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el libro de otelo de william shakespear, Monografías, Ensayos de Literatura

Otelo: el moro de Venecia u Othello: el moro de Venecia es una obra teatral de William Shakespeare escrita alrededor de 1603.​ Otelo es una tragedia, como Hamlet, Macbeth y El rey Lear. Shakespeare escribió Otelo probablemente después de Hamlet pero antes que las dos últimas.

Tipo: Monografías, Ensayos

2019/2020

Subido el 22/04/2023

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¡Descarga el libro de otelo de william shakespear y más Monografías, Ensayos en PDF de Literatura solo en Docsity! AAA E LEJANDRIA DUX DE VENECIA. El senador BRABANCIO. GRACIANO, su hermano. LUIS, su pariente. Varios Senadores. OTELO, moro al servicio de la República. CASIO, teniente suyo. YAGO, su alférez. RODRIGO, caballero veneciano. MONTANO, gobernador de Chipre antes que Otelo. Un criado de Otelo. DESDÉMONA, hija de Brabancio y mujer de Otelo. EMILIA, mujer de Yago. BLANCA, querida de Casio. UN MARINERO, UN NUNCIO, UN PREGONERO, ALGUACILES, MÚSICOS, CRIADOS, etc. ACTO I. ESCENA PRIMERA. U V . RODRIGO y YAGO. RODRIGO. O vuelvas á tocar esa cuestión, Yago: mucho me pesa que estés tan enterado de eso tú á quien confié mi bolsa, como si fuera tuya. YAGO. ¿Por qué no me ois? Si alguna vez me ha pasado tal pensamiento por la cabeza, castigadme como os plazca. RODRIGO. ¿No me dijiste que le aborrecias? YAGO. Y podeis creerlo. Más de tres personajes de esta ciudad le pidieron con la gorra en la mano que me hiciese teniente suyo. Yo sé si valgo como soldado y si sabria cumplir con mi obligacion. Pero él, orgulloso y testarudo se envuelve en mil retóricas hinchadas y bélicas metáforas, y acaba por decirles que no, fundado en que ya tiene su hombre. ¿Y quién es él? Un tal Miguel Casio, florentino, gran matemático, lindo y condenado como una mujer hermosa. Nunca ha visto un campo de batalla, y entiende tanto de guerra como una vieja. No sabe más que la teoría, lo mismo que cualquier togado. Habilidad y práctica ninguna. Á ese ha preferido, y yo que delante de Otelo derramé tantas veces mi sangre en Chipre, en Rodas y en otras mil tierras de cristianos y de gentiles, le he (Brabancio se quita de la ventana.) ¿Qué decias de robos? ¿Estamos en despoblado o en Venecia? RODRIGO. Respetable señor Brabancio, la intencion que à vos me trae es buena y loable. YAGO. Vos, señor Brabancio, sois de aquellos que no obedecerian al diablo aunque él les mandase amar a Dios. ¿Asi nos agradeceis el favor que os hacemos? ¿O será mejor que del cruce de vuestra hija con ese cruel berberisco salgan potros que os arrullen con sus relinchos? BRABANCIO. ¿Quién eres tú que tales insolencias ensartas? Eres un truhan. YAGO. Y vos... un consejero. BRABANCIO. Caro te ha de costar, Rodrigo. RODRIGO. Como querais. Sólo os preguntarė si consentisteis que vuestra hija, á hora desusada de la noche, y sin más compañía que la de un miserable gondolero, fuera á entregarse á ese moro soez. Si fué con noticia y con- sentimiento vuestro , confieso que os hemos ofendido, pero si fué sin saberlo vos, ahora nos reñis injusta- mente. ¿Cómo habia de faltaros al respeto yo, que al fin soy noble y caballero ? Insisto en que vuestra hija os ha hecho muy torpe engaño, á no ser que la hayais dado licencia para juntar su hermosura, su linaje y sus tesoros con los de ese infame aventurero, cuyo origen se ignora. Vedlo : averiguadlo; y si por casua- lidad la encontrais en su cuarto o en otra parte de la casa, podeis castigarme como calumniador, conforme lo mandan las leyes. BRABANCIO. ¡Dadme una luz! Despierten mis criados. Sueño pa- rece lo que me pasa. El recelo basta para matarme. ¡Luz, luz! YAGO. Me voy. No me conviene ser testigo contra el moro. A pesar de este escándalo, no puede la Republica des- tituirle sin grave peligro de que la isla de Chipre se pierda. Nadie más que él puede salvarla, ni á peso de oro se encontraria otro hombre igual. Por eso, aunque le odio más que al (Se va.) (Se van.) mismo Lucifer, debo fingirme su- miso y cariñoso con él y aparentar lo que no siento. Los que vayan en persecucion suya, le alcanzarán de seguro en el Sagitario. Yo estaré con él. Adios. Salen Brabancio y sus servidores con antorchas. BRABANCIO. Cierta es mi desgracia. Ha huido mi hija. Lo que me.resta de vida será una cadena de desdichas. Respóndeme, Rodrigo. ¿Dónde viste á mi niña? ¿La viste con el moro? Respondeme. ¡Ay de mi! ¿La conociste bien? ¿Quién es el burlador? ¿Te habló algo? ¡Luces, luces! ¡Levántense todos mis parientes y familiares! ¿Estarán ya casados? ¿Qué piensas tú? RODRIGO. Creo que lo estarán. BRABANCIO. ¿Y cómo habrá podido escaparse? ¡Qué traicion más negra! ¿Qué padre podrá desde hoy en adelante tener confianza en sus hijas, aunque parezcan honestas? Sóbranle al demonio encantos y brujerias con que triunfar de su recato. Rodrigo, ¿no has visto en libros algo de esto? RODRIGO. Algo he leido. BRABANCIO. Despertad á mi hermano. ¡Ojalá que la hubiera yo casado con vos! Corred en persecucion suya, unos por un lado, otros por otro. ¿Dónde podríamos encontrarla á ella y al moro? RODRIGO. Yo los encontraré fácilmente, si me dais gente de brios que me acompañe. BRABANCIO. Id delante. Llamaremos todas las puertas, y si alguien se resiste, autoridad tengo para hacer abrir. Armas, y llamad á la ronda. Sigueme, Rodrigo: yo premiaré tu buen celo. ESCENA II. O t r a c a l l e . OTELO, YAGO y criados con teas encendidas. YAGO. En la guerra he matado sin escrúpulo á muchos, pero tengo por pecado grave el matar a nadie de caso pensado. Soy demasiado bueno, más de lo que convendria á mis intereses. Ocho o diez veces anduve à punto de traspasarle de una estocada. OTELO. Prefiero que no lo hayas hecho. YAGO. Pues yo lo siento, porque anduvo tan provocativo y tales insolencias dijo contra ti, que yo que soy tan poco sufrido, apenas pude irme a la mano. Pero dime, ¿os habeis casado ya? El senador Brabancio es hombre de mucha autoridad y tiene más partido que el mismo Dux. Pedirá el divorcio, invocará las leyes, y si no consigue su propósito, os inquietará de mil modos. OTELO. Por mucho que él imagine, más han de poder los servicios que tengo hechos al Senado. Todavía no he dicho a nadie, pero lo diré ahora que la alabanza puede honrarme, que desciendo de reyes, y que merezco la dicha que he alcanzado. A fe mia, Yago, que si no fuera por mi amor á Desdémona, no me hubiera yo sometido, siendo de tan soberbia condicion, al servicio de la República, aunque me dieran todo el oro de la otra parte de los mares. Pero ¿qué antorchas veo alli? YAGO. Son el padre y los parientes de Desdémona, que vienen furiosos contra ti. Retírate. OTELO. No, aqui me encontrarán, para que mi valor, mi nobleza y mi alma dén testimonio de quién soy. ¿Llegan? YAGO. Me parece que no, por vida mia. Salen Casio, y soldados con antorchas. OTELO. Es mi teniente con algunos criados del Dux. Buenas noches, amigos mios. ¿Qué novedades traeis? Por de pronto irás un calabozo, hasta que la ley te llame á comparecer ante el tribunal. OTELO. ¿Y crees que el Dux te lo agradecerá ? Mira : todos éstos han venido de su parte, llamándome á compa- recer ante él para un gran negocio de Estado. BRABANCIO. ¿Llamarte el Dux á consejo? ¿Y a media noche? ¿Para qué? Prendedle: que el Dux y el Consejo han de sentir esta afrenta mia como propia suya. Porque si tales crímenes hubieran de quedar impunes, valdria mas que rigieran la República viles siervos ó paganos. ESCENA III. S a l a d e l C o n s e j o . El DUX y los SENADORES sentados á una mesa. DUX. Estas noticias entre sí no tienen relación. SENADOR I.° En verdad que no concuerdan, porque según las cartas que yo he recibido, las galeras son . DUX. Pues aquí dice que . SENADOR .° Y esta que yo tengo asegura que llegan á . Pero aunque en el número no convengan (y en tales ocasiones bien fácil es equivocarse), lo cierto y averiguado es que una armada turca navega hacia Chipre. DUX. Esto es lo principal y lo indudable, y esta es bastante causa para nuestros temores. UN MARINERO. (Dentro.) Ah del Senado! OFICIAL I.° Trae noticias de la armada. (Sale el marinero.) DUX. ¿Qué sucede? MARINERO. El capitán me envia á deciros que los turcos navegan hacia Rodas. DUX. ¿Qué pensais de esta novedad? SENADOR I°. No la creo: es algun ardid para engañarnos. No sólo Chipre es para el turco conquista más importante que la de Rodas, sino más fácil, por estar enteramente desguarnecida, y ser menos fuerte por naturaleza. Y no hemos de creer tan necio al turco, que deje lo cierto por lo dudoso, empeñándose en una empresa estéril y de dudoso resultado. DUX. Para mi es seguro que no piensa en atacar á Rodas. OFICIAL. Ahora llegan otras noticias. (Entra el marinero .