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Orientación Universidad
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Derecho en la Baja Edad Media, Apuntes de Historia del Derecho

Asignatura: Historia del Derecho, Profesor: Pilar Pilar, Carrera: Doble Grado en Derecho - Ciencias Políticas, Universidad: UCM

Tipo: Apuntes

2014/2015
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Subido el 10/06/2015

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¡Descarga Derecho en la Baja Edad Media y más Apuntes en PDF de Historia del Derecho solo en Docsity! M. García Pelayo, “La idea medieval del derecho” en Del mito y de la razón en la historia del pensamiento político, recogido en sus Obras completas, Madrid 1991, vol. II, pp. 1092-1118. LA IDEA DEL DERECHO EN LA BAJA EDAD MEDIA 1. La concepción iuscéntrica de la sociedad A) La nueva metafísica jurídica A partir del siglo XIII, pero como consecuencia de un movimiento iniciado en la centuria anterior y que forma parte del fenómeno designado por Haskins como el «renacimiento del siglo XII», la idea teocéntrica de la sociedad comienza a ceder paso a la iuscéntrica, es decir, centrada en torno al derecho ya que el mismo rey, que se dispone a dar efectividad a la idea de lo público frente a la particularización y privatización de los poderes feudales, es concebido no sólo como la lex animata, sino también -mediante la transferencia a la dignidad real de los poderes que el Derecho romano atribuía a la dignidad imperial- como el creador mismo de los preceptos legales y no sólo como el guardián del derecho. La tendencia al abandono del monopolio de la concepción teocéntrica va vinculada al aristotelismo político que no considera a la gracia como momento absolutamente necesario para la legitimidad de la convivencia política y distingue, así, entre la sociedad civil fundada en la naturaleza y la sociedad eclesiástica fundada en Cristo . El lugar ocupado por la figura de Cristo en la etapa anterior comienza ahora a ser llenado por el derecho, pero para ello el derecho mismo y la jurisprudencia tenían que crearse su propia espiritualidad y buscar sustentación en una realidad trascendente. A ello responde la metafísica y el pathos de la justicia. Prius fuit iustitia quam ius, dice un texto constantemente repetido de la glosa ordinaria, a lo que otros añaden que lo mismo que lo abstracto es anterior a lo concreto, así la justicia es anterior al derecho. Esta justicia, que según las Partidas «es una de las cosas porque mejor y más enderezadamente se mantiene el mundo y así como fuente, de donde manan todos los derechos» (III, 1, Proe), es mater et causa Iuris, fue creada en la eternidad antes de la creación del orbe, y el ius es su minister vel filius. Aunque el testimonio es tardío (1468-71), merece la pena recordar aquí a sir John Fortescue: «las leyes humanas no son otra cosa que las reglas por las que se revela la justicia perfecta; pero en verdad la justicia que las leyes revelan no es la justicia particular, se llame commutativa o distributiva, o cualquier otra especie de virtud particular, sino que es la virtud perfecta, a la que se llama la justicia legal». Hemos visto que para la época anterior la justicia se confundía con Dios mismo. Pero ahora los juristas desarrollan la idea, inspirada desde luego en los textos del Corpus Iuris, pero quizá también en el averroísmo, de una iustitia mediatrix entre Dios y los hombres (o los príncipes), entre la ley divina y las leyes humanas, entre la razón y la equidad, o, como dicen las Partidas (II, 1, 28), «mediadora entre Dios y el mundo» y originada en Cristo, es decir, en el Sol de la justicia (III, I, 1). Es la justicia la que, irradiando de los cielos, ha establecido, según Federico II, los poderes de los príncipes como institución salvadora, pues sin ellos, en tanto que agentes de la justicia, los crímenes quedarían impunes y, consecuentemente, perecería el género humano y se aniquilaría la obra de la Creación. Y así, «por la fuerza necesaria de las cosas no menos que por la divina providencia» fueron establecidos los príncipes para que, traduciendo la justicia en derecho, impidieran los crímenes, establecieran la convivencia pacífica entre los hombres y decidieran sobre la fortuna, la suerte y condición de cada uno. Ubi est iustitia - dice Andrea de Isernia expresando un pensamiento común al tiempo- ibi concordia. Donde ella rige todo marcha bien, pues es «la reina de las virtudes». Placentino y otros juristas imaginaron un Templo de la justicia donde aparece rodeada de las demás virtudes, teniendo sobre su cabeza a la ratio y en sus brazos a la aequitas. Y, como veremos más adelante, la dignidad y, más aún, la tendencia a la deificación de la justicia tiene como corolario la consideración del jurista como «sacerdote de la justicia». Se trata de una idea abstracta de la justicia -que los juristas distinguen de la justicia como hábito- aunque susceptible de ser simbolizada y que se identifica o vincula PAGE 18 con la razón abstracta asequible a la razón humana. En fin, como resume Kantorowicz, «era una idea o una diosa», anterior a toda ley y por la que se justifica toda ley. La justicia es, pues, madre del derecho, y el intérprete de la Justicia, y, por tanto, el creador del derecho sobre cuya vigencia reposa la ordenación social, es el príncipe: lex animata y, más tarde, titular del poder soberano. El rey ya no es únicamente juez de un derecho encontrado, pero no creado por él, sino que, sin perder la calidad de juez, no sólo se convierte en legislador, sino que la facultad de legislar es la nota característica de la dignidad real: es él quien traduce la justicia en preceptos a los que convierte en efectivamente vinculatorios gracias a su disposición del poder y por los que se establece y transforma el orden político. La índole de este trabajo no hace necesaria una historia detallada del desarrollo de la concepción iuscéntrica de la sociedad; basta para nuestro objeto que mostremos algunos de sus momentos más significativos. Ya en la famosa Dieta de Roncalia de 1158 los «cuatro doctores» -Bulgarus, Martinus, Ugo y Jacobus- dicen