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El Gran Inquisidor, Fedor Dostoievski - Literatura del Siglo XIX - Resumen, Resúmenes de Literatura del Siglo XIX

-No hables, calla. ¿Qué podÃ−as decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mÃ−a, a echar leña

Tipo: Resúmenes

2011/2012

Subido el 07/06/2012

florecito
florecito 🇪🇸

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¡Descarga El Gran Inquisidor, Fedor Dostoievski - Literatura del Siglo XIX - Resumen y más Resúmenes en PDF de Literatura del Siglo XIX solo en Docsity! EL GRAN INQUISIDOR FIODOR DOSTOIEVSKI  Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en volver. El dÃ−a y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejÃ−a terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquÃ− que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignáos, aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra. Y he aquÃ− que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam. No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años. Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la vÃ−spera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen. El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: "¡Señor, cúrame para que pueda verte!" Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegrÃ−a y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: "¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!" Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad. -¡Él resucitará a tu hija! -le grita el pueblo a la desconsolada madre. El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño. Pero la madre profiere: -¡Si eres Tú, resucita a mi hija! Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, 1 compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha). La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonrÃ−e, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre habÃ−a colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora. En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la vÃ−spera; el magnÃ−fico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile. Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espÃ−a desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatÃ−dico, el brillo de sus ojos. -¡Prendedle!- les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo. Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición. Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda. Muere el dÃ−a, y una noche de luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede. De pronto, en las tinieblas se abr la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. E anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, con templa, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta: -¿Eres Tú, en efecto? Pero, sin esperar la respuesta prosigue -No hables, calla. ¿Qué podÃ−as decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mÃ−a, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda... Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave. -El EspÃ−ritu terrible e inteligente - añade, tras una larga pausa -, el EspÃ−ritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te "tentó". No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres "tentaciones". ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sÃ− solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los prÃ−ncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: "Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura", ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podrÃ−a forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso EspÃ−ritu? Esas tres preguntas, por sÃ− solas, demuestran que quien te habló aquel dÃ−a no era un espÃ−ritu humano, contingente, sino el EspÃ−ritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y 2 La inquietud, la duda, la desgracia: he aquÃ− el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partÃ−cipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raÃ−ces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnÃ−fico sacrificio de sÃ− mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es asÃ−, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el "milagro", el "misterio" y la "autoridad". Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oÃ−r precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo - ¡ocho siglos! - que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavÃ−a en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos? Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedanterÃ−a y de antropofagia -los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia-; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra "Misterio". Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te de tus elegidos, pero son una mi noria: nosotros les daremos el re y la calma a todos. Y aun de esa minorÃ−a, aun de entre esos "fuertes" llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuán tos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espÃ−ritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las re vueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a causar los con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros -los más-, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: "¡SÃ−, tenéis razón! Sólo vosotros 5 poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!" No se les ocultará que el pan -obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno- que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartÃ−rselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sÃ−, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonÃ−a con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. SÃ−, les predicaremos la humildad - no, como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tÃ−midos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energÃ−a y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con que facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegrÃ−a de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar - ¡su naturaleza es tan flaca!-. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente. Todos los millones de seres humanos serán asÃ−, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sÃ− mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la "copa del misterio" en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: "¡Júzganos, si puedes y te atreves!" No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raÃ−ces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes. Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho. Y te repito que mañana, a una señal mÃ−a, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi. 6 El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oÃ−do, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oÃ−r de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquÃ− que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: "¡Vete y no vuelvas nunca... , nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja. Personajes: El inquisidor (principal) El pueblo (ambiental) La chica muerta (incidental) Jesús (cristo) (secundario) Empieza con un narrador omnisciente Tipo de estructura: lineal Planteamiento: han pasado ya quince siglos… -¡Prendedle!- les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo. Desarrollo: Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto….Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho. ClÃ−max El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oÃ−do, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. Desenlace: Y te repito que mañana… Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja. Lectura de tipo realista porque consta de elementos como problemas de la gente o la existencia humana. Técnica o recurso narrativo: empieza de forma narrativa y se convierte en un monologo 7
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