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Cumbres borrascosas, Exámenes de Historia

De ahí que no sorprenda en absoluto que Catherine. —evidente alter ego de Emily Brontë, por lo que Heathcliff ilustraría una singular ensoñación ...

Tipo: Exámenes

2021/2022

Subido el 10/10/2022

soledad85
soledad85 🇪🇸

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¡Descarga Cumbres borrascosas y más Exámenes en PDF de Historia solo en Docsity! Cumbres Borrascosas EMILY BRONTÉ x3e Según Lovecraft Cumbres Borrascosas es una historia totalmente aparte como novela y como obra literaria de terror, con sus enloquecidos paisajes y las vidas atormentadas y violentas que en ellos se desarrollan. Heathcliff, variante del héroe malvado byroniano, es un niño raro y huraño que aparece abandonado en la calle; sólo habla una especie de extraño galimatías, y es adoptado por una familia. Entre Heathcliff y Catherine Earshaw —hija de la familia de acogida— nace un vínculo más profundo y terrible que el amor humano. El misterioso terror de Emily Brontë no es un mero eco gótico, sino la tensa expresión del estremecimiento del hombre ante lo desconocido. En 1846, tres de las hermanas Brontë, se propusieron escribir una novela cada una. La primera en llegar a las librerías fue la de Charlotte, Jane Eyre, un melodrama gótico que tuvo un éxito inmediato. Anne escribió Agnes Grey, y Emily la inmortal Cumbres Borrascosas, una historia de amor imposible que se prolonga más allá de la muerte. Página 2 INTRODUCCIÓN[0] EMILY BRONTË: LA TRAGEDIA GÓTICA Antonio José Navarro «En mi vida, he tenido sueños que se han quedado conmigo para siempre y han transformado mis ideas, han penetrado muy hondo en mí y, como el vino en el agua, han cambiado el color de mi mente». Emily Brontë 1. Ya ha transcurrido algo más de un siglo y medio desde la publicación —en 1847 exactamente— de Cumbres Borrascosas (Wuthering Heights), única novela y prueba fehaciente del notable talento literario de Emily Brontë. No obstante, ni el tiempo ni todo lo que su paso trae consigo, han logrado alterar, ni tan siquiera mitigar, la morbosa fascinación ejercida por la obra en renovadas generaciones de lectores. Según argumentaba H.P. Lovecratf en Supernatural Horror in Literature, interesantísimo —y polémico— ensayo sobre literatura fantástica, Cumbres Borrascosas está «totalmente aparte como novela y como obra literaria de terror (…), con sus enloquecidos paisajes —los páramos desolados de Yorkshire— y las vidas violentas y atormentadas que en ellos se desarrollan. Aunque se trata ante todo de un relato sobre la vida, y sobre las pasiones humanas en conflicto y agonía, su marco épicamente cósmico da cabida a un horror de lo más espiritual. Heathcliff, variante del héroe malvado byroniano, es un niño raro y huraño al que encuentran en la calle de pequeño; sólo habla una especie de extraño galimatías, y es adoptado por la familia a la que al final arruina. Se insinúa repetidamente que se trata de un espíritu diabólico, más que de un ser humano; pero lo irreal se hace aún más patente cuando el visitante se encuentra con el espíritu lastimero de un niño en una ventana superior arañada por las ramas. Entre Heathcliff y Catherine Earnshaw nace un vínculo más profundo y terrible que el amor humano. Después de la muerte de ella, él turba su sepultura dos veces, y es atormentado por una presencia implacable que no puede ser otra que la del espíritu de Catherine. Este espíritu se va introduciendo en su existencia cada vez más, hasta que finalmente adquiere la convicción de que muy pronto se unirán místicamente. Dice que siente acercarse un extraño cambio y deja de tomar alimento. Por las noches sale a pasear o abre la ventana que tiene junto a la cama. Cuando muere, la lluvia bate las hojas de la ventana, aún abierta, y una extraña sonrisa inunda su rostro rígido. Le entierran en una sepultura junto al montículo que Página 5 él ha visitado durante dieciocho años, y los pastorcillos dicen que aún pasea con su Catherine por el cementerio y por los páramos cuando llueve. Sus rostros se ven a veces, también, detrás de esa ventana superior de Wuthering Heights en las noches de lluvia. El misterioso terror de Emily Brontë no es un mero eco gótico, sino la tensa expresión de la reacción estremecida del hombre ante lo desconocido. En este sentido, Cumbres Borrascosas se convierte en símbolo de una transición literaria, y marca el crecimiento de una escuela nueva y más vigorosa[1]». Quizás la atrevida reflexión de H.P. Lovecraft contenga varias de las razones por las cuales aún hoy la novela de Emily Brontë cautiva al lector. Cumbres Borrascosas representa la rebelión del Mal contra el Bien, y aún más, la rebelión del Maldito, del Paria, hacia una sociedad, hacia un universo que lo ha condenado arbitrariamente a la infelicidad más absoluta. Heathcliff, al serle negado lo único que habría hecho de él un ser humano —el amor de Catherine—, se convierte en un ser demoníaco —«lo que no puede explicarse ni por la inteligencia ni por la razón», según comentó el poeta y dramaturgo alemán J. W. Goethe a su secretario personal, Johann Peter Eckermann—, cuyo furor no puede contener ninguna ley, fuerza, convención o piedad de este mundo. Odia a la humanidad y la bondad sólo despierta en él sarcasmo y repugnancia. Sin ir más lejos, cuando descubre que la cuñada de Catherine está enamorada de él, la desposa inmediatamente para, de este modo, herir al marido de su amada, el mediocre Edgar Linton. Y, una vez instalado en el hogar conyugal, Heathcliff se apresura a repudiar a su mujer, para destruirla moral y físicamente. No en vano, Jacques Blondel[2] trazaba un singular paralelismo entre algunos (anti)héroes de Sade —concretamente, el Saint-Florent de Justine (1787)— y el mismísimo Heathcliff. El Divino Marqués hacía exclamar al infame libertino: «¡Qué voluptuosidad la de destruir! No conozco nada que acaricie más delicadamente»; por su parte, Emily Brontë pone en labios de su héroe demoníaco la siguiente reflexión; «Si hubiera nacido en un país donde las leyes fueran menos rigurosas y los gustos menos delicados me daría el placer de proceder a la vivisección de esos dos seres, para pasar la velada entretenido». De ahí que no sorprenda en absoluto que Catherine —evidente alter ego de Emily Brontë, por lo que Heathcliff ilustraría una singular ensoñación erótica de su autora— llegue a revelar, en un pasaje del relato: «I am Heathcliff» (Yo soy Heathcliff). Cabe considerar, pues, Cumbres Borrascosas como una tragedia gótica, ya que, como apuntaba Georges Bataille en un excelente ensayo sobre la obra de Emily Brontë, «el asunto de esta novela es la transgresión trágica de la ley», y aunque «el autor estaba de acuerdo con la ley cuya transgresión describía, fundaba la emoción en la simpatía que él experimentaba —y comunicaba— por el transgresor de la ley. La expiación —prosigue Bataille—, en los dos casos, está implícita en la transgresión. Heathcliff conoce antes de morir, mientras muere, una extraña beatitud, pero esta beatitud sobrecoge; es trágica. Catherine, que ama a Heathcliff, muere por haber Página 6 infringido, si no en su carne sí en su espíritu, la ley de la fidelidad; y la muerte de Catherine es el “perpetuo tormento” que, por su violencia, soporta Heathcliff[3]». No obstante, la transgresión a la que alude George Bataille, presente en todas y cada una de las páginas de Cumbres Borrascosas, culmina —como no podía ser de otra manera en una novela gótica— en el más allá, en ese mundo intangible y oscuro donde el alma puede alcanzar definitivamente la felicidad que en vida le ha estado prohibida. Al final de Cumbres Borrascosas, los fantasmas de ambos amantes, Catherine y Heathcliff, son vistos por un pastor deambulando por los desolados páramos que cobijaron su amor. Un final «feliz» que sustituye la moral cristiana tradicional por una amoralidad (sobre)natural, que encuentra su máxima realización fuera del mundo físico, de la naturaleza y de la tierra. Volviendo a Bataille, el mundo de Cumbres Borrascosas es un mundo tenebroso y hostil. Pero también es el de la expiación. Y una vez la expiación se ha realizado, se vislumbra la felicidad, que es sinónimo de vida. 2. La vida de Emily Brontë está indisolublemente unida a la de su familia y, muy especialmente, a la de tres de sus hermanos: Charlotte (1816-1855), Patrick Branwell (1817-1848) y Anne (1820-1849), cuyos avatares personales y artísticos podrían haber inspirado perfectamente el argumento de una novela romántica[4]; vidas y obras que, lógicamente, han sido objeto de estudio por parte de numerosos biógrafos e historiadores[5]. Pero, sobre todo, Emily se sentía unida a los páramos de Yorkshire, cuyo poderoso carácter simbólico y telúrico, que sugiere un gótico universo polarizado entre el bien y el mal, entre lo terreno y lo sobrenatural, enmarca y espolea los deseos más desmedidos y salvajes, en nítida contraposición con los más rígidos cánones culturales y morales de la sociedad que la rodeaba. Como no podía ser de otra manera, Emily Brontë situó su novela en ese espacio lejano, abierto, terrible y provocativo, apartado del hastío causado por una convencional vida burguesa. Los páramos de Yorkshire atesoraron un vínculo vital con Emily que iba más allá de lo puramente físico, pues constituían el espacio de su libertad espiritual. Hasta qué punto Emily Brontë necesitaba sus paramos queda reflejado en un pasaje de Memoirs of Emily Brontë by Charlotte Brontë, escritas por su hermana: «Emily amaba los páramos. Para ella en los brezales más sombríos brotaban flores más brillantes que las rosas. De un tenebroso hueco en la lívida ladera de una colina, su espíritu podía hacer un Edén. Encontraba en los desolados campos solitarios muchos y gratos placeres, y no el menor ni el menos querido era el de la libertad[6]». Emily Jane Brontë nació en Thornton, Inglaterra, el 30 de julio de 1818. Dos años más tarde, su padre, Patrick Brontë, fue nombrado rector de Haworth, un pueblo situado en los páramos de Yorkshire, lugar al que desde entonces quedó ligada toda su familia. Patrick Brontë, quien en realidad se llamaba Patrick Brunty, era un irlandés de grandes inquietudes vitales e intelectuales, que trabajó como herrero, aprendiz de tejedor, maestro de escuela de su localidad natal, Drumballerony y, Página 7 Borrascosas—. Los gastos de impresión fueron costeados por las hermanas, pero sólo lograron vender dos ejemplares. La poesía de Emily Brontë ha sido posteriormente reconocida como una de las mejores de ese siglo, y sigue siendo admirada por su originalidad, su lírica y sus imaginativas referencias personales, que ponían de manifiesto su vida interior, apasionada y violenta, no exenta de ese misticismo turbiamente sobrenatural que veía Lovecraft en Cumbres Borrascosas, presente en poemas como «Vendré a ti»: Vendré a ti, cuando estés muy triste, en la soledad de la habitación oscura, cuando el alegre y loco día hayan huido, y la sonrisa feliz se haya borrado por la tristeza de la noche fría. Vendré a ti, cuando el verdadero sentir de tu corazón reine imparcial y absoluto, y mi influencia silenciosa, ahondado el dolor; helada la alegría, sin demora con tu alma se alzara. ¡Escucha! Es la hora, el momento por ti tan temido. ¿No sientes el fluir en tu pecho del río de una sensación extraña, precursora de un poder más fuerte que a quien anuncia es a mí[10]? Tras esta primera aventura editorial, Charlotte, Anne y Emily Brontë asumieron un nuevo reto: la escritura de una novela. Aunque las tres hermanas publicaron sus respectivos manuscritos en 1847, el primero en llegar a las librerías fue el de Charlotte, Jane Eyre, un melodrama gótico que obtuvo un éxito inmediato —fue considerada la mejor novela de la temporada en los selectos círculos literarios londinenses—. Agnes Grey, escrita por Anne, y Cumbres Borrascosas, por Emily, se editaron unos meses más tarde, pero la crítica no les dispensó una acogida tan favorable. Durante mucho tiempo, Cumbres Borrascosas fue descalificada por su lenguaje violento y su ruptura con la moral victoriana imperante. Revistas como Athenaeum o Spectator la tildaron de «ruda», «extraña», «inconexa» y «confusa», a pesar de su «mucha fuerza y talento, a pesar de su autenticidad», así como de la ejecución del tema, «enérgica y vivaz». Incluso Charlotte Brontë, a quien el personaje de Heathcliff desagradaba profundamente, escribió: «Apenas fue reconocida la inmadura, pero auténtica fuerza que se revela en Cumbres Borrascosas no se entendió su significado y naturaleza; se equivocaron respecto a la identidad del autor; se dijo que era un intento primerizo y más tosco de la pluma de la que había salido Jane Eyre. ¡Injusto y lamentable error!»[11]. La especulación alrededor de la verdadera identidad de las autoras de Agnes Grey y Cumbres Borrascosas — Página 10 atribuidas ambas a Charlotte no cesó hasta que Anne y Emily visitaron Londres un año más tarde y se dieron a conocer a sus editores. A su regreso a Haworth, las hermanas Brontë viven la agonía de P. Branwell, cuya salud se ha deteriorado irreversiblemente. El 24 de septiembre de 1848 el joven muere; una muerte precoz que traerá consigo nuevas desgracias para la familia. Ya en el entierro de su hermano, Emily coge frío y enferma de gravedad. Al principio se niega a recibir ayuda médica y se obstina en proseguir con sus ocupaciones domésticas, pero la tisis merma sus fuerzas y, finalmente, causa su muerte la mañana del 19 de diciembre de 1848, mientras Charlotte recogía en los páramos de Haworth las ramitas de brezo que tanto agradaban a su hermana. Emily sólo tenía treinta años. Cinco meses más tarde, el 28 de mayo de 1849, fallecía Anne Brontë en Scarborough —lugar al que se desplazó voluntariamente para pasar sus últimos días, acompañada de Charlotte y de una amiga de ésta, Ellen Nussey, ya que Anne guardaba un grato recuerdo de allí desde la época en que trabajó como institutriz—. Charlotte murió, también víctima de la tuberculosis, en el invierno de 1855; la escritora había enfermado a raíz de un enfriamiento, contraído mientras paseaba por los páramos. Solamente un año antes, Charlotte había logrado superar la soledad de Haworth casándose en junio de 1854 con el coadjutor del reverendo Patrick Brontë, el clérigo Arthur Bell Nicholls. Las hermanas Brontë, sus circunstancias vitales, sus muertes prematuras y sus sorprendentes logros literarios han fascinado a las nuevas generaciones de lectores. La obra maestra trascendental de las Brontë es casi con toda seguridad la novela de Emily, Cumbres Borrascosas, una historia de amor apasionado en la que los principios irreconciliables de la fuerza y la calma terminan por armonizarse. Emily Brontë fue una mística, como lo demuestra su poesía, y Cumbres Borrascosas dramatiza su percepción intuitiva de la naturaleza de la vida. 3. Hasta aquí la corta biografía de una escritora con fama de poseer un carácter hosco y melancólico, y cuya breve existencia no fue óbice para que publicara un puñado de excelentes poemas que han vencido el paso de los años —revelándola mejor poetisa que sus hermanas—, y de una sola novela cuya calidad no admite discusión. Emily Brontë superó incluso en reconocimiento a Charlotte, quien en su momento pareció acaparar el triunfo completo con Jane Eyre, mientras que Anne terminó relegada a un discreto segundo plano, a la sombra de las obras de sus hermanas. Pese a todo, merece destacarse su novela The Tenant of Wildfill Hall[12]. Basada en un personaje alcohólico —que le permitió plasmar parte de la desdichada experiencia de su hermano P. Branwell—, no deja de ser una obra original y avanzada a su tiempo; la crítica juzgó el argumento inapropiado para ser desarrollado por una mujer, e incluso Charlotte le dedicó este poco afortunado comentario: «la elección del tema ha sido un completo error». Página 11 En 1850 Charlotte Brontë preparó una reedición revisada de Cumbres Borrascosas, que acompañó de una selección de poemas de Emily y de una biografía de su hermana[13]. Una reedición que planteaba un dilema: ¿hasta qué punto Charlotte fue fiel a la memoria de Emily? Todo parece indicar que la mayor de las Brontë revisó la novela original —de la que se permitió incluso cambiar la puntuación—, recortando algunos fragmentos con el fin de que Cumbres Borrascosas se pudiera publicar en un solo volumen en lugar de los tres originales; así pues, los recortes pudieron obedecer a razones de espacio bajo las cuales, al mismo tiempo, pueden intuirse motivaciones pecuniarias. A partir de ese instante, la versión que circuló del famoso manuscrito, y que fue objeto de numerosas traducciones, además de sus ediciones en inglés, fue la de Charlotte. Sin embargo, en 1963 el editor William M. Sale Jr., de Nueva York, bajo el sello W.W. Norton & Company, recuperó el texto original de Emily, completado por diversos ensayos y críticas alrededor de la obra[14]. A menudo se ha rumoreado que Charlotte Brontë envidiaba secretamente a su hermana Emily, aunque no existen pruebas concluyentes sobre tan embarazoso asunto. Seguramente, la «revisión» que Charlotte hizo de Cumbres Borrascosas no tuvo la malignidad que sus detractores le atribuyen, intentando arreglar el texto a su manera, de igual modo que hacía con los suyos. Empero, pecó de excesivamente modosa, desvirtuando el ímpetu romántico del original. Esto se nota, por ejemplo, en la pasión devoradora de Catherine y Heathcliff, muy suavizada por Charlotte, y que algunos críticos y eruditos han interpretado como el intento de la autora de Jane Eyre por ocultar la versión dramatizada de unos inconfesados amores incestuosos entre Emily y su hermano P. Branwell. ¿Existió realmente alguna relación escandalosa entre ambos hermanos? Puesto que Emily murió soltera —y probablemente virgen—, la historia de los amantes que crecen como hermanos y que nunca consuman su amor —ya que siempre hay algo que lo impide, llámese Destino o Fatalidad—, forjó en la mente de algunos estudiosos semejante hipótesis, subrayada por el hecho de que Emily murió pocas semanas después que su hermano. 