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el-rastro-ramon-gomez-de-la-serna.pdf, Apuntes de Literatura

qie algunos se vuelven á ir en la resaca. El Rastro es u i juego de mar, pero no de cualquier mar, sino de un n ar aislado como el Mar Negro, el mar de ...

Tipo: Apuntes

2021/2022

Subido el 10/10/2022

empanadilla
empanadilla 🇪🇸

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¡Descarga el-rastro-ramon-gomez-de-la-serna.pdf y más Apuntes en PDF de Literatura solo en Docsity! «iill '„„,,- i 1 ": ! iiHlC'l 1 áÉftnl oilllli i! EL RASTRO Digillzeo by Microsaltb OBRAS DE RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA PUBLICADAS Entrando en fuego. — 1904. Morbideces.—1907. El concepto de la nueva literatura.— 1909. La Utopía.—1909. Beatriz.— 1909. Cuento de Calleja. —1909. El drama del palacio deshabitado.—1909. Mis siete palabras. —1910. El Laberinto.—1910. La bailarina.— 1911. El libro mudo (secretos).— 1911. Las muertas.— 1911. Sur del Renacimiento escultórico español. — 1911. Ex-votos.— 1912. El Teatro en Soledad.— 1912. El lunático.—1912. El Ruso.— 1913. Ruskin el apasionado (estudio crítico publicado por esta Casa con la traducción de Las Piedras de Vene- cío}.— 1913. Tapices.— 1913. Greguerías. — 1914. ftamón Gomes de la Serna EL RASTRO Sociedad Editorial PROMETEO Gemianías, B* S VALENCIA ÍXIMCTI DEL EVItlIBELIO OE RHMÓII 6ÓMEZ DE IH SERHR por Silverio Lanza En aquel tiempo el Maestro era muy joven y dijo sus siete hermosas palabras. Unos no las oyeron; otros no las entendieron; y de quienes las oyeron y las entendieron, hubo los que las rechazaron por miedo á los Césares y los que hallaron en ellas como el Credo de su Fe. He aquí las siete hermosas palabras: ¡Oh si llega la imposibilidad de deshacer! Estas fueron y no otras. Y los necios creían que la conservación de los tronos, de las religiones, de ios pueblos y de los individuos era que no se les deshiciese; y los necios nos perseguían. Y el Maestro recordaba que Jesús dijo: Se deshará el grano de trigo para producir co- becha. Y el Maestro veía que Dios, siendo sabio y justo y misericordioso, cambia en invierno lo que hizo on verano; y en la vejez lo que se hizo en la juven- tud; y aquí lo que se hizo allá. Y decía el Maestro que lo sabio y lo justo y lo misericordioso y lo divi- VIII no es deshacer y hacer de nuevo para deshacerlo cuando pueda interrumpir la constante evolución que es necesaria á las vidas duraderas. Y cuando el Maestro veía tronos y religiones y pueblos é individuos que no permitieron que se les deshiciese, y se deshacían fatalmente, estérilmente y definitivamente, repetía el Maestro sus siete her- mosas palabras: ¡Oh si llega la imposibilidad de deshacer! Silverio Lanza. * ¡Buen Silverio Lanza! Ningún lema mejor para este libro que la reim- presión de este comentario que puso Él como Padre á las palabras del hijo, para realzarle. Yo no había oído bien, en la agonía con que las debí pronunciar, esas siete palabras de aquel libro mío comentado, pero desglosadas por él, me han llenado de su espanto y de su anhelo de nuevo. ¡ Honor á aquel anciano previsor, lleno de sere- nidad en la tragedia y de originalidad en la lobre- guez de su pueblo y de su siglo, tan olvidado ya en su primer aniversario, cuando él fué quien inició á la chita callando las grandes disolvencias, las gran- des disociaciones que imperaran! PRÓLOGO XI suscitó de lejos eií nosotros el misterio de la ciudad y sus cosas y sus mujeres y sus hombres!... i Y así, cuántos Rastros más en el extranjero y en las provincias espa- ñolas, todos disolventes y en todos aplacado todo!... III El Rastro es siempre el mismo trecho relamido de la ciudad, planicie, costanilla, gruta de mar ó tienda de u ar, que es lo mismo, playa cerrada y sucia en que la g:an ciudad—mejor dicho—, las grandes ciudades y los p leblecillos desconocidos mueren, se abaten, se laminan como el mar en la playa, tan delgadamente, dejando tirados en la arena los restos casuales, los descartes impasibles, que allí quedan engolfados y quietos hasta qie algunos se vuelven á ir en la resaca. El Rastro es u i juego de mar, pero no de cualquier mar, sino de un n ar aislado como el Mar Negro, el mar de aguas más espesas y más repugnantes, aunque á la vez el de aguas irás azules, un mar así, central, cerrado por todo un •continente, y que además se comunicase escondida- irente con los demás mares. Un mar continental, secre- te' , salado, que á través de una estrecha bocacalle en- trase de vencida en la blanda playa del Rastro para .aorir á ras de tierra su mano llena de cosas. IV ¡Y qué cosas! Casas carnales, entrañables, desgarra- doras, clementes, lejanas, cercanas, distintas: cosas re- veladoras en su insignificancia, en su llaneza, en su mundanidad . «¡Maravillosas asociadoras de ideas!...» ¡Actitud la de esas cosas revueltas, desmelenadas y amontonadas, Simplicias y coritas! Todo tiene una teni- p anza única, nada es ya religioso con ese sanguinario y envidioso espíritu de los dioses, ni nada es tampoco XII PRÓLOGO pretencioso con esa dura y ensañada pretensión del arte lleno de tan pesado y tan aflictivo orgullo por el estig- ma de divinidad que obliga á soportar y por los impla- cables deberes estéticos á que somete. Aquí todo eso pe- rece, se depura y se desautoriza porque es escueta y pura la contemplación como consecuencia de su raíz r de su total, de su completa impureza. Todo en el Rastro es para el alma una purga ideal que la calma, la despeja, la ablanda, la resuelve, la llena de juicio y para que no la fanatice ni ese juicio le facilita un suave escape. Las cosas del Rastro no están, como vulgarmente se puede creer, en una situación precaria, no; su momento- es el momento de paz y caridad después del éxodo y de la mala vida y todas ellas se ufanan y se orean como en el descanso del fin. Las cosas del Rastro no son cosas de anticuario, ca- recen de ese orgullo, de ese valor hipócrita, de esa categoría completamente convencional, civil y arbitra- ria que adquieren las cosas en ese doloroso internado de las tiendas de antigüedades confortables, vanas, tai- madas, cancerosas y sórdidas. VI No son tampoco cosas de museo, porque eso las ha- bría perdido para siempre, pues es en los museos donde sufren más largo infierno, haciéndose demasiado dura- deras, imposibilitadas, socarronas, opresivas, autorita- rias. En los museos es donde dejan de ser conmovedo- ras, renunciadoras y donde paralizada la facultad de deshacerse y de transparentarse que había en ellas, su forma se hace dura, barroca, pesimista, exasperada. En PRÓLOGO XIII -ellos representan una tragedia sin desenlace, esa trage- dia que alargarían hasta la eternidad en los pueblos las beatas á las que se les muere un pariente conservando .su cadáver para siempre también si pudiesen. Los mu- seos tienen una atmósfera insensata que fomenta vicios, sadismos seniles y pusilánimes, egoísmos atroces y sus- picaces, corrupciones desnaturalizadas, siendo entre los museos los más empedernidos los arqueológicos, llenos de clasificación, de seriedad, de obscuridad, de congoja, de obcecación y en los que las cosas sometidas, deprimi- das, sofocadas, pierden su donoso sentido silvestre, este- rilizadas y sin comunicación con la tierra, como sólo la h alian en el aire salvador del Rastro, en el que ceden á sis impulsos espontáneos. No VII ío son tampoco ruinas históricas y trascendenta- les estas cosas del Rastro, ¡eso sería demasiado! porque <3ti las ruinas queda siempre algo que pervierte, un resto de su jactancioso, de su supersticioso pasado, de su hipócrita dominación, por lo congregadas que están, como persuadidas aún de su objeto común y tiráni- co, sin la suficiente persuasión y rebeldía privada en cada una de las piedras. Las ruinas del Rastro, por el contrario, disgregadas, abandonadas á su soledad y su última conciencia, entran en razón, se llenan de senci- llez, y como la sencillez es comparable con todo, resul- ta que con la cultura del pequeño espacio corrigen las ideas extensas y soporíferas y vacuas de las grandes imágenes, esas grandes imágenes que relajan al espíritu dándole la enfermedad tremenda de las dilataciones, «la dilatación del dolor», «la dilatación déla ansiedad», «la d ilatación de la idea humana del tiempo convertida en ii diumana y traspasadora de dolores agudos y largos», e cétera, etc. Las ruinas del Rastro muestran pegadas, e íjutas, inculcadas á sus añicos, las ideas más inauditas y curativas, resultando así en su pequenez como restos XVI PRÓLOGO «...Animales, monstruos, mandarines, sacerdotes, guerreros, todos mudos, descreídos, curados de su exce- so de poder, penetrados de la aplastante veracidad que es bóveda de la llanura. . . » Esta es la asociación de ideas más pintoresca que nos ha sugerido el Rastro... ¿Se sabe por qué? ¿Se expli- ca esa comparación cuando el Rastro es tan bajetón, tan humilde y tan ruin? No se sabe ni se explica, hay que morder el polvo de no poder decirlo con precisión, sin involucrarlo todo, pero un tremendo y riguroso parecido, una viva justificación nos ha asistido en la evocación, quizás respondiendo á esa ley que hace que lo grande se envuelva y se halle en lo pequeño y por la que orbe quiere decir tanto esfera celeste, esfera terrestre ó me- nuda esfera de cristal. Quizás por alguna razón más sencilla y liviana. XI Hasta aquí todo ha sido en el prólogo elevación del concepto del Rastro, que al releer no nos hemos tenido que avergonzar de no haber mirado hacia abajo tanto como hacia arriba, sin dispararnos ni excedernos. Ahora conviene tener la suficiente franqueza para revelar la parte cotidiana, temporal y discreta de este libro, y hay que atreverse á hablar en un sentido perso- nal y responsable. Ante todo, ya que ha rodado tanto hasta aquí la palabra Rastro, conviene decir que apelo así á este lugar, porque en mi tierra tiene ese nombre propio que puede ser traducido á todas las lenguas y referirse á todos los lugares, porque por su sentido y su significa- ción sería adecuado nombre de todos. Además el Rastro ha sido el que más he frecuentado con una asiduidad incalificable, una asiduidad de murciélago, ese pájaro doctoral, suspicaz, insubordinado, tan observador, tan solitario, tan secreto, que tan misteriosamente se entera I H?9 PRÓLOGO XVI l de las cosas, hasta parecer que se pierde un momento en ellas para brotar de nuevo de su esencia, Durante mnchos años he hecho largos viajes á través de él, intentando darle fondo, pero sin pensar nunca ha:er un libro con su asunto, cuando de pronto una tarde de vuelta á la ciudad me he encontrado ya hecho, impreso y atezado este libro, como si lo hubiese adqui- rico en un baratillo de libros viejos, con mi nombre en la portada y con algo del sentido, de la concepción que yo habría querido darle. Un origen tan sorprendente, tan paradójico y tan espontáneo ha sido el de este