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El fantasma de canterville de Oscar wilde, Monografías, Ensayos de Lengua y Literatura

El fantasma de canterville de Oscar wilde

Tipo: Monografías, Ensayos

2021/2022

Subido el 11/06/2023

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¡Descarga El fantasma de canterville de Oscar wilde y más Monografías, Ensayos en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! EL FANTASMA DE CANTERVILLE Oscar Wilde InfoLibros.org E Le SINOPSIS DE EL FANTASMA DE CANTERVILLE El Fantasma de Canterville es un relato escrito por Oscar Wilde. Lo que logra el autor con esta obra es prueba de su maestría, su dominio del lenguaje literario y su capacidad para mezclar misterio y humor de manera conmovedora. Es un texto narrativo que deja al lector cautivado de principio a fin. Trata sobre un fantasma que, como de costumbre, ingenia un plan para atemorizar a la nueva familia que se mudará al castillo de Canterville. El problema es que estas personas no son lo que él esperaba. Los Otis forman parte de una distinguida familia estadounidense que no se deja impresionar por las apariciones de un simple fantasma. Esto, lógicamente, deja al espectro desconcertado y comienza un conflicto que culmina de forma casi poética. Si deseas leer más acerca de esta obra puedes visitar el siguiente enlace El Fantasma de Canterville por Oscar Wilde en InfoLibros.org -Milord -respondió el ministro-, también me quedaré con los muebles y el fantasma bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóve- nes y turbulentos, que recorren el Viejo Con- tinente escandalizándolo, que se llevan los me- jores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa, vendrán a buscarlo en seguida para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno. -El fantasma existe; me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo- , aunque quizá se resista a las ofertas de sus intrépidos empresarios. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mos- trarse cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia. -¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fan- tasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa. -Realmente -dijo lord Canterville, que no aca- baba de comprender la última observación de míster Otis-, ustedes son muy sencillos en América. Ahora bien, si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuér- dese únicamente que yo le previne. 5 Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase. La señora Otis, que con el nombre de miss Lucrecía R. Táppan, de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era to- davía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil magnífico. Muchas damas americanas, cuando abando- nan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción euro- pea; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error. Tenía una naturaleza espléndida y una abun- dancia extraordinaria de vitalidad. A decir verdad, era completamente inglesa en muchos aspectos y era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día excepto la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastan- te buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la diplomacia, diri- giendo al grupo alemán en los festivales del casino de Newport durante tres temporadas 6 seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sen- sato. Miss Virgina E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cerva- tillo, con mirada francamente encantadora en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, preci- samente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan grande en el joven duque de Cheshire, que le propuso matrimonjo allí mismo, y sus tutores tuvieron que mandarle aquella misma noche a Eton, bañado en lá- grimas. Después de Virginia venían dos geme- los, a quienes llamaban Estrellas y Rayas porque se les encontraba siempre juntos. Eran unos niños encantadores y, con el ministro, los úni- cos verdaderos republicanos de la familia. Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche des- cubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullándose dulcemente, o se vis- 7 mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitar- se. -Todo eso son tonterías --exclamó Washing- ton Otis-. El producto quitamanchas, el limpia- dor incomparable Campeón, marca Pinkerton, y el detergente Paragon harán desaparecer eso en un instante. Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese intervenir, ya se había arrodi- llado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmé- tico negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro. -Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría - exclamó en tono triunfal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración. Pero apenas había pronunciado aquellas pa- labras cuando un relámpago iluminó la estan- cia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se des- mayó. -¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gen- te, que no hay buen tiempo bastante para to- dos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar. 10 -Querido Hiram -replicó la señora Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya? -Descontaremos eso de su salario. Así no se volverá a desmayar. En efecto, la señora Um- ney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veía- se que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contratiempo iba a ocurrir en la casa. -Señores, he visto con mis propios ojos unas cosas... que pondríanoos pelos de punta a un cristiano. Y durante noches y noches no he po- dido pegar los ojos a causa de las cosas terribles que pasaban aquí. A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo ninguno de los fantasmas. La vieja ama de llaves, después de haber im- petrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando. 11 C A P Í T U L O II La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada extraordinario. Al día siguiente, por la mañana, cuando baja- ron a almorzar, encontraron de nuevo la terri- ble mancha sobre el entarimado. -No creo -dijo Washington-, que tenga la cul- pa el limpiador Paragon; lo he ensayado sobre toda clase de manchas. Debe ser cosa del fan- tasma. En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco, pero al otro día, por la ma- ñana, había reaparecido. A la tercera mañana volvió a estar allí, y, sin embargo, la biblioteca permaneció cerrada la noche anterior, lleván- dose arriba la llave la señora Otis. Desde entonces la familia empezó a interesar- se por aquello. Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmáti- co negando la existencia de los fantasmas. La señora Otis expresó su intención de afiliar- se a la Sociedad Psíquica, y Washington pre- paró una larga carta a Myers y Podmore basa- do en la persistencia de las manchas de sangre cuando provienen de un crimen. Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia obje- tiva de los fantasmas. 12 Dicho lo cual, el ministro de los Estados Uni- dos dejó la aceitera sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama. El fantasma de Canterville permaneció algu- nos minutos inmóvil de indignación. Después tiró, lleno de rabia, la aceitera contra el suelo encerado y huyó por el corredor, lan- zando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde. Sin embargo, cuando llegaba a la gran escale- ra de roble, se abrió de repente una puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa almohada le rozó la cabeza. Evidentemente, no había tiempo que perder, así es que, utilizando como-medio de fuga la cuarta dimensión del espacio, se desva- neció a través del estuco, y la casa, de nuevo, recobró su tranquilidad. Llegado a un cuartito secreto del ala izquier- da, se adosó a un rayo de luna para tomar aliento y se puso a reflexionar para darse cuen- ta de su situación. Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años, fue injuriado tan groseramente. Se acordó de la duquesa viuda, en quien pro- vocó una crisis de terror, cuando estaba mirán- dose en el espejo, cubierta de brillantes y de en- cales; de las cuatro doncellas a quie nes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas sólo 15 con hacerles visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces tuvo que estar bajo el cuidado de sir William GuW_convertido en mártir de toda clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse al amanecer y descubrir un esqueleto sentado en un sillón, al lado de la lumbre, entretenido en leer su diario, tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque cerebral. Una vez curada se reconcilió con la Iglesia y rompió sus relaciones con el señalado escéptico Voltai- re. Recordó también la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado ahogán- dose en su vestidor, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose obligado a confesar antes de morir que por medio de aque- lla carta había timado la suma de cincuenta mil libras a Jaime Fox, en casa de Grookford. Y juró que aquella carta se la hizo tragar el fantasma. Todas sus grandes hazañas le volvían a la memoria. Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto una mano verde tamborilear sobre los cristales; y a la bella lady Steelfield, condenada a llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco 16 dedos, impresos como con un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por ahogarse en el vivero que hab- ía al extremo de la Avenida Real. Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdade- ro artista, pasó revista a sus creaciones más célebres. Se dedicó una amarga sonrisa al evo- car su última aparición en el papel de «Rubén el Rojo, o el niño estrangulado», su debut como «Gibeón el Flaco, o el vampiro del páramo de Bexley» y el furor que causó una noche solitaria de junio jugando a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de tenis. ¡Y después de todo para que unos miserables americanos le ofreciesen el engrasador marca Sol Naciente y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable. Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fan- tasma de manera semejante. Llegó a la conclu- sión de que era preciso tomarse la revancha y permaneció hasta el amanecer en actitud de profunda meditación. 17 Los gemelos, que se habían provisto de sus cerbatanas, le lanzaron inmediatamente dos proyectiles, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a fuerza de una larga y cuida- dosa práctica sobre un profesor de caligrafía. Mientras tanto, el ministro de los Estados Uni- dos mantenía al fantasma bajo la amenaza de su revólver y, conforme a la etiqueta california- na, le intimaba a levantar los brazos. El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y pasó en medio de ellos, como una nube, apagando de paso la vela de Washington Otis y dejándoles a todos en la mayor oscuridad. Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su célebre repi- que de carcajadas satánicas. Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord Raker. Y que tres sucesivas amas de llaves, francesas, de- jaron su empleo antes de terminar el primer mes. Por consiguiente, lanzó su carcajada más horrible, despertando paulatinamente los ecos en las antiguas bóvedas, pero al extinguirse, se abrió una puerta y apareció, vestida de azul claro, la señora Otis. -Me temo -dijo la dama- que esté usted indis- puesto y aquí le traigo un frasco de la tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indiges- tión, podrá comprobar que éste es un remedio excelente. 20 El fantasma la miró con ojos llameantes de fu- ror y se creyó en el deber de metamorfosearse en un gran perro negro. Era un truco que le había dado una reputa- ción merecidísima, y al cual atribuía el médico de la familia la idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton. Pero un ruido de pasos que se acercaba le hizo vaci- lar en su cruel determinación y se contentó con volverse un poco fosforescente. En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido se- pulcral, porque los gemelos iban a darle alcan- ce. Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta. La ordinariez de los gemelos, el grosero ma- terialismo de la señora Otis, todo aquello resul- taba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuerzas para llevar una armadura. Contaba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, hacerles estremecer a la vista de un espectro acorazado, si no ya, por motivos razonables al menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y atrayentes, le habían ayudado con frecuencia a matar el tiempo mientras los Canterville estaban en Londres. Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth, siendo felici- tado calurosamente 21 por la Reina Virgen en per- sona. Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enor- me coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra, despe- llejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha. Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre. No obstante, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una tercera tenta- tiva para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia. Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte del día a pasar revista a sus trajes. Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado en las mangas y el cuello y, por último, en un pu- ñal mohoso. Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba vio- lentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el tiempo que le con- venía. He aquí lo que pensaba hacer: iría sigilo- samente a la 22 Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representa- das, en azul y oro, sus propias armas y las de su esposa asesinada. Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que hacía que hasta las tinieblas le maldijesen a su paso. Hubo un momento en que le pareció oír que alguien le llamaba; se detuvo, pero era tan sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja. Pro- siguió su marcha, mascullando extraños jura- mentos del siglo xvl, y blandiendo de vez en cuando el puñal enmohecido en el aire de me- dianoche. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del infortunado Washington. Allí hizo una breve parada. El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en pliegues gro- tescos y fantásticos el horror indecible del fú- nebre sudario. Sonó entonces el cuarto en el reloj. Comprendió que había llegado el momen- to. Con una risa maligna dio la vuelta al ángulo del corredor. Pero apenas lo hizo, retrocedió lanzando un gemido lastimero de 25 terror y es- condiendo su cara lívida entre sus largas manos huesudas. Frente a él había un horrible espectro, in- móvil como una estatua, monstruoso como la pesadilla de un demente. Tenía la cabeza pela- da y reluciente; faz redonda, carnosa y blanca; una risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a oleadas una luz escarlata; la boca semejaba un ancho pozo de fuego, y una vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, en- volvía con su nieve silenciosa aquella forma gigantesca. Sobre el pecho llevaba colgado un cartel con una inscripción en extraños caracteres antiguos. Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible lista de crímenes. Tenía, por último, en su mano dere- cha una cimitarra de acero resplandeciente. Como no había visto nunca fantasmas hasta aquel día, sintió un pánico terrible, y después de lanzar rápidamente una segunda mirada so- bre el espantoso fantasma, regresó a su habita- ción, enredándose los pies en el sudario que le envolvía. Cruzó la galería corriendo y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente. Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera, tapándose la cabeza con las sábanas. Pero al 26 cabo de un momento el valor indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolu- ción de hablar al otro fantasma en cuanto ama- neciese. Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su luz, volvió al sitio en que hab- ía visto por primera vez al horroroso fantasma. Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno solo y que con ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero cuando llegó al sitio fue para encontrarse en presencia de un espectácu- lo terrible. Algo le sucedía indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por completo de sus órbitas. La cimitarra centelleante des- lizándose de su mano, estaba recostada sobre la pared en una actitud forzada e incómoda. Simón se precipitó hacia adelante y le cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror vien- do desprenderse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de al- godón grueso y que yacían a sus pies una esco- ba, un machete de cocina y una calabaza vacía. Sin poder comprender aquella curiosa trans- formación, cogió con mano febril el cartel, le- yendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles: 27 C A P Í T U L O IV Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y cansado. Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su efecto. Tenía el sistema nervioso completa- mente alterado y temblaba al más ligero ruido. No salió de su habitación en cinco días y con- cluyó por hacer una concesión en lo relativo a la mancha de sangre del salón de la biblioteca. Puesto que la familia Otis no quería verla, era indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apre- ciar el valor simbólico de los fenómenos sensi- bles. La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos astrales eran realmente para él una cosa muy distinta e indiscutiblemente fuera de su gobierno. Pero, por lo menos, constituía para él un deber in- eludible mostrarse en el corredor una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aque- lla obligación. 30 Verdad es que su vida estuvo llena de críme- nes, pero quitado eso era hombre muy concien- zudo en todo cuanto se relacionaba con lo so- brenatural. Así, pues, los tres sábados siguientes atra- vesó, como de costumbre, el corredor entre doce de la noche y tres de la madrugada, to- mando todas las precauciones posibles para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas ma- deras carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro y no dejaba de usar el en- grasador Sol Naciente para, engrasar sus cade- nas. Me veo precisado a reconocer que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar esta última forma de protegerse. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el dormitorio del señor Otis y se llevó el frasquito. Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y que cooperaba, en cierto modo, a la realización de sus proyectos. A pesar de todo, no se vio a cubierto de mo- lestias. No dejaban nunca de tenderle cuerdas de la- do a lado del corredor para hacerle tropezar en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado 31 para el papel de «Isaac el Negro, o el cazador del bosque de Hogsley», cayó de bruces al po- ner el pie sobre una plancha de maderas enja- bonadas que habían colocado los gemelos des- de el umbral del salón de tapices hasta la parte alta de la escalera de roble. Esta última afrenta le dio tal -rabia que deci- dió hacer un esfuerzo para imponer su digni- dad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto el temerario, o el conde sin cabe- za». No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía setenta años, es decir, desde que causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su consentimiento al abuelo del actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el