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Una vez llegó un tiovivo a Cesenatico, a la orilla del mar. Tenía en
total seis caballitos de madera y seis jeeps encarnados, un poco despin-
tados para el gusto de los niños más modernos. El hombrecillo que lo
empujaba a fuerza de brazos era pequeño, delgado y moreno, y tenía
cara como de comer un día sí y dos no. En suma, no era ciertamente
un gran tiovivo, pero a los niños debía parecerles como hecho de cho-
colate, porque estaban siempre a su alrededor admirándolo y cogiendo
rabietas para poderse montar en él.
— ¿Qué tendrá este tiovivo: miel? — se preguntaban las mamás. Y les
proponían a sus niños —: Vamos a ver a los delfines del parque;
vamos a sentarnos en aquel café con los divanes que se balancean.
Pero nada: los niños querían el tiovivo.
Una tarde, un anciano, después de haber montado a su nieto en un jeep,
se subió él también al tiovivo, montándose en un caballito de madera.
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Estaba incómodo, porque tenía las piernas demasiado largas y los pies
le llegaban al suelo, pero reía. Mas apenas el hombrecillo empezó a
hacer girar el tiovivo, ¡oh, qué maravilla!: el anciano se encontró en _
un instante a la altura del rascacielos de Cesenatico, y su caballito
galopaba por el aire, dirigiéndose derecho hacia las nubes. Miró hacia
abajo y vio toda la Romaña, y luego toda Italia, y luego toda la tierra
que se alejaba bajo los cascos del caballito, y muy pronto no fue más que
un pequeño tiovivo de color azul que giraba y giraba, mostrando uno
tras otro los continentes y los océanos, como dibujados en un mapa.
“¿Adónde iremos?”, se preguntó el anciano.
En aquel momento se le cruzó por delante su nietecito, al volante del
viejo jeep encarnado un poco despintado, transformado en un vehículo
espacial. Y detrás de él, en fila, todos los demás niños, tranquilos y
seguros en su órbita como otros tantos satélites artificiales.
Quién sabe dónde estaría ya el hombrecillo del tiovivo; pero todavía
se oía el disco que tocaba un feo cha-cha-cha: cada vuelta del tiovivo
duraba un disco entero.
“Entonces, debe de haber un truco — se dijo el anciano —. Aquel hom-
brecillo debe de ser brujo.”
Y también pensó: “Si en el tiempo de un disco damos una vuelta
completa a la tierra, batiremos el récord de los astronautas”.
Ahora la ca a espacial sobrevolaba el océano Pacífico, con todas
sus islitas; Australia, con los canguros que pegaban saltos; el Polo Sur,
donde había millones de pingiiinos con la nariz al aire. Pero no hubo
tiempo de contarlos: en su lugar estaban ya los indios de América,
haciendo señales de humo, y luego los rascacielos de Nueva York, y
después un solo rascacielos, que era el de Cesenatico. El disco había
terminado. El anciano miró a su alrededor asombrado: estaba de nuevo
en el viejo y tranquilo tiovivo_a orillas del mar Adriático; el hombre-
cillo moreno y delgado lo estaba frenando dulcemente, sin sacudidas.
El anciano bajó tambaleándose.
= Oiga usted — le dijo al hombrecillo.
Pero éste no tenía tiempo de hacerle caso, porque otros niños habían
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ocupado los caballos y los jeeps y el tiovivo volvía a partir para dar
Otra vuelta al mundo.
— Dígame — repitió el anciano, un poco molesto.
El hombrecillo ni le miró siquiera. Empujaba el tiovivo, mientras se
veían pasar velozmente las caritas alegres de los niños que con la mi-
rada buscaban a sus papás, que estaban detenidos en círculo alrededor
del tiovivo, todos ellos con una sonrisa de ánimo en los labios.
¿Un brujo aquel hombrecillo de nada? ¿Un tiovivo mágico aquel có-
mico aparato tambaleante al son de un feo cha-cha-cha?
— Vamos — concluyó el anciano —, es mejor que no se lo cuente a.
nadie. Quizá se reirían a mis espaldas y dirían: “¿No sabe que a su
edad es peligroso montarse en un tiovivo, porque puede marearse?”.
La guerra de las campanas
Érase una vez una guerra, una grande y terrible guerra, que hacía
morir a los soldados de uno y otro bando. Nosotros estábamos en este
bando y nuestros enemigos estaban en el otro, y nos disparábamos
mutuamente día y noche, pero la guerra era tan larga que llegó un
momento en que empezó a escasear el bronce para los cañones y en el
que ya no nos quedaba hierro para las bayonetas, etcétera.
