Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

Cumbres Borrascosas - Emily Bronte, Monografías, Ensayos de Literatura

Asignatura: no baj, Profesor: Antonio Antonio, Carrera: Dret, Universidad: UV

Tipo: Monografías, Ensayos

2013/2014

Subido el 15/06/2014

raulob
raulob 🇪🇸

3.6

(10)

27 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga Cumbres Borrascosas - Emily Bronte y más Monografías, Ensayos en PDF de Literatura solo en Docsity! Emily Brontë Cumbres Borrascosas CAPÍTULO PRIMERO He vuelto hace unos instantes de visitar a mi casero y ya se me figura que ese solitario vecino va a inquietarme por más de una causa. En este bello país, que ningún misántropo hubiese podido encontrar más agradable en toda Inglaterra, el señor Heathcliff y yo habríamos hecho una pareja ideal de compañeros. Porque ese hombre me ha parecido extraordinario. Y eso que no mostró reparar en la espontánea simpatía que me inspiró. Por el contrario, metió los dedos más profundamente en los bolsillos de su chaleco y sus ojos desaparecieron entre sus párpados cuando me oyó pronunciar mi nombre y preguntarle: -¿El señor Heathcliff? Él asintió con la cabeza. -Soy Lockwood, su nuevo inquilino. Le visito para decirle que supongo que mi insistencia en alquilar la «Granja de los Tordos» no le habrá causado molestia. -Puesto que la casa es mía -respondió apartándose de mí- no hubiese consentido que nadie me molestase sobre ella, si así se me antojaba. Pase. Rezongó aquel «pase» entre dientes, con aire tal como si quisiera mandarme al diablo. Ni tocó siquiera la puerta en confirmación de lo que decía. Esto bastó para que yo resolviese entrar, interesado por aquel sujeto, al parecer más reservado que yo mismo. Y como mi caballo empujase la barrera, él soltó la cadena de la puerta y me precedió, con torvo aspecto, hacia el patio, donde dijo a gritos: -¡José! ¡Llévate el caballo de este señor y danos vino! Puesto que ambas órdenes se dirigían a un solo criado, juzgué que toda la servidumbre se reducía a él. Por eso entre las baldosas del patio medraban hierbajos y los setos estaban sin recortar, sólo mordisqueadas sus hojas por el ganado. José era hombre entrado en años, aunque sano y fuerte. Lanzó un contrariado «¡Dios nos valga!» y, mientras se llevaba el caballo, me miró con tanta malignidad que preferí suponer que impetraba el socorro divino para digerir bien la comida y no con motivo de mi presencia. A la casa donde vivía el señor Heathcliff se la llamaba «Cumbres Borrascosas» en el dialecto local. El nombre traducía bien los rigores que allí desencadenaba el viento cuando había tempestad. Ventilación no faltaba sin duda. Se advertía lo mucho que azotaba el aire en la inclinación de unos pinos cercanos y en el hecho de que los matorrales se doblegaban en un solo sentido, como si se prosternasen ante el sol. El edificio era sólido, de espesos muros a juzgar por lo hondo de las ventanas, y protegidos por grandes guardacantones. Parándome, miré los ornamentos de la fachada. Sobre la puerta, una inscripción decía «Hareton Earnshaw, 15OO». Aves carniceras de formas extrañas y niños en posturas lascivas enmarcaban la inscripción. Aunque me hubiese gustado comentar todo aquello con el rudo dueño de la casa, no quise aumentar con esto la impaciencia que parecía evidenciar mientras me miraba desde la puerta como instándome a que entrase de una vez o me marchara. Por un pasillo llegamos al salón que en la comarca llaman siempre «la casa», y al que no preceden otras piezas. Esa sala suele abarcar comedor y cocina, pero yo no vi cocina, o mejor dicho no vi signos de que en el enorme larse guisase nada. Pero en un ángulo oscuro se percibía rumor de cacharros. De las paredes no pendían cazuelas ni utensilios de cocina. En un rincón se levantaba un aparador de roble con grandes pilas de platos, sin que faltasen jarras y tazas de plata. Encima del aparador había tortas de avena y perniles curados de vaca, cerdo y carnero. Colgaban sobre la chimenea escopetas viejas, de cañones herrumbrosos y unas pistolas de arzón. Se veían encima del mármol tres tarros de vivo colorido. El suelo era de piedra lisa y blanca. Había sillas de forma antigua, pintadas de verde, con altos respaldos. En los rincones se acurrucaban perros. Una hembra con sus cachorros se escondía bajo el aparador. Todo era muy propio de la morada de uno de los campesinos de la región, gente recia, tosca, con calzón corto y polainas. Esas salas y esos hombres sentados en ellas ante un jarro de cerveza espumeante abundan 1 en el país, mas Heathcliff contrastaba mucho con el ambiente. Por lo moreno, parecía un gitano, pero tenía las maneras y la ropa de un hombre distinguido y, aunque algo descuidado en su indumentaria, su tipo era erguido y gallardo. Dijeme que muchos le tendrían por soberbio y grosero y que, sin embargo, no debía ser ninguna de ambas cosas. Por instinto imagine su reserva, hija del deseo de ocultar sus sentimientos. Debía saber disimular sus odios y simpatías y juzgar impertinente a quien se permitiera manifestarle los suyos. Es probable que yo me aventurase mucho al atribuir a mi casero mi propio carácter. Quizá él regateara su mano al amigo ocasional, por motivos muy diversos. Tal vez mi carácter sea único. Mi madre solía decirme que yo nunca tendría un hogar feliz y lo que me ocurrió el verano último parece dar la razón a mi progenitora, porque, hallándome en una playa donde pasaba un mes, conocí a una mujer bellísima, realmente hechicera. Aunque nada le dije, si es cierto que los ojos hablan, los míos debían delatar mi locura por ella. La joven lo notó y me correspondió con una mirada dulcísima. ¿Y qué hice? Declaro avergonzado que rectifiqué, que me hundí en mí mismo como un caracol en su concha y que cada mirada de la joven me hacía alejarme más, hasta que ella, probablemente desconcertada por mi actitud y suponiendo haber sufrido un error, persuadió a su madre de que se fuesen. Esas brusquedades y cambios me han valido fama de cruel, sin que nadie, no siendo yo mismo, sepa cuánto error hay en ello. Heathcliff y yo nos sentamos silenciosos ante la chimenea. La perra, separándose de sus cachorros, se acercó a mí, fruncido el hocico y enseñando sus blancos dientes. Cuando quise acariciarla emitió un gruñido gutural. -Déjela -dijo Heathcliff haciendo coro a la perra con otro gruñido y asestándole un puntapié-. No está hecha a caricias ni se la tiene para eso. Incorporóse, fue hacia una puerta lateral y gritó: -¡José! José masculló algo en el fondo de la bodega, mas no apareció. Entonces su amo acudió en su busca. Quedé solo con la perra y con otros dos mastines que me miraban atentamente. No me moví, temeroso de sus colmillos, pero pensé que la mímica no les molestaría y les hice unas cuantas muecas. Fue una ocurrencia muy desgraciada, porque la señora perra, ofendida sin duda por alguno de mis gestos, se precipitó sobre mis pantalones. La repelí y me di prisa a refugiarme tras de la mesa, acto que puso en acción a todo el ejérito caniño. Hasta seis demonios en cuatro patas confluyeron desde todos los rincones en el centro de la sala. Mis talones y los faldones de mi levita fueron los más atacados. Quise defenderme con el hurgón de la lurnbre, pero no bastó y tuve que pedir auxilio a voz en cuello. Heathcliff y José subían con desesperada calma. La sala era un infierno de ladridos y gritos, pero ellos no se apresuraban nada en absoluto. Por suerte, una rolliza criada acudió más deprisa, arremangadas las faldas, rojas las mejillas por la cercanía del fogón, desnudos los brazos y en la mano una sartén, merced a cuyos golpes, acompañados por varios denuestos, se calmó en el acto la tempestad. Al entrar Heathcliff, ella, agitada como el océano tras un huracán, campeaba en medio de la habitación. -¿Qué diablos ocurre? -preguntó mi casero con tono que juzgué intolerable tras tan inhospitalario acontecimiento. -De diablos es la culpa -respondí-. Los cerdos endemoniados de los Evangelios no debían encerrar más espíritus malos que sus perros, señor Heathcliff. Dejar a un forastero entre ellos es igual que dejarle entre un rebaño de tigres. -Nunca se meten con quien no les incomoda -dijo él-. La misión de los perros es vigilar. ¿Un vaso de vino? -No, gracias. -¿Le han mordido? -En ese caso lo habría conocido usted por lo que yo habría hecho al que me mordiera. -Vaya, vaya -repuso Heathcliff, con una mueca-. No se excite, señor Lockwood, y beba un poco de vino. En esta casa suele haber tan pocos visitantes que ni mis perros ni yo acertamos a recibirles como merecen. ¡Ea, a su salud! Comprendiendo que sería absurdo formalizarme por la agresión de unos perros feroces, me calmé y correspondí al brindis. Además se me figuró que mi casero se mofaba de mí y no quise darle más razones de irrisión. En cuanto a él, debió juzgar necio el tratar tan mal a un buen inquilino, y, mostrándose algo menos conciso, empezó a charlar de las ventajas e inconvenientes de la casa que me había arrendado, lo que sin duda le parecía interesante para mí. Opiné que hablaba con buen criterio y resolví decirle que repetiría mi visita al día siguiente. Y, aun cuando él no mostrara ningún entusiasmo al oírlo, he decidido 2 muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a la joven, no representaba arriba de diecisiete años. De pronto, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a mi lado, bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Éstas son las consecuencias de vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su elección.» Una ocurrencia tal podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto casi repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable. -Esta joven es mi nuera -dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones. Y, al decirlo, la miro con expresión de odio. -Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada, es usted -comenté, volviéndome hacia mi vecino. Con esto mis palabras acabaron de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención de atacarme. Pero se contuvo, y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, pero de la que tuve a bien no darme por aludido. -Anda usted muy desacertado -dijo Heathcliff-. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi hijo. -De modo que este joven, es... -Mi hijo, desde luego, no. Y Heathcliff sonrió, como si fuera un disparate atribuirle la paternidad de aquel oso. -Mi nombre es Hareton Earnshaw -gruñó el otro y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto. -Creo haberlo respetado -respondí, mientras me reía íntimamente de la dignidad con que había hecho su presentación aquel extraño sujeto. Él me miró durante tanto tiempo y con tal fijeza, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de echarme a reir en sus propias narices. Comenzaba a sentirme a disgusto en aquel agradable círculo familiar. Tan ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver en mi vida. Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable: la noche caía prematuramente y torbellinos de viento y nieve barrían el paisaje. -Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa -exclamé, incapaz de contenerme-. Los caminos deben estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de distancia. -Hareton -dijo Heathcliff-, lleva las ovejas a la entrada del granero, y pon un madero delante. Si pasan la noche en el corral, amanecerán cubiertas de nieve. -¿Cómo me arreglaré? continué, sintiendo que mi irritación aumentaba. Pero nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía comida para los perros, y a la señora Heathcliff que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio. José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, gruñó: -Me maravilla que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido... Pero con usted no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al infierno de cabeza, como su madre. Creí que aquel comentario iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de darle de puntapiés y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me adelantó -¡Viejo hipócnta! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo pediré al demonio como especial favor si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira -agregó, sacando un libro de un estante-: Cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y, para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de la Providencia... -¡Cállese, perversa! -clamó el viejo-. ¡Dios nos libre de todo mal! -¡Estás condenado, réprobo! Sal de aquí si no quieres que te haga un mal de veras. Voy a modelar muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite .... ya verás lo que le haré... Se acordará de mí... Vete... ¡Que te estoy mirando! 5 Y la linda bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y temblando, mientras murmuraba: -¡Malvada, malvada! Presumí que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre y, en cuanto nos quedamos solos, quise interesarla en mi cuita. -Señora Heathcliff -dije con seriedad-: perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la de usted tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún jalón de límite de propiedades que me sirvan para conocer el camino de mi casa. Tengo tanta idea de por donde se va a ella como la que usted pueda tener de por donde se va a Londres. -Vuélvase por el mismo camino que vino -me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía-. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro mejor. -En ese caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en un hoyo lleno de nieve, ¿no le remorderá la conciencia? -¿Por qué había de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja. -¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para conveniencia mía, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe el camino, sino que me lo indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff de que me proporcione un guía. -¿Un guía? En la casa no hay nadie más que él mismo, Hareton, Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted? -¿No hay mozos en la granja? -No hay más gente que la que le digo. -Entonces me veré obligado a quedarme hasta mañana. -Eso es cosa de usted y de Heathcliff. Yo no tengo nada que ver con eso. -Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos -gritó la voz de Heathcliff desde la cocina-. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con José en la misma cama. -Puedo dormir en este cuarto en una silla -repuse. -¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la plaza cuando yo no estoy de servicio -dijo el miserable. Mi paciencia llegó a su límite. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, presencié una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al principio se sentia inclinado a ayudarme, porque les dijo: -Le acompañaré hasta el parque. -Le acompañarás al diablo -exclamó su pariente, señor o lo que fuera-. ¿Quién va a cuidar entonces de los caballos? -La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos... -dijo la señora Heathcliff con más amabilidad de la que yo esperaba-. Es necesariamente preciso que vaya alguien... -Pero no lo haré por orden tuya -se apresuró a responder Hareton-. Más valdrá que te calles. -Bueno, pues entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su «Granja» hasta que ésta se caiga a pedazos! -dijo ella con malignidad. -¡Está echando maldiciones! -murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento. El viejo estaba sentado y ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité y diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas. -¡Señor, señor, me ha robado la linterna! -gritó el viejo corriendo detrás de mí-. ¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él! Cuando yo abría la puertecilla a la que me había dirigido, dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta, haciéndome caer. La luz se apagó. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover las colas. Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando estuve de pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su desordenada violencia evocaban los del rey Lear. En mi exaltación nerviosa, comencé a sangrar por la nariz. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No sé cómo hubiera terminado todo aquello, a no haber intervenido una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo 6 que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de su artillería verbal contra el mozo. -No comprendo, señor Earnshaw -exclamó-, qué resentimientos tiene usted contra ese semejante suyo. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chist, chist! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Quieto, quieto... Mientras hablaba así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía. El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de aguardiente, y entró en una habitación interior. La criada, después de traerme la bebida, que me entonó mucho, me condujo a un dormitorio. CAPÍTULO III Cuando la sirvienta me precedía por las escaleras, me aconsejó que tapase la bujía y procurase no hacer ruido, porque su amo tenía ideas extrañas acerca del cuarto donde ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese en él. Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que ya no le quedaban ganas de curiosidades. En lo que me concernía, la estupefacción no me dejaba lugar a la curiosidad. Cerré, pues, la puerta y busqué el lecho. Los muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja de roble, con aberturas laterales a manera de ventanillas. Me aproximé a tan extraño mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una habitación separada para cada miembro de la familia. Formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado el lecho, hacía las veces de mesilla. Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz, cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la vigilancia de Heathcliff o de otro cualquiera de los habitantes de la casa. Deposité la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de escritos que habían sido trazados raspando la pintura. Aquellos escritos se reducían a un nombre: «Catalina Earnshaw», repetido una vez y otra en letras de toda clase de tamaños. Pero el apellido variaba a veces, y en vez de «Catalina Earnshaw», se leía en algunos sitios «Catalina Heathcliff » o «Catalina Linton». Sintiéndome muy cansado, apoyé la cabeza contra la ventana y empecé a murmurar: «Catalina Earnshaw, Heathcliff, Linton ... » Los ojos se me cerraron, y antes de cinco minutos creí ver alzarse en la oscuridad una multitud de letras blancas, como lívidos espectros. El aire parecía lleno de «Catalinas». Me incorporé, esperando alejar así aquel nombre que acudía a mi cerebro como un intruso, y entonces vi que el pabilo de la bujía había caído sobre uno de los viejos libros, cuya cubierta empezaba a chamuscarse saturando el ambiente de un fuerte olor a piel de becerro quemada. Me apresuré a apagarlo, y me senté. Sentía frío y un ligero mareo. Cogí el tomo chamuscado por la vela y lo hojeé. Era una vieja Biblia, que olía a apolillado, y sobre una de cuyas hojas, que estaba suelta, leí: «Este libro es de Catalina Earnshaw» y una fecha de veinticinco años atrás. Cerré el volumen, y cogí otro y luego varios más. La biblioteca de Catalina era escogida, y lo estropeados que estaban los tomos demostraba que habían sido muy usados, aunque no siempre para los fines propios de un libro. Los márgenes blancos de cada hoja estaban cubiertos de comentarios manuscritos, algunos de los cuales constituían sentencias aisladas. Otros eran, al parecer, retazos de un diario mal pergeñado por la torpe mano de un niño. Encabezando una página sin imprimir, descubrí, no sin regocijo, una magnífica caricatura de José, diseñada burdamente, pero con enérgicos trazos. Sentí un vivo interés hacia aquella desconocida Catalina, y traté de descifrar los jeroglíficos de su letra. «¡Qué domingo tan malo! -decía uno de los párrafos--. ¡Cuánto daría porque papá estuviera aquí ... ! Hindley le sustituye muy mal y se porta atrozmente con Heathcliff. H. y yo vamos a tener que rebelarnos: esta tarde comenzamos a hacerlo... »En todo el día no dejó de llover. No pudimos ir a la iglesia, y José nos reunió en el desván. Mientras Hindley y su mujer permanecian abajo sentados junto a la lumbre -estoy segura de que, aunque hiciesen algo más, no por ello dejarían de leer sus Biblias- a Heathcliff, a mí y al desdichado mozo de mulas nos ordenaron que cogiesemos los devocionarios y subiésemos. Nos hicieron sentar en un saco de trigo, y José inició su sermón, que yo esperaba que abreviase a causa del frío que se sentía allí. Pero mi esperanza 7 Heathcliff se paró en la puerta. Llevaba la ropa de dormir, sostenía una vela en la mano y su cara estaba blanca como la pared. El ruido de las tablas al descorrerse le causó el efecto de una corriente eléctrica. La vela se deslizó de entre sus dedos, y su excitación era tal, que le costó mucho trabajo recogerla. -Soy Lockwood -dije, para evitar que continuase demostrándome su miedo-. He gritado sin darme cuenta mientras soñaba. Lamento haberle molestado. -¡Dios le confunda, señor Lockwood! ¡Váyase al... ---empezó él-. ¿Quién le ha traído a esta habitación? - continuó, hundiendo las uñas en las palmas de las manos y rechinando los dientes en su esfuerzo para dominar la excitación que le poseía-. ¿Quién le trajo aquí? Dígamelo para echarle de casa inmediatamente. -Su criada Zillah -contesté abandonando la cama y recogiendo mis ropas-. Haga con ella lo que le parezca, porque lo tiene merecido. Se me figura que quiso probar a expensas mías si este sitio en efecto está embrujado. Y le aseguro que, en realidad, está bien poblado de trasgos y duendes. Hace usted bien en tenerlo cerrado. Nadie le agradecerá a usted el dormir en esta habitación. -¿Qué quiere usted decir y qué está usted haciendo? -replicó Heathcliff-. Acuéstese y pase la noche; pero, en nombre de Dios, no repita el escándalo de antes. No tiene justificación posible, a no ser que le estuvieran desollando vivo. -Si aquella endemoniada brujita llega a entrar, a buen seguro que me hubiese estrangulado -le respondí-. No me siento con ganas de soportar más persecuciones de sus hospitalarios antepasados. El reverendo Jabes Branderham, ¿no sería tal vez pariente suyo por parte de madre? Y en cuanto a la Catalina Earnshaw, o Linton, o como se llamara, ¡buena pieza debía estar hecha! Según me dijo, ha andado errando durante veinte años, lo que sin duda es justo castigo de sus maldades... En aquel momento recordé que el apellido de Heathcliff estaba unido en el libro al de Catalina, lo que había olvidado hasta entonces. Me avergoncé de mi descortesía, pero, como si no me diese cuenta de haberla cometido, continué: -El caso es que a primera hora de la noche estuve... -iba a decir «hojeando esos librotes», pero me corregi, y continué-: repitiendo el nombre que hay escrito en esa ventana, para ver si me dormía. ¿Cómo se atreve a hablarme de este modo estando en mi casa? -barbotó Heathcliff-. ¿Se habrá vuelto loco cuando me habla así? Se golpeaba la frente con violencia. Yo no sabía si ofenderme o seguir explicándome, pero me pareció tan conmovido, que sentí compasión de él, y proseguí contándole mi sueño, y le aseguré que jamás había oído pronunciar hasta entonces el nombre de Catalina Linton, pero, que, a fuerza de verlo escrito allí, llegó a corporeizarse al dormirme. Entretanto que me explicaba así, Heathcliff, poco a poco, había ido retirándose de mi lado, hasta que acabó escondiéndose detrás del lecho. A juzgar por lo sofocado de su respiración, luchaba para reprimir sus emociones. Fingí no darme cuenta, continué vistiéndome, y dije: -No son todavía las tres. Yo creía que serían las seis lo menos. El tiempo aquí se hace interminable. Verdad es que sólo debían ser las ocho cuando nos acostamos. -En invierno nos retiramos siempre a las nueve y nos levantamos a las cuatro -replico mi casero, reprimiendo un gemido y limpiándose una lágrima, según conjeturé por un ademán de su brazo-. Acuéstese -añadió-, ya que si baja tan temprano no hará más que estorbar. Por mi parte, sus gritos han enviado al diablo mi sueño. -A mí me pasa lo mismo -contesté-. Bajaré al patio y estaré paseando por él hasta que amanezca, y después me iré. No tema una nueva intrusión de mi parte. La muestra de hoy me ha quitado las ganas de buscar amigos, ni en el campo ni en la ciudad. Un hombre sensato debe tener bastante compañía consigo mismo. -¡Magnífica compañía! -murmuró Heathcliff-. Coja la vela y váyase adonde quiera. Me reuniré con usted enseguida. No salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón porque Juno está allí de vigilancia. De modo que tiene que limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante, váyase. Yo me reuniré con usted dentro de dos minutos. Obedecí, y me alejé de la habitación todo lo que pude, pero como no sabía adonde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico al parecer como aquel personaje. Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana, mientras rompía a llorar. -¡Oh, Catalina! -decía-, ¡ven! Te lo imploro una vez más. ¡Oh, amada de mi corazón, ven, ven al fin! Pero el fantasma, con uno de los caprichos comunes a todos los espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve entraron por la ventana y extinguieron la luz. 10 Tan dolorosa congoja se traslucía en la crisis sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el haberle escuchado, y el haberle relatado mi pesadilla, que le había afectado de tal manera, por razones a que no alcanzaba mi comprensión. Descendí al piso bajo y arribé a la cocina donde encendí la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las cenizas y me saludó con un quejumbroso maullido. Dos bancos semicirculares estaban arrimados al fogón. Me tendí en uno de ellos y el gato se instaló en el otro. Ya empezábamos ambos a dormirnos cuando un instruso invadió nuestro retiro. Era José, que bajaba por una escalera de madera que debía conducir a su desván. Lanzó una tétrica mirada a la llama, que yo había encendido, expulsó al gato de su lugar, se apoderó de él y se dedico a cargar de tabaco una pipa que medía tres pulgadas de longitud. Debía considerar mi presencia en su santuario como una desvergüenza tal que no merecía ni comentarios siquiera. En absoluto mutismo, se acercó la pipa a la boca, se cruzó de brazos y empezó a fumar. Yo no interrumpí su placer, y él, después de aspirar la última bocanada, se levanto, suspiro, y se fue tan gravemente como había llegado. Sonaron cerca de mí otras pisadas más elásticas, y apenas yo abría la boca para saludar, la cerré de nuevo, al oír que Hareton Earnshaw se dedicaba a recitar en voz contenida una salmodia compuesta de tantas maldiciones como objetos iba tocando, mientras se afanaba en un rincón en busca de una azada para quitar la nieve. Me miró, dilató las aletas de la nariz, y tanto se le ocurrió saludarme a mí, como al gato que me hacía compañía. Comprendiendo por sus preparativos que estaba disponiéndose a salir, abandoné mi duro lecho y me apresté a seguirle. Él lo notó y con el mango de la azada me señaló una puerta que comunicaba con el salón. Las mujeres estaban en él ya. Zillah atizaba el fuego con un fuelle colosal, y la señora Heathcliff, arrodillada ante la lumbre, leía un libro al resplandor de las llamas. Tenía puesta la mano entre el fuego y sus ojos, y permanecía embebida en la lectura, que sólo interrumpía de vez en cuando para reprender a la cocinera si hacía salir chispas sobre ella, o para separar a alguno de los perros que a veces la rozaba con el hocico. Me sorprendió ver también allí a Heathcliff, en pie junto al fuego y, al parecer, concluyendo entonces de soltar una rociada sobre la pobre Zillah, la cual, de cuando en cuando, suspendía su tarea y suspiraba. -En cuanto a ti, miserable... -y Heathcliff pronunció una palabra intranscribible dirigiéndose a su nuera- ya veo que continúas con tus odiosas mañas de siempre. Los demás trabajan para ganarse el pan que comen, y únicamente tú vives de mi caridad. ¡Fuera ese mamotreto, y haz algo útil! ¡Debías pagarme. por la desgracia de estar viéndote siempre ... ! ¿Me oyes, maldita bruta? -Dejaré mi mamotreto, porque me lo podría usted quitar, si no -respondió la joven cerrando el libro y tirándolo sobre una silla-. Pero aunque se le encienda a usted la boca injuriándome no haré nada, no siendo lo que me parezca bien. Heathcliff alzó la mano, pero su interlocutora, probando que tenía costumbre de aquellas escenas, se puso de un salto fuera de su alcance. Contrariado por tal episodio, me aproximé a la lumbre fingiendo no haber reparado en la disputa, y ellos tuvieron el decoro de disimular. Heathcliff, para no caer en la tentación de golpear a su nuera, se metió las manos en los bolsillos. La mujer se retiró a un rincón, y mientras estuve allí permaneció callada como una estatua. Pero yo no me quedé mucho tiempo. Renuncié a la invitación que me hicieron de que les acompañase a desayunar, y en cuanto apuntó la primera claridad de, la aurora, salí al aire libre, que estaba frío y despejado como el hielo. Heathcliff me llamó mientras yo cruzaba el jardín, y se brindó para acompañarme a través de los pantanos. Hizo bien, ya que la colina estaba convertida en un ondulante mar de nieve, que ocultaba todas las desigualdades del terreno. La impresion que yo guardaba de la contextura del suelo no respondía en nada a lo que ahora veíamos, porque los hoyos estaban llenos de nieve, y los montones de piedras -reliquias del trabajo de las canteras- que bordeaban el camino habían desaparecido bajo la bóveda. Yo había distinguido el día anterior una sucesión de piedras erguidas a lo largo del camino y blanqueadas con cal, para que sirviesen de referencia en la oscuridad, y también cuando las nevadas podían hacer confundir la tierra segura del camino con las movedizas charcas de sus márgenes. Pero a la sazón ni siquiera se percibían aquellos jalones. Mi acompañante tuvo que advertirme varias veces para impedir que yo saliese del camino sin notarlo. Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la «Granja», Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me extraviaría, y con una simple inclinación de cabeza nos despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos millas que me quedaba por andar hasta la granja me costó dos horas, dadas las muchas veces que erré el camino, extraviándome en la arboleda, y hundiéndome en nieve hasta la cintura. Era mediodia cuando llegué a mi casa. 11 El ama de llaves y sus satélites acudieron con alborozo a recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconseje que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí dificultosamente la escalera y entré en mi habitación. Estaba entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor, y luego me instalé en el despacho, tal vez apartado en exceso del buen fuego y el confortante café que el ama de llaves me preparo. CAPÍTULO IV El ser humano es tornadizo como una veleta. Yo, que había resuelto mantenerme al margen de toda sociedad humana y que agradecía a mi buena estrella el haber venido a parar a un sitio donde mis propósitos podían realizarse plenamente; yo, desdichado de mí, me vi obligado a arriar bandera después de aburrirme mortalmente durante toda la tarde, y, pretextando interés por conocer detalles relativos a mi alojamiento, pedí a la señora Dean, cuando me trajo la cena, que se sentase un momento con el propósito de entablar con ella una plática que me animase o me acabara de aburrir. -Usted vive aquí hace mucho tiempo -empecé-. Me dijo que dieciséis años, ¿no? -Dieciocho, señor. Vine al servicio de la señora, cuando se casó. Al faltar la señora, el señor me dejó de ama de llaves. -¡Ah! Hubo una pausa. Pensé que le gustaban los comadreos. Pero, al cabo de algunos instantes, exclamó poniendo las manos sobre las rodillas, mientras una expresión meditativa se pintaba en su rostro: -Los tiempos han cambiado mucho desde entonces. -Claro -dije-. Habrá asistido usted a muchas modificaciones... -Y a muchas tristezas. «Procuraremos que la conversación recaiga sobre la familia de mi casero -pensé-. ¡Debe ser un tema entretenido! Me gustaría saber la historia de aquella bonita viuda, averiguar si es del país o no, lo cual me parece lo más probable, ya que aquel grosero indígena no la reconoce como de su raza.» Y con esta intención, pregunté a la señora Dean si conocía los motivos por los cuales Heathcliff alquilaba la «Granja de los Tordos», reservándose una residencia mucho peor. -¿Acaso no es bastante rico? -Interrogué. -¡Rico! Nadie sabe cuánto capital posee, y, además, lo aumenta de año en año. Es lo bastante rico para vivir en una casa aún mejor que ésta, pero es... muy ahorrativo... En cuanto ha oído hablar de un buen inquilino para la «Granja», no ha querido desaprovechar la ocasión de hacerse con unos cuantos de cientos de libras más. No comprendo que se sea tan codicioso cuando se está solo en la vida. -¿No tuvo un hijo? -Sí, pero murió. -Y la señora Heathcliff, aquella muchacha, ¿es la viuda? -Sí. -¿De dónde es? -¡Es la hija de mi difunto amo ... ! De soltera se llamaba Catalina Linton. Yo la crié. Me hubiera gustado que el señor Heathcliff viniera a vivir aquí, para estar juntas otra vez. -¿Catalina Linton? -exclamé asombrado. Luego, al reflexionar, comprendí que no podía ser la Catalina Linton de la habitación en que dormí-. ¿Así que el antiguo habitante de esta casa se llamaba Linton? -Sí, señor. -¿Y quién es ese Hareton Eamshaw que vive con Heathcliff? ¿Son parientes? -Hareton es sobrino de la difunta Catalina Linton. -¿Primo de la joven, entonces. -Sí. El marido de ella era tambien primo suyo. Uno por parte de madre, otro por parte de padre. Heathcliff estuvo casado con la hermana del señor Linton. -En la puerta principal de «Cumbres Borrascosas» he visto una inscripcion que dice: «Earnshaw, 15OO». Así que supongo que se trata de una familia antigua... -Muy antigua, señor. Hareton es su último descendiente, y Catalina la última de nosotros... quiero decir, de los Linton... ¿Ha estado usted en «Cumbres Borrascosas»? Perdone la curiosidad, pero quisiera saber cómo ha encontrado a la señora. 