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Orientación Universidad
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El carreró de neruda, Transcripciones de Lengua y Literatura

Es un texto que adapta la obra del carreró de neruda

Tipo: Transcripciones

2022/2023

Subido el 12/04/2023

andreu-cilento
andreu-cilento 🇪🇸

1 documento

Vista previa parcial del texto

¡Descarga El carreró de neruda y más Transcripciones en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Antonio Skármeta El cartero de Neruda Prólogo de Antonio Colinas Prólogo Antonio Colinas De vez en cuando -en momentos, sobre todo, de apatía o de agotamien- to intelectual; también en tiempos de superficialidad patente-, la figura del poeta emerge del vacío y de la soledad social en que se encuentra. Me refiero a que se rescata lo esencial de la misma, de su mensaje. De repente, para fortuna de todos, la figura del poeta se nos ofrece sin sus tópicos literarios; ya no es motivo de ironías ni de polémicas, o de epidér- micos enfrentamientos en la «tribu» literaria. Esto es algo que resulta evidente y que convence, incluso cuando la figu- ra del poeta que emerge es la de lo que normalmente entendemos como un poeta «comprometido». Y resurge, además, su figura en unos momentos en los que los sobresaltos y las sangres de la historia -no una historia del pasado remoto, sino de un ayer que está ahí, a la vuelta de sólo treinta años-, aún se agitan y están llenos de vivísima actualidad. Resulta también sorprendente que este rescate de la figura del poeta esencial venga, en sus más notorios casos, de la mano de los novelistas. De grandes novelistas, todo sea dicho en honor de la verdad, pues no es labor de cualquier narrador fijar en un breve espacio de tiempo y con tensa objetividad una figura tan emblemática como la del poeta. Pienso ahora, por ello, en novelas como la de Thomas Mann (Muerte en Venecia), Hermann Broch (La muerte de Virgilio), Boris Pasternak (Doctor Zivago), Vintila Horia (Dios ha nacido en el exilio), por aludir solamente a cuatro ejemplos de autores contemporáneos que nos han dejado semblanzas memorables de un anónimo poeta (quizá el propio Mann), de Virgilio, de Pasternak y de Ovidio. Broch y Horia hacen remontar su indagación a dos poetas del mundo cíásico latino, pero con maestría ponen de relieve en sus relatos valores que sentimos muy próximos a nosotros. Escribir, en el caso de estos dos autores, sobre los años o las horas finales de un gran poeta es ya, sin más y de ahí el reto de esas obras-, escribir sobre la vida de cualquier hombre, el cual siente cómo fluye por sus venas un tiempo que fue intensísimo vital- mente, pero que ahora ya está medido en sus instantes. Estas que vengo A Matilde Urrutia, inspiradora de Neruda, y a través de él, de sus humildes plagiarios. Prólogo del autor Entonces trabajaba yo como redactor cultural de un diario de quinta cat- egoría. La sección a mi cargo se guiaba por el concepto de arte del direc- tor, quien, ufano de sus amistades en el ambiente, me obligaba a incurrir en entrevistas a vedettes de compañías frívolas, reseñas de libros escritos por ex detectives, notas a circos ambulantes o alabanzas desmedidas al hit de la semana que pudiera pergeñar cualquier hijo de vecino. En las oficinas húmedas de esa redacción agonizaban cada noche mis ilusiones de ser escritor. Permanecía hasta la madrugada empezando nuevas novelas que dejaba a mitad de camino desilusionado de mi talen- to y mi pereza. Otros escritores de mi edad obtenían considerable éxito en el país y hasta premios en el extranjero: el de Casa de las Américas, el de la Biblioteca Breve Seix-Barral, el de Sudamericana y Primera Plana. La envidia, más que un acicate para terminar algún día una obra, operaba en mí como una ducha fiza. Por aquellos días en que cronológicamente comienza esta historia -que como los hipotéticos lectores advertirán parte entusiasta y termina bajo el efecto de una honda depresión- el director advirtió que mi tránsito por la bohemia había perfeccionado peligrosamente mi palidez y decidió encar- garme una nota a orillas del mar, que me permitiera una semana de sol, viento salino, mariscos, pescados frescos, y de paso importantes contac- tos para mi futuro. Se trataba de asaltar la paz costeña del poeta Pablo Neruda, y a través de entrevistas con él, lograr para los depravados lec- tores de nuestro pasquín algo así, palabras de mi director, «como la geografía erótica del poeta». En buenas cuentas, y en chileno, hacerle hablar del modo más gráfico posible sobre las mujeres que se había tira- do. Hospedaje en la hostería de isla Negra, viático de príncipe, auto arren- dado en Hertz, préstamo de su portátil Olivetti, fueron los satánicos argu- mentos con que el director me convenció de llevar a cabo la innoble faena. A estas argumentaciones, y con ese idealismo de la juventud, yo agrega- ba otra acariciando un manuscrito interrumpido en la página 28: durante 6 las tardes iba a escribir la crónica sobre Neruda y por las noches, oyendo el rumor del mar, avanzaría mi novela hasta terminarla. Más aún, me pro- puse algo que concluyó en obsesión, y que me permitió además sentir una gran afinidad con Mario Jiménez, mi héroe. conseguir que Pablo Neruda prologara mi texto. Con ese valioso trofeo golpearía las puertas de Editorial Nascimento y conseguiría ipso facto la publicación de mi libro dolorosa- mente postergado. Para no hacer este prólogo eterno y evitar falsas expectativas en mis remotos lectores, concluyo aclarando desde ya algunos puntos. Primero, la novela que el lector tiene en su mano no es la que quise escribir en isla Negra ni ninguna otra que hubiera comenzado en aquella época, sino un producto lateral de mi fracasado asalto periodístico a Neruda. Segundo, a pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa del éxito (entre otras cosas porfiases como éstas, me dijo un editor) yo per- manecí -y permanezco- rigurosamente inédito. En tanto otros son maestros del relato lírico en primera persona, de la novela dentro de la novela, del metalenguaje, de la distorsión de tiempos y espacios, yo seguí adscrito a metaforones trajinados en el periodismo, lugares comunes cosechados de los criollistas, adjetivos chillantes malentendidos en Borges, y sobre todo aferrado a lo que un profesor de literatura designó con asco: un narrador omnisciente. Tercero y último, el sabroso reportaje a Neruda que con toda seguridad el lector preferiría tener en sus manos en vez de la inminente novela que lo acosa desde la próxima página y que acaso me hubiera sacado en otro rubro de mi anonimato, no fue viable debido a principios del vate y no a mi falta de impertinencia. Con una amabilidad que no merecía la bajeza de mis propósitos me dijo que su gran amor era su esposa actual Matilde Urrutia, y que no sentía ni entusiasmo ni interés por revolver ese «pálido pasado», y con una ironía que sí merecía mi audacia de pedirle un prólogo para un libro que aún no existía, me dijo poniéndome de patitas en la puerta: «con todo gusto, cuando lo escriba». En la esperanza de hacerlo, me quedé largo tiempo en isla Negra, y para apoyar la pereza que me invadía todas las noches, tardes y mañanas frente a la página en blanco, decidí merodear la casa del poeta y de paso merodeara los que la merodeaban. Así fine como conocía los personajes de esta novela. Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un flojo rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa que en ese lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras y La guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no me enorgullezco. Pero también hay una explicación complementaria de índole sentimen- El cartero de Neruda 7 Mario Jiménez jamás había usado corbata, pero antes de entrar se arregló el cuello de la camisa como si llevara una y trató, con algún éxito, de abreviar con dos golpes de peineta su melena heredada de fotos de los Beatles. -Vengo por el aviso -declamó al funcionario, con una sonrisa que emu- laba la de Burt Lancaster. -¿Tiene bicicleta? -preguntó aburrido el funcionario. Su corazón y sus labios dijeron al unísono. -S í. -Bueno -dijo el oficinista, limpiándose los lentes-, se trata de un puesto de cartero para isla Negra. -Qué casualidad -dijo Mario-. Yo vivo al lado, en la caleta. -Eso está muy bien. Pero lo que está mal es que hay un solo cliente. -¿Uno nada más? -Sí, pues. En la caleta todos son analfabetos. No pueden leer ni las cuentas. -¿Y quién es el cliente? -Pablo Neruda. Mario Jiménez tragó lo que le pareció un litro de saliva. -Pero eso es formidable. —¿Formidable? Recibe kilos de correspondencia diariamente. Pedalear con la bolsa sobre tu lomo es igual que cargar un elefante sobre los hom- bros. El cartero que lo atendía se jubiló jorobado como un camello. -Pero yo tengo sólo diecisiete años. -¿Y estás sano? -¿Yo? Soy de fierro. ¡Ni un resfrío en mi vida! El funcionario deslizó los lentes sobre el tabique de la nariz y lo miró por encima del marco. -El sueldo es una mierda. Los otros carteros se las arreglan con las propinas. Pero con un cliente, apenas te alcanzará para el cine una vez por semana. -Quiero el puesto. -Está bien. Me llamo Cosme. -Cosme. -Me debes decir «don Cosme». -Sí, don Cosme. -Soy tu jefe. -Sí, jefe. El hombre levantó un bolígrafo azul, le sopló su aliento para entibiar la tinta, y preguntó sin mirarlo: -¿Nombre? -Mario Jiménez -respondió Mario Jiménez solemnemente. Y en cuanto terminó de emitir ese vital comunicado, fue hasta la ven- tana, desprendió el aviso, y lo hizo recalar en lo más profundo del bolsil- Antonio Skármeta 10 lo trasero de su pantalón. El cartero de Neruda 11 Lo que no logró el océano Pacífico con su paciencia parecida a la eternidad, lo logró la escueta y dulce oficina de correos de San Antonio: Mario Jiménez no sólo se levantaba al alba, silbando y con una nariz flu- ida y atlética, sino que acometió con tal puntualidad su oficio, que el viejo funcionario Cosme le confió la llave del local, en caso de que algu- na vez se decidiera a llevar a cabo una hazaña desde antiguo soñada: dormir hasta tan tarde en la mañana que ya fuera hora de la siesta y dormir una siesta tan larga que ya fuera hora de acostarse, y al acostarse dormir tan bien y profundo, que al día siguiente sintiera por primera vez esas ganas de trabajar, que Mario irradiaba y que Cosme ignoraba metic- ulosamente. Con el primer sueldo, pagado como es usual en Chile con un mes y medio de retraso, el cartero Mario Jiménez adquirió los siguientes bienes: una botella de vino Cousiño Macul Antiguas Reservas, para su padre; una entrada al cine gracias a la cual se saboreó West Side Story con Natalie Wood incluida; una peineta de acero alemán en el mercado de San Antonio, a un pregonero que las ofrecía con el refrán: «Alemania perdió la guerra, pero no la industria Peinetas inoxidables marca Solingen»; y la edición Losada de las Odas elementales por su cliente y vecino, Pablo Neruda. Se proponía, en algún momento en que el vate le pareciera de buen humor, asestarle el libro junto con la correspondencia y agenciarse un autógrafo, con el cual alardear ante hipotéticas pero bellísimas mujeres que algún día conocería en San Antonio, o en Santiago, a donde iría a parar con su segundo sueldo. Varias veces estuvo a punto de cumplir su cometido, pero lo inhibió tanto la pereza con que el poeta recibía su cor- respondencia, la celeridad con que le cedía la propina (en ocasiones más que regular), como su expresión de hombre volcado abismalmente hacia el interior. En buenas cuentas, durante un par de meses, Mario no pudo evitar sentir que cada vez que tocaba el timbre asesinaba la inspiración del poeta, que estaría a punto de incurrir en un verso genial. Neruda tomaba el paquete de correspondencia, le pasaba un par de escudos, y se despedía con una sonrisa tan lenta como su mirada. A partir de ese momento, y hasta el final del día, el cartero cargaba las Odas elementales con la esperanza de reunir algún día coraje. Tanto lo trajinó, tanto lo manoseó, tanto lo puso en la falda de sus pantalones bajo el farol de la plaza, para darse aires de intelectual ante las muchachas que lo ignora- ban, que terminó por leer el libro. Con este antecedente en su currícu- 12 Neruda arremetió con su bolsillo y extrajo un billete del rubro «más que regular». El cartero dijo «gracias», no tan acongojado por la suma como por la inminente despedida. Esa misma tristeza pareció inmovilizarlo hasta un grado alarmante. El poeta, que se disponía a entrar, no pudo menos que interesarse por una inercia tan pronunciada. -¿Qué te pasa? -¿Don Pablo? -Te quedas ahí parado como un poste. Mario torció el cuello y buscó los ojos del poeta desde abajo: -¿Clavado como una lanza? -No, quieto como torre de ajedrez. -¿Más