libro. XII Este libro no es una obra informativa ni sentimen- tal de esas pródigas en lamentaciones en vista de que todo es vanidad de vanidades, no; él no cree en eso, y po * lo tanto es un libro enérgico, condensado, recon- centrado, apaciguador, y en él todo está dicho con gus- to de la palabra y de la imagen, en un esparcimiento lúl trico y extremado. No hay en él el ansia de meter mi ido á que mueven los temas lamentables, no; por el contrario, está hecho con la intención de envalentonar, de hacer que se crezcan los que lo lean, de hacerles av3nturados y sonrientes, de hacerles impertérritos y asentados, de no serlo ya, porque si lo son, alabados set n ellos. Todo en él está considerado sin lirismos fáciles y adiposos, sin misterios solapados, sin remolo- ne "ías de escritor, sin falsos pucheros de visita de pésa- me, sin luto ninguno. Nada de garambainas, ni de za- lemas. El objeto y sus greguerías: el objeto y su nimbo es- triito. El objeto espontáneo, crudo, plástico, cínico, ,abmdante, irónico, animoso ante la muerte y bastán- dole á sí mismo. xvrn PRÓLOGO XIII Alguna vez se me verá detenerme, entrar en intimi- dades con alguna cosa, distraído un momento, pero es q#ie aprovecho la ocasión ya que estoy ahí, ya que sólo en medio del libertinaje y la soltura del Eastro, las cosas se enseñan á sí mismas, y personalmente se enca- ran y se expresan. Esto, como lo otro, quiere decir que este libro no es un libro ordenado y observante de ningún deber. Este libro no es tampoco un libro iconoclasta, porque eso sería colérico y redundante. ¡No por Dios, que vivan las imágenes! aunque con este incrédulo sentido particular de aquí, tan graciosamente, tan sin hiél, ni furia, ni espada. Es más eficaz para la libertad esta suprema hilaridad que hay entre todas las imágenes y todos los objetos, esta sinceridad suprema. La icono- clasia no es conducente, porque más que el triunfo sobre las imágenes revela el temor de las imágenes y prepara muchas veces su triunfo. Iconoclasta hay que ser más que nada con uno mismo, empleando la ironía y el despropósito con uno mismo, sumergiéndose en ellos, consiguiendo así en el paseo por estos andurria- les el principal y más positivo encanto, la ironía de uno mismo, la idiotez más refinada, más desenvuelta, más curativa, no la idiotez benigna, primeriza, torpe y re- vuelta, sino la idiotez final, desenlazada y maligna, la idiotez inevitable y liberadora. XIV Este libro, en vista de todo eso, es un libro idiota, dramático y regocijante. Había que rectificar de algún modo esa literatura de las crónicas—el género literario más aborrecible y más anodino—y de las informaciones en que se ha ha- EL RASTRO Panorama real La población se va empobreciendo á medida qm se aproxima al Rastro. La gente es de otra ca aña, es más morisca, peor afeitada, más menes- terosa. Sus ojos son más negros, más cuajados, y su mirada más torva, más penosa. Por medio de la calle van más carros que co- chas y pasan algunos burros ingenuos. Se encuen- tran más perros en libertad, perros de pieles apo Hiladas que rebuscan en el suelo, gachos y mohínos cono colilleros. Van y vienen mozos de cuerda ca 'gados, con miradas nubladas de bueyes carga - don de piedras insoportables. Algunos buhoneros de objetos nuevos, de espejos de luna confusa y mareada, de muñecas, de boquillas, de mil otras couas insignificantes, venden en estas calles próxi- mas, cuatro raras calles que de pronto se reúnen en un trecho, medio calle, medio plaza, medio es- qu nazo, y brota el Rastro en larga vertiente, en -desfiladero, con un frontis acerado y violento de luí y cielo, un cielo bajo, acostado, concentrado, desgarrado, que se abisma en el fondo, allá abajo, cono detrás de una empalizada sobre el abismo. 22 RAMÓN GÓMBZ J>B LA SERNA Así se hace el transbordo en el Rastro, que es como una salida de túnel, con esa luz como dada de improviso, esa luz agria, esa luz blancuzca de las afueras en rampa, desniveladas, bajetonas, esa luz con que se abren las ciudades que son obs- curas entre sus altos edificios. Es un transbordo imprevisto como el encontrar en un cercado en vez de la puerta viable la brecha furtiva, esa herida de las tapias tan visionaria, tan luminosa, tan des- ahogada, tan liberadora. Desde ese alto se ve como desde un terrado el confuso archipiélago de los puestos, el gran empo- rio, ¡valiente emporio! y al final, después de ese gran derribo que se abate en lo hondo, se ven unas lomas peladas y ascéticas, ancho y lejano solar de entrañable terrosidad, sobre el que el horizonte se señala con un ribete de ópalo. Las primeras casas en que se inicia la bajada del Rastro son grandes, de esas de ladrillo rojo que contristan, que dejan sin luz, que son como un agobio de sangre vulgar, llenas de balcones estre- chos, sin márgenes alrededor entre unos y otros. Son como altas y compactas páginas de mazorral, de letra pequeña, completamente ilegibles porque embizcan y abaten... ¿Cuánta humanidad se hospe- da en esas casas, de fuera á dentro, á más adentro, hasta un fondo inverosímil y obscuro en que está el límite de las habitaciones interiores? Rojas y con tanta humanidad desconocida é interior, son como grandes prisiones modernas, prisiones voluntarias, prisiones inmerecidas, pero inevitables. En el centro de esos edificios de la cabecera del Rastro se levanta la estatua de un héroe popular que incendió en la guerra la caseta del generalísi- mo enemigo. La vida de alrededor á la estatua se come su heroicidad, la vulgariza, la descompone, HL RASTRO 23 la desgracia. Es doloroso, es inútil y carece de ni oabo^ lírico el gesto dol héroe avanzando con su la:a de petróleo bajo un brazo y la tea incendiaria en el otro. Es plebeyo, es bárbaro, es absurdo. Su bronce es de una hosquedad insensata sobre la luz seasata y anárquica de la lontananza. Resulta uno de estos hombres ciegos de violencias, de violen- cias ordinarias nacidas de su miseria, de su lucha di'ícil por la vida, de sus decepciones. Obligados á :ener generales que les llenan de ira, ¿por qué encima se hacen héroes?... Más digna heroicidad hay en el que no quiere ser uno de estos héroes. Aquí esta misma estatua resulta también una cosa de desecho ida allí como resto invalidado por la in- diferencia que el tiempo tiene por la historia, como uc fracaso de piedra .y bronce, un fracaso prosaico y anodino. Pasado el héroe, se entra en la pendiente por la que el alma llena de abandono, importándola un comino donde ir á parar, comienza á rodar, cínica, arrostrada, hecha una bola resignada, muy llena de sí, llena casi únicamente de la satisfacción de ser así de compacta y voluntaria. El terreno es litre. Tan libre, que no se ve un solo guardia pasa- da la linde de la ciudad. A ambos lados de este primer trecho de camino, hay tenderetes vestidos de telas sucias y remenda- das y armados con maderas. Su arquitectura es deforme, chapucera y provisional, tornándose más ar gulosa y más harapienta según se desciende, y se encuentran tiendas cubiertas de harpilleras, esa trtma elemental que e3 el salto de la tierra á la túaica y á la tienda de campaña... ¡Pobres coreo - has pardas y deformes! Ya en estos primeros tramos del barranco las casas laterales son todas de una construcción más 26 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA lo alto. Las buhardillas con un marco de madera vieja, con sus japoneses sombreros de tejas, con su reja presidiaría de hierro, con sus palos como astas de banderas rojas é insurgentes y su cortina sucia y rajada, nos dejan atónitos y nos excitan, y nos hacen levantar la vista con insistencia. A veces, hay alguien asomado á ellas, alguien que sea quien sea resulta inolvidable... ¡Oh, aquella mujer enjau- lada en una de ellas con una niña en brazos, qué visible hacía á la fatalidad, descubierto el automa- tismo de guillotina de sus dos destinos!... Estas bu- hardillas del Rastro estupefactas y desconcertan- tes, parecen ver á Dios, al Dios desesperado de aquí abajo, y parecen oir, distinguir, barruntar las pa- labras de los apostolados imposibles, y adivinar las estrellas rojas, las estelas trágicas, las reminiscen- cias de que está lleno el cielo... Atenta y pertinaz la mirada, se van obteniendo más sorpresas pintorescas. De pronto se ve un fon- do de color en lo hondo de un patio. Es una tra- pería. Varias mujeres con un pañuelo liado á la cabeza, manipulan y escardan montones de reta- les. Es grato el espectáculo, y no es sucio porque allí se prepara la reversión á papel blanco de las telas usadas y trapajosas... Más allá es un taller de marmolista... ¿Por qué hay varias tiendas de marmolistas en el Rastro? ¿Por qué han coincidido aquí esos lapidarios que aparentan trabajar para la eternidad sobre el eternai elemento del mármol? Enigma. Pero aquí donde todo se desinteresa de la muerte, no trabajan estérilmente, porque vienen interesadas en perpetuar un recuerdo las pobres enlutadas, más renegridas sobre el blanco fondo de los mármoles, y encargan una lápida ó una figura á estos cínicos y sonrientes lapidarios. Resulta ex- traño el optimismo de estos talleres llenos de tin- BL RASTRO 27 tíceos joviales y de mármoles de una opulencia sensual agradable, deslumbradora y simpática. Jun- to á las lápidas y los bloques, hay figuras de muje- res vestidas de un luto blanco, que sin poderlo evitar ec na sobre ellas y su dolor con una paradoja for- midable el manto blanco de las desposadas, ¡imáge- nes ingratas y olvidadizas! hay también esculturas de niños desnudos sobre un almohadón, niños que dan la sensasión de un sueño lechoso de niños vivos y nanos, niños regordetes y sin descomposición que mas imitan la fecundidad de la vida que la amari- lla, amoratada y enflaquecedora depravación de la muerte. ¡Graciosas tiendas las de los lapidarios en esle cinismo del Rastro que vive de la burla de las <jo ímemoraciones!... En otros huecos hay tiendas para el sustento de la vida, que producen aquí una so 'presa extraña, como si fuesen un oasis iñcon- graeute. Tiendas de ultramarinos, tan burguesas, tai adocenadas, tan recargadas, tan enranciadas y ta i parecidas á las otras anodinamente. Una pana- dería blanca, candida, estrecha, media tienda sólo, pero suficiente para darnos toda la alegría, porque el pan es un dorado é ideal renacimiento, es la bon- dad, es la frescura, es el perdón y el aplacamiento de cada día; es la compensación, es la largueza, la inafabilidad, la comunión mayor... Como en un re- manso también, santificando el hueco, surgen las carpinterías, que también en este paraje como en ni ígún otro muestran recrudecida esa benignidad, esa fragancia, e3e buen espíritu sencillo que espar- ce i siempre las carpinterías. Hay bastantes y se obiiene contemplando el trabajo y los elementos de esos talleres, reducidos pero oreados, una sensatez, un sosiego, una familiaridad refrigerantes. Son limpios y renacientes, resultando