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Orientación Universidad
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Cuentos por teléfono, Apuntes de Ciencias de la Educación

Asignatura: LITERATURA DE 2º, Profesor: , Carrera: Educación Primaria, Universidad: USAL

Tipo: Apuntes

2012/2013

Subido el 08/07/2013

hscarmen
hscarmen 🇪🇸

4

(18)

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¡Descarga Cuentos por teléfono y más Apuntes en PDF de Ciencias de la Educación solo en Docsity! Jaime de cristal En una lejana ciudad nació en cierta ocasión un niño que era transparente. Se podía ver a través de sus miembros como se ve a través del aire y del agua. Era de carne y hueso y parecía de vidrio, y si se caía no se rompía en mil pedazos, sino que, como máximo, se hacía un chichón transparente en la frente. Se veía latir su corazón y se veía sus pensamientos, inquietos como los peces de colores en su pecera. Una vez el niño dijo una mentira, por equivocación, y la gente vio inmediatamente algo como una bolita de fuego a través de su frente; dijo la verdad, y la bolita de fuego desapareció. Durante el resto de su vida no volvió a decir más mentiras. En otra ocasión, un amigo le confió un secreto y todos vieron inmediatamente algo como una bolita negra que giraba ininterrumpidamente dentro de su pecho, y el secreto dejó de serlo. El niño creció, se hizo un muchachote, luego hombre, y todos podían leer sus pensamientos, y cuando se le hacía una pregunta adivinaban su respuesta antes de que abriera la boca. Se llamaba Jaime, pero la gente le llamaba Jaime de Cristal, y lo apreciaban por su lealtad, y a su lado todos se volvían amables. Desgraciadamente, un día subió al gobierno de aquel país un feroz dictador y comenzó entonces un período de opresiones, de injusticias y de miseria para el pueblo. El que osaba protestar desaparecía sin dejar huella. El que se rebelaba era fusilado. Los pobres eran perseguidos, humillados y ofrendidos de cien maneras. La gente callaba y aguantaba, temerosa de las consecuencias. Pero Jaime no podía callar. Aunque no abriese la boca, sus pensamientos hablaban por él: era transparente y todos leían en su frente sus pensamientos de desdén y de condena a las injusticias y violencias del tirano. Luego, a escondidas, la gente comentaba los pensamientos de Jaime y así renacía en ellos la esperanza. El tirano hizo detener a Jaime de Cristal y ordenó que lo encerraran en la más oscura de las prisiones. Pero entonces sucedió algo extraordinario. Las paredes de la celda en que había sido encerrado Jaime se volvieron trasnsparentes, y luego también las paredes del edificio, y finalmente también los muros exteriores de la prisión. La gente que pasaba cerca de la cárcel veía a Jaime sentado en su taburete, como si la prisión fuese también de cristal, y continuaban leyendo sus pensamientos. Por la noche la prisión esparcía a su alrededor una gran luminosidad y el tirano hacía cerrar todas las cortinas de su palacio para no verla, pero ni así conseguía dormir. Incluso estando encarcelado, Jaime de Cristal era más poderoso que él, porque la verdad es más poderosa que cualquier otra cosa, más luminosa que el día, más terrible que un huracán. El Edificio Que Había Que Romper Hace tiempo, la gente de Busto Arsizio estaba preocupada porque los niños lo rompían todo. No hablamos de las suelas de los zapatos, de los pantalones y de las carteras escolares, no: rompían los cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los vasos en el bar, y si no rompían las paredes era úni camente porque no disponían de martillos. Los padres ya no sabían qué hacer ni qué decirles, y se diri gieron al alcalde. —¿Les ponemos una multa? —propuso el alcalde. —Muchas gracias —exclamaron los padres—, pero así, los que tendríamos que pagar los platos rotos seríamos nosotros. Afortunadamente, por aquellas partes hay muchos peritos. De cada tres personas una es perito, y