4. La popularidad de Cumbres Borrascosas entre el gran público se percibe en las numerosas reediciones de las que ha sido objeto, tanto en Gran Bretaña y EEUU —y en España, pues desde su primera traducción al castellano en 1921[15], y según fuentes del Ministerio de Cultura, desde 1972 se contabilizan unas 94 ediciones…—, así como en su impacto cultural. Por ejemplo, el músico Bernard Herrmann (1911- 1975), popular entre los cinéfilos gracias a sus excelentes columnas sonoras para films de Alfred Hitchcock —De entre los muertos (Vertigo, 1958), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) o Psicosis (Psycho, 1960)—, William Dieterle —El retrato de Jennie (Portrait of Jennie, 1948)—, John Brahm —Concierto macabro (Hangover Square, 1945)—, J. Lee Thompson —El cabo del terror (Cape Fear, 1962)—, Brian de Palma —Hermanas (Sisters, 1973), Fascinación (Obsession, 1976)— y Martin Scorsese —Taxi Driver (id., 1975)—, compuso entre abril de 1949 Página 12 Kosminsky compone bellos planos pictóricos, gracias a los buenos oficios de su diseñador de producción —Brian Morris—, del de vestuario —James Achenson— y de su director de fotografía —Mike Southon—. Pero no va más allá del hueco decorativismo de las imágenes, cuando una atropellada planificación de primeros planos no lo impide. La frialdad de la cinta es evidente, pese a lo notable de su factura técnica, erigiéndose en un espectáculo sin corazón. Empero, queda para el recuerdo, como la mejor encarnación para la pantalla del personaje de Heathcliff, el trabajo interpretativo de Ralph Fiennes. Su rostro afilado, su mirada penetrante y punitiva, dan la medida exacta del malvado byroniano ideado por Emily Brontë, ese demoníaco amante en cuyo interior se agita, como insinúa la novela, un espíritu atormentado y perverso. Fiennes, que a buen seguro comprendió íntimamente la esencia del personaje, es capaz de fundir toda la violencia, odio, compasión y dolor que genera/despierta Heathcliff en un solo gesto. Su talento suple, en la medida de lo posible y dentro de las lógicas limitaciones de su cometido, las carencias creativas de Kosminsky. Sin duda, Emily Brontë se habría sentido muy satisfecha de su labor. Página 15 CAPÍTULO PRIMERO 1801 Acabo de volver de una visita al casero… el único vecino a quien tendré que aguantar. ¡Desde luego, es hermosa esta región! No creo que hubiera podido elegir en toda Inglaterra un sitio tan apartado por completo del bullicio social. Un paraíso perfecto para misántropos, y el señor Heathcliff y yo somos la pareja ideal para repartirnos la desolación entre nosotros. ¡Un tipo extraordinario! Lo que menos se ha podido imaginar es cómo simpatizaba con él cuando vi sus ojos negros retirarse con tanto recelo bajo las cejas al acercarme a caballo, y cuando sus dedos se refugiaban con celosa resolución, aún más adentro en su chaleco, al anunciar mi nombre. —¿El señor Heathcliff? —pregunté. Un asentimiento de cabeza fue la respuesta. —Soy el señor Lockwood, su nuevo inquilino, señor. Tengo el honor de visitarle lo antes posible después de mi llegada, para expresarle mi esperanza de no haberle molestado con mi insistencia en solicitar el alquiler de la Granja de los Tordos. Ayer me enteré de que había tenido pensamientos… —La Granja de los Tordos es mía —me interrumpió con una mueca de crispación —, y no permitiré que nadie me moleste, si puedo evitarlo… ¡Pase! El «¡pase!» lo pronunció con los dientes apretados como diciendo «¡váyase al infierno!» Ni siquiera la verja en que se apoyaba hizo movimiento alguno que respondiera a aquella palabra, y creo que fue esa circunstancia la que me decidió a aceptar la invitación: sentí interés por un hombre que parecía más exageradamente reservado que yo. Cuando vio que el pecho de mi caballo empujaba con decisión la verja, entonces sí que alargó la mano para abrirla, y luego me precedió por el camino hoscamente, voceando al entrar en el patio: —¡Joseph, lleva el caballo del señor Lockwood y sube vino! «He aquí a todo el servicio doméstico, supongo», fue la reflexión que me sugirió la doble orden. «No me extraña que la hierba crezca entre las losas y que el ganado sea el único que corte los setos». Joseph era una persona mayor, mejor dicho, un viejo, muy viejo quizá, aunque fuerte y con una salud de hierro. —¡Que Dios nos ayude! —dijo para sí, con un deje de malhumorado desagrado, al tiempo que me liberaba de mi caballo mirándome mientras a la cara con tanta acritud que supuse, caritativamente, que debía de necesitar la ayuda divina para hacer la digestión y que su piadosa jaculatoria no tenía nada que ver con mi inesperada visita. Página 16 Cumbres Borrascosas es el nombre de la morada del señor Heathcliff. Borrascosas es un adjetivo muy relevante a nivel local que describe la perturbación atmosférica a que está expuesto el lugar en tiempo de tormenta. Allá arriba deben de tener, desde luego, una ventilación pura y vigorizante en todo momento; se puede adivinar la fuerza del viento norte soplando sobre los contornos por la excesiva inclinación de unos cuantos abetos enanos al final de la casa y por una fila de esqueléticos espinos, todos ellos estirando sus miembros en una sola dirección, como mendigando la luz del sol. Afortunadamente, el arquitecto tuvo la precaución de construirla sólida: las angostas ventanas están profundamente encajadas en el muro y las esquinas protegidas por grandes salientes de piedra. Antes de cruzar el umbral me detuve para admirar la cantidad de esculturas grotescas prodigadas por la fachada, sobre todo en torno a la puerta principal, sobre la que, entre una amalgama de grifos en ruinas y niños impúdicos, detecté la fecha «1500» y el nombre «Hareton Earnshaw». Hubiera hecho algunos comentarios y pedido una breve historia del lugar al huraño propietario, pero su actitud en la puerta parecía exigirme que entrara rápidamente o que me marchara de una vez, y no quise agravar su impaciencia antes de inspeccionar el santuario. Un escalón nos condujo a la sala de estar de la familia sin ningún vestíbulo o pasillo introductorio: aquí lo llaman, por antonomasia, la casa. Incluye, en general, la cocina y la sala, pero creo que en Cumbres Borrascosas la cocina se ha visto obligada a retirarse a otra parte. Al menos yo oí con claridad parloteos y ruido de cacharros de cocina que venían de muy al fondo, y no observé señal alguna de asar, hervir u hornear en la enorme chimenea, ni ningún brillo de cacerolas de cobre o coladores de hojalata en las paredes. Bien es verdad que un extremo reflejaba espléndidamente tanto la luz como el calor de las hileras de inmensas fuentes de peltre entremezcladas con jarritas de plata y grandes jarras, que ascendían, hilera tras hilera, en un enorme aparador de roble hasta el mismo techo. Este último no había sido revocado nunca y toda su anatomía yacía desnuda para las miradas curiosas, excepto donde la ocultaba un bastidor de madera cargado de tortas de avena, de ristras de jamones y de piernas de vaca y de cordero. Sobre la chimenea había varias escopetas viejas y espantosas y un par de pistolas de arzón y, a manera de adorno, tres botes de colores chillones colocados en la repisa. El suelo era de piedra blanca y lisa; las sillas de respaldo alto, de forma anticuada y pintadas de verde, con una o dos, negras y pesadas, ocultas en la sombra. En un arco bajo el aparador reposaba una enorme perra pointer de color pardo rojizo, rodeada de una camada de cachorros que chillaban, y diversos perros ocupaban otros rincones. El aposento y los muebles no tendrían nada de extraordinario si hubiesen pertenecido a un sencillo labrador del norte de terco semblante y de robustos miembros realzados por los pantalones bombachos y las polainas. A ese tipo de individuos, sentados en su sillón, ante la jarra de espumante cerveza sobre la mesa redonda, se les puede ver a cinco o seis millas a la redonda por estas colinas, si se va Página 17 lugar de retiro. Me pareció muy inteligente en los temas que tratamos, y antes de irme a casa estaba tan animado, que me ofrecí a hacerle otra visita al día siguiente. Él evidentemente no deseaba que repitiera mi intromisión. Sin embargo, iré. Es asombroso lo sociable que me siento comparado con él. Página 20 CAPÍTULO II La tarde de ayer empezó con frío y niebla. Tenía medio pensado pasarla junto al fuego de mi estudio, en lugar de andar por los brezos y el barro hasta Cumbres Borrascosas. Sin embargo, al subir después de comer, (como entre las doce y la una porque el ama de llaves, una matrona que tomé con la casa como una parte más del mobiliario, no pudo, o no quiso, comprender mi demanda de que se me sirviera a las cinco), al subir las escaleras con esa perezosa intención y entrar en el estudio, vi a una criada de rodillas, rodeada de escobas y de cubos de carbón que levantaba un polvo infernal apagando las llamas con montones de ceniza. Este espectáculo me echó para atrás de inmediato, cogí el sombrero y, después de caminar cuatro millas, llegué a la verja del jardín de Heathcliff justo a tiempo de escapar a los primeros y leves copos de una nevada. En aquella inhóspita cima la tierra estaba endurecida por una helada sin escarcha, y el aire hacía tiritar todos mis miembros. Como era incapaz de quitar la cadena, salté por encima y, corriendo por el camino enlosado al que bordeaban desperdigados arbustos de grosella, llamé en vano para que me abrieran, hasta que me escocían los nudillos y ladraron los perros. —¡Malditos los de casa! —exclamé para mis adentros—, merecéis el perpetuo aislamiento de vuestros semejantes por vuestra grosera falta de hospitalidad. Al menos yo no tendría las puertas cerradas durante el día. ¡Me da igual… entraré! Tomada esa resolución, agarré el picaporte y lo sacudí con fuerza. Joseph, el de la cara avinagrada, asomó la cabeza por una ventana redonda del granero. —¿Qué es lo que quiere? —gritó—. El amo está abajo en el corral, vaya hasta el final del granero si quiere hablar con él. —¿No hay nadie dentro para abrir la puerta? —grité, en tono responsable. —No hay nadie más que la señora y no le abrirá aunque siga con ese horroroso estruendo hasta la noche. —¿Por qué? ¿No puede usted decirle quién soy, eh, Joseph? —¡Ni hablar! No quiero tener nada que ver con eso —refunfuñó la cabeza, desapareciendo. La nieve empezó a espesar. Cogí el picaporte para intentarlo una vez más, cuando un joven sin chaqueta y con una horca al hombro, apareció en el patio por detrás. Me gritó que le siguiera y, después de atravesar un lavadero y una zona enlosada donde había una carbonera, una bomba y un palomar, llegamos por fin a la enorme sala, caliente y alegre en la que me habían recibido la vez anterior. Brillaba acogedoramente al resplandor de un inmenso fuego alimentado de carbón, turba y leña, y cerca de la mesa preparada para una abundante cena, me encantó ver a la «señora», persona cuya existencia no había sospechado hasta entonces. Página 21 Saludé con una inclinación y esperé, pensando que me invitaría a tomar asiento. Me miró recostándose en su silla, y permaneció inmóvil y muda. —¡Un tiempo horrible! —observé—. Me temo, señora Heathcliff, que la puerta pague las consecuencias de la lentitud con que atienden sus criados. Me costó mucho trabajo hacerme oír. No despegó los labios. La miré fijamente… ella me miró también, en todo caso tenía los ojos fijos en mí de una manera fría e indiferente que resultaba sumamente embarazosa y desagradable. —Siéntese —dijo el joven con rudeza—. Vendrá enseguida. Obedecí, carraspeé, y llamé a la malvada Juno, que se dignó, en esta segunda visita, mover la punta del rabo en señal de que me reconocía. —¡Hermoso animal! —comencé de nuevo—. ¿Piensa usted desprenderse de las crías, señora? —No son mías —dijo la amable anfitriona de una manera aún más repelente de la que hubiera respondido el propio Heathcliff. —Ah, ¿sus favoritos están entre ésos? —continué, volviéndome hacia un oscuro almohadón lleno de algo parecido a unos gatos. —¡Qué gusto más raro para favoritos! —observó ella desdeñosamente. Por desgracia, se trataba de un montón de conejos muertos. Carraspeé una vez más y me acerqué al fuego repitiendo mi comentario sobre la crudeza de la tarde. —No debía usted haber salido —dijo ella, levantándose y alcanzando de la repisa de la chimenea dos de los botes pintados. Antes su posición se encontraba resguardada de la luz, ahora tuve una visión clara de su semblante y de toda su figura. Era esbelta y aparentemente apenas había pasado la adolescencia. Poseía una figura admirable y la carita más preciosa que haya tenido jamás el placer de contemplar; facciones menudas y muy finas; rizos rubios, o más bien dorados, caían sueltos sobre su delicado cuello; y los ojos, de haber tenido una expresión agradable, hubieran resultado irresistibles. Por fortuna para mi vulnerable corazón, el único sentimiento que expresaban andaba entre el desprecio y una especie de desesperación, algo especialmente antinatural para encontrarse allí. Los botes estaban casi fuera de su alcance. Hice ademán de ayudarla. Se volvió hacia mí como se hubiera vuelto un avaro si alguien intentara ayudarle a contar su oro: —No necesito su ayuda —saltó—. Los puedo coger yo sola. —¡Perdone! —me apresuré a responder. —¿Está usted invitado al té? —preguntó, atándose un delantal sobre su cuidado vestido negro y quedándose de pie con una cucharada de hojas dispuesta sobre la tetera. —Me encantará tomar una taza —respondí. —¿Está usted invitado? —repitió. —No —dije medio sonriendo—. Usted es la persona apropiada para invitarme. Página 22 —Y este joven es… —No mi hijo, con toda seguridad. Heathcliff sonrió de nuevo como si fuera una broma demasiado atrevida atribuirle a él la paternidad de aquel oso. —¡Mi nombre es Hareton Earnshaw —gruñó el otro—, y le aconsejo que lo respete! —No he mostrado ninguna falta de respeto —fue mi respuesta, riéndome para mis adentros de la dignidad con que se presentaba. Fijó en mí la mirada más tiempo del que yo estuve dispuesto a devolverle la mía, por miedo a que me viera tentado a soltarle una bofetada o a dar rienda suelta a mi hilaridad. Empecé a sentirme indudablemente desplazado en aquel agradable círculo familiar. La lúgubre atmósfera espiritual dominó, y neutralizó con creces, el cálido bienestar físico que me rodeaba, y decidí andar con cautela respecto a aventurarme bajo aquel techo por tercera vez. Una vez despachada la comida, y como nadie pronunciaba una palabra de sociable conversación, me acerqué a una ventana para examinar el tiempo. Vi un espectáculo desolador. La oscura noche caía prematuramente, y el cielo y los montes se confundían en un glacial torbellino de viento y de nieve asfixiante. —Me parece que me va a ser imposible llegar a casa ahora sin un guía —no pude por menos de exclamar—. Los caminos estarán ya borrados y, aunque estuvieran libres, apenas podría distinguir a un paso de distancia. —Hareton, lleva esa docena de ovejas al porche del granero. Si las dejamos en el redil toda la noche las cubrirá la nieve. Y ponles un tablón delante —dijo Heathcliff. —¿Qué voy a hacer? —continué yo con creciente irritación. No hubo respuesta a mi pregunta y, al mirar a mi alrededor, sólo vi a Joseph que traía un cubo de comida para los perros, y a la señora Heathcliff, inclinada sobre el fuego, entreteniéndose en quemar un paquete de fósforos que se había caído de la repisa de la chimenea cuando volvió a poner en su sitio el bote de té. El primero, cuando hubo depositado la carga, echó una mirada crítica por la habitación y con voz cascada chilló: —¡No sé cómo puede quedarse ahí sin hacer nada cuando todos se han puesto a trabajar! Pero es usted una inútil, y de nada sirve hablar… nunca enmendará sus malas costumbres, ¡irá derecha al infierno, lo mismo que su madre! Por un momento pensé que aquella perorata iba dirigida a mí y, bastante furioso, avancé hacia el viejo miserable con la intención de echarle a patadas, pero la señora Heathcliff me detuvo con su respuesta: —¡Viejo hipócrita escandaloso! —replicó—. ¿No tienes miedo de ser llevado por los aires cuando pronuncias el nombre del diablo? Te advierto que dejes de provocarme o solicitaré tu secuestro como un favor especial. ¡Se acabó! Atiende, Joseph —continuó, cogiendo de un estante un gran libro oscuro—. Te mostraré lo mucho que he progresado en la Magia Negra. Pronto estaré capacitada para ponerlo Página 25 todo en claro. ¡La vaca roja no se murió por casualidad y tu reumatismo difícilmente puede considerarse como un don providencial! —¡Oh, malvada, malvada! —jadeó el viejo—. ¡Que el Señor nos libre de todo mal! —¡No, réprobo! Estás condenado. ¡Fuera de aquí o te haré daño de verdad! Os modelaré a todos en cera y arcilla, y al primero que pase los límites que yo marque le… no diré lo que le voy a hacer… pero ¡ya lo veréis! ¡Vete, te estoy mirando! La brujita infundió una burlona malignidad a sus hermosos ojos y Joseph, temblando de verdadero pavor, salió precipitadamente, rezando y exclamando «malvada» al tiempo que se iba. Pensé que su conducta podía deberse a una especie de broma siniestra y, ahora que estábamos solos, traté de interesarla en mi angustia. —Señora Heathcliff —le dije seriamente—, perdone que la moleste. Me atrevo, porque estoy seguro de que con esa cara no puede por menos de tener buen corazón. Indíqueme algunos puntos de referencia por los que pueda reconocer el camino a casa. ¡No tengo más idea de cómo llegar allí que la que usted tendría de cómo llegar a Londres! —Coja el camino por el que vino —respondió, arrellanándose en una silla, con una vela y el libraco abierto ante ella—. Es un consejo breve, pero el mejor que le puedo dar. —Entonces, si se entera de que me han encontrado muerto en un pantano o en un pozo lleno de nieve, ¿su conciencia no le susurrará que es, en parte, por su culpa? —¿Por qué? Yo no le puedo acompañar. No me dejarían ir ni hasta el extremo de la tapia del jardín. —¡Usted! Yo sentiría hasta pedirle que cruzara el umbral por mí en una noche como ésta —grité—. Lo que quiero es que me diga el camino, no que venga conmigo, o bien que convenza al señor Heathcliff para que me dé un guía. —¿Quién? Estamos él, Earnshaw, Zillah, Joseph y yo, ¿a quién quiere? —¿No hay criados en la granja? —No, ésos son todos. —Entonces se deduce que me veo obligado a quedarme. —Eso lo arregla usted con su anfitrión. Yo no tengo nada que ver. —Espero que le sirva de lección para no dar más paseos imprudentes por estos montes —gritó la dura voz de Heathcliff desde la puerta de la cocina—. En cuanto a quedarse aquí, no dispongo de alojamiento para visitantes. Si se queda, tendrá que compartir cama con Hareton, o con Joseph. —Puedo dormir en una silla en esta habitación —repliqué. —¡No, no!, un extraño es un extraño, sea rico o pobre. No va conmigo dejar que cualquiera ande por la casa cuando yo no estoy vigilando —dijo el miserable grosero. Con este insulto se me agotó la paciencia. Proferí una frase de indignación y, empujándole, salí al patio donde, en mis prisas, tropecé con Earnshaw. Estaba tan Página 26 oscuro que no veía la salida, y mientras daba vueltas por allí, oí otra muestra del educado trato que se gastaban entre ellos. Al principio el joven parecía apoyarme. —Iré con él hasta el parque —dijo. —¡Irás con él al infierno! —exclamó su amo, o lo que fuera—. ¿Y quién va a cuidar de los caballos, eh? —La vida de un hombre es más importante que descuidar a los caballos por una noche. Alguien tiene que ir —murmuró la señora Heathcliff, con más amabilidad de la que esperaba. —No porque tú lo mandes —replicó Hareton—. Si te interesas por él, más vale que te calles. —¡Entonces espero que su espíritu te persiga, y que el señor Heathcliff no tenga otro inquilino hasta que la Granja sea una ruina! —contestó ella, tajante. —¡Escuche, escuche, les está maldiciendo! —murmuró Joseph, hacia quien me había dirigido. Estaba sentado a corta distancia, ordeñando las vacas a la luz de un farol que cogí sin contemplaciones y, diciéndole a voces que lo devolvería al día siguiente, corrí al portillo más cercano. —¡Amo, amo, que me roba el farol! —gritó el viejo persiguiéndome—. ¡Eh, Gnasher! ¡Wolf! ¡Perros, a él, a él! Al abrir el portillo, dos monstruos peludos se me lanzaron al cuello, derribándome y apagando la luz, mientras la risotada conjunta de Heathcliff y Hareton ponía el remate a mi rabia y humillación. Por fortuna, las bestias parecían más dispuestas a estirar las patas, bostezar y menear los rabos que a devorarme vivo, pero no toleraban que me levantara, y tuve que quedarme tendido hasta que a su maligno amo le dio la gana de liberarme. Entonces, sin sombrero y temblando de ira, ordené a aquellos rufianes que me dejaran salir —si me retenían un minuto más sería por su cuenta y riesgo—, con diversas amenazas incoherentes de venganza que, en la insondable profundidad de su virulencia, sonaban al Rey Lear. La vehemencia de mi agitación me hizo sangrar copiosamente por la nariz, y Heathcliff venga a reírse, y yo a echar pestes. No sé cómo hubiera acabado la escena de no haber habido allí una persona más razonable que yo y más benévola que mi anfitrión. Se trataba de Zillah, la robusta ama de llaves que salió al