°) MARINERO. Ilustrísimo Senado, el turco se ha reforzado en Rodas con buen número de naves. SENADOR I°. Lo sospeché. ¿Sabes cuántas? MARINERO. Treinta. Y ahora navega de retorno hacia Chipre, con propósito manifiesto de atacarla. Esto me manda á deciros con todo respeto vuestro fiel servidor Montano. DUX. No hay duda que atacarán a Chipre. ¿Está alli Már cos Luchesi? SENADOR I°. Está en Florencia. DUX. Escribidle de mi parte que vuelva en seguida. SENADOR I.° Aquí llegan Brabancio y el moro. (Salen Brabancio, Otelo, Yago, Rodrigo, Alguaciles, etc.) DUX. Esforzado Otelo, necesario es que sin dilacion salgais á combatir al turco. (A Brabancio.) Señor, bien venido seais: no os vi al entrar. ¡Lástima que esta noche nos hayan faltado vuestra ayuda y consejo! BRABANCIO. Más me ha faltado á mi el vuestro. Perdon, señor. No me he levantado tan à deshora por tener yo noticia de este peligro, ni ahora me conmueven las calamidades públicas, porque mi dolor particular, como despeñado torrente, lleva delante de sí y devora cuantos pesares se le atraviesan en el camino. DUX. ¿Qué ha acontecido? BRABANCIO. ¡Ay hija mia, desdichada hija mia! DUX Y SENADORES. ¿Ha muerto? BRABANCIO. Peor aún. Para mí como si hubiese muerto. La han sacado de mi casa, le han trastornado el seso con bebedizos de charlatanes, porque sin arte diabólica ¿cómo ella, que no está loca ni ciega, habia de caer en tal desvario? DUX. Sea quien fuere el autor de vuestra afrenta, el que ha privado de la razon á vuestra hija y la ha arrancado de vuestra casa, vos mismo aplicareis con inflexible rigor la sangrienta ley, aunque recaiga en mi propio hijo. BRABANCIO. Gracias, señor. Quien la robó es el moro. DUX Y SENADORES. ¡Lástima grande! DUX. ¿Qué contestais, Otelo? ¿Qué podeis decir en propia defensa? BRABANCIO. ¿Qué ha de decir, sino confesar la verdad? OTELO. Generoso é ilustre Senado, dueños y señores mios, confieso que he robado á la hija de este anciano, y que me he casado con ella, pero ese es todo mi delito. Mi lenguaje es tosco: la vida del campo no me ha dejado aprender palabras suaves, porque desde que apenas contaba yo seis años y mis brazos iban cobrando vigor, los buena voluntad te doy todo lo que te negaria, si ya no lo tuvieras. Desdémona, ¡cuánto me alegro de no tener más hijos! Porque despues de tu fuga, yo los hubiera encarcelado y tratado como tirano. DUX. Poco voy á decir, y quiero que mis palabras sirvan como de escalera que hagan entrar en vuestra gracia á esos enamorados. ¿De qué sirven el llanto y las quejas cuando no hay esperanza? Sólo de acrecentar el dolor. Pero el alma que se resigna con serena firmeza, burla los embates de la suerte. Quien se ria del ladron podrá robarle, y al contrario el que llora es ladron de sí mismo. BRABANCIO. No estemos ociosos, mientras que el turco nos arrebata á Chipre. No estemos sosegados y con la risa en los labios. Poco le importa la condenacion ajena al que sale libre del tribunal, pero no así al misero reo que sólo tiene el recurso de conformarse con la sentencia y el dolor. Siempre son oportunas vuestras sentencias, pero de sentencias no pasan, por más que digan que las dulces palabras curan el ánimo. Hablemos ya de los asuntos de la República. DUX. Poderosa escuadra otomana va á atacar á Chipre. Vos, Otelo, conoceis bien aquella isla, y aunque teneis un teniente de toda nuestra confianza, la opinion, dueña del éxito, os cree más idóneo que á él. No os pese de interrumpir vuestra dicha de hoy con esta nueva y peligrosa expedicion. OTELO. Generoso Senado, la costumbre ha trocado para mí en lecho de muelle pluma el siliceo y férreo tálamo de la guerra. Mi corazon está dispuesto siempre al peligro. Ya ardo en deseos de encontrarme con el turco. Humildemente os pido que presteis á mi esposa, durante mi ausencia, el acatamiento que á su rango se debe, con casa y criados dignos de ella. DUX. Que viva en casa de su padre. BRABANCIO. De ninguna suerte. OTELO. No, en modo alguno. DESDÉMONA. Ni yo tampoco quiero turbar la tranquilidad de mi padre, estando siempre delante de sus ojos. Oid propicio, señor, lo que quiero deciros, y concededme una sencilla peticion. DUX. ¿Cuál, Desdémona? DESDÉMONA. Que no quiero separarme del moro ni un punto solo: para eso me rendí á el como el vasallo al monarca: no me enamoré de su rostro sino de su valor y de sus hazañas: por eso le rendí mi alma y mi vida. Si el va ahora á la guerra, y yo como polilla me quedo en la paz, ¿de qué me ha servido este enlace? ¿Qué fruto cogeré de él sino llorar en triste soledad su ausencia? Quiero acompañarle. OTELO. Concédaselo el ilustre Senado, y á fe mia que no lo deseo por carnal apetito y brutal ardor (que ya se va apagando el de mi sangre africana), sino por corresponder á su generoso amor. Y no temais que por ella olvide el alto empeño que me fiais. No ¡vive Dios! Y si alguna vez la torpe lujuria amortigua ó entorpece mis sentidos, ó roba vigor á mi brazo, consentiré que las viejas truequen mi yelmo en olla ó marmita, y que caiga sobre mi nombre la niebla de oscuridad. DUX. Conviene que resolvais pronto si ella le ha de acompañar ó no. SENADOR I.° Debeis salir esta misma noche. OTELO. Iré gustoso. EL DUX. Nos reuniremos á las nueve. Un oficial que para esto dejeis os enviará los despachos y las insignias de vuestra dignidad, Otelo. OTELO. Si quereis, puede quedarse mi alférez, cuya probidad tengo experimentada. Él podrá acompañar á mi mujer, si consentis en ello. DUX. Así será. Buenas noches. Oidme una palabra, Brabancio: si la virtud es el mejor adorno, no hay duda que vuestro yerno es hermoso. SENADOR I.º Moro, amad mucho á Desdémona. BRABANCIO. Moro, guardala bien, porque engaño á su padre, y puede engañarte á ti. (Vanse todos menos Otelo, Yago y Desdémona.) OTELO. ¡Con mi vida respondo de su fidelidad! Yago, te confio à Desdémona: tu mujer puede acompañarla. Llévala pronto á Chipre. Ven, hermosa mia: sólo una hora nos queda para coloquios de amor. El tiempo urge, y es preciso conformarse al tiempo. (Vanse Desdémona y Otelo.) RODRIGO. Yago. YAGO. ¿Qué dices, noble caballero? RODRIGO, ¿Y qué imaginas tú que haré? YAGO. Acostarte y reposar. RODRIGO. Voy a echarme de cabeza al agua. YAGO. Si haces tal locura, no seremos amigos. ¡Vaya un mentecato! RODRIGO. La locura es la vida cuando la vida es dolor, y la mejor medicina de un ánimo enfermo es la muerte. ACTO II. ESCENA PRIMERA. U n p u e r t o d e C h i p r e . Salen MONTANO y dos CABALLEROS. MONTANO. U se descubre en alta mar? CABALLERO I.° Nada distingo, porque la tormenta crece, y confundidos mar y cielo no dejan ver ni una sola nave. MONTANO. Paréceme que el viento anda muy desatado en tierra: nunca he visto en nuestra isla temporal tan horrendo. Si es lo mismo en alta mar, qué quilla, por fuerte que sea, habrá podido resistir al empuje de esos montes de olas? ¿Qué resultará de aquí? CABALLERO .° Sin duda el naufragio de la armada de los turcos. Pero acerquémonos á la orilla, y ved como las espumosas olas quieren asaltar las nubes, y como arrojan su rugidora, ingente y líquida cabellera sobre la ardiente Osa, como queriendo apagar el brillo de las estrellas del polo inmóvil. Nunca he visto tal tormenta en el mar. MONTANO. Es seguro que la armada turca ha perecido, á menos que se haya refugiado en algun puerto ó ensenada. Imposible parece que resista á tan brava tempestad. (Sale otro caballero.) CABALLERO .° (Sale Casio.) Albricias, amigos mios. Acabó la guerra. La tormenta ha dispersado las naves turcas. Una de Venecia, que ahora llega, ha visto naufragar la mayor parte de los barcos, y á los restantes con graves averias. MONTANO. ¿Dices verdad? CABALLERO .° Ahora acaba de entrar en el puerto la nave, que es Veronesa. De ella ha desembarcado Miguel Casio, teniente de Otelo, el esforzado moro, quien arribarà de un momento á otro, y trae toda potestad del gobierno de Venecia. MONTANO. Mucho me complace la eleccion de tan buen gobernador. CABALLERO .° Pero Casio, aunque se alegra del descalabro de los turcos, está inquieto y hace mil votos por que llegue salvo el moro, á quien una tempestad separó de él. MONTANO. Ojalá se salve. Yo he peleado cerca de él, y es bravo capitan. Vamos a la playa, á ver si Otelo llega, o se descubre en el mar su nave, aunque sea en el límite donde el azul del cielo se confunde con el del mar. CABALLERO .° No nos detengamos: puede estar ahi dentro de un instante. CASIO. Valerosos isleños, gracias por el amor que mostrais al moro. Ayúdele el cielo contra la furia de los elementos, que me separaron de él en lo más recio de la borrasca. MONTANO. ¿Es fuerte su navio? CASIO. Y bien carenado, y lleva un piloto de larga ciencia y experiencia. Por eso no pierdo aún toda esperanza. (Suenan dentro voces: «vela, vela.») (Sale otro caballero.) CASIO. ¿Qué ruido es ese? CABALLERO .° Nos separamos en la tremenda porfía del cielo y del mar. (Voces de «una vela, una vela». Cañonazos.) ¿Ois? Una vela se divisa. CABALLERO .