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Orientación Universidad
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el monjeMatthew_Gregory_Lewis, Resúmenes de Lengua y Literatura

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Tipo: Resúmenes

2022/2023

Subido el 01/08/2023

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¡Descarga el monjeMatthew_Gregory_Lewis y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! El Monje Por M. G. Lewis VOLUMEN PRIMERO Capítulo primero Apenas llevaba sonando la campana del convento cinco minutos, y ya se encontraba la iglesia de los capuchinos abarrotada de oyentes. No creáis que la multitud acudía movida por la devoción o el deseo de instruirse. A muy pocos les impulsaban tales motivos; en una ciudad como Madrid, donde reina la superstición con tan despótica pujanza, buscar la devoción sincera habría sido empresa vana. El público congregado en la iglesia capuchina acudía por causas diversas, todas ellas ajenas al motivo ostensible. Las mujeres venían a exhibirse, y los hombres a ver a las mujeres; a algunos les atraía la curiosidad de escuchar a un orador afamado; a otros el no tener otro medio de matar el tiempo hasta que empezase el teatro; a otros, el habérseles asegurado que era imposible encontrar sitio en la iglesia; y la mitad de Madrid acudía allí esperando encontrarse con la otra mitad. Las únicas personas verdaderamente deseosas de oír al predicador eran unas cuantas viejas beatas y media docena de oradores rivales, dispuestos a encontrar defectos y a ridiculizar el discurso. En cuanto al resto del auditorio, de haberse suprimido totalmente el sermón, nadie se habría sentido defraudado, y muy probablemente ni habrían notado la omisión. Fuera como fuese, lo cierto es que la iglesia capuchina jamás se había visto con una asistencia tan numerosa. Estaban llenos todos los rincones y ocupados todos los asientos. Incluso las imágenes que adornaban las largas naves habían sido utilizadas. Los chicos se habían encaramado en las alas de los querubines; San Francisco y San Marcos cargaban un espectador sobre los hombros; y Santa Águeda se vio en la necesidad de llevar dos. El resultado fue que, a pesar de toda su diligencia y premura, nuestras dos recién llegadas miraron inútilmente, al entrar en la iglesia, buscando algún sitio vacío. Con todo, la más vieja siguió avanzando. En vano se elevaban de todas partes exclamaciones contra ella; en vano se le decía: «Os aseguro, señora, que aquí no hay sitio». «¡Por favor, señora, no me empujéis de manera tan desconsiderada!» «¡Señora, no podéis pasar por aquí! ¡Válgame Dios! ¡Qué pesada es la gente!»; la vieja, testaruda, seguía adelante. A fuerza de persistencia y de brazos robustos, se abrió paso a través de la multitud y logró hacerse sitio en el mismo centro de la iglesia, a no mucha distancia del púlpito. Su acompañante la había seguido con timidez y en silencio, al amparo de los esfuerzos de su guía. —¡Virgen Santa! —exclamó la vieja en tono de contrariedad, mientras robará. —Querida tía, ésa no es la costumbre en Murcia. —¡En Murcia, no! ¡Santa Bárbara bendita! ¿Pero eso qué significa? No haces más que recordarme esa detestable provincia. Lo único que nos importa es si es costumbre en Madrid, así que es mi deseo que te quites el velo inmediatamente. Obedéceme al punto, Antonia, pues sabes que no soporto que me contradigan. La sobrina se quedó callada, pero no opuso resistencia a los esfuerzos de don Lorenzo, quien alentado por la sanción de la tía se apresuró a retirarle el velo. ¡Qué cabeza de serafín se ofreció a su admiración! Más que hermosa era arrobadora; su encanto residía no tanto en la perfección de sus rasgos como en la dulzura y sensibilidad de su gesto. Consideradas las diversas facciones por separado, distaban mucho de ser hermosas; pero contempladas en su conjunto, eran adorables. Su piel, aunque blanca, no estaba enteramente limpia de pecas, sus ojos no eran muy grandes, ni sus pestañas especialmente largas. Pero sus labios eran de la más sonrosada frescura, su cabello rubio y ondulante, sujeto con una simple cinta, descendía hasta más abajo de su talle con gran profusión de rizos; su cuello era lleno y hermoso en extremo; sus manos y brazos estaban formados con la más perfecta simetría; sus tiernos ojos tenían la dulzura de los cielos, y el cristal con que se movían centelleaba con todo el esplendor de los diamantes. Parecía tener escasamente quince años; una sonrisa traviesa, jugando en su boca, delataba una vivacidad que el exceso de timidez reprimía de momento. Miró a su alrededor con ojos vergonzosos, y al encontrarse accidentalmente con los de Lorenzo, los bajó en seguida ruborizada y empezó a desgranar sus cuentas, si bien su actitud mostraba evidentemente que no sabía lo que se hacía. Lorenzo la contempló con una mezcla de sorpresa y admiración; pero la tía consideró oportuno excusar la mauvaise honte de Antonia. —Es una niña —dijo— que ignora totalmente el mundo. Se ha criado en un viejo castillo de Murcia, sin otra compañía que la de su madre, la cual, ¡Dios la perdone!, no tiene otro juicio que el necesario para llevarse la sopa a la boca. Sin embargo, es mi propia hermana, de padre y madre. —¿Tan poco juicio tiene? —dijo don Cristóbal con fingido asombro—; ¡qué extraordinario! —Muy cierto, señor, ¿verdad que es extraño? Sin embargo, así es; ¡y mirad la suerte de algunas personas! A un joven noble, de condición muy principal, se le antojó que Elvira no carecía de cierta belleza: bueno, pretensiones, ha tenido bastantes; ¡pero belleza...! ¡Ojalá me hubiese tomado yo la mitad de sus trabajos en acicalarme...! Pero esto no tiene nada que ver. Como iba diciendo, señor, un joven noble se prendó y se casó con ella sin que lo supiese su padre. Mantuvieron su unión en secreto casi tres años, hasta que llegó a oídos del marqués, a quien, como ya podéis suponer, no agradó mucho la noticia. Partió a toda prisa para Córdoba, decidido a coger a Elvira y mandarla a algún lejano lugar, de forma que no se supiese de ella nunca más. ¡San Pablo bendito! ¡Cómo se enfureció al encontrarse con que había escapado con su esposo, y que habían embarcado los dos para las Indias! Nos maldijo a todos como si estuviera poseído por el demonio; arrojó a mi padre, el zapatero más honrado y trabajador de toda Córdoba, al calabozo; y al marcharse, tuvo la crueldad de quitarnos el niño de mi hermana, de apenas dos años entonces, al que se había visto ella obligada a dejar con la precipitación de la huida. La desventurada criaturita debió de recibir de él un trato despiadado, pues unos meses después recibimos la noticia de su muerte. —¡Válgame Dios, qué viejo más terrible, señora! —¡Oh, espantoso! ¡Y además totalmente carente de gusto! ¿Creeréis, señor, que cuando intenté apaciguarle me llamó bruja, y deseó que, para castigar al conde, se volviese mi hermana tan fea como yo? ¡Fea! ¿Os dais cuenta? —¡Ridículo! —exclamó don Cristóbal—. Evidentemente, el conde se habría considerado afortunado de haber podido cambiar una hermana por la otra. —¡Oh, Jesús! Señor, sois demasiado galante. Sin embargo, me alegro de que el conde pensara de otro modo. ¡Con lo mal que lo ha debido de pasar la pobre Elvira! ¡Después de pelear y sudar en las Indias durante trece largos años, muere su esposo y regresa a España sin una casa que le dé cobijo, ni dinero para procurárselo! Antonia era entonces muy pequeñita, y la única hijita que le quedaba. Se encontró con que su suegro se había vuelto a casar, que seguía irreconciliable con el conde, y que su segunda esposa le había dado un hijo, del cual se dice que es un joven muy gallardo. El viejo marqués se negó a ver a mi hermana y a su hijita, pero le envió su palabra de que, a condición de no oír hablar de ella nunca más, le asignaría una modesta pensión y podría vivir en un viejo castillo que poseía en Murcia, y allí ha permanecido hasta hace un mes. —¿Y qué la trae ahora a Madrid? —inquirió don Lorenzo, a quien la admiración por la joven Antonia le inspiraba un vivo interés por la historia de la vieja charlatana. —¡Ay, señor!; al morir su suegro recientemente, el administrador de sus propiedades murcianas se ha negado a seguir pasándole la pensión. Ahora ha venido a Madrid con el propósito de suplicarle a su hijo que se la renueve. ¡Pero creo que podía haberse ahorrado la molestia! Los jóvenes nobles tienen siempre demasiadas cosas que hacer con su dinero, y no están dispuestos muy a menudo a sacrificarlo a las viejas. Yo aconsejé a mi hermana que enviase a Antonia con su petición; pero no ha querido hacerme caso. ¡La muy terca! ¡Bueno! Ya sentirá no haber seguido mi consejo: la niña tiene una carita preciosa, y podía haber conseguido mucho más. —¡Ah, señora! —interrumpió don Cristóbal simulando un aire apasionado —; si lo que conviene es una cara bonita, ¿por qué no ha recurrido a vos vuestra hermana? —¡Oh! ¡Jesús! ¡Mi señor, os juro que me abrumáis con vuestra galantería! ¡Pero os aseguro que sé muy bien el peligro de tales misiones para ponerme a merced de un joven noble! No, no; hasta ahora he conservado mi reputación sin tacha ni reproche, y siempre he sabido mantener a distancia a los hombres. —De eso, señora, no tengo la menor duda. Pero permitidme una pregunta: ¿es que tenéis aversión al matrimonio? —Esa es una pregunta muy atinada. No puedo por menos de confesar que si se presentase un amable caballero... Aquí intentó lanzar a don Cristóbal una mirada tierna y significativa; pero dado que bizqueaba de la manera más abominable, la mirada cayó sobre su compañero: Lorenzo creyó que el cumplido iba dirigido a él, y respondió con una profunda reverencia. —¿Puedo preguntar —dijo— el nombre de ese marqués? —Es el marqués de las Cisternas. —Le conozco bastante. No está en este momento en Madrid, pero se le espera de un día para otro. Es uno de los hombres más buenos; y si la encantadora Antonia me da permiso para ser su abogado ante él, no dudo que podré presentarle un informe favorable de su causa. Antonia alzó sus ojos azules, y agradeció el ofrecimiento con una sonrisa inefable de dulzura. La satisfacción de Leonela fue mucho más sonora y audible: en efecto, mientras su sobrina se mostraba callada en compañía, ella se consideraba en la obligación de hablar por las dos; cosa que hacía sin dificultad, ya que raramente se quedaba sin palabras. —¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Toda nuestra familia quedará en la mayor deuda con vos! Acepto vuestro ofrecimiento con toda mi gratitud, y os doy mil gracias por la generosidad de vuestra proposición. Antonia, ¿por qué no dices nada, criatura? ¡Mientras este caballero dice toda clase de cosas amables, tú sigues callada como una estatua, sin una palabra de agradecimiento, buena, mala o indiferente! —Mi querida tía, comprendo muy bien que... cargada de todos los terrores de la tempestad, al arremeter contra los vicios de la humanidad y describir los castigos a ellos reservados en un estado futuro. Cada oyente reflexionaba sobre sus pasadas culpas, y temblaba: parecía desatar el trueno cuyo rayo estaba destinado a aplastarle y a abrir el abismo de eterna destrucción a sus pies. Pero cuando Ambrosio, al cambiar de tema, habló de la excelencia de una conciencia inmaculada, de la gloria futura que la eternidad ofrecía al alma exenta de reproche y de la recompensa que le aguardaba en las regiones de gloria eterna, los oyentes sintieron que les volvía el ánimo insensiblemente. Suplicaron confiados la clemencia de su juez y se acogieron a las palabras consoladoras del predicador; y mientras su voz llena se henchía de melodía, se sintieron todos transportados a aquellas regiones dichosas que él describía con colores tan brillantes y esplendorosos. El discurso fue de considerable longitud; no obstante, al concluir, el auditorio lamentó que no hubiese durado más. Aunque el monje había dejado de hablar, aún reinó un silencio entusiasta en la iglesia; por último, el encanto se disipó gradualmente y comenzó a expresarse la general admiración en términos audibles. Al descender Ambrosio del púlpito, sus oyentes se agolparon a su alrededor, le colmaron de bendiciones, se arrojaron a sus pies y besaron el borde de su hábito. Avanzó lentamente con las manos devotamente cruzadas sobre su pecho, hasta la puerta que daba a la abadía, en la cual aguardaban sus monjes para acogerle. Subió los peldaños y luego, volviéndose hacia los que le seguían, les dirigió unas palabras de gratitud y exhortación. Mientras hablaba, su rosario, hecho de gruesas cuentas de ámbar, resbaló de su mano y cayó entre la multitud que le rodeaba. Los espectadores se apoderaron ansiosamente de él y se lo repartieron inmediatamente. Todo el que logró coger una cuenta se la guardó como si fuese una sagrada reliquia; de haber estado bendecido tres veces por el propio San Francisco, no se lo habrían disputado con mayor viveza. El abad, sonriendo ante esta avidez, les bendijo y abandonó la iglesia con la humildad reflejada en cada gesto. ¿Reinaba ésta también en su corazón? Los ojos de Antonia le siguieron con ansiedad. Al cerrarse la puerta tras él, le pareció haber perdido a alguien esencial para su dicha. Una lágrima rodó en silencio por su mejilla. «¡Está separado del mundo! —dijo para sus adentros—. ¡Puede que no vuelva a verle más!» Al enjugarse la lágrima, Lorenzo observó su gesto. —¿Os ha satisfecho nuestro orador? —preguntó—. ¿O creéis que Madrid sobrevalora su talento? El corazón de Antonia estaba tan lleno de admiración por el monje que al punto aprovechó la ocasión para hablar de él: además, puesto que ya no consideraba a Lorenzo un completo extraño, se sintió menos confundida por su extrema timidez. —¡Oh! Sobrepasa con mucho lo que yo me esperaba —contestó—; hasta este momento no tenía idea del poder de la elocuencia. Pero cuando se ha puesto a hablar, su voz me ha inspirado tal interés, tal estima, casi puedo decir que tal afecto por él, que yo misma me asombro de la hondura de mi sentimiento. Lorenzo sonrió ante la vehemencia de sus palabras. —Sois joven y acabáis de entrar en la vida —dijo—; vuestro corazón tierno para el mundo y, lleno de calor y sensibilidad, recibe sus primeras impresiones con anhelo. En vuestra sencillez, no sospecháis engaño alguno de nadie; y al contemplar el mundo a través de vuestra propia sinceridad e inocencia, consideráis que todos los que están a vuestro alrededor merecen vuestra confianza y estima. ¡Qué lástima que estas visiones alegres se tengan que ver tan pronto disipadas! ¡Qué lástima que tengáis que descubrir tan pronto la bajeza de la humanidad, y guardaros de vuestros semejantes como de vuestros enemigos! —¡Ay, señor! —replicó Antonia—. ¡Las desgracias de mis padres me han traído ya demasiados ejemplos de la perfidia del mundo! Sin embargo, en el presente caso el calor de la simpatía no puede haberme engañado. —En el presente caso, reconozco que no. La reputación de Ambrosio es totalmente irreprochable; y un hombre que ha pasado toda su vida entre los muros de un convento no puede haber tenido ocasión de caer en culpa alguna, aun cuando poseyera tal inclinación. Pero ahora que, obligado por los deberes de su condición, debe entrar en el mundo y caminar por la vía de la tentación, ahora es cuando le corresponde demostrar el esplendor de su virtud. La prueba es peligrosa; se le presenta precisamente en esa etapa de la vida en que las pasiones son más vehementes, indomables y despóticas; su reconocida fama le convertirá en una víctima ilustre para la seducción; la novedad le prestará un encanto más de los halagos del placer; y el mismo talento con que la naturaleza le ha dotado contribuirá a su ruina, facilitando los medios de conseguir su objeto. Muy pocos vuelven victoriosos de una contienda tan grave. —¡Ah!, sin duda Ambrosio será uno de ellos. —De eso no tengo ninguna duda: En todos los respectos, es una excepción en la humanidad, y en vano tratará la envidia de manchar su reputación. —¡Señor, me tranquilizáis con esta seguridad! Eso me anima a confirmarme en mi opinión en su favor; ¡y no sabéis con cuánto valor habría tenido que reprimir este sentimiento! ¡Ah!, tía querida, convenced a mi madre para que le elija como nuestro confesor. —¿Convencerla yo? —replicó Leonela—; te prometo que no haré semejante cosa. No me gusta el tal Ambrosio lo más mínimo; hay un aire de severidad en todo él que me hace temblar de pies a cabeza: si fuera mi confesor, no sería capaz de revelarle ni la mitad de mis pecadillos, y entonces, ¡bonita situación! En mi vida he visto un hombre de aspecto más austero, ni espero verlo. ¡Qué descripción del diablo! ¡Dios nos bendiga! Casi me vuelvo loca de miedo; y cuando hablaba de los pecadores, parecía que se los iba a comer... —Tenéis razón, señora —contestó don Cristóbal—; la excesiva severidad se dice que es el único defecto de Ambrosio. Como él está exento de las debilidades humanas, no es bastante indulgente con los demás; y aunque estrictamente justo y desinteresado en sus decisiones, su gobierno de los monjes ha dado ya alguna prueba de su inflexibilidad. Pero la multitud casi se ha dispersado: ¿Permitís que os acompañemos a vuestra casa? —¡Oh, Jesús! ¡Señor! —exclamó Leonela fingiendo ruborizarse—, ¡no lo permitiría por nada del mundo! Si yo regresase a casa acompañada de un caballero tan galante, mi hermana es tan escrupulosa que me echaría un sermón de una hora, y no pararía de oírla. Además, desearía no considerar vuestras proposiciones de momento. —¿Mis proposiciones? Os aseguro, señora... —¡Oh! Señor, creo que vuestras manifestaciones de impaciencia son muy sinceras; pero realmente necesito algún tiempo. No sería muy delicado por mi parte aceptar vuestra mano al primer día. —¿Aceptar mi mano? Como espero vivir y respirar que... —¡Oh, mi querido señor, si me amáis, no me presionéis más! Consideraré vuestra obediencia como prueba de vuestro afecto; mañana os enviaré noticias mías, de modo que adiós. Pero decidme, caballeros, ¿puedo preguntaros vuestros nombres? M amigo —replicó Lorenzo—, es el conde de Ossorio, y yo Lorenzo de Medina. —Es suficiente. Bien, don Lorenzo, comunicaré a mi hermana vuestro gentil ofrecimiento, y os haré conocer la decisión con toda premura. ¿Adónde os la puedo enviar? —Se me encontrará