12 lo demás le importaba poco. Como rara vez se quejaba de los malos tratos que sufría, yo pensaba que no era rencoroso, pero pronto verá usted que me engañaba. CAPÍTULO V Con el tiempo, el señor Earnshaw empezó a decaer. Había sido un hombre recio y sano, pero cuando sus fuerzas le abandonaron y se vio obligado a pasarse la vida al lado de la chimenea, se volvió suspicaz e irritable. -Se ofendia por una pequenez, y se enfurecía ante cualquier imaginaria falta de respeto. Ello podía apreciarse especialmente cuando alguien pretendía hacer a su favorito objeto de algún engaño o de algún intento de dominarle. Velaba celosamente para que no le ofendieran con palabra alguna, y parecía que tenía metida en la cabeza la idea de que el cariño con que distinguía a Heathcliff hacía que todos le odiasen y deseasen su mal. Esto iba en perjuicio del muchacho, porque como ninguno deseábamos enfadar al amo, nos plegábamos a todos los caprichos de su preferido, y con ello fomentábamos su soberbia y su mal carácter. En dos o tres ocasiones, los desprecios que Hindley hacía a Heathcliff en presencia de su padre excitaron la cólera del anciano, quien cogía su bastón para golpear a su hijo, y se estremecía de furor al no poder hacerlo por falta de fuerzas. Finalmente, el párroco (porque entonces había aquí un cura que se ganaba la vida dando lecciones a los niños de las familias Linton y Earnshaw y labrando él mismo su terreno) aconsejó que se enviara a Hindley al colegio, y el señor Earnshaw consintió en ello, aunque de mala gana; ya que decía que Hindley era un obtuso y no se podía sacar partido de él, hiciérase lo que se hiciera. Yo, dolida, viendo lo caros que el señor pagaba los resultados de su buena obra, esperé que así se restableciese la paz. Me parecía que los disgustos familiares estaban amargando su vejez. Por lo demás, hacía cuanto quería, y las cosas no hubieran ido tan mal a no ser por la señorita Catalina y por José, el criado. Supongo que usted le habrá visto... Era, y debe seguir siendo, el más odioso fariseo que se haya visto nunca, siempre pronto a creerse objeto de las bendiciones divinas y a lanzar maldiciones sobre su prójimo en nombre de Dios. Sus sermones producían mucha impresión al señor Earnshaw y a medida que éste se iba debilitando, crecía el dominio de José sobre él. No cesaba un momento de mortificarle con consideraciones sobre la salvación eterna y sobre la necesidad de educar bien y rígidamente sus hijos. Trataba de hacerle considerar a Hindley como un réprobo, y le contaba largos relatos de diabluras de Heathcliff y Catalina, sin perjuicio de acumular las mayores culpas sobre ésta, con lo que creía adular las inclinaciones del amo. Verdaderamente, Catalina era la niña más caprichosa y traviesa que yo haya visto jamás, y nos hacía perder la paciencia mil veces al día. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, no nos dejaba estar un minuto tranquilos. Tenía siempre el genio pronto a la disputa y no daba nunca paz a la boca. Cantaba, reía y se burlaba de todo el que no hiciese lo mismo que ella. De todos modos, creo que no tenía malos sentimientos, porque cuando hacía sufrir a alguien mucho, se apresuraba a acudir a su lado para consolarle. Pero tenía hacia Heathcliff un excesivo afecto. No podía aplicársele castigo mayor que separarla de él, a pesar de que siempre estaban riñéndola por su culpa. Cuando jugaba, le gustaba hacer de señora, y usaba las manos más de la cuenta para imponer su autoridad. Quería hacer igual conmigo, pero yo le hice saber que no estaba dispuesta a soportar sus golpes ni sus órdenes. El señor Earnshaw no soportaba juegos. Siempre había sido severo con sus hijos y Catalina no acertaba a explicarse por qué en su ancianidad era más regañon que antes. Parecía sentir un perverso placer en provocarle. Era más feliz que nunca cuando todos la rodeábamos reprochándola, porque podía mirarnos replicándonos con mordacidad, haciendo burla de las piadosas invocaciones de José, buscándonos las vueltas y, en suma, haciendo lo que más desagradaba a su padre. Además, obraba como si estuviera interesada en demostrar que tenía más imperio sobre Heathcliff, a despecho de su insolencia, que su padre con todas sus bondades hacia él. Después de hacer durante el día todo el mal que le era posible, al llegar la noche acudía a su padre mimosamente, queriendo reconciliarse con él a fuerza de mimos. -Vete, vete, Catalina -decía el anciano-: no me es posible quererte. Eres todavía peor que tu hermano. Anda, vete a rezar y pide a Dios que te perdone. Mucho temo que haya de pesarnos a tu madre y a mí el haberte dado el ser. Al principio, estos razonamientos la hacían llorar, pero luego se habituó a ellos, y se echaba a reír cuando su padre le mandaba que pidiese perdón de sus maldades. Al fin llegó el momento de que terminasen los dolores del señor Earnshaw en la tierra. Murió una noche de octubre, plácidamente, estando sentado en su sillón al lado del fuego. Soplaba un fuerte viento en torno a la casa, y resonaba en el cañón de la chimenea. Era un aire violento y tempestuoso, pero no frío. Todos 15 estábamos juntos; yo un poco apartada de la lumbre, haciendo calceta, y José leyendo la Biblia. Los criados, entonces, una vez que terminaban sus faenas, solían reunirse en el salón con los señores. La señorita Catalina estaba pacífica, porque había pasado una enfermedad recientemente y permanecía apoyada en las rodillas de su padre. Heathcliff se había tumbado en el suelo con la cabeza encima del regazo de Catalina. El amo, según recuerdo bien, antes de caer en el sopor de que no debía salir, acariciaba la hermosa cabellera de la muchacha, y, extrañado de verla tan juiciosa, decía: -¿Por qué no has de ser siempre buena? Ella le miró, y riendo, contestóle: -¿Y usted, padre, por qué no había de ser siempre bueno? Después, viendo que se disgustaba, le besó la mano y le dijo que iba a cantar para que se adormeciese. Empezó, en efecto, a cantar en voz baja. A1 cabo de un rato, los dedos del anciano abandonaron los cabellos de la niña, y reclinó la cabeza sobre el pecho. Mandé a Catalina que callara y que no se moviera para no despertar al amo. Durante más de media hora permanecimos en silencio, y aún hubiéramos seguido más tiempo así, a no haberse levantado José diciendo que era hora de despertar al señor para rezar y acostarse. Se adelantó, le llamó y le tocó en el hombro, mas, notando que no se movía, cogió la vela y le miró. Cuando apartó la luz, comprendí que pasaba algo anormal. Cogió a cada niño por un brazo y les dijo, en voz baja, que subiesen a su cuarto y rezasen solos, porque él tenía mucho que hacer aquella noche antes de retirarse. -Voy primero a dar las buenas noches a papá -dijo Catalina. Y le echó los brazos al cuello, antes de que pudiéramos evitarlo. Comprendió enseguida lo que pasaba, y exclamó: -¡Oh, ha muerto, Heathcliff! Padre, ha muerto... Y ambos empezaron a llorar de un modo que desgarraba el corazón. Empecé también a llorar; pero José nos interrumpió diciéndonos que por qué llorábamos tanto por un santo que se había ido al cielo. Después me mandó ponerme el abrigo y correr a Gimmerton a buscar al médico y al sacerdote. Yo no podía comprender de qué iban a servir ya uno ni otro, pero, no obstante, salí presurosamente, a pesar de que hacía una noche muy mala. El médico vino inmediatamente. Dejé a José explicándose con el doctor, y subí al cuarto de los niños. Habían dejado la puerta abierta y no parecían pensar en acostarse, aunque era más de medianoche, pero estaban más calmados y no necesitaban que les consolase yo. En su inocente conversación, sus almas pueriles se describían mutuamente las bellezas del cielo como ningún sacerdote hubiera sabido hacerlo. Yo les oía llorando y agradecía a Dios que estuviéramos allí los tres, reunidos, seguros... CAPÍTULO VI Cuando Hindley acudió a las exequias de su padre, traía una mujer con él, lo que asombró a todos los vecinos. Nunca nos dijo quién era su esposa ni dónde había nacido. Debía carecer de fortuna y de nombre distinguido, porque Hindley hubiese anunciado a su padre su casamiento en caso contrario. La recién llegada no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía allí, excepto lo atañente al entierro. Viéndola como obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando, y apretando los puños. No hacía más que repetir: -¿Se han ido ya? Y empezó a explicar como una histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le pregunté que qué le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como dos diamantes. Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de vez en cuando, pero yo no sabía lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, simpatía alguna hacia ella. En esta tierra simpatizamos poco con los que vienen de fuera, a no ser que ellos nos muestren simpatía primero. Hindley parecía otro. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo muy diferente. El mismo día que llegó, nos dijo a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y acondicionándola, pero tanto le gustó a su mujer el salón con su suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos, y tanto la satisfizo el desahogo de que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar aquella habitación como gabinete. 16 Los primeros días, la mujer de Hindley se manifestó satisfecha de ver a su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios, pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar en compañía de los criados y le mandó que se aplicase a las mismas faenas agrícolas que los otros mozos. Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo, y el joven amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal de que no le estorbaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar que pegasen a Heathcliff y que castigasen sin comer a Catalina. Ellos no conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por hacerlo lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los muchachos lo olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez a solas, viéndolos hacerse más traviesos cada día, pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco influjo que aún conservaba sobre las pobres criaturas. Un domingo por la tarde, les hicieron salir del salón en virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarles no les encontré. Registramos la casa, el patio y el establo sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían por la noche. Todos se acostaron, menos yo, que me quedé en la ventana, aunque llovía, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo. No tardé en oír pisadas y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza y me apresuré a salir, a fin de que no llamasen y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el corazón me dio un salto al verle solo. -¿Dónde está la señorita? -grité con impaciencia-. Espero que no le haya pasado nada. -Está en la «Granja de los Tordos» -repuso- y allí estaría yo también si hubiesen tenido la atención de de- cirme que me quedase. -Bueno -le dije-, pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en la «Granja de los Tordos»? -Déjame cambiarme de ropa, y ya te lo contaré, Elena. Le recomendé que procurara no despertar a Hindley y mientras yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela, me explicó: -Catalina y yo salimos del lavadero pensando en dar unas cuantas vueltas a nuestro gusto. Luego, vimos las luces de la «Granja», y se nos ocurrio ir a ver si los niños de los Linton se pasan los domingos escondidos en los rincones y temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las pestañas junto a la lumbre. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les dice sermones, les enseña catecismo y les manda aprenderse de memoria una lista de nombres de la Sagrada Escritura, si no contestan bien? -No lo creo -respondí-, porque son niños buenos, y no merecen el trato que recibís vosotros por lo mal que os portáis. -¡Bah, bah! -replicó-. Fuimos corriendo desde las «Cumbres» hasta el parque, sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el seto, subimos a tientas el sendero, y nos subimos a una maceta bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas, las cortinas estaban sólo a medio echar, y una espléndida luz salía a través de los cristales. Nos pusimos en pie, y sujetándonos al antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El techo era blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal, suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz de muchas velas pequeñitas. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en la gloria. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños buenos que tú dices. Isabel -que me parece que tiene once años, uno menos que Catalina- estaba en un rincón, gritando como si las brujas la pinchasen con alfileres calientes. Eduardo estaba junto a la chimenea llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se dirigían uno a otro y por las quejas del animal. ¡Vaya unos tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos tibios! Y en aquel momento lloraban porque, después de pegarse para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos. Nosotros nos moríamos de risa vien- do aquello. ¿Cuándo me has visto a mí querer lo que quiere Catalina? ¿Acaso alguna vez, cuando estamos solos, nos has visto chillar y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida 17 -No tenías por qué tocarme -dijo él, separando su mano de un tirón-. Soy tan sucio como me da la gana, y me agrada estar sucio. - Y se lanzó fuera de la habitacion, con gran contento de los amos y gran turbación de Catalina que no acababa de comprender por qué sus comentarios le habían producido tal exasperación de mal humor. Después de haber ayudado a desvestirse a la recién llegada, de poner los bollos al horno y de encender la lumbre, me senté dispuesta a entretenerme cantando villancicos, sin hacer caso a José, que me aseguraba que el tono que yo empleaba era demasiado mundano. Él se marchó a su cuarto a rezar, y los señores Earnshaw distraían a la joven enseñándole unos obsequios que habían comprado para los Linton en prueba de agradecimiento por sus atenciones. Habían invitado a los Linton a pasar el siguiente día en «Cumbres Borrascosas» y ello había sido aceptado a condición de que los hijos de los Linton no tuvieran que tratar con aquel «terrible chicuelo que hablaba tan ma1». Me quedé sola. La cocina olía fuertemente a las especias de los guisos. Yo miraba la brillante batería de cocina, el reluciente reloj, los vasos de plata alineados en la bandeja y la impecable limpieza del suelo, de cuyo barrido y fregado me había preocupado con gran atención. Todo me pareció estar bien y merecer alabanza, y recordé una ocasión en que el amo anciano -que solía revisarlo todo por sí mismo en casos como aquél-, viendo lo bien que estaba todo, me había regalado un chelín, llamándome a la vez «buena moza». Luego pensé en el cariño que él había sentido hacia Heathcliff y en el temor que tenía de que fuera abandonado al faltar él, y pensando en la situación presente del muchacho, casi me dieron ganas de ponerme a llorar. Considerando, después, que mejor que lamentar sus desdichas sería procurar remediarlas, me levanté y fui al patio en su busca. Le encontré enseguida: estaba en la cuadra cepillando el lustroso pelo de la jaca nueva y dando el pienso a los demás animales. -Date prisa -le animé-. La cocina está muy confortable, y José se ha ido a su cuarto. Procura acabar pronto, para vestirte decentemente antes de que salga la señorita Catalina. Así podréis estar juntos, y charlar al lado de la lumbre hasta la hora de retirarse. Él siguió haciendo su faena. Hacía todos los esfuerzos posibles para apartar los ojos. -Anda, ven -seguí-. Necesitarás media hora para vestirte. Hay un pastel para cada uno de vosotros. Esperé otros cinco minutos, pero en vista de que no me contestaba, me fui. Catalina comió con sus hermanos. José y yo celebramos una cena muy poco cordial, amenizada con censuras suyas y malas contestaciones mías. El pastel y el queso de Heathcliff estuvieron toda la noche sobre la mesa para alimento de las hadas. Él estuvo trabajando hasta las nueve, y a esa hora se fue a su habitación, siempre taciturno y terco. Catalina estuvo hasta muy tarde preparándolo todo para recibir a sus nuevos amigos, y una vez que entró en la cocina para buscar a su antiguo camarada, viendo que no estaba se contentó con preguntar por él y marcharse. A la mañana siguiente, Heathcliff se levantó temprano, y como era día de fiesta, se fue mal- humorado a los pantanos, y no volvió a aparecer hasta después de que la familia se hubo marchado a la iglesia. Pero el ayuno y la soledad debieron hacerle reflexionar y cuando regresó, después de estar un rato conmigo, me dijo, de súbito: -Vísteme, Elena. Quiero ser bueno. -Ya era hora, Heathcliff -contesté-. Has disgustado a Catalina. Cualquiera diría que la envidias porque la miman mas que a ti. La idea de sentir envidia hacia Catalina le resultó incomprensible, pero lo de disgustarla lo comprendió muy bien. Me preguntó, volviéndose grave: -¿Se ha enfadado? -Se echó a llorar cuando le dije esta mañana que te habías ido. -También yo he llorado esta noche -respondió- y con más motivos que Catalina. -¿Sí? ¿Qué motivos tenías para acostarte con el corazón lleno de soberbia y el estómago vacío? Los soberbios no hacen más que dañarse a sí mismos. Pero si estás arrepentido, debes pedirle perdón cuando vuelva. Vas arriba, le pides un beso y le dices... Bueno, ya sabes tú lo que le tienes que decir. Pero hazlo con naturalidad y no como si ella fuera una extraña por el hecho de que la hayas visto mejor ataviada. Ahora voy a arreglármelas para vestirte de un modo que Eduardo Linton parezca un muñeco a tu lado. ¡Y claro que lo parece! Aunque eres más joven que él, eres mucho más alto y doble de fuerte. Podrías tumbarle de un soplo, ¿no es cierto? La cara de Heathcliff se iluminó por un momento, pero su alegre expresión se apagó enseguida. Y suspiró: -Sí, Elena, pero aunque yo le tumbara veinte veces, no dejaría de ser él mas guapo que yo. Quisiera tener el cabello rubio y la piel blanca como él, vestir bien y tener modales como los suyos, y ser tan rico como él llegará a serlo algun día. 20 -Sí. Y llamar a mamá constantemente, y asustarte siempre que un chico aldeano te amenazase con el puño y quedarte en casa cada vez que cayeran cuatro gotas. No seas pobre de espíritu, Heathcliff. Mírate al espejo, y atiende lo que tienes que hacer. ¿Ves esas arrugas que tienes entre los ojos y esas espesas cejas que siempre se contraen en lugar de arquearse, y esos dos negros demonios que jamás abren francamente sus ventanas, sino que centellean bajo ellas corridas, como si fueran espías de Satanás? Proponte y esfuérzate en suavizar esas arrugas, en levantar esos párpados sin temor, y en convertir esos dos demonios en dos ángeles que sean siempre amigos en donde quiera que no haya enemigos indudables. No adoptes ese aspecto de perro cerril que parece justificar la justicia de los puntapiés que recibe, y que odia a todos tanto como al que le apalea. -Sí: debo proponerme adquirir los ojos y la frente de Eduardo Linton. Ya lo deseo, pero, ¿crees que haciendo lo que me dices conseguiré tenerlos así? -Si eres bondadoso de corazón, serás agradable de cara, muchacho, aunque fueras un negro. Y un corazón perverso hace horrible la cara más agradable. Ahora que estás lavado y peinado y pareces más alegre, ¿no es verdad que te encuentras más guapo? Te aseguro que sí. Puedes pasar por un príncipe de incógnito. ¡Cualquiera sabe si tu padre no era emperador de la China y tu madre reina de la India, y si con sus rentas de una sola semana no podrían comprar «Cumbres Borrascosas» y la «Granja de los Tordos» reunidas! Quizá te robaran unos marineros y te trajeran a Inglaterna. Yo, si estuviera en tu caso, me haría figuraciones como esas, y con ellas iría soportando las miserias que tiene que sufrir el campesino. En tanto que yo hablaba así y conseguía que Heathcliff fuese poco a poco desarrugando el ceño, oímos un estrépito que al principio sonaba en la carretera y luego llegó al patio. Heathcliff acudió a la ventana y yo a la puerta, en el mismo momento en que los Linton se apeaban de su carruaje, muy arrebujados en abrigos de pieles, y los Earnshaw descendían de sus caballos. Catalina cogió a los niños de la mano, y los llevó a la chimenea, junto a la que se sentaron, y cuyo fuego enrojeció en breve sus blancos rostros. Alenté a Heathcliff para que acudiera y mostrara su buen porte, pero tuvo la desgracia de que, al abrir la puerta de la cocina, tropezara con Hindley, que la estaba abriendo por el otro lado. El amo, ya porque le incomodara verle tan animado y tan arreglado, o quizá por complacer a la señora Linton, le empujó con violencia y dijo a José: -Hazle estar en el desván hasta después de que hayamos comido. De lo contrario, tocaría los dulces con los dedos y robaría las frutas si se le permitiera estar un solo minuto aquí. -No hará nada de eso -osé replicar-. Y espero que participe de los dulces como nosotros. -Participará de la paliza que le sacudiré si le veo por acá abajo antes de la noche -gritó Hindley-. Largo, vagabundo! ¿De modo que quieres lucirte, verdad? Como te eche mano a esos mechones ya verás si te los pongo más largos aún. -Ya los tiene bastante largos -observó Eduardo Linton, que acababa de aparecer en la puerta---. Le caen sobre los ojos como la crin de un caballo. No sé cómo no le producen dolor de cabeza. Aunque hizo aquella observación sin deseo de molestarle, Heathcliff, cuyo rudo carácter no toleraba impertinencias, y mas viniendo de alguien a quien ya consideraba como su rival, cogió una fuente llena de compota caliente y se lo tiró en pleno rostro al muchacho. Éste lanzo un grito que hizo acudir enseguida a Catalina y a Isabel. El señor Earnshaw cogió a Heathcliff y se lo llevó a su habitación, donde sin duda le debió aplicar un energico correctivo, ya que cuando bajó estaba sofocado y rojo como la grana. Yo cogí un trapo de cocina, limpié la cara a Eduardo, y, no sin cierto enojo, le dije que se había merecido la lección por su inoportunidad. Su hermana se echó a llorar y quiso marcharse; Catalina, a su vez, estaba muy disgustada con todo aquello. -No has debido hablarle -dijo al joven Linton-. Estaba de mal humor, ahora le pegarán, y has estropeado la fiesta... Yo ya no tengo apetito. ¿Por qué le hablaste, Eduardo? -Yo no le hablé -quejóse el muchacho, desprendiéndose de mis manos y terminando de limpiarse con su fino pañuelo-. Prometí a mamá no hablarle, y lo he cumplido. -Bueno -dijo Catalina con desdén-: cállate, que viene mi hermano. No te ha matado, después de todo. No pongas las cosas peor. Deja de llorar, Isabel. ¿Te ha hecho algo alguien? -¡A sentarse, niños! -exclamó Hindley reapareciendo-. Ese bruto de chico me ha hecho entrar en calor. La próxima vez, Eduardo, tómate la venganza con tus propios puños, y eso te abrirá el apetito. La gente menuda recobró su alegría al servirse los olorosos manjares. Todos sentían apetito después del paseo, y se consolaron fácilmente, ya que ninguno había sufrido daño grave. El señor Earnshaw trinchaba con jovialidad, y la señora animaba la mesa con su conversación. Yo atendía al servicio y me entristecía el ver que Catalina, con ojos enjutos y aire indiferente, partía en aquel momento un ala de pato que tenía ante sí. 21 «¡Qué niña tan insensible! -pensé-: Nunca hubiera creído que la suerte de su antiguo compañero de juegos la preocupara tan poco.» Ella estaba llevándose en aquel momento un bocado a la boca, pero de pronto lo soltó, las mejillas se le sonrojaron y por su rostro corrieron las lágrimas. Dejó caer el tenedor y aprovechó la ocasión de inclinarse para disimular su emoción. Durante todo el día anduvo como un alma en pena buscando a Heathcliff`. Pero éste había sido encerrado por Hindley, lo que averigüé al querer llevarle a escondidas algo de comer. Hubo baile por la tarde y Catalina pidió que soltaran a Heathcliff, ya que, si no, Isabel no tendría pareja, pero no se la atendió y yo fui llamada a llenar la vacante. El baile nos puso de buen humor, y éste creció más cuando llegó la banda de música de Gimmerton, con sus quince musicos, entre los que había un trompeta, un trombón, clarinetes, flautas, oboes y un contrabajo, fuera de los cantantes. La banda suele recorrer en Navidad las casas ricas pidiendo alguinaldos, y su llegada es siempre acogida con alegría. Primero cantaron los villancicos de costumbre, pero después, como a la señora Earnshaw le gustaba ex- traordinariamente la música, les pedimos que tocasen algo más, y lo hicieron durante todo el tiempo que nos pareció bien. A pesar de que a Catalina le agradaba también la música, dijo que se oía mejor desde el rellano de la escalera, y con este pretexto salió seguida por mí. Cerraron la puerta de abajo. No parecían haber reparado en nuestra falta. Catalina subió hasta el desván donde estaba encerrado Heathcliff. Le llamo, y aunque él al principio no quiso contestar, acabaron manteniendo una conversación a través de la puerta. Les dejé que charlaran tranquilamente, y cuando comprendí que el concierto iba a terminar y que se iba a servir la cena a los músicos, volví al desván con objeto de avisar a Catalina. Pero no la hallé. Por una claraboya había subido al tejado, y por otra entrado en la buhardilla de Heathcliff`. Me costó mucho convencerla de que saliera. Al cabo lo hizo en compañía de Heathcliff, y se empeñó en que le llevara a la cocina conmigo, ya que José se había ido a casa de un vecino, para librarse de la «infernal salmodia», como llamaba a la música. Yo les advertí que no contaran conmigo para engañar al señor Hindley, pero que por esta vez lo haría, ya que el cautivo no había probado bocado desde el día antes. Él bajó, se sentó junto a la lumbre, y yo le ofrecí muchas golosinas. Pero Heathcliff se sentía mal y no comió apenas, sin que mis intentos de distraerle fuesen más afortunados. Había apoyado los codos en las rodillas y la barbilla en las manos, y callaba. Le pregunté qué pensaba, y me respondió con gravedad: -En cómo hacerle pagar esto a Hindley. No sé cuanto habré de esperar, pero no me importa, si lo consigo al fin. ¡Con tal de que no reviente antes! -¡Qué vergüenza, Heathcliff! -le dije-. Sólo corresponde a Dios castigar a los malos. Nosotros hemos de saber perdonarles. -No será Dios quien tenga esa satisfacción, que yo me reservo -repuso-. Lo único que necesito es saber cómo la alcanzaré. Pero ya acertaré con el plan conveniente. Este pensamiento me evita sufrir. Ahora reparo, señor Lockwood, en que estas historias no deben tener interés para usted. No sé cómo he hablado tanto. Está usted durmiéndose. ¡Hubiera podido contarle en una docena de palabras cuanto le interesara a usted saber sobre la vida de Heathcliff! Después de esta interrupción, el ama de llaves, incorporándose, guardó la labor. Yo no me moví de al lado del fuego. Estaba muy lejos de dormirme. . -Siéntese, señora Dean -le dije-, y siga con su historia media horita más. Ha hecho bien en contarla a su manera. Me han interesado mucho sus descripciones. -Son las once, señor. -Es igual: yo no suelo acostarme hasta muy tarde. Levantándose a las diez, no importa acostarse a las dos o a la una. -Es que no debía usted dormir hasta las diez. Pierde usted lo mejor del día. Cuando a esa hora no se ha hecho ya la mitad de la faena diaria, es muy probable que no se pueda hacer lo demás en el día. -Da lo mismo, señora Dean... Ande, siéntese. Creo que tendré mañana que estarme acostado hasta después de cenar, pues parece que no me escaparé sin un buen catarro. -Dios haga que no suceda así, señor. Bien, pues daré un salto de tres años, o sea hasta que la señora Earn- shaw... -No, nada de saltos. ¿No sabe usted lo que siente el que se encuentra ocupado en mirar cómo una gata lava a sus gatitos, y se indigna cuando ve que deja de lamer una de las orejas de uno de ellos? -Creo que quien haga eso no es más que un ocioso. -No lo crea... Bueno: yo me encuentro en ese caso ahora. De modo que cuente usted la historia con todo detalle. En sitios como éste, las gentes adquieren ante el que las observa un valor que puede compararse 22 Una tarde en que el señor Earnshaw había salido, Heathcliff resolvió hacer fiesta aquel día. Creo que tenía entonces dieciséis años, y aunque no era tonto ni feo, su aspecto general era desagradable. La educacion que en sus primeros tiempos recibiera se había disipado. Los trabajos a que le dedicaban habían extinguido en él todo amor al estudio y el sentimiento de superioridad que en su niñez le infundieran las atenciones del antiguo amo ya no existía. Largo tiempo se esforzó en mantenerse al nivel cultural de Catalina, pero al fin tuvo que ceder a la evidencia. Cuando se convenció de que ya no recobraría lo perdido, se abandonó del todo, y su aspecto reflejaba su rebajamiento moral. Tenía un aspecto innoble y grosero, del que actualmente no conserva nada, se hizo insociable en extremo y parecía complacerse en inspirar repulsión antes que simpatía a los pocos con quienes tenía relacion. Cuando no trabajaba, seguía siendo el eterno compañero de Catalina. Pero él no le expresaba nunca su afecto verbalmente, y recibía las afectuosas caricias de su amiga sin devolverlas. El día a que me refiero, entró en la habitación donde yo estaba ayudando a vestirse a la señorita Catalina, y anunció su decisión de no trabajar aquella tarde. Ella, que no esperaba tal ocurrencia, había citado a Eduardo, y estaba preparándose para recibirle. -Tienes algo que hacer esta tarde, Catalina? -le preguntó-. ¿Piensas ir de paseo? -No; porque está lloviendo. -Entonces, ¿por qué te has puesto este vestido de seda? Supongo que no esperarás a nadie. -No espero a nadie, que yo sepa -repuso ella-. Pero, ¿cómo no estás ya en el campo, Heathcliff? Hace más de una hora que hemos comido. Creía que te habrías marchado ya. -Hindley no nos libra a menudo de su odiosa presencia -replicó el muchacho-. Hoy no pienso trabajar y me quedaré contigo. -Más vale que te vayas -le aconsejó la joven-, no sea que José lo cuente. -José está cargando tierra en Penninston y no volverá hasta la noche, así que no tiene por qué enterarse. Y Heathcliff se sentó al lado de la lumbre. Catalina frunció el entrecejo y reflexionó unos momentos. Al fin encontró una disculpa para preparar la llegada de su amigo, y dijo, tras un minuto de silencio: --Isabel y Eduardo Linton avisaron de que acaso vendrían esta tarde. Claro que, como llueve, no espero que lo hagan, pero si se decidieran y te ven, corres el peligro de sufrir una reprensión. -Que Elena les diga que estás ocupada -insistió el muchacho-. No me hagas irme por esos tontos de tus amigos. A veces me dan ganas de decirte que ellos... pero prefiero callar. -¿Qué tienes que decir? -exclamó Catalina, turbada- ¡Ay, Elena! agregó, desasiéndose de mis manos-. Me has despeinado las ondas. ¡Basta, déjame ¿Qué estabas a punto de decir, Heathcliff? -Fíjate en ese calendario que hay en la pared -repuso él señalando uno que estaba colgado junto a la ventana-. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton y los puntos las que hemos pasado juntos tú y yo He marcado pacientemente todos los días. ¿Qué te parece? -¡Vaya, una bobada! -repuso despectivamente Catalina . ¿A qué viene eso? -A que te des cuenta de que reparo en ello -dijo Heathcliff. -¿Y por qué he de estar siempre contigo? -replicó ella, cada vez más irritada-. ¿Para qué me vales? ¿De qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría, y lo que dices lo diría un mudo. -Antes no me decías eso, Catalina -repuso Heathcliff, muy agitado-. No me declarabas que te des- agradase mi compañia. -¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! -comentó la joven. Heathcliff se incorporó, pero antes de que tuviera tiempo de seguir hablando, sentimos un rumor de cascos de caballo, y el señorito Linton entró con la cara rebosando contento. Sin duda en aquel momento pudo Catalina comparar la diferencia que había entre los dos muchachos, porque era como pasar de una cuenca minera a un hermoso valle, y las voces y modos de ambos confirmaban la primera impresión. Linton sabía expresarse con dulzura y pronunciar las palabras como usted, es decir, de un modo mas suave que el que se emplea por estas tierras. -¿No me habré anticipado a la hora? -preguntó el joven, mirándome. Yo estaba enjugando los platos y arreglando los cajones del aparador. -No -repuso Catalina-. ¿Qué haces ahí, Elena? -Trabajar, señorita -repuse, sin irme, porque tenía orden del señor Hindley de asistir a las entrevistas de Linton con Catalina. Ella se me acercó y me dijo en un cuchicheo: -Vete de aquí y llévate tus trapos. Cuando hay gente de fuera, los criados no están en las habitaciones de los señores. 