alucinadas de la individualidad creadora. desde ese fondo de sí mismo realiza ahora Quiroga su obra más madura. ya no vive en Misiones, o vive poco en Misiones. Pero desde la asimi- lación de aquella tierra que le ha quedado grabada en lo más hondo, escribe sus cuentos. en un tono en que se mezcla la vivacidad de la observación directa con la pequeña distancia del recuerdo cuenta la historia de “van- Houten” (diciembre, 1919), que se basa en un personaje real que pude conocer y comparar con el del cuento cuando visité Misiones en 1949; la de “el hombre muerto” (junio 27, 1920), que traslada a la ficción un senti- miento muy vivo y alucinado del autor; la de “la cámara oscura” (diciem- bre 3, 1920) que mezcla la realidad y la pesadilla en uno de los relatos más terribles, más hondamente vividos, de este libro: su propia angustia ante la muerte de su mujer, la liberación que significa el contacto con la naturaleza, aparecen sutilmente traspuestas en esta historia macabra; la de “el techo de incienso” (febrero 5, 1922) en que el sesgo humorístico del relato permite cuentos XX dar mejor su esfuerzo sobrehumano al tratar de cumplir, en medio de la selva, y simultáneamente, las funciones de Juez de Paz y carpintero; la de “los destiladores de naranja” (noviembre 15, 1923), que aprovecha una anécdota personal para derivar hacia un tema de alucinación y locura; la de “los precursores” (abril 14, 1929), que contiene el mejor, el más sabio, el más humorístico testimonio sobre la cuestión social en Misiones, y es tam- bién un admirable ejemplo de cómo usar la jerga sin caer en oscuridades dialectales. en todos estos relatos, muchos de los cuales se incorporan a Los des­ terrados, Quiroga desarrolla una forma especial de la ternura: esa que no necesita del sentimentalismo para existir, que puede prescindir de la men- tira y de las buenas intenciones explícitas; la ternura del que sabe qué cosa frágil es el hombre pero que sabe también qué heroico es en su locura y qué sufrido en su dolor, en su genial inconsciencia. Por eso, estos cuentos contienen algo más que la crónica de un ambiente y sus tipos (como dice el subtítulo del libro); son algo más que historias trágicas, o cómicas, que se insertan en un mundo exótico. consisten en profundas inmersiones en la realidad humana, hechas por un hombre que ha aprendido al fin a liberar en sí mismo lo trágico, hasta lo horrible. en ningún lado mejor que en “el desierto” (enero 4, 1923) que dará título al volumen de 1923, y en “el hijo” (enero 15, 1928) ha alcanzado Quiroga ese dificilísimo equilibrio entre la narración y la confesión que constituye su más sazonada obra. allí el hombre que nunca quiso hablar del suicidio de su primera mujer, ese hombre duro e impenetrable, se entrega al lector en el recuento de sus alucinaciones de padre. los relatos están escritos muchos años después del suceso (o sueño) que los originó, cuando ya sus hijos son grandes y empiezan a separarse naturalmente de su dura y tierna tutela. Pero es en esa distancia (la emoción evocada en la tranquili- dad, de que hablaba y tan bien Wordsworth), es en esa muerte y resurrec- ción de la emoción, que el mismo Quiroga aconsejaba en el “decálogo del perfecto cuentista” (julio, 1927), donde reside la clave del sentimiento que transmiten tan poderosamente ambos relatos. son esencialmente autobiográficos, lo que significa que no lo son en su anécdota. Quiroga no murió, dejando abandonados en la selva a sus biblioteca ayacucHo XXi hijos pequeños, como el subercaseaux de “el desierto”; tampoco darío Quiroga murió al cruzar, con una escopeta en la mano, un traicionero alam- brado, como ocurre en “el hijo”. Pero si estos cuentos revelan anécdotas imaginarias, no son imaginarios los sentimientos que encierran: ese amor paternal y esa ternura sin flaccideces que constituyen el centro mismo de la personalidad del hirsuto y solitario individuo que fue Quiroga. la misma perfección de ambos relatos; su cuidadosa preparación del efecto final (más obvio en “el hijo”, más sutil en “el desierto”); ese juego calculado de anticipaciones y desvíos en que el fatal desenlace es acercado y alejado hasta que se vuelca abrumador sobre la sensibilidad del lector; esa misma perfección técnica, no hacen sino acentuar la fuerza de comuni- cación del sentimiento. con ellos logra Quiroga su máxima expresión crea- dora. también llega lo más hondo que le es posible en el descubrimiento de sus demonios interiores. Por eso ya no importa que luego fracase, una vez más, como novelista en Pasado amor (1929), o que todavía sobreviva en algunos cuentos fantásticos, curiosamente anticuados (como si regresara a sus orígenes) que recoge su último volumen, Más allá (1935). con “el desierto” y “el hijo” se marca una culminación, su culminación. le quedaban unos años, pocos, de vida. demasiado sensible a la atmós- fera literaria para no advertir que los jóvenes iban por otros rumbos, que su palabra (en la argentina, por lo menos) ya no era escuchada, demasiado verdadero como para no reconocer que se le iban secando las fuentes del arte, Quiroga abandona de a poco la creación. en sus últimos cuentos se siente el incontenible empuje autobiográfico, lo que les da una equívoca condición de memorias. artículos y notas que escribe cada vez con mayor abundancia a partir de 1922, vierten la experiencia literaria acumulada por este hombre en tantos años de dolor y escasa alegría. de tanto en tanto publica algunos textos, como “una serpiente de cascabel” (noviembre 27, 1931) en que es difícil trazar la línea de separación entre lo que cuenta y lo que inventa. aunque escribe algunos relatos más, Quiroga ya está de espaldas a su arte. a los amigos que lo incitan todavía a crear, que le piden no se aban- done, que quieren sacarle algunos relatos aún, escribe unas cartas en que defiende su posición crepuscular: cuentos XXiv relectura minuciosa permite distinguir del conjunto de doscientos, tienen algo común: por encima de ocasionales diferencias temáticas o estilísticas expresan una misma realidad, precisan una actitud estética coherente. si se quisiera encontrar una fórmula para definirla habría que referirse a la objetividad de esta obra, de este creador. nada más fácil en este terreno que una grosera confusión de términos. Por eso mismo, conviene aclarar ante todo su exacto significado. la obje- tividad es la condición primera de todo arte clásico. significa para el artista el manejo de sus materiales con absoluto dominio; significa la superación de la adolescencia emocional (tanto más persistente que la otra), el aban- dono de la subjetividad. significa haber padecido, haber luchado y haber expresado ese padecer, esa lucha en términos de arte. la objetividad no se logra por mero esfuerzo, o por insuficiencia de la pasión; tampoco es don que pueda heredarse. no es objetivo quien no haya sufrido, quien no se haya vencido a sí mismo. la objetividad del que no fue probado no es tal, sino inocencia de la pasión, ignorancia, insensibilidad. Quiroga alcanzó estéticamente la objetividad después de dura prueba. el exacerbado subjetivismo del fin de siglo, los modelos de su juventud (Poe, darío, lugones), su mismo temperamento apasionado, parecían con- denarlo a una viciosa actitud egocéntrica. no es ésta la ocasión de tra- zar minuciosamente sus tempranos combates. baste recordar que de esa compleja experiencia de sus veinte años –que incluyó una breve aventura parisina– extrajo el joven Los arrecifes de coral (1901) y muchos relatos de libros posteriores. Pero el tránsito por el modernismo no sólo fue un paso en falso para Quiroga. no sólo lo condujo a erróneas soluciones, a la busca de una expre- sión creadora en el verso o en una prosa recargada de prestigios poéticos. esa experiencia fue también formadora. actuó providencialmente. arroja- do al abismo, pudo perderse Quiroga, como tantos de su generación que no han conseguido superar su tiempo. de su temple, de su esencial sabiduría oscura, da fe el que haya sabido cerrar con dura mano el ciclo poético de su juventud e iniciar lenta, cautelosa, fatalmente, su verdadero destino de narrador. el primero que reconoció en el joven poeta despistado del mo- dernismo al futuro gran narrador fue lugones, verdadero taumaturgo de biblioteca ayacucHo XXv Quiroga. una doble maduración –humana, literaria– habría de conducir al joven al descubrimiento de Misiones (como territorio de su creación literaria y como hábitat de ese salvaje que llevaba escondido pecho aden- tro) pero también habría de conducirlo al descubrimiento entrañable de sí mismo, a la objetividad en la vida y en el arte. Por eso, Quiroga alcanzada la madurez habrá de aconsejar al joven narrador en el “décalogo del per- fecto cuentista” que publica el año 1927: “no escribas bajo el imperio de la emoción. déjala morir y evócala luego. si eres capaz de revivirla, tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino”. a él le costó, pero hubo de aprender a hacerlo. la objetividad tiene una faz adusta. no es extraño por eso que un crítico salteño, antonio M. grompone, haya señalado la indiferencia de Quiroga por la suerte de sus héroes, su respeto no desmentido por la natu- raleza omnipotente, verdadero y único protagonista aparente de sus cuen- tos. creo que esa apreciación encierra, a pesar de reiterados aciertos de detalle, un error de perspectiva. como artista objetivo que supo llegar a ser en su madurez, Quiroga dio la relación entre el hombre y la naturaleza en sus exactos términos americanos. sin romanticismos, sin más crueldad de la inevitable, registró la ciega fuerza del trópico y la desesperada derrota del hombre en un medio sobrehumano. esto no implica de ningún modo que no fuera capaz de sentir compasión por ese mismo hombre que la verdad de su arte le hacía presentar anonadado por fuerzas superiores, sólo capaz de precarias victorias. algunos de sus más duros cuentos, como “en la noche” (diciembre 27, 1919) o como “el desierto” o “el hijo” (a los que ya me he referido en la segunda parte de este prólogo), tienen un contenido autobiográfico esencial, parten de una experiencia vivida por el artista, aunque no en los términos literales que usa en sus relatos. la angustia que difunden naturalmente sus narraciones no sería tan verdadera, su lucidez tan trágica, si el propio Quiroga no hubiera sido capaz de vivir –así sea en forma parcial o simbólica– las atroces, las patéticas circunstancias que sus cuentos describen. Pero si esta realidad autobiográfica no basta para documentar la raíz subjetiva de este arte objetivo, piénsese cuánto más eficaz (estética, huma- namente) es la compasión que fluye en forma intolerable, incontenible, de cuentos XXvi estas duras narraciones que el blando lamento compasivo de tantos escrito- res, capaces sólo de dar en palabras enfáticas, en descolocada indignación, su dolor y rebeldía. compárese la descripción objetiva del infierno, de los mensú en el cuento del mismo nombre con los excesos retóricos y melo- dramáticos de alfredo varela en El río oscuro (1943) y se verá cuál arte es el más hondo y verdadero, cuál indignación más eficaz. Por su misma excesiva dureza, los cuentos de Quiroga sacuden al lector con mayor eficacia y pro- vocan así la deseada, la buscada conmoción interior. y si uno observa bien, no es compasión únicamente lo que se despren- de de sus narraciones más hondas. es ternura. considérese a esta luz los cuentos arriba mencionados. en ellos Quiroga se detiene a subrayar, con finos toques, aun las más sutiles situaciones. el padre de “el desierto”, en su delirio de moribundo, comprende que a su muerte sus hijos se mori- rán de hambre, demasiado pequeños para poder sobrevivir en plena selva. entonces dice Quiroga : “y