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El tunel de Mario Benedetti, Resúmenes de Lengua y Literatura

El túnel obra de Mario Benedetti

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 18/02/2021

juan-manuel-martinez-duque
juan-manuel-martinez-duque 🇨🇴

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¡Descarga El tunel de Mario Benedetti y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! EL TÚNEL ERNESTO SÁBATO Ernesto Sábato 2 El tunel ÍNDICE I ..................................................................................................................................... 5 II .................................................................................................................................... 6 III ................................................................................................................................... 8 IV................................................................................................................................... 9 V.................................................................................................................................. 13 VI................................................................................................................................. 16 VII................................................................................................................................ 19 VIII............................................................................................................................... 22 IX................................................................................................................................. 23 X.................................................................................................................................. 28 XI................................................................................................................................. 30 XII................................................................................................................................ 31 XIII............................................................................................................................... 34 XIV .............................................................................................................................. 38 XV ............................................................................................................................... 39 XVI .............................................................................................................................. 40 XVII ............................................................................................................................. 44 XVIII ............................................................................................................................ 47 XIX .............................................................................................................................. 50 XX ............................................................................................................................... 54 XXI .............................................................................................................................. 55 XXII ............................................................................................................................. 57 XXIII ............................................................................................................................ 58 XXIV............................................................................................................................ 59 XXV............................................................................................................................. 62 XXVI............................................................................................................................ 67 XXVII........................................................................................................................... 70 XXVIII.......................................................................................................................... 72 XXIX............................................................................................................................ 75 XXX............................................................................................................................. 77 XXXI............................................................................................................................ 81 Ernesto Sábato 5 El tunel I BASTARÁ decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona. Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que conozco. Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva. Ernesto Sábato 6 El tunel No es de eso, sin embargo, de lo que quiero hablar ahora; ya diré más adelante, si hay ocasión, algo más sobre este asunto de la rata. II COMO decía, me llamo Juan Pablo Castel. Podrán preguntarse qué me mueve a escribir la historia de mi crimen (no sé si ya dije que voy a relatar mi crimen) y, sobre todo, a buscar un editor. Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. Al fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales; uno se cree a veces un superhombre, hasta que advierte que también es mezquino, sucio y pérfido. De la vanidad no digo nada: creo que nadie está desprovisto de este notable motor del Progreso Humano. Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos! Hasta un hombre, real o simbólico, como Cristo, pronunció palabras sugeridas por la vanidad o al menos por la soberbia. ¿Qué decir de León Bloy, que se defendía de la acusación de soberbia argumentando que se había pasado la vida sirviendo a individuos que no le llegaban a las rodillas? La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad. Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos. Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede Ernesto Sábato 7 El tunel llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo, en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo. Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente, con ternura, y murmuró unas palabras para compadecerme (¡ella se compadecía de mi cansancio!). Y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que vean hasta qué punto no me creo mejor que los demás. Sin embargo, no relato esta historia por vanidad. Quizá estaría dispuesto a aceptar que hay algo de orgullo o de soberbia. Pero ¿por qué esa manía de querer encontrar explicación a todos los actos de la vida? Cuando comencé este relato estaba firmemente decidido a no dar explicaciones de ninguna especie. Tenía ganas de contar la historia de mi crimen, y se acabó, al que no le gustara, que no la leyese. Aunque no lo creo, porque precisamente esa gente que siempre anda detrás de las explicaciones es la más curiosa y pienso que ninguno de ellos se perderá la oportunidad de leer la historia de un crimen hasta el final. Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple, pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA. "¿Por qué —se podrá preguntar alguien— apenas una débil esperanza si el manuscrito ha de ser leído por tantas personas? Éste es el género de preguntas que considero inútiles, y no obstante hay que preverlas, porque la gente hace constantemente preguntas inútiles, preguntas que el análisis más superficial revela innecesarias. Puedo hablar hasta el cansancio y a gritos delante de una asamblea de cien mil rusos, nadie me entendería. ¿Se dan cuenta de lo que quiero decir? Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté. Ernesto Sábato 10 El tunel La muchacha, por lo visto, solía ir a salones de pintura. En caso de encontrarla en uno, me pondría a su lado y no resultaría demasiado complicado entrar en conversación a propósito de algunos de los cuadros expuestos. Después de examinar en detalle esta posibilidad, la abandoné. Yo nunca iba a salones de pintura. Puede parecer muy extraña esta actitud en un pintor, pero en realidad tiene explicación y tengo la certeza de que si me decidiese a darla todo el mundo me daría la razón. Bueno, quizá exagero al decir "todo el mundo". No, seguramente exagero. La experiencia me ha demostrado que lo que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes. Estoy tan quemado que ahora vacilo mil veces antes de ponerme a justificar o a explicar una actitud mía y, casi siempre, termino por encerrarme en mí mismo y no abrir la boca. Esa ha sido justamente la causa de que no me haya decidido hasta hoy a hacer el relato de mi crimen. Tampoco sé, en este momento, si valdrá la pena que explique en detalle este rasgo mío referente a los salones, pero temo que, si no lo explico, crean que es una mera manía, cuando en verdad obedece a razones muy profundas. Realmente, en este caso hay más de una razón. Diré antes que nada, que detesto los grupos, las sectas, las cofradías, los gremios y en general esos conjuntos de bichos que se reúnen por razones de profesión, de gusto o de manía semejante. Esos conglomerados tienen una cantidad de atributos grotescos, la repetición del tipo, la jerga, la vanidad de creerse superiores al resto. Observo que se está complicando el problema, pero no veo la manera de simplificarlo. Por otra parte, el que quiera dejar de leer esta narración en este punto no tiene más que hacerlo; de una vez por todas le hago saber que cuenta con mi permiso más absoluto. ¿Qué quiero decir con eso de "repetición del tipo"? Habrán observado qué desagradable es encontrarse con alguien que a cada instante guiña un ojo o tuerce la boca. Pero, ¿imaginan a todos esos individuos reunidos en un club? No hay necesidad de llegar a esos extremos, sin embargo, basta observar las familias numerosas, donde se repiten ciertos rasgos, ciertos gestos, ciertas entonaciones de voz. Me ha sucedido estar enamorado de una mujer (anónimamente, claro) y huir espantado ante la posibilidad de conocer a las hermanas. Me había pasado ya algo horrendo en otra oportunidad: encontré rasgos muy interesantes en una mujer, pero al conocer a una hermana quedé deprimido y avergonzado por mucho tiempo, los Ernesto Sábato 11 El tunel mismos rasgos que en aquella me habían parecido admirables aparecían acentuados y deformados en la hermana, un poco caricaturizados. Y esa especie de visión deformada de la primera mujer en su hermana me produjo, además de esa sensación, un sentimiento de vergüenza, como si en parte yo fuera culpable de la luz levemente ridícula que la hermana echaba sobre la mujer que tanto había admirado. Quizá cosas así me pasen por ser pintor, porque he notado que la gente no da importancia a estas deformaciones de familia. Debo agregar que algo parecido me sucede con esos pintores que imitan a un gran maestro, como por ejemplo esos malhadados infelices que pintan a la manera de Picasso. Después, está el asunto de la jerga, otra de las características que menos soporto. Basta examinar cualquiera de los ejemplos: el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo, el periodismo. No tengo preferencias; todos me son repugnantes. Tomo el ejemplo que se me ocurre en este momento: el psicoanálisis. El doctor Prato tiene mucho talento y lo creía un verdadero amigo, hasta tal punto que sufrí un terrible desengaño cuando todos empezaron a perseguirme y él se unió a esa gentuza; pero dejemos esto. Un día, apenas llegué al consultorio, Prato me dijo que debía salir y me invitó a ir con él: —¿A dónde? —le pregunté. —A un cóctel de la Sociedad —respondió. —¿De qué Sociedad? —pregunté con oculta ironía, pues me revienta esa forma de emplear el artículo determinado que tienen todos ellos, la Sociedad, por la Sociedad Psicoanalítica; el Partido, por el Partido Comunista, la Séptima, por la Séptima Sinfonía de Beethoven. Me miró extrañado, pero yo sostuve su mirada con ingenuidad. —La Sociedad Psicoanalítica, hombre —respondió mirándome con esos ojos penetrantes que los freudianos creen obligatorios en su profesión, y como si también se preguntara: "¿qué otra chifladura le está empezando a este tipo?" Recordé haber leído algo sobre una reunión o congreso presidido por un doctor Bernard o Bertrand. Con la convicción de que no podía ser eso, le pregunté si era eso. Me miró con una sonrisa despectiva. —Son unos charlatanes —comentó—. La única sociedad psicoanalítica reconocida internacionalmente es la nuestra. Ernesto Sábato 12 El tunel Volvió a entrar en su escritorio, buscó en un cajón y finalmente me mostró una carta en inglés. La miré por cortesía. —No sé inglés — expliqué. —Es una carta de Chicago. Nos acredita como la única sociedad de psicoanálisis en la Argentina. Puse cara de admiración y profundo respeto. Luego salimos y fuimos en automóvil hasta el local. Había una cantidad de gente. A algunos los conocía de nombre, como al doctor Goldenberg, que últimamente había tenido mucho renombre a raíz de haber intentado curar a una mujer los metieron a los dos en el manicomio. Acababa de salir. Lo miré atentamente, pero no me pareció peor que los demás, hasta me pareció más calmo, tal vez como resultado del encierro. Me elogió los cuadros de tal manera que comprendí que los detestaba. Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias. Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento. Sin embargo, de todos los conglomerados detesto particularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha manejado un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pretensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto Ernesto Sábato 15 El tunel meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachero (nunca lo he sido, en realidad); en otra era parco; en otras me imaginaba risueño. A veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por irritación absurda de mi parte, por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o irreflexiva. Estos encuentros fracasados me dejaban lleno de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros. En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión social sobra el tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Buenos Aires, entre gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla sin caer en una situación irremediable para mi destino. Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles, que llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión de problemas del expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil. Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era inútil y artificioso intentar una conversación semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta valiente, jugándome todo a un solo número. Por ejemplo, preguntando: "¿Por qué miró solamente la ventanita?" Es común que en las noches de insomnio sea teóricamente más decidido que durante el día, en los hechos. Al otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás tendría suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me hizo caer en el otro extremo, imaginé entonces una pregunta tan Ernesto Sábato 16 El tunel indirecta que para llegar al punto que me interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad, una pregunta del género de: "¿Tiene interés en el arte?" No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con resultados ridículos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco. Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones. VI AL VERLA caminar por la vereda de enfrente, todas las variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza. Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia frases íntegras elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia preparatoria: "¿Tiene mucho interés en el arte?", "¿Por qué miró sólo la ventanita?", etcétera. Con más insistencia que ninguna otra, surgía una frase que yo había desechado por grosera y que en ese momento me llenaba de vergüenza y me hacía sentir aun más ridículo: "¿Le gusta Castel?". Las frases, sueltas y mezcladas, formaban un tumultuoso rompecabezas en movimiento, hasta que comprendí que era inútil preocuparme de esa manera, recordé que era ella quien debía tomar la iniciativa de cualquier conversación. Y desde ese momento me sentí estúpidamente tranquilizado, y hasta creo que llegué a pensar, también estúpidamente: "Vamos a ver ahora cómo se las arreglará." Ernesto Sábato 17 El tunel Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me sentía tan nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que a seguir su marcha por la vereda de enfrente, sin pensar que si quería darle al menos la hipotética posibilidad de preguntarme una dirección tenía que cruzar la vereda y acercarme. Nada más grotesco, en efecto, que suponerla pidiéndome a gritos, desde allá, una dirección. ¿Qué haría? ¿Hasta cuándo duraría esa situación? Me sentí infinitamente desgraciado. Caminamos varías cuadras. Ella siguió caminando con decisión. Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin, no era posible que después de haber esperado este instante durante meses dejase escapar la oportunidad. Y el andar rápidamente mientras mi espíritu vacilaba tanto me producía una sensación singular, mi pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil a gran velocidad. Dio vuelta en la esquina de San Martín, caminó unos pasos y entró en el edificio de la Compañía T. Comprendí que tenía que decidirme rápidamente y entré detrás, aunque sentí que en esos momentos estaba haciendo algo desproporcionado y monstruoso. Esperaba el ascensor. No había nadie más. Alguien más audaz que yo pronunció desde mi interior esta pregunta increíblemente estúpida: —¿Éste es el edificio de la Compañía T.? Un cartel de varios metros de largo, que abarcaba todo el frente del edificio, proclamaba que, en efecto, ése era el edificio de la Compañía T. No obstante, ella se dio vuelta con sencillez y me respondió afirmativamente. (Más tarde, reflexionando sobre mi pregunta y sobre la sencillez y tranquilidad con que ella me respondió, llegué a la conclusión de que, al fin y al cabo, sucede que muchas veces uno no ve carteles demasiado grandes; y que, por lo tanto, la pregunta no era tan irremediablemente estúpida como había pensado en los primeros momentos). Pero en seguida, al mirarme, se sonrojó tan intensamente, que comprendí me había reconocido. Una variante que jamás había pensado y sin embargo muy lógica, pues mi fotografía había aparecido muchísimas veces en revistas y diarios. Me emocioné tanto que sólo atiné a otra pregunta desafortunada; le dije bruscamente: —¿Por qué se sonroja? Ernesto Sábato 20 El tunel Sin embargo era absurdo pensar que pudiera asomarse para hacerme señas o cosas por el estilo. Sólo vi el gigantesco cartel que decía: COMPAÑÍA T. Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de frente; este cálculo aumentó mi malestar. Pero ahora no tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde, con tranquilidad. Por el momento no vi otra solución. que entrar. Enérgicamente, penetré en el edificio y esperé que bajara el ascensor; pero a medida que bajaba noté que mi decisión disminuía, al mismo tiempo que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De modo que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía perfectamente decidido lo que debía hacer: no diría una sola palabra. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de haber esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho semejante? No encontré otra solución que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de no pronunciar una sola palabra; cosa perfectamente factible y hasta más normal que lo contrario: lo corriente es que nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo enfermo. Pero como yo no tenía ninguna relación y en verdad jamás hasta ese momento había visto a ese hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la más mínima complicación. El hecho de que hubiera varias personas facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar inadvertido. Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como había previsto, sin ninguna dificultad; alguien comentó con el ascensorista el calor húmedo y este comentario aumentó mi bienestar, porque confirmaba mis razonamientos. Experimenté una ligera nerviosidad cuando dije "octavo", pero sólo podría haber sido notada por alguien que estuviera enterado de los fines que yo perseguía en ese momento. Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que computaba un poco la situación; caminando con lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavía caminaba a lo largo del pasillo. Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas por el corredor, fui hasta el extremo, miré el panorama de Buenos Aires por una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor. Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las escenas desagradables que había temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera). Encendí un cigarrillo y no había terminado de encenderlo cuando advertí que mi Ernesto Sábato 21 El tunel tranquilidad era bastante absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable, pero también era cierto que no había pasado nada en absoluto. En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que trabajase regularmente en esas oficinas; pues si había entrado para hacer una simple gestión podía ya haber subido y bajado, desencontrándose conmigo. "Claro que —pensé— si ha entrado por una gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto tiempo." Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie del edificio. Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las diferentes posibilidades que se presentaban: 1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando. 2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión; también correspondía esperar. 3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de salida. "De modo que esperando hasta esa hora —razoné— enfrento las tres posibilidades." Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante para decidirme a esperar con serenidad en el café de la esquina, desde cuya vereda podía vigilar la salida de la gente. Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto. A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la última hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues me parecía mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldría mucha gente de golpe y era posible que no la viera desde el café. A las seis y minutos empezó a salir el personal. A las seis y media habían salido casi todos, como se infería del hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos cuarto no salía casi nadie: solamente, de vez en cuando, algún alto empleado; a menos que ella fuera un alto empleado ("Absurdo", pensé) o secretaria de un alto empleado ("Eso sí", pensé con una débil esperanza). A las siete todo había terminado. Ernesto Sábato 22 El tunel VIII MIENTRAS volvía a mi casa profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero, pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá por eso mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no tardaría en volverme loco. Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la única persona que evidentemente había comprendido mi pintura. O ella entró en la oficina para hacer una gestión, o trabajaba allí; no había otra posibilidad. Desde luego, esta última era la hipótesis más favorable. En este caso, al separarse de mí se habría sentido trastornada y decidiría volver a su casa. Era necesario esperarla, pues, al otro día, frente a la entrada. Analicé luego la otra posibilidad: la gestión. Podría haber sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y decidido dejar la gestión para el otro día. También en este caso correspondía esperarla en la entrada. Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible: la gestión había sido hecha mientras yo llegaba al edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que nos habíamos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo, pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí inútil volver al otro día a esperar. Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferré a ellas con desesperación. Llegué a mi casa con una mezcla de sentimientos. Por un lado, cada vez que pensaba en la frase que ella había dicho ("La recuerdo constantemente"), mi corazón latía con violencia y sentí que se me abría una oscura pero vasta y poderosa perspectiva; intuí que una gran fuerza, hasta ese momento dormida, se desencadenaría en mí. Por otro lado imaginé que podía pasar mucho tiempo antes de volver a encontrarla. Era necesario encontrarla. Me encontré diciendo en alta voz, varias veces: "¡Es necesario, es necesario!" Ernesto Sábato 25 El tunel Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi forma de ser. Hice un gran esfuerzo mental, ¿acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia ¿no me había pasado meses razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María al fin, gracias a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la verdad, muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme esfuerzo. Grité: —¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que no sabe por qué va hacia ese objetivo, ¿entiende? Me miró un instante con perplejidad; luego volvió nuevamente a mirar el árbol. —Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavía no me doy cuenta de la razón. Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo, agregué: —Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la única persona que le ha dado importancia. —Yo no soy crítico de arte —murmuró. Me enfurecí y grité: —¡No me hable de esos cretinos! Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le expliqué por qué no creía en los críticos de arte: en fin, la teoría del bisturí y todo eso. Me escuchó siempre sin mirarme y cuando yo terminé comentó: —Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado. Me indigné. —¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que me han amargado y que me han hecho pensar que ando por el mal camino. Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en este salón: ni uno solo de esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que le ha dado importancia: usted. Y usted no es un crítico. No, en realidad hay otra persona que le ha dado importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión, casi asco. En cambio, usted... Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente: Ernesto Sábato 26 El tunel —¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión? —¿Qué opinión? —La de esa persona. La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con sus mandíbulas apretadas. Respondí con firmeza: —Usted piensa como yo. —¿Y qué es lo que piensa usted? —No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría decirle que usted siente como yo. Usted miraba aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar. No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa como yo. —¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros? —Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa. Pero esa escena no: sentía que debía pintarla así, sin saber bien por qué. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que ver con el resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy caminando a tientas, y necesito su ayuda porque sé que siente como yo. —No sé exactamente lo que piensa usted. Comenzaba a impacientarme. Le respondí secamente: —¿No le digo que no sé lo que pienso? Si pudiera decir con palabras claras lo que siento, sería casi como pensar claro. ¿No es cierto? —Sí, es cierto. Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro. Después agregué: —Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial. —¿Qué obra anterior? —La anterior a la ventana. Me concentré nuevamente y luego dije: —No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera más superficial. ¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me había puesto a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta qué punto había pintado la escena de la ventana como un sonámbulo. —No, no es que fuera más superficial —agregué, como hablando para mí mismo—. No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído que en un campo de Ernesto Sábato 27 El tunel concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil. ¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de la falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes? Ella seguía en silencio. —Esa escena de la playa me da miedo —agregué después de un largo rato—, aunque sé que es algo más profundo. No, más bien quiero decir que me representa más profundamente a mí... Eso es. No es un mensaje claro, todavía, no, pero me representa profundamente a mí. Oí que ella decía: —¿Un mensaje de desesperanza, quizá? La miré ansiosamente: —Sí —respondí—, me parece que un mensaje de desesperanza. ¿Ve cómo usted sentía como yo? Después de un momento, preguntó: —¿Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? La observé con sorpresa. —No —repuse—, me parece que no. ¿Y usted qué piensa? Quedó un tiempo bastante largo sin responder; por fin volvió la cara y su mirada se clavó en mí. —La palabra elogiable no tiene nada que hacer aquí —dijo, como contestando a su propia pregunta—. Lo que importa es la verdad. —¿Y usted cree que esa escena es verdadera? —pregunté. Casi con dureza, afirmó: —Claro que es verdadera. Miré ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. "¿Por qué esa dureza?", me preguntaba, "¿por qué?" Quizá sintió mi ansiedad, mi necesidad de comunión, porque por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo. Con una voz también diferente, agregó: —Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan. Ernesto Sábato 30 El tunel XI PASÉ una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y de pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en forma totalmente imparcial y ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la humanidad me pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía comer en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada. Me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta característica: sé que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré. Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía abolido o, por lo menos, transitoriamente ausente. Entré en el café Marzotto. Supongo que ustedes saben que la gente va allí a oír tangos, pero a oírlos como un creyente en Dios oye La pasión según San Mateo. Ernesto Sábato 31 El tunel XII ALA MAÑANA siguiente, a eso de las diez, llamé por teléfono. Me atendió la misma mujer del día anterior. Cuando pregunté por la señorita María Iribarne me dijo que esa misma mañana había salido para el campo. Me quedé frío. —¿Para el campo? —pregunté. —Sí, señor. ¿Usted es el señor Castel? —Sí, soy Castel. —Dejó una carta para usted, acá. Que perdone, pero no tenía su dirección. Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente. Ahora bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono ¿sería también consecuencia de esa conversación? Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del otro día? Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que "entraban y salían" y que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como con ácido: "Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme." Pensé que alrededor de María existían muchas sombras. Estas reflexiones me las hice por primera vez mientras corría a su casa. Era curioso que ella no hubiera averiguado mi dirección; yo, en cambio, conocía ya su dirección y su teléfono. Vivía en la calle Posadas, casi en la esquina de Seaver. Cuando llegué al quinto piso y toqué el timbre, sentí una gran emoción. Ernesto Sábato 32 El tunel Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo por el estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una salita llena de libros: las paredes estaban cubiertas de estantes hasta el techo, pero también había montones de libros encima de dos mesitas y hasta de un sillón. Me llamó la atención el tamaño excesivo de muchos volúmenes. Me levanté para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto tuve la impresión de que alguien me observaba en silencio a mis espaldas. Me di vuelta y vi a un hombre en el extremo opuesto de la salita: era alto, flaco, tenía una hermosa cabeza. Sonreía mirando hacia donde yo estaba, pero en general, sin precisión. A pesar de que tenía los ojos abiertos, me di cuenta de que era ciego. Entonces me expliqué el tamaño anormal de los libros. —¿Usted es Castel, no? —me dijo con cordialidad, extendiéndome la mano. —Sí, señor Iribarne —respondí, entregándole mi mano con perplejidad, mientras pensaba qué clase de vinculación familiar podía haber entre María y él. Al mismo tiempo que me hacía señas de tomar asiento, sonrió con una ligera expresión de ironía y agregó: —No me llamo Iribarne y no me diga señor. Soy Allende, marido de María. Acostumbrado a valorizar y quizá a interpretar los silencios, añadió inmediatamente: —María usa siempre su apellido de soltera. Yo estaba como una estatua. —María me ha hablado mucho de su pintura. Como quedé ciego hace pocos años, todavía puedo imaginar bastante bien las cosas. Parecía como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no sabía qué decir. ¡Cómo ansiaba estar solo, en la calle, para pensar en todo! Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó. —Acá está la carta —dijo con sencillez, como si no tuviera nada de extraordinario. Tomé la carta e iba a guardarla cuando el ciego agregó, como si hubiera visto mi actitud: —Léala, no más. Aunque siendo de María no debe de ser nada urgente. Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras él encendía un cigarrillo, después de haberme ofrecido uno. Saqué la carta; decía una sola frase: Ernesto Sábato 35 El tunel En primer término, si en esa casa era tan natural que ella tuviera relaciones con hombres, como lo probaba el hecho de la carta a través del marido, ¿por qué emplear una voz neutra y oficinesca hasta que la puerta estuvo cerrada ? Luego, ¿ qué significaba esa aclaración de que "cuando está la puerta cerrada saben que no deben molestarme"? Por lo visto, era frecuente que ella se encerrara para hablar por teléfono. Pero no era creíble que se encerrase para tener conversaciones triviales con personas amigas de la casa: había que suponer que era para tener conversaciones semejantes a la nuestra. Pero entonces había en su vida otras personas como yo. ¿Cuántas eran? ¿Y quiénes eran? Primero pensé en Hunter, pero lo excluí en seguida: ¿a qué hablar por teléfono si podía verlo en la estancia cuando quisiera? ¿Quiénes eran los otros, en ese caso? Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no quedaba terminado: subsistía el problema de su contestación a mi pregunta precisa. Observé con amargura que cuando yo le pregunté si había pensado en mí, después de tantas vaguedades sólo contestó: "¿no le he dicho que he pensado en todo?" Esto de contestar con una pregunta no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue clara era que ella misma, al otro día (o esa misma noche) creyó necesario responder en forma bien precisa con una carta. "Pasemos a la carta", me dije. Saqué la carta del bolsillo y la volví a leer: Yo también pienso en usted, MARÍA La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía. ¡Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos... Esa impresión, por ejemplo, no resistía el menor análisis: ¿acaso el marido no la llamaba también María? Y seguramente Hunter también la llamaría así, ¿ de qué otra manera podía llamarla? ¿Y las otras personas con las que hablaba a puertas cerradas? Me Ernesto Sábato 36 El tunel imagino que nadie habla a puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice "señorita Iribarne". ¡"Señorita Iribarne"! Ahora caía en la cuenta de la vacilación que había tenido la mucama la primera vez que hablé por teléfono: ¡Qué grotesco! Pensándolo bien, era una prueba más de que ese tipo de llamado no era totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez que alguien preguntó por la "señorita Iribarne" la mucama, extrañada, debió forzosamente haber corregido, recalcando lo de señora. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones, la mucama había terminado por encogerse de hombros y pensar que era preferible no meterse en rectificaciones. Vaciló, era natural; pero no me corrigió. Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una cantidad de deducciones. Empecé por el hecho más extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recordé el argumento que me transmitió la mucama: "Que perdone, pero no tenía la dirección." Era cierto: ni ella me había pedido la dirección ni a mí se me había ocurrido dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar era buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir su actitud a una inconcebible pereza, y entonces era inevitable una conclusión: María deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el marido. Pero ¿por qué? En este punto se llegaba a una situación sumamente complicada: podía ser que ella experimentara placer en usar al marido de intermediario; podía ser el marido el que experimentase placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades patológicas quedaba una natural: María había querido hacerme saber que era casada para que yo viera la inconveniencia de seguir adelante. Estoy seguro de que muchos de los que ahora están leyendo estas páginas se pronunciarán por esta última hipótesis y juzgarán que sólo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En la época en que yo tenía amigos, muchas veces se han reído de mi manía de elegir siempre los caminos más enrevesados: Yo me pregunto por qué la realidad ha de ser simple. Mi experiencia me ha enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos. Un ejemplo de todos los días: la gente que da limosnas; en general, se considera que es más generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitiré tratar con el mayor desdén esta teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (de un mendigo Ernesto Sábato 37 El tunel auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el problema psicológico del señor que compra así, por casi nada, su tranquilidad espiritual y su título de generoso. Júzguese hasta qué punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar más de un peso por día para asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su bondad. ¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere para sobrellevar la existencia de la miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria) operación! Pero volvamos a la carta. Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la misma hipótesis, pues se derrumba al menor análisis. "María quería hacerme saber que era casada para que yo viese la inconveniencia de seguir adelante." Muy bonito. Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un procedimiento tan engorroso y cruel? ¿No podría habérmelo dicho personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme escrito, de no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía un argumento tremendo: ¿por qué la carta, en ese caso, no decía que era casada, corno yo lo podía ver, y no rogaba que tomara nuestras relaciones en un sentido más tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta era una carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso. Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿ Era posible que María sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se había divertido juntando dos seres semejantes? De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos, con mi costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era un ser semejante a mí. Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dediqué a imaginar su rostro, su mirada —esa mirada que me recordaba algo que no podía precisar—, su forma profunda y melancólica de razonar. Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de soledad se había concentrado en María. ¿Cómo podía pensar cosas tan absurdas ? Ernesto Sábato 40 El tunel pequeña escena sin oír ni ver la multitud que nos rodeaba, ya era como si nos hubiésemos tuteado y en seguida supe cómo era y quién era, cómo yo la necesitaba y cómo, también, yo le era necesario. ¡ Ah, y sin embargo te maté! ¡ Y he sido yo quien te ha matado, yo, que veía como a través de un muro de vidrio, sin poder tocarlo, tu rostro mudo y ansioso! ¡Yo, tan estúpido, tan ciego, tan egoísta, tan cruel! Basta de efusiones. Dije que relataría esta historia en forma escueta y así lo haré. XVI AMABA desesperadamente a María y no obstante la palabra amor no se había pronunciado entre nosotros. Esperé con ansiedad su retorno de la estancia para decírsela. Pero ella no volvía. A medida que fueron pasando los días, creció en mí una especie de locura. Le escribí una segunda carta que simplemente decía: "¡Te quiero, María, te quiero, te quiero!" A los dos días recibí, por fin, una respuesta que decía estas únicas palabras: "Tengo miedo de hacerte mucho mal." Le contesté en el mismo instante: "No me importa lo que puedas hacerme. Si no pudiera amarte me moriría. Cada segundo que paso sin verte es una interminable tortura." Pasaron días atroces, pero la contestación de María no llegó. Desesperado, escribí: "Estás pisoteando este amor." Al otro día, por teléfono, oí su voz, remota y temblorosa. Excepto la palabra María, pronunciada repetidamente, no atiné a decir nada, ni tampoco me habría sido posible: mi garganta estaba contraída de tal modo que no podía hablar distintamente. Ella me dijo: —Vuelvo mañana a Buenos Aires. Te hablaré apenas llegue. Ernesto Sábato 41 El tunel Al otro día, a la tarde, me habló desde su casa. —Te quiero ver en seguida —dije. —Sí, nos veremos hoy mismo —respondió. —Te espero en la plaza San Martín —le dije. María pareció vacilar. Luego respondió: —Preferiría en la Recoleta. Estaré a las ocho. ¡Cómo esperé aquel momento, cómo caminé sin rumbo por las calles para que el tiempo pasara más rápido! ¡ Qué ternura sentía en mi alma, qué hermosos me parecían el mundo, la tarde de verano, los chicos que jugaban en la vereda! Pienso ahora hasta qué punto el amor enceguece y qué mágico poder de transformación tiene. ¡ La hermosura del mundo! ¡ Si es para morirse de risa! Habían pasado pocos minutos de las ocho cuando vi a María que se acercaba, buscándome en la oscuridad. Era ya muy tarde para ver su cara, pero reconocí su manera de caminar. Nos sentamos. Le apreté un brazo y repetí su nombre insensatamente, muchas veces; no acertaba a decir otra cosa, mientras ella permanecía en silencio. —¿Por qué te fuiste a la estancia? —pregunté por fin, con violencia—. ¿Por qué me dejaste solo? ¿Por qué dejaste esa carta en tu casa? ¿Por qué no me dijiste que eras casada? Ella no respondía. Le estrujé el brazo. Gimió. —Me haces mal, Juan Pablo —dijo suavemente. —¿Por qué no me decís nada? ¿Por qué no respondes? No decía nada. —¿Por qué? ¿Por qué? Por fin respondió: —¿Por qué todo ha de tener respuesta? No hablemos de mí: hablemos de vos, de tus trabajos, de tus preocupaciones. Pensé constantemente en tu pintura, en lo que me dijiste en la plaza San Martín. Quiero saber qué haces ahora, qué pensás, si has pintado o no. Le volví a estrujar el brazo con rabia. —No —le respondí—. No es de mí que deseo hablar: deseo hablar de nosotros dos, necesito saber si me querés. Nada más que eso: saber si me querés. No respondió. Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando silenciosamente. Ernesto Sábato 42 El tunel —Ah... entonces no me querés —dije con amargura. Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente: —Claro que te quiero... ¿por qué hay que decir ciertas cosas? —Sí —le respondí—, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés? Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. Me ha sucedido a veces darme vuelta de pronto con la sensación de que me espiaban, no encontrar a nadie y sin embargo sentir que la soledad que me rodeaba era reciente y que algo fugaz había desaparecido, como si un leve temblor quedara vibrando en el ambiente. Era algo así. —Has estado sonriendo —dije con rabia. —¿Sonriendo? —preguntó asombrada. —Sí, sonriendo: a mí no se me engaña tan fácilmente. Me fijo mucho en los detalles. —¿En qué detalles te has fijado? —preguntó. —Quedaba algo en tu cara. Rastros de una sonrisa. —¿Y de qué podía sonreír? —volvió a decir con dureza. —De mi ingenuidad, de mi pregunta si me querías verdaderamente o como a un chico, qué sé yo... Pero habías estado sonriendo. De eso no tengo ninguna duda. María se levantó de golpe. —¿Qué pasa? —pregunté asombrado. —Me voy —repuso secamente. Me levanté como un resorte. —¿Cómo, que te vas? —Sí, me voy. —¿Cómo, que te vas? ¿Por qué? No respondió. Casi la sacudí con los dos brazos. —¿Por qué te vas? —Temo que tampoco vos me entiendas. Me dio rabia. Ernesto Sábato 45 El tunel idea de que su amor era, en el mejor dé los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una garantía de verdadero amor. Diré desde ahora que esa idea fue una de las tantas ingenuidades mías, una de esas ingenuidades que seguramente hacían sonreír a María a mis espaldas. Lejos de tranquilizarme, el amor físico me perturbó más, trajo nuevas y torturantes dudas, dolorosas escenas de incomprensión, crueles experimentos con María. Las horas que pasamos en el taller son horas que nunca olvidaré. Mis sentimientos, durante todo ese período, oscilaron entre el amor más puro y el odio más desenfrenado, ante las contradicciones y las inexplicables actitudes de María; de pronto me acometía la duda de que todo era fingido. Por momentos parecía una adolescente púdica y de pronto se me ocurría que era una mujer cualquiera, y entonces un largo cortejo de dudas desfilaba por mi mente: ¿dónde? ¿cómo? ¿quiénes? ¿cuándo? En tales ocasiones, no podía evitar la idea de que María representaba la más sutil y atroz de las comedias y de que yo era, entre sus manos, como un ingenuo chiquillo al que se engaña con cuentos fáciles para que coma o duerma. A veces me acometía un frenético pudor, corría a vestirme y luego me lanzaba a la calle, a tomar fresco y a rumiar mis dudas y aprensiones. Otros días, en cambio, mi reacción era positiva y brutal: me echaba sobre ella, le agarraba los brazos como con tenazas, se los retorcía y le clavaba la mirada en sus ojos, tratando de forzarle garantías de amor, de verdadero amor. Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del "amor verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿ Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo. Ernesto Sábato 46 El tunel Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final había llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso. Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios. Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura. —Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía con rabia— te mataré como a un perro. Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio. Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con Ernesto Sábato 47 El tunel humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsucio, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación. Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama. XVIII MIS INTERROGATORIOS, cada día más frecuentes y retorcidos, eran a propósito de sus silencios, sus miradas, sus palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus amores. Una vez le pregunté por qué se hacía llamar "señorita Iribarne", en vez de "señora de Allende". Sonrió y me dijo: —¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso? —Para mí tiene mucha importancia —respondí examinando sus ojos. —Es una costumbre de familia —me respondió, abandonando la sonrisa. —Sin embargo —aduje—, la primera vez que hablé a tu casa y pregunté por la "señorita Iribarne" la mucama vaciló un instante antes de responderme. —Te habrá parecido. Ernesto Sábato 50 El tunel —Por Dios, quise decir que se parecía a vos en cierto sentido, pero no que fuera idéntico. Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa. —Está bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de quemar las cartas. —Te repito que las quemé porque me deprimían. —Pero podías tenerlas guardadas sin leerlas. Eso sólo prueba que las releíste hasta quemarlas. Y si las releías sería por algo, por algo que debería atraerte en él. —Yo no he dicho que no me atrajese. —Dijiste que no era tu tipo. —Dios mío, Dios mío. La muerte tampoco es mi tipo y no obstante muchas veces me atrae. Richard me atraía casi como me atrae la muerte o la nada. Pero creo que uno no debe entregarse pasivamente a esos sentimientos. Por eso tal vez no lo quise. Por eso quemé sus cartas. Cuando murió, decidí destruir todo lo que prolongaba su existencia. Quedó deprimida y no pude lograr una palabra más acerca de Richard. Pero debo agregar que no era ese hombre el que más me torturó, porque al fin y al cabo de él llegué a saber bastante. Eran las personas desconocidas, las sombras que jamás mencionó y que sin embargo yo sentía moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las peores cosas de María las imaginaba precisamente con esas sombras anónimas. Me torturaba y aún hoy me tortura una palabra que se escapó de sus labios en un momento de placer físico. Pero de todos aquellos complejos interrogatorios, hubo uno que echó tremenda luz acerca de María y su amor. XIX NATURALMENTE, puesto que se había casado con Allende, era lógico pensar que alguna vez debió sentir algo por ese hombre. Debo decir que este problema, que Ernesto Sábato 51 El tunel podríamos llamar "el problema Allende", fue uno de los que más me obsesionaron. Eran varios los enigmas que quería dilucidar, pero sobre todo estos dos: ¿lo había querido en alguna oportunidad?, ¿lo quería todavía? Estas dos preguntas no se podían tomar en forma aislada: estaban vinculadas a otras: si no quería a Allende, ¿a quién quería? ¿A mí? ¿A Hunter? ¿A alguno de esos misteriosos personajes del teléfono? ¿O bien era posible que quisiera a distintos seres de manera diferente, como pasa en ciertos hombres ? Pero también era posible que no quisiera a nadie y que sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres diablos, chiquilines, que éramos el único y que los demás eran simples sombras, seres con quienes mantenía una relación superficial o aparente. Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por qué se había casado con él. —Lo quería —me respondió. —Entonces ahora no lo querés. —Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió. —Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero". —Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo increíble — protestó María—. Cuando dije que me había casado porque lo quería no quise decir que ahora no lo quiera. —Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo encontrarla en falta respecto a declaraciones hechas en interrogatorios anteriores. Calló. Parecía abatida. —¿Por qué no respondes? —pregunté. —Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces en forma casi idéntica. —No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que habías querido. María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera. —¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar. Ernesto Sábato 52 El tunel —Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera. . —¿De qué manera? —¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir. —No sé nada. —Te lo he dicho muchas veces. —Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca. —¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que Allende es un gran compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad de su espíritu, que me parece muy superior a mí en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo podes imaginar, pues, que no lo quiera ? —No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí. Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona a la que habías querido verdaderamente. María me miró tristemente. —Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora necesito que me respondas a una sola pregunta : ¿ te acostás con él ? María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me preguntó con voz muy dolorida: —¿Es necesario que responda también a eso? —Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza. —Me parece horrible que me interrogues de este modo. —Es muy sencillo: tenés que decir sí o no. —La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer. —Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí. —Muy bien: sí. —Entonces lo deseas. Ernesto Sábato 55 El tunel Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad. Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas. Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más. Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a la casa hasta la noche. Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo. No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos. Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo. Algo se había roto entre nosotros. XXI VOLVÍ a casa con la sensación de una absoluta soledad. Ernesto Sábato 56 El tunel Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica. Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean. Esa noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en lo peor de mi borrachera cuando sentí tanto asco de la mujer que estaba conmigo y de los marineros que me rodeaban que salí corriendo a la calle. Caminé por Viamonte y descendí hasta los muelles. Me senté por ahí y lloré. El agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿para qué sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla. La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que sería, así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a qué ? Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desesperación que precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo. Era casi de madrugada cuando decidí volver a casa. No recuerdo cómo, pero a pesar de esa decisión (que recuerdo perfectamente), me encontré de pronto frente a Ernesto Sábato 57 El tunel la casa de Allende. Lo curioso es que no recuerdo los hechos intermedios. Me veo sentado en los muelles, mirando el agua sucia y pensando: "Ahora tengo que acostarme" y luego me veo frente a la casa de Allende, observando el quinto piso. ¿ Para qué miraría? Era absurdo imaginar que a esas horas pudiera verla de algún modo. Estuve largo rato, estupefacto, hasta que se me ocurrió una idea: bajé hasta la avenida, busqué un café y llamé por teléfono. Lo hice sin pensar qué diría para justificar un llamado a semejante hora. Cuando me atendieron, después de haber llamado durante unos cinco minutos, me quedé paralizado, sin abrir la boca. Colgué el tubo, despavorido, salí del café y comencé a caminar al azar. De pronto me encontré nuevamente en el café. Para no llamar la atención, pedí una ginebra y mientras la bebía me propuse volver a mi casa. Al cabo de un tiempo bastante largo me encontré por fin en el taller. Me eché, vestido, sobre la cama y me dormí. XXII DESPERTÉ tratando de gritar y me encontré de pie en medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias personas, a la casa de un señor que nos había citado. Llegué a la casa, que desde afuera parecía como cualquier otra, y entré. Al entrar tuve la certeza instantánea de que no era así, de que era diferente a las demás. El dueño me dijo: —Lo estaba esperando. Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obedecía. Me resigné a presenciar lo que iba a pasar, como si fuera un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre aquel comenzó a transformarme en pájaro, en un pájaro de tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se convenían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque. Ernesto Sábato 60 El tunel Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia de un chofer. Apenas descendí, se me acercó y me preguntó: —¿ Usted es el señor Castel ? —No —respondí serenamente—. No soy el señor Castel. En seguida pensé que iba a ser difícil esperar en la estación el tren de vuelta; podría tardar medio día o cosa así. Resolví, con malhumor, reconocer mi identidad. —Sí —agregué, casi inmediatamente—, soy el señor Castel. El chofer me miró con asombro. —Tome —le dije, entregándole mi valija y mi caja de pintura. Caminamos hasta el auto. —La señora María ha tenido una indisposición —me explicó el hombre. "¡Una indisposición!", murmuré con sorna. ¡Cómo conocía esos subterfugios! Nuevamente me acometió la idea de volverme a Buenos Aires, pero ahora, además de la espera del tren había otro hecho: la necesidad de convencer al chofer de que yo no era, efectivamente, Castel o, quizá, la necesidad de convencerlo de que, si bien era el señor Castel, no era loco. Medité rápidamente en las diferentes posibilidades que se me presentaban y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso, sería difícil convencer al chofer. Decidí dejarme arrastrar a la estancia. Además, ¿qué pasaría en caso de volverme? Era fácil de prever porque sería la repetición de muchas situaciones anteriores: me quedaría con mi rabia, aumentada por la imposibilidad de descargarla en María, sufriría horriblemente por no verla, no podría trabajar, y todo en honor a una hipotética mortificación de María. Y digo hipotética porque jamás pude comprobar si verdaderamente la mortificaban esa clase de represalias. Hunter tenía cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que son primos); era alto, moreno, más bien flaco; pero de mirada escurridiza. "Este hombre es un abúlico y un hipócrita", pensé. Este pensamiento me alegró (al menos así lo creí en ese instante). Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una mujer flaca que fumaba con una boquilla larguísima. Tenía acento parisiense, se llamaba Mimí Allende, era malvada y miope. ¿Pero dónde diablos se habría metido María? ¿Estaría indispuesta de verdad, entonces? Yo estaba tan ansioso que me había olvidado casi de la presencia de esos entes. Pero al recordar de pronto mi situación, me di bruscamente vuelta, en Ernesto Sábato 61 El tunel dirección a Hunter, para controlarlo. Es un método que da excelentes resultados con individuos de este género. Hunter estaba escrutándome con ojos irónicos, que trató de cambiar instantáneamente. —María tuvo una indisposición y se ha recostado —dijo—. Pero creo que bajará pronto. Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente era necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse, pues, a escuchar y ver y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible. Volví a pensar que me alegraba el aspecto de general hipocresía de Hunter y la flaca. Sin embargo, mi estado de ánimo era sombrío. —Así que usted es pintor —dijo la mujer miope, mirándome con los ojos semicerrados, como se hace cuando hay viento con tierra. Ese gesto, provocado seguramente por su deseo de mejorar la miopía sin anteojos (como si con anteojos pudiera ser más fea) aumentaba su aire de insolencia e hipocresía. —Sí, señora —respondí con rabia. Tenía la certeza de que era señorita. —Castel es un magnífico pintor —explicó el otro. Después agregó una serie de idioteces a manera de elogio, repitiendo esas pavadas que los críticos escribían sobre mí cada vez que había una exposición: "sólido", etcétera. No puedo negar que al repetir esos lugares comunes revelaba cierto sentido del humor. Vi que Mimí volvía a examinarme con los ojitos semicerrados y me puse bastante nervioso, pensando que hablaría de mí. Aún no la conocía bien. —¿Qué pintores prefiere? —me preguntó como quien está tomando examen. No, ahora que recuerdo, eso me lo preguntó después que bajamos. Apenas me presentó a esa mujer, que estaba sentada en el jardín, cerca de una mesa donde se habían puesto las cosas para el té, Hunter me llevó adentro, a la pieza que me habían destinado. Mientras subíamos (la casa tenía dos pisos) me explicó que la casa, con algunas mejoras, era casi la misma que había construido el abuelo en el viejo casco de la estancia del bisabuelo. "¿Y a mí qué me importa?", pensaba yo. Era evidente que el tipo quería mostrarse sencillo y franco, aunque ignoro con qué objeto. Mientras él decía algo de un reloj de sol o de algo con sol, yo pensaba que Ernesto Sábato 62 El tunel María quizá debía estar en alguna de las habitaciones de arriba. Quizá por mi cara escrutadora, Hunter me dijo: —Acá hay varios dormitorios. En realidad la casa es bastante cómoda, aunque está hecha con un criterio muy gracioso. Recordé que Hunter era arquitecto. Habría que ver qué entendía por construcciones no graciosas. —Este es el viejo dormitorio del abuelo y ahora lo ocupo yo —me explicó señalando el del medio, que estaba frente a la escalera. Después me abrió la puerta de un dormitorio. —Este es su cuarto —explicó. Me dejó solo en la pieza y dijo que me esperaría abajo para el té. Apenas quedé solo, mi corazón comenzó a latir con fuerza pues pensé que María podría estar en cualquiera de esos dormitorios, quizá en el cuarto de al lado. Parado en medio de la pieza, no sabía qué hacer. Tuve una idea: me acerqué a la pared que daba al otro dormitorio (no al de Hunter) y golpeé suavemente con mi puño. Esperé respuesta, pero no me contestó. Salí al corredor, miré si no había nadie, me acerqué a la puerta de al lado y mientras sentía una gran agitación levanté el puño para golpear. No tuve valor y volví casi corriendo a mi cuarto. Después decidí bajar al jardín. Estaba muy desorientado. XXV FUE UNA VEZ en la mesa que la flaca me preguntó a qué pintores prefería. Cité torpemente algunos nombres: Van Gogh, el Greco. Me miró con ironía y dijo, como para sí: —Tiens. Después agregó: —A mí me disgusta la gente demasiado grande. Te diré —prosiguió dirigiéndose a Hunter— que esos tipos como Miguel Ángel o el Greco me molestan. ¡ Es tan Ernesto Sábato 65 El tunel —Sí, es cierto —dije, por decir algo. Hunter volvió a mirarme con ironía. —Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan —agregó Mimí, mirando a Hunter con severidad. —Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas semejantes. —De cualquier manera se lo diré a Georgie. Menos mal que no todo el mundo tiene tu pedantería. Al señor Castel, por ejemplo, le gustan ¿no es cierto? —¿A mí? —pregunté horrorizado. —Claro —prosiguió Mimí, sin esperar mi respuesta y volviendo la vista nuevamente hacia Hunter— que si todo el mundo fuera tan savant como tú no se podría ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda una teoría sobre la novela policial. —Así es —aceptó Hunter, sonriendo. —¿No le decía? —comentó Mimí con severidad, dirigiéndose de nuevo a mí y como poniéndome de testigo—. No, si yo a éste lo conozco bien. A ver, no tengas ningún escrúpulo en lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla. Hunter, en efecto, no se hizo rogar mucho. —Mi teoría —explicó— es la siguiente: la novela policial representa en el siglo veinte lo que la novela de caballería en la época de Cervantes. Más todavía: creo que podría hacerse algo equivalente a Don Quijote: una sátira de la novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a proceder en la vida real como procede un detective en una de esas novelas. Creo que se podría hacer algo divertido, trágico, simbólico, satírico y hermoso. —¿Y por qué no lo haces? —preguntó burlonamente Mimí. —Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha pereza. —Me parece que basta con la primera razón —opinó Mimí. Después se dirigió desgraciadamente a mí: —Este hombre —dijo señalando de costado a Hunter con su larga boquilla— habla contra las novelas policiales porque es incapaz de escribir una sola, aunque sea la novela más aburrida del mundo. Ernesto Sábato 66 El tunel —Dame un cigarrillo —dijo Hunter, dirigiéndose a su prima. Después agregó—: Cuándo dejarás de ser tan exagerada. En primer lugar, yo no he hablado contra las novelas policiales: simplemente dije que se podría escribir algo así como el Don Quijote de nuestra época. En segundo lugar, te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese género. Una vez se me ocurrió una linda idea para una novela policial. —Sans blague —se limitó a decir Mimí. —Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta. Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusión es que el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa: el asesino debe estar ya en el lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El detective y el asesino son la misma persona. —Demasiado original para mi gusto —comentó Mimí—. ¿Y cómo concluye? ¿No decías que debía haber un cuarto asesinato ? —La conclusión es evidente —dijo Hunter, con pereza—: el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective, como en un vulgar asesinato. ¿No te gusta? —Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra escribir la novela. —En efecto —admitió Hunter, con tranquilidad. Después la mujer empezó a hablar de un quiromántico que había conocido en Mar del Plata y de una señora vidente. Hunter hizo un chiste y Mimí se enojó: —Te imaginarás que tiene que ser algo serio —dijo—. El marido es profesor en la facultad de ingeniería. Ernesto Sábato 67 El tunel Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperado porque María no aparecía. Cuando los volví a atender, estaban hablando del estatuto del peón. —Lo que pasa —dictaminó Mimí, empuñando la boquilla como una batuta— es que la gente no quiere trabajar más. Hacia el final de ¡a conversación tuve una repentina iluminación que me disipó la inexplicable tristeza: intuí que la tal Mimí había llegado a último momento y que María no bajaba para no tener que soportar las opiniones (que seguramente conocía hasta el cansancio) de Mimí y su primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue completamente irracional sino la consecuencia de unas palabras que me había dicho el chofer mientras íbamos a la estancia y en las que yo no puse al principio ninguna atención; algo referente a una prima del señor que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el té. La cosa era clara: María, desesperada por la llegada repentina de esa mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando una indisposición; era evidente que no podía soportar a semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta deducción me iluminó bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Hunter y Mimí eran unos hipócritas y unos frívolos, la parte más superficial de mi alma se alegró, porque veía de ese modo que no había competencia posible en Hunter; pero mi capa más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho, al sentir) que María formaba también parte de ese círculo y que, de alguna manera, podría tener atributos parecidos. XXVI CUANDO nos levantamos de la mesa para caminar por el parque, vi que María se acercaba a nosotros, lo que confirmaba mi hipótesis: había esperado ese momento para acercársenos, evitando la absurda conversación en la mesa. Ernesto Sábato 70 El tunel Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y me condujo hacia la casa. Observé fugazmente a los que quedaban y me pareció advertir un relámpago intencionado en los ojos con que Mimí miró a Hunter. XXVII PENSABA quedarme varios días en la estancia pero sólo pasé una noche. Al día siguiente de mi llegada, apenas salió el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede parecer una locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada. Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro, subimos a buscar las presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por María. Los primos habían desaparecido, de todos modos. María comenzó entonces a sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a través del parque, hacia la costa, tenía verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo había conocido hasta ese momento, en la tristeza de la ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también, que aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente (extrañamente para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y desesperanzaba, porque intuía que esa forma de María me era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo debía pertenecer a Hunter o a algún otro. La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de las olas, que se hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada condición? Ernesto Sábato 71 El tunel Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno. —Cuántas veces —dijo María— soñé compartir con vos este mar y este cielo. Después de un tiempo, agregó: —A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después vinieron aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medías palabras, tu mensaje cifrado. Yo no decía nada. Herniosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir nunca. "Nunca más, nunca más", pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo. Oí fragmentos: "Dios mío... muchas cosas en esta eternidad que estamos juntos... cosas horribles... no sólo somos este paisaje, sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de fealdad, de insignificancia..." El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto, la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil! Ella decía que éramos seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabía hasta qué punto era yo mismo capaz de cosas innobles, me Ernesto Sábato 72 El tunel desolaba el pensamiento de que también ella podía serlo, que seguramente lo era. ¿Cómo? —pensaba—, ¿con quiénes, cuándo? Y un sordo deseo de precipitarme sobre ella y destrozarla con las uñas y de apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mí. De pronto oí otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o algo así; habló de la infancia en el campo; me pareció oír algo de hechos "tormentosos y crueles", que habían pasado con ese otro primo. Me pareció que María me había estado haciendo una preciosa confesión y que yo, como un estúpido, la había perdido. —¡Qué hechos, tormentosos y crueles! —grité. Pero, extrañamente, no pareció oírme: también ella había caído en una especie de sopor, también ella parecía estar sola. Pasó un largo tiempo, quizá media hora. Después sentí que acariciaba mi cara, como lo había hecho en otros momentos parecidos. Yo no podía hablar. Como con mi madre cuando chico, puse la cabeza sobre su regazo y así quedamos un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte: ¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! ¡ Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, gruñendo sordamente en el barro. XXVIII PASARON cosas muy raras. Cuando llegamos a la casa encontramos a Hunter muy agitado (aunque es de esos que creen de mal gusto mostrar las pasiones); trataba Ernesto Sábato 75 El tunel miró con ojos de asombro, sobre todo cuando le dije, respondiendo a su advertencia, que me iría a pie hasta la estación. Tuve que esperar varías horas en la pequeña estación. Por momentos pensé que aparecería María; esperaba esa posibilidad con la amarga satisfacción que se siente cuando, de chico, uno se ha encerrado en alguna parte porque cree que han cometido una injusticia y espera la llegada de una persona mayor que venga a buscarlo y a reconocer la equivocación. Pero Marta no vino. Cuando llegó el tren y miré hacia el camino por última vez, con la esperanza de que apareciera a último momento, y no la vi llegar, sentí una infinita tristeza. Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miró el tren. Se me ocurrió un pensamiento estúpido: "A esta mujer la veo por primera y última vez. No la volveré a ver en mi vida." Mi pensamiento flotaba como un corcho en un río desconocido. Siguió por un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero. ¿Qué me importaba esa mujer? Pero no podía dejar de pensar que había existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir; desde mi punto de vista era como si ya se hubiera muerto: un pequeño retraso del tren, un llamado desde el interior del rancho, y esa mujer no habría existido nunca en mi vida. Todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso. Mi cabeza no funcionaba bien y María se me aparecía una y otra vez como algo incierto y melancólico. Sólo horas más tarde mis pensamientos empezarían a alcanzar la precisión y la violencia de otras veces. XXIX Los DÍAS que precedieron a la muerte de María fueron los más atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues Ernesto Sábato 76 El tunel si bien recuerdo con increíble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me aparecen como sueños borrosos y deformes. Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegar a la estación Constitución me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; después recuerdo vagamente que me levanté, que tomé un taxi y que me fui a un bar de la calle 2 5 de Mayo o quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos, música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas botellas rotas, luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría la puerta, un oficial que me decía algo y después me veo caminando nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que entré nuevamente a un bar. Horas (o días) más tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho infinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar jamás sus límites. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el baño y me metí, vestido, en la bañadera. El agua fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven emerger después de una gran inundación: María en el acantilado, Mimí empuñando su boquilla, la estación Allende, un almacén frente a la estación que se llamaba La confianza o quizá La estancia, María preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué manchas!", Hunter mirándome torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo entre los primos, un marinero arrojando una botella, María avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí diciendo Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También aparecieron trozos de sueños: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita. Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a otros que iban emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la desolación que tienen los paisajes que surgen de las aguas. Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a escribir una carta a María. Primero escribí que deseaba darle una explicación por mi fuga de la estancia Ernesto Sábato 77 El tunel (taché "fuga" y puse "ida"). Agregué que apreciaba mucho el interés que ella se había tomado por mí (taché "por mí" y puse "por mi persona"). Que comprendía que ella era muy bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de que, como ella misma me lo había hecho saber, a veces prevalecían "bajas pasiones". Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin hablar a un crepúsculo en un parque pero que, como ella podía imaginar (taché "imaginar" y puse "calcular"), no era suficiente para mantener o probar un amor: seguía sin comprender cómo era posible que una mujer como ella fuera capaz de decir palabras de amor a su marido y a mí, al mismo tiempo que se acostaba con Hunter. Con el agravante —agregué— de que también se acostaba con el marido y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella podría darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho que pensar, etcétera. Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada. XXX APENAS salí del correo advertí dos cosas: no había dicho en la carta por qué había inferido que ella era amante de Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan despiadadamente: ¿acaso hacerla cambiar de manera de ser, en caso de ser ciertas mis conjeturas? Eso era evidentemente ridículo. ¿Hacerla correr hacia mí? No era creíble que lo lograra con esos procedimientos. Reflexioné, sin embargo, que en el fondo de mi alma sólo ansiaba que María volviese a mí. Pero, en este caso, ¿por qué no decírselo directamente, sin herirla, explicándole que me había ido de la estancia porque de pronto había advertido los celos de Hunter? Al fin de cuentas, mi conclusión de que ella era amante de. Hunter, además de hiriente, era completamente gratuita; en todo caso era una hipótesis, que yo me podía formular con el único propósito de orientar mis investigaciones futuras. Ernesto Sábato 80 El tunel —¿Qué estancia? —preguntó con una especie de silbido de víbora. —Estancia Los Ombúes —respondí con venenosa calma. Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la carta en sus manos y comenzó a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la compra. —Sólo tiene iniciales y dirección —dijo. —¿Y eso? —¿ Qué documentos tiene para probarme que es la persona que mandó la carta? —Tengo el borrador —dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y me lo devolvió. —¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta? —Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar. La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo: —¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no puedo hacer eso. La gente comenzó a protestar de nuevo. Yo tenía ganas de hacer alguna barbaridad. —Ese documento no sirve —concluyó la arpía. —¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? —pregunté con irónica cortesía. —¿La cédula de identidad? Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó: —No, la cédula sola no, porque acá sólo están las iniciales. Tendrá que mostrarme también un certificado de domicilio. O si no la libreta de enrolamiento, porque en la libreta figura el domicilio. Reflexionó un instante más y agregó: —Aunque es difícil que usted no haya cambiado de casa desde los dieciocho años. Así que casi seguramente va a necesitar también certificado de domicilio. Una furia incontenible estalló por fin en mí y sentí que alcanzaba también a María y, lo que es más curioso, a Mimí. —¡Mándela usted así y váyase al infierno! —le grité, mientras me iba. Salí del correo con un ánimo de mil diablos y hasta pensé si, volviendo a la ventanilla, podría incendiar de alguna manera el cesto de las cartas. ¿Pero cómo? Ernesto Sábato 81 El tunel ¿Arrojando un fósforo? Era fácil que se apagara en el camino. Echando previamente un chorrito de nafta, el efecto sería seguro; pero eso complicaba las cosas. De todos modos, pense esperar la salida del personal de turno e insultar a la solterona. XXXI DESPUÉS de una hora de espera, decidí irme. ¿Qué podía ganar, en definitiva, insultando a esa imbécil? Por otra parte, durante ese lapso rumié una serie de reflexiones que terminaron por tranquilizarme: la carta estaba muy bien y era bueno que llegase a manos de María. (Muchas veces me ha pasado eso: luchar insensatamente contra un obstáculo que me impide hacer algo que juzgo necesario o conveniente, aceptar con rabia la derrota y finalmente, un tiempo después, comprobar que el destino tenía razón.) En realidad, cuando me puse a escribir la carta, lo hice sin reflexionar mayormente y hasta algunas de las hirientes frases parecían inmerecidas. Pero en ese momento, al volver a pensar en todo lo que antecedió a la carta, recordé de pronto un sueño que tuve en alguna de esas noches de borrachera: espiando desde un escondite me veía a mí mismo, sentado en una silla