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EL AMOR NO ES SUFICIENTE, Resúmenes de Literatura Española

Una historia de amor y misterio de Marian Arpa. ¿Qué hacer cuando el hombre que amas y con quien vas a casarte no confía en ti? La cadena de tiendas de ropa interior femenina, Belleza íntima, funciona a la perfección. Sergio Roca la dirige y es el primero en estar al pie del cañón...

Tipo: Resúmenes

2019/2020

Subido el 13/11/2023

Michellsos
Michellsos 🇲🇽

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¡Descarga EL AMOR NO ES SUFICIENTE y más Resúmenes en PDF de Literatura Española solo en Docsity! MISA ela loArWs| El es LhO es suficiente ¡Adquiere este libro!2 ¡Gracias por empezar a leer las primeras páginas de este título! Te doy un trato preferente porque lo mereces, disfruta de esta lectura y no te pierdas la oportunidad de tener este gran libro en tus manos. Saludos, Editorial Endira ¡Adquiere este libro! 5 Salió de su oficina; como siempre, comenzó el camino directo a casa; la correa de su mochila le atravesaba la corbata azul, le arrugaba la camisa y el saco, le irritaba el cuello. «Un antigripal de litro sin miel», le dijo al de los jugos después de hacer fila unos nueve minutos; en los cuales se quedó viendo, de manera intermitente, a un enorme cubo de hielo que el vendedor tiene cubierto con unos trapos. «Tómele tantito, jefe», así lo hizo y devolvió el vaso al juguero para que le echara el otro chorrito que sobraba de la licuadora. Pagó veinticinco pesos y se metió en el metro. Atiborrado. Calculó que deberían pasar unos dos trenes para que pudiera abordar. “Si ya les pusieron vagones a las mujeres para ellas solas, ¿por qué no se van para allá?, aquí nomás hacen bulto”, pensó. Después de doce minutos, batalló con otras decenas de mexicanos que, como él, se retorcían con la esperanza de llegar lo antes po- sible a sus destinos. Tan pronto adoptó la forma necesaria para embonar en la multitud, comenzó a sentir un dolor en la parte baja de la espalda: su eterno compañero de regreso a casa desde hace nueve años. “Tuuuuu”, “clak”, la puerta se cerró y la primera gota de sudor rodó por su frente. Viajó once estaciones, transbordó y repitió la rutina de pegarse como muégano a otro tanto de personas, recordando diversos conatos de pelea y momentos incómodos que hasta ese momen- to habían pasado durante sus muchos viajes en el transporte público; aferrado a su vaso de uni- cel con una mano y agarrando su mochila fuerte con la otra, viajó otras doce estaciones hasta que «¿Va a bajar en la que sigue?», y abriéndose paso ¡Adquiere este libro!6 sintió un viento sanador al descender de uno de los tantos convoyes naranjas que tiene el Sistema de Transporte Colectivo Metropolitano. Mientras daba sorbitos a su jugo, caminó has- ta su casa: como a trece minutos del metro. Le dolían los pies, la desidia de no haber cambiado las plantillas de sus zapatos lo hacían andar más sobre unas hojas de lechuga echadas a perder que sobre un par de telas acojinadas para amortiguar los pasos. Cada piedrita, cada protuberancia del asfalto, lastimaba de manera sutil. Aún con el dolor en la espalda que le genera su andar en el transporte colectivo, llegó a su puerta y antes de girar la llave para entrar, respiró pro- fundo, luego un suspiro. Por fin en casa. —Hola, amor. —Hola, ¿cómo te fue? —Pus bien… ¿Hay algo de comer? —Hice adobo, ahí hay en la cocina. —Vale. Y en la cocina lo recibió una cacerola de ado- bo insípido, hecho sin ganas, un adobo aguado al cual le robó el protagonismo la rebanada de pan Bimbo integral con la que David recorrió el plato hasta dejarlo casi inmaculado. David volvió a la sala, donde Beatriz veía la televisión. La miró unos segundos, intentó desci- frar en qué canal estaba pero, ante su poco co- nocimiento sobre el entretenimiento diurno de las pantallas, prefirió simplemente sentarse a su lado, acercando mucho su cuerpo pero quedán- dose tan lejos como lo estaban hace dos horas, cuando él aún andaba en la oficina y ella sepa Dios dónde. ¡Adquiere este libro! 