tranquilo que gato de porcelana? Neruda soltó la manilla del portón, y se acarició la barbilla. -Mario Jiménez, aparte de Odas elementales tengo libros mucho mejores. Es indigno que me sometas a todo tipo de comparaciones y metáforas. -¿Don Pablo? -¡Metáforas, hombre! -¿Qué son esas cosas? El poeta puso una mano sobre el hombro del muchacho. -Para aclarártelo más o menos imprecisamente, son modos de decir una cosa comparándola con otra. -Deme un ejemplo. Neruda miró su reloj y suspiró. -Bueno, cuando tú dices que el cielo está llorando. ¿Qué es lo que quieres decir? -¡Qué fácil! Que está lloviendo, pu’. -Bueno, eso es una metáfora. -Y ¿por qué, si es una cosa tan fácil, se llama tan complicado? -Porque los nombres no tienen nada que ver con la simplicidad o complicidad de las cosas. Según tu teoría, una cosa chica que vuela no debiera tener un nombre tan largo como mariposa. Piensa que elefante tiene la misma cantidad de letras que mariposa y es mucho más grande y no vuela -con- cluyó Neruda exhausto. Con un resto de ánimo, le indicó a Mario el rumbo hacia la caleta. Pero el cartero tuvo la prestancia de decir: -¡P’tas que me gustaría ser poeta! -¡Hombre! En Chile todos son poetas. Es más original que sigas sien- do cartero. Por lo menos caminas mucho y no engordas. En Chile todos los poetas somos guatones. Neruda retomó la manilla de la puerta, y se disponía a entrar, cuando Mario mirando el vuelo de un pájaro invisible, dijo: -Es que si fuera poeta podría decir lo que quiero. -¿Y qué es lo que quieres decir? El cartero de Neruda 15 -Bueno, ése es justamente el problema. Que como no soy poeta, no puedo decirlo. El vate se apretó las cejas sobre el tabique de la nariz. -¿Mario? -¿Don Pablo? -Voy a despedirme y a cerrar la puerta. -Sí, don Pablo. -Hasta mañana. -Hasta mañana. Neruda detuvo la mirada sobre el resto de las cartas, y luego entreabrió el portón. El cartero estudiaba las nubes con los brazos cruzados sobre el pecho. Vino hasta su lado y le picoteó el hombro con un dedo. Sin deshacer su postura, el muchacho se lo quedó mirando. Volví a abrir, porque sospechaba que seguías aquí. -Es que me quedé pensando. Neruda apretó los dedos en el codo del cartero, y lo fue conduciendo con firmeza hacia el farol donde había estacionado la bicicleta. -¿Y para pensar te quedas sentado? Si quieres ser poeta, comienza por pensar caminando. ¿O eres como John Wayne, que no podía caminar y mascar chiclets al mismo tiempo? Ahora te vas a la caleta por la playa y, mientras observas el movimiento del mar, puedes ir inventando metá- foras. -¡Deme un ejemplo! -Mira este poema: «Aquí en la Isla, el mar, y cuánto mar. Se sale de sí mismo a cada rato. Dice que sí, que no, que no. Dice que sí, en azul, en espuma, en galope. Dice que no, que no. No puede estarse quieto. Me llamo mar, repite pegando en una piedra sin lograr convencerla. Entonces con siete lenguas verdes, de siete tigres verdes, de siete perros verdes, de siete mares verdes, la recorre, la besa, la humedece, y se gol- pea el pecho repitiendo su nombre». -Hizo una pausa satisfecho-. ¿Qué te parece? -Raro. -«Raro.» ¡Qué crítico más severo que eres! -No, don Pablo. Raro no lo es el poema. Raro es como yo me sentía cuando usted recitaba el poema. -Querido Mario, a ver si te desenredas un poco, porque no puedo pasar toda la mañana disfrutando de tu charla. -¿Cómo se lo explicara? Cuando usted decía el poema, las palabras iban de acá pa’llá. -¡Como el mar, pues! -Sí, pues, se movían igual que el mar. -Eso es el ritmo. -Y me sentí raro, porque con tanto movimiento me marié. Antonio Skármeta 16 -Te mareaste. -¡Claro! Yo iba como un barco temblando en sus palabras. Los párpados del poeta se despegaron lentamente. -«Como un barco temblando en mis palabras.» -¡Claro! -¿Sabes lo que has hecho, Mario? -¿Qué? -Una metáfora. -Pero no vale, porque me salió de pura casualidad, no más. -No hay imagen que no sea casual, hijo. Mario se llevó la mano al corazón, y quiso controlar un aleteo desafora- do que le había subido hasta la lengua y que pugnaba por estallar entre sus dientes. Detuvo la caminata, y con un dedo impertinente manipula- do a centímetros de la nariz de su emérito cliente, dijo: -Usted cree que todo el mundo, quiero decir todo el mundo, con el vien- to, los mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas, los desiertos, las lluvias... -... ahora ya puedes decir «etcétera». -... ¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo? Neruda abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro. -¿Es una huevada lo que le pregunté, don Pablo? -No, hombre, no. -Es que se le puso una cara tan rara. -No, lo que sucede es que me quedé pensando. Espantó de un manotazo un humo imaginario, se levantó los desfalle- cientes pantalones y, punzando con el índice el pecho del joven, dijo: -Mira, Mario. Vamos a hacer un trato. Yo ahora me voy a la cocina, me preparo una omelette de aspirinas para meditar tu pregunta, y mañana te doy mi opinión. -¿En serio, don Pablo? -Sí, hombre, sí. Hasta mañana. Volvió a su casa y, una vez junto al portón, se recostó en su madera y cruzó pacientemente los brazos. -¿No se va a entrar? -le gritó Mario. -Ah, no. Esta vez espero a que te vayas. El cartero apartó la bicicleta del farol, hizo sonar jubiloso su cam- panilla, y, con una sonrisa tan amplia que abarcaba poeta y contorno, dijo: -Hasta luego, don Pablo. -Hasta luego, muchacho. El cartero de Neruda 17 El telegrafista Cosme tenía dos principios. El socialismo, a favor del cual arengaba a sus subordinados, de modo superfluo, por lo demás, porque todos eran convencidos o activistas, y el uso de la gorra de corre- os dentro de la oficina. Podía tolerar a Mario esa enmarañada melena que superaba con raigambre proletaria el corte de los Beatles, los blue-jeans infectados por manchas de aceite del engranaje de la bicicleta, la cha- queta descolorida de peón, su hábito de investigarse la nariz con el meñique; pero la sangre le hervía cuando lo veía llegar sin el copete. De modo que cuando el cartero entró macilento hacia la mesa clasificadora de correspondencia diciéndole un exangüe «buenos días», lo frenó con un dedo en el cuello, lo condujo hasta la percha donde colgaba el sombrero, se lo calzó hasta las cejas, y sólo entonces lo incitó a que repitiera el salu- do. -Buenos días, jefe. -Buenos días -rugió. -¿Hay cartas para el poeta? -Muchas. Y también un telegrama. -¿Un telegrama? El muchacho lo levantó, intentó discernir al trasluz su contenido, y en un santiamén estuvo en la calle montado en la bicicleta. Ya iba pedale- ando, cuando Cosme le gritó desde la puerta con el resto del correo en la mano. -Se te quedan las otras cartas. -Las llevaré después -dijo alejándose. -Eres un tonto -gritó don Cosme-. Tendrás que hacer dos viajes. -No soy ningún tonto, jefe. Veré al poeta dos veces. En el portón de Neruda, se colgó de la soga que accionaba la cam- panilla más allá de toda discreción. Tres minutos de esas dosis no pro- dujeron la presencia del poeta. Puso la bicicleta contra el farol, y, con un resto de fuerzas, corrió hacia el roquerto de la playa, donde descubrió a Neruda de rodillas cavando en la arena. -Tuve suerte -gritó mientras saltaba sobre las rocas acercándosele-. ¡Telegrama! -Tuviste que madrugar, muchacho. Mario llegó hasta su lado, y le dedicó al poeta diez segundos de jadeo antes de recuperar el habla. -No me importa. Tuve mucha suerte, porque necesito hablar con usted. -Debe ser muy importante. Bufas como un caballo. 20 Mario se limpió el sudor de la frente de un manotazo, secó el telegra- ma en sus muslos, y se lo puso en la mano del poeta. -Don Pablo -declaró solemne-. Estoy enamorado. El vate hizo del telegrama un abanico, que procedió a sacudir ante su barbilla. -Bueno -repuso- no es tan grave. Eso tiene remedio. -¿Remedio? Don Pablo, si eso tiene remedio, yo sólo quiero estar enfer- mo. Estoy enamorado, perdidamente enamorado. La voz del poeta, tradicionalmente lenta, pareció dejar caer esta vez dos piedras, en vez de palabras. -¿Contra quién? -¿Don Pablo? -¿De quién, hombre? -Se llama Beatriz. -¡Dante, diantres! -¿Don Pablo? -Hubo una vez un poeta que se enamoró de una tal Beatriz. Las Beatrices producen amores inconmensurables. El cartero esgrimió su bolígrafo Bic, y raspó con él la palma de su izquierda. -¿Qué haces? -Me escribo el nombre del poeta ese. Dante. -Dante Alighieri. -Con «h». -No, hombre, con «a». -¿«A» como «amapola»? -Como «amapola» y «apio». -¿Don Pablo? El poeta extrajo su bolígrafo verde, puso la palma del chico sobre la roca, y escribió con letras pomposas. Cuando se disponía a abrir el telegrama, Mario se golpeó la ilustre palma sobre la frente, y suspiró: -Don Pablo, estoy enamorado. -Eso ya lo dijiste. ¿Y yo en qué puedo servirte? -Tiene que ayudarme. -¡A mis años! -Tiene que ayudarme, porque no sé qué decirle. La veo delante mío y es como si estuviera mudo. No me sale una sola palabra. -¡Cómo! ¿No has hablado con ella? -Casi nada. Ayer me fui paseando por la playa como usted me dijo. Miré el mar mucho rato, y no se me ocurrió ninguna metáfora. Entonces, entré a la hostería y me compré una botella de vino. Bueno, fue ella la que me vendió la botella. -Beatriz. El cartero de Neruda 21 -Beatriz. Me la quedé mirando, y me enamoré de ella. Neruda se rascó su plácida calvicie con el dorso del lápiz. -Tan rápido. -No, tan rápido no. Me la quedé mirando como diez minutos. -¿Y ella? -Y ella me dijo: «¿Qué miras, acaso tengo monos en la cara?». -¿Y tú? -A mí no se me ocurrió nada. -¿Nada de nada? ¿No le dijiste ni una palabra? -Tanto como nada de nada, no. Le dije cinco palabras. -¿Cuáles? -¿Cómo te llamas? -¿Y ella? -Ella me dijo «Beatriz González». -Le preguntaste «cómo te llamas». Bueno eso hace tres palabras. ¿Cuáles fueron las otras dos? -«Beatriz González.» -Beatriz González. -Ella me dijo «Beatriz González» y entonces yo repetí «Beatriz González». -Hijo, me has traído un telegrama urgente y si seguimos conversando sobre Beatriz González, la noticia se me va a podrir en las manos. -Está bien, ábralo. -Tú como cartero, debieras saber que la correspondencia es privada. -Yo jamás le he abierto una carta. -No digo eso. Lo que quiero decir es que uno tiene derecho a leer sus cartas tranquilo, sin espías ni testigos. -Comprendo, don Pablo. -Me alegro. Mario sintió que la congoja que lo invadía era más violenta que su sudor. Con voz taimada, susurró: -Hasta luego, poeta. -Hasta luego, Mario. El vate le alcanzó un billete de la categoría «muy bien» con la esperan- za de cerrar con las artes de la generosidad el episodio. Pero Mario lo contempló agónico, y, devolviéndoselo, dijo: -Si no fuera mucha la molestia, me gustaría que en vez de darme dinero me escribiera un poema para ella. Hacía años que Neruda no corría, pero ahora sintió la compulsión de ausentarse de ese pasaje, junto a aquellas aves migratorias que con tanta dulzura había cantado Bécquer. Con la velocidad que le permi- tieron sus años y su cuerpo, se alejó hacia la playa alzando los brazos al cielo. -Pero si ni siquiera la conozco. Un poeta necesita conocer a una per- Antonio Skármeta 22 Cuando el pescador vio entrar en la hostería a Pablo Neruda acom- pañado de un joven anónimo, quien más que cargar una bolsa de cuero parecía estar aferrado a ella, decidió alertar a la nueva mesonera de la parcialmente distinguida concurrencia. -¡Buscan! Los recién llegados ocuparon dos sillas frente al mesón, y vieron que lo atravesaba una muchacha de unos diecisiete años con un pelo castaño enrulado y deshecho por la brisa, unos ojos marrones tristes y seguros, rotundos como ciruelas, un cuello que se deslizaba hacia unos senos maliciosamente oprimidos por esa camiseta blanca con dos números menos de los precisos, dos pezones, aunque cubiertos, alborotadores, y una cintura de esas que se cogen para bailar tango hasta que la madru- gada y el vino se agotan. Hubo un breve lapso, el necesario para que la chica dejase el mesón e ingresara al tablado de la sala, antes de que hiciera su epifanía aquella parte del cuerpo que sostenía los atributos. A saber, el sector básico de la cintura que se abría en un par de caderas mareadoras, sazonadas por una minifalda que era una llamada de aten- ción sobre las piernas y que, tras deslizarse sobre las rodillas cobrizas, concluían como una lenta danza en un par de pies descalzos, agrestes y circulares, pues desde allí la piel reclamaba el retorno minucioso por cada segmento hasta alcanzar esos ojos cafés, que habían sabido pasar de la melancolía a la malicia en cuanto estuvieron sobre la mesa de los huéspedes. -El rey del futbolito -dijo Beatriz González, apoyando su meñique sobre el hule de la mesa-. ¿Qué se va a servir? Mario mantuvo su mirada en los ojos de ella y durante medio minuto intentó que su