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Cuentos Famosos de lengua castellana para 4 e.s.o, Transcripciones de Lengua y Literatura

Va sobre todos los relatos literarios de literatura.

Tipo: Transcripciones

2019/2020

Subido el 15/09/2020

C.B.A
C.B.A 🇪🇸

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¡Descarga Cuentos Famosos de lengua castellana para 4 e.s.o y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! 1 Antología de relatos 2 La sombra de las cosas Fernando León de Aranoa Carmelo nació sin sombra. El médico se dio cuenta al instante. Se lo dijo a su padre, pero su padre no lo comprendió. Todos en su familia habían tenido sombra hasta entonces, era la primera vez que sucedía algo semejante. Miró 5 acusador a su mujer, que no supo qué decir. A quién habrá salido, sin sombra, se preguntaba su padre desolado. Los mejores médicos de la ciudad estudiaron su caso, pero poco pudieron hacer. Los padres de 10 Carmelo reunieron el dinero para llevarle a otro país, donde un doctor experto en la materia había resuelto casos similares. Ha habido experiencias, les explicó, de trasplantes de sombra que se han realizado con éxito. Habrá que encontrar una que 15 se adapte al tamaño de su hijo, a su altura, a su perfil… Pero Carmelo rechazó todas las sombras. El de su hijo es un caso particularmente agudo, les dijo el doctor mientras les cobraba la factura Carmelo creció sin sombra. Sus compañeros 20 de escuela pronto se dieron cuenta y se reían de él. ”¿Por qué yo no tengo sombra?” Le preguntaba Carmelo llorando cada noche a su mamá. Porque tu corazón es tan grande y tu alma tan sencilla, le decía ella, que se puede ver a 25 través tuyo. Carmelo se convirtió en un joven huraño, huidizo. Sólo salía a la calle los días nublados, cuando las nubes robaban las sombras a todos y hacían de él uno más. Un maravilloso día sin sol, en un parque 30 cercano, Carmelo conoció a Tulipán, tan llena de adolescencia, tan dulce, hermosa como una nube. Juntos hablaron y se rieron, buscaron complicidades y hallaron acuerdos, cambiaron miradas, latidos, secretos, hicieron un pacto sin 35 ellos saberlo. Quedaron en verse otro día, en la esquina de Alameda con Hidalgo, junto a una farola y un puesto de flores, que atiende una anciana encorvada. Carmelo aguardaba, sufría en silencio. Los 40 días se sucedían soleados y en la radio decían que lo seguirían siendo durante mucho tiempo. La noche anterior a la cita Carmelo no pudo dormir. Rezó para que amaneciera nublado, pero no fue así. Aquel fue el día más radiante y despejado de 45 cuantos se recuerdan en la ciudad. El cielo vistió esa mañana su mejor traje azul y Carmelo acudió a la cita, sin sombra y con miedo. A punto estuvo de pintarla en el suelo, pero desistió. Las horas, a su paso, habrían hecho girar las otras sombras 50 dejando la suya en postiza evidencia. Y el miedo venció al amor. Carmelo prefirió conservar intacto el recuerdo de su maravilloso y nublado encuentro, la otra tarde en el parque. Antes de que llegara Tulipán, Carmelo, borracho de pena, 55 se fue para siempre. Si hubiera estado allí cuando la chica apareció en la esquina, atribulada, con retraso, Carmelo habría pensado que estaba aún más hermosa que la otra vez. Si hubiera estado allí, 60 habría descubierto que Tulipán era, como él, una chica sin sombra, y que juntos, tal vez, podían haber vivido una vida maravillosa, de nublado porvenir, en algún país del norte, donde el sol, respetuoso con su amor, se lo pensara seis veces 65 antes de salir . 5 ya no eran jóvenes, pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy grandes y algo llamativos 60 que a él le volvían loco de deseo. La pasión, en lugar de disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos que cada uno tenía sobre el otro. Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces 65 llovía y el viento aplastaba las gotas de lluvia contra los cristales del autobús, difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era la casa de los dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el 70 dormitorio de ellos, el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera. No había navidades, 75 ni veranos, ni semanas santas. Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de si mismos. Abrazados. Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin 80 dejar de mirarse. Y cuanto más mayores eran, más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro. Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron 85 los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas. 90 De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa. Ambos fueron languideciéndose por separado. El murió a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron 95 enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas. Felicidad clandestina Clarice Lispector Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de 5 caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras 10 todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que 15 vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos". Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, 20 toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba 25 cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de 30 Naricita, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente 35 pasaba por la casa de ella me lo prestaría. Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. 