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Orientación Universidad
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El conde Lucanor, obra de Don Juan Manuel, Resúmenes de Análisis de Textos Literarios

Descripción de cada cuento, con una breve sinopsis.

Tipo: Resúmenes

2019/2020

Subido el 19/11/2021

zaragoza03
zaragoza03 🇪🇸

4.4

(7)

30 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga El conde Lucanor, obra de Don Juan Manuel y más Resúmenes en PDF de Análisis de Textos Literarios solo en Docsity! PRÓLOGO Este libro fue escrito por don Juan, hijo del muy noble infante don Manuel, con el deseo de que los hombres hagan en este mundo tales obras que les resulten provechosas para su honra, su hacienda y estado, así como para que encuentren el camino de la salvación. Con este fin escribió los cuentos más provechosos que él sabía, para que los hombres puedan guiarse por medio de ellos, pues sería extraño que a alguien le sucediera alguna cosa que no se parezca a alguna de las contadas aquí. Como don Juan ha visto y comprobado que en los libros hay muchos errores de copia, pues las letras son muy parecidas entre sí y los copistas, al confundirlas, cambian el sentido de muchos pasajes, por lo que luego los lectores le echan la culpa al autor de la obra, pide don Juan a quienes leyeren cualquier copia de un libro suyo que, si encuentran alguna palabra mal empleada, no le culpen a él, hasta que consulten el original que salió de sus manos y que estará corregido, en muchas ocasiones, de su puño y letra. Estos son los libros que ha escrito hasta el presente: Crónica abreviada, Libro de los sabios, Libro de la caballería, Libro del infante, Libro del caballero y del escudero, Libro del conde, Libro de la caza, Libro de las máquinas de guerra, Libro de los cantares. Estas obras, manuscritas, están en el monasterio de los dominicos de Peñafiel, que fue construido por el mismo don Juan Manuel. Cuando las hubieren visto, si encuentran en ellas ciertas faltas o incorrecciones, no las deben achacar a su voluntad sino a su cortedad de entendimiento, porque se atrevió a tratar temas tan importantes y difíciles. Aunque sabe Dios que lo hizo para enseñar a quienes no son sabios ni letrados, por lo cual escribió todos sus libros en castellano, demostrando así que fueron escritos para los más iletrados, para gente de escasa cultura, como lo es él. A partir de ahora comienza el prólogo del Libro de los cuentos del Conde Lucanor y Patronio. -30- vA Prólogo En el nombre de Dios: amén. Entre las muchas cosas extrañas y maravillosas que hizo Dios Nuestro Señor, hay una que llama más la atención, como lo es el hecho de que, existiendo tantas personas en el mundo, ninguna sea idéntica a otra en los rasgos de la cara, a pesar de que todos tengamos en ella los mismo elementos. Si las caras, que son tan pequeñas, muestran tantísima variedad, no será extraño que haya grandes diferencias en las voluntades e inclinaciones de los hombres. Por eso veréis que ningún hombre se parece a otro ni en la voluntad ni en sus inclinaciones, y así quiero poneros algunos ejemplos para que lo podáis entender mejor. Todos los que aman y quieren servir a Dios, aunque desean lo mismo, cada uno lo sirve de una manera distinta, pues unos lo hacen de un modo y otros de otro modo. Igualmente, todos los que están al servicio de un señor le sirven, aunque de formas distintas. Del mismo modo ocurre con quienes se dedican a la agricultura, a la ganadería, a la caza o a otros oficios, que, aunque todos trabajan en lo mismo, cada uno tiene una idea distinta de su ocupación, y así actúan de forma muy diversa. Con este ejemplo, y con otros que no es necesario enumerar, bien podéis comprender que, aunque todos los hombres sean hombres, y por ello tienen inclinaciones y voluntad, se parezcan tan poco en la cara como se parecen en su intención y voluntad. Sin embargo, se parecen en que a todos les gusta aprender aquellas cosas que les resultan más agradables. Como cada persona aprende mejor lo que más le gusta, si alguien quiere enseñar a otro debe hacerlo poniendo los medios más agradables para enseñarle; por eso es fácil comprobar que a muchos hombres les resulta difícil comprender las ideas más profundas, pues no las entienden ni sienten placer con la lectura de los libros que las exponen, ni tampoco pueden penetrar su sentido. Al no entenderlas, no sienten placer con ciertos libros que podrían enseñarles lo que más les conviene. Por eso yo, don Juan, hijo del infante don Manuel, adelantado mayor del Reino de Murcia, escribí este libro con las más bellas palabras que encontré, entre las cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los oyeren. Hice así, al modo de los médicos que, cuando quieren preparar una medicina para el hígado, como al hígado agrada lo dulce, ponen en la medicina un poco de azúcar o miel, u otra cosa que resulte dulce, pues por -31- el gusto que siente el hígado a lo dulce, lo atrae para sí, y con ello a la medicina que tanto le beneficiará. Lo mismo hacen con cualquier miembro u órgano que necesite una medicina, que siempre la mezclan con alguna cosa que resulte agradable a aquel órgano, para que se aproveche bien de ella. Siguiendo este ejemplo, haré este libro, que resultará útil para quienes lo lean, si por su voluntad encuentran agradables las enseñanzas que en él se contienen; pero incluso los que no lo entiendan bien, no podrán evitar que sus historias y agradable estilo los lleven a leer las enseñanzas que tiene entremezclados, por lo que, aunque no lo deseen, sacarán provecho de ellas, al igual que el hígado y los demás órganos se benefician y mejoran con las medicinas en las que se ponen agradables sustancias. Dios, que es perfecto y fuente de toda perfección, quiera, por su bondad y misericordia, que todos los que lean este libro saquen el provecho debido de su lectura, para mayor gloria de Dios, salvación de su alma y provecho para su cuerpo, como Él sabe muy bien que yo, don Juan, pretendo. Quienes encuentren en el libro alguna incorrección, que no la imputen a mi voluntad, sino a mi falta de entendimiento; sin embargo, cuando encuentren algún ejemplo provechoso y bien escrito, deberán agradecerlo a Dios, pues Él es por quien todo lo perfecto y hermoso se dice y se hace. Terminado ya el prólogo, comenzaré la materia del libro, imaginando las conversaciones entre un gran señor, el Conde Lucanor y su consejero, llamado Patronio. y en orden cuanto le iba a entregar. Sin embargo, si muriera, también sabía que serviría muy bien a la reina, su esposa, y que educaría en la justicia al príncipe, a la vez que mantendría en paz el reino hasta que su hijo tuviera la edad de ser proclamado rey. Por todo esto, dijo al ministro, el reino quedaría en paz y él podría hacer vida retirada. »Al oír el privado que el rey le quería encomendar su reino y entregarle la tutela del infante, se puso muy contento, aunque no dio muestras de ello, pues pensó que ahora tendría en sus manos todo el poder, por lo que podría obrar como quisiere. »Este ministro tenía en su casa, como cautivo, a un hombre muy sabio y gran filósofo, a quien consultaba cuantos asuntos había de resolver en la corte y cuyos consejos siempre seguía, pues eran muy profundos. »Cuando el privado se partió del rey, se dirigió a su casa y le contó al sabio cautivo cuanto el monarca le había dicho, entre manifestaciones de alegría y contento por su buena suerte ya que el rey le iba a entregar todo el reino, todo el poder y la tutela del infante heredero. »Al escuchar el filósofo que estaba cautivo el relato de su