fin a preguntar la causa de aquel alboroto. Pensó que alguno de ellos me había puesto las manos encima y, no atreviéndose a atacar a su amo, dirigió su artillería verbal contra el joven canalla. —Bien, señor Earnshaw —gritó—, me pregunto qué va a hacer a continuación. ¿Es que vamos a asesinar a la gente a la puerta misma de nuestra casa? Ya veo que esta casa nunca me va a convenir… ¡miren al pobre hombre, está casi ahogándose! ¡Silencio, silencio! No puede seguir así, entre y le curaré; y ahora estese quieto. Con estas palabras me echó por la nuca un jarro de agua helada y me metió en la cocina. El señor Heathcliff nos siguió, quedando su accidental alegría rápidamente Página 27 de mi amigo Joseph esbozada toscamente, pero con mucha fuerza. Prendió en mí un inmediato interés por la desconocida Catherine, y empecé enseguida a descifrar sus borrosos jeroglíficos. «¡Un domingo horrible! —empezaba el párrafo que venía debajo —. Ojalá mi padre volviera a estar con nosotros. Hindley es un sustituto detestable. Su comportamiento con Heathcliff es atroz. Heathcliff y yo vamos a rebelarnos. Dimos el primer paso esta tarde. »Ha estado diluviando todo el día. No pudimos ir a la iglesia, así que Joseph se vio obligado a montar un servicio religioso en el desván, y mientras que Hindley y su mujer disfrutaban abajo de un buen fuego, haciendo cualquier cosa menos leer sus biblias — respondo de ello—, a Heathcliff, a mí y al desgraciado mozo de labranza nos mandaron coger nuestros devocionarios y subir. Nos colocaron en fila sobre un saco de grano, gimiendo y tiritando, y deseando que Joseph tiritara también para que, en su propio interés, nos diera un sermón corto. ¡Vana esperanza! El servicio duró exactamente tres horas, y todavía mi hermano tuvo la cara de decir cuando nos vio bajar: «Qué, ¿ya está?». Los domingos por la tarde acostumbraban a dejarnos jugar a condición de que no hiciéramos mucho ruido, ahora una simple risita basta para que nos manden a un rincón. »“Olvidáis que tenéis aquí un amo” —dice el tirano—. “¡Haré pedazos al primero que me saque de mis casillas! Insisto en que quiero seriedad y silencio absolutos. ¡Muchacho!, ¿has sido tú? Frances, querida, tírale de los pelos al pasar, le oí hacer chasquear los dedos”. Frances le tiró de los pelos con todas las ganas y luego fue a sentarse en las rodillas de su esposo, y allí estuvieron una hora, como dos críos, besándose y diciendo tonterías, estúpida palabrería de la que habría que avergonzarse. »Nos pusimos todo lo cómodos que pudimos bajo el arco del aparador. Acababa yo de atar nuestros delantales y de colgarlos a modo de cortina, cuando llega Joseph de los establos en busca de algo, arranca mi labor, me da de bofetadas y grazna: »—¡Acabamos de enterrar al amo, no ha terminado el domingo, las palabras del Evangelio todavía resuenan en vuestros oídos, y os atrevéis a jugar! ¡Vergüenza debería daros! ¡Sentaos, niños malos! ¡Os sobran libros buenos si queréis leerlos! ¡Sentaos y pensad en vuestras almas! »Diciendo esto, nos obligó a sentarnos de tal manera que pudiéramos recibir del lejano fuego un pálido rayo que nos permitiera Página 30 ver el texto del mamotreto que nos tiró. No pude aguantar aquella tarea. Cogí el mugriento volumen por el lomo y lo tiré a la perrera, jurando que aborrecía los libros buenos. Heathcliff tiró el suyo de un puntapié al mismo sitio. ¡Entonces se armó la bronca! »—¡Señor Hindley! —gritó nuestro capellán—. ¡Señor, venga aquí! ¡La señorita Catherine ha roto el lomo de El yelmo de la salvación, y Heathcliff ha puesto la pezuña en la primera parte de El ancho camino de la perdición! Es terrible que les deje usted seguir así. ¡Oh, vaya si el viejo les habría dado su merecido… pero está muerto! »Hindley dejó precipitadamente su paraíso junto al fuego y, cogiendo a uno de nosotros por el cuello y al otro por el brazo, nos echó a los dos a la cocina, donde, aseguró Joseph, el diablo vendría a por nosotros, tan seguro como que estábamos vivos. Consolados de esta manera, cada uno buscó un rincón aparte para esperar su llegada. Cogí este libro y un tintero de un estante, entreabrí un poco la puerta de la sala para tener luz y me he pasado escribiendo veinte minutos, pero mi compañero está impaciente y propone que nos apoderemos de la capa de la lechera y que, protegidos con ella, hagamos una escapada a los páramos. Una buena idea… y así, si viene el viejo malas pulgas creerá que se ha cumplido su profecía… Bajo la lluvia no estaremos más húmedos, ni más fríos de lo que estamos aquí». Supongo que Catherine realizó su proyecto porque la frase siguiente abordaba otro tema y ella se ponía llorosa: «¡Cómo iba a imaginarme que Hindley me haría jamás llorar así! —escribía—. Me duele tanto la cabeza que no puedo apoyarla en la almohada, y aun así no puedo dejar de darle vueltas. ¡Pobre Heathcliff! Le llama vagabundo y ya no le deja sentarse, ni comer con nosotros, y dice que él y yo no debemos jugar juntos, y amenaza con echarle de casa si no cumplimos sus órdenes. Ha estado censurando a nuestro padre —cómo se atreve?— por tratar a Heathcliff con demasiada generosidad y jura que le pondrá en el sitio que le corresponde…» Empecé a dar cabezadas sobre la borrosa página. Los ojos se me iban del manuscrito a la letra impresa. Vi un título adornado en rojo que decía: «Setenta veces siete y el primero de los setenta y uno. Piadoso discurso pronunciado por el Reverendo Jabes Branderham, en la capilla del pantano de Gimmerton». Y mientras, medio consciente, me devanaba los sesos adivinando qué haría Jabes Branderham con su tema, me hundí en la cama y me quedé dormido. ¡Ay los efectos del mal té y Página 31 el mal genio! ¿Qué otra cosa podía haberme hecho pasar una noche tan horrible? No recuerdo otra que se pueda comparar a ésta desde que soy capaz de sufrir. Empecé a soñar casi antes de perder la noción de dónde estaba. Pensé que era por la mañana, y que había emprendido el camino a casa, con Joseph como guía. La nieve, que cubría el camino, tenía yardas de espesor y, según íbamos tambaleándonos, mi compañero me fastidiaba con constantes reproches por no haber traído un bastón de peregrino. Me decía que jamás podría llegar a casa sin él, y blandía con arrogancia un garrote de gruesa empuñadura, que entendí se llamaba de ese modo. Por un momento consideré absurdo que necesitara semejante arma para que me dejaran entrar en mi propia casa. Entonces una nueva idea me vino de repente a la cabeza. No me dirigía hacia allí, nos encaminábamos a escuchar al famoso Jabes Branderham predicar sobre el tema: «Setenta veces siete» y Joseph, el predicador, o yo habíamos cometido el «Primero de los setenta y uno», e íbamos a ser públicamente acusados y excomulgados. Llegamos a la capilla. He pasado por allí realmente dos o tres veces en mis paseos. Está en una hondonada entre dos colinas, una hondonada elevada, cerca de una ciénaga cuya humedad de turba es perfecta, según dicen, para embalsamar los pocos cadáveres allí depositados. El tejado se ha conservado hasta ahora entero; pero como el estipendio del cura es sólo de veinte libras al año y una casa con dos habitaciones que amenazaban con convertirse rápidamente en una, no hay clérigo que quiera asumir los deberes pastorales, especialmente porque, tal como se dice por ahí, su rebaño antes le dejaría morir de hambre que aumentar el estipendio en un penique de su propio bolsillo. Sin embargo, en mi sueño, Jabes tenía la capilla llena de atentos feligreses… ¡Dios mío, qué sermón! Estaba dividido en cuatrocientas noventa partes, cada una igual a un sermón corriente, ¡y cada una trataba de un pecado distinto! De dónde los había sacado, no lo sé. Tenía su propia manera de interpretar la frase y parecía que era necesario que el hermano cometiera diferentes pecados cada vez. Eran pecados de lo más curioso, extrañas transgresiones que no me había imaginado jamás. ¡Qué cansado estaba! ¡Cómo me retorcía, bostezaba, daba cabezadas, y me espabilaba! ¡Cómo me pellizcaba y pinchaba, me frotaba los ojos, me levantaba y me volvía a sentar, y daba con el codo a Joseph para que me dijera si aquello se iba a terminar alguna vez! Estaba condenado a oírlo todo hasta el final. Por fin llegó a «El primero de los setenta y uno». En aquel momento crítico me vino una súbita inspiración. Me sentí impulsado a levantarme y acusar a Jabes Branderham de ser el pecador del pecado que ningún cristiano está obligado a perdonar. «Señor —exclamé—, sentado aquí entre estas cuatro paredes, de un tirón he soportado y perdonado los cuatrocientos noventa capítulos de su discurso. Setenta veces siete he cogido mi sombrero y estado a punto de marcharme… y setenta veces siete me ha obligado usted absurdamente a volver a sentarme. El cuatrocientos Página 32 cerrada, se lo aseguro. ¡Nadie le agradecerá que le deje descabezar un sueño en semejante guarida! —¿Qué quiere decir? —preguntó Heathcliff—, y ¿qué está haciendo? Acuéstese y acabe de pasar la noche, ya que está usted aquí, pero, por amor de Dios, no repita ese ruido tan horrible. No tiene ninguna excusa, a no ser que le estuvieran cortando el cuello. —Si ese diablillo hubiera logrado entrar por la ventana, probablemente me hubiera estrangulado —repliqué—. No estoy dispuesto a volver a soportar las persecuciones de sus hospitalarios antepasados. ¿No era el Reverendo Jabes Branderham pariente suyo por parte de madre? Y esa descarada de Catherine Linton, o Earnshaw, o como se llame —debió de ser una desgraciada—, ¡malvada criaturita! Me dijo que había estado vagando por la tierra durante veinte años. Justo castigo por sus pecados mortales, no me cabe duda. Apenas hube pronunciado estas palabras, recordé la asociación del nombre de Heathcliff con el de Catherine en el libro. Relación que se me había borrado por completo de la memoria hasta que esta situación la había reavivado. Me sonrojé por mi desconsideración, pero sin mostrar más conocimiento de la ofensa, me apresuré a añadir: —La verdad, señor, es que pasé la primera parte de la noche… —aquí me detuve de nuevo, a punto de decir «examinando esos viejos volúmenes», pero eso habría dejado ver mi conocimiento del contenido, tanto manuscrito como impreso, así que, corrigiéndome, continué—: descifrando los nombres rayados en la repisa de la ventana. Una tarea monótona, calculada para conciliar el sueño, como contar, o… —¿Qué quiere decir hablándome a mí de este modo? —tronó Heathcliff con vehemencia salvaje—. ¿Cómo… cómo se atreve bajo mi techo? ¡Dios! ¡Está loco para hablar así! —y se golpeó la frente con rabia. No sabía si ofenderme por este lenguaje o continuar mi explicación, pero parecía tan profundamente afectado que me dio pena y continué con mis sueños, asegurando que no había oído nunca el nombre de Catherine Linton, pero que, leyéndolo una y otra vez, me produjo la impresión de que se personificaba cuando yo ya no tenía mi imaginación bajo control. Heathcliff se fue retirando dentro del refugio de la cama mientras yo hablaba, hasta que al fin se sentó, casi oculto atrás. Me imaginé, sin embargo, por su respiración irregular y entrecortada, que estaba luchando por dominar un exceso de emociones violentas. Como no quería hacerle ver que me había dado cuenta de su conflicto, continué arreglándome haciendo bastante ruido, miré el reloj y hablé a solas sobre lo larga que se me había hecho la noche: —¡No son ni las tres! Hubiera jurado que eran las seis. El tiempo se eterniza aquí. Seguramente debimos de retirarnos a descansar a las ocho. —En invierno siempre a las nueve, y siempre nos levantamos a las cuatro —dijo mi anfitrión, reprimiendo un gemido y, como me pareció, por el movimiento de la sombra de su brazo, enjugándose rápidamente una lágrima—. Señor Lockwood — Página 35 añadió—, puede irse a mi cuarto. No hará más que estorbar si baja tan temprano, y su grito infantil ha mandado mi sueño al diablo. —Y el mío también —repliqué—. Pasearé por el patio hasta el amanecer y luego me iré. Y no tema que vuelva a repetir mi intromisión. Ahora ya estoy curado por completo de buscar esparcimiento en la compañía, ya sea en el campo o en la ciudad. Un hombre sensato debería encontrar suficiente compañía en sí mismo. —¡Deliciosa compañía! —murmuró Heathcliff—. Coja la vela y váyase a donde quiera. Enseguida estaré con usted. Pero no vaya al patio, los perros están sueltos, y por lo que respecta a la sala… Juno está allí de centinela… y… nada, que sólo puede usted andar por las escaleras y los pasillos. Pero ¡váyase ya! Yo iré dentro de dos minutos. Le obedecí en cuanto a salir de la alcoba, y cuando, al ignorar adónde conducían aquellos estrechos corredores, me quedé quieto, fui testigo involuntario de una muestra de superstición por parte de mi casero, que contradecía de manera extraña su aparente sensatez. Se subió a la cama, abrió de un tirón la ventana, estallando, al tiempo que tiraba, en un incontrolable arrebato de llanto. —¡Entra, entra! —sollozaba—. Cathy, entra. ¡Oh, hazlo… una vez más! ¡Oh, corazón mío! ¡Escúchame esta vez, al fin, Catherine! El espectro exhibió el capricho normal de los espectros: no dio señales de existir. Pero entraron la nieve y el viento, en frenético remolino, llegando incluso hasta donde yo estaba y apagando la luz. Había tal angustia en el arrebato de dolor que acompañaba a este delirio, que mi compasión me hizo disculpar su locura y me retiré, medio enfadado por haber escuchado y molesto por haberle contado mi ridícula pesadilla, ya que le había producido semejante tormento, aunque el porqué escapaba a mi comprensión. Bajé cautelosamente a las estancias inferiores y fui a parar a la cocina, donde un rescoldo de brasas, bien atizado, me permitió volver a encender la vela. Nada se movía, salvo una gata gris con manchas que salió sigilosamente de las cenizas, y me saludó con un quejumbroso maullido. Dos bancos en forma semicircular casi rodeaban el hogar. Me tendí en uno de ellos y la vieja gata se subió al otro. Estábamos los dos dando cabezadas sin que nadie invadiera nuestro retiro cuando apareció Joseph bajando pesadamente por una escalera de madera que desaparecía por una trampilla en el techo, la subida a su buhardilla, supongo. Echó una mirada siniestra a la llamita que yo había logrado encender, echó a la gata de sus alturas y, apropiándose del sitio vacante, empezó la operación de llenar de tabaco una pipa de tres pulgadas. Mi presencia en su santuario le parecía evidentemente una insolencia demasiado vergonzosa como para comentarla. Aplicó en silencio el tubo a sus labios, cruzó los brazos y echó el humo. Le dejé disfrutar de aquel placer sin molestarle y, después de exhalar la última espiral de humo, lanzando un profundo suspiro, se levantó y se fue tan solemnemente como había venido. Página 36 A continuación entraron unos pasos más ligeros. Abrí la boca para dar los «buenos días», pero la volví a cerrar sin terminar el saludo, pues Hareton Earnshaw iba rezando sus oraciones sotto voce con una serie de maldiciones contra cada objeto que tocaba, mientras revolvía en un rincón en busca de una pala o una azada para quitar la nieve. Miró por encima del respaldo del banco, dilatando las narices, y pensó tan poco en cambiar saludos conmigo como con mi compañera la gata. Me figuré, por sus preparativos, que ya se podía salir y, dejando mi duro lecho, hice ademán de seguirle. Él lo notó y empujó con el extremo de la azada una puerta interior, indicándome con un sonido inarticulado que allí era donde debía ir si cambiaba de sitio. La puerta daba a la sala, donde las mujeres estaban ya en movimiento. Zillah levantaba llamaradas por la chimenea con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada en el hogar, leía un libro a la luz de la lumbre. Mantenía una mano interpuesta entre el calor del fuego y sus ojos, y parecía absorta en su ocupación, que sólo interrumpía para regañar a la criada porque la cubría de chispas, o para apartar de vez en cuando a un perro que metía con demasiado atrevimiento el hocico en su cara. Me sorprendió ver allí también a Heathcliff. Estaba junto al fuego, de espaldas a mí, y justamente poniendo fin a una escena tormentosa con la pobre Zillah, quien a menudo interrumpía su trabajo para recoger la punta de su delantal y exhalar un indignado gemido. —Y tú, tú, nulidad… —estalló cuando yo entraba, dirigiéndose a su nuera y empleando epítetos tan inofensivos como «pato» o «cordero», pero que generalmente se representan con puntos suspensivos—. ¡Ya estás con tus trucos para no hacer nada! ¡Los demás se ganan el pan… tú vives de mi caridad! Deja esa basura y ponte a hacer algo. Me tendrás que pagar por el castigo de tenerte siempre ante mi vista… ¿Me oyes, maldita desgraciada? —Dejaré esta basura porque usted puede obligarme si me niego —contestó la joven, cerrando el libro y tirándolo en una silla—. Pero, por más juramentos que eche, no haré sino lo que me plazca. Heathcliff levantó la mano y ella, que evidentemente conocía su peso, saltó a una distancia más segura. Como no tenía ningún interés en entretenerme con una pelea de perros y gatos, me adelanté con energía, como deseoso de participar del calor del hogar y fingiendo no saber nada de la interrumpida disputa. Ambos tuvieron el suficiente decoro como para suspender las hostilidades. Heathcliff, para evitar la tentación, se metió los puños en los bolsillos. La señora Heathcliff frunció los labios y se retiró a un asiento apartado, en donde cumplió su palabra haciendo el papel de estatua el resto del tiempo que estuve allí. No fue mucho. Rehusé desayunar con ellos y, al primer brillo del alba, aproveché la oportunidad de escapar al aire libre, ahora claro, tranquilo y frío como hielo impalpable. Antes de que llegara al fondo del jardín, mi casero me llamó a voces para que me detuviera y se ofreció a acompañarme por el páramo. Estuvo bien que lo hiciera, pues Página 37 —¿De dónde es originaria? —Vaya, señor, es la hija de mi difunto amo. Catherine Linton era su nombre de soltera. ¡Yo la crié, pobrecita! Me hubiera gustado que el señor Heathcliff se hubiera trasladado aquí, y entonces podíamos haber estado juntas de nuevo. —¡Qué! ¿Catherine Linton? —exclamé asombrado, pero un minuto de reflexión me convenció de que no era mi fantasmal Catherine—. Entonces —continué—, ¿el nombre de mi predecesor era Linton? —Eso es. —¿Y quién es ese Earnshaw, Hareton Earnshaw, que vive con el señor Heathcliff? ¿Son parientes? —No, es sobrino de la difunta señora Linton. —¿Primo de la joven, entonces? —Sí, y su marido también era primo suyo: uno por parte de madre, el otro por parte de padre. Heathcliff se casó con la hermana del señor Linton. —He visto que la casa de Cumbres Borrascosas tiene grabado en la puerta principal «Earnshaw». ¿Es una familia antigua? —Muy antigua, sí señor, y Hareton es el último de ellos, así como nuestra señorita Cathy lo es de los nuestros, quiero decir, de los Linton. ¿Ha estado en Cumbres Borrascosas? Perdone la pregunta, pero me gustaría saber cómo está ella. —¿La señora Heathcliff? Estaba muy bien y muy guapa, aunque creo que no muy feliz. —¡Vaya por Dios, no me extraña! ¿Y qué le pareció el amo? —Un tipo más bien áspero, señora Dean. ¿No es ése su carácter? —¡Más áspero que el filo de una sierra y más duro que el pedernal! Cuanto menos tenga que ver con él, mejor. —Ha debido de tener altibajos en la vida que le han hecho tan insociable. ¿Sabe usted algo de su historia? —Es la del cuco[21], señor. La sé toda, excepto dónde nació, quiénes eran sus padres y de dónde sacó su primer dinero. ¡Y Hareton ha sido arrojado como un gorrión implume! El pobre chico es el único en toda la parroquia que no se da cuenta de hasta qué