él se quedaría allí, asistiendo a aquel horror sin precedentes”. nada puede comunicar mejor, con más desgarradora precisión, la impotencia del hombre que muere que esa anticipación de su cadáver asistiendo a la inevitable destrucción de sus hijos. Por otra parte, todo el volumen que se llama Los desterrados responde al mismo signo de una ternura viril y pudorosa. los tipos y el ambiente mi- sioneros aparecen envueltos en la cálida luz simpática que arroja la mirada de Quiroga, su testigo y su cómplice. ahí están los personajes de esas histo- rias: João Pedro, tirafogo, van Houten, Juan brown, hasta el innominado hombre muerto. en la pintura de estos ex hombres, en la presentación de sus extrañas aventuras reales, muchas veces puramente interiores, de sus manías o de sus vicios, en la expresión de esas almas cándidas y únicas, ha puesto el artista su secreto amor a los hombres. la ternura alcanza asimismo a los animales. Quiroga supo, como po- cos, recrear el alma simple y directa, la vanidad superficial, la natural fiereza de los animales. y no sólo en los famosos Cuentos de la selva (para niños) o en las más ambiciosas reconstrucciones a la manera de Kipling (Anaconda, “el regreso de anaconda”, febrero 1o, 1925), sino principalmente en dos de sus cuentos magistrales, “la insolación” y “el alambre de púa”. ya me he referido en la segunda parte de este estudio a esa experiencia sobrena- biblioteca ayacucHo XXiX “la gallina degollada” (julio 10, 1909). este cuento que por su difusión ha contribuido a configurar la imagen de un Quiroga sádico del sufrimiento, presenta (como es bien sabido) la historia de una niña asesinada por sus cuatro hermanos idiotas. del examen atento, surge, sin embargo, el recato estilístico en el manejo del horror, un auténtico pudor expresivo. las notas de mayor efecto están dadas antes de culminar la tragedia familiar: en el fatal nacimiento sucesivo de los idiotas, en su naturaleza cotidiana de bes- tias; en el lento degüello de la gallina que ejecuta la sirvienta ante los ojos asombrados y gozosos de los muchachos. al culminar la narración, cuando los idiotas se apoderan de la niña, bastan algunas alusiones laterales, una imagen, para trasmitir todo el horror: “uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran pluma...”. dos notas de muy distinta naturaleza cierran el cuento que ha dado sólo por elipsis el sacrificio de la hermanita: el padre ve el cuadro que el narrador no describe, la madre cae emitiendo un ronco suspiro. a lo largo de la obra de Quiroga se puede advertir la progresión, ver- dadero aprendizaje en el manejo del horror. desde las narraciones tan crudas de la Revista del Salto (1899) hasta las de su último volumen, Más allá (1935), cabe trazar una línea de perfecta ascensión. en un primer mo- mento, Quiroga debe nombrar las cosas para suscitar el horror; abusa de descripciones que imagina escalofriantes y que son, por lo general, embo- tadoras. Por ejemplo, en el cuento que titula desafiantemente, “Para no- che de insomnio” (noviembre 6, 1899) escribe que el muerto “iba tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día amarillento daban de lleno en su rostro violado con manchas lívidas. su cabeza se sacudía de un lado para otro. a cada golpe en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba con sus ojos vidriosos, duros y empañados. nuestras ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le sostenían el cuello se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada sacudida brotaba de sus labios”. Quiroga aprende luego a sugerir en vez de decir, y lo hace con fuertes trazos, como en el pasaje ya citado de “la gallina degollada”, o como en este otro alarde de sobriedad que es “el hombre muerto” en que el hecho fatal es apenas indicado por el narrador en frase de luminosa reticencia: “Mas al cuentos XXX bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, el pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le esca- paba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo”. ya en plena madurez, Quiroga logra aludir, casi imperceptiblemente, en un juego elusivo de sospechas y verdades, de alucinación y esperanza frustrada, como ocurre en “el hijo”, su más perfecta narración de horror. un horror, por otra parte, secreto y casi siempre disimulado tras algún rasgo de incontenible felicidad. tal vez no sea casual, por eso mismo, que en este cuento se dé también (contenida pero evidente) la ternura. Proba- blemente, Quiroga nunca leyó el prefacio de Henry James a la colección de relatos suyos que incluye The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca) pero de hacerlo, habría estado completamente de acuerdo con este consejo del gran narrador norteamericano: “Haz sólo suficientemente intensa la visión general del mal que posee el lector (...) y sus propias experiencias, su propia indignación, su propia simpatía (...) y horror (...), le proporcionarán de modo suficiente todos los detalles. Hazlo pensar el mal, hazlo pensar en él por sí mismo, y te ahorrarás débiles especificaciones”. lo que allí predica James es lo que aprendió a realizar Quiroga en su madurez. algo parece indiscutible ahora: Quiroga es un maestro en el manejo del horror y la ternura. Pero, ¿cómo se compadecen ambos en su arte? no hay que desechar la clave que aporta el título –tan significativo– de uno de sus mejores volúmenes, el más ambicioso y el que lo reveló a un público muy calificado: Cuentos de amor de locura y de muerte. (Quiroga se negó, cuenta gálvez, a que se pusiera una coma entre la palabra amor y el de siguiente. no le gustaban las comas en los títulos.) en la triple fórmula de ese libro aparecen encerradas las tres dominantes de su mundo real, dominantes que, por lo demás, se daban muchas veces fundidas en un mismo relato. el amor conduce a la locura y a la muerte en “el solitario” (mayo 30, 1913); la locura se libera con la muerte en “el perro rabioso” (octubre 10, 1910). a toda la zona oscura del alma de este narrador, que se alimentó siempre en Poe y en dostoievski, pertenece esta creación de incontenible crueldad. Pero el horror y la dureza (hay que insistir) no respondían a sádica per- versión, a indiferencia por el sufrimiento ajeno, a mera lujuria verbal, sino biblioteca ayacucHo XXXi al auténtico horror que conoció él mismo en su propia vida y que marcó tantos momentos de su existencia: la muerte de su padre, en un accidente de caza, cuando él tenía apenas unos meses y estaba en brazos de su madre; el suicidio brutal de su padrastro al que casi le tocó asistir cuando era un adolescente; el involuntario asesinato de uno de sus mejores amigos, Fede- rico Ferrando, el único de sus compañeros de bohemia que también tenía genio poético; el suicidio lento, la interminable agonía de ocho días, de su primera mujer, a la que habrá de referirse, desgarrado, en Pasado amor. los cuentos de horror y de crueldad, vistos en esta perspectiva biográfica, parecen liberaciones de sus pesadillas del sueño y de la vigilia. demasiado sincero para ocultarse el horror del mundo, su crueldad sin sentido, o para buscar en su arte sólo una vía de escape, Quiroga prefirió explorar hasta los bordes mismos del delirio, hasta la fría desesperación, esos abismos in- teriores. en carta a Martínez estrada (agosto 26, 1936) habría de expresar- lo con su peculiar estilo abrupto: “le aseguro que cualquier contraste, hoy me es mucho más llevadero, desde que puedo descargarme la mitad en ud. este es el caso que es el del artista de verdad. verso, prosa: a uno y otra van a desembocar el sobrante de nuestra tolerancia psíquica. Pues vividas o no, las torturas del artista son siempre una. relato fiel o amigo fiel, ambas ejer- cen de pararrayos a estas cargas de alta frecuencia que nos desordenan”. en su madurez logró trascender Quiroga lo que había de más morboso en esta tendencia al horror. esto no significa que haya podido eliminar todos sus rasgos. bajo la forma de cruda alucinación, de locura, están presentes hasta el último momento de su apasionada carrera. Pero su visión profunda le permitió algunas hazañas narrativas en que del más puro humorismo se pasa, casi sin transición, al horror. tal vez sea en “los destiladores de naran- ja” donde aparece más clara la línea que separa uno y otro movimiento del ser. los elementos anecdóticos del cuento (que parte de un suceso autobio- gráfico ya que Quiroga intentó la destilación de naranjas), el acento puesto en las circunstancias cómicas, la feliz pintura de algún personaje episódico, no permiten prever el tremendo –y efectista– desenlace, cuando el químico en su delirio alcohólico confunde a su hija con una rata y la ultima. no se elude aquí siquiera el grueso brochazo melodramático; el cuento se cierra con una nota de alucinado horror: “y ante el cadáver de su hija, el doctor cuentos XXXiv Por eso, todo lo que es elemento salvaje y cruel en su carácter aparece en- riquecido por esa horrible experiencia del dolor que lo acompaña desde la niñez. crueldad y dolor parecen los dos elementos más íntimamente fundidos en lo hondo del carácter de este hombre trágico. la locura no fue en Quiroga sólo un tema literario. durante toda su vida estuvo acechado por ella. ya desde sus comienzos había sabido reco- nocer que “la razón es cosa tan violenta como la locura y cuesta horrible- mente perderla”. Había descubierto “esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio”, como escribe en Los perseguidos, ese relato largo en que culmina su obsesión con el tema del doble y en que termina por expiar (del todo) el involuntario asesinato de Ferrando. Porque Quiroga conocía la locura no en el sentido patológico inmediato sino en el más sutil y elusivo de la histeria. siempre se creyó un fronterizo (como califica al héroe de “el vampiro”, noviembre 11, 1927). lo demuestran dos testimonios tan alejados en el tiempo como estos dos que junto ahora. en una anotación de su Diario de viaje a París (abril 7, 1900) señala: “Hay días felices. ¿Qué he hecho para que hoy por tres veces me haya sentido con ganas de escribir, y no sólo eso que no es nada; sino que haya escrito? Porque éste es el flaco de los des- equilibrados. 1o) no desear nada, cosa mortal. 