al emperador Federico I Barbarroja: «Tú, siendo la ley viva, puedes dar, disolver y proclamar leyes; crear y decaer duques y reyes, puesto que eres juez; cualquier cosa que quieras puedes llevarla a cabo, pues actúas como la lex animata». Es decir, todo el poder del emperador sobre el que se basa, al menos en principio, el orden del mundo cristiano radica en su carácter de lex viva. Hemos visto que Federico II considera al emperador como una creación o encarnación de la justicia irradiante de los cielos para que mantenga el orden social, amenazado por el hombre desde que se negó a ponerse espontáneamente bajo la Ley del Creador. Por consiguiente, corresponde al poder imperial crear las leyes a las que deba someterse el género humano y asegurar por el poder la sumisión a la justicia y al derecho que el hombre se niega a aceptar espontáneamente. «No sin gran consejo y sabia deliberación -dicen las Constituciones de Melfi- los quírites, por la lex regia, confirieron al príncipe romano tanto el derecho a legislar como el imperium, para que en una misma persona... se originara la justicia y se procediera a la defensa de la Justicia.» Así pues, el supremo poder, es decir, el imperium y la potestad de dar las leyes - gracias a las cuales se cumple la finalidad del orden político que es mantener a los pueblos en la paz y en la justicia- son conceptos lógicamente correlativos y, por eso, reitera, «se proveyó, tanto por la utilidad cuanto por necesidad, que concurrieran en una misma persona el origen y la protección de la justicia a fin de que no decayera el vigor de la justicia y la Justicia del vigor». El emperador, pues, reúne el poder para establecer y garantizar el derecho al tiempo mismo que el poder se justifica por la necesidad de la vigencia del derecho sin el que no habría sociedad, ni orden, ni concierto. «El emperador, por tanto, ha de ser el padre y el hijo, el señor y el siervo de la justicia; es padre y señor en generarla y conservarla, se muestra como hijo en venerarla y como siervo en servirla. » El emperador es hijo de la justicia porque existe en razón de ella, es su siervo porque es su deber servirla y administrarla; pero así como Dios ha derramado la justicia sobre el emperador, así éste la derrama sobre sus funcionarios y súbditos, estableciendo mediante normas jurídicas lo que es justo e injusto y, en este sentido, es padre y señor de la justicia. Dicho de otro modo: respecto a Dios el emperador es hijo y siervo de la justicia, pues nace por y para ella; respecto a los hombres, es padre y señor de la justicia pues a él corresponde declararla por la legislación y conservarla por la jurisdicción. Y con ello ordena la realidad social y política rompiendo viejas estructuras y creando otras nuevas de acuerdo con la necesidad de las cosas. La sociedad se construye, pues, en torno al derecho y el derecho en torno a la justicia. La concepción iuscéntrica de la sociedad presidirá, en fin, la que suele llamarse primera teoría del Estado moderno. Nos dice Bodino que «al igual que el navío no es más que madera, sin forma de barco, cuando se ha quitado la quilla que sostiene los costados, la proa, la popa y el puente, igualmente la república sin poder soberano que una a todos sus miembros y partes y a todas las familias y corporaciones en un organismo, no es república». Ahora bien: ¿qué es el poder soberano? «Es el poder absoluto y perpetuo de una república»; pero ¿en qué consiste concretamente este poder? Bodino enumera las más importantes atribuciones en que se manifiesta o derechos mayestáticos para terminar diciendo que todos ellos están comprendidos en «el poder de dar y de casar la ley... de suerte que, hablando propiamente, se puede decir que PAGE 18 pathos de la justicia y del derecho contribuye poderosamente a la espiritualización del orden político como para servir a una sociedad llegada a un grado de desarrollo económico y social que necesita de un derecho preciso, seguro y racional frente al derecho impreciso, incierto e irracional de la época anterior. Los juristas prestan argumentos para las polémicas políticas del tiempo, primero entre la Curia y el Imperio, luego entre el rey y los estamentos. De los juristas se reclutan los jueces, los consejeros áulicos, los escribanos, los embajadores, los funcionarios reales o de los grandes señores y corporaciones (ninguna ciudad que se estimara dejaba de tener a su servicio uno o dos juristas) y desde el siglo XVI constituye la parte más importante de la capa superior del nuevo estamento profesional de los funcionarios, tan indisolublemente unido al desarrollo del Estado moderno. En resumidas cuentas, el jurista pasa a formar parte de la élite política y social, y en algún país, como Francia, la magistratura -entendida en el lato sentido- da origen a una nueva especie de nobleza hereditaria: la nobleza de toga como cuerpo paralelo a la nobleza de espada. Es interesante llamar la atención sobre otro fenómeno vinculado la aplicación de un derecho científico y a la correspondiente formación del estamento facultativo del jurista, fenómeno que cabe, quizá, considerar como uno de los orígenes remotos de la «independencia del poder judicial». Los juristas no solamente toman a su cargo la aplicación del derecho, sino que pretenden monopolizarla incluso frente al rey en su carácter de juez originario. Es cierto que en la praxis la función judicial era cada vez menos ejercida efectivamente por el monarca. Los juristas comienzan por registrar la inhibición judicial de la persona del rey en tanto que una costumbre, acuñando para ello, como era normal en la época, las correspondientes fórmulas, como, por ejemplo: Rex aut Imperator non cognoscunt in causis eorum; pero en seguida racionalizan y elevan a principio la fáctica inhibición del rey fundándose en su falta de conocimientos jurídicos. Así, opina Cino de Pistoia que la máxima de que el príncipe tiene omnia iura in scrinio sui pectoris , no debe entenderse literalmente, pues muchos emperadores ignoraban el derecho, et maxime hodie ignorant, sino que se debe entender in scrinio sui doctoris, esto es, en su curia. Hacia 1300 escribe