7 —Te quedó bueno el adobo. —Qué bueno que te gustó, ¿sí le echaste cebo- lla con limón? —¿Apoco se le echa? —Ay, David, pues si ahí te la dejé en el refri, en el tupper de la tapa azul. —No la vi, ni la busqué… no sabía. —Mmmm… —Tú, ¿qué tal tu día? —Pues bien, ya sabes, siempre batallar con esos escuincles: no saben hacer un círculo pero quieren ser diseñadores. —Bueno, para eso estás, para enseñarles, ¿no? —Ay, David, con la creatividad se nace, eso no se puede aprender. —Bueno, pues… Me voy a bañar. —Ándale. Después de su ducha, David se puso sus calzo- nes guangos para dormir y se acostó en la cama de la habitación. Por fortuna, encontró un buen partido de la NFL que transmitían en algún canal del servicio de televisión de paga: por momentos como ese valían la pena los quinientos veintitrés pesos mensuales que su mujer desquitaba viendo en el Discovery Home and Healt el devenir cotidia- no de una familia de enanos o cosas por el estilo. Él le iba a los Broncos de Denver, y aunque ju- gaban los Halcones Marinos contra las Panteras de Carolina, era una manera excelente de pasar la tarde noche. Beatriz permaneció en la sala otras tres horas; solo apartaba la vista de la pantalla del televisor para ver la del teléfono: mandaba algún mensaje, revisaba su Facebook, se tomaba un par de fotos… ¡Adquiere este libro!10 Ahí estaba David, con su espalda ancha, su mentón fuerte y sus ojos claros que miraban la habitación desde uno de los pocos rincones soli- tarios en ese momento. Sostenía su vaso rojo lle- no de cerveza fría; medio se movía al ritmo de la música, la cual cambiaba de salsa a electrónica, de merengue a las ocurrencias de quien tomara el mando del estéreo. En la penumbra de la fiesta poco se distinguía: el ambiente perfecto para el romance universi- tario. David iba con unos cuatro o cinco amigos, pero a todos les perdió la pista en cuanto comen- zaron a llegar algunas invitadas. Él tenía su en- canto, pero no estaba de ánimos, hacía dos me- ses que la única relación amorosa en su vida había terminado. El dolor aún era evidente. No estaba mal disfrutar a la lejanía de las mujeres que por ahí se meneaban medio borrachas; pero no, aún no estaba listo. En el patio de la casa donde era la fiesta estaba Beatriz, bailando entre una bola de chamacas de la cual resaltaba por su cabello alborotado color castaño claro. Bety pasaba por uno de los mejores momentos de su vida: estudiaba teatro, también diseño y andaba con un actor, con look tipo sur- fista que de día derrochaba seguridad con su arte conceptual y de noche era mesero en un restau- rante de La Condesa. Beatriz pegaba de saltos, se atacaba de risa, daba sorbos a su vaso de tequila con Squirt e ig- noraba el celular al cual cada veinte minutos le llamaban sus padres. Era la reina del mundo, de su mundo; despreciaba a todo aquel que la sacara a bailar porque ella ya no necesitaba más: tenía a su ¡Adquiere este libro! 11 novio hippie cuerpo de nadador superior a cual- quier hombre presente en la fiesta. Con él tendría hijos, dos o tres, les pondrían el nombre de alguna galaxia y vivirían de gira por todo el mundo, ha- ciendo obras de teatro y exposiciones de arte que nadie comprendería pero todos admirarían. Es seguro que la fantasía de Beatriz hubiese sucedido si no hubiera sido porque… «¡No ma- mes, Bety!, ¿ese de la camioneta no es Tony?». En efecto, ese del pelo largo y las pulseras de cáñamo era Antonio, el novio de Beatriz, que se daba un atascón no con una, sino con dos hermosas mujeres que Bety identificaba como actrices de la “compañía de teatro” en la que am- bos “trabajaban”. —Hijo de la chingada… —Bety, espérate… no, no, cálmate, espérate, ya andas muy peda. —Ay no, amiga… es que mira… es que… o sea, qué onda. Y sin que ninguna de sus amigas pudiera dete- nerla, Beatriz caminó hasta la Voyager en la que Antonio estaba fajando con el par de “actrices”. —Antonio, ¿¡qué