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El mito de Sisifo de Albert Camus, Traducciones de Literatura Contemporánea

Indice UN RAZONAMIENTO ABSURDO Lo absurdo y el suicidio Los muros absurdos El suicidio filosófico La libertad absurda EL HOMBRE ABSURDO El donjuanismo La comedia La conquista LA CREACIÓN ABSURDA Filosofía y novela Kirilov La creación sin mañana EL MITO DE SÍSIFO LA ESPERANZA Y LO ABSURDO EN LA OBRA DE FRANZ KAFKA

Tipo: Traducciones

2018/2019

Subido el 25/05/2019

adreujaramillo
adreujaramillo 🇵🇪

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¡Descarga El mito de Sisifo de Albert Camus y más Traducciones en PDF de Literatura Contemporánea solo en Docsity! ENSAYO DE ad El mito de Sísifo Título original: Le mythe de Sisyphe Traductor: Luis Echávarri UN RAZONAMIENTO ABSURDO Lo absurdo y el suicidio No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como pretende Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esa respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que se debe profundizar a fin de hacerlas claras para el espíritu. Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la tierra o el sol. Para decirlo todo, es una cuestión baladí. En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no vale la pena de vivirla. Veo a otras que, paradójicamente, se hacen matar por las ideas o las ilusiones que les dan una razón para vivir (lo que se llama una razón para vivir es, al mismo tiempo, una excelente razón para morir). Opino, en consecuencia, que el sentido de la vida es la pregunta más apremiante. ¿Cómo contestarla? Con respecto a todos los problemas esenciales, y considero como tales a los que ponen en peligro la vida o los que decuplican el ansia de vivir, no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento: el de Pero Grullo y el de Don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo único que puede permitirnos llegar al mismo tiempo a la emoción y a la claridad. Se concibe que en un tema a la vez tan humilde y tan cargado de patetismo, la dialéctica sabia y clásica deba ceder el lugar, por lo tanto, a una actitud espiritual más modesta que procede a la vez del buen sentido y de la simpatía. Siempre se ha tratado del suicidio como de un fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El propio suicida lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había "minado". No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se halla en el corazón del hombre y en él hay que buscarlo. Este juego mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia a la evasión fuera de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse. Muchas son las causas para un suicidio, y, de una manera general, las mas aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de "enfermedad incurable". Son explicaciones válidas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ese sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso1. Pero si es difícil fijar el instante preciso, el paso sutil en que el espíritu ha apostado a favor de la muerte, es más fácil extraer del acto mismo las consecuencias que supone. Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende. Sin embargo, no vayamos demasiado lejos en esas analogías y volvamos a las palabras corrientes. Es solamente confesar que eso "no merece la pena". Vivir, naturalmente, nunca es fácil. Uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia, por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento. ¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario a la vida? Un mundo que se puede explicar incluso con malas razones es un mundo familiar. Pero, por el contrario, en un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces, el hombre se siente extraño. Es un exilio sin recurso, pues está privado de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida. Tal divorcio entre el nombre y su vida, entre el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento de lo absurdo. Como todos los hombres sanos han pensado en su propio suicidio, se podrá reconocer, sin más explicaciones, que hay un vínculo directo entre este sentimiento y la aspiración a la nada. El tema de este ensayo es, precisamente, esa relación entre lo absurdo y el suicidio, la medida exacta en que el suicidio es una solución de lo absurdo. Se puede sentar como principio que para un hombre que no hace trampas lo que cree verdadero debe regir su acción. La creencia en lo absurdo de la existencia debe gobernar, por lo tanto, su conducta. Es una curiosidad legítima la que lleva a preguntarse, claramente y sin Falso patetismo, si una conclusión de este orden exige que se abandone lo más rápidamente posible una situación incomprensible. Me refiero, por supuesto, a los hombres dispuestos a ponerse de acuerdo consigo mismo. Planteado en términos claros, el problema puede parecer a la vez sencillo e 1 No desaprovechemos la ocasión para señalar el carácter relativo de este ensayo. El suicidio puede, en efecto, relacionarse con consideraciones mucho más respetables. Ejemplo: los suicidios políticos, llamados de protesta, en la revolución china. insoluble. Pero se supone equivocadamente que las preguntas sencillas traen consigo respuestas que no lo son menos y que la evidencia implica la evidencia. A priori, e invirtiendo los términos del problema, así como uno se mata o no se mata, parece que no hay sino dos soluciones filosóficas: la del sí y la del no. Eso sería demasiado fácil. Pero hay que tener en cuenta a los que interrogan siempre sin llegar a una conclusión. A ese respecto, apenas ironizo: se trata de la mayoría. Veo igualmente que quienes responden que no, obran como si pensasen que sí. De hecho, si acepto el criterio nietzscheano, piensan que sí de una u otra manera. Por el contrario, quienes se suicidan suelen estar con frecuencia seguros del sentido de la vida. Estas contradicciones son constantes. Hasta se puede decir que nunca han sido tan vivas como con respecto a ese punto en el que la lógica, por el contrario, parece tan deseable. Es un lugar común comparar las teorías filosóficas con la conducta de quienes las profesan. Pero es necesario decir que, salvo Kirilov, que pertenece a la literatura, Peregrinos, que nace de la leyenda2, y Jules Lequier, que nos remite a la hipótesis, ninguno de los pensadores que negaban un sentido a la vida, se puso de acuerdo con su lógica hasta el punto de rechazar la vida. Se cita con frecuencia, para reírse de él, a Schopenhauer, quien elogiaba el suicidio ante una mesa bien provista. No hay en ello motivo para burlas. Esta manera de no tomarse en serio lo trágico no es tan grave, pero termina juzgando a quien la adopta. Ante estas contradicciones y estas oscuridades, ¿hay que creer, por lo tanto, que no existe relación alguna entre la opinión que se pueda tener de la vida y el acto que se realiza para abandonarla? No exageremos en este sentido. En el apego de un hombre a su vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. El juicio del cuerpo equivale al del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. Adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar. En la carrera que nos precipita cada día un poco más hacia la muerte, el cuerpo conserva una delantera irreparable. Finalmente, lo esencial de esta contradicción reside en lo que yo llamaría la evasión, porque es a la vez menos y más que la diversión en el sentido pascaliano. El juego constante consiste en eludir. La evasión típica, la evasión mortal que constituye el tercer tema de este ensayo, es la esperanza: esperanza de otra vida que hay que "merecer", o engaño de quienes viven no para la vida misma, sino para alguna gran idea que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona. Todo contribuye así a enredar las cosas. No en vano se ha jugado hasta ahora con las palabras y se ha fingido creer que negar un sentido a la vida lleva forzosamente a declarar que no vale la pena de vivirla. En verdad, no hay equivalencia forzosa alguna entre ambos juicios. Lo único que hay que hacer es no dejarse desviar por las confusiones, los divorcios y las inconsecuencias que venimos señalando. Hay que apartarlo todo e ir directamente al verdadero problema. El que se mata considera que la vida no vale la pena de vivirla: he aquí una verdad indudable, pero infecunda, porque es una perogrullada. ¿Pero es que este insulto a la existencia, este mentís en que se la hunde, procede de que no tiene sentido? ¿Es que su absurdidad exige la evasión mediante la esperanza o el suicidio? Esto es lo que se debe poner en claro, averiguar e ilustrar, dejando de lado todo lo demás. ¿Lo Absurdo impone la muerte? Este es el problema al que hay que dar prioridad sobre 2 He oído hablar de un émulo de Peregrinos, escritor de la posguerra, quien después de haber terminado su primer libro, se suicidó para llamar la atención sobre su obra. Llamó, en efecto, la atención, pero se juzgó malo el libro. ella. Estas observaciones no tienen nada de original. Pero son evidentes, y eso basta por algún tiempo, al efectuar un reconocimiento somero de los orígenes de lo absurdo. La simple "inquietud" está en el origen de todo. Asimismo, y durante todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Vivimos del porvenir: "mañana", "más tarde", "cuando tengas una posición", "con los años comprenderás . Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de morir. Llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor enemigo. El mañana, anhelaba el mañana, cuando todo él debía rechazarlo. Esta rebelión de la carne es lo absurdo3. Un peldaño más abajo y nos encontramos con lo extraño: advertimos que el mundo es "espeso", entrevemos hasta qué punto una piedra nos es extraña e irreductible, con qué intensidad puede negarnos la naturaleza, un paisaje. En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido ilusorio con que los revestíamos y en adelante quedan más lejanos que un paraíso perdido. La hostilidad primitiva del mundo remonta su curso hasta nosotros a través de los milenios. Durante un segundo no lo comprendemos, porque durante siglos de él hemos comprendido las figuras y los dibujos que poníamos previamente, porque en adelante nos faltarán las fuerzas para emplear ese artificio. El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo. Esas apariencias enmascaradas por la costumbre vuelven a ser lo que son. Se alejan de nosotros. Así como hay días en que bajo su rostro familiar se ve como a una extraña a la mujer amada desde hace meses o años, así también quizá lleguemos a desear hasta lo que nos deja de pronto tan solos. Pero todavía no ha llegado ese momento. Una sola cosa: este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo. También los hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto les rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive. Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta "náusea", como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo. El extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo; el hermano familiar y, sin embargo, inquietante que volvemos a encontrar en nuestras propias fotografías, son también lo absurdo. Llego, por fin, a la muerte y al sentimiento que tenemos de ella. Todo está dicho sobre este punto y lo decente es no incurrir en lo patético. Sin embargo, nunca se asombrará demasiado ante el hecho de que todo el mundo viva como si nadie "lo supiese1 . Es que, en realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la experiencia de la muerte ajena. Es un sucedáneo, una opinión que nunca nos convence del todo. Este convencionalismo 3 Pero no en el sentido propio. No se trata de una definición, sino de una enumeración de los sentimientos que pueden conllevar lo absurdo. La enumeración completa no agota, sin embargo, lo absurdo. melancólico no puede ser persuasivo. El horror procede en realidad del lado matemático del acontecimiento. Si el tiempo nos espanta es porque da la demostración; la solución viene luego. Todos los grandes discursos sobre el alma van a recibir aquí, por lo menos durante un tiempo, la prueba del nueve de su contrario. De cuerpo inerte en el que ya no deja huella una bofetada, ha desaparecido el alma. Ese lado elemental y definitivo de la aventura constituye el contenido de la sensación absurda. Bajo la iluminación mortal de ese destino aparece la inutilidad. Ninguna moral ni esfuerzo alguno pueden justificarse a priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición. Repito que todo esto ha sido dicho y redicho. Me limito aquí a hacer una clasificación rápida y a indicar estos temas evidentes. Circulan a través de todas las literaturas y todas las filosofías. La conversación cotidiana se nutre de ellos. No se trata de volver a inventarlos. Pero hay que asegurarse de estas evidencias para poder interrogarse luego sobre la cuestión primordial. Lo que me interesa, quiero repetirlo, no son tanto los descubrimientos absurdos como sus consecuencias. Si se está seguro de estos hechos, ¿qué hay que deducir de ellos, hasta dónde hay que ir para no estudiar nada? ¿Habrá que morir voluntariamente o esperar a pesar de todo? Antes es necesario realizar el mismo recuento rápido en el plano de la inteligencia. La primera operación de la mente consiste en distinguir lo que es cierto de lo que es falso. Sin embargo, en cuanto el pensamiento reflexiona sobre sí mismo lo primero que descubre es una contradicción. A este respecto es inútil esforzarse por ser convincente. Desde hace siglos nadie ha dado de este asunto una demostración más clara y elegante que Aristóteles: "La consecuencia, con frecuencia ridiculizada, de estas opiniones es que se destruyen a sí mismas. Pues al afirmar que todo es cierto afirmamos la verdad de la afirmación opuesta y, por consiguiente, la falsedad de nuestra propia tesis (pues la afirmación opuesta no admite que ella pueda ser cierta). Y si se dice que todo es falso esta afirmación resulta también falsa. Si se declara que sólo es falsa la afirmación opuesta a la nuestra, o bien que sólo la nuestra es falsa, se está, no obstante, obligado a admitir un número infinito de juicios verdaderos o falsos. Pues quien emite una afirmación cierta declara al mismo tiempo que es cierta, y así sucesivamente hasta el infinito". Este círculo vicioso no es sino el primero de una serie en la cual la mente que se inclina sobre sí misma se pierde en un remolino vertiginoso. La simplicidad misma de estas paradojas hace que sean irreductibles. Cualesquiera que sean los juegos de palabras y las acrobacias de la lógica, comprender es, ante todo, unificar. El deseo profundo del espíritu mismo en sus operaciones más evolucionadas se une al sentimiento inconsciente del hombre ante su universo: es exigencia de familiaridad, apetito de claridad. Para un hombre, comprender el mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo con su sello. El universo del gato no es el universo del oso hormiguero. La perogrullada "todo pensamiento es antropomórfico" no tiene otro sentido. Del mismo modo, el espíritu que trata de comprender la realidad no puede considerarse satisfecho salvo si la reduce a términos de pensamiento. Si el hombre reconociese que también el universo puede amar y sufrir, se reconciliaría. Si el pensamiento descubriese en los espejos cambiantes de los fenómenos relaciones eternas que los pudiesen resumir a sí mismas en un principio único, se podría hablar de una dicha del espíritu de la que el mito de los bienaventurados no sería sino una imitación ridicula. Esta nostalgia de unidad, este apetito de absoluto ilustra el movimiento esencial del drama humano. Pero que esta nostalgia sea un hecho no implica que deba ser satisfecha inmediatamente. Pues si, salvando el abismo que separa el deseo de la conquista, afirmamos con Parménides la realidad del Uno (cualquiera que sea), caemos en la ridicula contradicción de un espíritu que afirma la unidad total y prueba con su afirmación misma su propia diferencia y la diversidad que pretendía resolver. Este otro círculo vicioso basta para ahogar nuestras esperanzas. Se trata también de evidencias. Vuelvo a repetir que no son interesantes en sí mismas, sino por las consecuencias que se puede sacar de ellas. Conozco otra evidencia: la que me dice que el hombre es mortal. Pueden contarse, no obstante, las personas que han sacado de ellas las conclusiones extremas. En este ensayo hay que considerar como una perpetua referencia el desnivel constante entre lo que nos imaginamos saber y lo que sabemos realmente, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada hace que vivamos con ideas que, si las pusiéramos a prueba verdaderamente, deberían trastornar toda nuestra vida. Ante esta contradicción inextricable del espíritu captaremos plenamente el divorcio que nos separa de nuestras propias creaciones. Mientras el espíritu calla en el mundo inmóvil de sus esperanzas, todo se refleja y se ordena en la unidad de su nostalgia. Pero apenas hace su primer movimiento, ese mundo se agrieta y se derrumba: una infinidad de trozos que lo reflejan se ofrecen al conocimiento. Hay que desesperar de que podamos reconstruir alguna vez la superficie familiar y tranquila que nos daría la paz del corazón. Después de tantos siglos de investigaciones y de tantas abdicaciones de los pensadores, sabemos que esto es cierto para todo nuestro conocimiento. Con excepción de los racionalistas declarados, todos desesperan actualmente del verdadero conocimiento. Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, habría que hacer la de sus arrepentimientos sucesivos y fa de sus impotencias. ¿De quién y de qué puedo decir, en efecto: "¡Lo conozco!"? Puedo sentir mi corazón y juzgar que existe. Puedo tocar este mundo y juzgar también que existe. Ahí termina toda mi ciencia y lo demás es construcción. Pues si trato de captar ese yo del cual me aseguro, si trato de definirlo y resumirlo, ya no es sino agua que corre entre mis dedos. Puedo dibujar uno a uno todos los rostros que toma, así como todos los que se le han dado: esta educación, este origen, este ardor o estos silencios, esta grandeza o esta bajeza. Pero no se suman los rostros. Este mismo corazón mío me resultará siempre indefinible. Entre la certidumbre que tengo de mi existencia y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca será colmado. Seré siempre extraño a mí mismo. En psicología, como en lógica, hay verdades, pero no verdad. El "conócete a ti mismo" de Sócrates vale tanto como el "sé virtuoso" de nuestros confesonarios. Revelan una nostalgia al mismo tiempo que una ignorancia. Son juegos estériles sobre grandes temas. No son legítimos sino en la medida exacta en que son aproximativos. He aquí también unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿ cómo negaría yo este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda existencia está humillada. La única realidad es la "inquietud" en toda la escala de los seres. Para el hombre perdido en el mundo y en sus diversiones, esa inquietud es un temor breve y fugitivo. Pero si ese temor adquiere conciencia de sí mismo se convierte en la angustia, clima perpetuo del hombre lúcido "en el que vuelve a encontrarse la existencia". Este profesor de filosofía escribe sin temblar y en el lenguaje más abstracto del mundo que "el carácter finito y limitado de la existencia humana es más primordial que el hombre mismo". Se interesa por Kant, pero es para reconocer el carácter limitado de su "Razón pura". Es para llegar, al término de sus análisis, a la conclusión de que "el mundo no puede ya ofrecer nada al hombre angustiado". La verdad de esta inquietud le parece de tal modo más importante que todas las categorías del razonamiento, que no piensa más que en ella y no habla sino de ella. Enumera sus rostros: de fastidio cuando el hombre trivial trata de nivelarla en sí mismo y de aturdiría; de terror cuando el espíritu contempla la muerte. Tampoco él separa la conciencia de lo absurdo. La conciencia de la muerte es el llamamiento de la inquietud y la "existencia se dirige entonces un llamamiento a sí misma por medio de la conciencia". Es la voz misma de la angustia y exhorta a la existencia a que "se recupere ella misma de su pérdida en el 'se' anónimo". También él opina que no hay que dormir y que es necesario velar hasta la consumación. Se mantiene en este mundo absurdo y señala su carácter perecedero. Busca su camino en medio de estos escombros. Jaspers desespera de toda ontología porque pretende que hemos perdido la "ingenuidad". Sabe que no podemos llegar a nada que trascienda el juego mortal de las apariencias. Sabe que el final del espíritu es el fracaso. Se demora en las aventuras espirituales que nos ofrece la historia y descubre implacablemente el fallo de cada sistema, la ilusión que lo ha salvado todo, la predicación que no ha ocultado nada. En este mundo devastado donde está demostrada la imposibilidad de conocer, donde la nada parece la única realidad y la desesperación sin recurso la única actitud, trata de encontrar el hilo de Ariadna que lleva a los secretos divinos. Chestov, por su parte, a lo largo de una,obra de admirable monotonía, orientado, sin cesar hacia las mismas verdades, demuestra sin descanso que el sistema más cerrado, el racionalismo más universal, termina siempre chocando con lo irracional del pensamiento humano. No se le escapa ninguna de las evidencias irónicas, de las contradicciones irrisorias que menosprecian la razón. Una sola cosa le interesa y es la excepción, bien sea de la historia del corazón o del espíritu. A través de las experiencias dostoievskianas del condenado a muerte, de las aventuras exasperadas del espíritu nietzscheano, de las imprecaciones de Hamlet o de la amarga aristocracia de un Ibsen, descubre, aclara y magnifica la rebelión humana contra lo irremediable. Niega sus razones a la razón y no comienza a dirigir sus pasos con alguna decisión sino en el centro de ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras. Kierkegaard, quizás el más interesante de todos, por lo menos a causa de una parte de su existencia, hace algo más que descubrir lo absurdo: lo vive. El hombre que escribe: "El más seguro de los mutismos no consiste en callarse, sino en hablar", se asegura, para comenzar, de que ninguna verdad es absoluta y no puede hacer satisfactoria una existencia imposible en sí misma. Don Juan del conocimiento, multiplica los seudónimos y las contradicciones, escribe los Discursos edificantes al mismo tiempo que ese manual del espiritualismo cínico que se llama el Diario del seductor. Rechaza los consuelos, la moral, los principios tranquilizadores. No procura calmar el dolor de la espina que siente en el corazón. Lo excita, por el contrario y, con la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez, negación y comedia, una categoría de lo demoníaco. Este rostro a la vez tierno e irónico, estas piruetas seguidas de un grito que sale del fondo del alma son el espíritu absurdo mismo en lucha con una realidad que lo supera. Y la aventura espiritual que lleva a Kierkegaard a sus queridos escándalos comienza también en el caos de una experiencia privada de sus decorados y vuelta a su incoherencia primera. En un plano muy distinto, el del método, con sus exageraciones mismas, Husserl y los fenomenólogos restituyen al mundo su diversidad y niegan el poder trascendente de la razón. El universo espiritual se enriquece con ellos de una manera incalculable. El pétalo de rosa, el mojón kilométrico o la mano humana tienen tanta importancia como el amor, el deseo o las leyes de la gravitación. Pensar no es ya unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento; es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado. Paradójicamente todo está privilegiado. Lo que justifica el pensamiento es su extremada conciencia. Aunque sea más positivo que los de Kierkegaard o Chestov, el sistema husserliano, en su origen, niega, sin embargo, el método clásico de la razón, decepciona a la esperanza, abre a la intuición y al corazón toda una proliferación de fenómenos cuya riqueza tiene algo de inhumano. Estos caminos llevan a todas las ciencias o a ninguna. Es decir, que el medio tiene aquí más importancia que el fin. Se trata solamente "de una actitud para conocer" y no de un consuelo. Una vez más, por lo menos en el origen. ¡Cómo no advertir el parentesco profundo de esos pensadores! ¿Cómo no ver que se reagrupan alrededor de un lugar privilegiado y amargo donde la esperanza ya no tiene cabida? Quiero que me sea explicado todo o nada. Y la razón es impotente ante ese grito del corazón. El espíritu despertado por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está lleno, de estas irracionalidades. El mundo mismo, cuya significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si se pudiera decir una sola vez: "esto está claro", todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada está claro, que todo es caos, que el hombre conserva solamente su clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean. Todas estas experiencias concuerdan y se recortan. El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta. Pero quiero invertir el orden de la investigación y partir de la aventura inteligente para volver a los gestos cotidianos. Las experiencias aquí evocadas han nacido en el desierto que no hay que abandonar. Por lo menos hay que saber hasta dónde han llegado. En ese punto de su esfuerzo el hombre se halla ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Esto es lo que no hay que olvidar. A esto es a lo que hay que aferrarse, puesto que toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su enfrentamiento son los tres personajes del drama que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia. El suicidio filosófico El sentimiento de lo absurdo no es lo mismo que la noción de lo absurdo. La fundamenta y nada más. No se resume en ella sino durante el breve instante en que juzga al universo. Luego tiene que ir más lejos. Está vivo, lo que quiere decir que debe morir o resonar más adelante. Lo mismo sucede con los temas que hemos reunido. Pero lo que me interesa también a este respecto no son las obras o los pensadores, cuya crítica exigiría otra forma y otro lugar, sino el descubrimiento de lo que hay de común en sus conclusiones. Nunca ha habido, quizás, espíritus tan diferentes. No obstante, reconocemos como idénticos los paisajes espirituales en los que se mueven. Así también, a través de ciencias tan diferentes, el grito que termina su itinerario resuena de la misma manera. Se advierte que hay un clima común a los pensadores que se acaba de recordar. Decir que ese clima es mortífero es apenas jugar con las palabras. Vivir bajo este cielo asfixiante exige que se salga de él o que se permanezca en él. Se trata de saber cómo se sale de él en el primer caso y por qué se permanece en él, en el segundo. Yo defino así el problema del suicidio y el interés que se puede conceder a las conclusiones de la filosofía existencial. Antes quiero desviarme un instante del camino recto. Hasta ahora hemos podido circunscribir lo absurdo por la parte exterior. Puede uno preguntarse, no obstante, qué es lo que contiene de claro esta noción y tratar de volver a encontrar, mediante el análisis directo, su significación por una parte, y por la otra las consecuencias que implica. Si acuso a un inocente de un crimen monstruoso, si le digo a un hombre virtuoso que ha codiciado a su propia hermana, me responderá que eso es absurdo. Esta indignación tiene su lado cómico, pero también su razón profunda. El hombre virtuoso ilustra con esa réplica la antinomia definitiva que existe entre el acto que yo le atribuyo y los principios de toda su vida. "Es absurdo" quiere decir 'es imposible", pero también "es contradictorio". Si veo a un hombre atacar con arma blanca a un grupo de ametralladoras, juzgaré que su acto es absurdo. Pero no lo es sino en virtud de la desproporción que existe entre su intención y la realidad que le espera, de la contradicción que puedo advertir entre sus fuerzas reales y el fin que se propone. Del mismo modo, estimaremos que un veredicto es absurdo oponiéndolo al veredicto que, al parecer, imponían los hechos. Del mismo modo también una demostración por lo absurdo se efectúa comparando las consecuencias de este razonamiento con la realidad lógica que se quiere instaurar. En todos estos casos, desde el más sencillo hasta el más complejo, la absurdidad será tanto más grande cuanto mayor sea la diferencia entre los términos de mi comparación. Hay casamiento, desafíos, rencores, silencios, guerras y también paces absurdos. En cada uno de estos casos la absurdidad nace de una comparación. Por lo tanto, tengo razón al decir que la sensación de la absurdidad no nace del simple examen de un hecho o de una racionales". Para que la confusión no sea posible, el filósofo ruso insinúa inclusive que ese Dios puede ser vengativo y odioso, incomprensible y contradictorio, pero cuanto más horrible es su rostro tanto más afirma su poder. Su grandeza es su inconsecuencia. Su prueba es su inhumanidad. Hay que saltar a él y librarse con este salto de las ilusiones racionales. Por lo tanto, para Chestov la aceptación de lo absurdo es contemporánea de lo absurdo mismo. Comprobarlo es aceptarlo y todo el esfuerzo lógico de su pensamiento consiste en manifestarlo para hacer surgir al mismo tiempo la esperanza inmensa que implica. Una vez más, esta actitud es legítima. Pero yo me empeño aquí en considerar un solo problema y todas sus consecuencias. No tengo que examinar la emoción de un pensamiento o de un acto de fe. Tengo toda mi vida para hacerlo. Sé que el racionalista encuentra irritante la actitud chestoviana. Pero siento también que Chestov tiene razón contra el racionalista y quiero saber únicamente si permanece fiel a los mandamientos de lo absurdo. Ahora bien, si se admite que lo absurdo es lo contrario de la esperanza, se ve que para Chestov el pensamiento existencial presupone lo absurdo, pero no lo demuestra sino para disiparlo. Esta sutileza de pensamiento es una jugada patética de malabarista. Cuando, por otra parte, Chestov opone su absurdo a la moral corriente y a la razón, lo llama verdad y redención. Hay, por lo tanto, en la base y en esta definición de lo absurdo una aprobación que Chestov le aporta. Si se reconoce que toda la fuerza de esta noción reside en la manera de chocar con nuestras esperanzas elementales, si se tiene la sensación de que lo absurdo exige para seguir existiendo que no se consienta en él, se ve claramente que ha perdido su verdadero rostro, su carácter humano y relativo, para entrar en una eternidad a la vez incomprensible y satisfactoria. Si hay absurdo, lo hay en el universo del hombre. Desde el instante en que su noción se transforma en trampolín para la eternidad ya no está ligada a la lucidez humana. Lo absurdo no es ya esa evidencia que el hombre comprueba sin consentir en ella. Se elude la lucha. El hombre integra lo absurdo y en esta comunión hace desaparecer su característica esencial, que es oposición, desgarramiento y divorcio. Este salto es un escape. Chestov, quien cita tan de buena gana la frase de Hamlet "The time is out of joint", la escribe con una especie de esperanza feroz que se le puede atribuir muy particularmente. Porque no es así como la pronuncia Hamlet o como la escribe