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El ritual de los Musgrave, Apuntes de Arte

El control del proceso productivo se da en un ámbito local, las decisiones de inversión son tomadas internamente. Esto implica que el capital proviene de una fuente interna, lo que conlleva a cierta autonomía a la hora de tomar decisiones.

Tipo: Apuntes

2019/2020
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Subido el 23/04/2020

sinfamaelcronopio
sinfamaelcronopio 🇦🇷

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¡Descarga El ritual de los Musgrave y más Apuntes en PDF de Arte solo en Docsity! EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA" El Ritual De Los Musgrave Arthur Conan Doyle «¿Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer?» Una anomalía que a menudo me llamaba la atención en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes era la de que, a pesar de que en sus métodos de pensamiento era el más ordenado y metódico de todos los hombres, y aunque también mostraba un cierto esmero discreto en su manera de vestir, en sus hábitos personales era, en cambio, uno de los hombres más desordenados que jamás hayan llevado a la desesperación a un compañero de pensión. No es que yo sea ni mucho menos convencional en este aspecto, pues la vida desordenada en Afganistán, unida a una disposición de por si bastante bohemia, me han convertido en hombre más descuidado de lo que corresponde a un médico. Pero en mi caso existe un límite y, cuando encuentro a un hombre que guarda sus cigarros en el cubo para el carbón, su tabaco en la punta de una zapatilla persa y su correspondencia sin contestar atravesada por una navaja de bolsillo en el centro de la repisa de madera de su chimenea, entonces empiezo a darme aires virtuosos. Siempre he sostenido también que la práctica del tiro de pistola deberla ser, indiscutiblemente, un pasatiempo propio del aire libre, y cuando Holmes, en uno de sus arrebatos de extravagante humor se sentaba en una butaca, con su revólver y un centenar de cartuchos Boxer, y procedía a adornar la pared opuesta con unas patrióticas iniciales V.R. trazadas a balazos, yo creía firmemente que ni la atmósfera ni la apariencia de nuestra habitación mejoraban con ello. Nuestros aposentos siempre estaban llenos de productos químicos y de reliquias del mundo criminal, que tenían la particularidad de desplazarse hasta lugares improbables y aparecer en la mantequera o en si-tios todavía más indeseables. Pero mi peor cruz eran sus papeles. Le causaba horror destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con anteriores casos suyos, y sin embargo sólo una o dos veces al año reunía energías para rotularlos y ordenarlos, pues, tal como he mencionado en algún lugar de estas incoherentes memorias, sus arranques de apasionada energía, cuando llevaba a cabo las notables hazañas con las que va asociado su nombre, eran seguidos por reacciones letárgicas durante las cuales permanecía tumbado con su violín y sus libros, casi sin moverse, salvo para pasar del sofá a la mesa. Así, mes tras mes se acumulaban sus papeles, hasta que en todos los rincones de la habitación se apilaban fajos de textos manuscritos que por nada del mundo habían de quemarse y que no podían ser cambiados de lugar por nadie que no fuera su propietario. Una noche de invierno, sentados los dos frente al fuego, me aventuré a sugerirle que, en vista de que ya había acabado de pegar recortes en su libro de noticias, bien podía emplear las dos horas siguientes en hacer un poco más habitable nuestra habitación. No pudo negar la justicia de mi petición y, con cara un tanto severa, se fue a su dormitorio y volvió de él arrastrando tras de sí una gran caja metálica. La colocó en medio del suelo y, poniéndose en cuclillas ante ella, abrió la tapa. Pude observar que una tercera parte de ella ya estaba llena de fajos de papel sujetos con cinta roja para