Andrea de Isernia que «raramente se encuentra a un príncipe que sea jurista», de donde se desprende que tenga que depender, incluso para el establecimiento de las leyes, de sus jurisperitos. Fortescue niega la capacidad del rey para inquirir puntos jurídicos precisos, pues la experiencia jurídica para juzgar requiere, por lo menos, veinte años de estudios, por lo que es claro que el rey dará mejor juicio a través de los juristas que por sí mismo. Toda esta doctrina reconoce, por supuesto, que el rey es fuente de la justicia, centro ideal de imputación de los juicios y fundamento de su legitimidad, así como que los jueces sólo pueden actuar en su nombre, pero afirman, al mismo tiempo, que la administración efectiva de la justicia les corresponde a los jueces letrados, puesto que son los únicos capaces de interpretar el derecho y de analizar la realidad con los métodos del conocimiento jurídico. Ya en la época moderna, es decir, fuera del ámbito temporal de este estudio, pero como consecuencia de ideas surgidas en él, la historia constitucional inglesa registra el enfrentamiento dramático entre la idea del rey-juez y la idea de que sólo los juristas pueden ser jueces: en 1608 y en una sesión de la Cámara Estrellada, el juez Coke le niega enérgicamente a Jacobo I, que contra la tradición asistía personalmente a la reunión de la Cámara, su capacidad para juzgar, dado que carecía de ciencia y técnica jurídica, episodio que constituye un importante eslabón entre la doctrina desarrollada en la baja Edad Media y la moderna doctrina de la independencia del poder judicial. El día 6 de noviembre de 1608, la Cámara Estrellada debía ocuparse de un problema de competencia jurisdiccional. El trono o sillón real que tradicionalmente permanecía vacío fue ocupado por Jacobo I, partidario de que la cuestión debatida pasara a la jurisdicción eclesiástica, frente a la tesis de Coke de que competía a los tribunales del common law. El rey sostuvo, entre otras cosas, que los jueces del common law eran como los papistas que acotan la Escritura y pretenden que su interpretación sea incuestionable, y, apoyado por un consejero, recabó para sí el ejercicio de la facultad jurisdiccional. Coke sostuvo que, con arreglo a la ley y a la costumbre de Inglaterra, sólo podían juzgar los tribunales de justicia y que si bien el rey tenía (según los libros) derecho a sentarse en la Cámara Estrellada, lo era sólo para consultar a los jueces, no in PAGE 18 iudicio. A la afirmación de Jacobo de que el rey «protege al common law», respondió Coke que «el common law protege al rey», tesis que el rey calificó de “traitorous speech”. Pero lo que interesa principalmente para nuestro objeto es que el rey opinó que «el Derecho se funda sobre la razón y que él y otros tienen tanta razón como [puedan tener] los jueces». A lo que respondió Coke que «es verdad que Dios había dotado a Su Majestad con excelente ciencia y grandes dones naturales. Pero Su Majestad no era letrado en el derecho de este reino de Inglaterra; y las causas concernientes a la vida, o herencia, o bienes, o fortunas de sus súbditos no son para ser decididas por la razón natural, sino por la razón artificial y el juicio jurídico (not... by natural Reason but by the artificial Reason and Judgment of Law), lo que requiere gran estudio y experiencia antes de que el hombre pueda alcanzar el conocimiento de ello». (E. Coke, Reports, 65). El jurista es, además, creador del derecho en mayor o menor ámbito , y en una forma directa o indirecta, explícita o implícita. Durante la Edad Media y hasta entrada la Moderna, la glosa o el comentario de ciertos autores valía como derecho positivo bien porque así fuera reconocido por los jueces, bien incluso porque lo establecía la ley. En cada etapa del desarrollo del estudio del derecho durante la baja Edad Media encontramos fórmulas que recogen este principio con referencia a un autor o a una escuela como, por ejemplo: chi non ha Azo non vada a Palazzo, refiriéndose a la Summa de Azo (m. 1220); quidquid non agnoscit glossa, nec agnoscit Curia, refiriéndose a la glosa ordinaria (circa 1250) de Accursio; nemo iurista nisi bartolista, pues las opiniones de Bartolo (1314-57) eran tenidas por ley en caso de silencio de ésta. Junto a las opiniones de los jurisconsultos son también muy importantes como fuentes de derechos los fallos de los jueces, especialmente para la formación del common law, que es fundamentalmente un derecho elaborado por juristas. Prescindiendo de otras formas del «derecho de juristas», éstos han tenido también una importancia de primer orden en la legislación. Durante la baja Edad Media son los juristas del Consejo Real los que preparan la legislación que se somete a la aprobación de la asamblea estamental, pero a medida que avanza el tiempo su influencia y función se hace cada vez más decisiva. En este sentido tienen, hasta cierto punto y dentro de ciertos matices, alcance general estas palabras de Piskorsky referidas a Castilla: el poder real «necesitaba de colaboradores que estuvieran fuera de los intereses de las clases [estamentos] y constituyesen el elemento social neutro. La Corona los halló en los juristas. Después de la segunda mitad del siglo XIV... se esforzaron con éxito en el cumplimiento de su misión y poco a poco arrebataron a las Cortes su participación en la actividad legislativa». Y así se originó la función del jurista como preparador de las leyes, que ha durado hasta nuestros días. 2. La cancelación de la tensión entre universalismo y localismo: el Reino como unidad jurídica Hemos visto anteriormente cómo la alta Edad Media transcurre en una tensión entre universalismo y localismo que se hace también presente en las formas jurídicas. Pero a partir del siglo XIII se produce el paso hacia nuevas estructuras que no son ni universales ni locales y que cancelan la tensión antedicha para dar, por supuesto, lugar a otras tensiones. A) La crisis de los poderes universales En primer lugar, hay tanto un cambio de configuración como una quiebra de los poderes universales. En verdad que el hombre continúa sintiéndose miembro de la Iglesia como comunidad