siempre en el palacio de Medina. —Podéis confiar en que recibiréis noticias mías. Adiós, caballeros. Señor conde, permitidme suplicaros que moderéis el excesivo ardor de vuestra pasión; sin embargo, para probaros que no me desagradáis y evitar que os Y dicho esto salió precipitadamente de la catedral. «¡Qué atolondrado! —dijo don Lorenzo para sí—. Con un corazón tan excelente, ¡qué lástima que tenga tan poco juicio!» La noche avanzaba rápidamente. Sin embargo, aún no habían encendido las lámparas. Los débiles destellos de la luna ascendente apenas conseguían traspasar la gótica oscuridad de la iglesia. Don Lorenzo no se sintió capaz para abandonar el lugar. El vacío que la ausencia de Antonia había dejado en su corazón, y el sacrificio de su hermana, que don Cristóbal acababa de recordarle, hicieron nacer en su espíritu una melancolía muy acorde con la religiosa oscuridad que le envolvía. Aún estaba apoyado contra la séptima columna del púlpito. Una brisa suave y fresca recorrió las naves solitarias. La claridad de la luna, penetrando en la iglesia a través de las pintadas vidrieras, tenía las bóvedas labradas y los gruesos pilares con mil matices diversos de luz y color: un silencio universal reinaba a su alrededor, turbado sólo por el cerrar de alguna puerta en la abadía contigua. La calma de la hora y la soledad del lugar contribuyeron a fomentar la disposición de Lorenzo a la melancolía. Se dejó caer en el asiento que había junto a él y se abandonó a las ilusiones de su fantasía. Pensó en su unión con Antonia, y en los obstáculos que podían oponerse a sus deseos; y mil visiones cambiantes flotaron ante su imaginación, tristes, es cierto, aunque no desagradables. Insensiblemente, el sueño se fue adueñando de él, y la tranquila solemnidad que embargaba su espíritu momentos antes, siguió influyendo en sus sueños durante un rato. Soñó que aún se encontraba en la iglesia de los capuchinos; pero ya no estaba oscura y solitaria. Multitud de lámparas de plata derramaban su esplendor desde el abovedado techo. Acompañada por el cántico lejano del coro, la melodía del órgano inundó la iglesia. El altar parecía adornado como para una fiesta señalada: estaba rodeado de un espléndido grupo de personas; y en el centro se encontraba Antonia, vestida de blanco, ruborizada con todos los encantos de su virginal modestia. Esperanzado y temeroso, Lorenzo contemplaba la escena que tenía ante sí. De súbito, se abrió la puerta que conducía a la abadía, y vio avanzar, escoltado por una larga fila de monjes, al predicador que acababa de escuchar con tanta admiración. Se acercó a Antonia. —¿Dónde está el novio? —preguntó el imaginario fraile. Antonia pareció mirar con ansiedad por la iglesia. Involuntariamente, el joven avanzó unos pasos. Ella le vio. Un rubor de alegría afloró a sus mejillas. Con un gracioso movimiento de mano, le hizo seña de que se acercase. No se hizo esperar: corrió hacia ella y se arrojó a sus pies. Ella retrocedió un instante. Luego, mirándole con un gozo inefable, exclamó: —¡Sí! ¡Sois mi esposo! ¡Mi esposo prometido! Y se arrojó a sus brazos. Pero antes de que él tuviese tiempo de recibirla, un desconocido se interpuso entre los dos. Su figura era gigantesca. Su piel, atezada; sus ojos, terribles y fieros; su boca exhalaba llamaradas de fuego; y su frente tenía escrito en caracteres legibles: «¡Orgullo! ¡Lujuria! ¡Crueldad!». Antonia profirió un grito. El monstruo la cogió en sus brazos, y saltando con ella sobre el altar, la torturó con sus odiosas caricias. Ella luchó en vano por escapar de su abrazo. Lorenzo corrió en su socorro, pero antes de llegar hasta ella, se oyó un trueno espantoso. Instantáneamente la catedral pareció desmoronarse. Los monjes echaron a correr, gritando de terror. Se apagaron las lámparas, se hundió el altar, y en su lugar se abrió un abismo que vomitaba bocanadas de humo y de fuego. El monstruo profirió un grito espantoso y terrible, y se precipitó en el abismo, tratando de arrastrar a Antonia con él. Forcejeó en vano. Animada de unos poderes sobrenaturales, ella se zafó de su abrazo; pero su blanco vestido quedó en su poder. Al punto, un ala de brillante esplendor se desplegó de cada brazo de Antonia. Se elevó, y mientras ascendía gritó a Lorenzo: —¡Amigo mío! ¡Arriba nos reuniremos! En el mismo instante, se abrió la bóveda de la catedral; unas voces armoniosas resonaron en lo alto, y el resplandor que acogió a Antonia estaba formado por una luz tan deslumbrante, que Lorenzo no fue capaz de sostener la mirada. Le falló la visión y se derrumbó en el suelo. Cuando despertó, se encontró tendido en el pavimento de la iglesia: estaba iluminada, y los cánticos sonaban a lo lejos. Durante un rato, Lorenzo no consiguió convencerse de que lo que había presenciado era un sueño, tan fuerte impresión había dejado en su mente. Una breve reflexión le convenció de su engaño. Durante su sueño habían encendido las lámparas, y la música que oía se debía a los monjes, que celebraban vísperas en la capilla de la abadía. Se levantó Lorenzo, y se dispuso a dirigir sus pasos hacia el convento de su hermana. Había llegado ya cerca del atrio, con la mente ocupada en este sueño singular, cuando le llamó la atención una sombra al deslizarse por el muro opuesto. Miró con curiosidad, y descubrió a un hombre embozado en su capa, el cual pareció comprobar cautelosamente si eran observados sus movimientos. Muy pocas personas estaban exentas de curiosidad. El desconocido parecía deseoso de ocultar su entrada en la catedral, y fue esta misma circunstancia la que hizo que Lorenzo desease averiguar qué hacía. Nuestro héroe sabía que no tenía derecho a espiar los secretos de aquel desconocido caballero. «Me iré», se dijo Lorenzo. Pero se quedó donde estaba. La sombra que proyectaba la columna le ocultaba del desconocido, que siguió avanzando con cautela. Finalmente, sacó una carta de debajo de su capa y la colocó apresuradamente bajo una colosal estatua de San Francisco. Luego, retirándose a toda prisa, se ocultó en un rincón de la iglesia, a considerable distancia de dicha imagen. «¡Vaya! —se dijo Lorenzo—; creo que se trata de un vulgar asunto amoroso. Será mejor que me vaya, puesto que nada tengo que ver.» Lo cierto es que hasta ese momento no se le había ocurrido ni de lejos que pudiese tener algo que ver con él. Pero creyó necesario darse una pequeña excusa por haberse permitido esta curiosidad. Ahora hizo un segundo intento de retirarse de la iglesia: esta vez llegó al atrio sin ningún impedimento. Pero estaba destinado a encontrarse con otra visita esa noche. Al bajar la escalinata que conducía a la calle, chocó con él un caballero con tal violencia que a punto estuvieron de caerse al suelo los dos. Lorenzo echó mano a su espada. —¿Qué significa eso, señor? —exclamó—. ¿A qué viene esta insolencia? —¡Ah, sois vos, Medina! —replicó el recién llegado, en quien Lorenzo reconoció a don Cristóbal por la voz—. ¡Sois el hombre más afortunado del universo, por no haber abandonado la iglesia hasta mi regreso! ¡Entrad, entrad! ¡Mi querido muchacho! ¡Estarán aquí inmediatamente! —¿Quiénes estarán aquí? —La vieja gallina y sus preciosos pollitos. ¡Vayamos dentro, luego sabréis toda la historia! Lorenzo le siguió al interior de la catedral, y se ocultaron detrás de la estatua de San Francisco. —Y ahora —dijo nuestro héroe—, ¿puedo tomarme la libertad de preguntar qué significa toda esta prisa y arrebato? —¡Oh, Lorenzo! ¡Vamos a tener una gloriosa aparición! La priora de Santa Clara y todo su séquito de monjas van a venir aquí. Debéis saber que el piadoso padre Ambrosio (¡Dios le bendiga por ello!), no quiere salir bajo ningún concepto de su recinto; y dado que a todo convento de actualidad le es absolutamente necesario tenerle de confesor, las monjas se ven obligadas a visitarle en la abadía. Ya que la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. Y la priora de Santa Clara, para evitar mejor miradas impuras como las de vuestros ojos y las de este humilde servidor, considera conveniente traer a confesar a su santa grey al anochecer; va a acceder a la capilla de la abadía de Alvarada? —El mismo, Lorenzo. Pero, a menos que vuestra hermana os haya contado mi historia, tengo que referiros cosas que os asombrarán. Así que seguidme a mi palacio sin más dilación. En ese momento el portero de los capuchinos entró en la catedral para cerrar las puertas. Los dos nobles se retiraron al punto y se dirigieron apresuradamente al palacio de las Cisternas. —¡Bueno, Antonia! —dijo la tía, tan pronto como salió de la iglesia—, ¿qué piensas de nuestros galanes? Don Lorenzo parece un joven realmente cortés: Tenía la atención puesta en ti, y nadie sabe qué puede resultar de ello. En cuanto a don Cristóbal, declaro que es el mismísimo Fénix de la cortesía. ¡Tan galante! ¡Tan educado! ¡Tan sensible y tan tierno! ¡Bueno! Si hay un hombre capaz de hacerme renunciar a mi voto de no casarme, ése es don Cristóbal. Ya ves, sobrina, que todo sale exactamente como yo te decía: que en el mismo momento en que me presentase en Madrid, me vería rodeada de admiradores. ¿Has visto, Antonia, el efecto que ha causado en el conde el haberme quitado el velo? Y cuando le he presentado mi mano, ¿has observado con qué pasión la ha besado? ¡Si alguna vez he visto un amor de verdad, ha sido en el semblante de don Cristóbal! Antonia había observado el gesto de don Cristóbal al besarle la mano; pero como había sacado una conclusión muy distinta de la de su tía, creyó prudente guardar silencio, cosa que vale la pena decir aquí, ya que es el único caso conocido. La vieja dama siguió su discurso por este mismo derrotero hasta que llegaron a la calle donde estaba su alojamiento. Allí, una multitud congregada ante la puerta les obstruía el paso; de modo que se situaron al otro lado de la calle y trataron de averiguar qué había atraído a tanta gente. Unos minutos después, la muchedumbre se abrió en círculo, y Antonia descubrió en el centro a una mujer de extraordinaria estatura, la cual giraba repetidamente, una y otra vez, haciendo toda clase de gestos extravagantes. Su vestido estaba formado de trozos de sedas multicolores y lino fantásticamente combinados, aunque no sin gusto. Llevaba la cabeza cubierta con una especie de turbante, adornado con pámpanos y flores silvestres. Parecía muy tostada por el sol, y de piel aceitunada; tenía unos ojos llameantes y extraños, y llevaba en la mano una vara larga y negra con la que de cuando en cuando trazaba extrañas figuras en el suelo, alrededor de las cuales danzaba con todas las excéntricas actitudes de la locura y el desvarío. De repente, dejó de danzar, giró tres veces sobre sí con rápido movimiento, y tras detenerse un instante, cantó la siguiente balada: LA CANCIÓN DE LA GITANA ¡Venid, dadme la mano! Mi arte supera Cuanto ha conocido mortal alguno. ¡Venid, doncellas, venid! Mis mágicos espejos Os mostrarán a vuestro esposo futuro: Pues se me ha concedido el poder De leer en el libro del destino; Leer los designios que el cielo decreta Y sumergirme en el porvenir. Guío el carro plateado de la luna, Sujeto los vientos con mágicas ligazones, Hago dormir al dragón rojo Que vigila sobre el oro sepultado: Protegida con hechizos, indemne me aventuro Hasta el aquelarre extraño de las brujas; Sin miedo entro en el círculo del hechicero Y sin daño camino sobre serpientes dormidas. ¡Mirad! Aquí están los hechizos poderosos Que aseguran la fidelidad del marido, Y éste, compuesto a media noche, Despertará el amor del joven más frío: Si una joven se ha entregado demasiado, Este filtro puede reparar lo que perdió, Remoza el rubor de la mejilla Y éste vuelve blanco el oscuro color. Escuchad en silencio, mientras descubro Qué veo en mi espejo de la fortuna; Y cada una, al término del año, Verá cumplidas las palabras de la gitana. —Tía —dijo Antonia cuando la extranjera hubo terminado—, ¿acaso está loca? —¿Loca? No, criatura; únicamente es malvada. Es una gitana, una especie de vagabunda, cuya sola ocupación consiste en recorrer el país diciendo mentiras y sacándole el dinero a quien se le acerca honradamente. ¡Aléjate de ese bicho! Si yo fuese el rey de España, mandaría a la hoguera a todas las que no hubiesen salido de mis dominios en un plazo de tres semanas. Pronunció estas palabras tan alto, que llegaron a oídos de la gitana. Ésta se abrió paso inmediatamente a través de la multitud y se acercó a las damas. Las saludó tres veces a la manera oriental, y luego se dirigió a Antonia. LA GITANA ¡Señora! ¡Gentil señora! Sabed Que puedo adivinaros el futuro. Dadme vuestra mano, y no temáis; ¡Señora! ¡Gentil señora! ¡Escuchad! —¡Tía querida —rogó Antonia—, permitídmelo esta vez! ¡Dejad que me digan la buenaventura! —¡Tonterías, criatura! No te dirá más que mentiras. —¡No importa; dejadme al menos oír lo que tenga que decir! ¡Vamos, querida tía! ¡Complacedme, os lo ruego! —¡Bueno, bueno! Antonia, ya que tanto empeño tienes... Vamos, buena mujer, nos leerás la mano a las dos. Toma este dinero; ahora, dime la buenaventura. Diciendo esto, se quitó un guante y le presentó la mano; la gitana la miró un instante, y luego le dio esta respuesta: LA GITANA ¿La buenaventura? Sois tan vieja, Buena señora, que ya está dicha: Sin embargo, a cambio del dinero, Os compensaré con un consejo. Asombrados de vuestra infantil vanidad, Vuestros amigos os tachan de loca, Y sienten veros emplear vuestras artes En cazar el corazón de algún joven. Creedme, señora, que todo ha pasado Cuando habéis llegado a los cincuenta y uno; Los hombres rara vez querrán saber Tan pronto como se quedó solo, dio rienda suelta a su vanidad. Al recordar el entusiasmo que había despertado su discurso, su corazón se infló de éxtasis, y su imaginación le presentó espléndidas visiones de engrandecimiento. Miró en torno suyo lleno de alborozo, y el orgullo le cantó que era superior al resto de sus semejantes. «¿Quién —pensó—, quién, aparte de mí, ha superado la ordalía de la juventud sin una mancha en su conciencia? ¿Qué otro ha vencido la violencia de las pasiones y de un temperamento impetuoso, y se ha sometido aun desde el amanecer de la vida a un retiro voluntario? En vano busco a ese hombre. Nadie más que yo posee tal resolución. ¡La religión no puede enorgullecerse de otro Ambrosio! ¡Qué poderoso efecto ha producido mi discurso entre los oyentes! ¡Cómo se han apiñado a mi alrededor! ¡Cómo me han colmado de bendiciones y me han proclamado el único pilar incorrupto de la iglesia! ¿Qué me queda ahora por hacer? Nada, sino vigilar solícitamente la conducta de mis hermanos como he vigilado la mía hasta ahora. ¡Pero alto!, ¿no me sentiré tentado a apartarme del sendero que hasta ahora he seguido sin un momento de vacilación? ¿No soy hombre, y por tanto de naturaleza frágil y propensa al error? Ahora debo abandonar la soledad de mi retiro; las damas más puras y nobles de Madrid se presentan continuamente en la abadía, y no quieren ningún otro confesor. Debo acostumbrar mis ojos a los objetos tentadores, y exponerme a la seducción de la concupiscencia y el deseo. ¿Y si encontrase, en ese mundo en el que me veo obligado a adentrarme, una mujer adorable, adorable... como vos, Virgen María...?» Diciendo esto, clavó los ojos en un retrato de la Virgen que tenía colgado frente a él: desde hacía dos años, éste era el objeto de su cada vez más creciente adoración. Guardó silencio, y lo contempló extasiado. «¡Qué belleza la de ese semblante! —prosiguió tras unos minutos—. ¡Qué graciosa es la forma de esa cabeza! ¡Qué dulzura y majestad hay en sus divinos ojos! ¡Qué blandamente apoya la mejilla en su mano! ¿Puede la rosa competir con el rubor de esa mejilla? ¿Puede rivalizar el lirio con la blancura de esa mano? ¡Oh! ¡Si existiera una criatura semejante, existiría sólo para mí! ¡Ojalá me fuera dado enroscar entre mis dedos esos dorados rizos, y rozar con mis labios los tesoros de ese níveo pecho! ¡Dios misericordioso!, ¿resistiría entonces la tentación? ¿No cambiaría por un simple abrazo la recompensa de treinta años de sufrimiento? ¿No abandonaría...? ¡Qué insensato soy! ¿Adónde me arrastra la admiración que me causa este retrato? ¡Atrás, pensamientos impuros! Debo recordar que la mujer ya no existe para mí. Jamás ha nacido un ser mortal tan perfecto como el de ese cuadro. Si existiese, la prueba sería demasiado dura para una virtud ordinaria; pero la de Ambrosio es inquebrantable frente a toda tentación. ¿Tentación he dicho? Para mí ni existiría. La que me extasía, cuando la idealizo y la considero como un ser superior, me repugnaría verla convertida en mujer manchada con todas las flaquezas de la mortalidad. No es la belleza de la mujer lo que suscita en mí este entusiasmo; ¡es la habilidad del pintor lo que admiro, es la divinidad lo que yo adoro! Pues, ¿no han muerto las pasiones en mi pecho? ¿No me he liberado de la humana fragilidad? ¡No temas, Ambrosio! Ten confianza en la fuerza de tu virtud. Entra con decisión en el mundo, puesto que estás por encima de sus debilidades. Piensa que ahora te hallas exento de los defectos de la humanidad; y desafía todas las artes de los Espíritus de las Tinieblas. ¡Van a saber quién eres!» Aquí, sus desvaríos se vieron interrumpidos por tres suaves golpecitos en la puerta de su celda. El abad despertó dificultosamente de su delirio. Se repitió la llamada. —¿Quién es? —preguntó Ambrosio por fin. —Soy Rosario —respondió una voz suave. —¡Entra! ¡Entra, hijo mío! Se abrió la puerta inmediatamente, y apareció Rosario con una pequeña cesta en la mano. Rosario era un joven novicio del monasterio, que quería hacer los votos dentro de tres meses. Una especie de misterio envolvía su juventud que le hacía a la vez objeto de interés y curiosidad. Su odio a la sociedad, su profunda melancolía, su rígida observancia de las reglas de su orden, y su retiro voluntario del mundo a una edad tan excepcional, llamaban la atención de la comunidad entera. Parecía temeroso de ser reconocido, y nadie le había visto jamás el rostro. Llevaba la cabeza continuamente cubierta con la cogulla. Sin embargo, a juzgar por las facciones accidentalmente vislumbradas, parecía ser de lo más hermoso y noble. En el monasterio tan sólo se le conocía con el nombre de Rosario. Nadie sabía de dónde había venido, y cuando