Shakespeare. La embriaguez de lo irracional y la vocación del éxtasis desvían de lo absurdo a un espíritu clarividente. Para Chestov la razón es vana, pero hay algo más allá de la razón. Para un espíritu absurdo la razón es vana y no hay nada mas allá de la razón. Este salto puede, por lo menos, aclararnos un poco más la naturaleza verdadera de lo absurdo. Sabemos que no vale sino en un equilibrio, que se halla, ante todo, en la comparación y no en los términos de esta comparación. Pero Chestov pre- cisamente, hace recaer todo el peso sobre uno de los términos y destruye el equilibrio. Nuestro deseo de comprender, nuestra nostalgia de absoluto no se explican sino en la medida en que, justamente, podemos comprender y explicar muchas cosas. Es inútil negar absolutamente la razón. Tiene su orden en el cual es eficaz. Ese orden es, precisamente, el de la experiencia humana. De ahí que queramos aclararlo todo. Si no podemos hacerlo, si lo absurdo nace en esa ocasión, es justamente, del choque de esta razón eficaz pero limitada y de lo irracional que renace siempre. Ahora bien, cuando Chestov se irrita contra una proposición hegeliana como "los movimientos del sistema solar se efectúan de acuerdo con leyes inmutables y estas leyes son su razón", cuando emplea todo su apasionamiento para dislocar el racionalismo spinoziano va a parar justamente a la vanidad de toda razón, y de ahí, mediante un rodeo natural e ilegítimo, a la preeminencia de lo irracional4. Pero el paso no es evidente, pues pueden intervenir en ello las nociones de límite y de plan. Las leyes de la naturaleza pueden ser valederas hasta cierto límite, pasado el cual se vuelven contra sí mismas para dar nacimiento a lo absurdo. O también pueden justificarse en el plano de la descripción sin ser por ello ciertas en el de la explicación. Todo se sacrifica aquí a lo irracional y, como la exigencia de claridad es escamoteada, lo absurdo desaparece con uno de los términos de su comparación. El hombre absurdo, por el contrario, no realiza esa nivelación. Reconoce la lucha, no desprecia absolutamente la razón y admite lo irracional. Abarca así con la mirada todos los datos de la experiencia y está poco dispuesto a saltar antes de saber. Sabe solamente que en esta conciencia atenta no hay ya lugar para la esperanza. Lo que es perceptible en León Chestov lo será todavía más, quizás, en Kierkegaard. Ciertamente, es difícil separar proposiciones claras en un autor tan inasible. Mas a pesar de los escritos aparentemente opuestos, por encima de los seudónimos, de los juegos y de las sonrisas, se siente que a lo largo de esta obra aparece como el presentimiento (al mismo tiempo que la aprensión) de una verdad que termina estallando en las últimas obras: también Kierkegaard da el salto. El cristianismo que le asustaba tanto en su infancia recobra finalmente su rostro más duro. Para él también, la antinomia y la paradoja se convierten en criterios de lo religioso. Así, aquello mismo que hacía desesperar del sentido y de la profundidad de esta vida le da ahora su verdad y su claridad. El cristianismo es el escándalo y lo que Kierkegaard reclama lisa y llanamente es el tercer sacrificio exigido por Ignacio de Loyola, el que más alegra a Dios: "El sacrificio del Intelecto"5. Este efecto del "salto" es extraño, pero no debe sorprendernos ya. Hace de lo absurdo el criterio del otro mundo, cuando es únicamente un residuo de la experiencia de este mundo. "En su fracaso —dice Kierkegaard— el creyente encuentra su triunfo." No tengo por qué preguntarme con qué predicción conmovedora se relaciona esta actitud. Lo único que tengo que preguntarme es si el espectáculo de lo absurdo y su carácter propio lo legitiman. A este respecto sé que no es así. Si se considera de nuevo el contenido de lo absurdo, se comprende mejor el método que inspira a Kierkegaard. No mantiene el equilibrio entre lo irracional del mundo y la nostalgia rebelde de lo absurdo. No respeta la relación que constituye, propiamente hablando, el sentimiento de la absurdidad. Seguro de no poder eludir lo irracional, quiere, por lo menos, salvarse de esta nostalgia desesperada que le parece estéril y sin alcance. Pero si bien puede tener razón sobre este punto en su juicio, no puede tenerla igualmente en su negación. Si reemplaza su grito de rebelión por una adhesión frenética, se ve obligado a ignorar lo absurdo que le iluminaba hasta entonces y a 4 Especialmente a propósito de la noción de excepción y contra Aristóteles. 5 Se puede pensar que no tengo en cuenta aquí el problema esencial, que es el de la fe. Pero yo no examino la filosofía de Kierkegaard, o de Chestov o, más lejos, de Husserl (serían necesarios otro lugar y otra actitud espiritual); les tomo un tema y examino si sus consecuencias pueden convenir a las reglas ya fijadas. Se trata solamente de obstinación. divinizar la única certidumbre que tendrá en adelante: lo irracional. Lo importante, decía el abate Galiani a Madame d'Epinay, no es curarse, sino vivir con sus enfermedades. Kierkegaard quiere curarse. Curarse es su deseo frenético, el que circula por todo su Diario. Todo el esfuerzo de su inteligencia tiene por objeto eludir la antinomia de la condición humana. Es un esfuerzo tanto más desesperado cuanto que advierte de vez en cuando su inutilidad, por ejemplo, cuando habla de él, como si ni el temor de Dios ni la piedad fuesen capaces de darle la paz. Así, mediante un subterfugio torturado, da a lo irracional el rostro de lo absurdo y a su Dios los atributos: injusto, inconsecuente e incomprensible. Sólo la inteligencia trata de ahogar en él la reivindicación profunda del corazón humano. Puesto que nada está probado, todo puede ser probado. Es el propio Kierkegaard quien nos revela el camino seguido. No quiero sugerir nada ahora, ¿pero cómo es posible no leer en sus obras los signos de una mutilación casi voluntaria del alma frente a la mutilación consentida sobre lo absurdo? Es el leit- motiv del Diario. "Lo que me ha faltado es la bestia, que también forma parte del destino humano... Pero dadme un cuerpo." Y más adelante: "¡Oh!, sobre todo en mi primera juventud, qué no hubiese dado por ser hombre, aunque hubiese sido durante seis meses... Lo que me falta, en el fondo, es un cuerpo y las condiciones físicas de la existencia". Sin embargo, el mismo hombre hace suyo en otra parte el gran grito de esperanza que ha atravesado tantos siglos y animado tantos corazones, salvo el del hombre absurdo. "Pero para el cristiano, la muerte no es en modo alguno el final de todo e implica infinitamente más esperanza que la vida, aunque sea ésta desbordante ae salud y de fuerza". La reconciliación mediante el escándalo es también reconciliación. Permite, quizá, como se ve, extraer la esperanza de su contraria, que es la muerte. Pero aunque la simpatía haga inclinarse hacia esta actitud, hay que decir, no obstante, que la desmesura no justifica nada. Sobrepasa, se dice, la medida humana y, en consecuencia, es necesario que sea sobrehumana. Pero este "en consecuencia1 está de más. No hay en esto certidumbre lógica. Tampoco hay probabilidad experimental. Todo lo que puedo decir es que, en efecto, sobrepasa mi medida. Si no deduzco de ello una negación, por lo menos no quiero fundamentar nada en lo incomprensible. Quiero saber si puedo vivir con lo que sé y con eso solamente. Me dicen también que la inteligencia debe aquí sacrificar su orgullo y la razón debe inclinarse. Pero si reconozco los límites de la razón no la niego por ello, pues reconozco sus poderes relativos. Yo quiero solamente mantenerme en este camino medio, en el que la inteligencia puede seguir siendo clara. Si en esto consiste su orgullo, no veo motivo suficiente para renunciar a él. Nada más profundo, por ejemplo, que la opinión de Kierkegaard de que la desesperación no es un hecho, sino un estado: el estado mismo del pecado. Pues el pecado es lo que aleja de Dios. Lo absurdo, que es el estado metafísico del hombre consciente, no lleva a Dios6. Quizá se aclare esta noción si aventuro esta enormidad: lo absurdo es el pecado sin Dios. Se trata de vivir en ese estado de lo absurdo. Sé sobre qué están fundados este espíritu y este mundo apuntalados el uno en el otro sin poder abrazarse. Pido la regla de la vida de ese estado y lo que me proponen no tiene en cuenta el fundamento, niega uno de los términos de la oposición dolorosa, me impone una renuncia. No he dicho "excluye a Dios", lo que sería también afirmar. ficciones forman parte también de las "esencias extratemporales". En el nuevo mundo de las ideas, la categoría de centauro colabora con la más modesta, de metropolitano. Para el hombre absurdo había una verdad, al mismo tiempo que una amargura, en esta opinión puramente psicológica de que todos los rostros del mundo son privilegiados. Que todo sea privilegiado equivale a decir que todo es equivalente. Pero el aspecto metafísico de esta verdad lo lleva tan lejos que, en virtud de una reacción elemental, se siente, quizá, más cerca de Platón. Se le enseña, en efecto, que toda imagen supone una esencia igualmente privilegiada. En este mundo ideal sin jerarquía el ejército formal se compone solamente de generales. Sin duda, había sido eliminada la trascendencia, pero un giro brusco del pensamiento vuelve a introducir en el mundo una especie de inmanencia fragmentaria que restituye su profundidad al universo. ¿Debo temer que haya llevado demasiado lejos un tema manejado con más prudencia por sus creadores? Me limito a leer estas afirmaciones de Husserl, de apariencia paradójica, pero cuya lógica rigurosa se advierte si se admite lo que prece- de: "Lo que es verdad es verdad absolutamente, en sí; la verdad es una, idéntica a sí misma, cualesquiera que sean los seres que la perciban, hombres, monstruos, ángeles o dioses". No puedo negar que la Razón triunfa y toca el clarín por esta voz. ¿Qué puede significar su afirmación en el mundo absurdo? La percepción de un ángel o de un dios no tiene sentido para mí. Este lugar geométrico donde la razón divina ratifica la mía me es para siempre incomprensible. También en ello descubro un salto, y aunque sea dado en lo abstracto, no deja de significar para mí el olvido de lo que, precisamente, no quiero olvidar. Cuando más adelante exclama Husserl: "Si todas las masas sometidas a la atracción desapareciesen, la ley de la atracción no se vería destruida, pero quedaría simplemente sin aplicación posible ', sé que me encuentro ante una metafísica de consuelo. Y si quiero descubrir el recodo en que el pensamiento abandona el camino de la evidencia, no tengo más que releer el razonamiento paralelo que emplea Husserl a propósito del espíritu: "Si pudiéramos contemplar claramente las leyes exactas de los procesos psíquicos, se mostrarían igualmente eternas e invariables, como las leyes fundamentales de las ciencias naturales teóricas. Por lo tanto, serían válidas aunque no hubiese proceso psíquico alguno". ¡Aunque no existiese el espíritu existirían sus leyes! Comprendo entonces que de una verdad psicológica Husserl pretende nacer una regla racional: después de haber negado el poder integrante de la razón humana, salta mediante ese sesgo a la Razón eterna. El tema husserliano del "universo concreto" no puede, por lo tanto, sorprenderme. Decirme, que todas las esencias no son formales, sino que también las hay materiales, que las primeras son el objeto de la lógica y las segundas de las ciencias, no es sino una cuestión de definición. Se me asegura que lo abstracto no designa sino una parte no consistente por sí misma de un universal concreto. Pero la fluctuación ya revelada me permite aclarar la confusión de estos términos. Pues eso puede querer decir que el objeto concreto de mi atención, ese cielo, el reflejo de ese agua sobre el faldón de este abrigo conservan, por sí solos, el prestigio de lo real que mi interés aisla en el mundo. Y no lo negaré. Pero eso puede querer decir también que ese mismo abrigo es universal, tiene su esencia particular y suficiente, pertenece al mundo de las formas. Comprendo entonces que sólo se ha cambiado el orden de la procesión. Este mundo no se refleja ya en un universo superior; el cielo de las formas se representa en la multitud de las imágenes de esta tierra. Esto no cambia nada para mí. Lo que encuentro aquí no es la afición a lo concreto, el sentido de la condición humana, sino un intelectualismo lo bastante desenfrenado como para generalizar a lo concreto mismo. Sería inútil asombrarse de la paradoja aparente que lleva al pensamiento a su propia negación por los caminos opuestos de la razón humillada y de la razón triunfante. Del dios abstracto de Husserl al dios fulgurante de Kierkegaard no hay mucha distancia. La razón y lo irracional llevan, a la misma predicación. Es que, en verdad, el camino importa poco y la voluntad de llegar basta para todo. El filósofo abstracto y el filósofo religioso parten del mismo desorden y se apoyan en la misma angustia. Pero lo esencial es explicar. A este respecto la nostalgia es más fuerte que la ciencia. Es significativo que el pensamiento de la época sea a la vez uno de los más empapados en una filosofía de la no-significación del mundo y uno de los más desgarrados en sus conclusiones. No cesa de oscilar entre la extrema racionalización de lo real que lleva a fragmentarla en razones-tipos y su extrema irracionalización que lleva a divinizarlo. Pero este divorcio sólo es aparente. Se trata de reconciliarse y, en ambos casos, el salto basta para ello. Se cree siempre, equivocadamente, que la idea de razón tiene un sentido único. En realidad, por riguroso que sea en su ambición, este concepto no deja de ser tan móvil como otros. La razón tiene un rostro enteramente humano, pero sabe también volverse hacia lo divino. Desde Plotino, el primero que supo conciliaria con el clima eterno, ha aprendido a desviarse del más caro de sus principios, que es la contradicción, para integrar el más extraño, el completamente mágico de la participación9. Es un instrumento de pensamiento y no el pensamiento mismo. El pensamiento de un hombre es, ante todo, su nostalgia. Así como la razón supo aplacar la melancolía plotiniana, así también da a la angustia moderna los medios de calmarse en los decorados familiares de lo eterno. El espíritu absurdo tiene menos suerte. Para él el mundo no es tan racional ni tan irracional. Es irrazonable y nada más que eso. En Husserl la razón termina no teniendo límites. El hombre absurdo fija, por el contrario, sus límites, puesto que es impotente para calmar su angustia. Kierkegaard afirma, por otro lado, que un solo límite basta para negarla. Pero el hombre de lo absurdo no va tan lejos. Para él este límite apunta solamente a las ambiciones de la razón. El tema de lo irracional, tal como lo conciben los existencialistas, es la razón que se embrolla y se desembrolla negándose. El nombre absurdo es la razón lúcida que comprueba sus límites. El hombre absurdo reconoce sus verdaderas razones al término de ese camino difícil. Al comparar su exigencia profunda con lo que se le propone entonces, siente de pronto que se va a desviar. En el universo de Husserl el mundo se aclara y ese deseo de familiaridad que existe en el corazón del hombre se hace inútil. En el apocalipsis de Kierkegaard ese deseo de claridad tiene que negarse si quiere ser A. En esta época era necesario que la razón se adaptase o muriese. Se adapta. Con Plotino se convierte de lógica en estética. La metáfora reemplaza al silogismo. B. Por otra parte, ésta no es la única contribución de Plotino a la fenomenología. Toda esta actitud está ya contenida en la idea, tan cara al pensador alejandrino, de