º Han hecho el saludo á la playa. Gente amiga son. CASIO. Veamos qué novedades hay. Salud, alférez, y vos, señora (á Emilia). (La besa). No os enojeis, señor Yago, por esta libertad, que no es más que cortesía. YAGO. Bien os portariais si con los labios os deleitase tanto como á mí con la lengua. DESDÉMONA. ¡Pero si nunca habla! YAGO. A veces más de lo justo, sobre todo cuando tengo sueño. Sin duda, delante de vos se reporta, y riñe sólo con el pensamiento. EMILIA. ¿Y puedes quejarte de mí? YAGO. Eres tan buena como las demas mujeres. Sonajas en el estrado, gatas en la cocina, santas cuando ofendeis, demonios cuando estais agraviadas, perezosas en todo menos en la cama. EMILIA. ¡Deslenguado! YAGO. Verdades digo. Y todavía la cama os parece estrecha. EMILIA. ¡Buen panegírico harias de mi! YAGO. Más vale no hacerle. DESDÉMONA. Y si tuvieras que hacer el mio, ¿qué dirias? YAGO. No me desafieis, señora, porque no acierto á decir nada sin punta de sátira. DESDÉMONA. Hagamos la prueba. ¿Fué álguien al puerto? YAGO. Sí, señora. DESDÉMONA. Mi aparente alegría oculta honda tristeza. ¿Qué dirias de mí, si tuvieras que alabarme? YAGO. Por más vueltas que doy al magin, con nada atino. Parece que mi ingenio se me escapa como liga de frisa. Hé aquí por fin el parto de mi musa. «Si es blanca y rubia, su hermosura engendrará placer de que ella sabiamente participe.» DESDÉMONA. No dices mal. ¿Y si es morena y discreta? YAGO. Si es discreta y morena, puede estar segura de hechizar á algun blanco. DESDÉMONA. ¡Mal, mal! EMILIA. ¿Y si es necia y hermosa? YAGO. Nunca la hermosa fué necia, porque no hay ninguna tan necia que no llegue á casarse. DESDÉMONA. Chistes de mal gusto, frias agudezas de taberna. ¿Qué elogio podrás hacer de la que es necia y fea? YAGO. «Ninguna hay tan necia ni tan fea que al cabo no logre ser amada.» DESDÉMONA. ¡Oh ignorante! El mayor elogio para quien menos lo merece. ¿Y qué podrás decir de la mujer virtuosa? en quien no puede clavar el diente la malicia misma. YAGO. «La hermosa, que jamas cae en pecado de vanidad, la que no habla palabras ociosas, la que, siendo rica, no hace ostentacion de lujosas galas, la que nunca pasa de la ocasion al deseo, la que no se venga del agravio, aunque la venganza sea fácil, la que nunca equivoca la cabeza del salmon con la cola, la que hace todas las cosas con maduro seso y no por ciego capricho, la que no mira atras aunque la sigan, tal mujer como esta, si pudiera hallarse, seria muy apetecible.» DESDÉMONA. ¿Y para qué la querrias? YAGO. Para criar necios y hacer su labor. DESDÉMONA. Fria y mal entendida conclusion. No hagas caso de él, Emilia, aunque sea tu marido, y tú, Casio, ¿qué dices? ¿No te parece deslenguado é insolente? CASIO. Peca de franco, señora mia, y es mejor soldado que hombre de córte. (Hablan entre sí Casio y Desdémona.) YAGO. (Aparte.) Ahora le coge de la mano: hablad, hablad quedo, aunque la red es harto pequeña para coger tan gran pez como Casio. Mírale de hito en hito: sonríete. Yo te cogeré en tus propias redes. Bien, bien: así está bien. Si de esta manera pierdes tu oficio de teniente, más te valiera no haber besado nunca esa mano. ¡Bien, admirable beso! No te lleves los dedos á la boca. (Óyese una trompeta.) El moro llega. CASIO. Él es. DESDÉMONA. Vamos á recibirle. CASIO. Viene por allí. (Sale Otelo.) OTELO. ¡Mi hermosa guerrera! DESDÉMONA. ¡Otelo! OTELO. Tan grande es mi alegría como mi admiracion de verte aquí antes de lo que esperaba. Si la tempestad ha de producir luego esta calma, soplen en hora buena los vendavales, levántense las olas y alcen las naves hasta tocar las estrellas, ó las sepulten luego en los abismos del infierno. ¡Qué grande seria mi dicha en morir ahora! Haré todo lo que las circunstancias exijan. YAGO. Ten confianza en lo que te digo. Esperaré en el castillo, á donde tengo que llevar los cofres del moro. Adios. RODRIGO. Adios. (Se va.) YAGO. Para mí es seguro que Casio está enamorado de ella, y parece natural que ella le ame. Á pesar del odio que le tengo, no dejo de conocer que es el moro hombre bueno, firme y tenaz en sus afectos, y á la vez de apacible y serena condicion, y creo que será buen marido para Desdémona. Yo tambien la quiero, y no con torpe intencion (aunque quizá sea mayor mi pecado). La quiero por instinto de venganza, porque tengo sospechas de que el antojadizo mozo merodeó en otro tiempo por mi jardin. Y de tal manera me conmueve y devora esta sospecha, que no quedaré contento hasta verme vengado. Mujer por mujer: y si esto no consigo, trastornar el seso del moro con celos matadores. Para eso, si no me sirve este gozquecillo veneciano que estoy criando para que siga la pista, me servirá Miguel Casio. Yo le acusaré ante el moro de amante de su mujer. (Y mucho me temo que ni áun la mia está segura con Casio.) Con esto lograré que Otelo me tenga por buen amigo suyo y me agradezca y premie con liberal mano, por haberle hecho hacer papel de bestia, enloqueciéndole y privándole de sosiego. Todavía mi pensamiento vive confuso y entre sombras: que los pensamientos ruines sólo en la ejecucion se descubren del todo. ESCENA II. C . Un PREGONERO, seguido de pueblo. PREGONERO. Manda nuestro general y gobernador Otelo que, sabida la destruccion completa de la armada turca, todos la celebren y se regocijen, bailando y encendiendo hogueras, ó con otra cualquier muestra de alegría que bien les pareciere. Ademas hoy celebra sus bodas. Este es el bando que me manda pregonar. Estará abierto el castillo, y puede durar libremente la fiesta desde las cinco que ahora son, hasta que suene la campana de las doce. Dios guarde á Chipre y á Otelo. ESCENA III. S . Salen OTELO, DESDÉMONA, CASIO y acompañamiento. OTELO. Miguel, amigo mio, quédate esta noche á guardar el castillo. No olvidemos aquel prudente precepto de la moderacion en la alegría. CASIO. Ya he dado mis órdenes á Yago. Con todo eso, tendré la vigilancia necesaria. OTELO. Yago es hombre de bien. Buenas noches, Casio. Mañana temprano te hablaré. Ven, amor mio (á Desdémona): despues de comprar un objeto entra el disfrutar de él. Todavía no hemos llegado á la posesion, esposa mia. Buenas noches. (Vanse todos menos Casio y Yago.) CASIO. Buenas noches, Yago. Es preciso hacer la guardia. YAGO. Aún tenemos una hora: no han dado las diez. El general nos ha despedido tan pronto, por quedarse solo con Desdémona. Y no me extraña: aún no la ha disfrutado, y por cierto que es digna del mismo Jove. CASIO. Sí que es mujer bellísima. YAGO. Y tiene trazas de ser alegre y saltadora como un cabrito. CASIO. Me parece lozana y hermosa. YAGO. Tiene ojos muy provocativos. Parece que tocan á rebato. CASIO. Y á pesar de eso, su mirada es honesta. YAGO. ¿Has oido su voz tan halagüeña que convida á amar? CASIO. Ciertamente que es perfectísima. YAGO. ¡Benditas sean sus bodas! Ven, teniente mio: vaciemos un tonel de vino de Chipre á la salud de Otelo. Allá fuera tengo dos amigos que no dejarán de acompañarnos. CASIO. Mala noche para eso, Yago. Mi cabeza no resiste el vino. ¿Por qué no se habrá inventado otra manera de pasar el rato? YAGO. Es broma entre amigos. Nada más que una copa. Lo demas lo beberé yo por vos, si os empeñáis en decir que no. CASIO. Esta noche no he bebido más que un vaso de vino y ése aguado, y así y todo ya siento los efectos. Mi debilidad es tan grande, que no me atrevo á acrecentar el daño. YAGO. Cállate. Es noche de alegría. Darás gusto á los amigos. CASIO. ¿Dónde están? YAGO. Ahí fuera. Les diré que entren, si quereis. CASIO. Díselo, pero á fe que no lo hago de buen grado. (Se va.) YAGO. Con otra copa más que yo le haga beber, sobre la de esta tarde, se alborotará más que un gozquecillo ladrador. Ese Rodrigo, que es un necio, loco de amor, ha bebido esta noche largo y tendido á la salud de Desdémona. Él hace la guardia y con él tres mancebos de Chipre, nobles, pundonorosos y valientes, á quienes ya he exaltado los cascos con largas libaciones. Veremos si Casio, mezclado con esta tropa de borrachos, hace alguna locura, que le acarree enemistades en la isla. Aquí viene. Si esto me sale bien, (Se va Rodrigo.) (Voces dentro.) Bien haríamos en avisar al gobernador con tiempo. Puede que no haya reparado en ello. Tal es la estimacion que profesa á Casio, cuyas buenas cualidades compensan sus defectos. ¿No es verdad? (Sale Rodrigo.) YAGO. ¿Qué hay de nuevo? Véte detras de Casio: no te detengas. MONTANO. ¡Lástima que el moro otorgue tanta amistad y confianza á un hombre dominado por tan feo vicio! Convendrá hablar á Otelo. YAGO. No he de ser yo quien le hable, porque quiero muy de veras á Casio, y me alegraria de curarle. ¿Oyes el ruido? (Sale Casio persiguiendo á Rodrigo.) CASIO. ¡Infame, perverso! MONTANO. ¿Qué sucede, mi teniente? CASIO. ¿Tú enseñarme á mí? ¡Mil palos le he de dar, á fe de quien soy! RODRIGO. ¡Tú apalearme! CASIO. ¿Y todavía