formar diferentes paquetes. —Aquí hay casos de sobra, Watson —anunció, mirándome con ojos maliciosos—. Creo que si supiera usted todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara parte de su contenido en vez de meter más papeles en ella. —¿Están en ella, pues, los documentos referentes a sus primeros trabajos? —pregunté—. A menudo he deseado disponer de sus notas sobre estos casos. -Sí, amigo mio, todos ellos fueron prematuros, anteriores a la llegada de mi biógrafo para glorificarme. —Levantaba un fajo tras otro, con manos cuidadosas, casi acariciantes—. No todo son éxitos, Watson —añadió—, pero entre ellos hay algunos problemitas de lo más atractivo. He aquí los datos del asesinato de Tarleton, y el caso de Vamberry, el comerciante de vinos, y la aventura de la anciana rusa y el singular asunto de la muleta de aluminio, así como un relato completo acerca de Ricoletti, el del pie de piña, y su abominable esposa. Y aquí... ah, esto sí que es en realidad algo un poco recherché. Hundió el brazo hasta el fondo de la caja y extrajo una cajita de madera con tapa deslizante, como las que contienen ciertos juguetes infantiles. Sacó de su interior un trozo de papel arrugado, una llave de bronce de modelo antiguo y tres discos metálicos viejos y oxidados. —Y bien, muchacho, ¿qué deduce usted de este lote?—preguntó, sonriendo al ver mi expresión. —Es una colección curiosa. —Muy curiosa, y la historia que la acompaña le parecerá todavía más curiosa. —¿O sea, que estas reliquias tienen una historia? —Tanto, que ellas mismas son historia. —¿Qué quiere decir con esto? Sherlock Holmes las cogió una por una y las depositó a lo largo del borde de la mesa. Después, volvió a sentarse en su sillón y las contempló con un destello de satisfacción en sus ojos. —Esto —me dijo— es todo lo que me queda para recordarme «La aventura del Ritual de los Musgrave». Yo le había oído mencionar el caso más de una vez, aunque nunca había podido ver reunidos sus detalles. —Me agradaría mucho que me ofreciera un relato del mismo —le aseguré. —¡Dejando toda la basura tal como está! —exclamó con malicia-. Veo que, después de todo, su amor al orden no soporta tensiones excesivas, Watson. Pero yo me alegraría de que agregara este caso o sus anales, pues en él hay detalles que le confieren un carácter único en los archivos criminales de este país o, según creo, de cualquier otro. Ciertamente, una recolección de mis ínfimos logros estaría incompleta si no contuviera un relato de este asunto tan singular. »Tal vez recuerde cómo el caso de la corbeta Gloria Scott, y mi conversación con aquel hombre desdichado de cuyo destino ya le hablé, llamaron por primera vez mi atención hacia la profesión que se ha convertido en el trabajo de mi vida. Usted me ve ahora, cuando mi nombre es bien conocido por doquier y reconocido en general, tanto por el público como por las fuerzas oficiales, como un último tribunal de apelación en casos dudosos. Incluso cuando usted me conoció, en tiempos de aquel asunto que ha conmemorado en Estudio en escarlata, yo ya había establecido una relación considerable, aunque no muy lucrativa. No puede imaginar cuán dificil me resultó todo al principio y cuanto tiempo tuve que esperar antes de comenzar a abrirme camino. »Cuando llegué a Londres, tenía unas habitaciones en Montague Street, junto a la esquina del British Museum, y allí esperé, rellenando mi abundante tiempo de ocio con el estudio de todas aquellas ramas de la ciencia que pudieran conferirme mayor eficiencia. De vez en cuando se me presentaban casos, sobre todo por la mediación de colegas estudiantes, pues mis últimos años en la universidad hubo allí abundantes comentarios sobre mi persona y sobre mis métodos. El tercero de estos casos fue el del Ritual de los Musgrave, y en el interés que suscitó tan singular cadena de acontecimientos, así como en las importantes cuestiones que, según