2o) desear enormemente, y, una vez que se quiere comenzar, sentirse impotente, incapaz de nada. esto es terrible”. treinta y seis años más tarde (al cabo de su carrera literaria) confirmará a Martínez estrada: “bien sé que ambos, entre tal vez millo- nes de seudosemejantes, andamos bailando sobre una maroma de idéntica trama, aunque tejida y pintada acaso de diferente manera. somos ud. y yo fronterizos de un estado particular, abismal y luminoso, como el infierno. tal creo”. esta convicción nacía del conocimiento de su sensibilidad. el remedio fue, es siempre, el dominio objetivo de sí mismo. así como pudo aconsejar al joven narrador: “no escribas bajo el imperio de la emoción”, así pudo enterrar durante años en lo más profundo de su ser la memoria de la trágica muerte de su primera esposa. esto no significa matar el recuerdo del ser querido, sino destruir las imágenes destructoras, los ídolos. durante toda su vida, a lo largo de toda su carrera literaria, exploró biblioteca ayacucHo XXXv Quiroga el amor. sus cuentos, sus novelas fracasadas, los testimonios de su correspondencia y de sus diarios, lo muestran como fue: un apasionado, de aguda y rápida sensibilidad, un poderoso sensual, impaciente, un sen- timental. cuatro grandes pasiones registran sus biógrafos pero hubo sin duda muchas más: pasiones fugaces, consumidas velozmente; pasiones incomunicadas que perduran sin saberse. a la obra trasegó el artista esta suma de erotismo. Pero no siempre consiguió recrearla. logró memora- bles, parciales, aciertos. abundan relatos como “una estación de amor” (enero 13, 1912), de sutiles notas, de fuertes intuiciones perversas, con un admirable retrato de la madre corruptora que se basa en un personaje real, también pintado (con otras artes) por Juan Manuel de blanes. Pero ni en este cuento ni en otros alcanzó Quiroga la plenitud sobria de los relatos misioneros. estaba demasiado comprometido con el amor para lograr esa necesaria perspectiva, ese distanciamiento, que exige la creación. en sus dos novelas, el tema del amor es también central pero es curioso que lo me- jor en ellas no sea la pasión erótica misma. en Historia de un amor turbio, son los celos, la presencia enloquecedora del otro o la otra, lo que permite al relato alcanzar su más alta expresión; en Pasado amor, es la evocación de la mujer ya fallecida del protagonista, y no la trivial historieta de una pasión contrariada, la que domina el libro. tampoco fue el horror un procedimiento mecánico descubierto en los cuentos de Poe, y perfeccionado en la técnica de Maupassant o de chejov. el horror estaba instalado en su vida misma. como la crueldad. la había descubierto y sufrido en su propia carne antes de aplicarla a sus criaturas. cuando la mujer de “en la noche” rema enloquecida, hora tras hora, con- tra las correderas del Paraná para avanzar apenas algunos centímetros, Quiroga no contempla impasible el esfuerzo agotador: Quiroga rema con ella. esa identificación del artista con su material, que prepara y fomenta la identificación del lector, es lo que permite ese milagro. Pero su arte para realizarse necesita además esa distancia que le facilita la objetividad y que, como ha expresado magistralmente Martínez estrada, consiste en la elimi- nación drástica de lo accesorio. a su propia vida, a la formación de sí mismo, aplicó también esa obje- tividad. Para el que examina cuidadosamente su circunstancia biográfica, cuentos XXXvi tal como la registra la crónica de sus biógrafos y el testimonio de amigos y conocidos, parece indudable que Quiroga se hizo a sí mismo. de un ser físicamente débil y ensombrecido tempranamente por la histeria, extrajo una figura indestructible, dura por la intimidad con el silencio, que es el resultado de ese trabajo máximo de la voluntad sobre el carácter cuyo mo- delo simbólico habría que buscar en el mundo de ibsen, en ese Brand que inspiró la vida y las doctrinas de sóren Kierkegaard. en una carta a Martí- nez estrada comenta así Quiroga la tragedia (julio 25, 1936): Brand: ¡Pero amigo! es el único libro que he releído cinco o seis veces. entre los “tres” o “cuatro” libros máximos, uno de ellos es Brand. diré más: después de cristo, sacrificado en aras de su ideal, no se ha hecho nada en ese sentido superior a Brand. y oiga ud. un secreto: yo con más suerte, debí haber nacido así. lo siento en mi profundo interior. no hace tres meses torné a releer el poema. y creo que lo he sacado de la biblioteca cada vez que mi deber –o lo que yo creo que lo es– flaqueaba. no se ha escrito jamás nada superior al cuarto acto de Brand, ni se ha hallado nunca nada más desgarrador en el pobre corazón humano para servir de pedestal a un ideal. también yo tuve la revelación de inés cuando exigida y rendida por el “todo o nada”, exclamó: “ahora comprendo lo que siempre ha sido oscuro para mí: el que ve el rostro de Jehová debe morir”. sí, querido compañero. y también tengo siempre en la memoria una frase de emerson, correlativa de aquélla: “nada hay que el hombre no pueda conseguir: pero tiene que pagarlo”. esta pasión de lo absoluto, este todo o nada del personaje ibseniano, también asoma en la vida y carácter del narrador misionero y tiñe de desespe- ración su demoníaca figura. no es extraño por eso mismo que este hombre tan poco dado a la cortesía literaria escriba un par de cartas desde Misiones a José enrique rodó (en 1909 y en 1911) para agradecerle en la forma más concisa y sincera posible el envío de Motivos de Proteo. en la lectura y re- lectura de algunos pasajes de ese libro habrá encontrado Quiroga esa épica de la voluntad a la que él también estaba secretamente entregado. aquí está la raíz del hombre salvaje, del hombre trágico. Quiroga volvió la espalda al mundo occidental reconstruido penosamente por in- migrantes en ambas márgenes del Plata, se encerró en la selva (la primitiva biblioteca ayacucHo XXXiX el ámbito de su arte era el cuento corto. reflexionando sobre las formas de la narración sostuvo en distintas oportunidades (“decálogo del perfecto cuentista”, ya citado; “la retórica del cuento”, diciembre 21, 1928; “ante el tribunal”, setiembre 11, 1931) la diferencia básica entre cuento y novela. esa diferencia le parecía radicar en la “fuerte tensión en el cuento” y “la vasta amplitud en la novela”. de ahí que afirmase: “Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría gran tensión, cerraban su circuito en el cuento, mientras los narradores en quienes predominaba la cantidad, buscaban en la novela la amplitud suficiente”. en otros textos insiste en los caracteres esenciales del cuento corto, el que mejor practicó. “el cuento literario (...) consta de los mismos elementos sucintos del cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante in- teresante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención. Pero no es indispensable (...) que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.” también indica en sus trabajos teóricos: “en la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos cali- dades se han exigido siempre: en el autor el poder de transmitir vivamente y sin demora sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato que la definan”. Quiroga supo asimismo codificar los puntos más importantes de su estética, aconsejando al novel cuentista: “no empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. en un cuento bien logrado las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”. en otra oportunidad habría de escribir: “luché porque el cuento (...) tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin”. también aconseja al joven narrador: “toma a los perso- najes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. no te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. no abuses del lector. un cuento es una novela depurada de ripios. ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea”. el agregado demuestra hasta qué punto sabía Quiroga que esta última afirmación era falsa; pero como estaba escribiendo para el cuentista, y no para el futuro novelista, prefiere subrayar la condición sintética del cuento, aun a riesgo cuentos Xl de exagerar, y sabiendo que exageraba. de esta lección retórica se desprende inmediatamente otra: sobre el estilo. en Quiroga se ajustó a las exigencias primordiales de brevedad y concentración que le había predicado luis Pardo, el español que estaba a cargo de la redacción de Caras y Caretas, y que no le dejaba más de una página de la revista, con ilustración y todo, para desarrollar su historia. es cierto que más tarde, hasta Caras y Caretas se enorgulleció de conceder más espacio a Quiroga. aun así, el cuentista había aprendido bien la lección y muchas veces no necesitó mayor espacio para redondear completamente su historia. en su Decálogo lo dice magistralmente: “si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: ‘desde el río soplaba un viento frío’, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarlas”. en el mismo texto agrega: “no adjetives sin necesidad. inútil será cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. si hallas el que es preciso, él solo, tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo”. Hace algunos años se abrió un debate en el río de la Plata sobre la supuesta incorrección del estilo de Quiroga. en el prólogo de sus Cuentos escogidos (Madrid, aguilar, 1950) llegó a decir guillermo de torre: “escri- bía, por momentos, una prosa que a fuerza de concisión resultaba confusa; a fuerza de desaliño, torpe y viciada. en rigor no sentía la materia idiomática, no tenía el menor escrúpulo de pureza verbal”. como esta frase suscitó algún resquemor y alguna réplica, el crítico español aclaró más tarde: recuerdo que hace bastantes años, a raíz de mi primer viaje a buenos aires, encontré en una tertulia de La Nación a Quiroga. tras las presentaciones de rigor, hube de decirle, con tanta cortesía como sinceridad, cuánto me habían impresionado ciertos cuentos suyos que había tenido ocasión de leer en espa- ña, reunidos en un tomo que allí se editó bajo el título de La gallina degollada: Horacio Quiroga vino a responderme más o menos: “Muy amable de su parte, pero no creo que mis cuentos puedan interesar mucho a los lectores espa- ñoles; seguramente los encontrarán mal escritos, porque a mí no me interesa el idioma”. estas palabras que invoca de torre, y que sustancialmente deben ser exactas, apuntan no a un desprecio de la materia idiomática, como creyó el crítico español, sino a un concepto distinto del idioma. es posible enten- biblioteca ayacucHo Xli derlo como una materia legislada y codificable, el idioma de los gramáticos y de los filólogos que tanto seduce a los escritores y lectores españoles por aquella época (gabriel Miró pasa entonces por ser gran novelista), pero también es posible entenderlo como medio de expresión personal. en el primer sentido (el idioma) es seguro que no interesaba a Quiroga y de ahí que pensara que los lectores españoles, tan sugestionados por la pureza, por lo castizo, por la gramática, serían insensibles a sus cuentos. Pero como medio expresivo (como habla, para emplear la distinción ya clásica de la estilística que de torre parece no sospechar) el idioma no podía no inte- resar a Quiroga porque era la sustancia misma de su arte. toda su obra, toda su teoría y su práctica del cuento, están ahí para demostrar cuánto le interesaba. Por otra parte (y como ha demostrado José Pereira rodríguez con la comparación de sucesivas versiones del mismo cuento) este mismo Quiroga que no se interesaba por el idioma era infatigable en la tarea de revisar y corregir el habla de sus cuentos. Merece asimismo repasarse su opinión sobre el regionalismo en el arte, otro punto muy debatido de la narrativa hispanoamericana y que en sus ex- cesos ha estropeado obras tan interesantes como Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel asturias. ya se sabe que hasta cierto punto toda la obra de Quiroga fue regionalista. Pero lo fue en esencia, no en accidente. Él aportó al regionalismo una perspectiva universal. no buscó el color local sino el ambiente interior; no buscó la circunstancia anecdótica sino el hombre. unas frases de su artículo sobre la traducción castellana de El ombú, de William Henry Hudson, abordan con lucidez el problema. está publicado en La Nación (julio 28, 1929) y se refiere allí a la jerga, de la que tanto abusan los regionalistas hasta el punto de que sus obras resultan ilegibles. Quiroga afirma: cuando un escritor de ambiente recurre a ella, nace de inmediato la sospecha de que trata de disimular la pobreza del verdadero sentimiento regional de dichos relatos, porque la dominante psicología de un tipo la da su modo de proceder o de pensar, pero no la lengua que usa. (...) la jerga sostenida desde el principio al fin de un relato, lo desvanece en su pesada monotonía. no todo en tales lenguas es característico. antes bien, en la expresión de cuatro o cinco giros locales y específicos, en alguna torsión de la sintaxis, en una forma verbal peregrina, es donde el escritor de buen gusto encuentra color suficiente para cuentos Xliv Montevideo, asir, 1961, o en un artículo de la Nueva Revista de Filología Hispánica, de México: “Horacio Quiroga en el uruguay: una contribución