te atreves á replicar? MONTANO. Manos quedas, señor teniente. CASIO. Déjame, ó te señalo en la cara. MONTANO. Estais beodo. CASIO. ¿Beodo yo? YAGO. (A Rodrigo.) Echa á correr gritando: «favor, alarma.» (Se va Rodrigo.) Paz, señores. ¡Favor, favor! ¡órden! ¡Buena guardia está la nuestra! (Óyese el tañido de una campana.) ¿Quién tocará la campana? ¡Qué alboroto! ¡Válgame el cielo! Deteneos, señor teniente. Caminais ciego á vuestra ruina. (Sale Otelo con sus criados.) OTELO. ¿Qué ha sucedido? MONTANO. Yo me voy en sangre. Me han herido de muerte. OTELO. ¡Deteneos! YAGO. ¡Deteneos, teniente Casio! ¡Montano, amigos mios! ¿Tan olvidados estais de vuestras obligaciones? ¿No veis que el general os está dando sus órdenes? OTELO. ¿Qué pendencia es esta? ¿Estamos entre turcos, ó nos destrozamos á nosotros mismos, ya que el cielo no permitió que ellos lo hiciesen? Si sois cristianos, contened vuestras iras, ó caro le ha de costar al primero que levante el arma ó dé un paso más. Haced callar esta campana que altera el sosiego de la isla. ¿Qué es esto, caballeros? Tú, mi buen Yago, ¿por qué palideces? Cuéntamelo todo. ¿Quién comenzó la pendencia? No me ocultes nada. Tu lealtad invoco. YAGO. El motivo no lo sé. Hace poco estaban en tanta paz y armonía como dos novios antes de entrar en el lecho, pero de repente, como si alguna maligna influencia sideral los hubiese tocado, desenvainan los aceros y se atacan y pelean á muerte. Repito que no sé la causa de la rencilla. ¡Ojalá yo hubiera perdido, lidiando bizarramente en algun combate glorioso, las dos piernas que me trajeron á ser testigo de tal escena! OTELO. ¿Por qué tal atropello, amigo Casio? CASIO. Perdonadme, señor: ahora no puedo deciros nada. OTELO. Y vos, amigo Montano, que soliais ser tan cortes, y que áun de jóven teniais fama bien ganada de prudente, ¿cómo habeis venido á perderla ahora, cual si fuerais cualquier pendenciero nocturno? Respondedme. MONTANO. Mis heridas apenas me lo consienten, señor. Vuestro alférez Yago os podrá responder por mí. No tengo conciencia de haber ofendido á nadie esta noche, de obra ni de palabra, á no ser que sea agravio el defender la propia existencia contra un agresor injusto. OTELO. ¡Vive Dios! Ya la sangre y la pasion vencen en mí al juicio. Y si llego á enojarme y á levantar el brazo, juro que el más esforzado ha de caer por tierra. Decidme cómo empezó la cuestion, quién la provocó. ¡Infeliz de él, aunque fuera mi hermano gemelo! ¿Estabais locos? Cuando todavía resuenan en el castillo los gritos de guerra, cuando aún estarán llenas de terror las gentes de la isla, ¿mis propios guardas han de alterar el sosiego de la noche con disputas y rebatos? Dímelo con verdad, Yago. ¿Quién comenzó? MONTANO. No te juzgaré buen soldado, si por amistad con Casio faltas á la verdad. YAGO. No me obligueis tan duramente. Antes que faltar á mi amigo Casio, me morderia la lengua. Pero hablaré, porque creo que el decir yo la verdad no le perjudica en nada. Las cosas pasaron así, señor gobernador. Estaba Montano hablando conmigo, cuando se nos acercó un mancebo pidiéndonos ayuda contra Casio que venia detras de él, espada en mano. Este amigo se interpuso y rogó á Casio que se detuviera. Yo corrí detras del fugitivo, para que no alarmara al pueblo con sus gritos, como al fin sucedió, porque no pude alcanzarle. Con esto volví á donde sonaba ruido de espadas, y juramentos de Casio, que nunca hasta esta noche se le habian oido. Andaba entre ellos tan recia y trabada la pelea como cuando vos los separasteis. Nada más sé ni puedo deciros. El hombre es hombre, y el más justo cae y peca. Y tengo para mí que aunque Casio golpeó á Montano, como hubiera podido golpear á su mejor amigo en un arrebato de furor, fué sin duda porque habia recibido del fugitivo alguna ofensa intolerable. OTELO. La amistad que con Casio tienes, y tu natural benévolo, amigo Yago, te mueven á disculparle. Mucho te quiero, Casio, pero ya no puedes ser mi teniente. (Sale Desdémona.) Ved: con el alboroto habeis Vos y cualquiera puede emborracharse alguna vez. Ahora oid lo que os toca hacer. La mujer de nuestro gobernador le domina á él, porque él está encantado y absorto en la contemplacion de su belleza. Decidle la verdad, ponedla por intercesora, para que os restituya vuestro empleo. Ella es tan buena, dulce y cariñosa que hará de seguro más de lo que acerteis á pedirla: ella volverá á componer esa amistad quebrada entre vos y su esposo, y apostaria toda mi dicha futura á que este disgustillo sirve para estrecharla más y más. CASIO. Me das un buen consejo. YAGO. Y tan sincero y honrado como es mi amistad hácia vos. CASIO. Así lo creo. Lo primero que haré mañana será rogar á Desdémona, que interceda por mí. Si ella me abandona, ¿qué esperanza puede quedarme? YAGO. Bien decis. Buenas noches, teniente. Voy á la guardia. CASIO. Buenas noches, Yago. YAGO. ¿Y quién dirá que soy un malvado, y que no son buenos y sanos mis consejos? Ese es el único modo de persuadir á Otelo, y muy fácil es que Desdémona interceda en favor de él, porque su causa es buena, y porque Desdémona es más benigna que un ángel del cielo. Y poco le ha de costar persuadir al moro. Aunque le exigiera que renegase de la fe de Cristo, de tal manera le tiene preso en la red de su amor, que puede llevarle á donde quiera, y le maneja á su antojo. ¿En qué está mi perfidia, si aconsejo á Casio el medio más fácil de alcanzar lo que desea? ¡Diabólico consejo el mio! ¡Arte propia del demonio engañar á un alma incauta con halagos que parecen celestiales! Así lo hago yo, procurando que este necio busque la intercesion de Desdémona, para que ella niegue al moro en favor de él. Y entre tanto yo destilaré torpe veneno en los oidos del moro, persuadiéndole que Desdémona pone tanto empeño en que no se vaya Casio, porque quiere conservar su ilícito amor. Y cuanto ella haga por favorecerle, tanto más crecerán las sospechas de Otelo. De esta manera convertiré el vicio en virtud, tejiendo con la piedad de Desdémona la red en que ambos han de caer. (Sale Rodrigo.) ¿Qué novedades traes, Rodrigo? RODRIGO. Sigo la caza, pero sin fruto. Mi dinero se acaba: esta noche me han apaleado, y creo que el mejor desenlace de todo seria volverme á Venecia, con alguna experiencia de más, harto duramente adquirida, y con algunos ducados de menos. YAGO. ¡Pobre del que no tiene paciencia! ¿Qué herida se curó de primera intencion? No procedemos por ensalmos, sino con maña y cautela, y dando tiempo al tiempo. ¿No ves en qué estado andan las cosas? Es verdad que Casio te ha apaleado, pero él en cambio pierde su oficio. La mala yerba crece sin sol, pero la flor temprana es señal de temprana fruta. Ten paciencia y sosiego. Véte á tu posada: luego sabrás lo restante: véte, véte. Dos cosas tengo que hacer. La primera, hacer que mi mujer ayude á Desdémona en su peticion á favor de Casio: y cuando ella esté suplicando con más ahinco, me interpondré yo y hablaré al moro. No es ocasion de timideces ni de esperas. (Se van.) ACTO III. ESCENA PRIMERA. S a l a d e l c a s t i l l o . CASIO y MUSICOS. CASIO. O os pago. Tocad un breve rato para festejar el natalicio del gobernador. (Sale el Bufon.) BUFON. Señores, ¿vuestros instrumentos han adquirido en Nápoles esa voz tan gangosa? MÚSICOS. ¿Qué decis? BUFON. Tomad dinero: el gobernador gosta tanto de vuestra música que os paga para que no continueis, MÚSICO .º Bien, señor. Callaremos, BUFON. Tocad sólo alguna música que no se oiga, si es que la sabeis. En cuanto a la que se oye, el general no puede sufrirla. MÚSICOS. Nunca hemos sabido tales músicas. BUFON. Pues idos con la vuestra á otra parte, porque si no, me iré yo. ¡Idos lejos! DESDÉMONA, EMILIA y CASIO. DESDÉMONA. Pierde el temor, amigo mio. Te prestaré toda la ayuda y favor que pueda. EMILIA. Señora, os suplico que lo hagais, porque mi marido lo toma como asunto propio. DESDÉMONA. Es muy honrado. Espero veros pronto amigos á Otelo y á tí, buen Casio. CASIO. Generosa señora, sucédame lo que quiera, Miguel Casio será siempre esclavo vuestro. DESDÉMONA. En mucho aprecio tu amistad. Sé que hace tiempo la tienes con mi marido, y que sólo se alejará de tí el breve tiempo que la prudencia lo exija. CASIO. Pero esa prudencia puede durar tanto, ó acrecentarse con tan perverso alimento, ó atender á tan falsas apariencias, que estando ausente yo, y sucediéndome otro en el destino, olvide el general mis servicios. DESDÉMONA. No tengas ese recelo. A Emilia pongo por testigo de que no he de desistir hasta que te restituyan el em pleo. Yo cumplo siempre lo que prometo y juro. No dejaré descansar á mi marido, de dia y de noche he de seguirle y abrumarle con ruegos y súplicas en tu favor. Ni en la mesa ni en el lecho cesaré de importunarle. Buen abogado vas á tener. Antes moriré que abandonar la pretension de Casio. EMILIA. Señora, el amo viene. CASIO. Adios, señora. DESDÉMONA. Quédate, y oye lo que voy á decirle. CASIO. No puedo oirte ahora ni estoy de buen temple para hablar en causa propia. DESDÉMONA. Como querais. (Se va Casio.