25 -Puesto que el amo está fuera, debo trabajar -le dije-, ya que no le gusta verme hacerlo en presencia de él. Estoy segura de que él me disculparía. -Tampoco a mí me gusta verte trabajar en presencia mía -replicó Catalina imperiosamente. Estaba nerviosa a causa de la disputa que había sostenido con Heathcliff. -Lo siento, señorita Catalina -respondí, continuando en mi ocupación. Ella, creyendo que Eduardo no la veía, me arrancó el trapo de limpieza de las manos y me aplicó un pellizco soberbio. Ya he dicho que yo no le tenía afecto, y que me complacía en humillar su orgullo siempre que me era posible. Así que me incorporé -porque estaba de rodillasy clamé a grito pelado: -¡Señorita, esto es un atropello, y no estoy dispuesta a consentirlo! -No te he tocado, embustera -me contestó, mientras sus dedos se aprestaban a repetir la acción. - La rabia le había encendido las mejillas, porque no sabía ocultar sus sentimientos, y siempre que se enfadaba, el rostro se le ponía encarnado como un pimiento. -Entonces, ¿esto qué es? -le contesté señalándole la señal que el pellizco me había producido en el brazo. Hirió el suelo con el pie, vaciló un segundo y después, sin poderse contener, me dio una bofetada. Los ojos se me llenaron de lágrimas. -¡Por Dios, Catalina! -exclamó Eduardo, disgustado de su violencia y de su mentira, e interponiéndose entre nosotras. -¡Márchate, Elena! –ordenó ella, temblando de rabia. Hareton, que estaba siempre conmigo, comenzó también a llorar y a quejarse de la «mala tía Catalina». Entonces ella se desbordó contra el niño, le cogió por los hombros y le sacudió terriblemente, hasta que Eduardo intervino y le sujetó las manos. El niño quedó libre, pero en el mismo momento, el asombrado Eduardo recibió en sus propias mejillas una replica lo bastante contundente para no ser tomada a juego. Se apartó consternado. Cogí a Hareton en brazos y me fui a la cocina, dejando la puerta abierta para ver cómo terminaba aquel incidente. El visitante, ofendido, pálido y con los labios temblorosos, se dirigió a coger su sombrero. «Haces bien -pensé para mí-. Aprende, da gracias a Dios de que ella te haya mostrado su verdadero carácter, y no vuelvas.» Él quiso pasar, pero ella dijo con energía: -¡No quiero que te vayas! -Debo irme. -No -contestó Catalina, sujetando el picaporte-. No te vayas todavía, Eduardo. Siéntate, no me dejes en este estado de ánimo. Pasaría una noche horrible y no quiero sufrir por causa tuya. -¿Crees que debo quedarme después de haber sido ofendido? -preguntó Linton. Catalina calló. -Estoy avergonzado de ti -continuó el joven-. No volveré más. En los ojos de Catalina relucieron lágrimas. -Además, has mentido -dijo él. -No, no -repuso ella-. Lo hice todo sin querer Anda, márchate si quieres... Ahora me pondré a llorar, y lloraré hasta que no pueda más... Desplomóse en una silla y rompió en sollozos. Eduardo llegó hasta el patio, y allí se paró. Resolví infundirle alientos. -La señorita -le dije- es tan caprichosa como un niño mimado. Vale más que se vaya usted a casa, porque, si no, es capaz de ponerse enferma con tal de disgustarnos. Eduardo contempló la ventana. El pobrecillo era tan capaz de irse como un gato lo es de dejar a medio matar un ratón o a medio devorar un jilguero. «Estás perdido -pensé-. Te precipitas tú mismo hacia tu destino ... » No me engañé: se volvió bruscamente, entró en la casa, cerró la puerta, y cuando al cabo de un rato fui a advertirles de que el señor Earnshaw había vuelto beodo y con ganas de armar escándalo, pude comprobar que lo sucedido no había servido sino para aumentar su intimidad y para romper los diques de su timidez juvenil, hasta el punto de que habían comprendido que no sólo eran amigos, sino que se querían. Al oír que Hindley había llegado, Linton se fue rápidamente a buscar su caballo, y Catalina a su alcoba. Yo me ocupé de esconder al pequeño Hareton y de descargar la escopeta del señor, ya que él tenía la costumbre, cuando se hallaba en aquel estado, de andar con ella, con grave riesgo de la vida para cualquiera que le provocara o simplemente le hiciera alguna observación. Mi precaución impediría que Linton causase algún daño si disparaba. 26 CAPÍTULO IX En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba. -¡Al fin la hallo! -clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro-. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo. -Vaya, señor Hindley -contesté-, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar aren- ques. Más vale que me pegue un tiro, si quiere. -¡Quiero que te vayas al diablo! -contestó-. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca! Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría. -¡Diablo! -exclamó, soltándome de pronto-. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el cráneo... Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton. -¿Quién va? -preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera. Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacio. No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazon mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado. -Tú tienes la culpa -me dijo-. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño? -¿Daño? -grité, indignada-. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo! El quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto, pero Hareton, entonces, co- menzó de nuevo a gritar y a agitarse. -¡Déjele en paz! -exclamé-. Le odia, como le odian todos, por supuesto... ¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a parar! -¡Más bonita será en adelante, Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza-. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa... Ya veremos. Y se escanció una copa de aguardiente. -No beba más -le rogué-. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo. -Con cualquiera le irá mejor que conmigo -me contestó. -¡Tenga compasión de su propia alma! -dije, intentando quitarle la copa de la mano. 27 llorando de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. Tanto interés tengo en casarme con Eduardo Linton como en ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Casarme con Heathcliff sería rebajarnos, pero él nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé qué composición tendrán nuestras almas, pero sea de lo que sea, la suya es igual a la mía, y en cambio la de Eduardo es tan diferente como el rayo lo es de la luz de la luna, o la nieve de la llama. No había concluido de hablar, cuando noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que le rebajaría casarse con él. Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que enmudeciera. -¿Por qué? -preguntó, mirando, inquieta en torno suyo. -Porque viene José -respondí, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el camino- y Heathcliff vendrá con- él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta! -Desde la puerta no ha podido oírme -contestó-. Dame a Hareton para que le tenga mientras preparas la cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el cariño? -No veo por qué ha de conocer todos estos sentimientos -repuse- y si es de usted de quien está enamo- rado, seguramente será muy infeliz, pues en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo... ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina? -¿Qué hablas de separarnos ni de quedarse solo en el mundo? -replicó, indignada---. ¿Quién había de separamos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me case, lo que ha sido siempre. Mi marido habrá de mirarle bien o tendrá por lo menos que soportarle. Y lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos viviríamos como unos pordioseros. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano. -¿Y eso con los bienes de su marido? No será eso tan fácil como le parece. No tengo autoridad para opinar, pero me parece que ése es el peor motivo que ha dado para explicar su matrimonio con el señorito Eduardo. -Es el mejor -dijo ella-. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo... Yo no puedo explicarme pero creo que tú y todos tenéis la idea de qué después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han consistido en los dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo, pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi afecto por Linton es como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo, pero mi cariño a Heathcliff es como son las rocas del fondo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más de separarnos, porque eso es irrealizable. Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus numerosas insensateces. -Lo único que veo, señorita -le dije-, es, o que ignora usted los deberes de una casada o que no tiene con- ciencia. Y no me cuente más cosas, porque las diré. -Pero de ésta no hablarás... Ella iba a insistir, pero entró José y suspendimos la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que ambos temíamos mucho tratar con él cuando se encerraba en su cuarto. -Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! --dijo el viejo, al notar que Heathcliff no estaba presente. -Voy a buscarle -contesté-. Debe de estar en el granero. 30 Aunque le llamé, no me contestó. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él. Dio un salto, dejó a Hareton en un asiento, y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera en la causa de la turbación que le embargaba. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no les esperásemos mas, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Agregó, pues, en bien de las almas de los jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido la señorita ordenádole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff donde quiera que estuviese y hacerle volver. -Quiero hablarle antes de subir --dijo-. La puerta está abierta, y él debe encontrarse lejos, pues le llamé desde el corral, y no responde. Aunque José hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando, al verla tan excitada que no admitía contradicción. Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando: -¿Qué será de él? ¿Dónde habrá ido? ¿Qué fue lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará ofendido por lo de la tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Quiero que venga. Quiero verle. -¡Cuánto barullo para nada! -repuse, aunque me sentía también bastante inquieta-. Se apura usted por poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a buscarle. Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo: -¡Qué imposible es ese muchacho! Ha dejado abierta la verja, y la jaca de la señorita se ha escapado a la pradera, después de estropear dos haces de grano. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene al tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá siempre igual. Todos lo hemos de ver. ¡Heathcliff está haciendo todo lo posible para poner al amo fuera de juicio! -Bueno, ¿lo has encontrado o no, animal? -le interrumpió Catalina---. ¿Le has buscado como te mandé? -Mejor hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable -respondió él-. Pero no puedo encontrar ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien seguro es que no vendrá. Puede que no se haga el sordo si le silba usted. Corría el verano, pero la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se calmó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el muro, junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones, unas veces llamando a Heathcliff, otras escuchando en espera de sentirle volver, y otras llorando desconsoladamente como un niño. A medianoche, la tormenta se abatió sobre «Cumbres Borrascosas». Fuera efecto de un rayo o del vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre la techumbre, derrumbando el tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogon un alud de piedras y hollín. Creíamos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas, para pedir a Dios que se acordara de Noé y Lot y, al castigar al malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y temiendo que hubiese muerto llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna separación entre justos como él y pecadores como su amo. En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina que, por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera ponerse un abrigo ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y puso las manos a la lumbre. -Ea, señorita -le dije, tocándole en un hombro-: usted se ha empeñado en matarse... ¿Sabe qué hora es? Las doce y media. Váyase a la cama. No es cosa de seguir aguardando a ese memo. Se habrá largado a Gimmerton y dormirá allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá que el señor esté despierto, y que sea él quien le abra. -No debe estar en Gimmerton -repuso José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga. Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocará a usted. Demos gracias a Dios por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen los textos sacros... 31 Empezó a repetir pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes. Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, les dejé, a ella con su tiritona y a José con sus sermones, y me fui a acostar con Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí subir la escalera, y enseguida me dormí yo misma. Al día siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina también, y decía: -¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más triste que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan descolorida? -No me pasa otra cosa -contestó, malhumorada Catalina- sino que he cogido una mojadura y siento frío. Vi que el señor estaba ya sereno, y exclame: -¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche junto al fuego. -¿Toda la noche? ---:-exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw-. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la tempestad... Ni Catalina ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos impedirlo, de modo que respondí que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada. La mañana era fresca. Abrí las ventanas y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me dijo- -Cierra, Elena. Estoy agotada. Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre casi fría. -Está enferma -aseguró Hindley, tomándole el pulso. Por eso no se acostó. ¡Maldita sea! Está visto que no puedo estar libre de enfermedades en esta casa. ¿Por qué te expusiste a la lluvia? -Por andar detrás de los mozos, como de costumbre -se apresuró a decir José, dando suelta a su maldiciente lengua-. Si yo estuviera en el caso de usted, señor, les daría con la puerta en las narices a todos ellos, señoritos y aldeanos. Todos los días que usted sale, el Linton se mete aquí como un gato. Mientras tanto, Elena -¡que es buena también!- vigila desde la cocina, y cuando usted entra por una puerta, él sale por la opuesta. Y entonces esta buena pieza se va al lado del otro. ¡Hay que ver! ¡Andar a las doce de la noche a campo traviesa con ese endiablado gitano de Heathcliff! Se imaginan que estoy ciego, pero se equivocan. Yo he visto al joven Linton ir y venir, y te he visto a ti, ¡mala bruja! (añadió, mirándome), estar atenta y avisarles en cuanto los cascos del caballo del señor sonaron en el camino. -¡Silencio, insolente! -gritó Catalina-. Linton vino ayer por casualidad, Hindley, y le dije que se fuera cuando viniste, porque supuse que no te agradaría verle dada la forma en que llegabas. -Mientes, Catalina, estoy seguro... Y eres una condenada idiota -repuso su hermano-. No me hables de Linton por el momento... Dime si has estado esta noche con Heathcliff. No temas que le maltrate. Le odio, pero hace poco me hizo un servicio y eso me impide partirle la cabeza. Lo que haré será echarle a la calle hoy mismo. Y entonces andad con ojo los demás, porque todo mi mal humor caerá sobre vosotros. -No he visto a Heathcliff esta noche -contestó Catalina, entre lágrimas-. Si le echas de casa, me iré con él. Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya marchado... Presa de congoja, empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un diluvio de groserías, y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor Kenneth pronosticó un comienzo de delirio, dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría, para disminuir la calentura, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase mucho, para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus enfermos mediaban a veces dos o tres millas. Reconozco que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo, pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. La madre de Eduardo nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa, estaba siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la «Granja», lo que por cierto le agradecimos mucho. Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza. Ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron en pocos días. La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, tuve la torpeza de acusarla de la desaparición del chico. Era verdad, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo 32 Salió de la habitación y el señor me preguntó que quién había venido. -Una persona que la señora no esperaba -dije-. Heathcliff, ¿no se acuerda? Aquél que vivía en casa del señor Earnshaw. -¡Ah, el gitano, el mozo de labranza! ¿Cómo, pues, no le has dicho a Catalina quién era? -No le llame por esos nombres, señor -le rogué-, porque ella se enfadaría si le oyera. Cuando se fue, estuvo muy disgustada. Seguramente se alegrará de verle. El señor Linton se asomó a una ventana que daba al patio y gritó a su mujer. -Haz entrar a ese visitante. Oí rechinar el picaporte, y Catalina subió velozmente, sofocada, y con una excitación tal, que hasta borraba de su rostro toda señal de alegría. Viéndola, casi parecía por su exaltación que le había ocurrido una tremenda desgracia. -¡Eduardo, Eduardo! -exclamó, jadeante-. ¡Eduardo, querido mío, Heathcliff ha vuelto! -Y le abrazaba hasta casi ahogarle. -Bien, bien -repuso su esposo, un poco mohíno-. No creo que por eso hayas de estrangularme. No me pa- rece que ese Heathcliff sea un tesoro tan valioso. ¡No es como para volverse locos porque haya vuelto! -Recuerdo que no te simpatizaba mucho -contestó Catalina-. Pero habéis de ser amigos ahora, aunque sólo sea por mí. ¿Le digo que pase? -¿Al salón? Pues adónde va a ser? -contestó ella. Él algo molesto, indicó que el sitio oportuno hubiera sido la cocina. Catalina le miró, contrariada. -No -dijo-. No voy a estar yo en la cocina. Elena: trae dos mesas... Una para el señor y la señorita Isabel, que son nobles, y otra para Heathcliff y para mí, que somos plebeyos. ¿Te parece bien, querido? ¿O prefieres que le reciba en otra parte? Si es así, dilo. Voy a buscar a nuestro visitante. ¡Me parece mentira tanta felicidad! Iba a volver a salir, pero Eduardo la detuvo. -Hazle subir -me ordenó-, y tú, Catalina, alégrate, si quieres, pero no hagas absurdidades. No hay por qué dar el espectáculo de recibir a un criado huido como a un hermano. Bajé y encontré a Heathcliff esperando en el portal a que le mandaran subir. Me siguió en silencio, y le conduje a presencia de los amos, cuyas encendidas mejillas delataban la reciente discusión. La señora se ruborizó más aún, corrió hacia Heathcliff, le cogió las manos, e hizo que Linton y él se las estrechasen a regañadientes. A la luz de la lumbre y de las bujías, me asombró más aún la transformación de Heathcliff. Se había convertido en un hombre, alto, atlético y bien constituido. Mi amo parecía un mozalbete a su lado. Viendo su erguido continente, se pensaba que debía haber servido en el ejército. Su semblante mostraba una expresión más firme y resuelta que el señor Linton, dejaba transparentar inteligencia y no conservaba huella alguna de su antigua inferioridad. En sus cejas fruncidas y en el negro fulgor de sus ojos persistía su natural fiereza, pero refrenada. Sus modales eran dignos y sobrios, aunque no graciosos. Mi amo quedó, al notar todo aquello, tan estupefacto como yo misma. Estuvo un momento indeciso, sin saber cómo dirigirse a él. Heathcliff dejó caer la mano y esperó hasta que Linton optó por hablarle. -Siéntese -dijo, al fin-. Mi mujer, recordando los viejos tiempos, me ha pedido que le reciba con cordiali- dad. No hay que decir que cuanto a ella le satisface, me complace a mí. -Lo mismo digo -repuso Heathcliff-. Estaré con mucho gusto aquí una o dos horas. Catalina no le quitaba la vista de encima, como si temiese que se desvaneciera- cuando dejara de contemplarle. Heathcliff sólo la miraba de vez en cuando y en sus ojos se pintaba el placer que le producía el volver a ver a su amiga. Estaban tan satisfechos, que ni siquiera les quedaba lugar para sentirse turbados. El señor Linton, al contrario, palidecía cada vez mas, y su enojo llegó al extremo cuando su mujer se puso en pie, cruzó la habitación, cogió las manos de Heathcliff y comenzó a reír. -Mañana pensaré haber soñado -exclamó-. Me parecerá imposible haberte visto, tocado y oído otra vez. Ni te merecías esta acogida, Heathcliff. ¡En tres años de ausencia, nunca te has acordado de mí! -Más de lo que tú hayas pensado en mí, Catalina. Hace poco supe de tu matrimonio, y entonces, Mientras esperaba abajo, sólo tenía un pensamiento: verte, contemplar tu mirada de sorpresa y de acaso fingido placer, arreglar las cuentas que tengo pendientes con Hindley y quitarme de en medio por mis propias manos. La manera que has tenido de recibirme ha disipado estas ideas en mi, pero procura no recibirme la próxima vez de otro modo. Mas no... Creo que no me despedirás otra vez. ¿Te disgustó mi ausencia realmente? Había motivos. Desde que me separé de ti he vivido tristemente. Perdóname... ¡Todo lo he hecho por ti! 35 -Haz el favor de sentarte, Catalina, porque de lo contrario vamos a tomar el té frío -dijo el señor Linton, que se esforzaba por dominarse-. Doquiera que el señor Heathcliff vaya a pasar esta noche, tendrá seguramente que andar mucho, y yo, por mi parte, siento sed. Catalina se sentó, vino Isabel, y yo me retiré. La colación no duró más de diez minutos. La señora no probó el bocado y Eduardo tampoco. El visitante no estuvo más de una hora. Cuando salió, le pregunté si se iba a Gimmerton. -Voy a «Cumbres Borrascosas» -repuso-. El señor Earnshaw me invitó cuando estuve esta tarde a visi- tarle. ¡De manera que había visitado al señor Earnshaw y éste le había invitado! Acaso Heathcliff había adquirido hábitos hipócritas y regresaba con el propósito de actuar perversamente, pero de una forma disimulada y pérfida. Tuve el presentimiento de que hubiera sido preferible que permaneciera lejos de nosotros. A medianoche la señora Linton vino a mi alcoba, se sentó junto a mi lecho y me tiró del cabello. -No puedo dormirme, Elena -me dijo como explicación-. Siento la necesidad de que alguien comparta mi dicha. Eduardo está apenado porque me alegro de una cosa que no le interesa, se niega a hablar y no dice más que tonterías y cosas rencorosas, y me trata de cruel porque quiero hablarle de esto cuando se encuentra, segun él, cansado y muerto de sueño. Dice que se siente mal: en cuanto algo le contraría siempre sale con lo mismo. Le hice algunos elogios de Heathcliff, y entonces, o por envidia o porque en realidad le duela la cabeza, se ha puesto a llorar. Me he levantado y me he ido. -No debía usted elogiar a Heathcliff en presencia suya -contesté-. Ya sabe que de muchachos se odiaban. Tampoco a Heathcliff le hubiera agradado oír elogios de su esposo. Los hombres son así. No hable usted a su esposo de Heathcliff, a no ser que quiera usted provocar un choque entre ellos. -Eso es signo de inferioridad -dijo Catalina-. Yo no envidio el rubio cabello de Isabel, ni su piel blanca, ni el cariño que toda la familia siente hacia ella. Cuando discuto por algo con Isabel, tú te pones de parte suya, y yo cedo en todo, como una madre débil y condescendiente. A su hermano le gusta que seamos buenas amigas, y a mí también. Pero son dos niños mimados, que se figuran que el mundo ha sido creado para complacerles. Yo trato de complacerles, sí, pero no dejo de pensar que les sentaría bien una lección. -Está usted en un error, señora Linton -dije-: son ellos los que procuran complacerla a usted. Me consta lo que pasaría en caso contrario. Ellos podrán tener algún capricho, pero en cambio no hacen más que amoldarse a todos sus deseos. Y desee usted, señora, que no se presente ninguna ocasión de probar su carácter, porque si llega el caso, ésos que usted supone inferiores y débiles demostrarán tanta energía como usted misma. -Si es así lucharemos hasta la muerte, ¿no? -repuso Catalina, echándose a reír-. Tengo tanta confianza en el amor de Eduardo, que creo que podría hasta matarle sin que él se defendiese. Yo entonces le aconsejé que estimara aquel cariño en cuanto valía. -Ya lo estimo -dijo-, pero él no debería romper en lágrimas por pequeñeces. Eso es una niñería. Cuando le he dicho que Heathcliff merecía ahora el respeto de todos y que cualquiera se honraría con su amistad, ha debido mostrarse conforme conmigo. Tiene que habituarse a él y hasta podría llegar a apreciarle. Heathcliff se portó bien con él, si tenemos en cuenta los motivos que tiene para no sentir simpatía hacia su persona. -¿Qué opina de su visita a «Cumbres Borrascosas»? -pregunté-. Al parecer, se ha corregido en todo y per- dona a sus enemigos, como buen cristiano. -Estoy tan admirada como tú -respondió ella-. Según él ha explicado, fue allí para preguntar por mí, pensando que tú continuarías viviendo en la casa. José se lo dijo a Hindley, y éste salió y comenzó a hacerle preguntas sobre su vida. Luego le mandó pasar. Había varias personas jugando a las cartas y Heathcliff tomó parte en el juego. Mi hermano le ganó algún dinero y viendo que lo tenía en abundancia le pidió que volviese de nuevo. Hindley es tan abandonado que no comprenderá la imprudencia que comete buscando la amistad de aquél a quien tanto ha ofendido. Heathcliff dice que accede a reanudar las relaciones con mi hermano para poder verme con más frecuencia de lo que le sería posible si viviese en Gimmerton. Piensa pagar bien los gastos de su estancia en «Cumbres Borrascosas» y esto satisfará a mi hermano, que es tan codicioso, a pesar de que cuanto coge con una mano lo tira con la otra. -Mal sitio es para vivir un joven -dije-. ¿No teme usted las consecuencias, señora Linton? -Para mi amigo, no. Es lo bastante precavido para librarse de todo riesgo. Si algo temo es por Hindley, pero tan bajo ha caído moralmente, que dudo que pueda descender más. Respecto a daño físico, yo medio entre ambos. La vuelta de Heathcliff me ha reconciliado con Dios y con los hombres. ¡He sufrido mucho, Elena! Si él comprende cuánto, sentirá vergüenza de ensombrecer mi alegría con sus rencores. Y todo lo he soportado por cariño hacia él. Pero ya pasó. En adelante, estoy dispuesta a resistirlo todo. Si el más ínfimo 36 de los seres me diese un bofetón en una mejilla, no sólo le ofrecería la otra, sino que le pediría, además, que me perdonase. Y, para demostrarlo, voy ahora mismo a hacer las paces con Eduardo. Buenas noches. ¡Soy tan buena como un ángel! Se marchó, pues, muy contenta de sí misma, y a la mañana siguiente quedó evidente el resultado de su decisión. Eduardo, aunque algo violento aún por la excesiva animación de Catalina, había cejado en su enfado, y hasta consintió en que ella fuese aquella tarde con Isabel a «Cumbres Borrascosas». Ella, en cambio, le demostró tanto amor y le hizo tantas caricias, que la casa durante varios días fue un verdadero paraíso. Heathcliff -en realidad debo decir ya el señor Heathcliff- era discreto al principio en las visitas que hacía a la «Granja de los Tordos», como si midiese hasta donde podía llegar con su presencia sin incomodar al señor. Catalina, a su vez, trató de moderar sus transportes de alegría cuando llegaba él y así consiguió Heathcliff imponer su asiduidad. El carácter reservado que le distinguía desde la infancia le permitía reprimir la exteriorización de su afecto. Mi amo se sosegó momentáneamente. Pero pronto había de encontrar otros motivos de inquietud. El nuevo manantial de sus pesadumbres fue el amor que de repente sintió Isabel Linton hacia Heathcliff. Isabel era una hermosa muchacha de dieciocho años, de traza muy infantil, muy inteligente y también de genio muy violento, si se la irritaba. Su hermano, que la quería mucho, quedó consternado cuando notó sus sentimientos. Aparte de la bajeza que suponía un matrimonio con un hombre basto y la posibilidad de que sus bienes, si no tenía hijos, pasaran a manos de aquel personaje, el amo se daba cuenta de que, en el fondo, el carácter de Heathcliff, pese a las apariencias, no había variado. Y temblaba ante la idea de entregarle a Isabel. Él atribuyó lo ocurrido a maniobras de Heathcliff, aunque en verdad Isabel se había enamorado espontáneamente, sin que Heathcliff la correspondiera. Hacía tiempo que todos veníamos notando que un secreto disgusto consumía a la señorita Isabel. Se hizo huraña y susceptible, y con cualquier motivo reñía con Catalina, a riesgo de acabar con la poca paciencia de su cuñada. Al principio supimos que no estaba bien de salud, ya que la veíamos adelgazar y decaer ostensiblemente. Pero al fin, un día se manifestó impertinente hasta el colmo. Se negó a tomar el desayuno, diciendo que los criados no la obedecían, que Eduardo no se ocupaba de ella y que Catalina la tenía cohibida. Añadió que se había enfriado porque habían dejado el fuego apagado y las puertas abiertas expresamente para molestarla, y aún dijo varias vaciedades más. En respuesta, la señora Linton le mandó que se acostara y la amenazó con llamar al médico. Al oír hablar de Kenneth, la joven contestó en el acto que disfrutaba de una excelente salud y que era la dureza de Catalina lo que le hacía sufrir. -¿Qué soy dura contigo, niña mimada? -dijo la señora-. ¿Cuándo he sido dura contigo? -Ayer. -¿Ayer? -exclamó su cuñada-. ¿Cuándo? -Cuando salimos a pasear con el señor Heathcliff me dijiste que podía irme adonde quisiera, para quedarte sola con él.. -¿Y a eso le llamas dureza? Era una indirecta para que nos dejaras solos, porque nuestra conversación no era interesante para ti -dijo Catalina, riendo. -No -repuso la joven-. Querías que me fuera porque sabías que me agradaba estar allí. -¿Se habrá vuelto loca? -me dijo la señora Linton-. Voy a repetir nuestra conversación palabra por palabra, Isabel, y luego me dirás qué interés podía ofrecerte. -No me interesaba la conversación -repuso Isabel-. Me interesaba estar con... -¿Con ... ? -interrogó Catalina. -Con él, y por eso me obligaste a marchar -repuso Isabel-. Tú obras como el perro del hortelano, Catalina, y no puedes soportar que amen a nadie más que a ti misma. -Eres una impertinente -dijo la señora Linton-. No puedo creer en tanta idiotez. ¿Es posible que desees que Heathcliff te admire y que le consideres un hombre agradable? Supongo que no... -Le amo más de lo que tú puedas amar a Eduardo -contestó la muchacha- y estoy segura de que él me amaría si tú no te mezclaras entre ambos. -¡Ni por un reino quisiera estar en tu caso! -dijo Catalina-. Elena, ayúdame a hacerle comprender que está loca. Dile, dile quién es Heathcliff: un ser rebelde, sin cultura, sin refinamiento, un campo árido cubierto de abrojos y piedras. Más capaz sería yo de poner a aquel canario en medio del parque un día de invierno, que aprobar que te enamores de Heathcliff. Mira, niña, esa idea se te ha metido en la cabeza porque no le conoces. Atiende: no te figures que oculta tesoros de bondad y ternura bajo una apariencia tosca. No imagines que es un diamante en bruto o la ostra que contiene una perla, no. Es un hombre implacable y sanguinario como un lobo. Yo jamás le digo que deje tranquilos a éste o a aquel de sus enemigos en 37 El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás. Durante largo rato estuve contemplando el jalón de piedra. Inclinándome, vi junto a su base un agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí. Y tuve la visión de que mi antiguo compañero de juegos aparecía excavando la tierra con un pedazo de pizarra. -¡Pobre Hindley! -murmuré sin querer. Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció al instante, pero en el acto experimenté un vivo deseo de ir a «Cumbres Borrascosas». Un sentimiento supersticioso me impulsaba. «¡Podría haber muerto, o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con un presagio fatídico. Mi angustia aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja, tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí. Pero, pensando más despacio, comprendí que debía ser Hareton, mi Hareton, al que no veía hacía tiempo. -¡Dios te bendiga, querido! -exclamé-. Hareton: soy Elena, tu ama. Se apartó de mí y cogió un grueso pedrusco. -Vengo a ver a tu padre, Hareton -le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al menos de mi figura no se acordaba. Esgrimió la piedra, y, aunque intenté calmarle, la lanzó y me dio en el sombrero. A la vez, el pequeño soltó una retahila de maldiciones que, conscientes o no, emitía con la firmeza de quien sabe lo que dice. Sentí más dolor que ira y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del bolsillo y se la ofrecí. Dudó un momento y de pronto me la quitó bruscamente de las manos, como si creyera que intentaba engañarle. Le enseñé otra, pero guardándome bien de ponerla al alcance de su mano. -¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? -le pregunté-. ¿El cura? ¡Malditos seáis el cura y tú! -contestó . ¡Dame eso! -Si me dices quién te ha enseñado a hablar así te lo daré. -El demonio de papá -contestó. -Y papá, ¿qué te enseña? -seguí preguntando. Se alzó sobre la fruta, pero yo la levanté. -Nada -me contestó-. No quiere que esté a su lado, porque le maldigo y juro. -¿Y es el diablo quien te enseña a maldecir a papá? -¡Ah! No... -¿Quién entonces? -Heathcliff. Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al preguntarle por qué respondió: -Porque él trata mal a papá como papá me trata a mí, y porque él reniega de papá como papá reniega de mí, y porque me deja hacer todo lo que quiero. -Entonces, ¿el cura no te enseña a leer y escribir? -No. Han dicho que le partirían la cabeza si entrara por la puerta. ¡Heathcliff lo ha jurado! Le di la naranja y le encargué que dijera a su padre que una mujer llamada Elena Dean quería verle. Se encaminó a la casa por el sendero, pero en lugar de Hindley salió Heathcliff. Al verle, eché a correr como si hubiera visto a un fantasma. Esto no tiene relación con el asunto de la señorita Isabel mas que porque influyó para que yo aumentara mis precauciones y para que procurara que el influjo pernicioso de aquel hombre no se extendiera a la «Granja», lo cual me costó, por cierto, una riña con la señora Linton. El primer día que Heathcliff volvió a la casa, la señorita Isabel estaba en el corral dando de comer a las palomas. Hacía tres días que no hablaba con su cuñada, pero había suprimido también sus protestas, con gran contento de todos. Heathcliff generalmente no decía a Isabel ni una palabra inútil, pero esta vez, después de lanzar una ojeada a la casa -yo estaba en la ventana de la cocina, pero me retiré para que no me viera- se acercó a ella y le habló. La joven estaba turbada y parecía deseosa de alejarse, pero él la retuvo sujetándola por el brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la que la señorita no quería responder, al parecer. El volvió a mirar a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de besar a Isabel. -¡Oh, Judas, traidor! -proferí-. ¿Con que eres también un villano, un hipócrita burlador? 40 -¿Qué pasa, Elena? -dijo Catalina, que entraba en aquel momento, sin que yo, absorta en la escena que contemplaba, lo hubiese notado. -¡El miserable amigo de usted! -exclamé furiosa-. ¡El miserable Heathcliff! Ya entra: nos ha visto... ¡A ver qué excusa le da a usted para explicar por qué hace el amor a la señorita después de haber dicho que la despreciaba! La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr. Heathcliff entró inmediatamente. Yo di rienda suelta a mi indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome con echarme de la cocina. -¡Cualquiera diría que tú eres la señora! -exclamó-. Haz por no meterte en lo que no te atañe. -Y añadió, dirigiéndose a Heathcliff-: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en paz a Isabel. Procura hacerlo, a no ser que te hayas cansado de venir aquí y quieras que Linton te prohiba la entrada. -¡Dios lo haga! -respondió aquel rufián-. ¡Le odio cada día más! Si Dios no le conserva paciente y pacífico, acabaré por no resistir al deseo que siento de enviarle a la eternidad. -¡Cállate y no me desesperes! -ordenó Catalina-. ¿Por qué has olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que te buscó? -¿Qué te importa? -contestó él-. Tengo el derecho de besarla, si ella no se opone. No soy tu marido: no tienes derecho a estar celosa. -No estoy celosa de ti, sino por ti -contestó la señora-. Tranquilízate. Si te gusta Isabel, te casarás con ella. Pero dime si te gusta de verdad, Heathcliff. ¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te agrada. -¿Consentiría el señor Linton que su hermana se casase con ese hombre? -interrogué. -Lo consentiría -repuso Catalina con tono decisivo. -También podría evitarse esa molestia -dijo Heathcliff-, porque yo no necesito su consentimiento para nada. Y a ti, Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la oportunidad. Entérate de que me consta que me has tratado horriblemente, ¿te enteras?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres una necia, y si te imaginas que me consuelas con palabras dulces, eres una idiota, y si piensas que no me tomaré venganza de ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y te juro que sabré sacar partido de él. ¡No te interpongas en mi camino! -Pero, ¿qué es esto? -exclamó, asombrada, la señora Linton-. ¡Que te he tratado horriblemente y vas a vengarte! ¿Cómo vas a vengarte, torpe ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo? -No me vengaré de ti -dijo Heathcliff con menos violencia-. No es ese mi plan. El tirano oprime a sus es- clavos, y éstos, en lugar de volverse contra él, se vengan en los que están debajo. Atorméntame cuanto quieras, si ello te divierte, pero déjame a mí divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de burlarte de mí. Ya que has destruido mi palacio, no te empeñes en edificar en sus ruinas una choza y hacerme habitar en ella por caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con Isabel, me daría un tajo en la garganta antes de hacerlo. -¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? -gritó Catalina-. Pues no me volveré a preocupar de buscarte esposa, no te preocupes. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te entusiasma causar desgracias. Ahora que Eduardo ha dominado el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te habrás vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte. La discusión cesó por el momento. La señora Linton se sentó, hosca y silenciosa, al lado del fuego. El demonio que había estado sumiso a ella se había convertido en indomable. Heathcliff permaneció de pie ante la lumbre, cruzado de brazos, maquínando, sin duda, diabólicos planes, y yo les abandoné y me fui a buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su mujer. -¿Has visto a la señora, Elena? -me preguntó. -Está en la cocina, señor -repuse-. Está enfadada por la conducta que observa el señor Heathcliff, y, si me quiere usted hacer caso, creo que convendría poner coto a sus visitas. A veces es peligroso ser demasiado bueno... Le conté la escena del patio y la disputa que se había producido a continuación, tan exactamente como me lo permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría mucho perjuicio a la señora, a no ser que ella misma se empeñase en causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo que contenerse mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases indicaban claramente que no dejaba de achacar a su mujer la culpa de lo ocurrido. -¡Esto es insoportable! -exclamó-. ¡Es ignominioso que le tenga por amigo y que me obligue a aceptar su trato! Llama a dos de los criados, Elena. Catalina no seguirá discutiendo con ese rufián. ¡Ya he sido demasiado condescendiente! 41 Mandó a los sirvientes que aguardasen en el pasillo, y, seguido por mí, se dirigió a la cocina. La señora, en aquel instante, hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba junto a la ventana, algo acobardado, al parecer, por los reproches de Catalina. Fue el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase. Ella le obedeció inmediatamente. -¿Qué es esto? -preguntó Linton dirigiéndose a ella-. ¿Qué idea tienes del decoro para permanecer aquí después de lo que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus palabras porque estás acostumbrada a su clase de conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo. -¿Has estado escuchando a la puerta Eduardo? -preguntó ella en tono calculadamente frío, a fin de pro- vocar a su esposo, mostrándole a la vez su desprecio. Heafficliff, al oír hablar a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al hablar Catalina, soltó la carcajada, con el propósito de que Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo perdiera el dominio de sí mismo. -Hasta hoy le he soportado a usted, señor -pronunció mi amo serenamente-. No porque desconociera su miserable carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerlo era suya. Y también porque Catalina deseaba conservar su amistad. Pero si accedí a ello, no pienso continuar obrando como hasta ahora. Su sola presencia es un veneno moral capaz de contagiar al ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves consecuencias, le prohibo desde hoy que vuelva a poner los pies en esta casa y le exijo que salga de ella inmediatamente. Si tarda en hacerlo más de tres minutos, saldrá de un modo ignominioso: a viva fuerza. -Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está exponiéndose a tener un tropezón con mis puños. ¡Por Dios, señor Linton, que siento de veras que no tenga usted ni un mal puñetazo! El amo miró hacia el pasillo y me hizo una seña para que fuese a llamar a los criados. No quería, sin duda, exponerse a un choque directo. Obedecí. Pero la señora, dándose cuenta, me siguió, y, al ir yo a llamarles, me empujó, me apartó y cerró la puerta con llave. -¡Magnífico procedimiento! -dijo como contestando a la irritada y asombrada mirada que le dirigió su marido-. Si no tienes valor para combatir con él, preséntale tus excusas o date por vencido. Será tu justo castigo por afectar una valentía que no tienes. ¡Antes me tragare la llave que entregártela! Así recompensais mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el débil carácter de uno y el mal carácter de otro, la pagáis así. Estaba defendiéndolos a ti y a tu hermana, Eduardo... ¡Ojalá te azote Heathcliff hasta tundirte, ya que has pensado tan mal de mí! Eduardo trató de arrancar la llave de Catalina, pero ella la arrojó al fuego, y él, asaltado de un temblor nervioso, y después de hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y humillado, hubo de dejarse caer en una silla, tapándose la cara con las manos. -¡Oh, cielos! En los antiguos tiempos este suceso habría valido para que te armaran caballero... -exclamó la señora . Estamos vencidos... Tan capaz sería Heathcliff ahora de alzar un dedo contra ti, como un rey de enviar su ejército contra una madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te va a herir... No, no eres un cordero, sino una liebre... -¡Goza en paz de este cobarde que tiene la sangre de horchata! -dijo su amigo-. Te felicito por tu elección. ¿De modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le daré de puñetazos, pero me complacerá pegarle un puntapié. Y ¿qué hace? ¿Está llorando o se ha desmayado del susto? Se acercó a Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado. Hubiese hecho mejor en mantenerse a distancia. Mi amo se levantó y le asestó en plena garganta un golpe capaz de derribar al hombre mas vigoroso. Durante un minuto, Heathcliff quedó sin respiración. El señor Linton, entretanto, salió al patio por la puerta de escape y se dirigió hacia la entrada principal. -¿Ves? ¡Se acabaron tus visitas! -chilló Catalina-. ¡Vete inmediatamente! Eduardo volverá con dos pistolas y media docena de criados. Si nos ha oído, no nos perdonará jamás. ¡Qué mala pasada me has jugado, Heathcliff! Vete, vete. No quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo antes. -¿Crees que voy a tragarme el golpe que me ha dado? -rugió él-. ¡No, en nombre del diablo! Antes de salir le machacaré como a una avellana podrida... ¡Si no le aplasto ahora contra el suelo, tendré que acabar matándole ... ! Así que si aprecias en algo su existencia, déjame esperarle. -No vendrá -dije, no dudando en arriesgar una mentira . Allí vienen el cochero y los dos jardineros con sendos garrotes. ¡Supongo que no le agradará a usted que le arrojen violentamente de la casa! El amo, probablemente, se limitará a ver desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes. El cochero y los jardineros estaban, en efecto, allí, pero Linton les acompañaba. Ya habían entrado en el patío. Heathcliff meditó un momento y le pareció mejor evitar una lucha contra tres subalternos. Cogió el atizador de la lumbre, saltó la cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los demás entraban por otro. 42 -Ésta es de pavo -murmuraba para sí- y ésta de pato silvestre y ésta de pichón. ¡Claro: cómo voy a morir- me si me ponen plumas de pichón en las almohadas! Pero cuando me acueste, las tiraré. Ésta es de cerceta, y ésta de avefría. La reconocería entre mil: este pájaro solía revolotear sobre nuestras cabezas cuando íbamos por en medio de los pantanos. Buscaba su nido porque las nubes bajas le hacían presentir la lluvia. Esta pluma ha sido cogida en los matorrales. En invierno encontramos una vez su nido lleno de pequeños esqueletos. Heathcliff había puesto junto a él una trampa y los pájaros padres no se atrevieron a entrar. Desde entonces le hice prometer que no volvería a matar ninguna avefría, y me obedeció. ¡Hay más! ¿Habrá disparado sobre mis avefrías, Elena? ¿No están sucias de sangre algunas de estas plumas? Déjame que lo vea... -Vamos, no se dedique a esa tarea pueril -le dije, mientras volvía el almohadón del otro lado, ya que por encima estaba lleno de agujeros-. Acuéstese y cierre los ojos. Está usted delirando. ¡Qué torbellino ha armado usted! Las plumas vuelan como copos de nieve. Comencé a recogerlas. -Me pareces una vieja, Elena -dijo ella, delirando-. Tienes el cabello gris y estás encorvada. Esta cama es la cueva encantada que hay al pie de la colina de Penninston y tú andas cogiendo guijarros para arrojárselos a los novillos. Me aseguras que son copos de nieve. Dentro de cincuenta años serás así, aunque ahora no lo seas. Te engañas, no estoy delirando. Si delirara, me hubiera figurado que eras en efecto una bruja y hubiera creído encontrarme realmente en la cueva de la colina de Penninston. Percibo muy bien que ahora es de noche y que en la mesa hay dos velas que hacen brillar ese armario tan negro como el ébano. -¿Qué armario negro? -pregunté-. ¿Está usted soñando? -El armario está apoyado en la pared, como siempre -replicó- ¡Qué raro es! Distingo en él una cara. -En este cuarto no ha habido un armario nunca -respondí. Y levanté las cortinas del lecho para poder vi- gilarla mejor. -¿Pero no ves aquella cara? -me dijo, señalando a la suya propia, que se reflejaba en el espejo. En vista de que no me era posible hacerle comprender que el rostro que veía era el suyo, me levanté y tapé el espejo con un chal. -La cara sigue estando detrás -dijo, anhelante- y se ha movido. ¿Quién será? Temo que aparezca cuando te vayas. ¡Elena: este cuarto está embrujado! Me asusta quedarme sola. Le así las manos y traté de calmarla. Se estremecía convulsivamente y miraba hacia el espejo con fijeza. -No hay nadie en el cuarto, señora -repetí-. Era su propio rostro, como sabe usted muy bien. -¡Yo misma! -exclamó suspirando-. Y el reloj da las doce... ¡Es horrible! Y se cubrió los ojos con las sábanas. Pretendí dirigirme a la puerta para avisar a su marido, pero me detuvo un penetranté grito de Catalina. El chal acababa de caer al suelo. -¡Vamos! -exclamé-. ¿Qué sucede? ¿Quién es el cobarde ahora? ¿No ve usted, señora, que es su cara la que se refleja en el espejo? Se asió a mi, y unos momentos después su semblante se había tranquilizado y a su lividez sucedía el rubor. -¡Oh, querida! -dijo-. Pensaba estar en mi casa, en mi cuarto de «Cumbres Borrascosas». Como estoy tan floja, se me turbó el cerebro y he gritado sin darme cuenta. No lo digas a nadie y siéntate a mi lado. Tengo miedo de volver a sufrir estas horribles pesadillas. -Le convendría dormir, señora -le aconsejé-. Estos padecimientos le enseñaran a no probar otra vez a morirse de hambre. -¡Quién estuviera en mi lecho, en mi vieja casa! -lamentó amargamente, retorciéndose las manos-. ¡Oh, aquel viento que sopla entre los abetos, bajo las ventanas! Abre para que pueda aspirarlo: viene de los pantanos directamente. Para tranquilizarla, abrí la ventana por unos minutos y una helada ráfaga de aire penetró en la habitación. Cerré la ventana y me volví a mi lugar. La joven permanecía inmóvil, con el rostro cubierto de lágrimas, con el espíri tu abatido por la debilidad que se apoderaba de su cuerpo. Nuestra orgullosa Catalina estaba a la altura de un niño miedoso. -¿Cuánto tiempo hace que me encerré aquí? -me preguntó, de pronto. -Se encerró el lunes por la tarde -respondí- y ahora estamos en la noche del jueves, o más exactamente, en la madrugada del viernes. -¿De la misma semana? -comentó con extrañeza---. ¿Es posible que sólo haya pasado tan poco tiempo? -Demasiado, sin embargo, para alimentarse durante él sólo de agua y de mal humor. -Han sido horas interminables ella, dubitativa-. Debe de haber transcurrido más tiempo. Recuerdo que después de que ellos riñeron yo me fui al salón, que Eduardo estuvo muy cruel y muy provocativo y que 45 vine a este cuarto desesperada. En cuanto eché el cerrojo se me oscureció la cabeza y caí al suelo. No pude advertir a Eduardo que estaba segura de sufrir un arrebato de locura si seguía desesperándome, porque perdí el uso de la lengua y del pensamiento. No sentía más impulso que el de huir de él. Antes de que pudiese recobrarme, empezó a oscurecer, y te diré lo que pensé y lo que he seguido imaginándome, hasta el punto de hacermetemer perder el sentido. Mientras estaba tendida al pie de la mesa, distinguiendo confusamente el marco gris de la ventana, me figuraba estar en mi lecho de tablas de «Cumbres Borras- cosas» y mi corazón sentía un dolor agudo. Traté de comprender lo que me sucedía, pensé y me pareció como si los siete últimos años de mi vida no hubieran existido. Yo era todavía una niña, papá acababa de morir y el disgusto que sentía era por la orden de Hindley de que me separase de Heathcliff. Me encontraba sola por primera vez, y al despertar tras una noche de llanto, alcé la mano para separar las tablas del lecho. Tropecé con la mesa, pasé la mano por la alfombra y entonces recuperé la memoria. Y aquella angustia se anuló ante un frenesí de mayor desesperación... No comprendo por qué me sentía tan desdichada... Pero imagínate que a los doce años de edad me hubieran sacado de «Cumbres Borrascosas» y me hubleras traído a la «Granja de los Tordos» para ser mujer de Eduardo Linton, y tendrás una idea del hondo abismo en que me sentí lanzada... Menea cuanto quieras la cabeza, que no por ello dejarás de tener parte de culpa. Si hubieras hablado a Eduardo como debías habrías conseguido que me dejara tranquila. ¡Me estoy abrasando! Quisie estar al aire libre, ser una niña fuerte y salvaje, reírme de las injurias en lugar de enloquecer cuando se me dirigen. En cuanto digo unas cuantas palabras, me bulle tumultuosamente toda la sangre. ¡Y yo volvería a ser la de siempre si me hallase de nuevo entre los matorrales y los pantanos! Abre otra vez la ventana de par en par y déjala abierta. ¿Qué haces? ¿Por qué no me atiendes? -Porque no quiero matarla de frío -contesté. -Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad de revivir -respondió ella, con rencor---. Pero aún no estoy impedida, yo misma la abriré. Saltó del lecho y, antes de que yo pudiera oponerme, cruzó la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse del aire glacial que soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un cuchillo. Le pedí que se retirara, se nego y quise obligarla a la fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera desarrollar. No había luna y una oscura bruma lo invadía todo. No brillaba una sola luz. En «Cumbres Borrascosas» no se veía resplandor alguno, mas ella aseguraba que distinguía las luces del edificio. -¡Mira! -gritó-. Aquella luz es la de mi cuarto, y aquella otra la del desván donde duerme José. Sin duda está esperando que yo vuelva a casa para cerrar la verja. Aún tendrá que esperar un buen rato. Es un mal camino, muy desagradable de recorrer. Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. Con frecuencia nos hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a los muertos. Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te atreverás? Podrán sepultarme, si quieren, a doce pies de profundidad y hasta ponerme la iglesia encima, pero yo no me quedaré allí hasta que tú no estés conmigo. Hizo una pausa, y dijo luego, con una singular sonrisa: -Estás pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte... Bueno, pues encuéntrame un camino que no pase por el cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás siempre. Pensando que era inútil razonar con ella, ya que evidentemente tenía la razón alterada, me ocupaba en buscar algo con que cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte, y entró el señor Linton, con gran consternación por mi parte. Pasaba por el corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el temor de que sucediera algo le impulsaron a penetrar en la alcoba. -¡Oh, señor! -exclamé, ahogando así la exclamación que le asomaba a los labios ante el espectáculo que distinguía en la habitación-. La señora está enferma y no puedo con ella. Haga el favor de venir y convénzala de que se acueste. Olvide su enfado: ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que ella quiere. -¿Está enferma Catalina? -dijo él, corriendo hacia nosotras-. Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede, Catalina? Se detuvo. El aspecto de la señora le dejó horrorosamente sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos asombrados. -Lleva consumiéndose aquí varios días -dije-, negándose a tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta hoy no ha permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del estado en que se encuentra, porque nosotros mismos lo ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad... Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo frunció las cejas. -¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás mejor tu silencio sobre esto -dijo con severidad. 46 Tomó en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio ella no daba señales de reconocerle. Pero el delirio que la embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento velados por la contemplación de la oscuridad del exterior, acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos. -¿A qué vienes, Eduardo Linton? -dijo con colérica vivacidad-. Eres de esos que siempre llegan cuando no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera. Y no reposaré en el panteón de los Linton, sino en una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú, por tu parte, haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo. -¿Qué estás diciendo, Catalina? -comenzó el amo-. ¿Es que ya no soy nada para ti? ¿Acaso estás ena- morada de ese miserable Heath ... ? -¡Silencio! -gritó la señora-. ¡Cállate, o me arrojo ahora mismo por la ventana! Y tú podrás entonces tener mi cuerpo, pero mi alma estará allí, en las «Cumbres», antes de que puedas volver a tocarme. No te necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de volver a servirte de consuelo. -Señor -interrumpí-: la señora está delirando. Ha estado desvariando toda la tarde. Cuidémosla bien, pro- curemos que esté tranquila, y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado de no disgustarla. -No sigas dándome consejos -interrumpió el señor-. Conocías el modo de ser de la señora, y sin embargo me has incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho nada de su estado durante estos tres días! ¡Qué crueldad! ¡Oh, Catalina está desfigurada como si hubiese padecido una enfermedad de muchos meses! Me defendí de aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la aviesa inclinación de Catalina? -Sabía -dije- que la señora era terca y dominante, pero ignoraba que usted desease fomentar su mal carác- ter. No sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff por no contrariar a la señora. ¡Así me paga usted el haber cumplido mis deberes de sirvienta leal! Aprenderé mejor para otra vez. En lo sucesivo, se informará de las cosas por sus propios ojos. -Si vuelves a venirme con chismes, prescindiré de tus servicios -repuso él. -Ya entiendo -repuse-. Por lo visto el señor Heathcliff está autorizado para hacer el amor a la señorita y para predisponer a la señora contra el señor cuando usted está ausente. Catalina, no por tener la mente algo perturbada, dejaba de prestar oído atento a nuestra conversación. -¡Oh, traidora Elena! -exclamó-. Ella es mi solapada enemiga. ¡Bruja! ¡Déjame, Eduardo, y verás como la hago arrepentirse! Bajo sus párpados fulguró un relámpago de demencia y trató de soltarse de los brazos de Linton. Yo resolví ir a buscar al médico por propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el jardín, distinguí, colgado de un garfio de la pared, un objeto blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase en la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de qué se trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la señorita Isabel, colgado con un pañuelo al cuello y medio ahogado. Solté al animal y lo liberté. Cuando Isabel se había ido a acostar, yo vi subir al galgo detrás de ella, y no me podía explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un caballo, ruido asaz inusitado para ser oído a las dos de la madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no lo advertí. Encontré al señor Kermeth saliendo de su casa para visitar a un enfermo, y lo que relaté de la dolencia de Catalina le indujo a acompañarme inmediatamente. Como Kenneth es un hombre sencillo y franco, me confesó que dudaba mucho de que Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque. -Esto debe tener alguna causa especial, Elena -me dijo-. ¿Qué ha pasado? Una mujer tan fuerte como Ca- talina no enferma por pequeñeces. Personas como ella enferman rara vez, pero cuando ello sucede es ardua empresa librarles de sus males. ¿Cómo comenzó esto? -El amo le informará --contesté-. Usted conoce el violento carácter de los Earnshaw, y no ignora que la señorita Catalina les deja a todos en mantillas. Lo único que puedo decirle es que todo comenzo por una disputa, y que, después de una explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así; nosotros no lo vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se negó a tomar alimento y ahora delira unas veces y otras se entrega a sueños fantásticos. Áún nos reconoce, pero su cabeza está llena de ideas muy raras. -¿El señor Linton estará muy, disgustado? -¡Tanto, que se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no alarmarle en exceso. -Ya advertí que se anduviera con cuidado, y ahora hay que atenerse a las consecuencias de no haberme atendido -repuso el médico-. ¿Ha intimado el señor Linton con Heathcliff últimamente? 47 »Te voy a relatar la acogida que me han hecho en la «Cumbres», mi nueva casa, al parecer. Te lo cuento por entretenerme, no para quejarme de tales o cuales faltas de comodidad. ¡Si yo fuera lo único que hubiera de malo y lo demás no existiera, creo que me pondría a bailar de jubilo! »Al terminar de cruzar los pantanos, ya se ponía el sol debían ser sobre las seis. Heathcliff perdió media hora en inspeccionar el parque y los jardines, con lo cual era ya de noche cuando nos apeamos en el patio enlosado de la quinta. Vuestro antiguo criado, José, salió a recibirnos de un modo que habla muy alto de su cortesía. Lo primero que hizo fue levantar hasta la altura de mi rostro la bujía que llevaba en la mano, esbozar un guiño maligno, sacar hacia delante el labio inferior y volver la espalda. Después se hizo cargo de los caballos, los llevó a la cuadra, y reapareció al fin para cerrar la puerta exterior, como si viviéramos en un castillo antiguo. »Heathcliff habló un rato con él, y yo entretanto entré en la cocina, que es una especie de sucia cueva que probablemente no conocerías si volvieras a verla, pues ha cambiado mucho. Cerca del fuego estaba un niño robusto, con aspecto de pilluelo, algo parecido a Catalina en los ojos y la boca. »Debe ser el sobrino de Eduardo -pensé- y, por tanto, es pariente mío hasta cierto punto. Así que debo darle la mano y besarle. Procuremos establecer desde el principio relaciones amistosas en esta casa. »Me acerqué a él, y tratando de cogerle la mano, le dije: ,¿Cómo estás, queridito? »El me replicó con unas palabras ininteligibles. »-¿Seremos amigos, Hareton? -agregué. »Me respondió con un juramento y añadió la amenaza de lanzar a Tragón contra mí si no me marchaba. »-¡Arriba, Tragón! -gritó el desventurado, azuzando a un perro que había en un rincón. Y añadió, mirándome-: ¿Qué? ¿Te marchas? »El instinto de conservación me llevó a complacerle. »Salí y esperé que llegaran los demás. Pero Heathcliff no aparecía por lado alguno, y José, a quien le pedí que me acompañase a mi cuarto, contestó: »-¡Cha, cha, cha ... ! ¿Ha oído nunca un cristiano hablar de esta manera? ¡Qué chachareo! ¡Cualquiera la entiende! »-¡Digo que me acompañe a la casa! -grité, creyendo que sería sordo, y bastante enojada de su grosería. »-¡Quiá! Tengo cosas más importantes que hacer. »Y siguió ocupándose en sus menesteres, moviendo las mandíbulas y mirando despreciativamente mi vestido y mi rostro. Creo que tanto como el primero tenía de bonito debía tener el segundo de apenado. »Di la vuelta al patio y llegué a otra puerta, a la que llamé, esperando que acudiese algún criado más servicial. Al poco rato, abrióse la puerta y apareció un hombre alto y delgado. No llevaba corbata y tenía un aspecto terrible de abandono. Una maraña de cabellos que caían hasta sus hombros desfiguraba su semblante. Sus ojos parecían una reproducción de los de Catalina. »-¿Qué quiere? -me preguntó-. ¿Quién es usted? »-Mi nombre de soltera era Isabel Linton -repuse-. Ya me conoce usted. Me he casado hace poco con el señor Heathcliff, que es quien me ha traído aquí, supongo que con el consentimiento de usted. »-¿De manera que él ha vuelto? -preguntó el solitario, con un repentino fulgor en su mirada de lobo ham- briento. »-Sí -dije-, pero me dejó a la puerta de la cocina, y cuando quise entrar, su hijo me ahuyentó azuzando un perro contra mí. »-¡Veo que el maldito miserable ha cumplido su palabra! -rezongó el hombre mirando tras de mí como si buscase a Heathcliff. »Ya me arrepentía de haber llamado a aquella puerta y me disponía a marcharme, cuando él me mandó pasar y cerró la puerta con llave. En la habitación había un gran fuego, que constituía la única iluminación de la estancia. El suelo era de un tono gris y los platos que, siendo niña yo, me llamaban tanto la atencion por su brillo, estaban cubiertos de polvo y de moho. Pregunté si podía llamar a la doncella para que me llevase a mi habitación. Earnshaw no se dignó contestarme. Se paseaba con las manos en los bolsillos, completamente ajeno a mi presencia al parecer, y tal era su profunda abstracción y tan misantrópico aspecto presentaba, que no me atreví a importunarle ya más. »No te extrañarás, Elena, cuando te diga que me sentí muy triste en aquel hogar inhospitalario, mil veces peor que la sociedad, y, sin embargo, situado a solo cuatro millas de mi antigua y agradable casa, donde habitan las únicas personas a quienes quiero en el mundo. Pero era lo mismo que si en lugar de cuatro millas nos separara el océano. Un abismo infranqueable, en todo caso... 50 »La pena que más me angustiaba era la de no tener a quien recurrir para hallar un amigo o un aliado contra Heathcliff. Por un lado, me alegraba de haber ido a vivir a «Cumbres Borrascosas» para no tener que estar sola con él, por él sabía ya cómo era la gente de esta casa, y no temía que interviniese en nuestros asuntos. »Durante un prolongado y angustioso rato permanecí entregada a mis reflexiones. Sonaron las ocho, las nueve, y mi acompanante continuaba entregado a su paseo, inclinando la cabeza sobre el pecho y guardando absoluto silencio, excepto alguna amarga exclamación que se le escapaba de vez en cuando. Procuré escuchar con la esperanza de oír en la casa la voz de alguna mujer, y me sentí embargada de tan lúgubres angustias y tan dolorosos pensamientos, que al fin no pude contener una crisis de lágrimas. Ni yo misma me di cuenta de cuánta era mi aflicción hasta que Earnshaw, sorprendido, se detuvo ante mí. Aprovechando aquel instante, exclamé: »-Estoy fatigada y quisiera descansar. ¿Quiere decirme, por favor, dónde está la doncella para ir a buscarla, ya que ella no viene a buscarme a mí? »-No tenemos doncella -repuso-. Tendrá usted que cuidarse a sí misma. »-¿Y dónde voy a dormir? -dije, sollozando. »El cansancio y la pena me habían hecho perder ya hasta la dignidad. . »-José le enseñará el cuarto de