bibliográfica”, julio-diciembre 1957) en dos investigaciones fundamenta- les: “Hacia la cronología de Horacio Quiroga”, de emma susana sperati Piñero (también en la nrFH, México, octubre-diciembre 1955) y “Pro- yecto para obras completas de Horacio Quiroga”, de annie boule-chris- tauflour (en el Bulletin Hispanique, bordeaux, enero-junio 1965), que am- plía y perfecciona los estudios bibliográficos anteriores. la documentación biográfica y crítica, que arranca de la biografía de delgado y brignole, ha sido considerablemente aumentada por estudios realizados en el uruguay por José enrique etcheverry, Mercedes ramírez de rossiello y por el que suscribe. el resultado último de estos trabajos se puede ver, por ahora, en mi libro Genio y figura de Horacio Quiroga, que tiene en prensa la editorial universitaria de buenos aires. Ha renovado la interpretación del narrador un estudio de noé Jitrik, Horacio Quiroga. Una obra de experiencia y riesgo (buenos aires, ediciones cultura argentina, 1959) que contiene una exce- lente cronología y una bibliografía, realizadas respectivamente por oscar Masotta y Jorge lafforgue, y por Horacio Jorge becco. el conjunto de estos trabajos e investigaciones, así como la constante reedición de su obra, certi- fican la vigencia del narrador y constituyen la mejor prueba de su arte. Emir Rodríguez Monegal biblioteca ayacucHo Xlv criterio de esta edición Para la presente edición de Cuentos de Horacio Quiroga, la biblioteca aya- cucho ha utilizado los volúmenes 101 y 102 (Selección de cuentos. Horacio Quiroga) de la “colección de clásicos uruguayos” de la biblioteca artigas, Montevideo, 1966. todos los textos que integran dicha selección provie- nen de las respectivas fuentes originales, con las siguientes excepciones: “la gama ciega”, tomado de Cuentos de la selva, buenos aires, losada s.a., 1954; “el decálogo del perfecto cuentista”, de Cuentos escogidos de Horacio Quiroga, Madrid, aguilar, 1950; y “sobre El ombú de Hudson” que con “el sentimiento de la catarata” se han reproducido de la selección que de ellos da Idilio y otros cuentos, Montevideo, Claudio García y Cía., 1954. En todos los casos se ha seguido el texto, introduciendo la acentuación de las mayúsculas, como es norma en las últimas publicaciones de Biblioteca Ayacucho y la corrección de algunas erratas advertidas. Las notas al pie corresponden a la edición original, salvo indicación en contrario. La cronología y la bibliografía han sido revisadas y ampliadas por el De­ partamento Editorial. B.A. biblioteca ayacucho  Para noche de insomnio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la curiosidad de la convale­ cencia, los fines de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón; –la alucinación, dejando al principio bien pronto conocida y razonadora como un libro–, el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable lógica; la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción establecida entre los nervios y el espí­ ritu, y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . baudelaire: Vida y obras de Edgar Poe a todos nos había sorprendido la fatal noticia; y quedamos aterrados cuando un criado nos trajo –volando– detalles de su muerte. aunque hacía mucho tiempo que notábamos en nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo. había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos. y cuando le tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión horrorizada. cuentos  aquella tarde húmeda y nublada, hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. el cielo estaba lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte. condujimos el cadáver en un carruaje, apelotonados por un horror cre­ ciente. la noche venía encima; y por la portezuela mal cerrada caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha. iba tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día amarillento daban de pleno en su rostro violado con manchas lívidas. su cabeza se sacudía de un lado para otro. a cada golpe en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba con sus ojos vidriosos, duros y empañados. nuestras ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le sostenían el cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada sacudida brotaba de sus labios. no sé debido a qué causa, pero creo que nunca en mi vida he sentido igual impresión. al solo contacto de sus miembros rígidos, sentía un esca­ lofrío en todo el cuerpo. extrañas ideas de superstición llenaban mi cabeza. mis ojos adquirían una fijeza hipnótica mirándolo, y en el horror de toda mi imaginación, me parecía verle abrir la boca en una mueca espantosa, clavarme la mirada y abalanzarse sobre mí, llenándome de sangre fría y coagulada. mis cabellos se erizaban, y no pude menos de dar un grito de angustia, convulsivo y delirante, y echarme para atrás. en aquel momento el muerto se escapaba de nuestras rodillas y caía al fondo del carruaje cuando era completamente de noche, en la oscuridad, nos apretamos las manos, temblando de arriba abajo, sin atrevernos a mi­ rarnos. todas las viejas ideas de niño, creencias absurdas, se encarnaron en nosotros. levantamos las piernas a los asientos, inconscientemente, llenos de horror, mientras en el fondo del carruaje, el muerto se sacudía de un lado a otro. Poco a poco nuestras piernas comenzaron a enfriarse. era un hielo que subía desde el fondo, que avanzaba por el cuerpo, como si la muerte fuese contagiándose en nosotros. no nos atrevíamos a movernos. de cuando en cuando nos inclinábamos hacia el fondo, y nos quedábamos mirando por largo rato en la oscuridad, con los ojos espantosamente abiertos, cre­ biblioteca ayacucho  yendo ver al muerto que se enderezaba con una mueca de delirio, riendo, mirándonos, poniendo la muerte en cada uno, riéndose, acercaba su cara a las nuestras, en la noche veíamos brillar sus ojos, y se reía, y quedábamos helados, muertos, muertos, en aquel carruaje que nos conducía por las calles mojadas... nos encontramos de nuevo en la sala, todos reunidos, sentados en hi­ lera. habían colocado el cajón en medio de la sala y no habían cambiado la ropa del muerto por estar ya muy rígidos sus miembros. tenía la cabeza ligeramente inclinada con la boca y nariz tapadas con algodón. al verle de nuevo, un temblor nos sacudió todo el cuerpo y nos miramos a hurtadillas. la sala estaba llena de gente que cruzaba a cada momento, y esto nos distraía algo. de cuando en cuando, solamente, observábamos al muerto, hinchado y verdoso, que estaba tendido en el cajón. al cabo de media hora, sentí que me tocaban y me di vuelta. mis ami­ gos estaban lívidos. desde el lugar en que nos encontrábamos, el muerto nos miraba. sus ojos parecían agrandados, opacos, terriblemente fijos. la fatalidad nos llevaba bajo sus miradas [sic], sin darnos cuenta, como unidos a la muerte, al muerto que no quería dejarnos. ¡los cuatro nos quedamos amarillos, inmóviles ante la cara que a tres pasos estaba dirigida a nosotros, siempre a nosotros! dieron las cuatro de la mañana y quedamos completamente solos. ins­ tantáneamente el miedo volvió a apoderarse de nosotros. Primero un estupor tembloroso, luego una desesperación desolada y profunda, y por fin una cobardía inconcebible a nuestras edades, un pre­ sentimiento preciso de algo espantoso que iba a pasar. afuera, la calle estaba llena de brumas, y el ladrido de los perros se prolongaba en un aullido lúgubre. los que han velado a una persona y de repente se han dado cuenta de que están solos con el cadáver, excitados, como estábamos nosotros, y han oído de pronto llorar a un perro, han oído gritar a una lechuza en la madrugada de una noche de muerte, solos con él, comprenderán la impresión nuestra, ya sugestionados por el miedo, y con terribles dudas a veces sobre la horrible muerte del amigo. Quedamos solos, como he dicho; y al poco rato, un ruido sordo, como de un barboteo apresurado recorrió la sala. salía del cajón donde estaba cuentos  el cuento, pero todo, todo, todo. ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia. ¿Qué no sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud? a fines de diciembre leí a Fortunato algunos cuentos de Poe. me escu­ chó amistosamente, con atención sin duda, pero a una legua de mi ardor. de aquí que al cansancio que yo experimenté al final, no pudo comparársele el de Fortunato, privado durante tres horas del entusiasmo que me sostenía. esta circunstancia de que mi amigo llevara el mismo nombre que el del héroe del “tonel del amontillado” me desilusionó al principio, por la vulgarización de un nombre puramente literario; pero muy pronto me acostumbré a nombrarle así, y aun me extralimitaba a veces llamándole por cualquier insignificancia: tan explícito me parecía el nombre. si no sabía el “tonel” de memoria, no era ciertamente porque no lo hubiera oído hasta cansarme. a veces en el calor del delirio le llamaba a él mismo montresor, Fortunato, luchesi, cualquier nombre de ese cuento; y esto producía una indescriptible confusión de la que no llegaba a coger el hilo en largo rato. difícilmente me acuerdo del día en que Fortunato me dio pruebas de un fuerte entusiasmo literario. creo que a Poe puédese sensatamente atribuir ese insólito afán, cuyas consecuencias fueron exaltar a tal grado el ánimo de mi amigo que mis predilecciones eran un frío desdén al lado de su fanatismo. ¿cómo la literatura de Poe llegó a hacerse sensible en la ruda capacidad de Fortunato? recordando, estoy dispuesto a creer que la re­ sistencia de su sensibilidad, lucha diaria en que todo su organismo incons­ cientemente entraba en juego, fue motivo de sobra para ese desequilibrio, sobre todo en un ser tan profundamente inestable como Fortunato. en una hermosa noche de verano se abrió a mi alma en esta nueva faz. estábamos en la azotea, sentados en sendos sillones de tela. la noche cálida y enervante favorecía nuestros proyectos de errabunda meditación. el aire estaba débilmente oloroso por el gas de la usina próxima. debajo nuestro clareaba la luz tranquila de las lámparas tras los balcones abiertos. hacia el este, en la bahía, los farolillos coloridos de los buques cargaban de cambiantes el agua muerta como un vasto terciopelo, fósforos luminosos que las olas mansas sostenían temblando, fijos y paralelos a lo lejos, rotos bajo los muelles. el mar, de azul profundo, susurraba en la orilla. con las biblioteca ayacucho  cabezas echadas atrás, las frentes sin una preocupación, soñábamos bajo el gran cielo lleno de estrellas, cruzado solamente de lado a lado –en aquellas noches de evolución naval– por el brusco golpe de luz de un crucero en vigilancia. —¡Qué hermosa noche! –murmuró Fortunato–. se siente uno más irreal, leve y vagante como una boca de niño que aún no ha aprendido a besar... Gustó la frase, cerrando los ojos. —el aspecto especial de esta noche –prosiguió– tan quieta, me trae a la memoria la hora en que Poe llevó al altar y dio su mano a lady rowena tre­ manión, la de ojos azules y cabellos de oro. tremanión de tremaine. igual fosforescencia en el cielo, igual olor a gas... meditó un momento. volvió la cabeza hacia mí, sin mirarme: —¿se ha fijado en que Poe se sirve de la palabra locura, ahí donde su vuelo es más grande? en “ligeia” está doce veces. no recordaba haberla visto tanto, y se lo hice notar. —¡bah! no es cuestión de que la ponga tantas veces, sino de que en ciertas ocasiones, cuando va a subir muy alto, la frase ha hecho ya notar esa disculpa de locura que traerá consigo el vuelo de poesía. como no comprendía claramente, me puse de pie, encogiéndome de hombros. comencé a pasearme con las manos en los bolsillos. no era la única vez que me hablaba así. ya dos días antes había pretendido arras­ trarme a una interpretación