Nuestro comandante, el Extrageneral Bombón Tirón Pisarruidón, orde-
nó echar abajo todas las campanas de los campanarios y fundirlas todas
juntas para hacer un grandísimo cañón: uno solo, pero lo suficiente-
mente grande como para ganar la guerra de un solo disparo.
Para levantar aquel cañón fueron necesarias cien mil grúas; para trans-
portarlo al frente se necesitaron noventa y siete trenes. El Extrageneral
se frotaba las manos de contento y decía:
— Cuando dispare mi cañón, los enemigos huirán a la Luna.
Llegó el gran momento. El cañonísimo fue apuntado contra los ene-
migos. Nosotros nos habíamos tapado los oídos con algodón, porque
el estallido podía rompernos los tímpanos y la trompa de Eustaquio.
El Extrageneral Bombón Tirón Pisarruidón ordenó:
— ¡Fuego!
El artillero pulsó un mando. Y de improviso, desde un extremo hasta
el otro del frente, se oyó un gigantesco repique de campanas: “¡Din!
¡Don! ¡Dan!”. Es
Nosotros nos quitamos el algodón de los oídos para oír mejor.
“¡Din! ¡Don! ¡Dan!”, tronaba el grandísimo cañón. Y el eco, con cien
mil voces, resonaba por montes y valles: “¡Din! ¡Don! Dan!”.
— ¡Fuego! — gritó el Extrageneral por segunda vez —. ¡Fuego, cór-
cholis!
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Toñito el invisible
Una vez, un muchacho llamado Toñito fue al colegio sin saberse la
lección, y estaba muy preocupado temiendo que el maestro se la pre-
guntara.
“¡Ay — pensaba —, si pudiera volverme invisible...!”
El maestro pasó lista, y cuando llegó al nombre de Toñito éste respon-
dió: “¡Presente!”, pero nadie le-oyó y el maestro dijo:
— Lástima que no haya venido Toñito; precisamente había. pensado
en preguntarle a él la lección. Espero que si está enfermo no sea nada
grave.
Así Toñito comprendió que-se había vuelto invisible, como había de-
seado. De la alegría, dio un salto desde su pupitre y fue a parar a la
papelera. Se levantó y fue dando vueltas por la clase, tirando del pelo
a sus compañeros y volcando tinteros. Hubo ruidosas protestas y dis-
cusiones interminables. Los alumnos se acusaban los unos-a los otros,
sin poder sospechar que el culpable de todo era Toñito el invisible.
Cuando se cansó de jugar de esta manera, se marchó del colegio y se
subió a un autobús, sin pagar billete, naturalmente, porque el cobrador
no podía verle. Encontró un asiento libre y se sentó. A la parada si-
guiente subió una señora con la cesta de la compra y fue a sentarse
allí precisamente, pues a sus ojos parecía un asiento desocupado. Pero
en cambio se sentó sobre las rodillas de Toñito, que apenas si podía
sostenerla. La señora gritó:
— ¿Qué truco es éste? ¿Es que ya no podemos ni sentarnos? Mirad,
intento dejar la-cesta en el suelo y se queda suspendida en el aire.
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Pero la cesta, en realidad, estaba apoyada sobre las rodillas de Tonito.
Hubo una gran discusión y casi todos los pasajeros-se-quejaron dura-
mente de la compañía de tranvías.
Toñito bajó en el centro de la ciudad, entró en una pastelería y comenzó
a-servirse-a voluntad, tomando a manos llenas toda clase de pasteles
y dulces. La vendedora, al yer desaparecer las pastas del mostrador, le
echó la culpa a un caballero que estaba comprando caramelos con pito
para una anciana tía suya. El señor protestó:
— ¿Un ladrón, yo? ¡Usted no sabe con quién habla! ¡Usted no sabe
quién era mi padre! ¡Usted no sabe quién era mi abuelo!
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— Ni quiero saberlo.
— ¿Cómo se permite usted insultar a mi abuelo?
Fue una discusión terrible. Llegó la policía. Toñito el invisible se coló
por entre las piernas del teniente y se dirigió de nuevo hacia el colegio
para asistir a la salida de sus compañeros. En efecto, vio cómo salían,
es decir, cómo rodaban escalera abajo; Pero ellos no le vieron en
absoluto. Toñito se empeñaba en vano en perseguir a éste o a aquél,
en tirarle del pelo a su amigo Roberto, en ofrecerle un “chupa-chup”
a su amigo Guiscardo. No le veían y no le hacían ningún caso; sus
miradas lo traspasaban como si hubiese sido de vidrio.