cerebro lo dotara de las informaciones mínimas para sobrevivir el trauma que lo oprimía: quién soy, dónde estoy, cómo se res- pira, cómo se habla. Aunque la chica repitió «Qué se va a servir» tamborileando con todo el elenco de sus frágiles dedos sobre la mesa, Mario Jiménez sólo atinó a perfeccionar su silencio. Entonces, Beatriz González dirigió la imperativa mirada sobre su acompañante, y emitió con una voz modulada por esa lengua que fulguraba entre los abundantes dientes, una pregunta que en otras circunstancias Neruda hubiera considerado como rutinaria: -¿Y qué se va a servir usted? -Lo mismo que él -respondió el vate. 25 Dos días más tarde, un afanoso camión cubierto por afiches con la imagen del vate que rezaban «Neruda, presidente» llegó a secuestrarlo de su refugio. El poeta resumió la impresión en su diario: «La vida política vino como un trueno a sacarme de mis trabajos. La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con la inherente timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno, me siento transfigurado. Soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja más del gran árbol humano». Una mustia hoja de ese árbol acudió a despedirlo: el cartero Mario Jiménez. No tuvo consuelo ni cuando el poeta, tras abrazarlo, le obse- quiara con cierta pompa la edición Losada en papel biblia y dos volúmenes encuadernados en cuero rojo de sus Obras completas. No lo abandonó la desazón tampoco al leer la dedicatoria que otrora hubiera superado su anhelo: «A mi entrañable amigo y compañero Mario Jiménez, Pablo Neruda». Vio partir el camión por el sendero de tierra, y deseó que ese polvo que levantaba lo hubiera cubierto definitivamente como a un robusto cadáver. Por lealtad al poeta, juró no quitarse la vida, sin antes haber leído cada una de esas tres mil páginas. Las primeras cincuenta las despachó al pie del campanario, mientras el mar, que tantas fulgurantes imágenes inspi- rara al poeta, lo distraía cual un monótono consueta con el estribillo: «Beatriz González, Beatriz González». Anduvo dos días merodeando el mesón con los tres volúmenes amar- rados a la parrilla de la bicicleta, y un cuaderno marca Torre que adquir- ió en San Antonio, donde se propuso anotar las eventuales imágenes que su trato con la torrencial lírica del maestro le ayudara a concebir. En ese lapso, los pescadores lo vieron afanarse con el lápiz, desfalleciente a las fauces del océano, sin saber que el muchacho llenaba las hojas con deslavados círculos y triángulos, cuyo nulo contenido era una radiografía de su imaginación. Bastaron esas pocas horas para que corriera la voz en la caleta, que ausente Pablo Neruda de isla Negra, el cartero Mario Jiménez se empeñaba en heredar su cetro. Profesionalmente ocupado de su minucioso desconsuelo, no se percató de los chismes y pullas, hasta que una tarde en que trajinaba las páginas finales de Estravagario sen- tado en, el mole, donde los pescadores ofrecían sus mariscos, llegó una camioneta con altavoces que proclamaba entre chirridos la consigna: «A parar al marxismo con el candidato de Chile: Jorge Alessandri», matiza- 26 da por otra no tan ingeniosa, pero al menos cierta: « Un hombre con experiencia en el gobierno: Jorge Alessandri Rodríguez». Del bullicioso vehículo descendieron dos hombres vestidos de blanco, y se acercaron al grupo con sonrisas pletóricas, escasas en las inmediaciones donde la carencia de dientes no favorecía esos derroches. Uno de ellos era el diputado Labbé, representante de la derecha en la zona, quien había prometido en la última campaña extender el servicio eléctrico hasta la caleta, y que lentamente se iba acercando a cumplir su juramento como constaba con la inauguración de un desconcertante semáforo -aunque con los tres colores reglamentarios- en el cruce de tierra por donde tran- sitaba el camión que recogía pescados, la bicicleta Lagnano de Mario Jiménez, burros, perros y aturdidas gallinas. -Aquí estamos, trabajando por Alessandri -dijo, mientras extendía volantes al grupo. Los pescadores los tomaron con la cortesía que dan los años de izquierda y analfabetismo, miraron la foto del anciano ex mandatario, cuya expresión calzaba con sus prácticas y prédicas austeras, y metieron la hoja en los bolsillos de sus camisas. Sólo Mario se la extendió de vuelta. -Yo voy a votar por Neruda -dijo. El diputado Labbé extendió la sonrisa dedicada a Mario al grupo de pescadores. Todos se quedaban prendados de la simpatía de Labbé. Alessandri mismo quizá lo sabía, y por eso lo enviaba a hacerle campaña entre pescadores eruditos en anzuelos para pescar, y en evitarlos para ser cazados. -Neruda -repitió Labbé, dando la impresión que las sílabas del nombre del vate recorrieran cada uno de sus dientes-. Neruda es un gran poeta. Quizá el más grande de todos los poetas. Pero, señores, francamente no lo veo como presidente de Chile. Acosó con el volante a Mario, diciéndole: -Léelo, hombre. A lo mejor te convences. El cartero se guardó el papel doblado en el bolsillo, mientras el diputa- do se agachaba a remover las almejas de un canasto. -¿A cuánto tienes la docena? - - -¡A ciento cincuenta, para usted! -¡Ciento cincuenta! ¡Por ese precio, me tienes que garantizar que cada almeja trae una perla! Los pescadores se rieron, contagiados por la naturalidad de Labbé; esa gracia que tienen algunos ricos chilenos que crean un ambiente grato, allí donde se paran. El diputado se levantó, con un par de pasos se dis- tanció de Mario, y, llevando ahora la simpatía de su áulica sonrisa casi hasta la bienaventuranza, le dijo en voz lo bastante alta como para que nadie quedara sin escuchar: El cartero de Neruda 27 -Se le ha juntado mucha correspondencia a Neruda. Yo la ando trayen- do para que no se pierda. La mujer se cruzó de brazos y alzando su arisca nariz, dijo: -Bueno, ¿y pa’qué me cuenta todo eso? ¿O acaso quiere meterme con- versa? Estimulado por este fraternal diálogo, en el crepúsculo del mismo día y cuando el sol naranja haría las delicias de aprendices de bardos y enamorados, sin darse cuenta que la madre de la muchacha le observa- ba desde el balcón de su casa, siguió los pasos de Beatriz por la playa y a la altura de los roqueríos, con el corazón en la mandíbula, le habló. Al comienzo con vehemencia, pero luego, como si él fuera una marioneta y Neruda su ventrílocuo, logró una fluidez que permitió a las imágenes tra- marse con tal encanto, que la charla, o mejor dicho el recital, duró hasta que la oscuridad fue perfecta. Cuando Beatriz volvió del roquerío directamente a la hostería, y levan- tó sonámbula de la mesa una botella a medio consumir que dos pescadores aligeraban tarareando el bolero La vela de Roberto Lecaros, provocándoles estupor, para luego avanzar con el mal habido licor hacia su casa, la madre se dijo que era hora de cerrar, condonó el pago del frustrado consumo a sus clientes, los acompañó hasta la puerta, y puso en acción el candado. La encontró en la habitación expuesta al viento otoñal, la mirada acosada por la oblicua luna llena, la penumbra difusa sobre la colcha, la respiración alborotada. -¿Qué haces? -le preguntó. -Estoy pensando. De un manotazo accionó el interruptor, y la luz agredió su rostro huido. -Si estás pensando, quiero ver qué cara pones cuando piensas. -Beatriz se cubrió los ojos con las manos-. ¡Y con la ventana abierta en pleno otoño! -Es mi pieza, mamá. -Pero las cuentas del médico las pago yo. Vamos a hablar claro, hijita. ¿Quién es él? -Se llama Mario. -¿Y qué hace? -Es cartero. -¿Cartero? -¿Que no le vio el bolsón? -Claro que le vi el bolsón. Y también vi para qué usó el bolsón. Para meter una botella de vino. -Porque ya había terminado el reparto. -¿A quién le lleva cartas? Antonio Skármeta 30 -A don Pablo. -¿Neruda? -Son amigos, pues. -¿Él te lo dijo? -Yo los vi juntos. El otro día estuvieron conversando en la hostería. -¿De qué hablaron? -De política. -¡Ah, además es comunista! -Mamá, Neruda va a ser presidente de Chile. -Mijita, si usted confunde la poesía con la política, lueguito va a ser madre soltera. ¿Qué te dijo? Beatriz tuvo la palabra en la punta de la lengua, pero la adobó algunos segundos con su cálida saliva. -Metáforas. La madre se aferró a la perilla del rústico catre de bronce, apretándola hasta convencerse de que podía derretirla. -¿Qué le pasa mamá? ¿Qué se quedó pensando? La mujer vino al lado de la chica, se dejó desvanecer sobre el lecho, y con voz desfalleciente, dijo: -Nunca te oí una palabra tan larga. ¿Qué «metáforas» te dijo? -Me dijo... Me dijo que mi sonrisa se extiende como una mariposa en mi rostro. -¿Y qué más? -Bueno, cuando dijo eso, yo me reí. -¿Y entonces? -Entonces dijo una cosa de mi risa. Dijo que mi risa era una rosa, una lanza que se desgrana, un agua que estalla. Dijo que mi risa era una repentina ola de plata. La mujer humedeció con la lengua trémula sus labios. -¿Y qué hiciste entonces? -Me quedé callada. -¿Y él? . -¿Qué más me dijo? -No, mijita. ¡Qué más le hizo! Porque su cartero además de boca ha de tener manos. -No me tocó en ningún momento. Dijo que estaba feliz de estar tendi- do junto a una joven pura, como a la orilla de un océano blanco. -¿Y tú? -Yo me quedé callada pensando. -¿Y él? -Me dijo que le gustaba cuando callaba porque estaba como ausente. -¿Y tú? -Yo lo miré. El cartero de Neruda 31 -¿Y él? -El me miró también. Y después dejó de mirarme a los ojos y se estu- vo un largo rato mirándome el pelo, sin decir nada, como si estuviera pensando. Y entonces me dijo: «me falta tiempo para celebrar tus cabel- los, uno por uno debo contarlos y alabarlos». La madre se puso de pie y cruzó delante de su pecho las palmas de las manos, horizontales como los filos de una guillotina. -Mijita, no me cuente más. Estamos frente a un caso muy peligroso. Todos los hombres que primero tocan con la palabra, después llegan más lejos con las manos. -¡Qué van a tener de malo las palabras! -dijo Beatriz abrazándose a la almohada. -No hay peor droga que el bla-bla. Hace sentir a una mesonera de pueblo como una princesa veneciana. Y después, cuando viene el momento de la verdad, la vuelta a la realidad, te das cuenta de que las palabras son un cheque sin fondo. ¡Prefiero mil veces que un borracho te toque el culo en el bar, a que te digan que una sonrisa tuya vuela más alto que una mariposa! -¡Se extiende como una mariposa! -saltó Beatriz. -¡Que vuele o que se extienda da lo mismo! ¿Y sabes por qué? Porque detrás de las palabras no hay nada. Son luces de bengala que se desha- cen en el aire. -Las palabras que me dijo Mario no se han deshecho en el aire. Las sé de memoria y me gusta pensar en ellas cuando trabajo. -Ya me di cuenta. Mañana haces tu maleta y te vas unos días donde tu tía en Santiago. -No quiero. -Tu opinión no me importa. Esto se puso grave. -¡Qué tiene de grave que un cabro te hable! ¡A todas las chiquillas les pasa! La madre hizo un nudo en su chal. -Primero, que se nota a la legua que las cosas que te dice se las ha copiado a Neruda. Beatriz dobló el cuello y miró la pared como si se tratara del horizonte. -¡No, mamá! Me miraba y le salían palabras como pájaros de la boca. -Como «pájaros de la boca». ¡Esa misma noche haces tu maleta y partes a Santiago! ¿Sabes cómo se llama cuando uno dice cosas de otro y lo oculta? ¡Plagio! Y tu Mario puede ir a dar a la cárcel por andarte diciendo... ¡metáforas! Yo misma voy a telefonear al poeta, y le voy a decir que el cartero le anda robando los versos. -¡Cómo se le ocurre, `ñora, que don Pablo va a andar preocupándose de eso! Es candidato a la presidencia de la república, a lo mejor le dan el Premio Nobel, y usted le va a ir a conventillear por un par de metáforas. Antonio Skármeta 32 Una semana anduvo Mario con las metáforas atragantadas en la gar- ganta. Beatriz, o estaba presa en su habitación, o salía a hacer las com- pras o a pasear hasta las rocas con las garras de la madre en su ante- brazo. Las seguía a mucha distancia escamoteándose entre las dunas, con la certidumbre de que su presencia era una roca sobre la nuca de la señora. Cada vez que la chica se daba vuelta, la mujer la enderezaba con un tirón de orejas, no por protector menos doloroso. Por las tardes, oía inconsolable La vela desde las afueras de la hostería, con la esperanza de que alguna sombra se la trajera en esa minifalda que hasta alturas soñaba levantar con la punta de su lengua. Con mística juvenil, decidió no aliviar mediante ningún arte manual la fiel y creciente erección que disimulaba bajo los volúmenes del vate por el día, y que se prohibía hasta la tortura por las noches. Se imaginaba, con perdonable romanticismo, que cada metáfora acuñada, cada sus- piro, cada anticipo de la lengua de ella en sus lóbulos, entre sus piernas, era una fuerza cósmica que nutría su esperma. Con hectólitros de esa mejorada