Heathcliff -contestó-. Abra la puerta, y le hallará allí. »Cuando iba a obedecerle, agregó, con singular acento: »-Cierre la puerta con llave y cerrojo. No lo olvide. »-¿Por qué, señor Earnshaw? -inquirí, ya que la idea de encerrarme con Heathcliff a solas no me seducía. »-¡Mire esto! -contestó, sacando del bolsillo una pistola con una navaja de muelles de doble filo, que iba unida al arma-. ¿Verdad que constituye una tentación para un hombre desesperado? Pues no hay ni una sola noche que pueda dominar el deseo de ir a probarla a la puerta de Heathcliff. El día que la encuentre abierta, es hombre perdido. Todas las noches lo hago inevitablemente, aunque antes no dejo de pensar en múltiples razones que me aconsejan no efectuarlo. Hay sin duda algún demonio que quiere que le mate para desbaratar mis propios planes. Procure usted, si ama a Heathcliff, luchar contra este demonio, porque, cuando le llegue la hora, ni todos los ángeles del cielo reunidos podrían salvarle. »Miré el arma con curiosidad, y un horrible pensamiento vino a mi mente: lo fuerte que yo me sentiría si tuviese semejante artefacto en mi poder. La expresión, no de asombro, sino de codicia que mi cara adoptó durante un segundo, asombró a aquel hombre. Me arrebató de las manos la pistola, que yo había cogido para examinarla, cerró la navaja y escondió el arma. »-No me importa que le hable de esto -dijo-. Puede ponerle en guardia y velar por él. Ya veo que sabe us- ted las relaciones que nos unen, puesto que no se espanta del peligro que él corre. »-¿Qué le ha hecho Heathcliff para justificar ese odio terrible? -pregunté-. ¿No valdría más decirle que se fuera? »-¡No! ---clamó Earnshaw-. Si trata de abandonarme, le mato. Intente usted persuadirle de hacerlo y sera usted responsable de su asesinato. ¿Cree usted que voy a perder todo lo mío sin esperanza de recuperarlo? ¿Cree que voy a consentir que Hareton sea un mendigo? ¡Maldición! Haré que Heathcliff me lo devuelva todo, y luego le arrancaré también su sangre, y después el diablo se apoderará de su alma. ¡Cuando vaya al infierno, éste se volverá mil veces más horrible con su presencia! »Yo sabía por ti, Elena, que tu amo está al borde de la locura. Lo estaba, por lo menos, la noche pasada. Tal miedo me producía su proximidad, que hasta la aspereza de José me parecía agradable en comparación. »Él volvió a sus silenciosos paseos, y yo entonces empuñé el picaporte y corrí a la cocina. José atendía la lumbre, sobre la que había colgada una olla, y tenía a su lado un cuenco de madera con sopa de avena. El contenido de la olla principiaba a hervir, y él dio media vuelta con el fin de hundir las manos en el cazo. Suponiendo que todo aquello estaría destinado a la cena, resolví cocinar algo que resultara comestible, ya que me sentía con apetito, y exclamé: »-Voy a preparar la sopa. »Le quité la vasija y comence a despojarme de la ropa de montar. »-El señor Earnshaw agregué- me ha dicho que debo cuidarme yo misma. No voy a andar aquí con remil- gos, porque temo que me moriría de hambre. »-¡Dios mío! -profirió-. ¡Si ahora que he conseguido acostumbrarme a los dos amos, voy a tener que empezar a soportar otras órdenes y a tener que obedecer a una señora, será cosa de marcharse! Creía que no tendría que marcharme nunca de esta casa, pero no habrá más remedio que hacerlo. »Me apliqué a la tarea prescindiendo de sus lamentaciones, y no pude por menos que suspirar al recordar las épocas en que tal trabajo hubiera sido un entretenimiento para mí. El recuerdo de las aventuras perdidas 51 me angustiaba, y a más angustia, más vivamente agitaba el batidor, y más deprisa caían en el agua los puñados de harina. José contemplaba furioso cómo cocinaba yo. »-¡Qué barbaridad! -comentaba-. Te quedas sin sopa esta noche. Hareton. ¡Otra vez! En su lugar, yo echaría cazo y todo. Vamos, eche usted de una vez toda esa porquería, y así concluirá antes. ¡Sí, hombre, sí! ¡Plaf! Me asombra que no se haya torcido el fondo del cacharro. »El preparado que vertí en los tazones era, lo confieso, mucho menos que mediano. Había en la mesa cuatro tazones y un jarro de leche. Hareton lo cogió, se lo aplicó a los labios y comenzó a beber dejando caer parte por las comisuras de la boca. Yo le reprendí y le dije que la leche se bebía en vasos, y que yo no la tomaría después de llevarse él el jarro a la boca. El viejo rufián se mostró muy enojado por mis escrúpulos, y me aseguró con insistencia que el chico valía tanto como yo y que estaba sano. El chiquillo continuaba sorbiendo y babeando y me miraba con acritud. »-Me voy a cenar a otro sitio -dije-. ¿No hay aquí algo parecido a un salón? »-¡Salón! -se mofó José-. No, no hay salón. Si nuestra compañía no le conviene, tiene la de los amos, y si no le gusta la de los amos, la nuestra. »-Me voy arriba -repuse-. Enséñeme una habitacion. »Coloqué mi tazón en una bandeja y me fui a buscar más leche yo misma. El hombre se levanto a regaña- dientes y me acompañó al piso superior. Llegamos al desván y me fue mostrando sus distintas divisiones. »-Aquí hay un cuarto que no está mal para comer en él una sopa -dijo-. En ese rincón hay un montón de trigo limpio. De todos modos, ponga encima el pañuelo si quiere preservar su elegante vestido. »Aquel cuarto era una buhardilla oliente a cebada y a trigo, y contra las paredes se apilaban sacos de cereal. »-¡Vaya! -dije molesta-. No voy a dormir aquí. Muéstreme una alcoba. »-¡Una alcoba! Ahora le enseñaré todas las que hay. Aquélla es la mía. »Y me mostró otro camarachón sólo distinto del primero porque había en él una cama baja y grande, sin cortinas y con una colcha de color. »-Su alcoba no me interesa -dije-. Enséñeme la alcoba del señor Heathcliff. »-Haberlo dicho antes -replicó, como si le hubiese hablado de algo extraordinario-. Ya le hubiera contestado que no perdiera el tiempo, puesto que es seguro que allí no le dejará entrar. Este hombre no permite el paso a nadie. »-¡Bonita casa y magníficos habitantes! -repuse-. Ya veo que la quinta esencia de la locura humana invadió mi alma el día que me casé con ese hombre. En fin, ¡no importa!, otras habitaciones habrá. ¡Dese prisa y muéstreme algún sitio donde poder instalarme! »Bajó sin contestar y me llevó a una habitación que, por las trazas, debía ser la mejor. Había una buena alfombra, aunque cubierta de polvo, una chimenea con una orla de papel pintado que se caía a pedazos, una excelente cama de encina con cortinas carmesí modernas y costosas... Pero todo tenía el aspecto de haber sido maltratadísimo. Las cortinas colgaban de cualquier manera, medio arrancadas de sus anillas, y la varilla metálica que las sustentaba estaba torcida, de modo que los cortinajes arrastraban por el suelo. Las sillas estaban estropeadas y grandes desperfectos afeaban los papeles de los muros. »Me disponía a posesionarme de la alcoba, cuando oí decir a mi torpe guía: »-Esta es la habitación del amo. »Mientras, la cena se me había enfriado, el apetito se me había disipado, y se me había agotado la paciencia. Insistí violentamente en que se me diese un sitio donde descansar. »-¿Dónde demonios ... ? -comenzó el bendito viejo-. ¡Dios me perdone! ¿Dónde demonios quiere insta- larse usted? ¡Vaya una lata! Ya le he enseñado todo, menos el tabuco de Hareton. No hay en toda la casa otro sitio donde dormir. »Furiosa ya, tiré al suelo la bandeja y cuanto contenía. Después me senté en el descansillo de la escalera y rompi a llorar. »-¡Muy bien, señorita, muy bien! -dijo José-. Ahora, cuando el amo encuentre los restos de los cacharros, verá la que se arma. ¡Qué mujer tan necia! Merece usted no comer hasta Navidad, ya que ha arrojado al suelo el pan nuestro de cada día. Pero me parece que no le durarán mucho esos arranques. ¿Se figura que Heathcliff le va a aguantar semejantes modales? No quisiera otra cosa sino que la hubiera visto en este momento. Era bastante. »Mientras me reprendía, cogió la vela, se dirigió a su cuchitril y me dejó sumida en tinieblas. »Después de mi arrebato de cólera, medité y comprendí que era preciso dominar mi orgullo y procurar no excitarme. Encontré un auxilio imprevisto en Tragón, al que no tardé en reconocer como hijo de nuestro viejo Espía. De cachorrillo había estado en la granja y mi padre se lo había regalado al señor Hindley. 52 dudar del amor de la señorita, ya que, si no, no hubiese abandonado, para seguirle, las comodidades en las que vivía, ni hubiese dejado a los suyos para acompañarle en esta horrible soledad. -Si abandonó su casa -argumentó él- fue porque creyo que yo era un héroe de novela y esperaba toda clase de cosas de mi hidalga pleitesía hacia sus encantos. De tal modo se comporta respecto a mi carácter y tales ideas se ha formado sobre mí, que dudo en suponerla un ser dotado de razón. Pero empieza a conocerme ya. Ha prescindido de las estúpidas sonrisas y de las muecas extravagantes con que quería fascinarme al principio y noto que disminuye la incapacidad que padecía de comprender que yo hablaba en serio cuando expresaba mis opiniones sobre su estupidez. Para averiguar que no la amaba tuvo que hacer un inmenso esfuerzo de imaginación. Hasta temí que no hubiera modo humano de hacérselo comprender. Pero, en fin, lo ha comprendido mal o bien, Puesto que esta mañana me dio la admirable prueba de talento de manifestarme que he logrado conseguir que ella me aborrezca. ¡Te garantizo que ha sido un trabajo de Hércules! Si cumple lo que me ha dicho, se lo agradeceré en el alma. Vaya, Isabel, ¿has dicho la verdad? ¿Estás segura de que me odias? Sospecho que ella hubiera preferido que yo me comportara ante ti con dulzura, porque la verdad desnuda ofende su soberbia. Me tiene sin cuidado. Ella sabe que el amor no era mutuo. Nunca la engañé a este respecto. No dirá que le haya dado ni una prueba de amor. Lo primero que hice cuando salimos de la granja juntos fue ahorcar a su perro, y cuando quiso defenderle, me oyo expresar claramente su deseo de ahorcar a todo cuanto se relacionara con los Linton, excepto un solo ser. Quiza creyera que la excepción se refería a ella misma, y le tuviera sin cuidado que se hiciera mal a todos los demás, con tal de que su valiosa persona quedase libre de mal. Y dime: ¿no constituye el colmo de la mentecatez de esta despreciable mujer el suponer que yo podría llegar a amarla? Puedes decir a tu amo, Elena, que jamás he tropezado con nadie más vil que su hermana. Deshonra hasta el propio nombre de los Linton. Alguna vez he probado a suavizar mis experimentos para probar hasta dónde llegaba su paciencia, y siempre he visto que se apresuraba a arrastrarse vergonzosamente ante mí. Agrega, para tranquilidad de su fraternal corazón, que me mantengo estrictamente dentro de los límites que me permite la ley. Hasta el presente he evitado todo pretexto que le valiera para pedir la separación, aunque, si quiere irse, no seré yo quien me oponga a ello. La satisfacción de poderla atormentar no equivale al disgusto de tener que soportar su presencia. -Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff -le dije-. Su mujer está, sin duda, convencida de ello y por esa causa le ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede marchar, supongo que aprovechará la ocasión. Opino, señora, que no estará usted tan loca como para quedarse voluntariamente con él. -Elena -replicó Isabel, con una expresion en sus ojos que patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido en hacerse odiar había sido absoluto-: no creas ni una palabra de cuanto dice. Es un diablo, un monstruo, y no un ser humano. Ya he probado antes a irme y no me ha dejado deseos de repetir la experiencia. Te ruego, Elena, que no menciones esta vil conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo. Asegura que se ha casado conmigo para cobrar ascendiente sobre mi hermano, pero antes de darle el placer de conseguirlo preferiré que me mate. ¡Así lo haga! No aspiro a otra felicidad que a la de morir yo o verle muerto a él. -Todo eso es magnífico -dijo Heathcliff-. Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isa- bel, Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no... Siendo así que no estás en condiciones de cuidar de ti misma, yo, como protector tuyo según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guardia. Y ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no: te he dicho que arriba. ¿No ves que ese es el camino de la escalera? La cogió de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó: -No puedo ser compasivo, no puedo... Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y cuanto más los pisoteo, más aumenta el dolor... -Pero, ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? -respondí, mientras cogía precipitadamente el sombre- ro-. ¿Lo ha sido alguna vez en su existencia? -No te vayas aún -dijo, al notar mis preparativos de marcha-. Escucha un momento. O te persuado a que me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente. No me propongo causar daño alguno. Ni siquiera molestar a Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra y preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de la «Granja» y hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle hasta dejarle incapacitado de impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con ellos o con tu señor? Y a ti 55 te es tan fácil. Yo te diría cuándo me propongo ir, tú podrías facilitarme la entrada, vigilar y después verme marchar sin que tuvieses nada de que reprocharte. Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le repetí su intención de volver a destruir la tranquilidad de la señora Linton. -Cualquier cosa le causa un trastorno enorme -le aseguré-. Está hecha un verdadero manojo de nervios. No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista, señor, porque tendré que avisar de ello a mi amo y él tomará disposiciones para impedir lo que se propone usted! -Y yo a mi vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti -dijo Heathcliff-. No saldrás de «Cumbres Borrascosas» hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite ir. Me has dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo lo va a hacer si está prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina qué todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el hecho de que le calle, percibo una prueba de lo que siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suele sentir angustias y preocupaciones! ¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada viviendo en ese horrible aislamiento? Y, luego, ese despreciable ser que la cuida «porque es su deber ... » «¡Su deber!» Antes germinaría en un tiesto una semilla de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya: concluyamos. ¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta Catalina? ¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta ahora? Decídete pronto. Porque, si continúas encerrada en tu obstinación, no tengo un minuto que perder. Por mucho que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi señora una carta de Heathcliff, y en avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión en que Linton estuviera fuera de casa. Yo me quedaría aparte y procuraría que la servidumbre no se diese cuenta de la visita. Ignoro si obré bien o mal. Tal vez mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y hasta pensé que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de Catalina. Después, al recordar los reproches que el señor Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé algo más, y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a casa más triste de lo que había salido de ella y no muy resuelta a entregar la carta de Heathcliff a la señora Linton. -Ya veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este relato es un poco prolijo, y todavía durará otra mañana el contarlo. -Prolijo y lúgubre -me dije mientras la buena señora bajaba a recibir al médico-. No es del estilo que yo hubiera elegido para entretenerme. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las amargas hierbas que me propina la señora Dean en saludables medicinas, y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes ojos de Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija resultase una nueva edición de su madre! CAPÍTULO XV Ha pasado ya otra semana. Estoy más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato reproduciré, aunque procurando extractarlo un poco. Pero conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo bastante fuerte para mejorarlo. La tarde que fui a «Cumbres Borrascosas» -siguió ella contándome- estaba tan segura como si lo hubiera visto de que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa, en consecuencia, ya que llevaba su carta en el bolsillo y no quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado. Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviese fuera, pues no sabía cómo iba a reaccionar la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo, se la llevé a su habitación cuando todos se marcharon para ir a la iglesia. En la casa sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas, pero aquel día era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado que fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El criado se fue, y yo subí. La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los hombros. Su espeso y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, reposaba en trenzas sobre sus 56 hombros. Había cambiado mucho, como yo dije a Heathcliff, pero, no obstante, cuando estaba serena, ostentaba una especie de hermosura sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que le rodeaba, sino que contemplase cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo. Su rostro estaba aún pálido, pero no tan demacrado como antes, y el aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más interés aún hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo claro que estaba condenada a la muerte. En el alféizar de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió ser Linton quien lo puso allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios. Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen humor, aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer, creyendo preferible en tales casos que estuviese sola. Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton y el melodioso rumor del arroyo que regaba el valle acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del arroyo. En «Cumbres Borrascosas» se escuchaba con gran intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Sin duda oyendo el ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en «Cumbres Borrascosas», en el supuesto de que pensara y oyera algo puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de cosas materiales. -Me han dado una carta para usted -le dije, depositándola en su mano, que tenía apoyada en la rodilla-. Conviene que la lea enseguida, porque espera contestación. ¿Quiere que la abra? -Sí -repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada. La abrí. Era un mensaje brevísimo. -Léala usted -proseguí. Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo, y esperé, pero viendo que no prestaba atención alguna, le dije: -¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff. Se sobresaltó y cruzo por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las ideas. Cogió la carta, la repasó suficientemente, y suspiró al leer la firma. Pero no se había dado cuenta de su contenido, porque al preguntarle qué contestación debía transmitir me miró con una expresion interrogativa y angustiada. -Quiere verla -repuse, adivinando lo que quería significarme-. Está esperando en el jardín con la mayor impaciencia. En tanto que yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín se erguía, estiraba las orejas, y luego, desistiendo de ladrar y meneando la cola, daba a entender que quien se acercaba le era conocido. La señora Linton se asomó a la ventana, y escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que yo no había cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia osadía. Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a recibirle, pero él apareció antes de que llegase yo a la puerta, y un momento después ambos se estrechaban en un apretado abrazo. Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo hubiese hecho en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía, al verla, la misma impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría más la salud. -¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! -dijo, al cabo, con desesperación. Y la miró con tal intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de angustia, permanecían secos. -Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff -dijo Catalina, mirándole ceñuda-. Y ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te compadezco. Has conseguido tu objeto: me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me muera? Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le sujetó por el cabello y le forzó a permanecer en aquella postura. -Quisiera tenerte así --dijo- hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras. ¿Por qué no has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás 57 reconocer a Eduardo o echar de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de dolor por la pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello: es demasiado doloroso. Aumentaba su disgusto, a lo que se me alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo lamentaba lo mismo mientras contemplaba a la huerfanita y maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que en aquel caso fuese heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a mi juicio, resultado lo más lógico. Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita se hubiese muerto llorando en las primeras horas de su existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin cuidado. Más tarde rectificamos, pero el principio de su vida fue tan lamentable como probablemente será su fin. La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se filtraba a través de las persianas e iluminaba el lecho y a la que en él yacía con un dulce resplandor. Eduardo tenía los ojos cerrados y apoyaba la cabeza en la almohada. Sus hermosas facciones estaban tan pálidas como las del cuerpo que yacía a su lado. Su rostro transparentaba una angustia infinita, y en cambio, el rostro de la muerta reflejaba una paz infinita. Tenía los párpados cerrados y los labios ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiese estado más bello de lo que ella lo estaba. Aquella serenidad que emanaba de la difunta me contagió. Jamás sentí más serena mi alma que mientras estuve contemplando aquella inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las palabras que Catalina pronunciara poco antes: se había remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente estaba con Dios. Quizá sea una cosa peculiar mía, pero el caso es que muy pocas veces dejo de sentir una impresion interna de beatitud cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me acompaña. Me parece apreciar en la muerte un reposo que ni el infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la sensación de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la Eternidad. Allí donde la vida no tiene límite en su duración, ni el amor en sus transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendí el egoísmo que encerraba un amor como el de Linton, que de tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina. Cierto es que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y rebelde vida que había llevado, cabía dudar de si entraría o no en el reino de los cielos, pero la contemplación de aquel cadáver con su aspecto sereno facilitaba toda vacilación. -¿Usted cree -me preguntó la señora Dean- que personas así pueden ser felices en el otro mundo? Daría algo por saberlo. No contesté a la pregunta de mi ama de llaves, pregunta que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella continuó: -Temo, al pensar en la vida de Catalina Linton, que no sea muy dichosa en el otro mundo. Pero, en fin, dejémosla tranquila, ya que está en presencia de su Creador... En vista de que el amo parecía dormir, me aventuré, poco después de salir el sol, a escaparme al exterior. Los criados de la «Granja» se imaginaron que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados de la larga vela, pero en realidad lo que me proponía era hablar al señor Heathcliff, quien había pasado la noche entre los pinos, y no debía haber sentido el movimiento en la «Granja», a no ser que hubiese oído el galope del caballo del criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más cerca, el movimiento de puertas y luces le habría hecho probablemente comprender que pasaba algo grave. Yo sentía a la vez deseo y temor de encontrarle. Por un lado, me urgia comunicarle la terrible noticia, y por otro no sabía de qué modo hacerlo para no enojarle. Le vi en el parque, apoyado contra un añoso fresno, sin sombrero, con el cabello empapado por el rocío que, goteando desde las ramas, le iba empapando lentamente. Debía llevar mucho tiempo en aquella postura, porque reparé en una pareja de mirlos que iban y venían a menos de tres pies de distancia de él, ocupándose en construir su nido, y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como si fuera un árbol. Al acercarme, echaron a volar y él alzando los ojos, me dijo: -¡Ha muerto! ¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa noticia! Vamos, fuera ese pañuelo; no me vengas con llantos... ¡Iros todos al diablo! ¿Para qué le valdrán ya vuestras lágrimas? Yo lloraba tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer a personas que son incapaces de experimentar tal sentimiento hacia el prójimo y hasta hacia sí mismos. Al verle se me ocurrió que quizá sabía ya lo sucedido y que se había resignado y rezaba, porque movía los labios y bajaba la vista. -Ha muerto -contesté, secando mi llanto- y está en el cielo, adonde todos iríamos a reunirnos con ella si aprovecháramos la lección y dejáramos el mal camino para seguir el bueno. -¿Acaso ha muerto como una santa? Vaya. Cuéntame ¿Cómo ha muerto ... ? -preguntó sarcásticamente Heathcliff. 60 Fue a pronunciar el nombre de la señora, pero la voz expiró en sus labios y se los mordió. Se notaba en él una silenciosa lucha interna. -¿Cómo ha muerto? -volvió a preguntar. Noté que pese a toda su audacia insolente, se sentía más tranquilo teniendo a alguien a su lado. Un profundo temblor recorría todo su cuerpo. «¡Desdichado! -pensé-. Tienes corazon y nervios como cualquier otro. ¿Por qué ese empeño en ocultarlos? ¡Tu soberbia no engañará a Dios! Le estás tentando a que te atormente y te humille hasta hacerte estallar. -Murió como un cordero -repuse. Suspiró, hizo un movimiento como un niño al despertar y cayó aletargado. A los cinco minutos, sentí que su corazón palpitaba fuerte... Y luego, nada... -¿Habló de mí? -preguntó él, vacilante, como si temiera oír los detalles que me pedía. -Desde que usted se separó de ella, no volvió en sí ni reconoció a nadie. Sus ideas eran confusas y había retrocedido en sus pensamientos a los años de su infancia. Su vida ha concluido en un sueño dulce. ¡Así despierte de la misma manera en el otro mundo! -¡Así despierte entre mil tormentos! -gritó él con espantosa vehemencia, pateando y vociferando en un brusco acceso de furor-. Ha sido falsa hasta el fin. ¿Dónde estás? En la vida imperecedera del cielo, no. ¿Dónde estás? Me has dicho que no te importan mis sufrimientos. Pero yo no repetiré más que una plegaria: «¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo viva!» Si es cierto que yo te maté, persígueme. Se asegura que la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues, sigueme, hasta que me enloquezcas. Pero no me dejes solo en este abismo. ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma! Apoyó la cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un hombre sino una fiera acosada cuyas carnes desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del árbol distinguí varias manchas de sangre y sus manos y frente estaban manchadas también. Escenas idénticas a aquélla debían haber sucedido durante la noche. Más que compasión, sentí miedo, pero me era penoso dejarle en aquel estado. Él fue quien, al darse cuenta de que yo seguía allí, me exhortó a que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía consolarle ni devolverle la tranquilidad. Hasta el siguiente viernes -día en que había de celebrarse el funeral- Catalina permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba cubierto de plantas y flores. Todos menos yo ignoraron que Linton pasó allí todo aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez, Heathcliff pasaba fuera también, por lo menos las noches, sin reposar tampoco ni un minuto. El martes, aprovechando un instante en que el amo, rendido de fatiga, se había retirado para dormir dos horas, abrí una de las ventanas a fin de que Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós. Aprovechó la oportunidad, y entró sin hacer el más ligero ruido. Sólo pude darme cuenta de que había penetrado al apreciar lo desordenado que estaban las ropas en torno al rostro del cadáver y al hallar en el suelo un rizo de cabello rubio. Examinando con cuidado, comprobé que había sido arrancado de un dije que Catalina llevaba al cuello, y sustituido por un negro mechón de los cabellos de Heathcliff. Yo uní ambos cabellos y los introduje en el medallón. Se invitó al señor Earnshaw a que acudiese al entierro de su hermana, pero no apareció ni se excuso siquiera. A Isabel no se la avisó. De modo que el duelo estuvo compuesto, aparte de mi amo, solamente de criados y colonos. Con gran extrañeza de los labriegos, Catalina no fue enterrada en el panteón de la familia Linton, ni entre las tumbas de los Earnshaw. Se abrió la fosa en un verde rincón del cementerio. El muro es tan bajo por aquel lado, que los matorrales trepan sobre él y se inclinan sobre la tumba. Su esposo yace ahora en el mismo sitio, y una sencilla lápida con una piedra gris al pie cubre el sepulcro de cada uno. CAPÍTULO XVII El día del sepelio fue el único bueno que hubo en aquel mes. Al anochecer comenzó el mal tiempo. El viento cambió de dirección y empezó a llover y luego a nevar. Al otro día resultaba increíble que hubiéramos disfrutado ya tres semanas de buena temperatura. Las flores quedaron ocultas bajo la nieve, las alondras enmudecieron, y las hojas tempranas de los árboles se ennegrecieron, como si hubieran sido heridas de muerte. ¡Aquella mañana pasó muy triste y muy lúgubre! El señor no salió de su habitación. Yo me instalé en la solitaria sala, con la niña en brazos, y mientras la mecía miraba caer la nieve a través de la ventana. De pronto, la puerta se abrió y entró una mujer jadeando y riéndose. Me enfurecí y me asombré. Pensando al principio que era una de las criadas, grité: -¡Silencio! ¿Qué diría el señor Linton si te oyese reír? 61 -Perdona -contestó una voz que me era conocida-, pero sé que Eduardo está acostado y no he podido contenerme. Mientras hablaba, se acercó a calentarse junto a la lumbre, oprimiéndose los costados con las manos. -He volado más que corrido desde las «Cumbres» aquí -continuó- y me he caído no sé cuántas veces. Ya te lo explicaré todo. únicamente quiero que ordenes que enganchen el coche para irme a Gimmerton y qué me busquen algunos vestidos en el armario. La recién llegada era la esposa de Heathcliff. El cabello le caía sobre los hombros y estaba empapada en agua y en nieve. Llevaba el vestido que solía usar de soltera: un vestido descotado, de manga corta, y no tenía cubierta la cabeza ni llevaba nada al cuello. En los pies calzaba unas leves chinelas. Para colmo, tenía una herida junto a una oreja, aunque no sangraba porque el frío congelaba la sangre, y su rostro estaba blanco como el papel, y lleno de arañazos y magulladuras. -¡Oh, señorita! -exclamé-. No ordenaré nada ni la escucharé hasta que no se haya cambiado esa ropa mojada. Además, esta noche no irá usted a Gimmerton. De modo que no hace falta enganchar el coche. -Me iré aunque sea a pie -repuso-. Respecto a mudarme, está bien. Mira como sangro ahora por el cuello. Con el calor, me duele. Hasta que no mandé disponer el carruaje y encargué a una criada que preparase ropas, se negó a que la atendiese y le curase la herida. Cuando todo estuvo hecho, se sentó al fuego ante una taza de té, y dijo: -Siéntate, Elena. Quítame de delante a la niña de Catalina. No quiero verla. No creas que no me ha afectado la muerte de mi cuñada. He llorado por ella como el que más. Nos separamos enfadadas, y no me lo perdono. Esto bastaría para que no pudiese querer a ese ser odioso. Mira lo que hago con lo único que llevo de él. Se quitó de los dedos un anillo de oro y lo tiró. -Quiero pisotearla y quemarla luego -dijo con rabia pueril. Y arrojó la sortija a la lumbre. -¡Así! Ya me comprará otro si logra encontrarme. Es capaz de venir con tal de perturbar a Eduardo. No me atrevo a quedarme por temor a que acuda esa idea a su malvada cabeza. Además, Eduardo no se ha portado bien, ¿no es cierto? Sólo por absoluta necesidad me he refugiado aquí. Si me hubieran dicho que estaba levantado, me habría quedado en la cocina, para calentarme y pedirte que