pedo!? No mames, ¿¡qué pedo!? —Bety… Bety… ya estás muy peda, hablamos mañana. —Antonio, ¿qué te pasa? O sea, ¿neta? O sea, ¿qué onda? —¿Qué te pasa a ti, Bety?, mira, estás toda bo- rracha, incoherente… muñeca, ahorita no tienes cognición, bebé, mañana te marco. Para este momento casi todos en la fiesta prestaban atención a las acciones en la camioneta ¡Adquiere este libro!12 azul metálico; las dos señoritas abordo permane- cían como si nada, esperando el regreso de Tony para seguir con el aquelarre. Bety, claro, ya era un chorreadero de lágrimas —¡No, Antonio! Es que… ¿Por qué me haces esto a mí? —¿Pero te hago qué, corazón? Nadie te está haciendo nada, tú solita te haces las cosas, bebé, uno se enoja porque quiere. —¿Nadie me está haciendo nada, infeliz? ¿¡Y tú y esas golfas qué!? —¡A mí no me digas golfa, estúpida! —¡Espérate, Naty, no se metan, está borracha! —Aparte las defiendes, cabrón… David ya era parte de la audiencia. La escena le daba un poco de placer: “En el amor, a todos les va de la chingada igual que a mí”, pensaba. Por su altura no tuvo que avanzar mucho, por encima de las cabezas curiosas lograba divisar a una espe- cie de Jesucristo discutiendo con una mujer delga- da de cabellos alborotados a la cual se le notaba la furia incluso de espaldas. “Inche vieja loca… loca y burra, como todas, ¿para qué andan con ese tipo de pendejos si ya saben a lo que van?”, caviló David hasta que, en una de sus rabietas, Beatriz se dio vuelta y pudo ver ese rostro blanco manchado de rímel, de cutis diáfano y suave; adorables ojitos rojos, boca chi- quita, “no mames, quiero llenarla de besos”. En el clásico berrinche de mujer despechada, Beatriz amagó con irse sola a su casa, caminando bajo el frío, iluminada por las luces ámbar de la calle, a las tres cuarenta de la madrugada; avanzó hasta la esquina de la cuadra, a pasitos lentos con ¡Adquiere este libro! 15 David terminó en su cama a las 7:20 de la ma- ñana, cuando el sol ya estaba iluminando la ciu- dad. Después de la escena de la güera y el actor facha de surfista, la fiesta siguió su curso y ya con algunos tragos encima, David se la pasó medio bien, pues logró escapar un poco del recuerdo de aquella que se fue de su vida hace un par de meses y quien, ahora, comparte el amor con otro sujeto. Le dolían los pies, tenía mucho frío y percibía un molesto zumbido, resquicio del volumen exa- gerado de la música. Sintió su almohada fresca en la mejilla y fue delicioso; era sábado y podría dormir hasta tarde. Pero antes de entregarse al sueño, David se quedó con los ojos abiertos, mi- rando a la nada, recordando a la mujer de cabellos claros y boquita pequeña que hizo su berrinche y después se dejó engatusar de nuevo por el imbé- cil de su novio infiel. Todas las mañanas, desde hace más o menos sesenta y cuatro días, el desayuno de David era el rostro de Alejandra, la mujer con la que había pasado cinco años de su vida y un día, sin más, le mandó un mensaje al celular: «Quiero hablar con- tigo, si puedes nos vemos mañana, ¿vale?». Por más que David le suplicó que se vieran en ese mismo instante, ella lo torturó con treinta y tres horas de incertidumbre para decirle, a final de cuentas, lo que él ya intuía: «Es que ya no es lo mismo, David, y tú lo sabes… no es justo que nos hagamos esto». Y David rogó, prometió, argumentó, explicó, enfatizó, declaró, aseveró, puntualizó, recordó, consideró, lamentó, reiteró, externó, afirmó, besó, se denigró y toda acción en pretérito per- ¡Adquiere este libro!16 fecto simple fue realizada solo para obtener el mismo “no” por respuesta. Por eso cada mañana despertaba y, antes de ingerir bocado, se desayunaba el recuerdo de Ale- jandra, de sus ojos; de su afición por las palomitas de mantequilla; de su risa escandalosa; de su for- ma de mover la cadera al hacer el amor; de cómo subía los pies en el asiento de adelante en el cine; de su pasión por los 49´s de San Francisco; de los ruidos raros que hacía al comer cereal… pero esa mañana