los hombres que trabajan en ellos apacibles y cariñosos hijos de 28 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA su trabajo, buenos amigos de la madera afectuo- sa, pura y de dulces y honrados espliegos para el alma. ¡Oh el pino, sobre todo, qué santo y qué bueno! Otra nota extraña por el contraste del sitio es la de las freidurías al aire libre... La sospecha que se siente ante ellas es atroz... El aceite debe ser aceite sacado de las botas viejas, y todo lo que en las sartenes se fríe parece carne ó pasta artificial, materias embaucadoras, viejas, usadas... Sin ser ya una sorpresa, porque se contaba con ella, se ven numerosas tabernas y hasta se entra eja ellas, porque el gaznate se seca aquí hasta agrie- tarse. La fachada de estas tabernas es morada,, cárdena, cejijunta, con manchas rojas Su escapa^ rate es grasiento, mosqueado y hediondo, lleno de una insufrible comida fría, antigua y seca. El fon- do es obscuro, obcecado y cárdeno, lleno de som- bras altas y extravagantes como estantiguas, de esas estantiguas que hay enhiestas en todo fondo obscuro del Rastro. Sus botellas dan una sensación más agria que en ninguna otra taberna, como lle- nas de licores más alcohólicos, más falsificados, menos potables, y se piensa que estas botellas como las de sublimado ó de otro veneno, debían tener pegado como etiqueta, como marca del cosechero ese sello negro con dos blancos fémures cruzados en X y un cráneo en medio. Hay en esas tabernas una hostilidad de conspiración en los extramuros de la ley y de sitio para ocultar prófugos... El vino, hay que desengañarse, sólo es dicharachero, hijo de los racimos naturales, sensual como las vírgenes que están en el día rojo de su pubertad, en los laga- res de los pueblos sin flamenquismo ni pesadumbre urbana. Aquí las borracheras son negras como el cerote, cogidas por hombres desesperados que in- BL RASTRO 31 tabernas, quizás las aventajan en recodos obscuros r huraños, enrincones pantanosos, ensombras densas. Fo tienen la puerta grande de los pabellones abier- tos, sin peso, ni fondo de casa, resultando incompa- rables esas tiendas turbias y funestas, con la airosa mundanidad, con el diogeniano espíritu de los pues- tos al aire libre. En esas prenderías metidas en las casas, hay una linfática burguesía que no sienta bien al libertarismo, á la bohemia, que necesitan los objetos huidos. Los apresa, los encona, los con- S3rva, los coloca en escaparates con cristal, lea hace guardar un orden y una compostura forzada sobre las cómodas ó dentro de las vitrinas abomi- nables, los ahoga en cuartos de aspecto doméstico, faltos así de aire, de libertad en que descomponer- se y hallar su glorificación. Resultan por eso de- gradantes y antipáticas esas tiendas caseras, que no dan la sensación airada, libre, suelta, viva y brutal que se necesita. A todo esto la cuesta larga ha ensanchado y se- ñan abierto dos grandes continentes de cosas, lar- gos de recorrer, vastos, llenos de malezas intere- santísimas. Ya todo aquí se revela por partes. Ya la abstracción, la idea de conjunto se rompe, se pierde, se olvida. La visión del Rastro en perspec- tiva se descompone, y pequeñas perspectivas nos encierran absolutamente en su horizonte. Ya ahí se vive fuera del plano provincial en regiones es- condidas y aisladas en que se desvaría. 32 RAMÓN GÓMEZ DW LA. SERNA Las gentes No hay manera de ordenar las miradas dedica- das á estas gentes. Es confusa esta muchedumbre y es individual. Además, el transeúnte—que es lo que únicamente soy—debe dar en su incongruen- cia, en su azar, en su fila desordenada la serie de sus hallazgos. • Estos indígenas tienen rostros dramáticos, tor- cidos, caracterizados, con raras huellas... En todos hay un desgaste, una gravedad como la que hacen sufrir á los rostros los climas fuertes, los ambientes violentos, los espectáculos excesivos y fuertes... Su color está quebrada, está obscurecida por la densa y acre emanación de estas cosas... Manchas vinosas hay también en sus rostros y en algunos, para mayor dureza de su expresión, hay erupciones profundas, como consecuencia de las filtraciones que estas cosas llevan á su sangre, y muy general- mente no sólo en el rostro de los hombres, sino en el de las mujeres, hay un formidable estrago de viruelas, de esas viruelas de estatua de piedra, que dan al rostro una pétrea y recia catadura, y el mismo gesto raro, duro, chato, torcido, avieso, aristado, impasible y frío de esas estatuas de pie- dra de los jardines tratadas con inclemencia por el tiempo... Muchos de sus rostros recuerdan también esas máscaras que los incas y los igorrotes han tallado en madera, y á las que han incrustado unos ojos muy blancos y negros, temibles, brillantes y extáticos... Tienen pelajes absurdos, muy negros, ó EL RASTRO 33 con greñas blancas entre la pelambre morena, ó con un mechón rojo, ó con una entonación parda... Sus bigotes son como bigotes de animales felinos que olfatean con ellos y con ellos lo prejuzgan todo, desdeñándolo ó aceptándolo según lo que ellos ba- rrunten... Sus barbas son intencionadas, autorita- rias, reconcentradas, bárbaras, persuadidas y personales... Visten de obscuro con el lujo de un verde ó un florido chaleco y llevan calados sus sombreros de gesto rebelde, todos ilustrados por un viso tornasolado de grasa... Se ve que son los abo- rigénes del país, y sólo un hombre de otra raza vive entre ellos, un judío cuya cabeza parece una pintura representativa, una conocida pintura reen- carnada. Este judío tiene afilado el rostro por la voluptuosidad de su avaricia y de sus otras pro- fundas concupiscencias. Tiene aquí un puesto que de día en día mejora, con vitrinas y cofres, y de él se sospecha que si bien podía establecerse suntuo- samente en el centro de la ciudad, ha escogido uno de estos chamizos para disimular mejor su fina tela de araña... Todos estos hombres descansan plácidamente, aunque á veces se les vea entreteni- dos en componer lo que nada vale. Alguno semeja un austero bonzo sentado de cuclillas en oración, con el pensamiento fijo, bañado, lubrificado en el nirvana... Parecen en vez de comerciantes buenos v vidores, y juegan á los naipes ó beben de una botella en pie á su lado, atenta á ellos con la vir- ti.d de un perrito puesto de manos, anheloso y ser- v cial, mirando al dueño... Su pereza es suntuosa. So permiten el no ir á su comercio y no abren el da que no quieren, porque han dormido mejor que nunca ó porque han querido comprobar su libertad. A veces también sin necesidad de eso •abandonan su puesto, y sólo después de ser invo- 36 RAMÓN GÓMffiZ DE Li SERNA diza, trastornada y peligrosa, vesánica y llena de manía de grandeza, esa conciencia ignorante y fa- nática, porque ellas no saben calcular lo que sean sus senos, y sin embargo se sienten las depositarías, las dueñas, las envidiadas, todo esto á secas, redo- madamente. Las hay que son merodes morenas, con entrecejo y una sombra precoz de bigote, ab- sorbentes pasionales de absorbentes errores. Miran apenas al transeúnte, porque guardan la mirada sanguinaria de su predilecto y no ven sus ojos in- yectados en la sangre de toro de esa mirada del elegido. A la vista está en su desgarro al moverse, en su seria expresión, que están llenas de cólera pueril, cansadas y desesperadas de su forma cerra- da, de su forma virgen. Se las sospecha sucias por los mismos ingredientes que aquí lo patinan todo, aunque esa patina, como la que ensucia los mármo- les y los hace más carnales, es en ellas también condimento picante... Son mujeres de las que se levanta un perfume rudo y enredoso los días de lluvia. Hay una entre todas que es la más hermosa y á la que un tácito y constante plesbiscito se lo dice. En seguida, hasta el neófito sabe dónde está. Es una morena alta, de solemnes proporciones de cariátide, muy dueña de sí, imposible á ningún rey como Semíramis, dentro de su corsé, envuelta en él como en una invulnerable coraza guerrera. Lleva un castillete de rizos, como un alarde incon- tinente de chulapa. Sus ojos son de piedras duras, sus mismos labios son de duro coral, ai que hace más granados todo el obscuro abono del Rastro. Esta presencia de las jóvenes en el Rastro, esta rigurosa imposición de los sexos nuevos sirve de levadura ai pan espiritual que se amasa en el resto de sus cosas, en su aire germinal. EL RASTRO 37 El Eastro está cuajado de niños, como las aguas sucias y estancadas están cuajadas de ranas y re- nacuajos. Resulta ingrato el espectáculo. Sobrecoge ie un sentimiento inquieto y acervo. Se les ve entre este montón de cosas demasiado desimpresionada y escuetamente. Se ve en ellos el color de la tierra, la estulticia de la tierra. Parecen larvas nacidas de estos restos. Parecen algo relapso, criminal, nefasto. Orgullo obcecado desús padres, descuido, capricho, miedo. No alienta en ellos la rebeldía esperada, sino una maldad, una injusticia de prin- cipes antojadizos, envidiosos, autoritarios, sangui- narios, amigos de tirar piedras. Nada original hay en ellos, eso es indudable ante esta viva realidad del Rastro que plantea elemental y sobriamente los problemas... En su abandono sólo el tiempo los cuida como á una antigualla cualquiera, no como una novedad. Vistos tan seriamente en este sitio lle- no de pobreza, de aridez y de sinceridad, resultan vivos parricidios cometidos por sus padres, parri- cidios que sólo se hubieran hecho perdonar los padres haciendo á sus víctimas herederos y copar- tícipes de una libertad mayor, la libertad indecible en la que nadie piensa, la libertad máxima y absurda que se necesita... Sucios, con mejillas como chicharrones, con las piernas torcidas, con una boca desdentada de viejos, juegan sobre las piedras que cuadriculan con tiza como tableros de ajedrez, escarban en la tierra, hacen fogatas ie toda astilla que encuentran, llenan de injurias las paredes, juegan con los restos informes de estas cosas inclasificables, con pedazos grotescos ie estafermos... Alguno, cínico ya, vende un mon- ;ón de cosas que pregona á cinco céntimos... No jólo andan por enmedio de la calle, sino que se asoman por las rejas de las ventanas como presos 38 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA que quisieran fugarse. Se les ve de pronto—á los que aun no saben andar—en un silencioso fondo de trapería metidos en un caballete de madera que les apresa horas y horas en la ausencia de todo parien- te. Se les ve asomados á los balcones más altos como próximos á caerse á la calle si alguien no llega á tiempo de bajarles de los hierros... Entre todos esos niños, jugando con ellos, abundan mucho los monstruos, esos niños de los labios grandes, de las caras lívidas, empastadas de carnaza y pinga- josas, esos niños que bailan por intervalos epilépti- camente sobre un solo pie. ¿Por qué juegan con los otros que con una impiedad inverosímil se burlan y se ensañan con ellos? ¿Por