resultó, estaban en juego, sitúo yo mi primer paso adelante hacia la posición que ahora ocupo. »Reginald Musgrave habla pasado por mi colegio y nos conocíamos superficialmente. No era popular en general entre los alumnos, aunque a mi siempre me pareció que aquello que se consideraba como orgullo era en realidad un intento de ocultar una extrema timidez natural. En apariencia, era hombre de un tipo que no podía ser más aristocrático: alto, con nariz recta y ojos grandes, de ademanes lánguidos y sin embargo corteses. Era, »—Señor Musgrave, mi señor —exclamó con una voz ronca por la emoción—, no puedo soportar este deshonor. Siempre me he enorgullecido de mi situación en la vida y caer en desgracia me mataría. Mi sangre caera sobre su cabeza, señor, se lo juro, si me induce al desespero. Si no puede usted conservarme a su lado después de lo que ha pasado, por el amor de Dios déjeme que me despida yo y me marche dentro de un mes, como si fuera por mi propia voluntad. Esto podría soportarlo, señor Musgrave, pero no que se me eche delante de toda la gente que tan bien me conoce. »—No merece tantas consideraciones, Brunton —repliqué yo—. Su conducta no ha podido ser más infame. No obstante, puesto que lleva largo tiempo con la familia, no deseo que caiga sobre usted la vergienza pública. Sin embargo, un mes es demasiado largo. Márchese dentro de una semana y dé la razón que quiera para justificar su partida. »—¿Solo una semana, señor? —exclamó con la desesperación en la voz—. Quince días... digamos al menos quince días. »—-Una semana —repetí—, y debe admitir que se le ha tratado con gran benevolencia. »Se retiró arrastrando los pies y con el rostro hundido en su pecho, como un hombre hecho añicos, y yo apagué la luz y volví a mi habitación. »Durante un par de días después de lo ocurrido, Brunton se mostró más asiduo que nunca en el cumplimiento de sus obligaciones. Yo no hice la menor alusión a lo que había pasado y, no sin cierta curiosidad, quise ver cómo ocultaba su desgracia. Sin embargo, la tercera mañana no se dejó ver, como era su costumbre, después del desayuno a fin de recibir mis instrucciones para la jornada. Al salir del comedor, me encontré casualmente con Rachel Howells, la camarera. Ya te he contado que hacía muy poco que se había restablecido de una enfermedad y su rostro estaba tan pálido y macilento que la reprendí por haberse reintegrado al trabajo. »—Deberías estar en cama —le dije—. Vuelve a tus obligaciones cuando te sientas más fuerte. »Me miró con una expresión tan extraña que empecé a sospechar que su cerebro pudiera estar afectado. »—Estoy fuerte, señor Musgrave —me contestó. -Veremos lo que dice el médico —dije—. De momento, deja de trabajar y, cuando bajes, dile a Brunton que quiero verle. »—El mayordomo se ha marchado —anunció. »—¿Que se ha marchado? ¿A dónde? »-Se ha marchado y nadie lo ha visto. No está en su habitación. ¡Sí, se ha marchado, ya lo creo que se ha marchado! »Se dejó caer de espaldas contra la pared, lanzando agudas carcajadas, mientras yo, horrorizado ante ese repentino ataque de histeria, me precipitaba hacia la campanilla para pedir auxilio. La joven fue conducida a su habitación, entre gritos y sollozos, mientras yo indagaba qué se había hecho de Brunton. No cabía duda de que había desaparecido. No había dormido en su cama, nadie lo había visto desde que la noche anterior se retiró a su habitación y, sin embargo, resultaba difícil averiguar como había podido salir de la casa, ya que por la mañana tanto ventanas como puertas se encontraron debidamente cerradas. Sus ropas, su reloj e incluso su dinero se encontraban en su habitación, pero faltaba el traje negro que usualmente llevaba. También hablan desaparecido sus zapatillas, pero había dejado sus botas. ¿Adónde pudo haber ido, pues, el mayordomo en plena noche, y dónde podía estar ahora? »Desde luego, registramos la casa desde el sótano hasta las