se le preguntaba al respecto, guardaba un profundo silencio. Un desconocido, cuyo rico atuendo y magnífico carruaje le proclamaban de distinguido linaje, había pedido a los monjes que recibiesen al novicio y había depositado las sumas necesarias. Al día siguiente volvió con Rosario, y desde entonces no volvió a saberse nada más de él. El joven había evitado cuidadosamente la compañía de los monjes: respondía a sus atenciones con dulzura, aunque con reserva, y evidentemente mostraba su inclinación a la soledad. El superior era la sola excepción a esta regla general. A él le miraba con un respeto próximo a la idolatría: buscaba su compañía con la más atenta asiduidad, y aprovechaba ansioso cualquier medio para granjearse su favor. En compañía del abad, su corazón parecía sentirse extraordinariamente a gusto, y por su parte, no se sentía menos atraído hacia el joven; sólo ante él olvidaba su habitual severidad. Cuando le hablaba, adoptaba insensiblemente un tono más suave que el que era habitual en él; y ninguna voz le resultaba tan dulce como la de Rosario. Recompensaba las atenciones del joven instruyéndole en las más variadas ciencias; el novicio acogía sus lecciones con docilidad; Ambrosio estaba cada día más encantado con la vivacidad de su genio, la sencillez de sus modales y la rectitud de su corazón; en suma, le amaba con todo el afecto de un padre. A veces no podía por menos de experimentar un secreto deseo de verle la cara a su discípulo; pero su norma de renunciación abarcaba incluso la curiosidad, y le impedía comunicar sus deseos al joven. —Perdonad mi intrusión, padre —dijo Rosario, mientras ponía la cesta sobre la mesa—; acudo a vos con un ruego. Al saber que un querido hermano está gravemente enfermo, vengo a suplicaros que recéis por su restablecimiento. Si alguna plegaria puede interceder por él en el cielo, la vuestra debe de ser la más eficaz. —Sabes que puedes pedirme, hijo mío, cuanto dependa de mí. ¿Cómo se llama tu amigo? —Vincentio della Ronda. —Es suficiente. No le olvidaré en mis plegarias, ¡y ojalá nuestro tres veces bendito San Francisco se digne escuchar mi intercesión! ¿Qué llevas en la cesta, Rosario? —Unas cuantas flores, reverendo padre, que he observado os son muy gratas. ¿Me permitís ordenarlas en vuestro aposento? —Tus atenciones me encantan, hijo mío. Mientras Rosario distribuía el contenido de la cesta en pequeños jarrones, colocados a este propósito en diversos lugares de la habitación, el abad prosiguió de este modo la conversación: —No te he visto en la iglesia esta tarde, Rosario. —Sin embargo, estaba presente, padre. Os estoy demasiado agradecido por vuestra protección, para perderme la oportunidad de presenciar vuestro triunfo. —¡Ay, Rosario! Tengo pocos motivos para triunfar: el Santo hablaba por mi boca; a él corresponde todo el mérito. Entonces, ¿te ha satisfecho mi discurso? —¿Satisfecho, decís? ¡Oh, os habéis superado! jamás había oído una elocuencia así... ¡salvo una vez! Aquí el novicio dejó escapar involuntariamente un suspiro. —¡Asombroso atrevimiento! ¡Pues qué! ¿Va a convertirse el convento de Santa Clara en un asilo de prostitutas? ¿Debo consentir que la iglesia de Cristo alimente en su pecho el libertinaje y la vergüenza? ¡Indigna desdichada! Semejante lenidad me haría vuestro cómplice. La clemencia aquí sería criminal. Os habéis abandonado a la lujuria de un seductor; habéis mancillado los hábitos sagrados con vuestra impureza ¿y aún os atrevéis a consideraros digna de mi compasión? ¡Vamos, no me detengáis más! ¿Dónde está la madre priora? —añadió, alzando la voz. —¡Deteneos! ¡Padre, deteneos! ¡Escuchadme sólo un momento! No me acuséis de impureza, ni creáis que me ha descarriado el ardor de mi temperamento. Mucho antes de que tomase los hábitos, Raimundo era dueño de mi corazón: él me inspiró la más pura e irreprochable pasión, y estaba a punto de convertirse en mi legítimo esposo. Una horrible aventura, y la traición de una pariente, nos separaron al uno del otro: creí que le había perdido para siempre, y entré en el convento impulsada por la desesperación. El azar nos unió otra vez; no fui capaz de renunciar al melancólico placer del mezclar mis lágrimas con las suyas: nos citamos de noche en los jardines de Santa Clara, y en un momento de ofuscamiento violé mi voto de castidad. Pronto seré madre: Reverendo Ambrosio, tened compasión de mí; tened compasión del ser inocente cuya existencia está atada a la mía. Si descubrís mi imprudencia a la superiora, estaremos perdidos los dos: los castigos que asignan las reglas de Santa Clara a las desventuradas como yo son los más severos y crueles. ¡Digno, dignísimo padre! ¡Que vuestra conciencia inmaculada no os vuelva insensible ante los menos capaces de resistir la tentación! ¡Que no sea la misericordia la única virtud que no conmueve vuestro corazón! ¡Apiadaos de mí, reverendísimo padre! ¡Devolvedme la carta y no me condenéis a una muerte inexorable! —¡Vuestro atrevimiento me confunde! ¿Ocultar vuestro crimen, yo, a quien acabáis de engañar con vuestra fingida confesión? ¡No, hija, no! Os haré un favor más esencial. Os rescataré de la perdición a pesar de vos misma. La penitencia y la mortificación expiarán vuestra culpa, y el rigor os obligará a volver a la senda de la santidad. ¡Eh! ¡Madre Santa Águeda! —¡Padre! ¡Por todo lo que es sagrado, por cuanto es más caro para vos, os ruego, os suplico...! —¡Soltadme! No quiero escucharos. ¿Dónde está la superiora? Madre Santa Águeda, ¿dónde estáis? Se abrió la puerta de la sacristía, y la priora entró en la capilla, seguida de sus monjas. —¡Cruel! ¡Cruel! —exclamó Inés, soltando el hábito del monje. Trastornada y desesperada, se arrojó al suelo, golpeándose el pecho y desgarrándose el velo con todo el frenesí de la desesperación. Las monjas se quedaron asombradas ante esta escena. El fraile tendió el fatídico papel a la priora, le contó cómo lo había encontrado, y añadió que a ella correspondía decidir la penitencia que merecía la culpable. Mientras leía la carta, el semblante de la superiora se iba inflamando de cólera. ¡Cómo! ¡Un crimen semejante cometido en su convento, y conocido por Ambrosio, el ídolo de Madrid, el hombre a quien más deseaba ella dar impresión del rigor y regularidad de su casa! No había palabras para expresar su ira. Se quedó callada y lanzó una mirada de amenaza y malignidad a la monja tendida. —¡Llevadla al convento! —dijo por fin a algunas de sus acompañantes. Dos de las monjas más viejas se acercaron ahora a Inés, la levantaron del suelo a la fuerza y se dispusieron a llevársela de la capilla. —¡Cómo! —exclamó Inés de repente, zafándose con gesto perturbado de las manos que la sujetaban—. ¿No hay ninguna esperanza para mí? ¿Ya me lleváis a castigarme? ¿Dónde estáis, Raimundo? ¡Oh! ¡Salvadme! ¡Salvadme! —Luego, lanzando una mirada frenética al abad, prosiguió—: ¡Escuchadme, hombre sin corazón! ¡Escuchadme, orgulloso, duro y cruel! ¡Podíais haberme salvado, podíais haberme devuelto la felicidad y la virtud, pero no habéis querido! Sois el destructor de mi alma. ¡Sois mi asesino, y sobre vos caerá la maldición de mi muerte y la de mi hijo nonato! Altivo en vuestra virtud hasta ahora inconmovible, habéis despreciado las súplicas de una penitente; ¡pero Dios tendrá piedad, aunque vos no tengáis ninguna! ¿Dónde está el mérito de vuestra cacareada virtud? ¿Qué tentaciones habéis vencido? ¡Cobarde! ¡Vos habéis huido de la seducción, no os habéis enfrentado a ella! ¡Pero ya os llegará el día en que tendréis que poneros a prueba! ¡Oh! ¡Entonces, cuando sucumbáis a las pasiones impetuosas! ¡Cuando sintáis que el hombre es débil, y ha nacido para el error! ¡Cuando, temblando, volváis los ojos hacia vuestros crímenes, y supliquéis con terror la misericordia de Dios, en ese espantoso momento, pensad en mí! ¡Pensad en vuestra crueldad! ¡Pensad en Inés, y perded toda esperanza de perdón! Y tras proferir estas últimas palabras, la abandonaron todas sus fuerzas y cayó exánime sobre el pecho de una monja que había junto a ella. Inmediatamente la sacaron de la capilla, y sus compañeras salieron detrás. Ambrosio no había escuchado sus reproches sin emoción. Una secreta opresión en el corazón le hacía comprender que había tratado a la desventurada con excesiva severidad. Así que detuvo a la priora, y se aventuró a decirle unas palabras en favor de la culpable. —La violencia de la desesperación —dijo— prueba al menos que el vicio no le es familiar. Quizá tratándola con algo menos de rigor de lo que es preceptivo, y mitigando un poco la acostumbrada penitencia... —¿Mitigarla, padre? —interrumpió la madre priora—; no, creedme. Las reglas de nuestra orden son estrictas y severas; han caído en desuso últimamente. Pero el crimen de Inés me hace ver la necesidad de restaurarlas. Voy a manifestar mi intención al convento, e Inés será la primera en sentir el rigor de esas reglas, que serán observadas al pie de la letra. ¡Adiós, padre! Y, dicho esto, abandonó apresuradamente la capilla. «He cumplido con mi deber», se dijo Ambrosio a sí mismo. Sin embargo, esta reflexión no le dejó totalmente satisfecho. Para disipar las desagradables ideas que esta escena había suscitado en él, al abandonar la capilla bajó al jardín de la abadía. No había en todo Madrid lugar más hermoso ni más ordenado. Estaba trazado con el gusto más exquisito. Las flores más escogidas lo adornaban hasta la profusión, y aunque hábilmente distribuidas, parecían plantadas tan sólo por la mano de la naturaleza: las fuentes, brotando de tazas de blanco mármol, refrescaban el aire con una lluvia constante. Y los muros estaban enteramente cubiertos de jazmines, parras y madreselvas. Y la hora añadía belleza al escenario. La luna llena, surcando un cielo azul y sin nubes, derramaba sobre los árboles un resplandor tembloroso, y el agua de las fuentes centelleaba bajo los rayos de plata. Una brisa mansa esparcía la fragancia del azahar por los senderos, y los ruiseñores elevaban su melodioso murmullo desde la protección de una floresta artificial. El abad dirigió sus pasos hacia ese lugar. En el seno de ese pequeño bosquecillo se abría una gruta rústica que imitaba una ermita. Las paredes estaban construidas con raíces de árboles, y los intersticios rellenos de musgo y de hiedra. A uno y otro lado había trozos de césped, y una cascada natural caía de la roca que había encima. Ensimismado, el monje se acercó a este lugar. Una calma universal inundó su pecho, y una tranquilidad voluptuosa fue sumiendo su espíritu en una especie de languidez. Llegó a la ermita; e iba a entrar para descansar un poco, cuando se detuvo, al descubrir que ya estaba ocupada. Inclinado en uno de los bancos, había un hombre en melancólica postura. Tenía la cabeza apoyada sobre un brazo, y parecía sumido en honda meditación. El monje se acercó y reconoció a Rosario: lo contempló en silencio, pero no entró en la ermita. Unos minutos después, el joven alzó los ojos y los fijó con tristeza en la pared de enfrente. —¡Sí! —dijo, con un suspiro profundo y quejumbroso—. ¡Siento toda la dicha de tu situación, y toda la desventura de la mía! ¡Qué feliz sería yo si pudiese pensar igual que tú! ¡Si pudiese, como tú, mirar con aversión al huye de él. Decide hacerse ermitaño, y se entierra en la caverna de alguna tenebrosa roca. Mientras el odio inflama su pecho, posiblemente se sienta a gusto en su situación. Pero cuando sus pasiones comiencen a enfriarse, cuando el tiempo haya aliviado sus dolores y sanen aquellas heridas que se llevó consigo a su retiro, ¿crees que el gozo será su compañero? ¡Ah, no, Rosario! Al no sentirse ya sostenido por la violencia de sus pasiones, siente toda la monotonía de su forma de vida, y su corazón se hace presa del tedio y el cansancio. Mira a su alrededor, y descubre que está solo en el universo: el amor a la sociedad renace en su pecho, y anhela regresar al mundo que ha abandonado. La naturaleza pierde todo encanto ante sus ojos. No tiene a nadie junto a él que le señale sus bellezas, o comparta su admiración ante su excelencia y variedad. Apoyado en el fragmento de alguna roca, contempla la caída de la cascada con ojos ausentes, mira sin emoción el esplendor del ocaso, y regresa lentamente a su celda en el crepúsculo, pues nadie está ansioso por su llegada. No siente placer en su comida solitaria e insulsa. Se deja caer desalentado e insatisfecho en su lecho de musgo, y despierta sólo para pasar un día tan triste y tan monótono como el anterior. —¡Me asombráis, padre! Suponiendo que las circunstancias os hubieran condenado a la soledad, ¿no habrían comunicado esa serenidad a vuestro corazón los deberes de la religión y la conciencia de una vida bien empleada...? —Me engañaría a mí mismo, si lo considerase posible. Estoy convencido de lo contrario, y de que toda mi fortaleza no evitaría que cayese en la melancolía y el tedio. Después de pasar el día dedicado al estudio, ¡no sabes con cuánto placer me reúno con mis hermanos por la tarde! Después de pasar largas horas en soledad, ¡cómo explicarte la alegría que experimento al ver otra vez a mis semejantes! Es en este aspecto en donde yo sitúo el principal mérito de una institución monástica. Aleja al hombre de las tentaciones del vicio; le concede el reposo necesario para el servicio del Ser Supremo; le ahorra la mortificación de presenciar los crímenes del mundo y, sin embargo, le permite gozar de las bendiciones de la sociedad. ¿Y tú, Rosario, envidias la vida del ermitaño? ¿Puedes estar tan ciego a la dicha de tu situación? Reflexiona un momento. Esta abadía se ha convertido en tu refugio: tu regularidad, tu mansedumbre, tu talento, te han convertido en objeto de la estima de todos. Estás apartado del mundo al que declaras odiar; sin embargo, sigues en posesión de los beneficios de la sociedad, de una sociedad compuesta por los hombres más apreciables. —¡Padre! ¡Padre! ¡Esa es la causa de mi tormento! ¡Feliz habría sido mi vida si la hubiese pasado entre los viciosos y los disolutos! ¡Ojalá no hubiese oído pronunciar jamás el nombre de la virtud! ¡Es mi adoración ilimitada de la religión, es la intensa sensibilidad de mi alma para la belleza de la pureza y el bien, lo que me llena de vergüenza! ¡Lo que me empuja a la perdición! ¡Oh! ¡Ojalá no hubiese visto jamás los muros de esta abadía! —¡Cómo, Rosario! La última vez que estuvimos juntos hablabas en un tono diferente. ¿En tan poca cosa se ha convertido mi amistad? De no haber visto los muros de esta abadía, jamás me habrías conocido a mí. ¿Es ése realmente tu deseo? —¿No os habría visto jamás? —repitió el novicio, levantándose del banco, y cogiendo la mano del fraile frenéticamente—. ¿Vos? ¿Vos? ¡Ojalá hubiera hecho Dios que un rayo cegara mis ojos, antes de llegar a veros! ¡Ojalá hubiera querido Dios que no os hubiese vuelto a ver, y que pudiera olvidar haberos visto jamás! Con estas palabras, salió corriendo de la gruta. Ambrosio permaneció donde estaba, reflexionando sobre la inexplicable conducta del joven. Le pareció que había perdido el juicio; sin embargo, su actitud general, la coordinación de sus ideas y la serenidad de su comportamiento hasta el momento de abandonar la gruta, parecía desmentir esta hipótesis. Unos minutos después, regresó Rosario. Se sentó nuevamente en el banco. Apoyó una mejilla sobre una mano y con la otra se enjugó las lágrimas que le resbalaban de cuando en cuando de los ojos. El monje le miró con compasión y se abstuvo de interrumpir sus meditaciones. Durante un rato, los dos guardaron un profundo silencio. El ruiseñor se había posado ahora en un naranjo que había enfrente de la ermita y derramaba un trino de lo más triste y melodioso. Rosario alzó la cabeza y escuchó con atención. —Así —dijo, dejando escapar un profundo suspiro—; así es como, durante el último y desventurado mes de su vida, solía sentarse mi hermana a escuchar los ruiseñores. ¡Pobre Matilde! Ahora duerme en su tumba, y su roto corazón no late ya de pasión. —¿Tenías una hermana? —Decís bien: tenía. ¡Ay! Ahora ya no la tengo. Pereció bajo el peso de sus desventuras en la misma primavera de la vida. —¿Cuáles eran esas desventuras? —No son de las que conmueven vuestra piedad. No conocéis el poder de esos irresistibles, esos fatales sentimientos de los que es presa el corazón. Padre, ella amaba desventuradamente. Su pasión por un hombre dotado de todas las virtudes, o más bien diría de la divinidad, resultó fatal para su existencia. Su noble figura, su carácter inmaculado, sus diversos talentos, su sólida, maravillosa y gloriosa sabiduría, podían haber inflamado el pecho más insensible. Mi hermana le vio, y se atrevió a amarle, aunque jamás osó esperar nada. —Si tan bien había encauzado su amor, ¿qué le impedía a ella abrigar la esperanza de ser correspondida? —¡Padre, antes de conocerla él, Julián ya había dado promesa a la mujer más pura y más celestial! Sin embargo, mi hermana aún le amaba, y por amor al esposo, amó con locura a la esposa también. Una mañana encontró el medio de escapar de casa de nuestro padre. Vestida con ropas humildes, se ofreció como sirvienta a la esposa del amado, y ésta la aceptó. Entonces estuvo continuamente en su presencia: se esforzó por granjearse su favor, y lo consiguió. Sus atenciones despertaron el interés de Julián. Los virtuosos son siempre agradecidos, de modo que distinguió a Matilde por encima del resto de sus compañeras. —¿Y tus padres, no la buscaron? ¿Aceptaron dócilmente su pérdida, sin intentar recobrar a la hija extraviada? —Antes de que la pudieran encontrar, ella misma se descubrió. Su amor se volvió demasiado violento para poder ocultarlo. Sin embargo, no deseaba la persona de Julián} ella sólo ambicionaba una parte de su corazón. En un momento de impremeditación, ella le confesó su afecto. ¿Cuál fue la recompensa? Enamorado de su esposa, y convencido de que una mirada de compasión a otra era como robarle algo a ella, echó a Matilde de su presencia. Le prohibió volver a presentarse más ante él. Su severidad le destrozó el corazón: regresó a casa de nuestro padre, y a los pocos meses la llevaban a la tumba. —¡Desventurada muchacha! Evidentemente, el destino fue demasiado severo con ella, y Julián demasiado cruel. —¿Lo creéis así, padre? —exclamó el novicio con vivacidad—. ¿Consideráis que fue