que no hay solamente una idea del hombre, sino también una idea de Sócrates. satisfecho. El pecado no consiste tanto en saber (a este respecto todo el mundo es inocente) como en desear saber. Justamente, es el único pecado del cual el hombre absurdo puede sentirse culpable e inocente. Se le propone una solución en la que todas las contradicciones pasadas no son ya sino juegos polémicos. Pero no las ha sentido así. Hay que conservar su verdad, que consiste en que no quedan satisfechas. No quiere predicación. Mi razonamiento quiere ser fiel a la evidencia que lo ha estimulado. Esta evidencia es lo absurdo. Es ese divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que los encadena. Kierkegaard suprime mi nostalgia y Husserl reúne este universo. No es eso lo que yo esperaba. Se trataba de vivir y de pensar con esos desgarramientos, de saber si había que aceptar o rechazar. No puede tratarse de disfrazar la evidencia, de suprimir lo absurdo negando uno de los términos de su ecuación. Hay que saber si se puede vivir de él o si la lógica ordena que se muera de él. No me interesa el suicidio filosófico, sino el suicidio a secas. Quiero solamente purgarlo de su contenido de emociones y conocer su lógica y su honestidad. Toda otra posición supone para el espíritu absurdo el escamoteo y el retroceso del espíritu ante lo que pone de manifiesto el espíritu. Husserl dice que obedece al deseo de escapar "al hábito inveterado de vivir y de pensar en ciertas condiciones de existencia ya muy conocidas y cómodas", pero el salto final nos restituye en él lo eterno y su comodidad. El salto no implica un peligro extremo, como querría Kierkegaard. El peligro está, por el contrario, en el instante sutil que precede al salto. La honestidad consiste en saber mantenerse en ese borde vertiginoso, y lo demás es subterfugio. Sé también que nunca la impotencia ha inspirado acordes tan conmovedores como los de Kierkegaard. Pero si la impotencia tiene un lugar en los paisajes indiferentes de la historia, no podría encontrarlo en un razonamiento cuya exigencia se conoce ahora. La libertad absurda Lo principal está ya hecho. Tengo algunas evidencias de las que no puedo apartarme. Lo que sé, lo que es seguro, lo que no puedo negar, lo que no puedo rechazar, eso es lo que cuenta. Puedo negar todo de esta parte de mí mismo que vive de nostalgias inciertas, salvo ese deseo de unidad, esa apetencia de solución, esa exigencia de claridad y cohesión. Puedo refutar todo en este mundo que me rodea, me hiere o me transporta, salvo ese caos, ese azar rey y esa divina equivalencia que nace de la anarquía. No sé si este mundo tiene un sentido que lo supera, pero sé que no conozco ese sentido y que por el momento me es imposible conocerlo. ¿Qué significa para mí un significado fuera de mi condición? No puedo comprender sino en términos humanos. Lo que toco, lo que me resiste, eso es lo que comprendo. Y sé también que no puedo conciliar estas dos certidumbres: mi apetencia de absoluto y de unidad y la irreductibilidad de este mundo a un principio racional y razonable. ¿Qué otra verdad puedo reconocer sin mentir, sin hacer que intervenga una esperanza que no tengo y que no significa nada dentro de los límites de mi condición? Si yo fuese un árbol entre los árboles, un gato entre los animales, esta vida tendría un sentido o, más bien, este problema no lo tendría, pues yo formaría parte de hombre es libre. No puedo experimentar sino mi propia libertad. Sobre ella no puedo tener nociones generales, sino algunas apreciaciones claras. El problema de la "libertad en sí" no tiene sentido, pues está ligado de una manera muy distinta al de Dios. Saber si él hombre es libre exige que se sepa si puede tener un amo. La absurdidad particular de este problema viene del hecho de que la noción misma que hace posible el problema de la libertad le quita al mismo tiempo todo su sentido. Pues ante Dios, más que el problema de la libertad, hay el problema del mal. Se conoce la alternativa; o bien no somos libres y Dios todopoderoso es responsable del mal, o bien somos libres y responsables, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escuela no han añadido ni quitado nada a lo decisivo de esta paradoja. Por eso no puedo perderme en la exaltación o la simple definición de una noción que me escapa y pierde su sentido desde el momento que sobrepasa el marco de mi experiencia individual. No puedo comprender lo que sería una libertad que me fuera dada por un ser superior. He perdido el sentido de la jerarquía. No puedo tener de la libertad sino el concepto del prisionero o del individuo moderno en el seno del Estado. La única que conozco es la libertad de espíritu y de acción. Ahora bien, si lo absurdo aniquila todas mis probabilidades de libertad eterna, me devuelve y exalta, por el contrario, mi libertad de acción. Esta privación de esperanza y de porvenir significa un acrecentamiento en la disponibilidad del hombre. Antes de encontrar lo absurdo, el hombre cotidiano vive con finalidades, con un afán de porvenir o de justificación (no importa con respecto a quién o qué). Evalúa sus probabilidades, cuenta con el porvenir, con el retiro o el trabajo de sus hijos. Cree todavía que se puede dirigir algo en su vida. En verdad, obra como si fuese libre, aunque todos los hechos se encarguen de contradecir esa libertad. Pero después de lo absurdo todo se desquicia. La idea de que "existo", mi manera de obrar como si todo tuviera un sentido (incluso si, llegado el caso, dijese que nada lo tiene), todo esto se halla desmentido de una manera vertiginosa por la absurdidad de una muerte posible. Pensar en el mañana, fijarse una finalidad, tener preferencias, todo ello supone la creencia en la libertad, aunque a veces se asegure que no se la siente. Pero en ese momento sé muy bien que no existe esa libertad superior, esa libertad de ser que es la única que puede fundamentar una verdad. La muerte aparece como la única realidad. Después de ella ya no hay nada que hacer. Ya no tengo la libertad de perpetuarme, sino que soy esclavo, y sobre todo, esclavo sin esperanza de revolución eterna, sin que pueda recurrir al desprecio. ¿Y quién puede seguir siendo esclavo sin revolución y sin desprecio? ¿Qué libertad en su pleno sentido puede existir sin seguridad de eternidad? Pero al mismo tiempo el hombre absurdo comprende que hasta entonces estaba ligado a ese postulado de libertad, con cuya ilusión vivía. En cierto sentido, eso lo trababa. En la medida en que imaginaba una finalidad en su vida, se supeditaba a las exigencias de un propósito que había de alcanzar y se convertía en esclavo de su libertad. Así, ya no podré obrar sino como el padre de familia (o el ingeniero, o el conductor de pueblos, o el supernumerario de correos) que me dispongo a ser. Creo que puedo elegir ser esto en vez de otra cosa. Lo creo inconscientemente, es cierto. Pero sostengo, al mismo tiempo que mi postulado, las creencias de quienes me rodean, los prejuicios de mi medio humano (¡los otros están tan seguros de ser libres y este buen humor es tan contagioso!). Por muy apartado que uno se pueda mantener de todo prejuicio, moral o social, se sufren en parte y hasta uno ajusta la vida a los mejores de ellos (pues hay prejuicios buenos y malos). Así el hombre absurdo comprende que no era. realmente libre. Para hablar claramente, en la medida en que espero o me preocupa una verdad que me sea propia, una manera de ser o de crear, en la medida, en fin, en que ordeno mi vida y pruebo con ello que admito que tiene un sentido, me creo unas barreras entre las que encierro mi vida. Hago como tantos funcionarios del espíritu y del corazón que sólo me inspiran aversión y que no hacen otra cosa, lo veo bien ahora, que tomarse en serio la libertad del hombre. Lo absurdo me aclara este punto: no hay mañana. Esta es en adelante la razón de mi libertad profunda. Haré a este respecto dos comparaciones. Ante todo están los místicos, quienes encuentran una libertad que darse. Al abismarse en su dios, al aceptar sus reglas se hacen secretamente libres a su vez. En la esclavitud espontáneamente consentida vuelven a encontrar una independencia profunda. ¿Pero qué significa esa libertad? Puede decirse, sobre todo, que se sienten libres frente a sí mismos y menos libres que liberados. Del mismo modo, completamente vuelto hacia la muerte (tomada aquí como la absurdidad más evidente), el hombre absurdo se siente desligado de todo lo que no es esa atención apasionada que cristaliza en él. Disfruta de una libertad con respecto a las reglas comunes. Se ve en esto que los temas de partida de la filosofía existencialista conservan todo su valor. La vuelta a la conciencia, la evasión del sueño cotidiano son los primeros pasos de la libertad absurda. Pero a lo que se tiende es a la predicación existencial y con ella a ese salto espiritual que en el fondo escapa a la conciencia. De la misma manera (esta es mi segunda comparación) los esclavos de la antigüedad no se pertenecían. Pero conocían esa libertad que consiste en no sentirse responsable10. También la muerte tiene manos patricias que aplastan pero liberan. Abismarse en esta certidumbre sin fondo, sentirse en adelante lo bastante extraño a la propia vida para aumentarla y recorrerla sin la miopía del amante es el principio de una liberación. Esta independencia nueva tiene un plazo, como toda li- bertad de acción. No extiende un cheque sobre la eternidad. Pero reemplaza a las ilusiones de la libertad, todas las cuales terminaban con la muerte. La divina disponibilidad del condenado a muerte ante el que se abren las puertas de la prisión cierta madrugada, ese increíble desinterés por todo, salvo por la llama pura de la vida, ponen de manifiesto que la muerte y lo absurdo son los principios de la única libertad razonable: la que un corazón humano puede sentir y vivir. Esta es una se- gunda consecuencia. El hombre absurdo entrevé así un universo ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada es posible pero donde todo está dado, y más allá del cual sólo están el hundimiento y la nada. Entonces puede decidirse a aceptar la vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negación a esperar y el testimonio obstinado de una vida sin consuelo. ¿Pero qué significa la vida en semejante universo? Por el momento nada más que la indiferencia por el porvenir y el ansia de agotar todo lo dado. La creencia en el sentido de la vida supone siempre una escala de valores, una elección, nuestras preferencias. La creencia en lo absurdo, según nuestras definiciones, enseña lo 10 Se trata aquí de una comparación de hecho, no de una apología de la humildad. El hombre absurdo es lo contrario del hombre reconciliado. contrario. Pero merece la pena que nos detengamos en esto. Saber si se puede vivir sin apelación es todo lo que me interesa. No quiero salir de este terreno. Se me ha dado este rostro de la vida; ¿puedo acomodarme a él? Ahora bien, frente a esta preocupación particular, la creencia en lo absurdo equivale a reemplazar la calidad de las experiencias por la cantidad. Si me convenzo de que esta vida no tiene otra faz que la de lo absurdo, si siento que todo su equilibrio se debe a la perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que forcejeo, si admito que mi libertad no tiene sentido sino con relación a su destino limitado, entonces debo decir que lo que cuenta no es vivir lo mejor posible, sino vivir lo más posible. No tengo por qué preguntarme si esto es vulgar o repugnante, elegante o lamentable. De una vez por todas, los juicios de valor quedan descartados aquí en beneficio de los juicios de hecho. Sólo tengo que sacar las conclusiones de lo que puedo ver y no aventurar nada que sea una hipótesis. Si supusiera que vivir así no sería honesto, la verdadera honestidad me ordenaría que fuese deshonesto. Vivir lo más posible, en su sentido amplio, es una regla de vida que nada significa. Hay que precisarla. Parece, ante todo, que no se ha ahondado suficientemente esta noción de cantidad, pues puede dar cuenta de una gran parte de la experiencia humana. La moral de un nombre, su escala de valores no tienen sentido sino por la cantidad y variedad de experiencias que ha podido acumular. Ahora bien, las condiciones de la vida moderna imponen a la mayoría de los hombres la misma cantidad de experiencias y, por lo tanto, la misma experiencia profunda. Ciertamente, hay que tener en cuenta también la aportación espontánea del individuo, lo que en él está "dado". Pero no puedo juzgar esto y una vez más mi regla consiste en arreglarme con la evidencia inmediata. Veo entonces que la característica propia de una moral común reside menos en la importancia ideal de los principios que la animan que en la norma de una experiencia que es posible calibrar. Forzando un poco las cosas, los griegos tenían la moral de sus ocios como nosotros tenemos la de nuestras jornadas de ocho horas. Pero ya muchos hombres, y entre ellos los más trágicos, nos hacen presentir que una experiencia más larga cambia este cuadro de valores. Nos hacen imaginar a ese aventurero de lo cotidiano que mediante la simple cantidad de las experiencias batiese todos los récords (empleo a propósito esta expresión deportiva) y ganara así su propia moral11. Alejémonos, no obstante, del romanticismo y preguntémonos solamente qué puede significar esta actitud para un hombre decidido a mantener su apuesta y a observar estrictamente lo que él cree que es la regla del juego. Batir todos los récords es, ante todo y únicamente, estar frente al mundo con la mayor frecuencia posible. ¿Cómo se puede hacer esto sin contradicciones y sin juegos de palabras? Pues, por una parte, lo absurdo enseña que todas las experiencias son indiferentes y, por la otra, impulsa a la mayor cantidad de experiencias. ¿Cómo no hacer entonces lo que han hecho tantos de esos hombres de los que hablaba más arriba: elegir la forma de vida que nos aporte la mayor cantidad posible de esa materia humana, introducir con ello una escala de valores que por otro lado se 11 La cantidad origina a veces la calidad. Si he de creer las últimas puntualizaciones de la teoría científica, toda materia está constituida por centros de energía. Su cantidad más o menos grande hace más o menos singular su especifidad. Un millar de millones de iones y un ion difieren no sólo en cantidad, sino también en calidad. Es fácil encontrar la analogía en la experiencia humana, EL HOMBRE ABSURDO "Si Stavroguin cree, no cree que crea. Si no cree, no cree que no crea." Dostoievski: Los poseídos. "Mi campo —dice Goethe— es el tiempo." He aquí la palabra absurda. ¿Qué es, en efecto, el hombre absurdo ? El que, sin negarlo, no hace nada por lo eterno. No es que le sea extraña la nostalgia, sino que prefiere a ella su valor y su razonamiento. El primero le enseña a vivir sin apelación y a contentarse con lo que tiene; el segundo, le enseña sus límites. Seguro de su libertad a plazo, de su rebelión sin porvenir y de su conciencia perecedera, prosigue su aventura en el tiempo de su vida. En él está su campo, en él está su acción, que sustrae a todo juicio excepto el suyo. Una vida más grande no puede significar para él otra vida. Eso sería deshonesto. Tampoco me refiero aquí a esa eternidad irrisoria que se llama posteridad. Madame Roland se remitía a ella. Esta imprudencia ha recibido su lección. La posteridad cita de buena gana esa frase, pero se olvida de juzgarla. Madame Roland es indiferente para la posteridad. No se puede disertar sobre la moral. He visto a personas obrar mal con mucha moral y compruebo todos los días que la honradez no necesita reglas. El hombre absurdo no puede admitir