me llevases lo más necesario a fin de huir de mi... ¡de ese maldito demonio hecho hombre! ¡Estaba, furioso! ¡Si llega a cogerme! Siento que Earnshaw no sea más fuerte que él, porque, en ese caso, no me hubiera marchado has- ta ver cómo le aniquilaba. -Hable más despacio, señorita -interrumpí-. De lo contrario, se le va a caer el pañuelo que le he puesto y va a volver a sangrarle ese corte. Beba el te, respire y no se ría tanto. No va bien, ni con su estado ni con lo ocurrido en esta casa. -Tienes razón -repuso-. Pero oye cómo llora esa niña. Haz que se la lleven siquiera por una hora. No esta- ré aquí mucho más tiempo. Llamé a una criada, le entregué a la niña y pregunté a Isabel qué era lo que la había decidido a abandonar «Cumbres Borrascosas» en una noche como aquélla, y por qué no quería quedarse. -Debiera y quisiera hacerlo para atender y consolar a Eduardo y cuidar de la niña, ya que ésta es mi verdadera casa. Pero Heathcliff no me dejaría. ¿Crees que soportaría el saber que yo estaba tranquila, y que aquí reinaba la paz? ¡Se apresuraría a venir a perturbarnos! Estoy segura de que me odia tanto que no puede soportar mi presencia. Cada vez que me ve, los músculos de su cara se contraen en una expresión de odio. Ahora bien: como no puede soportarme, estoy segura de que no va a perseguirme a través de toda Inglaterra. Así pues, debo irme muy lejos. Ya no deseo que me mate: prefiero que se mate él. Ha conseguido extinguir mi amor. Ahora me siento libre. Sólo puedo recordar cómo le amaba, pero de un modo vago, y aun imaginar como le amaría si... Pero no: aunque me hubiese adorado, no habría dejado de mostrar su infernal carácter. Sólo un gusto tan pervertido como el de Catalina podía llegar a tener afecto hacia este hombre. ¡Qué monstruo! Quisiera verle, completamente borrado del mundo y de mi memoria. -Vamos, calle -le dije-. Sea más compasiva. Es un ser humano, al fin. Hay otros peores que él. -No es un ser humano -repuso- y no tiene derecho a mi piedad. Le entregué mi corazón y después de desgarrármelo me lo ha tirado a la cara. Los humanos sentimos con el corazón, Elena, y desde que desgarró el mío, no me es posible sentir nada hacia él, ni sentiría nada, mientras él no muera, aunque llorase lágrimas de sangre. ¡No, no soy capaz de sentir nada! Isabel rompió a llorar. Pero se secó las lágrimas inmediatamente, y continuó: -Te diré por qué tuve que huir. Llegué a excitar su ira hasta un extremo que sobrepasó Su infernal prudencia y se entregó a violencias contra mí. Al ver que había logrado exasperarle, sentí cierta 62 oportuno que yo relatase lo sucedido, y a fuerza de insidiosas preguntas me hizo explicar cómo se habían desarrollado las cosas. Sin embargo, costó mucho convencer al viejo de que el agresor no había sido Heathcliff. Al fin, cuando apreció que el señor Earnshaw no había muerto, le dio un trago de aguardiente, y entonces recobró Hindley el conocimiento. Heathcliff, comprendiendo que su adversario ignoraba los malos tratos de que había sido objeto mientras se hallaba desmayado, le increpó llamándole alcoholizado y delirante, le dijo que olvidaría la atroz agresión que había perpetrado contra él y le recomendó que se fuese a dormir. Después, nos dejó solos, y yo me fui a mi habitación, felicitándome de haber salido tan bien librada de aquellos sucesos. »Cuando bajé por la mañana, a eso de las once, el señor Earnshaw estaba sentado junto al fuego, muy enfermo en apariencia. Su ángel malo estaba a su lado, y parecía tan decaído como el mismo Hindley. Comí con apetito a pesar de todo, y no dejaba de experimentar cierta sensación de superioridad, que me daba al sentir la conciencia tranquila, cada vez que miraba a uno de los dos. Al acabar, me aproximé al fuego -libertad inusitada en mí- dando la vuelta por detrás del señor Earnshaw, y me agazapé en un rincón detrás de su silla. »Heathcliff no me miraba, y yo pude entonces examinarle a mi sabor. Tenía contraída la frente, esa frente que antes me pareciera tan varonil y ahora me parece tan diabólica. Sus ojos habían perdido su brillo como consecuencia del insomnio y acaso del llanto. Sus labios cerrados, carentes de su habitual expresión sarcástica, delataban una profunda tristeza. Aquel dolor, en otro, me hubiera impresionado. Pero se trataba de él, y no pude resistir el deseo de arrojar una saeta al enemigo caído. Sólo en aquel momento de debilidad podía permitirme la satisfacción de devolverle parte del mal que me había hecho. -¡Oh, qué vergüenza, señorita! -interrumpí-. Cualquiera pensaría que no ha abierto usted una Biblia en su vida. Le debía bastar con ver cómo Dios humilla a sus enemigos. No está bien añadir el castigo propio al enviado por Dios. -En principio estoy de acuerdo, Elena -me contestó-, pero en aquel caso, el mal de Heathcliff no me satis- facía si yo no me mezclaba en él. Hubiera preferido que sufriera menos, pero que sus sufrimientos se debieran a mí. Sólo llegaría a perdonarle si lograra devolverle todos los sufrimientos que me ha producido, uno a uno. Ya que fue él el primero en afrentarme, que fuera él el primero en pedirme perdón. Y entonces puede que me fuera agradable mostrarme generosa. Pero como no me puedo vengar por mí misma, tampoco me será posible concederle el perdón. »Hindley pidió agua, y al dársela le pregunté cómo se encontraba. »-No tan mal como yo quisiera -repuso-. Pero, aparte del brazo, me duele todo el cuerpo como si hubiese luchado con una hueste de diablos. »-No me asombra -contesté-. Catalina solía decir que ella mediaba entre usted y Heathcliff para impedir cualquier daño físico. Afortunadamente, los muertos no se levantan de sus tumbas, pues, si no, ella hubiese asistido ayer a una escena que la hubiese repugnado bastante. ¿No se siente usted molido como si le hubieran magullado las carnes? »-¿Qué quiere usted decir? -intervino Hindley-. ¿Es posible que ese hombre me golpeara cuando yo yacía sin sentido? »-Le pateó, le pisoteó y le golpeó contra el suelo -respondí---. Por su gusto le hubiera desgarrado con sus propios dientes. Sólo es hombre en apariencia. En los demás, es un demonio. »Los dos miramos el rostro de nuestro enemigo. Pero él, absorto en su dolor, no reparaba en nada. En su cara se pintaba el siniestro sesgo de sus pensamientos. »-¡Iría con gusto al infierno con tal de que Dios me diese fuerzas para estrangularle antes de morir! -gimió Earnshaw, intentando levantarse y volviendo a desplomarse enseguida, desesperado al comprender su impotencia para atacarle. »-Basta con que haya matado a uno de ustedes -comenté yo en voz alta-. Todos en la «Granja» saben que su hermana viviría aún a no ser por Heathcliff. En fin de cuentas, su odio vale más que su amor. Cuando me acuerdo de lo felices que éramos Catalina y todos antes de que él apareciera, siento deseos de maldecir aquel día. »Probablemente Heathcliff reconoció cuán verdadero era lo que yo decía, sin reparar en el hecho de que fuera yo quien lo aseverara. Un raudal de lágrimas cayó de sus ojos, y después suspiró ruidosamente. Yo le miré y me eché a reír desdeñosamente. Sus ojos, esos ojos que parecen ventanas del infierno, se dirigieron un momento hacia mí, pero estaba tan decaído que temí volver a reírme. »-Quítate de delante -me dijo, o más bien creí entenderle, puesto que sólo hablaba de modo inarticulado. »-Perdona -repliqué-, pero yo quería a Catalina, y ahora que ya no vive, debo ocuparme de su hermano... Hindley tiene sus mismos ojos, que tú has amoratado a golpes, y... 65 »-¡Levántate, imbécil, si no quieres que te mate de un puntapié! -gritó él, iniciando un movimiento. »Yo esbocé otro movimiento, preparándome a retirarme. »-Si la pobre Catalina -seguí diciendo, sin dejar de mantenerme alerta- se hubiera casado contigo y adop- tado el grotesco y degradante nombre de señora de Heathcliff, pronto la hubieras puesto como a su herma- no. Sólo que ella no lo hubiera soportado, y te habría dado de ello pruebas palpables... »Como Earnshaw estaba entre él y yo, no pretendió cogerme. Pero empuñó un cuchillo que había en la mesa y me lo tiró a la cara. Me dio junto a la oreja. Le contesté con una injuria que debió llegarle más adentro que a mí el cuchillo, y gané la puerta. Lo último que vi fue a Earnshaw intentando detenerle y a ambos cayendo enlazados ante el hogar. Al pasar por la cocina, dije a José que se apresurara a asistir a su amo. Tropecé con Hareton, que jugaba en una silla con unos cachorrillos, y me lancé, feliz como un alma que huye del purgatorio, cuesta abajo por el áspero camino. Después corrí a campo traviesa hacia la luz que brillaba en la «Granja». Preferiría ir al infierno para toda la eternidad antes que volver a «Cumbres Borrascosas». Isabel, en silencio, tomó el té, se levantó, se puso un chal y un sombrero que le trajimos, se subió a una silla, besó los retratos de Catalina y de Eduardo, y sin atender mis súplicas de que se quedase siquiera una hora más, se fue en el coche, acompañada de Fanny, gozosa de haberse vuelto a reunir con su dueña. No volvió más, pero desde entonces se escribió periódicamente con el señor. Creo que se instaló en el Sur, cerca de Londres. A los pocos meses dio a luz un niño, al que puso el nombre de Linton y que, según nos comunicó, era una criatura caprichosa y enfermiza. Heathcliff me encontró un día en el pueblo, y quiso saber dónde vivía Isabel. Yo me negué a decírselo y él no se preocupó mucho de insistir, aunque me advirtio que se guardase bien de volver con su hermano, porque no la dejaría vivir con él. No obstante, probablemente por algún otro criado, logró descubrir el domicilio de su esposa, si bien no la molestó, lo que ella achacaría probablemente al odio que le inspiraba. Solía preguntarme por el niño cuando me veía y al saber el nombre que le habían dado, exclamó: -Por lo visto se proponen que yo odie al chico también... -Creo que lo único que desean es que usted no se ocupe de él para nada -respondí. -Pues que no se olviden de que, cuando yo quiera, le traeré conmigo. Por suerte, Isabel murió cuando el muchacho contaba unos doce años de edad. El día que siguió a la inesperada visita de Isabel, no tuve ocasión de hablar con el amo. Él eludía toda conversación y yo no me sentía con humor de hablar. Cuando al fin le conté la fuga de su hermana, manifestó alegría, porque detestaba a Heathcliff tanto como se lo permitía la dulzura de su carácter. Tanta aversión sentía hacia su enemigo, que dejaba de acudir a los sitios donde existía la posibilidad de verle o de oír hablar de él. Dimitió de su cargo de magistrado, no iba a la iglesia, no pasaba por el pueblo y vivía recluido en casa, sin salir más que para pasear por el parque, llegarse hasta los pantanos o visitar la tumba de su esposa. Y aun esto lo hacía a horas en que no fuera fácil encontrar a nadie. Pero era tan bueno, que no podía ser siempre desgraciado. Con el tiempo se resignó, y hasta le invadió una dulce melancolía. Conservaba celosamente el recuerdo de Catalina y esperaba reunirse con ella en el mundo mejor al que no dudaba de que había ido. Pudo encontrar consuelo en su hija. Aunque los primeros días pareció indiferente a ella, esa frialdad acabó fundiéndose como la nieve en abril, y aun antes de que la niña supiese andar ni hablar, reinaba en su corazón despóticamente. Se la bautizó con el nombre de Catalina, pero él nunca la llamó así, sino Cáti. En cambio, a su esposa nunca le había dado tal nombre, tal vez porque Heathcliff lo hacía. Creo que quería más a su hija porque le recordaba a su esposa, que por el hecho de ser hija suya. Al comparar su caso con el de Hindley, yo no lograba comprender bien cómo ambos en un mismo caso habían seguido tan opuestos caminos. Hindley, que parecía más fuerte, había manifestado ser más débil. Al hundirse el barco que capitaneaba, abandonó su puesto, dejándolo entregado a la confusión, mientras Linton, al contrario, había confiado en Dios y demostrado el valor de un corazón leal y fiel. Éste esperó, y el otro había desesperado. Cada cual eligio su propia suerte y recibió la justa recompeiisa de sus respectivas actitudes. En fin, señor Lockwood: no creo que usted necesite para nada mis deducciones morales, que usted sabrá sacar por cuenta propia. Earnshaw concluyó como era de suponer. A los seis meses de morir su hermana, falleció él. En la «Granja» supimos muy poco de su estado. Fue el señor Kenneth quien nos lo advirtió. -Elena -dijo una mañana temprano, entrando en el patio a caballo-: ¿quién crees que ha muerto? -¿Quién? -exclamé, temblando. -Adivina -contestó-, y coge la punta de tu delantal: te va a ser necesario. -De cierto no se trata del señor Heathcliff -repuse. 66 -¿Ibas a llorar por él? No, Heathcliff está robusto y fuerte, en apariencia al menos. Le he visto ahora mismo. Por cierto que ha engordado mucho desde que perdió a su amiga. -¿Pues quién, señor Kenneth? -dije, impaciente. -¡Hindley Earnshaw! Tu viejo amigo y malvado compañero mío, Hindley. No se ha portado bien conmi- go últimamente, pero... Ya te dije que llorarías. ¡Pobre muchacho! Murió, según era de esperar, borracho como una cuba. Lo he sentido. Siempre se lamenta la falta de un camarada... ¡Aunque me haya hecho muchas más perrerías de las que puedas imaginarte! Y el caso es que sólo tenía tu edad: veintisiete años. ¡Cualquiera lo diría! Tal golpe me impresionó más que la muerte de Catalína. Viejos recuerdos se agolpaban a mi corazón. Me senté en el dintel de la puerta, dije al señor Kenneth que buscase otro criado que le anunciase, y rompí a llorar. Me preocupaba mucho pensar si Hindley habría fallecido de muerte natural o no, y a tanto llegó mi inquietud sobre ello, que pedí permiso al amo para ir a «Cumbres Borrascosas». El señor Linton no quería, pero yo le hice comprender que mi hermano de leche tenía tanto derecho como el propio señor a mis atenciones póstumas, y que Hareton era sobrino de su esposa, por lo cual él debía instituirse en tutor suyo a falta de más cercanos parientes, examinar la herencia y ver como andaban los asuntos de su difunto cuñado. Al cabo me encargo que viese a su abogado y me dio permiso para ir a «Cumbres Borrascosas». El abogado lo había sido también de Earnshaw. Cuando le hablé de aquéllo y le pedí que me acompañase me contestó que valdría más dejar en paz a Heathcliff, y que la situación de Hareton era poco mas o menos la de un pordiosero. -El padre ha muerto cargado de deudas -me explicó-. Toda la herencia está hipotecada, y lo mejor para Hareton sera que procure ganarse- el cariño del acreedor de su padre. Al llegar a las «Cumbres» encontré a José muy afectado, y me expresó su satisfacción por mi llegada. El señor Heathcliff dijo que mi presencia no era precisa, pero que podía ordenar lo necesario para el sepelio. -En realidad, ese perturbado debía ser enterrado sin ceremonia alguna al borde de un camino --dijo-. Ayer le dejé sólo diez minutos por casualidad, y en el intervalo me cerró la puerta y se pasó la noche bebiendo hasta que se mató. Esta mañana, al oír que resoplaba como un caballo, tuvimos que saltar la cerradura. Estaba tendido sobre el banco, y no hubiera despertado aunque le desollásemos. Mandé a buscar a Kenneth, pero antes de que viniera la bestia ya se había convertido en carroña. Estaba muerto, rígido y helado, y no se podía hacer nada por él. El viejo criado confirmó el relato y agregó: -Habría valido más que hubiera ido él a buscar el médico. Yo habría atendido al amo mejor. Cuando me fui no había muerto aún. Insistí en que el entierro debía ser solemne. Heathcliff me autorizó a organizarlo como quisiera, aunque recordándome que tuviera en cuenta que el dinero que se gastara había de salir de su bolsillo. Se mostraba indiferente y rígido. Podía apreciarse en él algo como la satisfacción de quien ha terminado un trabajo con éxito. Hasta, en un momento dado, creí notar en él un principio de exaltación. Fue cuando sacaban el féretro de la casa. Acompañó al duelo. ¡Hasta ese punto extremó su hipocresía! Le vi sentar a Hareton a la mesa, y le oí murmurar como complacido: -¡Vaya, chiquito: ya eres mío! Si la rama crece tan torcida como el tronco, con el mismo viento la derribaremos. El niño pareció alegrarse de aquellas palabras, agarró las patillas de Heathcliff y le dio palmaditas en la cara. Pero yo comprendí bien lo que Heathcliff quería decir, y advertí: -Este niño debe venir conmigo a la «Granja de los Tordos». No hay cosa en el mundo sobre la que tenga usted menos derechos que sobre este pequeño. -¿Lo ha dicho Linton? -me interrogó. -Sí; me ha ordenado que me lo lleve -repuse. -Bueno -respondió el villano-. No quiero discusiones sobre el asunto. Pero me siento inclinado a ver qué maña me doy para educar a un niño-Así que si os lleváis a ése, haré venir conmigo al mío. Díselo a tu amo. Así nos dejó imposibilitados de obrar. Repetí sus palabras a Eduardo Linton, y éste, que por su parte no sentía gran interés en ello, no volvió a hablar del tema para nada. Ahora, el antiguo huésped de «Cumbres Borrascosas». se, había convertido en el dueño de ella. Tomó posesión definitiva, probando legalmente que la finca estaba hipotecada, ya que Hindley había ido estableciendo hipotecas sucesivas sobre toda la propiedad. El acreedor era el propio Heathcliff. Y por eso Hareton, que debía ser el hombre más acomodado de la región, está sometido ahora al enemigo de su padre, y vive como un criado en su propia casa, y para colmo no recibe salario alguno, e incapaz de volver por sus fueros, ya que desconoce el atrope- llo de que ha sido víctima. 67 -No riña a la nena, señora Dean --dijo la criada-. Fuimos nosotros los que la entretuvimos. Ella quería ha- ber seguido su camino por no causarle preocupación. Hareton se ofreció a acompañarla, y a mí me pareció bien, porque el camino es muy malo y difícil. Mientras, Hareton estaba en pie, con las manos en los bolsillos, y no parecía muy satisfecho de mi aparición. -Vamos --dije-, no me haga esperar más. Dentro de diez minutos será ya de noche. ¿Y la jaca? ¿Y Fénix? La advierto que si no se apresura me marcho y la dejo a usted aquí. ¡Vamos! -La jaca está en el patio -respondió- y Fénix encerrado. Le han mordido a él y a Carlitos. Me proponía decírtelo, pero no te contaré nada por haberte enfadado. Me dispuse a ponerle el sombrero, pero ella, viendo que los demás adoptaban su partido, empezó a correr de un sitio a otro, escondiéndose detrás de los muebles. Todos se reían de mí, hasta que me hicieron gritar, ya enfurecida: -¡Si usted supiera a quién pertenece esta casa, señorita Cati, no volvería a poner los pies en ella! -¿Es de tu padre, verdad? -preguntó ella a Hareton. -No -replicó él, sonrojándose y apartando la vista. No se atrevía a mirarla frente a frente. Y por cierto que ambos tenían idénticos los ojos. -¿Entonces de su amo? -insistió ella. Él se ruborizo mas aun, profirió un juramento, en voz baja y se apartó. -¿Quién es el amo de la casa?, -preguntó la muchacha dirigiéndose a mí-. Este joven me ha hablado de un modo que me hizo creer que era el hijo del propietario. No me ha llamado señorita. Y, si es un criado, debiera haberlo hecho. Hareton se puso sombrío al oír aquella observación. Yo logré que ella se resolviese al fin a acompanarme. -Tráigame el caballo -dijo la joven, hablando a su pariente como lo hubiera hecho a un mozo de cuadra---. Puede usted acompañarme. Quiero ver aparecer el fantasma del pantano, y las hadas de que me ha hablado usted, pero apresúrese. ¡Vamos; tráigame el caballo! -Primero te veré condenada que ser tu criado -respondió él. -¿Cómo? -exclamó Cati sorprendida. -Condenada he dicho, bruja. -Vea con qué buena compañía ha venido usted a encontrarse, señorita Cati -interrumpí yo-. Ea, no dispu- te con él. Cojamos a Minny nosotras mismas, y vayamonos. -¿Cómo se atreve a hablarme así, Elena? -preguntó ella, saltándosele las lágrimas. Y agregó: -¿Cómo no hace lo que le digo? ¡Malvado! Contaré a papá lo que me ha dicho. Hareton se preocupó muy poco de la amenaza. Cati se volvió a la mujer. -Tráigame la jaca -dijo- y suelte a mi perro. -No hay que tener tantos humos, señorita -repuso la criada---. No perdería usted nada con ser más amable. Yo no soy sirvienta suya, y el señor Hareton aunque no sea hijo del amo, es primo de usted. -¡Mi primo! -exclamó desdeñosamente Cati. -Sí, su primo. -¿Cómo les permites decir esas cosas, Elena? -me interpeló Cati-. A mi primo ha ido a buscarle a Londres mi papá. ¡Vaya! ¡Este mi primo! -exclamó, disgustada ante la idea de que pudiese ser primo suyo semejante patán. -Uno puede tener muchos primos de todas clases, señorita -contesté yo- y no valer menos por ello. Con no buscar su compañía si no le agrada, está resuelto todo. -No, Elena, no puede ser mi primo -insistió la joven. Y, como si tal idea la asustase, se refugió en mis brazos. Yo estaba muy disgustada con ella y con la criada por lo que mutuamente se habían descubierto. Comprendía que Heathcliff sería enseguida informado del retorno de Linton con el hijo de Isabel y comprendía también que la joven no dejaría de preguntar a su padre acerca de aquel primo tan tosco. En cuanto a Hareton, que ya había reaccionado del disgusto que le produjera ser tomado por un criado, pareció lamentar la pena de su prima, se dirigió a ella, después de haber sacado la jaca a la puerta, y le quiso regalar un cachorrillo de los que había en la perrera. Ella le contempló con horror, suspendiendo sus lamentos para mirarle. Tal antipatía hacia el joven me hizo sonreír. Él, en realidad, era un mozo bien formado, bien parecido y robusto, aunque vistiera la ropa propia de los trabajos que hacía en la finca. Yo creía notar en su rostro 70 mejores cualidades que las que su padre tuviera, cualidades que sin duda hubieran florecido copiosamente de desarrollarse en un ambiente más apropiado. Me parece que Heathcliff no le había maltratado físicamente, a lo cual era opuesto por regla general. Parecía haber aplicado su malignidad a hacer de Hareton un bruto. No le había enseñado a leer ni escribir ni le reprendía por ninguna de sus costumbres censurables, salvo las que molestaban al propio Heathcliff. Nunca le ayudó a dar un paso hacia el bien, ni a separarle un paso del mal. José, con las adulaciones que le dedicaba en concepto de jefe de la familia, acabó de estropearle. Y, así como cuando Heathcliff y Catalina Earnshaw eran niños cargaba sobre ellos todas las culpas, hasta agotar la paciencia del señor, ahora acusaba de todos los defectos de Hareton al usurpador de su herencia. Cuando Hareton juraba, José no le reprendía. Dijérase que le agradaba verle seguir el mal camino. Creía que su alma estaba condenada, pero el pensar que Heathcliff tendría que responder de ello ante el tribunal divino le consolaba. Había infundido al joven el orgullo de su nombre y de su alcurnia. Y le hubiera gustado despertar en él un vivo odio hacia Heathcliff, pero se lo impedía el temor que sentía hacia éste, por lo cual se limitaba a dirigirle vagas amenazas proferidas entre gruñidos. No es que yo crea estar bien informada de cómo se vivía entonces en «Cumbres Borrascosas», ya que hablo de oídas. Los colonos aseguraban que el señor Heathcliff era más cruel y duro para sus arrendatarios que todos los amos anteriores, pero la casa ahora, administrada por una mujer, tenía mejor aspecto, y las orgías de los tiempos de Hindley habían dejado de celebrarse. El nuevo amo era harto sombrío para gustar de compañía alguna, ni buena ni mala, y Heathcliff seguido siendo igual hasta la fecha. En fin, con todo esto no adelanto nada en mi historia. La señorita Cati rechazó el regalo del cachorro y pidió sus perros. Ambos aparecieron renqueando, y las dos, muy mohínas, nos volvimos a casa. No pude obtener de la joven otra explicación de sus andanzas sino que se había dirigido a la peña de Penninston, como yo supuse, y que al pasar junto a «Cumbres Borrascosas» había sido atacado su caniño cortejo por los perros de Hareton. El combate duró bastante, hasta que sus amos respectivos lograron imponerse. Así entablaron los primos conocimiento. Cati dijo a Hareton adónde iba y él le sirvió de gula, mostrándole todos los secretos de la «Cueva Encantada». Mas como yo había caído en desgracia, no tuve la fortuna de saber lo que Cati hubiera visto en aquellos prodigiosos lugares. Pero sí noté que su improvisado guía había sido su favorito hasta el instante en que ella le ofendió llamándole criado, cuando la criada de Heathcliff le comunicó que era primo suyo. El lenguaje que Earnshaw había usado para con ella la tenía hondamente disgustada. Ella, que en la «Granja» era siempre «cariño», «amor mío», «ángel» y «reina», había sido injuriada por un extraño... No podía comprenderlo, y me costó mucho arrancarle la promesa de que no se lo contaría a su padre. Le dije que éste tenía mucha aversión hacia los habitantes de «Cumbres Borrascosas» y que se disgustaría si supiese que ella había estado allí. Insistí, sobre todo, en que si su papá se enteraba de mi negligencia, originadora de su escapatoria, me despediría. A Cati la asustó esta perspectiva, y no dijo nada. Era, en el fondo, una jovencita muy bondadosa. CAPÍTULO XIX Una carta de luto nos anunció la vuelta del amo. En ella se contenían instrucciones para preparar el luto de su hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba encantada con la idea de volver a ver a su padre, y no hacía más que hablar de su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la tarde en que el amo debía regresar. Desde por la mañana, la joven se había ocupado en sus pequeños quehaceres, y en vestirse de negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por la muerte de su desconocida tía). Finalmente me obligó a que fuera con ella hasta la entrada de la finca para recibir a los viajeros. -Linton tiene seis meses justos menos que yo -me decía mientras pisábamos el verde césped de las praderas, bajo la sombra de los árboles-. ¡Cuánto me gustará tener un compañero con quien jugar! La tía Isabel envió una vez a papá un rizo del cabello de Linton: era tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he guardado en una cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho ver a su dueño. ¡Y papá viene también! ¡Querido papá! ¡Vamos deprisa, Elena! Se adelantó corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de que yo llegara a la verja. Nos sentamos en un recuesto del camino cubierto de hierba pero Cati no estaba tranquila un solo instante. -¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera! ¡Ya llegan! ¡Ah, no! ¿Por qué no nos adelantamos media milla, Elena? Sólo hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí... Pero yo me negué. Al fin vimos el carruaje. Cati empezó a gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la ventanilla. Él se apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin ocuparse de nadie más. Entretanto, yo miré dentro del coche. Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel 71 como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y delicado, parecidísimo al señor, pero con un aspecto enfermizo que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino, me mandó cerrar la portezuela, para que el niño no se enfriase. Cati quería verle, pero su padre se obstinó en que le acompañara, y los dos subieron por el parque, mientras yo me adelantaba para prevenir a la servidumbre. -Querida -dijo el señor-; tu primo no está tan fuerte como tú, y hace poco que ha perdido a su madre. Así que por ahora no podrá jugar mucho contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que duerma esta noche, ¿quieres? -Sí, sí papá -respondió Catalina-, pero quiero verle, y él no ha sacado la cabeza siquiera. El coche se paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le bajó a tierra. -Mira a tu prima, Linton -le dijo, haciéndoles darse la inano- Te quiere mucho, así que procura no disgustarla llorando, ¿eh? Ponte alegre, el viaje se ha acabado, y no tienes que hacer más que pasarlo bien y divertirte. -Entonces déjeme irme a acostar --contestó el niño soltando la mano de Cati y llevándosela a los ojos donde asomaban algunas lágrimas. -Ea, hay que ser un niño bueno -murmure yo, mientras lo conducía adentro-. Va usted a hacer que llore su primita. Mire qué triste se ha puesto viéndole llorar. Sería por él o no, pero su prima había puesto efectivamente una expresión muy triste también. Subieron los tres a la biblioteca y allí se sirvió el té. Yo quité a Linton el abrigo y la gorra. Le senté en una silla, pero en cuanto estuvo sentado empezó a llorar otra vez. El señor le preguntó qué le pasaba. -Estoy mal en esta silla -repuso el muchacho. -Pues siéntate en el sofá y Elena te llevará allí el té -repuso pacientemente el señor. Yo comprendí que su buen carácter había sido puesto a prueba durante el viaje. Linton se dirigió al sofá. Cati se sentó a su lado en un taburete, sosteniendo la taza en la mano. Al principio guardó silencio, pero luego empezó a hacer caricias a su primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato como si fuera un bebé. A él le agradó aquello y en su rostro se dibujó una sonrisa de complacencia. -Esto le convendrá --dijo el amo-. Si podemos tenerle con nosotros, la presencia de una niña de su misma edad le infundira animos, y si desea adquirir fuerzas, lo conseguira. «Eso será, en efecto, si podemos tenerle con nosotros», me dije bastante preocupada. Y me imaginé lo que sería de aquel muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras dudas se resolvieron pronto. Había yo llevado a los niños a sus habitaciones y dejado dormido ya a Linton, y estaba en el vestíbulo encendiendo una vela para la alcoba del señor, cuando apareció una criada y me manifestó que José, el criado de Heathcliff, deseaba hablar con el amo. -¡Qué horas tan intempestivas, y más sabiendo que el señor regresa de un largo viaje! --dije-. Voy a hablar yo primero con él. José, entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el vestíbulo. Iba vestido con el traje de los días de fiesta, tenía en su rostro la más agria de sus expresiones, y mientras sostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, se limpiaba las botas en la alfombrilla. -Buenas noches, José -le dije-. ¿Qué te trae por aquí? -Con quien tengo que hablar es con el señor Linton -repuso. -El señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas que decirle algo muy urgente, no podrá recibirte... Vale más que te sientes y me digas lo que sea. -¿Cuál es el cuarto del señor? -contestó él mirando todas las puertas cerradas. Viendo su insistencia, subí a la habitación de mala gana y anuncié al señor la presencia del importuno visitante, aconsejándole que le mandara volver al otro día. Pero José me había seguido, entró, se plantó apoyado en su bastón, y empezó a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a discutir: -Heathcliff me envía a buscar a su hijo y no me ire sin él. Eduardo permaneció silencioso un momento. Una expresión de pena se pintó en su rostro. Se dolía del niño y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel para que le tomase a su cargo. Pero por más que buscó, no encontró pretexto alguno para una negativa. Cualquier intento de su parte hubiera dado más derechos al reclamante. Tenía, pues, que ceder. No obstante, no quiso despertar al niño. -Diga al señor Heathcllff -respondió con serenidad- que su hijo irá mañana a «Cumbres Borrascosas». Pero ahora no, porque está acostado ya. Dígale también que su madre le confió a mis cuidados. 