demasiado cruel? —Desde luego, y la compadezco muy sinceramente. —¿La compadecéis? ¿La compadecéis? ¡Oh! ¡Padre! ¡Padre! ¡Entonces compadecedme a mí! El fraile dio un respingo; luego, tras un momento de pausa, Rosario añadió con voz insegura: —Pues mis sufrimientos son aún mayores. Mi hermana tenía un amigo, un amigo de verdad, que se apiadaba de la agudeza de sus sentimientos, y no le censuraba su incapacidad para reprimirlos. Yo... ¡Yo no tengo ningún amigo! ¡En todo el ancho mundo no hay un solo corazón que quiera compartir los sufrimientos del mío! que el de aversión el vicio, la disipación y la ignorancia, que deshonran a nuestros jóvenes españoles. Rechacé todos los ofrecimientos con desprecio. Mi corazón permaneció sin dueño, hasta que el azar me condujo a la catedral de los capuchinos. ¡Oh! ¡Sin duda aquel día mi ángel de la guarda se durmió, dejando abandonado su puesto! Entonces os vi por primera vez; ocupabais el lugar del superior, ausente por enfermedad. No podéis dejar de recordar el vivo entusiasmo que despertó vuestro sermón. ¡Oh! ¡Cómo bebía yo vuestras palabras! ¡Cómo parecía transportarme vuestra elocuencia! Apenas me atrevía a respirar, por temor a perderme una sílaba; y mientras hablabais, parecía que una aureola de radiante gloria rodeaba vuestra cabeza, y que de vuestro semblante emanaba la majestad de un dios. Me retiré de la iglesia inflamada de admiración. Desde aquel momento, os convertisteis en el ídolo de mi corazón, en el perpetuo objeto de mis meditaciones. Hice averiguaciones sobre vos. Las informaciones que me llegaron de vuestro modo de vida, de vuestra sabiduría, piedad y abnegación reforzaron las cadenas que me había impuesto vuestra elocuencia. Comprendí que mi corazón ya no estaba vacío; que había encontrado al hombre al que hasta entonces había buscado en vano. Con el anhelo de volveros a oír, visité todos los días vuestra catedral: vos permanecíais recluido entre los muros de la abadía, y me veía obligada a retirarme siempre decepcionada y desdichada. La noche se mostraba más benévola conmigo, pues entonces me visitabais en sueños. Me prometíais eterna amistad. Me llevabais por los senderos de la virtud, y me ayudabais a soportar las vejaciones de la vida. La madrugada disipaba estas gratas visiones; al despertar, me hallaba separada de vos por barreras que parecían insuperables. El tiempo parecía aumentar la fuerza de mi pasión: me fui sumiendo en una melancolía y abatimiento aún mayores. Finalmente, no pudiendo vivir en este estado de tortura, decidí adoptar el disfraz en que ahora me veis. Mi artificio fue afortunado, pues fui recibida en el monasterio y conseguí ganarme vuestra estima. »Ahora hubiera podido sentirme completamente feliz, de no haber venido a turbar mi paz el temor de ser descubierta. El placer que disfrutaba con vuestra compañía lo agriaba el pensamiento de que quizá no tardaría en verme privada de ella; y el corazón me latía con tanta intensidad cuando obtenía alguna prueba de vuestra amistad, que me convencí de que no podría sobrevivir a su pérdida. Así que decidí no dejar ninguna posibilidad de que se descubriese casualmente mi sexo, confesároslo todo a vos y entregarme enteramente a vuestra compasión y misericordia. ¡Ah, Ambrosio! ¿Acaso me he equivocado? ¿Vais a ser menos generoso de lo que yo os creía? No quiero suponerlo. No arrastraréis a una desdichada a la desesperación. ¡Aún me permitiréis veros, conversar con vos, adoraros! Vuestras virtudes serán para mí un ejemplo a lo largo de toda mi vida. Y cuando expiremos, nuestros cuerpos descansarán en la misma sepultura. Guardó silencio. Mientras estuvo hablando, mil sentimientos contrapuestos se debatían en el pecho de Ambrosio. La sorpresa ante su inesperada revelación, el resentimiento ante su osadía al ingresar en el monasterio, la conciencia de la severidad con que le correspondía contestar, eran sentimientos de los que se daba cuenta. Pero había otros también, de los que no se percataba. No percibía que su vanidad se sentía halagada ante las alabanzas a su elocuencia y su virtud; de que sentía un secreto placer al ver que una mujer joven, y hermosa al parecer, había abandonado el mundo por él, y había sacrificado toda otra pasión a la que él le había inspirado; y aún se daba menos cuenta de que su corazón latía de deseo mientras sentía en su mano la dulce presión de los delicados dedos de Matilde. Gradualmente, se recobró de su ofuscamiento. Sus ideas se hicieron menos perplejas; se dio cuenta inmediatamente de la extremada insensatez que suponía el consentir que Matilde permaneciese en la abadía, después de revelar su sexo. De modo que adoptó un aire de severidad y retiró la mano. —¡Vamos, señora! —dijo—; ¿acaso esperáis realmente que os conceda permiso para permanecer entre nosotros? Y aun cuando yo accediese a ello, ¿qué beneficio podría derivarse de ello? ¿Creéis que yo podría corresponder a un afecto que...? —¡No, padre, no! Yo no espero inspiraros un amor como el mío. Yo sólo deseo la libertad de estar cerca de vos, pasar algunas horas al día en vuestra compañía; obtener vuestra compasión, vuestra amistad y estima. Creo que mi petición no es desorbitada. —¡Pero reflexionad, señora! Reflexionad un momento cuán impropio sería que yo diese cobijo a una mujer en la abadía; a una mujer, además, que confiesa que me ama. No puede ser. El riesgo de que os descubran es demasiado grande, y no quiero exponerme a tan peligrosa tentación. —¿Tentación, decís? Olvidad, padre, que soy mujer, y no existirá. Consideradme sólo como un amigo, como un desventurado cuya felicidad, cuya vida, depende de vuestra protección. No temáis que vaya a recordaros que el amor más impetuoso, el más desatado, me ha impulsado a disfrazar mi sexo; o que, instigada por deseos ofensivos para vuestros votos y para mi propio honor, intente apartaros del sendero de la rectitud. No, Ambrosio; aprended a conocerme mejor. Yo os amo por vuestras virtudes: perdedlas, y con ellas perderéis mi afecto. Os miro como a un santo. Probadme que no sois más que un hombre, y os dejaré con repugnancia. ¿Vais entonces a temer de mí la tentación? ¿De mí, en quien los deslumbrantes placeres del mundo no despertaron otro sentimiento que el de desprecio? ¿De mí, cuyo afecto se basa en vuestra carencia de toda debilidad humana? ¡Oh! ¡Desechad tales aprensiones perniciosas! Pensad más noblemente de mí; pensad más noblemente de vos. Yo soy incapaz de induciros al pecado; y sin duda vuestra virtud está cimentada sobre una base demasiado firme para que la hagan tambalearse unos deseos injustificables. ¡Ambrosio, queridísimo Ambrosio! ¡No me arrojéis de vuestra presencia; recordad vuestra promesa y autorizadme a que me quede! —Imposible, Matilde; es vuestro interés el que me obliga a rechazar vuestra súplica, ya que tiemblo por vos, no por mí. Después de vencer las ebulliciones de la juventud; después de pasar treinta años de mortificación y penitencia, podría permitir que os quedarais sin peligro, y sin temor a que me inspiraseis sentimientos más cálidos que el de la mera compasión. Pero vuestra permanencia en la abadía no puede traeros más que fatales consecuencias. Interpretaríais mal todas mis palabras y mis acciones. Aprovecharíais con avidez todas las ocasiones que os alentasen a esperar una correspondencia a vuestro afecto. Insensiblemente, vuestras pasiones predominarían sobre vuestra razón; y lejos de reprimirlas mi presencia, cada momento que pasáramos juntos no serviría más que para irritarlas y excitarlas. ¡Creedme, desventurada mujer! Tenéis mi sincera compasión. Estoy convencido de que hasta aquí habéis actuado con los más puros motivos. Pero aun cuando sois ciega a la imprudencia de vuestra conducta, sería culpable en mí el no abriros los ojos. Me doy cuenta de que el deber me obliga a trataros con rudeza: debo rechazar vuestra súplica y disipar toda sombra de esperanza que contribuya a alentar sentimientos tan perniciosos para vuestra paz: Matilde, tendréis que iros de aquí mañana. —¿Mañana, Ambrosio? ¿Mañana? ¡Oh! ¡Sin duda no lo decís en serio! ¡No podéis decidir arrojarme a la desesperación! ¡No podéis tener la crueldad...! —Habéis oído mi decisión, y debéis obedecer. Las reglas de nuestra orden prohíben que permanezcáis aquí. Sería perjurio ocultar el hecho de que hay una mujer entre estos muros, y mis votos me obligarían a declarar vuestra historia a la comunidad. ¡Debéis marcharos de aquí! ¡Os compadezco, pero no puedo hacer nada más! Pronunció estas palabras con voz débil y temblorosa. Luego, levantándose de su asiento, se dispuso a regresar apresuradamente al monasterio. Matilde profirió un grito, echó a correr tras él y le detuvo. —¡Esperad un instante, Ambrosio! ¡Permitid que os diga una cosa! —¡No quiero escucharos! ¡Soltadme! ¡Ya sabéis mi decisión! —¡Sólo una palabra! ¡Una sola, y habré terminado! —¡Dejadme! ¡Son inútiles vuestras súplicas! ¡Deberéis marcharos mañana! —¡Id, pues, bárbaro! Pero aún me queda este recurso. Diciendo esto, sacó adulación, a la avaricia, al amor propio. Si en una hora de conversación Matilde había producido en él un cambio tan considerable de sentimientos, ¿qué no podía esperar, si permanecía más tiempo en la abadía? Consciente del peligro que le acechaba, despertó de su sueño de confianza, y decidió insistir en que se marchase sin demora. Empezaba a comprender que no era tan invulnerable a la tentación, y que por mucho que Matilde se mantuviese dentro de los límites de la modestia, él se sentía incapaz de enfrentarse con estas pasiones, de las que equivocadamente se creía exento. —¡Inés! ¡Inés! —exclamó, en medio de sus tribulaciones—. ¡Ya empiezo a sentir tu maldición! Abandonó su celda, dispuesto a expulsar al fingido Rosario. Asistió a los maitines, pero sus pensamientos estaban ausentes, y prestó al oficio escasa atención. Su corazón y su cerebro estaban llenos de objetos mundanos, y rezó sin devoción. Terminado el oficio, bajó al jardín, dirigió sus pasos hacia el mismo lugar en el que tan embarazoso descubrimiento había hecho la noche anterior. No dudaba que Matilde iría a buscarle allí: y no se equivocó. Poco después entró ella en la ermita, y se acercó al monje con timidez. Tras unos minutos, durante los cuales permanecieron en silencio, pareció ella como a punto de hablar. Pero el abad, que había estado hasta ahora haciendo acopio de toda su resolución, la interrumpió apresuradamente. Aunque ignoraba aún cuán vasto era el influjo de su voz, temía su melodiosa seducción. —Sentaos a mi lado, Matilde —dijo, adoptando una expresión de firmeza, aunque evitando cuidadosamente el más mínimo asomo de severidad—; escuchadme con paciencia, y creed que lo que voy a deciros no está motivado tanto por mi propio interés como por el vuestro. Creed que siento por vos la más cálida amistad, la más sincera compasión, y que no podéis sentiros más apenada de lo que me siento yo al teneros que decir que no debemos volver a vernos. —¡Ambrosio! —exclamó ella con una voz que expresaba a la vez sorpresa y dolor. —¡Serenaos, amigo mío, mi buen Rosario! ¡Dejadme que os llame por este nombre tan querido para mí! Nuestra separación es inevitable; me avergüenza confesar cuán sensiblemente me afecta... Pero así debe ser. Me siento incapaz de trataros con indiferencia, y esa misma convicción me obliga a insistir en vuestra marcha. Matilde, no debéis permanecer más tiempo aquí. —¡Oh!, ¿dónde buscaré ahora sinceridad? Hastiada de un mundo insincero, ¿en qué región dichosa se oculta la verdad? Padre, yo esperaba que imperase aquí; yo creía que vuestro pecho era su altar predilecto. ¿Así que también vos demostráis ser falso? ¡Oh, Dios! ¿También vos podéis traicionarme? —¡Matilde! —¡Sí, padre, sí! Os reprocho, con toda justicia. ¡Oh!, ¿dónde están vuestras promesas? Mi noviciado no ha expirado, y, sin embargo, me obligáis a abandonar el monasterio. ¿Podéis tener valor para arrojarme de vuestra presencia? ¿No me habéis hecho solemne juramento de lo contrario? —Yo no os obligo a que abandonéis el monasterio; habéis recibido mi solemne juramento de lo contrario. Pero si apelo a vuestra generosidad al declararos las turbaciones en que me sume vuestra presencia, ¿no me relevaréis de ese juramento? Pensad en lo peligroso que sería si esto se descubriese, en el oprobio en que me hundiría semejante contingencia. Considerad que están en juego mi honor y mi reputación, y que mi paz espiritual depende de vuestro con sentimiento. Hasta ahora mi corazón ha sido libre. Me separaré de vos con pesar, aunque no con desesperación. Quedaos, y en pocas semanas habréis sacrificado mi felicidad en el altar de vuestros encantos. ¡Sois demasiado atractiva, demasiado afectuosa! ¡Os amaría! ¡Me volvería loco por vos! ¡Mi pecho acabaría siendo presa de deseos que el honor y mi profesión me prohíben satisfacer! Si los reprimiera, la impetuosidad de mis deseos insatisfechos me arrastraría a la locura; y si cediera a la tentación, sacrificaría a un momento de placer culpable mi reputación en este mundo y mi salvación en el otro. Así que apelo a vos para que me defendáis de mí mismo. ¡Preservadme de convertirme en víctima de los remordimientos! Vuestro corazón ha sentido ya las angustias del amor sin esperanza. ¡Oh, si de veras me amáis, ahorrad al mío esas angustias! Libradme de esa promesa; huid de estos muros. Si os marcháis, os acompañarán mis más fervientes plegarias en favor de vuestra felicidad, así como mi amistad, estima y admiración. Si os quedáis, os convertiréis para mí en fuente de peligros, de sufrimiento, ¡y de desesperación! Respondedme, Matilde: ¿cuál es vuestra decisión? —Ella siguió callada—. ¿No decís nada, Matilde? ¿No queréis darme a conocer vuestra decisión? —¡Cruel! ¡Cruel! —exclamó Matilde, retorciéndose las manos con agonía —. ¡De sobra sabéis que no me dais a elegir! ¡De sobra sabéis que no tengo otra voluntad que la vuestra! —¡Entonces no me había equivocado! La generosidad de Matilde es tan inmensa como yo esperaba. —Sí; demostraré la sinceridad de mi afecto sometiéndome a la sentencia que me destroza el corazón. Os devuelvo vuestra promesa. Hoy mismo abandonaré el monasterio. Tengo una pariente, la abadesa de un convento de Extremadura: acudiré a ella, y abandonaré el mundo para siempre. Pero decidme, padre, ¿me acompañarán vuestros parabienes en mi soledad? ¿Apartaréis alguna vez vuestra atención de los objetos divinos para dedicarme un pensamiento a mí? —¡Ah, Matilde, me temo que pensaré en vos demasiadas veces para mi serenidad! —Entonces, no deseo nada más, salvo que podamos reunirnos en el cielo. ¡Adiós, amigo mío! ¡Ambrosio mío! ¡Pero antes, desearía con toda el alma llevarme alguna prenda en señal de vuestro afecto! —¿Qué podría daros? —Algo... cualquier cosa. Una de esas flores será suficiente. —Y señaló un rosal que había plantado en la puerta de la gruta—. La ocultaré en mi pecho; y cuando muera las monjas la descubrirán marchita sobre mi corazón. El fraile fue incapaz de hablar: con el paso lento y el alma agobiada por la aflicción, salió de la ermita. Se acercó al arbusto, se inclinó a coger una de las rosas. De pronto, profirió un grito penetrante, retrocedió apresuradamente y dejó caer la flor, que ya había cortado. Matilde, al oír el grito, corrió ansiosa hacia él. —¿Qué ocurre? —preguntó—. ¡Contestadme, por el amor de Dios! ¿Qué ha sucedido? —¡Acabo de recibir la muerte! —contestó con voz desfallecida—. Oculta entre las rosas..., una serpiente... Aquí se hizo tan intenso el dolor de la herida, que su naturaleza fue incapaz de soportarlo. Le abandonaron los sentidos y se desplomó exánime en los brazos de Matilde. La angustia de ésta fue indescriptible. Se mesó los cabellos, se golpeó el pecho, y no atreviéndose a abandonar a Ambrosio, comenzó a llamar con grandes voces a los monjes para que acudiesen en su auxilio. Lo consiguió finalmente. Alarmados por sus gritos, acudieron presurosos varios hermanos al lugar, y transportaron al superior de la abadía. Le acostaron inmediatamente, y el monje que ejercía las funciones de cirujano en la comunidad se dedicó a examinar la herida. La mano de Ambrosio se había hinchado considerablemente. Los remedios que le habían administrado, es cierto, le devolvieron la vida, pero no los sentidos; desvariaba, presa de todos los horrores del delirio, echaba espumarajos por la boca, y cuatro de los monjes más fornidos apenas podían tenerle sujeto en la cama. El padre Pablos, que así se llamaba el cirujano, examinó rápidamente la mano. Los monjes rodeaban el lecho, aguardando ansiosamente el veredicto. Entre éstos, el fingido Rosario no parecía el menos afectado por la calamidad del fraile. Miraba al paciente con indecible angustia; y los gemidos que a cada instante escapaban de su pecho bastaban para delatar la violencia de su —¡Oh! ¡No me llaméis Matilde! ¡Llamadme Rosario, llamadme amigo! Son nombres que me gusta oír de vuestros labios. ¡Ahora escuchad! Templó el arpa, y después ejecutó un preludio con tan exquisito gusto que reveló un perfecto dominio del instrumento. Tocó una tonada melodiosa y sentida. Al oírla, Ambrosio sintió que le desaparecía el desasosiego, y que una plácida melancolía inundaba su pecho. Súbitamente, Matilde cambió de aire: con mano firme y rápida arrancó unos acordes marciales, y luego cantó la siguiente balada en un tono a la vez sencillo y melodioso: DURANDARTE Y BELERMA Triste y terrible es la historia De la batalla de Roncesvalles, En aquellos fatales campos de gloria Donde perecieron muy esforzados caballeros, Allí cayó Durandarte; jamás Verso alguno cantó a más noble capitán. Antes que sus labios se cerrasen Para siempre, así exclamó: «¡Oh, Belerma! ¡Oh, amada mía! ¡Para mi dolor y dicha nacida! Siete largos años te he servido, Siete largos años gané tus desdenes. »Y ahora que tu corazón ha respondido A mis deseos, y arde como el mío, El destino cruel, negándome la dicha, Me manda renunciar a la esperanza. »¡Ah! Aunque muero joven, créeme, No me arranca la muerte esta queja; ¡Es perderte, es dejarte, Lo que me hace duro morir! »¡Oh, primo mío Montesinos! Por la firme y querida amistad Que hubo entre nosotros desde jóvenes, ¡Escuchad mi súplica postrera! »Cuando mi alma, olvidando este cuerpo, Busque ansiosa una atmósfera más pura, Arrancad de mi pecho el corazón frío Y