universal, pero, de un lado, la Curia, después de la victoria pírrica sobre los herederos de Federico II, queda fuertemente quebrantada hasta el punto de pasar a situarse bajo la hegemonía no ya del Imperio, sino del reino de Francia. En lo que respecta al campo teórico, el naturalismo filosófico iniciado en el siglo XIII no sólo sienta las bases teóricas de una sociedad política distinta de la religiosa, sino que, además, pone en cuestión el momento universalista de la sociedad política en cuanto que considera el reino parroquial o particular PAGE 18 como una sociedad perfecta en el orden secular y que, por tanto, no necesita trascender hacia otra sociedad superior (en su orden). Además, a partir del siglo XIII decrece el patetismo de la pugna de la cristiandad con un poder universal antagónico, es decir, el Islam. Federico II, máxima dignidad del mundo cristiano, pacta en 1229 con los infieles en vez de adquirir por la fuerza el Santo Sepulcro; la reconquista española se estabiliza hasta el siglo XV y la cruzada de San Luís tiene carácter de empresa a la vez nostálgica y «nacional». B) Nuevas formaciones socioculturales Como consecuencia de la crisis de los poderes universales surgen favorecidos los reinos particulares o parroquiales. Pero a la consolidación de los reinos conspiran todavía otros factores que alteran los supuestos de la alta Edad Media y que se manifiestan en la formación de ciertas unidades culturales que ni son locales ni son universales. Así, la pluralidad dialectal tiende a ser sustituida por unidades lingüísticas de mayor ámbito, extendidas más o menos sobre lo que sería más tarde una región de un Estado nacional y que en el curso de los siglos XII y XIII comienzan a adquirir no solamente expresión literaria, sino también oficial o cuando menos oficiosa ya que se escriben en ellas importantes libros jurídicos como los coutumiers franceses, el Espejo de Sajonia y las Partidas de Alfonso X el Sabio, por mencionar los ejemplos más significativos. El desarrollo lingüístico marca, pues, la formación de unidades intermedias entre la universalidad del latín y el localismo dialectal, pero señala también la adquisición de conciencia del idioma como vehículo cultural, político y jurídico de un pueblo . El paso de la economía a formas monetarias y de mercado desarrolladas al hilo del crecimiento de las ciudades no sólo produjo un mayor contacto entre las gentes, sino que expandió la economía local a economía territorial y promovió, dentro de este ámbito, el conjunto de relaciones sociales siempre implícito en el proceso económico. Por otra parte, las relaciones interpersonales y las muy intensas, pero limitadas, relaciones comunitarias de la época feudal dan paso a unas formas de socialización que culminan en la formación de los estamentos sociales, es decir, de grandes grupos que sirven a las necesidades básicas de la sociedad: el espíritu, la defensa y la producción de bienes materiales y cuyos miembros se sienten dotados de un común status por encima de sus situaciones particulares. C) El reino Al hilo de estos cambios culturales y sociales, el poder real se consolida hacia el interior y el exterior y, en unión con otros factores a los que iremos aludiendo, da lugar a la nueva realidad política del reino como un círculo político que ni es universal ni es local y que cancela, por el momento, la tensión en el campo de las formas políticas entre universalismo y localismo. Esta nueva forma histórico-política se constituye, de una parte, tomando para sí poderes y conceptos que antes se consideraban exclusivos del Imperio, y, de otra parte, tendiendo a unificar poderes antes dispersos en una pluralidad de señoríos e inmunidades de distinta especie. Dicho de otro modo: el reino se constituye a través de un doble proceso de expropiación a su favor de poderes, representaciones y pretensiones vinculadas al Imperio y, por tanto un poder universal, y de facultades jurisdiccionales, de inmunidades, potestad militar, etc., de los poderes locales, procediéndose a lo que en el lenguaje de nuestro tiempo llamaríamos «estatización» de la justicia, de la administración, de la fuerza armada, etc., de modo que en el socialismo de nuestro tiempo podríamos ver el fin de un proceso de «estatización» o de concentración de poderes difusos en un centro, proceso que comienza entre los siglos XIII y XVI. Y así, en lo que respecta a su proyección exterior, el reino se siente parte de un pluriuniverso político compuesto de unidades del mismo género y, por tanto, tiende a no reconocer superior en lo temporal, siendo, así, contradictoria su existencia con la de un imperium mundi, y si bien es cierto que reconoce una auctoritas e incluso una potestas indirecta de la Iglesia, no es menos cierto que no está en general dispuesto a derivar su legitimidad de un poder extraño. En cuanto al interior, comienza la disolución de la «mediatización», típica de la época feudal, entre el centro del reino (el rey) y la masa del pueblo, desplegada en la interposición toda la PAGE 18 un cuerpo de preceptos o de costumbres; no necesita España de leyes extrañas, pues ella misma es sabia en derecho y está colocada sobre sublimes pilares. Según Lorenzo Hispánico: «Cada reino puede darse leyes a sí mismo y, por eso, los españoles y los franceses no están vinculados por las leyes romanas». Oldradus de Ponte dice (erróneamente) que los españoles han determinado que quien alegue en un juicio leyes romanas es condenado a muerte, pues del reconocimiento de tales leyes se deriva una cierta superioritas del Imperio. Los legistas franceses mantienen la tesis, que se extiende a otros países, de que si el Derecho romano rige en algunas partes de Francia, lo es en virtud de la costumbre o de sus cualidades intrínsecas, es decir, no como ius scriptum, sino como ratio scripta, no ratio imperii, sino ratio rationis, y Gerardo de Abbeville (1260) argumentará que David, rey arquetípico, no estaba sujeto al Derecho romano. Por lo demás, el rey de Francia obtiene del papa Honorio III en 1219 que vede a los maestros de París enseñar el Corpus Iuris, en Inglaterra se impide a Vacarius en 