tan novedosa de El Cameleopardo que hube de mirarle con atención, asustado de su carrera vertiginosa. seguramente había llegado a sentir hondamente; ¡pero a costa de qué peligros! al lado de ese franco entusiasmo, yo me sentía viejo, escudriñador y malicioso. era en él un desborde de gestos y ademanes, una cabeza lírica que no sabía ya cómo oprimir con la mano la frente que volaba. hacía fra­ ses. creo que nuestro caso se podía resumir en la siguiente situación: –en un cuarto donde estuviéramos con Poe y sus personajes, yo hablaría con éste, de éstos, y en el fondo Fortunato y los héroes de las Historias extraordinarias charlarían entusiasmados de Poe. cuando lo comprendí recobré la calma, mientras Fortunato proseguía su vagabundaje lírico sin ton ni son: —algunos triunfos de Poe consisten en despertar en nosotros viejas cuentos 10 preocupaciones musculares, dar un carácter de excesiva importancia al movimiento, coger al vuelo un ademán cualquiera y desordenarlo insisten­ temente hasta que la constancia concluya por darle una vida bizarra. —Perdón –le interrumpí–. niego por lo pronto que el triunfo de Poe consista en eso. después, supongo que el movimiento en sí debe ser la lo­ cura de la intención de moverse... esperé lleno de curiosidad su respuesta, atisbándole con el rabo del ojo. —no sé –me dijo de pronto con la voz velada como si el suave rocío que empezaba a caer hubiera llegado a su garganta–. un perro que yo tengo sigue y ladra cuadras enteras a los carruajes. como todos. les inquieta el movimiento. les sorprende también que los carruajes sigan por su propia cuenta a los caballos. estoy seguro de que si no obran y hablan racional­ mente como nosotros, ello obedece a una falla de la voluntad. sienten, piensan, pero no pueden querer. estoy seguro. ¿adónde iba a llegar aquel muchacho, tan manso un mes atrás? su frente estrecha y blanca se dirigía al cielo. hablaba con tristeza, tan puro de imaginación que sentí una tibia fiebre de azuzarle. suspiré hondamente: —¡oh Fortunato! –y abrí los brazos al mar como una griega antigua. Permanecí así diez segundos, seguro de que iba a provocarle una repetición infinita del mismo tema. en efecto, habló, habló con el corazón en la boca, habló todo lo que despertaba en aquella encrespada cabeza. antes le dije algo sobre la locura en términos generales. creo sobre la facultad de esca­ par milagrosamente al movimiento durante el sueño. —el sueño –cogió y siguió– o, más bien dicho, el ensueño durante el sueño, es un estado de absoluta locura. nada de conciencia, esto es, la facultad de presentarse a sí mismo lo contrario de lo que se está pensando y admitirle como posible. la tensión nerviosa que rompe las pesadillas ten­ dría el mismo objeto que la ducha en los locos: el chorro de agua provoca esa tensión nerviosa que llevará al equilibrio, mientras en el ensueño esa misma tensión quiebra, por decirlo así, el eje de la locura. en el fondo el caso es el mismo: prescindencia absoluta de oposición. la oposición es el otro lado de las cosas. de las dos conciencias que tienen las cosas, el loco o el soñador sólo ve una: la afirmativa o la negativa. los cuerdos se acogen biblioteca ayacucho 1 bastó. la noche continuaba en paz. los ruidos se perdían en aislados estre­ mecimientos, el rodar lejano de un carruaje, los cuartos de hora de una iglesia, un ¡ohé! en el puerto. en el cielo puro las constelaciones ascendían; sentíamos un poco de frío. como Fortunato parecía dispuesto a no hablar más, me subí el cuello del saco, froté rápidamente las manos, y dejé caer como una bala perdida: —era perfectamente loco. al otro lado de la calle, en la azotea, un gato negro caminaba tran­ quilamente por el pretil. debajo nuestro dos personas pasaron. el ruido claro sobre el adoquín me indicó que cambiaban de vereda; se alejaron ha­ blando en voz baja. me había sido necesario todo este tiempo para arrancar de mi cabeza un sinnúmero de ideas que al más insignificante movimiento se hubieran desordenado por completo. la vista fija se me iba. Fortunato decrecía, decrecía, hasta convertirse en un ratón que yo miraba. el silbido desesperado de un tren expreso correspondió exactamente a ese mons­ truoso ratón. rodaba por mi cabeza una enorme distancia de tiempo y un pesadísimo y vertiginoso girar de mundos. tres llamas cruzaron por mis ojos, seguidas de tres dolorosas puntadas de cabeza. al fin logré sacudir eso y me volví: —¿vamos? —vamos. me pareció que tenía un poco de frío. estoy seguro de que lo dijo sin intención; pero esta misma falta de in­ tención me hizo temer no sé qué horrible extravío. * * * esa noche, solo ya y calmado, pensé detenidamente. Fortunato me ha­ bía transformado, esto era verdad. ¿Pero me condujo él al vértigo en que me había enmarañado, dejando en las espinas, a guisa de cándidos vellones de lana, cuatro o cinco ademanes rápidos que enseguida oculté? no lo creo. Fortunato había cambiado, su cerebro marchaba aprisa. Pero de esto al reconocimiento de mi superioridad había una legua de distancia. este era el punto capital: yo podía hacer mil locuras, dejarme arrebatar por una cuentos 1 endemoniada lógica de gestos repetidos; dar en el blanco de una ocurrencia del momento y retorcerla hasta crear una verdad extraña; dejar de lado la mínima intención de cualquier movimiento vago y acogerse a la que podría haberle dado un loco excesivamente detallista; todo esto y mucho más po­ día yo hacer. Pero en estos desenvolvimientos de una excesiva posesión de sí, virutas de torno que no impedían un centraje absoluto, Fortunato sólo podía ver trastornos de sugestión motivados por tal o cual ambiente propi­ cio, de que él se creía sutil entrenador. Pocos días más tarde me convencí de ello. Paseábamos. desde las cinco habíamos recorrido un largo trayecto: los muelles de Florida, las revueltas de los pasadizos, los puentes carboneros, la universidad, el rompeolas que había de guardar las aguas tranquilas del puerto en construcción, cuya tarjeta de acceso nos fue acordada gracias al recrudecimiento de amistad que en esos días tuvimos con un amigo nuestro –ahora de luto– estudiante de ingeniería. Fortunato gozaba esa tarde de una estabilidad perfecta, con todas sus nuevas locuras, eso sí, pero tan en equilibrio como las del loco de un manicomio cualquiera. hablábamos de todo, los pañuelos en las ma­ nos, húmedos de sudor. el mar subía al horizonte, anaranjado en toda su extensión; dos o tres nubes de amianto erraban por el cielo purísimo; hacia el cerro de negro verdoso, el sol que acababa de trasponerlo circundábalo de una aureola dorada. tres muchachos cazadores de cangrejos pasaron a lo largo del muro. discutieron un rato. dos continuaron la marcha saltando sobre las rocas con el pantalón a la rodilla; el otro se quedó tirando piedras al mar. des­ pués de cierto tiempo exclamé, como en conclusión de algún juicio interno provocado por la tal caza: —Por ejemplo, bien pudiera ser que los cangrejos caminaran hacia atrás para acortar las distancias. indudablemente el trayecto es más corto. no tenía deseos de descarrilarle. dije eso por costumbre de dar vuelta a las cosas. y Fortunato cometió el lamentable error de tomar como locura mía lo que era entonces locura completamente del animal, y se dejó ir a corolarios por demás sutiles y vanidosos. una semana después Fortunato cayó. la llama que temblaba sobre él se extinguió, y de su aprendizaje inaudito, de aquel lindo cerebro desvaria­ biblioteca ayacucho 1 do que daba frutos amargos y jugosos como las plantas de un año, no quedó sino una cabeza distendida y hueca, agotada en quince días, tal como una muchacha que tocó demasiado pronto las raíces de la voluptuosidad. ha­ blaba aún, pero disparataba. si cogía a veces un hilo conductor, la misma inconsciente crispación de ahogado con que se sujetaba a él, le rompía. en vano traté de encauzarle, haciéndole notar de pronto con el dedo extendi­ do y suspenso para lavar ese imperdonable olvido, el canto de un papel, una mancha diminuta del suelo. Él, que antes hubiera reído francamente con­ migo, sintiendo la absoluta importancia de esas cosas así vanidosamente aisladas, se ensañaba ahora de tal modo con ellas que les quitaba su carácter de belleza únicamente momentánea y para nosotros. Puesto así fuera de carrera, el desequilibrio se acentuó en los días si­ guientes. hice un último esfuerzo para contener esa decadencia volviendo a Poe, causa de sus exageraciones. Pasaron los cuentos, “ligeia”, “el doble crimen”, “el gato”. yo leía, él escuchaba. de vez en cuando le dirigía rá­ pidas miradas: me devoraba constantemente con los ojos, en el más santo entusiasmo. no sintió absolutamente nada, estoy seguro. repetía la lección dema­ siado sabida, y pensé en aquella manera de enseñar a bailar a los osos, de que hablan los titiriteros avezados; Fortunato ajustaba perfectamente en el marco del organillo. deseando tocarle con fuego, le pregunté, distraído y jugando con el libro en el aire: —¿Qué efecto cree ud. que le causaría a un loco la lectura de Poe? locamente temió una estratagema por el jugueteo con el libro, en que estaba puesta toda su penetración. —no sé. y repitió: no sé, no sé, no sé, –bastante acalorado. —sin embargo, tiene que gustarles. ¿no pasa eso con toda narración dramática o de simple idea, ellos que demuestran tanta afición a las es­ peculaciones? Probablemente viéndose instigados en cualquier Corazón revelador se desencadenarán por completo. —¡oh! no –suspiró–. lo probable es que todos creyeran ser autores de tales páginas. o simplemente, tendrían miedo de quedarse locos. y se llevó la mano a la frente, con alma de héroe. suspendí mis juegos malabares. con el rabo del ojo me enviaba una cuentos 1 nos detuvimos delante de la pareja. —¡y bien, querido amigo! ¿no es ud. feliz en esta atmósfera de des­ bordante alegría? —sí, feliz –repitió Fortunato alborozado. le puse la mano sobre el corazón: —¡Feliz como todos nosotros! el grupo se rompió a fuerza de risas. mi amplio ademán de teatro las había conquistado. continué: —ofelia ríe, lo que es buena señal. las flores son un fresco rocío para su frente. la cogí la mano y agregué: —¿no siente ud. en mi mano la ra­ zón Pura? verá ud., curará, y será otra en su ancho, pesado y melancólico vestido blanco... y a propósito, querido Fortunato: ¿no le evoca a ud. esta galante ofelia una criatura bien semejante en cierto modo? Fíjese ud. en el aire, los cabellos, la misma boca ideal, el mismo absurdo deseo de vivir sólo por la vida... perdón –concluí volviéndome–: son cosas que Fortunato conoce bien. Fortunato me miraba asombrado, arrugando la frente. me incliné a su oído y le susurré apretándole la mano: —¡de “ligeia”, mi adorada “ligeia”! —¡ah, sí, ah sí! –y se fue. huyó al trote, volviendo la cabeza con inquie­ tud como los perros que oyen ladrar no se sabe dónde. a las tres y media marchábamos en dirección a casa. yo llevaba la ca­ beza clara y las manos frías; Fortunato no caminaba bien. de repente se cayó, y al ayudarle se resistió tendido de espaldas. estaba pálido, miraba ansiosamente a todos lados. de las comisuras de sus labios pendientes caían fluidas babas. de pronto se echó a reír. le dejé hacer un rato, esperando fuera una pasajera crisis de que aún podría volver. Pero había llegado el momento; estaba completamente loco, mudo y sentado ahora, los ojos a todos lados, llorando a la luz de la luna en gruesas, dolorosas e incesantes lágrimas, su asombro de idiota. le levanté como pude y seguimos la calle desierta. caminaba apoyado en mi hombro. sus pies se habían vuelto hacia adentro. estaba desconcertado. ¿cómo hallar el gusto de los tiernos consejos biblioteca ayacucho 1 que pensaba darle a semejanza del otro, mientras le enseñaba con prolija