qué juegan esos niños de la cara atroz ó de la giba ó de la cabezota? Se pre- gunta uno esto por preguntárselo, ya que peor sería que no jugasen. Los hay también jorobados, los hay bizcos ó con otros raros estrabismos en los ojos, y los hay, con erupciones tremendas y dolores de muelas precoces... Llena de pesadumbre y di- ficultad este espectáculo de los niños y acrecienta esta pesadumbre el que además de la obsedente presencia de las embarazadas, allá arriba en el piso á que mira toda la inverosímil bandada de chicos que se ha reunido en un momento, hay un bautizo. La arribada de todo En el centro del Rastro, en el patio de uno de sus grandes continentes cerrados, e3 donde se de- tienen los carros atestados, encastillados, que vie- nen de lejos desde la ciudad ó el pueblo lejano en EL RASTRO 41 lueño habla como un apologista delicado, místi- arrobado, melifluo, y elogia, viste, admira sus objetos, los trata con palabras de Kacida morisca, con palabras parecidas á las de los deliciosos «jar- dines» persas... Los otros insisten, lapidan, hienden el aire, dan puñetazos á los objetos, pero al fin se Jos llevan... Se los llevan con recelo, yéndose con osa rapidez, con que cada gallo huye del lado de los otros con el encuentro en el pico, cada cual á su rincón á comerse allí lo suyo después de de- ;arlo sobre el suelo y mirarlo con un ojo primero y con el otro después... Por fin queda solo el dueño presidencial, lleno de plata negra y calderilla más negra aún. Satis- iecho se sienta, rebaña su chaleco, cuenta su dinero y después fija su atención en las cosas que le han dejado, las estudia como el mecánico á la máquina descompuesta, les busca la llave de la cuerda que las haga moverse, indaga su aristocracia, su gracia, su sentido, su belleza... Se siente justificado, ilus- tre, listo, y espera al resto de los compradores, porque en el resto de los que han de venir á ver sus cosas está ese señor misterioso, con gafas, con el sombrero muy calado, que huele á cartera de piel de Rusia, señor ladino que no puede á veces ser hipócrita cuando ve el objeto que busca, el objeto magnífico y tirado, y lo tiene que pagar un poco... Ellos esperan sentados, perdularios, repanchi- gados como generales en los sillones de desecho, porque estos grandes follones se quedan con un sillón como un solio y desde él contemplan el mun- c o, cumplidos y suficientes, recompensándose en sus c achivaches, buenos ladrones á los que Dios además hubiese prometido el paraíso. 42 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA De otro modo menos aparatoso arriban también las cosas. Es silencioso y privado, pero es fuente que engrosa y acaudala el estanque gota á gota. Una mujer se acerca al comerciante hostil y trapacero. Saca de debajo de su mantón, con ver- güenza y zozobra, el objeto que quisiera vender y lo pone en manos del hombre cachazudo y flemáti- co. Espera. EL mira el objeto y antes de decir nada se lo devuelve, hiriéndola de ese modo ante todo. Hay que ser crueles en este negocio. Después des- precia á la cosa y después, como ella le pide por favor que tase sin embargo su insignificancia, él señala un precio muy bajo y conmina á la pobre mujer á que busque á alguien que le dé más. Un momento ella, desconcertada, vacila, pero el golpe ha sido tan seco y certero, que allí se queda lo que fué embarazo ilusionado de la pobre mujer al abri- go de su manteleta mientras bajaba de la ciudad. Ella se va lenta y floja y él esconde el nuevo objeto hasta verlo más despacio, porque estos objetos que llegan de este modo obscuro, sin haber pasado por ninguna aduana, son los selectos, los sorprendentes, los que son una inesperada fortuna de pronto. Otra vez es un hombre con un cuadro. Lo trae tapado con un trapo. Se acerca al chamarilero. Se nota en su modo de hablar que es un ingenuo hombretón y se supone que viene de muy lejos con su cuadro en vilo. El comerciante es duro con él para relajarle y comienza por destapar violenta- mente su cuadro con impudicia. Después sonríe y lo vuelve á tapar con un cuidado burlón. —¿Y cuánto quiere por él?—pregunta al buen hombre, fachendoso y con un duro retintín. El otro no responde ó responde apenas, y enton- ces el facineroso negociante le ofrece cualquier cosa y le injuria con una política rica en sagaces EL RASTRO 43 rodeos. Se le ve intentar derrengar al pobre hom- bre, como el torero hace con el toro para después re atarle, y casi siempre lo consigue. En otra ocasión es un pobre, largo, flaco y a ídrajoso el que trata de vender algo. Se le nota la intención antes de que hable. Se para frente al piesto. Mira las cosas con una falsa abstracción, las manos en los bolsillos y la cabeza colgante. Ese es el tímido vendedor de lo que no merece comprarse. El mismo lo sospecha por la cortedad q le le sobrecoge; sin embargo, al fin se decide y shca el objeto moderno é insignificante. Un ceni- cero. Unos gemelos. Una maquinilla para afeitar á la que faltan las navajitas. ¡Cómo si nada! A ese ni le mira ni le escucha el regio chamarilero, á ese lo castiga, lo arroja de su presencia, le fulmina bu excomunión. Y así vienen, se desengañan y se van, otros personajes, otras figuras solitarias, disimuladas, que celebran sus conferencias en voz baja y apar- te, como si hubiesen robado lo que ofrecen ó como si comprendiesen que han llegado al último trance de su miseria, y así van dejando cada una su cosa, una auna, sin dejar señales de su nombre ni de si origen. Son gentes inexpertas y se les ocurren infantiles estratagemas. A uno de esos hombres que traen á vender un arma, que sacan á relucir sólo ei tre la americana y el pecho un puñal con un ce rcho en la punta ó una pistola que enseñan boca abajo rindiendo armas al comerciante, se le ocu- rrió un día traer un arma descompuesta junto á unos pajarillos muertos para probar que con ella los había cazado aquella misma mañana, «aunque después no sabía qué la había pasado». La faz im- perturbable del comerciante no desmintió la fábu- la, pero sin hablar del revólver enorme, incapaz 46 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA ñera sutil y rendida de ver un abanico y de coger- le, aunque como estos abanicos nos los ceda el santo suelo y Ja calle miserable nos disuada de la escena galante... Los abanicos son tan pueriles, son artilugios tan femeninos, proceden de tal modo de sus senos turbadores y de sus finas manos, que no hay otro modo deconsiderarlos... Monedas antiguas en cajas de pañuelos y en cajas de puros... Nada más inútil ni más conven- cional que estas monedas, nada más pobre ni más desmentido... Césares, águilas, castillos, mujeres, animales, tan faltos de parecido humano y anima- do, tan narigudos, tan borrosos, que no se siente ninguna curiosidad ni ninguna afección por ellas; sólo los numismáticos, esas almas sórdidas, misó- genas, obscuras, insignificantes, sin nobles y am- plias curiosidades, las miran y remiran... Algún sacerdote se pone de cuclillas como una mujer cuando orina y repasa las efigies... ;Bah! ¡puah! Deben estar caídas, revueltas y perdidas, revelan- do su falsedad después de haber pasado por legíti- mas!,.. ¡Valiente legitimidad la del dinero! Cascos de botella, de toda clase de licores y vinos y medicinas, botellas de champagne con im- perial corona de plata, frascos de colores— algu- nos, los azules, conmovedores por su bella alma llena de luz azul, melancólica é ilusa— , y á veces frascos con algo en el fondo, algo que no se sabe lo que es, si veneno («¿Será sublimado corrosivo?», ocurre preguntarse), si medicina, si perfume, si HL RASTRO 4:7 ungüento de milagros, si alguna desubstanciación humana ó divina, si algún Santo Oleo... Ese algo un poco viscoso y fermentado, nadie sabe lo que es, pero los pobres dueños no han querido tirarlo porque siempre esperan á alguien que sea eso lo cue busque y lo que entienda... Además tienen una gran pereza de limpiar, una incuria justificada y flosófica digna del medio impío en que viven... Los frascos, las botellas, los tarros, son de lo más miserable, de lo más frío, de lo más revelador de li insaciabilidad, del vaciamiento, de la evaporiza - ción constante de la vida, y sin embargo, tan aca- tados, de tan sorprendente materia, tan definitivos de hechura, tan capaces siempre, da pena estre- T arlos no sólo por la irreparable manera que tienen de romperse, sino por el lastimero grito de agonía del cristal... Y eso hace que los vasares se vayan leñando, atestando de ellos y que ese fondo de Lis casas donde se aglomeran dé una sensación inútil, desalmada, como si ellos absorbiesen y roba- sen un aire, un sitio, un hálito de vida que no merecen... Aquí lo pueblan todo, dando al paraje un aspecto de despensa exhausta, vacía, sedienta, lamentabilísima... Kesultan antipáticos, atrabilia- rios, estériles, siendo tan pobres infelices casi to- dos, con la excepción de las botellas verdes llenas de un alma aciaga de lagarto, un alma inaguanta- ble y sórdida. Pipas tendidas como gatos, acostadas de lado CDn una simpática comodidad... A veces metidas ea su estuche como echadas en un almohadón de terciopelo, soñando en sus atracones y sus humos, ontinuándoles imaginariamente... Encocora el es- i 48 RAMÓN GÓMH1Z DE LA SERNA pectáculo de las pipas, porque si fueron de un muerto debieron enterrarlas con él, á sus pies, como en las estatuas yacentes de ios grandes señores figura á los pies de ellas su perro fiel, y si fueron de un vivo debieron enterrarle por ingrato á los pies de su pipa... Muchas de esas pipas usadas son de espuma de mar culotada, revelando con su cu- itamiento el trato entrañable, consanguíneo, con- movedor, trato como el que Dios tuvo con la estatua de barro de que salió el hombre, trato sutil, soplo fino de su dueño tan celoso, tan constante, tan so- plón.,. Son toda una vida... E9tán siempre al lado de unas gafas y por eso quizás nos han parecido siempre pipas de viejo, ese viejo dramático al que queda una ardiente pincelada de pelo rubio en el bigote y que fuma presumidamente en estas pipas de espuma que tienen esculpida una cabeza de mu- jer ó una bellota ó un perro ó un cerdo... ¡Pipas!... Para el que fuma en pipa—aunque ésta sea una pipa menos industriosa y menos maniática— , las pipas aquí le producen una melancolía honda, in- grata, espiritada, inflexible, de un aire colado, casi mortífero. Navajas de afeitar melladas, atroces, con oxi- daciones, medio abiertas, homicidas del modo más ensañado en arañazos largos y en tajos de incalcu- lable profundidad... Las navajas de afeitar siempre recuerdan los crímenes más atroces y más matado- res y sobre todo aquel crimen fantástico de Poe que cometió un orangután con una navaja de afeitar... i Oh, escozor de verlas! EL RASTRO 51 Quinqués tristes, sin torcida, sin tubo, sin pan- talla, como descabezados, como ciegos y fracasados, lamentables como gallinas con la cabeza cortada y el