señor, comprendió que este había cometido un grave error, pues sin duda el rey había descubierto que el ministro ambicionaba el poder sobre el reino y sobre el príncipe. Entonces comenzó a reprender severamente a su señor diciéndole que su vida y hacienda corrían grave peligro, pues cuanto el rey le había dicho no era sino para probar las acusaciones que algunos habían levantado contra él y no por que pensara hacer vida retirada y de penitencia. En definitiva, su rey había querido probar su lealtad y, si viera que se alegraba de alzarse con todo el poder, su vida correría gravísimos riesgos. »Cuando el privado del rey escuchó las razones de su cautivo, sintió gran pesar, porque comprendió que todo había sido preparado como este decía. El sabio, que lo vio tan acongojado, le aconsejó un medio para evitar el peligro que lo amenazaba. »Siguiendo sus consejos, el privado, aquella misma noche, se hizo rapar la cabeza y cortar la barba, se vistió con una túnica muy tosca y casi hecha jirones, como las que llevan los mendigos que piden en las romerías, cogió un bordón y se calzó unos zapatos rotos aunque bien clavados, y cosió en los pliegues de sus andrajos una gran cantidad de doblas de oro. Antes del amanecer encaminó sus pasos a palacio y pidió al guardia de la puerta que dijese al rey que se levantase, para que ambos pudieran abandonar el reino - 36- antes de que la gente despertara, pues él ya lo estaba esperando; le pidió también que todo se lo dijera sin ser oído por nadie. El guardia, cuando así vio al privado del rey, quedó muy asombrado, pero fue a la cámara real y dio el mensaje al rey, que también se asombró mucho e hizo pasar a su privado. »El rey, al ver con aquellos harapos a su ministro, le preguntó por qué iba vestido así. Contestó el privado que, puesto que el rey le había expresado su intención de irse al desierto y como seguía dispuesto a hacerlo, él, que era su privado, no quería olvidar cuantos favores le debía, sino que, al igual que había compartido los honores y los bienes de su rey, así, ahora que él marchaba a otras tierras para llevar vida de penitencia, querría él seguirlo para compartirla con su señor. Añadió el ministro que, si al rey no le dolían ni su mujer, ni su hijo, ni su reino, ni cuantos bienes dejaba, no había motivo para que él sintiese mayor apego, por lo cual partiría con él y le serviría siempre, sin que nadie lo notara. Finalmente le dijo que llevaba tanto dinero cosido a su ropa que nunca habría de faltarles nada en toda su vida y que, pues habían de partir, sería mejor hacerlo antes de que pudiesen ser reconocidos. »Cuando el rey oyó decir esto a su privado, pensó que actuaba así por su lealtad y se lo agradeció mucho, contándole cómo lo envidiaban los otros privados, que estuvieron a punto de engañarlo, y cómo él se decidió aprobar su fidelidad. Así fue como el ministro estuvo a punto de ser engañado por su ambición, pero Dios quiso protegerlo por medio del consejo que le dio aquel sabio cautivo en su casa. »Vos, señor conde, es preciso que evitéis caer en el engaño de quien se dice amigo vuestro, pero ciertamente lo que os propuso sólo es para probaros y no porque piense hacerlo. Por eso os convendrá hablar con él, para que le demostréis que sólo buscáis su honra y provecho, sin sentir ambición ni deseo de sus bienes, pues la amistad no puede durar mucho cuando se ambicionan las riquezas de un amigo. El conde vio que Patronio le había aconsejado muy bien, obró según sus recomendaciones y le fue muy provechoso hacerlo así. Y, viendo don Juan que este cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que condensan toda su moraleja: No penséis ni creáis que por un amigo hacen algo los hombres que les sea un peligro. También hizo otros que dicen así: Con la ayuda de Dios y con buen consejo, sale el hombre de angustias y cumple su deseo. Cuento lll Lo que sucedió al rey Ricardo de Inglaterra cuando saltó al mar para luchar contra los moros Un día se retiró el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo así: -Patronio, yo confío mucho en vuestro buen juicio y sé que, en lo que vos no sepáis o no podáis aconsejarme, no habrá nadie en el mundo que pueda hacerlo; por eso os ruego que me aconsejéis como mejor sepáis en los que ahora os diré. Bien sabéis que yo ya no soy muy joven y que, desde que nací hasta ahora, me crie y viví siempre envuelto en guerras, unas veces contra moros, otras con los cristianos y las más fueron contra los reyes, mis señores, o contra mis vecinos. En mis luchas con mis hermanos cristianos, aunque yo intenté que nunca se iniciara la guerra por mi culpa, fue inevitable que muchos inocentes recibieran gran daño. Apesadumbrado por esto y por otros pecados que he cometido contra Dios Nuestro Señor, y también porque veo que nada ni nadie en este mundo puede asegurarme que hoy mismo no haya de morir; seguro de que por mi edad no viviré mucho más y sabiendo que deberé comparecer ante Dios, que es juez que no se deja engañar por las palabras sino que juzga a cada uno por sus buenas o malas obras; y en la certeza de que, si Dios halla en mí pecados por los que deba sufrir castigo eterno, no podrá evitar los males y dolores del Infierno, donde ningún bien de este mundo podrá aliviar mis penas y donde sufriré eternamente; sabiendo en cambio que, si Dios se mostrase clemente y me señalara como uno de los suyos en el Paraíso, no habría placer o dicha en este mundo que pudiera igualársele. Y como Cielo o Infierno no se merecen sino por las obras, os pido que, de acuerdo con mi estado y dignidad, me aconsejéis la mejor manera de hacer penitencia por mis culpas y conseguir la gracia ante Dios. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me agradan vuestras razones, y sobre todo porque me habéis dicho que os aconseje según vuestro estado, porque si me lo hubierais pedido de otra forma pensaría que lo hacíais por probarme, como sucedió en la historia que os conté otro día -41- de aquel rey con su privado. Y me agrada mucho que queráis hacer penitencia de vuestras faltas, según vuestro estado y dignidad, pues tened por cierto que si vos, señor Conde Lucanor, quisierais dejar vuestro estado y entrar en religión o hacer vida retirada, no podríais evitar que os sucediera una de estas dos cosas: la primera, que seríais muy mal juzgado por las gentes, pues todos dirían que lo hacíais por pobreza de espíritu y porque no os gustaba vivir entre los buenos; la segunda, que os sería muy difícil sufrir las asperezas y sacrificios de la vida conventual, y si después tuvieseis que abandonarla o vivirla sin guardar la regla como se debe, os causaría gran daño para el alma y mucha vergúenza y pérdida de vuestra buena fama. Como tenéis muy buenos propósitos, me gustaría contaros lo que Dios reveló a un ermitaño de santa vida sobre lo que habría de sucederle a él mismo y al rey Ricardo de Inglaterra. El conde le rogó que le dijese lo ocurrido. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, un ermitaño llevaba muy santa vida, hacía mucho bien y muchas penitencias para lograr la gracia de Dios. Y por ello, Nuestro Señor fue con él misericordioso y le prometió que entraría en el reino de los cielos. El ermitaño agradeció mucho esta revelación divina y, como estaba ya seguro de salvarse, rogó a Dios que le indicara quién sería su compañero en el Paraíso. Y aunque Nuestro Señor le dijo por medio de un ángel que no preguntara tal cosa, tanto insistió el ermitaño que Dios Nuestro Señor accedió a darle una respuesta y, así, le hizo saber por un ángel que el rey de Inglaterra y él estarían juntos en el Paraíso. »Tal respuesta no agradó mucho al ermitaño, pues conocía muy bien al rey y sabía que siempre andaba en guerras y que había matado, robado y desheredado a muchos, y había llevado una vida muy opuesta a la suya, que le parecía muy alejada del camino de la salvación. Por todo esto estaba el ermitaño muy disgustado. »Cuando Dios Nuestro Señor lo vio así, le mandó decir con el ángel que no se quejara ni se sorprendiera de lo que le había dicho, y que debía estar seguro de que más honra y más galardón merecía ante Dios el rey Ricardo con un solo salto que él con todas sus buenas obras. El ermitaño se quedó muy sorprendido y le preguntó al ángel cómo podía ser así. »El ángel le contó que los reyes de Francia, Inglaterra y Navarra habían pasado a Tierra Santa. Y cuando llegaron al puerto, estando todos armados para emprender la conquista, vieron en las riberas tal cantidad de moros que -42- dudaron de poder desembarcar. Entonces el rey de Francia pidió al rey de Inglaterra que viniese a su nave para decidir los dos lo que habrían de hacer. El rey de Inglaterra, que estaba a caballo, cuando esto oyó al mensajero, le contestó que dijese a su rey que como, por desgracia, él había agraviado y ofendido a Dios muchas veces y siempre le había pedido ocasión para desagraviarle y pedirle perdón, veía que, gracias a Dios, había llegado el día que tanto esperaba, pues si allí muriese, como había hecho penitencia antes de abandonar su tierra y estaba muy arrepentido, era seguro que Dios tendría misericordia de su alma, y si los moros fuesen vencidos sería para honra de Dios y ellos, como cristianos, podrían sentirse muy dichosos. »Cuando hubo dicho esto, encomendó su cuerpo y su alma a Dios, pidió que le ayudase y, haciendo la señal de la cruz, mandó a sus soldados que le siguieran. Luego la empresa que os aconsejan, pues quizás esos consejeros os lo dicen porque saben que, una vez metido en ese asunto, por fuerza habréis de hacer lo que ellos quieran y seguir su voluntad, mientras que ahora que estáis en paz, siguen ellos la vuestra. Y quizás piensan que de este modo podrán medrar ellos, lo que no conseguirían mientras vos viváis en paz, y os sucedería lo que al genovés con su alma; por eso prefiero aconsejaros que, mientras podáis vivir con tranquilidad y sosiego, sin que os falte nada, no os metáis en una empresa donde tengáis que arriesgarlo todo. Al conde le agradó mucho este consejo que le dio Patronio, obró según él y obtuvo muy buenos resultados. Y cuando don Juan oyó este cuento, lo consideró bueno, pero no quiso hacer otra vez versos, sino que lo terminó con este refrán muy extendido entre las viejas de Castilla: El que esté bien sentado, no se levante. Cuento VII Lo que sucedió a una mujer que se llamaba doña Truhana Otra vez estaba hablando el Conde Lucanor con Patronio de esta manera: -Patronio, un hombre me ha propuesto una cosa y también me ha dicho la forma de conseguirla. Os aseguro que tiene tantas ventajas que, si con la ayuda de Dios pudiera salir bien, me sería de gran utilidad y provecho, pues los beneficios se ligan unos con otros, de tal forma que al final serán muy grandes. Y entonces le contó a Patronio cuanto él sabía. Al oírlo Patronio, contestó al conde: -Señor Conde Lucanor, siempre oí decir que el prudente se atiene a las realidades y desdeña las fantasías, pues muchas veces a quienes viven de ellas les suele ocurrir lo que a doña Truhana. El conde le preguntó lo que le había pasado a esta. -Señor conde -dijo Patronio-, había una mujer que se llamaba doña Truhana, que era más pobre que rica, la cual, yendo un día al mercado, llevaba una olla de miel en la cabeza. Mientras iba por el camino, empezó a pensar que vendería la miel y que, con lo que le diesen, compraría una partida de huevos, de los cuales nacerían gallinas, y que luego, con el dinero que le diesen por las gallinas, compraría ovejas, y así fue comprando y vendiendo, siempre con ganancias, hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas. »Luego pensó que, siendo tan rica, podría casar bien a sus hijos e hijas, y que iría acompañada por la calle de yernos y nueras y, pensó también que todos comentarían su buena suerte pues había llegado a tener tantos bienes aunque había nacido muy pobre. »Así, pensando en esto, comenzó a reír con mucha alegría por su buena suerte y, riendo, riendo, se dio una palmada en la frente, la olla cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Doña Truhana, cuando vio la olla rota y la miel esparcida por el suelo, empezó a llorar y a lamentarse muy amargamente -51- porque había perdido todas las riquezas que esperaba obtener de la olla si no se hubiera roto. Así, porque puso toda su confianza en fantasías, no pudo hacer nada de lo que esperaba y deseaba tanto. »Vos, señor conde, si queréis que lo que os dicen y lo que pensáis sean realidad algún día, procurad siempre que se trate de cosas razonables y no fantasías O imaginaciones dudosas y vanas. Y cuando quisiereis iniciar algún negocio, no arriesguéis algo muy vuestro, cuya pérdida os pueda ocasionar dolor, por conseguir un provecho basado tan sólo en la imaginación. Al conde le agradó mucho esto que le contó Patronio, actuó de acuerdo con la historia y, así, le fue muy bien. Y como a don Juan le gustó este cuento, lo hizo escribir en este libro y compuso estos Versos: En realidades ciertas os podéis confiar, mas de las fantasías os debéis alejar. Cuento X Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía altramuces Otro día hablaba el Conde Lucanor con Patronio de este modo: -Patronio, bien sé que Dios me ha dado tantos bienes y mercedes que yo no puedo agradecérselos como debiera, y sé también que mis propiedades son ricas y extensas; pero a veces me siento tan acosado por la pobreza que me da igual la muerte que la vida. Os pido que me deis algún consejo para evitar esta congoja. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para que encontréis consuelo cuando eso os ocurra, os convendría saber lo que les ocurrió a dos hombres que fueron muy ricos. El conde le pidió que le contase lo que les había sucedido. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico. »Cuando aquello vio el que comía los altramuces, preguntó al otro por qué se comía las pieles que él tiraba. El segundo le contestó que había sido más rico que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho si encontraba, al menos, pieles de altramuces con que alimentarse. Al oír esto, el que comía los altramuces se tuvo por consolado, -58- ¡pues comprendió que había otros más pobres que él, teniendo menos motivos para desesperarse. Con este consuelo, luchó por salir de su pobreza y, ayudado por Dios, salió de ella y otra vez volvió a ser rico. » Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros. Al conde le agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, con su esfuerzo y con la ayuda de Dios, salió de aquella penuria en la que se encontraba. Y viendo don Juan que el cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro e hizo los versos que dicen así: Por padecer pobreza nunca os desaniméis, porque otros más pobres un día encontraréis. Cuento XIX Lo que sucedió a los cuervos con los búhos Hablaba otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo: -Patronio, estoy en lucha con un enemigo muy poderoso, que tenía en su casa a un pariente que se había criado con él y a quien había favorecido muchas veces. Una vez, por una disputa entre ellos, mi enemigo causó graves daños y deshonró a su pariente que, aunque le estaba muy obligado, pensando en aquellas ofensas y buscando la forma de vengarse, desea aliarse conmigo. Creo que me sería hombre muy útil, pues podría aconsejarme el mejor modo de hacerle daño a mi enemigo, ya que lo conoce muy bien. Por la gran confianza que me merecéis y por vuestro buen sentido, os ruego que me aconsejéis el modo de solucionar esta duda. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, lo primero que debo deciros es que ciertamente este hombre ha venido a vos para engañaros, y, para que sepáis cómo lo intentará conseguir, me gustaría que supierais lo que sucedió a los cuervos con los búhos. El conde le preguntó lo que había sucedido en este caso. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, los cuervos y los búhos estaban en guerra entre sí, pero los cuervos llevaban la peor parte porque los búhos, que sólo salen de noche y de día permanecen escondidos en lugares muy ocultos, volaban al amparo de la oscuridad hasta los árboles donde se cobijaban los cuervos, golpeando o matando a cuantos podían. Como los cuervos sufrían tanto, uno de ellos muy experimentado, al ver el grave daño que recibían los suyos, habló con sus parientes los cuervos y encontró un medio para vengarse de sus enemigos los búhos. »Este era el medio que pensó y puso en práctica: los cuervos le arrancaron las plumas, excepto alguna de las alas, por lo que volaba muy poco y mal. Así, lleno de »El infante cabalgó en compañía de los hombres más ilustres de la corte y con músicos que tocaban tambores, timbales y toda clase de instrumentos. El infante dio un paseo por la ciudad y, cuando volvió junto al rey, este le preguntó qué opinaba de lo que había visto; le contestó el infante que todo estaba muy bien, salvo los timbales y tambores, que hacían mucho ruido. -98- »Pasados algunos días, el rey mandó al hijo segundo que fuese a su cámara por la mañana. El infante así lo hizo. El rey lo sometió a las mismas pruebas que al hermano mayor; el segundo obró como su hermano y respondió con las mismas palabras de su hermano. »Y al cabo de pocos días, el rey mandó al hijo menor que viniese a verlo muy temprano. El infante madrugó mucho y se fue a las habitaciones del rey, donde esperó a que el rey despertara. Cuando su padre estuvo dispuesto, entró en la cámara real el hijo menor, que se postró ante su padre en señal de sumisión y respeto. El rey le ordenó que le trajeran la ropa. El infante le preguntó lo que quería ponerse para vestir y calzar, y de una sola vez fue por todo y se lo trajo, no queriendo ni permitiendo que nadie le vistiera sino él, con lo que daba a entender que se sentía orgulloso de que su padre, el rey, se viera cuidado y atendido solamente por él, pues era su padre y merecía cuantas atenciones le pudiera otorgar. »Cuando el rey ya estaba vestido y calzado, ordenó al infante que hiciera traer su caballo. El infante le preguntó qué caballo deseaba, así como todo lo necesario para cabalgar, como la silla, el freno y la espada; también le preguntó quién quería que lo acompañase y cuantas cosas podía necesitar. Hecho esto, de una sola vez lo trajo todo y lo dispuso como el rey había ordenado. »Cuando estaba todo dispuesto, el rey dijo al infante que no quería salir a pasear, que fuera él solo y que luego le contase todo cuanto viera. El infante salió a caballo acompañado por cortesanos y caballeros como lo habían hecho sus dos hermanos. Ninguno de ellos sabía qué pretendía el rey actuando así. » Cuando el infante salió, mandó que le enseñaran el interior de la ciudad, las calles, el lugar donde se guardaba el tesoro real, las mezquitas y todos los monumentos; también preguntó cuántas personas vivían allí. Después salió fuera de las murallas y mandó que lo acompañasen todos los hombres de armas, de a pie y de a caballo, pidiéndoles que combatieran y le hicieran una demostración de su habilidad con las armas y cuantos ejercicios de ataque y defensa supieran. Luego revisó murallas, torres y fortalezas de la ciudad y, cuando lo hubo visto todo, volvió junto a su padre el rey. »Regresó a palacio entrada la noche. El rey le preguntó por las cosas que había visto, contestándole el infante que, con su permiso, le diría la verdad. El rey, su padre, le ordenó que se la dijera, so pena de perder su bendición. -99- El infante le respondió que, aunque lo consideraba un buen rey, no lo era tanto, pues si lo hubiera sido, como tenía tan buenos soldados y caballeros, tanto poder y tantos bienes, ya habría conquistado todo el mundo. »Al rey le agradó mucho esta crítica sincera y aguda que le hizo el infante, por lo que, al llegar el plazo que había señalado a sus nobles, les señaló como heredero al hijo menor. »El rey, señor conde, actuó así por las señales que vio en cada uno de sus hijos, pues, aunque hubiera preferido que le sucediera cualquiera de los otros dos, no lo juzgó acertado y eligió al menor por su prudencia. » Y vos, señor conde, si queréis saber qué mancebo será hombre más valioso, fijaos en estas cosas y así podréis intuir algo y aun bastante de lo que cada uno llegará a ser. Al conde le agradó mucho lo que Patronio le contó. Y como don Juan pensó que era un buen cuento, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así: Por palabras y hechos bien podrás conocer, en jóvenes mancebos, qué llegarán a ser. Cuento XXVII Lo que sucedió con sus mujeres a un emperador y a Álvar Fáñez Minaya Un día hablaba el Conde Lucanor con su consejero Patronio y le dijo: -Patronio, tengo dos hermanos casados que viven su matrimonio de manera muy distinta, pues uno ama tanto a su esposa que apenas podemos lograr que se aparte de ella un solo día y no hace sino lo que ella quiere y, aun antes, se lo consulta. Del otro, sin embargo, os diré que nadie puede lograr que vea a su mujer ni que entre en la casa donde vive. Como estoy muy preocupado por el comportamiento de los dos, os ruego que me digáis la forma de poner fin a esta situación tan extremosa. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, por lo que me decís, vuestros dos hermanos están muy equivocados, pues ni uno debería demostrar tanto amor a su esposa ni el otro tanta indiferencia. Probablemente su error depende del carácter de sus mujeres y así querría contaros lo que sucedió al emperador Federico y a Álvar Fáñez Minaya con sus esposas. El conde le preguntó lo que había ocurrido. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, os contaré primero lo que sucedió al emperador Federico, y después lo que ocurrió a don Álvar Fáñez, porque son dos historias distintas y no pueden mezclarse. »El emperador Federico casó, según su rango, con una doncella de alto linaje; pero no era feliz, pues antes de casarse no se había enterado de su mal genio. Después del matrimonio, y aunque ella era buena y honrada, comenzó a mostrar el carácter más rebelde y más díscolo que pueda imaginarse: si el emperador quería comer, ella ayunar; si el emperador quería dormir, ella levantarse; si el emperador le tomaba afecto a alguien, ella le demostraba antipatía. ¿Qué más os diré? Cuanto le agradaba al emperador, le desagradaba a ella. En fin, hacía todo lo contrario de su marido. »El emperador soportó aquella vida algún tiempo, pero, viendo que de ningún modo podría corregir a su esposa, ni con sus advertencias ni con las de otros, ni con amenazas, ni con ruegos o halagos, y viendo también la -112- áspera vida que le esperaba y el daño que le traería a su reino la mala condición de la emperatriz, fue a ver al Papa, y le dijo lo que pasaba y el peligro en que se encontraban su pueblo y él por el pésimo carácter de su esposa la emperatriz. El emperador pidió al Papa que, si pudiese, anulara el