40 Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había 6 prestado el libro a otra niña y que volviera a 45 buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa 50 vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan 55 secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su 60 poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. 65 Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era 70 propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. 75 Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez 80 más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! 85 Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia 90 de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que 95 quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. 100 ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las 105 dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el 110 sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por 115 unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo 120 y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. 7 Dejar a Matilde Alberto Moravia Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos 5 el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo 10 que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad. La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su 15 casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción 20 agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta: -Esta vez se acabó, vaya si se acabó. 25 Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono. Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de 30 una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde: -¿Cómo estás? -Estoy bien -contesté, duro. -Perdóname por anoche..., pero no pude, de 35 verdad. -No importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa... -¿Qué cosa? -Una importante. 40 -¿Una cosa buena? -Según... Para mí sí. -¿Y para mí? Dije tras un momento de reflexión: -Claro, también para ti. 45 -¿Y qué cosa es? -Te la diré mañana. -No, dímela hoy. -No me mates... -Está bien... ¿Sabes por qué te he 50 telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece? Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz 55 tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije: -Está bien, dentro de media hora paso a 60 buscarte. Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía 65 esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos 70 negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no 75 me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna: -¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer? Contesté huraño: 80 -Vamos, monta. Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos. Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, 85 con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla 90 10 mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, 290 porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo. Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano: 295 -Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días. Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé: -Pero, ¿por qué? 300 Y ella, con una buena carcajada: -He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana. 305 Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse. La huída Manuel Vicent En un Porsche blanco, el muchacho recogió a una chica en auto-stop a la salida de la ciudad en dirección al Sur. Ella no llevaba equipaje y era muy pálida, dotada de una belleza desesperada. Él ni siquiera le preguntó el nombre. La invitó a 5 que se sentara a su lado y sólo quiso dejarla admirada con la velocidad. Durante la primera parte del viaje ninguno de los dos habló. El Porsche rugía de forma diabólica, la chica sonreía y el joven mantenía la mandíbula totalmente 10 crispada. Mientras el Porsche volaba por la pista, aquella mujer casi transparente, rompiendo de repente el silencio, comenzó a contar esta historia al conductor. En cierta ocasión, uno de los criados del 15 emperador de Persia vio a la muerte en el jardín y, preso de pánico, se dirigió a su amo con una humilde súplica: - Señor, préstame tu caballo más veloz. Acabo de encontrarme con la muerte y me ha 20 hecho un gesto de amenaza. Quiero huir a Ispahán. El emperador le regaló un caballo y el criado emprendió una furiosa cabalgada sobre el blanco corcel a Ispahán, del mismo modo que ahora este 25 Porsche a 250 por hora camino del mediodía. Poco después fue el propio emperador quien se tropezó con la muerte en el jardín de palacio y, enfrentado a ella con orgullo le preguntó: - ¿Por qué has hecho un gesto de amenaza a 30 mi criado preferido? - No ha sido un gesto de amenaza, sino de asombro al verlo aquí, puesto que yo estaba citada con él esta noche en Ispahán. Al terminar el relato, la chica enmudeció sin 35 dejar de sonreír y esto enardeció al muchacho, el cual apretó más el acelerador en busca de su amante en la mar. El Mediterráneo estaba allí enfrente y ya había convertido el parabrisas en un espejo azul en donde se reflejaba el rostro de una 40 muchacha similar al de la mujer pálida que llevaba junto a él. Entonces se produjo el accidente mortal. Pero las crónicas únicamente hablaron de un joven que se había matado cuando viajaba solo en un Porsche blanco. 