cuello renegrido... Lamparillas de aceite con la caperuza colgando de una cadenita, parecidas á infantiles colegialas... Candelabros de un solo bra- zo de bronce, enhiestos con esa fanfarronería litúr- gica de esos candelabros... Candelabros de chime- nea en una presuntuosa actitud burguesa, en una lechuguina actitud... Velones solemnes, siempre solemnes, llenos de un alma dramática y seria... Candiles con su tiesa y salida nariz de bruja... Ho- nestas palmatorias, como viudas honestas en cami- sa... Lámparas de minero, trágicas, reconcentra- das, insinuando el fondo de la mina y la fatalidad, lámparas sin la gracia casera, candida, plácida de todas las otras lámparas, por su forma industriosa, reptílica, estigmada, sin emoción sensual ninguna, que hacen que nos interroguemos: ¿Quién las trajo aquí?... ¿Un minero á salvo? ¿La viuda de un mi ñero asesinado por la mina?... Colgadas del mismo clavo del que cuelgan unas cadenas, ó unas llaves ú otras cosas, no logran pasar desapercibidas, no se confunden con lo demás y francamente revelan algo obscuro y lúgubre... Grandes y destartalados faroles de portalón, algo llenos del alma destar- talada y vacía del palacio ó del caserón... Faroles de posada que alumbraron una noche medrosa, obs- cura, de largos é interminables caminos eternos... Faroles de larga contera para coche ó carromato, desolados por su falta de vehículo, con sus almas medio muertas... Arañas, grandes arañas de cris- tales sucios, como fuentes de lágrimas de sal, fuentes heladas, duchas de verdaderas lágrimas en este paisaje, llorosas de ese modo íntimo con que se quedan llorando las mujeres durante éter- 52 RAMÓN GÓMKZ DH LA SERNA nidades solitarias; tienen un prestigio de salón, un lujo perpetuo y severo, una prosopopeya de brillos azules, amarillos y rojos, de llamas vivas en breves lengüeciilas que, por la luminosidad de conjunto que hay en toda la araña, parece que encienden velas imaginarias en sus arandelas vacías. Las hay pequeñas y las hay enormes, para techos de iglesia. Llueven melancolía sobre el que pasa y muchas de sus lágrimas caye- ron ya, demasiado insostenibles en la araña, como llenas de un vencimiento verdaderamente mortal y desesperado... Y para completar la historia del alumbrado hay tambiéu hasta monstruosos focos de tienda con su gran globo rosado roto, roto desoladoramente como un ojo de animal, y toda clase de lámparas eléctricas, industriosas, sin emo- ción, sin gracia personal y recóndita, sin ese ele- mento espontáneo y consciente de las otras, porque las lámparas eléctricas sin comunicación con las fábricas de luz no son nada, absolutamente nada, ni hojas del árbol caídas... ...Estufas, braseros, tortugas — tortugas, nom- bre sabroso y cordial— , salamandras—salaman- dras, nombre misterioso, inquietante y reconcen- trado, lleno de rescoldos siempre vivos— , cesti- lios -nombre diguo para contener la fruta de fuego...—Los braseros relucientes, festivos de puro brillantes y peripuestos, con patas de león algunos y empingorotado casco de pebeteros, dan lástima, dan grima ya, tan caídos en desuso después de ha- ber sido nidos, senos sufridos de tan dulce cría de fuego... ¿los comprará alguien?... Las estufas ordi- narias, pesadas y recias, parecen, por ese fuerte, BL BA8TR0 53 hondo y acusado carácter y por esa extraña y formidable catadura que tienen—excesiva en unos vulgares animales domésticos—parecen un vesti- glo, un motor, un monstruo ó un elefante frustrado; parecen la serenidad, la resignación, la renuncia- ción de algo muy fuerte, impulsivo y ardoroso... Es truculento y abrumador el fracaso que sufren aqui, roñosas, desastradas, excoriadas, de un mal color irresistible... Hay también aparatos de gas reque- mados y renegridos por el venenoso y febril fuego de gas, y hay hasta teratológicos y retorcidos dis- tribuidores de la calefacción por agua caliente... Todos estos aparatos de calefacción son fríos, du- ros, inconvenientes para la pobre gente que vive á su lado aterida, toda hecha un sabañón en el in- vierno, después de haber sido un frito de carne en verano, porque la misma paradoja ingrata aflige á estas pobres gentes en el estío, junto á sus ventila- dores descompuestos y sin enchufe... -Todos estos aparatos desgraciados agravan y ensañan el es- pectáculo del invierno, que ya en el paisaje de los suburbios es más frío, más pelado y más ruso. Apa- ratos yertos, como muertos de una avería intestinal—de apendicitis quizás — , como muertos de inani- ción, con sus largas tuberías pasadas, desarticula- das, hoscas, verdinosas— ¡oh verdín infausto, bilio- so y bochornoso!— , tuberías abundantes, ansiosas de escalar el cielo, de volver á vivir, de poder vol- ver á tener de nuevo un alma que elevar en el cie- lo... ¡Oh, las estufas sobre todo, que tan gran frío, un frío espeluznante, inmerecido y desesperanzado, dan en los grandes estudios destartalados en los que no hay carbón, las estufas sobre todo sobrepasan aquí su facultad fría, helando más este gran estu- dio con los cristales de su vidriera cenital caídos, así como los de los grandes ventanales de los cua- 92 RAMÓN GÓMBZ DE LA SERNA Cacharros de barro rojizo, de terrosa respira- ción, con babas de miel, acaramelados, vidriados r simpáticos, bonachones, bien asentados sobre la tierra de que proceden, como vueltos á ella, como gustosos á tierra, balsámicos para la mirada dis- gustada de ver otras cosas, ansiosos de llenarse de tierra como esas tinajas y esas jarras de las ex-^ cavaciones, á las que resulta doloroso ver fuera de la tierra en que se refocilaban, como resulta doloroso ver arrancar al seno de su madre á un niño ó á una raíz blanca y tierna al sabroso seno de la tierra. ...Entre los cacharros se deja ver sobre todo el pistero... El pistero es el apero de más ternura y más dulzura del aparador, es casi un pajarito cari- tativo, bondadoso, que sabe entender y cuidar los enfermos... El pistero recuerda aquella convale- cencia de aquella enferma querida y á la vez aque- lla agonía larga y fatal de aquella otra enferma no menos querida... El pistero es un mimo insuflado en una cosa y en una palabra, jporque cuidado que es conmovedora la palabra pistero!... Al verles aquí, arrinconados como palomas atemorizadas, surge una pregunta, que aquí se repite dislacera- doramente: ¿Vino después de la curación ó des- pués de la muerte de su dueño, ese dueño al que tomó cariño como la sirvienta á alguno de los ni- ños á quienes cuida? Y esa pregunta sugiere otra*. ¿Quién tendrá que recurrir á estos pisteros usados, llenos de contagio quizás ó quizás llenos de una doble virtud y de una doble experiencia?... ...Una v BJL RASTRO 57 . peineta de teja, evocando, sin poderla ocultar, la gracia melenuda y ensortijada de la mantilla de madroños... Peinetas de por sí altivas y retrecheras, como virgulillas de carne moza, como caídas en un descuido de una chula de senos- vivos y copiosos que va por allá delante... raguas de anchas haldas como azules sayas de campesina, de paleta... Paraguas como semina- ristas... Alguna sombrilla blanca con puño de ca- llada, parecida á una zancuda. Ingenua y candida sombrilla de esas que llevan los domingos de pri- mavera las niñas pobres vestidas de blanco... Pa- raguas rotos, hechos una birria, verdaderas destro zonas de carnaval, verdaderas traperas, verdade- ros pobres de pedir limosna en la última miseria,, sostenida por cuerdecitas y otros postizos su falsa etiqueta, la falda que se les cae á pedazos... Para- guas sin tela, en esa actitud desolada, grotesca y desplumada de los pájaros en esqueleto, un esque- leto sutil de finos y grandes y puntiagudos murcié- lagos como macabros ornamentos de brujas... ¡Oh desolación, flacidez, vencimiento, despropósito, desaire el de un paraguas de desnudo varillaje, falto de sexo! Porque ¿era paraguas ó sombrilla?... )h tragicomedia!a£ Cosas de cobre, relucientes, optimistas, invaria- bles, encendidas... Aquí todo lo que reluce sólida- mente, así como el cobre, es oro, oro porque el valor convencional, que han dado en llamar esencial, del oro, aquí se anula, se invierte por igual en todas 58 RAMÓN QÓMtíZ DJ£ LA SERNA las cosas que brillan como el oro, y así es más es- pléndida la jovialidad, la realeza de todos los me- tales dorados, así no están humillados ni alzapri- mados... Hay muchos objetos veraces y relucientes de cobre y bronce, y todos están nielados con un fino, difícil y hondo trabajo por el tiempo, que es acariciante hasta ser un patinoso orfebre... Tienen pequeñas abolladuras que representan los dolores y las descalabraduras fatales de su destino... Cho- colateras, peroles, calentadores de sutiles y bien dispuestos poros en bellos dibujos de flores ó de iniciales... Calentadores de largo rabo para entrar- les hasta los pies de la cama por entre las ropas echadas, cordiales como mujeres saludables, como esposas tibias y campesinas... ¡Las cosas de cobre son las que más nos sobreponen, nos encandilan con su nota de color firme, con su solidez joven, inconfundible, inmortal!... En toda la extensión 4el Rastro atraen, destellan, reverberan como luces y hay en ellas un gesto de supremacía y de supervivencia sobre las demás. Largos rosarios colgados entre cosas campecha- nas y sin doblez, de esos largos rosarios negros y secos que inscriben un triángulo fatídico sobre el estuco de las alcobas de las ancianas, colgando so- bre su cabecera como una cuerda ahorcadora que adelanta su fin, que lo complica, que lo consuma poco á poco en la monotonía deprimente, ensañada, tórpida del rosario, que anillada al cuello, tira, aprieta y cierra el nudo corredizo de las oraciones que hay en sus cuentas, oraciones cerradas, rígi- das, aviesas, engaríiadas, atenazadoras, oracio- nes que contrahaciéndose, que revolviéndose en BL RASTRO 61 tfo, que es el que más hace llorar á sus deudos al recién encontrárselo... ¡A él que le gustaba tanto el safé, que ponía aquella cara iluminada y espe- ranzada al sorberlo!... Las hay de todas clases, y por haberlas las hay hasta de los cafés formales, ¿e los cafés oficiales, por decirlo así, muy tiesas, esas cafeteras llenas de autoridad y de prosopo- peya qne parecían destinadas al panteón de cafete- ras ilustres, pero no á venir aqui desautorizando á las otras en funciones aún y tan idénticas á ellas... ,.