arrogante Jack Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la terraza al atarde- cer. El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo con arma de fuego por lord Canterville en terrenos de Wandsworth y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar el año; así es que fue un gran éxito en todos sentidas. Sin embargo, fue, permitiéndome emplear un término teatral para aplicarle a uno de los ma- yores misterios del mundo sobrenatural o, en lenguaje más científico, del mundo superior a 32 Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y a su juicio, no se movía nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente hacia la biblioteca, para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas, mien- tras gritaban a su oído: -¡Uú! ¡Uú! ¡Uú! Lleno de pánico, cosa muy natural en aque- llas circunstancias, se precipitó hacia la escale- ra, pero entonces se encontró frente a Washing- ton Otis, que le esperaba armado con la gran regadera del jardín; de tal modo, que cercado por sus enemigos, casi acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que felizmente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones por entre los cañones de las chimeneas, llegando a su refugio en el,, lamentable estado en que lo pu- sieron la agitación, el hollín y la desesperación. Desde aquella noche no volvió a vérsele nun- ca en expediciones nocturnas. Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sor- prenderle, sembrando de cáscaras de nuez los corredores todas las noches, con gran enojo de sus padres y de los criados. Pero fue inútil. Su amor propio estaba profundamente herido sin duda y no quería mostrarse. 35 En vista de ello, míster Otis reanudó de nue- vo el trabajo en su gran obra sobre la historia del partido demócrata, obra que había em- pezado tres años antes. La señora Otis organizó un clambake extraor- dinario, que dejó muy impresionados a todos los de la comarca. Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al écarté, al póquer y a otros juegos típicos de Amé- rica. Virginia dio paseos a caballo por caminos y veredas, en compañía del duque de Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones. Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, y en consecuencia, míster Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del mi- nistro. Pero los Otis se equivocaban. El fantasma seguía en la casa, y aunque se hallaba muy delicado, no estaba dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figu- raba entre los invitados el duque de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez cien guineas con el coronel Carbury a que ju- garía a los dados con el fantasma de Canter- ville. 36 A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón de juego en un estado de parálisis tal, que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó, no pudo ya nunca pronunciar más palabra que ésta: -¡Seis dobles! Esta historia era muy conocida en su tiempo, aunque, en atención a los sentimientos de las dos nobles familias, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las Memorias de lord Tattle sobre el príncipe regente y sus amigos. Desde entonces el fantasma deseaba ve- hementemente probar que no había perdido su influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado, pues una prima hermana suya se casó en Secondesnoces con el señor Bul- keley, del que descienden en línea directa, co- mo todo el mundo sabe, los duques de Ches- hire. Por consiguiente, hizo sus preparativos para mostrarse al joven enamorado de Virginia en su famoso papel del «Fraile vampiro, o el bene- dictino sin sangre». Era un espectáculo tan espantoso que cuando la vieja lady Startup se lo vio representar, es decir, la víspera del Año Nuevo de 1764, em- pezó a lanzar chillidos agudos, que le provoca- ron 37 Realmente presentaba un aspecto tan desam- parado, tan abatido que la pequeña Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr y encerrarse en su cuarto, se sin- tió llena de compasión y se decidió a ir a conso- larle. Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio cuenta de su presencia hasta que le habló. -Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton y enton- ces, si se porta usted bien, nadie le atormentará. -Es absurdo pedirme que me porte bien -le respondió contemplando estupefacto a la jo- vencita que tenía la audacia de dirigirle la pala- bra-. Perfectamente inconcebible. Me es necesa- rio arrastrar mis cadenas, gruñir a través de las cerraduras, y deambular en la noche. Si es a eso a lo que se refiere, le diré que todo ello es la única razón de mi existencia. -Ésa no es una razón para vivir molestando a la gente. En sus tiempos fue usted muy malo, ¿sabe? La señora Umney nos contó el mismo día en que llegamos, que usted mató a su espo- sa. -Sí, lo reconozco -respondió petulante el fan- tasma-. Pero fue un