45 11 La muerte Enrique Anderson Imbert La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha 5 que hacía señas para que parara. Paró. —¿Me llevas? Hasta el pueblo no más —dijo la muchacha. —Sube -dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que 10 bordeaba la montaña. —Muchas gracias —dijo la muchacha con un gracioso mohín— pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto! 15 —No, no tengo miedo. —¿Y si levantaras a alguien que te atraca? —No tengo miedo. —¿Y si te matan? —No tengo miedo. 20 —¿No? Permíteme presentarme —dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa —. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e. 25 La automovilista sonrió misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.30 EL OTRO YO Mario Benedetti Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la naríz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando Corriente en todo 5 menos en una cosa: tenía Otro Yo. El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente , se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba 10 mucho su Otro Yo y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo. 15 Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba 20 con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado. 25 Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó. Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la 30 calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor 35 de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: «Pobre Armando.Y pensar que parecía tan fuerte y saludable». El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del 40 esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo. 12 Baby H.P. Juan José Arreola Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña. El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares. De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica. Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares. El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctico. Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía. Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato. El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill La botella de Leyden es un dispositivo eléctrico realizado con una botella de vidrio que permite almacenar cargas eléctricas. Históricamente la botella de Leyden fue el primer tipo de condensador. 15 ir, ése está ahí esperándome. -¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de 190 dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos... -Madre -repitió el hijo como si la conjurase a 195 no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró fijamente... Se acercó a la puerta; sus hermanos 200 pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo. -¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo 205 que Giovanni se enfadase. -¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante. 210 -¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre! -Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he 215 hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós madre. Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el 220 cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban. Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían 225 bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan 230 paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, 235 señor del mundo, como un pordiosero hambriento. Cara de luna Jack London La cara de Juan Claverhouse era la fiel imagen de la luna llena; ya conocen ustedes el tipo: los pómulos muy separados, la barbilla y la frente redondas, hasta confundirse con los rubicundos mofletes, y la nariz ancha y corta, 5 como una pelota de pan aplastada en la pared, ocupando el centro de la circunferencia. Quizá fuera ésta la razón del odio que sentía por él; su presencia me resultaba insoportable, y lo veía como una especie de mancha sobre la 10 tierra. He llegado a creer que mi madre, durante el embarazo, tuvo algún antojo, algún motivo de resentimiento con la luna; qué sé yo... Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe creerse que él, por su parte, me 15 había dado motivo alguno, por lo menos a los ojos del mundo; pero la razón existía, no cabe duda, aunque tan oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expresarla. Todos conocemos esta clase de antipatías instintivas; 20 vemos por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia ignorábamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: “No me gusta ese hombre o esa mujer”. ¿Por qué no nos gusta? ¡Ah! Lo ignoramos; no sabemos sino 25 que es así, que nos cae antipático; eso es todo. Tal fue mi caso con Juan Claverhouse. ¿Con qué derecho era dichoso un hombre semejante? Nunca vi optimismo como el suyo; siempre risueño, siempre contento y siempre 30 encontrándolo todo bien, ¡maldita sea!... No me importaba nada la alegría de los demás; todo el mundo puede reír, hasta yo... antes de conocer a Claverhouse; pero la risa de 16 éste, aquella risa, me irritaba, me enloquecía, me 35 ponía furioso, fuera de mí... Era una pesadilla constante, a la que no podía sustraerme, un demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. ¡Qué risa! Estentórea, homérica, gargantuana; despierto o dormido, su vibrante 40 sonar me arañaba el corazón como con las púas de un peine gigantesco. La oía al despuntar el alba, a través de los campos, y sus ecos me robaban las delicias de un plácido despertar; la oía bajo el cielo clarísimo del mediodía, cuando la 45 Naturaleza entera parecía dormir borracha de luz y de calor, y sus “¡ja! ¡ja!” se elevaban sonoros en el silencio de los valles; y la oía en medio de la noche, en que me despertaba el irritante