sustancia haría levitar de dicha a Beatriz González, el día en que Dios se decidiera a probar que existía poniéndola en sus brazos, ya fuera vía infarto de miocardio de la madre o rapto famélico. Fue el domingo de esa semana cuando el mismo camión rojo que se había llevado a Neruda dos meses antes, lo trajo de vuelta a su refugio de isla Negra. Sólo que ahora, el vehículo venía forrado en carteles de un hombre con rostro de padre severo, pero con tierno y noble pecho de palomo. Debajo de cada uno de ellos, decía su nombre: Salvador Allende. Los pescadores comenzaron a correr tras el camión, y Mario probó con ellos sus escasas dotes de atleta. En el portón de la casa, Neruda, el pon- cho doblado sobre el hombro, y su clásico jockey, improvisó un breve dis- curso que a Mario le pareció eterno: -Mi candidatura agarró fuego -dijo el vate, oliendo el aroma de ese mar que también era su casa-. No había sitio donde no me solicitaran. Llegué a enternecerme ante aquellos centenares de hombres y mujeres del pueblo que me estrujaban, besaban y lloraban. A todos ellos les hablaba o les leía mis poemas. A plena lluvia, a veces, en el barro de calles y caminos. Bajo el viento austral que hace tiritar a la gente. Me estaba entusiasmando. Cada vez asistía más gente a mis concentraciones. Cada vez acudían más mujeres. Los pescadores rieron. -Con fascinación y terror comencé a pensar qué iba a hacer yo, si salía 35 elegido presidente de la república. Entonces llegó la buena noticia. -El poeta extendió su brazo señalando los carteles sobre el camión-. Allende surgió como candidato único de todas las fuerzas de la Unidad Popular. Previa aceptación de mi partido, presenté rápidamente la renuncia a mi candidatura. Ante una inmensa y alegre multitud, hablé yo para renun- ciar y Allende para postularse. Su auditorio aplaudió con una fuerza superior al número allí congre- gado, y cuando Neruda descendió de la pisadera, ávido de reencontrarse con su escritorio, caracoles, versos interrumpidos y mascarones de proa, Mario lo abordó con dos palabras que sonaron como una súplica. -Don Pablo... El poeta hizo un sutil movimiento, digno de torero, y evadió al mucha- cho. -Mañana -le dijo-, mañana. Esa noche el cartero entretuvo su insomnio contando estrellas, mascándose las uñas, apurando un áspero vino tinto y rascándose las mejillas. Cuando al día siguiente el telegrafista presenció el espectáculo de sus restos mortales, antes de entregarle la correspondencia del vate, apia- dose, y le confidenció el único alivio realista que pudo pergueñar: -Beatriz es ahora una belleza. Pero dentro de cincuenta años será una vieja. Consuélate con ese pensamiento. Enseguida le extendió el paquete con el correo, y al soltar el elástico que lo ataba, una carta llamó de tal manera la atención del muchacho, que otra vez abandonó el resto sobre el mesón. Encontró al poeta ambientándose con un opíparo desayuno en la ter- raza, mientras las gaviotas revoloteaban aturdidas por el reflejo del sol tajante sobré el mar. -Don Pablo -sentenció con voz trascendente- le traigo una carta. El poeta saboreó un sorbo de su penetrante café y levantó los hombros. -Siendo tú cartero, no me extraña. -Como amigo, vecino y compañero, le pido que me la abra y me la lea. -¿Qué te lea una carta mía? -Sí, porque es de la madre de Beatriz. Se la extendió sobre la mesa, filuda como una daga. -¿La madre de Beatriz me escribe a mí? Aquí hay gato encerrado. Y a propósito, recuerdo mi Oda al gato. Aún pienso que hay tres imágenes rescatables. El gato como mínimo tigre de salón, como la policía secreta de las habitaciones, y como el sultán de las tejas eróticas. -Poeta, hoy no estoy para metáforas. La carta, por favor. Al rasgar el sobre con el cuchillo de la mantequilla, procedió con tan voluntaria impericia, que la operación excedió el minuto. «Tiene razón la gente, cuando dice que la venganza es el placer de los dioses», pensó, Antonio Skármeta 36 mientras se detenía a estudiar el sello estampado sobre la carátula, con- siderando cada rizo de la barba del prócer que lo animaba, y simulaba descifrar el inescrutable timbre de la oficina de correos de San Antonio, partiendo una crujiente miga de pan que se había impregnado al remi- tente. Ningún maestro del cine policial habría puesto al cartero en seme- jante suspenso. Huérfano de uñas, se mordió una por una las yemas de los dedos. El poeta comenzó a leer el mensaje con el mismo sonsonete con que dramatizaba sus versos: Estimado don Pablo. Quien le escribe es Rosa, viuda de González, nueva concesionaria de la hostería de la caleta, admiradora de su poesía, y simpatizante democrata-cristiana. Aunque no hubiera votado por usted, ni votaré por Allende en las próximas elecciones, le pido como madre, como chilena, y como vecina de isla Negra, una cita urgente para hablar con usted... A partir de este momento, más el estupor que la malicia hizo que el vate leyera las últimas líneas en silencio. La súbita gravedad de su ros- tro hizo sangrar la cutícula del meñique del cartero. Neruda procedió a doblar la carta, ensartó al muchacho con su mirada y terminó de memo- ria: -«... sobre un tal Mario Jiménez, seductor de menores. Sin otro partic- ular, saluda atentamente a usted. Rosa, viuda de González.» Se puso de pie con íntima convicción: -Compañero Mario Jiménez, en esta cueva yo no me meto dijo el cone- jo. Mario lo persiguió hasta su sala abrumada de caracoles, libros y mas- carones de proa. -No me puede dejar botado, don Pablo. Hable con la señora y pídale que no sea loca. -Hijo, yo soy poeta nada más. No domino el eximio arte de destripar suegras. -Usted tiene que ayudarme porque usted mismo escribió: «No me gusta la casa sin tejado, la ventana sin vidrios. No me gusta el día sin trabajo y la noche sin sueño. No me gusta el hombre sin mujer, ni la mujer sin hombre. Yo quiero que las vidas se integren encendiendo los besos hasta ahora apagados. Yo soy el buen poeta casamentero». ¡Supongo que ahora no me dirá que este poema es un cheque sin fondos! Dos oleajes, uno de palidez y otro de asombro, parecieron treparle desde el hígado hasta los ojos. Humedeciéndose los labios, repentina- mente secos, disparó: -Según tu lógica, a Shakespeare habría que meterlo preso por el El cartero de Neruda 37 girando sobre sus talones, desprendió elegantemente su jockey ofrecién- dole con un brazo a la señora el más muelle de sus sillones. La viuda, en cambio, rechazó la invitación y abrió ambas piernas. Dilatando su oprim- ido diafragma, puso de lado los rodeos: -Lo que tengo que decirle es muy grave para hablar sentada. -¿De qué se trata, señora? -Desde hace algunos meses merodea mi hostería ese tal Mario Jiménez. Este señor se ha insolentado con mi hija de apenas dieciséis años. -¿Qué le ha dicho? La viuda escupió entre los dientes: -Metáforas. El poeta tragó saliva. -¿Y? -¡Que con las metáforas; pues don Pablo, tiene a mi hija más caliente que una termita! -Es invierno, doña Rosa. -Mi pobre Beatriz se está consumiendo entera por ese cartero. Un hom- bre cuyo único capital son los hongos entre los dedos de sus pies traji- nados. Pero si sus pies bullen de microbios, su boca tiene la frescura de una lechuga y es enredosa como un alea. Y lo más grave, don Pablo, es que las metáforas para seducir a mi niñita las ha copiado descarada- mente de sus libros. -¡No! -¡Sí! Comenzó inocentemente hablando de una sonrisa que era una mariposa. ¡Pero después ya le dijo que su pecho era un fuego de dos lla- mas! -¿Y la imagen empleada, usted cree que fue visual o táctil? -inquirió el vate. -Táctil -repuso la viuda-. Ahora le prohibí salir de la casa hasta que el señor Jiménez escampe. Usted encontrará cruel que la aísle de esta man- era, pero fíjese que le pillé chanchito este poema en medio del sostén. -¿Chamuscado en medio del sostén? La mujer desentrañó una indudable hoja de papel matemáticas marca Torre de su propio regazo, y la anunció cual acta judicial, subrayando el vocablo desnuda con sagacidad detectivesca: Desnuda eres tan simple como una de tus manos, lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente, tienes líneas de luna, caminos de manzana, desnuda eres delgada como el trigo desnudo. Desnuda eres azul como la noche en Cuba, Antonio Skármeta 40 tienes enredaderas y estrellas en el pelo. Desnuda eres enorme y amarilla como el verano en una iglesia de oro. Estrujando el texto con repulsa, lo sepultó de vuelta en el delantal, y concluyó: -¡Es decir, señor Neruda, que el cartero ha visto a mi hija en pelotas! El poeta lamentó en ese momento haber suscrito la doctrina material- ista de la interpretación del universo, pues tuvo urgencia de pedir mis- ericordia al Señor. Encogido, arriesgó una glosa sin la prestancia de esos abogados, que, como Charles Laughton, convencían hasta al muerto que aún no era cadáver: -Yo diría, señora Rosa, que del poema no se concluye necesariamente el hecho. La viuda escrutó al poeta con un desprecio infinito: -Diecisiete años que la conozco, más nueve meses que la llevé en este vientre. El poema no miente, don Pablo: exactamente así, corno dice el poema, es mi niñita cuando está desnuda. «Dios mío», rogó el poeta, sin que le salieran las palabras. -Yo le imploro a usted -expuso la mujer-, en quien se inspira y confía, que le ordene a ese tal Mario Jiménez, cartero y plagiario, que se absten- ga desde hoy y para toda la vida de ver a mi hija. Y dígale que si así no lo hiciese, yo misma, personalmente, me encargaré de arrancarle los ojos como al otro carterito ese, el fresco de Miguel Strogoff. Pese a que la viuda se había retirado, de alguna manera seis partícu- las quedaron vibrátiles en el aire. El vate dijo «hasta luego», se puso el jockey, y manoteó la cortina tras la cual se ocultaba el cartero. -Mario Jiménez -dijo sin rnirarlo-, estás pálido como un saco de hari- na. El muchacho lo siguió hasta la terraza, donde el poeta trató de aspirar hondo el viento del mar. -Don Pablo, si por fuera estoy pálido por dentro estoy lívido. -No son los adjetivos los que van a salvarte de los hierros candentes de la viuda González. Ya te veo repartiendo cartas con un bastón blanco, un perro negro, y con las cuencas de tus ojos tan vacías como alcancía de mendigo. -¡Si no la puedo ver a ella, para qué quiero mis ojos! -¡Maestro, por muy desesperado que esté, en esta casa le permito que intente poemas pero no que me cante boleros! Esta señora González tal vez no cumpla su amenaza, pero si la lleva a cabo, podrás repetir con toda propiedad el cliché de que tu vida es oscura como la boca de un lobo. -Si me hace algo, irá a la cárcel. El vate practicó un semicírculo teatral por la espalda del chico, con la El cartero de Neruda 41 insidia con que Yago trajinaba los lóbulos de Otelo: -Un par de horas, y después la pondrán en libertad incondicional. Alegará que procedió en defensa propia. Dirá en su descargo que ata- caste la virginidad de su pupila con arma blanca: una metáfora cantari- na corno un puñal, incisiva como un canino, desgarradora como un himen. La poesía con su saliva bulliciosa habrá dejado su huella en los pezones de la novia. Por mucho menos que eso, a François Villon lo col- garon de un árbol y la sangre le brotaba como rosas del cuello. Mario sintió sus ojos húmedos, y la voz le salió también mojada: -No me importa que esa mujer me rasgue con una navaja cada uno de mis huesos. -Lástima no tener un trío de guitarristas para que te hagan «tu-ru-ru-ru». -Lo que me duele es no poder verla a ella -prosiguió absorto el cartero-. Sus labios de cereza y sus ojos lentos y enlutados, como si se los hubier- an hecho la misma noche. ¡No poder oler esa tibieza que emana! -A juzgar por lo que cuenta la vieja, más que tibia, flamígera. -¿Por qué su madre me ahuyenta? Si yo quiero casarme con ella. -Según doña Rosa, aparte de la mugre de tus uñas, no tienes otros ahorros. -Pero estoy joven y sano. Tengo dos pulmones con más fuelle que un acordeón. -Pero sólo los usas para suspirar por Beatriz González. Ya te sale un sonido asmático como de sirena de un barco fantasma. -¡Ja! Con estos pulmones podría soplar las velas de una fragata hasta Australia. -Hijo, si sigues padeciendo por la señorita González, de aquí a un mes no tendrás fuelle ni para apagar las velitas de tu torta de cumpleaños. -Bueno, ¿entonces qué hago? -estalló Mario. -¡Antes que nada no me grites, porque no soy sordo! -Perdón, don Pablo. Tomándole del brazo, Neruda le ilustró el camino. -Segundo, te vas a tu casa a dormir una siesta. Tienes unas ojeras más hondas que plato de sopa. -Hace una semana que no pego los ojos. Los pescadores me dicen «el búho». Y dentro de otra semana te van a poner en ese chaleco de madera lla- mado cariñosamente ataúd. Mario Jiménez, esta conversación es más larga que tren de carga. Hasta