matrimonio, aunque él sabía que era imposible según la ley de Dios, pero tampoco podían vivir juntos por el carácter áspero de la emperatriz. »Como no encontraba otro remedio, el Papa le dijo al emperador que encomendaba la solución a su buen entendimiento, porque no podía dar la penitencia antes del pecado. »El emperador se despidió del Papa, se volvió a su casa, e intentó corregir a la emperatriz con halagos, amenazas, advertencias y con cuantas maneras parecieron bien a él y a todos los suyos, sin que nada diera resultado, pues, cuanto más le insistían para que cambiase tanto, más áspera y desabrida se mostraba ella. »Cuando vio el Emperador que no podía alterar la condición de su esposa, le dijo un día que quería ir a cazar ciervos y que se llevaría un poco de la hierba con que envenenan las flechas para matarlos, dejando el resto en la casa para otra cacería. También le dijo que por nada del mundo se pusiese aquellas hierbas sobre sarna, pústula o herida que sangrase, porque era tan fuerte su veneno que no había nadie a quien aquellas hierbas no provocasen la muerte. El emperador tomó otro ungúento muy bueno y muy eficaz para las llagas y, delante de ella, se lo aplicó en aquellas partes del cuerpo que no estaban sanas; ella y cuantos allí estaban vieron que en seguida quedaba curado. Le dijo después a su esposa, en presencia de numerosos cortesanos y de otras personas, que se diese de aquel ungiiento en cualquier llaga que tuviera. Y dicho esto, tomó la hierba que necesitaba para envenenar las flechas y se fue a cazar ciervos. »Cuando el emperador hubo partido, se puso la emperatriz colérica y comenzó a decir: »-¡Ved lo que me dice ahora el falso del emperador! Como sabe que mi sarna no es como la suya, me dice que me aplique el ungiiento que se ha dado él, porque así yo no podré sanar; pero del otro ungiiento, que es el más indicado para mí, me dice que no debo darme. Mas, por darle pesar, yo me untaré con él y, cuando vuelva, me encontrará sana. Estoy segura de que nada le molestará más; por eso lo haré. »Los caballeros y las damas que la acompañaban le rogaron y suplicaron -113- con lágrimas en los ojos que no lo hiciese y le decían que tuviese por cierto que moriría si se aplicaba aquellas hierbas. »A pesar de sus ruegos, no lo quiso hacer: tomó las hierbas y se dio con ellas en las llagas. Y al poco tiempo le aparecieron los primeros síntomas de muerte. Si ella hubiera podido, se habría arrepentido de lo que había hecho, pero ya no le quedaba tiempo. Así murió, por su carácter díscolo y rebelde. »Mas a don Álvar Fáñez le sucedió lo contrario, y así os contaré lo que le ocurrió. »Era don Álvar Fáñez un caballero muy justo y muy honrado, fundador de la villa de Íscar, y un día fue a ver al conde don Pedro Ansúrez, que vivía en Cuéllar con sus tres hijas. Después de haber comido, le preguntó el conde a Álvar Fáñez a qué se debía la sorpresa y el placer de su visita. Álvar Fáñez le contestó que venía para pedirle a una de sus hijas en matrimonio, pero antes quería hablar con ellas, conocerlas y elegir a la que más le gustara. Viendo el conde que Dios le favorecía con este casamiento, le dijo que tendría mucho gusto con que todo se hiciera así. »Don Álvar Fáñez se quedó a solas con la hija mayor y le dijo que, si ella aceptaba, le gustaría tomarla por esposa, pero antes debía saber algunas cosas muy importantes sobre su vida. Lo primero, que él ya no era joven y que, por las muchas heridas sufridas en las batallas en que había luchado, tenía tan débil la cabeza que, por muy poco vino que bebiese, perdía el juicio y se ponía tan violento que no sabía lo que decía, habiendo llegado incluso a maltratar a algunas personas con tanta furia que, al volver en sí, se arrepentía de haberlo hecho. También debería saber que, cuando estaba dormido, no podía controlar en la cama sus necesidades. Y tantas cosas como estas le dijo que ninguna mujer, aunque no fuera muy inteligente, podría sentirse bien casada con él. »Cuando le oyó decir esto, la hija del conde le contestó que el casamiento no dependía de ella sino de sus padres. Después se alejó de don Álvar Fáñez y volvió junto a su padre. Este y su madre le preguntaron qué deseaba hacer y, como la hija no comprendió bien la prueba a que la sometió don Álvar Fáñez, les contestó que prefería la muerte a casarse con él, por las cosas que le había dicho. » Y desde aquel día quedó como refrán que, si el marido dice que el río corre aguas arriba, la buena esposa así lo debe creer y decir que es verdad. -117- »Cuando el sobrino vio que con los argumentos de doña Vascuñana se demostraba la veracidad de cuanto decía don Álvar Fáñez y que él estaba equivocado al no distinguir unas cosas de otras, sintió pena de sí mismo y pensó que había perdido el juicio. »Después de caminar largo trecho por el camino, viendo don Álvar Fáñez a su sobrino muy preocupado y muy triste, le habló así: »-Sobrino, ya os he dado respuesta a lo que me dijisteis el otro día sobre lo que todos consideraban un defecto en mí, por hacer siempre caso a mi mujer; tened por seguro que, cuanto hoy ha ocurrido, lo he preparado para que vieseis cómo es ella y que hago bien si me dejo llevar por sus consejos. También debo deciros que para mí las primeras vacas que vimos, de las que yo decía que eran yeguas, eran vacas como vos defendíais; y cuando doña Vascuñana llegó y os oyó decir que para mí eran yeguas, estoy seguro de que ella creía que vos decíais la verdad, pero, como confía tanto en mi recto juicio y piensa que nunca puedo estar confundido, pensó que ella y vos erais los equivocados. Y por eso buscó argumentos tan concluyentes que os convenció a vos y a todos los presentes de que yo estaba en lo cierto; eso mismo ocurrió con lo de las yeguas y lo del molino. Os aseguro que, desde el día de nuestra boda, nunca la vi hacer o decir algo en su propio provecho o deleite, sino sólo lo que yo quisiere; tampoco se ha enojado nunca por lo que yo hiciera. Y, para ella, cualquier cosa, que yo decida, siempre será lo mejor; además, cuanto debe hacer por su estado o porque yo se lo pido, lo hace muy bien, buscando siempre mi honra y provecho y queriendo que, de esta forma, todos sepan que yo soy el señor y como tal debo ser obedecido y honrado; no desea para sí ni fama ni premio por lo que hace, sino que todos sepan en qué puede servirme y mi agrado por cuanto ella hace. Creo que, si un moro del otro lado del mar hiciese esto por mí, yo lo debería amar, estimar y seguir sus consejos; cuánto más a la mujer con quien estoy casado. Y ahora, sobrino, os he dado respuesta al reproche que el otro día me hicisteis. »Al sobrino de Álvar Fáñez lo convencieron estas razones y comprendió que, si doña Vascuñana era de tan buen juicio y buena voluntad, hacía bien su tío amándola y confiando en ella y haciendo por ella cuanto hacía. »Como veis, fueron muy distintas la mujer del emperador y la de Álvar Fáñez. »Señor Conde Lucanor, si vuestros hermanos son tan distintos que uno hace cuanto su mujer quiere y el otro no la toma en consideración, ello se debe -118- a que sus mujeres llevan la misma vida que llevaron la emperatriz y doña Vascuñana. Si sus esposas son así, no debéis asombraros ni culpar a vuestros hermanos; pero si no son ni tan buenas ni tan rebeldes como las dos de las que os he hablado, vuestros hermanos tendrán parte de culpa, porque, aunque ese hermano vuestro, que ama mucho a su mujer, hace bien en quererla, debemos pensar que esa estima tiene que limitarse a sus justos términos y no más. Pues si un hombre quiere estar siempre junto a su mujer y por ello deja de ir a