chasquido de aquella risa diabólica, haciéndome 50 dar vueltas en la cama y clavarme las uñas en las palmas de las manos, en un paroxismo de rabia impotente. Más de una madrugada me levanté con el único objeto de desparramar sus rebaños por las 55 campiñas sembradas, y sólo conseguí escuchar otra vez, por la mañana, su eterna risa, mientras los congregaba de nuevo en sus rediles. -Pobres bestezuelas -decía-. ¡No tienen culpa, al ir donde su instinto las lleva, buscando mejores 60 pastos!... Tenía Claverhouse un perro que atendía por Marte, un hermoso animal, mezcla de mastín y galgo, con rasgos característicos de ambas especies. Marte, más que su perro favorito, era 65 casi un amigo para él, y siempre se les veía juntos. Después de una paciente espera, llegó el día y la hora de poner en práctica mi maquinación. Con halagos atraje al animal, y un pedazo de 70 carne con estricnina hizo el resto, aunque perdí mi tiempo y mi habilidad de una manera lastimosa, pues la risa de Juan siguió siendo tan frecuente como antes y su cara se parecía cada vez más a la luna llena. 75 Entonces prendí fuego a sus trojes y a sus graneros, y a la mañana del día siguiente, que era domingo, lo encontré tan alegre como de costumbre. -¿Adónde va? -le pregunté cuando nos 80 cruzamos. -A pescar truchas -me dijo contentísimo-; me entusiasma la pesca. ¿Ha existido jamás un hombre semejante? Sus trojes y sus hórreos no estaban asegurados -85 lo sabía-, y el incendio había convertido en humo su fortuna; pero allá iba, lleno de regocijo, en busca de una cesta de truchas, simplemente porque “le entusiasmaba la pesca”. Si en aquel momento hubiera visto en su cara 90 la expresión de la pena, por poca, por ligera que ésta hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado, perdiendo aquel aspecto de luna llena, quizá le habría perdonado el crimen de existir; pero, por el contrario, la desgracia parecía 95 aumentar su alegría. Lo insulté a propio intento, y no vi en su cara signo alguno de despecho; todo lo más, un gesto de sorpresa bondadosa. -¿Pelearnos?... ¿Y por qué? -me preguntó 100 con lentitud, y añadió, echándose a reír-. ¡Ja,ja! ¡Qué gracioso es usted! ¡Ja, ja!... De verdad, me hace usted muchísima gracia. ¿Qué hacer? La cosa era horrible, inverosímil, inaguantable... ¡Cómo lo odiaba, Dios poderoso!... 105 Luego, aquel nombre: Claverhouse. ¿Por qué Claverhouse? Me hacía la pregunta mil veces. No me hubiera importado que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... ¡Claverhouse!... ¿Es posible que exista alguien con semejante nombre? “No”, 110 me responderán ustedes, y “no", me respondía yo mismo. Pensé en su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara, cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto encontré un 115 prestamista astuto e inhumano que se quedó con todos los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transacción, pude, por medio de este agente, forzar el vencimiento, para tener el gusto de avisar a Claverhouse de los pocos días (ni uno 120 más de los que marca la ley) que le restaban para abandonar la casa y la finca donde había vivido durante veinte años. Después fui a verlo, esperando leer, al fin, la desesperación en sus ojos; pero ¡ca!; lo encontré 125 sonriente, con su eterna cara de contento y... ¡más parecida que nunca a la luna llena! Me recibió riendo a carcajadas. -¡Ja, ja, ja!... ¡Pero qué gracioso es este chiquillo mío! Figúrese usted que estaba jugando 130 en la orilla del río, cuando un trozo del ribazo cayó al agua y lo salpicó, y me dice: “¡Oye, papá! ¡Un 17 charco se ha levantado y me ha dado en la cabeza!..." Y se detuvo, aguardando, sin duda, a que yo 135 me echara a reír. -Pues no veo la gracia -le contesté con brusquedad y sintiendo que la cara se me agriaba por momentos. Me miró con asombro, y luego empezó a 140 extenderse por la suya el resplandor suave de que les he hablado, y que la tornaba casi luminosa: De nuevo empezó a reír: -¡Ja, ja!... ¡Esto sí que está bueno!... ¡Que no le ve la gracia!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Que no se la ve!... 145 Pero, venga usted acá, venga usted acá; usted ya sabe que los charcos... No lo dejé terminar; di media vuelta y me marché. ¡Era el colmo! ¡Ya no podía resistirlo! Se hacía indispensable acabar de una vez; era 150 preciso libertar al mundo de semejante monstruo... Y mientras subía lentamente la colina, su risa maldita me perseguía, resonante siempre, siempre... 155 * Me precio de hacer las cosas bien, y cuando resolví matar a Claverhouse estaba dispuesto a hacerlo en forma tal y con tal habilidad, que el recuerdo de mi acción no pudiera avergonzarme 160 nunca. Declaro que aborrezco la torpeza y que siempre me inspiró antipatía la violencia y la fuerza bruta. Matar a un hombre a puñetazos, por ejemplo, tiene todos los caracteres del vandalismo, y me repugna hasta pensar en ello; 165 de modo que la idea de disparar un tiro, clavar un puñal o asestar un golpe ni siquiera entró en mis cálculos; además, no sólo era cuestión de hacerlo bien, científicamente: quedaba por resolver la indispensable forma de evitar que pudieran recaer 170 sospechas sobre mí. Pensé mucho en ello, y por fin, tras una semana de trabajo mental, encontré lo que buscaba, y me dispuse a poner en obra mi pensamiento. 