¿Qaé ladrón pidió un servicio dando las señas de un cuarto desalquilado? Porrones de vino grandes y pequeños, como crías, en su actitud silvestre y pitorruda... Son ani- males acuáticos, joviales, melindrosos, inofensivos, estilizados hasta no ser más que su alma ingenua y transparente... Simpáticos siempre, hasta se re- cuerda que de aquel colegio de párvulos tan triste, lleno de objetos severos que es antipático recordar, lo único que nos hacía gracia, que nos parecía ya un pájaro inocente que se compadecía de nuestro inmenso castigo de tener que estudiar, era un po- rrón que el director usaba para echar la tinta... ¡Oh el oorroncito que tenemos sobre la librería lleno de vino para los malos ratos! ¡Sangre de Dios, san- gre de nuestra sangre en un cuerpo de animal ami go ieí hombre! Una caracola... Otra... Aquí el mar vive en •eli£ s con más espacio que en las salitas en que se las suele encontrar... El verlas en este lugar sobre 62 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA la tierra como conservando y alentando su alma,, da un sentimiento pánico, amplio, que no está exento de grandeza. Lentes y gafas en profusión, para estrabismos misteriosos... Hay de esas gafas que dan tanta in- tención á los ancianitos, esas gafas con ancha y gruesa montura negra ó renegrida, que en los ros- tros de los ancianos, en el huesudo y amarillento cráneo ya, dan á sus ojos una mirada de hondas cuencas, cuencas vaciadas y nostálgicas... ¿No in- fluirán estas gafas y estos lentes en la visión del que se las ponga después del otro?... Esta sospecha se tiene, pero no se cree. Se dice como una buena intención de que en la vida todo debiera ser menos ingrato, y por lo tanto los lentes de otro debían revelar al nuevo dueño algo de lo que el otro ama- ba recordar... Pero no; esos lentes y estas gafas tienen la mirada en blanco, indiferente, perdida y vidriosa de la muerte... ¿De la muerte?... Quizás no tanto; tienen sólo la mirada del aire en que todo se condensa... Algún hombre rudo casi siempre con facha de campesino, de carromatero ú obrero de azadón más que de obrero de fábrica, se acerca, las coge con timidez por las antenas, se las pone con calladas y dulces maneras, mira las otras cosas del puesto para ver cómo se ve, se extasía ante unos clavos, abre ese libro desperdigado que hay siempre en los puestos, lee un párrafo como un filó- sofo una máxima, mira con toda su alma y su bue- na fe para ver mejor de lo que ve su vista cansada, pero el ensayo no le satisface, coge otros anteojos, vuelve á la experiencia, vuelve á dejar esos y vuelve á coger otros, hasta que por fin cree encontrar los B)L RASTRO 63 que necesitaba y los compra... ¿No le arrancarán los ojos porque su cristal sea excesivo? ¿No serán simples cristales de ventana, que en su candido de- seo, en su ilusión de ver le han hecho ver mejor? Más aperos de cocina, los coladores sutiles y mañosos, las orondas paelleras como objetos para la celebración de los más grandes días, las sarte- nes valientes, curtidas, sufridas y tenaces; las lar- gas besugueras que guisan al besugo moldeándole, er el espacio suficiente, idealizándole, y que por su forma lo evocan constantemente como el ataúd al hombre; las mangas para colar el café, con su caperuza de paño, como la caperuza de los gnomos, amables, delicadas y que son el objeto de más blan- dura y más liviandad de la cocina, por el que todos I03 demás deben sentir seguramente ternura; los cacillos, manos largas y muy apañadas que no se essaldan; las parrillas de un aspecto atravesado y avieso como aparatos de tortura, como aparatos del infierno; las cacerolas condescendientes como ellas solas y graciosas por su bello y jovial nom- bra; los morteros abrillantados, relucientes, formi- dables, excesivos para un oficio tan sencillo como el suyo, guerreros —maza y cañón— , blindados, feí oches, sonoros como campanas monótonas; las muquinillas de moler café que de pequeños nos sugerían una máquina trascendental, misteriosa, mágica, y nos gustaba dar á su cigüeñilla por algo as como aquel loco tan humano que se pasaba el du< dando vueltas al brazo como moviendo una mí nivela imaginaria porque, según decía, el mundo neíesitaba moverse y él era Dios; el embudo, gra- ciosa trompeta marcial, que siempre resulta campe- 66 RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA satisfacción de propietarios de riquezas incalcula- bles y raras, la más pintoresca é interesante sa- tisfacción que puede dar la propiedad, hasta que llega un hombre extraño que se acerca y pregunta: «¿Cuánto vale esto?» Y ellos entonces, como tasado- res idóneos y versados, sospechando de pronto un valor desconocido y una admirable aplicación en ese objeto tratado hasta ese momento con menos- precio, responden con picardía: «¿Cuál? ¿Eso? Por eso quiero mucho dinero...» ...Y otras y otras y otras cosas, casi todas des- cabaladas, ¡desgracia inmodificable! porque lo que aquí está descabalado ni un Dios con todo el poder que se le supusiera le hallaría la pareja ó lo que le falte... ¡Qué lástima que á eso le falte la cabeza!... Pero más fácil sería encontrar una cosa en el mar que lo que les falta á estos objetos... A veces este apuro al ver el objeto descabalado llega al imposible. ¡¿Cómo hallaríamos ese brazo que le falta á ese gran ídolo negro?! ¡¿Cómo hallar ese he- rraje que le falta á ese mueble?! ¡¿Cómo encontrar la pareja de eso otro?!... ...Y más y más cosas en el fondo de los baúles... ¡Oh pánico, estupor ante los baúles! Baúles cerrados de fondo insospechable, baúles abiertos como duras y feroces bocas de cocodrilos, baúles despelleja- dos, desolados, llenos de una hermética obscuri- dad, de una reserva exclusiva, plagada de cosas... Baúles renegridos, baúles de desván, esos baúles deshechos, impúdicos, sarnosos, ulcerados, que ya no viajan en los trenes, ni en las bacas de las dili- gencias, ni sobre la testuz de los mozos de cuerda, ni conviven con los señores, sino que están escon- didos en lo recóndito de las casas y nadie los quie- re... Baúles que aquí son más misteriosos que en ningún desván, sobre todo esos que están subidos en EL RASTRO 67 una especie de nichos que hay en lo alto del fondo de los tenduchos... Baúles como sarcófagos de mo- mias, de esas momias terrosas de huesos astillados, cubiertas con trapos sucios y supurados, de esas momias que nadie ha desfajado, baúles que no se han abierto después de un lejano día en que se echaron las cosas á puñadas, con deseo de cerrar cuanto antes la tapa. Baúles hondos como subte- rráneos... Y todo, todo emperezándose sobre el suelo, to- mando dulcemente el aire eterno, llenándose de celo bajo la lluvia, encogiéndose, fruicionándose. Las materias genuinas de todo refocilándose á so- las, al fin libres. A todas estas cosas las nace un galápago en el ílma, un animal así como un galápago. ¿Porque qué animal puede haber más duro y más cosa que el galápago, todo él caparazón, pues la cabecita y los pequeños muñones de sus patas son sólo algo accidental en el que es verdaderamente la cosa que se mueve y vive?... £1 viejo de los relojes Fué una emoción espesa, caudal, casi irresisti- ble en que fueron á ceder los batientes y las esclu- sas de la presa del corazón... Era la hora de la siesta... En el fondo de los ;enduchos del gran patio había una sombra campe- sina, llanota, serena, de sombrajo de casa de labor castellana... Los telones del soportal de paso res- guardaban del sol con su capa rezurcida, deshila- cliada y transparentada... El ambiente parecía más 68 RAMÓN GÓMEZ DM LA. SffiRNA sensato que nunca, más harto, más tranquilo... En muchas otras horas, en otras estaciones y hasta en el mismo estío ese me había asomado á aquella cá- mara llena de relojes de todas clases, pero nunca me asomé tanto, tan videntemente como en aquella hora de siesta... El relojero, dormido con la boca abierta y los brazos caídos como pesas á ambos lados del péndulo del corazón, parecía otro reloj, tan puntual como los otros, tan puntual como todo, aun en su silencio y en su falta de señales gráficas. Una emoción densísima, cuajada, llenó mi cua- jadera hasta el borde. Todos los relojes de ritmos distintos, un poco adelantados ó retrasados entre sí, cubrían de segundos una gran zona, como un enjambre el aire. Verdaderamente aquel cuartucho, aquella hondonada era el depósito ó la nave cen- tral constituyente del tiempo, que emanaba de allí regulador y alimentador de toda la ciudad como la surten sus depósitos de agua sitos en las afueras. Como en el paraje de esos depósitos profundos, sen- timos un ahogo y una plenitud, como incapaces de contener la sensación é incapaces de contener la idea, inundados por el medio inhabitable, superior á nosotros, costándonos gran trabajo usar ese achi- cadero admirable que hay en nosotros para verter el elemento que se nos cuela y nos ahoga demasia- do, vertiéndole en el elemento extenso, en el que gracias á eso flotamos con ligereza y brevedad... Nunca he visto la anchura, el horizonte del tiempo tan vastamente como allí. Entre la intermitencia de los segundos, aprecié nuevas, más nutridas, más instantáneas intermi- tencias. Me sobrecogió la velocidad, sintiéndome ir en ella como en el vértigo de un tren por latidas extensísimas, un tren aparentemente parado, como el día que da una vuelta completa al mundo apa- HL RASTRO 71 Relojes de sonerías pintorescas, espirituales, inenarrables, que oímos como tísicos porque el tiempo nos vuelve tísicos, nos transparenta, nos sensibiliza, nos profundiza como tísicos; sonerías en comunicación como las de los telégrafos de esta- ción con estaciones lejanas... Relojes de época con variaciones inefables; en uno hay un sol que se cambia por una luna al anochecer, en otro hay fechas y en otro, como siba- ritismo de sus dueños, sibaritismo de alcoba del siglo galante, hay dos botoncitos, uno para que suene y otro para que no suene, haciendo así que giarde silencio el reloj en la hora epitalámica ó extraordinaria que conviene alargar por infinita y banda... Relojes vulgares, melancólicos, tediosos, meti- d)s en un paisaje como lunas de él, un paisaje de- masiado muerto junto á la vida de ellos; otros puestos en la torre de la ciudad mal pintada en ellos, como un vano simulacro de ciudad, demasia- do de un solo plano y de un color falso de cromo... ¡Cualquier color sería vano ante ese estigma del tiempo, ese desfacedor á cuyo olvido nativo no logra imponerse la obra de arte!... ¡El tictac de un reloj disocia toda obra y es insostenible una lectura si se le oye en toda su trascendencia, asi orno son imposibles otras muchas cosas! Relojes con figuras vivientes... ¡Oh, el zapatero incansable, monótono, desesperante, que no puede dejar su oficio! ¡Dolor de esos trabajos forzados! ¡Mareo del hombre del trapecio, mareo insosteni- ble, enfermedad de la imaginación frente á ese - espectáculo sostenido! ¡Insistencia horrible la del cavador, levantando toda la tierra con su azadóa. trabajoso, penoso, durante todo el día, incluso du- rante el alba! ¡Oh! Relojes despertadores... Los re- 72 RAMÓN GÓMEZ DH LA SERNA lojes despertadores son la imitación del reloj, y no son dignos de aprecio ni fe. Reloj de arena... Alguno, alguna vez... Alguno observado con empeño, con franqueza, con esas aquilataciones únicas del Rastro... Visible la flui- dez y la lentitud de su chorrito, aunque sepamos que es sangría nuestra, nos sentimos descuidados, porque ¡qué se va á perder por el agujero de