luego. Habían alcanzado el portón y lo abrió con gesto rotundo. Pero hasta la barbilla de Mario se puso pétrea cuando fue empujado levemente hacia el camino. -Poeta y compañero dijo decidido-. Usted me metió en este lío, y usted Antonio Skármeta 42 bolito. Como concertados con su recuerdo, la muchacha alzó el oval y frágil huevo, y tras cerrar con el pie la puerta, lo puso cerca de sus labios. Bajándolo un poco hacia sus senos lo deslizó siguiendo el palpi- tante bulto con los dedos danzarines, lo resbaló sobre su terso estóma- go, lo trajo hasta el vientre, lo escurrió sobre su sexo, lo ocultó en medio del triángulo de sus piernas, entibiándolo instantáneamente, y entonces clavó una mirada caliente en los ojos de Mario. Éste hizo ademán de lev- antarse, pero la muchacha lo contuvo con un gesto. Puso el huevo sobre la frente, lo pasó sobre su cobriza superficie, lo montó sobre el tabique de la nariz y al alcanzar los labios se lo metió en la boca afirmándolo entre los dientes. Mario supo en ese mismo instante, que la erección con tanta fidelidad sostenida durante meses era una pequeña colina en comparación con la cordillera que emergía desde su pubis, con el volcán de nada metafórica lava que comenzaba a desenfrenar su sangre, a turbarle la mirada, y a transformar hasta su saliva en una especie de esperma. Beatriz le indicó que se arrodillara. Aunque el suelo era de tosca madera, le pareció una principesca alfombra, cuando la chica casi levitó hacia él y se puso a su lado. Un ademán de sus manos le ilustró que tenía que poner las suyas en canastilla. Si alguna vez obedecer le había resultado intragable, ahora sólo anhelaba la esclavitud. La muchacha se combó hacia atrás y el huevo, cual un ínfimo equilibrista, recorrió cada centímetro de la tela de su blusa y falda hasta irse a apañar en las palmas de Mario. Levantó la vista hacia Beatriz y vio su lengua hecha una llamarada entre los dientes, sus ojos turbiamente decididos, las cejas en acecho esperando la iniciativa del muchacho. Mario levantó delicadamente un tramo el huevo, cual si estuviera a punto de empollar. Lo puso sobre el vientre de la muchacha y con una sonrisa de prestidigitador lo hizo patinar sobre sus ancas, marcó con él perezosamente la línea del culo, lo digitó hasta el costado derecho, en tanto Beatriz, con la boca entreabierta, seguía con el vientre y las caderas sus pulsaciones. Cuando el huevo hubo comple- tado su órbita el joven lo retornó por el arco del vientre, lo encorvó sobre la abertura de los senos, y alzándose junto con él, lo hizo recalar en el cuello. Beatriz bajó la barbilla y lo retuvo allí con una sonrisa que era más una orden que una cordialidad. Entonces Mario avanzó con su boca hasta el huevo, lo prendió entre los dientes, y apartándose, esperó que ella viniera a rescatarlo de sus labios con su propia boca. Al sentir por encima de la cáscara rozar la carne de ella, su boca dejó que la delicia lo desbordara. El primer tramo de su piel que untaba, que ungía, era aquel que en sus sueños ella cedía como el último bastión de un acoso que contemplaba lamer cada uno de sus poros, el más tenue pelillo de sus brazos, la sedosa caída de sus párpados, el vertiginoso declive de su cuel- El cartero de Neruda 45 lo. Era el tiempo de la cosecha, el amor había madurado espeso y duro en su esqueleto, las palabras volvían a sus raíces. Este momento, se dijo, éste, este momento, este este este este este momento, este este este momento, éste. Cerró los ojos cuando ella retiraba el huevo con su boca. A oscuras la cubrió por la espalda mientras en su mente una explosión de peces destellantes brotaban en un océano calmo. Una luna incon- mensurable lo bañaba, y tuvo la certeza de comprender, con su saliva sobre esa nuca, lo que era el infinito. Llegó al otro flanco de su amada, y una vez más prendió el huevo entre los dientes. Y ahora, como si ambos estuvieran danzando al compás de una música secreta, ella entreabrió el escote de su blusa y Mario hizo resbalar el huevo entre sus tetas. Beatriz desprendió su cinturón, levantó la asfixiante prenda, y el huevo fue a reventar al suelo, cuando la chica tiró de la blusa sobre su cabeza y expuso el dorso dorado por la lámpara de petróleo. Mario le bajó la tra- bajosa minifalda y cuando la fragante vegetación de su chucha halagó su acechante nariz, no tuvo otra inspiración que untarla con la punta de su lengua. En ese preciso instante, Beatriz emitió un grito nutrido de jadeo, de sollozo, de derroche, de garganta, de música, de fiebre, que se pro- longó unos segundos, en que su cuerpo entero tembló hasta desvanecerse. Se dejó resbalar hasta la madera del piso, y después de colocarle un sigiloso dedo sobre el labio que la había lamido, lo trajo húmedo hasta la rústica tela del pantalón del muchacho, y palpando el grosor de su pico, le dijo con voz ronca: -Me hiciste acabar, tonto. Antonio Skármeta 46 La boda tuvo lugar dos meses después -expresión del telegrafista- de que se hubiera abierto el marcador. Rosa viuda de González, tallada en maternal perspicacia no pasó por alto que las lides, a partir de la regoci- jada inauguración del campeonato, empezaban a tener lugar en enfrentamientos matutinos, diurnos y nocturnos. La palidez del cartero se acentuó y no precisamente por los resfríos, de los cuales parecía haberse curado por obra de magia. Beatriz González, por su parte, según el cuaderno del cartero y testigos espontáneos, florecía, irradiaba, destellaba, resplandecía, fulguraba, rutilaba y levitaba. De modo que cuando un sábado por la noche, Mario Jiménez se hizo presente en la hostería a pedir la mano de la muchacha con la honda convicción de que su idilio sería tronchado por un escopetazo de la viuda que le volaría tanto la florida lengua cuanto los íntimos sesos, Rosa viuda de González, adiestrada en la filosofía del pragmatismo abrió una botella de cham- pagne Valdivieso demi-sec, sirvió tres vasos que se rebalsaron de espuma, y dio curso a la petición del cartero sin una mueca, pero con una frase que reemplazó a la temida bala: «A lo hecho, pecho». Esta consigna tuvo una suerte de colofón en la misma puerta de la iglesia, donde iba a santificarse lo irreparable, cuando el telegrafista, erudito en indiscreciones, miró el traje azul de tela inglesa de Neruda y exclamó cachondo: -Se lo ve muy elegante, poeta. Neruda se ajustó el nudo de la corbata de seda italiana, y dijo con mar- cada nonchalance: -Es que estoy en ensayo general. Allende me acaba de nombrar emba- jador en París. La viuda de González recorrió la geografía de Neruda, desde su calvicie hasta las zapatos de festivo brillo, y dijo: -¡Pájaro que come, se vuela! Mientras avanzaban por el pasillo hacia el altar, Neruda le confidenció a Mario una intuición. -Mucho me temo, muchacho, que la viuda González está decidida a enfrentar la guerra de las metáforas con una artillería de refranes. La fiesta fue breve por dos motivos. El egregio padrino tenía taxi en la puerta para transportarlo al aeropuerto, y los jóvenes esposos alguna prisa para debutar en la legalidad tras meses de clandestinaje. El padre de Mario, no obstante, se las amañó para infiltrar en el tocadiscos Un vals para jazmín de Tito Fernández el Temucano, mediante el cual echó 47 bigote. Pero los progresos en el pueblo, traían aparejados problemas. Un día en que Mario preparaba una ensalada a la chilena digitando el puñal en un tomate, como un bailarín de la oda de Neruda («debemos por des- gracia asesinarlo, hundir el cuchillo en su pulpa viviente»), observó que la mirada del compañero Rodríguez se había prendido del culo de Beatriz, de vuelta al bar tras haber puesto el vino en su mesa. Y un min- uto después, al abrir ella los labios para sonreírle, cuando el cliente le pidió «esa ensalada a la chilena», Mario saltó por encima del mesón cuchillo en ristre, lo elevó entre ambas manos por encima de la cabeza como había visto en los westerns japoneses, se puso junto a la mesa de Rodríguez, y lo bajó tan feroz y vertical que quedó vibrando ensartado unos cuatro centímetros en la cubierta. El compañero Rodríguez, acos- tumbrado a precisiones geométricas y a mediciones geológicas, no tuvo dudas que el mesonero poeta había hecho el numerito a modo de parábo- la. Si este cuchillo penetrara así en la carne de un cristiano, meditó melancólico, se podría hacer un gulasch con su hígado. Solemne, pidió la cuenta, y se abstuvo de incurrir en la hostería por tiempo indefinido e infinito. Adiestrado a su vez en el refranero de doña Rosa, que siempre procuraba matar dos pájaros de un tiro, Mario le sugirió a Beatriz con un gesto, que constatara cómo el torvo cuchillo seguía rajando la noble madera de raulí, aún cuando el incidente había tenido lugar hacía ya un minuto. -Caché -dijo ella. Las ganancias del nuevo oficio permitieron que doña Rosa hiciera algunas inversiones que funcionaran cual cebo para amarrar nuevos clientes. La primera, fue adquirir un televisor pagadero en incómodas cuotas mensuales, que atrajo al bar un contingente inexplotado: las mujeres de los obreros del camping, quienes dejaban marcharse a las carpas a sus hombres para que descabezaran una siesta arrullada por las opíparas raciones del almuerzo convenientemente aliviadas por un tinto cabezón, y que consumían interminables aguitas de menta, tecitos de boldo, o aguitas perras, mientras glotonamente devoraban las imá- genes de la teleserie mexicana Simplemente María. Cuando después de cada episodio surgía en la pantalla un iluminado militante del marxismo en la sección cultural denunciando el imperialismo cultural y las ideas reaccionarias que los melodramas inculcaban en «nuestro pueblo», las mujeres apagaban el televisor y se ponían a tejer o echaban una mano de dominó. Aunque Mario siempre pensó que su suegra era tacaña -«usted parece que tuviera pirañas en la cartera, señora»- lo cierto es que al cabo de un año de rasmillar zanahorias, llorar cebollas y descuerar jureles había juntado suficiente plata como para empezar a soñar en hacer su sueño realidad: comprarse un pasaje aéreo y visitar a Neruda en París. Antonio Skármeta 50 En una visita a la parroquia, el telegrafista hizo su planteo al cura que había casado a la pareja, y revisando las utilerías arrumbadas en la bodega del último vía crucis escenificado en San Antonio por Aníbal Reina padre, popularmente conocido como el «rasca Reina», apodo que heredó su talentoso y socialista hijo, encontraron un par de alas tren- zadas con plumas de gansos, patos, gallinas y otros volátiles, que accionadas por un piolín batían angelicalmente. Con paciencia de orfebre, el cura montó un pequeño andamio sobre el lomo del funcionario de correos, le puso su visera de plástico verde, semejante a la de los gángsters en los garitos, y con limpiador Brasso le sacó brillo a la cade- na de oro del reloj que le atravesaba la panza. Al mediodía, el telegrafista avanzó desde el mar hasta la hostería dejando estupefactos a los bañistas que vieron atravesar sobre la infla- mada arena el ángel más gordo y viejo de toda la historia hagiográfica. Mario, Beatriz y Rosa, ocupados en cuentas tendientes a confeccionar un menú que sorteara los precoces problemas del desabastecimiento, creyeron ser víctimas de una alucinación. Mas, en cuanto el telegrafista gritó a distancia: «Correo de Pablo Neruda para Mario Jiménez» alzando en una mano un paquete con no tantas estampillas como un pasaporte chileno, pero más cintas que un árbol de Pascua, y en la otra una pul- cra carta, el cartero flotó sobre la arena y le arrebató ambos objetos. Fuera de sí, los puso en la mesa y los observó cual si fueran dos pre- ciosos jeroglíficos. La viuda, repuesta de su arrebato onírico, increpó al telegrafista con tono británico: -¿Tuvo viento a favor? -Viento a favor, pero mucho pájaro en contra. Mario se apretó ambas sienes, y parpadeó de un bulto al otro. -¿Qué abro primero. La carta o el paquete? -El paquete, mijo -sentenció doña Rosa-. En la carta sólo vienen pal- abras. -No, señora, primero la carta. -El paquete -dijo la viuda, haciendo ademán de tomarlo. El telegrafista se echó aire con un ala, y levantó un dedo admonitorio ante las narices de la viuda. -No sea materialista, suegra. La mujer se echó sobre el respaldo de la silla. A ver usted, que se las da de culto. ¿Qué es un materialista? Alguien que cuando tiene que elegir entre una rosa y un pollo, elige siempre el 51 pollo -farfulló el telegrafista. Carraspeando, Mario se puso de pie y dijo: -Señoras y señores, voy a abrir la carta. Puesto que ya se había propuesto incluir ese sobre, donde su nombre aparecía reciamente diagramado por la tinta verde del poeta en su colec- ción de trofeos sobre la pared del dormitorio, lo fue rasgando con la paciencia y la levedad de una hormiga. Con las manos temblorosas, puso