amistad mi sótano, mis paredes, mi humedad y mi libro de Poe, que sería el tonel en cuestión? no habría nada, ni el terror al fin cuando se diera cuenta. mi esperanza era que reaccionase, siquiera un momento para apreciar de­ bidamente la distancia a que nos íbamos a hallar. Pero seguía lo mismo. en cierta calle una pareja pasó al lado nuestro, ella tan bien vestida que el alma antigua de Fortunato tuvo un tardío estremecimiento y volvió la cabeza. Fue lo último. Por fin llegamos a casa. abrí la puerta sin ruido, le sostuve heroicamente con un brazo mientras cerraba con el otro, atravesamos los dos patios y bajamos al sótano. Fortunato miró todo atentamente y quiso sacarse el frac, no sé con qué objeto. en el sótano de casa había un ancho agujero revocado, cuyo destino en otro tiempo ignoro del todo. medía tres metros de profundidad por dos de diámetro. en días anteriores había amontonado en un rincón gran cantidad de tablas y piedras, apto todo para cerrar herméticamente una abertura. allí conduje a Fortunato, y allí traté de descenderle. Pero cuando le cogí de la cintura se desasió violentamente, mirándome con terror. ¡Por fin! con­ tento, me froté las manos. toda mi alma estaba otra vez conmigo. me acerqué sonriendo y le dije al oído, con cuanta suavidad me fue posible: —¡es el pozo, mi querido Fortunato! me miró con desconfianza, escondiendo las manos. —es el pozo... ¡el pozo, querido amigo! entonces una luz pálida le iluminó los ojos. tomó de mi mano la vela, se acercó cautelosamente al hueco, estiró el cuello y trató de ver el fondo. se volvió, interrogante. —¿...? —¡el pozo! –concluí, abriendo los brazos. su vista siguió mi ademán. —¡ah, no! –me reí entonces, y le expresé claramente bajando las ma­ nos: —¡el pozo! era bastante. esta concreta idea: el pozo, concluyó por entrar en su cerebro completamente aislada y pura. la hizo suya: era el pozo. Fue feliz del todo. nada me quedaba casi por hacer. le ayudé a bajar, y aproximé mi seu­ cuentos 20 docemento. en pos de cada acción acercaba la vela y le miraba. Fortunato se había acurrucado, completamente satisfecho. una vez me chistó. —¿eh? –me incliné. levantó el dedo sagaz y lo bajó perpendicular­ mente. comprendí y nos reímos con toda el alma. de pronto me vino un recuerdo y me asomé rápidamente: —¿y el nitro? –callé enseguida. en un momento eché encima las ta­ blas y piedras. ya estaba cerrado el pozo y Fortunato dentro. me senté entonces, coloqué la vela al lado y como el otro, esperé. —¡Fortunato! nada: ¿sentiría? más fuerte. —¡Fortunato! y un grito sordo, pero horrible, subió del fondo del pozo. di un salto, y comprendí entonces, pero locamente, la precaución de Poe al llevar la espada consigo. busqué un arma desesperadamente: no había ninguna. cogí la vela y la estrellé contra el suelo. otro grito subió, pero más horrible. a mi vez aullé: —¡Por el amor de dios! no hubo ni un eco. aún subió otro grito y salí corriendo y en la calle corrí dos cuadras. al fin me detuve, la cabeza zumbando. ¡ah, cierto! Fortunato estaba metido dentro de su agujero y gritaba. ¿habría filtraciones?... seguramente en el último momento palpó clara­ mente lo que se estaba haciendo... ¡Qué facilidad para encerrarlo! el po­ zo... era su pasión. el otro Fortunato había gritado también. todos gritan, porque se dan cuenta de sobra. lo curioso es que uno anda más ligero que ellos... caminaba con la cabeza alta, dejándome ir a ensueños en que Fortunato lograba salir de su escondrijo y me perseguía con iguales asechanzas... ¡Qué sonrisa más franca la suya!... Presté oído... ¡bah! buena había sido la idea de quien hizo el agujero. y después la vela... eran las cuatro. en el centro barrían aún las últimas máquinas. sobre las calles claras la luna muerta descendía. de las casas dormidas quién sabe por qué tiempo, de las ventanas cerradas, caía un vasto silencio. y continué biblioteca ayacucho 2 en los primeros momentos vélez habló poco. cruzóse de piernas, res­ pondiendo lo justamente preciso. en un instante en que me volví a lugo­ nes, alcancé a ver que aquél me observaba. sin duda en otro hubiera halla­ do muy natural ese examen tras una presentación; pero la inmóvil atención con que lo hacía, me chocó. Pronto dejamos de hablar. nuestra situación no fue muy grata, sobre todo para vélez, pues debía suponer que antes de que él llegara, nosotros no practicaríamos ese terrible mutismo. Él mismo rompió el silencio. ha­ bló a lugones de ciertas chancacas que un amigo le había enviado de salta, y cuya muestra hubo de traer esa noche. Parecía tratarse de una variedad repleta de agrado en sí, y como lugones se mostrara suficientemente incli­ nado a comprobarlo, díaz vélez prometióle enviar modos para ello. roto el hielo, a los diez minutos volvieron nuestros locos. aunque sin perder una palabra de lo que oía, díaz se mantuvo aparte del ardiente tema; no era posiblemente de su predilección. Por eso cuando lugones salió un momento, me extrañó su inesperado interés. contóme en un mo­ mento porción de anécdotas –las mejillas animadas y la boca precisa de convicción. tenía por cierto a esas cosas mucho más amor del que yo le había supuesto, y su última historia, contada con honda viveza, me hizo ver entendía a los locos con una sutileza no común en el mundo. se trataba de un muchacho provinciano que al salir del marasmo de una tifoidea halló las calles pobladas de enemigos. Pasó dos meses de per­ secución, llevando así a cabo no pocos disparates. como era muchacho de cierta inteligencia, comentaba él mismo su caso con una sutileza tal que era imposible saber qué pensar, oyéndolo. daba la más perfecta idea de farsa; y esta era la opinión general al oírlo argumentar picarescamente sobre su caso –todo esto con la vanidad característica de los locos. Pasó de este modo tres meses pavoneando sus agudezas sicológicas, hasta que un día se mojó la cabeza en el agua fresca de la cordura y modestia en las propias ideas. —ahora está bien –concluyó vélez– pero le han quedado algunas cosas bien típicas. hace una semana, por ejemplo, lo hallé en una farmacia; estaba recostado de espaldas en el mostrador, esperando no sé qué. Pusímonos a charlar. de pronto un individuo entró sin que lo viéramos, y como no había cuentos 2 ningún dependiente llamó con los dedos en el mostrador. bruscamente mi amigo se volvió al intruso con una instantaneidad verdaderamente animal, mirándolo fijamente en [sic] los ojos. cualquiera se hubiera también dado vuelta, pero no con esa rapidez de hombre que está siempre sobre aviso. aunque no perseguido ya, ha guardado sin que él se dé cuenta un fondo de miedo que explota a la menor idea de brusca sorpresa. después de mirar un rato sin mover un músculo, pestañea, y aparta los ojos, distraído. Parece que hubiera conservado un oscuro recuerdo de algo terrible que le pasó en otro tiempo y contra lo que no quiere más estar desprevenido. supóngase ahora el efecto que le hará una súbita cogida del brazo, en la calle. creo que no se le irá nunca. —indudablemente el detalle es típico –apoyé–. ¿y las sicologías desa­ parecieron también? cosa extraña: díaz se puso serio y me lanzó una fría mirada hostil. —¿se puede saber por qué me lo pregunta? —¡Porque hablábamos justamente de eso! –le respondí sorprendido. mas seguramente el hombre había visto toda su ridiculez porque se discul­ pó enseguida efusivamente: —Perdóneme. no sé qué cosa rara me pasó. a veces he sentido así, como una fuga inesperada de cabeza. cosa de loco –agregó riéndose y jugando con la regla. —completamente de loco –bromeé. —¡y tanto! sólo que por ventura me queda un resto de razón. y ahora que recuerdo, aunque le pedí perdón –y le pido de nuevo– no he respon­ dido aún a su pregunta. mi amigo no sicologa más. como ahora es íntima­ mente cuerdo no siente como antes la perversidad de denunciar su propia locura, forzando esa terrible espada de dos filos que se llama raciocinio... ¿verdad? es bien claro. —no mucho –me permití dudar. —es posible –se rió en definitiva–. otra cosa muy de loco. me hizo una guiñada, y se apartó sonriente de la mesa, sacudiendo la cabeza como quien calla así muchas cosas que podrían decirse. lugones volvió y dejamos nuestro tema –ya agotado, por otro lado. durante el resto de la visita díaz habló poco, aunque se notaba claro la biblioteca ayacucho 2 nerviosidad que le producía a él mismo su hurañía. al fin se fue. Posible­ mente trató de hacerme perder toda mala impresión con su afectuosísima despedida, ofreciéndome su apellido y su casa con un sostenido apretón de manos lleno de cariño. lugones bajó con él, porque su escalera ya oscura no despertaba fuertes deseos de arriesgarse solo en su perpendicularidad. —¿Qué diablo de individuo es ése? –le pregunté cuando volvió. lu­ gones se encogió de hombros. —es un individuo terrible. no sé cómo esta noche ha hablado diez palabras con usted. suele pasar una hora entera sin hablar por su cuenta, y ya supondrá la gracia que me hace cuando viene así. Por otro lado, viene poco. es muy inteligente en sus buenos momentos. ya lo habrá notado porque oí que conversaban. —sí, me contaba un caso curioso. —¿de qué? —de un amigo perseguido. entiende como un demonio de locuras. —ya lo creo, como que él también es perseguido. apenas oí esto, un relámpago de lógica explicativa iluminó lo oscuro que sentía en el otro. ¡indudablemente!... recordé sobre todo su aire fosco cuando le pregunté si no sicologaba más... el buen loco había creído que yo lo adivinaba y me insinuaba en su fuero interno... —¡claro! –me reí–. ¡ahora me doy cuenta! ¡Pero es endiabladamente sutil su díaz vélez! –y le conté el lazo que me había tendido para divertirse a mis expensas: la ficción de un amigo perseguido, sus comentarios. Pero apenas en el comienzo, lugones me cortó: —no hay tal; eso ha pasado efectivamente. sólo que el amigo es él mis­ mo. le ha dicho en un todo la verdad; tuvo una tifoidea, quedó mal, curó hasta por ahí, y ya ve que es bastante problemática su cordura. también es muy posible que lo del mostrador sea verdad, pero pasado a él mismo. interesante el individuo, ¿eh? —¡de sobra! –le respondí, mientras jugaba con el cenicero. * * * salí tarde. el tiempo se componía al fin, y sin que el cielo se viera el cuentos 2 * * * díaz vélez continuaba caminando y pronto estuve a dos pasos detrás de él. uno más y lo podía tocar. Pero al verlo así, sin darse ni remotamente cuenta de mi inmediación, a pesar de su delirio de persecución y sicologías, regulé mi paso exactamente con el suyo. ¡Perseguido! ¡muy bien!... me fijaba detalladamente en su cabeza, sus codos, sus puños un poco de fuera, las arrugas transversales del pantalón en las corvas, los tacos, ocultos y vi­ sibles sucesivamente. tenía la sensación vertiginosa de que antes, millones de años antes, yo había hecho ya eso: encontrar a díaz vélez en la calle, seguirlo, alcanzarlo –y una vez esto seguir detrás de él– detrás. irradiaba de mí la satisfacción de diez vidas enteras que no hubieran podido nunca realizar su deseo. ¿Para qué tocarlo? de pronto se me ocurrió que podría darse vuelta, y la angustia me apretó instantáneamente la garganta. Pensé que con la laringe así oprimida no se puede gritar, y mi miedo único, espan­ tablemente único fue no poder gritar cuando se volviera, como si el fin de mi existencia debiera haber sido avanzar precipitadamente sobre él, abrirle las mandíbulas y gritarle desaforadamente en plena boca –contándole de paso todas las muelas. tuve un momento de angustia tal que me olvidé de ser él todo lo que veía: los brazos de díaz vélez, las piernas de díaz vélez, los pelos de díaz vélez, la cinta del sombrero de díaz vélez, la trama de la cinta del sombrero de díaz vélez, la urdimbre de la urdimbre de díaz vélez, de díaz vélez, de