una herida de aguja! En la ampolla de arriba se va haciendo un hoyo y en la de abajo se va haciendo una pirámide, que con intermitencia se allanan esa es la teoría de nuestra tierra carnal cayendo en arenisca más sutil que ésta aún en la tierra basamental... La simulación de tranquilidad del péndulo, ó de las manillas, ó del segundero monó- tono, en el reloj de arena es sinceridad y se ve como se abisma, demostrando gráficamente que nada se gana ni se pierde, que todo es una caida entre dos bases y que es la misma arena la que se repite... ¡Un reloj de agua sería más pufo, porque el vértigo del agua es mayor, y un reloj de aire visible á una vista sutil sería aun más acendrado! Relojes de bolsillo... Los relojes de bolsillo son menos trascendentales que los otros con cierta importancia de observatorios astronómicos; los re- lojes de bolsillo son menos divinos y más humanos, representan á un hombre desaparecido ó al hombre frivolo desconceptuado y desnaturalizado que los vendió. Casi todos son de aquellos con letras y nú- meros saltones como ojos saltones, de aquellos gruesos con una palpitación fuerte que en la mano era como la palpitación inquietante y reveladora de un pájaro... Alguno hay de llavecita como aquel EL RASTRO 73 que llevaba metido en el pecho como un corazón* aquella anciana nítida y correctísima que al darle cuerda parecía entregarle un nuevo día á cuenta, á cuenta de los pocos que la quedaban... Relojes de bolsillo hay muchos, tantos como muertos en los cementerios, y sobre todo donde se agrupan en cantidad es sobre las mesas ó en las tiendas de campaña de los pequeños relojeros misteriosos y pacientes, los relojeros pobres que ocupan un dis- creto trecho de calle... Son curiosos estos reloje- ros, trabajan con un tremendo monóculo en un ojo— ojo que cuando se levanta para ver si alguien les roba algún reloj resulta uno de esos ojos que se dan á copiar á los estudiantes de dibujo, con sus grandes pestañas, su inexpresión y su incongruen- cia— ; trabajan ensimismados en su labor como quienes estudian microbios interesantes de una vida invisible, como componedores mañosos y bru- jos de estos relojes impares con descomposiciones impares, valiéndose quizás de cálculos sobre el tiempo, de suposiciones, de cabalas, de espiritis- mos complicados... Algo accesorio hay en todos estos relojes, pero* muy adherido, digno de tenerse en cuenta, que es el nombre de su constructor y el de la ciudad en que se fabricaron. Al nombre del constructor le asiste- una vida, una vida de noble y seria cachaza, una vida en toda la extensión de este concepto, con tolas las caras, los estados de ánimo, los achaques mortales de los parientes, de los huéspedes, de los vecinos vistos y oídos en la jornada y con una ven- tana á un paisaje; les asiste una vida de abnegada ciudadanía, muy regular, sensata, observante de 76 RAMÓN GÓMEZ DE LA 8ERNA puede mirar sin descomponerse, ese desollar á las- pobres botas, cordiales y vivas en el fondo, siendo- irresistible á la mirada, sobre todo, el montón de los desperdicios que van tirando con desdén á través de la matanza, y que es lo que después queman. Después de eso, mientras la mujer continúa en su tarea de descuartizadora, ellos van reconstruyendo con los restos sanos y diversos un calzado híbrido, en cuya cura derrochan la ciencia de un doctor Carre, el sabio de los ingertos humanos. Así resu- citan ó se remozan estas botas dramáticas, á la» que para remate lustran con pez. De vez en cuan- do el operador se levanta y añade un par más al escuadrón del calzado sombrío. En el fondo obscuro de estas botas parece albergarse un destino ó quizás, puesto que á veces se hacen de tres seres distintos, se albergan en ellas tres destinos alterados y desmochados. Aun recompuestas y con cierto aspecto orondo y enfático, resultan más pobres, más destrozadas, más desoladas que esas que hay tiradas en un rincón de nuestra casa. Esperan fríamente un pie, añorando sus andan- zas; da escalofrío pensarlo, y desde los pies se nos transmite á la cabeza ese sentimiento áspero que producen. Tienen una presunción de portero de ministerio, las varoniles, y de tetuda fea y lujuriosa, las feme- ninas. Suprimidas sus arrugas, hinchadas y endure- cidas para eso, es más triste y fané su vejez. Todas tienen un callo en el lado del dedo pequeño en los- dos pies, un callo tremendo. Son también juane- tudas. Agobian con la idea de su peso, como el de una piedra, como el de una plancha. Inflexibles, secas, correosas, heladas, son obsesionantes. Las más re- IfiJL RASTRO 77 <jias revelan el talón duro, consentido, desvergon- zado, vagabundo, de un aventurero. Las palmípe- das, esas de puntas muy largas, revelan un carácter desgalichado, torpe y estúpido. Las de tirantes y elástico, son grotescas y hacen más caricaturiza- ble al pobre animal del hombre; parecen más ratas nafras que las demás enseñando la oreja indis- creta. Las botas altas de mujer con diez mil boto- nes, parece que contienen— ¡oh acerba lascivia!— un resto de carne de la pierna procaz. Los zapatos con tacón Luis XV tienen una coquetería lúgubre, y ante ellos se piensa en la triste renunciación mezclada á una alegre cachondería de la mujer que los acepte, imaginándonos cómo la nota argen- tina y jovial que ponen en las calles los otros za- patos de mujer, será más sorda y más opaca con estos, y cómo en la irritación que produzcan las piernas de la mujer calzada con estos zapatos, habrá un poso procaz, maligno, que hará malo al hombre sin saber por qué y á ella, inocente y des- graciada, la hará más canalla. Las botas altas y formidables de cazador, de pocero ó de caballista son más sensacionales, más novelescas, más inten- cionadas, y entre ellas se considera que están las botis de las siete leguas, cuya historia parece ve- rídica ante estas botas, impulsivas, viajeras, mon- teses, como con vida propia y resistente. Los zapa- titos de los niños son de una fina melancolía, pues se piensa ante su colegio de párvulos, en los pobres niñ)s que no puedan tener zapatitos nuevos y ten- gan que llevar estos zapatos viejos, seguramente de otros niños muertos, puesto que los niños que sobreviven á su niñez no dejan rastro de sus zapa- tos ie tanto como los destrozan. • 3ay también botas monstruosas, demasiado in- forries y tumefactas, como restos de operaciones 78 RAMÓN GÓMEZ DB LA SHRNA quirúrgicas. Otras que nos recuerdan á un hombre que hasta ese momento de verlas no habíamos vuelto á ver. Otras que parecen tener un rictus amargo y sardónico. ¡Conmovedoras botas, coturnos trágicos, único resto flotante después de todas las audacias, todas las caídas y todas las desapariciones, reunidas en una confraternidad estrecha y pacífica, en un des- engaño letal y sabio! Las cosas del señor Andreu El señor Andreu, dando una prueba de amistad á mi padre, dijo que me quería dejar heredero. Esto- hizo que mi padre me llevase á su casa para que me conociese y aceptase la prueba de gratitud que significaba llevar á un niño á casa de un mo- ribundo. Del señor Andreu no recuerdo la cara. Tan consumido, tan al borde de la muerte debió de estar, que yo, como un niño que ve lo que verdade- ramente hay, con mi mirada inocente y franca, no vi ya á aquel hombre, no le alcancé. El me debió ver á mi sorprendiendo estos conmovedores secre- tos de criatura, que yo voy hallando ahora en mí, y me dijo cosas cariñosas y apiadadas... Me parece como si se hubiese vuelto á la pared nada más yo entrar ó como si aquella cama que era de cortinas y pavés tuviese un hoyo como una fosa obscura y allí hubiese estado... Un gesto sobre las sábanas, un gesto dibujado, apuntado más que plástico y de bulto, y yo, con la cabeza vuelta hacia el balcón, mirando la luz, atontándome los ojos, obstinándo- BL RASTKO 81 Aquello—me dice mi mirada dándome una lección muy fatua— , aquello es del señor Andreu... Y aquello... Y aquello... Yo ya, impávido, me fijo en esas cosas que no sé per qué van á ser del señor Andreu y comprendo mejor el alma, los rastros privados del Rastro... ¡S51o no soporto el ver una manecilla rascadora, esa, garrapata suave, ese aparato ruin, simiesco, sucio, procaz, escarabajeante, escalofriante, abra- cada orante! Es la única superstición que me es irresistible. ¡Cómo me arañó aquella que me ofre- ció como con sarcasmo el cínico trapero, metiendo- mola por los ojos y ponderando el que era de «ahi- ti v de marfil»!... Haría bien un ciprés Haría bien un ciprés de tronco cetrino, hendido po ? una gran cicatriz y con una obscura vela acu- ch liada, muy alta... No porque el ciprés sea el árbol de la muerte, sino porque es el árbol de la consolación, el más duradero, el que revela una serenidad más persua si\a. Es el árbol más firme, más sensato, el que embebe mejor el azul, el que más varonilmente revela la persistencia de la tierra y su entereza. El ciprés, lleno de hondos pensamientos, lleno de tai seguro contenido, tan hecho de madera anti- gua y eterna y de verdes tan indelebles, ve desde sus adentros por la trama sagaz de su follaje carnal y se nutre como nada de contemplaciones y máximas profundas. Es recio entre los dolores y 82 RAMÓN GÓMEZ DE LA StóRNA da ánimo con brusquedad y dureza. Está lleno de pensamientos sutiles, apegados, arraigados, solita- rios. Honesto conservador de su alma, que en den- so y disimulado cabrilleo vive entre el enredijo de su filigranería, se reconforta en su absoluta inde- pendencia. Hay en él no se sabe qué sufrida grati- tud que dulcifica y cohonesta el rigor de la canícu- la y el rigor del más crudo invierno. Una hilera de cipreses, no. Eso sería artificioso, pictórico y teatral. Un ciprés en un rincón del Rastro, un ciprés nacido inexplicablemente, ali- mentado por la savia negra, espesa y fértil de todas estas cosas, rechupando, absorbiendo sus tintas obscuras y sus substancias formidables á este abono de hierros, de cueros, de botas, de ma- deras, de todo. Un ciprés lleno de un fuerte talan- te y de un erguido triunfo. Nada sentimental, nada débil, nada lírico. Apretado, serio, conforme, lleno de una honda y firme filosofía. Denso, instintivo, valiente, sobrepuesto de pura y magra carne. En la plazoleta final, en la plazoleta polar sería donde haría mejor... Los cacharros sobre su tierra, las viejas telas alrededor, el rimero de los libros es- parcido, caído también cabe él, alto, impertérrito, entrañable, ejemplo de presencia de ánimo, de for- taleza, de consecuencia, de impasibilidad á la vez que de pasión reconcentrada y anhelante, como el superhombre saludable y altivo allí. El ciprés es el árbol de toque para toda idea vana ó mendaz, para toda literatura aparente, para cualquier renunciación exagerada y torpe. El ciprés es interior, muerde en la tierra con avidez, es firme y acerado para pechar con todo, enseña ingratitud, despejamiento, despreocupación. Es va- liente. Es superior á los caracteres