—Salen Otelo y Yago.) YAGO. No me parece bien esto. OTELO. ¿Qué dices entre dientes? YAGO. Nada... No lo sé, señor. OTELO. ¿No era Casio el que hablaba con mi mujer? YAGO. ¿Casio? No, señor. ¿Por qué habia de huir él tan pronto, apenas os vió llegar? OTELO. Pues me pareció que era Casio. DESDÉMONA. ¿Tú de vuelta, amor mio? Ahora estaba hablando con un pobre pretendiente, que se queja de tus enojos. OTELO. ¿Quién? DESDÉMONA. Tu teniente Casio. Y si en algo estimas mi amor y mis caricias, óyeme benévolo. O yo no entiendo nada de fisonomías, ó Casio ha pecado más que por malicia, por ignorancia. Perdónale. OTELO. ¿Era el que se fué de aquí ahora mismo? DESDÉMONA. Sí, tan triste y abatido, que me dejó parte de su tristeza. Haz que vuelva contento, esposo mio. OTELO. Ahora no: otra vez será, esposa mia. DESDÉMONA. ¿Pronto? OTELO. Tus ruegos adelantarán el plazo. DESDÉMONA. ¿Esta noche, á la hora de cenar? (Se van.) OTELO. Esta noche no puede ser. DESDÉMONA. ¿Mañana á la hora de comer? OTELO. Mañana no comeré en casa. Tenemos junta militar en el castillo. DESDÉMONA. Entonces mañana por la noche, ó el mártes por la mañana, por la tarde ó por la noche, ó el miércoles muy de madrugada. Fíjame un término y que sea corto: tres dias á lo más. Ya está arrepentido. Y aunque dicen que las leyes de la guerra son duras, y que á veces exigen el sacrificio de los mejores, su falta es bien leve, y digna sólo de alguna reprension privada. Dime, Otelo: ¿cuándo volverá? Si tú me pidieras algo, no te lo negaria yo ciertamente. Mira que en nada pienso tanto como en esto. ¿No te acuerdas que Casio fué confidente de nuestros amores? ¿No sabes que él te defendia siempre, cuando yo injustamente y por algun arrebato de celos, hablaba mal de tí? ¿Por qué dudas en perdonarle? No sé cómo persuadirte... OTELO. Basta, mujer: no me digas más. Que vuelva cuando quiera. DESDÉMONA. No te he pedido gracia, ni sacrificio, sino cosa que á tí mismo te está bien y te importa. Es como si te pidiera que te abrigaras, ó que te pusieras guantes, ó que comieses bien. Si mi peticion fuera de cosa más difícil ó costosa, á fe que tendria yo que medir y pesar bien las palabras, y aún así sabe Dios si lo alcanzaria. OTELO. Nada te negaré. Una cosa sola he de pedirte. Déjame solo un rato. DESDÉMONA. ¿Yo dejar de obedecerte? Adios, señor mio, adios. OTELO. Adios, Desdémona. Pronto seré contigo. DESDÉMONA. Ven, Emilia. (A Otelo.) Siempre seré rendida esclava de tus voluntades. OTELO. ¿Y si mi sospecha fuera infundada? Porque yo soy naturalmente receloso y perspicaz, y quizá veo el mal donde no existe. No hagais caso de mis malicias, vagas é infundadas, ni perturbeis vuestro reposo por ellas, ni yo como hombre honrado y pundonoroso debo revelaros el fondo de mi pensamiento. OTELO. ¿Qué quieres decir con eso? YAGO. ¡Ay, querido jefe mio!, la buena reputacion, así en hombre como en mujer, es el tesoro más preciado. Poco roba quien roba mi dinero: antes fué algo, despues nada: antes mio, ahora suyo, y puede ser de otros cincuenta. Pero quien me roba la fama, no se enriquece, y á mí me deja pobre. OTELO. ¿Qué estás pensando? Dímelo, por Dios vivo. Quiero saberlo. YAGO. No lo sabreis nunca, aunque tengais mi corazon en la mano. OTELO. ¿Por qué? YAGO. Señor, temed mucho á los celos, pálido mónstruo, burlador del alma que le da abrigo. Feliz el engañado que descubre el engaño y consigue aborrecer á la engañadora, pero ¡ay del infeliz que aún la ama, y duda, y vive entre amor y recelo! OTELO. ¡Horrible tortura! YAGO. Más feliz que el rico es el pobre, cuando está resignado con su suerte. Por el contrario el rico, aunque posea todos los tesoros de la tierra, es infeliz por el temor que á todas horas le persigue, de perder su... ¡Dios mio, aparta de mis amigos, los celos! OTELO. ¿Qué quieres decir? ¿Imaginas que he de pasar la vida entre sospechas y temores, cambiando de rostro como la luna? No: la duda y la resolucion sólo pueden durar en mí un momento, y si alguna vez hallares que me detengo en la sospecha y que no la apuro, llámame imbécil. Yo no me encelo si me dicen que mi mujer es hermosa y alegre, que canta y toca y danza con primor, ó que se complace en las fiestas. Si su virtud es sincera, más brillará así. Tampoco he llegado á dudar nunca de su amor. Ojos tenia ella y entendimiento para escoger. Yago, para dudar necesito pruebas, y así que las adquiera, acabaré con el amor ó con los celos. YAGO. Dices bien. Y así conocerás mejor la lealtad que te profeso. Ahora no puedo darte pruebas. Vigila á tu esposa: repárala bien cuando hable con Casio, pero que no conozcan tus recelos en la cara. No sea que se burlen de tu excesiva buena fe. Las venecianas sólo confian á Dios el secreto, y saben ocultársele al marido. No consiste su virtud en no pecar, sino en esconder el pecado. OTELO. ¿Eso dices? YAGO. A su padre engañó por amor tuyo, y cuando fingia mayor esquiveza, era cuando más te amaba. OTELO. Verdad es. YAGO. Pues la que tan bien supo fingir, hasta engañar á su padre, que no podia explicarse vuestro amor sino como obra de hechicería... Pero ¿qué estoy diciendo? Perdóname si me lleva demasiado lejos el cariño que te profeso. OTELO. Eterna será mi gratitud. YAGO. Mal efecto te han hecho mis palabras, señor. OTELO. No. Mal efecto, ninguno. YAGO. Paréceme que sí. Repara que cuanto te he dicho ha sido por tu bien. Pero, señor, ¡estais desconcertado! Ruégoos que no entendais mis palabras más que como suenan, ni deis demasiado crédito é importancia á una sospecha. OTELO. Te lo prometo. YAGO. Si no, lo sentiria, y áun seria más pronto el desenlace, que lo que yo imaginé. Casio es amigo mio... Pero ¡estais turbado! (Vase.) OTELO. ¿Por qué? Yo tengo á Desdémona por honrada. YAGO. ¡Que lo sea mucho tiempo! ¡Que por muchos años lo creas tú así! OTELO. Pero cuando la naturaleza comienza á extraviarse... YAGO. Ahí está el peligro. Y á decir verdad, el haber despreciado tan ventajosos casamientos de su raza, de su patria y de su condicion y haberse inclinado á tí, parece indicio no pequeño de torcidas y livianas inclinaciones. La naturaleza hubiera debido moverla á lo contrario. Pero... perdonadme: al decir esto, no aludo á ella solamente, aunque temo que al compararos con los mancebos de Venecia, pudiera arrepentirse. OTELO. Adios, adios, y si algo más averiguas, no dejes de contármelo. Que tu mujer los vigile mucho. Adios, Yago. YAGO. Me voy, general. Quédate con Dios. (Se aparta breve trecho.) OTELO. ¿Para qué me habré casado? Sin duda este amigo sabe mucho más que lo que me ha confesado. YAGO. Gobernador, os suplico que no volvais á pensar en eso. Dad tiempo al tiempo, y aunque parece justo que Casio recobre su empleo, puesto que es hábil para desempeñarlo, mantened las cosas en tal estado algun tiempo más, y entre tanto podeis estudiar su carácter, y advertir si vuestra mujer toma con mucho calor su vuelta. Este será vehemente indicio, pero entre tanto, inclinaos á pensar que me he equivocado en mis sospechas y temores, y no desconfieis de su fidelidad. OTELO. Nada temas. YAGO. Adios otra vez. OTELO. Este Yago es buen hombre y muy conocedor del mundo. ¡Ay, halcon mio! si yo te encontrara fiel, aunque te tuviera sujeto al corazon con garfios ó correas, te lanzaria al aire en busca de presa. EMILIA. Si no le necesitas para cosa de importancia, devuélvemele pronto, Yago, porque mi señora se morirá de pena, así que eche de ver la falta. YAGO. No le confieses nada. Necesito el pañuelo. ¿Oyes? Véte. (Vase Emilia.) Voy á tirar este pañuelo en el aposento de Casio, para que allí le encuentre Otelo. La sombra más vana, la más ligera sospecha son para un celoso irrecusables pruebas. Ya comienza á hacer su efecto el veneno: al principio apenas ofende los labios, pero luego, como raudal de lava, abrasa las entrañas. Aquí viene el moro. (Aparte.) No podrás conciliar hoy el sueño tan apaciblemente como ayer, aunque la adormidera, el beleño y la mandrágora mezclen para tí sus adormecedores jugos. OTELO. ¡Infiel! ¡Infiel! YAGO. ¿Qué decis, gobernador? OTELO. ¡Lejos, lejos de mí! Tus sospechas me han puesto en el tormento. Vale más ser engañado del todo que padecer, víctima de una duda. YAGO. ¿Por qué decis eso, general? OTELO. ¿Qué me importaban sus ocultos retozos, si yo no los veia ni me percataba de ellos, ni perdia por eso el sueño, la alegría, ni el reposo? Jamas advertí en sus labios la huella del beso de Casio. Y si el robado no conoce el robo, ¿qué le importa que le hurten? YAGO. Duéleme oirte hablar así. OTELO. Yo hubiera podido ser feliz aunque los más ínfimos soldados del ejército hubiesen disfrutado de la hermosura de ella. ¡Pero haberlo sabido! ¡Adios, paz de mi