72 Linton, después de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que su padre, pero procuraba disimularlo teniendo en cuenta el deseo de Heathcliff de que le respetaran. -¿Con qué no quiere comerlo? --dijo José en voz muy baja para que no le oyesen-. Pues el señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y era tan bueno como usted. -Llévatelo -repuso Linton-. No lo quiero. José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff. -¿Qué hay en esto de malo? -preguntó. -No creo que haya nada malo -dijo Heathcliff. -Pues su hijo no quiere comerlo -respondió José-. ¡Pero él se saldrá con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos éramos unos puercos y que nuestro contacto ensuciaba el trigo con que se cocía su pan. -Guárdate de mencionar a su madre -gruñó Heathcliff, enojado-. Trae algo que le guste, y basta. ¿Qué suele comer el chiquillo, Elena? Indiqué que le convendría té o leche hervida, y la criada recibió orden de prepararlo. Yo reflexioné que el egoísmo de su padre contribuiría a su bienestar. Heathcliff veía que su delicada salud exigía tratarle con cuidado. Y pensé que el señor se consolaría cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no tenía pretexto para quedarme, salí al patio, aprovechando un momento en que Linton estaba ocupado en rechazar tímidamente las muestras de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se dio cuenta de mi marcha. Al cerrar la puerta le oí gritar una vez y otra: -¡No se vaya! ¡No quiero quedarme aquí! Se cerró la puerta, y le impidieron salir. Monté en Minny, y así concluyó mi breve custodia del niño. CAPÍTULO XXI Durante el día estuvimos muy ocupados en consolar a Cati. Se levantó muy temprano, impaciente por ver a su primo, y tanto lloró y se lamentó al saber que se había marchado, que Eduardo tuvo que consolarla prometiéndole que el niño volvería en breve, si bien añadió: «si lo consigo». Algo la tranquilizó esta promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo que cuando volvió a ver a Linton le había olvidado hasta el punto de no reconocerle. Siempre que yo encontraba a la criada de «Cumbres Borrascosas», le preguntaba por el niño y ella me solía contestar que vivía casi tan encerrado como Cati, y que rara vez se le veía. Su salud seguía siendo delicada y resultaba un huésped bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos, a pesar de que trataba de ocultarlo. Le molestaba su voz y no podía aguantar largo tiempo su presencia. Hablaba poco con él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en una salita, cuando no se quedaba en cama, ya que era muy frecuente que sufriese catarros, accesos de tos y todo género de enfermedades. -No he visto otro ser más melindroso ni más tímido -decía la criada-. Si dejo la ventana un poco abierta por la tarde, se pone fuera de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano necesita estar junto al fuego, y le incomoda el humo de la pipa de José, y hay que tenerle siempre preparados bombones y golosinas, y leche y siempre leche... Se pasa el tiempo al lado de la lumbre, envuelto en un abrigo de pieles, teniendo al alcance de su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez Hareton, que no es malo a pesar de su tosquedad, va a distraerle, siempre salen, uno renegando y el otro llorando. Se me figura que al amo le agradaría que Earnshaw moliese al niño a palos, si no se tratara de su hijo, y creo que sería capaz de echarle de casa si supiera la serie de cuidados que el chico tiene para consigo mismo. Pero el señor no entra nunca en la salita, y si Linton empieza a hacer tonterías de esas en el salón, le manda enseguida irse a su alcoba. Tales explicaciones me hicieron comprender que el joven, en medio de un ambiente donde no encontraba simpatía alguna, se había hecho egoísta e ingrato, si es que no lo era ya de nacimiento, y cesé de interesarme por él, por más que no dejara de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros. Pero el señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y creo que le hubiera agradado verle, porque una vez incluso me mandó preguntar a la criada si el muchacho no solía ir al pueblo. Ella me contestó que había ido con su padre a caballo dos o tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días. La criada a que me refiero se marchó dos años después de llegar el chiquillo. En la «Granja» el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el momento en que la señorita Cati cumplió los dieciséis años. No celebrábamos nunca el día de su cumpleaños porque era también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al cementerio de 75 Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta medianoche. Catalina tenía que divertirse ella sola. Aquel año, el 20 de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su padre hubo salido, la señorita bajó vestida y,me dijo. que había pedido permiso al señor para que pasearamos juntas por el borde de los pantanos, con tal de que no tardáramos en volver más de una hora. -¡Anda, Elena! -me dijo-. Quiero ir allí, ¿ves? Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si han hecho ya sus nidos. -Esto debe estar lejos -respondí- porque no suelen anidar junto a los pantanos. -No, no está lejos -me aseguró-. He ido con papá hasta las cercanías. Cogí el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y viniendo como un perrillo juguetón. Al principio lo pasé bien. Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora, con sus dorados bucles colgando hacia atrás, y sus mejillas, tan puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel entonces. Verdaderamente, era imposible no desear proporcionarle todas las alegrías que fuera posible. -Pero, señorita -dije, después de un buen rato-, ¿dónde están las cercetas? Estamos lejos ya de casa. -Es un poco más allá, sólo un poco -repetía invariablemente-. Ahora sube esa colina, bordea esa orilla, y verás qué pronto hago que los pájaros echen a volar. Mas tantas colinas había que subir y tantas orillas que bordear, que al fin me cansé y le grité que era necesario volverse ya. Pero no me oyó, porque se había adelantado mucho, y la tuve que seguir contra mi deseo. Empezó a descender una hondonada. En aquel momento estábamos más cerca de «Cumbres Borrascosas» que de casa. De pronto vi que la habían abordado dos personas, y en una de ellas reconocí al propio Heathcliff. Habían descubierto a Cati en el acto de coger unos nidos de aves. Aquellas extensiones pertenecían a Heathcliff y él estaba amonestando a la cazadora furtiva. -No he cogido pájaro alguno -dijo ella enseñando sus manos para demostrarlo-. Papá me dijo que anida- ban aquí y quería ver cómo son sus huevos. Yo llegaba en aquel momento. Heathcliff me miró maliciosamente, y le preguntó: -¿Quién es su padre? -El señor Linton, de la «Granja de los Tordos» -repuso ella-. Ya he supuesto que usted no me conocía, pues de lo contrario no me hubiera hablado en esa forma. -¿Así que usted supone que su papá es digno de mucha estimación y respeto? -le preguntó él irónicamente. -¿Quién es usted? -repuso ella mirando a Heathcliff con curiosidad---. A ese hombre ya le he visto otra vez. ¿Es hijo suyo? Y señalaba a Hareton, a quien los dos años transcurridos le habían hecho ganar en fuerza y en estatura, pero que continuaba zafio como antes. -Señorita Cati -intervine-, tenemos que volver. Hace tres horas que salimos de casa. -No, no es mi hijo -contestó Heathcliff-. Pero tengo uno, y también le conoce usted. Aunque su aya tenga prisa, creo que sería mejor que vinieran a descansar un poco a casa. Sólo con dar la vuelta a esta colina, ya estamos allí. Será usted bien recibida, descansará un poco y volverá a la «Granja» en cuanto quiera. Yo insistí a Cati para que no aceptáramos la invitación, pero ella respondió: -¿Por qué no? Estoy cansada, y no vamos a sentarnos aquí. El suelo está húmedo. ¡Anda, Elena! Dice, además, que conozco a su hijo. Yo creo que se equivoca. Vive en aquella casa donde estuve cuando volví de la peña de Penninston, ¿no? -Justo --dijo Heathcliff-. Cállate, Elena. Le gustará ver nuestra casa. Hareton, vete delante con la mucha- cha. Tú ven conmigo, Elena. -No irá a semejante sitio -grité. Y traté de soltarme de Heathcliff, que me había cogido por un brazo. Pero Cati había echado a correr y estaba ya casi en las «Cumbres». Hareton había desaparecido por un lado del camino. -Esto es un atropello, señor -Heathcliff -le censuré-. Ella verá a Linton, cuando volvamos lo contará a su padre, y todas las culpas me las cargaré yo. -Quiero que vea a Linton -repuso él-. Está estos días de mejor aspecto. No será difícil conseguir que la muchacha no hable nada de la visita... ¿Qué mal hay? -Hay el mal de que su padre me odiaría si supiese que la he dejado entrar en casa de usted. Además, estoy segura de que usted lleva algún mal fin -repliqué. -Mi fin es honradísimo -dijo- y te lo voy a declarar. Quiero que los dos primos se enamoren y se casen. Ya ves que soy generoso con tu amo. La chica no tiene otras perspectivas. Si ella se casara con Linton, la designaría como coheredera. 76 -Lo sería de todos modos si Linton muriese -repuse-, y ya sabe usted que la salud del chico es muy precaria. -No lo sería -replicó- porque ninguna cláusula del testamento lo menciona, y yo sería el heredero. Pero para evitar pleitos, quiero que se casen. -Y yo no quiero que ella entre en esa casa conmigo- respondí. Catalina había alcanzado ya la verja. Heathcliff me aconsejó que me tranquilizase y nos precedió por el sendero. La señorita le miraba como pretendiendo darse cuenta de qué clase de hombre era, pero él la correspondía con sonrisas y al hablarle suavizaba su voz. Llegué a imaginar que la memoria de la madre le hacía simpatizar con la joven. Encontramos a Linton junto al fuego. Venía de pasear por el campo, tenía aún puesta la gorra y en aquel momento estaba pidiendo a José calzado seco. Le faltaban pocos meses para cumplir los dieciséis años y estaba muy crecido para su edad. Seguía teniendo bellas las facciones, y en sus ojos y su piel se notaban los saludables efectos del aire y el sol que acababa de tomar durante su paseo. -¿Le conoce? -preguntó Heathcliff a Cati. -¿Es su hijo? --dijo ella, mirando, dudosa, a los dos. -Sí, pero, ¿cree que es la primera vez que le ve? Haga memoria. Linton, ¿no te acuerdas de tu prima? -¿Linton? -exclamó Catalina agradablemente sorprendida-. ¿Es éste el pequeño Linton? ¡Pero si está más alto que yo! Él se dirigió a ella, se besaron y ambos se miraron asombrados del cambio que habían experimentado los dos. Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez llena y esbelta, flexible como el junco y rebosaba de animación y salud. En cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las miradas y era muy endeble de complexión, pero la gracia de sus maneras compensaba aquellos defectos. Luego de haber cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al señor Heathcliff que estaba junto a la puerta fingiendo mirar afuera, pero en realidad observando exclusivamente lo que pasaba dentro. -¿Así que es usted tío mío? -dijo la joven abrazándole-. ¿Y por qué no va a vernos a la «Granja de los Tordos»? Es raro vivir tan próximos y no visitarse nunca. ¿Por qué sucede así? -Antes de que tú nacieras, yo iba alguna vez. Anda, déjate de besos... Dáselos a Linton. Dármelos a mí es perder el tiempo. -¡Qué mala eres, Elena! -exclamó Cati viniendo hacia mí para prodigarme también sus zalamerías-. ¡Mira que no dejarme entrar! En adelante vendré todas las mañanas. ¿Puedo hacerlo, tío? ¿Y puede venir conmigo papá? ¿No le gustará vernos? -Claro que sí -repuso él disimulando la mueca de aversión que le inspiraban los dos presuntos visitantes-. Pero es mejor que te diga que tu padre y yo reñimos terriblemente una vez, y si le cuentas que me visitas, es muy fácil que te lo prohíba. Así que si quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo digas a tu padre. -¿Por qué riñeron? -preguntó Catalina disgustada. -Porque él creyó que yo era demasiado pobre para casarme con su hermana -explicó Heathcliff-. Se dis- gustó conmigo cuando lo hicimos y no me perdonó jamás. -Eso no está bien --dijo la joven-. Pero Linton y yo no tenemos la culpa. En vez de venir yo, es mejor que él venga a la «Granja». -Está demasiado lejos para mí, Cati -respondió su primo-. Andar cuatro millas me mataría. Ven tú cuando puedas, por lo menos una vez a la semana. Heathcliff miró con desdén a su hijo. -Me temo que voy a perder el tiempo, Elena -rezongó-. Catalina verá que su primo es tonto, y le mandará al diablo. ¡Si hubiera sido Hareton! Te aseguro que me lamento continuamente de que no sea como él, a pe- sar de lo degradado que Hareton está. Si el chico fuera otro, yo le querría. No, no hay miedo de que ella se enamore. No creo que pase de los dieciocho años. ¡Maldito imbécil! No se ocupa mas que de secarse los pies, y ni mira a su prima. ¡Linton! -¿Qué, papá? -¿No hay nada que puedas enseñar a tu prima? ¿Ni un mal conejo o un nido de comadrejas? Anda, hombre, deja de cambiarte el calzado, llévala al jardín y enséñale tu caballo. -¿No prefieres sentarte aquí? -preguntó él a Cati indicando en su tono la poca gana que tenía de moverse. -No sé... -contestó ella, dirigiendo a la puerta una mirada que indicaba claramente que prefería hacer algo a sentarse. Pero él se repantigó en su silla y se aproximó más al fuego. Heathcliff se fue a buscar a Hareton. Se notaba que el joven acababa de lavarse, en sus mejillas brillantes y su cabello mojado. -Quiero hacerle una pregunta, tío ---dijo Catalina-. Este no es primo mío, ¿verdad? 77 -Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y mandarle unos libros que le he prometido prestarle. ¿Por qué no hacerlo, Elena? -No -respondí-, porque él entonces le contestarla a usted y sería el cuento de nunca acabar. Hay que cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá. -Pero una notita... -dijo suplicante. -Nada de notitas tajé-. Acuéstese. Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después de desearle buenas noches. La tapé y salí muy disgustada. Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota que escondió al verme entrar. -Voy a apagar la bujía -dije-. Y si le escribe usted, no encontrará quién le lleve la carta. Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias violentas recriminaciones después de las cuales Cati se encerró con cerrojo en su cuarto. La carta, con todo, fue terminada y enviada por un lechero que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina abandonó su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse por los rincones. Si, cuando estaba leyendo, me acercaba a ella, se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo suficiente para que yo dejase de ver que tenía papeles sueltos entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina y andaba por allí como en espera de algo. Adquirió la costumbre de echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su uso. Un día noté que en el cajoncito, que en aquel momento estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías y los juguetes que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron a echar una ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en que ella y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel cajón, saqué cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había supuesto, era una correspondencia procedente de Linton Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y breves, pero las sucesivas contenían encendidas frases de amor, que por su exaltada insensatez -parecían propias de un colegial, pero que mostraban ciertos rasgos que me parecieron de mano mas experta. Algunas principiaban expresando enérgicos sentimientos, y luego concluían de un modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante para dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello le parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón. Según tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy temprano. Al llegar el muchacho que traía la leche, mientras la criada la vertía en el jarrón, la señorita salió y deslizó un papel en el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo de él. Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente la integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela, y le hice irse amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí la carta de amor de Cati. Era mucho más sencilla y más expresiva que las de su primo. Moví la cabeza y me volví pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al parque. Al terminar de estudiar, acudió a su cajón. Su padre estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo estaba arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la ventana. Un pajaro que hubiese hallado su nido vacío no hubiera, con sus trinos y su agitación, manifestado más angustia que la de Cati al exclamar: -¡Oh! Y su cara, que un momento antes expresaba una perfecta felicidad, se alteró completamente. El señor Linton levantó los ojos. -¿Qué te pasa, hijita? ¿Te has lastimado? Ella comprendió que su padre no era el descubridor del tesoro escondido. -No -repuso-. Elena, ven arriba conmigo. Me encuentro indispuesta. La acompañé. -Tú las has cogido, Elena -me dijo, cayendo arrodillada delante de mí-. Devuélvemelas y no lo digas a papá, y no volveré a hacerlo. ¿Se lo has dicho a papá, Elena? -Ha ido usted muy lejos, señorita Cati -dije severamente-. ¡Debía darle vergüenza! ¡Y vaya una hojarasca que lee usted en sus ratos de ocio! ¡Si parecen cuartillas destinadas a los periódicos! ¡Qué dirá el señor cuando se lo enseñe! No lo he hecho aún, pero no se figure que guardaré el secreto. Y el colmo es que ha debido usted ser la que empezó, porque a él creo que no se le hubiera ocurrido nunca. -No es verdad -respondió Cati sollozando con desconsuelo-. No había pensado en amarle hasta que... -¡Amarle! -exclamé, subrayando la palabra con tanto desdén como me fue posible-. Es como si yo amase al molinero que una vez al año viene a comprar el trigo. ¡Si no ha visto usted cuatro horas a Linton, 80 sumando las dos veces! Ea, voy a llevar a su padre estas bobadas, y ya verernos lo que él opina de ese amor. Ella dio un salto para coger su correspondencia, pero yo la mantuve levantada sobre mi cabeza. Me suplicó frenéticamente que la quemase o hiciera con ella lo que quisiera menos enseñarla a su padre. Como a mí todo aquello me parecía una puerilidad, y estaba más cerca de reírme que de reprochárselo, cedí, no sin preguntarle previamente: -Si las quemo, ¿me promete usted no volver a mandar ni a recibir cartas, ni libros, ni rizos de cabello, ni anillos, ni juguetes? -No nos enviamos juguetes -exclamó. -Ni nada, señorita. Si no me lo promete, hablaré a su papa. -Te lo prometo, Elena -me dijo-. Échalas al fuego... Mas, al hacerlo, ello le resultó tan doloroso, que me rogó que guardase una o dos siquiera. Yo comencé a echarlas a la lumbre. -¡Oh, cruel! Quiero siquiera una -dijo, metiendo la mano entre las llamas, y sacando un pliego medio chamuscado, no sin menoscabo de sus dedos. -Entonces, también yo quiero algunas para enseñárselas a su papá -repliqué, envolviendo las demás en el pañuelo, y dirigiéndome a la puerta. Arrojó al fuego los trozos medio quemados y me incitó a consumar el holocausto. Cuando estuvo terminado, removí las cenizas y las sepulté bajo una paletada de carbón. Se fue ofendidísima a su cuarto sin decir palabra. Bajé y dije al amo que la señorita estaba mejor, pero que era preferible que reposase un poco. Cati no bajó a comer, ni reapareció hasta la hora del té. Estaba pálida y tenía los ojos hinchados, pero se mantenía serena. Cuando a la mañana siguiente llegó la carta acostumbrada la contesté con un trozo de papel en el que escribí: «Se suplica al señor Linton que no envíe más cartas a la señorita Cati, porque ella no las recibirá.» Y desde aquel momento el muchachito venía siempre con los bolsillos vacíos. CAPÍTULO XXII Acabó el verano y vino el otoño. Pasó el día de san Miguel y aún algunos de nuestros campos no estaban segados. El señor Linton solía ir a presenciar la siega con su hija. Un día permaneció en el campo hasta muy tarde, y como hacía frío y humedad, cogió un catarro que le tuvo recluido casi todo el invierno. Cati estaba entristecida y sombría desde que su novela de amor había tenido aquel desenlace. Su padre dijo que le convenía leer menos y moverse más. Ya que él no podía acompañarla, determiné sustituirle yo en lo posible. Pero sólo podía destinar a ello dos horas o tres al día y, ademas, mi companía no le agradaba tanto como la de su padre. Una tarde -era a principios de noviembre o fines de octubre y las hojas caídas tapizaban los caminos, mientras el frío cielo azul se cubría de nubes que auguraban una fuerte lluvia rogué a mi señorita que renunciásemos por aquel día al paseo. Pero no quiso, y tuve que acompañarla hasta el fondo del parque, paseo casi maquínal que ella solía dar cuando se sentía de mal humor. Y esto sucedía siempre que su padre se encontraba peor que lo corriente, aunque nunca nos lo confesaba. Pero nosotras lo notábamos en su aspecto. Ella andaba sin alegría y no retozaba como antiguamente. A veces se pasaba la mano por la mejilla, como si se limpiase algo. Yo buscaba a mi alrededor alguna cosa que la distrajera. A un lado del camino erguíase una pendiente donde crecían avellanos y robles cuyas raíces salían de tierra. Como el suelo no podía resistir su peso más que a duras penas, algunos se habían inclinado de tal modo por efecto del viento, que estaban en posición casi horizontal. Cuando Cati era más niña, solía subirse a aquellos troncos, se sentaba en las ramas, y se columpiaba en ellas a más de veinte pies por encima del suelo. Yo la reprendía siempre que la veía así, pero sin resolverme a hacerla bajar. Y allí permanecía largas horas, mecida por la brisa, cantando antiguas canciones que yo le había enseñado y distrayéndose en ver cómo los pájaros anidados en las mismas ramas alimentaban a sus polluelos y les incitaban a volar. Y así, la muchacha se sentía feliz. -Mire, señorita -dije-, debajo de las raíces de ese árbol hay aún una campanilla azul. Es la última que queda de tantas como había en julio, cuando las praderas estaban cubiertas de ellas como de una nube de color violáceo. ¿Quiere usted cogerla para mostrársela a su papá? Cati miró mucho rato la solitaria flor y después repuso: -No, no quiero arrancaría. Parece que está triste, ¿verdad, Elena? -Sí -repuse-. Tan triste como usted. Tiene usted pálidas las mejillas. Déme la mano y echemos a correr. ¡Pero qué despacio anda, señorita! Casi marcho más deprisa yo. 81 Ella continuó andando lentamente. A veces se paraba a contemplar el césped, o algún hongo que se destacaba, amarillento, entre la hierba. Y en ocasiones se pasaba la mano por el rostro. -¡Oh, querida Catalina! ¿Está usted llorando? -dije acercándome a ella y poniéndole la mano en un hom- bro-. No se disguste usted, señorita. Su papá está ya mucho mejor de su resfriado. Debe agradecer a Dios que no sea una enfermedad peor. -Ya verás como será algo peor -contestó-. ¿Qué haré cuando papá y tú me abandonéis y me encuentre sola? No he olvidado aquellas palabras que me dijiste una vez, Elena. ¡Qué triste me parecerá el mundo cuando papá y tú hayáis muerto! -No se puede asegurar que eso no le suceda antes a usted -dije-. No se debe predecir la desgracia. Supon- go que pasarán muchos años antes de que faltemos los dos. Su papá es joven, y yo no tengo más que cuarenta y cinco años. Mi madre vivió hasta los ochenta. Suponga que el señor viva sólo hasta los sesenta, y ya ve si quedan años, señorita. Es una tontería lamentarse de una desgracia con veinte años de anticipacion. -La tía Isabel era más joven que papa -respondió Cati con la esperanza de que yo la consolase otra vez. -A la tía Isabel no pudimos asistirla nosotros -expliqué-. Además no fue tan feliz como el señor, y no te- nía tantos motivos para vivir. Lo que usted debe hacer es cuidar a su padre y evitarle todo motivo de disgusto. No le voy a ocultar que conseguiría usted matarle si obrase como una insensata y siguiera enamorada del hijo de un hombre que desea ver al amo en la tumba, y se manifestase contrariada por una separación que él le impuso con sobrada razón. -Lo único que me contraría en el mundo es la enfermedad de papá -dijo Cati. Es lo único que me interesa. Mientras yo tenga uso de razón no haré ni diré nunca nada que pueda disgustarle. Le quiero más que a mi misma, Elena, y todas las noches rezo para no morir antes que él, por no darle ese disgusto. Ya ves si le quiero. -Habla usted muy bien -le dije-. Pero procure demostrarlo con hechos, y cuando él se haya restablecido, no olvide la resolución que ha adoptado usted en este momento en que está preocupada por su salud. Entretanto, nos acercábamos a una puerta que comunicaba con el exterior de la finca. Mi señorita trepó alegremente a lo alto del muro para coger algunos rojos escaramujos que adornaban los rosales silvestres que daban sombra al camino. Al inclinarse, para alcanzarlos, se le cayó el sombrero. Como la puerta estaba cerrada, saltó ágilmente. Pero el volver a encaramarse no fue tan sencillo. Las piedras eran lisas y no había hendidura entre ellas y las zarzas dificultaban la subida. Yo no me acordé de ello hasta que le oí decir, riendo: -Elena, no puedo subir. Vete a buscar la llave, o tendré que dar la vuelta a toda la tapia. -Aguarde un momento -dije-, que voy a probar las llaves de un manojo que llevo en el bolsillo. Si no, iré por la llave a casa. Mientras yo probaba todas las llaves sin resultado, Catalina bailaba y saltaba delante de la puerta. Ya me preparaba yo a ir a buscar la llave, cuando sentí el trote de un caballo. Cati cesó de saltar, y yo sentí que el caballo se detenía. -¿Quién es? -pregunté. -Abre la puerta, Elena -murmuró Cati con ansiedad. Una voz grave, que supuse que era la del jinete, dijo: -Me alegro de encontrarla, señorita Linton. Tengo que hablar con usted. Hemos de tener una explicación. -No quiero hablar con usted, señor Heathcliff -contestó Cati. Papá dice que es usted un hombre malo y que nos aborrece, y Elena opina lo mismo. -Eso no tiene nada que ver -oí decir a Heathcliff-. Sea como sea, yo no aborrezco a mi hijo, y a él me refiero. ¿No solía usted escribirse con él hace unos meses? ¿De modo que jugaban a hacerse el amor? Merecen ustedes dos una buena paliza, y en especial usted, que es la de más edad y la menos sensible de ambos. Yo he cogido sus cartas, y si no se pone usted en razón se las mandaré a su padre. Usted se cansó del juego y abandonó a Linton, ¿eh? Pues entérese de que le abandonó en plena desesperación. Él tomó aquello en serio, está enamorado de usted y, por mi vida, que le aseguro que se muere, y no metafóricamente, sino muy en realidad. ¡Ni Hareton tomándole el pelo seis semanas seguidas, ni yo con las medidas más enérgicas que pueda usted imaginarse, hemos logrado nada! Como usted no le cure, antes del verano se habrá muerto. -No engañe tan descaradamente a la pobrecita -grité yo desde dentro-. Haga el favor de seguir su camino. ¿Cómo puede mentir así? Espere, señorita Cati, que voy a saltar la cerradura con una piedra. No crea todos esos disparates. Comprenda que es imposible que haya quien se muera de amor por una desconocida. 82 -¿Cómo se siente ahora, señorito? -le pregunté, pasado un rato. -¡Ojalá se encontrara ella como yo! ¡Qué cruel es y qué implacable! Hareton no me pega nunca. Y hoy, que yo me encontraba mejor... -replicó él, terminando por prorrumpir en llanto. -No te he pegado -contestó Catalina, mordiéndose los labios para contenerse. Él gimoteó y suspiró. Se notaba que lo hacía adrede para aumentar la aflicción de su prima. -Lamento haberte hecho daño, Linton -dijo ella, al fin, traspasada de pena-, pero a mí un empellón como aquél no me hubiera lastimado, y creí que a ti tampoco. ¿Te duele? No quiero volver a casa con el pensamiento de haberte hecho daño. ¡Contéstame! -No puedo -respondió el joven-. Tú no sabes lo que es esta tos, porque no la tienes. No me dejará dormir en toda la noche. Mientras tú descanses tranquilamente yo me ahogaré, aquí solo. No sabes las noches que paso. Y el muchacho, empezó a gemir, tanta era la pena que le inspiraban sus propios sufrimientos. -No será la señorita quien vuelva a molestarle --dije yo-. Si no hubiese venido, no habría perdido usted nada. Pero no volverá a importunarle, estése tranquilo... -¿Quieres que me vaya, Linton? -preguntó Catalina. -No puedes rectificar el mal que me has hecho -replicó él---. ¡A no ser que quieras seguir molestándome hasta producirme calentura! -Entonces, ¿me voy? -Por lo menos, déjame solo. No puedo ahora hablar contigo. Cati se resistía a marcharse, pero, al fin, como él no le contestaba, cedió a mis instancias y se dirigió hacia la puerta seguida por mí. Pero antes de que llegáramos, oímos un grito que nos hizo volver. Linton se había dejado caer de su silla y se retorcía en el suelo. Era una simple chiquillada de niño mal educado, que quiere molestar todo lo posible. Comprendí por este detalle cuál era su carácter y la locura que sería tratar de complacerle. En cambio, la señorita se aterrorizó y, deshecha en llanto, trató de consolarle. Pero él no dejó de retorcerse y gritar hasta que le faltó la respiración. -Mire -le dije-, voy a levantarle y a sentarle en la silla, y allí retuérzase cuanto quiera. No podemos hacer otra cosa. Ya se habrá usted convencido, señorita Cati, de que no se convienen ustedes mutuamente, y que la falta de usted no es lo que tiene enfermo a su primo. Ea, ya está... Ahora, cuando él sepa que no hay nadie para hacer caso de sus caprichos, se tranquilizará solo. Cati le puso una almohada bajo la cabeza y le ofreció agua. Él la rechazó y empezó a hacer dengues sobre la almohada, cual si fuese incómoda como una piedra. Cati quiso arreglársela bien. -Esta no es bastante alta -dijo el muchacho-. No me sirve. Cati puso otra sobre la primera. -¡Ahora queda alta en exceso! -murmuró el caprichoso joven. -Entonces, ¿qué hago? -dijo ella, desesperada. Linton se inclinó hacia Cati, que se había arrodillado a su lado, y descansó la cabeza sobre el hombro de la joven. -No, eso no es posible -intervine yo-. Conténtese con la almohada, señorito Heathcliff. No podemos entretenernos más aquí. -Sí podemos -repuso la joven---. Ahora va a ser bueno ya. Estoy pensando en que me sentiré más desdichada que él esta noche si me voy con la idea de haberle perjudicado. Dime la verdad, Linton. Si mi visita te ha perjudicado, no debo volver. -Ahora debes venir para curarme -alegó él-, ya que me has puesto peor de lo que estaba cuando viniste. -Yo no he sido la única culpable -contestó la muchacha-. Has sido tú con tus arrebatos y tus llantos. Vaya, seamos amigos. ¿Quieres de verdad volver a verme? -¡Ya te he dicho que sí! -replicó el muchacho con impaciencia-. Siéntate y déjame que me recueste en tu regazo. Mamá lo hacía así cuando estábamos juntos. Estáte quieta y no hables, pero canta o recítame alguna balada, o cuéntame un cuento. Cati recitó la balada más larga que recordaba. Aquello les agradó mucho a los dos. Linton le pidió luego que recitase otra, y otra después, y así siguió la cosa hasta que el reloj dio las doce, y oímos regresar a Hareton, que venía a comer. -¿Vendrás mañana, Cati? -preguntó él cuando la joven, contra su voluntad, empezaba a levantarse para irse. -No -repuse yo-; ni mañana, ni pasado. Mas ella opinaba lo contrario, sin duda, a juzgar por la expresión que puso Linton cuando ella se inclinó para hablarle al oído. 85 -No volverá usted, señorita -le dije-. No se le ocurrirá semejante cosa. Mandaré arreglar la cerradura para que no pueda usted escaparse. -Puedo saltar por el muro -repuso ella, bromeando-. Elena, la «Granja» no es una prisión, ni tú un carce- lero. Tengo ya diecisiete años y soy una mujer. Y Linton se repondría seguramente si yo le cuidara. Tengo más edad y más juicio que él, no soy tan niña. Él hará lo que yo le diga si le mimo un poco. Cuando se porta bien, es adorable. ¡Cuánto me gustaría que viviera en casa! Una vez acostumbrados el uno al otro no reñiríamos nunca. ¿No te agrada Linton, Elena? -¿A mí? ¡Es el chico más insoportable que he visto en mi vida! Menos mal que no llegará a cumplir veinte años, según dijo el mismo señor Heathcliff. Mucho dudo de que llegue ni a la primavera. Y no creo que su familia pierda nada porque se muera. Hemos tenido suerte con que no se quedara en casa. Cuanto mejor le hubiéramos tratado, más pesado y más egoísta se hubiera vuelto. Celebro mucho, señorita, que no haya ninguna posibilidad de que llegue a ser su marido. Mi compañera se puso seria al oírme, ofendida de que hablase con tanta frialdad de la muerte de su primo. -Es más joven que yo -repuso- y lógicamente debiera vivir más, o por lo menos tanto como yo. Está ahora tan fuerte como cuando llegó. Y si dices que papá se pondrá bueno, ¿por qué no es posible que también él mejore de su dolencia? -No hablemos más -repuse-. Si usted se propone volver a «Cumbres Borrascosas», se lo diré al señor y si él lo autoriza, acordes. Si no, no se renovará la amistad con su primo. -Ya se ha renovado -argumentó Cati. -Pero no continuará. -Ya veremos -replicó. Y espoleando a la jaca, Catalina partió al galope, obligándome a apresurarme para alcanzarla. Llegamos poco antes de comer. El señor, creyendo que veníamos de pasear por el parque, no nos pidió explicaciones. En cuanto entré me cambié de zapatos y medias, ya que tenía empapados unos y otras, pero la mojadura había producido su efecto, y a la mañana siguiente tuve que guardar cama, en la que permanecí tres semanas seguidas, lo que no me había ocurrido antes, ni gracias a Dios me ha vuelto a suceder. Cati me cuidó tan solícita y cariñosamente como un ángel. Quedé muy abatida por el prolongado encierro, que es lo peor que puede sucederle a un temperamento activo. Cati dividía su tiempo entre el cuarto del señor y el mío. No tenía diversión alguna, no estudiaba, ni apenas comía, consagrada a cuidarnos como la más abnegada enfermera. ¡Muy buen corazón debía de tener, cuando tanto se ocupaba de mí y tanto quería a su padre! Ahora bien, el señor se acostaba temprano, y yo después de las seis no tenía necesidad de nada, de modo que a Cati le sobraban las horas siguientes al té. Yo no adiviné lo que la pobrecita hacía después de esa hora. Y cuando venía a darme las buenas noches, y notaba el vivo color de su mejillas, nunca se me ocurrió que la causa de ello fuera, no el fuego de la biblioteca, como suponía, sino una larga carrera por la campiña. CAPÍTULO XXIV A las tres semanas principié a salir de mi habitación y a andar por la casa. La primera noche, pedí a Cati que me leyese alguna cosa, porque yo sentía fatigada la vista después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis libros como a disgusto, le dije que eligiese ella misma entre los suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes preguntas: -¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras? Vas a recaer si estás tanto tiempo en pie. -No estoy cansada, querida -contestaba yo. Viéndome imperturbable, recurrió a otro método para hacerme comprender que no tenía ganas de leerme nada. Bostezó y me dijo: -Estoy fatigada, Elena. -No lea más. Podemos hablar un rato -respondí. Aquel remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho, se fue a su alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello, y resolví ir a buscarla a su aposento y aconsejarla que se estuviese conmigo, ya que si se sentía fatigada podía tenderse en el diván. Pero en su habitación no encontré rastro alguno de ella. Los criados me dijeron que no la habían visto. 