los sitios o a los asuntos que le convengan, debéis pensar que está equivocado; pensad también que, si por complacerla o satisfacerla, el marido no cumple lo que pertenece a su clase o a su honra, también está muy equivocado. Pero, exceptuadas estas cosas, cuanta honra, estima y confianza demuestre el marido a su mujer, le están permitidas y así deberá tratarla. También os digo que el esposo, en asuntos de poca importancia, debe evitarle disgustos o contrariedades a su mujer y, sobre todo, no debe inducirla al pecado, pues de él nacen muchos males: primero, por la propia maldad del pecado y, segundo, porque, para desenojarla y complacerla, el marido habrá de hacer cosas perjudiciales para su fama y hacienda. Pero al que por su mala suerte tuviere una mujer tan rebelde como la emperatriz, pues al comienzo no supo o no pudo poner remedio, no le queda otra solución sino soportar su desgracia hasta que Dios quiera. Pero sabed que, para evitar lo uno y lograr lo otro, el marido, desde el primer día de matrimonio, debe hacerle ver a su mujer que él es el señor y cómo ha de comportarse ella. »Pienso que vos, señor conde, siguiendo estas reflexiones, bien podéis aconsejar a vuestros hermanos de qué manera han de portarse con sus mujeres. Al conde le agradó mucho lo que le dijo Patronio, pues le pareció que era verdad y muy razonable. Como don Juan pensó que estos dos relatos eran muy buenos, los mandó poner en este libro y escribió los versos que dicen así: Desde el comienzo debe el hombre enseñar a su mujer cómo se ha deportar. Cuento XXXV Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde -136- Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía: -Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga. -Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro, aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis. El conde le rogó que le contase lo sucedido. Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero. En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer. Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso. que, cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos. El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien. Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así: Si desde un principio no muestras quién eres, nunca podrás después, cuando quisieres. Cuento XLVIII Lo que sucedió a uno que probaba a sus amigos Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo: -Patronio, tengo muchos amigos, según creo, los cuales me prometen hacer cuanto me convenga, aunque para ello tengan que arriesgar vida o hacienda, e incluso me juran que estarán siempre junto a mí a pesar de cualquier peligro. Como sois de muy agudo entendimiento, os ruego que me digáis de qué manera podré saber si estos amigos míos harán por mí cuanto dicen. -Señor Conde Lucanor -respondió Patronio-, un buen amigo es lo mejor y más preciado del mundo, pero pensad que, cuando vienen necesidades y desventuras, son muy pocos los que quedan junto a nosotros; además, si el riesgo no es grande, es difícil saber quién sería verdadero amigo en unas circunstancias apuradas. Así, para que sepáis qué amigos son los verdaderos, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre honrado con un hijo suyo que se jactaba de tener muchos y leales amigos. El conde le preguntó qué le había pasado. -Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, aquel hombre honrado tenía un hijo al que, entre otras muchas advertencias, siempre le aconsejaba que se esforzara por conseguir muchos y buenos amigos. El hijo lo hizo así y comenzó a rodearse de muchos, a los que agasajó y obsequió para ganarse su amistad. Y todos aquellos le declaraban una y otra vez su amistad, diciéndole que harían por él cuanto fuera necesario, y que incluso arriesgarían su vida y sus bienes llegada la ocasión. »Un día, estando aquel mancebo con su padre, este le preguntó si había seguido sus consejos y si había ganado muchos amigos. El mancebo le contestó que tenía muchos y que, sobre todo, había diez de quienes podía asegurar que, ni por miedo a la misma muerte, lo abandonarían en un lance de peligro para él. »Cuando el padre escuchó decir esto, le replicó que se sorprendía de que -180- en tan poco tiempo hubiese ganado tantos y tan fieles amigos, pues él, que ya era anciano, no tenía más que un amigo y medio. El hijo comenzó a porfiar, afirmando una y Otra vez que era verdad lo que le contaba de sus amigos. Cuando el padre vio porfiar así a su hijo, le rogó que los probase de este modo: que matara un cerdo, que lo metiera en un saco y que fuera a casa de cada uno de sus amigos y les dijera que llevaba a un hombre a quien él había muerto. También debería decirles que, si su crimen llegaba a ser conocido por la justicia, no podrían, por nada del mundo, escapar a la muerte ni él ni ninguno de sus encubridores; y por eso les rogaba que, como eran sus amigos, ocultaran el cadáver y lo defendieran si fuera necesario. »Así lo hizo el mancebo y se fue a probar a sus amigos, como su padre le había mandado. Cuando llegó a casa de cada uno de ellos y les contó el peligro que corría, todos le dijeron que en otras necesidades le ayudarían, pero no en esta, porque podrían perder vida y hacienda; y le pidieron, por Dios, que nadie supiese que había hablado con ellos. Algunos de sus amigos le dijeron que, si era condenado a muerte, pedirían clemencia para él; otros le aseguraron que, cuando lo llevaran a ejecutar, estarían con él hasta el último momento y luego lo enterrarían muy solemnemente. »Cuando el mancebo hubo probado así a todos sus amigos y ninguno le socorrió, fue a casa de su padre y le dijo lo que había pasado. Al oírlo, el padre le respondió que ya había comprobado que más saben quienes mucho han visto y vivido que los que no tienen ninguna experiencia del mundo o de la vida. Entonces le dijo otra vez que él no tenía más que amigo y medio, y le mandó que fuese a probarlos. »El mancebo fue a probar al que su padre calificaba de medio amigo y llegó a su Casa de noche, con el cerdo a cuestas. Llamó a la puerta y le contó al medio amigo de su padre la desgracia que le había ocurrido y cómo sus amigos lo habían abandonado; por último, le rogó que, por la amistad que tenía con su padre, le ayudase en aquella situación tan peligrosa. »Cuando el medio amigo escuchó sus palabras, le contestó que no tenía con él amistad ni trato como para arriesgarse tanto, pero que, sin embargo, por la estimación que sentía hacia su padre, estaba dispuesto a encubrirlo. » Y entonces se echó a la espalda el saco con el cerdo muerto, pensando que era efectivamente un hombre, lo llevó a la huerta y lo enterró en un surco de coles; volvió a ponerlas como estaban antes, y despidió al mancebo, al que deseó buena suerte. -181- »El mancebo regresó a casa de su padre y le contó lo que le había pasado con su medio amigo. Le mandó su padre que al día siguiente, cuando estuviesen en concejo, empezara a discutir sobre cualquier asunto con su medio amigo y que, además de discutir, le diera en el rostro la mayor bofetada que pudiese. El joven hizo lo que su padre le mandó y, cuando el medio amigo se vio abofeteado en público, lo miró y le dijo: »-En verdad, hijo mío, que has obrado muy mal; pero ten por seguro que ni por esta ofensa ni por otra mayor descubriré las coles de la huerta. »Cuando el mancebo se lo contó a su padre, este le mandó que probara a quien consideraba un amigo cabal. El hijo así lo hizo. El mancebo llegó a casa del amigo de su padre, le contó la falsa historia del muerto y, al oírlo, el hombre bueno, amigo de su padre, le