buhardillas, pero no se halló traza de él. Es, como ya he dicho, un viejo caserón laberíntico, en especial el ala original, hoy prácticamente deshabitada, pero recorrimos todas las habitaciones y el sótano sin descubrir el menor vestigio del desaparecido. A mi me resultaba increíble que hubiese podido marcharse, abandonando todas sus pertenencias y, sin embargo, «dónde podía estar? Llamé a la policía local sin el menor resultado. Había llovido la noche anterior y examinamos el césped y los caminos alrededor de la casa, pero en vano. Y así estaban las cosas, cuando un nuevo suceso desvió nuestra atención respecto al misterio anterior. »Durante dos días, Rachel Howells había estado tan enferma, delirando en ciertos momentos e histérica en otros, que se había buscado una enfermera para que la velara por la noche. La tercera noche después de la desaparición de Brunton, la enfermera, al ver que su paciente dormía pacíficamente, se adormeció a su vez en una butaca, y cuando despertó a primera hora de la mañana encontró la cama vacía, la ventana abierta y ninguna traza de la enferma. »Me despertaron en el acto y, acompañado por dos lacayos, inicié al momento la búsqueda de la muchacha desaparecida. No fue difícil determinar la dirección que habla tomado, puesto que, comenzando por debajo de su ventana, pudimos seguir fácilmente las huellas de sus pisadas a través del césped hasta el borde del estanque, donde desaparecían, junto al camino de tierra que sale de la finca. El lago tiene allí ocho pies de profundidad; puedes imaginar lo que pensamos al ver que la pista de aquella pobre desequilibrada terminaba al borde del mismo. »Desde luego, en seguida buscamos medios de rastreo y se iniciaron los trabajos para recuperar sus restos, pero no pudimos encontrar trazas del cadáver. En cambio, sacamos a la superficie un objeto de lo más inesperado. Era una bolsa de lona que contenía un bloque de viejo metal oxidado y descolorido, así como unos cuantos guijarros y trozos de vidrio deslustrado. Este extraño hallazgo fue todo lo que pudimos sacar del estanque y, aunque ayer efectuamos todas las búsquedas e indagaciones posibles, nada sabemos de lo que haya podido ocurrirles a Rachel Howells o a Richard Brunton. La policía del condado se muestra impotente y yo acudo a ti como último recurso. »Puede usted imaginar, Watson, con qué afán escuché esta extraordinaria secuencia de hechos, y me esforcé en ensamblarlos y en buscar un hilo común del que pudieran colgar todos. »El mayordomo había desaparecido. La camarera había desaparecido. La camarera había amado al ma-yordomo, pero después había tenido motivos para odiarlo. Era una joven de sangre galesa, violenta y apasionada. Se había mostrado terriblemente excitada inmediatamente después de la desaparición de él. Había arrojado al lago una bolsa de curioso contenido. Todos éstos eran factores que habían de ser tenidos en cuenta y, sin embargo, ninguno de ellos se situaba de lleno en el meollo del asunto. ¿Cuál era el punto de partida en esa cadena de eventos? En él radicaría el extremo final de tan embrollado ovillo. »—Debo ver aquel papel, Musgrave —dije—. Aquél que tu mayordomo juzgó que tanto merecía ser examinado, aun a riesgo de perder su colocación. »—Ese Ritual nuestro es más bien una cosa absurda—me contestó—, pero al menos lo excusa en parte el valor de la antigúedad. Tengo aquí una copia de las preguntas y respuestas, si es que te interesa echarles un vistazo. »Me entregó este mismo papel que tengo aquí, Watson, y tal es el extraño catecismo al que cada Mus-grave había de someterse al hacerse cargo de la propiedad. Voy a leerle las preguntas y respuestas tal como aparecen aqui: »—¿De quién era? »—Del que se ha marchado. a—¿Quién la tendrá? »—El que vendrá. »—¿Dónde estaba el sol? a-Sobre el roble. »—¿Dónde estaba la sombra? »—Bajo el olmo. »¿Con qué pasos se media? »—Al norte por diez y por diez, al este por