alma! ¡Adios, bizarros escuadrones, glorioso campo de pelea, que truecas la ambicion en virtud! ¡Adios, corceles de batalla, clarin bastardo, bélicos atambores, pífanos atronantes, banderas desplegadas, pompa de los ojos, lujo y estruendo de las armas! ¡Adios todo, que la gloria de Otelo se ha acabado! YAGO. ¿Será verdad, señor? OTELO. ¡Infame! Dame pruebas infalibles de que mi esposa es adúltera. ¿Me oyes? Quiero pruebas que entren por los ojos, y si no me las das, perro malvado, más te valiera no haber nacido que encontrarte al alcance de mis manos. ¡Haz que yo lo vea, ó á lo menos pruébalo de tal suerte, que la duda no encuentre resquicio ni pared donde aferrarse! Y si no, ¡ay de tí! YAGO. ¡Señor, jefe mio! OTELO. Si lo que me has dicho, si el tormento en que me has puesto no es más que una calumnia, no vuelvas á rezar en todos los dias de tu vida: sigue acumulando horrores y maldades, porque tu eterna condenacion es tan segura que poco puede importarte un crímen más. YAGO. ¡Piedad, Dios mio! ¿Sois hombre, Otelo, ó es que habeis perdido el juicio? Desde ahora renuncio á mi empleo. ¡Qué necio yo, cuyos favores se toman por agravios! ¡Cuán triste cosa es en este mundo ser honrado y generoso! Mucho me alegro de haberlo aprendido. Desde hoy prometo no querer bien á nadie, si la amistad se paga de este modo. OTELO. No te vayas. Escúchame. Mejor es que seas honrado. YAGO. No: seré ladino y cauteloso. La bondad se convierte en insensatez cuando trabaja contra sí misma. OTELO. ¡Por Dios vivo! Yo creo y no creo que mi mujer es casta, y creo y no creo que tú eres hombre de bien. Pruebas, pruebas. Su nombre, que resplandecia antes más que el rostro de la luna, está ahora tan oscuro y negro como el mio. No he de sufrirlo, mientras haya en el mundo cuerdas, aceros, venenos, hogueras y rios desbordados. ¡Pruebas, pruebas! YAGO. mundo, de que Yago va á dedicar su corazon, su ingenio y su mano á la venganza de Otelo. Lo que él mande, yo lo obedeceré, aunque me parezca feroz y sanguinario. OTELO. Gracias, y acepto gustoso tus ofertas, y voy á ponerte á prueba en seguida. Ojalá dentro de tres dias puedas decirme: «ya no existe Casio.» YAGO. Dad por muerto á mi amigo, aunque ella viva. OTELO. No, no: ¡vaya al infierno esa mujer carnal y lujuriosa! Voy á buscar astutamente medios de dar muerte á tan hermoso demonio. Yago, desde hoy serás mi teniente. YAGO. Esclavo vuestro siempre. ESCENA IV. Explanada delante del castillo. Salen DESDÉMONA, EMILIA y un BUFON. DESDÉMONA. Dime: ¿dónde está Casio? BUFON. No en parte alguna que yo sepa. DESDÉMONA. ¿Por qué dices eso? ¿No sabes á lo menos cuál es su alojamiento? BUFON. Si os lo dijera, seria una mentira. DESDÉMONA. ¿No me dirás algo con seriedad? BUFON. No sé cuál es su posada, y si yo la inventara ahora, seria hospedarme yo mismo en el pecado mortal. DESDÉMONA. (Vase.) ¿Podrás averiguarlo y adquirir noticias de él? BUFON. Preguntaré como un catequista, y os traeré las noticias que me dieren. DESDÉMONA. Véte á buscarle; dile que venga, porque ya he persuadido á mi esposo en favor suyo, y tengo por arreglado su negocio. DESDÉMONA. Emilia, ¿dónde habré perdido aquel pañuelo? EMILIA. No lo sé, señora mia. DESDÉMONA. Créeme. Preferiria yo haber perdido un bolsillo lleno de ducados. A fe que si el moro no fuera de alma tan generosa y noble incapaz de dar en la ceguera de los celos, bastaria esto para despertar sus sospechas. EMILIA. ¿No es celoso? DESDÉMONA. El sol de su nativa África limpió su corazon de todas esas malas pasiones. EMILIA. Por allí viene. DESDÉMONA. No me separaré de él hasta que llegue Casio. (Sale Otelo.) ¿Cómo estás, Otelo? OTELO. Muy bien, esposa mia. (Aparte.) ¡Cuán difícil me parece el disimulo! ¿Cómo te va, Desdémona? DESDÉMONA. Bien, amado esposo. OTELO. Dame tu mano, amor mio. ¡Qué húmeda está! DESDÉMONA. No la quitan frescura ni la edad ni los pesares. OTELO. Es indicio de un alma apasionada. Es húmeda y ardiente. Requiere oracion, largo ayuno, mucha penitencia y recogimiento, para que el diablillo de la carne no se subleve. Mano tierna, franca y generosa. DESDÉMONA. Y tú puedes decirlo, pues con esa mano te dí toda el alma. OTELO. ¡Qué mano tan dadivosa! En otros tiempos el alma hacia el regalo de la mano. Hoy es costumbre dar manos sin alma. DESDÉMONA. Nada sé de eso. ¿Te has olvidado de tu palabra? OTELO. ¿Qué palabra? DESDÉMONA. He mandado á llamar á Casio para que hable contigo. OTELO. Tengo un fuerte resfriado. Dame tu pañuelo. DESDÉMONA. Tómale, esposo mio. OTELO. El que yo te dí. DESDÉMONA. No le tengo aquí. OTELO. ¿No? DESDÉMONA. No, por cierto. OTELO. Falta grave es esa, porque aquel pañuelo se lo dió á mi madre una sábia hechicera, muy hábil en leer las voluntades de las gentes, y díjole que mientras le conservase, siempre seria suyo el amor de mi padre, pero si perdia el pañuelo, su marido la aborreceria y buscaria otros amores. Al tiempo de su muerte me lo entregó, para que yo se le regalase á mi esposa el dia que llegara á casarme. Hícelo así, y repito que debes guardarle bien y con tanto cariño cómo á las niñas de tus ojos, porque igual desdicha seria para tí perderlo que regalarlo. DESDÉMONA. ¿Será verdad lo que cuentas? OTELO. (Vase.) Todos los santos me sean testigos de que le he suplicado en favor tuyo con cuanto empeño he podido, hasta incurrir en su indignacion por mi atrevimiento y tenacidad. Es preciso dar tiempo al tiempo. Yo haré lo que pueda, y más que si se tratase de negocio mio. YAGO. ¿Se enojó contra tí el general? EMILIA. Ahora acaba de irse de aquí, con ceño muy torvo. YAGO. ¿Será verdad? Grave será el motivo de su enojo, porque nunca le he visto inmutarse, ni siquiera cuando á su lado una bala de cañon mató á su hermano. Voy á buscar á Otelo. DESDÉMONA. Será sin duda algun negocio político, del gobierno de Venecia, ó alguna conspiracion de Chipre lo que ha turbado la calma de mi marido. Cuando los hombres por cualquier motivo grave se enojan, riñen hasta sobre las cosas más insignificantes. De la misma suerte, con un dedo que nos duela, todos los demas miembros se resienten. Los hombres no son dioses, ni tenemos derecho para pedirles siempre ternura. Bien haces, Emilia, en reprenderme mi falta de habilidad. Cuando ya bien á las claras mostraba su ánimo el enojo, yo misma soborné á los testigos, levantándole falso testimonio. EMILIA. Quiera Dios que sean negocios de Estado, como sospechais, y no vanos recelos y sospechas infundadas. DESDÉMONA. ¡Celos de mí! ¿Y por qué causa, si nunca le he dado motivo? EMILIA. No basta eso para convencer á un celoso. Los celos nunca son razonados. Son celos porque lo son: mónstruo que se devora á sí mismo. DESDÉMONA. Quiera Dios que nunca tal mónstruo se apodere del alma de Otelo. EMILIA. Así sea, señora mia. DESDÉMONA. (Sale Blanca.) Yo le buscaré. No te alejes mucho, amigo Casio. Y si él se presenta propicio, redoblaré mis instancias, hasta conseguir lo que deseas. CASIO. Humildemente os lo agradezco, reina. (Vanse Emilia y Desdémona.) BLANCA. Buenos dias, amigo Casio. CASIO. ¿Cómo has venido, hermosa Blanca? Bien venida, seas siempre. Ahora mismo pensaba ir á tu casa. BLANCA. Y yo á tu posada, Casio amigo. ¡Una semana sin Casio y Bianca. verme! ¡Siete dias y siete noches! ¡Veinte veces ocho horas, más otras ocho! ¡Y horas más largas que las del reloj, para el alma enamorada! ¡Triste cuenta! CASIO. (Se le da.) No te enojes, Blanca mia. La pena me ahogaba. En tiempo más propicio pagaré mi deuda. Hermosa Blanca, cópiame la labor de este pañuelo. BLANCA. Casio, ¿de dónde te ha venido este pañuelo? Sin duda de alguna nueva querida. Si antes lloré tu ausencia, ahora debo llorar más el motivo. CASIO. Calla, niña. Maldito sea el demonio que tales dudas te inspiró. Ya tienes celos y crees que es de alguna dama. Pues no es cierto, Blanca mia. BLANCA. ¿De quién es? CASIO. Lo ignoro. En mi cuarto lo encontré, y porque me gustó la labor, quiero que me la copies, antes que vengan á reclamármelo. Hazlo, bien mio, te lo suplico. Ahora véte. BLANCA. ¿Y por qué he de irme? CASIO. Porque va á venir el general, y no me parece bien que me encuentre con mujeres. BLANCA. ¿Y por qué? CASIO. No porque yo no te adore. BLANCA. Porque no me amas. Acompáñame un poco. ¿Vendrás temprano esta noche? CASIO. Poco tiempo podré acompañarte, porque estoy de espera. Pero no tardaremos en vernos. BLANCA. Bien está. Es fuerza acomodarse al viento. YAGO. El honor, general mio, es cosa invisible, y á veces le gasta más quien nunca le tuvo. Pero el pañuelo... OTELO. ¡Por Dios vivo! Ya le hubiera yo olvidado. Una cosa que me dijiste anda revoloteando sobre mí como el grajo sobre techo infestado de pestilencia. Me dijiste que Casio habia recibido ese pañuelo. YAGO. ¿Y qué importa? OTELO. Pues no me parece nada bien. YAGO. ¿Y si yo os dijera que presencié vuestro agravio, ó á lo menos que le he oido