díaz vélez... esta seguridad de que a pesar de mi terror no me había olvidado un momento de él, serenóme del todo. un momento después tuve loca tentación de tocarlo sin que él sintiera, y enseguida, lleno de la más grande felicidad que puede caber en un acto que es creación intrínseca de uno mismo, le toqué el saco con exquisita sua­ vidad, justamente en el borde inferior –ni más ni menos. lo toqué y hundí en el bolsillo el puño cerrado. estoy seguro que más de diez personas me vieron. me fijé en tres: una pasaba por la vereda de enfrente en dirección contraria, y continuó su ca­ mino dándose vuelta a cada momento con divertida extrañeza. llevaba biblioteca ayacucho 2 una valija en la mano, que giraba de punta hacia mí cada vez que el otro se volvía. la otra era un revisador de tramway que estaba parado en el borde de la vereda, las piernas bastante separadas. Por la expresión de su cara comprendí que antes de que yo hiciera eso ya nos había observado. no manifestó la mayor extrañeza ni cambió de postura ni movió la cabeza –siguiéndonos, eso sí con los ojos. supuse que era un viejo empleado que había aprendido a ver únicamente lo que le convenía. el otro sujeto era un individuo grueso, de magnífico porte, barba cata­ lana y lentes de oro. debía de haber sido comerciante en españa. el hom­ bre pasaba en ese instante a nuestro lado y me vio hacer. tuve la seguridad de que se había detenido. efectivamente, cuando llegamos a la esquina dime vuelta y lo vi inmóvil aún, mirándome con una de esas extrañezas de hombre honrado, enriquecido y burgués que obligan a echar un poco la cabeza atrás con el ceño arrugado. el individuo me encantó. dos pasos después volví el rostro y me reí en su cara. vi que contraía más el ceño y se erguía dignamente como si dudara de ser el aludido. hícele un ademán de vago disparate que acabó de desorientarlo. seguí de nuevo, atento únicamente a díaz vélez. ya habíamos pasado cuyo, corrientes, lavalle, tucumán y viamonte. la historia del saco y los tres mirones había sido entre estas dos últimas. tres minutos después llegábamos a charcas y allí se detuvo díaz. miró hacia suipacha, columbró una silueta detrás de él y se volvió de golpe. recuerdo perfectamente este detalle: durante medio segundo detuvo la mirada en un botón de mi cha­ leco, una mirada rapidísima, preocupada y vaga al mismo tiempo, como quien fija de golpe la vista en cualquier cosa, a punto de acordarse de algo. enseguida me miró en [sic] los ojos. —¡oh, cómo le va! –me apretó la mano, soltándomela velozmente. —no había tenido el gusto de verlo después de aquella noche en lo de lugones. ¿venía por artes? —sí, doblé en viamonte y me apuré para alcanzarlo. también tenía deseos de verlo. —yo también. ¿no ha vuelto por lo de lugones? —sí, y gracias por las chancacas; muy ricas. cuentos 0 nos callamos, mirándonos. —¿cómo le va? –rompí sonriendo, expresándole en la pregunta más cariño que deseos de saber en realidad cómo se hallaba. —muy bien –me respondió en igual tono. y nos sonreímos de nuevo. desde que comenzáramos a hablar yo había perdido los turbios cen­ telleos de alegría de minutos anteriores. estaba tranquilo otra vez; eso sí, lleno de ternura con díaz vélez. creo que nunca he mirado a nadie con más cariño que a él en esa ocasión. —¿esperaba el tramway? —sí –afirmó mirando la hora. al bajar la cabeza al reloj, vi rápidamente que la punta de la nariz le llegaba al borde del labio superior. irradióme desde el corazón un ardiente cariño por díaz. —¿no quiere que tomemos café? hace un sol maravilloso... supo­ niendo que haya comido ya y no tenga urgencia... —sí, no, ninguna –contestóme con voz distraída mirando a lo lejos de la vía. volvimos. Posiblemente no me acompañó con decidida buena volun­ tad. yo lo deseaba muchísimo más alegre y sutil, sobre todo esto último. sin embargo mi efusiva ternura por él dio tal animación a mi voz que a las tres cuadras díaz cambió. hasta entonces no había hecho más que extender el bigote derecho con la mano izquierda, asintiendo sin mirarme. de ahí en adelante echó las manos atrás. al llegar a corrientes –no sé qué endiablada cosa le dije– se sonrió de un modo imperceptible, siguió alternativamente un rato la punta de mis zapatos y me lanzó a los ojos una fugitiva mirada de soslayo. —hum... ya empieza –pensé. y mis ideas, en perfecta fila hasta ese momento, comenzaron a cambiar de posición y entrechocarse vertigino­ samente. hice un esfuerzo para rehacerme y me acordé súbitamente de un gato plomo, sentado en una silla, que yo había visto cuando tenía cinco años. ¿Por qué ese gato?... silbé y callé de golpe. de pronto sonéme las narices y tras el pañuelo me reí sigilosamente. como había bajado la cabeza y el pañuelo era grande, no se me veía más que los ojos. y con ellos atisbé a díaz vélez, tan seguro de que no me vería que tuve la tentación fulminante de escupirme precipitadamente tres veces en la mano y soltar la carcajada, biblioteca ayacucho  descubierto sobre la mesa, frente a frente, sin perdernos un gesto. sabía que yo sabía que quería jugar conmigo otra vez, como la primera noche en lo de lugones y, sin embargo, se arriesgaba a provocarme. de golpe me serené; ya no se trataba de dejar correr las moscas su­ brepticiamente por el propio cerebro por ver qué harían, sino acallar el enjambre personal para oír atentamente el zumbido de las moscas ajenas. —tal vez –le respondí de un modo vago cuando concluyó. —usted creía que yo era perseguido, ¿no es cierto? —creía. —¿y que cierta historia de un amigo loco que le conté en lo de lu­ gones, era para burlarme de usted? —Perdóneme que siga. ¿lugones le dijo algo de mí? —sí. —me dijo. —¿Que era perseguido? —sí. —¿y usted cree mucho más que antes que soy perseguido, verdad? —exactamente. los dos nos echamos a reír, apartando al mismo tiempo la vista. díaz llevó la taza a la boca, pero a medio camino notó que estaba ya vacía y la dejó. tenía los ojos más brillantes que de costumbre y fuertes ojeras –no de hombre, sino difusas y moradas de mujer. —bueno, bueno –sacudió la cabeza cordialmente–. es difícil que no crea eso. es posible, tan posible como esto que le voy a decir, óigame bien: yo puedo o no ser perseguido; pero lo que es indudable es que el empeño suyo en hacerme ver que usted también lo es, tendrá por consecuencia que usted, en su afán de estudiarme, acabará por convertirse en perseguido real, y yo entonces me ocuparé en hacerle muecas cuando no me vea, como usted ha hecho conmigo seis cuadras seguidas, hace media hora... y esto también es cierto. y también esto otro: los dos nos vemos bien; usted sabe que yo –perseguido real e inteligente, soy capaz de fingir una maravillosa normalidad; y yo sé que usted –perseguido larvado– es capaz de simular perfectos miedos. ¿acierto? —sí, es posible haya algo de eso. cuentos  —¿algo? no, todo. volvimos a reírnos, apartando enseguida la vista. Puso los dos codos sobre la mesa y la cara entre las manos, como yo un rato antes. —¿y si yo efectivamente creyera que usted me persigue? vi sus ojos de arsénico fijos en los míos. entre nuestras dos miradas no había nada, nada más que esa pregunta perversa que lo vendía en un des­ mayo de su astucia. ¿Pensó él preguntarme eso? no; pero su delirio estaba sobrado avanzado para no sufrir esa tentación. se sonreía, con su pregunta sutil; pero el loco, el loco verdadero se le había escapado y yo lo veía en sus ojos, atisbándome. me encogí desenfadadamente de hombros y como quien extiende al azar la mano sobre la mesa cuando va a cambiar de postura cogí disimula­ damente la azucarera. apenas lo hice, tuve vergüenza y la dejé. díaz vio todo sin bajar los ojos. —sin embargo, tuvo miedo –se sonrió. —no –le respondí alegremente, acercando más la silla–. Fue una farsa, como la que podía hacer cualquier amigo mío con el cual nos viéramos claro. yo sabía bien que él no hacía farsa alguna, y que a través de sus ojos inteligentes desarrollando su juego sutil, el loco asesino continuaba aga­ zapado, como un animal sombrío y recogido que envía a la descubierta a los cachorros de la disimulación. Poco a poco la bestia se fue retrayendo y en sus ojos comenzó a brillar la ágil cordura. tornó a ser dueño de sí, apartóse bien el pelo luciente y se rió por última vez levantándose. ya eran las dos. caminamos hasta charcas hablando de todo, en un común y tácito acuerdo de entretener la conversación con cosas bien na­ turales, a modo del diálogo cortado y distraído que sostiene en el tramway un matrimonio. como siempre en esos casos, una vez detenidos ninguno habló nada durante dos segundos, y también como siempre lo primero que se dijo nada tenía que ver con nuestra despedida. —malo, el asfalto –insinué con un avance del mentón. —sí, jamás está bien –respondió en igual tono–. ¿hasta cuándo? —Pronto. ¿no va a lo de lugones? biblioteca ayacucho  —Quién sabe... dígame: ¿dónde diablos vive ud.? no me acuerdo. dile la dirección. —¿Piensa ir? —cualquier día... al apretarnos la mano, no pudimos menos de mirarnos en los ojos y nos echamos a reír al mismo tiempo, por centésima vez en dos horas. —adiós, hasta siempre. a los pocos metros pisé con fuerza dos o tres pasos seguidos y volví la cabeza; díaz se había vuelto también. cambiamos un último saludo, él con la mano izquierda, yo con la derecha, y apurarnos el paso al mismo tiempo. loco, ¡maldito loco! tenía clavada en los ojos su mirada en el café; ¡yo había visto bien, había visto tras el farsante que me argüía al loco bruto y desconfiado! ¡y me había visto detrás de él por las vidrieras! sentía otra vez ansia profunda de provocarlo, hacerle ver claro que él comenzaba ya, que desconfiaba de mí, que cualquier día iba a querer hacerme esto... * * * estaba solo en mi cuarto. era tarde ya y la casa dormía; no se sentía en ella el menor ruido. esta sensación de aislamiento fue tan nítida que in­ conscientemente levanté la vista y miré a los costados. el gas incandescente iluminaba en fría paz las paredes. miré al pico y constaté que no sufría las leves explosiones de costumbre. todo estaba en pleno silencio. sabido es que basta repetirse en voz alta cinco o siete veces una palabra para perderle todo sentido y verla convertida en un vocablo nuevo y abso­ lutamente incomprensible. eso me pasó. yo estaba solo, solo, so­lo... ¿Qué quiere decir solo? y al levantar los ojos a la pieza vi un hombre asomado apenas a la puerta, que me miraba. dejé un instante de respirar. yo conocía eso ya, y sabía que tras ese co­ mienzo no está lejos el erizamiento del pelo. bajé la vista, prosiguiendo mi carta, pero vi de reojo que el hombre acababa de asomarse otra vez. ¡no era nada, nada! lo sabía bien. Pero no pude contenerme y miré bruscamente. había mirado: luego estaba perdido. cuentos  con aquél, pronto estuvo agotado el interés y me fui. Por el mismo motivo, lugones no comprendió poco ni mucho mi visita de esa tarde. ir hasta su casa expresamente a comunicarle que díaz le ofre­ cía más chancaras, era impensable; mas como yo me había ido enseguida, el hombre debió pensar cualquier cosa menos lo que había en realidad dentro de todo eso. a las ocho golpeaba. di mi nombre a la sirvienta y momentos después aparecía una señora vieja de evidente sencillez provinciana –cabello liso y bata negra con interminable fila de botones forrados. —¿desea ver a lucas? –me preguntó observándome con descon­ fianza. —sí, señora. —está un poco enfermo; no sé si podrá recibirlo. objetéle que, no obstante, había recibido una tarjeta suya. la vieja dama me observó otra vez. —tenga la bondad de esperar un momento. volvió y me condujo a mi amigo. díaz estaba en cama, sentado y con saco sobre la camiseta. me presentó a la señora y ésta a mí. —mi tía. cuando se retiró: —creía que vivía