cinco y por cinco, al sur por dos y por dos, al oeste por uno y por uno, y por debajo. »—¿Qué daremos por ella? »—Todo lo que poseemos. »—¿Por qué deberíamos darlo? »—Para responder a la confianza. »—El original no lleva fecha, pero corresponde a mediados del siglo diecisiete —observó Musgrave—. Temo, sin embargo, que en poco puede ayudarte esto a resolver el misterio. »—Al menos nos ofrece otro misterio —repuse—, y un misterio que es incluso más interesante que el primero. Puede ser que la solución de uno resulte ser la solución del otro. Me excusarás, Musgrave, si digo que tu mayordomo me hace todo el efecto de haber sido un hombre muy inteligente y de haber tenido una percepción más aguda que diez generaciones de sus amos. »—No sigo tu razonamiento, Holmes —dijo Musgrave—. A mí, el papel me parece carente de toda importancia práctica. »—Pues a mí me parece inmensamente práctico, y creo que Brunton era de la misma opinión. Es probable que lo hubiera visto antes de aquella noche en que tú le sorprendiste. »—Es muy posible. Nunca hicimos nada para ocultarlo. »-Yo imagino que él deseaba simplemente refrescar su memoria por si fuera aquella su última ocasión. Según tengo entendido, utilizaba una especie de mapa o carta que estaba comparando con el manuscrito y que se metió en el bolsillo al aparecer tú, ¿no es así? »—Así es. Pero ¿qué podía tener esto que ver con esa antigua costumbre familiar nuestra, y qué significa toda esa jerigonza? »—No creo que vayamos a tener gran dificultad para determinar esto — respondí—. Con tu permiso, tomare-mos el primer tren para Sussex y profundizaremos un poco más en el asunto en el lugar que le corresponde. » Aquella misma tarde nos plantamos los dos en Hurlstone. Posiblemente, usted habrá visto fotografías y leído descripciones de este famoso y antiguo edificio, de manera que limitaré mi descripción del mismo a decir que fue construido en forma de L, cuyo brazo largo es la parte más moderna y el más corto corresponde al viejo núcleo a partir del cual se amplió la otra. Sobre la puerta, baja y de recios paneles, en el centro de esta zona antigua, se cinceló la fecha 1607, pero los expertos coinciden en afirmar que las vigas y la obra de piedra son en realidad mucho más antiguas. El enorme grosor de los muros y las ventanas diminutas de esta parte movieron a la familia, en el siglo pasado, a edificar la nueva ala, y la vieja se utilizaba ahora como almacén y bodega, ello cuando se la utilizaba. Un parque espléndido, con árboles antiguos y magníficos, y el lago al que mi cliente se había referido, se encontraban muy cerca de las avenidas, a unas doscientas yardas del edificio. »Yo ya estaba firmemente convencido, Watson, de que no había allí tres misterios separados, sino uno solo, y que si conseguía descifrar el Ritual de los Musgrave, tendría en mi mano la clave que me permitiría averiguar la verdad, tanto a lo que se refería al mayordomo Brunton como a la camarera Howells. A ello, por tanto, dediqué todas mis energías. ¿Por qué este criado había de sentir tanto afán por desentrañar aquella vieja fórmula? Evidentemente, porque vio algo en ella que había escapado a todas aquellas generaciones de hidalgos rurales, y de ese algo esperaba obtener alguna ventaja personal. ¿Qué era, pues, y como había afectado a su sino? »Fue perfectamente obvio para mi, al leer el Ritual de los Musgrave, que las medidas habían de referirse sin duda a algún punto al que aludía el resto del documento, y que si podíamos encontrar ese punto estaríamos en buen camino para saber cuál era aquel secreto que los antiguos Musgrave habían juzgado necesario enmascarar de un modo tan curioso y peculiar. Para comenzar se nos daban dos guías: un roble y un olmo. En cuanto al roble, no podía haber la menor duda. Directamente ante la casa, a la izquierda del camino que llevaba a la misma, se alzaba un patriarca entre los robles, uno de los