1151 toda actividad docente, y Enrique III prohíbe la enseñanza del Derecho romano en Londres, por no citar más que algunos ejemplos. Sin embargo, el Derecho romano, por sus cualidades intrínsecas, era un instrumento de primer orden para la formación de unidades políticas firmes y consolidadas. Ante todo, se trataba de un sistema jurídico no sólo ya hecho, sino, además, aclarado por la obra de los glosadores y comentaristas; de un derecho dotado de plenitud y de enorme prestigio científico y al que se considera como la razón escrita y, por tanto, si pudiera ser aplicado a cada reino, ofrecería la posibilidad de crear sin gran esfuerzo un orden jurídico racionalizado integrado en un centro; en verdad que no podían aplicarse la totalidad de sus normas, sino que era preciso seleccionarlas y, recogiendo el espíritu general, armonizarlas con las circunstancias y los derechos existentes en cada país, tal como había mostrado el mos italicum. Pero, además, el Derecho romano ponía en manos del rey considerables atribuciones destinadas a afirmar su poder. Así, la lex de imperio le otorgaba la plenitud del poder legislativo en el que se incluía tanto la facultad de dar las leyes como su corolario de la no sujeción del monarca al derecho positivo ( legibus solutus); la Lex iulia majestatis autorizaba a castigar con la muerte la rebelión contra el rey; el Corpus Iuris otorgaba también la facultad de establecer impuestos, así como las regalías o derechos mayestáticos, entre los que se encontraban importantes atribuciones económicas, como los monopolios de moneda, minas, cursos de agua, etc. Tales eran, pues, los términos del problema: de un lado, el Derecho romano estaba reservado al emperador, de modo que el reconocimiento de su vigencia podía interpretarse como una aceptación de la sumisión al Imperio; pero, de otro lado, era un instrumentum regni de decisiva importancia. El problema fue resuelto con una afortunada fórmula: el rey que no reconoce superior en lo temporal, y que, por tanto, está exento de la sumisión a la autoridad del Imperio, est emperador in regno suo , es decir, posee, dentro del ámbito de su reino, las atribuciones del emperador. La fórmula es contrapunto de la idea de que el poder del Imperio, antes universal, ha sido fraccionado en distintos reinos. Ya desde fines del siglo XII los canonistas, a fin de exaltar la universalidad de la Iglesia a costa del Imperio, habían mantenido la tesis de que la división de reinos en los que cada rey tiene los poderes de emperador es una institución de Derecho de gentes sancionada por el papa, aunque por el antiguo ius gentium estuvieran sujetos al emperador. A comienzos del siglo XIV escribe Juan de Leyden: scisum est imperium hodie y, por tanto, quolibet est in patria sua emperador. Roto está el Imperio y cada cual es emperador en su patria; «hoy día el Imperio, por permiso de Dios -dice Juan Faure, circa 1340)- está dividido y otros reyes o príncipes están, al igual que el emperador, puestos sobre los pueblos. La fórmula expresa, pues, por un lado, la liberación de ciertos reyes de la autoridad del emperador y, por otro, la asunción por el rey de los poderes y derechos mayestáticos asignados por el Derecho romano al emperador, con la diferencia, sin embargo, de que en el emperador era poco más que ornato, dado que la inmensidad del espacio del Imperio y la carencia de medios técnicos para dar efectividad al poder reivindicado hacían imposible intentar seriamente su vigencia, lo que, en cambio, sí podía intentar el rey para el espacio de su reino. En todo caso, la apropiación de las ideas romanistas por parte del rey contribuyó a cambiar la imagen y la función de éste, que se transforma así de rey-juez en rey-legislador, con lo que comienza a manifestarse la idea de un Derecho estatal de validez general y dotado de primacía frente al derecho consuetudinario. PAGE 18 Sin embargo, se trataba tan solamente de una idea, de una «idea-ocurrencia», que entraba en contradicción con otra «idea-creencia» (en el sentido de Ortega) enraizada en la tradición y según la cual el derecho era una preciosa posesión de la comunidad que no podía ser alterada por la sola voluntad del rey, idea, por otra parte, destinada a garantizar y defender los derechos adquiridos bajo el orden antiguo y puestos en riesgo por las nuevas corrientes jurídicas. F) La fórmula quod omnes tangit y la constitución estamental Tal idea se expresó también en una fórmula jurídica: quod omnes tangit ab ómnibus debet comprobari, o ab omnibus approbetur, lo que a todos atañe debe ser aprobado por todos, fórmula originada en una norma del Derecho privado romano referida a la tutela y que un fragmento atribuido a Paulo extiende al Derecho procesal. A través de los canonistas, la fórmula toma naturaleza jurídico-pública y se extiende rápidamente al derecho, a la teoría y a la praxis política de todos los países. Se la encuentra en Alemania con ocasión de la convocatoria de la Dieta del Imperio en 1274. Bajo Enrique III y Eduardo I se convierte en uno de los principios del Derecho público inglés. Se alude a ella en Francia por Felipe el Hermoso. Corría entre los florentinos del siglo XIII, siendo constantemente invocada en las discusiones públicas. En 1298 se la incorpora a las Decretales de Bonifacio VIII, adquiriendo con ello la sanción y la validez universal del Derecho canónico. No son menos numerosos los testimonios de su presencia en la literatura de la época: se la encuentra, así, entre otros, en un libro de autor anónimo (Oculus pastoralis) redactado en Florencia hacia 1240; en Juan de Viterbo, Alvaro Pelayo, Leopoldo de Bamberga, Bracton, Alfonso el Sabio, Marsilio de Padua, el canciller Ayala, etcétera. Esta fórmula, lo mismo que sus análogas nihil novi sine nobis y nihil de nobis sine nobis, condensa la pretensión de los estamentos políticos a que toda modificación del orden jurídico contara con su asentimiento. Los estamentos reconocían ciertamente que era preciso crear derecho, pues el dinamismo que se hace sentir en la baja Edad Media no permitía satisfacerse con la formación espontánea del derecho y con el mero «descubrimiento» de sus normas, sino que, dentro de ciertos límites, era preciso «inventarlo», o, cuando menos, «sistematizarlo », pero siendo el derecho un patrimonio de la comunidad y de cada uno de sus miembros, no puede ser modificado sin el asentimiento de los meliores et majores terrae - en general, los grupos privilegiados del clero, nobleza y estado llano-, en los que se hace presente la comunidad del país; siendo el reino un «cuerpo místico político o civil» cuya cabeza es el rey y cuyos miembros son los estamentos, siendo, por tanto, imposible el reino sin el rey y el rey sin el reino, es claro que nada sustancial puede decidir el uno sin el otro. Y así surge la típica forma política de la baja Edad Media, es decir, la constitución estamental, con arreglo a la cual corresponde al rey establecer ciertas normas jurídicas (que a veces toman el nombre de pragmáticas, ordenanzas, etc.) concebidas más como aplicación del Derecho establecido que como creación de un nuevo derecho y que, en todo caso, no deben alterar sustancialmente el orden jurídico vigente . Cuando, por el contrario, se trate de medidas jurídicas que alteren sustancialmente tal orden (que frecuentemente tomaban el nombre de Leyes, Cartas Generales, Estatutos o Constituciones), su establecimiento exige el asentimiento y consejo, tras previa deliberación, de los estamentos. En principio, en la constitución estamental se encuentran frente a frente dos derechos subjetivos: la prerrogativa del rey y los privilegios del reino (términos todavía actualmente usados y formalmente válidos en el Derecho constitucional inglés) y, por consiguiente, las leyes de carácter general tendían a tomar la forma de pacto (considerando a esta figura jurídica en su acepción lata). Pero de acuerdo con el concepto de «cuerpo místico», con la tendencia a la transpersonalización del orden político, etc., se abre paso la idea de que las leyes son dadas por decisión de una corporación formada por el rey y por los estamentos reunidos en asamblea. A esta unidad corporativa, compuesta necesariamente por rex y regnum, se le da el nombre de Cortes, Parlamento, Estados Generales, Dieta, etc. Todavía hoy, igual que en el siglo XIV, el rey de Inglaterra es «cabeza, principio y fin del Parlamento», que se convierte en una asamblea PAGE 18 facciosa sin el rey, y el mismo principio que rige actualmente en Inglaterra regía entonces en todos los reinos (salvo en situaciones revolucionarias); todavía hoy las leyes inglesas se promulgan con una fórmula sensiblemente igual a la consolidada en el siglo XIV, que decía: «El rey, nuestro soberano señor..., en su parlamento tenido en Westminster... con el asentimiento de los lores espirituales y temporales, y de los comunes reunidos en dicho Parlamento, ha hecho ciertos estatutos y ordenanzas de la manera y forma siguiente», fórmula expresiva de que las leyes son dadas, en efecto, por el corpus formado por el rey y el reino. Con ello ha surgido la idea de una instancia origen de todo el derecho del país y unificadora, por tanto, de su orden jurídico, de manera que su norma primaria rezaría: es derecho válido lo acordado por el rey y los estamentos políticos y frente a cuyas decisiones no puede valer, en principio, ninguna otra norma ni ningún derecho subjetivo. Pero, en la realidad de las cosas, los estamentos se orientan constantemente a defender las libertades y privilegios establecidos frente al nuevo derecho. Y así la constitución estamental está presidida por la tensión entre la idea de corporación, en la que se articulan el rey y los estamentos, y la de dos derechos subjetivos en relación de oposición y frecuentemente de conflicto. O, dicho de otro modo, entre la idea comunitaria y la societaria, o entre una relación de incoordinación y una relación de coordinación, pero capaz de transformarse en oposición y, finalmente, en conflicto. 3. Creación espontánea y creación artificial del derecho (Costumbre y ley) En la época anterior el derecho emergía directamente de la realidad social sin necesidad de un proceso de formación consciente. Ni siquiera allí donde la necesidad histórica exigía crear un nuevo orden jurídico se recurría a un patrón racional, como lo muestra el caso, antes mencionado, del nuevo reino de Jerusalén, cuyo orden jurídico se constituyó recurriendo al «buen derecho viejo» de los países de los cruzados. Supuesta su adecuación a las normas divinas y naturales, no necesitaba otra justificación que su existencia tradicional, pues, como dice Hans Reichel, «el derecho consuetudinario vale porque existe». En cambio, el derecho legal supone un acto de voluntad, una decisión y una justificación racional en el doble sentido de su adecuación a la justicia y a los objetivos concretos planteados; el derecho, para decirlo con una expresión de los juristas del siglo XIII, era voluntas ratione regulata, la voluntad (del príncipe) dirigida por la razón. Aquél, el derecho de la alta Edad Media, constituía una esfera indiferenciada del resto de la sociedad, generado y conservado por unos poderes difusos a través del todo social, y configurado capitalmente en formas genéricamente sociales como el hábito, el uso y la costumbre. En cambio, este nuevo derecho, cuyas vanguardias aparecen en la baja Edad Media, tiende a constituirse como una esfera rigurosamente diferenciada (que no es lo mismo que separada) del resto de la realidad social; tal derecho no es generado y conservado por unos poderes difusos, sino establecido y mantenido por un poder concreto resultado de la condensación en un centro de la anterior pluralidad de poderes, por un poder , por tanto, no inmerso en la sociedad, sino destacado de ella y a la que superpone su propio orden; y, finalmente, esta nueva normatividad se expresa en la forma específicamente jurídica e imperativa de la ley. Las consecuencias de esta tendencia no se harían patentes hasta la afirmación de la moderna teoría de la soberanía. En unos textos de Bodino citados anteriormente hemos visto cómo el poder soberano, es decir, el poder de dar y anular las leyes, es el unificador de las partes componentes de la sociedad. Pero antes del