prometió guardarlo de daño y muerte. Sucedió, casualmente, que por aquellos días habían muerto a un hombre en aquella ciudad y no sabían quién era el culpable. Como algunos vieron a aquel joven ir y venir muchas veces con el saco a cuestas, al amparo de la noche, pensaron que sería él el asesino. »Pero ¿para qué extenderse más? El mancebo fue juzgado y condenado a muerte. El amigo de su padre había hecho cuanto podía para que consiguiera escapar; pero, cuando vio que era imposible evitar su castigo, declaró ante los jueces que no quería ser responsable de la muerte de un inocente y, así, les dijo que aquel mancebo no era el asesino, sino que el matador era el único hijo que él tenía. Mandó a su hijo que se declarara culpable, cosa que hizo, y fue por ello ajusticiado. Así escapó de la muerte el joven, gracias al sacrificio del amigo de su padre. »Señor Conde Lucanor, ya os he contado cómo se prueban los amigos. Creo que esta historia nos enseña a reconocer a los buenos amigos, a probarlos antes de ponernos en un grave peligro confiados en su amistad, y también permite saber hasta dónde estarán dispuestos a socorrernos cuando fuera necesario. Podéis estar seguro de que hay algunos amigos verdaderos, pero son muchos más los que se llaman amigos sólo en la prosperidad y, cuando la fortuna es adversa, desaparecen. »Esta historia tiene también la siguiente interpretación espiritual: todos los hombres creen tener amigos en este mundo, pero, cuando viene la muerte, han de probarlos en este trance y, por eso, piden consuelo a los seglares, que les dicen tener ya bastantes preocupaciones propias; los religiosos les prometen rezos y súplicas por su alma; e incluso su mujer e hijos les -182- contestan simplemente que los acompañarán hasta la sepultura y que harán por ellos exequias muy lujosas. Así prueban a quienes tenían como verdaderos amigos. Y como no hallan en ellos ayuda alguna contra la muerte, se vuelven a Dios, que es nuestro padre, del mismo modo que el mancebo de la historia se refugió en su padre, al verse desamparado de quienes creía amigos suyos, y Dios entonces les manda probar a los santos, que son como medio amigos. Así lo hacen. Tan grandes son la bondad y piedad de los santos y, sobre todo, el amor de Santa María, que no dejan de rogar a Cristo por los pecadores. La Virgen María le recuerda a su hijo cómo fue su Madre y los trabajos que padeció por Él, y los santos le evocan los dolores, las penas, los tormentos y las persecuciones que sufrieron por su nombre; y todo esto lo hacen para encubrir nuestros pecados. Y así, aunque hayan recibido muchas ofensas, no nos descubren ni nos acusan, como no acusó al mancebo el medio amigo de su padre, a pesar de la bofetada que le dio el hijo de su amigo. »Cuando el pecador siente que, a pesar de estas intercesiones, no puede escapar del Castigo eterno, se vuelve a Dios, como volvió el mancebo de la historia a su padre al comprobar que nadie podía evitar su muerte. Y Dios Nuestro Señor, como Padre y Amigo verdadero, acordándose del amor que profesa al hombre, criatura suya, hizo como el buen amigo, pues envió a su Hijo Jesucristo para que muriese por la redención de nuestras culpas y pecados, aunque Él era inocente y estaba limpio de falta alguna. Y Jesucristo, como buen hijo, obedeció a su Padre, y siendo Dios y Hombre verdaderos quiso recibir y padecer la muerte para, con su sangre, limpiarnos de nuestros pecados. » Y ahora, señor Conde Lucanor, pensad cuáles de estos amigos son los mejores y más fieles, y a quiénes debemos ganar y considerar como tales. Al conde le agradaron mucho estas razones, que encontró claras y excelentes. Viendo don Juan que este ejemplo era bueno lo mandó escribir en este libro y compuso estos versos: Nunca podría el hombre tan buen amigo hallar sino Dios, que lo quiso con su sangre comprar. »Le contestó Saladino diciendo que temía que le pidiera no tratar nunca más de este asunto, pero ella le respondió que no se trataría de eso ni de nada que no pudiera hacerse. Saladino, entonces, se lo prometió. La honrada dama le besó la mano y los pies, y le dijo que lo único que quería era que le dijese cuál era la mejor cualidad del hombre, la que era madre y cabeza de todas las demás virtudes. »Cuando el sultán oyó esto, se puso a pensar la respuesta con mucho interés, pero no se le ocurría ninguna. Como le había prometido no tocarla hasta cumplir lo pactado, le pidió algún tiempo para pensar. Ella le respondió que haría todo lo que él mandase en el momento que le contestara a su pregunta, sin fijar un plazo para ello. »Así ocurrió entre ellos. Saladino se volvió con los suyos y, como si fuera por otro motivo, preguntó a todos sus sabios. Unos le contestaron que la mejor cualidad del hombre era un alma buena. Otros afamaban que eso podía ser verdad para el otro mundo, pero que sólo la bondad de corazón no era lo mejor para este. Otros sabios opinaban que lo mejor era la lealtad, aunque había quienes opinaban que, siendo la lealtad muy buena, se podía ser al mismo tiempo fiel y cobarde, o mezquino, o lascivo, o de malas costumbres, por lo que se necesitaba ser algo más que simplemente fiel. Esto mismo ocurría con todas las buenas cualidades, sin poder encontrar respuesta a la pregunta de Saladino. »Al ver el sultán que no encontraba en su tierra quien pudiera responderle, llamó a dos juglares para irse con ellos por el mundo sin que nadie lo reconociese. Y así, en secreto, cruzó el mar, dirigiéndose a Roma, que es donde se reúnen todos los cristianos. Por mucho que preguntó, nadie supo responderle. Después pasó a la corte del rey de Francia y a las de otros reyes, pero no encontró la respuesta. Así fue transcurriendo tanto tiempo, que hasta llegó a arrepentirse de su empresa. »Si hubiera sido sólo por conseguir a aquella dama, ya lo habría dejado, pero, como era tan poderoso, pensaba que sería una deshonra abandonar lo que ya había empezado, pues sin duda es grave humillación para un gran hombre dejar lo que se ha iniciado, con tal de que no sea pecado; pero, si -189- abandona por miedo o por el trabajo que Cuesta, le resultará vergonzoso. Por eso Saladino no cejaba en aquel empeño, que lo había llevado fuera de su reino. »Sucedió que un día, andando por un camino con los dos juglares, se encontraron con un escudero que volvía de cazar y que había matado un ciervo. Este escudero se había casado poco tiempo atrás y su padre, que ya era muy anciano, había sido el mejor caballero de aquellos contornos. Por la vejez no podía salir de casa, pero, aunque había perdido la vista, tenía una inteligencia tan experimentada y profunda que su ancianidad no era una carga para él. El escudero, que venía muy alegre, les preguntó de dónde venían y quiénes eran. Ellos dijeron que eran juglares. »Al oír esto, se alegró mucho y les dijo que, como volvía tan contento de cazar, quería hacer una fiesta; les pidió que, pues tan buenos juglares parecían, le acompañasen aquella noche. Le contestaron los tres que no podían detenerse, porque hacía mucho tiempo que habían partido de su tierra para resolver un enigma y que, como no lo conseguían, querían regresar cuanto antes, por lo cual no podían quedarse con él aquella noche. »Tantas veces les preguntó el escudero cuál era la pregunta, que tuvieron que decírsela. Cuando el escudero la supo, les dijo que, si su padre no podía darles la respuesta, nadie podría hacerlo. Luego les contó quién y cómo era su padre. »Cuando Saladino, a quien el escudero tenía por un juglar, escuchó sus palabras, se puso muy contento y se fueron los tres con él. Al llegar a su casa, el