punto le han estafado. —Bueno, señora Dean, haría una obra de caridad si me contara algo de mis vecinos. Tengo la sensación de que no dormiré si me voy a la cama, así que sea buena y quédese a charlar una hora. —¡Oh, pues claro, señor! Iré a buscar un poco de costura, y luego me quedo el tiempo que usted quiera. Pero ha cogido un resfriado, le he visto tiritar. Tiene que tomar un poco de caldo para curarlo. La buena mujer salió apresuradamente y yo me acurruqué más cerca del fuego. Tenía la cabeza ardiendo y el resto del cuerpo helado. Además por culpa de los nervios y de la cabeza estaba excitado hasta el extremo del desvarío. Esto me hacía sentirme no incómodo, sino más bien temeroso (todavía lo estoy) de las graves Página 40 consecuencias que los incidentes de ayer y de hoy pudieran tener. Volvió al poco rato con un tazón humeante y una cesta de costura y, después de colocar el primero en la repisa de la chimenea, acercó su asiento, visiblemente satisfecha de encontrarme tan sociable. —Antes de que yo viniera a vivir aquí —comenzó su historia sin esperar más invitación—, estaba casi siempre en Cumbres Borrascosas, porque mi madre había criado al señor Hindley Earnshaw, el padre de Hareton, y yo acostumbraba a jugar con los niños. También hacía recados, ayudaba a recoger el heno, y andaba por la granja dispuesta a hacer lo que me mandaran. Una hermosa mañana de verano — recuerdo que era al principio de la siega—, el señor Earnshaw, mi viejo amo, bajó vestido de viaje y, después de decirle a Joseph lo que había que hacer durante el día, se volvió a Hindley, a Cathy y a mí —pues yo estaba tomando mis gachas de avena con ellos—, y le habló así a su hijo: —Bueno, mi querido jovencito, hoy me voy a Liverpool, ¿qué quieres que te traiga? Puedes escoger lo que quieras, sólo que sea pequeño, porque voy a ir y volver a pie: sesenta millas de ida y otras tantas de vuelta, ¡es un buen trecho! Hindley pidió un violín, luego se dirigió a Cathy, que apenas tenía seis años, pero ya podía montar cualquier caballo del establo, y pidió un látigo. No se olvidó de mí, pues tenía buen corazón, aunque a veces era un poco severo. Me prometió traerme un saquito lleno de manzanas y peras, luego dio a los niños un beso de despedida, y se marchó. Los tres días de su ausencia se nos hicieron a todos muy largos, y la pequeña Cathy preguntaba a menudo cuándo volvería. La señora Earnshaw le esperaba el tercer día por la tarde a la hora de la cena, y la pospuso hora tras hora, pero no había señales de su llegada, y al fin los niños se cansaron de salir a la verja a mirar. Luego oscureció. Ella los hubiera acostado, pero los niños le rogaron desconsoladamente que les dejara quedarse levantados. Y justo a eso de las once, el picaporte de la puerta se levantó suavemente y entró el amo. Se echó en una silla, entre risas y gemidos, y les pidió a todos que se apartaran porque estaba medio muerto. No volvería a hacer semejante caminata ni por todo el oro del mundo. —Y para colmo, me he llevado un susto de muerte —dijo, abriendo el sobretodo que tenía arrebujado en sus brazos—. ¡Mira, mujer! Nada en mi vida me ha impresionado tanto. Tienes que tomarlo como un don de Dios, aunque es tan moreno como si viniera del diablo. Nos amontonamos a su alrededor y, por encima de la cabeza de la señorita Cathy, pude entrever a un niño sucio, andrajoso y de pelo negro, lo bastante crecido como para andar y hablar, es más, por su cara, parecía mayor que Catherine, pero cuando se puso de pie no hizo más que mirar a su alrededor y repetir, una y otra vez, una especie de jerga que nadie entendía. Yo estaba asustada y la señora Earnshaw estuvo Página 41 a punto de echarlo de casa. Se puso hecha una furia y le preguntó al amo cómo se le ocurría traer a aquel mocoso gitano, cuando tenían sus propios hijos que alimentar y defender, qué pensaba hacer con él y si se había vuelto loco. El amo intentó explicar lo sucedido, pero realmente estaba medio muerto de cansancio, y todo lo que yo pude sacar en claro, entre las reprimendas de la señora, fue una historia de haberlo visto muerto de hambre, sin techo, y prácticamente mudo, en las calles de Liverpool, donde lo recogió y preguntó por su dueño. Dijo que nadie sabía a quién pertenecía y, como él andaba muy limitado de tiempo y de dinero, pensó que era mejor llevárselo a casa directamente que meterse en gastos inútiles allí, porque estaba decidido a no dejarlo como lo encontró. Bueno, el resultado fue que mi señora se calmó a regañadientes, y el señor Earnshaw me dijo que le lavara, le diera ropa limpia y le dejara dormir con los niños. Hindley y Catherine se contentaron con mirar y escuchar hasta que se restableció la paz, entonces empezaron a buscar en los bolsillos de su padre los regalos que les había prometido. El primero era ya un chico de catorce años, pero cuando sacó lo que había sido un violín, hecho añicos dentro del sobretodo, se echó a llorar a gritos, y Cathy, cuando supo que su padre había perdido el látigo por atender al desconocido, expresó su mal humor haciendo muecas y escupiendo a la estúpida criatura, lo que le valió un sonoro bofetón de su padre para que aprendiera mejores modales. Se negaron en redondo a que compartiera con ellos la cama, ni siquiera la habitación, y yo no tuve mayor juicio y lo puse en el rellano de la escalera, esperando que a la mañana siguiente se habría ido. Por casualidad, o atraído por la voz del señor Earnshaw, se deslizó hasta su puerta y éste se lo encontró al salir de la habitación. Se hicieron averiguaciones de cómo había llegado allí. Me vi obligada a confesar, y en recompensa a mi cobardía y crueldad me echaron de la casa. Ésta fue la primera presentación de Heathcliff en la familia. Cuando volví unos días después (pues no consideré que mi destierro fuera perpetuo) me encontré con que le habían bautizado con el nombre de «Heathcliff», que era el que tenía un hijo muerto en la niñez, y le ha servido desde entonces tanto de nombre de pila como de apellido. La señorita Cathy y él eran ya íntimos, pero Hindley le odiaba y, a decir verdad, yo también. Le atormentábamos y tratábamos de forma vergonzosa. Yo no tenía el juicio suficiente para comprender mi injusticia y la señora nunca dijo una palabra en su defensa cuando veía que le maltratábamos. Parecía un niño hosco y paciente, endurecido, quizá, respecto a los malos tratos. Soportaba los golpes de Hindley sin parpadear ni verter una lágrima, y mis pellizcos le hacían sólo dar un respiro y abrir los ojos como si se hubiera lastimado por casualidad y sin que nadie tuviera la culpa. Este aguante enfureció al viejo Earnshaw cuando descubrió que su hijo perseguía al pobre huérfano, como él le llamaba. Se encariñó con él de una manera extraña, creía todo lo que le decía (en realidad decía bien poco y generalmente la verdad) y le mimaba mucho más que a Catherine que era demasiado traviesa y rebelde para ser la favorita. Página 42 CAPÍTULO V Con el paso del tiempo el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido activo y saludable, pero sus fuerzas le abandonaron de repente y, cuando se quedó confinado a un rincón de la chimenea, se volvió terriblemente irritable. Se enojaba por nada y los supuestos desaires a su autoridad casi le sacaban de quicio. Esto era especialmente notorio cuando alguien intentaba imponerse o avasallar a su favorito. Era celoso hasta la exasperación para que no se le dijera una palabra indiscreta, y parecía que se le había metido en la cabeza la idea de que, como él quería a Heathcliff, todos le odiaban y estaban deseando jugarle alguna mala pasada. Esto representaba una desventaja para el muchacho, porque como los más amables de nosotros no queríamos irritar al amo, le seguíamos la corriente en su parcialidad, y esa actitud daba más pábulo al orgullo y mal genio del chico. Pero, de algún modo, se convirtió en algo necesario: dos o tres veces las muestras de desprecio de Hindley estando su padre cerca provocaron la ira del viejo, que cogió su bastón para pegarle y tembló de rabia al no poder hacerlo. Al fin, nuestro coadjutor (teníamos entonces un coadjutor que completaba su estipendio dando clase a los pequeños Linton y Earnshaw y cultivando personalmente un pedacito de tierra) aconsejó que se enviara a Hindley a la universidad, y el señor Earnshaw accedió, aunque con poco convencimiento, porque decía: —Hindley es una nulidad y nunca prosperará vaya donde vaya. Yo confiaba de todo corazón en que entonces íbamos a tener paz. Me dolía pensar que el amo sufriera por su buena acción. Me figuraba que el fastidio de la edad y de la enfermedad tenía su origen en las desavenencias familiares, como él lo aseguraba, pero la verdad era, señor, que su naturaleza se estaba agotando. Podíamos habérnoslas arreglado tolerablemente a pesar de todo de no ser por dos personas: la señorita Cathy y Joseph, el criado. Seguro que lo vio, allá arriba. Era, y lo más probable es que lo sigua siendo, el fariseo más pesado y santurrón que haya jamás saqueado la Biblia para quedarse con todas las promesas y cargar al prójimo con las maldiciones. Por su habilidad para echar sermones y discursos piadosos, consiguió impresionar al señor Earnshaw y, cuanto más se debilitaba el amo, más influencia ejercía sobre él. No dejaba de atosigarle para que se ocupara de la salvación de su alma y de educar a sus hijos con rigor. Le alentaba a considerar a Hindley como un réprobo, y noche tras noche, con regularidad, le mascullaba una retahíla de cuentos contra Heathcliff y Catherine, poniendo siempre mucho cuidado en halagar la debilidad del amo a base de acumular las acusaciones más graves sobre la última. Es cierto que ella tenía una manera de ser que no he visto nunca en una niña, y nos hacía perder la paciencia más de cincuenta veces al día. Desde el momento en que bajaba hasta que se iba a la cama, no podíamos estar seguros, ni un minuto, de Página 45 que no estuviera haciendo alguna travesura. Su espíritu estaba en continua tensión, su lengua siempre suelta, cantando, riendo, o fastidiando al que no hiciera lo mismo que ella. Una chiquilla salvaje y malvada es lo que era, pero tenía los ojos más bonitos, la sonrisa más dulce y los pies más ligeros de toda la parroquia. Y después de todo, creo que no tenía mala intención, porque una vez que conseguía hacer llorar a alguien en serio, era raro que no le hiciera compañía, obligándole a calmarse para poder consolarse. Estaba demasiado encariñada con Heathcliff. Separarla de él era el mayor castigo que se le podía imponer, y eso que la regañaban por su culpa más que a ninguno de nosotros. En el juego le encantaba hacer de señora, dando órdenes a sus compañeros y pegándoles: eso mismo hizo conmigo, pero yo no toleraba ni cachetes, ni órdenes, y así se lo dije. Bueno, el señor Earnshaw no entendía las bromas de sus hijos. Había sido siempre estricto y serio con ellos y Catherine, por su parte, no tenía idea de por qué su padre tenía peor humor y menos paciencia ahora, enfermo, que en su juventud. Sus desagradables reproches despertaban en ella el maligno placer de provocarle. Nunca era más feliz que cuando todos la reñíamos a un tiempo, desafiándonos ella con su mirada insolente y descarada, y su presta lengua, ridiculizando las religiosas maldiciones de Joseph, importunándome a mí, y haciendo precisamente lo que más molestaba a su padre: demostrar cómo su pretendida insolencia, que él creía auténtica, tenía más poder sobre Heathcliff que su cariño, cómo el chico hacía todo lo que ella le decía, pero cumplía los mandatos del amo sólo cuando le venía en gana. Después de haberse portado lo peor posible todo el día, a veces venía zalamera por la noche a hacer las paces. —No, Cathy —decía el anciano—, no te puedo querer, eres peor que tu hermano. Vete y reza tus oraciones, hija, y pídele perdón a Dios. No sé si tu madre y yo no tendremos que lamentar haberte traído al mundo. Esto le hacía llorar al principio, pero luego el ser rechazada continuamente la endureció y se reía cuando se le mandaba arrepentirse de sus faltas y pedir que se la perdonara. Pero al fin llegó la hora que terminó con las desgracias del señor Earnshaw en la tierra. Murió tranquilamente una noche de octubre sentado en su sillón junto al fuego. Un fuerte viento zumbaba en torno a la casa y rugía en la chimenea, sonaba muy fuerte y tempestuoso, pero no era frío, y estábamos todos juntos… yo un poco separada del fuego, haciendo calceta, y Joseph leyendo la Biblia junto a la mesa (porque entonces los criados solían sentarse en la sala después de terminar su trabajo). La señorita Cathy había estado enferma, por eso estaba quieta, se apoyaba en la rodilla de su padre, y Heathcliff estaba tumbado en el suelo con la cabeza en el regazo de ella. Recuerdo que el amo, antes de caer en sopor, acariciaba su bonito pelo —realmente contento de verla apacible— y le dijo: —¿Por qué no puedes ser siempre una niña buena, Cathy? Ella levantó el rostro hacia él y riendo contestó: Página 46 —¿Por qué no es usted siempre un hombre bueno, padre? Pero en cuanto le vio enojado de nuevo le besó la mano y le dijo que le cantaría una canción para que se durmiera. Empezó a cantar muy bajito hasta que los dedos del viejo se soltaron de los de la niña y la cabeza se le hundió en el pecho. Entonces le dije que se callara y que no se moviera no fuera a despertarle. Estuvimos todos callados como muertos durante toda una media hora y hubiéramos seguido así, de no haber sido por Joseph, que habiendo terminado su capítulo, se levantó y dijo que tenía que despertar al amo para rezar y acostarle. Se le acercó, le llamó por su nombre y le tocó en el hombro, pero como no se movía, cogió la vela y le miró. Pensé que algo malo pasaba cuando dejó la vela y, cogiendo a los niños, a cada uno por un brazo, les dijo en voz baja que subieran y que no hicieran ruido, que esa noche tenían que rezar solos pues él tenía algo que hacer. —Primero tengo que dar las buenas noches a mi padre —dijo Catherine, echándole los brazos al cuello antes de que pudiéramos impedírselo. La pobre criatura descubrió enseguida la triste pérdida y gritó: —¡Oh, está muerto, Heathcliff, está muerto! —y se pusieron los dos a llorar desgarradoramente. Yo uní mi ruidoso y amargo llanto al suyo, pero Joseph nos preguntó en qué estábamos pensando al gritar de ese modo por un santo que ya estaba en el cielo. Me mandó que me pusiera el abrigo y fuera corriendo a Gimmerton en busca del médico y del párroco. No pude comprender de qué iban a servir entonces ni el uno ni el otro. Fui, sin embargo, a pesar del viento y la lluvia, y traje conmigo a uno, al doctor, el otro dijo que vendría por la mañana. Dejando a Joseph que explicara lo sucedido, corrí a la habitación de los niños. Tenían la puerta entreabierta y vi que no se habían acostado todavía, aunque era pasada la medianoche, pero estaban más tranquilos y no necesitaban que yo les consolara. Los pobres se consolaban el uno al otro con pensamientos mejores que los que se me hubieran ocurrido a mí. Ningún sacerdote del mundo pintó jamás el cielo de forma tan hermosa como lo hacían ellos en su inocente charla, y mientras sollozaba y escuchaba, no pude por menos de desear que ya estuviéramos allí todos juntos y a salvo. Página 47 su madre estaban sentados comiendo y bebiendo, cantando y riendo, y quemándose las pestañas delante del fuego. ¿Crees que hacen eso? ¿O que leen sermones y su criado los catequiza y les hace aprender una lista de nombres bíblicos si ellos no contestan bien? —Probablemente no —respondí—. Son niños buenos, sin duda, y no merecen el trato que vosotros recibís por vuestra mala conducta. —No me vengas con monsergas, Nelly —dijo él—. ¡Tonterías! Corrimos desde lo alto de las Cumbres hasta la finca sin parar… Catherine completamente derrotada en la carrera porque iba descalza. Mañana tendrás que ir a buscar sus zapatos en la ciénaga. Nos metimos por un seto roto, subimos a tientas por el sendero y nos plantamos en un macizo de flores bajo la ventana del salón. La luz venía de allí, no habían cerrado las contraventanas y las cortinas estaban sólo medio corridas. Los dos podíamos mirar adentro puestos de pie en el zócalo y agarrándonos al alféizar, y vimos —¡ah, qué hermoso era!— una espléndida habitación alfombrada de rojo, sillas y mesas cubiertas de rojo y un techo blanquísimo ribeteado de oro, con una cascada de gotas de cristal colgando de cadenas de plata desde el centro, y titilando con finas velitas. El señor y la señora Linton no estaban allí. Edgar y su hermana disponían de toda la sala. ¿No debían sentirse felices? ¡Nosotros nos hubiéramos creído en el cielo! Pues ahora adivina lo que tus niños buenos estaban haciendo. Isabella —creo que tiene once años, uno menos que Cathy— estaba tirada chillando en el otro extremo de la habitación, gritaba como si las brujas la estuvieran pinchando con agujas al rojo vivo. Edgar lloraba en silencio de pie junto a la chimenea, y en medio de la mesa, sacudiendo la pata y gruñendo, un perrito al que, por sus mutuas acusaciones, entendimos que casi lo habían partido en dos. ¡Idiotas! ¡Así se divertían! Peleando por quién se iba a quedar con un montón de pelos calientes, y echándose los dos a llorar porque después de la pelea ninguno se lo quería quedar. Nos reímos a más no poder de aquellos críos mimados. Los despreciamos. ¿Cuándo me has visto a mí deseando tener lo que Catherine quería? ¿O nos has visto solos buscando diversión en chillar y sollozar, revolcándonos por el suelo, separados por toda una habitación? No cambiaría por nada del mundo mi situación aquí por la de Edgar Linton en la Granja de los Tordos, ni aunque tuviera el privilegio de tirar a Joseph desde lo más alto del tejado y pintar la fachada de la casa con la sangre de Hindley. —¡Calla, calla! —interrumpí—. Pero, Heathcliff, todavía no me has dicho cómo es que Catherine se ha quedado. —Te dije que nos habíamos reído —respondió—. Los Linton nos oyeron, y los dos a un tiempo se lanzaron como flechas a la puerta. Hubo silencio y luego un grito: ¡Oh, mamá, mamá! ¡Oh, papá! Oh, mamá, vengan. ¡Oh, papá, oh! De veras que gritaban algo así. Hicimos ruidos horribles para asustarlos aún más, y luego nos descolgamos del alféizar porque alguien estaba descorriendo los cerrojos y nos pareció que lo mejor era escapar de allí. Yo tenía a Cathy de la mano y le estaba metiendo prisa cuando, de repente, se cayó. Página 50 »—¡Corre, Heathcliff, corre! —susurró—. ¡Han soltado al bulldog y me tiene agarrada! »El diablo le había cogido por el tobillo, Nelly. Oí su abominable bufido. Ella no dio un grito, no, le habría avergonzado hacerlo aunque se hubiera visto lanzada entre los cuernos de una vaca brava. ¡Pero yo sí grité! Vociferé maldiciones suficientes para aniquilar a todos los demonios de la cristiandad. Cogí una piedra y la metí entre las mandíbulas del animal y traté con todas mis fuerzas de metérsela por el gaznate. Al fin un bestia de criado se acercó con un farol gritando: »—¡Agarra fuerte, Skulker, agarra fuerte! »Cambió de tono, sin embargo, cuando vio la presa de Skulker. El perro estaba ahogándose, la enorme lengua roja le colgaba a medio palmo de la boca, y del hocico caído le chorreaba una baba sanguinolenta. El hombre levantó a Cathy, que estaba desvanecida, no de miedo, estoy seguro, sino de dolor. Se la llevó adentro, yo la seguí, mascullando maldiciones y venganzas. »—¿Cuál es la presa, Robert? —voceó Linton desde la entrada. »—Skulker ha cogido a una niña, señor —respondió—, y aquí hay un chico — añadió, agarrándome— que parece todo un granuja. Probablemente los ladrones intentaban meterles por la ventana para que