entregadlo al cuidado de Belerma. »Decidle que el dueño de mis tierras La nombró en su último suspiro. Decidle que mis labios la bendijeron Antes que la muerte los sellara. »Decidle, primo, cuán sinceramente Dos veces por semana la adoraba. Dos veces por semana, pedidle, Que rece por quien la amó de esta manera. »Montesinos, ya está cerca, ahora, El instante que señala mi destino. ¡Mirad! ¡Mi brazo ha perdido su fuerza! ¡Mirad! ¡Se me cae mi fiel espada! »¡Ojos que me visteis partir, No me veréis ya más regresar! ¡Primo, contened esas lágrimas vuestras, Y dejad que muera sobre vuestro pecho! »Al cerrar mis ojos vuestra mano generosa, Un favor más quiero imploraros: Rezad por el descanso de mi alma Cuando el corazón me deje de latir; »Que Jesús, atendiendo aún, Generoso, a la súplica de un cristiano, Se digne aceptar mi espíritu Y le conceda un lugar en el cielo.» Así habló el valeroso Durandarte Y su gran corazón partióse en dos. Grande fue la alegría de los moros Con la muerte del esforzado caballero. Llorando amargamente, Montesinos Quitóle el yelmo y la espada; Llorando amargamente, Montesinos, Cavó la sepultura de su primo. Para cumplir su promesa Le sacó del pecho el corazón A fin de que Belerma, ¡desdichada!, Recibiese su último legado. Triste estaba el corazón de Montesinos, Sentía el pecho desgarrado. «¡Oh, primo mío Durandarte, Qué desdicha la mía, ver tu muerte! »De dulce donaire, de pura merced, Carácter amable y fiero valor, ¡Guerrero más noble, más dulce, más bravo, Jamás verá la luz! »¡Ay primo mío! ¡Mis ojos te bañan! ¡Cómo te podré sobrevivir! Durandarte, aquel que te mató ¿Por qué me deja a mí vivir?» Mientras Matilde cantaba, Ambrosio escuchaba con deleite: jamás había oído voz más armoniosa, y se preguntaba cómo sones tan celestiales podían ser producidos por criaturas que no eran ángeles. Pero aunque se permitió el goce del oído, una simple mirada le convenció de que no debía fiarse del de la vista. La cantora estaba sentada a cierta distancia de su lecho. La actitud con que se inclinaba sobre su arpa era natural y graciosa. La cogulla se le había deslizado hacia atrás un poco más de lo habitual, dejando ver unos labios de coral, maduros, frescos y cálidos, y una barbilla cuyos hoyuelos parecían imagen de la Virgen! ¡La misma exquisita proporción de rasgos, la misma abundancia de dorados cabellos, los mismos labios sonrosados, ojos celestiales y majestuosidad de gesto adornaban a Matilde! Profiriendo una exclamación de sorpresa, Ambrosio cayó de nuevo en la almohada, sin saber si la criatura que tenía delante era mortal o divina. Matilde pareció sentirse confundida. Se quedó inmóvil, y se apoyó en su instrumento. Tenía los ojos fijos en el suelo, y sus blancas mejillas se habían teñido de rubor. Al recobrarse, su primer movimiento fue ocultar su semblante. Luego, con voz turbada e insegura, se aventuró a decir estas palabras al fraile: —El azar ha hecho que descubráis un secreto que sólo habría revelado yo en mi lecho de muerte. Sí, Ambrosio: en Matilde de Villanegas tenéis el original de vuestra amada imagen de la Virgen. Poco después de concebir mi desventurada pasión, se me ocurrió la idea de enviaros mi retrato: una multitud de admiradores me habían convencido de que yo poseía alguna belleza, y estaba deseosa de saber qué efecto podría producir en vos. Mandé pintar mi retrato a Martín Galuppi, célebre pintor veneciano que por entonces residía en Madrid. El parecido que sacó fue asombroso. Lo envié a la abadía de capuchinos como para venderlo, y el judío a quien se lo comprasteis era uno de mis emisarios. Porque lo comprasteis vos. Juzgad mi entusiasmo cuando me informaron que lo habíais contemplado con admiración, o más bien con adoración; que lo habíais colgado en vuestra celda, y que no dirigíais vuestras súplicas a ningún otro santo. ¿Me hará este descubrimiento, aún más, objeto de sospecha? Sin embargo, debería convenceros de la pureza de mi afecto, y moveros a concederme vuestra compañía y estima. Os he oído diariamente entonar las alabanzas de mi retrato, he sido testigo ocular de los transportes que su belleza produce en vos; sin embargo, no he querido emplear esas armas, que vos mismo me habéis proporcionado, contra vuestra virtud. Oculté a vuestros ojos aquellos rasgos que vos amabais inconscientemente. Procuré no excitar deseo alguno mostrando mis encantos, y haciéndome dueña de vuestro corazón por medio de vuestros sentidos. Mi único objetivo era atraer vuestra atención atendiendo asiduamente a los deberes religiosos, ganar vuestra estima convenciéndoos de que mi propósito era virtuoso y mi devoción sincera. Lo conseguí: me convertí en vuestro compañero y vuestro amigo. Oculté mi sexo a vuestro conocimiento, y de no haberme asaltado el temor de ser descubierta, jamás me habríais conocido más que como Rosario. ¿Y aún estáis decidido a echarme de vuestro lado? ¿No me permitís que pase en vuestra compañía las pocas horas que me quedan? ¡Oh, hablad, Ambrosio, y decidme que puedo quedarme! Este discurso dio ocasión al abad para recobrarse. Se daba cuenta de que, en la presente disposición de ánimo, la única escapatoria frente al poder de aquella encantadora mujer era evitar su compañía. —Vuestra declaración me ha dejado tan asombrado —dijo—, que en este instante me siento incapaz de contestaros. No insistáis en que os dé una respuesta, Matilde; dejadme ahora. Necesito estar solo. —Os obedezco; pero antes de irme, prometedme no insistir en que abandone la abadía inmediatamente. —Matilde, pensad en vuestra situación; pensad en las consecuencias si os quedáis. Nuestra separación es indispensable, y así ha de ser. —¡Pero hoy no, padre! ¡Oh! ¡Por compasión, hoy no! —Me presionáis demasiado, pero no puedo resistirme a ese tono de súplica: accedo a que os quedéis aquí el tiempo suficiente para preparar de algún modo vuestra marcha ante los hermanos. Os quedaréis dos días; pero al tercero... —suspiró involuntariamente—. Recordad que al tercero deberéis marcharos para siempre. Matilde le cogió la mano con vehemencia y posó en ella sus labios. —¿Al tercero? —exclamó con aire de extraviada solemnidad—. ¡Tenéis razón, padre! ¡Tenéis razón! ¡Al tercer día tendremos que separarnos para siempre! Una espantosa expresión relampagueó en sus ojos, al pronunciar estas palabras, que llenó de horror el alma del fraile. Besó ella su mano otra vez y salió rápidamente de la cámara. Deseoso de autorizar la presencia de tan peligrosa huésped, y consciente no obstante de que su permanencia infringía las reglas de su orden, el pecho de Ambrosio se convirtió en escenario de batalla de mil encontradas pasiones. Por último, su afecto por el fingido Rosario, ayudado por el ardor natural de su carácter, pareció inclinar la victoria de su parte. El éxito estuvo asegurado cuando la presunción que constituía el fundamento de su carácter acudió en auxilio de Matilde. El monje consideró que vencer la tentación suponía un mérito infinitamente mayor que evitarla. Pensó que más bien debía alegrarse de la ocasión que se le brindaba de probar la firmeza de su virtud. San Antonio había resistido a todas las seducciones de la concupiscencia; ¿por qué no podía él? Además, San Antonio fue tentado por el diablo, que puso en práctica todas sus artes para excitar sus pasiones, mientras que el peligro de Ambrosio provenía de una mera mujer mortal, temerosa y modesta, cuyo temor a la caída era no menos violento que el suyo propio. «Sí —se dijo—; la desventurada se quedará. No tengo nada que temer de su presencia. Aun cuando resultase ser yo demasiado débil para resistir la tentación, estoy a salvo del peligro, merced a la inocencia de Matilde.» Ambrosio debería haber sabido que, para un corazón inexperto, el vicio es siempre más peligroso cuando se oculta tras la máscara de la virtud. Se sintió tan perfectamente recuperado que cuando el padre Pablos le visitó otra vez por la noche, le pidió permiso para abandonar su aposento al día siguiente. Le fue concedida su petición. Matilde no volvió a aparecer más esa tarde, salvo en compañía de los monjes, cuando entraron todos juntos a interesarse por la salud del abad. Parecía temer conversar con él en privado, y sólo permaneció unos minutos en la habitación. El fraile durmió bien. Pero se repitieron los sueños de la noche anterior, y sus sensaciones de voluptuosidad se hicieron aún más agudas e intensas. Ante él flotaron las mismas visiones voluptuosas: Matilde, con todo el esplendor de su belleza, se abrazaba a su pecho y le prodigaba las más ardientes caricias. Él le correspondía con la misma ansiedad, y ya estaba a punto de satisfacer sus deseos, cuando la pérfida figura desapareció, dejándole sumido en todos los horrores de la vergüenza y la decepción. Despuntó el día. Cansado, abrumado y exhausto por estos sueños provocativos, no se sintió con ánimos de abandonar la cama. Se excusó de asistir a los maitines. Era la primera vez en su vida que faltaba. Se levantó tarde. En todo el día no tuvo ocasión de hablar con Matilde sin testigos. Su celda estaba constantemente llena de monjes deseosos de expresarle su preocupación por su salud; y aún andaba ocupado en recibir sus congratulaciones por su recuperación, cuando la campana los llamó a todos al refectorio. Después de comer, los monjes se separaron y se dispersaron por el jardín, buscando un sitio donde la sombra de los árboles o el retiro de alguna gruta les ofreciese el más agradable medio de dormir la siesta. El abad encaminó sus pasos hacia la ermita, invitando a Matilde con una mirada a que le acompañase. Obedeció ella, y le siguió en silencio. Entraron en la gruta y se sentaron. Ninguno de los dos parecía deseoso de iniciar la conversación, y se debatían bajo la influencia del mutuo embarazo. Por último, habló el abad: se limitó a comentar cosas indiferentes, y Matilde le contestó en el mismo tono. Parecía deseosa de hacerle olvidar que la persona que estaba sentada a su lado era otra que Rosario. Ninguno de los dos se atrevía ni deseaba tampoco hacer alusión al tema que más presente estaba en sus corazones. Los esfuerzos de Matilde por parecer alegre eran evidentemente dificultosos. Tenía el ánimo oprimido por el peso de la ansiedad, y cuando hablaba, su voz era desmayada y débil. Parecía deseosa de terminar una conversación que la aturdía; y quejándose de que no se sentía bien, pidió permiso a Ambrosio para regresar a la abadía. Éste la acompañó hasta la puerta de la celda; y cuando llegaron, el abad la detuvo para comunicarle que le daba permiso para que siguiese compartiendo su soledad el tiempo que ella gustase. más rápido de lo que yo esperaba. Siento la muerte en mi corazón. Antes de una hora, habré pasado a un mundo mejor. —¡Dios todopoderoso! —exclamó el abad, y se dejó caer casi exánime en la cama. Unos minutos después, se levantó de pronto, y se quedó mirando a Matilde con todo el extravío de la desesperación. —¡Os habéis sacrificado por mí! ¡Vais a morir, a morir por haber salvado a Ambrosio! ¿Pero no existe un remedio, Matilde? ¿No existe ninguna esperanza? ¡Decidme! ¡Oh! ¡Decídmelo! ¡Decidme que aún hay un medio de salvaros! —¡Consolaos, mi único amigo! Sí, aún tengo en mi poder un medio de salvarme. Pero es un medio que no me atrevo a emplear. ¡Es peligroso! ¡Es terrible! Sería comprar mi vida a un precio demasiado caro..., a menos que se me permitiese vivir para vos. —¡Entonces, vivid para mí, Matilde, para mí y mi gratitud! —Le cogió la mano, y se la llevó arrebatadamente a los labios—. Recordad nuestras últimas conversaciones; pues bien, ahora accedo a todo. Recordad con qué vívidos colores me describisteis la unión de las almas; que sean las nuestras las que realicen esa idea. Olvidemos las distinciones de los sexos, despreciemos los prejuicios del mundo, y considerémonos el uno al otro tan sólo como hermanos y amigos. ¡Vivid, pues, Matilde! ¡Oh! ¡Vivid para mí! —¡Ambrosio, eso no puede ser! Cuando yo pensaba así, os engañaba y me engañaba a mí misma. O muero ahora mismo, o me matarán los interminables tormentos del deseo insatisfecho. ¡Oh!, desde nuestra última conversación, se ha rasgado el velo espantoso que tenía delante de los ojos. No os amo ya con la devoción que se tributa a un santo; ya no os aprecio por las virtudes de vuestra alma: lo que anhelo es el goce de vuestra persona. En mi pecho domina la mujer, y me he convertido en presa de las más violentas pasiones. ¡Fuera la amistad, que es palabra fría e insensible! Mi pecho arde de amor, de incontenible amor, y sólo el amor puede aplacarlo. ¡Temblad, pues, Ambrosio, temblad, si son escuchadas vuestras súplicas! Si vivo, vuestra fidelidad, vuestra reputación, la recompensa por vuestra vida de sufrimientos, todo cuanto estimáis, se habrá perdido irremediablemente. Ya no seré capaz de combatir mis pasiones, aprovecharé cualquier ocasión para excitar vuestros deseos, y me esforzaré en labrar vuestra deshonra y la mía. ¡No, no, Ambrosio! ¡Ya no puedo vivir! Estoy cada vez más convencida de que no tengo más que una alternativa; siento con cada latido que debo gozar de vos, o morir. —¡Me dejáis estupefacto! ¡Matilde! ¿Sois vos la que me habláis así? Hizo un movimiento como para levantarse. Ella profirió un grito, y medio incorporándose de la cama, echó los brazos en torno al cuello del fraile para detenerle. —¡Oh! ¡No me dejéis! ¡Escuchad mis errores con compasión! Dentro de unas horas, no existiré; un poco más, y me habré librado de esta pasión vergonzosa. —¡Desdichada! ¿Qué puedo deciros? Yo no puedo... No debo... ¡Pero vivid, Matilde! ¡Oh! ¡Vivid! —No os dais cuenta de lo que pedís. ¿Pues qué? ¿Viviré para hundirme en la infamia? ¿Para convertirme en agente del mal? ¿Para labrar la destrucción de los dos, la vuestra y la mía? ¡Sentid este corazón, padre! Le cogió la mano. Confundido, turbado y fascinado, no la retiró, y sintió debajo de ella palpitar su corazón. —¡Sentid este corazón, padre! Aún lo habitan el honor, la verdad y la castidad. Si mañana sigue latiendo, será presa de los más negros crímenes. ¡Oh! ¡Dejad, pues, que muera hoy! ¡Dejad que muera, mientras aún merezco las lágrimas del virtuoso! ¡Quiero expirar así! —reclinó la cabeza sobre el hombro de él, y su dorado cabello se derramó sobre su pecho—. Cobijada en vuestros brazos, me sumiré en el sueño, vuestra mano cerrará mis ojos para siempre, y vuestros labios recibirán mi último aliento. ¿Pensaréis alguna vez en mí? ¿No derramaréis alguna vez una lágrima sobre mi tumba? ¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Este beso es mi garantía! Era una hora avanzada. El silencio reinaba alrededor. La luz desmayada de una lámpara solitaria iluminaba la figura de Matilde y difundía por la cámara un resplandor confuso y misterioso. Ningún ojo indiscreto, ningún oído curioso vigilaba a los amantes. No se oía nada, sino los melodiosos acentos de Matilde. Ambrosio se hallaba en pleno vigor de la virilidad. Vio ante sí a una mujer joven y hermosa, salvadora de su vida, adoradora de su persona, y cuyo afecto la había llevado hasta el borde de la tumba. Estaba sentado junto a la cama, su mano descansaba sobre el pecho de ella, que a su vez apoyaba la cabeza sobre su pecho. ¿Qué tiene de extraño que cayera en la tentación? Ebrio de deseo, apretó los labios sobre los labios que le buscaban. Sus besos compitieron con los de Matilde en ardor y pasión. La estrechó arrebatadamente entre sus brazos. Olvidó sus votos, su santidad y su fama. No tuvo en cuenta otra cosa que el placer y la ocasión. —¡Ambrosio! ¡Oh! ¡Ambrosio mío! —suspiró Matilde. —¡Tuyo, tuyo para siempre! —murmuró el fraile, y se derrumbó sobre el pecho de ella. Capítulo III El marqués y Lorenzo prosiguieron en silencio hacia el palacio. El primero, entregado a evocar todas las circunstancias que recordaba que pudiesen producir la opinión más favorable en Lorenzo, sobre sus relaciones con Inés. En tanto el otro, justamente alarmado por el honor de su familia, se sentía desconcertado por la presencia del marqués. El lance que acababa de presenciar le impedía tratarle como amigo; y habiéndose confiado los intereses de Antonia a su mediación, consideraba poco oportuno tratarle como enemigo. De estas reflexiones concluyó que lo más prudente era guardar silencio, y esperar con impaciencia la explicación de don Raimundo. Llegaron al palacio de las Cisternas. El marqués le condujo inmediatamente a su aposento, y comenzó a expresarle su satisfacción por haberle encontrado en Madrid. Lorenzo le interrumpió: —Excusadme, señor —dijo en tono distante—, si respondo con alguna frialdad a vuestras expresiones de estima. En este asunto está implicado el honor de mi hermana: hasta que quede establecido y aclarado el objeto de vuestra correspondencia con Inés no puedo consideraros como amigo. Estoy deseando oír el significado de vuestra conducta, y espero que no demoréis la prometida explicación. —Primero, dadme vuestra palabra de que la oiréis con paciencia e indulgencia. —Quiero a mi hermana demasiado para juzgarla con dureza; y hasta este momento, no tenía un amigo al que quisiera más que a vos. Quiero confesar también, que estando en vuestro poder darme satisfacción en un asunto que me afecta tan hondo, me siento muy deseoso de encontraros aún merecedor de toda mi estima. —¡Lorenzo, me conmovéis! No podría brindárseme mayor placer que la ocasión de servir al hermano de Inés. —Convencedme de que puedo aceptar vuestros favores sin deshonor, y no habrá hombre en el mundo a quien tenga en más alto aprecio. —Probablemente, vuestra hermana os habrá mencionado ya el nombre de Alfonso de Alvarada. —Nunca. Aunque siento por Inés un afecto verdaderamente fraternal, las circunstancias nos han impedido estar juntos mucho tiempo. De niña fue confiada al cuidado de su tía, que estaba casada con un noble alemán. Permaneció en el castillo de éste hasta hace dos años, en que regresó a España, distinción que se os haga os resultará infinitamente más satisfactoria. Además, vuestra insigne cuna no os permitiría mezclaros con las clases inferiores de la sociedad, cosa que ahora estará en vuestro poder, y de lo cual, en mi opinión, sacaréis considerable beneficio. No limitéis vuestro contacto a los ilustres de los países que vayáis a visitar. Examinad los hábitos y costumbres de la multitud. Entrad en