frente a sus ojos el contenido, y comenzó a silabearlo cuidando que no se le saltara ni el más insignificante signo: -«Que-ri-do Ma-rio Ji-mé-nez de pies a-la-dos.» De un manotazo, la viuda le arrebató la carta y procedió a patinar sobre las palabras sin pausa ni entonaciones: Querido Mario Jiménez, de pies alados, recordada Beatriz González de Jiménez, chispa e incendio de isla Negra, señora excelentísima Rosa viuda de González, querido futuro heredero Pablo Neftalí Jiménez González, delfín de isla Negra, eximio nadador en la tibia placenta de tu madre, y cuando salgas al sol rey de las rocas, los volantines, y campeón en ahuyentar gaviotas, queridos todos, queridísimos los cua- tro. No les he escrito antes como había prometido, porque no quería mandarles sólo una tarjeta postal con las bailarinas de Degas. Sé que ésta es la primera carta que recibes en tu vida, Mario, y por lo menos tenía que venir dentro de un sobre; si no, no vale. Me da risa pensar que esta carta te la tuviste que repartir tú mismo. Ya me contarás todo lo de la isla, y me dirás a qué te dedicas ahora que la correspondencia me llega a París. Es de esperar que no te hayan echado de correos y telégrafos, por ausencia del poeta. ¿O acaso el presidente Allende te ofreció algún ministerio? Ser embajador en Francia es algo nuevo e incómodo para mí. Pero entraña un desafío. En Chile, hemos hecho una revolución a la chile- na muy admirada y discutida. El nombre de Chile se ha engrandecido de forma extraordinaria. ¡Hmm! -El ¡hmm! es mío -intercaló la viuda, sumergiéndose otra vez en la carta. Vivo con Matilde en un dormitorio tan grande que serviría para alo- jar a un guerrero con su caballo. Pero me siento muy, muy lejos de mis días de alas azules en mi casa de isla Negra. Los extraña y los abraza vuestro vecino y celestino, Pablo Neruda. -Abramos el paquete -dijo doña Rosa tras cortar con el fatídico cuchil- lo cocinero las cuerdas que lo ataban. Mario tomó la carta, y se puso a Antonio Skármeta 52 grabación del año 38 que encontré entumida en una tienda de discos usados del Barrio Latino. ¿Cuántas veces la canté cuando joven? Siempre había querido tenerla y no pude. Se llama J’attendrai, la canta Rina Ketty, y la letra dice: «Esperaré, día y noche, esperaré siempre que regreses». Un clarinete introdujo los primeros compases, grave, sonámbulo, y un xilofón los repitió leve, más o menos nostálgico. Y cuando Rina Ketty rezó el primer verso, el bajo y la batería la acompañaron, sordo y calmo uno, susurrante y arrastrado la otra. Mario supo esta vez que su mejilla esta- ba otra vez mojada, y aunque amó la canción a primeras oídas, se fue discreto rumbo a la playa hasta que el estruendo del oleaje hizo que la melodía ya no lo alcanzara. El cartero de Neruda 55 Grabó el movimiento del mar con la manía de un filatélico. Redujo su vida y trabajo, ante la ira de Rosa, a seguir los vaivenes de la marea, alta, del reflujo, del agua saltarina animada por los vientos. Puso la Sony en una soga, y la filtró entre las grietas del roquerío donde frotaban sus tenazas los cangrejos, y los huiros se abrazaban a las piedras. En el bote de don José, se introdujo más allá de la primera reventazón, y, protegiendo la grabadora con un trozo de nylon, logró casi el estere- ofónico efecto de olas de tres metros que, cual palitroques, iban a sucumbir en la playa. En otros días calmos, tuvo la suerte de hacerse del picotazo de la gavio- ta, cuando caía vertical sobre la sardina, y de su vuelo a ras del agua controlando segura en el pico sus postreras convulsiones. Hubo también una ocasión en que algunos pelícanos, pájaros cues- tionadores y anarquistas, batieron sus alas a lo largo de la orilla, cual si presintieran que, al día siguiente, un cardumen de sardinas vararla en la playa. Los hijos de los pescadores recogieron peces con el simple expe- diente de hundir en el mar los baldes de juguete de los que se valían para construir castillos en la arena. Tanta sardina ardió sobre las brasas de las rústicas parrillas aquella noche que hicieron su agosto los gatos inflándose eróticos bajo la luna llena, y doña Rosa vio llegar hacia las diez de la noche un batallón de pescadores más secos que legionarios en el Sáhara. Al cabo de tres horas de vaciar chuicos, la viuda de González, despro- vista de la ayuda de Mario que, en efecto, intentaba grabar para Neruda el tránsito de las estrellas siderales, perfeccionó la imagen de los legionarios con una frase que le asestó a don José Jiménez: «Ustedes están hoy más secos que mojón de camello». Mientras caían en la mágica maquinita nipona lúbricas abejas en los momentos que tenían orgasmos de sol contra sus trompas fruncidas sobre el cáliz de las margaritas costeñas, mientras los perros vagos ladraban a los meteoritos que caían cual fiesta de año nuevo sobre el Pacifico, mientras las campanas de la terraza de Neruda eran accionadas manualmente, o bien caprichosamente orquestadas por el viento, mien- tras el gemido de la sirena del faro se expandía y contraía evocando la tristeza de un barco fantasma en la niebla de alta mar, mientras un pequeño corazón era detectado primero por el tímpano de Mario y luego 56 por la casette en el vientre de Beatriz González, las «contradicciones del proceso social y político», como decía enrulándose frenético los pelos del pecho el compañero Rodríguez, comenzaron a poner difíciles acentos en el escueto caserío. Al comienzo, no hubo carne de vacuno con que darle sustancia a las cazuelas. La viuda de González se vio obligada a improvisar la sopa sobre la base de verduras recogidas en los sembrados vecinos, que nucleaba alrededor de huesos con nostalgias de fibras de carne. Tras una semana de esta estratégica dosis, los pensionistas se declararon en comité, y en turbulenta sesión le plantearon a la viuda de González que, aunque les asistía la íntima convicción de que el desabastecimiento y el mercado negro eran producidos por la reacción conspiradora que pretendía der- rocara Allende, hiciera ella el favor de no hacer pasar esa agua manil de verduras por la criolla «cazuela». A lo más, precisó el portavoz, se la acep- tarían como minestrone; pero en dicho caso la señora Rosa ex de González debiera bajarse con un escudo en el precio del menú, qué menos. La viuda no tributó a estos plausibles argumentos una atención comedida. Refiriéndose al entusiasmo con que el proletariado había elegido a Allende, se lavó las manos respecto al problema del desabastec- imiento, con un refrán que brotó de su sutil ingenio: «Cada chancho busca el afrecho que le gusta». Antes que enmendar rumbos, la viuda pareció hacerse eco de la consigna radial de cierta izquierda que con alegre irresponsabilidad proclamaba «avanzar sin transar», y siguió pasando aguitas perras por té, caldo de yema por consomé, minestrone por cazuela. Otros productos se agregaron a la lista de los ausentes: el aceite, el azúcar, el arroz, los detergentes, y hasta el afamado pisco de Elqui con que los humildes tur- istas entretenían sus noches de campamento. En ese abonado terreno, se hizo presente el diputado Labbé con su chirriante camioneta, y convocó a la población de la caleta a escuchar sus palabras. Con el pelo engominado a la Gardel, y una sonrisa seme- jante a la del general Perón, encontró una audiencia parcialmente sensi- ble entre las mujeres de los pescadores y las esposas de los turistas, cuando acusó al gobierno de incapaz, de haber detenido la producción y de provocar el desabastecimiento más grande de la historia del mundo: los pobres soviéticos en la conflagración mundial no pasaban tanta ham- bre como el heroico pueblo chileno, los raquíticos niños de Etiopía eran donceles vigorosos en comparación con nuestros desnutridos hijos; sólo había una posibilidad de salvar a Chile de las garras definitivas y san- guinarias del marxismo: protestar con tal estruendo golpeando las cacerolas que «el tirano» -así designó al presidente Allende- ensordeciera, y paradojalmente, prestara oídos a las quejas de la población y renun- ciara. Entonces volvería Frei, o Alessandri, o el demócrata que ustedes El cartero de Neruda 57 Danton, Robespierre, Charles de Gaulle, Jean Paul Belmondo, Charles Aznavour, Brigitte Bardot, Silvie Vartan, Adamo, fueron tijereteados sin clemencia por Mario Jiménez, de manuales de historia francesa o revis- tas ilustradas. Junto a un inmenso póster de París donado por la única gerencia de turismo de San Antonio, donde un avión de la Air Frunce se dejaba rasguñar por la punta de la tour Eiffel, la colección de recortes le dio a las murallas de su habitación un distinguido acento cosmopolita. Su vertiginosa francofilia era, sin embargo, mitigada por algunos objetos autóctonos: un banderín de la Confederación Obrera Campesina Ranquil, la efigie de la virgen del Carmen, defendida con dientes y mue- las por Beatriz ante su amenaza de exilarla en la bodega, el «tanque» Campos en una palomita gloriosa de los tiempos en que el equipo de fút- bol de la Universidad de Chile era celebrado como «el ballet azul», el dr. Salvador Allende terciado por la tricolor banda presidencial, y una hoja arrancada del calendario de la editorial Lord Cochrane que detenía en el tiempo su primera -y hasta entonces- prolongada noche de amor con Beatriz González. En este ameno decorado y tras meses de concienzudo trabajo, el cartero grabó, espiando las sensibles ondulaciones de su Sony, el sigu- iente texto que reproducimos aquí tal cual lo oyó dos semanas más tarde Pablo Neruda en su gabinete de París: Un, dos, tres. ¿Se mueve la flecha? Sí, se mueve (carraspeo). Querido don Pablo, muchas gracias por el regalo y por la carta, aunque hubiera bastado la carta para hacernos felices. Pero la Sony es muy buena é interesante y yo trato de hacer poemas diciéndolos directamente al aparato y sin escribirlos. Hasta el momento nada que valga la pena. Me demoré en cumplir su encargo, porque la isla Negra en esta época no da abasto. Aquí se instaló ahora un campamento de vacaciones para los obreros, y yo trabajo en la cocina de la hostería. Una vez por sem- ana voy con la bicicleta hasta San Antonio y recojo un par de cartas que llegan a los veraneantes. Nosotros estamos todos bien y contentos, y hay una gran novedad de la que luego se dará cuenta. Apuesto que ya se puso todo curioso. Siga oyendo sin hacer girar la casette más adelante. Como no hallo la hora de que se entere de la buena noticia, no voy a quitarle mucho de su precioso tiempo. Lo único que quería decirle no más es qué cosas tiene la vida. Usted quejándose de que la nieve le llega hasta las orejas, y fíjese que yo jamás de los jamases he 60 visto ni siquiera un copo. Salvo en el cine, claro. A mí me gustaría estar con usted en París nadando en nieve. Empolvándome en ella como un ratón en un molino. Qué raro que aquí no nieva, cuando es Pascua. ¡Seguramente, culpa del imperialismo yankee! De todas maneras, como señal de gratitud por su hermosa carta y su regalo, le dedico este poema que escribí para usted, inspirado en sus odas, y que se llama -no se me ocurrió un título más corto- Oda a la nieve sobre Neruda en París (pausa y carraspeo). Blanda compañera de pasos sigilosos, abundante leche de los cielos, delantal inmaculado de mi escuela, sábana de viajeros silenciosos que van de pensión en pensión con un retrato arrugado en los bolsillos. Ligera y plural doncella, ala de miles de palomas, pañuelo que se despide de no sé qué cosa. Por favor mi pálida bella, cae amable sobre Neruda en París, vístelo de gala con tu albo traje de almirante, y tráelo en tu leve fragata a este puerto donde lo echamos tanto de menos. (Pausa) Bueno, hasta aquí el poema y ahora los sonidos pedidos. Uno, el viento en el campanario de isla Negra. (Sigue aproximada- mente un minuto de viento sobre el campanario de isla Negra.) Dos, yo tocando la campana grande del campanario en isla Negra. (Siguen siete golpes de campana.) Tres, las olas en el roquerío de isla Negra. (Se trata de un montaje con fuertes golpes del mar sobre los arrecifes, captado probablemente en un día de tempestad.) Cuatro, canto de las gaviotas. (Dos minutos de curioso efecto estere- ofónico, en que al parecer quien grababa se acercaba sigilosamente hacia gaviotas acampadas y procedía a espantarlas para que volaran, de tal modo que no sólo se perciben sus graznidos, sino también un múltiple aleteo de sincopada belleza. Entre medio, a la altura del segundo cuarenta y cinco de la toma se escucha la voz de Mario Jiménez gritando «Chillen, concha e su madre».) Cinco, la colmena de abejas. (Casi tres minutos de zumbidos, en un peligroso primer plano con fondo de ladridos de perros y canto de aves El cartero de Neruda 61 difíciles de identificar.) Seis, retirada del mar. (Un momento antológico de la grabación