sino una moral, la que no se separa de Dios, la que se dicta. Pero vive justamente fuera de ese Dios. En cuanto a las otras (e incluyo también al inmoralismo), el hombre absurdo no ve en ellas sino justificaciones, y no tiene nada que justificar. Parto aquí del principio de su inocencia. Esta inocencia es temible. "Todo está permitido", exclama Iván Karamázov. También esto parece absurdo, pero con la condición de no entenderlo en el sentido vulgar. No sé si se ha advertido bien: no se trata de un grito de liberación y de alegría, sino de una comprobación amarga. La certidumbre de un Dios que diera su sentido a la vida supera mucho en atractivo al poder impune de hacer el mal. La elección no sería difícil. Pero no hay elección y entonces comienza la amargura. Lo absurdo no libera, ata. No autoriza todos los actos. Todo está permitido, no significa que nada esté prohibido. Lo absurdo da solamente su equivalencia a las consecuencias de esos actos. No recomienda el crimen, eso sería pueril, pero restituye al remordimiento su inutilidad. Del mismo modo, si todas las experiencias son indiferentes, la del deber es tan legítima como cualquier otra. Se puede ser virtuoso por capricho. Todas las morales se fundan en la idea de que un acto tiene consecuencias que lo justifican o lo borran. Un espíritu empapado de absurdo juzga solamente que esas consecuencias deben ser consideradas con serenidad. Está dispuesto a pagar. Dicho de otro modo, si bien para él puede haber responsables, no hay culpables. Todo lo más consentirá en utilizar la experiencia pasada para fundamentar sus actos futuros. El tiempo hará vivir al tiempo y la vida servirá a la vida. En este campo a la vez limitado y atestado de posibilidades, todo le parece imprevisible en sí mismo y fuera de su lucidez. ¿Qué regla podría deducirse, por lo tanto, de este orden irrazonable? La única verdad que puede parecerle instructiva no es formal: se anima y se desarrolla en los hombres. No son, por consiguiente, reglas éticas las que el espíritu absurdo puede buscar al final de su razonamiento, sino ilustraciones y el soplo de las vidas humanas. Las imágenes que damos a continuación son de esa clase. Siguen el razonamiento absurdo dándole su actitud y su calor. ¿Necesito desarrollar la idea de que un ejemplo no es forzosamente un ejemplo que hay que seguir (menos todavía, si es posible en el mundo absurdo), y que estas ilustraciones no son, por lo tanto, modelos? Además de que es necesaria la vocación, resulta ridículo, salvadas las distancias, deducir de Rousseau que hay que caminar a cuatro patas y de Nietzsche que conviene maltratar a la propia madre. "Hay que ser absurdo —escribe un autor moderno—; no hay que ser iluso." Las actitudes de que se va a tratar no pueden adquirir todo su sentido si no se tienen en cuenta sus con- trarias. Un supernumerario de correos es igual a un conquistador si la conciencia les es común. Todas las experiencias son indiferentes a este respecto. Pueden servir o perjudicar al hombre. Le sirven si es consciente. Si no lo es, ello no tiene im- portancia: las derrotas de un hombre no juzgan a las circunstancias, sino a él mismo. Elijo únicamente a hombres que sólo aspiran a agotarse, o que tengo conciencia por ellos de que se agotan. La cosa no pasa de ahí. Por el momento no quiero hablar sino de un mundo en el que los pensamientos, lo mismo que las vidas, carecen de porvenir. Todo lo que hace trabajar y agitarse al nombre utiliza la esperanza. El único pensamiento que no es mentiroso es, por lo tanto, un pensamiento estéril. En el mundo absurdo, el valor de una noción o de una vida se mide por su infecundidad. £1 donjuanismo Si bastase con amar, las cosas serían demasiado sencillas. Cuanto más se ama tanto más se consolida lo absurdo. No es por falta de amor por lo que Don Juan va de mujer en mujer. Es ridículo presentarlo como un iluminado en busca del amor total. Pero tiene que repetir ese don y ese ahondamiento porque ama a todas con el mismo ardor y cada vez con todo su ser. De ahí que cada una espere darle lo que nadie le ha dado nunca. Ellas se engañan profundamente cada vez y sólo consiguen hacerle sentir la necesidad de esa repetición. 'Por fin —exclama una de ellas— te he dado el amor." ¿Sorprenderá que Don Juan se ría de ella? "¿Por fin? —dice—; no, sino una vez más." ¿Por qué habría de ser necesario amar raras veces para amar mucho? ¿Don Juan es triste? No es verosímil. Apenas apelaré a la crónica. Esa risa, la insolencia victoriosa, esos saltos y la afición a lo teatral son claros y alegres. Todo ser sano tiende a multiplicarse. Así le sucede a Don Juan. Pero, además, los tristes tienen dos motivos para estarlo: ignoran o esperan. Don Juan sabe y no espera. Hace pensar en esos artistas que conocen sus límites, no los pasan nunca, y en ese intervalo precario en que se instala su espíritu poseen la facilidad maravillosa de los maestros. Eso es, sin duda, el genio: la inteligencia que conoce sus fronteras. Hasta la frontera de la muerte física, Don Juan ignora la tristeza. Desde el momento que sabe, su risa estalla y hace que se perdone todo. Era triste en la época en que esperaba. Ahora vuelve a encontrar en la boca de esa mujer el gusto amargo y reconfortante de la ciencia única. ¿Amargo? ¡Es apenas esa imperfección necesaria que hace sensible la dicha! Es un gran error tratar de ver en Don Juan a un hombre que se alimenta con el Eclesiastés. Pues nada para él es vanidad sino la esperanza en otra vida. Lo prueba, puesto que se la juega contra el cielo mismo. No le pertenece el pesar por el deseo perdido en el goce, ese lugar común de la impotencia. Eso está ¡bien en el Fausto, quien cree en Dios lo bastante como para venderse al diablo. Para Don Juan la cosa es más sencilla. El "Burlador" de Tirso de Molina responde siempre a las amenazas del infierno: "¡Tan largo me lo fiáis!" Lo que viene después de la muerte es fútil, ¡ y qué larga serie de días para quien sabe estar vivo! Fausto reclamaba los bienes de este mundo: el desdichado sólo tenía que tender la mano. Ya era vender su alma no saber gozar de ella. Por el contrario, Don Juan busca la saciedad. Si abandona a una mujer bella no es, en modo alguno, porque ya no la desee. Una mujer bella es siempre deseable. Pero es que desea a otra, y eso no es lo mismo. Esta vida le colma y nada es peor que perderla. Este loco es un gran sabio. Pero los hombres que viven de la esperanza se avienen mal a este universo en el que la bondad cede el lugar a la generosidad, la ternura al silencio viril, la comunión al valor solitario. Y todos dicen: "Era un débil, un idealista o un santo". Hay que rebajar la grandeza que ofende. Causan bastante indignación (o esa risa cómplice que degrada lo que admira) los discursos de Don Juan y esa misma frase que sirve para todas las mujeres. Pero para quien busca la cantidad de los goces sólo cuenta la eficacia. ¿Para qué complicar las contraseñas que han dado ya sus pruebas? Nadie, ni la mujer ni el hombre, las escucha, sino más bien la voz que las pronuncia. Son una regla, la convención y la cortesía. Se dicen, después de lo cual queda por hacer lo más importante. Don Juan se prepara ya para ello. ¿Por qué se ha de plantear un problema de moral? No es como el Manara de Milosz, que se condena por el deseo de ser un santo. El infierno es para él algo que se desafía. No tiene sino una respuesta para la cólera divina, y es el honor humano: "Tengo honor —dice al Comendador— y cumplo mi promesa porque soy un caballero". Pero sería un error igualmente grande considerarlo un inmoralista. Es a ese respecto "como todo el mundo": tiene la moral de su simpatía o su antipatía. No se comprende bien a Don Juan sino refiriéndose siempre a lo que simboliza vulgarmente: el seductor corriente y el mujeriego. Es un seductor ordinario15, con la diferencia de que es consciente y por ello absurdo. Un seductor que se hace lúcido no cambiará por ello. Seducir es su estado. Sólo en las novelas se cambia de estado o se vuelve uno mejor. Pero se puede decir que a la vez nada cambia y todo se transforma. Lo que Don Juan pone en práctica es una ética de la cantidad, al contrario del santo, que tiende a la calidad. No creer en el sentido profundo de las cosas es lo propio del 15 En el sentido pleno y con sus defectos. Una actitud sana comprende también los defectos. que cazarla al vuelo, en ese momento inapreciable en el que echa sobre sí misma una mirada fugitiva. Al nombre cotidiano no le gusta detenerse en ella. Todo le apremia, por el contrario. Pero, al mismo tiempo, nada le interesa más que él mismo, sobre todo lo que podría ser. De ahí su afición al teatro, al espectáculo, donde se le proponen tantos destinos cuya poesía recibe sin sufrir su amargura. En eso, por lo menos, se reconoce al hombre inconsciente, que continúa apresurándose hacia no se sabe qué esperanza. El hombre absurdo comienza donde aquél termina, donde, dejando de admirar el juego, el espíritu quiere intervenir en él. Penetrar en todas esas vidas, experimentarlas en su diversidad es propiamente representarlas. No digo que los actores en general obedezcan a ese llamamiento, que sean nombres absurdos, sino que su destino es un destino absurdo que podría seducir y atraer a un corazón clarividente. Es necesario sentar esto para que se entienda sin contrasentido lo que va a seguir. El actor reina en lo perecedero. Entre todas las glorias, la suya es, como se sabe, la más efímera. Así se dice, por lo menos, en la conversación. Pero todas las glorias son efímeras. Desde el punto de vista de Sirio, las obras de Goethe se habrán con- vertido en polvo y su nombre se habrá olvidado dentro de diez mil años. Algunos arqueólogos buscarán, quizá, testimonios de nuestra época. Esta idea ha sido siempre docente. Bien meditada, reduce nuestras agitaciones a la nobleza profunda que se encuentra en la indiferencia. Sobre todo, dirige nuestras preocupaciones hacia lo más seguro, es decir, hacia lo inmediato. De todas las glorias, la menos engañosa es la que se vive. El actor ha elegido, por lo tanto, la gloria innumerable, la que se consagra y se experimenta. El es quien saca la mejor conclusión del hecho de que todo debe morir un día. Un actor triunfa o no triunfa. Un escritor conserva una esperanza aunque sea desconocido. Supone que sus obras atestiguarán lo que fue. El actor nos dejará todo lo más una fotografía, y nada de lo que era él, sus gestos y sus silencios, su corto resuello o su respiración amorosa, llegará hasta nosotros. Para él no ser conocido es no representar, y no representar es morir cien veces con todos los seres que habría animado o resucitado. ¿Puede sorprender encontrar una gloria perecedera edificada sobre las creaciones más efímeras? El actor tiene tres horas para ser Yago o Alcestes, Fedra o Glocester. En ese breve tiempo los hace nacer y morir sobre cincuenta metros cuadrados de tablas. Nunca ha sido ilustrado lo absurdo tan bien ni tan largo tiempo. Esas vidas maravillosas, esos destinos únicos y completos que se desarrollan y terminan entre paredes, ¿pueden resumirse de una manera más reveladora? Una vez que deja el tablado, Segismundo ya no es nada. Dos horas después se le ve comiendo fuera de casa. Quizá sea entonces cuando la vida es un sueño. Pero después de Segismundo viene otro. El personaje que sufre de incertidumbre reemplaza al hombre que ruge después de vengarse. Recorriendo así los siglos y los espíritus, imitando al nombre tal como puede ser y tal como es, el actor se asemeja a ese otro personaje absurdo que es el viajero. Como él, agota algo y recorre sin descanso. Es el viajero del tiempo y, en lo que respecta a los mejores, el viajero acosado por las almas. Si la moral de la cantidad pudiera encontrar alguna vez un alimento, lo encontraría seguramente en esta escena singular. Es difícil decir en qué medida el actor se beneficia con sus personajes. Pero lo importante no es eso. Se trata de saber, únicamente, hasta qué punto se identifica con esas vidas irremplazables. Sucede, en efecto, que las transporta consigo, que desbordan ligeramente el tiempo y el espacio en que han nacido. Acompañan al actor, y éste no se separa ya muy fácilmente de lo que él ha sido. Sucede que para tomar su vaso reencuentra el ademán de Hamlet al levantar la copa. No, no es tan grande la distancia que le separa de los seres que hace vivir. Ilustra entonces abundantemente todos los meses o todos los días esa verdad tan fecunda de que no hay frontera entre lo que un hombre quiere ser y lo que es. Lo que demuestra es hasta qué punto el parecer hace al ser, pues se ocupa constantemente en representar mejor. Pues su arte consiste en fingir absolutamente, en penetrar lo más posible en vidas que no son la suya. Al término de su esfuerzo se aclara su vocación: dedicarse con todo su corazón a no ser nada o a ser muchos. Cuanto más estrecho es el límite que se le da para crear su personaje tanto más necesario es su talento. Va a morir dentro de tres horas con el rostro que tiene hoy. Es necesario que en tres horas experimente y exprese todo un destino excepcional. Eso se llama perderse para volverse a encontrar. En esas tres horas va hasta el final del camino sin salida que el hombre de la sala tarda toda su vida en recorrer. El actor, mimo de lo perecedero, no se ejercita ni se perfecciona sino en la apariencia. Lo convencional del teatro consiste en que el corazón no se expresa ni se hace entender sino mediante los gestos y el cuerpo, o mediante la voz, que pertenece tanto al alma como al cuerpo. La ley de este arte quiere que todo tome cuerpo y se traduzca en carne. Si en el escenario hubiera que amar corno se ama, emplear esa Írremplazable voz del corazón, mirar como se mira, nuestro lenguaje sería cifrado. En él los silencios deben hacerse oír. El amor alza el tono y la inmovilidad misma se hace espectacular. El cuerpo es rey. No es "teatral" el que quiere serlo y esta palabra desacreditada erróneamente abarca toda una estética y toda una moral. La mitad de una vida humana transcurre sobrentendiendo, volviendo la cabeza y callándose. El actor es aquí el intruso. Levanta el sortilegio de esta alma encadenada y las pasiones se precipitan finalmente a su escenario. Hablan en todos los gestos, no viven sino dando gritos. Así, el actor compone sus personajes para ostentarlos. Los dibuja o los esculpe, se introduce en su forma imaginaria y da a sus fantasmas su sangre. No es necesario decir que me refiero al gran teatro, al que da al actor la ocasión de cumplir su destino enteramente físico. Véase a Shakespeare. En este teatro del primer movimiento son los furores del cuerpo los que dirigen la danza. Lo explican todo. Sin ellos todo se derrumbaría. El rey Lear no iría nunca a la cita que le da la locura sin el gesto brutal que destierra a Cordelia y condena a Edgar. Por lo tanto, es justo que esta tragedia se desarrolle bajo el signo de la demencia. Las almas se entregan a los demonios y a su zarabanda. No hay menos de cuatro locos, uno por oficio, otro por voluntad y los dos últimos por tormento: cuatro cuerpos desordenados, cuatro rostros indecibles de una misma condición. La escala misma del cuerpo humano es insuficiente. Con la máscara y los coturnos, el maquillaje que reduce y acusa el rostro en sus elementos esenciales, el vestido que exagera y simplifica, este universo lo sacrifica todo a la apariencia y no está hecho sino para el ojo. En virtud de un milagro absurdo, es el cuerpo el que sigue proporcionando el conocimiento. Nunca comprendería yo bien a Yago si no lo representase. Por mucho que le oiga, no lo capto sino en el momento en que lo veo. Por consiguiente, el actor tiene la monotonía, la