las cabañas, y observad cómo son tratados los vasallos de los extranjeros; aprended a disminuir las cargas y a aumentar el bienestar de los vuestros. A mi modo de ver, entre las ventajas que un joven destinado a la posesión de poder y riqueza puede obtener de un viaje, no debía tener por menos esencial la ocasión de mezclarse con las clases que son inferiores a la suya, y hacerse testigo ocular de los sufrimientos del pueblo. Perdonadme, Lorenzo, si os parece aburrido mi relato. La estrecha relación que ahora existe entre nosotros me hace estar deseoso de que conozcáis cada detalle sobre mí; y en mi temor de omitir la mínima circunstancia que pueda induciros a juzgar favorablemente a vuestra hermana y a mí, puede que os cuente muchas cosas que os parecerán sin interés. Seguí el consejo del duque; no tardé en convencerme de lo atinado que era. Salí de España, con el supuesto título de don Alfonso de Alvarada, asistido por un solo criado de probada fidelidad. París fue el destino de mi primera etapa. Durante un tiempo me sentí encantado, como efectivamente se debe de sentir todo hombre que es joven, rico y amante de los placeres. Sin embargo, entre todas las alegrías, sentía que faltaba algo a mi corazón. Acabó por hastiarme la disipación: descubría que las gentes entre las que vivía y cuyo exterior era tan cortés y seductor, eran frívolas en el fondo, insensibles e hipócritas. Me aparté de los habitantes de París con repugnancia, y abandoné el teatro del lujo sin un suspiro de pesar. Entonces enderecé mi rumbo hacia Alemania con intención de visitar la mayor parte de las cortes principales. Antes de esta expedición, quise estar algún tiempo en Estrasburgo. Al descender de mi coche en Luneville para tomar algún refrigerio, observé un espléndido carruaje, escoltado por cuatro criados de rica librea, el cual estaba detenido a la puerta del León de Plata. Poco después, estando yo asomado a la ventana, vi a una dama de noble presencia, seguida de dos acompañantes, que subía en el carruaje, poniéndose éste en marcha inmediatamente. Pregunté al posadero quién era la dama que acababa de partir. —Una baronesa alemana, monsieur, de gran alcurnia y fortuna. Ha venido a visitar a la duquesa de Longueville, según me han informado sus criados; ahora se dirige a Estrasburgo, donde se reunirá con su esposo y regresarán juntos a su castillo de Alemania. Reanudé mi viaje con la intención de llegar a Estrasburgo esa noche. Mi esperanza, empero, se vio frustrada al estropearse mi coche. El accidente ocurrió en medio de un tupido bosque, y no me sentí poco desconcertado sobre qué decisión tomar. Estábamos en pleno invierno. La noche cerraba ya en torno nuestro, y Estrasburgo, que era la ciudad más próxima, aún distaba de nosotros varias leguas. Me pareció que mi única alternativa, si no quería pasar la noche en el bosque, era tomar el caballo del criado y dirigirme a Estrasburgo, empresa que en aquella época del año estaba muy lejos de ser agradable. Sin embargo, no viendo otro recurso, tuve que decidirme por hacerlo así. De modo que comuniqué lo que había determinado al postillón, diciéndole que le enviaría a alguien para que le ayudase tan pronto como llegara a Estrasburgo. No confiaba demasiado en su honradez. Pero dado que dejaba a Stephano bien armado, y siendo el cochero de edad avanzada, consideré que no había peligro de perder mi equipaje. Afortunadamente, según entonces me pareció, se me: presentó la ocasión de pasar la noche más agradablemente de lo que yo esperaba. Al mencionar mi deseo de continuar solo hasta Estrasburgo, el postillón movió la cabeza con desaprobación. —Es demasiada distancia —dijo—; os será difícil llegar sin un guía. Además, monsieur no parece acostumbrado a los rigores de esta época, y es posible que no pueda soportar el frío excesivo... —¿Por qué me ponéis todas esas objeciones? —dije, interrumpiéndole impaciente—; no tengo otra solución: aún sería mayor el riesgo de perecer de frío si pasamos la noche en el bosque. —¿Pasar la noche en el bosque? —replicó—. ¡Uh, por Saint Denis! No estamos en un trance tan apurado, por ahora. Si no me equivoco, nos encontramos a menos de cinco minutos de la cabaña de mi viejo amigo Baptiste. Es leñador, y persona muy honrada. No dudo que os cobijará por esta noche con mucho gusto. Entretanto, puedo coger el caballo ensillado e ir a Estrasburgo y volver con gente que pueda reparar vuestro carruaje al amanecer. —¡En nombre de Dios! —dije yo—, ¿cómo me habéis tenido tanto tiempo en suspenso? ¿Por qué no me habéis hablado antes de esa cabaña? ¡Qué estupidez! —Creí que quizá monsieur no se dignaría aceptar... —¡Absurdo! ¡Vamos, vamos! No hablemos más; conducidnos sin demora a casa de ese leñador. Obedeció, y emprendimos el camino: los caballos tiraban con dificultad del estropeado vehículo, detrás de nosotros. Mi criado se había quedado casi sin habla, y yo empecé a sentir los efectos del frío antes de llegar a la deseada cabaña. Era una construcción pequeña aunque aseada. Al acercarnos, me alegró observar a través de las ventanas un fuego reconfortante. Nuestro conductor llamó a la puerta. Transcurrió un rato antes de obtener respuesta. La gente del interior pareció dudar si admitirnos o no. —¡Vamos! ¡Vamos, amigo Baptiste! —gritó el conductor con impaciencia —. ¿Qué os pasa? ¿Estáis dormido? ¿O es que queréis negarle cobijo por una noche a un caballero cuyo coche acaba de averiarse en el bosque? —¡Ah! ¿Sois vos, mi buen Claude? —replicó una voz de hombre en el interior—. Aguardad un momento, y os abriré la puerta. Poco después descorrieron los cerrojos. Se abrió la puerta y apareció ante nosotros un hombre con una lámpara en la mano. Dio al conductor una efusiva acogida, y luego se dirigió a mí. —Entrad, señor; entrad y sed bien venido. Excusadme por no haberos abierto antes. Pero hay tantos salteadores por estos lugares, que de no ser por vuestro aspecto, os habría podido tomar por uno de ellos. Diciendo esto, me condujo a la habitación donde yo había visto el fuego. Inmediatamente, me acomodé en una silla que había cerca de la chimenea. Una mujer, que supuse sería esposa de mi anfitrión, se levantó de su asiento al entrar yo y me acogió con una leve y fría reverencia. No contestó a mi saludo, sino que volvió a sentarse inmediatamente y prosiguió la labor en la que estaba ocupada. La actitud de su marido era amistosa en la misma medida que la de ella era seca y desabrida. —Desearía poder ofreceros un alojamiento más cómodo, monsieur —dijo —; pero no podernos presumir de tener demasiado espacio en esta choza. Sin embargo, creo que podré cederos un aposento a vos, y otro a vuestro criado. Tendréis que conformaros con una modesta cena; pero cuanto tenemos, creedme, os lo ofrecemos de corazón. —Luego, volviéndose a su mujer—: ¡Cómo, cómo es que sigues sentada ahí, Marguerite, con toda tranquilidad, como si no hubiese nada que hacer! ¡Muévete, mujer! ¡Muévete! Haz algo de cenar; pon sábanas limpias. Vamos, vamos; echa unos troncos al fuego. El caballero parece muerto de frío. La mujer arrojó su labor sobre la mesa y procedió a ejecutar las órdenes de su esposo con manifiesta desgana. Su semblante me había desagradado desde el primer momento. Sin embargo, en conjunto, sus facciones eran incuestionablemente hermosas; pero tenía la piel cetrina y el cuerpo flaco y endeble. Una expresión ceñuda y sombría contraía su rostro, confiriéndole tan elocuentes huellas de rencor y malquerencia, que no podían pasar inadvertidas ni al observador más distraído. Cada mirada o gesto suyo manifestaba disgusto e impaciencia, y la contestación que le dio a Baptiste cuando éste le reprochó Este pareció desconcertado, y contestó que no, añadiendo que un caballero español y su criado ocupaban los únicos aposentos libres que había en la casa. Al oír esto, la galantería de mi nación no me permitió retener dichos acomodos, de los que tenía necesidad una mujer. Inmediatamente, indiqué al leñador que cedía mi derecho a la dama; él puso algunas objeciones, pero se las rebatí, y corriendo al carruaje, abrí la puerta y ayudé a la dama a descender. Inmediatamente reconocí en ella a la persona que había visto en la posada de Luneville. Aproveché la ocasión para preguntar a uno de sus acompañantes cómo se llamaba. —La baronesa de Lindenberg —me contestó. No pude por menos de observar cuán diferente fue la acogida que nuestro anfitrión dispensó a los recién llegados y a mí. Su renuencia a admitirles se hizo patente en su semblante, y tuvo que hacer esfuerzos para darle a la dama la bienvenida. La condujo a la casa y la acomodó en la butaca que yo acababa de dejar. Ella me dio las gracias muy cortésmente, y pidió mil perdones por haberme causado tal incomodidad. Súbitamente, el semblante del leñador se iluminó. —¡Por fin lo he arreglado! —dijo, interrumpiendo las excusas de ella—; puedo alojaros a vos y vuestro séquito, señora, y no tendréis necesidad de hacer sufrir a este caballero la incomodidad a que le obliga su cortesía. Tenemos dos aposentos, uno para la dama, y el otro, monsieur, para vos. Mi esposa cederá el suyo a las dos doncellas que la acompañan; en cuanto a los criados, deberán conformarse con pasar la noche en el granero, que está a unas yardas de la casa. Tendrán fuego, y la mejor cena que les podamos preparar. Tras varias expresiones de agradecimiento por parte de la dama, y de oposición por la mía a que Marguerite cediese su cama, quedó acordado este arreglo. Como la estancia era pequeña, la baronesa despidió inmediatamente a los criados. Y estaba a punto Baptiste de conducirles al granero que había mencionado, cuando aparecieron dos jóvenes en la puerta de la cabaña. —¡Ira de Satanás! —exclamó el primero volviéndose al otro—. ¡Robert, la casa está llena de extranjeros! —¡Ah! ¡Aquí están mis hijos! —exclamó nuestro anfitrión—. ¡Eh, Jacques! ¡Robert! ¿Adónde vais tan corriendo, muchachos? Aquí hay sitio de sobra para vosotros. Ante esta afirmación, los jóvenes regresaron. El padre nos los presentó a la baronesa y a mí; tras lo cual, el leñador salió con nuestros criados, mientras que a petición de las dos doncellas, Marguerite las condujo a la habitación de su señora. Los dos jóvenes recién llegados eran altos, fornidos, bien formados y muy tostados por el sol. Nos presentaron sus respetos con pocas palabras, y saludaron a Claude, que entraba en ese momento en la habitación, como a un viejo conocido. Luego se quitaron las capas en las que venían envueltos, se despojaron de los cinturones de cuero, de los que colgaban dos largos machetes, y sacándose cada uno un par de pistolas de la cintura, las dejaron sobre un estante. —Viajan bien armados —observé. —Cierto, monsieur —convino Robert—. Hemos salido de Estrasburgo ya de noche, y es preciso tomar precauciones para atravesar el bosque después de oscurecer. No goza de buena fama, os lo aseguro. —¿Cómo? —dijo la baronesa—. ¿Hay salteadores por aquí? —Eso dicen, madame; por mi parte, he cruzado este bosque a todas horas, y jamás he topado con ninguno. Marguerite regresó en ese momento. Sus hijastros la condujeron al otro extremo de la habitación y conferenciaron con ella en voz baja durante unos minutos. Por las miradas que echaban a intervalos, deduje que le preguntaban qué hacíamos en la cabaña. Entretanto, la baronesa manifestó el temor de que su esposo se inquietase por ella. Había pensado enviar a uno de sus criados, para informar al barón del motivo de su demora. Pero la noticia que los jóvenes habían dado del bosque hacía el plan irrealizable. Claude la sacó de este apuro. Le comunicó que él tenía necesidad de llegar a Estrasburgo esa noche, y que si ella deseaba confiarle una carta, podía estar segura de que sería entregada debidamente. —¿Y cómo es —pregunté— que vos no tenéis ningún miedo de tropezaros con los salteadores? —¡Ay! Monsieur, un pobre cargado de hijos no debe desperdiciar la oportunidad de sacar algún provecho, sólo porque supone algún peligro, y quizá mi señor el barón recompense de algún modo mis trabajos. Además, no tengo nada que perder, salvo la vida, que de nada les valdría a los bandidos quitármela. Sus argumentos no me parecieron convincentes y le aconsejé que esperase hasta la mañana siguiente. Pero como la baronesa no me secundó, me vi obligado a renunciar a la discusión. La baronesa de Lindenberg, como averigüé más tarde, estaba acostumbrada a sacrificar los intereses de los demás al suyo propio, y su deseo de enviar a Claude a Estrasburgo le impedía ver el peligro de la empresa. De modo que se decidió que éste saldría sin demora. La baronesa escribió una carta a su esposo, y yo envié unas líneas a mi banquero, notificándole que no estaría en Estrasburgo hasta el día siguiente. Claude cogió nuestras cartas y abandonó la cabaña. La dama manifestó que estaba muy cansada del viaje: además de venir de muy lejos, los cocheros habían contribuido a perderse en el bosque. A continuación se dirigió a Marguerite, pidiéndole que le mostrase su aposento y la dejase descansar media hora. Fue llamada inmediatamente una de las doncellas; apareció ésta con una luz, y la baronesa la siguió escalera arriba. Se puso el mantel en la estancia donde estaba yo, y Marguerite me dio a entender en seguida que yo estaba de más. Su alusión fue demasiado directa para no comprenderla claramente. Así que pedí a uno de los jóvenes que me condujese a la alcoba donde debía dormir, y pudiese permanecer hasta que la cena estuviera dispuesta. —¿Qué alcoba es, madre? —preguntó Robert. —La de cortinas verdes —respondió ella—; acabo de tomarme el trabajo de prepararla y poner sábanas limpias en la cama. Si el caballero desea echarse, que la haga después por mí. —Estáis de mal humor, madre; aunque no es ninguna novedad. Tened la bondad de seguirme, monsieur. Abrió la puerta y se dirigió hacia una estrecha escalera. —¡No llevas ninguna luz! —dijo Marguerite—. ¿Quieres romperte el cuello tú, o se lo quieres romper al caballero? Pasó delante de mí y le puso a Robert una vela en la mano; después de lo cual, comenzó éste a subir. Jacques estaba poniendo el mantel de espaldas a mí. Marguerite aprovechó la ocasión de que no nos veían. Me cogió la mano y me la apretó fuertemente. —¡Mirad las sábanas! —dijo al pasar junto a mí, e inmediatamente reanudó su anterior ocupación. Sorprendido ante lo inesperado de su acción, me quedé petrificado. La voz de Robert, pidiéndome que le siguiera, me devolvió a la realidad. Subí. Mi guía me introdujo en una cámara en cuyo hogar ardía un excelente fuego. Colocó la luz sobre la mesa, me preguntó si deseaba alguna cosa más; y al contestarle que no, me dejó a solas. Podéis estar seguro de que en el instante en que me encontré solo fui a cumplir la petición de Marguerite. Cogí la vela, me acerqué apresuradamente a la cama y la abrí. ¡Cuál no sería mi estupor, mi horror, al ver las sábanas manchadas de sangre! En aquel momento, me pasaron mil confusas ideas por la imaginación: los salteadores que infestaban el bosque, la exclamación de Marguerite sobre sus hijos, las armas y la aparición de los jóvenes, y las diversas anécdotas que había oído relatar sobre la secreta correspondencia que frecuentemente existe Podéis imaginar cuáles fueron mis sentimientos durante esta conversación, de la que no perdí una sola sílaba. No me atrevía a abandonarme a mis propias reflexiones, ni veía medio de escapar a los peligros que me amenazaban. Sabía que sería inútil toda resistencia; estaba desarmado, y era un solo hombre contra tres. Sin embargo, estaba dispuesto al menos a vender mi vida lo más cara posible. Temiendo que Baptiste se diera cuenta de mi ausencia y sospechase que había oído su entrevista con Claude, me apresuré a encender de nuevo mi vela y a abandonar la alcoba. Al bajar, encontré la mesa puesta para seis personas. La baronesa estaba sentada junto a la chimenea. Marguerite aliñaba la ensalada, y sus hijastros deliberaban en voz baja en el otro extremo de la estancia. Baptiste, que había ido a efectuar una ronda alrededor de la cabaña antes de entrar, aún no había llegado. Me senté tranquilamente enfrente de la baronesa. Con una mirada a Marguerite, le indiqué que había captado su alusión. ¡Cuán diferente me pareció ahora! Lo que antes había tomado por enfado y mal humor, ahora vi que era disgusto por sus compañeros, y compasión por mi peligro. La miré como mi único recurso. Sin embargo, sabiendo que su esposo la vigilaba con ojos recelosos, poca era la confianza que podía depositar en las diligencias de su buena voluntad. Pese a todos mis esfuerzos por ocultarla, mi semblante reflejaba demasiado visiblemente la agitación que me dominaba. Estaba pálido, y tanto mis palabras como mis acciones eran nerviosas y atropelladas. Los jóvenes se dieron cuenta y me preguntaron la causa. Yo lo atribuí al exceso de cansancio y al violento efecto que producía en mí el rigor de la estación. Si me creyeron o no, es cosa que no puedo decir. Al menos, dejaron de agobiarme con sus preguntas. Me esforcé en apartar la atención de los peligros que me rodeaban, conversando sobre temas diversos con la baronesa. Hablé de Alemania, declarando mi intención de visitarla inmediatamente. ¡Bien sabe Dios lo poco que pensaba en aquel momento que la vería alguna vez! Ella me contestó con gran naturalidad y cortesía, manifestó que el placer de haberme conocido compensaba ampliamente la demora en su viaje, y me invitó cálidamente a pasar unos días en el castillo de Lindenberg. Mientras hablaba de este modo, los jóvenes intercambiaron una sonrisa maliciosa, la cual indicaba que sería afortunada si lograba llegar al castillo. No se me escapó este gesto; pero oculté la emoción que suscitó en mi pecho. Seguí conversando con la dama. Pero mi discurso era tan frecuentemente incoherente que, como después me contó, empezó a dudar que estuviese en mi juicio. La verdad es que mientras mi conversación giraba sobre un tema mis pensamientos estaban enteramente ocupados en otro. Pensaba en el medio de salir de la cabaña, llegar al granero e informar a los criados de los propósitos de nuestro anfitrión. No tardé en comprobar lo irrealizable que era este plan. Jacques y Robert vigilaban cada movimiento mío con ojos atentos, y me vi obligado a abandonar la idea. Ahora, todas mis esperanzas estaban puestas