en que al parecer el micrófono sigue muy cerca la marejada en su bullente arrastre sobre la arena, hasta que las aguas se funden con el nuevo oleaje. Puede tratarse de una toma en la cual Jiménez corre junto al agua succionada e ingresa en el mar para lograr la preciosa fusión.) Y siete (frase entonada con evidente suspenso, seguida de pausa): don Pablo Neftalí Jiménez González. (Siguen unos diez minutos de estridente llanto de recién nacido.) Antonio Skármeta 62 bailaría La vela (of course según dijo el oculista Radomiro Spotorno quien vino extra a isla Negra a curar el ojo de Pablo Neftalí, arteramente picoteado por la gallina castellana en los momentos en que el infante le escrutaba el culo para anunciar oportunamente el huevo), Poquita fe, por presión de la viuda, la cual se sentía más a tono con los temas calugas, y con el rubro zangoloteo de los inmortales Tiburón, tiburón, Cumbia de Macondo, Lo que pasa es que la banda está borracha y -menos por audaz cargosería del compañero Rodríguez que por distracción de Mario Jiménez- No me digas que merluza no, Maripusa. Junto al televisor, el cartero puso una bandera chilena, los libros Losada papel biblia abiertos en la página del autógrafo, un bolígrafo verde del poeta adquirido de manera innoble por Jiménez, por lo cual no se entra aquí en detalles, y la Sony que a modo de obertura o aperitivo -ya que Mario Jiménez no permitía consumir una aceituna ni untar la lengua en un vino, hasta que el discurso hubiera terminado- transmitía el hit parade de ruidos de isla Negra. Lo que era bulla, hambre, alboroto, ensayo, cesó mágicamente cuando a las 20 horas, en momentos en que el mar empujaba una deleitosa brisa sobre la hostería, el Canal Nacional trajo por satélite las palabras finales de agradecimiento del Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda. Hubo un segundo, un solo infinitísimo segundo, en que a Mario le pareció que el silencio envolvía al pueblo como cubriéndolo con un beso. Y cuando Neruda habló en la imagen nevada del televisor, se imaginó que sus pal- abras eran caballos celestes que galopaban hacia la casa del vate, para ir a acunarse en sus pesebreras. Niños ante el tablero de títeres, los asistentes al discurso crearon con el mero expediente de su aguda atención la presencia real de Neruda en la hostería. Sólo que, ahora, el vate vestía de frac y no con el poncho de sus escapadas al bar, aquel que usara cuando por primera vez sucumbió atónito ante la belleza de Beatriz González. Si Neruda hubiera podido ver a sus. parroquianos de isla Negra como ellos lo estaban viendo, habría advertido sus pestañas pétreas, como si el más leve movimiento del ros- tro pudiera ocasionar la pérdida de algunas de sus palabras. Si alguna vez la técnica japonesa extremara sus recursos y produjese la fusión de seres electrónicos con carnales, el leve pueblo de isla Negra podría decir que fue precursor del fenómeno. Lo haría sin jactancia, teñido en la misma larga dulzura con que sorbió el discurso de su vate: Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: "A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides villes". (Al ama- necer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las esplén- didas ciudades.) El cartero de Neruda 65 Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de los otros por la tajante geo- grafía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre la confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso, he llegado hasta aquí con mi poesía y mi bandera. En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esta frase de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hom- bres. Así la poesía no habrá cantado en vano. Estas palabras desencadenaron un espontáneo aplauso en el público acomodado alrededor del aparato, y un manantial de lágrimas en Mario Jiménez, quien sólo después de medio minuto de esa ovación de pie, tragose lo que tenia en las narices, frotó sus pómulos pluviales, y dán- dose vuelta desde la primera fila, agradeció sonriente la nutrida acla- mación a Neruda llevándose una palma a la sien y agitándola cual can- didato a senador. La pantalla se llevó la imagen del poeta, y a cambio retornó la locutora con una noticia que el telegrafista sólo oyó, cuando la mujer dijo «repetimos»: «Un comando fascista destruyó con una bomba las torres de alta tensión de la provincia de Valparaíso. La Central única de Trabajadores llama a todos sus miembros a lo largo del país a per- manecer en estado de alerta» y, veinte segundos antes de ser robado del mesón por una turista madurona, mas buenona, según contaría al amanecer de vuelta de las dunas, donde la había acompañado a mirar las estrellas fugaces. («Espermatozoides fugaces», corrigió la viuda.) Porque la pura verdad es que la fiesta duró hasta que se acabó. Bailose tres veces Tiburón a la vista, donde todos corearon «ay, ay, ay, que te come el tiburón», menos el telegrafista que, después del noticiario, andu- vo mustio y simbólico, hasta el momento en que la turista madurona mordiéndole el lóbulo de la izquierda le dijo: -Seguro que después de la cumbia viene La vela. Oyose y gozose nueve veces La vela, hasta que al contingente de ver- aneantes le resultó tan familiar, que, a pesar de que era un tema celesti- no y cheek to cheek, lo entonaron con gargantas desaforadas y entre beso y beso con lengua. Aceitose un popurrí de temas viejitos contraídos en la niñez de Domingo Guzmán, que le llevaba entre otros Piel Canela, Ay, cosita rica, mamá, Me lo dijo Adela, A papá le gusta el mambo, El cha-cha-cha de los cariñosos, Yo no le creo a Gagarín, Mareianita y Amor desesperado en una versión de la viuda de González, que reprodujo la intensidad de Yaco Antonio Skármeta 66 Monti, su intérprete original. Si la noche fue larga, nadie pudo decir que faltó vino. Mesa que Mario veía con sus botellas a media asta, era atendida ipso facto con un chuico, «para ahorrarme los viajes a la bodega». Hubo un instante de la jornada, en que la mitad de su población andaba entreverada entre las dunas, y según un balance de la viuda las parejas no eran ciento por ciento las mismas que la iglesia o el registro civil había santificado y certificado. Sólo cuando Mario Jiménez tuvo la certeza de que ninguno de sus invi- tados podría recordar nombre, dirección, número de inscripción electoral y último paradero de su cónyuge, decidió que la fiesta era un éxito y que la promiscuidad podía seguir prosperando sin su aliento y presencia. Con un ademán de torero desprendió el delantal de Beatriz, le rodeó sedoso la cintura y le desbarrancó su pico por la cadera, como a ella le placía, según probaban esos suspiros que expulsaba tan fluidamente, cual esa savia enloquecedora que le lubricaba la zorra. Con la lengua mojándole la oreja y sus manos levantándole las nalgas, se lo metió de pie en la cocina sin molestarse en quitarle la falda. -Nos van a ver, amor jadeó la muchacha, ubicándose para que el pico le entrara hasta el fondo. Mario comenzó a rotar con golpes secos la cadera y, empapando de saliva los senos de la muchacha, farfulló: -Lástima de no tener aquí la Sony para grabarle este homenaje a don Pablo. Y acto seguido, promulgó un orgasmo tan estruendoso, burbujeante, desaforado, bizarro, bárbaro y apocalíptico, que los gallos creyeron que había amanecido y empezaron a cacarear con las crestas inflamadas, que los perros confundieron el aullido con la sirena del nocturno al sur y le ladraron a la luna como siguiendo un incomprensible convenio, que el compañero Rodríguez, ocupado en mojar la oreja de una universitaria comunista con la ronca saliva de un tango de Gardel, tuvo la sensación de que una tumba le cortaba el aire en la garganta y que Rosa, viuda de González, tuvo que intentar cubrir micrófono en mano el hosanna de Mario trinando una vez más La vela con sonsonete operático. Agitando los brazos cual aspas de molino, la mujer alentó a Domingo Guzmán y a Pedro Alarcón a que redoblaran platillos y tambores, sacudieran mara- cas, soplaran trompetas, trutrucas, o en su defecto pifiaran, pero el maestro Guzmán, frenando con una mirada al chico Pedro, le dijo: -Usted tranquilo, maestro, que si la viuda está tan saltona es porque ahora le toca a la hija. Doce segundos después de esta profecía, cuando los oídos de toda la concurrencia sobria, ebria, o inconsciente, apuntaban hacia la cocina como si un poderoso magneto los absorbiese, y mientras Alarcón y Guzmán simulaban limpiarse las sudorosas palmas en las camisetas El cartero de Neruda 67 nas cubría una nalga, le dijo a su propia imagen: -Tu es fou, petit! Estuvo la noche entera contemplando el recorrido de la luna, hasta que ésta se desvaneció en la madrugada. Eran tantos los temas pendientes con el poeta, que este retorno artero lo dejaba confuso. Estaba claro que primero le preguntaría -noblesse oblige- por su embajada en París, por los motivos de su regreso, por las actrices de moda, por los vestidos de la temporada (quizá hubiera traído uno de regalo para Beatriz), y luego entraría el tema de fondo: sus obras completas escogidas, subrayaría «escogidas», que con pulcra caligrafía llenaban el álbum del diputado Labbé, acompañadas de un recorte de la ilustre Municipalidad de San Antonio con una convocatoria al concurso de poesía, tras un primer pre- mio consistente en «flor natural, edición del texto ganador en la revista cultural La Quinta Rueda y cincuenta mil escudos en efectivo». La mis- ión del poeta sería escarbar en el cuaderno, escoger uno de los poemas y, si no fuera mucha la molestia, darle un toquecito final para subirle los bonos. Hizo guardia frente a la puerta, desde antes de que abriera la panadería, que se oyera a lo lejos el cencerro del burro de lechero, que cacarearan los gallos, que se apagara la luz del único farol. Enfundado en la gruesa trama de su jersey marinero, mantuvo la vista en los ven- tanales consumiéndose por una señal de vida en la casa. Cada media hora se decía que el viaje del vate tal vez hubiera sido agotador, que quizá estaría retozando en sus colchas chilotas, y que doña Matilde le habría llevado el desayuno a la cama, y no perdió la esperanza, aunque los dedos de sus pies llegaron a dolerle de frío, de que los encapotados pár- pados del vate surgieran en el marco y le dedicaran esa ausente sonrisa con la que había soñado tantos meses. Hacia las diez de la mañana, bajo un sol desabrido, doña Matilde abrió el portón con una bolsa de mallas en la mano. El muchacho corrió a saludarla, golpeando jubiloso el lomo de su bolsa y luego dibujando en el aire el exagerado volumen dé correspondencia atrasada que contenía. La mujer estrechó su mano con calor, pero bastó un solo parpadeo de esos ojos expresivos, para que Mario discerniera la tristeza tras la cor- dialidad. -Pablo está enfermo -dijo. Abrió la bolsa de mallas, y le indicó con un gesto que derramase la cor- respondencia en ella. Él quiso decirle «eme deja que se la lleve a la pieza?», pero lo invadió la suave gravedad de Matilde, y tras obedecerla hundió los ojos en el vacío del bolsón, y preguntó, casi adivinando la respuesta: -¿Es grave? Matilde asintió y el cartero fue con ella un par de pasos hasta la Antonio Skármeta 70 panadería, adquirió para sí un kilo de marraquetas, y media hora más tarde, derramando las crujientes migas sobre las páginas del álbum, tomó la decisión soberana de postularse al primer premio con su Retrato a tapiz de Pablo Neftalí Jiménez González. El cartero de Neruda 71 Mario Jiménez se atuvo rigurosamente a las bases del concurso. En sobre aparte del poema, consignó un tanto avergonzado su escueta biografía y sólo con el ánimo de decorarla puso al final: «recitales varios». Se hizo escribir a máquina el sobre por el telegrafista, y concluyó la cer- emonia derritiendo lacre sobre el envío y punzando la roja melaza con un sello oficial de Correos de Chile. -Por pinta no te gana nadie -dijo don Cosme, mientras pesaba la carta y, en calidad de mecenas, se hurtaba a sí mismo un par de estampillas. La ansiedad lo puso nervioso, pero al menos entretuvo la pesadumbre que le causaba no ver al vate cada vez que traía la correspondencia. Dos veces pudo asistir muy temprano a jirones de diálogos entre doña Matilde y el médico, sin que alcanzara a informarse sobre la salud del poeta. En una tercera ocasión, tras dejar el correo se quedó merodeando el portón, y cuando el doctor se dirigía hacia su auto, le preguntó sudoroso e impulsivo por el estado del vate. La respuesta lo sumió primero en la perplejidad y, media hora más tarde, en el diccionario: -Estacionario. El día 18 de septiembre de 1973, La Quinta Rueda publicaría con moti- vo del aniversario de la independencia de Chile una edición especial, en cuyas páginas centrales y en robustas letras de titulares se incluiría el poema premiado. Una semana antes de la tensa fecha, Mario Jiménez soñó que Retrato a lápiz de Pablo Neftalí Jiménez González ganaba el cetro, y que Pablo Neruda en persona le extendía la flor natural y el cheque. De ese paraíso fue sustraído por unos golpes enervantes en la ventana. Maldiciendo, fue a tientas hacia ella y, al abrirla, distinguió al telegrafista escondido bajo un poncho, quien le adelantó de un zarpazo la minúscula radio que emitía una marcha alemana conocida como Alte Kamaraden. Sus ojos pendían cual dos tristes uvas en la grisura de la niebla. Sin decir palabra ni cambiar su mueca, fue haciendo rodar el dial del aparato, y de cada emisora resonó la misma música marcial, con sus timbales, clarines, tubas y cornos licuados por los pequeños parlantes. Luego, se encogió de hombros y, guardándose interminablemente, larga- mente y demoradamente la radio por debajo del trabajoso poncho, dijo con gravedad: -¡Yo me borro! Mario se rastrilló la melena con los dedos y, cogiendo el jersey marinero, saltó por la ventana hacia la motoneta. 