175 Empecé por comprar una perra de aguas de cinco meses, y me dediqué en cuerpo y alma a inculcarle la educación necesaria. Si alguien me hubiera observado con atención, pronto se hubiera dado cuenta de que sólo la adiestraba en 180 devolverme las cosas que yo arrojaba lejos de mí. La perra, a la que di el nombre de Belona, me traía los palos que le tiraba al agua, y no solamente me los traía, sino que lo efectuaba en seguida, sin vacilar, morderlos ni jugar con ellos. 185 Le enseñé a correr detrás de mí con un objeto en la boca, hasta alcanzarme, y como se trataba de un animal listo y despierto, pronto tuve el gusto de ver que mis lecciones fueron bien aprovechadas. En la primera ocasión favorable regalé el 190 animal a mi enemigo, y al hacerlo, como se comprenderá, llevaba mi idea, pues de antiguo conocía su flaqueza y su hábito inveterado de infringir cierta ley de pesca. -No -me dijo cuando le puse la traílla en la 195 mano-, no, esto no es en serio, ¿verdad? -y se reía, con su risa ridícula, que le retozaba por toda la cara mofletuda y reluciente-. Yo... yo... pensaba... Vamos, creía, creía que... no le era a usted muy simpático -continuó el imbécil-. 200 ¿Verdad que tiene gracia que haya vivido equivocado, eh? Y reía, reía hasta desternillarse. ¡Canalla! -¿Cómo se llama? -me preguntó. -Belona. 205 -¿Belona? ¡Ja, ja! ¡Qué nombre más raro! Rechinando los dientes, que su estúpida alegría me ponía de punta, le contesté: -Belona era la esposa de Marte. -¡Ah, ya comprendo, comprendo! Sí, claro, 210 Marte se llamaba mi perro. Bueno, pues... ¡se ha quedado viuda esta Belona! Ya estaba bien lejos de la cuesta, y todavía llegaban a mí sus carcajadas. Pasó la semana, y el sábado le dije: 215 -Se marcha usted el lunes, ¿no? -Sí -respondió, sin dejar de sonreír. -Entonces, no podrá meter mano a las truchas antes de irse... -No sé... no sé -me replicó, sin reparar en el 220 tono agrio de mi pregunta-. De todas maneras, mañana pienso probar... ¡Ja, ja!... Su respuesta me tranquilizó, y me marché a casa satisfecho. Al día siguiente, muy temprano, lo vi salir con 225 saco y red, acompañado de Belona, y como tenía la certeza del sitio adonde se dirigían, tomé un atajo y pronto llegué a la cima de la montaña, que bordeé ocultándome, hasta avistar el valle en el cual el riachuelo formaba una pequeña cascada y 230 20 Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la 120 araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre. Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con 125 aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito. 130 ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en 135 algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado. Pero, incluso entonces, me contuve y seguí 140 callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez 145 más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella 150 antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a 155 estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que 160 una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que 165 no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la 170 mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme. Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas 175 precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas. 180 Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada 185 que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja! Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a 190 medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora? Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy 195 civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes 200 para que registraran el lugar. Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado al 205 campo. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el 210 entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el 215 cadáver de mi víctima. 21 Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con 220 animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se 225 hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido 230 no se producía dentro de mis oídos. Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y 235 presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía 240 continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las 245 observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había 250 sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no 255 oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más 260 tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte! 265 -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón! La pata de mono W.W. Jacobs La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en 5 tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea. -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no 10 lo advirtiera. -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque. -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero. 15 -Mate -contestó el hijo. -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como 20 hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez. El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las 25 palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio. -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y 30 abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido. 22 Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza. -El sargento-mayor Morris -dijo el señor 35 White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego. 40 Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños. -Hace veintiún años -dijo el señor White 45 sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora. -No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente. -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. 