abrieran la puerta a la cuadrilla cuando todos estuviéramos dormidos y asesinarnos a sus anchas. ¡Y tú, calla la boca, ladrón deslenguado! Tú, tú irás a la horca por esto. Señor Linton, no deje su escopeta. »—No, no, Robert —dijo el viejo idiota—. Los bribones sabían que ayer era mi día de cobrar las rentas y pensaron cogerme ingeniosamente. Pasen que les daré un buen recibimiento. Bien, John, echa la cadena. Dale a Skulker un poco de agua, Jenny. Desafiar a un magistrado, y en domingo además ¿Dónde va a parar su insolencia? ¡Oh, Mary querida, escucha! No te asustes, no es más que un niño, aunque al canalla se le ve la maldad en el rostro. ¿No sería un bien para el país ahorcarle de una vez, antes de que nos revele quién es por sus actos y no sólo por su catadura? »Me arrastró hasta la lámpara, la señora Linton se puso los lentes sobre la nariz y levantó horrorizada las manos. Los cobardes de los niños también se acercaron. Isabella bisbiseó: »—¡Qué horror! Ponlo en la bodega, papá. Es exactamente igual que el hijo de la adivina que me robó mi faisán domesticado, ¿verdad, Edgar? »Mientras me examinaban, Cathy volvió en sí, oyó las últimas palabras y se rió. Edgar Linton, después de una mirada inquisitiva, reunió el suficiente ingenio como para reconocerla. Nos ven en la iglesia, ya sabes, aunque es raro que los encontremos en otro sitio. »—¡Es la señorita Earnshaw! —le susurró a su madre—, y mira cómo la ha mordido Skulker, ¡cómo le sangra el pie! »—¿La señorita Earnshaw? ¡Tonterías! —exclamó la dama—. ¿La señorita Earnshaw recorriendo el campo con un gitano? Pero sí, cariño, la niña lleva luto… Página 51 seguro que es ella… ¡y puede quedarse coja para toda la vida! »—¡Qué culpable negligencia la de su hermano! —exclamó el señor Linton, volviéndose de mí a Catherine—. Sé por Shielders (ése era el coadjutor, señor Lockwood) que la deja crecer en el más absoluto paganismo. ¿Pero quién es éste? ¿De dónde ha sacado este compañero? Ah, apuesto a que es aquella extraña adquisición que mi difunto vecino hizo en su viaje a Liverpool… un pequeño Lascar, o un náufrago americano o español. »—Un niño malo, de todas formas —observó la vieja dama— y del todo inadecuado para una casa decente. ¿Te diste cuenta de su lenguaje, Linton? Estoy horrorizada de que mis hijos le hayan oído. »Empecé otra vez con mis maldiciones —no te enfades, Nelly— así que ordenaron a Robert que me echara. Yo me negué a marcharme sin Cathy. Me arrastró al jardín, me puso el farol en la mano, me aseguró que informaría al señor Earnshaw de mi conducta y, ordenándome que me fuera inmediatamente, cerró de nuevo la puerta. Las cortinas estaban aún recogidas a un lado y yo volví a mi puesto de espionaje, porque, si Catherine hubiera querido volver, tenía la intención de hacer un millón de pedazos los grandes cristales de la ventana, si no la dejaban salir. Estaba sentada tranquilamente en el sofá. La señora Linton le quitó la capa gris de la lechera que habíamos cogido para nuestra excursión, moviendo la cabeza y supongo que regañándola. Ella era una señorita y distinguían bien entre el trato que le correspondía a ella y a mí. Luego la criada trajo una palangana de agua caliente y le lavó los pies. El señor Linton le preparó un vaso de ponche, Isabella le puso en la falda una bandeja de pasteles, y Edgar la miraba boquiabierto a cierta distancia. Luego le secaron y peinaron el hermoso pelo, le dieron un par de zapatillas enormes y la acercaron al fuego. La dejé tan contenta, compartiendo su comida con el perrito y con Skulker, al que pellizcaba el hocico mientras comía, y encendiendo una chispa de espíritu en los inexpresivos ojos azules de los Linton, un vago reflejo de su rostro encantador. Los vi llenos de una admiración estúpida. Ella es tan inmensamente superior a ellos… a todo el mundo, ¿no es verdad, Nelly? —Este asunto traerá más consecuencias de las que te imaginas —contesté, tapándole y apagando la luz—. Eres incorregible, Heathcliff, el amo tendrá que recurrir a medidas extremas, ya lo verás. Mis palabras resultaron más ciertas de lo que hubiera deseado. La desdichada aventura puso furioso a Earnshaw. Y encima, el señor Linton, para acabar de arreglarlo, vino en persona al día siguiente, y tanto le leyó al señorito la cartilla sobre la manera de educar a su familia, que se vio impulsado a tomárselo en serio. Heathcliff no recibió azotes, pero le dijeron que a la primera palabra que le dirigiera a la señorita Catherine le despedirían, y la señora Earnshaw se encargó de mantener a su cuñada debidamente sujeta cuando volviera a casa, empleando la maña, no la fuerza. Por la fuerza le hubiera sido imposible. Página 52 de acebo, las jarras de plata alineadas en una bandeja, listas para que las llenaran de cerveza caliente y azucarada, y sobre todo la limpieza inmaculada del objeto especial de mis cuidados, el suelo bien barrido y fregado. Le di interiormente a cada cosa su debido aplauso, y entonces recordé cómo el viejo Earnshaw acostumbraba a entrar cuando todo estaba en orden, me decía que era una chica valiente y deslizaba en mi mano un chelín como aguinaldo de Navidad. Y de ahí pasé a pensar en su cariño por Heathcliff, y el temor a que se le descuidara cuando él desapareciera, y eso, naturalmente, me llevó a considerar la situación del pobre chico en aquel momento, y de las canciones cambié a las lágrimas. Pronto se me ocurrió, sin embargo, que sería más sensato tratar de reparar alguna de sus injusticias que verter lágrimas sobre ellas. Me levanté y fui al patio a buscarle. No estaba lejos, lo encontré en el establo alisando el lustroso pelo del poni nuevo y dando de comer a los otros animales, como de costumbre. —Date prisa, Heathcliff —dije—, en la cocina se está muy bien, y Joseph se ha ido arriba. Date prisa y déjame que te ponga guapo antes de que venga la señorita Cathy, y luego os podéis sentar juntos, con toda la chimenea para vosotros solos, y tener una larga charla hasta la hora de acostaros. Prosiguió con su tarea sin tan siquiera volver la cabeza hacia mí. —Vamos, ¿vienes? —continué—, hay un pastelito para cada uno de vosotros, lo suficiente, y tú necesitarás media hora para arreglarte. Esperé cinco minutos, pero al no conseguir respuesta le dejé. Catherine cenó con su hermano y su cuñada, Joseph y yo compartimos una comida desabrida, sazonada con reproches de una parte e impertinencias de la otra. Su pastel y su queso quedaron sobre la mesa toda la noche. Se las arregló para seguir trabajando hasta las nueve, y luego se marchó, mudo y terco, a su habitación. Catherine estuvo levantada hasta tarde, pues tenía un montón de cosas que preparar para la recepción de sus nuevos amigos. Vino una vez a la cocina para hablar con su viejo amigo, pero se había ido, y ella se quedó sólo a preguntar qué le pasaba y se volvió a marchar. Por la mañana Heathcliff se levantó temprano y, como era día de fiesta, se fue con su mal humor a los páramos y no reapareció hasta que la familia había salido para la iglesia. El ayuno y la reflexión parece que le habían traído mejor humor. Estuvo rondando a mi alrededor un rato y, armándose de valor, exclamó de repente: —Nelly, ponme decente, voy a ser bueno. —Ya era hora, Heathcliff —le dije yo—. Has ofendido a Catherine. Yo diría que hasta siente el haber venido a casa. Parece como si la envidiaras porque la consideran más que a ti. La idea de envidiar a Catherine era incomprensible para él, pero la de disgustarla la entendía perfectamente. —¿Dijo que se había apenado? —preguntó, con aspecto muy serio. —Lloró cuando le dije que te habías vuelto a marchar esta mañana. —Bien, yo lloré anoche —respondió—, y tenía más motivos para llorar que ella. Página 55 —Sí, tenías motivos para irte a la cama con el corazón orgulloso y el estómago vacío —le respondí—. Las personas orgullosas no hacen más que atormentarse a sí mismas. Pero si es que estás avergonzado de tu susceptibilidad tienes que pedirle perdón, fíjate, cuando vuelva. Tienes que acercarte, ofrecerle un beso, y decirle… tú sabes mejor qué decirle, sólo que hazlo de corazón y no como si creyeras que se ha convertido en una extraña por culpa de su magnífico vestido. Y ahora, aunque tengo que preparar la comida, sacaré un poco de tiempo para arreglarte, así Edgar Linton parecerá un muñeco a tu lado, que es lo que parece. Tú eres más joven, y aun así, aseguraría que eres más alto, y el doble de ancho de espaldas, y podrías derribarle en un abrir y cerrar de ojos, ¿no lo crees así? La cara de Heathcliff se iluminó por un momento, luego volvió a oscurecerse y suspiró: —Pero Nelly, si yo le derribara veinte veces, eso no le haría a él menos guapo y a mí más. Me gustaría tener el pelo rubio, y la piel blanca, y vestir y comportarme como él, y tener la posibilidad de llegar a ser tan rico como lo será él. —Y llamar a mamá a cada momento —añadí—, y temblar si un chico del campo levantara su puño contra ti, y quedarte en casa todo el día porque cae un chaparrón. ¡Oh, Heathcliff, demuestras un espíritu muy pobre! Ven al espejo y te enseñaré lo que debes desear. ¿Ves esas dos arrugas en el entrecejo, y esas cejas espesas, que en lugar de elevarse en arco se hunden en el centro, y ese par de demonios negros, tan profundamente sepultados, que nunca abren atrevidos sus ventanas, sino que acechan chispeantes por debajo, como espías del diablo? Desea y aprende a suavizar esas torvas arrugas, a levantar tus párpados con franqueza, y a cambiar los demonios por ángeles inocentes, confiados, que no sospechen ni duden de nada, y que siempre vean amigos donde no estén seguros de ver enemigos. No pongas esa expresión de rencoroso perro callejero que parece saber que los golpes que recibe se los merece y, no obstante, odia a todo el mundo, incluido el que le pega, por lo que sufre. —En otras palabras, tengo que desear los grandes ojos azules y lisa frente de Edgar Linton —replicó—. Lo deseo, pero eso no me ayudará a tenerlos. —Un buen corazón te ayudará a tener un rostro bonito, hijo mío —continué—, aunque fueras negro, y uno malo cambiará la cara más hermosa en algo peor que fea. Y ahora que hemos terminado con el lavado, el peinado y el mal humor, dime si no te encuentras bastante guapo. Yo te digo que sí, que podrías pasar por un príncipe disfrazado. Quién sabe si tu padre era emperador de la China, y tu madre una reina de la India, capaz cada uno de ellos de comprar, con las rentas de una semana, Cumbres Borrascosas y la Granja de los Tordos juntas, y que te raptaron unos marineros malos y te trajeron a Inglaterra. Yo que tú me formaría grandes ideas sobre mi nacimiento, y el pensar lo que había sido me daría valor y dignidad para soportar la opresión de un pequeño agricultor. Seguí charlando en esos términos y Heathcliff poco a poco perdía el ceño y empezaba a tener una expresión bastante agradable, cuando de repente nuestra Página 56 conversación se vio interrumpida por un estruendo que se acercaba por el camino y entraba en el patio. Corrió él a la ventana y yo a la puerta justo a tiempo para ver a los dos Linton apearse de su coche familiar, hundidos en abrigos y pieles, y a los Earnshaw desmontando de sus caballos, pues a menudo iban cabalgando a la iglesia en invierno. Catherine cogió de la mano a cada uno de los niños, los introdujo en la sala y los puso delante del fuego que pronto coloreó sus pálidas caras. Animé a mi compañero para que se apresurara ahora a mostrarse afable, y obedeció de buen grado, pero su mala suerte quiso que, cuando abría él la puerta de la cocina por un lado, Hindley la abriera por el otro. Se encontraron, y el amo, irritado al verle limpio y alegre, o quizá, ansioso de cumplir la promesa hecha a la señora Linton, le rechazó con un súbito empujón, y airadamente le pidió a Joseph: —Mantenlo alejado de la habitación… mándalo al desván hasta después de comer. Meterá los dedos en las tartas y robará la fruta si se queda solo un minuto. —No, señor —no pude por menos de responder—, no tocará nada, no, y supongo que tiene que tener su parte de las golosinas lo mismo que nosotros. —Tendrá su parte de mi mano, si le vuelvo a coger aquí abajo antes del anochecer —gritó Hindley—. ¡Fuera de aquí, vagabundo! ¡Qué! Intentas presumir, ¿no? ¡Espera que te tire de esos elegantes rizos… a ver si te los hago un poco más largos! —Ya son bastante largos —observó el señorito Linton, asomando por la puerta—. Me extraña que no le den dolor de cabeza. ¡Son como la crin de un potro sobre sus ojos! Aventuró esa observación sin ánimo de insultar, pero el carácter violento de Heathcliff no estaba preparado para aguantar ni una sombra de impertinencia de aquel a quien parecía odiar, ya entonces, como a un rival. Cogió una sopera con salsa de manzana caliente (lo primero que le vino a la mano), y la tiró contra la cara y el cuello del hablante, quien al instante inició un lamento que atrajo apresuradamente a Isabella y a Catherine al lugar. El señor Earnshaw agarró enseguida al delincuente y se lo llevó a su habitación, donde, sin duda, le administró un duro remedio para enfriar su ataque de ira, porque reapareció sofocado y sin aliento. Cogí un paño de cocina y, con cierta maldad, froté la nariz y la boca de Edgar, afirmando que le estaba bien empleado por meterse donde no le llamaban. Su hermana empezó a llorar diciendo que quería irse a casa, y Cathy se quedó allí, confusa y ruborizada por todo. —No deberías haberle hablado —reconvino al señorito Linton—. Estaba de mal humor, y has echado a perder la visita, le van a pegar, y detesto que le peguen. Se me han quitado las ganas de comer. ¿Por qué le hablaste, Edgar? —No le hablé —sollozó el muchacho, escapando de mis manos y acabando el resto de la limpieza con su pañuelo de batista—. Prometí a mamá que no le diría una palabra, y no se la he dicho. —Bueno, no llores —replicó Catherine desdeñosamente—. No te han matado. No hagas más travesuras. Viene mi hermano. ¡Cállate! ¡Deja ya de llorar, Isabella! ¿Te ha hecho alguien daño a ti? Página 57 observara la operación con tanta intensidad que si la gata dejara de limpiarse una oreja, le pondría muy nervioso? —Un estado de ánimo terriblemente perezoso, diría yo. —Al contrario, una actividad agotadora. Es la mía ahora, por lo tanto, continúe minuciosamente. Veo que la gente de estas regiones adquiere respecto a la gente de las ciudades el mismo valor que tiene una araña en un calabozo respecto a una araña en una casa de campo para sus distintos ocupantes, y sin embargo, lo más profundo de este interés no se debe por completo a la situación del observador. Estas gentes viven más en serio, más interiormente y menos en la superficie cambiante y frívola de las cosas externas. Me imagino que aquí es casi posible un amor para toda la vida, y eso que yo nunca creí en un amor que durara un año. El primer estado se asemeja a poner a un hombre hambriento ante un único plato en el que puede concentrar todo su apetito, y le hace justicia. El otro es como poner al mismo hombre ante una mesa abastecida por cocineros franceses. Quizá pueda sacarle al conjunto el mismo gusto, pero cada una de las partes será un mero átomo en su consideración y recuerdo. —Oh, aquí somos lo mismo que en cualquier parte cuando se nos llega a conocer —observó la señora Dean, un tanto desconcertada por mi discurso. —Perdone —le respondí—, usted, mi buena amiga, es una sorprendente prueba contra esa afirmación. Salvo por algunos provincianismos sin importancia, no tiene en sus modales los rasgos que estoy habituado a considerar como peculiares de las personas de su clase. Estoy seguro que ha pensado mucho más de lo que piensa la generalidad de los sirvientes. Se ha visto obligada a cultivar sus facultades reflexivas por falta de ocasión de disipar su vida en necias frivolidades. La señora Dean se rió. —Ciertamente, me considero una persona equilibrada y razonable, y no precisamente por vivir entre montañas y ver las mismas caras y los mismos hechos de principio a fin del año, sino por haberme impuesto una severa disciplina que me ha enseñado a tener juicio, y luego he leído más de lo que se puede usted imaginar, señor Lockwood. No abrirá usted un libro de esta biblioteca que no haya hojeado y del que además no haya sacado algo, a no ser de esa fila en griego y latín, y de ésa en francés, y ésos los distingo unos de otros. No se puede pedir más de una hija de padres pobres. No obstante, si he de continuar mi historia al estilo del verdadero chismorreo, es mejor que siga y, en lugar de saltarme tres años, me contentaré con pasar al verano siguiente, el verano de 1778, esto es, hace casi veintitrés años. Página 60 CAPÍTULO VIII En la mañana de un magnífico día de junio nació un niño precioso, el primero que crié y el último de la vieja estirpe de los Earnshaw. Estábamos ocupados con el heno en un campo muy alejado, cuando la chica que acostumbraba a traernos el desayuno vino corriendo, una hora o así más temprano, atravesando la pradera y por la vereda arriba, llamándome al tiempo que corría: —¡Qué niño tan guapo! —dijo sin aliento—. El niño más hermoso que vio jamás la luz. Pero el doctor dice que la señora se va, dice que ha estado tuberculosa todos estos meses. Oí que se lo decía al señor Earnshaw, y ahora no hay nada que la retenga, morirá antes del invierno. Tiene que venir inmediatamente a casa. Va usted a criarle, Nelly, a alimentarle con azúcar y leche y cuidarle día y noche. Ojalá yo fuera usted, porque será todo suyo cuando no esté la señora. —Pero ¿está muy enferma? —pregunté, soltando el rastrillo y atándome la cofia. —Me imagino que sí, pero está muy animada y habla como si pensara vivir para verlo hecho un hombre. Está fuera de sí de alegría, ¡es tan guapo! Si yo fuera ella de seguro que no me moriría. Me pondría mejor con sólo mirarle, a pesar de Kenneth. Casi me volví loca al verle. La señora Archer bajó el querubín al amo que estaba en la sala, y se le empezaba a iluminar la cara cuando el viejo gruñón se adelantó y le dijo: —Earnshaw, es una bendición que su mujer haya podido vivir para dejarle a usted este niño. Cuando ella vino estaba convencido de que no estaría mucho tiempo entre nosotros, y ahora tengo que decirle que el invierno probablemente acabará con ella. No se apure, ni se lamente demasiado, no tiene remedio. Además debía haberlo pensado mejor antes de escoger una muchacha tan delicada. —¿Qué le contestó el amo? —pregunté. —Creo que una maldición, pero no me fijé en él, estaba poniendo todo mi esfuerzo en ver al niño. Y empezó de nuevo a describirlo embelesada. Yo, tan emocionada como ella, corrí ansiosa a casa para admirarle a mi vez, aunque lo sentía mucho por Hindley. En su corazón no había sitio más que para dos ídolos… su mujer y él mismo, amaba a los dos, pero adoraba a uno, y no podía concebir cómo iba a soportar la pérdida. Cuando llegamos a Cumbres Borrascosas allí estaba él, en la puerta principal y, al entrar, le pregunté cómo estaba el niño. —Casi listo para echar a correr, Nelly —respondió con alegre sonrisa. —¿Y la señora? —me aventuré a preguntar—. El doctor dice que ella… —¡Condenado doctor! —interrumpió sonrojándose—. Frances está muy bien. Se encontrará perfectamente en una semana. ¿Vas a subir? Dile que iré si promete no Página 61 decir una palabra, la dejé porque no paraba de hablar, y tiene… dile que el doctor Kenneth dice que tiene que estar callada. Transmití su mensaje a la señora Earnshaw, que estaba muy animada, y respondió alegremente: —Apenas dije una palabra, Ellen, y allá se ha ido dos veces llorando. Bueno, dile que prometo no hablar, pero eso no me obliga a no reírme de él. ¡Pobre mujer! Hasta una semana antes de su muerte, aquel alegre corazón