asunto de familia que a nadie le importa. -Está muy mal eso de matar a alguien -replicó Virginia, que a veces adoptaba una dulce acti- tud puritana, heredada 40 posiblemente de alguno de sus antepasados de la vieja Nueva Inglate- rra. -¡Oh, detesto la ramplona severidad de la éti- ca abstracta! Mi esposa era muy poco agraciada y simplona. Nunca pudo almidonar bien mis puños, y no sabía nada de cocina. Vea usted, un día cacé un magnífico cervatillo en los bosques de Hogley, un espléndido gamo, ¿y sabe usted cómo me lo sirvió en la mesa? Bueno..., eso ahora no importa, ya pasó; pero sin embargo, no hallo nada bien que sus hermanos me deja- sen morir de hambre, aunque yo la hubiese matado. -¡Le dejaron morir de hambre! ¡Ay, señor fan- tasma! ¡Quiero decir, don Simón! ¿Tiene usted hambre? Tengo un sandwich en mi costurero, ¿no lo quiere? -No, gracias, ahora ya no necesito comer; pero de todas maneras, es usted muy amable. Es usted mucho más fina y atenta que el resto de su familia que es tan ordinaria, horrorosa, vul- gar, y que se conducen como bandoleros. -¡Basta! -exclamó Virgina dando con el pie en el suelo-. El brutal, horrible y ordinario es us- ted. En cuanto a lo de bandolero y ladrón, us- ted bien sabe que me ha robado las pinturas de mi caja para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la biblioteca. Primero me robó todos 41 los rojos, incluyendo el bermellón, y ya no pu- de seguir pintando las puestas de sol; después se llevó el verde esmeralda y el amarillo cromo; y por último no me han quedado más que el azul añil y el blanco de China, de manera que sólo puedo pintar escenas de claro de luna, que siempre son tristes y nada fáciles de pintar. Nunca lo acusé aunque ello me hacía sentir furiosa, y todo resultaba grotesco, porque, ¿quién ha oído decir que exista la sangre de color verde esmeralda? -Bueno, en verdad -dijo el fantasma, con cier- ta dulzura-, ¿qué iba yo a hacer? Es dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su hermano empezó todo esto con su detergente Paragon, no veo por qué no iba yo a usar sus colores para defenderme. En cuanto al tono, es cuestión de gusto. Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de esas cosas. -No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar y así se desarrollará su menta- lidad. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y aunque haya derechos arancelarios elevadísimos sobre toda clase de cosas espirituosas a usted no le pondrán trabas en la aduana. Y 42 Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser y durante unos instantes hubo un gran silencio. Parecíale vivir en un sueño terrible. Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros del viento: -¿Ha leído usted alguna vez la antigua pro- fecía que hay sobre las vidrieras de la bibliote- ca? -¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ovos-. La conozco muy bien. Está pintada con unas curiosas letras negras y se lee con dificultad. No tiene más que estos seis versos: Cuando una joven rubia logre hacer brotar una oración de los labios del pecador, cuando el almendro estéril dé fruto y un pequeño deje correr su llanto, entonces, toda la casa quedará tranquila y volverá la paz a Canterville. Pero no sé lo que significan. -Significan que tiene usted que llorar conmi- go mis pecados, porque no tengo lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y entonces, si ha sido usted 45 siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se compadecerá de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces malignas susu- rrarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales. Virginia no contestó y el fantasma retorcióse las manos en la violencia de su desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada. De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor extraño en los ojos. -No tengo miedo -dijo con voz firme- y rogaré al ángel que se apiade de usted. El fantasma, levantándose de su asiento y lanzando un débil grito de alegría, tomó su mano, e inclinándose sobre ella con la gracia de los viejos tiempos, la besó. Sus dedos estaban fríos como el hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estan- cia sombría. Sobre el tapiz de un verde apagado estaban bordados unos pequeños cazadores. Soplaban en sus cuernos adornados con borlas y con sus lindas manos le hacían señas de que retrocedie- se. -Vuelve sobre tus pasos, Virginia. No sigas. 46 ¡Vete, vete! -gritaban. Pero el fantasma le apretaba en aquel mo- mento la mano con más fuerza, y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles alimañas de colas de lagarto y de ojos saltones hacían guiños maliciosos en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja: -Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podría- mos no volver a verte. Pero el fantasma apre- suró entonces el paso y Virginia no oyó nada. Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas palabras que ella no pudo comprender. Volvió Virginia a abrir los ojos y vio disiparse el muro lenta- mente, como una neblina, y abrirse una negra caverna. Un áspero y helado viento les azotó, sintien- do la muchacha que alguien tiraba de su vesti- do. -De prisa, de prisa -gritó el fantasma-, o será demasiado tarde. Y en el mismo momento el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de tapices quedó desierto. 47 mostra- ba por Virginia, e inclinándose sobre su caballo, le golpeó el hombro cariñosamente y le dijo: -Pues bien, Cecil, ya que insistes en venir, no me queda más remedio que admitirte en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarte un sombrero en Ascot. -¡Al diablo los sombreros! ¡Lo que quiero es encontrar a Virginia! -exclamó el duque riendo. Y acto seguido galoparon hasta la estación. Una vez allí, míster Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén a una joven cuyas se- ñas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada sobre ella. No obstante lo cual el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del trayecto, ascendentes y des- cendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida, después de comprar un sombrero para el duque en una tienda de novedades que se disponía a cerrar, míster Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos, ya que cerca de allí había una nu- merosa comunidad rural. Hicieron levantarse al guarda del lugar, pero no pudieron conseguir ningún dato de él. 50 Así es que, después, de atravesar y explorar los contornos, los dos jinetes tomaron otra vez el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el co- razón desgarrado por la inquietud. Se encon- traron allí con Washington y los gemelos, es- perándoles a la puerta con linternas, porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven en- tre ellos. Explicaron la prisa de su marcha di- ciendo que habían equivocado el día que debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les obligó a darse prisa. Además parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agrade- cidísimos a míster Otis por haberles permitido acampar en su parque. Cuatro de ellos se que- daron detrás para tomar parte, en las pesquisas. Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Re- gistraron la finca en todos sentidos, pero no consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un aire de profundo abat¡miento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes seguidos del caballe- rango que llevaba de las bridas los dos caballos y al poney. 51 En el vestíbulo se encontraron con el grupo de los criados llenos de terror. La pobre señora Otis estaba acostada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de terror y de ansiedad, y is vieja ama de gobierno le hume- decía la frente con agua de colonia. En seguida míster Otis instó a su esposa para que comiese algo, y dio órdenes para que se sirviese la cena. Fue una comida triste, pues casi nadie hablaba, y hasta los gemelos se veían espantados y su- misos, pues querían entrañablemente a su her- mana. Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del joven duque, mandó que todo el mundo se fuese a la cama diciendo que ya no podía hacerse nada más aquella noche, y que al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios detectives a su disposición. Pero en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibracio- nes de la última campanada cuando oyóse un crujido acompañado de un grito penetrante. Un trueno estentóreo bamboleó la casa; una meiodía, ultraterrena, flotó en el aire. Un lienzo de pared se desprendió bruscamente en lo alto de la escalera y sobre el rellano, muy 52 edificio caía aquella habitación-. ¡Oigan! El antiguo almen- dro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admi- rablemente las flores a la luz de la luna. -¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico res- plandor parecía iluminar su rostro. -¡Eres un ángel! -exclamó el joven duque ro- deándole el cuello con el brazo y besándola. 55 C A P Í T U L O VII Cuatro días después de estos curiosos suce- sos, a eso de las once de la noche, salía un fúnebre cortejo de Canterville House. La carroza iba arrastrada por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba adorna- da la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se inclinaban como saludando. La caja de plomo iba cubierta con un rico pa- ño púrpura, sobre el cual estaban bordadas en oro las armas de los Canterville. A cada lado del carro y de les coches marcha- ban los criados, llevando antorchas encendidas. Toda aquella comitiva tenía un aspecto gran- dioso e imponente. Lord Canterville presidía el duelo; había ve- nido del País de Gales expresamente para asis- tir al entierro y ocupaba el primer coche con la pequeña Virginia. Después iban el ministro de los Estados Uni- dos y su esposa, y detrás Washington y los dos muchachos. En el último coche iba la señora Umney. Todo el mundo convino en que después de haber sido atemorizada por el fantasma por espacio de más de cincuenta años, tenía realmente de- recho a verle desaparecer para siempre. 