contar, porque hay gentes que apenas han logrado, á fuerza de importunidades, los favores de una dama, no paran hasta contarlo? OTELO. ¿Y él ha dicho algo? YAGO. Sí, general mio. Pero tranquilizaos, porque todo lo desmentirá. OTELO. ¿Y qué es lo que dijo? YAGO. Que estuvo con ella... No sé qué más dijo. OTELO. ¿Con ella? YAGO. Sí, con ella. OTELO. ¡Con ella! ¡Eso es vergonzoso, Yago! ¡El pañuelo... confesion... el pañuelo! ¡Confesion y horca! No: ahorcarle primero y confesarle despues... Horror me da el pensarlo. Horribles presagios turban mi mente. Y no son vanas sombras, no... Oidos, labios... ¿Será verdad?... Confesion, pañuelo... (Cae desmayado.) YAGO. ¡Sigue, sigue, eficaz veneno mio! El mismo se va enredando incauta y desatentadamente. Así vienen á perder su fama las más castas matronas, sin culpa suya. ¡Levantaos, señor, levantaos! ¿Me ois, Otelo? ¿Qué sucede, Casio? (A Casio que entra.) CASIO. ¿Qué ha pasado? YAGO. El general tiene un delirio convulsivo, lo mismo que ayer. CASIO. Frótale las sienes. YAGO. No: es mejor dejar que la naturaleza obre y el delirio pase, porque si no, empezará á echar espumarajos por la boca, y caerá en un arrebato de locura. Ya empieza á moverse. Retírate un poco. Pronto volverá de su accidente. Despues que se vaya, te diré una cosa muy importante. (Se va Casio.) General, ¿os duele aún la cabeza? OTELO. ¿Te estás burlando de mí? YAGO. ¿Burlarme yo? No lo quiera Dios. Pero quiero que resistais con viril fortaleza vuestro infeliz destino. OTELO. Marido deshonrado, más que hombre, es una bestia, un mónstruo. YAGO. Pues muchas bestias y muchos mónstruos debe de haber en el mundo. OTELO. ¿Él lo dijo? YAGO. Tened valor, general, pensando que casi todos los que van sujetos al yugo, pueden tirar del mismo carro que vos. Infinitos maridos hay que, sin sospecha, descansan en tálamos profanados por el adulterio, aunque ellos se imaginan tener la posesion exclusiva. Mejor ha sido vuestra fortuna. Es gran regocijo para el demonio, el ver á un honrado varon tener por casta á la consorte infiel. En cambio, al que todo lo sabe, fácil le es tomar venganza de su injuria. OTELO. Bien pensado, á fe mia. YAGO. Acéchalos un rato y ten paciencia. Cuando más rendido estabais al peso de la tristeza, llegó á este aposento Casio. Yo le despedí, dando una explicacion plausible de vuestro desmayo. Prometió venir luego á hablarme. Ocultaos, y reparad bien sus gestos, y la desdeñosa expresion de su semblante. Yo le haré contar otra vez el lugar, ocasion y modo con que triunfó de vuestra esposa. Reparad su semblante, y tened paciencia, porque si no, diré que vuestra ira es loca é impropia de hombre racional. OTELO. ¿Lo entiendes bien, Yago? Ahora, por muy breve tiempo, voy á hacer el papel de sufrido, luego el de verdugo. YAGO. Dices bien, pero no conviene que te precipites. Ahora escóndete. (Se aleja Otelo.)|cursiva}} Para averiguar dónde está Casio, lo mejor es preguntárselo á Blanca, una infeliz á quien Casio mantiene, en cambio de su venal amor. Tal es el castigo de las rameras: engañar á muchos, para ser al fin engañadas por uno solo. Siempre que le hablan de ella, se rie estrepitosamente. Pero aquí viene el mismo Casio. (Sale Casio.) Su risa provocará la ira de Otelo. Toda la alegría y regocijo del pobre Casio la interpretará con la triste luz de sus celos. ¿Qué tal, teniente mio? CASIO. Mal estoy, cuando te oigo saludarme con el nombre de ese cargo, cuya pérdida tanto me afana. YAGO. Insistid en vuestros ruegos, y Desdémona lo conseguirá. (En voz baja.) Si de Blanca dependiera el conseguirlo, ya lo tendriais. CASIO. ¡Pobre Blanca! OTELO. (Aparte.) ¡Qué risa la suya! YAGO. Está locamente enamorada de tí. CASIO. ¡Ah, sí! ¡pobrecita! Pienso que me ama de todas veras. OTELO. (Aparte.) Hace como quien lo niega, y al mismo tiempo se rie. YAGO. Óyeme, Casio. OTELO. (Aparte.) Ahora le está importunando para que repita la narracion. ¡Bien! ¡cosa muy oportuna! ¿Visteis el pañuelo? OTELO. ¡Era el mio! YAGO. El mismo. Y ya vereis qué amor tiene á vuestra insensata mujer. Ella le regala su pañuelo, y él se le da á su querida. OTELO. Nueve años seguidos quisiera estarla matando. ¡Oh, qué divina y admirable mujer! YAGO. No os acordeis de eso. OTELO. Esta noche ha de bajar al infierno. No quiero que viva ni un dia más. Mi corazon es de piedra: al herirle me hiero la mano. ¡Oh, qué hermosa mujer! No la hay igual en el mundo. Merecia ser esposa de un emperador que la obedeciese como siervo. YAGO. No os acordeis de eso. OTELO. ¡Maldicion sobre ella! Pero ¿quién negará su hermosura? ¡Y qué manos tan hábiles para la labor! ¡Qué voz para el canto! Es capaz de amansar las fieras. ¡Qué gracia, qué ingenio! YAGO. Eso la hace mil veces peor. OTELO. Sí, ¡mil veces peor! Y es, ademas, tan dulce, tan sumisa. YAGO. Demasiado blanda de condicion. OTELO. Dices verdad. Pero, á pesar de todo, amigo Yago, ¡qué dolor, qué dolor! YAGO. Si tan enamorado estais de ella, á pesar de su alevosía, dejadla pecar á rienda suelta. Para vos es el mal: si os dais por contento, ¿á los demas qué nos importa? OTELO. Pedazos quiero hacerla. ¡Engañarme á mí! YAGO. ¡Oh, perversa mujer! OTELO. ¡Enamorarse de mi teniente! YAGO. Eso es todavía peor. OTELO. Búscame un veneno, Yago, para esta misma noche. No quiero hablarla, no quiero que se disculpe, porque me vencerán sus hechizos. Para esta misma noche, Yago. YAGO. No estoy por el veneno. Mejor es que la ahogueis sobre el mismo lecho que ha profanado. OTELO. ¡Admirable justicia! Lo encuentro muy bien. YAGO. De Casio yo me encargo. Allá á las doce de la noche sabreis lo demas. OTELO. ¡Admirable plan! ¿Pero qué trompeta es la que suena? YAGO. Alguna embajada de Venecia, enviada por el Dux. Allí veo á Ludovico acompañado de vuestra mujer. (Salen Ludovico, Desdémona, etc.) LUDOVICO. General, os saludo respetuosamente. OTELO. Bien venido seais. LUDOVICO. Os saludan el Dux y Senadores de Venecia. (Le da una carta.) OTELO. Beso la letra, expresion de su voluntad. (Besa la carta.) DESDÉMONA. ¿Qué pasa por Venecia, primo mio Ludovico? YAGO. Caballero, mucho me alegro de veros en Chipre. LUDOVICO. Gracias, hidalgo, ¿y dónde está el teniente Casio? YAGO. Vivo y sano. DESDÉMONA. Entre él y mi marido ha habido ciertas disensiones, pero vos los pondreis en paz, de seguro. OTELO. ¿Así lo crees? DESDÉMONA. ¿Qué dices, esposo mio? OTELO. (Leyendo.) «Es preciso cumplirlo sin demora.» LUDOVICO. No os oye: está ocupado en la lectura: ¿Con que, han reñido él y Casio? DESDÉMONA. Sí, y no sé cuánto hubiera yo dado por hacer las paces entre ellos, porque tengo buena voluntad á Casio. OTELO. ¡Rayos y centellas! DESDÉMONA. ¡Esposo mio! OTELO. ¿Piensas lo que estás diciendo? DESDÉMONA. ¿Cómo? ¿Está furioso? LUDOVICO. Puede ser que le haya hecho mal efecto la carta, porque (si no me equivoco) se le manda en ella volver á Venecia, dejando en el gobierno á Casio. DESDÉMONA. Mucho me alegro. OTELO. ¿Te alegras? DESDÉMONA. ¡Esposo mio! OTELO. Pláceme verte loca. DESDÉMONA. ¿Qué dices, esposo? OTELO. ¡Aparta, demonio! (Se va Emilia.) OTELO. ¿Nunca te mandaron salir? EMILIA. Nunca. OTELO. ¿Nunca te han enviado á buscar los guantes ó el velo ó cualquier otra cosa? EMILIA. Jamas. OTELO. Rara cosa. EMILIA. Me atreveria á jurar que es fiel y casta. Desterrad de vuestro ánimo toda sospecha contra ella. Maldito sea el infame que os la haya infundido. Caiga sobre él el anatema de la serpiente. Si ella no es mujer de bien, imposible es que haya mujer honrada ni esposo feliz. OTELO. Llámala. Dile que venga pronto. (Vase Emilia.) Ella habla claro, pero si fuera confidente de sus amores, ¿no diria lo mismo? Es moza ladina y quizá oculta mil horribles secretos. Y sin embargo, yo la he visto arrodillada y rezando. (Salen Desdémona y Emilia.) DESDÉMONA. ¿Qué mandais, señor? OTELO. Ven, amada mia. DESDÉMONA. ¿Qué me quieres? OTELO. Verte los ojos. Mírame á la cara. DESDÉMONA. ¿Qué horrible sospecha?... OTELO. (A Emilia.) Aléjate, déjanos solos, y cierra la puerta. Si álguien se acerca, haznos señal tosiendo. Mucha cautela. Véte. DESDÉMONA. Te lo suplico de rodillas. ¿Qué pensamientos son los tuyos? No te entiendo, pero pareces loco furioso. OTELO. ¿Y tú qué eres? DESDÉMONA. Tu fiel esposa. OTELO. Si lo juras, te condenas eternamente, aunque puede que el demonio, al ver tu rostro de ángel, dude en apoderarse de tí. Vuelve, vuelve á condenarte: júrame que eres mujer de bien. DESDÉMONA. Dios lo sabe. OTELO. Dios sabe que eres tan falsa como el infierno. DESDÉMONA. ¿Falsa yo? ¿con quién? ¿Por qué, esposo mio? ¿Yo falsa? OTELO. ¡Lejos, lejos de aquí, Desdémona! DESDÉMONA. ¡Dia infausto! ¿Por qué lloras, amado mio? ¿Soy yo la causa de tus lágrimas? No me eches la culpa de haber perdido tu empleo, quizá por odio de mi padre. Lo que tú pierdes, lo pierdo yo tambien. OTELO. ¡Ojalá que el cielo agotara sobre mi fortaleza todas