árboles más magníficos que yo haya visto jamás. »—¿Ya estaba aquí cuando se redactó vuestro Ritual? —pregunté al pasar delante de él. »-Según todas las probabilidades, ya lo estaba cuando se produjo la conquista normanda —me respondió—. Tiene una circunferencia de veintitrés pies. »Asi quedaba asegurado uno de mis puntos de partida. »—¿Tenéis algún olmo viejo? —inquirí. »—Antes había uno muy viejo, pero hace diez años cayó sobre él un rayo y sólo quedó el tocón. »—¿Puedes enseñarme dónde estaba? a—Ya lo creo. en quien pudiera confiar, sin desatrancar puertas y correr un riesgo muy alto de ser descubierto. Era mejor, si existía la posibilidad, disponer de un ayudante dentro de la casa. Pero ¿a quién podía pedírselo? Aquella chica le había amado sinceramente. A un hombre siempre le resulta difícil admitir que finalmente haya perdido el amor de una mujer por muy mal que él la haya tratado. Mediante unas pocas atenciones intentaría hacer las paces con la joven Howells, y acto seguido la enrolaría como cómplice. Irían juntos una noche al sotano y sus fuerzas unidas bastarían para levantar la piedra. Hasta el momento, yo podía seguir sus acciones como si en realidad hubiera asistido a ellas. »Sin embargo, para dos personas, y una de ellas mujer, levantar la piedra representaba un duro esfuerzo. Un robusto policía de Sussex y yo no lo habíamos considerado ni mucho menos una tarea ligera. ¿Qué podían hacer que les sirviera de ayuda? Probablemente, lo que yo mismo hubiera hecho. Me levanté y examiné atentamente los diferentes trozos de madera esparcidos por el suelo. Casi en seguida, encontré lo que esperaba. Un trozo de unos tres pies de longitud tenía bien marcada una muesca en un extremo, en tanto que otros varios estaban esparcidos en los lados como si los hubiese comprimido algún peso considerable. Era evidente que, al levantar la piedra, habían introducido cuñas de madera en la grieta formada hasta que al final, cuando la abertura ya era lo bastante grande como para pasar por ella, la mantuviera expe-ita mediante un tronco colocado en sentido longitudinal y que muy bien pudo quedar marcado por una muesca en el extremo inferior, dado que todo el peso de la piedra había de presionarlo contra el borde de esa otra losa. Hasta el momento, yo seguía pisando terreno firme. » Y seguidamente, ¿cómo iba yo a proceder para reconstruir aquel drama de medianoche? Estaba bien claro que sólo una persona podía introducirse en aquel agujero, y que esta persona fue Brunton. La chica debió de esperar arriba. Brunton abrió entonces el arca, le entregó a ella el contenido, presumiblemente, puesto que nada se ha encontrado, y entonces... ¿qué ocurrió entonces? »Qué rescoldos de venganza se convirtieron de pronto en llamaradas en el alma de aquella apasionada mujer celta, cuando vio que el hombre que la había agraviado, acaso mucho más de lo que él pudiera sospechar, se encontraba en su poder? ¿Fue una casualidad que el madero resbalara y que la piedra encerrara a Brunton en lo que se había convertido en su sepulcro? ¿Era ella tan sólo culpable de haber guardado silencio respecto a la suerte corrida por él? ¿O bien un golpe repentino asestado por su mano había desviado el soporte y permitido que la losa se asentara de nuevo en su lugar? Fuera lo que fuese, a mí me parecía ver aquella figura femenina, agarrando todavía el tesoro recién hallado y subiendo precipitadamente por la escalera de caracol, mientras tal vez resonaban detrás de ella gritos sofocados y el golpeteo de unas manos frenéticas contra la losa de piedra que estaba privando de aire a su amante infiel. »Tal era el secreto de la palidez de ella, de sus nervios maltrechos y de sus arrebatos de risa histérica la mañana siguiente. Pero ¿qué había contenido el arca? ¿Y qué había hecho ella con ese contenido? Desde luego, debía tratarse del metal viejo y no de los guijarros que mi cliente había sacado del