nunca le falló, y su marido insistía obstinadamente, aún más, furiosamente, en afirmar que su salud mejoraba cada día. Cuando Kenneth le advirtió que las medicinas eran inútiles en ese estado de la enfermedad y que no tenía por qué ocasionarle más gastos por atenderla, replicó: —Ya sé que usted no es necesario… ella está bien… no necesita que usted la atienda más. No estuvo nunca tuberculosa. Era una fiebre. Y ha desaparecido. Ahora tiene el pulso tan lento como el mío, y las mejillas tan frescas. Le contó a su mujer la misma historia, y ella parecía creerle, pero una noche, mientras estaba reclinada en su hombro, al intentar decirle que creía que podría levantarse al día siguiente, le dio un ataque de tos —uno muy ligero—. Él la levantó en brazos. Ella se llevó las dos manos al cuello, se le demudó el rostro y había muerto. Como la chica había anticipado, el niño Hareton quedó por completo en mis manos. El señor Earnshaw con tal de verle sano y no oírle nunca llorar estaba contento por lo que al niño se refería. En cuanto a él, su desesperación iba en aumento. Su dolor era de ésos que no se lamentan. No lloraba, ni rezaba. Maldecía y desafiaba, renegaba de Dios y de los hombres y se entregó a una insensata disipación. Los criados no soportaron mucho tiempo su conducta tiránica y perversa. Joseph y yo fuimos los únicos que nos quedamos. Yo no tuve valor para abandonar al niño a mi cargo y, además, ya sabe que yo había sido su hermana de leche y perdonaba su conducta más fácilmente que cualquier extraño lo hubiera hecho. Joseph se quedó para mangonear a arrendatarios y labriegos, y porque su vocación consistía en estar allí donde hubiera mucha maldad que reprender. Las malas maneras y malas compañías del amo constituían un bonito ejemplo para Catherine y para Heathcliff. El trato que le daba a este último era bastante para convertir en demonio a un santo. Y, en verdad, parecía que el chico estaba poseído de algo diabólico en aquella época. Le encantaba atestiguar cómo Hindley se degradaba a sí mismo sin remedio y cómo su hosquedad salvaje y su ferocidad se hacían cada día más patentes. No puedo ni medio contarle el infierno que teníamos en aquella casa. El coadjutor dejó de visitarnos y al final ninguna persona decente se nos acercaba, a menos que las visitas de Edgar Linton a la señorita Cathy se consideren una excepción. A los quince años era la reina de la comarca. No tenía rival, y se convirtió en una criatura altanera y testaruda. Reconozco que dejé de quererla desde que pasó de la niñez, y la reñía con frecuencia intentando doblegar su arrogancia, a Página 62 Diciendo esto se acercó perezosamente al fuego y se sentó. Catherine reflexionó un instante con el ceño fruncido… creyó necesario allanar el camino para una posible intrusión. —Isabella y Edgar hablaron de venir esta tarde —dijo, tras un minuto de silencio —. Como llueve apenas si les espero, pero pueden venir, y si vienen, tú corres el riesgo de que te riñan por nada. —Manda a Ellen a decirles que estás ocupada, Cathy —insistió—. No me eches por esos desgraciados y estúpidos amigos tuyos. Yo a veces estoy a punto de quejarme de que ellos… pero no lo diré… —¡Que ellos qué! —gritó Catherine, mirándole con el rostro turbado—. ¡Oh, Nelly! —añadió enfurruñada, retirando bruscamente la cabeza de mis manos—, me has peinado sin un rizo. Ya está bien, déjame. ¿De qué estás a punto de quejarte, Heathcliff? —Nada… sólo mira el calendario de la pared —señaló un papel enmarcado que colgaba junto a la ventana y continuó—: las cruces indican las tardes que has pasado con los Linton, los puntos, las que has pasado conmigo. ¿Ves? Las he marcado todas. —Sí… ¡Vaya una tontería, como si yo me fijara! —respondió Catherine en tono displicente—. ¿Y qué sentido tiene eso? —Mostrarte que yo sí que me fijo —dijo Heathcliff. —¿Tengo que estar siempre contigo? —preguntó ella, cada vez más irritada—. ¿Qué saco yo? ¿De qué hablas? Podrías ser mudo o un crío pequeño por lo que dices o también por lo que haces para entretenerme. —¡Nunca me dijiste que hablaba demasiado poco o que te desagradaba mi compañía, Cathy! —exclamó Heathcliff muy agitado. —No hay compañía ninguna cuando una persona no sabe nada, ni dice nada — murmuró ella. Su compañero se levantó, pero no tuvo tiempo de seguir expresando sus sentimientos, porque se oyeron los cascos de un caballo sobre las losas y, después de llamar suavemente, el joven Linton entró con el rostro radiante de placer por la imprevista llamada que había recibido. Sin duda Catherine notó la diferencia que había entre sus amigos al entrar uno y salir el otro. El contraste era como el que se observa al pasar de una región desolada, abrupta y de pizarra de carbón a un valle fértil y hermoso. Su voz y su manera de saludar eran tan opuestos como su aspecto. Linton tenía una manera de hablar dulce y en voz baja, y pronunciaba las palabras como usted, es decir, menos duras de como lo hacemos aquí, y más suaves. —No he venido demasiado pronto, ¿verdad? —dijo echándome una mirada. Yo había empezado a secar la vajilla y a arreglar unos cajones del aparador en el otro extremo. —No —respondió Catherine—. ¿Qué haces ahí, Nelly? —Mi trabajo, señorita —repliqué. (El señor Hindley me había dado orden de que actuara de tercero en cualquier visita secreta que a Linton se le ocurriera hacer). Página 65 Se me acercó por detrás y me susurró enfadada: —¡Lárgate con tus trapos! ¡Cuando hay visitas en la casa los criados no empiezan a fregar y limpiar en la habitación donde están! —Es una buena oportunidad ahora que no está el amo —respondí yo en voz alta —. Detesta que ande trajinando con estas cosas en su presencia. Estoy segura de que el señor Edgar me disculpará. —Yo también detesto que andes atareada en mi presencia —exclamó la señorita autoritariamente, sin dar tiempo a su invitado a contestar. No había conseguido recobrar la serenidad desde su pequeño altercado con Heathcliff. —Lo siento, señorita Catherine —fue mi respuesta, y proseguí mi trabajo con tenacidad. Ella, suponiendo que Edgar no la veía, me arrancó el trapo de la mano y me dio un pellizco en el brazo, con un retorcimiento largo y malicioso. Ya he dicho que no la quería, y más bien me gustaba mortificar su vanidad de vez en cuando, además me hizo mucho daño, así que me puse en pie desde mi posición de rodillas y exclamé: —¡Oh, señorita, eso es una canallada, no tiene derecho a pellizcarme y no pienso aguantarlo! —¡No te he tocado, mentirosa! —gritó con los dedos ávidos por repetir la acción y las orejas encendidas de rabia. No tuvo nunca capacidad para ocultar su ira y se le ponía todo el rostro en brasas. —¿Qué es esto, entonces? —repliqué mostrando un claro testimonio morado que la desmentía. Dio una patada, vaciló un momento, y luego, empujada irresistiblemente por su mal genio, me dio en la mejilla una hiriente bofetada que me llenó los ojos de lágrimas. —¡Catherine, cariño! ¡Catherine! —se interpuso Linton muy espantado por el doble delito de mentira y violencia que su ídolo había cometido. —¡Fuera de aquí, Ellen! —repitió, temblando toda ella. El pequeño Hareton, que me seguía a todas partes y estaba sentado en el suelo junto a mí, al ver mis lágrimas empezó a llorar también y sollozaba quejas contra la «tía Cathy, mala», lo que atrajo la furia de la tía contra su desdichada cabeza. Le cogió por los hombros y le zarandeó hasta que el pobre niño se puso lívido, y Edgar, sin pensarlo, le cogió las manos para liberar al niño. Al instante logró liberar una y el asombrado joven la sintió aplicada por encima de su propia oreja de manera tal que no se podía confundir con una broma. Retrocedió consternado. Yo cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina con él, dejando la puerta de comunicación abierta porque tenía curiosidad de ver cómo se zanjaba la discusión. El ofendido visitante se dirigió al lugar en que había dejado el sombrero con los labios trémulos. «¡Muy bien! —dije para mí—. ¡Date por avisado y vete! Es un detalle por su parte que te haya permitido ver un atisbo de su verdadero carácter». —¿Adónde vas? —preguntó Catherine, adelantándose hacia la puerta. Página 66 Él se hizo a un lado e intentó pasar. —¡No debes irte! —exclamó ella con energía. —¡Debo irme y me iré! —replicó él con voz débil. —No —insistió ella, cogiendo la manilla de la puerta—. Todavía no, Edgar Linton, siéntate, no puedes dejarme en este estado. Estaría triste toda la noche y no quiero estar triste por tu culpa. —¿Puedo quedarme después de haberme abofeteado? —preguntó Linton. Catherine enmudeció. —Me has hecho sentir miedo y vergüenza de ti —continuó él—. ¡No volveré a esta casa! Los ojos de Catherine empezaron a brillar y sus párpados temblaron. —¡Y has mentido deliberadamente! —dijo él. —¡No es cierto! —gritó ella recobrando el habla—. No he hecho nada deliberadamente. Bueno, vete si quieres… vete. Y ahora lloraré… lloraré hasta enfermar. Cayó de rodillas junto a una silla y rompió a llorar con toda su alma. Edgar perseveró en su resolución hasta llegar al patio, allí vaciló. Yo decidí animarle. —La señorita es terriblemente caprichosa —exclamé—. Tan mala como cualquier niño mimado, es mejor que se vaya a casa, de lo contrario se pondrá mala sólo para fastidiarnos. El pobrecillo miró de reojo por la ventana. Tenía la misma capacidad para marcharse que un gato para dejar a un ratón medio muerto, o a un pájaro a medio comer. «Ah —pensé— no tiene salvación. ¡Está condenado y vuela a su destino!» Y así fue. Se volvió de repente, corrió a la sala de nuevo, cerró la puerta tras de sí y, cuando entré al cabo de un rato para informarles que Earnshaw había vuelto a casa borracho perdido, dispuesto a ponerla patas arriba (lo que acostumbraba a hacer en ese estado), vi que la pelea no había hecho más que estrechar la intimidad, había roto las defensas de la timidez juvenil y les había capacitado para abandonar el disfraz de la amistad y confesarse enamorados. La noticia de la llegada del señor Hindley llevó velozmente a Linton a su caballo, y a Catherine a su alcoba. Yo fui a esconder al pequeño Hareton y a quitar la carga de la escopeta de caza del amo, con la que le gustaba jugar en su loco delirio, con riesgo de las vidas de los que le provocaran, o sólo que le llamaran demasiado la atención, y a mí se me había ocurrido la idea de descargarla para que hiciera menos daño en caso de llegar al extremo de dispararla. Página 67 —¡Yo de ninguna manera! Al contrario, tendré mucho gusto en mandarla al infierno para castigar a su Hacedor —exclamó el blasfemo—. ¡Brindo por su absoluta condenación! Bebió el licor y nos despidió con impaciencia, terminando la orden con una serie de horribles imprecaciones, demasiado espantosas para repetirlas o recordarlas. —¡Qué lástima que no se mate a fuerza de beber! —observó Heathcliff, devolviéndole entre dientes un eco de maldiciones cuando se cerró la puerta—. Hace todo lo que puede, pero su naturaleza le desafía. El señor Kenneth dice que apostaría su yegua a que vivirá más que cualquier hombre de este lado de Gimmerton, y que irá a la tumba siendo un pecador con canas, a menos que le ocurra por afortunada casualidad algo fuera de lo normal. Entré en la cocina, me senté y me puse a arrullar a mi niño para que se durmiera. Pensé que Heathcliff había cruzado hacia el granero. Resultó después que sólo había ido hasta el otro lado del escaño, se había echado en un banco junto a la pared, lejos del fuego, y permanecía en silencio. Yo estaba meciendo a Hareton en mis rodillas y tarareando una canción que empezaba: En la noche oscura, los niños lloraban, y bajo tierra, las madres les escuchaban[22]… cuando la señorita Cathy, que había oído la bronca desde su habitación, asomó la cabeza y susurró: —¿Estás sola, Nelly? —Sí, señorita —respondí. Entró y se acercó a la chimenea. Yo, suponiendo que iba a decir algo, la miré. La expresión de su rostro era de inquietud y angustia. Tenía los labios entreabiertos como si quisiera hablar y respiró, pero el aliento se le escapó en un suspiro, en lugar de una frase. Continué con mi canción, pues no había olvidado su conducta reciente. —¿Dónde está Heathcliff? —dijo, interrumpiéndome. —Haciendo su trabajo en el establo —fue mi respuesta. Él no me contradijo, quizá se había adormilado. Siguió otra larga pausa, durante la cual vi resbalar una o dos lágrimas desde las mejillas de Cathy a las losas. «¿Estará arrepentida de su vergonzosa conducta? —me pregunté—. Sería una novedad, pero ya lo dirá cuando quiera… ¡no la ayudaré!». No, bien poca pena sentía ella por nada, salvo por lo que le concernía. —¡Ay, Nelly, soy muy desgraciada! —dijo al fin. —¡Qué lástima! —observé—. Es usted difícil de complacer. ¡Tantos amigos y tan pocos cuidados, y no logra ser feliz! —Nelly, ¿me guardarás un secreto? —prosiguió, arrodillándose a mi lado y levantando hacia mí sus encantadores ojos con aquella mirada que le quita a uno el Página 70 mal humor, aunque tenga toda la razón del mundo para tenerlo. —¿Vale la pena guardarlo? —pregunté menos malhumorada. —Sí, y me preocupa y tengo que soltarlo. Quiero saber qué he de hacer. Hoy Edgar Linton me ha pedido que me case con él y le he dado una respuesta. Ahora bien, antes de que yo te diga si ha sido un consentimiento o una negativa, dime tú cuál debiera haberle dado. —Realmente, señorita Catherine, ¿cómo voy a saberlo? —respondí—. Desde luego que, considerando la escena que usted representó en su presencia esta tarde, yo diría que lo prudente sería rechazarle, puesto que se lo pidió después de eso, tiene que ser o un estúpido sin remedio, o un loco temerario. —Si hablas así no te digo nada más —replicó malhumorada, poniéndose de pie —. He aceptado, Nelly. Rápido, dime si lo he hecho mal. —¿Le ha aceptado? Entonces, ¿para qué discutir el asunto? Ha comprometido su palabra y no puede retroceder. —¡Pero dime si debería haberlo hecho… dilo! —exclamó en tono irritado, restregándose las manos y frunciendo el ceño. —Hay que considerar muchas cosas antes de poder responder con propiedad a esa pregunta —dije, sentenciosamente—. Lo primero y más importante: ¿ama al señor Edgar? —Y ¿quién no? Desde luego que sí —respondió. Entonces la sometí al siguiente interrogatorio que para una chica de veintidós años no era imprudente. —¿Por qué le ama, señorita Cathy? —Qué tontería, le amo, eso basta. —De ninguna manera, tiene usted que decir por qué. —Bueno, porque es guapo, y es agradable estar con él. —Malo —fue mi comentario. —Y porque es joven y alegre. —Malo también. —Y porque me ama. —Eso no hace al caso. —Y será rico, y me gustará ser la mujer más importante de la comarca, y estaré orgullosa de tener tal marido. —¡Lo peor de todo! Y ahora, dígame, ¿usted cómo le ama? —Como todo el mundo… eres tonta, Nelly. —En absoluto… responda. —Amo el suelo que pisa, el aire que respira, todo lo que toca, cada palabra que dice. Amo su aspecto, sus actos, y a él total y completamente. ¡Ahí lo tienes! —Y ¿por qué? —No. Te lo estás tomando a broma. ¡Eso está horriblemente mal! ¡Para mí no es ninguna broma! —dijo la joven, enfurruñada y volviendo su rostro hacia el fuego. Página 71 —Lejos de mí el tomarlo a broma, señorita Catherine —respondí—. Usted ama al señor Edgar porque es guapo, alegre, rico y porque la ama. Esto último no significa nada. Usted, sin esto, le amaría igual, probablemente, y con ello no le amaría a menos que poseyera las cuatro cualidades anteriores. —No, seguro que no. Sólo le tendría lástima, o le odiaría quizá, si fuera feo o tonto. —Pero hay otros jóvenes guapos y ricos en el mundo, más guapos, quizá, y más ricos que él. ¿Qué le impediría enamorarse de ellos? —Si los hay, no están a mi alcance. No he visto ninguno como Edgar. —Podría usted ver a alguno; y él no será siempre guapo, ni joven y puede que no sea siempre rico. —Lo es ahora y para mí lo que cuenta es el presente. Me gustaría que hablaras con más sensatez. —Bueno, entonces asunto concluido. Si para usted sólo cuenta el presente, cásese con el señor Linton. —No necesito tu permiso… me casaré con él. Pero todavía no me has dicho si hago bien. —Perfectamente bien; si es que la gente hace bien en casarse teniendo en cuenta sólo el presente. Y ahora oigamos por qué se siente usted desgraciada. Su hermano estará contento. Los viejos Linton no pondrán inconveniente, supongo. Usted escapará de una casa desordenada e inhóspita a una rica y respetable. Usted ama a Edgar y Edgar la ama a usted. Todo parece liso y llano, ¿dónde está el obstáculo? —¡Aquí! y ¡aquí! —respondió Catherine, golpeándose la frente con una mano, y el pecho con la otra—, dondequiera que esté el alma. ¡En mi alma y en mi corazón estoy convencida de que hago mal! —¡Eso es muy raro! No acabo de entenderlo. —Es mi secreto. Pero si no te ríes de mí te lo explicaré. No puedo hacerlo con claridad, pero te daré mi impresión de lo que siento. Se sentó junto a mí de nuevo. Su rostro se puso más triste y más serio, y las manos apretadas le temblaban. —Nelly, ¿tú nunca tienes sueños raros? —dijo de repente, después de unos minutos de reflexión. —Sí, de vez en cuando —respondí. —Yo también. He tenido sueños en mi vida que me han quedado grabados dentro desde entonces y han cambiado mis ideas. Me han calado cada vez más hondo, como el vino en el agua, y han cambiado el color de mi espíritu. Y éste es uno. Te lo voy a contar… pero ten cuidado de no reírte en ningún momento. —¡Oh, no lo cuente, señorita Catherine! —exclamé—. Ya estamos lo bastante lúgubres sin conjurar fantasmas y visiones que nos perturben. ¡Vamos, vamos, póngase alegre y sea usted misma! ¡Mire al pequeño Hareton, no está soñando nada malo! ¡Con qué dulzura sonríe en su sueño! Página 72 —¿Me guardarás éste? —preguntó con ansiedad. —No, no se lo prometo —repetí. Iba a insistir, cuando la entrada de Joseph puso fin a nuestra conversación. Catherine retiró su asiento a un rincón y cuidó de Hareton mientras yo hacía la cena. Una vez preparada, mi compañero y yo empezamos a discutir sobre quién debería llevársela a Hindley, pero no llegamos a ningún acuerdo hasta que estuvo casi fría. Entonces decidimos que esperaríamos a que la pidiera, si es que quería comer algo, porque nos daba miedo ponernos ante él, especialmente cuando llevaba algún tiempo solo. —¿Cómo es que no ha vuelto del campo a estas horas?, ¿qué estará haciendo el holgazán? —preguntó el viejo mirando alrededor en busca de Heathcliff. —Le llamaré —respondí—. Está en el granero, sin duda. Fui a llamarle, pero no hubo respuesta. Al volver le susurré a Catherine que estaba segura de que había oído buena parte de lo que había dicho y le conté cómo le había visto salir de la cocina justo cuando ella se quejaba de la conducta de su hermano hacia él. Con un buen susto se puso en pie de un salto, echó a Hareton sobre el escaño y corrió a buscar a su amigo en persona, sin pararse a considerar por qué estaba tan alterada, o cómo podía haberle afectado a él su conversación. Estuvo ausente tanto rato que Joseph propuso que no esperáramos más. Conjeturó maliciosamente que se quedaban fuera para evitar tener que escuchar sus largas bendiciones. Afirmó que eran lo bastante malos como para cualquier vileza. Y aquella noche añadió una plegaria especial pidiendo por ellos a la acostumbrada súplica de un cuarto de hora antes de la comida, y habría agregado otra al final de la acción de gracias, si su joven ama no hubiera irrumpido con una apresurada orden de que saliera al camino y, hubiera ido Heathcliff donde fuera, lo encontrara y lo hiciera volver a casa de inmediato. —Quiero hablar con él, y tengo que hacerlo antes de subir a mi habitación —dijo —. La verja está abierta. Está en alguna parte desde