72 En las inmediaciones de la casa de Neruda, un grupo de soldados había levantado una barrera, y más atrás, un camión militar dejaba girar sin ruido la luz de la sirena. Llovía levemente; una fría garúa de la costa, más fastidiosa que mojadora. El cartero tomó el atajo, y desde la cumbre de la pequeña colina, la mejilla hundida en el barro, se hizo un cuadro de la situación: la calle del poeta bloqueada hacia el norte, y vigilada por tres reclutas cerca de la panadería. Quienes necesariamente debían cruzar ese tramo, eran palpados por los militares. Cada uno de los pape- les de la billetera era leído con más ansias de mitigar el tedio de vigilar una caleta insignificante, que con minuciosidad antisubversiva; si el transeúnte cargaba una bolsa, se le conminaba sin violencia a mostrar uno a uno los productos: el detergente, el cartón de fideos, la lata de té, las manzanas, el kilo de papas. Luego se le permitía pasar con un abur- rido aleteo de la mano. A pesar de que todo era nuevo, a Mario le pare- ció que la conducta de los militares tenía un sabor rutinario. Los con- scriptos sólo se endurecían y aceleraban sus desplazamientos, cuando, cada cierto lapso, venía un teniente en bigotes y de amenazante vozarrón. Estuvo hasta el mediodía escrutando las maniobras. Luego descendió cauteloso, y, sin tomar la motoneta, dio un enorme rodeo por detrás de los caseríos anónimos, alcanzó la playa a la altura del muelle y, borde- ando los acantilados, avanzó hasta la casa de Neruda descalzo por la arena. En una cueva cercana a las dunas puso a salvo la bolsa tras una roca de peligrosas aristas, y con la mayor prudencia que le permitían los fre- cuentes y rasantes helicópteros rastreando la orilla, extendió el rollo que contenía los telegramas, y estuvo una hora leyéndolos. Sólo entonces estrujó el papel entre las palmas, y después lo puso bajo una piedra. La distancia hacia el campanario, aunque empinada, no era larga. Pero, lo detuvo una vez más ese tránsito de aviones y helicópteros, que había conseguido ya el exilio de las gaviotas y los pelícanos. Por el abusivo engranaje de su hélice y la fluidez con que de pronto se quedaban sus- pendidos sobre la casa del vate, le parecieron fieras que olieran algo o un voraz ojo delator, e inhibió su impulso de trepar la colina exponiéndose tanto a despeñarse, como a ser sorprendido por la guardia del camino. Buscó el consuelo de la sombra para moverse. Aunque no había oscure- cido, de alguna manera la arisca pendiente parecía más protegida, sin la presencia de ese sol que a ratos rajaba los nubarrones, y denunciaba 75 hasta los restos de botellas quebradas y los pulidos guijarros sobre la playa. Ya en el campanario, echó de menos una fuente de agua donde lavarse los rasguños en las mejillas y sobre todo las manos, que soltaban de sus surcos hilachas de sangre mezcladas con sudor. Al asomarse a la terraza, vio a Matilde con los brazos cruzados sobre el pecho, y la mirada enredada en el sonsonete del mar. La mujer desvió la vista, cuando el cartero le hizo una señal, y éste, llevando un dedo a los labios, le imploró silencio. Matilde vigiló que el trecho hasta la habitación del poeta no cayera en el campo visual del guardia callejero, y le dio el pase con un parpadeo que indicaba hacia el dormitorio. Tuvo que mantener un instante la puerta entreabierta para distinguir a Neruda en esa penumbra con olor a medicinas, ungüentos, a madera húmeda. Pisó la alfombra hasta su cama, con la pulcritud del visitante de un templo, e impresionado por la ardua respiración del poeta, por ese aire que antes de fluir parecía herirle la garganta. -Don Pablo -susurró bajo, cual si acomodara su volumen a la tenue luz de la lámpara envuelta en una toalla azul. Ahora, le parecía que quien había hablado era su sombra. La silueta de Neruda se encaramó traba- josa sobre el lecho, y los ojos deslucidos pesquizaron la penumbra. -¿Mario? -Sí, don Pablo. El poeta extendió el fláccido brazo pero el cartero no notó su oferta en ese juego de contornos sin volúmenes. Acércate, muchacho. Junto al lecho, el poeta le prendió la muñeca con una presión que a Mario le impresionó como febril, e hizo que se sentara cerca de la cabecera. -Esta mañana, quise entrar pero no pude. La casa está rodeada de sol- dados. Sólo dejaron pasar al médico. Una sonrisa sin fuerza abrió los labios del poeta. -Yo ya no necesito médico, hijo. Sería mejor que me mandaran direc- tamente al sepulturero. -No hable así, poeta. -Sepulturero es una buena profesión, Mario. Se aprende filosofía. El muchacho pudo distinguir ahora una taza sobre el velador y con- minado por un gesto de Neruda se la acercó a los labios. -¿Cómo se siente, don Pablo? -Moribundo. Aparte de eso, nada grave. -¿Sabe lo que está pasando? -Matilde trata de ocultármelo todo, pero yo tengo una minísima radio japonesa debajo de la almohada. -Tragó una bocanada de aire, y en seguida la expulsó temblando-. Hombre, con esta fiebre me siento como Antonio Skármeta 76 pescado en la sartén. -Ya se le va a acabar, poeta. -No, mijo. No es la fiebre la que se va a acabar. Es ella la que va a acabar conmigo. Con la punta de la sábana, el cartero le limpió el sudor que le caía desde la frente hasta los párpados. -¿Es grave lo que tiene, don Pablo? Ya que estamos en Shakespeare, te contestaré como Mercurio cuando lo ensarta la espada de Tibaldo: «La herida no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como la puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta por mí mañana y verás qué tieso estoy». -Por favor, acuéstese. Ayúdame a llegar hasta la ventana. -No puedo. Doña Matilde me dejó entrar, porque... -Soy tu celestino, tu cabrón y el padrino de tu hijo. Gracias a estos títulos ganados con el sudor de mi pluma, te exijo que me lleves hasta la ventana. Mario quiso controlar el impulso del poeta apretándole las muñecas. La vena de su cuello saltaba como un animal. -Hay una brisa fría, don Pablo. -¡La brisa fría es relativa! Si vieras qué viento gélido me sopla en los huesos. El puñal definitivo es prístino y agudo, muchacho. Llévame hasta la ventana. Aguántese ahí, poeta. -¿Qué me quieres ocultar? ¿Acaso cuando abra la ventana no estará allí abajo el mar? ¿También se lo llevaron? ¿También me lo metieron en una jaula? Mario adivinó que la ronquera le subiría a la voz, junto a esa humedad que empezaba a brotarle en la pupila. Se acarició lento su propia mejilla y luego se metió los dedos en la boca como un niño. -El mar está allí, don Pablo. -Entonces, ¿qué te pasa? -gimió Neruda, con los ojos suplicantes-. Llévame hasta la ventana. Mario hundió sus dedos bajo los brazos del vate, y lo fue alzando hasta que lo tuvo de pie a su lado. Temiendo que se desvaneciera, lo apretó con tal fuerza, que pudo percibir en su propia piel la ruta del escalofrío que sacudió al enfermo. Como un solo hombre vacilante avanzaron hasta la ventana, y, aunque el joven corrió la espesa cortina azul, no quiso mirar lo que ya podía ver en los ojos del poeta. La luz roja de la sirena latigueó su pómulo intermitentemente. -Una ambulancia -se rió el vate con la boca repleta de lágrimas-. ¿Por qué no un ataúd? -Se lo van a llevar a un hospital de Santiago. Doña Matilde está El cartero de Neruda 77 La ambulancia se llevó a Pablo Neruda hacia Santiago. En la ruta, tuvo que sortear barreras de la policía y controles militares. El día 23 de septiembre de 1973, murió en la clínica Santa María. Mientras agonizaba, su casa de la capital en una falda del cerro San Cristóbal fue saqueada, los vidrios fueron destrozados, y el agua de las cañerías abiertas produjo una inundación. Lo velaron entre los escombros. La noche de primavera estaba fría, y quienes guardaron el féretro, bebieron sucesivas tazas de café hasta el amanecer. Hacia las tres de la mañana, se sumó a la ceremonia una muchacha de negro, que había burlado el toque de queda arrastrándose por el cerro. Al día siguiente, hubo un sol discreto. Desde el San Cristóbal hasta el cementerio, fue creciendo el cortejo, hasta que, al pasar frente a las floristas del Mapocho, una consigna cele- bró al poeta muerto y otra al presidente Allende. Las tropas con sus bay- onetas caladas bordearon la marcha alertas. En las inmediaciones de la tumba, los asistentes corearon La Internacional. 80 Mario Jiménez supo de la muerte del poeta en el televisor de la hostería. La noticia fue emitida por un locutor engolado el cual habló de la desaparición de «una gloria nacional e internacional». Seguía una breve biografía hasta el momento de su Premio Nobel, y concluía con la lectura de un comunicado, mediante el cual la Junta Militar expresaba su consternación por la muerte del vate. Rosa, Beatriz, y hasta el mismo Pablo Neftalí, contagiados por el silen- cio de Mario, lo dejaron en paz. Se lavaron los platos de la cena, se saludó sin énfasis al último turista que tomaría el nocturno hacia Santiago, se hundió interminablemente la bolsa de té en el agua hervida y se raspó con las uñas mínimos restos de comida adheridos al hule de las mesas. Durante la noche, el cartero no pudo dormir y las horas transcurrieron con la vista en el techo, sin que un solo pensamiento las distrajera. Hacia las cinco de la madrugada, oyó frenar autos ante la puerta. Al asomarse a la ventana, un hombre de bigotes le hizo un gesto indicándole que saliera. Mario se puso su yérsey marinero y vino hacia el portón. Junto al hombre de bigotes, semicalvo, había otro muy joven de pelo corto, impermeable, y un nudo de corbata abundante. -¿Usted es Mario Jiménez? -preguntó el hombre de bigotes. -Sí, señor. -¿Mario Jiménez, de profesión cartero? -Cartero, señor. El joven de impermeable extrajo una tarjeta gris de un bolsillo, y la revisó de una pestañeada. -¿Nacido el siete de febrero de 1952? -Sí, señor. El joven miró al hombre mayor, y fue éste quien le habló a Mario: -Bien. Tiene que acompañarnos. El cartero se limpió las palmas de las manos sobre los muslos. -¿por qué, señor? -Es para hacerle unas preguntas -dijo el hombre de bigotes poniéndose un cigarrillo en los labios y palpándose luego los bolsillos, como si bus- cara fósforos. Vio venir la mirada de Mario a sus ojos-. Una diligencia de rutina acotó entonces, pidiéndole fuego con un gesto a su acompañante. Éste negó con la cabeza. -No tiene nada que temer-le dijo luego el del impermeable. 81 -Después, puede volver a casa -dijo el hombre de bigotes, mostrándole el cigarrillo a alguien que asomaba la cabeza por la ventana de uno de los dos autos sin patente, que aguardaban en la calle con el motor en marcha. -Se trata de una diligencia de rutina -agregó el joven del impermeable. -Contesta un par de preguntas y después vuelve a casa -dijo el hom- bre de bigotes, alejándose hacia el hombre del auto que ahora mostraba un encendedor dorado en la ventanilla. El hombre de los bigotes se agachó, y entonces el diputado Labbé con un preciso golpe produjo una fuerte llama del mechero. Mario vio que el hombre de los bigotes se lev- antaba avivando la brasa del cigarrillo con una honda aspiración, y que le hacía un gesto al joven del impermeable, para que avanzaran hasta el otro auto. El joven del impermeable no tocó a Mario. Sólo se limitó a indi- carle la dirección del Fiat negro. El auto del diputado Labbé se fue lenta- mente, y Mario avanzó con su acompañante hasta el otro vehículo. En el volante había un hombre con lentes oscuros oyendo noticias. Al entrar en el coche, alcanzó a oír cuando el locutor anunciaba que las tropas habían ocupado la editorial Quimantú, y habían procedido a secuestrar la edición de varias revistas subversivas, tales como Nosotros los chilenos, Paloma y La Quinta Rueda. Antonio Skármeta
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