ibsenianos por- que su sobriedad no es declamatoria ni enfática. Es KL RASTRO 83 leal consigo mismo, cenceño, fuerte, enjuto y con- sumado. Tranquilo, seco de lágrimas vanas é hipócritas, negro con un negror sin malicia, no tiene melan- colía ninguna, sino imperio, individualismo, segu- ridad, facultades vivas en su continente cínico y vi- dente, en su carne atezada y nervuda. Los cipresea superen, con una superstición arraigada, una gran confianza en ellos, levantando el ámimo hasta su altura, exaltando el azul y dando una lección am- plia de cómo se debe respirar el aire de los alrede- dores con su fija atención, con su pecho abierto. Haría bien un ciprés aquí, sin duda. Daría vi¿;or á este paisaje, lo representaría, sería el árbol debido, el árbol oportuno, el árbol que se haría cargo de todo y que indicaría la fuerza de la tierra y cómo de las ruinas se levanta la repara- ción, el olvido y la inconsciencia mejorada, rehe- ch i, repuesta y definitiva. El coche familiar En el centro del gran patio de las subastas está pa;ado, encallado, el gran coche familiar. Aparen- ta aquí un gran carácter. Es uno de aquellos coches de obispo que primero fueron un lujo del gran paseo cortesano, después fué coche de camino con sus gr.mdes faroles trágicos en la noche, después se 'metió en la quinta de los dueños para pasearles por los alrededores con un tiro de muías. Es el cocherón que en las novelas de Ponson du Terrail y en otras novelas de cruzacaminos de 86 RAMÓN GÓMSZ DB LA 8BRNA £1 hombre más cínico Todos los vendedores son cínicos en el Rastro, pero hay uno entre todos que no sólo es el vendedor más cínico, sino el hombre más cínico. Quizás le achaco cosas extrañas á él, pero como cínico re- presentativo, todo naturalmente y sin esfuerzo nin- guno se le va refiriendo. Es un vejete, colorado como los viejos remolo- nes y concupiscentes. Tiene unos ojos pequeños, pero agudos, con un espejito en medio, un espejito detallista, vivaz, espión. Sus bigotes caen un poco y se rizan como dos colmillos retorcidos. Sus barbas son nobles y sólo en los grandes parlamentarios se las habrá visto tener gestos tan convencidos. Son de esas barbas que rizan un poco hacia fuera su brillante filo de plata. Muy metido en sí, bajito, con el pecho fuerte y erguido, presenta un aspecto aplomado, recio y macizo. Sus gestos más serios sonríen. burlonamente en sus ojos, con una sorna impía. Asalta con su pala- bra al transeúnte que escoge con una impasible selección en la que desprecia olímpicamente al pobre, y se monta- sobre su víctima como un corsa- rio, sin consentirla la réplica ni la respiración.—Ese es un vaso oriental riquísimo —dice ponién- dolo en manos del que lo ha mirado— , todo hecho á mano... Es un vaso sagrado...— Gótico, gótico puro—suele decir muy á menu- do de cualquier cosa que no lo es, pues aquí no sólo, según él, sino según muchos otros trapalones, lo gótico abunda mucho. EL RASTRO 87 Tiene un dulcísimo léxico para sus cosas, y así dice: «¡Ah, esto es un ascua de oro!» «¡Ah, eso es primoroso!» «¡¿En?! ¡Qué pureza!» Un día ante un cuadro meloso, de suaves tonos, de floridos colorines en que una lánguida mujer vestida con una túnica azul tocaba un arpa, decía: —Esto es mucha verdad. ¿Eh?... ¡Qué cara!... Si yo tuviese dinero me quedaría con este cuadro para ver siempre tocar el arpa á esa mano riquí- sima...—Ayer la señora Marquesa se quería quedar con eso... ¿No es verdad, tú?—suele decir citando á la aristocracia ó á los políticos y haciendo que corro- bore su opinión ese otro hombre felino y cínico que le acompaña y que asiente obscuramente, sin la expresión del maestro. —En armas he vendido ayer preciosidades; ¡si hibiese usted venido!... ¡Qué lástima!... No volveré á tener cosa igual. —Y hablando así al pobre com- prador que sólo le compró una vez una cosa cual- quiera, sabe que lo halaga, que lo compromete, que da á la vez postín á su puesto y cínicamente, sin creer en él y no teniéndole ninguna consideración, sin embargo, lamenta los dolores imaginarios que supone en él por no haber podido llevarse esa ma- ravilla desconocida.—Tengo una cosa magnífica... ¡Ah! Pero eso q lizas no lo quiera usted, porque pido por ello mu- c 10 dinero... Vea, vea.—Y alarga al tímido tran- seúnte que se ha aproximado una cosa cualquiera pir la que no se comprende que pida tanto dinero. El transeúnte la mira y la abandona, agradeciendo qie aquel hombre le enseñe y le ponga en las nanos lo que no le cree digno de comprar. Habla de miles de reales, con verdadera locua- € dad. Siempre reales y siempre miles cuando ex- 88 RAMÓN GÓM»Z DE LA SMRNA plica sus compras y sus ventas fuera de ese mise- rable puesto, en el que está todo el día por sport. A veces tiene una condescendencia deslumbra- dora, con la que pone fin á un prorrateo.— Llévelo, llévelo en eso, sólo por ser usted... Sólo por ser usted... Pero eso vale veinte veces más... Eso diga que se lo he regalado yo...—¿Será esto de oro?—le dice á un comprador señalando unas aplicaciones de metal dorado del objeto que trata de venderle. ¿Habrá cinismo ma- yor? Así, interrogando con inocencia sobre lo que de sobra sabe lo que vale y lo que es, intenta crear una duda en el incauto incitándole á que secreta- mente intente engañarle llevándose por una peseta lo que puede tener aplicaciones de oro. Otras veces en el mismo supuesto suele decir enseñando una sortija ó unos pendientes:— Esta debe ser una piedra buena... Fíjese... No tiene talco. Suele jurar con el más solemne convencimiento de que sobrivivirá á sus juramentos mortíferos. ¡Estaría bueno que allí se creyese todavía en esas cosas y se las consagrase ninguna fidelidad!— ¡Mi palabra de honor!... ¡Que me caiga aquí mismo muerto si esto lo puedo dar en ese dine- ro!... ¡Que á mis hijos y á mi mujer les dé un arre- chucho y me les encuentre muertos! ¡Por la salva- ción eterna de mi alma!... ¡Que se incendie mi casa y no vuelva á vender nada si puedo bajar eso ni un céntimo!.—Y después de esos juramentos, le he vis- to llamar al pobre parroquiano que por no causar todas esas desgracias, ya verdaderamente conven- cido de que aquello no podía ser, se iba calladamen- te sin comprar el objeto, y le he visto dárselo por lo que le había parecido inverosímil.—Pierdo en ello, me ha costado más—suele decir HJL RASTRO 91 —Tengo arriba una magnificencia... ¿Quiere us- :ed subir?... Nos descompone eso, porque no queremos subir 3sa escalera sucia y obscura y entrar en esa casa óbrega y ver por la ventana del pasillo los corre- lores obscuros y cárdenos que dan á un patio hon- do como un pozal, y en los que inválidos, viejas y niños sin cuento viven como cucarachas. I Esculturas dramáticas De pronto del fondo obscuro, inerte, tranquili- zador de un puesto, surge una mirada atractiva ¿orno de magnetizador, que nos busca y nos coge la mirada. Es una de estas esculturas de cartón, de trapo, de miseria, que hay en el Rastro. No son nada, y sin embargo conmueven, detie- nen, hacen abrir ios ojos con una gran piedad y una gran inteligencia. Verdad es que el polichinela malo, barato,' que no se vende en el bazar, sino en la calle, ese polichinela sin idealizar, sin estilizar, hecho por unas manos bárbaras é ignorantes, es humano trapo vivo, expresivo, serio, hondo como el hombre procedente del embrionismo más ciego y más informe... v No es defendible, no es probable el derecho, la personalidad y la viabilidad de estos tipos humanos y desgarradores, pero es visible, sentida y tratable. Nada más concluyente, ni más psicológico, ni más concupiscente, ni más mirón que estas porciones humanas, quizás vivificadas, más que por sus for- mas y sobre sus formas, por el soplo qué se levanta 92 RAMÓN OÓMHZ DM LA SKRNA del sitio. No tienen ni tamaño, ni figura, ni carác- ter preciso, y así resulta escultura dramática aquí hasta un espantajo que hubiese con sombrero solo y levita, ese espantajo tan desconceptuado en las- huertas y en los viñedos. Es una cabeza que asoma bajo una armadura guerrera de latón, una armadura venida del teatro r ó del salón de un título pontificio que también quiso tener su gran capitán en la familia. Es abru- madora la cara que pone el guerrero, de hombre que suda, que se derrite, que se aplasta. Sus cejas negrísimas y su bigotazo agravan este gesto, lo ennegrecen, lo abochornan más. Parece un hombre metido en un suplicio, y como en los golpes, en los tejes y manejes á que lo sometieron aquí, en el ser cogido como un cadáver derrotado, hubo maltrato y violencia, sus brazos han quedado torcidos in- comprensiblemente, su mano ha sido vuelta de al revés y una pierna con su pie correspondiente mira hacia detrás como no puede ser... Es un busto de señora enfática, un busto que hace no sé cuántos siglos veo allí sin vender. Debe estar ya hecha al trato libre del día y la noche, y seguramente se ha echado por amante un mozo de cuerda encantado por la dureza de sus senos re- dondos, descotados y altos en el embudo del corpino sin brazos. Resulta gracioso verla igualada á las demás prostitutas de la muerte, ese género des- interesado y gracioso de prostitutas que se levan- tan de todo rastro de mujer y sostienen un trato BL RASTRO 93 :ágico, desnudo y descarnado, paro aun femenino y sobre todo clemente y conmovedor... Son esas cabezas de mujer en un eje de palo de as que se sirven las peinadoras para anunciarse... Oh esas cabezas estupefactivas, animadas y llenas ie un atroz anhelo terrenal! Son inauditas y soli- viantan y detienen, ¡sobre todo cuando lucen un oañuelito de seda roja atado á la garganta!... Su cartón no se encubre, no ha intentado divinizarse íi maravillar; su color es un falso rosa de polvos :osa dados con mano de gato; sus ojos son triangu- ares, serenos, reflexivos, profundos, con una mi- rada á la vez despavorida, desolada, de cejas altas y pensativas, de pestañas miniadas y largas; su íariz es una nariz cualquiera, sin esa perfección de as narices del arte, por eso vibrátil y pronunciada; a boca no es la boca de imitación consabida, de cuidada finura, no; es la boca perversa pintada con el exceso con que se la pintan las rameras de arra- bal, las coquetas candidas, porque delatan su mali- cia y así se hacen inofensivas y asequibles; su pelo íatural, verdaderamente verdadero, el pelo vivo le muerta, el pelo peinado vulgarmente, canalles- camente, y á veces desgreñado, tan naturalmente desgreñado á lo lavandera, á lo criada por la ma lana, á lo mujer ordinaria, sencillota, morena y ; oven, hace que no se pueda creer que sea un espec- tro artístico la figura; detalles todos que dan una ;£ran prominencia vital á la cabeza, sin intentarlo íi presumirlo, llanamente, magramente... Esas ca- bezas de peinadoras son como la reducción de la mujer y sus liviandades á un signo vulgar y recal- citrante; jamás tan franco ni tan evidente... Ei
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