en que Claude no encontrase a los bandidos: en tal caso, según lo que había oído, nos dejarían marchar libremente. Al entrar Baptiste en la estancia, me estremecí involuntariamente. Pidió mil perdones por su larga ausencia, pero «le habían entretenido asuntos imposibles de posponer». Luego nos pidió permiso para que su familia cenase en la misma mesa que nosotros, sin el cual, el respeto no le permitiría tomarse tal libertad. ¡Oh! ¡Cómo maldije en mi corazón al hipócrita! ¡Cómo odié la presencia de aquel que estaba a punto de privarme de la existencia en ese tiempo tan cara para mí! Tenía todos los motivos para estar satisfecho de la vida. Poseía juventud, riqueza, alcurnia y educación, y ante mí tenía las más hermosas expectativas. Pero veía que estas expectativas estaban a punto de derrumbarse de la manera más horrible. Sin embargo, me vi obligado a disimular y a acoger con expresiones de agradecimiento las falsas cortesías del que tenía la daga puesta sobre mi pecho. Nuestro anfitrión recibió el permiso que solicitaba. Nos sentamos a la mesa. La baronesa y yo ocupamos un lado. Los hijos se sentaron enfrente de nosotros, de espaldas a la puerta. Baptiste ocupó su asiento en un extremo de la mesa, junto a la baronesa, y la otra plaza se dejó para su esposa. Entró ésta en seguida en la habitación y nos colocó delante una sencilla pero reconfortante comida campesina. Nuestro anfitrión consideró necesario excusar la modestia de la cena: le había cogido desprevenido nuestra llegada, así que sólo podía ofrecernos compartir lo que estaba destinado a su propia familia. —Pero —añadió—, si algún accidente retuviese a mis nobles invitados más de lo que es su propósito, espero que podría brindarles un tratamiento mejor. ¡El muy villano! De sobra sabía yo a qué accidente se refería; ¡me estremecí ante el tratamiento que nos quería dispensar! Mi compañera de peligro parecía haber olvidado la pesadumbre del retraso. Reía y conversaba con la familia con infinita alegría. Yo me esforzaba inútilmente en seguir su ejemplo. Mi buen humor resultaba evidentemente forzado, y esta actitud que yo mismo me imponía no escapó a la observación de Baptiste. —¡Vamos, vamos, monsieur, animaos! —dijo—. No parece que os hayáis recobrado del todo de vuestra fatiga. Para levantar el ánimo, ¿qué os parece si tomamos un vaso de un excelente vino añejo que me dejó mi padre? ¡Dios le tenga en su seno, ahora está en un mundo mejor! Raras veces saco yo vino de ése. Pero como no todos los días me siento honrado con invitados de vuestra categoría, esta ocasión bien merece una botella. Dio a su esposa una llave y le indicó dónde hallaría el vino del que hablaba. No pareció ella complacida con tal comisión, ni mucho menos. Cogió la llave con embarazo y vaciló antes de abandonar la mesa. Marguerite le lanzó una mirada de ira y temor, y salió de la habitación. Los ojos del esposo la siguieron recelosamente, hasta que cerró la puerta. Poco después regresó con una botella sellada con cera amarilla. La colocó sobre la mesa y devolvió la llave a su esposo. Sospeché que no se nos ofrecía este licor sin una intención, y observé los movimientos de Marguerite con inquietud. Se puso a enjuagar unas pequeñas copas de asta. Al colocarlas ante Baptiste, se dio cuenta de que mis ojos estaban fijos en ella, y en el instante en que creyó que los bandidos no la miraban, me hizo una seña con la cabeza para que no probara la bebida, y volvió a ocupar su sitio. Entretanto, nuestro anfitrión había quitado el tapón, y llenando dos de las copas, nos las ofreció a la dama y a mí. Al principio, ella puso algunos reparos, pero las insistencias de Baptiste fueron tan apremiantes que se vio obligada a complacerle. Temiendo despertar sospechas, cogí el vaso que me ofrecía sin vacilar. Por el olor y el color supuse que era champaña; pero las motas de polvo que flotaban en su superficie me convencieron de que le habían añadido algo. Sin embargo, no me atreví a manifestar mi repugnancia a beberlo. Me lo llevé a los labios y fingí bebérmelo. Y levantándome súbitamente de la silla me dirigí lo mejor que pude a una cubeta de agua donde Marguerite había estado lavando las copas. Fingí tragar el vino con desagrado, y aproveché la ocasión para vaciar la copa inadvertidamente en la cubeta. Los bandidos parecieron alarmarse ante mi acción. Jacques medio se incorporó de su silla, se metió la mano en el pecho, donde descubrí el puño de una daga. Volví a mi asiento con tranquilidad y fingí no haber notado su confusión. —No habéis acertado con mi gusto, mi buen amigo —dije, dirigiéndome a Baptiste—. No puedo probar el champaña sin que me produzca un violento trastorno. Creo que he tragado demasiado antes de saber qué era, y me temo que mi imprudencia me va a causar molestias. Baptiste y Jacques intercambiaron una mirada de desconfianza. —Tal vez os resulte desagradable su olor —dijo Robert. Se levantó de su silla y cogió la copa. Observé que comprobaba si efectivamente estaba vacía. —Debe de haber bebido suficiente —le dijo a su hermano en voz baja, mientras se sentaba otra vez. Marguerite pareció temer que hubiese probado el licor: la tranquilicé con daga de la alacena, y parecía comprobar si estaba lo bastante afilada. Yo no me había cuidado de proveerme de armas; pero comprendí que ésta era la única ocasión de escapar, y decidí no desaprovecharla. Me levanté de un salto, me abalancé sobre Baptiste, y cogiéndole por el cuello, le apreté con fuerza para que no pudiese gritar. Quizá recordéis la fama que tenía en Salamanca la fuerza de mi brazo. Ahora esta fuerza me prestó un servicio esencial. Sorprendido, aterrado y sin respiración, el villano no fue adversario peligroso. Le arrojé al suelo, le agarré aún más fuerte, y mientras le inmovilizaba, Marguerite le arrancó la daga de la mano y se la hundió repetidamente en el corazón, hasta que expiró. No bien hubo perpetrado este acto horrible pero necesario, Marguerite me ordenó que la siguiese. —¡Nuestra única salvación es huir! —dijo—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡De prisa! Obedecí sin vacilar. Pero no queriendo dejar a la baronesa para que fuese víctima de la venganza de los ladrones, la cogí en brazos, aún dormida, y corrí tras Marguerite. Los caballos de los bandidos estaban atados junto a la puerta. Mi conductora saltó sobre uno de ellos. Seguí su ejemplo, coloqué a la baronesa delante de mí, y espoleé mi caballo. Nuestra única esperanza era llegar a Estrasburgo, que estaba mucho más cerca de lo que el pérfido Claude me había asegurado. Marguerite conocía el camino bastante bien, y galopaba delante de mí. Tuvimos que pasar por delante del granero, donde los ladrones estaban asesinando a nuestros criados. La puerta estaba abierta. ¡Oímos los alaridos de los moribundos y las imprecaciones de los asesinos! ¡Me es imposible describir lo que sentí en aquel momento! Jacques oyó los cascos de nuestros caballos. Corrió a la puerta con una antorcha en la mano y nos reconoció en seguida. —¡Traición! ¡Traición! —gritó a sus compañeros. Inmediatamente dejaron su sangrienta tarea y corrieron a sus caballos. No les oímos más. Clavé las espuelas en los flancos de mi corcel, y Marguerite aguijoneó al suyo con el puñal que tan buen servicio le había prestado ya. Corríamos como centellas, y salimos a campo abierto. Teníamos la torre de la catedral de Estrasburgo a la vista, cuando oímos a los ladrones detrás de nosotros. Marguerite se volvió y divisó a los ladrones que descendían por una pequeña colina, a no mucha distancia. En vano hostigábamos a nuestros caballos; el ruido se aproximaba cada vez más. —¡Estamos perdidos! —exclamó—. ¡Los villanos nos están alcanzando! —¡Seguid! ¡Seguid! —repliqué—. Oigo caballos que vienen de la ciudad. Redoblamos nuestros esfuerzos, y no tardamos en divisar un numeroso grupo de caballeros que venían hacia nosotros a toda velocidad. Estaban a punto de pasarnos. —¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Marguerite—. ¡Salvadnos! ¡Por Dios, salvadnos! —¡Es ella! ¡Es ella! —exclamó, saltando al suelo—. ¡Parad, mi señor, parad! ¡Están a salvo! ¡Es mi madre! Al mismo tiempo, Marguerite saltó de su caballo, se abrazó a él, y le cubrió de besos. Los demás caballeros se detuvieron ante tales exclamaciones. —¿La baronesa de Lindenberg? —gritó otro de los desconocidos ansiosamente—. ¿Dónde está? ¿No viene con vos? Se detuvo al descubrirla sin sentido en mis brazos. Me la cogió apresuradamente. El profundo sueño en que había caído le hizo temer por su vida; pero el latido de su corazón le tranquilizó en seguida. —¡Alabado sea Dios! —dijo—. Ha escapado sin daño. Interrumpí su euforia señalándole a los forajidos, que seguían aproximándose. No bien los mencioné, la mayor parte de la compañía, que parecía estar compuesta casi toda de soldados, salió inmediatamente a su encuentro. Los villanos no esperaron a recibir el ataque: al darse cuenta del peligro, volvieron grupas y huyeron hacia el bosque, adonde los siguieron sus perseguidores. Entretanto, el desconocido, el cual supuse que era el barón de Lindenberg, después de darme las gracias por haber cuidado de su dama, sugirió que regresáramos inmediatamente a la ciudad. La baronesa, que seguía bajo los efectos del opio, fue colocada delante de él; Marguerite y su hijo volvieron a montar en sus caballos; los criados del barón nos dieron escolta, y no tardamos en llegar a la posada donde ya había tomado él aposento. Se trataba del Águila Austriaca, donde mi banquero, a quien había informado antes de salir de París de mi intención de visitar Estrasburgo, había reservado ya aposento para mí. Me alegré de esta circunstancia. Esto me daba ocasión de trabar amistad con el barón, lo que preveía que me sería de gran utilidad en Alemania. Tan pronto como llegamos, la dama fue conducida a la cama. Llamaron a un, médico; prescribió éste una medicina que contrarrestase los efectos de la poción letárgica, y tras derramarle un poco en la boca, la baronesa fue encomendada a los cuidados de la posadera. El barón se dirigió a mí entonces, y me rogó que le contase los detalles de nuestra aventura. Satisfice al punto sus deseos, pues apenado por el destino de Stephano, a quien me había visto obligado a abandonar a la crueldad de los bandidos, me parecía imposible encontrar descanso hasta tanto no tuviera alguna noticia de él. Muy pronto me enteré de que mi fiel criado había perecido. Los soldados que habían perseguido a los forajidos regresaron cuando todavía estaba yo relatando mi aventura al barón. Dijeron que los habían alcanzado: el crimen y el auténtico valor son incompatibles. Se arrojaron a los pies de sus perseguidores, se rindieron sin cruzar un solo golpe y revelaron su refugio secreto, dándoles además la contraseña con la que podrían coger al resto de la banda. Y, maniatados, los habían conducido a Estrasburgo. Algunos de los soldados corrieron a la cabaña, utilizando de guía a uno de los bandidos. Lo primero que inspeccionaron fue el granero fatal, donde tuvieron la fortuna de hallar con vida aún a dos de los criados del barón, aunque desesperadamente malheridos. El resto había muerto bajo las espadas de los ladrones, y uno de éstos era el desventurado Stephano. Alarmados por nuestra huida, y en su prisa por alcanzarnos, los ladrones no habían visitado la cabaña. Por consiguiente, los soldados encontraron ilesas a las dos doncellas, y sumidas en el mismo sueño profundo que había vencido a su señora. No encontraron a nadie más en la cabaña, salvo a un niño que no tendría más de cuatro años, a quien los soldados se trajeron con ellos. Estábamos haciendo mil conjeturas sobre los padres del infortunado pequeño, cuando irrumpió Marguerite en la habitación con el niño en brazos. Cayó a los pies del oficial que nos estaba informando, y le bendijo mil veces por haber salvado a su hijo. Cuando hubo pasado esta primera efusión de ternura maternal, le rogué que nos explicase cómo era que había estado unida a un hombre cuyos principios parecían tan en desacuerdo con los suyos. Bajó los ojos y se limpió unas lágrimas de la mejilla. —Caballeros —dijo tras un silencio de unos minutos—, desearía suplicaros un favor. Tenéis derecho a saber con quién habéis contraído una obligación. Así que no voy a ocultaros una confesión que me cubre de vergüenza. Pero permitidme que lo haga con el menor número de palabras posible. »Nací en Estrasburgo, de padres respetables. De momento debo ocultar sus nombres: mi padre vive aún, y no merece que le mezcle en mi infamia; si me concedéis esto, os informaré del nombre de mi familia. Un villano se adueñó de mis afectos, y abandoné la casa de mi padre para seguirle. Sin embargo, aunque mis pasiones predominaban sobre mi virtud, no me hundí en la degeneración del vicio, como tan frecuentemente ocurre a las mujeres que dan un primer paso en falso. Amaba a mi seductor; ¡le amaba tiernamente! Le fui fiel hasta el final. Este niño, y el joven que os advirtió, mi señor barón, del peligro de vuestra dama, son fruto de nuestro afecto. Aún en este instante lamento su pérdida, aunque a él debo todas las desventuras de mi existencia. »Era de noble cuna, pero había dilapidado su herencia paterna. Sus parientes le consideraban un baldón para su nombre y le echaron y lo bajé por la ventana. Corrió al establo, cogió el caballo de Claude y se dirigió a Estrasburgo a todo galope. Si le abordaban los bandidos, debía declarar que llevaba un mensaje a Baptiste; pero afortunadamente llegó a la ciudad sin ningún obstáculo. Tan pronto como llegó, pidió ayuda a la magistratura. Su historia corrió de boca en boca, y finalmente llegó a oídos del señor barón. Inquieto por la seguridad de su dama, la cual sabía que pasaría por ese camino esa misma tarde, pensó que podía haber caído en poder de los ladrones; así que acompañó a Theodore, quien guio a los soldados a la cabaña, y llegó a tiempo de evitar que cayésemos una vez más en manos de nuestros enemigos. Aquí interrumpí a Marguerite para preguntarle por qué me habían dado la poción somnífera. Dijo que Baptiste creía que yo iba armado, y quería impedir que opusiera resistencia: era una precaución que tomaba siempre, dado que, como los viajeros no tenían esperanzas de escapar, la desesperación podía incitarles a vender caras sus vidas. A continuación, el barón quiso saber cuáles eran ahora los planes de Marguerite. Me uní a él, declarando que estaba dispuesto a mostrarle mi gratitud por haberme salvado la vida. —Hastiada de un mundo —respondió— en el que no he encontrado más que desventuras, mi único deseo es retirarme a un convento. Pero primero debo proveer para mis hijos. He sabido que mi madre ha muerto, quizá prematuramente, ¡por mi huida de casa! Mi padre vive aún. No es hombre inflexible. Tal vez, caballeros, a pesar de mi ingratitud e imprudencia, vuestras intercesiones puedan inducirle a perdonarme y tomar a su cargo a sus dos desventurados nietos. ¡Si me conseguís esa diligencia, me habréis devuelto centuplicados mis servicios! El barón y yo aseguramos a Marguerite que no ahorraríamos esfuerzos para obtener su perdón; y que aun cuando su padre se mostrase inflexible, no tenía por qué angustiarse por el destino de los niños. Yo mismo me comprometí a encargarme de Theodore, y el barón prometió tomar bajo su protección al más joven. La reconocida madre nos dio las gracias con lágrimas en los ojos por lo que ella llamó generosidad, pero que en realidad no era sino un justo sentido de nuestro agradecimiento. Salió entonces de la estancia para meter en la cama a su pequeño, al que el cansancio y el sueño habían vencido completamente. La baronesa, al recobrarse y ser informada de los peligros de los que yo la había rescatado, se deshizo en expresiones de gratitud. Y su esposo se le unió tan afectuosamente, insistiéndome en que les acompañase a su castillo de Baviera, que me fue imposible rehusar. Durante la semana que pasamos en Estrasburgo no quedaron olvidados los intereses de Marguerite. Nuestra entrevista con su padre fue tan fructífera como podíamos desear. El buen anciano había perdido a su esposa: no tenía más descendencia que esta desventurada hija, de quien no había tenido noticias durante casi catorce años. Estaba rodeado de parientes lejanos, quienes aguardaban con impaciencia a que se muriese para entrar en posesión de su dinero. De modo que cuando Marguerite reapareció tan inesperadamente, la acogió como un don del cielo. La recibió a ella y a sus hijos con los brazos abiertos, e insistió en que fuesen a instalarse en su casa sin demora. Los decepcionados primos se vieron obligados a cederle el sitio. El anciano no quiso saber nada de los planes de su hija sobre retirarse a un convento. Dijo que le era demasiado necesaria para su felicidad, y la convenció fácilmente para que renunciase a su proyecto. Pero ninguna razón pudo persuadir a Theodore de que desistiese del plan que al principio había trazado yo para él. Me cobró el más sincero afecto durante mi estancia en Estrasburgo, y cuando estaba a punto de marcharme, me suplicó con lágrimas en los ojos que le tomase a mi servicio: Describió todas sus pequeñas habilidades con los colores más favorables, y trató de convencerme de que en él encontraría una ayuda inmensa, a la hora de ponernos en camino. Yo no tenía ganas de cargar con un chico que apenas había cumplido los trece años, sabiendo que sólo sería una responsabilidad para mí. Sin embargo, no pude resistirme a las súplicas de este afectuoso joven, que de hecho poseía mil cualidades estimables. Con alguna dificultad, convencí a sus familiares para que le permitiesen acompañarme, y una vez conseguido tal permiso, le di el título de paje. Después de pasar una semana en Estrasburgo, Theodore y yo salimos para Baviera en compañía del barón y su esposa. Estos y yo habíamos obligado a Marguerite a aceptar varios regalos de valor, para ella y para su hijo más joven. Al marcharnos, prometí firmemente a la madre que le devolvería a Theodore en el término de un año. Os he relatado esta aventura con detalle, Lorenzo, para que comprendáis por qué medio «se introdujo el aventurero Alfonso de Alvarada en el castillo de Lindenberg». ¡Juzgad por esta muestra el crédito que merecen las afirmaciones de vuestra tía! **** VOLUMEN SEGUNDO Capítulo primero