86 Escuché junto a la puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví a su habitación, apagué la luz y me senté junto a la ventana. Brillaba una luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el suelo. Pensé que acaso la joven habría resuelto bajar a tomar el aire al jardín. Al ver una figura que se deslizaba junto a la tapia creí que era la señorita, pero cuando salió de las sombras reconocí a uno de los criados. Durante un rato miró la carretera, después salió de la finca y volvió a aparecer llevando de la brida a Minny. La señorita iba a su lado. El criado condujo cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana del salón y subió sigilosamente a la alcoba. Cerró la puerta y se quitó el sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo, yo me levanté de pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil. -Mi querida señorita -le dije, aunque me sentía tan agradecida por lo bien que me había cuidado que me faltaban las fuerzas para reprenderla-. ¿Adónde ha ido usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en engañarme? Dígame dónde ha estado. -No he ido más que hasta el final del parque -me aseguró. -¿No ha ido a otro sitio? -No. -¡Oh, Catalina! -exclamé disgustada-. Bien sabe usted que ha obrado mal, porque de lo contrario no me diría esa mentira. No sabe cuánto me afecta. Preferiría estar tres meses enferma, que oírle decir una cosa falsa. Se acercó a mí y me abrazó. -No te molestes, Elena -me dijo-. Te lo contaré todo. No sé mentir. Le prometí que no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana. Ella.empezó su relato. -Desde que enfermaste, Elena, he ido diariamente a «Cumbres Borrascosas», excepto tres días antes y dos después de haber salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné para que me sacase a Minny de la cuadra todas las noches, dándole estampas y libros. No le reñirás a él tampoco, ¿eh? Solía llegar a las «Cumbres» a las seis y media y me estaba dos horas. Luego volvía a casa galopando. No creas que era una diversión: más bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si me he sentido feliz una vez cada semana, ha sido todo lo más. Como el primer día que te quedaste en cama yo había quedado con Linton en volver a verle, aproveché la oportunidad. Pedí a Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que visitar a mi primo, ya que él no podía venir porque ello no le agradaba a papá. -Después hablamos de lo de la jaca, y le ofrecí libros, sabiendo que es aficionado a leer. No puso muchas dificultades en complacerme, porque, además, piensa despedirse pronto. Como se casa... »Cuando llegué a las «Cumbres», Linton se alegró. Zillah, la criada, arregló la habitación y encendió un buen fuego. Nos dijo que José estaba en la iglesia y que Hareton se dedicaba a andar con los perros por los bosques (y, según me enteré después, a apoderarse de nuestros faisanes), de modo que nos encontrábamos libres de estorbos. Zillah me trajo vino y bollos. Linton y yo nos sentamos al fuego y pasamos el tiempo riendo y charlando. Estuvimos planeando los sitios a que iríamos en verano... Bueno, no te hablo de esto, porque dirás que son bobadas. »A poco renimos a propósito de nuestras distintas opiniones. Él me aseguró que lo mejor para pasar un día de julio era estar tumbado de la mañana a la noche entre los matorrales del campo, mientras las abejas zumban alrededor, las alondras cantan y el sol brilla en un cielo claro. Eso constituye para él el ideal de la dicha. El mío consistía en columpiarse en un árbol florido, mientras sopla el viento del Oeste, y por el cielo corren nubes blancas. Y Cantan, además de las alondras, los mirlos, los jilgueros y los cuclillos. A lo lejos se ven los pantanos, entre los que se destacan arboledas umbrosas, y la hierba tiembla bajo el soplo de la brisa, y los árboles y las aguas murmuran, y la alegría reina por doquier. Él aspiraba a verlo todo sumido en la paz, yo en una explosión de júbilo. Le argumenté que su cielo parecería medio dormido, y él respondió que el mío medio borracho. Le dije que yo me dormiría en su paraíso, y él respondió que se marearía en el mío. Al fin resolvimos que probaríamos ambos sistemas, nos besamos y quedamos amigos. »Pasamos sentados cosa de una hora, y luego pensando yo que podíamos jugar en aquel salón tan amplio si quitábamos la mesa, se lo dije a Linton, proponiéndole jugar a la gallina ciega (como he hecho contigo a veces, ¿te acuerdas, Elena?) y llamar a Zillah para que se divirtiese con nosotros. Él no quiso, pero accedió a que jugásemos a la pelota. En un armario lleno de juguetes viejos, encontramos dos. Una tenía marcada una C y otra una H, y yo quería la C, porque significaba Catalina, pero él no quiso la otra porque se le salía el embutido por las costuras. Le gané siempre, se puso de mal humor y volvió a sentarse. Le canté dos o tres canciones de las que tú me has enseñado, y recobró el buen humor. Al irme me rogó que volviese al día siguiente, y se lo prometí. Monté en Minny y regresamos veloces como el viento. Pasé la noche soñando en «Cumbres Borrascosas» y en mi primo. 87 terminado. Lloró y rogó a su padre que se compadeciese de Linton. Lo más que pudo conseguir fue que su padre escribiera al muchacho diciéndole que podía venir a la «Granja» si gustaba, pero que Cati no volvería a «Cumbres Borrascosas». E imagino que si hubiese sabido cuál era el carácter y el verdadero estado de salud de su sobrino, ni siquiera hubiera accedido a darle aquel pobre consuelo. CAPÍTULO XXV -Todo esto, señor Lockwood -me dijo la señora Dean-, sucedió el invierno pasado. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que, un año más tarde, había yo de distraer con el relato de ello a un ajeno a la familia. Ahora que, ¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo mucho de que sea posible ver a Cati Linton sin enamorarse de ella. Sí, sonríase, pero lo cierto es que le veo animado cada vez que se la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que cuelgue su retrato sobre la chimenea? -¡Bueno, bueno, amiga mía! -repuse-. Suponga incluso que yo me enamorase de ella. ¿Cree usted que ella se enamoraría de mí? Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al mundo activo, y debo volver a él. Ea, siga contándome... -Catalina -continuó la señora Dean- obedeció a su padre, ya que le quería a él más que a nadie. El amo le habló sin enojo, pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener como guía el recuerdo de sus palabras. A mí me dijo pocos días después: -Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese. Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena. ¿Ha mejorado? ¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle? -Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva mucho. Sí le puedo asegurar que no se parece a su padre. Si la señorita Cati se casase con él, se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita no extremase su indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no... Le faltan cuatro años para ser mayor de edad. Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró la iglesia de Gimmerton. El sol de febrero iluminaba débilmente la tarde de bruma y a su luz distinguimos confusamente los abetos y las lápidas del cementerio. -A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello sucediera, ahora me asusto -murmuró como para sí-. Pensaba que el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para casarme no sería tan feliz como el presentimiento del momento en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz, Elena. He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de invierno y los días de verano. Pero no he sido menos feliz cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia, en las tardes de junio en que me sentaba junto a la tumba de su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme con ella... Y ahora, ¿que me cabe hacer en bien de Cati? Que Linton sea hijo de Heathcliff y se la lleve no me importaría nada, si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni siquiera me importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero si Linton es un instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus manos. Mucho me duele hacer sufrir a Catalina, pero es preferible. ¡Preferiría llevarla yo mismo a la tumba! -Si usted faltase, lo que Dios no permita -contesté-, yo seguiré siendo la amiga y la consejera de Cati. Pero ella es una buena muchacha, y no se empeñará en seguir el mal camino. Entraba la primavera, mas mi amo no se reponía. A veces paseaba por el parque con su hija, quien lo consideraba como una señal de que su padre estaba mejor. Y pensaba que curaría al ver encendidas su mejillas. El día en que Cati cumplía diecisiete años, el señor no fue al cementerio. Llovía. Yo le dije: -¿No irá usted esta tarde, verdad? -Este año iré más adelante -respondió. Volvió a escribir a Linton indicándole que deseaba verle, y segura estoy de que si el aspecto del chico no hubiera sido calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin duda aconsejado por Heathcliff, diciendo que éste no estaba de acuerdo con que visitase la «Granja» pero que podía encontrar a su tío alguna vez que éste saliese de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le rogaba que no se obstinase en separarle de Catalina. «No pretendo -decía con sencilla elocuencia- que Cati me visite aquí, pero le suplico que la acompañe usted alguna vez paseando hacia «Cumbres Borrascosas» y que nos permita hablar un poco en su presencia. No hemos hecho nada que justifique esta separación, y usted mismo lo sabe. Querido tío, mándeme una nota mañana diciéndome en qué sitio que no sea la «Granja de los Tordos» quiere que nos encontremos. Espero que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi padre. Él afirma que tengo mas de sobrino de usted que de hijo suyo. Aunque mis defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me los perdona, 90 usted debía seguir su ejemplo. Mi salud anda algo mejor, pero, ¿cómo voy a curarme mientras esté rodeado de seres que no me han querido ni me querrán nunca? » A Eduardo le hubiera agradado acceder, pero no se sentía con fuerzas para acompañar a su hija. Escribió a su sobrino diciéndole que aplazasen las entrevistas para el verano, y que entretanto no dejase de escribirle, y que él le aconsejaría y haría por él cuanto pudiese. Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado todo a perder con sus quejas, pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el muchacho se amoldó a todo y en sus cartas se limitaba a decir que le angustiaba mucho la separación de su prima, y que deseaba que su padre les procurase una entrevista lo antes posible, ya que, si no, pensaría que quería entretenerle con vanas esperanzas. Tenía en nuestra casa una poderosa aliada en Cati, y al fin entre los dos acabaron convenciendo al señor de que una vez a la semana les dejase dar un paseo a caballo por los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando llegó junio, el señor se encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus rentas para aumentar los bienes de su hija, pues sentía el natural deseo de que ella cuando él faltase no tuviese que abandonar la casa paterna. El mejor medio de conseguirlo era que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque como ningún médico iba a las «Cumbres», no había modo de saber noticia alguna del verdadero estado del muchacho. Yo misma, viendo que él hablaba de pasear a caballo por los pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen mis suposiciones, porque no me cabía en la cabeza que un padre tratase con tal crueldad a un hijo moribundo como luego averigue que Heathcliff le había tratado, obstinándose en que sus planes se realizaran antes de que la muerte del muchacho los echase a rodar. CAPÍTULO XXVI Al comenzar el estío, Eduardo, aunque de mala gana, accedIó a que los primos se entrevistasen. Salimos Cati y yo. El día era bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos citado en el jalón de la encrucijada. Pero no encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y nos dijo que el señorito Linton estaba un poco mas allá y que nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo más. -El señorito Linton -repuse- ha olvidado que su tío puso como condición que las entrevistas fueran en te- rrenos de la «Granja». -Podemos hacerlo -dijo Cati-viniendo hacia aquí cuando nos encontremos. Le vimos a un cuarto de milla de su casa, tumbado sobre los matorrales. No se levantó hasta que estuvimos muy cerca de él. Nos apeamos y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de exclamar: -¡Pero, señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me parece que se encuentra usted muy malo. Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le preparaba se convirtió en una pregunta de si se hallaba peor que otras veces. -Estoy mejor -respondió él, sofocándose y temblando mientras le cogía la mano como en busca de apoyo y fijaba en ella sus ojos azules. -Entonces es que has empeorado desde la última vez que te vi -insistió su prima---. Estás mucho más delgado... -Es que estoy cansado -repuso el joven-. Sentémonos, hace demasiado calor para pasear. Suelo encon- trarme mal por las mañanas. Mi padre dice que es que estoy creciendo muy deprisa. Cati se sentó, descontenta, y él se acomodó a su lado. -Esto se parece al paraíso que tú anhelabas -dijo la joven, esforzándose en bromear---. ¿No te acuerdas de que convinimos en pasar dos días, uno como a ti te gustaba y otro como me agradaba a mí? Lo de hoy es tu ideal, aparte de que hay nubes, pero eso resulta aún más bonito que el sol... Si la semana que viene te encuentras bien, iremos a caballo al parque de la «Granja» y pondremos en práctica mi concepto del paraíso. Se advertía que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía y que le costaba mucho trabajo mantener una conversación. Demostraba tal falta de interés, en cuanto ella le mencionaba, que Cati no podía ocultar su desilusión. La volubilidad del joven que, con mimos y caricias, solía dejar lugar al afecto, se había convertido ahora en una apatía total. En lugar de su desgana infantil de antes, se apreciaba en él el pesimismo amargo del enfermo incurable que no quiere ser consolado y que considera insultante la alegría de los demás. Catalina reparo que el Íderaba nuestra compañía más como un castigo que consi como un placer, y no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo, cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de las «Cumbres» y- nos rogó que permaneciéramos con él media hora más. 91 -Yo creo --dijo Cati- que en tu casa te encontrarás mejor que aquí. Hoy no te entretienen mi conversación, ni mis canciones... En estos seis meses te has hecho más formal que yo. Claro que si creyese que eso te divertía, me quedaría contigo con mucho placer. -Quédate algo más, Cati -dijo el joven-. No digas que estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno que me abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío que me encuentro mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo harás? -Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo asegurarle que estés bien -dijo, extrañada, la se ñorita. -Ven a verme el jueves, Cati -murmuró él, esquivando su mirada-. Y dale muchas gracias al tío por ha- berte dejado venir. Y, mira... Si encuentras a mi padre, no le digas que he estado taciturno, porque se enfadaría... -No me importa que se enfade -repuso Cati, creyendo que el enfado sería solamente hacia ella. -Pero a mí sí -contestó, estremeciéndose, su primo-. No hagas que se enfade conmigo, Cati, porque le temo. -¿Así que es severo con usted, señorito? -intervine yo- ¿De modo que se ha cansado de ser tolerante? Linton me miró en silencio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y durante diez minutos le oímos suspirar. Cati se entretenía en coger arándanos y los repartía conmigo, sin ofrecerle a él por no enojarle. -¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? -me preguntó Cati al oído-. Yo creo que no debemos que- darnos más. Linton se ha dormido y papá nos espera. -Tenga usted paciencia hasta que se despierte -respondí-. ¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impacien- cia tenía usted por encontrarle. -¿Para qué quería verme Linton? -contestó Catalina---. Yo preferiría que estuviese como antes, a pesar de su mal humor de entonces. Me da la impresión de que me quiere ver únicamente por complacer a su padre. Y no me agrada venir por complacer a éste. Me alegro de que Linton esté mejor, pero me desagrada que se haya hecho menos afectuoso para conmigo. -¿Usted cree que está mejor? -pregunté. -Me parece que sí -respondió-, porque ya sabes cuánto le gustaba exhibir sus sufrimientos. No es que esté tan bien como me ha rogado que diga a papá, pero debe estar mejor. -A mí me parece, señorita --contesté-, que está mucho peor. Linton despertó en aquel momento sobresaltado y preguntó si alguien le había llamado por su nombre. -No -dijo Cati. Debes haberlo soñado. No comprendo cómo puedes dormirte en el campo por la mañana. -Me pareció oír a mi padre -dijo él-. ¿Estás segura de que no me ha llamado nadie? -Segura en absoluto -dijo su prima-. Únicamente hablamos Elena y yo acerca de ti. Dime, Linton: ¿Estás en realidad más fuerte que en el invierno? Porque si lo estás, es bien seguro que me quieres menos... Anda, dime: ¿estás mejor? Linton rompió en lágrimas al contestar. -Sí... Y seguía mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz de Heathcliff. Cati se puso en pie. -Tenemos que marcharnos -le afirmó- y me voy muy decepcionada. Pero a nadie se lo diré. No te figures que por miedo al señor Heathcliff. -¡Cállate! -murmuró Linton-. Mira, allí está. Cogió el brazo de Cati y quiso retenerla, pero ella se soltó presurosamente de él y llamó a Minny, que acudió enseguia. -El jueves volveré, Linton -gritó-. ¡Adiós! ¡Vamos, Elena! Y nos fuimos. Él casi no reparó en ello, tanta era la preocupación que le producía la llegada de su padre. En el camino Cati sintió, en lugar del disgusto que la había invadido, una especie de compasión y sentimiento, combinado con dudas sobre las verdaderas circunstancias mentales y materiales en que se hallaba Linton. Yo participaba de ellas, pero le aconsejé que reservásemos nuestro juicio hasta la siguiente entrevista. El señor nos pidió que le contáramos lo sucedido. Cati se limitó a transmitirle la expresión de la gratitud de su sobrino refiriéndose muy por encima a lo demás. Yo la imité, porque en verdad no sabía qué decir. CAPÍTULO XXVII 92 Cati por los cabellos, la derribó de rodillas y le golpeó violentamente la cabeza. Aquella diabólica brutalidad me puso fuera de mí. Le grité: -¡Malvado, malvado! Pero un golpe en pleno pecho me hizo enmudecer. Como soy gruesa, me fatigo enseguida, y entre la rabia que me dominaba y una cosa y otra, sentí que el vértigo me ahogaba como si se me hubiera roto una vena. Todo concluyó en dos minutos. Cati, al quedar suelta, se llevó las manos a las sienes cual si creyese que ya no tenía la cabeza en su sitio. Temblando como una caña, la pobrecita fue a apoyarse en la mesa. -Ya ves -dijo el malvado agachándose para coger la llave que había caído al suelo- que sé castigar a los niños traviesos. Ahora vete con Linton y llora cuanto se te antoje. Dentro de poco seré tu padre, y tu único padre además, y cosas como las de hoy te las encontrarás con frecuencia, puesto que no eres débil y estás en condiciones de aguantar lo que sea... ¡Como vuelva ese mal genio a subírsete a la cabeza te daré todos los días una ración como la de hoy! Cati corrió hacia mí, inclinó su cabeza sobre mi regazo y empezó a llorar. Su primo permanecía silencioso en un rincón, contento, al parecer, de que la tormenta hubiera descargado sobre una cabeza distinta a la suya. Heathcliff se levantó y preparó el té. El servicio ya estaba dispuesto. Vertió la bebida en las tazas. -Fuera tristezas -me dijo, ofreciéndome una taza y sirve a esos niños traviesos. No tengas miedo: no está envenenada. Me voy a buscar vuestros caballos. En cuanto se fue, comenzamos a buscar una salida. Mas la puerta de la cocina estaba cerrada y las ventanas eran excesivamente angostas, incluso para la esbeltez de Cati. -Señorito Linton -dije yo-, ahora va usted a decirnos qué es lo que su padre se propone, o de lo contrario cuente con que yo le vapulearé a usted como él ha hecho con su prima. -Sí, Linton, dínoslo -agregó Catalina-. Todo ha sucedido por venir a verte, y si te niegas a hablar serás un ingrato. -Dame el té, y luego te lo diré -repuso el joven-. Señora Dean, márchese un momento. Me molesta tenerla siempre delante. Cati, te están cayendo las lágrimas en mi taza. No quiero ésa. Dame otra. Cati le entregó otra y se enjugó las lágrimas. Me molestó la serenidad del muchacho. Comprendí que había sido amenazado por su padre con un castigo si no lograba atraernos a aquella encerrona, y que, una vez conseguido, no temía ya que cayese sobre él mal alguno. -Papá quiere que nos casemos --dijo, tras beber un sorbo de té-. Y como sabe que tu padre no lo permitiría ahora, y además el mío tiene miedo de que yo me muera antes, es preciso que nos casemos mañana por la mañana. Así que tienes que quedarte toda la noche aquí, y después de hacer lo que quiere mi padre, venir a buscarme al día siguiente y llevarme contigo. -¿Llevarle con ella? -exclamé-. ¿Ese hombre está loco o cree que los demás somos tontos? Pero ¿es posible que usted se imagine que esta hermosa joven se va a casar con un desdichado como usted? ¿Se figura que nadie en el mundo le aceptaría a usted por marido? Se merece usted una buena zurra por habernos hecho venir con sus cobardes artimañas y... ¡No me mire así, porque tengo ganas de castigar su maldad y su estupidez con una paliza! Le di un empujón, y sufrió un ataque de tos. Enseguida empezó a llorar y a gemir. Cati me impidió hacerle nada. -¡Quedarme aquí toda la noche! -dijo-. ¡Si es preciso, prenderé fuego a la puerta para salir! E iba a poner en práctica su amenaza. Pero Linton, asustado por las consecuencias que ello acarrearía para él, se incorporó, la sujetó entre sus débiles brazos, y dijo, entre lágrimas: -¿No quieres salvarme, Cati? ¿No quieres llevarme contigo a la «Granja»? No me abandones, Catalina. Debes obedecer a mi padre. -Debo obedecer al mío -replicó ella-. ¿Qué ocurriría si yo pasase toda la noche fuera de casa? Ya debe estar angustiado viendo que no vuelvo. He de salir de aquí a toda costa. Tranquilízate: no te pasará nada. Pero no te opongas, Linton. A mi padre le quiero más que a ti. El joven tenía tanto miedo a Heathcliff, que se sintió hasta elocuente. Cati, a punto de enloquecer, rogó a Linton que dominase su vergonzoso miedo. Y entretanto, nuestro carcelero volvió a entrar. -Vuestros caballos se han fugado -anunció-. ¡Pero Linton! ¿Estás llorando otra vez? ¿Qué te ha hecho tu prima? Anda, vete a acostar. Dentro de poco podrás devolver a tu prima sus violencias. Suspiras de amor, ¿eh? ¡Claro, no hay cosa mejor en el mundo! Bueno, acuéstate. Zillah no está hoy aquí, así que tendrás que arreglártelas solo. ¡A callar! Cuando estés acostado no temas que yo vaya. Has tenido la fortuna de hacer bastante bien las cosas. Yo me ocuparé del resto. 95 Mientras tanto, había abierto la puerta de la habitación de su hijo, y éste penetró por ella con el aspecto de un perro temeroso de un puntapie. Cuando la puerta se hubo cerrado tras él, Heathcliff se acercó al fuego junto al cual nosotras permanecíamos silenciosas. Cati levantó la mirada, y de un modo instintivo se llevó la mano a la mejilla al ver acercarse a Heathcliff. Él la miró huraño y dijo: -¿Conque no me temías, eh? Pues tu valentía está ahora bien escondida. Me pareces condenadamente asustada. -Lo estoy ahora -respondió la joven- porque, si me quedo aquí, papá se llevará un disgusto horrible. ¡Oh, no quiero causárselo cuando él está como está ...! Señor Heathcliff: déjeme marcharme. Me casaré con Linton. Mi padre está conforme. ¿Para qué obligarme a lo que estoy dispuesta a hacer? -¡Que la obligue si se atreve! -grité-. Hay leyes, gracias a Dios. ¡Las hay, hasta en este rincón del mundo! ¡Yo misma lo denunciaría! ¡Lo haría aunque fuese mi propio hijo! ¡Qué canallada! -¡Silencio! -ordenó el villano- ¡Demonio con el alboroto! No me interesa oíros. Catalina: me alegrará ex- traordinariamente el saber que tu padre está desconsolado. La satisfacción no me dejará dormir. No podías haber encontrado medio mejor para persuadirme a que te retenga veinticuatro horas en mi casa. Y respecto a casarte con Linton, bien cierto estoy de que sucederá, puesto que no saldrás de aquí hasta haberlo hecho. -Entonces envíe a Elena a decir que no me pasa nada, o cáseme ahora mismo -dijo Catalina llorando con desconsuelo-. ¡Pobre papá! Va a pensar que nos hemos perdido... ¿Qué haremos, Elena? -Tu padre pensará que te has cansado de cuidarle y que has ido a expansionarte un poco -contestó Heath- cliff-. No negarás que has entrado en mi casa voluntariamente, aunque él te lo había prohibido. Y es muy natural que te canses de- cuidar a un enfermo que no es más que padre tuyo. Mira, Catalina, cuando naciste, tu padre había dejado ya de ser feliz. Probablemente te maldijo por venir al mundo, como yo lo hice también. justo es, pues, que te maldiga al salir de él. Yo le imitaré. Puedes estar segura de que disto mucho de quererte. Llora, llora, ésa será en adelante tu principal distracción. ¡A no ser que Linton te consuele, como parecía esperar tu previsor padre! Me divertí de verdad leyendo sus cartas a Linton con sus consejos y los ánimos que le daba. En su última carta encarecía a mi joya que cuidase de la suya cuando la tuviera en su poder. ¡Qué cariñoso y qué paternal! Pero Linton tiene necesidad de su capacidad de afecto para si mismo. Y sabrá muy bien hacer el papel de tiranuelo doméstico. Es muy capaz de atormentar a todos los gatos que se le presenten, siempre y cuando se les limen los dientes y se les corten las uñas. ¡Cuando vuelvas a tu casa podrás contar a su tío mucho sobre sus amabilidades! -Tiene usted razón --dije-. Explíquele a Cati que el carácter de su hijo se parece al de usted, y supongo que la señorita Catalina lo pensará otra vez antes de consentir en contraer matrimonio con semejante reptil... -Por ahora no tengo ganas de hablar de sus buenas cualidades -repuso él-. O le acepta o se queda encerra- da aquí, y tú con ella, hasta que se muera tu amo. Puedo teneros aquí tan ocultas como haga falta. ¡Y si lo dudas, anímala a que rectifique, y verás! -No rectificaré -afirmó Cati-. Si es preciso, me casaré ahora mismo, con tal de poder ir enseguida a la «Granja». Señor Heathcliff, es usted un hombre cruel, pero no un demonio, y creo que no se propondrá, por malicia, destrozar mi felicidad de un modo irreparable. Si mi padre cree que he huido de su lado y muere antes de que vuelva yo, no podré soportar la vida. Mire, no lloro ya, pero me arrodillo ante usted, y no me levantaré ni apartaré mi vista de su rostro hasta que usted me mire. ¡Míreme, no vuelva la cara! No me ofende que me haya usted maltratado. ¿No ha amado nunca a nadie, tío? ¿Nunca? Míreme, y si me ve tan desdichada, no podrá por menos de compadecerme. -¡Suéltame y apártate, o te pateo! -gritó Heathcliff-. ¡No sueñes en lisonjearme! ¡Te odio! Y una sacudida recorrio su cuerpo, como, si en efecto, el contacto de Catalina le repugnase. Me puse en pie y me preparé a lanzarle una avalancha de insultos, pero al primero que proferí me amenazó con encerrarme en una habitación a mí sola, y hube de callar. Mientras tanto empezaba a oscurecer. A la puerta sentimos ruido de voces. Heathcliff se precipitó fuera. Conservaba su perspicacia, bien al contrario que nosotras. Le oímos hablar con alguien dos o tres minutos. Volvió solo al cabo de un trecho. -Creí -dije a Cati- que sería su primo Hareton. ¡Si llegara, tal vez se pusiese de nuestra parte! -Eran tres criados de la «Granja» -replicó Heathcliff, que me oyo-. Podías haber abierto la ventana y chillar. Pero estoy cierto de que esa muchacha celebra que no lo hayas hecho. En el fondo se alegra de tener que quedarse. Las dos empezamos a lamentarnos de la ocasion que habíamos perdido. A las nueve nos mandó que subiésemos al cuarto de Zillah. Yo aconsejé a mi compañera que obedeciésemos, pues tal vez desde allí podríamos salir por la ventana o por un tragaluz. Pero la ventana era muy estrecha y una trampilla que daba al desván estaba bien cerrada, de modo que nuestros intentos fueron inútiles. Ninguna de las dos nos 96 acostamos. Cati se sentó junto a la ventana esperando que llegase la aurora, y sólo respondía con suspiros a mis ruegos de que descansase un poco. Por mi parte, me senté en una silla, y comencé a hacer un severo examen de conciencia sobre mis faltas, de las que me imaginaba que procedían todas las desventuras de mis amos. Heathcliff llegó a las siete y preguntó si la señorita estaba levantada. Ella misma corrió a la puerta y contestó afirmativamente. -Vamos, pues -dijo Heathcliff, llevándosela. Quise seguirla, pero cerró la puerta con llave. Le rogue que me dejase libre. -Ten un poco de paciencia -contestó-. Dentro de un rato te traerán el desayuno. Golpeé la puerta furiosamente y sacudí con fuerza el picaporte. Cati inquirió los motivos de prolongar mi encierro. Él contestó que duraría una hora más. Y los dos se fueron. Al cabo de dos o tres horas oí pasos, y una voz que no era la de Heathcliff me dijo: -Te traigo la comida. Abre. Obedecí, y vi a Hareton, que me traía provisiones para todo el día. -Toma -dijo entregándomelas. -Atiéndeme un minuto -comencé a decir. -No -respondió, marchándose sin hacer caso de mis súplicas. El día y la noche siguientes seguía encerrada. Pero mi prisión se prolongó más aún: cinco noches y cuatro días en total. A nadie veía sino a Hareton que llegaba todas las mañanas. Llevaba bien su papel de carcelero, ya que era insensible, sordo y mudo a todo intento de excitar sus sentimientos de justicia o su piedad. CAPÍTULO XXVIII Al atardecer del quinto día sentí aproximarse a la habitación un paso breve y ligero, y Zillah penetró en el aposento, ataviada con su chal rojo y con su sombrero de seda negra y llevando una canastilla colgada al brazo. -¡Oh, querida señora Dean! -exclamó al verme-. ¿No sabe usted que en Gimmerton se asegura que se ha- bía usted ahogado en el pantano del Caballo Negro, con la señorita? Lo creía hasta que el amo me dijo que las había encontrado y las había hospedado aquí. ¿Cómo está usted? ¿Qué le pasó? Encontrarían ustedes alguna isla en el fango, ¿no es eso? ¿La salvó el amo, señora Dean? En fin, lo importante es que no ha padecido usted mucho, por lo que se ve. -Su amo es un miserable -contesté- y esto le costará caro. El haber inventado esa historia no le servirá de nada. ¡Ya se sabrá todo! -¿Qué quiere usted decir? -exclamó Zillah-. En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa. Como que al entrar dije a Hareton: «¡Qué lástima de aquella mocita y de la señora Dean, señorito! ¡Qué cosas pasan!» Hareton me miró asombrado, y entonces le conté lo que se rumoreaba en el pueblo. El amo estaba oyéndonos, y me dijo: «Sí, Zillah, cayeron en el pantano, pero se han salvado. Elena Dean está instalada en tu cuarto. Cuando vayas dile que ya se puede ir: toma la llave. El agua del pantano se le subió a la cabeza, y hubiera vuelto a su casa delirando. En fin, la hice venir, y ya está bien. Dile que si quiere se vaya corriendo a la «Granja» y avise de mi parte que la señorita llegará a tiempo para asistir al funeral del señor.» -¡Oh, Zillah! -exclamé- . ¿Ha muerto el señor Linton? -Cálmese, amiga mía, todavía no. Siéntese, aún no está usted repuesta del todo. He encontrado al doctor Kermeth en el camino, y me ha dicho que el enfermo quizá resista un día más. En vez de sentarme me lancé fuera. En el salón busqué a alguien que pudiese hablarme de Cati. La habitación tenía las ventanas abiertas y estaba llena de sol, pero no se veía a nadie. No sabía adónde dirigirme y vacilaba sobre lo que debía hacer, cuando una tos que venía del lado del fuego llamó mi atención. Y entonces vi a Linton junto a la chimenea, saboreando un terrón de azúcar y mirándome con indiferencia. -¿Y la señorita Catalina? -pregunté, creyendo que, al encontrarle solo, le haría confesar por temor. Pero él siguió chupando como un necio. -¿Se ha marchado? -pregunté. -No. Está arriba. No se irá; no la dejaríamos. -¿Que no la dejarían? ¡Mentecato! Dígame donde está o verá usted lo que es bueno. 97
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved