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Orientación Universidad
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El Señor de las Moscas, Resúmenes de Literatura inglesa

Libro del escrito William Golding

Tipo: Resúmenes

2018/2019

Subido el 14/10/2019

javier_torres1
javier_torres1 🇦🇷

4.5

(111)

600 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga El Señor de las Moscas y más Resúmenes en PDF de Literatura inglesa solo en Docsity! William Golding El Señor de las Moscas A mi madre y a mi padre Ralph contestó que no, con la cabeza, y forzó la marcha, pero tropezó con una rama y cayó ruidosamente al suelo. El muchacho gordo se paró a su lado, respirando con dificultad. —Mi tía me ha dicho que no debo correr —explicó—, por el asma. —¿Asma? —Sí. Me quedo sin aliento. Era el único chico en el colegio con asma —dijo el gordito con cierto orgullo—. Y llevo gafas desde que tenía tres años. Se quitó las gafas, que mostró a Ralph con un alegre guiño de ojos; luego las limpió con su mugriento anorak. Quedó pensativo y una expresión de dolor alteró los pálidos rasgos de su rostro. Enjugó el sudor de sus mejillas y en seguida se ajustó las gafas. —Esa fruta... Buscó en torno suyo. —Esa fruta —dijo—, supongo... Puestas las gafas, se apartó de Ralph para esconderse entre el enmarañado follaje. —En seguida salgo... Ralph se escabulló en silencio y desapareció por entre el ramaje. Segundos después, los gruñidos del otro quedaron detrás de él. Se apresuró hacia la pantalla que aún le separaba de la laguna. Saltó un tronco caído y se encontró fuera de la selva. La costa apareció vestida de palmeras. Se sostenían frente a la luz del sol o se inclinaban o descansaban contra ella, y sus verdes plumas se alzaban más de treinta metros en el aire. Bajo ellas el terreno formaba un ribazo mal cubierto de hierba, desgarrado por las raíces de los árboles caídos y regado de cocos podridos y retoños del palmar. Detrás quedaban la oscuridad de la selva y el espacio abierto del desgarrón. Ralph se paró, apoyada la mano en un tronco gris, con la mirada fija en el agua trémula. Allá, quizá a poco más de un kilómetro, la blanca espuma saltaba sobre un arrecife de coral, y aún más allá, el mar abierto era de un azul oscuro. Limitada por aquel arco irregular de coral, la laguna yacía tan tranquila como un lago de montaña, con infinitos matices del azul y sombríos verdes y morados. La playa, entre la terraza de palmeras y el agua, semejaba un fino arco de tiro, aunque sin final discernibles, pues a la izquierda de Ralph la perspectiva de palmeras, arena y agua se prolongaba hacia un punto en el infinito. Y siempre presente, casi visible, el calor. Saltó de la terraza. Sintió la arena pesando sobre sus zapatos negros y el azote del calor en el cuerpo. Comenzó a notar el peso de la ropa: se quitó con una fuerte sacudida cada zapato y de un solo tirón cada media. Subió de otro salto a la terraza, se despojó de la camisa y se detuvo allí, entre los cocos que semejaban calaveras, deslizándose sobre su piel las sombras verdes de las palmeras y la selva. Se desabrochó la hebilla adornada del cinturón, dejó caer pantalón y calzoncillo y, desnudo, contempló la playa deslumbrante y el agua. Por su edad —algo más de doce años— había ya perdido la prominencia del vientre de la niñez; pero aún no había adquirido la figura desgarbada del adolescente. Se adivinaba ahora, por la anchura y peso de sus hombros, que podría llegar a ser un boxeador, pero la boca y los ojos tenían una suavidad que no anunciaba ningún demonio escondido. Acarició suavemente el tronco de palmera y, obligado al fin a creer en la realidad de la isla, volvió a reír lleno de gozo y a saltar y a voltearse. De nuevo ágilmente en pie, saltó a la playa, se dejó caer de rodillas y con los brazos apiló la arena contra su pecho. Se sentó a contemplar el agua, brillándole de alegría los ojos. —Ralph... El muchacho gordo bajó a la terraza de palmeras y se sentó cuidadosamente en su borde. —Oye, perdona que haya tardado tanto. La fruta esa... Se limpió las gafas y las ajustó sobre su corta naricilla. La montura había marcado una V profunda y rosada en el caballete. Observó con mirada crítica el cuerpo dorado de Ralph y después miró su propia ropa. Se llevó una mano al pecho y asió la cremallera. —Mi tía... Resuelto, tiró de la cremallera y se sacó el anorak por la cabeza. —¡Ya está! Ralph le miró de reojo y siguió en silencio. —Supongo que necesitaremos saber los nombres de todos —dijo el gordito— y hacer una lista. Debíamos tener una reunión. Ralph no se dio por enterado, por lo que el otro muchacho se vio obligado a seguir. —No me importa lo que me llamen —dijo en tono confidencial—, mientras no me llamen lo que me llamaban en el colegio. Ralph manifestó cierta curiosidad. —¿Y qué es lo que te llamaban? El muchacho dirigió una mirada hacia atrás; después se inclinó hacia Ralph. Susurró: —Me llamaban «Piggy» *. Ralph estalló en una carcajada y, de un salto, se puso en pie. —¡Piggy! ¡Piggy! —¡Ralph..., por favor! Piggy juntó las manos, lleno de temor. —Te dije que no quería... —¡Piggy! ¡Piggy! Ralph salió bailando al aire cálido de la playa y regresó imitando a un bombardero, con las alas hacia atrás, que ametrallaba a Piggy. —¡Ta-ta-ta-ta-ta! Se lanzó en picado sobre la arena a los pies de Piggy y allí tumbado volvió a reírse. —¡Piggy! Piggy sonrió de mala gana, no descontento a pesar de todo, porque aquello era como una señal de acercamiento. —Mientras no se lo digas a nadie más... Ralph dirigió una risita tonta a la arena. Piggy volvió a quedarse pensativo, de nuevo en su rostro el reflejo de una expresión de dolor. —Un segundo. Se apresuró otra vez hacia la selva. Ralph se levantó y caminó a brincos hacia su derecha. Allí, un rasgo rectangular del paisaje interrumpía bruscamente la playa: una gran plataforma de granito rosa cortaba inflexible bosque, terraza, arena y laguna, hasta formar un malecón saliente de casi metro y medio de altura. Lo cubría una delgada capa de tierra y hierba bajo la sombra de tiernas palmeras. No tenían éstas suficiente * Cerdito. (N. de la T.) tierra para crecer, y cuando alcanzaban unos seis metros se desplomaban y acababan secándose. Sus troncos, en complicado dibujo, creaban un cómodo lugar para asiento. Las palmeras que aún seguían en pie formaban un techo verde recubierto por los cambiantes reflejos que brotaban de la laguna. Ralph subió a aquella plataforma. Sintió el frescor y la sombra; cerró un ojo y decidió que las sombras sobre su cuerpo eran en realidad verdes. Se abrió camino hasta el borde de la plataforma, del lado del océano, y allí se detuvo a contemplar el mar a sus pies. Estaba tan claro que podía verse su fondo, y brillaba con la eflorescencia de las algas y el coral tropicales. Diminutos peces resplandecientes pasaban rápidamente de un lado a otro. Ralph, haciendo sonar dentro de sí los bordones de la alegría, exclamó: —¡Uhhh...! Había aún más para asombrarse allende la plataforma. La arena, por algún accidente —un tifón, quizá, o la misma tormenta que le acompañara a él en su llegada—, se había acumulado dentro la laguna, formando en la playa una poza profunda y larga, cerrada —Hay que buscar a los otros. Tenemos que hacer algo. Ralph no dijo nada. Se encontraban en una isla de coral. Protegido del sol, ignorando el presagio de las palabras de Piggy, se entregó a sueños alegres. Piggy insistió. —¿Cuántos somos? Ralph dio unos pasos y se paró junto a Piggy. —No lo sé. Aquí y allá, ligeras brisas serpeaban por las aguas brillantes, bajo la bruma del calor. Cuando alcanzaban la plataforma, la fronda de las palmeras susurraba y dejaba pasar manchas borrosas de luz que se deslizaban por los dos cuerpos o atravesaban la sombra como objetos brillantes y alados. Piggy alzó la cabeza y miró a Ralph. Las sombras sobre la cara de Ralph estaban invertidas: arriba eran verdes, más abajo resplandecían por efecto de la laguna. Uní mancha de sol se arrastraba por sus cabellos. —Tenemos que hacer algo. Ralph le miró sin verle. Allí, al fin, se encontraba aquel lugar que uno crea en su imaginación, aunque sin forma del todo concreta, saltando al mundo de la realidad. Los labios de Ralph se abrieron en una sonrisa de deleite, y Piggy, tomando esa sonrisa como señal de amistad, rió con alegría. —Si de veras es una isla... —¿Qué es eso? Ralph había dejado de sonreír y señalaba hacia la laguna. Algo de calor cremoso resaltaba entre las algas. —Una piedra. —No. Un caracol. Al instante, Piggy se sintió prudentemente excitado. —¡Es verdad! ¡Es un caracol! Ya he visto antes uno de esos. En casa de un chico; en la pared. Lo llamaba caracola y la soplaba para llamar a su madre. ¡No sabes lo que valen! Un retoño de palmera, a la altura del codo de Ralph, se inclinaba hacia la laguna. En realidad, su peso había comenzado a levantar el débil suelo y estaba a punto de caer. Ralph arrancó el tallo y con él agitó el agua mientras los brillantes peces huían por todos lados. Piggy se inclinó peligrosamente. —¡Ten cuidado! Lo vas a romper... —¡Calla la boca! Ralph lo dijo distraídamente. El caracol resultaba interesante y bonito y servía para jugar; pero las animadas quimeras de sus ensueños se interponían aún entre él y Piggy, que apenas si existía para él en aquel ambiente. El tallo, doblándose, empujó el caracol fuera de las hierbas. Con una mano como palanca, Ralph presionó con la otra hasta que el caracol salió chorreando y Piggy pudo alcanzarlo. El caracol ya no era algo que se podía ver, pero no tocar, y también Ralph se sintió excitado. Piggy balbuceaba: —...una caracola; carísimas. Te apuesto que habría que pagar un montón de libras por una de esas. La tenía en la tapia del jardín y mi tía... Ralph le quitó la caracola y sintió correr por su brazo unas gotas de agua. La concha tenía un color crema oscuro, tocado aquí y allá con manchas de un rosa desva- necido. Casi medio metro medía desde la punta horadada por el desgaste hasta los labios rosados de su boca, levemente curvada en espiral y cubierta de un fino dibujo en relieve. Ralph sacudió la arena del interior. —...mugía como una vaca —siguió— y además tenía unas piedras blancas y una jaula con un loro verde. No soplaba las piedras, claro, pero me dijo... Piggy calló un segundo para tomar aliento y acarició aquella cosa reluciente que tenía Ralph en las manos. —¡Ralph! Ralph alzó los ojos, —Podemos usarla para llamar a los otros. Tendremos una reunión. En cuanto nos oigan vendrán... Miró con entusiasmo a Ralph. —¿Eso es lo que habías pensado, verdad? ¿Por eso sacaste la caracola del agua, no? Ralph se echó hacia atrás su pelo rubio. —¿Cómo soplaba tu amigo la caracola? —Escupía o algo así —dijo Piggy—. Mi tía no me dejaba soplar por el asma. Dijo que había que soplar con esto —Piggy se llevó una mano a su prominente abdomen— . Trata de hacerlo, Ralph. Avisa a los otros. Ralph, poco seguro, puso el extremo más delgado de la concha junto a la boca y sopló. Salió de su boca un breve sonido, pero eso fue todo. Se limpió de los labios el agua salada y lo intentó de nuevo, pero la concha permaneció silenciosa. —Escupía o algo así. Ralph juntó los labios y lanzó un chorro de aire en la caracola, que contestó con un sonido hondo, como una ventosidad. Los dos muchachos encontraron aquello tan divertido que Ralph siguió soplando en la caracola durante un rato, entre ataques de risa. —Mi amigo soplaba con esto. Ralph comprendió al fin y lanzó el aire desde el diafragma. Aquello empezó a sonar al instante. Una nota estridente y profunda estalló bajo las palmeras, penetró por todos los resquicios de la selva y retumbó en el granito rosado de la montaña. De las copas de los árboles salieron nubéculas de pájaros y algo chilló y corrió entre la maleza. Ralph apartó la concha de sus labios. —¡Qué bárbaro! Su propia voz pareció un murmullo tras la áspera nota de la caracola. La apretó contra sus labios, respiró fuerte y volvió a soplar. De nuevo estalló la nota y, bajo un im- pulso más fuerte, subió hasta alcanzar una octava y vibró como una trompeta, con un clamor mucho más agudo todavía. Piggy, alegre su rostro y centelleantes las gafas, gritaba algo. Chillaron los pájaros y algunos animalillos cruzaron rápidos. Ralph se quedó sin aliento; la octava se desplomó, transformada en un quejido apagado, en un soplo de aire. Enmudeció la caracola; era un colmillo brillante El rostro de Ralph se había amoratado por el esfuerzo, y el clamor de los pájaros y el resonar de los ecos llenaron el aire de la isla. —Te apuesto a que se puede oír eso a más de un kilómetro. Ralph recobró el aliento y sopló de nuevo, produciendo unos cuantos estallidos breves. —¡Ahí viene uno!, exclamó Piggy. Entre las palmeras, a unos cien metros de la playa, había aparecido un niño. Tendría seis años, más o menos; era rubio y fuerte, con la ropa destrozada y la cara llena de manchones de fruta. Se había bajado los pantalones por una razón evidente y los llevaba a medio subir. Saltó de la terraza de palmeras a la arena y los pantalones cayeron a los tobillos; los abandonó allí y corrió a la plataforma. Piggy le ayudó a subir. Entre tanto, Ralph seguía sonando la caracola hasta que un griterío llegó del bosque. El pequeño, en cuclillas frente a Ralph, alzó hacia él la cabeza con una alegre mirada. Al comprender que algo serio se preparaba allí quedó tranquilo y se metió en la boca el único dedo que le quedaba limpio: un pulgar rosado. Piggy se inclinó hacia él. El muchacho se acercó y, fruncido el entrecejo, miró a Ralph. Lo que pudo ver de aquel muchacho rubio con una caracola de color cremoso no pareció satisfacerle. Se volvió rápidamente y su capa negra giró en el aire. —¿Entonces no hay ningún barco? Se le veía alto, delgado y huesudo dentro de la capa flotante; su pelo rojo resaltaba bajo la gorra negra. Su cara, de piel cortada y pecosa, era fea, pero no la de un tonto. Dos ojos de un azul claro que destacaban en aquel rostro, indicaban su decepción, pronta a transformarse en cólera. —¿No hay ningún hombre aquí? Ralph habló a su espalda. —No. Pero vamos a tener una reunión. Quedaos con nosotros. El grupo empezó a deshacer la formación y el muchacho alto gritó: —¡Atención! ¡Quieto el coro! El coro, obedeciendo con cansancio, volvió a agruparse en filas y permaneció balanceándose al sol. Pero unos cuantos empezaron a protestar tímidamente. —Por favor, Merridew. Por favor..., ¿por qué no nos dejas? En aquel momento uno de los muchachos se desplomó de bruces en la arena y la fila se deshizo. Alzaron al muchacho a la plataforma y le dejaron allí sobre el suelo. Merridew le miró fijamente y después trató de corregir lo hecho. —De acuerdo. Sentaos. Dejadle solo. —Pero, Merridew... —Siempre se está desmayando —dijo Merridew—. Hizo lo mismo en Gibraltar y en Addis, y en los maitines se cayó encima del chantre. Esta jerga particular del coro provocó la risa de los compañeros de Merridew, que posados como negros pájaros en los troncos desordenados observaban a Ralph con interés. Piggy no preguntó sus nombres. Se sintió intimidado por tanta superioridad uniformada y la arrogante autoridad que despedía la voz de Merridew. Encogido al otro lado de Ralph, se entretuvo con las gafas. Merridew se dirigió a Ralph. —¿No hay gente mayor? —No. Merridew se sentó en un tronco y miró al círculo de niños. —Entonces tendremos que cuidarnos nosotros mismos. Seguro al otro lado de Ralph, Piggy habló tímidamente. —Por eso nos ha reunido Ralph. Para decidir lo que hay que hacer. Ya tenemos algunos nombres. Ese es Johnny. Esos dos —son mellizos— son Sam y Eric. ¿Cuál es Eric...? ¿Tú? No, tu eres Sam... —Yo soy Sam. —Y yo soy Eric. —Debíamos conocernos por nuestros nombres. Yo soy Ralph —dijo éste. —Ya tenemos casi todos los nombres —dijo Piggy—• Los acabamos de preguntar ahora. —Nombres de niños —dijo Merridew—. ¿Por qué me va nadie a llamar Jack? Soy Merridew. Ralph se volvió rápido. Aquella era la voz de alguien que sabía lo que quería. —Entonces —siguió Piggy—, aquel chico... no me acuerdo... —Hablas demasiado —dijo Jack Merridew—. Cállate, Fatty *. Se oyeron risas. —¡No se llama Fatty —gritó Ralph—, su verdadero nombre es Piggy! —¡Piggy! —¡Piggy! —¡Eh, Piggy! Se rieron a carcajadas y hasta el más pequeño se unió al jolgorio. Durante un instante, los muchachos formaron un círculo cerrado de simpatía, que excluyó a Piggy. Se puso éste muy colorado, agachó la cabeza y limpió las gafas una vez más. Por fin cesó la risa y continuaron diciendo sus nombres. Maurice, que seguía a Jack en estatura entre los del coro, era ancho de espaldas y lucía una sonrisa permanente. Había un chico menudo y furtivo en quien nadie se había fijado, encerrado en sí mismo hasta lo más profundo de su ser. Murmuró que se llamaba Roger y volvió a guardar silencio. Bill, Robert, Harold, Henry. El muchacho que sufrió el desmayo se arrimó a un tronco de palmera, sonrió, aún pálido, a Ralph y dijo que se llamaba Simón. Habló Jack: —Tenemos que decidir algo para que nos rescaten. Se oyó un rumor; Henry, uno de los pequeños, dijo que se quería ir a casa. —Cállate —dijo Ralph distraído. Alzó la caracola—. Me parece que debíamos tener un jefe que tome las decisiones. —¡Un jefe! ¡Un jefe! —Debo serlo yo —dijo Jack con sencilla arrogancia—, porque soy el primero en el coro de la iglesia y soy tenor. Puedo dar el do sostenido. De nuevo un rumor. —Así que —dijo Jack—, yo... Dudó por un instante. El muchacho moreno, Roger, dio al fin señales de vida y dijo: —Vamos a votar. —¡Sí! * Gordo. —¡A votar por un jefe! —¡Vamos a votar!... Votar era para ellos un juguete casi tan divertido como la caracola. Jack empezó a protestar, pero el alboroto cesó de reflejar el deseo general de encontrar un jefe para convertirse en la elección por aclamación del propio Ralph. Ninguno de los chicos podría haber dado una buena razón para aquello; hasta el momento, todas las muestras de inteligencia habían procedido de Piggy, y el que mostraba condiciones más evidentes de jefe era Jack. Pero tenía Ralph, allí sentado, tal aire de serenidad, que le hacía resaltar entre todos; era su estatura y su atractivo; mas de manera inexplicable, pero con enorme fuerza, había influido también la caracola. El ser que hizo sonar aquello, que les aguardó sentado en la plataforma con tan delicado objeto en sus rodillas, era algo fuera de lo corriente. —El del caracol. —¡Ralph! ¡Ralph! —Que sea jefe ese de la trompeta. Ralph alzó una mano para callarles. —Bueno, ¿quién quiere que Jack sea jefe? Todos los del coro, con obediencia inerme, alzaron las manos. —¿Quién me vota a mí? Todas las manos restantes, excepto la de Piggy, se elevaron inmediatamente. Después también Piggy, aunque a regañadientes, hizo lo mismo. Ralph las contó. —Entonces, soy el jefe. El círculo de muchachos rompió en aplausos. Aplaudieron incluso los del coro. Las pecas del rostro de Jack desaparecieron bajo el sonrojo de la humillación. Decidió Se volvió y corrió hacia los otros dos. Piggy quedó callado y el sonrojo de indignación se apagó lentamente. Volvió a la plataforma. Los tres muchachos marcharon rápidos por la arena. La marea no había subido aún y dejaba descubierta una franja de playa, salpicada de algas, tan firme como un verdadero camino. Una especie de hechizo lo dominó todo; les sobrecogió aquella atmósfera encantada y se sintieron felices. Se miraron riendo animadamente; hablaban sin escucharse. El aire brillaba. Ralph, que se sentía obligado a traducir todo aquello en una explicación, intentó dar una voltereta y cayó al suelo. Al cesar las risas, Simón acarició tímidamente el brazo de Ralph y se echaron a reír de nuevo. —Vamos —dijo Jack en seguida—, que somos exploradores. —Iremos hasta el extremo de la isla —dijo Ralph— y veremos desde allí lo que hay al otro lado. —Si es que es una isla... Ahora, al acercarse la noche, los espejismos iban cediendo poco a poco. Divisaron el final de la isla, bien visible y sin ningún efecto mágico que ocultase su aspecto o su sentido. Se hallaron frente a un tropel de formas cuadradas que ya les eran familiares y un gran bloque en medio de la laguna. En él tenían sus nidos las gaviotas. —Parece una capa de azúcar —dijo Ralph— sobre una tarta de fresa. —No vamos a ver nada desde el extremo porque no hay ningún extremo —dijo Jack—. Sólo una curva suave... y fíjate que las rocas son cada vez más peligrosas... Ralph hizo pantalla de sus ojos con una mano y siguió el perfil mellado de los riscos montaña arriba. Era el lugar de la playa más cercano a la montaña que hasta el momento habían visto. —Trataremos de escalar la montaña desde aquí —dijo—. Me parece que este es el camino más fácil. Aquí hay menos jungla y más de estas rocas de color rosa. ¡Vamos! Los tres muchachos empezaron a trepar. Alguna fuerza desconocida había dislocado aquellos bloques, partiéndolos en pedazos que quedaron inclinados, y con frecuencia apilados uno sobre otro en volumen decreciente. La forma más característica era un rosado risco que soportaba un bloque ladeado, coronado a su vez por otro bloque, y éste por otro, hasta que aquella masa rosada constituía una pila de rocas en equilibrio que emergía atravesando la ondulada fantasía de las trepadoras del bosque. A menudo, donde los riscos rosados se erguían del suelo aparecían senderos estrechos que serpenteaban hacia arriba. Sería fácil caminar por ellos, de cara hacia la montaña y sumergidos en el mundo vegetal. —¿Quién haría este camino? Jack se paró para limpiarse el sudor de la cara. Ralph, junto a él, respiraba con dificultad. —¿Hombres? Jack negó con la cabeza. —Los animales. Ralph penetró con la mirada en la oscuridad bajo los árboles. La selva vibraba sin cesar. —Vamos. Lo más difícil no era la abrupta pendiente, rodeando las rocas, sino las inevitables zambullidas en la maleza hasta alcanzar la vereda siguiente. Allí las raíces y los tallos de las plantas trepadoras se enredaban de tal modo que los muchachos habían de atravesarlos como dóciles agujas. Aparte del suelo pardo y los ocasionales rayos de luz a través del follaje, lo único que les servía de guía era la dirección de la pendiente del terreno: que este agujero, aún galoneado por cables de trepadoras, se encontrase más alto que aquel. Siguieron hacia arriba a pesar de todo. En uno de los momentos más difíciles, cuando se encontraban atrapados en aquella maraña, Ralph se volvió a los otros con ojos brillantes. —¡Bárbaro! —¡Fantástico! —¡Estupendo! No era fácil explicar la razón de su alegría. Los tres se sentían sudorosos, sucios y agotados. Ralph estaba lleno de arañazos. Las trepadoras eran tan gruesas como sus propios muslos y no dejaban más que túneles por donde seguir avanzando. Ralph gritó para sondear, y escucharon los ecos amortiguados. —Esto sí que es explorar —dijo Jack—. Te apuesto a que somos los primeros que entramos en este sitio. —Deberíamos dibujar un mapa —dijo Ralph—. Lo malo es que no tenemos papel. —Podríamos hacerlo con la corteza de un árbol —dijo Simón—, raspándola y luego frotando con algo negro. De nuevo, en la temerosa penumbra, brotó la solemne comunión de ojos brillantes. —¡Bárbaro! —¡Fantástico! No había espacio para volteretas. Aquella vez Ralph tuvo que expresar la intensidad de su entusiasmo fingiendo derribar a Simón de un golpe; y pronto formaron un montón alegre y efusivo bajo la sombra crepuscular. Cuando se desenlazaron, Ralph fue el primero en hablar. —Tenemos que seguir. El granito rosado del siguiente risco se encontraba más alejado de las trepadoras y los árboles, y resultaba fácil seguir la vereda. Esta, a su vez, les condujo hacia un claro del bosque, desde donde se vislumbraba el mar abierto. El sol secó ahora sus ropas empapadas por el oscuro y húmedo calor soportado. Para llegar hasta la cumbre ya no habrían de zambullirse más en la oscuridad, sino trepar tan sólo por la roca rosada. Eligieron su camino por desfiladeros y afilados peñascos. —¡Mira! ¡Mira! Las piedras desgarradas se alzaban como chimeneas a gran altura en aquel extremo de la isla. La roca que escogió Jack para apoyarse cedió, rechinando, al empuje. —Venga... Pero este «venga» no era una incitación a seguir hacia la cumbre. La cumbre sería asaltada más tarde, una vez que los tres muchachos respondieran a este reto. La roca era tan grande como un automóvil pequeño. —¡Empuja! Adelante y atrás; había que coger el ritmo. —¡Empuja! Tiene que aumentar el vaivén del péndulo, aumentar, aumentar, hay que arrimar el hombro en el punto que más oscila... aumentar... aumentar. —¡Empuja! La enorme roca dudó un segundo, se balanceó en un pie, decidió no volver, se lanzó al espacio, cayó, golpeó el suelo, giró, zumbó en el aire y abrió un profundo hueco en el dosel del bosque. Volaron pájaros y rumores, flotó en el aire un polvo rosado y blanco, retumbó el bosque a lo lejos como si lo atravesara un monstruo enfurecido y luego enmudeció la isla. —¡Qué bárbaro! —¡Igual que una bomba! No pudieron apartarse de aquel triunfo suyo en un buen rato. Pero al fin se alejaron. Bajaron a tropezones una cuesta rocosa, cruzaron entre flores y se hicieron camino bajo los árboles. Se detuvieron para ver los matorrales con curiosidad. Simón fue el primero en hablar. —Parecen cirios. Plantas de cirios. Capullos de cirios. Las plantas, que despedían un olor aromático, eran de un verde oscuro y sus numerosos capullos verdes, replegados para evitar la luz, brillaban como la cera. Jack cortó uno con la navaja y su olor se derramó sobre ellos. —Capullos de cirios. —No se pueden encender —dijo Ralph—. Parecen velas, eso es todo. —Velas verdes —dijo Jack con desprecio—; no se pueden comer. Venga, Vámonos. Habían ¡legado al lugar donde comenzaba la espesa selva, y caminaban cansados por un sendero cuando oyeron ruidos —en realidad gruñidos— y duros golpes de pezuñas en un camino. A medida que avanzaban aumentaron los gruñidos hasta hacerse frenéticos. Encontraron un jabato atrapado en una maraña de lianas, debatiéndose entre las elásticas ramas en la locura de su angustiado terror. Lanzaba un sonido agudo, afilado como una aguja, insistente. Los tres muchachos avanzaron corriendo y Jack blandió de nuevo su navaja. Alzó un brazo al aire. Se hizo un silencio, una pausa; el animal continuó gruñendo, siguieron agitándose las lianas y la navaja brillando al extremo de un brazo huesudo. La pausa sirvió tan sólo para que los tres comprendieran la enormidad que sería la caída del golpe. En ese momento, el jabato se libró de las ramas y se escabulló en la maleza. Se quedaron mirándose y contemplaron el lugar del terror. El rostro de Jack estaba blanco bajo las pecas. Advirtió que aún sostenía la navaja en lo alto; bajó el brazo y guardó el arma en su funda. Rieron los tres algo avergonzados y retrocedieron hasta alcanzar el camino abandonado. —Estaba buscando un buen sitio —dijo Jack—; sólo esperé un momento para decidir dónde clavarla. —Los jabalíes se cazan con venablo —dijo Ralph con violencia—. Siempre se habla de cazar el jabalí con venablo. —Hay que cortarles el cuello para que les salga la sangre —dijo Jack—. Si no, no se puede comer la carne. —¿Por qué no le has...? Sabían muy bien por qué no lo había hecho: hubiese sido tremendo ver descender la navaja y cortar carne viva; hubiese sido insoportable la visión de la sangre. —Lo iba a hacer —dijo Jack. Se había adelantado y no pudieron ver su cara. —Estaba buscando un buen sitio. ¡La próxima vez...! De un tirón sacó la navaja de su funda y la clavó en el tronco de un árbol. La próxima vez no habría piedad. Se volvió y les miró con fiereza, retándoles a que le desmintiesen. A poco salieron a la luz del sol y se entretuvieron algún tiempo en busca de frutos comestibles, devorándolos mientras avanzaban por el desgarrón hacia la plataforma y la reunión. Cuando Ralph cesó de sonar la caracola, la plataforma estaba atestada, pero aquella reunión era bastante diferente de la que había tenido lugar por la mañana. El sol vespertino entraba oblicuo por el otro lado de la plataforma y la mayoría de los muchachos, aunque demasiado tarde, al sentir el escozor del sol, se habían vestido; el coro, menos compacto como grupo, había abandonado sus capas. Ralph se sentó en un tronco caído, dando su costado izquierdo al sol. A su derecha se encontraba casi todo el coro; a su izquierda, los chicos mayores, que antes de la evacuación no se conocían; frente a él, los más pequeños se habían acurrucado en la hierba. Ahora, silencio. Ralph dejó la caracola marfileña y rosada sobre sus rodillas; una repentina brisa esparció luz sobre la plataforma. No sabía qué hacer, si ponerse en pie o permanecer sentado. Miró de reojo a la poza, que quedaba a su izquierda. Piggy estaba sentado cerca, pero no ofrecía ayuda alguna. Ralph carraspeó. —Bien. De pronto descubrió que le era difícil hablar con soltura y explicar lo que tenía que decir. Se paso una mano por el rubio pelo y dijo: —Estamos en una isla. Subimos hasta la cima de la montaña y hemos visto que hay agua por todos lados. No vimos ninguna casa, ni fuego, ni huellas de pasos, ni barcos, ni gente. Estamos en una isla desierta, sin nadie más. Jack le interrumpió. —Pero sigue haciendo falta un ejército... para cazar. Para cazar cerdos... —Sí. Hay cerdos en esta isla. Los tres intentaron trasmitir a los demás la sensación de aquella cosa rosada y viva que luchaba entre las lianas. —Vimos... —Chillando... —Se escapó... —Y no me dio tiempo a matarle... pero... ¡la próxima vez! Jack clavó la navaja en un tronco y miró a su alrededor con cara de desafío. La reunión recobró la tranquilidad. —Como veis —dijo Ralph—, necesitamos cazadores para que nos consigan carne. Y otra cosa. Levantó la caracola de sus rodillas y observó en torno suyo aquellas caras quemadas por el sol. —No hay gente mayor. Tendremos que cuidarnos nosotros mismos. Hubo un murmullo y el grupo volvió a guardar silencio. —Y otra cosa. No puede hablar todo el mundo a la vez. Habrá que levantar la mano como en el colegio. Sostuvo la caracola frente a su rostro y se asomó por uno de sus bordes. —Y entonces le daré la caracola. —¿La caracola? —Se llama así esta concha. Daré la caracola a quien le toque hablar. Podrá sostenerla mientras habla. —Pero... —Mira... —Y nadie podrá interrumpirle. Sólo yo. Jack se había puesto de pie. —¡Tendremos reglas! —gritó animado—. ¡Muchísimas! Y cuando alguien no las cumpla... —¡Uayy! —¡Zas! —¡Bong! —¡Bam! Ralph sintió a alguien levantar la caracola de sus rodillas. Cuando se dio cuenta, ya estaba Piggy de pie, meciendo en sus brazos el gran caracol blanquecino, y el griterío fue apagándose poco a poco. Jack, todavía de pie, miró perplejo a Ralph, que sonrió y le señaló el tronco con una palmada. Jack se sentó. Piggy se quitó las gafas y, mientras las limpiaba con la camisa, miró parpadeante a la asamblea. —No puede haber ni fieras salvajes ni tampoco serpientes en una isla de este tamaño —explicó Ralph amablemente—. Sólo se encuentran en países grandes como África o la India. Murmullos, y el serio asentir de las cabezas. —Dice que la bestia vino por la noche. —¡Entonces no pudo verla! Risas y aplausos. —¿Habéis oído? Dice que vio esa cosa de noche... —Sigue diciendo que la vio. Vino, y luego se fue, y volvió, y quería comerle... —Estaba soñando. Ralph, entre risas, recorrió con su mirada el anillo de rostros en busca de asentimiento. Los mayores estaban dé acuerdo; pero aquí y allá, entre los pequeños, quedaba el resto de duda que necesita algo más que una garantía racional. —Tuvo una pesadilla. Por haber andado entre todas esas trepadoras. De nuevo, un serio asentir; sabían muy bien lo que eran las pesadillas. —Dice que vio esa fiera, como una serpiente, y quiere saber si esta noche va a volver. —¡Pero si no hay ninguna fiera! —Dice que por la mañana se transformó en una de esas cosas de los árboles que son como cuerdas y que se cuelga de las ramas. Pregunta si volverá está noche. —¡Pero si no hay ninguna fiera! Ya no había rastro alguno de risas, sino una atención más preocupada. Ralph, divertido y exasperado a la vez, se pasó ambas manos por el pelo y miró al niño Jack asió la caracola. —Ralph tiene razón, eso desde luego. No hay ninguna serpiente. Pero si hay una serpiente la cazaremos y la mataremos. Vamos a cazar cerdos para traer carne a todos. Y también buscaremos la serpiente esa... —¡Pero si no hay ninguna serpiente! —Lo sabremos seguro cuando vayamos a cazar. Ralph se sintió molesto y, por un momento, vencido. Sintió que se había enfrentado con algo inasequible. Los ojos que le miraban con tanta atención habían perdido su alegría. —¡Pero si no hay ninguna fiera! Una reserva de energía que no sospechaba escondida en él se avivó y le forzó a insistir de nuevo y con más fuerza. —¡Pero si os digo que no hay ninguna fiera! La asamblea permaneció en silencio. Ralph alzó la caracola una vez más y recobró el buen humor al pensar en lo que aún tenía que decir. —Ahora llegamos a lo más importante. He estado pensando. Pensaba mientras escalábamos la montaña —lanzó a los otros dos una mirada de connivencia— y ahora aquí, en la playa. Esto es lo que he pensado. Queremos divertirnos. Y queremos que nos rescaten. El apasionado rumor de conformidad que brotó de la asamblea le golpeó con la fuerza de una ola y él se perdió. Pensó de nuevo. —Queremos que nos rescaten; y, desde luego, nos van a rescatar. Creció el murmullo. Aquella declaración tan sencilla, sin otro respaldo que la fuerza de la nueva autoridad de Ralph, les trajo claridad y dicha. Tuvo que agitar la caracola en el aire para hacerse oír. —Mi padre está en la Marina. Dice que ya no quedan islas desconocidas. Dice que la Reina tiene un cuarto enorme lleno de mapas y que todas las islas del mundo están dibujadas allí. Así que la Reina tiene dibujada esta isla. De nuevo se oyó el rumor de la alegría y el optimismo. —Y antes o después pasará por aquí algún barco. Hasta podría ser el barco de papá. Así que ya lo sabéis. Antes o después vendrán a rescatarnos. Tras aclarar su argumento, se detuvo. La asamblea se vio alzada a un lugar seguro por sus palabras. Sentían simpatía y ahora respeto hacia él. Le aplaudieron espon- táneamente y pronto la plataforma entera resonó con los aplausos. Ralph se sonrojó al observar de costado la abierta admiración de Piggy y al otro lado a Jack, que sonreía con afectación y demostraba que también él sabía aplaudir. Ralph agitó la caracola en el aire. —¡Basta! ¡Esperad! ¡Escuchadme! Prosiguió cuando hubo silencio, alentado por el triunfo. —Hay algo más. Podemos ayudarles para que nos encuentren. Si se acerca un barco a la isla, puede que no nos vea. Así que tenemos que lanzar humo desde la cumbre de la montaña. Tenemos que hacer una hoguera, —¡Una hoguera! ¡Vamos a hacer una hoguera! Al instante, la mitad de los muchachos estaban ya en pie. Jack vociferaba entre ellos, olvidada por todos la caracola. —¡Venga! ¡Seguidme! El espacio bajo las palmeras se llenó de ruido y movimiento. Ralph estaba también de pie, gritando que se callasen, pero nadie le oía. En un instante el grupo entero corría hacia el interior de la isla y todos, tras Jack, desaparecieron. Hasta los más pequeños se pusieron en marcha, luchando contra la hojarasca y las ramas partidas como mejor pudieron. Ralph, sosteniendo la caracola en las manos, se había quedado solo con Piggy. Piggy respiraba ya casi con normalidad. —¡Igual que unos críos! —dijo con desdén—. ¡Se portan como una panda de críos! Ralph le miró inseguro y colocó la caracola sobre un tronco. —Te apuesto a que ya han pasado las cinco —dijo Piggy—. ¿Qué crees que van a hacer en la montaña? Acarició la caracola con respeto, luego se quedó quieto y alzó los ojos. —¡Ralph! ¡Oye! ¿A dónde vas? Ralph trepaba ya por las primeras huellas de vegetación aplastada que marcaban la desgarradura del terreno. Las risas y el ruido de pisadas sobre el ramaje se oían a lo lejos. Piggy le miró disgustado. —Igual que una panda de críos... Suspiró, se agachó y se ató los cordones de los zapatos. El ruido de la errática asamblea se alejaba hacia la montaña. Piggy, con la expresión sufrida de un padre que se ve obligado a seguir la loca agitación de sus hijos, asió la caracola y se dirigió hacia la selva, abriéndose paso a lo largo de la franja destrozada. En la ladera opuesta de la montaña había una plataforma cubierta por el boscaje. Ralph, una vez más, se vio esbozando el mismo gesto circular con las manos. —Podemos coger toda la leña que queramos allá abajo. Jack asintió con la cabeza y dio un tirón a su labio. La arboleda que se ofrecía a unos treinta metros bajo ellos, en el lado más pendiente de la montaña, parecía ideada para proveer de combustible. Los árboles crecían fácilmente bajo el húmedo calor, pero disponían de insuficiente tierra para crecer plenamente y pronto se desplomaban para Ralph se apartó de la pila y puso las gafas en las manos de Piggy, que buscaba a tientas. Su voz bajó hasta no ser más que un murmullo. —Sólo cosas borrosas, nada más. Casi no veo ni mis manos... Los muchachos bailaban. La madera estaba tan podrida y ahora tan seca que las ramas enteras, como yesca, se entregaban a las impetuosas llamas amarillas; una gran barba roja, de más de cinco metros, surgió en el aire El calor que despedía la hoguera sacudía a varios metros como un golpe, y la brisa era un río de chispas. Los troncos se deshacían en polvo blanco. Ralph gritó: —¡Más leña! ¡Todos por más leña! Era una carrera del tiempo contra el fuego, y los muchachos se esparcieron por la selva alta. El objetivo inmediato era mantener en la montaña una bandera de pura llama ondeante y nadie había pensado en otra cosa. Incluso los más pequeños, a no ser que se sintiesen reclamados por los frutales, traían trocitos de leña que arrojaban al fuego. El aire se movía más ligero y pasó a convertirse en un viento suave, y así sotavento y barlovento se hallaban bien diferenciados. El aire era fresco en un lado, pero en el otro el fuego alargaba un colérico brazo de calor que rizaba inmediatamente el pelo. Los muchachos, al sentir el viento de la tarde en sus rostros empapados, se pararon a disfrutar del fresco y advirtieron entonces que estaban agotados. Se tumbaron en las sombras escondidas entre las despedazadas rocas. La barba flamígera disminuyó rápidamente; la pila se desplomó con un ruido suave de cenizas, y lanzó al aire un gran árbol de chispas que se dobló hacia un costado y se alejó en el viento. Los chicos permanecieron tumbados, jadeando como perros. Ralph levantó la cabeza, que había descansado en los brazos. —No ha servido para nada. Roger escupió con tino a la arena caliente. —¿Qué quieres decir? —Que no había humo, sólo llamas. Piggy se había instalado en el ángulo de dos piedras, y estaba allí sentado con la caracola sobre las rodillas. —Hemos hecho una hoguera para nada —dijo—• No se puede sostener ardiendo un fuego así, por mucho que hagamos. —Pues sí que tú has hecho mucho —dijo Jack con desprecio—. Te quedaste ahí sentado. —Hemos usado sus gafas —dijo Simón manchándose de negro una mejilla con el antebrazo—. Nos ayudó así. —¡La caracola la tengo yo —dijo Piggy indignado—, déjame hablar a mí! —La caracola no vale en la cumbre de la montaña —dijo Jack—, así que cierra la boca. —Tengo la caracola en la mano. —Hay que echar ramas verdes —dijo Maurice—. Esa es la mejor manera de hacer humo. —Tengo la caracola... —¡Tú te callas! Piggy se acobardó. Ralph le quitó la caracola y se dirigió al círculo de muchachos. —Tiene que formarse un grupo especial que cuide del fuego. Cualquier día puede llegar un barco —dirigió la mano hacia la tensa cuerda del horizonte—, y si tenemos puesta una señal vendrán y nos sacarán de aquí. Y otra cosa. Necesitamos más reglas. Donde esté la caracola, hay una reunión. Igual aquí que abajo. Dieron todos su asentimiento. Piggy abrió la boca para hablar, se fijó en los ojos de Jack y volvió a cerrarla. Jack tendió los brazos hacia la caracola y se puso en pie, sosteniendo con cuidado el delicado objeto en sus manos llenas de hollín. —Estoy de acuerdo con Ralph. Necesitamos más reglas y hay que obedecerlas. Después de todo, no somos salvajes. Somos ingleses, y los ingleses somos siempre los mejores en todo. Así que tenemos que hacer lo que es debido. Se volvió a Ralph. —Ralph, voy a dividir el coro... mis cazadores, quiero decir, en grupos, y nos ocuparemos de mantener vivo el fuego... Tal generosidad produjo una rociada de aplausos entre los muchachos que obligó a Jack a sonreírles y luego a agitar la caracola para demandar silencio. —Ahora podemos dejar que se apague el fuego. Además, ¿quién iba a ver el humo de noche? Y cuando queramos podemos encenderlo otra vez. Contraltos, esta semana os encargáis vosotros de mantener el fuego, y los sopranos la semana que viene... La asamblea, gravemente, asintió. —Y también nos ocuparemos de montar una guardia. Si vemos un barco allá afuera —siguieron con la vista la dirección de su huesudo brazo—, echaremos ramas verdes. Así habrá más humo. Observaron fijamente el denso azul del horizonte, como si una pequeña silueta fuese a aparecer en cualquier momento. Al oeste, el sol era una gota de oro ardiente que se deslizaba con rapidez hacia el alféizar del mundo. En ese mismo momento comprendieron que el ocaso significaba el fin de la luz y el calor. Roger cogió la caracola y lanzó a su alrededor una mirada entristecida. —He estado mirando al mar y no he visto ni una señal de un barco. Quizá no vengan nunca por nosotros. Un murmullo se alzó y se apagó alejándose. Ralph cogió de nuevo la caracola. —Ya os he dicho que algún día vendrán por nosotros. Hay que esperar, eso es todo. Atrevido, a causa de su indignación, Piggy cogió la caracola. —¡Eso es lo que yo dije! Estaba hablando de las reuniones y cosas así y me decís que cierre la boca... Su voz se elevó en un tono de justificado reproche. Los demás se agitaron y empezaron a gritarle que se callase. —Habéis dicho que queríais un fuego pequeño y vais y hacéis un montón como un almiar. Si digo algo —gritó Piggy con amargo realismo—, me decís que me calle, pero si es Jack o Maurice o Simón... Se detuvo en medio del alboroto, de pie y mirando por encima de ellos hacia el lado hostil de la montaña, hacia el amplio espacio oscuro donde habían encontrado la leña. Se echó entonces a reír de una manera tan extraña que los demás se quedaron silenciosos, observando con atención el destello de sus gafas. Siguieron la dirección de sus ojos hasta descubrir el significado del amargo chiste. —Ahí tenéis vuestra fogata. Se veía salir humo aquí y allá entre las trepadoras que festoneaban los árboles muertos o moribundos. Mientras observaban, un destello de fuego apareció en la base de unos tallos y el humo fue haciéndose cada vez más espeso. Llamas pequeñas se agitaron junto al tronco de un árbol y se arrastraron entre las hojas y el ramaje seco, dividiéndose y creciendo. Un brote rozó el tronco de un árbol y trepó por él como una ardilla brillante. El humo creció, osciló y rodó hacia fuera. La ardilla saltó sobre las alas del viento y se asió a otro de los árboles en pie, devorándolo desde la copa. Bajo el oscuro dosel de hojas y humo, el fuego se apoderó de la selva y empezó a roer cuanto encontraba. Hectáreas de amarillo y negro humo rodaron implacables hacia el mar. Al ver las llamas y el curso incontenible del fuego, los muchachos rompieron en chillidos y Piggy se levantó y señaló al humo y las llamas. Se alzó entre los muchachos un murmullo que fue apagándose poco a poco. Algo raro le ocurría a Piggy porque apenas podía respirar. —Aquel peque —jadeó Piggy—, el de la mancha en la cara; no le veo. ¿Dónde está? El grupo estaba tan callado como la muerte. —El que hablaba de las serpientes. Estaba allí abajo... Un árbol estalló en el fuego como una bomba. Las trepadoras, como largas mechas, se alzaron por un momento ante la vista, agonizaron y volvieron a caer. Los muchachos más pequeños gritaron: —¡Serpientes! ¡Serpientes! ¡Mira las serpientes! Al oeste, olvidado, el sol yacía a unos centímetros tan sólo sobre el mar. Los rostros estaban iluminados de rojo desde abajo. Piggy tropezó en una roca y a ella se agarró con ambas manos. —El chico con la mancha en la... cara... ¿dónde está... ahora? Yo no le veo. Los muchachos se miraron unos a otros atemorizados, incrédulos. —...¿dónde está ahora? Ralph murmuró la respuesta como avergonzado: —A lo mejor volvió hacia el... el... Abajo, en el lado hostil de la montaña, seguía el redoble de tambores. Jack se había doblado materialmente. Estaba en la posición de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centímetros de la húmeda tierra. Encima, los troncos de los árboles y las trepadoras que los envolvían se fundían en un verde crepúsculo diez metros más arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media pezuña. Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar. Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo. Jack se encogió aún más, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bas- tante más larga que cuando cayeron sobre la isla, tenía Jack se había doblado materialmente. Estaba en la posición de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centímetros de la húmeda tierra. Encima, los troncos de los árboles y las trepadoras que los envolvían se fundían en un verde crepúsculo diez metros más arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media pezuña. Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar. Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo. Jack se encogió aún más, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bas- tante más larga que cuando cayeron sobre la isla, teníaJack se había doblado materialmente. Estaba en la posición de un corredor preparado para la salida, con la nariz a muy pocos centímetros de la húmeda tierra. Encima, los troncos de los árboles y las trepadoras que los envolvían se fundían en un verde crepúsculo diez metros más arriba; la maleza lo dominaba todo. Se veía tan sólo el ligero indicio de una senda: en ella, una rama partida y lo que podría ser la huella de media pezuña. Inclinó la barbilla y observó aquellas señales como si pudiese hacerlas hablar. Después, rastreando como un perro, a duras penas, aunque sin ceder a la incomodidad, avanzó a cuatro patas un par de metros, y se detuvo. En el lazo de una trepadora, un zarcillo pendía de un nudo. El zarcillo brillaba por el lado interior; evidentemente, cuando los cerdos atravesaban el lazo de la trepadora rozaban con su hirsuta piel el zarcillo. Jack se encogió aún más, con aquel indicio junto a la cara, y trató de penetrar con la mirada en la semioscuridad de la maleza que tenía enfrente. Su cabellera rubia, bas- tante más larga que cuando cayeron sobre la isla, tenía ahora un tono más claro, y su espalda, desnuda, era un manchón de pecas oscuras y quemaduras del sol despelle- jadas. Con su mano derecha asía un palo de más de metro y medio de largo, de punta aguzada, y no llevaba más ropa que un par de pantalones andrajosos sostenidos por la correa de su cuchillo. Cerró los ojos, alzó la cabeza y aspiró suavemente por la nariz, buscando información en la corriente de aire cálido. Estaban inmóviles, él y el bosque. Por fin expulsó con fuerza el aire de sus pulmones y abrió los ojos. Eran de un azul brillante, y ahora parecían a punto de saltarle, enfurecidos por el fracaso. Se pasó la lengua por los labios secos y nuevamente su mirada trató de penetrar en el mudo bosque. Después volvió a deslizarse hacia adelante, serpenteando para abrirse paso. El silencio del bosque era aún más abrumador que el calor, y a aquella hora del día ni siquiera se oía el zumbido de los insectos. El silencio no se rompió hasta que el propio Jack espantó de su tosco nido de palos a un llamativo pájaro; su grito agudo desencadenó una sucesión de ecos que parecían venir del abismo de los tiempos. Jack no pudo evitar un estremecimiento ante aquel grito, y su respiración, sorprendida, sonó como un gemido; por un momento dejó de ser cazador para convertirse en un ser furtivo, como un simio entre la maraña de árboles. El sendero y el fracaso volvieron a reclamarle y rastreó ansiosamente el terreno. Junto a un gran árbol, de cuyo tronco gris surgían flores de un color pálido, se detuvo una vez más, cerró los ojos e inhaló de nuevo el aire cálido; pero esta vez, entrecortada la respiración y casi lívido, hubo de esperar unos instantes hasta recuperar la animación de la sangre. Pasó como una sombra bajo la oscuridad del árbol y se inclinó, observando el trillado terreno a sus pies. Las deyecciones aún estaban cálidas; amontonadas sobre la tierra revuelta. Eran blandas, de un color verde aceitunado y desprendían vapor. Jack alzó la cabeza y se quedó observando la masa impenetrable de trepadoras que se atravesaban en la senda. Levantó la lanza v se arrastró hacia adelante. Pasadas las trepadoras, la senda venía a unirse a un paso que por su anchura y lo trillado era ya un verdadero camino. Las frecuentes pisadas habían endurecido el suelo y Jack, al ponerse de pie, oyó que algo se movía. Giró el brazo derecho hacia atrás y lanzó el arma con todas sus fuerzas. Del camino llegó un fuerte y rápido patear de pezuñas, un sonido de castañuelas; seductor, enloquecedor: era la promesa de carne. Saltó fuera de la maleza y se precipitó hacia su lanza. El ritmo de las pisadas de los cerdos fue apagándose en la lejanía. Jack se quedó allí parado, empapado en sudor, manchado de barro oscuro y sucio por las vicisitudes de todo un día de caza. Maldiciendo, se apartó del sendero y se abrió paso hasta llegar al lugar donde el bosque empezaba a aclarar y desde donde se veían coronas de palmeras plumosas y árboles de un gris claro, que sucedían a los desnudos troncos y el oscuro techo del interior. Tras los troncos grises se hallaba el resplandor del mar y se oían voces. Ralph estaba junto a un precario armazón de tallos y hojas de palmeras, un tosco refugio, de cara a la laguna, que parecía a punto de derrumbarse. No advirtió que Jack le hablaba. Calló durante un momento y ambos dominaron su enfado. Entonces pasó a un nuevo tema, menos peligroso. —Te has dado cuenta, ¿no? Jack soltó la lanza y se sentó en cuclillas. —¿Que si me he dado cuenta de qué? —De que tienen miedo. Giró el cuerpo y observó el rostro violento y sucio de Jack. —Quiero decir de lo que pasa. Tienen pesadillas Se les puede oír. ¿No te han despertado nunca por la noche? Jack sacudió la cabeza. —Hablan y gritan. Los más pequeños. Y también algunos de los otros. Como si... —Como si ésta no fuese una isla estupenda. Sorprendidos por la interrupción, alzaron los ojos y vieron la seria faz de Simón. —Como si —dijo Simón— la bestia, la bestia o la serpiente, fuese de verdad. ¿Os acordáis? Los dos chicos mayores se estremecieron al escuchar aquella palabra vergonzosa. Ya no se mentaban las serpientes, eran algo que ya no se podía nombrar. —Como si esta no fuese una isla estupenda —dijo Ralph lentamente—. Sí, es verdad. Jack se sentó y estiró las piernas. —Están chiflados. —Como chivas. ¿Te acuerdas cuando fuimos a explorar? Sonrieron al recordar el hechizo del primer día. Ralph continuó: —Así que necesitamos refugios que sean como un... —Hogar. —Eso es. Jack encogió las piernas, rodeó las rodillas con las manos y frunció el ceño, en un esfuerzo por lograr claridad. —De todas formas... en la selva. Quiero decir, cuando sales a cazar... cuando vas por fruta no, desde luego..., pero cuando sales por tu cuenta... Hizo una pausa, sin estar seguro de que Ralph le tomara en serio. —Sigue. —Si sales a cazar, a veces te sientes sin querer... Se le encendió de repente el rostro. —No significaba nada, desde luego. Es sólo la impresión. Pero llegas a pensar que no estás persiguiendo la caza, sino que... te están cazando a tí; como si en la jungla siempre hubiese algo detrás de ti. Se quedaron de nuevo callados: Simón, atento, Ralph, incrédulo y ligeramente disgustado. Se incorporó, frotándose un hombro con una mano sucia. —Pues no sé que decirte. Jack se puso en pie de un salto y empezó a hablar muy deprisa. —Así es como te puedes sentir en el bosque. Desde luego, no significa nada. Sólo que..., que... Dio unos cuantos pasos ligeros hacia la playa; después, volvió. —Sólo que sé lo que sienten. ¿Sabes? Eso es todo. —Lo mejor que podíamos hacer es conseguir que nos rescaten. Jack tuvo que pararse a pensar unos instantes para recordar lo que significaba «rescate». —¿Rescate? ¡Sí, desde luego! De todos modos, primero me gustaría atrapar un cerdo... Asió la lanza y la clavó en el suelo. Le volvió a los ojos aquella mirada opaca y dura. Ralph le miró con disgusto a través de la melena rubia. —Con tal que tus cazadores se acuerden de la hoguera... —¡Tú y tu hoguera! Los dos muchachos bajaron saltando a la playa y, volviéndose cuando llegaron al borde del agua, dirigieron la vista hacia la montaña rosa. El hilo de humo dibujaba una blanca línea de tiza en el limpio azul del cielo, temblaba en lo alto y desaparecía. Ralph frunció el ceño. —Me gustaría saber hasta qué distancia se puede ver eso. —A muchos kilómetros. —No hacemos bastante humo. La base del hilo, como si hubiese advertido sus miradas, se espesó hasta ser una mancha clara que trepaba por la débil columna. —Han echado ramas verdes —murmuró Ralph—. ¿Será que.,.? —entornó los ojos y giró para examinar todo el horizonte. —¡Ya está! Jack había gritado tan fuerte que Ralph dio un salto. —¿Qué? ¿Dónde? ¿Es un barco? Pero Jack señalaba hacia los altos desfiladeros que descendían desde la montaña a la parte más llana de la isla. —¡Claro! Ahí se deben esconder... tiene que ser eso; cuando e! sol calienta demasiado... Ralph observó asombrado aquel excitado rostro. —...suben muy alto. Hacia arriba y a la sombra, descansando cuando hace calor, como las vacas en casa... —¡Creí que habías visto un barco! —Podríamos acercarnos a uno sin que lo notase..., con las caras pintadas para que no nos viesen..., quizá rodearles y luego... La indignación acabó con la paciencia de Ralph. —¡Te estaba hablando del humo! ¿Es que no quieres que nos rescaten? ¡No sabes más que hablar de cerdos, cerdos y cerdos! —¡Es que queremos carne! —Y me paso todo el día trabajando sin nadie más que Simón y vuelves y ni te fijas en las cabañas. —-Yo también he estado trabajando... —¡Pero eso te gusta! —gritó Ralph—. ¡Quieres cazar! Mientras que yo... Se enfrentaron en Ja brillante playa, asombrados ante aquel choque de sentimientos. Ralph fue el primero en desviar la mirada, fingiendo interés por un grupo de pequeños en la arena. Del otro lado de la plataforma llegó el griterío de los cazadores nadando en la poza. En un extremo de la plataforma estaba Piggy, tendido boca abajo, observando el agua resplandeciente. —La gente nunca ayuda mucho. Quería manifestar que la gente nunca resultaba ser del todo como uno se imagina que es. —Simon sí ayuda —señaló hacia los refugios—. Todos los demás salieron corriendo. El ha hecho tanto como yo..., sólo que... —Siempre se puede contar con Simón. Ralph se volvió hacia los refugios, con Jack a su lado. —Te ayudaré un poco —dijo Jack entre dientes— antes de bañarme. ' —No te molestes. Pero cuando llegaron a los refugios no encontraron a Simón por ninguna parte. Ralph se asomó al agujero, retrocedió y se volvió a Jack. —Se ha largado. —Se hartaría —dijo Jack y se fue a bañar. Ralph frunció el ceño. arbustos, pasaron sobre los verdes capullos de cera, se acercaron al dosel y la oscuridad creció bajo los árboles. Al decaer la luz se apagaron los atrevidos colores y fueron debilitándose el calor y la animación. Los capullos de cera se agitaron. Sus verdes sépalos se abrieron ligeramente y las blancas puntas de las flores asomaron suavemente para recibir el aire exterior. Ahora la luz del sol había abandonado el claro de la jungla y se retiraba del cielo. Cayó la oscuridad sumergiendo los espacios entre los árboles, hasta que éstos se volvieron tan opacos y extraños como las profundidades del mar. Las velas de cera abrieron sus amplias flores blancas, que brillaron bajo las punzadas de luz de las primeras estrellas. Su aroma se esparció por el aire y se apoderó de la isla. El primer ritmo al que se acostumbraron fue el lento tránsito desde el amanecer hasta el brusco ocaso. Aceptaron los placeres de la mañana —el sol brillante, el mar dominador y la dulzura del aire— como las horas agradables para los juegos, durante los cuales la vida estaba tan repleta que no hacían falta esperanzas, y por ello se olvidaban. Al acercarse el mediodía, cuando la inundación de luz caía casi verticalmente, los intensos colores matinales se suavizaban en tonos perlas y opalescentes; y el calor —como si la inminente altura del sol le diese impulso— se convertía en un azote, que trataban de esquivar corriendo a tenderse a la sombra, y hasta durmiendo. Extrañas cosas ocurrían al mediodía. El brillante mar se alzaba, se escindía en planos de absoluta imposibilidad; el arrecife de coral y las escasas y raquíticas palmeras que se sostenían en sus relieves más altos, flotaban hacia el cielo, temblaban, se desgarraban, resbalaban como gotas de lluvia sobre un alambre o se multiplicaban como en una fantástica sucesión de espejos. A veces surgía tierra allí donde no la había y estallaba como una burbuja ante la mirada de los muchachos. Piggy calificaba todo aquello sabiamente como «espejismos»; y como ninguno de los muchachos podría haberse acercado ni tan siquiera al arrecife, ya que habrían de atravesar el estrecho de agua donde les aguardaban las dentelladas de los tiburones, se acostumbraron a aquellos misterios y los ignoraban, como tampoco hacían caso de las milagrosas, de las vibrantes estrellas. Al mediodía los espejismos se fundían con el cielo y desde allí, el sol, como un ojo iracundo, lanzaba sus miradas. Después, al acercarse la tarde, las fantasías se de- bilitaban y con el descenso del sol el horizonte se volvía llano, azul y recortado. Eran nuevas horas de relativo frescor, aunque siempre amenazadas por la llegada de la noche. Cuando el sol se hundía, la oscuridad caía sobre la isla como un exterminador y los refugios se llenaban en seguida de inquietud, bajo las lejanas estrellas. Sin embargo, la tradición de la Europa del Norte: trabajo, recreo y comida a lo largo del día, les impedía adaptarse por completo a este nuevo ritmo. El pequeño Percival, al poco tiempo de la llegada, se había, arrastrado hasta uno de los refugios, donde permaneció dos días, hablando, cantando y llorando, con lo que todos creyeron que se había trastornado, cosa que les pareció en cierto modo divertida. Desde entonces se le veía enfermizo, ojeroso y triste: un pequeño que jugaba poco y lloraba a menudo. A los más jóvenes se les conocía ahora por el nombre genérico de «los peques». La disminución en tamaño, desde Ralph hacia abajo, era gradual; y aunque había una región dudosa habitada por Simon, Robert y Maurice, nadie, sin embargo, encontraba la menor dificultad para distinguir a los grandes en un extremo y a los peques en el otro. Los indudablemente «peques» —los que tenían alrededor de los seis años— vivían su propia vida, muy diferente, pero también muy activa. Se pasaban la mayor parte del día comiendo, cogiendo la fruta de los lugares que estaban a su alcance, sin demasiados escrúpulos en cuanto a madurez y calidad. Se habían acostumbrado ya a los dolores de estómago y a una especie de diarrea crónica. Sufrían terrores indecibles en la oscuridad y se acurrucaban los unos contra los otros en busca de alivio. Además de comer y dormir, encontraban tiempo para sus juegos, absurdos y triviales, sobre la blanca arena junto al agua brillante. Lloraban por sus madres mucho menos de lo que podía haberse esperado; estaban muy morenos y asquerosamente sucios. Obedecían a las llamadas de la caracola, en parte porque era Ralph quien llamaba y tenía los años suficientes para enlazar con el mundo adulto de la autoridad, y en parte porque les divertía el espectáculo de las asambleas. Pero aparte de esto, rara vez se ocupaban de los mayores, y su apasionada vida emocional y gregaria era algo que sólo a ellos pertenecía. Habían construido castillos en la arena, junto a la barra del riachuelo. Estos castillos tenían como un pie de altura y estaban adornados con conchas, flores marchitas y piedras curiosas. Alrededor de los castillos crearon un complejo sistema de señales, caminos, tapias y líneas ferroviarias que sólo tenían sentido si se las observaba con la vista a ras del suelo. Allí jugaban los peques, si no completamente felices, al menos con absorta atención; y a menudo grupos de hasta tres se unían en un mismo juego. En este momento tres de ellos jugaban en aquel lugar. Henry era el mayor. Y era también pariente lejano de aquel otro chico de la mancha en el rostro a quien nadie había vuelto a ver desde la tarde del gran incendio; pero no tenía los años suficientes para comprender bien lo sucedido, y si alguien le hubiese dicho que el otro niño se había vuelto a su casa en avión lo habría aceptado sin queja o duda. En cierto modo Henry hacía de jefe esa tarde, pues los otros dos, Percival y Johnny, eran los más pequeños de la isla. Percival, de pelo parduzco, nunca había sido muy guapo, ni siquiera para su propia madre. Johnny, un niño rubio, bien formado, era de una belicosidad innata. Ahora se comportaba dócilmente porque estaba interesado en el juego; y los tres niños, arrodillados en la arena, se encontraban en completa paz. Roger y Maurice salieron del bosque. Su turno ante la hoguera había terminado y bajaban ahora a nadar. Roger, que iba delante, pasó a través de los castillos; los derrumbó a patadas, enterró las flores y esparció las piedras escogidas con tanto cuidado. Le siguió Maurice, riendo y aumentando la devastación. Los tres peques abandonaron su juego y alzaron los ojos. Pero ocurrió que las señales que les tenían ocupados en ese momento no habían sufrido daño, de modo que no protestaron. Percival fue el único que empezó a sollozar, por la arena que se le había metido en los ojos, y Maurice optó por alejarse rápidamente. En su otra vida, Maurice habría sido castigado por llenar de arena unos ojos más jóvenes que los suyos. Ahora, aunque no se encontraba presente ningún padre que dejase caer sobre él una mano airada, sintió de todos modos la desazón del delito. Empezaron a conformarse en los repliegues de su mente los esbozos inseguros de una excusa. Murmuró algo acerca de un baño y se alejó a rápidos saltos. Roger se quedó atrás observando a los pequeños. No parecía más bronceado por el sol que el día en que cayeron en la isla, pero las greñas de pelo negro, que le cubrían la nuca y le ocultaban la frente, parecían complementar su cara triste y transformaban en algo temible lo que antes había parecido una insociable altanería. Percival dejó de sollozar y volvió a sus juegos, pues las lágrimas le habían librado de la arena. Johnny le miró con ojos de un azul porcelana; luego comenzó a arrojar al aire una lluvia de arena y pronto empezó de nuevo el lloriqueo de Percival. Cuando Henry se cansó de jugar y comenzó a vagar por la playa, Roger le siguió, caminando tranquilamente bajo las palmeras en la misma dirección. Henry marchaba a cierta distancia de las palmeras y la sombra porque aún era demasiado joven para protegerse del sol. Bajó hasta la playa y se entretuvo jugando al borde del agua. Contorsionó el cuerpo en su necesidad de expresarse: —...como las polillas en el tronco de un árbol. Roger comprendió y asintió con seriedad. Los mellizos se acercaron a Jack y empezaron a protestar tímidamente por alguna razón. Jack les apartó con la mano. —A callar. Se frotó con la barra de carbón entre las manchas rojas y blancas de su cara. —No. Vosotros dos vais a venir conmigo. Contempló el reflejo de su rostro y no pareció quedar muy contento. Se agachó, tomó con ambas manos agua tibia y se restregó la cara. Reaparecieron sus pecas y las cejas rubias. Roger sonrió sin querer. —Vaya una pinta que tienes. Jack estudió detalladamente un nuevo rostro. Coloreó de blanco una mejilla y la cuenca de un ojo; después frotó de rojo la otra mitad de la cara y con el carbón trazó una raya desde la oreja derecha hasta la mandíbula izquierda. Buscó su imagen en la laguna, pero enturbiaba el espejo con la respiración. —Samyeric. Traedme un coco, uno vacío. Se arrodilló sosteniendo el cuenco de agua. Un círculo de sol cayó sobre su rostro y en el fondo del agua apareció un resplandor. Miró con asombro, no a su propia cara, sino a la de un temible extraño. Derramó el agua y de un salto se puso en pie riendo con excitación. Junto a la laguna, su espigado cuerpo sostenía una máscara que atrajo hacia sí las miradas de los otros y les atemorizó. Empezó a danzar y su risa se convirtió en gruñidos sedientos de sangre. Brincó hacia Bill, y la máscara apareció como algo con vida propia tras la cual se escondía Jack, liberado de vergüenza y responsabilidad. Aquel rostro rojo, blanco y negro saltó en el aire y bailó hacia Bill, el cual se enderezó de un salto, riendo, pero de repente enmudeció y se alejó tropezando entre los mato- rrales. Jack se precipitó hacia los mellizos. —Los otros se están poniendo ya en fila. ¡Vamos! —Pero... —...nosotros... —¡Vámonos! Yo me acercaré a gatas y le apuñalaré... La máscara les forzaba a obedecer. Ralph salió de la poza y, brincando, cruzó la playa y fue a sentarse bajo la sombra de las palmeras. Tenía el pelo pegado sobre las cejas y se lo echó hacia atrás. Simón flotaba en el agua, que agitaba con sus pies, y Maurice se ensayaba en bucear. Piggy vagaba de un lado a otro, recogiendo cosas sin ningún propósito para deshacerse luego de ellas. Los breves estanques que se formaban entre las rocas le fascinaban, pero habían sido ya cubiertos por la marea y no tenía nada en que interesarse hasta que la marea bajase de nuevo. Al cabo de un rato, viendo a Ralph bajo las palmeras, fue a sentarse junto a él. Piggy vestía los restos de unos pantalones cortos; su cuerpo regordete estaba tostado por el sol y sus gafas seguían lanzado destellos cada vez que miraba algo. Era el único muchacho en la isla cuyo pelo no parecía crecer jamás. Todos los demás tenían la cabeza poblada de greñas, pero el pelo de Piggy se repartía en finos mechones sobre su cabeza como si la calvicie fuese su estado natural y aquella cubierta rala estuviese a punto de desaparecer igual que el vello de las astas de un cervatillo. —He estado pensado —dijo— en un reloj. Podíamos hacer un reloj de sol. Se podía hacer con un palo en la arena, y luego... El esfuerzo para expresar el proceso matemático correspondiente resultó demasiado duro. Se limitó a dar unos pasos. —Y un avión y un televisor —dijo Ralph con amargura— y una máquina de vapor. Piggy negó con la cabeza. —Para eso se necesita mucho metal —dijo—, y no tenemos nada de metal. Pero sí que tenemos un palo. Ralph se volvió y tuvo que sonreír. Piggy era un pelma; su gordura, su asma y sus ideas prácticas resultaban aburridísimas. Pero siempre producía cierto placer tomarle el pelo, aunque se hiciese sin querer. Piggy advirtió la sonrisa y, equivocadamente, la tomó como señal de simpatía. Se había extendido entre los mayores de manera tácita la idea de que Piggy no era uno de los suyos, no sólo por su forma de hablar, que en realidad no importaba, sino por su gordura, el asma y las gafas y una cierta aversión hacia el trabajo manual. Ahora, al ver que Ralph sonreía por algo que él había dicho, se alegró y trató de sacar ventaja. —Tenemos muchos palos. Podríamos tener cada uno nuestro reloj de sol. Así sabríamos la hora que es. —Pues sí que nos ayudaría eso mucho. —Tú mismo dijiste que debíamos hacer cosas. Para que vengan a rescatarnos. —Anda, cierra la boca. De un salto, Ralph se puso en pie y corrió hacia la poza, en el preciso momento en que Maurice se tiraba torpemente al agua. Se alegró al encontrar la ocasión de cambiar de tema. Cuando Maurice salió a la superficie, gritó: —¡Has caído de barriga! ¡Has caído de barriga! Maurice sonrió con la mirada a Ralph, que se deslizó en el agua con destreza. De todos los muchachos, era él quien se sentía más a sus anchas allá dentro; pero aquel día, molesto por la mención del rescate, la inútil y estúpida mención del rescate, ni siquiera las verdes profundidades del agua ni el dorado sol, roto en ella en pedazos, podían ofrecerle bálsamo alguno. En vez de quedarse allí a jugar, nadó con seguras brazadas por debajo de Simón y salió a gatas por el otro lado de la poza para tumbarse allí, brillante y húmedo como una foca. Piggy, siempre inoportuno, se levantó y fue a su lado, por lo que Ralph dio media vuelta y fingió, boca abajo, no verle. Los espejismos habían desaparecido y con tristeza su mirada recorrió la línea azul y tensa del horizonte. Se levantó de un salto repentino y gritó: —¡Humo! ¡Humo! Simón, aún dentro de la poza, intentó incorporarse y se tragó una bocanada de agua. Maurice, que estaba a punto de lanzarse al agua, retrocedió y salió corriendo hacia la plataforma, pero finalmente dio la vuelta y se dirigió hacia la hierba bajo las palmeras. Allí trató de ponerse los andrajosos pantalones, a fin de estar listo para cualquier eventualidad. Ralph, en pie, se sujetaba el pelo con una mano mientras mantenía la otra firmemente cerrada. Simón se disponía a salir del agua. Piggy se limpiaba las gafas con los pantalones y entornaba los ojos dirigiendo la mirada al mar. Maurice había metido ambas piernas en una misma pernera. Ralph era el único de los muchachos que no se movía. —No veo ningún humo —dijo Piggy con incredulidad—. No veo ningún humo, Ralph, ¿dónde está? Ralph no dijo nada. Mantenía ahora sus dos puños sobre la frente para apartar de los ojos el pelo. Se inclinaba hacia delante; ya la sal comenzaba a blanquear su cuerpo. —Ralph... ¿dónde está el barco? Miró hacia abajo, por el lado hostil de la montaña. Piggy llegaba jadeando y lloriqueando como uno de los pequeños. Ralph cerró los puños y enrojeció. No nece- sitaba señalar, ya lo hacían por él la intensidad de su mirada y la amargura de su voz. —Ahí están. A lo lejos, abajo, entre las piedras y los guijarros rosados junto a la orilla, aparecía una procesión. Algunos de los muchachos llevaban gorras negras, pero iban casi desnudos. Cuando llegaban a un punto menos escabroso todos alzaban los palos a la vez. Cantaban algo referente al bulto que los inseguros mellizos llevaban con tanto cuidado. Ralph distinguió fácilmente a Jack, incluso a aquella distancia: alto, pelirrojo y, como siempre, a la cabeza de la procesión. La mirada de Simón iba ahora de Ralph a Jack, como antes pasara de Ralph al horizonte, y lo que vio pareció atemorizarle. Ralph no volvió a decir nada; aguardaba mientras la procesión se iba acercando. Oían la cantinela, pero desde aquella distancia no llegaban las palabras. Los mellizos caminaban detrás de Jack, cargando sobre sus hombros una gran estaca. El cuerpo destripado de un cerdo se balanceaba pesadamente en la estaca mientras los mellizos caminaban con gran esfuerzo por el escabroso terreno. La cabeza del cerdo colgaba del hendido cuello y parecía buscar algo en la tierra. Las palabras del canto flotaron por fin hasta ellos, a través de la cárcava cubierta de maderas ennegrecidas y cenizas. —Mata al jabalí. Córtale el cuello. Derrama su sangre. Pero cuando las palabras se hicieron perceptibles la procesión había llegado ya a la parte más empinada de la montaña y muy poco después se desvaneció la cantinela. Piggy lloriqueaba y Simón se apresuró a mandarle callar, como si hubiese alzado la voz en una iglesia. Jack, con el rostro embadurnado de diversos colores, fue el primero en alcanzar la cima y saludó, excitado, a Ralph con la lanza alzada al aire. —¡Mira! Hemos matado un jabalí... le sorprendimos... formamos un círculo... Los cazadores interrumpieron a voces: —Formamos un círculo... —Nos arrastramos... —El jabalí empezó a chillar... Los mellizos permanecieron quietos, sosteniendo al cerdo que se balanceaba entre ambos y goteaba negros grumos sobre la roca. Parecían compartir una misma sonrisa amplia y extasiada. Jack tenía demasiadas cosas que contarle a Ralph, y todas a la vez. Pero, en lugar de hacerlo, dio un par de saltos de alegría, hasta acordarse de su dignidad; se paró con una alegre sonrisa. Al fijarse en la sangre que cubría sus manos hizo un gesto de desagrado y buscó algo para limpiarlas. Las frotó en sus pantalones y rió. —Habéis dejado que se apague el fuego —dijo Ralph. Jack se quedó cortado, irritado ligeramente por aquella tontería, pero demasiado contento para preocuparse mucho. —Ya lo encenderemos luego. Oye, Ralph, debías haber venido con nosotros. Pasamos un rato estupendo. Tumbó a los mellizos... —Le dimos al jabalí... —...Yo caí encima... —Yo le corté el cuello —dijo Jack, con orgullo, pero todavía estremeciéndose al decirlo. —Ralph, ¿me prestas el tuyo para hacer una muesca en el puño? Los muchachos charlaban y danzaban. Los mellizos seguían sonriendo. —Había sangre por todas partes —dijo Jack riendo estremecido—. Deberías haberlo visto. —Iremos de caza todos los días... Volvió a hablar Ralph, con voz enronquecida. No se había movido. —Habéis dejado que se apague el fuego. La insistencia incomodó a Jack. Miró a los mellizos y luego de nuevo a Ralph. —Les necesitábamos para la caza —dijo—, no hubiéramos sido bastantes para formar el círculo. Se turbó al reconocer su falta. —El fuego sólo ha estado apagado una hora o dos. Podemos encenderlo otra vez... Advirtió la erosionada desnudez de Ralph y el sombrío silencio de los cuatro. Su alegría le hacía sentir un generoso deseo de hacerles compartir lo que había sucedido. Su mente estaba llena de recuerdos: los recuerdos de la revelación al acorralar a aquel jabalí combativo; la revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntad, de haberle arrancado la vida, con la satisfacción de quien sacia una larga sed. Abrió los brazos: —¡Tenías que haber visto la sangre! Los cazadores estaban ahora más silenciosos, pero al oír .aquello hubo un nuevo susurro. Ralph se echó el pelo hacia atrás. Señaló el vacío horizonte con un brazo. Habló con voz alta y violenta, y su impacto obligó al silencio. —Ha pasado un barco. Jack, enfrentado de repente con tantas terribles implicaciones, trató de esquivarlas. Puso una mano sobre el cerdo y sacó su cuchillo. Ralph bajó el brazo, cerrado el puño, y le tembló la voz: —Vimos un barco allá afuera. ¡Dijiste que te ocuparías de tener la hoguera encendida y has dejado que se apague! Dio un paso hacia Jack, que se volvió y se enfrentó con él. —Podrían habernos visto. Nos podríamos haber ido a casa... Aquello era demasiado amargo para Piggy, que ante el dolor de lo perdido, olvidó su timidez. Empezó a gritar con voz aguda: —¡Tú y tu sangre, Jack Merridew! ¡Tú y tu caza! Nos podríamos haber ido a casa... Ralph apartó a Piggy de un empujón. —Yo era el jefe, y vosotros ibais a hacer lo que yo dijese. Tú, mucho hablar; pero ni siquiera sois capaces de construir unas cabañas... luego os vais por ahí a cazar y dejáis que se apague el fuego... Se dio la vuelta, silencioso unos instantes. Después volvió a oírse su voz emocionada: —Vimos un barco... Uno de los cazadores más jóvenes comenzó a sollozar. La triste realidad comenzaba a invadirles a todos. Jack se puso rojo mientras hundía en el jabalí el cuchillo. —Era demasiado trabajo. Necesitábamos a todos. Ralph se adelantó. —Te podías haber llevado a todos cuando acabásemos los refugios. Pero tú tenías que cazar... —Necesitábamos carne. Jack se irguió al decir aquello, con su cuchillo ensangrentado en la mano. Los dos muchachos se miraron cara a cara. Allí estaba el mundo deslumbrante de la caza, la táctica, la destreza y la alegría salvaje; y allí estaba también el mundo de las añoranzas y el sentido común desconcertado. Jack se pasó el cuchillo a la mano izquierda y se manchó de sangre la frente al apartarse el pelo pegajoso. Piggy empezó de nuevo: Piggy, aislado en un mar de colores sin sentido, se colocó detrás de Ralph, mientras éste se arrodillaba para enfocar el brillante punto. En cuanto se encendió la hoguera, Piggy alargó sus manos y asió las gafas. Ante aquellas flores violetas, rojas y amarillas, tan maravillosamente atractivas, se derritió todo resto de aspereza. Se transformaron en un círculo de muchachos al- rededor de la fogata en un campamento, y hasta Piggy y Ralph sintieron su atractivo. Pronto salieron algunos muchachos cuesta abajo en busca de más leña, mientras Jack se encargaba de descuartizar el cerdo. Intentaron sostener la res entera sobre el fuego, colgada de una estaca, pero esta ardió antes de que el cerdo se asara. Acabaron por cortar trozos de carne y mantenerlos sobre las llamas atravesados con palos, y aun así los muchachos se asaban casi tanto como la carne. A Ralph se le hacía la boca agua. Tenía toda la intención de rehusar la carne, pero su pobre régimen de fruta y nueces, con algún que otro cangrejo o pescado, le instaba a no oponer ninguna resistencia. Aceptó un trozo medio crudo de carne y lo devoró como un lobo. Piggy, no menos deseoso que Ralph, exclamó: —¿Es que a mí no me vais a dar? Jack había pensado dejarle en la duda, como una muestra de su autoridad, pero Piggy, al anunciarle la omisión, hacía necesaria una crueldad mayor. —Tú no cazaste. —Ni tampoco Ralph —dijo Piggy quejoso—, ni Simón. Luego, añadió: —No hay ni media pizca de carne en un cangrejo. Ralph se movió disgustado. Simón, sentado entre los mellizos y Piggy, se limpió la boca y deslizó su trozo de carne sobre las rocas, junto a Piggy, que se abalanzó sobre él. Los mellizos se rieron y Simón agachó la cabeza sonrojado. Jack se puso entonces en pie de un salto, cortó otro gran trozo de carne y lo arrojó a los pies de Simón. —¡Come! ¡Maldito seas! Miró furibundo a Simón. —¡Cógelo! Giró sobre sus talones; era el centro de un círculo de asombrados muchachos. —¡He traído carne para todos! Un sinfín de inexpresables frustraciones se unieron para dar a su furia una fuerza elemental y avasalladora. —Me pinté la cara..., me acerqué hasta ellos. Ahora coméis... todos... y yo... Lentamente, el silencio en la montaña se fue haciendo tan profundo que los chasquidos de la leña y el suave chisporroteo de la carne al fuego se oían con claridad. Jack miró en torno suyo en busca de comprensión, pero tan sólo encontró respeto. Ralph, con las manos repletas de carne, permanecía de pie sobre las cenizas de la antigua hoguera, silencioso. Por fin, Maurice rompió el silencio. Pasó al único tema capaz de reunir de nuevo a la mayoría de los muchachos. —¿Dónde encontrasteis el jabalí? Roger señaló hacia el lado hostil. —Estaban allí..., junto al mar. Jack, que había recobrado la tranquilidad, no podía soportar que alguien relatase su propia hazaña. Le interrumpió rápido: —Nos fuimos cada uno por un lado. Yo me acerqué a gatas. Ninguna de las lanzas se le quedaba clavada porque no llevaban puntas. Se escapó con un ruido espantoso ... —Luego se volvió y se metió en el círculo; estaba sangrando... Todos hablaban a la vez, con alivio y animación. —Le acorralamos... El primer golpe le había paralizado sus cuartos traseros y por eso les resultó fácil a los muchachos cerrar el círculo, acercarse y golpearle una y otra vez... —Yo le atravesé la garganta... Los mellizos, que aún compartían su idéntica sonrisa, saltaron y comenzaron a correr en redondo uno tras el otro. Los demás se unieron a ellos, imitando los quejidos del cerdo moribundo y gritando: —¡Dale uno en el cogote! —¡Un buen estacazo! Después Maurice, imitando al cerdo, corrió gruñendo hasta el centro; los cazadores, aún en círculo, fingieron golpearle. Cantaban a la vez que bailaban. —¡Mata al jabalí! ¡Córtale el cuello! ¡Pártele el cráneo! Ralph les contemplaba con envidia y resentimiento. No dijo nada hasta que decayó la animación y se apagó el canto. —Voy a convocar una asamblea. Uno a uno fueron calmándose todos y se quedaron mi- rándole. —Con la caracola. Voy a convocar una reunión, aunque tenga que durar hasta la noche. Abajo, en la plataforma. En cuanto la haga sonar. Ahora mismo. Dio la vuelta y se alejó montaña abajo. La marea subía y sólo quedaba una estrecha faja de playa firme entre el agua y el área blanca y pedregosa que bordeaba la terraza de palmeras. Ralph escogió la playa firme como camino porque necesitaba pensar, y aquél era el único lugar donde sus pies podían moverse libremente sin tener él que vigilarlos. De súbito, al pasar junto al agua, se sintió sobrecogido. Advirtió que al fin se explicaba por qué era tan desalentadora aquella vida, en la que cada camino resultaba una improvisación y había que gastar la mayor parte del tiempo en vigilar cada paso que uno daba. Se detuvo frente a la faja de playa, y, al recordar el entusiasmo de la primera exploración, que ahora parecía pertenecer a una niñez más risueña, sonrió con ironía. Dio media vuelta y caminó hacia la plataforma con el sol en el rostro. Había llegado la hora de la asamblea y mientras se adentraba en las cegadoras maravillas de la luz del sol, repasó detalladamente cada punto de su discurso. No había lugar para equívocos de ninguna clase ni para escapadas tras imaginarias... Se perdió en un laberinto de pensamientos que resultaban oscuros por no acertar a expresarlos con palabras. Molesto, lo intentó de nuevo. Esa reunión debía ser cosa seria, nada de juegos. Decidido, caminó más deprisa, captando a la vez lo urgente del asunto, el ocaso del sol y la ligera brisa que su precipitado paso levantaba en torno suyo. Aquel vientecillo le apretaba la camisa gris contra el pecho y le hizo advertir —gracias a aquella nueva lucidez de su mente— la desagradable rigidez de los pliegues, tiesos como el cartón. También se fijó en los bordes raídos de los pantalones, cuyo roce estaba formando una zona rosa y molesta en sus muslos. Con una convulsión de la mente, Ralph halló suciedad y podredumbre por doquier; comprendió lo mucho que le desagradaba tener que apartarse continuamente de los ojos los cabellos enmarañados y descansar, cuando por fin el sol desaparecía, envuelto en hojas secas y ruidosas. Pensando en todo aquello, echó a correr. La playa, junto a la poza, aparecía salpicada de grupos de muchachos que aguardaban el comienzo de la reunión. Le abrieron paso en silencio, conscientes todos ellos de su malhumor y de la torpeza cometida con la hoguera. El lugar de la asamblea donde él estaba añora tenía más o menos la forma de un triángulo, pero irregular y tosco como todo lo que hacían en la isla. Estaba en primer lugar el tronco sobre el cual él se sentaba: un árbol muerto que debía de haber tenido un tamaño extraordinario para aquella plataforma. Quizá llegase hasta allí arrastrado por una —He estado andando por ahí. Me quedé solo para pensar en nuestros problemas. Y ahora sé lo que necesitamos: una asamblea para poner las cosas en orden. Y lo primero de todo: el que va a hablar ahora soy yo. Volvió a guardar silencio por un momento y se echó el pelo hacia atrás instintivamente. Piggy, una vez formulada su ineficaz protesta, se acercó de puntillas hasta el triángulo y se unió a los demás. Ralph continuó: —Hemos tenido muchísimas asambleas. A todos nos divierte hablar y estar aquí juntos. Decidimos cosas, pero nunca se hacen, íbamos a traer agua del arroyo y a guardarla en los cocos cubiertos con hojas frescas. Se hizo unos cuantos días. Ahora ya no hay agua. Los cocos están vacíos. Todo el mundo va a beber al río. Hubo un murmullo de asentimiento. —No es que haya nada malo en beber del río. Quiero decir que yo también prefiero beber agua en ese sitio, ya sabéis, en la poza bajo la catarata de agua, en vez de hacerlo en una cáscara de coco vieja. Sólo que habíamos quedado en traer el agua aquí. Y ahora ya no se hace. Esta tarde sólo quedaban dos cocos llenos. Se pasó la lengua por los labios. —Y luego, las cabañas. Los refugios. El murmullo volvió a extenderse y apagarse. —Casi todos dormimos siempre en los refugios. Esta noche todos vais a dormir allí menos Sam y Eric, que tienen que quedarse junto a la hoguera. ¿Y quién construyó los refugios? Inmediatamente surgió un gran bullicio. Todos habían construido los refugios. Ralph tuvo que agitar la caracola de nuevo. —¡Un momento! Quiero decir, ¿quién construyó los tres? Todos ayudamos al primero; sólo cuatro hicimos el segundo, y yo y Simón hemos hecho ese último de ahí. Por eso se tambalea tanto. No, no os riáis. Ese refugio se va a caer si vuelve a llover. Entonces sí que vamos a necesitar los refugios. Hizo una pausa y se aclaró la garganta. —Y otra cosa. Escogimos esas piedras al otro lado de la poza para retrete. Eso también fue una cosa sensata. Con la marea se limpian solas. Vosotros los peques sa- béis muy bien lo que quiero decir. Se oyeron risitas aquí y allá; se vieron furtivas miradas. —Ahora cada uno usa el primer sitio que encuentra. Incluso al lado de los refugios y la plataforma. Vosotros los peques, cuando estáis cogiendo fruta, si de repente os entran ganas... La asamblea entera estalló en carcajadas. —Decía que si de repente os entran ganas, por lo menos tenéis que apartaros de la fruta. Eso es una porquería. Volvió a estallar la risa. —¡He dicho que eso es una porquería! Se pellizcó la tiesa camisa. —Es una verdadera porquería. Si os entran de pronto las ganas os vais por la playa hasta las rocas, ¿entendido? Piggy alargó la mano hacia la caracola, pero Ralph negó con la cabeza. Había preparado su discurso punto por punto. —Tenemos que volver a usar las rocas. Todos. Este sitio se está poniendo perdido. Hizo una pausa. La asamblea, presintiendo una crisis, aguardaba atentamente. —Y luego, lo de la hoguera. Ralph, al respirar, emitió un suspiro que toda la asamblea recogió como si fuese su eco. Jack se dedicó a pelar una astilla con su cuchillo y murmuró algo a Robert, que miró hacia otro lado. —La hoguera es la cosa más importante en esta isla. ¿Cómo nos van a rescatar, a no ser por pura suerte, si no tenemos un fuego encendido? ¿Tan difícil es mantener una hoguera? Alzó un brazo al aire. —¡Vamos a ver! ¿Cuántos somos? Bueno, pues ni siquiera somos capaces de conservar vivo un fuego para que haya humo. ¿Es que no os dais cuenta? ¿No veis que debíamos... debíamos morir antes de permitir que se apague el fuego? Se oyeron risitas en el grupo de cazadores. Ralph se dirigió a ellos acalorado: —¡Vosotros! ¡Reíd todo lo queráis! Pero os digo que ese humo es mucho más importante que el jabalí, por muchos que matéis. ¿Lo entendéis? Hizo un gesto con el brazo que abarcaba a la asamblea entera y pasó su mirada por todo el triángulo. —Tenemos que conseguir ese humo allá arriba... o morir. Aguardó un momento, esbozando el próximo punto a tratar. —Y otra cosa. —Son demasiadas cosas —gritó alguien. Hubo un murmullo de asentimiento. Ralph impuso el silencio. —Y otra cosa. Por poco prendemos fuego a toda la isla. Y perdemos demasiado tiempo rodando piedras y haciendo fueguecitos para guisar. Ahora os voy a decir una cosa, y va a ser una regla, porque para eso soy jefe. No habrá más hogueras que la de la montaña. Jamás. Al instante se produjo un tumulto. Algunos muchachos se pusieron de pie a gritar mientras Ralph les contestaba con otros gritos. —Porque si queréis una hoguera para cocer pescado o cangrejos no os va a pasar nada por subir hasta la montaña. Así podremos estar seguros. A la luz del sol poniente, una multitud de manos re clamaban la caracola. Ralph la apretó contra su cuerpo y de un brinco se subió al tronco. —Eso era todo lo que os quería decir. Y ya está dicho. Me votasteis para jefe, así que tenéis que hacer lo que yo diga. Se fueron calmando poco a poco hasta volver por fin a sus asientos. Ralph saltó al suelo y les habló con su voz normal. —Así que no lo olvidéis. Las rocas son los retretes. Hay que mantener vivo el fuego para que el humo sirva de señal. No se puede bajar lumbre de la montaña; subid allí la comida. Jack, con semblante ceñudo bajo la penumbra, se levantó y tendió los brazos. —Todavía no he terminado. —¡Pero si no has hecho más que hablar y hablar! —Tengo la caracola. Jack se sentó refunfuñando. —Y ya lo último. Esto lo podemos discutir si queréis. Aguardó hasta que en la plataforma reinó un silencio total. —Las cosas no marchan bien. No sé por qué. Al principio estábamos bien; estábamos contentos. Luego... Movió la caracola suavemente, mirando hacia lo lejos, sin fijarse en nada, acordándose de la fiera, de la serpiente, de la hoguera, de las alusiones al miedo. —Luego la gente empezó a asustarse. Un murmullo, .casi un gemido, surgió y desapareció. Jack había dejado de afilar el palo. Ralph continuó bruscamente: viajando a Marte y volviendo. Sé que no hay una fiera... con garras y todo eso, quiero decir, y también sé que no hay que tener miedo. Hubo una pausa. —A no ser que... Ralph se movió inquieto. —A no ser que, ¿qué? —Que nos dé miedo la gente. Se oyó un rumor, mitad risa y mitad mofa, entre los muchachos. Piggy agachó la cabeza y continuó rápidamente: —Así que vamos a preguntar a ese peque que habló de una fiera y a lo mejor le podemos convencer de que son tonterías suyas. Los peques se pusieron a charlar entre sí, hasta que uno de ellos se adelantó unos pasos. —¿Cómo te llamas? —Phil. Tenía bastante aplomo para ser uno de los peques; tendió los brazos y meció la caracola al estilo de Ralph, mirando en torno suyo antes de hablar, para atraerse la atención de todos. —Anoche tuve un sueño..., un sueño terrible..., luchaba con algo. Estaba yo solo, fuera del refugio, y luchaba con algo, con esas cosas retorcidas de los árboles. Se detuvo y los otros peques rieron con aterrado compañerismo. —Entonces me asusté y me desperté. Y estaba solo fuera del refugio en la oscuridad y las cosas retorcidas se habían ido. El intenso horror de lo que contaba, algo tan posible y tan claramente aterrador, les mantenía a todos en silencio. La voz del niño siguió trinando desde el otro lado de la blanca caracola. —Y me asusté, y empecé a llamar a Ralph, y entonces vi que se movía algo entre los árboles, una cosa grande y horrible. Calló, medio asustado por aquel recuerdo, pero orgulloso de la sensación que iba causando en los demás. —Eso fue una pesadilla —dijo Ralph—; caminaba dormido. La asamblea murmuró en tímido acuerdo. El pequeño movió la cabeza obstinadamente. —Estaba dormido cuando esas cosas retorcidas luchaban, y cuando se fueron estaba despierto y vi una cosa grande y horrible que se movía entre los árboles. Ralph recogió la caracola y el peque se sentó. —Estabas dormido. No había nadie allí. ¿Cómo iba a haber alguien rondando por la selva en la noche? ¿Fue alguno de vosotros? ¿Salió alguien? Hubo una larga pausa mientras la asamblea sonreía ante la idea de alguien paseándose en la oscuridad. Entonces se levantó Simón, y Ralph le miró estupefacto. —¡Tú! ¿Qué tenías que husmear en la oscuridad? Simón, deseoso de acabar de una vez, arrebató la caracola. —Quería... ir a un sitio..., a un sitio que conozco. —¿Qué sitio? —A un sitio que conozco. Un sitio en la jungla. Dudó. Jack resolvió para ellos la duda con aquel desprecio en su voz capaz de expresar tanta burla y resolución a la vez: —Sería un apretón. Sintiendo la humillación de Simón, Ralph cogió de nuevo la caracola, y al hacerlo le miró a la cara con severidad. —No vuelvas a hacerlo. ¿Me oyes? No vuelvas a hacer eso de noche. Ya tenemos bastantes tonterías con lo de las fieras para que los peques te vean deslizándote por ahí como un... La risa burlona que se produjo indicaba miedo y censura. Simón abrió la boca para decir algo, pero Ralph tenía la caracola, de modo que se retiró a su asiento. Cuando la asamblea se apaciguó, Ralph se volvió hacia Piggy. —¿Qué más, Piggy? —Había otro. Ese. Los peques empujaron a Percival hacia adelante y le dejaron solo. Estaba en el centro, con la hierba hasta las rodillas, y miraba a sus ocultos píes, tratando de hacerse la ilusión de hallarse dentro de una tienda de campaña. Ralph se acordó de otro niño que había adoptado aquella misma postura y apartó rápidamente aquel recuerdo. Había alejado de sí aquel pensamiento, había conseguido retirarlo de su vista, pero ante un recuerdo tan rotundo como este volvía a la superficie. No habían vuelto a hacer recuento de los niños, en parte porque no había manera de asegurarse que en él quedaran todos incluidos, y en parte porque Ralph conocía la respuesta a una, por lo menos, de las preguntas que Piggy formulase en la cima de la montaña. Había niños pequeños, rubios, morenos, con pecas, y todos ellos sucios, pero observaba siempre con espanto que ninguno de esos rostros tenía un defecto es- pecial. Nadie había vuelto a ver la mancha de nacimiento morada. Pero Piggy había estado tan insistente aquel día, había estado tan dominante al interrogar... Admi- tiendo tácitamente que recordaba aquello que no podía mencionarse, Ralph hizo un gesto a Piggy. —Venga. Pregúntale. Piggy se arrodilló con la caracola en las manos. —Vamos a ver, ¿cómo te llamas? El niño se fue acurrucando en su tienda de campaña. Piggy, derrotado, se volvió hacia Ralph, que dijo con severidad: —¿Cómo te llamas? Aburrida por el silencio y la negativa, la asamblea prorrumpió en un sonsonete: —¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas? —¡A callar! Ralph contempló al muchacho en el crepúsculo. —Ahora dinos, ¿cómo te llamas? —Percival Wemys Madison, La Vicaría, Harcourt St. Anthony, Hants, teléfono, teléfono, telé... El pequeño, como si aquella información estuviese profundamente enraizada en las fuentes del dolor, se echó a llorar. Empezó con pucheros, después las lágrimas le saltaron a los ojos y sus labios se abrieron mostrando un negro agujero cuadrado. Pareció al principio una imagen muda del dolor, pero después dejó salir un lamento fuerte y prolongado como el de la caracola. —¿Te quieres callar? ¡Cállate! Pero Percival Wemys Madison no quería callar. Habían perforado un manantial que no cedía ni a la autoridad ni a la presión física. Gemido tras gemido continuó su llanto, que parecía haber clavado al niño, derecho como una estaca, al suelo. —¡Cállate! ¡Cállate! Los peques habían roto el silencio. Recordaban también sus propias penas y quizá sintiesen que compartían un dolor universal. Se unieron en simpatía a Percival en su llanto; dos de ellos, sollozando casi tan fuerte. Maurice fue la salvación. Gritó: —¡Miradme! Era Piggy, a quien el asombro le había hecho olvidarse de todo decoro. Simón prosiguió: —Puede que seamos algo... A pesar de su esfuerzo por expresar la debilidad fundamental de la humanidad, Simón no encontraba palabras. De pronto, se sintió inspirado. —¿Cuál es la cosa más sucia que hay? Como respuesta, Jack dejó caer en el turbado silencio que siguió una palabra tan vulgar como expresiva. La sensación de alivio que todos sintieron fue como un pa- roxismo. Los pequeños, que se habían vuelto a sentar en el columpio, se cayeron de nuevo, sin importarles. Los cazadores gritaban divertidos. El vano esfuerzo de Simón se desplomó sobre él en ruinas; las risas le herían como golpes crueles y, acobardado e indefenso, regresó a su asiento. Por fin reinó de nuevo el silencio. Alguien habló fuera de turno. —A lo mejor quiere decir que es algún fantasma. Ralph alzó la caracola y escudriñó en la penumbra..El lugar más alumbrado era la pálida playa. ¿Estarían los peques con ellos? Sí, no había duda, se habían acurrucado en el centro, sobre la hierba, formando un apretado nudo de cuerpos. Una ráfaga de aire sacudió las palmeras, cuyo murmullo se agigantó ahora en la oscuridad y el silencio. Dos troncos grises rozaron uno contra otro, con un agorero crujido que nadie había percibido durante el día. Piggy le quitó la caracola. Su voz parecía indignada. —¡Nunca he creído en fantasmas..., nunca! También Jack se había levantado, absolutamente furioso. —¿Qué nos importa lo que tú creas? ¡Gordo! —¡Tengo la caracola! Se oyó el ruido de una breve escaramuza y la caracola cruzó de un lado a otro. —¡Devuélveme la caracola! Ralph se interpuso y recibió un golpe en el pecho. Logró recuperar la caracola, sin saber cómo, y se sentó sin aliento. —Ya hemos hablado bastante de fantasmas. Debíamos haber dejado todo esto para la mañana. Una voz apagada y anónima le interrumpió. —A lo mejor la fiera es eso..., un fantasma. La asamblea se sintió como sacudida por un fuerte viento. —Estáis hablando todos fuera de turno —dijo Ralph—, y no se puede tener una asamblea como es debido si no se guardan las reglas. Calló una vez más. Su cuidadoso programa para aquella asamblea se había venido a tierra. —¿Qué puedo deciros? Hice mal en convocar una asamblea a estas horas. Pero podemos votar sobre eso; sobre los fantasmas, quiero decir. Y después nos vamos todos a los refugios, porque estamos cansados. No... ¿eres tú, Jack?... espera un momento. Os voy a decir aquí y ahora que no creo en fantasmas. Por lo menos eso me parece. Pero no me gusta pensar en ellos. Digo ahora, en la oscuridad. Bueno, pero íbamos a arreglar las cosas. Alzó la caracola. —Y supongo que una de esas cosas que hay que arreglar es saber si existen fantasmas o no... Se paró un momento a pensar y después formuló la pregunta: —¿Quién cree que pueden existir fantasmas? Hubo un largo silencio y aparente inmovilidad. Después, Ralph contó en la penumbra las manos que se habían alzado. Dijo con sequedad: —Ya. El mundo, aquel mundo comprensible y racional, se escapaba sin sentir. Antes se podía distinguir una cosa de otra, pero ahora... y, además, el barco se había ido. Alguien le arrebató la caracola de las manos y la voz de Piggy chilló. —¡Yo no voté por ningún fantasma! Se volvió hacia la asamblea. —¡Ya podéis acordaros de eso! Le oyeron patalear. —¿Qué es lo que somos? ¿Personas? ¿O animales? ¿O salvajes? ¿Que van a pensar de nosotros los mayo res? Corriendo por ahí..., cazando cerdos..., dejando que se apague la hoguera..., ¡y ahora! Una sombra tempestuosa se le enfrentó. —¡Cállate ya, gordo asqueroso! Hubo un momento de lucha y la caracola brilló en movimiento. Ralph saltó de su asiento. —¡Jack! ¡Jack! ¡Tú no tienes la caracola! Déjale hablar. El rostro de Jack flotaba junto al suyo. —¡Y tú también te callas! ¿Quién te has creído que eres? Ahí sentado... diciéndole a la gente lo que tiene que hacer. No sabes cazar, ni cantar. —Soy el jefe. Me eligieron. —¿Y que más da que te elijan o no? No haces más que dar órdenes estúpidas... —Piggy tiene la caracola. —¡Eso es, dale la razón a Piggy, como siempre! —¡Jack! La voz de Jack sonó con amarga mímica: —¡Jack! ¡Jack! —¡Las reglas! —gritó Ralph— ¡Estás rompiendo las reglas! —¿Y qué importa? Ralph apeló a su propio buen juicio. —¡Las reglas son lo único que tenemos! Jack le rebatía a gritos. —¡Al cuerno las reglas! ¡Somos fuertes..., cazamos! ¡Si hay una fiera, iremos por ella! ¡La cercaremos, y con un golpe, y otro, y otro...! Con un alarido frenético saltó hacia la pálida arena. Al instante se llenó la plataforma de ruido y animación, de brincos, gritos y risas. La asamblea se dispersó; todos salieron corriendo en alocada desbandada desde las palmeras en dirección a la playa y después a lo largo de ella, hasta perderse en la oscuridad de la noche. Ralph, sintiendo la caracola junto a su mejilla, se la quitó a Piggy. —¿Qué van a decir las personas mayores? —exclamó Piggy de nuevo—. ¡Mira esos! De la playa llegaba el ruido de una fingida cacería, de risas histéricas y de auténtico terror. —Que suene la caracola, Ralph. Piggy se encontraba tan cerca que Ralph pudo ver el destello de su único cristal. —Tenemos que cuidar del fuego, ¿es que no se dan cuenta? Ahora tienes que ponerte duro. Oblígales a hacer lo que les mandas. Ralph respondió con el indeciso tono de quien está aprendiéndose un teorema. —Si toco la caracola y no vuelven, entonces sí que se acabó todo. Ya no habrá hoguera. Seremos igual que los animales. No nos rescatarán jamás. —Si no llamas vamos a ser como animales de todos modos, y muy pronto. No puedo ver lo que hacen, pero les oigo. en un balbuceo incomprensible. Percival Wemys Madison, de La Vicaría, en Hartcourt St. Anthony, tumbado en la espesa hierba, vivía unos momentos que ni el conjuro de su nombre y dirección podía aliviar. No quedaba otra luz que la estelar. Cuando comprendieron de donde provenía aquel fantasmal ruido y Percival se hubo tranquilizado de nuevo, Ralph y Simón le levantaron como pudieron y le llevaron a uno de los refugios. Piggy, a pesar de sus valientes palabras, siguió pegado a los otros y, juntos los tres muchachos, se diri- gieron al refugio inmediato. Se tumbaron, inquietos, sobre las ruidosas hojas secas, observando el grupo de estrellas enmarcadas por la entrada que daba sobre la la- guna. De cuando en cuando, uno de los pequeños gritaba en otros refugios, y en una ocasión uno de los mayores habló en la oscuridad. Por fin, también ellos se dur- mieron. Sobre el horizonte se alzaba una cinta curva de luna, tan estrecha que creaba un reguero finísimo de luz, apenas visible aun al posarse sobre el agua. Pero había otras luces en el cielo, que se movían velozmente, que chispeaban o se apagaban; y, sin embargo, no les llegó a los muchachos ni el más leve eco de la batalla que se libraba a quince kilómetros de altura. Y del mundo adulto —Por lo de... —...la hoguera y el cerdo. —Menos mal que la tomó con Jack y no con nosotros. —Sí. ¿Te acuerdas del viejo «Cascarrabias» en el colegio? —« ¡ M u c h a c h o . . . me-estás-volviendo-loco-poco-a-poco!». Los mellizos compartieron su idéntica risa; se acordaron después de la oscuridad y otras cosas, y miraron con inquietud en torno suyo. Las llamas, activas en torno a la pila de leña, atrajeron de nuevo la mirada de los muchachos. Eric observaba los gusanos de la madera, que se agitaban desesperadamente, pero nunca lograban esca- par de las llamas, y recordó aquella primera hoguera, allá abajo, en el lado de mayor pendiente de la montaña, donde ahora reinaba completa oscuridad. Pero aquel recuerdo le molestaba y volvió la vista hacia la cima. Ahora emanaba de la hoguera un calor que les acariciaba agradablemente. Sam se entretuvo arreglando las ramas de la hoguera tan cerca del fuego como le era po- sible. Eric extendió los brazos para averiguar a qué distancia se hacía insoportable el calor. Mirando distraídamente a lo lejos, iba restituyendo los contornos diurnos de las rocas aisladas que en aquel momento no eran más que sombras planas. Allí mismo estaba la roca grande y las tres piedras, y la roca partida, y más allá un hueco..., allí mismo... —Sam. —¿Eh? —Nada. Las llamas se iban apoderando de las ramas; la corteza se enroscaba y desprendía; la madera estallaba. Se desplomó la pila y arrojó un amplio círculo de luz sobre la cima de la montaña. —Sam... —¿Eh? —¡Sam! ¡Sam! Sam miró irritado a Eric. La intensidad de la mirada de Eric hizo temible el lugar hacia donde dirigía su vista, lugar que quedaba a espaldas de Sam. Se arrastró alrededor del fuego, se acurrucó junto a Eric y miró. Se quedaron inmóviles, abrazados uno al otro: cuatro ojos, bien despejados, fijos en algo, y dos bocas abiertas. Bajo ellos, a lo lejos, los árboles del bosque suspiraron y luego rugieron. Los cabellos se agitaron sobre sus frentes y nuevas llamas brotaron de los costados de la hoguera. A menos de quince metros de ellos sonó el aleteo de un tejido al desplegarse y henchirse. Ninguno de los dos muchachos gritó, pero se apretaron los brazos con más fuerza y sus labios se fruncieron. Permanecieron así agachados quizá diez segundos más, mientras el avivado fuego lanzaba humo y chispas y olas de variable luz sobre la cumbre de la montaña. Después, como si entre los dos sólo tuviesen una única y aterrorizada mente, saltaron sobre las rocas y huyeron. Ralph soñaba. Se había quedado dormido tras lo que le parecieron largas horas de agitarse y dar vueltas sobre las crujientes hojas secas. No le alcanzaba ya ni el sonido de las pesadillas en los otros refugios; estaba de regreso en casa, ofreciendo terrones de azúcar a los potros desde la valla del jardín. Pero alguien le tiraba del bra2o y le decía que era la hora del té. —¡Ralph! ¡Despierta! Las hojas rugían como el mar. —¡Ralph! ¡Despierta! —¿Qué pasa? —¡Hemos visto... —...la fiera... —...bien claro! —¿Quiénes sois? ¿Los mellizos? —Hemos visto a la fiera... —Callaos. ¡Piggy! Las hojas seguían rugiendo. Piggy tropezó con él, y uno de los mellizos le sujetó cuando se disponía a correr, hacia el oblongo espacio que encuadraba la luz decadente de las estrellas. —¡No vayas... es horrible! —Piggy, ¿dónde están las lanzas? —Oigo el... —Entonces cállate. No os mováis. Allí tendidos escucharon con duda al principio y después con terror, la narración que los mellizos les susurraban entre pausas de extremo silencio. Pronto la oscuridad se llenó de garras, se llenó del terror de lo desconocido y lo amenazador. Un alba interminable borró las estrellas, y por fin la luz, triste y gris, se filtró en el refugio. Empezaron a agitarse, aunque fuera del refugio el mundo seguía siendo insoportablemente peligroso. Se podía ya percibir en el laberinto de oscuridad lo cercano y lo lejano, y en un punto elevado del cielo las nubéculas se calentaban en colores. Una solitaria ave marina aleteó hacia lo alto con un grito ronco cuyo eco pronto resonó, y el bosque respondió con graznidos. Flecos de nubes, cerca del horizonte, empezaron a resplandecer con tintes rosados, y las copas plumadas de las palmeras se hicieron verdes. Ralph se arrodilló en la entrada del refugio y miró con cautela a su alrededor. —Sam y Eric, llamad a todos para una asamblea. Con calma. Venga. Los mellizos, agarrados temblorosamente uno al otro, se arriesgaron a atravesar los pocos metros que les separaban del refugio próximo y difundieron la terrible noticia. Ralph, por razón de dignidad, se puso en pie y caminó hasta el lugar de la asamblea, aunque por la espalda le corrían escalofríos. Le siguieron Piggy v Simón y detrás los otros chicos, cautelosamente. Ralph tomó la caracola, que yacía sobre el pulimentado asiento, y la acercó a sus labios; pero dudó un momento y, en lugar de hacerla sonar, la alzó mostrándola a los demás y todos comprendieron. Jack le interrumpió desdeñosamente. —A ti siempre te entra el miedo. —La caracola la tengo yo... —¡Caracola! ¡Caracola! —gritó Jack—. Ya no necesitamos la caracola. Sabemos quiénes son los que deben hablar. ¿Para qué ha servido que hable Simón, o Bill, o Walter? Ya es hora de que se enteren algunos que tienen que callarse y dejar que el resto de nosotros decida las cosas... Ralph no podía seguir ignorando aquel discurso. Sintió la sangre calentar sus mejillas. —Tú no tienes la caracola —dijo—. Siéntate. Jack empalideció de tal modo que sus pecas parecieron verdaderos lunares. Se pasó la lengua por los labios y permaneció de pie. —Esta es una tarea para cazadores. Los demás muchachos observaban atentamente. Piggy, ante la embarazosa situación, dejó la caracola sobre las piernas de Ralph y se sentó. El silencio se hizo opresivo y Piggy contuvo la respiración. —Esto es más que una tarea para cazadores —dijo por fin Ralph—, porque no podéis seguir las huellas de la fiera. Y, además, ¿es que no queréis que nos rescaten? Se volvió a la asamblea. —¿No queréis todos que nos rescaten? Miró a Jack. —Ya dije antes que lo más importante es la hoguera. Y ahora ya debe estar apagada. Le salvó su antigua exasperación, que le dio energías para atacar. —¿Es que no hay nadie aquí con un poco de sentido común? Tenemos que volver a encender esa hoguera. ¿Nunca piensas en eso, verdad Jack? ¿O es que no queréis que nos rescaten? Sí, todos querían ser rescatados, no había que dudarlo, y con un violento giro en favor de Ralph pasó la crisis. Piggy expulsó el aliento con un ahogo; luego quiso aspirar aire y no pudo. Se apoyó contra un tronco, abierta la boca, mientras unas sombras azules circundaban sus labios. Nadie le hizo caso. —Piensa ahora, Jack. ¿Queda algún lugar en la isla que no hayas visto? Jack contestó de mala gana: —Sólo... ¡pues claro! ¿No te acuerdas? El rabo donde acaba la isla, donde se amontonan las rocas. He estado cerca. Las piedras forman un puente. Sólo se puede lle- gar por un camino. —Quizá viva ahí la fiera. Toda la asamblea hablaba a la vez. —¡Bueno! De acuerdo. Allí es donde buscaremos. Si la fiera no está allí subiremos a buscarla a la montaña, y a encender la hoguera. —Vámonos... —Primero tenemos que comer. Luego iremos —Ralph calló un momento—. Será mejor que llevemos las lanzas. Después de comer, Ralph y los mayores se pusieron en camino a lo largo de la playa. Dejaron a Piggy sentado en la plataforma. El día prometía ser, como todos los demás, un baño de sol bajo una cúpula azul. Frente a ellos, la playa se alargaba en una suave curva que la perspectiva acababa uniendo a la línea del bosque; porque era aún demasiado pronto para que el día se viera enturbiado por los cambiantes velos del espejismo. Bajo la dirección de Ralph siguieron prudentemente por la terraza de palmeras para evitar la arena ardiente junto al agua. Dejó que Jack guiase, y Jack caminaba con teatral cautela, aunque habrían divisado a cualquier enemigo a veinte metros de distancia. Ralph iba detrás, contento de eludir la responsabilidad por un rato. Simón, que caminaba delante de Ralph, sintió un brote de incredulidad: una fiera que arañaba con sus garras, que estaba allá sentada en la cima de la montaña, que nunca dejaba huellas y, sin embargo, no era lo bastante rápida como para atrapar a Sam y Eric. De cualquier modo que Simón imaginase a la fiera, siempre se alzaba ante su mirada interior como la imagen de un hombre, heroico y doliente a la vez. Suspiró. Para otros resultaba fácil levantarse y hablar ante una asamblea, al parecer, sin sentir esa terrible presión de la personalidad; podían decir lo que tenían que decir como si hablasen ante una sola persona. Se echó a un lado y miró hacia atrás. Ralph venía con su lanza al hombro. Tímidamente, Simón retardó el paso hasta encontrarse junto a Ralph. Le miró a través de su lacio pelo negro, que ahora le caía hasta los ojos. Ralph miró de soslayo; sonrió ligeramente, como si hubiese olvidado que Simón se había puesto en ridículo, y volvió la mirada al vacío. Simón, por unos momentos, sintió la alegría de ser aceptado y dejó de pensar en sí mismo. Cuando tropezó contra un árbol, Ralph miró a otro lado con impaciencia y Robert no disimuló su risa. Simón se sintió vacilar y una mancha blanca que había aparecido en su frente enrojeció y empezó a sangrar. Ralph se olvidó de Simón para volver a su propio infierno. Tarde o temprano llegarían al castillo y el jefe tendría que ponerse a la cabeza. Vio a Jack retroceder hacia él con paso ligero. —Estamos ya a la vista. —Bueno, nos acercaremos lo más que podamos. Siguió a Jack hacia el castillo, donde el terreno se elevaba ligeramente. Cerraba el lado izquierdo una maraña impenetrable de trepadoras y árboles. —¿No podría haber algo ahí dentro? —Ya lo ves. No hay nada que entre ni salga por ahí. —Bueno, ¿y en el castillo? —Mira. Ralph abrió un hueco en la pantalla de hierba y miró a través. Quedaban sólo unos metros más de terreno pedregoso y después los dos lados de la isla llegaban casi a juntarse, de modo que la vista esperaba encontrar el pico de un promontorio. Pero en su lugar, un estrecho arrecife, de unos cuantos metros de anchura y unos quince de longitud, prolongaba la isla hacia el mar. Allí se encontraba otro de aquellos grandes bloques rosados que constituían la estructura de la isla. Este lado del castillo, de unos treinta metros de altura, era el baluarte rosado que habían visto desde la cima de la montaña. El peñón del acantilado estaba partido y su cima casi cubierta de grandes piedras sueltas que parecían a punto de desplomarse. A espaldas de Ralph la alta hierba estaba poblada de silenciosos cazadores. —Tú eres el cazador. —Ya lo sé. Está bien. Algo muy profundo en Ralph le obligó a decir: —Yo soy el jefe. Iré yo. No discutas. Se volvió a los otros. Vosotros escondeos ahí y esperadme. Advirtió que su voz tendía o a desaparecer o a salir con demasiada fuerza. Miró a Jack. —¿Tú... crees? Jack balbuceó. —He estado por todas partes. Tiene que estar aquí. —Bien. Simón murmuró confuso: —Yo no creo en esa fiera. Ralph le contestó cortésmente, como si hablasen del tiempo: —No, claro que no. Tenía los labios pálidos y apretados. Despacio, se echó el pelo hacia atrás. —Bueno, hasta luego. fiera. Cruzaron como un enjambre el puente y pronto se hallaron trepando y gritando. Ralph descansaba ahora con una mano contra un enorme bloque rojo, un bloque tan grande como una rueda de molino, que se había partido y colgaba tambaleándose. Observaba la montaña con expresión sombría. Golpeó la roja muralla a su derecha con el puño cerrado, como un martillo. Tenía los labios muy apretados y sus ojos, bajo el fleco de pelo, parecían anhelar algo. —Humo. Se chupó el puño lastimado. —¡Jack! Vamos. Pero Jack no estaba allí. Un grupo de muchachos, produciendo un gran ruido que no había percibido hasta entonces, hacía oscilar y empujaba una roca. Al volverse él, la base se cuarteó y toda aquella masa cayó al mar, haciendo saltar una columna de agua ensordecedora que subió hasta media altura del acantilado. —¡Quietos! ¡Quietos! Su voz produjo el silencio de los demás. —Humo. Una cosa extraña le pasaba en la cabeza. Algo revoloteaba allí mismo, ante su mente, como el ala de un murciélago enturbiando su pensamiento. —Humo. De pronto, le volvieron las ideas y la ira. —Necesitamos humo. Y vosotros os ponéis a perder el tiempo rodando piedras. Roger gritó: —Tenemos tiempo de sobra. Ralph movió la cabeza. —Hay que ir a la montaña. Estalló un griterío. Algunos de los muchachos querían regresar a la playa. Otros querían rodar más piedras. El sol brillaba y el peligro se había disipado con la oscu- ridad. —Jack. A lo mejor la fiera está al otro lado. Guía otra vez. Tú ya has estado allí. —Podemos ir por la orilla. Allí hay fruta. Bill se acercó a Ralph. —¿Por qué no nos podemos quedar aquí un rato? —Eso. —Vamos a hacer una fortaleza... —Aquí no hay comida —dijo Ralph— ni refugios. Y poca agua dulce. —Esto sería una fortaleza fantástica. —Podemos rodar piedras... —Hasta el puente... —¡Digo que vamos a seguir! —gritó Ralph enfurecido—. Tenemos que estar seguros. Ahora Vámonos. —Era mejor quedarnos aquí. —Vámonos al refugio... —Estoy cansado... —¡No! Ralph se despellejó los nudillos. No parecieron dolerle. —Yo soy el jefe. Tenemos que estar bien seguros. ¿Es que no veis la montaña? No hay ninguna señal. Puede haber un barco allá afuera. ¿Es que estáis todos chiflados? Con aire levantisco, los muchachos guardaron silencio o murmuraron entre sí. Jack les siguió camino abajo hasta cruzar el puente. La trocha de los cerdos se extendía junto a las pilas de rocas que bordeaban el agua en el lado opuesto, y Ralph se contentó con caminar por ella siguiendo a Jack. Si uno lograba cerrar los oídos al lento ruido del mar cuando era absorbido en el descenso y a su hervor durante el regreso de las aguas; si uno lograba olvidar el aspecto sombrío y nunca hollado de la cubierta de helechos a ambos lados, cabía entonces la posibilidad de olvidarse de la fiera y soñar por un rato. El sol había pasado ya la vertical del cielo y el calor de la tarde se cerraba sobre la isla. Ralph pasó un mensaje a Jack y al llegar a los frutales el grupo entero se detuvo para comer. Apenas se hubo sentado, sintió Ralph por primera vez el calor aquel día. Tiró de su camisa gris con repugnancia y pensó si podría aventurarse a lavarla. Sentado bajo el peso de un calor poco corriente, incluso para la isla, Ralph trazó el plan de su aseo personal. Quisiera tener unas tijeras para cortase el pelo —se echó hacia atrás la maraña—, para cortarse aquel asqueroso pelo a un centímetro, como antes. Quisiera tomar un baño, un verdadero baño, bien enjabonado. Se pasó la lengua por la dentadura para comprobar su estado y decidió que también le vendría bien un cepillo de dientes. Y luego, las uñas... Ralph volvió las manos para examinarlas. Se había mordido las uñas hasta lo vivo, aunque no recordaba en qué momento había vuelto a aquel hábito, ni cuándo lo hacía. —Voy a acabar chupándome el dedo si sigo así... Miró en torno suyo furtivamente. No parecía haberle oído nadie. Los cazadores estaban sentados, atracándose de aquel fácil manjar y tratando de convencerse a sí mismos de que los plátanos y aquella otra fruta gelatinosa color de aceituna les dejaba satisfechos. Utilizando como modelo el recuerdo de su propia persona cuando estaba limpia, Ralph les observó de arriba a abajo. Estaban sucios, pero no con esa suciedad espectacular de los chicos que se han caído en el barro o se han visto sorprendidos por un fuerte aguacero. Ninguno de ellos se veía en aparente necesidad de una ducha, y sin embargo... el pelo demasiado largo, enmarañado aquí y allá, enredado alrededor de una hoja muerta o una ramilla; las caras bastante limpias, por la acción continuada de comer y sudar, pero marcadas en los ángulos menos accesibles por ciertas sombras; la ropa desgastada, tiesa por el sudor, como la suya propia, que llevaba puesta no por decoro o comodidad, sino por costumbre; la piel del cuerpo, costrosa por el salitre... Descubrió, con ligero desánimo, que ésas eran las características que ahora le parecían normales y que no le molestaban. Suspiró y arrojó lejos el tallo del que había desprendido los frutos. Ya iban desapareciendo los cazadores, para atender a sus actividades, en el bosque o abajo, en las rocas. Dio media vuelta para mirar del lado del mar. Allí, al otro lado de la isla, la vista era completamente distinta. Los encantamientos nebulosos del espejismo no podían soportar el agua fría del océano, y el horizonte recortado se destacaba limpio y azul. Ralph caminó distraído hasta las rocas. Desde allí abajo, casi al mismo nivel del mar, era posible seguir con la vista el incesante y combado paso de las olas marinas profundas, cuya anchura era de varios kilómetros y en nada se parecían a las rompientes ni a las crestas de aguas poco profundas. Pasaban a lo largo de la isla con aire de ignorarla, absortas en otros asuntos; no era tanto una sucesión como un portentoso subir y bajar del océano entero. Ahora, en su descenso, el mar succionaba el aire de la orilla formando cascadas y cataratas; se hundía tras las rocas y dejaba aplastadas las algas como si fuesen cabellos resplandecientes; después, tras una breve pausa, reunía todas sus fuerzas y se alzaba con un rugido para lanzarse irresistible sobre picos y crestas, escalaba el pequeño acantilado y, por último, enviaba a lo largo de una hendidura un brazo de rompiente que venía a morir, a no más de un metro de él, en dedos de espuma. Ola tras ola siguió Ralph aquel subir y bajar hasta que algo propio del carácter distante del mar le embotó la mente. Después, poco a poco, la dimensión casi infinita de aquellas aguas le forzó a fijarse en ellas. Aquí estaba la barrera, la divisoria. En el otro lado de la isla, envuelto al mediodía por los efectos del espejismo, protegido por el escudo de la tranquila laguna, se podía soñar con el rescate; pero aquí, enfrentado con la brutal obcecación del océano
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