las calamidades! ¡Ojalá que vertiese sobre mi frente dolores y vergüenzas sin número, y me sepultara en el abismo de toda miseria, ó me encerrara en cautiverio fierísimo y sin esperanza! Todavía encontraria yo en algun rincon de mi alma una gota de paciencia. ¡Pero convertirme en espantajo vil, para que el vulgo se mofe de mí y me señale con el dedo! ¡Y aún esto podria yo sufrirlo! Pero encontrar cegada y seca para siempre la que juzgué fuente inagotable de vida y de afectos, ó verla convertida en sucio pantano, morada de viles renacuajos, en nido de infectos amores, ¿quién lo resistirá? ¡Angel de labios rojos! ¿por qué me muestras ceñudo como el infierno tu rostro? DESDÉMONA. Creo que me tiene por fiel y honrada mi esposo. OTELO. Fiel como las moscas que en verano revolotean por una carnicería. ¡Ojalá nunca hubieras brotado, planta hermosísima, y envenenadora del sentido! DESDÉMONA. ¿Pero qué delito es el mio? OTELO. ¿Por qué en tan bello libro, en tan blancas hojas, sólo se puede leer esta palabra: «ramera»? ¿Qué delito es el tuyo, me preguntas? Infame cortesana, si yo me atreviera á contar tus lascivas hazañas, el rubor subiria á mis mejillas, y volaria en cenizas mi modestia. ¿Qué delito es el tuyo? El mismo sol, la misma luna se escandalizan de él, y hasta el viento que besa cuanto toca, se esconde en los más profundos senos de la tierra, por no oirlo. ¿Cuál es tu delito? ¡Infame meretriz! DESDÉMONA. ¿Por qué me ofende así? OTELO. Pues qué, ¿no eres mujer ramera? DESDÉMONA. No: te lo juro como soy cristiana. Yo me he conservado tan pura é intacta como el vaso que sólo tocan los labios del dueño. OTELO. ¿No eres infiel? DESDÉMONA. No: así Dios me salve. OTELO. ¿De veras lo dices? DESDÉMONA. ¡Piedad, Dios mio! OTELO. YAGO. No grites tanto. EMILIA. ¡Infames! De esa laya seria el que una vez te dió celos, fingiendo que yo tenia amores con el moro. YAGO. ¿Estás en tu juicio? Cállate. DESDÉMONA. Yago, amigo Yago, ¿qué haré para templar la indignacion de Otelo? Dímelo tú. Te juro por el sol que nos alumbra que nunca ofendí á mi marido, ni áun de pensamiento. De rodillas te lo digo: huya de mi todo consuelo y alegría, si alguna vez le he faltado en idea, palabra ú obra; si mis sentidos han encontrado placer en algo que no fuera Otelo: si no le he querido siempre como ahora le quiero, como le seguiré queriendo, aunque con ingratitud me arroje lejos de sí. Ni la pérdida de su amor aunque baste á quitarme la vida, bastará á despojarme del afecto que le tengo. Hasta la palabra «adúltera» me causa horror, y ni por todos los tesoros y grandezas del mundo cometeria yo tal pecado. YAGO. Calma, señora; el moro es de carácter violento, y ademas está agriado por los negocios políticos, y descarga en vos el peso de sus iras. DESDÉMONA. ¡Ojalá que así fuera! Pero mi temor es... YAGO. Pues la causa no es otra que la que os he dicho. Podeis creerlo. (Tocan las trompetas.) ¿Ois? Ha llegado la hora del festin. Ya estarán aguardando los enviados de Venecia. No os presenteis llorando, que todo se remediará. (Vanse Emilia y Desdémona.) (Sale Rodrigo.) ¿Qué pasa, Rodrigo? RODRIGO. Pienso que no procedes de buena fe conmigo. YAGO. ¿Y por qué? RODRIGO. No hay dia que no me engañes, y más parece que dificultas el éxito de mis planes, que no que le allanas; y á fe mia, que ya no tengo paciencia ni sufriré más, porque fuera ser necio. YAGO. ¿Me oyes, Rodrigo? RODRIGO. Demasiado te he oido, porque tienes tan buenas palabras como malas obras. YAGO. Ese cargo es muy injusto. RODRIGO. Razon me sobra. He gastado cuanto tenia. Con las joyas que he regalado á Desdémona, bastaba para haber conquistado á una sacerdotisa de Vesta. Tú me has dicho que las ha recibido de buen talante: tú me has dado todo género de esperanzas, prometiéndome su amor muy en breve. Todo inútil. YAGO. Bien está, muy bien; prosigue. RODRIGO. ¡Qué está muy bien, dices! Pues no quiero proseguir. Nada está bien, sino todo malditamente, y empiezo á conocer que he sido un insensato y un majadero. YAGO. Está bien. RODRIGO. Repito que está muy mal. Voy á ver por mí mismo á Desdémona, y con tal que me vuelva mis joyas, renunciaré á todo amor y á toda loca esperanza. Y si no me las vuelve, me vengaré en tí. YAGO. ¿Y eso es todo lo que se te ocurre? RODRIGO. Sí, y todas mis palabras las haré buenas con mis obras. YAGO. Veo que eres valiente, y desde ahora te estimo más que antes. Dame la mano, Rodrigo. Aunque no me agradan tus sospechas, algun fundamento tienen, pero yo soy inocente del todo. RODRIGO. Pues no lo pareces. YAGO. Así es en efecto, y lo que has pensado no deja de tener agudeza y discrecion. Pero si tienes, como has dicho ahora, y ya lo voy (Vanse.) creyendo, corazon y brios y mano fuerte, esta noche puedes probarlo, y si mañana no logras la posesion de Desdémona, consentiré que me mates, aunque sea á traicion. RODRIGO. ¿Lo que me propones es fácil, ó á lo menos posible? YAGO. Esta noche se han recibido órdenes del Senado, para que Otelo deje el gobierno, sustituyéndole Casio. RODRIGO. Entonces Otelo y Desdémona se irán juntos á Venecia. YAGO. No: él se irá á Levante, llevando consigo á su mujer, si algun acontecimiento imprevisto no lo impide, es decir si Casio no desaparece de la escena. RODRIGO. ¿Qué quieres decir con eso? YAGO. Que convendria quitarle de en medio. RODRIGO. ¿Y he de ser yo quien le mate? YAGO. Tú debes de ser, si quieres conseguir tu objeto, y satisfacer tu venganza. Casio cena esta noche con su querida y conmigo. Todavía no sabe nada de su nom bramiento. Espérale á la puerta: yo haré que salga á eso de las doce de la noche, y te ayudaré á matarle. Sígueme: no te quedes embobado. Yo te probaré clarísimamente la necesidad de matarle. Ya es hora de cenar. No te descuides. RODRIGO. Dame alguna razon más que me convenza. YAGO. Ya te la daré. ESCENA III. Sala del castillo. Buenas noches. Los ojos me pican. ¿Será anuncio de lágrimas? EMILIA. No es anuncio de nada. DESDÉMONA. Siempre lo he oido decir. ¡Qué hombres! ¿Crees, Emilia, que existen mujeres que engañen á sus maridos de tan ruin manera? EMILIA. Ya lo creo que existen. DESDÉMONA. ¿Lo harias tú, Emilia, aunque te diesen todos los tesoros del mundo? EMILIA. ¿Y tú qué harias? DESDÉMONA. Nunca lo haria, te lo juro por esa luz. EMILIA. Yo no lo haria por esa luz, pero quizá lo haria á oscuras. DESDÉMONA. ¿Lo harias, si te dieran el mundo entero? EMILIA. Grande es el mundo, y comparado con él, parece pequeño ese delito. DESDÉMONA. Yo creo que no lo harias. EMILIA. Sí que lo haria, para deshacerlo despues. No lo haria por un collar ni por una sortija ni por un manto, pero si me daban el mundo, y podia yo hacer rey á mi marido, ¿cómo habia de dudar? DESDÉMONA. Pues yo, ni por todo el mundo haria tal ofensa á mi marido. EMILIA. Es que el mundo no la juzgaria ofensa, y si os daban el mundo, como la ofensa era en vuestro mundo, fácil era convertirla en bien. DESDÉMONA. Pues yo no creo que haya tales mujeres. EMILIA. Más de una y más de veinte: tantas que bastarian para llenar un mundo. Pero la culpa es de los maridos. Si ellos van á prodigar con otras el amor que es nuestro, ó nos encierran en casa por ridículos celos, ó nos golpean, ó gastan malamente nuestra hacienda, ¿no hemos de enfurecernos tambien? Cierto que somos benignas de condicion, pero capaces de ira. Y sepan los maridos que las mujeres tienen sentidos lo mismo que ellos, y ven y tocan y saborean, y saben distinguir lo dulce de lo amargo. Cuando ellos abandonan á su mujer por otra, ¿qué es lo que buscan sino el placer a que les donnina sino la pasion? ¿qué les vence sino la flaqueza? ¿nosotras no tenemos tambien apetitos, pasiones y flaquezas? Conforme nos traten, así seremos. DESDÉMONA. Adios. El Señor me ampare, y haga que el meltrato de mi marido produzca en mi virtudes, y no vicios. (Se va.) (Se retira.) ACTO V. ESCENA PRIMERA. C a l l e . YAGO y RODRIGO. YAGO. S, que ahora viene; en cuanto aparezca, desenvaina la espada, y ¡á él sin miedo! Yo te guardaré las espaldas. Es cuestion de vida ó muerte. Decídete, pues, y ten resolucion. RODRIGO. No te alejes, por si me sale mal mi intento. YAGO. Estaré detras de tí. En guardia. RODRIGO. Del resultado no tengo confianza, y sin embargo, las razones que me da me convencen. Que muera uno ¿qué importa? YAGO. Tanto me he burlado de este necio que ya empieza á conocerlo. Mate él á Casio, mátele Casio á él ó mueran los dos, siempre saldré ganando. Si Rodrigo escapa, comenzará á pedirme el dinero y las joyas que le he sacado, so pretexto de seducir á Desdémona. Y si se salva Casio, su presencia será un perpétuo acusador contra mí, y ademas el moro podrá referir á Casio lo que ha pasado entre nosotros, y ponerme en grave peligro. Muera, pues. Le siento llegar. (Sale Casio.) RODRIGO. Él es. Le conozco. ¡Muere, traidor!
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