50 Sólo para dar un vistazo. -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza. -Me gustaría ver los viejos templos y faquires 55 y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo? -Nada -contestó el soldado apresuradamente- . Nada que valga la pena oír. 60 -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White. -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. 65 Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó. -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular - dijo el sargento 70 mostrando algo que sacó del bolsillo. La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente. -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla. 75 -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres 80 pueden pedirle tres deseos. Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban. -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? - preguntó Herbert White. 85 El sargento lo miró con tolerancia. -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció. -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? - preguntó la señora White. 90 -Se cumplieron -dijo el sargento. -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora. -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono. 95 Habló con tanta gravedad que produjo silencio. -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda? 100 El sargento sacudió la cabeza: -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es 105 un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después. -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría? -No sé -contestó el otro-. No sé. 110 Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió. -Mejor que se queme - dijo con solemnidad el sargento. -Si usted no la quiere, Morris, démela. 115 -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela. El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó: 120 -¿Cómo se hace? -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. -Parece de las Mil y una noches -dijo la 125 señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos? El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del 130 sargento. 25 Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos 330 pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó. -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono. El señor White se incorporó alarmado. 335 -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede? Ella se acercó: -La quiero. ¿No la has destruido? -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres? 340 Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente: -Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste? -¿Pensaste en qué? -preguntó. 345 -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno. -¿No fue bastante? -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo 350 vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando. - Dios mío, estás loca. - Búscala pronto y pide - le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo! 355 El hombre encendió la vela. -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo. - Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo? 360 - Fue una coincidencia. - Búscala y desea - gritó con exaltación la mujer. El marido se volvió y la miró: - Hace diez días que está muerto y además, 365 no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras... - ¡Tráemelo! - gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta- . ¿Crees que temo al niño que he 370 criado? El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su 375 hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, 380 con el maligno objeto en la mano. Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo. -¡Pídelo! -gritó con violencia. 385 -Es absurdo y perverso - balbuceó. -Pídelo - repitió la mujer. El hombre levantó la mano: -Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismán cayó al suelo. El señor White 390 siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba 395 en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto 400 después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado. No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y 405 bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. 410 Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe. - ¿Qué es eso? - gritó la mujer. -Un ratón - dijo el hombre-. Un ratón. Se me 415 cruzó en la escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa. - ¡Es Herbert! ¡Es Herbert! - La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó. 420 -¿Qué vas a hacer? - le dijo ahogadamente. - ¡Es mi hijo; es Herbert! - gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta. 425 - Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando. 26 -¿Tienes miedo de tu propio hijo? - gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes más. La mujer se libró y 430 huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante: - La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla. 435 Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono. - Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la 440 casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo. Los golpes cesaron de pronto; aunque los 445 ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y 450 tranquilo.
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