solo –le dije. —antes, sí; pero desde hace dos meses vivo con ella. arrime el sillón. ahora bien, desde que lo vi confirméme en lo que ya habíamos previsto con el otro: no tenía absolutamente ningún resfrío. —¿bronquitis?... —sí, cualquier cosa de esas... observé rápidamente en torno. la pieza se parecía a todas como un cuarto blanqueado a otro. también él tenía gas incandescente. miré con curiosidad el pico, pero el suyo silbaba, siendo así que el mío explotaba. Por lo demás, bello silencio en la casa. cuando bajé los ojos a él, me miraba. hacía seguramente cinco segun­ dos que me estaba mirando. detuve inmóvil mi vista en la suya y desde la raíz de la médula me subió un tentacular escalofrío: ¡Pero ya estaba loco! ¡el perseguido vivía ya por su cuenta a flor de ojo! en su mirada no había biblioteca ayacucho  nada, nada fuera de su fijeza asesina. —“va a saltar” –me dije angustiado. Pero la obstinación cesó de pron­ to, y tras una rápida ojeada al techo, díaz recobró su expresión habitual. miróme sonriendo y bajó la vista. —¿Por qué no me respondió la otra noche en su cuarto? —no sé... —¿cree que no entré de miedo? —algo de eso... —¿Pero cree que no estoy enfermo? —no... ¿Por qué? levantó el brazo y lo dejó caer perezosamente sobre la colcha. —hace un rato yo lo miraba... —¡dejemos!... —¿Quiere?... —se me había escapado ya el loco, ¿verdad?... —¡dejemos, díaz, dejemos!... tenía un nudo en la garganta. cada palabra suya me hacía el efecto de un empujón más a un abismo inminente. ¡si sigue, explota! ¡no va a poder contenerlo! y entonces me di clara cuenta de que habíamos tenido razón: ¡se había metido en cama de miedo! lo miré y me estremecí violentamente: ¡ya estaba otra vez! ¡el asesino había remontado vivo a sus ojos fijos en mí! Pero como en la vez anterior, éstos, tras nueva ojeada al techo, volvieron a la luz normal. —lo cierto es que hace un silencio endiablado aquí –me dijo. Pasó un momento. —¿a usted le gusta el silencio? —absolutamente. —es una entidad nefasta. da enseguida la sensación de que hay cosas que están pensando demasiado en uno... le planteo un problema. —veamos. los ojos le brillaban de perversa inteligencia como en otra ocasión. —esto: supóngase que ud. está como yo, acostado, solo desde hace cuatro días, y que ud. –es decir, yo no he pensado en ud. supóngase que oiga claro una voz, ni suya ni mía, una voz clara, en cualquier parte, de­ cuentos 0 trás del ropero, en el techo –ahí en el techo, por ejemplo– llamándole, insultán... no continuó; quedó con los ojos fijos en el techo, demudóse com­ pletamente de odio y gritó: —¡Qué hay! ¡Qué hay! en el fondo de mi sacudida recordé instantáneamente sus miradas an­ teriores; él oía en el techo la voz que lo insultaba, pero el que lo perseguía era yo. Quedábale aún suficiente discernimiento para no ligar las dos cosas, sin duda... tras su congestión, díaz se había puesto espantosamente pálido. arrancóse al fin al techo y permaneció un rato inmóvil, la expresión vaga y la respiración agitada. no podía estar más allí; eché una ojeada al velador y vi el cajón entrea­ bierto. —“en cuanto me levante –pensé con angustia– me va a matar de un tiro”. Pero a pesar de todo me puse de pie, acercándome para despedirme. díaz, con una brusca sacudida, se volvió a mí. durante el tiempo que em­ pleé en llegar a su lado su respiración suspendióse y sus ojos clavados en los míos adquirieron toda la expresión de un animal acorralado que ve llegar hasta él la escopeta en mira. —Que se mejore, díaz... no me atrevía a extender la mano; mas la razón es cosa tan violenta como la locura y cuesta horriblemente perderla. volvió en sí y me la dio él mismo. —venga mañana, hoy estoy mal. —yo creo... —no, no, venga; ¡venga! –concluyó con imperativa angustia. salí sin ver a nadie, sintiendo, al hallarme libre y recordar el horror de aquel hombre inteligentísimo peleando con el techo, que quedaba curado para siempre de gracias sicológicas. al día siguiente, a las ocho de la noche, un muchacho me entregó una tarjeta: Señor: biblioteca ayacucho  tendremos algo que hacer. Fuimos y regresamos a los cuatro meses, él con toda la barba y yo con el estómago perdido. díaz estaba en un instituto. desde entonces –la crisis duró dos días– no había tenido nada. cuando fui a visitarlo me recibió efusivamente. —creía no verlo más. ¿estuvo afuera? —sí, un tiempo... ¿vamos bien? —Perfectamente; espero sanar del todo antes de fin de año. no pude menos de mirarlo. —sí –se sonrió–. aunque no siento absolutamente nada, me parece prudente esperar unos cuantos meses. y en el fondo, desde aquella noche no he tenido ninguna otra cosa. —¿se acuerda?... —no, pero me lo contaron. debería de quedar muy gracioso desnudo. entretuvímonos un rato más. —vea –me dijo seriamente– voy a pedirle un favor: venga a verme a menudo. no sabe el fastidio que me dan estos señores con sus inocentes cuestionarios y trampas. lo que consiguen es agriarme, suscitándome ideas de las cuales no quiero acordarme. estoy seguro de que en una compañía un poco más inteligente me curaré del todo. se lo prometí honradamente. durante dos meses volví con frecuencia, sin que acusara jamás la menor falla, y aun tocando a veces nuestras viejas cosas. un día hallé con él a un médico interno. díaz me hizo una ligera guiña­ da y me presentó gravemente a su tutor. charlamos bien como tres amigos juiciosos. no obstante, notaba en díaz vélez –con cierto placer, lo confie­ so– cierta endiablada ironía en todo lo que decía a su médico. encaminó hábilmente la conversación a los pensionistas y pronto puso en tablas su propio caso. —Pero ud. es distinto –objetó aquél–. ud. está curado. —no tanto, puesto que consideran que aún debo estar aquí. —simple precaución... ud. mismo comprende. —¿de que vuelva aquello?... Pero ud. no cree que será imposible, absolutamente imposible conocer nunca cuándo estaré cuerdo –sin pre­ cuentos  caución, ¿cómo ud. dice? ¡no puedo, yo creo, ser más cuerdo que ahora! —¡Por ese lado, no! –se rió alegremente. díaz tornó a hacerme otra imperceptible guiñada. —no me parece que se pueda tener mayor cordura consciente que ésta –permítame: ustedes saben, como yo, que he sido perseguido, que una noche tuve una crisis, que estoy aquí hace seis meses, y que todo tiempo es corto para una garantía absoluta de que las cosas no retornarán. Per­ fectamente. esta precaución sería sensata si yo no viera claro todo esto y no argumentara buenamente... sé que ud. recuerda en este momento las locuras lúcidas, y me compara a aquel loco de la Plata que normalmente se burlaba de una escoba a la cual creía su mujer en los malos momentos, pero que riéndose y todo de sí mismo, no apartaba de ella la vista, para que nadie la tocara... sé también que esta perspicacia excesiva para seguir el juicio del médico mientras se cuenta el caso hermano del nuestro es cosa muy de loco... y la misma agudeza del análisis, no hace sino confirmarlo... Pero –aun es este caso– ¿de qué manera, de qué otro modo podría defen­ derse un cuerdo? —¡no hay otro, absolutamente otro! –se echó a reír el interrogado. díaz me miró de reojo y se encogió de hombros sonriendo. tenía real deseo de saber qué pensaría el médico de esa extralucidez. en otra época yo la había apreciado a costa del desorden de todos mis nervios. echéle una ojeada, pero el hombre no parecía haber sentido su influencia. un momento después salíamos. —¿le parece?... –le pregunté. —¡hum!... creo que sí... –me respondió mirando el patio de costado... volvió bruscamente la cabeza. —¡vea, vea! –me dijo apretándome el brazo. díaz, pálido, los ojos dilatados de terror y odio, se acercaba cautelo­ samente a la puerta, como seguramente lo había hecho siempre –mirán­ dome. —¡ah! ¡bandido! –me gritó levantando la mano–. ¡hace ya dos meses que te veo venir!... biblioteca ayacucho  el almohadón de Pluma su luna de miel fue un largo escalofrío. rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. lo que­ ría mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. durante tres meses –se habían casado en abril– vivieron una dicha especial. sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. la casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. la blan­ cura del patio silencioso –frisos, columnas y estatuas de mármol– producía una otoñal impresión de palacio encantado. dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensa­ ción de desapacible frío. al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. en ese extraño nido de amor, alicia pasó todo el otoño. no obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. no es raro que adelgazara. tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; alicia no se reponía nunca. al fin una cuentos  —Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de in­ móvil observación. —levántelo a la luz –le dijo Jordán. la sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? –murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. salieron con él, y so­ bre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: –sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. noche a noche, desde que alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho– a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. la picadura era casi imperceptible. la remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. en cinco días, en cinco noches, había vaciado a alicia. estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. la sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almo­ hadones de pluma. biblioteca ayacucho  la insolación el cachorro old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y se sentó tranquilo. veía la monótona llanura del chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría en­ marcaba a lo lejos. a esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. no había una nube ni un soplo de viento. bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pen­ sativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo. milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían inmóviles, pues aún no había moscas. old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó: —la mañana es fresca. milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpa­ deando distraído. después de un momento, dijo: —en aquel árbol hay dos halcones. volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mi­ rando por costumbre las cosas. cuentos 0 entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el ho­ rizonte había perdido ya su matinal precisión. milk cruzó las patas delan­ teras y sintió leve dolor. miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. el día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo. —no podía caminar –exclamó, en conclusión. old no entendió a qué se refería. milk agregó: —hay muchos piques. esta vez el cachorro comprendió. y repuso por su cuenta, después de largo rato: —hay muchos piques. callaron de nuevo, convencidos. el sol salió, y en el primer baño de luz las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e isondú, de nombre indígena. los cinco fox­ terriers, tendidos y muertos de bienestar, durmieron. al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos –el inferior de barro y el alto de madera, con corredo­ res y baranda de chalet– habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera. míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales. mientras se lavaba los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. como las fieras amaestradas, los perros co­ nocen el menor indicio de borrachera en su amo. se alejaron con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores. el día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanqueci­
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