absolutismo se desarrolla el período de la constitución estamental o de tensión entre las nuevas y las antiguas tendencias. No cabe todavía hablar de un Estado distinto de la sociedad, y ello por la sencilla razón de que los poderes sociales, es decir, los estamentos superiores, los maiores et meliores terrae son, per se, sin necesidad de una investidura específica, poderes políticos. Sobre estos supuestos, la nueva imagen jurídica se caracteriza por un compromiso entre la idea moderna y la idea tradicional del derecho, compromiso que se manifiesta en que: PAGE 18 Un derecho legal emanado de un solo centro, que encarna (rey) o que representa (asamblea estamental) al conjunto del reino, tiende a crear normas generales para todo el país y, por tanto, para todos los territorios y estamentos que lo componen. Por consiguiente, en la medida que predomine el derecho legal y objetivamente expresado, decaen las pretensiones jurídicas como status y poseídas a propio título, asciende la generalidad de la norma y desciende el privilegio - que puede ser respetado de hecho, pero que, de acuerdo con la lógica del derecho legislado, deriva su validez formal de la ley o del reconocimiento por la ley-; ninguna pretensión jurídica puede fundarse más que sobre la norma legal y, por consiguiente, el derecho objetivo adquiere primacía sobre el subjetivo hasta el punto que éste no es más que una consecuencia, una subjetivación de aquél. Tales eran las conclusiones implícitas y, en ocasiones, explícitas en las fuentes legales de la época de la nueva idea del derecho. Pero también aquí se manifestó una fuerte resistencia, de la que ya hemos dado en las páginas anteriores algunos testimonios, y que fue uno de los orígenes de la constitución estamental. Los afectados en su status jurídico por la nueva idea del derecho se disponen enérgicamente a la defensa de sus «libertades», y como cada uno de ellos es más débil que el rey se forman hermandades de los que poseen un estatuto jurídico análogo, a fin de asegurar, junto con las libertades de cada uno de los miembros, una libertas común al estamento. Un paso más lo constituye la unidad de todos los estamentos para ofrecer frente único al rey negándole el servicio o resistiéndole activamente. Como consecuencia de este movimiento advienen las Cartas, en las que se conceden o reconocen y garantizan «libertades» bien a un estamento, bien a todos y cada uno de ellos. El privilegio adquiere así la fijeza de lo escrito, y los derechos que lo componen quedan como algo firme, intangible y solidificado de acuerdo al principio standum est chartae. Entre las libertades o privilegios reconocidos o concedidos se encuentra el derecho de los estamentos a ser miembros de la asamblea estamental que, con el rey, constituye la unidad corporativa del reino, asamblea que, como hemos dicho, está en general y en buena parte orientada a la defensa de los privilegios frente a la tendencia a la reducción de todo a un derecho común. De este modo, la constitución estamental tiene como fundamento jurídico la concordia o acuerdo entre dos derechos subjetivos: de un lado, el de rey (prerrogativa); de otro, el del regnum (privilegios). Ciertamente que uno y otro forman parte del cuerpo místico de la república, uno y otro están vinculados por la lealtad recíproca expresada en el juramento, uno y otro aparecen unidos por la misma referencia al bien común o utilidad pública, y uno y otro se articulan al orden jurídico del reino. Ahora bien, el cuerpo místico de la república era una idea sin duda hondamente sentida, pero sin una firme configuración jurídico-institucional como es el caso del Estado moderno; la lealtad era algo que en última instancia sólo podía interpretar la conciencia de cada parte; entonces, como ahora, podía creerse que el bien común coincide con el propio, y el orden jurídico, en fin, no sólo carecía de una formulación precisa, sino que en su interpretación pugnaban dos distintas ideas: la del derecho «cosificado» adaptado a las personas y las tierras, y la del derecho «objetivo» al que se han de someter las personas y las tierras. En virtud de todo ello, cuando no había posibilidad de acuerdo entre los portadores de los derechos subjetivos fundamentales -prerrogativa y privilegios-, cuando los estamentos consideraban que sus libertades habían sido ilegítimamente lesionadas y que, por tanto, el rey había violado la fides debida al reino poniéndose fuera del orden jurídico, entonces no cabía más que el recurso a una forma originada en el sistema feudal y completamente dentro de la lógica de un orden jurídico no basado en la relación unilateral de mando y obediencia, sino en el acuerdo entre dos derechos subjetivos sin instancia superior, no cabía más que la resistencia al poder arbitrario e injusto y, por tanto, ajurídico. Este derecho es, a partir del siglo XIII, sancionado por las Cartas Generales, como lo muestra el artículo 61 de la Carta Magna inglesa, que incluso desarrolla cuidadosa y orgánicamente las formas en que se ha de llevar a cabo la resistencia; el artículo 31 de la Bula de Oro húngara, menos elaborado que el de la Carta Magna y, sobre todo, los Privilegios de la Unión Aragonesa de 1337. La resistencia de los estamentos llegó frecuentemente a arrogarse la facultad, ejercida en más de una ocasión, de deponer al rey, y en Alemania se llegó incluso a prever su decapitación con hacha de oro. Pero estas medidas, que suponían una ruptura de la constitución, no nos interesan de momento. PAGE 18 Mucho más interesante para nuestro objetivo es la institución del iudex medius entre el rey y los estamentos, institución que, aunque sólo se desarrolló plenamente en Aragón, responde tan rigurosamente a la lógica de la constitución estamental y del orden jurídico en función de la relación prerrogativa y privilegio, como las atribuciones constitucionales de la judicatura de los Estados Unidos responden a la lógica del Estado liberal de Derecho, aunque dichas atribuciones hayan sido durante muchos años patrimonio exclusivo de los Estados Unidos. El iudex medius era la instancia a recurrir en caso de conflicto entre el rey y los