todos peritan muy bien. Pero el mejor de todos era el perito Cangrejón, un anciano que tenía muchos nietos y por lo tanto tenía una gran experiencia en estos asuntos. Tomó lápiz y papel e hizo el cálculo de los da ños que los niños de Busto Arsizio habían causado rompiendo tantas y tan bonitas cosas. El resultado fue espantoso: milenta tamanta catorce y treinta y tres. —Con la mitad de esta cantidad —demostró el perito Can grejón— podemos construir un edificio y obligar a los niños a que lo hagan pedazos; si no se curan con este sistema, no se curarán nunca. La propuesta fue aceptada y el edificio fue construido en un cuatro y cuatro ocho y dos diez. Tenía siete pisos de altura y noventa y nueve habitaciones; cada habitación estaba llena de muebles y cada mueble atiborrado de objetos y adornos, eso sin contar los espejos y los grifos. El día de la inauguración se le entregó un martillo a cada niño y, a una señal del alcalde, fue ron abiertas las puertas del edificio que había que romper. Lástima que la televisión no llegara a tiempo para retrans mitir el espectáculo. Los que lo vieron con sus ojos y lo oyeron con sus oídos aseguran que parecía — Dios nos libre— el inicio de la tercera guerra mundial. Los niños iban de habitación en habitación como el ejército de Atila y destrozaban a martillazos todo lo que encontraban a su paso. Los golpes se oían en toda Lombardía y en media Suiza. Niños tan altos como la cola de un gato se habían agarrado a armarios tan grandes como guar dacostas y los demolieron escrupulosamente hasta que sólo que dó un montoncito de virutas. Los bebés de los parvularios, tan lindos y graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban diligentemente los juegos de café reduciéndolos a un finísimo polvo, con el que se empolvaban la nariz. Al final del primer día no quedó ni un vaso entero. Al final del segundo día escasea ban las sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes, empezando por el último piso; pero cuando llegaron al cuarto, agotados y cubiertos de polvo como los soldados de Napoleón en el desierto, se fueron con la música a otra parte, regresando a casa tambaleantes, y se acostaron sin cenar. Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya ningún placer en romper nada; de repente, se habían vuelto tan delicados y ligeros como las mariposas, y aunque hubiesen ju gado al fútbol en un campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno solo. El perito Cangrejón hizo más cálculos y demostró que la ciudad de Busto Arsizio se había ahorrado dos remillones y sie te centímetros. El Ayuntamiento dejó libertad a sus ciudadanos para que hiciesen lo que quisieran con lo que todavía quedaba en pie del edificio. Y entonces pudo verse como ciertos señores con carteras de cuero y con gafas de lentes bifocales — magistrados, notarios, consejeros delegados— se armaban de un martillo y corrían a demoler una pared o una escalera, golpeando tan en tusiasmados que a cada golpe se sentían rejuvenecer. —Esto es mejor que discutir con mi esposa —decían ale gremente—, es mejor que romper los ceniceros o el mejor jue go de vajilla, regalo de tía Mirina… desperchero de verano y el de invierno, el de hombre y el de mujer. Así nos ahorramos mucho dinero. - Una auténtica maravilla. ¿Qué más? - Luego tenemos la máquina “desfotográfica”, que en lugar de hacer fotografías, hace caricaturas, y así nos reímos. Luego tenemos el “descañón”. - ¡Brrrrr, qué miedo! - ¡Qué va! El “descañón” es lo contrario al cañón, y sirve para deshacer la guerra. - ¿Y cómo funciona? - Es sencillísimo; puede manejarlo incluso un niño. Si hay guerra, tocamos la destrompeta, disparamos el descañón y la guerra queda deshecha rápidamente. - Qué maravilla el país con el des delante. Las monas de viaje Un día las monas decidieron hacer un viaje de aprendizaje. Camina que camina, se pararon y una preguntó: — ¿Qué es lo que se ve? — La jaula de un león, el estanque de las focas y la casa de la jirafa. — Qué grande es el mundo y qué instructivo es viajar. Siguieron el camino y se pararon sólo al mediodía. — ¿Qué es lo que se ve ahora? — La casa de la jirafa, el estanque de las focas y la jaula del león. — Qué extraño es el mundo y qué instructivo es viajar. Se pusieron en marcha y se pararon sólo a la puesta del sol. — ¿Qué hay para ver? — La jaula del león, la casa de la jirafa y el estanque de las focas. — Qué aburrido es el mundo: se ven siempre las mismas cosas. Y viajar no sirve precisamente para nada. Claro: viajaban, viajaban, pero no habían salido de la jaula y no hacían más que dar vueltas en redondo como los caballos del tiovivo. A jugar con el bastón Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón. Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo: — Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo. Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes. Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer. Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros. Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado. — Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento. Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis. “Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por tercera vez. Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta. Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas. Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos. Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro. Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo. — ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo señal de que no. — Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo. Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño. Aprobado mas dos - Socorro, socorro -grita huyendo un pobre Diez. - ¿Qué hay? ¿Qué te pasa? - ¿Pero es que no lo veis? Me persigue una Resta. Si me alcanza, estoy perdido. - Anda, perdido… Dicho y hecho: la Resta ha atrapado al Diez y le salta encima repartiendo estocadas con su afiladísima espada. El pobre Diez pierde un dedo, y luego otro. Afortunadamente para él pasa un coche extranjero así de largo; la Resta se vuelve un momento para ver si conviene acortarlo y el buen Diez puede tomar las de Villadiego, desapareciendo por un portal. Pero ahora ya no es un Diez: sólo es un Ocho y además le sangra la nariz. - Pobrecito, ¿qué te han hecho? Te has peleado con tus compañeros, ¿verdad? “Mi madre, ¡sálvese quien pueda!”, se dice el Ocho. La vocecilla es dulce y compasiva, pero se trata de la División en persona. El desafortunado Ocho balbucea “buenas tardes” con voz débil e intenta volver a la calle, pero la División es más ágil y de un solo tijeretazo, ¡zas!, le corta en dos trozos: Cuatro y Cuatro. Uno se lo mete en el bolsillo, pero el otro aprovecha la ocasión para escapar, regresa corriendo a la calle y sube a un tranvía. Hace un momento era un Diez -llora- y ahora, miradme. ¡Un Cuatro! Los estudiantes se alejan precipitadamente; no quieren saber nada con él. El tranviario murmura: - Ciertas personas deberían tener por lo menos el buen sentido de ir a pie. - ¡Pero no es culpa mía!- grita entre sollozos el ex Diez. - Sí, claro, la culpa es del gato. Todos dicen lo mismo. El Cuatro baja en la primera parada, colorado como un sillón colorado. ¡Ay! Ha hecho otra de las suyas: ha pisado a alguien. - ¡Disculpe, disculpe señora! Pero la señora no se ha enfadado; es más, sonríe. Vaya, vaya, ¡si es ni más ni menos que la Multiplicación! Tiene un corazón así de grande y no soporta ver infelices a los demás: se sienta y multiplica al cuatro por tres, y he aquí un magnífico Doce, listo para contar una docena de huevos completa. - ¡Viva! -grita el Doce-, ¡estoy aprobado! Aprobado más dos. El ratón que comía gatos Un viejo ratón de bibliotecas fue a visitar a sus primos, que vivían en un solar y sabía muy poco del mundo. - Vosotros sabéis poco del mundo -les decía a sus tímidos parientes-, y probablemente ni siquiera sabéis leer. - ¡Oh, cuántas cosas sabes!- suspiraban aquéllos. - Por ejemplo, ¿os habéis comido alguna vez un gato? - ¡Oh, cuántas cosas sabes! Aquí son los gatos los que se comen a los ratones. - Porque sois unos ignorantes. Yo he comido más de uno y os aseguro que no dijeron ni siquiera “¡Ay!” - ¿Y a qué sabían? - A papel y a tinta en mi opinión. Pero eso no es nada. ¿Os habéis comido alguna vez un perro? - ¡Por favor! - Yo me comí uno ayer precisamente. Un perro lobo. Tenía unos colmillos… Pues bien, se dejó comer muy quietecito y ni siquiera dijo “¡Ay!” - ¿Y a qué sabía? - A papel a papel. Y un rinoceronte, ¿os lo habéis comido alguna vez? - ¡Oh, cuántas cosas sabes! Pero nosotros ni siquiera hemos visto nunca un rinoceronte. ¿Se parece al queso parmesano, o al gorgonzola? - Se parece a un rinoceronte, naturalmente. Y ¿habéis comido un elefante, un fraile, una princesa, un árbol de Navidad? -¿Al guardia? - Al guardia. - Pero esto no es justo; es terrible. - Claro que no es justo, claro que es terrible - dijo el guardia -. Es algo tan odioso que la gente, para no verse obligada a abofetear a unos pobrecillos inocentes, se mira muy mucho antes de hacer algo contra la ley. Vamos, déme las dos bofetadas, y otra vez vaya con más cuidado. - Pero yo no le quiero dar ni siquiera un soplido en la mejilla; en lugar de las bofetadas le haré una caricia. - Siendo así - concluyó el guardia-, tendré que acompañarle hasta la frontera. Y Juanito, humilladísimo fue obligado a abandonar el País sin punta. Pero todavía hoy sueña con poder regresar allí algún día, para vivir del modo más cortés, en una bonita casa con un techo sin punta. Los hombres de mantequilla Juanito Pierdeldía, gran viajero y famoso explorador, llegó una vez a la ciudad de los hombres de mantequill. Si les daba el sol se derretían, asi que tenian que estar siempre a la sombrea y en lugar de casas tenian refrigeradores. Juanito empezó a pasear por las calles y los vio asomados por las ventanas de sus refrigeradores. Tocó en el más grande y le contestaron por el interfón ¿Quién es?- preguntó una voz. -soy juanito pierdeldía. ¿con quién hablo? -soy el presidente municipal de los hombres de mantequilla. ¿ya vio mi refrigerador? -es enorme, y muy bonito. Pero, ¿Cómo le hacen para salir? -salimos en invierno, cuando hace frio. O por las noches, o cuando está nublado, en nuestros coches, que son de hielo. -¿y si cae el sol? -no puede. Está prohibido. Si sale en esos días, la policía lo mete a la cárcel. -¡Caramba! – dijo juanito, y se fue a otra ciudad. El tiovivo de Cesenático Una vez llegó un tiovivo a Cesenático, a la orilla del mar. Tenía en total seis caballitos de madera y seis jeeps encarnados, un poco despintados para el gusto de los niños más modernos. El hombrecito que lo empujaba a fuerza de brazos era pequeño, delgado y moreno, y tenía cara de comer un día y dos no. En suma, no era ciertamente un gran tiovivo, pero a los niños debía parecerles como hecho de chocolate, porque estaban siempre a su alrededor admirándolo y cogiendo rabietas para poderse montar en él. - ¿Qué tendrá este tiovivo: miel? -se preguntaban las mamás. Y les proponían a sus niños: - Vamos a ver los delfines del parque; vamos a sentarnos en aquel café con los divanes que se balancean. Pero nada: los niños querían el tiovivo. Una tarde, un anciano, después de haber montado a su nieto en un jeep, se subió él también al tiovivo, montándose en un caballito de madera. Estaba incómodo, porque tenía las piernas demasiado largas y los pies le llegaban al suelo, pero reía. Más apenas el hombrecillo empezó a hacer girar el tiovivo, ¡oh, que maravilla!. El anciano se encontró en un instante a la altura del rascacielos de Cesenático, y su caballito galopaba por el aire, dirigiéndose derecho hacia las nubes. Miró hacia abajo y vio toda la romaña, y luego toda Italia, y luego toda la tierra que se alejaba bajo los cascos del caballito, y muy pronto no fue más que un pequeño tiovivo de color azul que giraba y giraba, mostrando uno tras otro los continentes y los océanos, como dibujados den un mapa. - ¿A dónde iremos?, se preguntó el anciano. En aquel momento se le cruzó por delante su nietecito, al volante del viejo jeep encarnado un poco despintado, transformado en un vehículo espacial. Y detrás de él, en fila, todos los demás niños, tranquilos y seguros en su órbita como otros tantos satélites artificiales. Quién sabe dónde estaría ya el hombrecillo del tiovivo; pero todavía se oía el disco que tocaba un feo cha-cha-cha: cada vuelta del tiovivo duraba un disco entero. Entonces,d ebe ser un truco -se dijo el anciano-. Aquel hombrecillo debe ser un brujo. Y también pensó: "Si en el tiempo de un disco damos una vuelta completa a la tierra, batiremos el record de los astronautas". Ahora la caravana espacial sobrevolaba el océano Pacífico, con todas sus islitas; Australia, con los canguros que pegaban saltos; el Polo Sur, donde había millones de pingüinos con la nariz al aire. Pero no hubo tiempo de contarlos: en su lugar estaban ya los indios de América, haciendo señales de humo, y luego los rascacielos de Nueva York, y después un solo rascacielos, que era el de Cesenático. El disco había terminado. El anciano miró a su alredeor asombrado: estaba de nuevo en el viejo y tranquilo tiovivo a orillas del mar Adriático; el hombrecillo moreno y delgado lo estaba frenando dulcemente, sin sacudidas. El anciano bajó tambaleándose. - Oiga usted -le dijo al hombrecillo. Pero éste no tenía tiempo de hacerle caso, porque otros niños habían ocupado los caballos y los jeeps y el tiovivo volvía a partir para dar otra vuelta al mundo. - Dígame -repitió el anciano, un poco molesto. El hombrecillo ni le miró siquiera. Empujaba el tiovivo, mientras se veían pasar velozmente las caritas alegres de los niños que con la mirada buscaban a sus papás, que estaban detenidos en círculo alrededor del tiovivo, todos ellos con una sonrisa de ánimo en los labios. ¿Un brujo aquel hombrecillo de nada? ¿Un tiovivo mágico aquel cómico aparato tambaleante al son de un feo cha-cha-cha? - Vamos -concluyó el anciano-, es mejor que no se lo cuente a nadie. Quizá se reirían a mis espaldas y dirían. "¿No sabe que a su edad es peligroso montarse en un tiovivo, porque puede marearse?". La guerra de las campanas Erase una vez una guerra, una grande y terrible guerra, que hacia morir a los soldados de uno y otro bando. Nosotros estábamos en este bando y nuestros enemigos estaban en el otro, y nos disparábamos mutuamente dia y noche, pero la gurra era tan larga que llegó un momento en que empezó a escasear el bronde para los cañones y en el que ya n nos quedaba hierro para las bayonetas, etc. Nuestro comandante, el extrageneral Bombon Tirón Pisarruidon, ordenó echar abajo todas las campanas de los campanarios y fundirlas todas juntas para hacer un grandísimo cañón; uno solo, pero lo suficientemente grande como para ganar la guerra de un solo disparo. Para levantar aquel cañon fueron necesarias cien mil gruas: para transportarlo al frente se necesitaron noventa y siete trenes. El Extrageneral se frotaba las manos de contento y decía: -cuando dispare mi cañon, los enemigos huirán a la luna. Llegó el gran momento. El cañonisimo fue apuntado contra los enemigos. Nosotros nos habíamos tapado los oídos con algodón, porque el estallido podía rompernos los tímpanos y la trompa de Eustaquio. El extrageneral Bombon Tiron Pisarruidon ordenó: -¡Fuego! El artillero pulsó un mando. Y de improviso, desde un extremo hasta el otro del frente, se oyo un gigantesco repique de campanas: “¡din! ¡don! ¡dan!” Nosotros nos quitamos el algodón de los oídos para oir mejor “¡din! ¡don! ¡dan!”, tronaba el grandísimo cañon. Y el eco, con cien mil voces, resonaba por montes y valles: “¡din! ¡don! ¡dan!” -¡fuego!- grito el extrageneral por segunda vez- ¡fuego, corcholis! El artillero pulsó el mando nuevamente y otro concierto de campana se difundió de trinchera en trinchera. Parecía como si tocaran a la vez todas las camapanas de nuestra patria. El extrageneral se arrancaba los cabellos de rabio y continuó arrancándoselos hasta que sólo le quedó uno. Luego hubo un momento de silencio. Y entonces, desde el otro frente, como si fuera una señal, respondió un alegre y ensordecedor “¡din! ¡don! ¡dan!” Porque debeis saber que el comandante de los enemigos, el Muertiscal Von Bombonen Rironene Pisaruidonsson, también había tenido la idea de fabricar un cañonisimo con las campanas de su país. “¡din! ¡dan!”, tronaba ahora nuestro cañon. “¡don!”, respondia el de los enemigos. Y los soldados de los dos ejércitos saltaban de las trincheras y corrian los unos hacia los otros, bailando y gritando: -¡las campanas, las campanas! ¡es fiesta! ¡ha estallado la paz! El extrageneral y el muertiscal subieron a sus coches y se fueron corriendo, y aunque gastaron toda la gasolina, el son de las campanas todavía les perseguía. El autobús numero 75 - ¡Qué va!: "Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino". - Exacto. Y el caballo dijo... - ¿Qué caballo? Era un lobo. - Seguro. Y dijo: "Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle". - Tú no sabes explicar cuentos en absoluto, abuelo. Los eneredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle? - Bueno: toma la moneda. Y el abuelo siguó leyendo el periódico Juan el distraído. - Mamá, voy a dar un paseo. - Bueno, Juan, pero ve con cuidado cuando cruces la calle. - Está bien, mamá. Adiós mamá. - Eres tan distraído... - Sí, mamá. Adiós, mamá. Juanito se marcha muy contento y durante el primer tramo de calle pone mucha atención. De vez en cuando se para y se toca. - ¿Estoy entero? Sí - y se ríe solo. Está tan contento de su propia atención, que se pone a brincar como un pajarito, pero luego se queda mirando encantado los escaparates, los coches y las nubes, y , lógicamente, comienzan los infortunios. Un señor le regaña amablemente : - ¡Pero qué despistado eres! ¿Lo ves? Ya has perdido una mano. - ¡ Anda, es cierto! ¡Pero que distraído soy! Se pone a buscarse la mano, pero en cambio se encuentra un bote vacío y piensa : "¿Estará vacío de verdad? Veamos. ¿Y que había dentro antes de que estuviese vacío? No habrá estado vacío siempre, desde el primer día..." Juan se olvida de buscar su mano y luego se olvida también del bote, porque ha visto un perro cojo, y he aquí al intentar alcanzar al perro cojo antes de que doble la esquina, va y pierde un brazo entero. Pero ni siquiera se da cuenta de ello y sigue corriendo. Una buena mujer lo llama: - ¡Juan, Juan!, ¡tu brazo! Pero ¡quiá!, ni la oye. - ¡Qué le vamos a hacer! - suspira la buena mujer -. Se lo llevaré a su mamá. Y se dirige hacia la casa de la mamá de Juan. - Señora, aquí le traigo el brazo de su hijito. - ¡Oh, que distraído es! Ya no sé qué hacer ni qué decirle. - Ya se sabe, todos los niños son iguales. Al cabo de un rato llega otra buena mujer. - Señora, me he encontrado un pie. ¿No será acaso de su hijo Juan? - Sí, es el suyo, lo reconozco por el agujero del zapato. ¡Oh que hijo tan distraído tengo! Ya no sé qué hacer ni qué decirle. - Ya se sabe, todos los niños son iguales. Al cabo de otro rato llega una viejecita, luego el mozo del panadero, luego un tranviario, e incluso una maestra retirada, y todos traen algún pedacito de Juan: una pierna, una oreja, la nariz. - ¿Es posible que haya un muchacho mas distraído que el mío? - Ah, señora, todos los niños son iguales. Finalmente llega Juan, brincando sobre una pierna, ya sin orejas ni brazos, pero alegre como siempre, alegre como un pajarito, y su mamá menea la cabeza, se lo coloca todo en su sitio y le da un beso. - ¿Me falta algo, mamá? ¿He estado atento, mamá? - Sí, Juan, has estado muy atento.
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