silueta única, obsesionante, a la vez extraña y familiar del personaje absurdo que pasea a través de todos sus protagonistas. También en eso la gran obra teatral sirve a esa unidad de tono16. En eso es en lo que el actor se contradice: es él mismo y, no obstante, tan diverso, tantas almas resumidas por un solo cuerpo. Pero es la contradicción absurda misma este individuo que quiere alcanzarlo todo y vivirlo todo, esta inútil tentativa, esta obstinación sin alcance. Lo que se contradice siempre se une, no obstante, en él. Se halla en ese lugar en que el cuerpo y el espíritu se unen y se aprietan, en que el segundo, cansado de sus fracasos, se vuelve hacia su aliado más fiel. "Y benditos sean aquellos —dice Hamlet— cuya sangre y cuyo juicio se mezclan tan curiosamente que no son una flauta en la que el dedo de la fortuna hace sonar el agujero que le place". ¿Cómo no iba a condenar la Iglesia semejante ejercicio en el actor? Repudiaba ella en este arte la multiplicación herética de las almas, la orgía de emociones, la pretensión escandalosa de un espíritu que se niega a no vivir más que un destino y se precipita en todas las intemperancias. Ella proscribía en ellos esa afición al presente y ese triunfo de Proteo que son la negación de todo lo que ella enseña. La eternidad no es un juego. Un espíritu lo bastante insensato como para preferir una comedia ya no puede salvarse. No hay compromiso entre el "en todas partes" y el "siempre". De ahí que ese oficio tan despreciado pueda dar lugar a un conflicto espiritual desmesurado. "Lo que importa —dice Nietzsche— no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad." Todo el drama está, en efecto, en esta elección. Adriana Lecouvreur, en su lecho de muerte, quería confesarse y comulgar, pero se negó a renunciar a su profesión. Perdió con ello el beneficio de la confesión. ¿Qué era eso, en efecto, sino ponerse contra Dios en defensa de su propia pasión profunda? Y esa mujer agonizante, al negarse con lágrimas en los ojos a renegar del que lla- maba su arte, dio pruebas de una grandeza ,que jamás alcanzó en la escena. Fue su papel mas hermoso y el más difícil de representar. Elegir entre el cielo y una fidelidad irrisoria, preferirse a la eternidad o abismarse en Dios es la tragedia secular en la que hay que estar en su sitio. Los comediantes de la época sabían que estaban excomulgados. Ingresar en la profesión era elegir el Infierno. Y la Iglesia los consideraba como sus peores enemigos. Algunos literatos se indignan: "¡Cómo negar a Moliere los últimos sa- cramentos! " Pero eso era justo y, sobre todo, para él, que murió en escena y termina bajo el disfraz una vida enteramente dedicada a la dispersión. A propósito de él se invoca al genio que lo excusa todo. Pero el genio no excusa nada, justamente porque se niega a hacerlo. El actor sabía, por lo tanto, el castigo que se le prometía. ¿ Pero qué sentido podían tener tan vagas amenazas en comparación con el último castigo que le reservaba la vida misma? Era éste el que sentía de antemano y aceptaba completamente. Para el actor, lo mismo que para el hombre absurdo, una muerte prematura es irreparable. Nada puede compensar la suma de los rostros y los siglos 16 Pienso ahora en Alcestes de Moliere. Todo es tan simple, tan evidente y tan grosero. Alcestes contra Filinto, Celimena contra Elianto, todo el tema con la absurda consecuencia de un carácter llevado hacia su fin, y el verso mismo, el "mal verso", apenas escandido como la monotonía del personaje. menos, así se dice. Pero eso se debe a que, en un relámpago, ha sentido la asombrosa grandeza del espíritu humano. Los conquistadores son solamente aquellos hombres que se sienten con fuerzas suficientes como para estar seguros de vivir constantemente a esas alturas y con la plena conciencia de esa grandeza. Es una cuestión de aritmética, de más o de menos. Los conquistadores pueden con lo más, pero no pueden mas que el hombre mismo cuando lo quiere. Por eso no abandonan nunca el crisol humano y se hunden en lo más ardiente del alma de las revoluciones. Encuentran allí a la criatura mutilada, pero en cuentran también los únicos valores que aman y admiran: el hombre y su silencio. Esa es a la vez su miseria y su riqueza. Sólo hay un lujo para ellos y es el de las relaciones humanas. ¿Cómo no se ha de comprender que en este universo vulnerable todo lo que es humano y no es más que eso adquiere un sentido más ardiente? Los rostros tensos, la fraternidad amenazada, la amistad tan fuerte y tan púdica de los hombres entre sí son las verda- deras riquezas, puesto que son perecederas. Entre ellas es donde el espíritu siente más sus poderes y sus límites. Es decir, su eficacia. Algunos han hablado de genio, pero al genio, lo digo en seguida, prefiero la inteligencia. Se debe decir que ésta puede ser entonces magnífica. Ilumina este desierto y lo domina. Conoce sus servidumbres y las ilustra. Morirá al mismo tiempo que este cuerpo. Pero su libertad consiste en saberlo. No lo ignoramos, todas las Iglesias están contra nosotros. Un corazón tan tenso se sustrae a lo eterno y todas las Iglesias, divinas o políticas, aspiran a lo eterno. La felicidad y el valor, el salario y la justicia son para ellas fines secundarios. Pro- porcionan una doctrina y hay que consentir en ella. Pero yo nada tengo que ver con las ideas o lo eterno. Puedo tocar con la mano las verdades a mi medida. No puedo separarme de ellas. Por eso no se puede fundar nada sobre mí: nada del conquistador perdura, ni siquiera sus doctrinas. Al final de todo eso, a pesar de todo, está la muerte. Lo sabemos, y sabemos también que lo termina todo. Por eso son horribles esos cementerios que cubren a Europa y que atormentan a algunos de nosotros. No se embellece sino lo que se ama y la muerte nos repugna y nos cansa. También a ella hay que conquistarla. El último Carrara, prisionero en la Padua vaciada por la peste y asediada por los venecianos, recorría gritando las salas de su palacio desierto; llamaba al diablo y le pedía la muerte. Era una manera de superarla. Y es también una señal de valor propia del Occidente haber hecho tan espantosos los lugares donde la muerte se cree honrada. En el universo del rebelde la muerte exalta a la injusticia. Es el abuso supremo. Otros, también sin transigir, han elegido lo eterno y denunciado la ilusión de este mundo. Sus cementerios sonríen entre una multitud de flores y pájaros. Eso conviene al conquistador y le da la imagen clara de lo que él ha rechazado. Ha elegi- do, por el contrario, la cerca de palastro o la fosa anónima. Los mejores entre los hombres de lo eterno se sienten a veces presa de un espanto lleno de consideración y de piedad ante espíritus que pueden vivir con semejante imagen de su muerte. Sin embargo, esos hombres sacan de ella su fuerza y su justificación. Nuestro destino está frente a nosotros y lo desafiamos, menos por orgullo que por la conciencia que tenemos de nuestra condición intrascendente. También nosotros nos compadecemos a veces de nosotros mismos. Es la única compasión que nos parece aceptable: un sentimiento que quizá no comprendáis y que os parece poco viril. Sin embargo, lo experimentan los más audaces de entre nosotros. Pero nosotros llamamos viriles a los lúcidos y no queremos una fuerza que se separe de la clarividencia. Diremos una vez más que estas imágenes no proponen moralejas ni implican juicios: son diseños. Simbolizan únicamente un estilo de vida. El amante, el comediante o el aventurero encarnan lo absurdo. Pero también, si lo quieren, el casto, el funcionario o el presidente de la república. Basta con saber y no ocultar nada. En los museos italianos se encuentran a veces pequeñas pantallas pintadas que el sacerdote mantenía ante la vista de los condenados para ocultarles el cadalso. El salto en todas sus formas, la precipitación a lo divino o a lo eterno, el abandono a las ilusiones de lo cotidiano o de la idea son otras tantas pantallas que ocultan lo absurdo. Pero hay funcionarios sin pantalla y quiero hablar de ellos. He elegido a los más extremados. En esa situación lo absurdo les da un poder real. Es cierto que esos príncipes no tienen reino, pero tienen sobre los otros la segura ventaja de saber que todos los reinos son ilusorios. Saben, eso constituye toda su grandeza, y es inútil que se quiera hablar a su respecto de desdicha oculta o de las cenizas de la desilusión. Estar privado de esperanza no es desesperar. Las llamas de la tierra valen tanto como los perfumes celestes. Ni yo ni nadie podemos juzgarlos aquí. No tratan de ser mejores, sino de ser consecuentes. Si la palabra sabio se aplica al hombre que vive de lo que tiene, sin especular sobre lo que no tiene, esos son hombres sabios. Uno de ellos, conquistador, pero del espíritu; Don Juan, pero del conocimiento; comediante, pero de la inteligencia, lo sabe mejor que nadie: No se merece en modo alguno un privilegio en la tierra y en el cielo cuando se ha llevado la querida y pequeña mansedumbre de carnero hasta la perfección: no por ello se deja de seguir siendo, en el mejor caso, un querido carnerito ridículo con cuernos y nada más, aun admitiendo que no se reviente de vanidad y que no se provoque el escándalo con sus actitudes de juez". En todo caso, era necesario restituir al razonamiento absurdo rostros más ardientes. La imaginación puede añadirle otros muchos, fijados en el tiempo y el destierro, que saben también vivir de acuerdo con un universo sin porvenir y sin debilidad. Este mundo absurdo y sin dios se puebla entonces con hombres que piensan con claridad y ya no esperan. Y todavía no he hablado del más absurdo de los personajes, que es el creador. LA CREACIÓN ABSURDA Filosofía y novela Todas estas vidas mantenidas en el aire avaro de lo absurdo no podrían sostenerse sin algún pensamiento profundo y constante que las anime con su fuerza. También en esto sólo puede tratarse de un singular sentimiento de fidelidad. Se ha visto a hombres conscientes cumplir su tarea en medio de las guerras más estúpidas sin creerse en contradicción. Es que se trataba de no eludir nada. Hay una felicidad metafísica en la defensa de la absurdidad del mundo. La conquista o el juego, el amor innumerable, la rebelión absurda son homenajes que el hombre tributa a su dignidad en una campaña en la que está vencido de antemano. Se trata solamente de ser fiel a la regla del combate. Este pensamiento puede bastar para alimentar a un hombre: ha sostenido y sostiene a civilizaciones enteras. No se niega la guerra. Hay que morir o vivir de ella. Lo mismo sucede con lo absurdo: se trata de respirar con él, de reconocer sus lecciones y de volver a encontrar su carne. A este respecto, el goce absurdo por excelencia es la creación. "El arte y nada más que el arte —dice Nietzsche—. Tenemos el arte para no morir de la verdad." En la experiencia que trato de describir y hacer sentir de muchos modos surge ciertamente un tormento allí donde muere otro. La busca pueril del olvido, el llamamiento de la satisfacción no hallan ahora eco. Pero la tensión constante que mantiene el hombre frente al mundo, el delirio ordenado que le impulsa a acoger todo le dejan otra fiebre. En este universo es la obra la única probabilidad de mantener la propia conciencia y de fijar en ella las aventuras. Crear es vivir dos veces. La búsqueda titubeante y ansiosa de un Proust, su meticulosa colección de flores, de tapices y de angustias no significan otra cosa. Al mismo tiempo, no tiene más alcance que la creación continua e inapreciable a la que se entregan durante todos los días de su vida el comediante, el conquistador y todos los hombres absurdos. Todos tratan de imitar, repetir y recrear su propia realidad. Terminamos siempre por tener el rostro de nuestras verdades. Para un hombre apartado de lo eterno la existencia entera no es sino una imitación desmesurada bajo la máscara de lo absurdo. La creación es la gran imitación. Estos hombres saben ante todo, y luego todo su esfuerzo consiste en recorrer, agrandar y enriquecer la isla sin porvenir a la que acaban de llegar. Pero es necesario saber, ante todo, pues el descubrimiento absurdo coincide con un tiempo de descanso en el que se elaboran y justifican las pasiones futuras. Hasta los hombres sin privado de enseñanza, es precisamente ése. Está demasiado próximo a las matemáticas para no haber tomado de ellas su carácter gratuito. Ese juego del espíritu consigo mismo según leyes convenidas y medidas se desarrolla en el espacio sonoro que es el nuestro y más allá del cual las vibraciones vuelven a encontrarse, no obstante, en un universo inhumano. No existe sensación más pura. Estos ejemplos son demasiado fáciles. El hombre absurdo reconoce como suyas esas armonías y esas formas. Pero yo querría hablar aquí de una obra en la que la tentación de explicar sigue siendo la mayor, en la que la ilusión se ofrece por sí misma, en a que la conclusión es casi inevitable. Me refiero a la creación novelesca. Me preguntaré si lo absurdo puede mantenerse en ella. Pensar es, ante todo, querer crear un mundo (o limitar el propio, lo que equivale a lo mismo). Es partir del desacuerdo fundamental que separa al hombre de su experiencia para encontrar un terreno de armonía conforme a su nostalgia, un uni- verso encorsetado con razones o aclarado por analogías que permitan resolver el divorcio insoportable. El filósofo, aunque sea Kant, es creador. Tiene sus personajes, sus símbolos y su acción secreta. Tiene sus desenlaces. A la inversa, la preeminencia lograda por la novela con respecto a la poesía y el ensayo representa únicamente, y a pesar de las apariencias, una mayor intelectualización del arte. Entendámonos: se trata sobre todo de las más grandes. La fecundidad y la grandeza de un género se miden con frecuencia por sus desperdicios. El número de malas novelas no debe hacer olvidar la grandeza de las mejores. Estas, justamente, llevan consigo su universo. La novela tiene su lógica, sus razonamientos, su intuición y sus postulados. Tiene también sus exigencias de claridad19. La oposición clásica de que hablaba más arriba se justifica menos todavía en este caso particular. Valía en la época en que era fácil separar a la filosofía de su autor. En la actualidad, cuando el pensamiento no aspira ya a lo universal, cuando su mejor historia sería la de sus arrepentimientos, sabemos que el sistema, cuando es válido, no se separa de su autor. La Ética misma, en uno de sus aspectos, no es sino una larga y rigurosa confidencia. El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo carnal. Y del mismo modo, los juegos novelescos del cuerpo y de las pasiones se ordenan un poco más con arreglo a las exigencias de una visión del mundo. Ya no se cuentan "historias"; se crea el universo propio. Los grandes novelistas son novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis. Así lo son Balzac, Sade, Melville, Stendhal, Dostoievski, Proust, Malraux, Kafka, por no citar más que algunos. Pero, justamente, el hecho de que hayan preferido escribir con imágenes más bien que con razonamientos revela cierta idea, que les es común, de la inutilidad de todo principio de explicación y convencida del mensaje de enseñanza de la apa- riencia sensible. Consideran que la obra es al mismo tiempo un fin y un principio. Es el resultado de una filosofía con frecuencia inexpresada, su ilustración y su 19 Reflexiónese en ello: eso explica las peores novelas. Casi todo el mundo se cree capaz de pensar y, en cierta medida, bien o mal, piensa efectivamente. Muy pocos, por el contrario, pueden imaginarse poetas o forjadores de frases. Pero desde el momento en que el pensamiento ha prevalecido sobre el estilo, la