CONTINUACIÓN DE LA HISTORIA DE DON RAIMUNDO Mi viaje fue extraordinariamente agradable; el barón resultó ser un hombre con sentido, aunque sabía poco del mundo. Había pasado gran parte de su vida sin trasponer los límites de sus dominios, y consiguientemente sus modales distaban mucho de ser los más urbanos; pero era cordial, alegre y amistoso. Sus atenciones conmigo fueron todo lo buenas que yo podía desear, por lo que tuve todos los motivos para estar satisfecho de su hospitalidad. Su pasión predominante era la caza, que había llegado a considerar una ocupación seria, y cuando hablaba de alguna cacería, trataba el tema con la misma gravedad que si hubiese sido una batalla de la que dependiera el destino de dos reinos. Y como yo soy un deportista pasable, poco después de mi llegada a Lindenberg di alguna muestra de mi destreza. El barón me tuvo al punto por un hombre genial, y me juró eterna amistad. Dicha amistad no me resultó ni mucho menos indiferente. En el castillo de Lindenberg vi por primera vez a vuestra hermana, la encantadora Inés. Para mí, que tenía el corazón vacante y me apesadumbraba este vacío, verla y amarla fue todo uno. Apenas contaba entonces dieciséis años; su figura delgada y elegante estaba ya formada. Dominaba diversas habilidades artísticas a la perfección, particularmente la música y el dibujo. Su carácter era alegre, abierto y jovial; y la graciosa sencillez de su vestido y modales producían un ventajoso contraste con el artificio y la estudiada coquetería de las damas parisinas que acababa de dejar. Desde el instante en que la vi, sentí el más vivo interés por su destino. Hice muchas preguntas sobre ella a la baronesa. —Es mi sobrina —me explicó la dama—. Ignoráis todavía, don Alfonso, que soy compatriota vuestra. Soy hermana del duque de Medinaceli. Inés es hija de mi segundo hermano, don Gastón. Está destinada al convento desde su cuna, y pronto tomará los hábitos en Madrid. [Aquí Lorenzo interrumpió al marqués con una exclamación de sorpresa: —¿Destinada al convento desde su cuna? —dijo—. ¡Santo Dios, es la primera vez que oigo semejante idea! —Lo creo, mi querido Lorenzo —contestó don Raimundo—; pero debéis escucharme con paciencia. No quedaréis menos sorprendido cuando os cuente algunos detalles de vuestra familia que aún desconocéis, y que yo sé por boca de la propia Inés. Y a continuación reanudó su relato de este modo]: No podéis por menos de saber que vuestros padres eran, desgraciadamente, esclavos de la más grosera de las supersticiones: cuando mediaban éstas, todos sus otros sentimientos, todas sus otras pasiones, cedían ante su fuerza irresistible. Cuando estuvo encinta de Inés, vuestra madre contrajo una volúmenes. Leí las tediosas aventuras de Perséfone, Tirante el Blanco, Palmerín de Inglaterra y El Caballero del Sol, hasta que se me caía el libro de las manos de aburrimiento. Sin embargo, el creciente placer con que la baronesa parecía acoger mi compañía me animaba a perseverar; y por último, manifestó una afición tan marcada, que Inés me aconsejó que aprovechase la primera oportunidad para manifestar nuestra mutua pasión a su tía. Una tarde, me encontraba a solas con doña Rodolfa en su propio aposento. Como nuestras lecturas trataban generalmente de temas de amor, a Inés no se le permitía asistir. Justamente me estaba congratulando de haber terminado Los amores de Tristán y la reina Isolda. —¡Ah! ¡Los desventurados! —exclamó la baronesa—. ¿Qué pensáis vos, señor? ¿Creéis que un hombre puede sentir un afecto tan desinteresado y sincero? —Sin duda alguna —repliqué—. Mi propio corazón me proporciona la prueba de esa certeza. ¡Ah, doña Rodolfa! ¡Si yo pudiera lograr vuestra aprobación de mi amor! ¡Si yo pudiera confesaros el nombre de la dueña de mis sentimientos sin provocar vuestro resentimiento! Doña Rodolfa me interrumpió: —¿Y si os ahorrara yo esa confesión? ¿Y si yo admitiese que el objeto de vuestros deseos no me es desconocido? ¿Y si os dijese que ella corresponde a vuestros afectos y lamenta con igual sinceridad la desdichada promesa que la separa de vos? —¡Ah, doña Rodolfa! —exclamé, arrojándome de rodillas ante ella, besando su mano con vehemencia—. ¡Habéis descubierto mi secreto! ¿Cuál es vuestra decisión? ¿Debo perder mi esperanza o contar con vuestro favor? No retiró la mano que yo le cogía; pero se cubrió el rostro con la otra. —¿Cómo voy a negároslo? —respondió—. ¡Ah, don Alfonso! Hace tiempo que sé a quién van dirigidas vuestras atenciones, pero hasta ahora no me había dado cuenta del efecto que habían producido en mi corazón. Ahora no puedo ocultar ya mi debilidad, ni ante mí ni ante vos. ¡Me rindo a la violencia de mi pasión, y confieso que os adoro! Durante tres largos meses he reprimido mis deseos. Pero ahora que se han hecho más fuertes con su resistencia, me someto a su impetuosidad. El orgullo, el temor y el honor, el respeto a mí misma y mi unión con el barón, todo ha sido vencido. Lo sacrifico al amor por vos, y aún me parece miserable el precio por vuestra posesión. Guardó silencio, esperando una respuesta. Juzgad, Lorenzo, cuál tuvo que ser mi confusión ante este descubrimiento. Inmediatamente me di cuenta de la magnitud de este obstáculo, que yo mismo había levantado ante mi felicidad. La baronesa había juzgado que era ella quien había motivado las deferencias que yo le tributaba meramente en atención a Inés. Y la fuerza de sus expresiones, las miradas con que iban acompañadas y la conciencia de que poseía un carácter vengativo, me hacían temblar por mí mismo y por mi amada. Seguí callado unos minutos. No sabía qué contestar a su declaración. No me quedaba más remedio que aclarar el malentendido sin demora y ocultar de momento el nombre de mi dueña. No bien había confesado ella su pasión, cuando los transportes que antes habían sido tan claros en mi semblante, dieron paso a la consternación y la alarma. Solté su mano y me incorporé. El cambio de mi actitud no escapó a su observación. —¿Qué significa este silencio? —dijo con voz temblorosa—. ¿Dónde está ese gozo que me habéis inducido a esperar? —Perdonadme, señora —contesté—, si la necesidad me obliga a parecer rudo e ingrato. Alentaros en un error que, aunque puede halagarme a mí, podría suponer para vos una fuente de desencanto, me haría parecer como un criminal ante los ojos de todos. El honor me obliga a informaros que habéis tomado por requerimiento amoroso lo que sólo era testimonio de amistad. Era éste el sentimiento que yo he deseado suscitar en vuestro pecho. El respeto que os debo y la gratitud por el generoso trato del barón, me impiden alimentar por vos un sentimiento más cálido. Quizá estas razones no habrían bastado para protegerme de vuestros atractivos, de no ser porque mis afectos estaban puestos ya en otra persona. Vos tenéis encantos, señora, que podrían cautivar al más insensible. Ningún corazón vacante sería capaz de resistirlos. Por ventura, yo ya no soy dueño del mío; de lo contrario, habría tenido que reprocharme toda la vida haber violado las leyes de la hospitalidad. Recobraos, noble señora. Recordad lo que debéis a vuestro honor, y yo al barón, y reemplazad por estima y amistad esos sentimientos a los que yo no puedo corresponder. La baronesa se quedó pálida ante esta inesperada y enérgica declaración. No sabía si soñaba o estaba despierta. Finalmente, recobrándose de su sorpresa, la consternación dio paso a la rabia, y la sangre le volvió a las mejillas con violencia. —¡Villano! —gritó—. ¡Monstruo de falsedad! ¿Así es como recibes la confesión de mi amor? ¿Así es como...? ¡Pero no, no! ¡No puede, no debe ser! ¡Alfonso, miradme a vuestros pies! ¡Sed testigo de mi desesperación! ¡Mirad con compasión a una mujer que os ama con afecto sincero! ¿Cómo ha merecido semejante tesoro la que posee vuestro corazón? ¿Qué sacrificio os ha hecho? ¿Qué es lo que la pone por encima de Rodolfa? Me esforcé en levantarla. —¡Por Dios, señora, reprimid estos transportes: os afrentan a vos y a mí! Alguien puede oír vuestras exclamaciones y divulgar el secreto entre vuestra servidumbre. Veo que mi presencia os irrita: permitidme que me retire. Me dispuse a abandonar el aposento. La baronesa me cogió súbitamente por el brazo. —¿Y quién es la feliz rival? —dijo en tono amenazador—. ¡Quiero saber su nombre, y cuando lo sepa...! ¡Es alguien que está bajo mi poder, puesto que habéis pedido mi favor, mi protección! ¡Dejad que la descubra, dejad que sepa quién se atreve a robarme vuestro corazón, y haré que sufra todos los tormentos que los celos y el desencanto pueden infligir! ¿Quién es? Contestadme al punto. ¡No esperéis poderla sustraer a mi venganza! Pondré espías que os acechen; os vigilarán cada paso, cada mirada. Vuestros ojos delatarán a mi rival. ¡Sabré quién es, y cuando la descubra, temblad, Alfonso, por ella y por vos! Mientras profería estas últimas palabras, su cólera creció hasta el punto de cortársele la respiración. Jadeó, gimió, y por último se desmayó. Al ver que iba a caerse, la cogí en brazos y la deposité en el sofá. Luego corrí a la puerta y llamé a sus doncellas para que la asistiesen. La dejé al cuidado de ellas, y aproveché la ocasión para escapar. Indeciblemente agitado y confundido, me dirigí al jardín. La dulzura con que la baronesa me había escuchado al principio me había hecho concebir las más elevadas esperanzas: me pareció que había percibido mi afecto por su sobrina y que lo aprobaba. ¡Qué enorme desencanto, al darme cuenta del verdadero sentido de su discurso! Yo no sabía qué determinación tomar. La superstición de los padres de Inés, ayudada por la infortunada pasión de su tía, parecía oponer a nuestra unión obstáculos casi insuperables. Al pasar junto al salón de abajo, cuyas ventanas daban al jardín, vi por la puerta entreabierta a Inés sentada ante una mesa. Estaba dibujando, y tenía varios bocetos esparcidos a su alrededor. Entré aún sin saber si debía contarle o no la declaración de la baronesa. —¡Oh, sois vos! —dijo, alzando la cabeza—. Puesto que no sois un extraño, proseguiré mi ocupación sin ceremonias. Coged una silla y sentaos a mi lado. Obedecí, y me senté junto a la mesa. Sin saber qué hacía, y completamente embargado por la escena que acababa de tener lugar, cogí algunos dibujos y les eché una mirada. Uno de los motivos me sorprendió por su singularidad. Representaba el gran salón del castillo de Lindenberg. Una puerta que conducía a una estrecha escalera estaba entreabierta. En el primer plano —¿Y vos creéis eso, Inés? —¿Cómo podéis preguntarme una cosa así? ¡No, no, Alfonso! Tengo demasiados motivos para considerarme víctima de la influencia de la superstición. Sin embargo, debo callar mi incredulidad ante la baronesa: ella no abriga ninguna duda sobre la veracidad de esta historia. En cuanto a doña Cunegunda, mi institutriz, declara que hace quince años vio el espectro con sus propios ojos. Me ha contado cómo una noche se quedaron aterrados, ella y varios criados más, cuando estaban cenando, ante la aparición de la Monja Sangrienta, como llaman al fantasma en el castillo. Precisamente he trazado este boceto de acuerdo con su relato, y podéis tener por seguro que no he omitido a la propia Cunegunda. ¡Aquí está! ¡Jamás se me olvidará lo enojada que se puso, ni su fea expresión, cuando me reprendió por haberla sacado tan parecida! Y señaló la figura burlesca de una vieja en actitud aterrada. A pesar de la melancolía que me oprimía, no pude por menos de sonreír ante la traviesa imaginación de Inés: había plasmado perfectamente el parecido de doña Cunegunda, aunque había exagerado tanto cada uno de sus defectos, haciendo tan irresistiblemente risibles sus rasgos, que no me fue difícil imaginar el enfado de su dueña. —¡La figura es admirable, mi querida Inés! No sabía que poseyerais esta habilidad para captar lo ridículo. —¡Aguardad un instante! —replicó—. Os voy a enseñar una figura aún más ridícula que la de doña Cunegunda; si os gusta podéis quedárosla, dado que es más propio que la poseáis vos. Se levantó y fue a un mueble vecino. Abrió un cajón, sacó un pequeño estuche, lo abrió y me lo presentó. —¿Conocéis este rostro? —dijo sonriendo. Era el suyo. Conmovido por el regalo, besé el retrato con apasionamiento; me arrojé a sus pies y le declaré mi gratitud en los términos más cálidos y afectuosos. Me escuchó complacida y me aseguró que compartía mis sentimientos. Y de pronto, profirió un grito, retiró la mano que yo le había cogido y huyó de la habitación por la puerta que daba al jardín. Asombrado ante esta súbita huida, me incorporé del suelo apresuradamente. Entonces vi a la baronesa a mi lado, ardiendo de celos y casi sofocada de rabia. Al recobrarse de su desvanecimiento, se había torturado la imaginación por descubrir quién era su oculta rival. Nadie pareció merecer sus sospechas más que Inés. Inmediatamente, corrió en busca de su sobrina, a fin de censurarla por animar mis galanteos y comprobar si eran fundadas sus conjeturas. Desgraciadamente, había visto demasiado para necesitar ninguna otra confirmación. Había llegado a la puerta en el preciso instante en que Inés me daba su retrato. Me oyó profesar amor eterno a su rival y arrodillarme a sus pies. Entró a separarnos. Nosotros estábamos demasiado pendientes el uno del otro para verla, y no nos dimos cuenta hasta que Inés la descubrió de pie, junto a mí. La rabia por parte de doña Rodolfa, y la confusión por la mía, nos mantuvo callados a los dos durante unos minutos. La dama se recobró primero. —Así que mis sospechas eran fundadas —dijo—. Ha triunfado la coquetería de mi sobrina, y es por ella por quien me habéis sacrificado. En un aspecto, sin embargo, soy afortunada: no seré la única en lamentar la frustración de mi pasión. ¡También vos sabréis lo que es vivir sin esperanzas! De un día para otro, espero recibir órdenes de devolver a Inés a sus padres. Inmediatamente después de su llegada a España, profesará, lo que pondrá una barrera infranqueable en vuestra unión. Podéis ahorraros vuestras súplicas — prosiguió, al verme a punto de hablar—. Mi decisión es firme e inconmovible. Vuestra amada permanecerá encerrada en su cámara hasta que cambie este castillo por el claustro. Quizá la soledad le devuelva el sentido del deber. Pero para evitar que os opongáis a tan deseado acontecimiento, debo informaros, don Alfonso, que vuestra presencia aquí no es grata ya ni al barón ni a mí. No es para decirle tonterías a mi sobrina para lo que vuestros familiares os han enviado a Alemania; vuestra misión es viajar, y lamentaría impedir más tiempo tan excelente propósito. Adiós, señor. Recordad que mañana habremos de vernos por última vez. Dicho esto, me dirigió una mirada orgullosa, despectiva y malévola, y abandonó el aposento. Yo me retiré también al mío, y me pasé la noche planeando el medio de rescatar a Inés del poder de su tiránica tía. Tras la tajante declaración de su dueña, me era imposible permanecer más tiempo en el castillo de Lindenberg. Así que al día siguiente anuncié mi inmediata partida. El barón declaró que esto le apenaba sinceramente, y se mostró en mi favor con términos tan fervientes que traté de ganarle para mi causa. Apenas le mencioné el nombre de Inés, me quitó la palabra, y dijo que estaba más allá de sus posibilidades interferir en ese asunto. Vi que era inútil discutir: la baronesa dominaba a su esposo de manera tan despótica que comprendí que le había predispuesto contra tal unión. Inés no apareció: pedí permiso para despedirme de ella, pero mi petición fue rechazada. No tuve más remedio que marcharme sin verla. Al despedirme del barón, me estrechó la mano afectuosamente, y me aseguró que tan pronto como se marchase su sobrina, podía considerar su casa como la mía propia. —¡Adiós, don Alfonso! —dijo la baronesa, y me tendió la mano. Se la tomé, e hice ademán de llevármela a los labios. Ella me lo impidió. Su esposo estaba al otro extremo de la estancia, y no podía oírnos. —¡Cuidaos! —prosiguió ella—. Mi amor se ha convertido en odio, y mi orgullo herido no quedará sin satisfacción. Id adonde queráis: ¡mi venganza os seguirá! Acompañó estas palabras con una mirada que bastaba para hacerme temblar. No contesté, sino que me apresuré a abandonar el castillo. En el momento en que mi coche salía del patio, miré hacia las ventanas del aposento de vuestra hermana. No vi a nadie; volví a meterme desalentado en mi carruaje. No me acompañaban más criados que un francés a quien había contratado en Estrasburgo, en lugar de Stephano, y el pequeño paje del que ya os he hablado. La fidelidad, inteligencia y buen carácter de Theodore ya habían conquistado mi afecto. Pero ahora se dispuso a prestarme un servicio que me haría considerarle como mi genio guardián. Apenas nos alejamos media milla del castillo, cuando acercó su caballo a la portezuela del coche. —¡Animaos, señor! —dijo en español, que ya había aprendido a hablar con fluidez y corrección—. Mientras vos estabais con el barón, yo aguardé el momento en que doña Cunegunda se encontrase abajo para subir a su cámara, que está encima de la de doña Inés. Canté lo más alto que pude una pequeña tonada alemana que ella conoce, con la esperanza de que reconociese mi voz. No me equivoqué, pues no tardé en oír abrirse la ventana y dejé caer la cuerda de que me había provisto. Al oír cerrarse la ventana otra vez recogí la cuerda, y atada a ella encontré este trozo de papel. Seguidamente me tendió una nota dirigida a mí. La abrí con impaciencia. Contenía las siguientes palabras escritas a lápiz: Ocultaos durante estas dos semanas en algún pueblo vecino. Mi tía creerá que os habéis ido de Lindenberg y me devolverán la libertad. Estaré en este pabellón el día treinta a las doce de la noche. No faltéis, y tendremos ocasión de concertar nuestros planes futuros. Adiós. Inés Al leer estas líneas, mi emoción rebasó todos los límites, y no sé decir cuántas expresiones de gratitud derramé sobre Theodore. La verdad es que su habilidad y atención merecían mi más cálida alabanza. Comprenderéis que yo no le había confiado mi pasión por Inés; pero el jovencito era demasiado listo para no descubrir mi secreto, y demasiado discreto para no ocultar que lo sabía. Observó en silencio lo que pasaba, y no intervino en el asunto como
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