escudero dijo a su padre que venía tan contento por haber cazado mucho y por haberse encontrado con aquellos tres juglares. También le dijo lo que andaban preguntando y le pidió que hiciera el favor de contestárselo, pues les había dicho que, si él no era capaz de responderles, nadie podría hacerlo. »Cuando el anciano caballero lo oyó, supo que quien hacía esa pregunta no podía ser un juglar, y contestó a su hijo que les diría la respuesta después de comer. Así se lo dijo el escudero a Saladino, a quien tenía por un juglar, que se alegró mucho, aunque se impacientó bastante pues tenía que esperar, para conocer la respuesta, a que terminaran la comida. »Cuando retiraron los manteles y los juglares hicieron cuanto sabían, el anciano caballero se dirigió a ellos, diciéndoles cómo su hijo le había contado que iban buscando la respuesta a una pregunta, sin que nadie hasta el momento hubiese podido dársela. Luego les pidió que le dijesen la pregunta, que él contestaría hasta donde pudiese. -190- »Entonces Saladino, vestido de juglar, le replicó que la pregunta era esta: cuál es la mejor cualidad que puede tener el hombre, y que es madre y cabeza de todas las demás virtudes. »Al oír la pregunta, el anciano caballero comprendió en seguida de qué se trataba; también reconoció por la voz a Saladino, pues él había vivido mucho tiempo en su casa y había recibido de él muchas gracias y mercedes. Así, le contestó: »-Amigo, lo primero que os diré es que jamás han entrado en mi casa juglares como vos. Sabed también que, hablando con justicia, debo agradeceros cuantos bienes he recibido de vos, aunque de esto no os diré más por el momento, hasta que pueda hablar con vos a solas, para que ninguno sepa nada de vuestra secreta intención. Pero, volviendo a vuestra pregunta, os digo que la mejor cualidad del hombre, que es madre y cabeza de todas las demás, es la vergúenza; pues por vergiienza sufre el hombre la muerte, que es lo peor que existe, y por vergúenza dejamos de hacer las cosas que no parecen buenas, aunque hubiéramos deseado muchísimo hacerlas. Por ello, en la vergilenza están el comienzo y el fin de todas las buenas cualidades, y por vergiienza nos alejamos de los vicios. »Cuando Saladino oyó esto, comprendió que el anciano caballero tenía razón. Al ver que ya había encontrado respuesta para su pregunta, se puso muy alegre y se despidió de él y de su hijo, de los cuales habían sido huéspedes. Pero, antes de abandonar la casa, habló con el sultán el anciano caballero y le contó cómo sabía que era Saladino, recordándole y agradeciéndole las mercedes que de él había recibido. Padre e hijo le sirvieron en cuanto les fue posible, pero sin descubrir a los otros su personalidad. »Ocurridas todas estas cosas, decidió Saladino volver a su tierra lo más pronto posible. Cuando llegó a su reino, fue muy bien recibido por todos, que le hicieron grandes agasajos y celebraron muchas fiestas por su venida. »Terminadas las celebraciones, se encaminó Saladino a la casa de aquella honrada señora que le había formulado la pregunta. Al saber ella que el sultán se acercaba, lo recibió con muchos honores y le atendió muy bien en todo lo que pudo. »Después de haber comido, Saladino entró en su habitación y mandó venir a la buena señora. Ella fue a él, Saladino le contó los trabajos que había pasado para encontrar respuesta a su pregunta, diciéndole que ya la había encontrado, y como él ya podía responderle, cumpliendo así lo que había prometido, debía ella cumplir también su parte. Le contestó ella que le rogaba -191- que siguiera siendo fiel a su promesa y que contestara primero a su pregunta, pues si la respuesta convencía al propio Saladino, ella cumpliría todo lo prometido. »Entonces Saladino le contestó que aceptaba esta última condición y le dijo que la respuesta a su anterior pregunta, de cuál era la mejor cualidad que podía tener el hombre, era esta: la mejor cualidad del hombre, y que es madre y cabeza de todas las virtudes, es la vergúenza. » Cuando la honrada esposa oyó esto, se alegró mucho y dijo a Saladino: »-Señor, ahora sé que decís la verdad y que habéis cumplido cuanto me prometisteis. Os ruego que me digáis, pues el rey siempre debe decir la verdad, si creéis que existe en el mundo alguien más justo que vos. »Saladino le contestó que, aunque le daba vergúenza reconocerlo, como tenía que decir la verdad por ser rey, creía que era el más honrado y justo, no habiendo otro mejor que él. »La honrada señora, al oír sus palabras, hincó sus rodillas en tierra y, postrada a sus pies, le dijo así, llorando amargamente: »-Señor, vos me acabáis de decir dos grandes verdades: la primera, que sois el hombre más honrado y justo del mundo; la segunda, que la vergúienza es la prenda más excelsa que puede tener el hombre. Pues, señor, a vos, que sabéis todo esto y que sois el mejor y más bondadoso del mundo, os pido que queráis para vos la mejor de las cualidades, que es la vergiienza, y que, así, os dé rubor lo que me pedís. »Al oír Saladino tales razones, comprendió cómo aquella esposa, por su bondad y su inteligencia, había sabido evitar que cometiera una grave falta, y dio gracias a Dios. Aunque el sultán la quería apasionadamente, desde aquel momento la quiso mucho más, pero con cariño leal y verdadero, como debe ser el que profese un señor virtuoso para con sus vasallos. Movido por las virtudes de aquella dama, mandó volver a su marido y les otorgó a ambos tantos honores y riquezas que todos sus descendientes vivieron muy felices. » Sucedió todo esto por la honradez de aquella señora y porque gracias a ella todos supieron que la vergúenza es la mejor cualidad del hombre y, al mismo tiempo, madre y cabeza de todas las buenas cualidades. »Pues vos, señor conde, me habéis preguntado cuál es la mejor cualidad del hombre, os respondo que es la vergiienza, pues por vergiienza el hombre es franco, esforzado y de buenas costumbres: por ella hace toda buena -192- acción. Y tened por cierto que todas las cosas se hacen más por vergiienza que por desearlas. También por vergiienza deja el hombre de hacer todas las cosas malas que su voluntad le propone. Por ello, así como es muy bueno que el hombre sienta vergilenza si hace lo que no debe y deja de hacer lo que es debido, es muy malo y muy dañoso perderla. Debéis saber también cuánto yerra el que, habiendo hecho algo vergonzoso, no se sonroja por ello, al creer que nadie lo sabe. Estad seguro de que no hay nada que, por muy encubierto que parezca, no sea sabido tarde o temprano. Aunque, cuando haga un hombre algo vergonzoso, no sienta ningún rubor, debería pensar ese mismo hombre la vergiienza que pasará cuando se sepa. Y si de esto no siente vergiienza, deberá sentirla por él mismo, que sabe cuán vergonzosas son sus acciones. Si ni siquiera esto le preocupa, deberá pensar cuán desdichado es, pues sabe que, si un muchacho viera lo que hace, dejaría de hacerlo por vergiienza, aunque no sienta miedo ni vergúenza ante Dios, que todo lo sabe y todo lo ve, y que le dará el castigo que merezca por sus innobles acciones. »Señor Conde Lucanor, ya os he respondido a la pregunta que me hicisteis, y con esta respuesta os he contestado a las cincuenta preguntas que me habéis hecho anteriormente. Tanto tiempo hemos pasado en ello que seguramente muchos de los vuestros estarán muy aburridos, sobre todo los que no sientan ningún placer en escucharme ni en aprender algo que pueda resultar provechoso para su alma o para el cuerpo. A estos les ocurre como a las bestias que van cargadas de oro, que sienten el
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