en el medio de una habitación sombría, sin muebles ni decorados, y, detrás de mí, a dos personas que se miraban con expresiones de diabólica ironía: una era María; la otra era Hunter. Cuando recordé este sueño, una desconsoladora tristeza se apoderó de mí. Abandoné la puerta del correo y comencé a caminar pesadamente. Un tiempo después me encontré sentado en la Recoleta, en un banco que hay debajo de un árbol gigantesco. Los lugares, los árboles, los senderos de nuestros mejores momentos empezaron a transformar mis ideas. ¿ Qué era, al fin de cuentas, lo que yo tenía en concreto contra María? Los mejores instantes de nuestro amor (un rostro de ella, una mirada tierna, el roce de su mano en mis cabellos) comenzaron a apoderarse suavemente de mi alma, con el mismo cuidado con que Ernesto Sábato 82 El tunel se recoge a un ser querido que ha tenido un accidente y que no puede sufrir la brusquedad más insignificante. Poco a poco fui incorporándome, la tristeza fue cambiándose en ansiedad, el odio contra María en odio contra mí mismo y mi aletarga-miento en una repentina necesidad de correr a mi casa. A medida que iba llegando al taller fui dándome cuenta de lo que quería: hablar, llamarla por teléfono a la estancia, en seguida, sin pérdida de tiempo. ¿Cómo no había pensado antes en esa posibilidad? Cuando me dieron la comunicación, casi no tenía fuerzas para hablar. Atendió un mucamo. Le dije que necesitaba comunicarme sin pérdida de tiempo con la señora María. Al rato me atendió la misma voz, para decirme que la señora me llamaría dentro de una hora, más o menos. La espera me pareció interminable. No recuerdo bien las palabras de aquella conversación por teléfono, pero sí recuerdo que en vez de pedirle perdón por la carta (la causa que me había movido a hablar), concluí por decirle cosas más fuertes que las contenidas en la carta. Claro que eso no sucedió irrazonablemente; la verdad es que yo comencé hablándole con humildad y ternura, pero empezó a exasperarme el tono dolorido de su voz y el hecho de que no respondiese a ninguna de mis preguntas precisas, según su hábito. El diálogo, más bien mi monólogo, fue creciendo en violencia y cuanto más violento era, más dolorida parecía ella y más eso me exasperaba, porque yo tenía plena conciencia de mi razón y de la injusticia de su dolor. Terminé diciéndole a gritos que me mataría, que era una comediante y que necesitaba verla en seguida, en Buenos Aires. No contestó a ninguna de mis preguntas precisas, pero finalmente, ante mi insistencia y mis amenazas de matarme, me prometió venir a Buenos Aires, al día siguiente, "aunque no sabía para qué". —Lo único que lograremos —agregó con voz muy débiles lastimarnos cruelmente, una vez más. —Si no venís, me mataré —repetí por fin—. Pensalo bien antes de tomar cualquier decisión. Colgué el tubo sin agregar nada más, y la verdad es que en ese momento estaba decidido a matarme si ella no venía a aclarar la situación. Quedé extrañamente satisfecho al decidirlo. "Ya verá", pensé, como si se tratara de una venganza. Ernesto Sábato 85 El tunel rehuido hasta mis besos y como sólo había cedido al amor físico cuando la había puesto ante el extremo de confesar su aversión o, en el mejor de los casos, el sentido maternal o fraternal de su cariño, lo que, desde luego, me impedía creer en sus arrebatos de placer, en sus palabras y en sus rostros de éxtasis; y además su precisa experiencia sexual, que difícilmente podía haber adquirido con un filósofo estoico como Allende; y las respuestas sobre el amor a su marido, que sólo permitían inferir una vez más su capacidad para engañar con sentimientos y sensaciones apócrifos; y el círculo de familia, formado por una colección de hipócritas y mentirosos; y el aplomo y la eficacia con que había engañado a sus dos primos con las inexistentes manchas del puerto; y la escena durante la comida, en la estancia, la discusión allá abajo, los celos de Hunter; y aquella frase que se le había escapado en el acantilado: "como me había equivocado una vez"; ¿con quién, cuándo, cómo? y "los hechos tormentosos y crueles" con ese otro primo, palabras que también se escaparon inconscientemente de sus labios, como lo reveló al no contestar mi pedido de aclaración, porque no me oía, simplemente no me oía, vuelta como estaba hacia su infancia, en la quizá única confesión auténtica que había tenido en mi presencia; y, finalmente, esta horrenda escena con la rumana, o rusa, o lo que fuera. ¡ Y esa sucia bestia que se había reído de mis cuadros y la frágil criatura que me había alentado a pintarlos tenían la misma expresión en algún momento de sus vidas! ¡ Dios mío, si era para desconsolarse por la naturaleza humana, al pensar que entre ciertos instantes de Brahms y una cloaca hay ocultos y tenebrosos pasajes subterráneos! XXXIII MUCHAS de las conclusiones que extraje en aquel lúcido pero fantasmagórico examen eran hipotéticas, no las podía demostrar, aunque tenía la certeza de no equivocarme. Pero advertí, de pronto, que había desperdiciado, hasta ese momento, Ernesto Sábato 86 El tunel una importante posibilidad de investigación: la opinión de otras personas. Con satisfacción feroz y con claridad nunca tan intensa, pensé por primera vez en ese procedimiento y en la persona indicada: Lartigue. Era amigo de Hunter, amigo íntimo. Es cierto que era otro individuo despreciable: había escrito un libro de poemas acerca de la vanidad de todas las cosas humanas, pero se quejaba de que no le hubieran dado el premio nacional. No iba a detenerme en escrúpulos. Con viva repugnancia, pero con decisión, lo llamé por teléfono, le dije que tenía que verlo urgentemente, lo fui a ver a su casa, le elogié el libro de versos y (con gran disgusto suyo, que quería que siguiésemos hablando de él), le hice a boca de jarro una pregunta ya preparada: —¿Cuánto hace que María Iribarne es amante de Hunter? Mi madre no preguntaba nunca si habíamos comido una manzana, porque habríamos negado; preguntaba cuántas, dando astutamente por averiguado lo que quería averiguar: si habíamos comido o no la fruta; y nosotros, arrastrados sutilmente por ese acento cuantitativo respondíamos que sólo habíamos comido una manzana. Lartigue es vanidoso pero no es zonzo: sospechó que había algo misterioso en mi pregunta y creyó evadirla contestando : —De eso no sé nada. Y volvió a hablar del libro y del premio. Con verdadero asco, le grité: —¡Qué gran injusticia han cometido con su libro! Me fui corriendo. Lartigue no era zonzo, pero no advirtió que sus palabras eran suficientes. Eran las tres de la tarde. Ya debía estar María en Buenos Aires. Llamé por teléfono desde un café: no tenía paciencia para ir hasta el taller. En cuanto me atendió, le dije: —Tengo que verte en seguida. Traté de disimular mi odio porque temía que sospechara algo y no viniese a la cita. Convinimos en vernos a las cinco en la Recoleta, en el lugar de siempre. —Aunque no veo qué saldremos ganando —agregó tristemente. —Muchas cosas —respondí—, muchas cosas. —¿ Lo crees ? —preguntó con acento de desesperanza. —Desde luego. Ernesto Sábato 87 El tunel —Pues yo creo que sólo lograremos hacernos un poco más de daño, destruir un poco más el débil puente que nos comunica, herirnos con mayor crueldad... He venido porque lo has pedido tanto, pero debía haberme quedado en la estancia: Hunter está enfermo. "Otra mentira", pense. —Gracias —contesté secamente—. Quedamos, pues, en que nos vemos a las cinco en punto. María asintió con un suspiro. XXXIV ANTES de las cinco estuve en la Recoleta, en el banco donde solíamos encontrarnos. Mi espíritu, ya ensombrecido, cayó en un total abatimiento al ver los árboles, los senderos y los bancos que habían sido testigos de nuestro amor. Pensé, con desesperada melancolía, en los instantes que habíamos pasado en aquellos jardines de la Recoleta y de la Plaza Francia y cómo, en aquel entonces que parecía estar a una distancia innumerable, había creído en la eternidad de nuestro amor. Todo era milagroso, alucinante, y ahora todo era sombrío y helado, en un mundo desprovisto de sentido, indiferente. Por un segundo, el espanto de destruir el resto que quedaba de nuestro amor y de quedarme definitivamente solo, me hizo vacilar. Pensé que quizá era posible echar a un lado todas las dudas que me torturaban. ¿Qué me importaba lo que fuera María más allá de nosotros? Al ver esos bancos, esos árboles, pensé que jamás podría resignarme a perder su apoyo, aunque más no fuera que en esos instantes de comunicación, de misterioso amor que nos unía. A medida que avanzaba en estas reflexiones, más iba haciéndome a la idea de aceptar su amor así, sin condiciones y más me iba aterrorizando la idea de quedarme sin nada, absolutamente nada. Y de ese terror fue naciendo y creciendo una modestia como sólo pueden tener los seres que no pueden elegir. Finalmente, empezó a poseerme una desbordante alegría, al darme cuenta de que nada se Ernesto Sábato 90 El tunel reírse con frivolidad, podía entregarse a ese cínico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y presuntuoso! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella! Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras y ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para soñar una vez más ese sueño imposible. Por el otro lado estaba Hunter y le bastaba tomar el teléfono y llamarla para que ella corriera a su cama. ¡Qué grotesco, qué triste era todo! Llegué a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el camino real, para no llamar la atención con el ruido del motor y caminé. El calor era insoportable, había una agobia-dora calma y sólo se oía el murmullo del mar. Por momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y pude caminar, sin grandes dificultades, por el callejón de entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegué a la casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja; pensé que todavía estarían en el comedor. Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano. Era natural que salieran después de comer. Me oculté en un lugar del parque que me permitía vigilar la salida de gente por la escalinata y esperé. XXXVI FUE UNA ESPERA interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de Ernesto Sábato 91 El tunel cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado. ¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no Ernesto Sábato 92 El tunel llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado. XXXVII DESPUÉS de este inmenso tiempo de mares y túneles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, sentí que mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo. Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. "¿Apuro de qué?", pensé con amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la necesitaba, que esa tarde la había esperado, que habría sufrido horriblemente cada uno de los minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella sabía que en ese mismo momento en que gozaba en calma yo estaría atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones. ¡Qué implacable, que fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), caminar lentamente del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría esperado en vano, que ya habría hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras.
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