no, ni siquiera el inconsciente de David percibió que, por primera vez desde que Freud los determinó; ello, yo y superyó, sus tres estructuras mentales estaban ocupadas poniéndose de acuer- do para descifrar por qué la güera de nariz afilada había hecho un coraje enorme y justificado para después terminar, seguramente, en la cama con el “hippie mugroso de los pantalones guangos”. Pasó el fin de semana durmiendo, lo único que hizo medio productivo fue jugar el domingo en el equipo de americano de su escuela. No tacleó ni al viento: su mente estaba dispersa porque Alejan- dra volvió junto con sus gestos, su voz, las peleas de almohadas, las medias de encaje que se ponía en los días especiales y porque su ausencia en la tribuna era enorme. El lunes, David se vio con sus amigos para to- mar unos tragos en el bar de la localidad, y uno de los temas de conversación fue el de “la pinche vieja loca que armó un desmadre en la fiesta”. —Oye, cabrón, pero ¿qué onda con esa tipa? —Sí, mano, se puso loca. Pobre, su güey estaba con otras dos morras en una camioneta fajando. —Oye, no jodas, ¿qué le ven al mugroso ese? ¡Adquiere este libro! 17 David escuchaba, esperando el momento justo para preguntar: —Oye pero, ¿quién era la chavilla esa, eh? —Es una amiga de mi hermana, la conoció en sus cursos esos de teatro, el pendejo ese también es de ahí… ya saben, pura gente pitera. La charla siguió y no solo hablaron de “la pin- che vieja loca que armó un desmadre en la fiesta”, sino también de “el güey que vomitó en el lavabo” y de “la nalgona que se chingó el Moreno”. Pero David ya no comentó nada sobre ellos, no le im- portaban, lo único en su mente era ella, la única mujer que le había regalado una mañana alegre desde hacía más de dos meses. Más entrada la noche, cuando los amigos se dispersaron, David abordó a Juan Carlos, el dueño de la casa de la fiesta: —Oye, qué onda con la vieja esa ¿no?, desma- dre que armó, eh. —¿Te gustó, verdad? —No, cómo crees, nomás se me hizo muy ca- gado que… —Ya, güey, qué tiene, si te gustó está bien, ya tienes que buscarle por otro lado. Pinche Ale el otro día la vi ahí bien entrada con su cabrón. Tú ya, mi hermano, dele la vuelta… dele la vuelta. —Pues se me hizo curiosa; la verdad sí está lin- da la chavita. —Se llama Beatriz, luego va a la casa. El próxi- mo fin vamos a salir mi chava, mi hermana y unas amigas de ella. Seguro va esta niña, no sé si te quieras pegar… aunque igual va el chango ese al que le hizo el desmadre… ahí como veas. —Me avisas qué día y a qué hora nos vemos. ¡Adquiere este libro!20 —Tranqui mi hermano, está más chavilla, tú nomás pásala bien y enfócate en ella. Relax. Y en eso bajó Laura, la hermana de Juan. —Que ya no tardan mis amigas, ya vienen a dos estaciones del metro. David quiso preguntar: “¿Y sí viene tu amiga Beatriz? ¿Y viene sin el flaco ese, verdad?”, pero no se animó, dejó que esos últimos veinte minu- tos se sumaran a todo el tiempo que pasó en esos días de emoción e incertidumbre: que la sorpre- sa fuera total al momento de ver a Beatriz una vez más. Sentado en un sillón de la sala, logró ver las siluetas deformadas por la cortina de la ventana que daba hacia la calle. “Puras risas de mujer… ¡A huevo!”, pensó. Tocaron el timbre y Juan Carlos bajó las escaleras mientras hablaba por teléfono. «Sí, amor, ya llegaron, como en quince pasamos por ti… ándale, sí, sí, sí… pues no sé, cómo tú quieras, amor… por eso… pues es lo que te digo, amor… bueno, ya vamos». —No te digo, esta de todo hace un pancho… ámonos, mi Deivid. Entonces a David se le aceleró el flujo sanguí- neo, le dieron ganas de mear pero le dio pena regresarse, se le secó la boca pero no quiso pedir agua y por eso salió ¿Quieres continuar leyendo este libro? ¡ADQUIÉRELO! RS - Dale clic aquí $ : Envió GRATIS a toda la República Méxicana Encuéntralo en tu librería favorita ¿Tienes alguna duda? CONTÁCTANOS lectoresendira.com.mx E EditorialEndiraMX
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