estamentos. En la mayoría de los países tuvo carácter accidental y más bien arbitral, pero en Hungría, en la figura del Palatino y, sobre todo en Aragón, en la institución del Justicia Mayor, se desarrolló como magistratura permanente. No podemos detenernos aquí en el problema de su origen -se lo encuentra ya en el siglo XII- ni en su evolución. Lo que nos interesa es el sentido de tal institución y este sentido se muestra en las siguientes palabras de Zurita (1512-1580), el famoso cronista de la Corona de Aragón: «Así sucedió que por las diferencias que había entre los reyes y los ricoshombres, de común acuerdo del reino se fue poco a poco fundando la jurisdicción del justicia de Aragón, señaladamente en lo que convenía a la defensa de la libertad, que era la conservación de los fueros y costumbres», y añade más adelante, «se tuvo a aquel magistrado como muro y defensa contra toda opresión y fuerza, así de los reyes como de los ricoshombres». El justicia era designado por el rey con carácter vitalicio entre los pertenecientes al estamento caballeresco (de hecho desde el siglo XIV la magistratura se vincula a la familia de los Lanuza), y actuaba con un tribunal de cinco doctores en derecho, nombrados por el rey entre dieciséis propuestos por las Cortes. Su misión coincidía con lo que en los tiempos modernos se llama «defensor de la Constitución», es decir, actuaba de juez en los litigios entre el rey y los estamentos y entendía como única instancia las causas de los jueces y funcionarios reales, ponía el veto a fin de «inhibir el contrafuero», es decir, paralizaba cualquier medida de carácter legislativo o gubernamental que lesionara los fueros, en caso de que no estuvieran reunidas las Cortes, que era lo más frecuente; además, el que sufriera o temiera sufrir un agravio contra fuero acudía al justicia, de quien, mediante la fianza de acatar los resultados del juicio, obtenía una letra de libertad, en virtud de la cual no podía ser preso ni lesionado en su persona o bienes hasta que se celebrara el juicio; y, en fin, quien estuviera preso por los jueces o funcionarios reales y considerara tal prisión ¡licita o temiera violencia sobre su persona o la alteración del fondo o forma del proceso se manifestaba, es decir, solicitaba ser entregado al justicia, quien lo guardaba en su propia cárcel, libre de tormentos y denuncias anónimas, hasta que fuera juzgado con arreglo a fuero. 6. El esquema típico-ideal En virtud de todos estos supuestos, el orden jurídico de la baja Edad Media ofrecía, esquemáticamente hablando, la siguiente estructura: A) El origen del orden jurídico en la corporación (Cortes, Parlamento, etc.), formada por el rey y por los estamentos políticos; pero, por debajo de su apariencia corporativa y como constituyente de la misma, operaban dos Derechos subjetivos igualmente originarios: la prerrogativa y los privilegios estamentales. De aquí que a la constitución estamental se la defina generalmente como «dualista». Del acuerdo entre los portadores de tales derechos surgía un derecho objetivo al que el reino se sentía vinculado -fuera en virtud del principio del pacto entre dos sujetos de derecho, fuera en razón del principio de lealtad- y del que se derivaban las correspondientes pretensiones jurídicas. Al derecho objetivo creado en forma de leyes, constituciones, estatutos, etc., por las asambleas estamentales podía añadirse un derecho común de juristas reconocido implícita o explícitamente como válido. Todo ello sin perjuicio de la facultad reconocida al rey en virtud de sus prerrogativas para dictar normas (pragmáticas, decretos, ordenanzas, writs, etc.) que no alteraran sustancialmente el derecho del reino. B) Junto a estas normas generales y objetivas creadas o reconocidas por la asamblea estamental, existían unos círculos jurídicos estamentales, territoriales y municipales. Aquí nos encontramos con unas normas que tienen carácter de Derecho objetivo para los componentes del estamento, territorio o ciudad, ya que de ellas derivan sus situaciones y pretensiones jurídicas los miembros individuales que las componen, pero que, vistas desde el conjunto del orden jurídico del reino, PAGE 18 son derechos subjetivos originarios de tal o cual estamento, territorio, ciudad o corporación, siendo, en efecto, sentidos como tales por sus portadores, y que, en fin, en cuanto derechos subjetivos originarios de índole corporativa, existen per se, tienen en ellos mismos sus razones de validez, en tanto sus titulares no renuncien expresa o implícitamente a ellos en la asamblea estamental. C) Todavía por debajo de estos círculos jurídicos objetivos desde el punto de vista interno, y subjetivos desde la perspectiva general del reino, había otros derechos subjetivos no corporativos, sino individuales, también sentidos y mantenidos como originarios. Así pues, entre las tensiones jurídicas de la baja Edad Media -destinadas a ser canceladas por el absolutismo- se encuentra la polaridad de la ley general y del privilegio, del derecho objetivo y del subjetivo; el primero, en general, aunque no absolutamente, mantenido por el rey y su círculo de juristas; el segundo, defendido generalmente por los estamentos privilegiados, que tienden a mantenerlo en la medida de lo posible frente al otro derecho. Testimonio representativo de ello son estas palabras del rey de Aragón en las Cortes de 1265: dice el rey que «donde quiera que había fuero establecido de Aragón, juzgaba por él, y no por leyes ni decretos: adonde no se extendía ni bastaba el fuero se determinaba por igualdad y razón natural, y que así lo ordenaba el fuero. Cuanto a los que se querellaban de que tenía en su consejo legistas, decía que no tenían que agraviarse por esto, pues no juzgaban sino por fuero, y que tales reinos tenía que era necesario que residiesen en su corte personas sabias que tuviesen noticia así del Derecho civil y canónico como del foral, porque en todas sus tierras no se juzgaba por fuero, y así convenía que en su consejo se hallasen personas que pudieran administrar derecho y justicia a todos sus súbditos». PAGE 18
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