multitud ha invadido la novela. Esto no es tan malo como se dice. Los mejores tienen que exigirse más a ellos mismos. En cuanto a los que sucumben no merecían sobrevivir. coronamiento. Pero no es completa sino por los subentendidos de esa filosofía. Jus- tifica, en fin, esta variante de un tema antiguo: que un poco de pensamiento aleja de la vida, pero mucho lleva a ella. Como es incapaz de sublimar lo real, el pensamiento se limita a imitarlo. La novela de que tratamos es el instrumento de este conocimiento a la vez relativo e inagotable, tan parecido al del amor. La creación novelesca tiene del amor el asombro inicial y la rumia fecunda. Tales son, por lo menos, los prestigios que le reconozco al comienzo. Pero también se los reconocía a esos príncipes del pensamiento humillado cuyos suicidios pude contemplar luego. Lo que me interesa, justamente, es conocer y describir la fuerza que les hace volver al camino común de la ilusión. El mismo método me servirá ahora, por lo tanto. Haberlo empleado ya me servirá para abreviar mi razonamiento y resumirlo en seguida con un ejemplo concreto. Quiero saber si, una vez que se acepta vivir sin apelación, se puede consentir también en trabajar y crear sin apelación, y cuál es la ruta que lleva a esas libertades. Quiero librar a mi universo de sus fantasmas y poblarlo solamente con las verdades carnales cuya presencia no puedo negar. Puedo hacer una obra absurda, elegir la actitud creadora a otra cualquiera. Pero para que una actitud absurda siga siéndolo debe permanecer consciente de su gratuidad. Lo mismo sucede con la obra. Si en ella no se respetan los mandamientos de lo absurdo, si no ilustra el divorcio y la rebelión, si consagra las ilusiones y suscita la esperanza, ya no es gratuita. Ya no puedo separarme de ella. Mi vida puede encontrar en ella un sentido, y eso es irrisorio. No es ya ese ejercicio de desapego y de pasión que consume el esplendor y la inutilidad de una vida de hombre. En la creación la tentación de explicar es más fuerte, ¿se puede superar esa tentación? En el mundo ficticio, en el que la conciencia del mundo real es más fuerte, ¿puedo permanecer fiel a lo absurdo sin consagrarme al deseo de concluir? Son otras tantas preguntas que deben encararse en un último esfuerzo. Se ha comprendido ya lo que significaban. Son los últimos escrúpulos de una conciencia que teme abandonar su primera y difícil enseñanza al precio de una última ilusión. Lo que vale para la creación, considerada como una de las actitudes posibles para el hombre consciente de lo absurdo, vale para todos los estilos de vida que se le ofrecen. El conquistador o el actor, el creador o Don Juan pueden olvidar que su ejercicio de vivir no se podría realizar sin la conciencia de su carácter insensato. Se acostumbra uno muy pronto. Se quiere ganar dinero para vivir feliz y todo el esfuerzo y lo mejor de una vida se concentran en ganar ese dinero. Se olvida la felicidad; se toma el medio por el fin. Asimismo, todo el esfuerzo del conquistador deriva hacia la ambición que no era sino un camino hacia una vida más grande. Don Juan, por su parte, va a aceptar tam- bién su destino, a satisfacerse con esa existencia cuya grandeza no vale sino por la rebelión. Para el uno es la conciencia; para el otro, la rebelión; en ambos casos ha desaparecido lo absurdo. Tan tenaz es la esperanza en el corazón humano. Los hombres más despojados terminan a veces aceptando la ilusión. Esta aprobación dictada por la necesidad de paz es la hermana interior del consentimiento existencial. Hay, por lo tanto, dioses de luz e ídolos de barro. Pero es el camino medio que lleva a los rostros del hombre lo que se trata de encontrar. Hasta aquí son los fracasos de la exigencia absurda los que nos han informado mejor sobre lo que ella es. De la misma manera, nos bastará para estar prevenidos con advertir que la creación novelesca puede ofrecer la misma ambigüedad que ciertas filosofías. Por lo tanto, puedo elegir como ejemplo una obra en la que se reúna todo lo que indica la conciencia de lo absurdo, cuyo comienzo sea claro y el clima lúcido. Sus consecuencias nos instruirán. Si lo absurdo no es respetado en ella, sabremos a través de qué sesgo se ha introducido la ilusión. Un ejemplo concreto, un tema, una fidelidad de creador bastarán entonces. Se trata del mismo análisis que ya ha sido hecho más largamente. Examinaré un tema favorito de Dostoievski. Hubiera podido estudiar igualmente otras obras20, pero en ésta se trata el problema directamente, en el sentido de la grandeza y la emoción, como sucede con los pensamientos existencialistas de que ya se ha hablado. Este paralelismo sirve para mi propósito. Kirilov Todos los personajes de Dostoievski se interrogan sobre el sentido de la vida. Son modernos en eso: no temen al ridículo. Lo que distingue a la sensibilidad moderna de la sensibilidad clásica es que ésta se nutre de problemas morales y aquélla e problemas metafísicos. En las novelas de Dostoievski se plantea la cuestión con tal intensidad que no puede traer aparejadas sino soluciones extremas. La existencia es engañosa o es eterna. Si Dostoievski se contentase con este examen sería filósofo. Pero ilustra las consecuencias que pueden tener esos juegos del espíritu en una vida de hombre, y en eso es artista. Entre esas consecuencias, la que le interesa es la última, a la que en el Diario de un escritor llama él mismo suicidio lógico. En efecto, en las entregas de diciembre de 1876 imagina el razonamiento del "suicida lógico". Convencido de que la existencia humana es una perfecta absurdidad para quien no tiene fe en la inmortalidad, el desesperado llega a las siguientes conclusiones: "Puesto que a mis preguntas con respecto a la dicha se me ha respondido, por medio de mi conciencia, que no puedo ser dichoso sino en armonía con el gran todo, que no concibo ni podré concebir nunca, es evidente... "... Puesto que, en fin, en este orden de cosas, asumo a la vez el papel del demandante y del demandado, del acusado y del juez, y puesto que encuentro enteramente estúpida esta comedia por parte de la naturaleza, y hasta considero humillante por mi parte que acepte representarla... "En mi calidad indiscutible de demandante y demandado, de juez y de acusado, condeno a esta naturaleza que, con una desenvoltura tan imprudente, me ha hecho nacer para sufrir: la condeno a que sea aniquilada conmigo." Hay todavía un poco de humorismo en esta posición. Este suicida se mata porque se le ha vejado en el plano metafísico. En cierto sentido, se venga. Es la manera que tiene de demostrar que "no podrán con él". Se sabe, sin embargo, que el mismo tema se encarna, pero con la amplitud más admirable, en Kirilov, personaje de Los poseídos partidario también del suicidio lógico. El ingeniero Kirilov declara en 20 La de Malraux, por ejemplo. Pero habría debido abordar al mismo tiempo el problema social al que, en efecto, no puede evitar el pensamiento absurdo (aunque éste pueda proponerle muchas soluciones y muy diferentes). Sin embargo, hay que limitarse. cotidianas. Y sin duda, nadie como Dostoievski ha sabido dar al mundo absurdo prestigios tan próximos y tan torturantes. Sin embargo, ¿cuál es su conclusión? Dos citas mostrarán la inversión metafísica completa que lleva al escritor a otras revelaciones. Como el razonamiento del suicida lógico ha provocado algunas protestas de los críticos, Dostoievski desarrolla su posición en las siguientes entregas del Diario y concluye así: "Si la fe en la inmortalidad le es tan necesaria al ser humano (que sin ella llega a matarse) es porque se trata del estado normal de la humanidad. Siendo así, la inmortalidad del al- ma humana existe sin duda alguna". Por otra parte, en las últimas páginas de su última novela, al término de ese gigantesco combate con Dios, unos niños preguntan a Aliocha: "Karamázov: ¿ es cierto lo que dice la religión, que nosotros re- sucitaremos de entre los muertos, que volveremos a vernos los unos a los otros?". Y Aliocha responde: "Ciertamente, volveremos a vernos, nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido". Así son vencidos Kirilov, Stavroguin e Iván. Los Karamázov responden a los Poseídos. Y se trata seguramente de una conclusión. El caso de Aliocha no es ambiguo como el del príncipe Muichkin. Este último está enfermo y vive en un perpetuo presente, matizado con sonrisas e indiferencia, y ese estado bienaventurado podría ser la vida eterna de que habla el príncipe. Por el contrario, Aliocha le dice: "Volveremos a encontrarnos". Ya no se trata de suicidio y de locura. ¿Para qué si se está seguro de la inmortalidad y de sus goces? El hombre cambia su divinidad por la felicidad. "Nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido". Así el pistoletazo de Kirilov ha resonado en alguna parte de Rusia, pero el mundo ha seguido manteniendo sus esperanzas ciegas. Los hombres no han comprendido "eso". Quien nos habla no es un novelista absurdo, sino un novelista existencial. También en este caso al salto es conmovedor, da su grandeza al arte que lo inspira. Es una adhesión enternecedora llena de dudas, incierta y ardiente. Hablando de los Karamázov, Dostoievski dice: "La cuestión principal que se tratará en todas las partes de este libro es la misma que me ha hecho sufrir consciente o inconscientemente durante toda mi vida: la existencia de Dios". Es difícil creer que una novela haya bastado para transformar en certidumbre gozosa el sufrimiento de toda una vida. Un comentarista23 lo advierte con razón: Dostoievski va unido a Iván; y los capítulos afirmativos de los Karamázov le han exigido tres meses de esfuerzos, en tanto que lo que él llamaba "las blasfemias" fueron compuestas en tres semanas de exaltación. No hay un solo personaje suyo que no lleve esa espina en la carne, que no le irrite o que no busque un remedio en la sensación o en la inmoralidad24. En todo caso, quedémonos en la duda. He aquí una obra en la que en un claroscuro más vivo que la luz del día podemos discernir la lucha del hombre contra sus esperanzas. Al llegar al final, el creador elige contra sus personajes. Esta contradicción nos permite introducir un matiz. Aquí no se trata de una obra absurda, sino de una obra que plantea el problema absurdo. La respuesta de Dostoievski es la humillación; la "vergüenza", según Stavroguin. Una obra absurda, por el contrario, no proporciona respuesta alguna, y ésta es la diferencia. Advirtámoslo bien para terminar: lo que contradice a lo absurdo 23 Boris de Schloezer. 24 Observación curiosa y penetrante de Gide: casi todos los personajes de Dostoievski son polígamos. en esta obra no es su carácter cristiano, sino el anuncio que hace de la vida futura. Se puede ser cristiano y absurdo. Hay ejemplos de cristianos que no creen en la vida futura. A propósito de la obra de arte sería posible, por lo tanto, precisar una de las direcciones del análisis absurdo que se ha podido presentir en las páginas precedentes. Lleva a plantear "la absurdidad del Evangelio". Aclara la idea, fecunda en consecuencias, de que las convicciones no impiden la incredulidad. Bien se ve, por el contrario, que el autor de Los poseídos, familiarizado con estos caminos, ha tomado al final una vía completamente distinta. La sorprendente respuesta del creador a sus personajes, de Dostoievski a Kirilov, puede resumirse así, en efecto: La existencia es engañosa y eterna. La creación sin mañana Advierto ahora, por lo tanto, que la esperanza no puede ser eludida para siempre y que puede asaltar a aquellos mismos que se creían liberados de ella. Por eso me interesan las obras que he mencionado hasta ahora. Yo podría, por lo menos en el orden de la creación, citar algunas obras verdaderamente absurdas25. Pero todo tiene un comienzo. El objeto de esta búsqueda es una cierta fidelidad. Si la Iglesia ha sido tan dura con los herejes es porque consideraba que no hay peor enemigo que un hijo descarriado. Pero la historia de las audacias gnósticas y la persistencia de las corrientes maniqueas han contribuido más a la construcción del dogma ortodoxo que todas las plegarias. Guardadas todas las proporciones, lo mismo sucede con lo absurdo. Se reconoce su camino al descubrir los caminos que se alejan de él. Al término mismo del razonamiento absurdo, en una de las actitudes dictadas por su lógica, no es indiferente volver a encontrar a la esperanza introducida de nuevo bajo uno de sus aspectos más patéticos. Esto muestra la dificultad de la ascesis absurda. Esto muestra, sobre todo, la necesidad de una conciencia mantenida sin cesar, y se incorpora al marco general de este ensayo. Pero si bien no se trata todavía de enumerar las obras absurdas, por lo menos se pueden sacar conclusiones sobre la actitud creadora, una de las que pueden completar la existencia absurda. El arte no puede ser servido por nada tan bien como por un pensamiento negativo. Sus maneras de proceder oscuras y humilladas son tan necesarias para la inteligencia de una gran obra como lo es el negro para el blanco. Trabajar y crear "para nada", esculpir en la arcilla, saber que la propia creación no tiene porvenir, ver la propia obra destruida en un día teniendo conciencia de que, profundamente, eso no tiene más importancia que construir para los siglos, es la sabiduría difícil que autoriza el pensamiento absurdo. Realizar simultáneamente estas dos tareas, negar por un lado y exaltar por el otro, es el camino que se abre al creador absurdo. Debe dar al vacío sus colores. Esto lleva a una concepción particular de la obra de arte. Se considera con demasiada frecuencia que la obra de un creador es una serie de testimonios aislados. Se confunde entonces al artista con el literato. Un pensamiento profundo está en devenir continuo, abraza la experiencia de una vida y se amolda a ella. Del mismo modo, la creación única de un hombre se fortifica en sus aspectos sucesivos y 25 Moby Dick de Melville, por ejemplo. múltiples que son las obras. Las unas completan a las otras, las corrigen o las repiten, y también las contradicen. Si hay algo que termine la creación no es el grito victorioso e ilusorio del artista cegado: "Lo he dicho todo", sino la muerte del creador, que cierra su experiencia y el libro de su genio. Este esfuerzo, esta conciencia sobrehumana no son forzosamente visibles para el lector. No hay misterio en la creación humana. La voluntad hace este milagro. Pero por lo menos, no hay verdadera creación sin secreto. Sin duda, una serie de obras puede no ser sino una serie de aproximaciones del mismo pensamiento. Pero se puede concebir otra especie de creadores que procederían por yuxtaposición. Puede parecer que sus obras no tienen relación entre sí. En cierta medida, son contradictorias. Pero si se las vuelve a poner en su conjunto, recuperan su ordenamiento. Por lo tanto, es de la muerte de quien reciben su sentido definitivo. Aceptan lo mas claro de su luz de la vida misma de su autor. En este momento la serie de sus obras no es sino una colección de fracasos. Pero si todos esos fracasos conservan la misma resonancia, el creador ha sabido repetir la imagen de su propia condición, hacer que resuene el secreto estéril que detenta. El esfuerzo de dominación es aquí considerable. Pero la inteligencia humana puede bastar para mucho más. Demostrará solamente el aspecto voluntario de la creación. He destacado en otra parte que la voluntad humana no tenía más finalidad que la de mantener la conciencia. Pero eso no se podría hacer sin disciplina. La creación es la más eficaz de todas las escuelas de la paciencia y de la lucidez. Es también" él testimonio trastornador de la única dignidad del hombre: la rebelión te- naz contra su condición, la perseverancia en un esfuerzo considerado estéril. Exige un esfuerzo cotidiano, el dominio de sí mismo, la apreciación exacta de los límites de lo verdadero, la mesura y la fuerza. Constituye una ascesis. Todo eso "para nada", para repetir y patalear. Pero quizá, la gran obra de arte tiene menos importancia en sí misma que en la prueba que exige a un hombre y la ocasión que le proporciona de vencer a sus fantasmas y de acercarse un poco más a su realidad desnuda. Pero no nos confundamos de estética. Lo que invoco aquí no es la información paciente, la incesante y estéril ilustración de una tesis. Al contrario, si es que me he explicado claramente. La novela de tesis, la obra que prueba, la más odiosa de todas, es la que se inspira con más frecuencia en un pensamiento satisfecho. Se demuestra la verdad que se cree detentar. Pero se trata de ideas que se ponen en marcha y las ideas son lo contrario del pensamiento. Estos creadores son filósofos vergonzantes. Aquellos de quienes hablo o que me imagino son, por el contrario, pensadores lucidos. En cierto punto en que el pensamiento vuelve sobre sí mismo erigen las imágenes de sus obras como los símbolos evidentes de un pensamiento limitado, mortal y rebelde. Esas obras prueban, quizás, algo, pero más que proporcionarlas los novelistas se dan esas pruebas. Lo esencial es que triunfan en lo concreto y que ésa es su grandeza. Este triunfo enteramente carnal les ha sido preparado por un pensamiento en el que han sido humilladas las facultades abstractas. Cuando lo son del todo, la carne hace que resplandezca la creación con todo su brillo absurdo. Los filósofos irónicos son los que hacen las obras apasionadas. Todo pensamiento que renuncia a la unidad exalta la diversidad. Y la diversidad a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio. Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es de- masiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: "A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. "¡ Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos...?" Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. "Juzgo que todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su si- lencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice "sí" y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso. LA ESPERANZA Y LO ABSURDO EN LA OBRA DE FRANZ KAFKA Todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer. Sus desenlaces, o la ausencia de desenlaces, sugieren explicaciones, pero que no se revelan claramente y que exigen, para que parezcan fundadas, una nueva lectura del relato desde otro ángulo. A veces hay una doble posibilidad de interpretación, de donde surge la necesidad de dos lecturas. Eso es lo que buscaba el autor. Pero sería un error querer interpretar todo detalladamente en Kafka. Un símbolo está siempre en lo general, y, por precisa que sea su traducción, un artista no puede restituirle sino el movimiento: no hay traducción literal. Por lo demás, nada es más difícil de entender que una obra simbólica. Un símbolo supera siempre a quien lo emplea y le hace decir en realidad más de lo que cree expresar. A este respecto, el medio más seguro de captarlo consiste en no provocarlo, en leer la obra con un espíritu no prevenido y en no buscar sus corrientes secretas. En cuanto a Kafka en particular, está bien consentir en su juego, y acercarse al drama por la apariencia y a la novela por la forma. A primera vista, y para un lector desapegado, se trata de aventuras inquietantes que arrastran a personajes temblorosos y obstinados en la persecución de problemas que no formulan nunca. En El proceso es acusado José K... Pero no sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no comprende gran cosa. Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos señores bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice solamente: "Como un perro". Es difícil, como se ve, hablar de símbolo en un relato en el que la calidad más sensible es, precisamente, lo natural. Pero lo natural es una categoría difícil de comprender. Hay obras en las cuales el acontecimiento parece natural al lector. Pero hay otras (más raras, es cierto) en las que es el personaje quien encuentra natural lo que le sucede. En virtud de una paradoja singular pero evidente, cuanto más extraordinarias sean las aventuras del personaje tanto más sensible se hará la naturalidad del relato; está en proporción con la diferencia que se puede sentir entre la rareza de una vida de hombre y la sencillez con que ese hombre la acepta. Parece que Kafka tiene esa naturalidad. Y, justamente, se advierte bien lo que quiere decir El proceso y El castillo no marchan en el mismo sentido. Se completan. El insensible progreso que se puede advertir del uno al otro simboliza una conquista desmesurada en el orden de la evasión. El proceso plantea un problema que resuelve El castillo en cierta medida. El primero describe, de acuerdo con un método casi científico y sin conclusión. El segundo, en cierta medida, explica. El proceso diagnostica y El castillo imagina un tratamiento. Pero el remedio que se propone en él no cura. Lo único que hace es que la enfermedad entre en la vida normal. Ayuda a aceptarla. En cierto sentido (pensemos en Kierkegaard) la hace querer. El agrimensor K... no pue- de imaginar otra preocupación que la que lo roe. Aquellos mismos que le rodean se apasionan por ese vacío y ese dolor que no tiene nombre, como si el sufrimiento adquiriese en este caso un rostro privilegiado. "Cómo te necesito —le dice Frieda a K...—, cuan abandonada me siento, desde que te conozco, cuando no estás a mi lado." Este remedio sutil que nos hace amar lo que nos aplasta y que hace que nazca la esperanza en un mundo sin salida, este "salto" brusco mediante el cual todo cambia, es el secreto de la revolución existencial y de El castillo mismo. Pocas obras son más rigurosas en su desarrollo que El castillo. A K... le nombran agrimensor del castillo y llega a la aldea. Pero desde la aldea es imposible comunicarse con el castillo. Durante centenares de páginas se obstinará K... en encontrar su camino, hará todas las diligencias posibles, empleará astucias, andará con rodeos, no se enfadará nunca y, con una fe desconcertante, se empeñará en ejercer la función que se le ha confiado. Cada capítulo es un fracaso. Y también una reanudación. No es lógica, sino perseverancia. La amplitud de esta obstinación constituye lo trágico de la obra. Cuando K... telefonea al castillo oye voces confusas y mezcladas, risas vagas, llamamientos lejanos. Eso basta para alimentar su espe- ranza, como esos signos que aparecen en los cielos de estío, o esas promesas del anochecer que constituyen nuestra razón de vivir. Aquí se encuentra el secreto de la melancolía particular de Kafka. Es la misma, en verdad, que se respira en la obra de Proust o en el paisaje plotiniano: la nostalgia de los paraísos perdidos. "Me pongo muy triste —dice Olga— cuando Barnabé me dice por la mañana que va al castillo: ese trayecto probablemente inútil, ese día probablemente perdido, esa esperanza probablemente vana." Este "probablemente" es el matiz sobre el cual Kafka hace girar toda su obra. Mas a pesar de todo, la búsqueda de lo eterno es en ella meticulosa. Y esos autómatas inspirados que son los personajes de Kafka nos dan la imagen de lo que seríamos nosotros privados de nuestras diversiones27 y entregados por completo a las humillaciones de lo divino. En El castillo se convierte en una ética esta sumisión a lo cotidiano. La gran esperanza de K... es conseguir que el castillo le adopte. Como no puede conseguirlo solo, se esfuerza por merecer esa gracia haciéndose habitante de la aldea y perdiendo esa cualidad de forastero que todos le hacen sentir. Lo que quiere es un oficio, un hogar, una vida de hombre normal y sano. Ya no puede soportar más su locura. Quiere ser razonable. Desea librarse de la maldición particular que le hace extraño a la aldea. El episodio de Frieda a este respecto es significativo. Si esta mujer que ha conocido a uno de los funcionarios del castillo se hace su querida es a causa de su 27 En El castillo, según parece, las "diversiones", en el sentido pascaliano, están representadas por los Ayudantes, que "desvían" a K... de su preocupación. Si Frieda termina siendo la querida de uno de los ayudantes, es porque prefiere la apariencia a la verdad, la vida de todos los días a la angustia compartida. pasado. Toma de ella algo que le supera, al mismo tiempo que tiene conciencia de lo que le hace para siempre indigna del castillo. Uno recuerda a este respecto el amor singular de Kierkegaard por Regina Olsen. En ciertos hombres, el fuego de eternidad que los devora es lo bastante grande como para que quemen en él el corazón mismo de quienes los rodean. El funesto error que consiste en dar a Dios lo que no es de Dios es también el tema de este episodio de El castillo. Pero parecería que para Kafka no fuera un error. Es una doctrina y un "salto". No hay nada que no sea de Dios. Más significativo aún es el hecho de que el agrimensor se separe de Frieda para acercarse a las hermanas Barnabé. Pues la familia Barnabé es la única de la aldea que está completamente abandonada por el castillo y por la aldea misma. Amalia, la hermana mayor, ha rechazado las proposiciones vergonzosas de uno de los funcionarios del castillo. La maldición inmoral que ha seguido la ha apartado para siempre del amor de Dios. Ser incapaz de perder el honor por Dios es hacerse indigna de su gracia. Se reconoce un tema familiar de la filosofía existencial: la verdad contraría a la moral. Aquí las cosas van lejos, pues el camino que recorre el protagonista de Kafka, el que va de Frieda a las hermanas Barnabé, es el mismo que va del amor confiado a la deificación de lo absurdo. También en esto el pensamiento de Kafka coincide con el de Kierkegaard. No es sorprendente que "el relato Barnabé" se sitúe al final del libro. La última tentativa del agrimensor consiste en volver a encontrar a Dios a través de lo que lo niega, en reconocerlo, no de acuerdo con nues- tras categorías de bondad y belleza, sino detrás de los rostros vacíos y horribles de su indiferencia, de su injusticia y de su odio. Ese forastero que pide al castillo que le adopte, se encuentra al final de su viaje un poco más desterrado, pues esta vez es infiel a sí mismo y abandona la moral, la lógica y las verdades del espíritu para tratar de entrar, con la única riqueza de su esperanza insensata, en el desierto de la gracia divina28. La palabra esperanza no es ridicula en este caso. Por el contrario, cuanto más trágica es la situación de que informa Kafka tanto más rígida y provocativa se hace esa esperanza. Cuanto más verdaderamente absurdo es El proceso tanto más conmovedor e ilegítimo parece el "salto" exaltado de El castillo. Pero aquí volvemos a encontrar en estado puro la paradoja del pensamiento existencial tal como lo expresa, por ejemplo, Kierkegaard: "Se debe herir mortalmente a la esperanza terrestre, pues solamente entonces nos salva la esperanza verdadera"29 y que se puede traducir así: "Hay que haber escrito El proceso para escribir El castillo". La mayoría de quienes han hablado de Kafka han definido, en efecto, su obra como un grito desesperanzador en el que no se deja al hombre recurso alguno. Pero esto exige una revisión. Hay esperanzas y esperanzas. La obra optimista del señor Henri Bordeaux me parece singularmente desalentadora. Es que en ella nada se permite a los corazones un poco difíciles. El pensamiento de Malraux, por el contrario, es siempre tonificador. Pero en ambos casos no se trata de la misma espe- ranza ni de la misma desesperación. Veo solamente que la obra absurda misma puede conducir a la infidelidad que quiero evitar. La obra que no era más que una 28 Esto no vale, evidentemente, sino para la versión inconclusa de El castillo que nos ha dejado Kafka. Pero es dudoso que el escritor hubiese roto en los últimos capítulos la unidad de tono de la novela. 29 La Pureza del corazón. repetición sin alcance de una condición estéril, una exaltación clarividente de lo perecedero, se convierte aquí en una cuna de ilusiones. Explica y da una forma a la esperanza. El creador ya no puede separarse de ella. No es el juego trágico que debía ser. Da un sentido a la vida del autor. Es singular, en todo caso, que obras de inspiración próxima como las de Kafka, Kierkegaard o Chestov, las de, para decirlo en pocas palabras, los novelistas y filósofos existenciales, completamente orientados hacia lo Absurdo y sus conse- cuencias, desemboquen, a fin de cuentas, en ese inmenso grito de esperanza. Abrazan al Dios que las devora. La esperanza se introduce por medio de la humildad. Pues lo absurdo de esta existencia les asegura un poco más de la realidad sobrenatural. Si el camino de esta vida va a parar a Dios, hay, pues, una salida. Y la perseverancia, la obstinación con que Kierkegaard, Chestov y los protagonistas de Kafka repiten sus itinerarios constituyen una garantía singular del poder exaltante de esta certidumbre30. Kafka niega a su dios la grandeza moral, la evidencia, la bondad, la coherencia, pero es para arrojarse mejor a sus brazos. Lo Absurdo es reconocido, aceptado, el hombre se resigna a él y desde ese instante sabemos que no es ya lo absurdo. En los límites de la condición humana, ¿qué mayor esperanza que la que permite escapar a esa condición? Veo una vez más que el pensamiento existencial a este respecto, contra la opinión corriente, está lleno de una esperanza desmesurada, la misma que, con el cristianismo primitivo y el anuncio de la buena nueva, sublevó al mundo an- tiguo. Pero en ese salto que caracteriza a todo el pensamiento existencial, en esa obstinación, en esa agrimensura de una divinidad sin superficie, ¿cómo no ver la señal de una lucidez que se niega? Se quiere solamente que se trate de un orgullo que abdica para salvarse. Ese renunciamiento sería fecundo. Pero lo uno nada tiene que ver con lo otro. En mi opinión, no se disminuye el valor moral de la lucidez diciendo que es estéril como todo orgullo. Pues también una verdad, por su definición misma, es estéril. Todas las evidencias lo son. En un mundo donde todo está dado y nada es explicado, la fecundidad de un valor o de una metafísica es una noción carente de sentido. En esto se ve, en todo caso, en qué tradición de pensamiento se inscribe la obra de Kafka. En efecto, no sería inteligente considerar como rigurosa la manera de proceder que lleva de El proceso a El castillo. José K... y el agrimensor K..., son solamente los dos polos que atraen a Kafka31. Yo hablaré como él y diré que su obra no es probablemente absurda. Pero que eso no nos prive de ver su grandeza y su universalidad. Estas proceden de que ha sabido simbolizar con tanta amplitud el paso cotidiano de la esperanza a la angustia y de la sensatez desesperada a la obcecación voluntaria. Su obra es universal (una obra verdaderamente absurda no es universal) en la medida en que en ella se simboliza el rostro conmovedor del nombre que huye de la humanidad, que saca de sus contradicciones razones para creer, razones para esperar en sus desesperaciones fecundas, y que llama vida a su aterrador aprendizaje 30 El único personaje sin esperanza de El castillo es Amalia. A ella es a quien el agrimensor se opone con más violencia. 31 Sobre los dos aspectos del pensamiento de Kafka compárense. En el presidio: "La culpabilidad (entiéndese del hombre) nunca es dudosa" y un fragmento de El castillo (relato deMomus): "La culpabilidad del agrimensor K... es difícil de probar".
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