donde no nos oye porque no ha contestado, aunque grité desde lo alto del redil tan fuerte como pude. Joseph se opuso al principio, pero ella iba demasiado en serio como para soportar que se la contradijera, y al fin se caló el sombrero y se marchó refunfuñando. Mientras tanto Catherine andaba de un lado a otro de la habitación exclamando: —¿Dónde puede estar…? ¿Dónde se habrá metido? ¿Qué dije, Nelly? Lo he olvidado. ¿Se habrá ofendido por mi mal humor de la tarde? ¡Dios mío! Por lo que más quieras dime qué he dicho para ofenderle. ¡Ojalá viniera! ¡Ojalá viniera! —¡Cuánto ruido para nada! —exclamé, aunque más bien intranquila también—. ¡Por qué tonterías se asusta! Seguro que no hay gran motivo de alarma en que Heathcliff se dé un paseo a la luz de la luna por los páramos, o incluso que, demasiado enfurruñado para hablar con nosotros, esté tumbado en el pajar. Apuesto a que está escondido allí. ¡Veremos si no le saco de la madriguera! Página 75 Salí para reanudar la búsqueda, pero el resultado fue un fracaso, y las pesquisas de Joseph terminaron igual. —¡Este chico va de mal en peor! —observó al volver—. Ha dejado la verja abierta de par en par, y el poni de la señorita ha pisoteado dos hileras de grano, y se ha ido derecho al prado. De todas maneras, el amo se pondrá como un diablo mañana, y le dará su merecido. Es la paciencia misma con esas criaturas descuidadas e inútiles… ¡la paciencia misma!, pero esto no puede durar… ya lo verá usted y todos. ¡No le sacaréis de quicio en vano! —¿Has encontrado a Heathcliff, burro? —interrumpió Catherine—. ¿Le has buscado como te mandé? —Hubiera sido mejor que hubiera buscado al caballo —respondió—. Hubiera sido más sensato, pero no puedo buscar ni al caballo, ni al hombre en una noche como ésta… ¡negra cual chimenea! Y Heathcliff no es mozo que acuda a mi silbido… puede que fuera menos duro de oído con usted. Era una noche muy oscura para verano. Las nubes parecían anunciar tormenta, y yo dije que sería mejor que nos sentáramos, pues seguro que la lluvia que se acercaba le traería a casa sin más problemas. Sin embargo, no había manera de convencer a Catherine de que se tranquilizara. Continuaba yendo de acá para allá, de la verja a la puerta, en un estado de agitación que no le permitía reposo, y al fin terminó por quedarse al lado del muro, cerca del camino, donde permaneció, sin hacer caso a mis reconvenciones, ni a los truenos rugientes, ni a las grandes gotas que empezaban a salpicar a su alrededor, llamando a intervalos, luego escuchando, y echándose a llorar amargamente después. Tratándose de un buen ataque de llanto apasionado, le ganaba a Hareton, o a cualquier niño. Hacia la medianoche, cuando aún estábamos levantados, descargó la tormenta sobre las Cumbres con todo su furor. Hubo viento huracanado y también rayos y truenos, y el primero o los segundos partieron en dos un árbol de la esquina de la casa, una rama enorme cayó sobre el tejado y rompió un pedazo del cañón de la chimenea de levante, lanzando una lluvia de piedras y hollín sobre el fuego de la cocina. Creímos que un rayo había caído en medio de nosotros, y Joseph se hincó de rodillas, suplicando al Señor que se acordara de los patriarcas Noé y Lot, y que, como en aquellos tiempos, salvara al justo, aunque destruyera al impío. Tuve la sensación de que también para nosotros había llegado el juicio. Jonás era para mí el señor Earnshaw y sacudí la manilla de su guarida para asegurarme de que todavía vivía. Contestó, lo bastante audible, de tal manera que hizo que mi compañero vociferara, más clamorosamente que antes, que una clara distinción había que trazar entre santos como él y pecadores como su amo. Pero el estrépito pasó al cabo de veinte minutos, dejándonos a todos ilesos, excepto a Cathy, que estaba absolutamente calada por su obstinación en no querer cobijarse y permanecer con la cabeza descubierta y sin chal para recibir cuanta más agua mejor en el pelo y en la ropa. Entró y se echó en el Página 76 escaño, toda calada como estaba, volviendo la cara hacia el respaldo y tapándosela con las manos. —Bueno, señorita —exclamé, tocándola en el hombro—, no está empeñada en morirse, ¿verdad? ¿Sabe qué hora es? Las doce y media. Vamos, vamos a la cama, es inútil esperar más a ese loco. Habrá ido a Gimmerton, y ahora se quedará allí. No se imagina que estemos levantadas esperándole hasta tan tarde, al menos se figurará que sólo el señor Hindley está levantado, y preferirá evitar que la puerta se la abra el amo. —No, no, no está en Gimmerton —dijo Joseph—. No sería raro que estuviera en el fondo de un lodazal. Esta advertencia divina no ha sido en vano, y usted tenga cuidado, señorita, la próxima será para usted. ¡Gracias al cielo por todo! Todo conduce al bien de los elegidos, sacados de la inmundicia. Ya sabéis lo que dicen las Escrituras —y empezó a citar varios textos, remitiéndonos a los capítulos y versículos en que podíamos encontrarlos. Después de pedirle en vano a la terca muchacha que se levantara y se quitara la ropa mojada, yo le dejé a él con sus sermones y a ella tiritando, y me fui a la cama con el pequeño Hareton que dormía tan profundamente como si todo el mundo a su alrededor hubiera estado durmiendo. Oí a Joseph continuar su lectura un rato más, luego distinguí su lento paso en la escalera y a continuación me quedé dormida. Cuando bajé algo más tarde que de costumbre, vi a la luz de los rayos de sol que se filtraban por las rendijas de las contraventanas, a la señorita Catherine aún sentada junto al fuego. La puerta de la casa estaba entreabierta también; la luz entraba por sus ventanas sin cerrar. Hindley se había levantado, estaba de pie junto al hogar de la cocina, ojeroso y soñoliento. —¿Qué te pasa, Cathy? —le estaba diciendo cuando entré—, pareces tan triste como un cachorro ahogado. ¿Por qué estás tan mojada y tan pálida, niña? —Me mojé —respondió de mala gana—, y tengo frío, eso es todo. —¡Oh, qué mala es! —exclamé, advirtiendo que el señor estaba tolerablemente sobrio—. Se empapó en el chaparrón de ayer tarde, y aquí ha estado sentada toda la noche. No pude conseguir que se moviera. El señor Earnshaw nos miró sorprendido: —¿Toda la noche? —repitió—. ¿Por qué se quedó levantada? No sería por miedo a la tormenta, supongo. Terminó hace ya horas. Ninguna de las dos quería mencionar la ausencia de Heathcliff, mientras se pudiera ocultar. Así que respondí que no sabía cómo se le había metido en la cabeza quedarse levantada, y ella no dijo nada. La mañana era limpia y fresca. Abrí las ventanas y pronto la habitación se llenó de los dulces perfumes del jardín, pero Catherine me dijo de mal humor: —Ellen, cierra la ventana, me muero de frío —y los dientes le castañeteaban mientras se acurrucaba más cerca de las casi ya extintas brasas. —Está enferma —dijo Hindley, tomándole el pulso—. Supongo que ésa es la razón de no haber querido ir a la cama. ¡Maldita sea! No quiero tener problemas con Página 77 sentía inclinado a posponer la continuación de su historia. Y ahora que ella se ha ido a descansar, y que yo he meditado una hora o dos, me armaré de valor para irme también, a pesar de esta dolorosa flojera de la cabeza y de los miembros. Página 80 CAPÍTULO X ¡Una encantadora introducción a mi vida de ermitaño! ¡Cuatro semanas de tormento, de dar vueltas en la cama y de enfermedad! ¡Ah! ¡Estos gélidos vientos y crudos cielos del norte, y los caminos impracticables y los lentos médicos rurales! Y, ay, esta penuria de rostros humanos y, lo peor de todo, la terrible advertencia de Kenneth de que no espere salir de casa hasta la primavera. El señor Heathcliff acaba de honrarme con una visita. Hace unos siete días me mandó un par de perdices[23]… las últimas de la temporada. ¡Bribón! No es del todo inocente de esta enfermedad mía, y tenía muchas ganas de decírselo. Pero cómo iba a ofender a un hombre que ha sido tan caritativo como para estar sentado junto a mi cama toda una hora, hablando de un tema bien distinto a píldoras y pócimas, ventosas y sanguijuelas. Ha sido un intervalo muy agradable. Estoy demasiado débil para leer, sin embargo, me siento en condiciones de disfrutar de algo interesante ¿Por qué no hacer que suba la señora Dean a terminar su historia? Puedo recordar los incidentes principales hasta donde llegó. Sí, recuerdo que el héroe había huido y no se supo nada de él durante tres años, y que la heroína se casó. La llamaré. Estará encantada de verme capaz de conversar alegremente. La señora Dean vino. —Faltan veinte minutos, señor, para tomar la medicina —comenzó. —¡Al diablo con ella! —respondí—. Lo que quiero… —El doctor dice que debe usted dejar de tomar los polvos. —¡Me alegro de todo corazón! No me interrumpa. Venga a sentarse aquí. Mantenga sus dedos alejados de ese amargo ejército de frascos. Saque su calceta de la bolsa… así está bien… ahora continúe la historia del señor Heathcliff, desde donde la dejó hasta el día de hoy. ¿Terminó su educación en el Continente y volvió hecho un caballero, o consiguió un puesto de becario en la universidad, o escapó a América y ganó honores chupando la sangre de su patria adoptiva, o hizo fortuna más deprisa de salteador de caminos en Inglaterra? —Quizá haya hecho algo en todas estas profesiones, señor Lockwood, pero no puedo asegurarle nada. Ya le dije antes que no sabía cómo había ganado su dinero, ni tampoco sé de qué medios se valió para sacar a su inteligencia de la absoluta ignorancia en la que estaba hundida. Pero, con su permiso, continuaré a mi manera, si le parece que le va a divertir y que no le cansará. ¿Se encuentra mejor esta mañana? —Mucho mejor. —Buena noticia. La señorita Catherine y yo nos trasladamos a la Granja de los Tordos y, para mi grata sorpresa, se portó infinitamente mejor de lo que me hubiera atrevido a esperar. Parecía estar casi más que enamorada del señor Linton, y hasta a Página 81 su hermana le mostraba gran afecto. Cierto que los dos estaban muy atentos al bienestar de Catherine. No era el espino que se inclinaba hacia las madreselvas, sino las madreselvas las que abrazaban al espino. No había mutuas concesiones. Una estaba erguida y los otros cedían. Y ¿quién puede ser mala persona, o tener mal genio, cuando no encuentra ni oposición, ni indiferencia? Observaré que el señor Linton tenía un arraigado miedo a excitar su mal humor. Lo ocultaba delante de ella, pero si alguna vez me oía contestar con sequedad, o veía a cualquier otro criado poner mala cara a alguna de sus órdenes autoritarias, él mostraba su disgusto con un ceño de desagrado que nunca oscurecía su rostro cuando se trataba de sí mismo. Muchas veces me habló seriamente sobre mi insolencia y aseguró que una puñalada no le haría más daño que ver a su mujer enojada. Para no herir a un amo tan bueno, aprendí a ser menos susceptible y, durante medio año, la pólvora fue tan inofensiva como la arena, porque ningún fuego se acercó a ella para hacerla explotar. Catherine tenía de cuando en cuando épocas de melancolía y silencio. Su marido las respetaba con callada comprensión, achacándolas a un cambio en su naturaleza producido por su grave enfermedad, puesto que antes no se había visto nunca sometida a la depresión. La vuelta de la luz del sol era bienvenida con una respuesta luminosa también por parte de él. Creo que puedo asegurar que estaban en posesión de una profunda y creciente felicidad. Pero se acabó. Bueno, a la larga tenemos que mirar por nosotros mismos. Los afables y generosos son sólo más razonablemente egoístas que los dominantes, y la felicidad terminó cuando las circunstancias hicieron que los dos se dieran cuenta de que el interés de uno no era la consideración principal de los pensamientos del otro. Un apacible atardecer de septiembre volvía yo del huerto con una pesada cesta de manzanas que había estado recogiendo. Había oscurecido y la luna se asomaba por el alto muro del patio haciendo que sombras indefinidas acecharan en los rincones de los numerosos salientes del edificio. Dejé mi carga en los escalones de la casa, junto a la puerta de la cocina, y me detuve a descansar y a respirar un poco más aquel aire dulce y suave. Estaba mirando la luna, de espaldas a la entrada, cuando oí una voz detrás de mí que decía: —Nelly, ¿eres tú? Era una voz profunda, con un tono extraño, pero había algo en la manera de pronunciar mi nombre que me sonaba familiar. Me volví con temor para ver quién hablaba, pues las puertas estaban cerradas y no había visto a nadie al acercarme a los escalones. Algo se movió en el porche y, al acercarse, distinguí un hombre alto, vestido con ropa oscura, de rostro y pelo morenos. Estaba apoyado en la pared y tenía la mano puesta en el picaporte como si intentara abrirla. «¿Quién puede ser? —pensé — ¿El señor Earnshaw? Oh, no, la voz no es la suya». —He estado esperando una hora —continuó, mientras yo le miraba—. Y durante ese tiempo todo ha estado tan callado como la muerte. No me atrevía a entrar. ¿No me conoces? ¡Mira, no soy un extraño! Página 82 dignos, desprovistos de rudeza, aunque demasiado rígidos para ser elegantes. La sorpresa de mi amo igualó o sobrepasó la mía. Estuvo durante un minuto sin saber cómo dirigirse al mozo de labranza, como le había llamado. Heathcliff dejó caer su delgada mano y se le quedó mirando fríamente hasta que se decidió a hablar. —Siéntese, señor —dijo al fin—. La señora Linton, recordando viejos tiempos, ha querido que le reciba cordialmente y, por supuesto, me satisface cuando ocurre algo que le agrada. —Y a mí también —respondió Heathcliff—, especialmente si en ese algo tengo yo parte. Me quedaré una hora o dos con mucho gusto. Tomó asiento frente a Catherine, que mantenía la mirada fija en él como si tuviera miedo de que se esfumara si la apartaba. Él no la miraba demasiado; una rápida ojeada de vez en cuando era suficiente, pero cada vez reflejaba más arrogancia el inequívoco deleite que le producía el encontrarse con la mirada de ella. Estaban ambos demasiado absortos en su mutua alegría para sentir turbación. No así el señor Edgar, que se puso pálido de puro enojo, sentimiento que llegó al colmo cuando su mujer se levantó y cruzando la alfombra que les separaba cogió de nuevo las manos de Heathcliff y se echó a reír como una loca. —¡Mañana me parecerá un sueño! —exclamó—. No podré creer que te he visto, tocado y que he hablado contigo una vez más. Pero con todo, ¡Heathcliff cruel!, no mereces esta bienvenida. ¡Estar ausente y sin decir nada durante tres años y no pensar nunca en mí! —Algo más de lo que tú has pensado en mí —murmuró—. Me enteré de tu matrimonio, Cathy, no hace mucho, y mientras esperaba abajo en el patio medité este plan: sólo vislumbrar tu rostro, una mirada de sorpresa, quizá, y de fingida alegría, después arreglar las cuentas con Hindley, y luego adelantarme a la ley ejecutándome a mí mismo. Tu bienvenida me ha quitado estas ideas de la cabeza, pero ten cuidado de no recibirme de otro modo la próxima vez. No, no me echarás de nuevo. ¿Estuviste muy triste pensando en mí, verdad? Bueno, había motivos. He luchado amargamente en la vida desde que oí tu voz por última vez, ¡y tienes que perdonarme porque luché sólo por ti! —Catherine, si no quieres que tomemos el té frío, por favor, acércate a la mesa — interrumpió Linton, esforzándose en mantener su tono habitual y el debido grado de educación—. El señor Heathcliff tendrá mucho que andar, donde quiera que se aloje esta noche, y yo tengo sed. Ocupó ella su sitio ante la tetera. La señorita Isabella entró, llamada por la campanilla, y luego, habiéndoles acercado las sillas, salí de la habitación. La colación apenas duró diez minutos. La taza de Catherine no se llenó nunca, no podía comer ni beber. Edgar había derramado el té en su platillo y apenas bebió un sorbo. Su invitado no prolongó su visita aquella tarde más de una hora. Le pregunté al salir si iba a Gimmerton. Página 85 —No, a Cumbres Borrascosas —respondió—. El señor Earnshaw me invitó cuando le visité esta mañana. ¡El señor Earnshaw invitarle a él!, y ¡él visitar al señor Earnshaw! Sopesé esa frase con dolor después de que se marchó ¿Se habrá vuelto un hipocritilla, y viene a esta tierra para hacer fechorías solapadamente? Estuve cavilando. En el fondo de mi corazón tenía el presentimiento de que mejor habría hecho quedándose lejos. Hacia la medianoche me despertó de mi primer sueño la señora Linton que se deslizó en mi alcoba, sentándose junto a la cama y tirándome del pelo para despertarme. —No puedo dormir, Ellen —dijo, a modo de disculpa—. ¡Y necesito que alguna criatura viviente me haga compañía en mi felicidad! Edgar está enfadado porque me alegro por algo que no le interesa. Se niega a abrir la boca excepto para proferir palabras malhumoradas y estúpidas. Afirmó que soy cruel y egoísta por querer hablar cuando él se encontraba tan mal y con sueño. Siempre se las ingenia para encontrarse mal al menor enfado. Dije unas frases en elogio de Heathcliff y bien por el dolor de cabeza o por la punzada de la envidia, se echó a llorar, así que me levanté y le dejé. —¿Para qué alaba a Heathcliff delante de él? —respondí—. De niños se tenían una aversión mutua, y Heathcliff detestaría de la misma manera oír alabanzas de Linton. Así es la naturaleza humana. No mencione a Heathcliff al señor Linton a no ser que quiera que se peleen abiertamente. —Pero ¿no demuestra eso una gran debilidad? —continuó ella—. Yo no soy envidiosa. Nunca me siento dolida por el brillo del pelo rubio de Isabella, o por la blancura de su cutis, o su delicada elegancia, ni por el cariño que toda la familia le profesa. Hasta tú, Nelly, si alguna vez discutimos, enseguida te pones de su parte, y yo cedo, como una madre tonta, le llamo cariño y la halago hasta ponerla de buen humor. A su hermano le gusta vernos en buenas relaciones, y eso me satisface. Pero los dos son iguales. Son niños mimados que se figuran que el mundo se ha hecho para su conveniencia y, aunque les doy gusto, creo que un buen castigo les mejoraría de todas formas. —Está equivocada, señora Linton —dije—. Son ellos los que la contemplan. Sé lo que sucedería si no lo hiciesen. Bien puede usted satisfacerles en sus caprichos pasajeros, mientras la ocupación de ellos consista en anticiparse a sus deseos. Puede que se tropiecen algún día con algo de igual importancia para ambas partes. Entonces ésos que llama débiles son capaces de ser tan testarudos como usted. —Y entonces lucharemos hasta morir, ¿no es así, Nelly? —replicó riéndose—. ¡No! Te aseguro que tengo tanta fe en el amor de Linton que creo que si le matara no querría vengarse. Le aconsejé que le valorara tanto más por su cariño. —Y lo hago —respondió—, pero no tiene que recurrir al llanto por tonterías. Es pueril y, en lugar de deshacerse en lágrimas porque dije que Heathcliff es ahora digno del respeto de cualquiera y que el primer caballero de la comarca se honraría con su Página 86 amistad, debería habérmelo dicho él a mí y alegrarse compartiendo mis sentimientos. Tiene que acostumbrarse a él y quizá pueda hasta apreciarle. ¡Considerando las razones que tiene Heathcliff para rechazar a Linton, estoy segura de que se portó muy bien! —¿Qué opina de su visita a Cumbres Borrascosas? —pregunté—. Se ha reformado en todos los sentidos aparentemente: ¡todo un buen cristiano, alargando su mano derecha en señal de amistad a todos sus enemigos! —Lo explicó él —respondió—. Me extrañó tanto como a ti. Dijo que fue allí a que le dieras información respecto a mí, creyendo que aún residías allí, y Joseph se lo dijo a Hindley, quien salió y se puso a hacerle preguntas de qué había hecho y cómo había vivido, y finalmente le invitó a entrar. Había algunas personas jugando a las cartas, Heathcliff se unió a ellos, le ganó algún dinero a mi hermano, y encontrándole éste bien provisto, preguntó si vendría por la tarde, a lo que él asintió. Hindley es demasiado atolondrado para escoger sus amistades con prudencia y no se molesta en pensar en los motivos que podría tener para desconfiar de alguien a quien ha ofendido vilmente. Pero Heathcliff afirma que su principal motivo para reanudar una relación con su antiguo enemigo es su deseo de instalarse a corta distancia de la Granja y el apego a la casa en que vivimos juntos. Y también la esperanza de que yo tenga más oportunidades de verle allí que si se instalara en Gimmerton. Piensa pagar con liberalidad si le permite alojarse en las Cumbres, y sin duda la avaricia de mi hermano le incitará a aceptar las condiciones. Siempre fue avaro, aunque lo que coge con una mano, lo tira con la otra. —Bonito lugar para que un joven fije allí su residencia —dije yo—. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton? —Ninguna para mi amigo —respondió—. Tiene una cabeza firme que le mantendrá fuera de peligro. Un poco por Hindley, pero moralmente no puede ser peor de lo que es y, en cuanto al daño físico, yo estoy entre los dos. ¡El acontecimiento de esta tarde me ha reconciliado con Dios y con los hombres! Me había alzado en airada rebelión contra la Providencia. ¡Oh, he aguantado desdichas muy, muy amargas, Nelly! Si esa persona supiera cuán amargas, se avergonzaría de ensombrecer su desaparición con vana petulancia. Fue el cariño hacia él lo que me indujo a soportarlo sola. Si hubiera expresado la angustia que con frecuencia sentía, él habría aprendido a desear su alivio tan ardientemente como yo. Pero ya pasó, y no me vengaré de su locura. ¡Ya puedo soportarlo todo en adelante! Aunque el ser más vil me golpeara en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría perdón por haberle provocado, y como prueba, voy ahora mismo a hacer las paces con Edgar. ¡Buenas noches! ¡Soy un ángel! Se marchó convencida de esta autocomplacencia, y el éxito de su cumplida resolución se vio claro a la mañana siguiente. El señor Linton no sólo había depuesto su mal humor (aunque su ánimo parecía dominado por la exuberante vivacidad de Catherine), sino que no puso inconveniente en que llevara a Isabella con ella a Página 87 La señorita Linton miró a su cuñada con indignación. —¡Qué vergüenza!, ¡qué vergüenza! —repitió enfadada—. Eres peor que veinte enemigos, ¡amiga venenosa! —¡Ah!, ¿entonces no me crees? —dijo Catherine—. ¿Piensas que hablo por malvado egoísmo? —Estoy segura —replicó Isabella—. ¡Y me das escalofríos! —¡Bien! —gritó la otra—. Inténtalo tú misma, si te empeñas. Yo he terminado, dejo el asunto a tu descarada insolencia. —¡Y tener que sufrir por su egoísmo! —sollozó, mientras la señora Linton salía de la habitación—. Todo, todo está contra mí. Ella ha arruinado mi único consuelo. Pero no ha dicho más que mentiras, ¿no es verdad? El señor Heathcliff no es un demonio. Tiene un alma honrada y sincera. ¿Si no, cómo iba a acordarse de ella? —Bórrele de sus pensamientos, señorita —dije—. Es un pájaro de mal agüero y en absoluto pareja para usted. La señora Linton habló con dureza, pero no puedo contradecirla. Conoce su corazón mejor que yo, o que nadie, y nunca le hubiera pintado peor de lo que es. Las personas honradas no ocultan sus acciones. ¿Cómo ha vivido? ¿Cómo se ha hecho rico? ¿Por qué vive en Cumbres Borrascosas, la casa del hombre a quien aborrece? Dicen que el señor Earnshaw está cada vez peor desde que llegó él. Pasan continuamente las noches levantados y Hindley ha estado hipotecando sus tierras y no hace más que jugar y beber. Me enteré hace sólo una semana. Me lo contó Joseph a quien encontré en Gimmerton. —Nelly —me dijo—, pronto tendremos en casa una investigación de la policía. Uno de ellos casi se corta un dedo impidiendo que el otro se degollara como un ternero. Así es el amo, ya sabes, capaz de ir a los tribunales. No teme a los jueces, ni a Pablo, ni a Pedro, ni a ]uan, ni a Mateo, ni a ninguno, no, no él. Le gusta… está deseando poner ante ellos su rostro desvergonzado. Y esa buena pieza de Heathcliff, estate segura, es un pájaro raro. Es capaz como nadie de fingir una risa ante una broma diabólica. ¿Nunca dice nada de la buena vida que lleva entre nosotros cuando va a la Granja? Así van las cosas: levantarse a la puesta de sol, dados, brandy, se cierran las contraventanas y a la luz de las velas hasta el día siguiente al mediodía. Entonces el loco se va a su alcoba echando maldiciones y haciendo que la gente honrada se tape los oídos con los dedos de vergüenza, y el granuja puede contar su dinero, y comer y dormir y marcharse a charlar con la mujer del vecino. Por supuesto que le cuenta a la señora Catherine cómo el oro de su padre va a parar a su bolsillo, y cómo el hijo de su padre galopa por el camino ancho, mientras él va delante abriéndole las puertas de la ruina. —Pues bien, señorita Linton, Joseph es un viejo bribón, pero no miente, y si su relato de la conducta de Heathcliff fuera cierto, usted no pensaría jamás en desear semejante marido, ¿verdad? —¡Te has aliado con los demás, Ellen! —respondió ella—. No escucharé vuestras calumnias. ¡Qué malevolencia debéis tener para querer convencerme de que no hay Página 90 felicidad en el mundo! No puedo decir si, dejada a su aire, se le hubiera pasado este capricho o hubiera perseverado alimentándolo a perpetuidad. Tuvo poco tiempo para reflexionar. Al día siguiente había un juicio en la ciudad vecina y mi amo tuvo que asistir. El señor Heathcliff, enterado de su ausencia, vino más temprano que de costumbre. Catherine e Isabella estaban sentadas en la biblioteca, hostiles, pero en silencio. La última, alarmada por su reciente indiscreción y por haber revelado sus íntimos sentimientos en su pasajero arrebato de pasión; la primera, tras madura consideración, realmente ofendida con su compañera y, si ésta se volvía a reír de su impertinencia, decidida a no tomar ella el asunto a risa. Sí que se rió al ver pasar a Heathcliff por la ventana. Yo estaba limpiando el hogar y noté una risa maligna en sus labios. Isabella, absorta en sus meditaciones, o en un libro, se quedó hasta que se abrió la puerta, cuando ya era demasiado tarde para intentar huir, lo que hubiera hecho encantada de haber sido posible. —¡Pasa, qué bien! —exclamó el ama alegremente, acercando una silla al fuego —. Aquí hay dos personas en triste necesidad de una tercera para romper el hielo entre ellas. Y tú eres precisamente la que las dos elegiríamos. Heathcliff, estoy orgullosa de mostrarte al fin a alguien que te adora más que yo. Espero que te sientas halagado. ¡No, no es Nelly, no la mires! Es a mi pobre cuñadita a la que se le parte el corazón sólo con contemplar tu belleza física y moral. ¡Está en tu poder ser hermano de Edgar! ¡No, no, Isabella, no te escaparás! —continuó, reteniendo con fingida guasa a la desconcertada niña que se había levantado indignada—. Estuvimos peleando como gatos por ti, Heathcliff, y me ha vencido limpiamente con sus protestas de cariño y admiración. Es más, me ha informado de que con sólo que yo tuviera la buena educación de mantenerme aparte, mi rival —como ella se considera — lanzaría a tu corazón una flecha que se te clavaría para siempre y mandaría mi imagen al eterno olvido. —¡Catherine! —dijo Isabella armándose de dignidad y desdeñando resistir el apretado puño que la retenía—. ¡Te agradeceré que te atengas a la verdad y no me calumnies, ni aun en broma! Señor Heathcliff, tenga la bondad de decir a su amiga que me suelte. Olvida que usted y yo no somos amigos íntimos, y lo que a ella le divierte a mí me resulta indeciblemente doloroso. Como el visitante no contestaba, sino que se sentó, y parecía del todo indiferente a los sentimientos que ella acariciara respecto a él, se volvió y susurró un serio ruego a su atormentadora para que la liberara. —¡De ninguna manera! —exclamó la señora Linton en respuesta—. No quiero que nadie me vuelva a llamar perro del hortelano. ¡Te quedarás, faltaba más! Heathcliff, ¿cómo es que no muestras satisfacción por mis gratas noticias? Isabella jura que el amor que me tiene Edgar no es nada comparado con el que ella te tiene a ti. Estoy segura de que dijo algo parecido. ¿No es verdad, Ellen? Y no ha comido Página 91 nada desde el paseo de anteayer, de dolor y de ira, porque la aparté de tu compañía, con la idea de que no se la aceptaba. —Creo que te desmiente —dijo Heathcliff, dando la vuelta a su silla para quedarse de cara a ellas—. Ahora quiere estar lejos de mi compañía, de todas formas. Y se quedó mirando al objeto de la conversación, como el que mira a un extraño animal repulsivo, un ciempiés de las Indias, por ejemplo, al que se mira con curiosidad a pesar de la aversión que suscita. La pobrecita no pudo soportarlo y se puso pálida y roja en rápida sucesión, y mientras las lágrimas bordaban sus pestañas, aplicó la fuerza de sus frágiles dedos para aflojar el fuerte agarre de Catherine y, viendo que con la misma rapidez que levantaba un dedo de su brazo, otro lo cogía y que no podía retirarlos todos a la vez, empezó a hacer uso de sus afiladas uñas que pronto adornaron con medias lunas rojas la mano de la opresora. —¡Es una tigresa! —exclamó la señora Linton, liberándola y sacudiéndose la mano con dolor—. ¡Vete, por amor de Dios, y esconde esa cara de arpía! Qué tonta eres enseñándole a él esas garras. ¿No te imaginas las conclusiones que sacará? Mira, Heathcliff, ésos son los instrumentos de suplicio… ten cuidado con tus ojos. —Se las arrancaré de los dedos si me amenaza alguna vez —contestó él brutalmente cuando se cerró la puerta tras ella—. Pero ¿qué te proponías al burlarte de la criatura de esa manera, Cathy? No hablabas en serio ¿verdad? —Te aseguro que sí —respondió ella—. Hace varias semanas que languidece por tu amor. Y esta mañana, delirando por ti, me echó un diluvio de insultos, porque le saqué a plena luz tus defectos con el propósito de mitigar su pasión. Pero no pienses más en ello. Quería castigar su insolencia, eso es todo. La quiero demasiado bien, querido Heathcliff, para permitir que te apoderes en absoluto de ella y la devores. —Y yo la quiero demasiado mal para intentarlo —dijo él—, salvo a la manera de auténtico vampiro. Oirías contar cosas raras si yo viviera sólo con ese insípido rostro de cera. Lo más corriente sería pintar en su blancura los colores del arco iris y volver negros sus ojos azules cada uno o dos días. Se parecen detestablemente a los de Linton. —¡Deliciosamente! —observó Catherine—. ¡Son ojos de paloma… ojos de ángel! —Es la heredera de su hermano, ¿no? —preguntó él, después de un breve silencio. —Lamentaría que así fuera —respondió su compañera—. Media docena de sobrinos la dejarían sin su título, gracias a Dios. Aparta tu mente del asunto por ahora. Eres demasiado proclive a codiciar los bienes del prójimo. Recuerda que los bienes de este prójimo son míos. —Si fueran míos no lo serían menos —dijo Heathcliff—, pero, aunque Isabella sea tonta, no está tan loca. Y, abreviando, abandonaremos el asunto como tú aconsejas. Página 92 —He venido a ver a tu padre, Hareton —añadí, suponiendo por su acción que a Nelly, si es que aún vivía en su memoria, no la reconocía en mi persona. Levantó su proyectil para lanzarlo. Yo empecé un discurso de apaciguamiento, pero no pude detener su mano. La piedra me dio en el sombrero y a continuación de los balbucientes labios del pequeño brotó una sarta de palabrotas que, las entendiera o no, estaban dichas con experimentado énfasis y distorsionaban sus facciones infantiles en una espantosa expresión de maldad. Puede usted estar seguro de que me dio más pena que ira. A punto de llorar, cogí una naranja del bolsillo y se la ofrecí para aplacarle. Dudó, y luego me la arrancó de la mano como si se imaginara que sólo quería tentarle y engañarle. Le enseñé otra, manteniéndola fuera de su alcance. —¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, mi niño? —pregunté—. ¿El coadjutor? —¡Maldito sea el coadjutor y tú! Dame eso —respondió. —Dime dónde has aprendido esas lecciones y te lo daré —le dije yo—. ¿Quién es tu maestro? —El diablo de papá —fue su respuesta. —Y ¿qué aprendes de papá? —continué. Saltó a la fruta. Yo la levanté más. —¿Qué te enseña? —le pregunté. —Nada —contestó—, sólo a estar lejos de él. Papá no me puede soportar porque le maldigo. —¡Ah!, es el diablo el que te enseña a maldecir a papá —observé. —Sí… no —dijo arrastrando las palabras. —¿Quién, entonces? —Heathcliff. Le pregunté si quería al señor Heathcliff. —Sí —contestó de nuevo. Deseando saber las razones que tenía para quererle, sólo pude deducir las frases: —No sé, devuelve a papá lo que me hace a mí… maldice a papá por maldecirme a mí. Dice que debo hacer lo que quiera. —Entonces, ¿el coadjutor no te enseña a leer y a escribir? —continué. —No, me dijeron que al coadjutor le meterían los… dientes por la… garganta si cruzaba el umbral. Heathcliff lo prometió. Le puse la naranja en la mano y le pedí que fuera a decir a su padre que una mujer llamada Nelly Dean estaba esperando para hablar con él junto a la verja del jardín. Subió por el sendero y entró en la casa, pero en lugar de Hindley fue Heathcliff el que apareció en la puerta. Me di la vuelta al momento y corrí camino abajo, más deprisa de lo que había corrido nunca, sin parar hasta que llegué al mojón indicador y tan espantada como si hubiera visto un duende. Esto no tiene mucho que ver con el asunto de la señorita Isabella, salvo que me apremió más aún a montar una atenta guardia y a poner todos los medios de mi parte para detener la expansión de tan mala Página 95 influencia en la Granja, incluso aunque desatara una tormenta doméstica contrariando los gustos de la señora Linton. La siguiente vez que vino Heathcliff, mi señorita estaba por casualidad dando de comer a unas palomas en el patio. Hacía tres días que no había dirigido una palabra a su cuñada, pero también había abandonado sus quejumbrosos lamentos, lo que fue un gran alivio. Yo sabía que Heathcliff no tenía la costumbre de dedicar a la señorita Linton ni una sola cortesía innecesaria. Esta vez, en cuanto la vio, su primera precaución fue echar una rápida mirada de inspección a la fachada de la casa. Yo estaba junto a la ventana de la cocina, pero me retire para que no me viera. Entonces se le acercó cruzando el pavimento y dijo algo. Ella pareció aturdida y deseosa de marcharse. Para impedirlo él le puso la mano en el brazo. Isabella volvió el rostro. Aparentemente le hizo una pregunta que ella no quería contestar. Echó otra rápida mirada a la casa y, creyendo que nadie le veía, el sinvergüenza tuvo la impudicia de abrazarla. —¡Judas! ¡Traidor! —exclamé—. Además eres un hipócrita, ¿no es verdad? Un impostor a sabiendas. —¿Quién es, Nelly? —dijo la voz de Catherine junto a mi codo. Había estado demasiado interesada en vigilar a la pareja de fuera para darme cuenta de su entrada. —¡Su indigno amigo! —contesté acalorada—. Ese velado sinvergüenza de ahí. Ah, nos ha visto… va a entrar. Me pregunto si tendrá la habilidad de encontrar una excusa plausible para cortejar a la señorita cuando le dijo a usted que la odiaba. La señora Linton vio a su cuñada soltarse y correr hacia el jardín. Un minuto después Heathcliff abría la puerta. Yo no pude contener mi indignación, pero Catherine insistió airadamente en que me callara, y me amenazó con echarme de la cocina si me atrevía a ser tan presuntuosa como para dar rienda suelta a mi insolente lengua. —¡Cualquiera que te oyera pensaría que eres el ama! —exclamó—. ¡Has de saber estar en tu sitio! Heathcliff, ¿qué pretendes levantando este alboroto? ¡Te dije que tenías que dejar a Isabella en paz…! ¡Te ruego que lo hagas, a no ser que estés cansado de que se te reciba aquí y quieras que Linton te cierre las puertas! —¡No permita Dios que lo intente! —respondió el muy villano. En ese momento le aborrecí—. ¡Que Dios le conserve manso y paciente! ¡Cada día tengo más ganas de mandarle al cielo! —¡Calla! —dijo Catherine cerrando la puerta interior—. No me irrites. ¿Por qué no has hecho caso de lo que te pedí? ¿Salió a tu encuentro a propósito? —Y a ti qué te importa —gruñó él—. Tengo derecho a besarla, si ella quiere, y tú no tienes derecho a oponerte. ¡No soy tu marido, no tienes por qué estar celosa de mí! —No estoy celosa de ti —contestó el ama—, estoy celosa por ti. ¡Pon buena cara y no me riñas! Si te gusta Isabella te casarás con ella. Pero ¿te gusta? ¡Di la verdad, Heathcliff! ¿Ves?, no contestas. ¡Estoy segura de que no te gusta! Página 96 —¿Y el señor Linton consentiría que su hermana se casara con este hombre? — pregunté. —El señor Linton debería consentir —replicó mi señora con decisión. —Podría evitarse la molestia —dijo Heathcliff—. Me las arreglaría igual sin su consentimiento. En cuanto a ti, Catherine, quisiera decirte unas palabras ahora que estamos en ello. Quiero que tengas en cuenta que sé que me has tratado de un modo infernal… ¡infernal! ¿Lo oyes? Y si te crees que no me doy cuenta, eres una necia; y si crees que puedo consolarme con dulces palabras, eres una idiota; y si te figuras que lo voy a soportar sin vengarme, te convenceré de lo contrario muy pronto. Mientras tanto, gracias por revelarme el secreto de tu cuñada. Juro que le sacaré el mayor partido posible. Y tú mantente al margen. —¿Qué nueva fase de tu carácter es ésta? —exclamó la señora Linton asombrada —. ¡Te he tratado de un modo infernal, y te vengarás! ¿Cómo lo harás, bruto desagradecido? ¿Qué he hecho para darte ese trato infernal? —No intento vengarme de ti —respondió Heathcliff con menos vehemencia—. Ése no es el plan. El tirano oprime a sus esclavos, pero ellos no se vuelven contra él, sino que aplastan a los que tienen debajo. Está bien que me tortures hasta la muerte para divertirte, sólo permíteme que yo me divierta un poco de la misma manera, y guardate de insultarme todo lo que puedas. Ya que has destruido mi palacio no levantes una choza y te complazcas en admirar tu propia caridad dándomela por hogar. ¡Si creyera que realmente querías que me casara con Isabella, me cortaría el cuello! —Oh, lo malo es que no soy celosa, ¿verdad? —gritó Catherine—. Bueno, pues no volveré a ofrecerte esposa. Es tan malo como ofrecer a Satanás un alma perdida. Tu felicidad consiste, como la suya, en causar desgracias. Bien lo demuestras. Edgar se ha repuesto del mal humor al que se entregó a tu llegada. Yo empiezo a estar segura y tranquila, y tú, inquieto al sabernos en paz, pareces resuelto a provocar pelea. Peléate con Edgar, si te parece, Heathcliff, y engaña a su hermana, habrás dado con el método más eficaz de vengarte de mí. La conversación cesó. La señora Linton se sentó junto al fuego, sofocada y sombría. El genio que la movía se estaba volviendo intratable y ella no podía acallarlo ni controlarlo. Él se quedó de pie junto al hogar, con los brazos cruzados, cavilando en sus malos propósitos, y en esa posición les dejé para ir a buscar al amo, que estaba preguntándose qué retenía a Catherine tanto tiempo abajo. —Ellen —dijo cuando entré—, ¿ha visto usted a la señora? —Sí, está en la cocina, señor —respondí—. Está muy enojada por la conducta del señor Heathcliff y, desde luego, estoy convencida de que ya es hora de plantear sus visitas de otro modo. Es peligroso ser demasiado blando, y ya ve a lo que hemos llegado… Y le conté la escena del patio y, con toda la exactitud a que me atreví, la disputa subsiguiente al completo. Me figuré que no podía ser muy perjudicial para la señora Página 97
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