56 Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo centena- rio, y dijo las últimas oraciones, del modo más solemne, el reverendo Augusto Dampier. Una vez terminada la ceremonia, los criados, siguiendo una antigua costumbre establecida en la familia Canterville, apagaron sus antor- chas. Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rosadas. En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con sus rayos de silenciosa plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un ruiseñor. Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte; sus ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso a la casa. A la mañana siguiente, antes que lord Can- terville partiese para la ciudad, la señora Otis conferenció con él respecto de las joyas entre- gadas por el fantasma a Virginia. Eran magníficas. Había sobre todo un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que 57 serlo sino después de estar especificadas como tales en un testamento en forma legal, y la existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías como de su mayor- domo. Cuando miss Virginia sea mayor, creo que le encantará tener cosas tan lindas para lucir. Además, míster Otis, olvida usted que adquirió el inmueble y el fantasma bajo in- ventario. De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo que le per- tenecía a él. Míster Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó que re- flexionara nuevamente su decisión; pero el ex- celente par se mantuvo firme y terminó por convencer -al ministro de que aceptase el regalo del fantasma. Cuando en la primavera de 1890 la duquesa de Cheshire fue presentada por primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su ca- samiento, sus joyas fueron tema de general co- mentario y admiración. Porque Virginia fue agraciada con la diadema que se otorga como recompensa a todas las americanitas de buena conducta, y se casó con su novio en cuanto éste llegó a la mayoría de edad. 60 Eran ambos tan simpáticos y agradables, y además se amaban de tal manera, que no hubo quien no estuviese encantado con aquel matri- monio, menos la anciana marquesa de Dumble- ton que había hecho todo lo posible por “pes- car” al joven duque casarle con alguna de sus siete hijas. Para conseguirlo no dio menos de tres comidas costosísimas; y, cosa extraña de notarse, míster Otis en cierto modo la había ayudado. Míster Otis sentía una viva sîmpatía personal por el duque, pero teóricamente era enemigo de los títulos nobiliarios y, según sus propias palabras: “era de temer que, entre las influencias enervantes de una aristocracia ávida de placeres, llegase a olvidar su hija los verda- deros principios de la sencillez republicana”. Sus observaciones quedaron olvidadas cuan- do avanzó por la nave central de la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, llevando a su hija, apoyada en su brazo, hacia el altar. No había en esos momentos un padre más orgullo- so en todo el territorio de Inglaterra. El duque y la duquesa, pasada ya la luna de miel, regresaron a Canterville Chase; y al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio solitario del atrio de la iglesia próxima al pinar. Al principio, se había tenido una serie de difi- cultades acerca de la inscripción que debería figurar en la lápida de sir Simón, 61 pero al fin se decidió grabar sólo las iniciales del nombre de aquel caballero ylos versos que estaban escritos sobre la ventana de la biblioteca. La duquesa trajo consigo un ramo de rosas precioso y lo dejó sobre la tumba; y después de permanecer unos momentos de pie, caminaron dirigiéndose hacia el claustro en ruinas de la vieja abadía; la duquesa se sentó sobre el caído pilar de una columna, mientras que su esposo, descansando a sus pies, fumaba un cigarrillo contemplando a su esposa y mirando sus bellos ojos. De pron- to, tiró el cigarro, le tomó la mano y le dijo: -Virginia, una buena esposa nunca debe tener secretos para su esposo. -¡Querido Cecil! Yo no tengo secretos para ti. -Sí que los tienes -contestó él sonriendo-. Nunca me has contado lo que te pasó mientras estuviste encerrada con el fantasma. -Nunca se lo he contado a nadie, Cecil -dijo Virginia con una actitud reposada y seria. -Ya lo sé, pero a mí podrías decírmelo. -Por favor no me preguntes, Cecil; no puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simón! Le debo mucho. Sí, no te rías, Cecil, de veras, mucho le debo. Me hizo ver lo que era la vida, y lo que significa la muerte; y por qué el amor es más fuerte que ambas. 62
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