estanque. Ella lo había arrojado todo allí apenas tuvo una oportunidad, a fin de eliminar la última traza de su crimen. » Durante veinte minutos yo había permanecido sentado e inmóvil, meditando sobre estas cuestiones. Musgrave seguía de pie, muy pálido su semblante, balanceando su linterna y mirando el fondo de aquel agujero. »-Son monedas de Carlos 1 —dijo, mostrando las pocas que habían quedado en el arca—. Como puedes ver, acertamos al calcular la fecha del Ritual. »—Es posible que encontremos algo más de Carlos 1 —exclamé, ya que de pronto se me ocurrió el probable significado de las dos primeras preguntas del Ritual-. Déjame ver el contenido de la bolsa que pescaste en el estanque. »Subimos a su estudio y puso aquellos restos ante mi. Pude comprender que les adjudicara tan poca importancia cuando los miré a mi vez, ya que el metal estaba ennegrecido y las piedras carecían de todo lustre. Sin embargo, froté una de ellas con la manga y poco después brilló como una chispa en la oscura cavidad de mi mano. La pieza metálica tenía la forma de un aro doble, pero había sido doblada y retorcida hasta perder su forma original. »—Debes tener en cuenta —dije— que el partido realista tuvo cierto poder en Inglaterra incluso después de la muerte del rey, y que, cuando finalmente sus componentes huyeron, es probable que dejaran muchas de sus más preciadas pertenencias enterradas, con la in- tención de volver en busca de ellas en tiempos mas pacíficos. »—Mi antepasado, sir Ralph Musgrave, fue un caballero muy destacado y mano derecha de Carlos Il en las correrías del rey —explicó mi amigo. »—¿De veras? —respondí—. Pues entonces creo que de hecho esto debería facilitarnos el último eslabón que deseamos. Debo felicitarte por entrar en posesión, aunque de manera más bien trágica, de una reliquia que es de gran valor intrínseco, pero de una importancia todavía mayor como curiosidad histórica. »—¿Qué es, pues? —preguntó lleno de asombro. »-Nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra. »—¿La corona! »—Exactamente. Piensa en lo que dice el Ritual. ¿Cómo lo expresa? “De quién era?” “Del que se ha marchado.” Esto fue después de la ejecución de Carlos. Y a continuación: “¿Quién la tendrá?” “El que vendrá.” Esto se refería a Carlos Il, cuyo advenimiento ya estaba previsto. No creo que pueda haber duda de que esta diadema maltrecha e informe rodeó en otros tiempos las reales frentes de los Estuardo. »—¿ Y cómo fue a parar al estanque? »—Ah, ésta es una pregunta cuya respuesta exigirá algún tiempo —declaré. Y acto seguido, le esbocé toda la larga secuencia de supuestos y pruebas que yo había construido. »Anochecía ya y la luna brilló nítidamente en el firmamento antes de que yo concluyera mi narración. »—¿ Y cómo se explica, pues, que Carlos no recuperase su corona cuando regresó? — preguntó Musgrave, metiendo de nuevo la reliquia en su bolsa de tela. »—Bien, aquí pones el dedo precisamente en el punto que según toda probabilidad nunca podremos aclarar. Lo más seguro es que el Musgrave que detentaba el secreto muriera en el intervalo y que, por un exceso de celo, dejara esta gula a su descendiente sin explicarle el significado. A partir de aquel día y hasta hoy, ha pasado de padre a hijo, hasta caer en manos de un hombre que supo desentrañar su secreto y perdió la vida en el intento. » Y ésta es la historia del Ritual de los Musgrave, Watson. Guardan la corona en Hurlstone, aunque tuvieron algunas dificultades legales y se vieron obligados a pagar una suma considerable antes de obtener permiso para conservarla. Estoy seguro de que si mencionara usted mi nombre, les daría una gran satisfacción enseñársela. En lo que respecta a la mujer, nada más se ha sabido de ella y lo más probable es que se marchase de Inglaterra y se trasladase, junto con el recuerdo de su crimen, a algún país de allende los mares.
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