Toñito.regresó.a su casa_un poco cansado y un poco descorazonado.
Su madre lo estaba esperando asomada al balcón.
— ¡Estoy aquí, mamá! — gritó Toñito.
Pero ella no le veía y no le oyó, y mientras seguía mirando ansiosamente
a la calle en espera de verlo aparecer.
— Aquí estoy, papá — dijo Toñito una vez en casa, sentándose a la
mesa en su puesto de siempre.
Pero su papá murmuraba inquieto:
— ¿Por qué tardará tanto Toñito? ¿No le habrá ocurrido alguna des-
gracia?
— ¡Pero si estoy aquí! ¡Aquí! ¡Mamá! ¡Papá! — gritaba Toñito. Pero
ellos no le oían.
Ahora Toñito lloraba, pero ¿de qué sirven las lágrimas si nadie puede
verlas?
— No quiero ser invisible nunca-más — se lamentaba Toñito con el
corazón destrozado en mil pedazos —. Quiero que mi papá me vea,
que mi mamá me regañe, que el maestro me pregunte la lección. Quiero
jugar con mis amigos. ¡Qué feo es ser invisible!, ¡qué feo es estar
solo!
Salió a la escalera y bajó lentamente a la calle.
— ¿Por qué lloras? — le preguntó un viejecito que estaba sentado en
un banco-tomando el sol.
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— Pero ¿usted me ve? — preguntó Toñito con ansiedad.
— Claro que te veo. Te veo todos los días al ir y al volver del colegio.
— Pero yo no le he visto nunca a usted.
— ¡Ah!, lo sé. En mí no se fija nadie. Un pobre viejo jubilado, solitario,
¿por qué tendrían que mirarme los muchachos? Yo para vosotros soy
como un hombre invisible:
— ¡Toñito! — gritó en aquel momento su mamá desde el balcón.
— ¿Me ves, mamá?
— ¡Ah, ojalá no te viera! Vamos, sube y oirás a tu padre.
— Subo en seguida, mamá — gritó Antoñito lleno de alegría.
— ¿No te da miedo que te zurren? — le preguntó riendo el viejecito.
Toñito se le echó al cuello y le dio un beso.
— Usted me ha salvado — dijo.
— ¡Eh, vaya exageración! — dijo el viejecito.
_Las monas, de viaje-
Un día las-monas del-Zoo decidieron-hacer-un viaje-de estudios. Anda
que te andarás, se detuvieron al fin y una preguntó:
— ¿Qué se ve?
— La jaula del león, el foso de las focas y la casa de la jirafa.
— ¡Qué grande es el mundo y qué instructivo es viajar!
Volvieron a ponerse en camino y no se detuvieron hasta el mediodía.
— ¿Qué se ve ahora?
— La casa de la jirafa, el foso de las focas y la jaula del león.
— ¡Qué extraño es el mundo y qué instructivo es viajar!
Volvieron a ponerse en marcha y no se detuvieron hasta la puesta
del sol.
— ¿Y áhora qué se ve?
— La jaula del león, la casa de la jirafa y el foso de las focas.
—- Qué aburrido es el mundo: siempre se ven las mismas cosas. Y viajar
no sirve para nada.
Claro: viajaban. viajaban, pero no habían salido de su jaula y no ha-
cían más que girar en redondo como en un tiovivo.
La acera móvil
En el planeta Beh han inventado una acera móvil que gira alrededor
de toda la ciudad. Como las escaleras mecánicas, en suma; sólo que
no es una escalera, sino una acera, y se mueve muy despacio para dar
tiempo a la gente de mirar los escaparates y no hacer perder el equi-
librio a los que tienen que bajar o subir. En la acera hay también unos
bancos para los que quieren viajar sentados, principalmente viejecitos
y señoras con la cesta de la compra. Cuando los viejecitos se han can-
sado de estar en los jardines públicos, mirando siempre al mismo
árbol, van a hacer un crucero por las aceras. Allí están tranquilos y
satisfechos. Algunos leen el periódico y otros se fuman un puro o re-
posan.
Gracias al invento de esta acera han sido abolidos los tranvías, los auto-
buses y los automóviles. La calzada todavía existe, pero está vacía;
sirve para que los niños jueguen a pelota, y si un guardia urbano
intenta quitársela, le multan.