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Orientación Universidad
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En conde de montecristo de alexander dumas, Apuntes de Lengua y Literatura

El libro completo con ejemplos que sirven para la lectura.

Tipo: Apuntes

2018/2019

Subido el 13/11/2019

Samugarciah11
Samugarciah11 🇪🇸

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¡Descarga En conde de montecristo de alexander dumas y más Apuntes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! Alexandre Dumas EL CONDE DE MONTECRISTO www.infotematica.com.ar El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Texto de dominio público. Este texto digital es de DOMINIO PÚBLICO en Argentina por cumplirse más de 30 años de la muerte de su autor (Ley 11.723 de Propiedad Intelectual). Sin embargo no todas las leyes de Propiedad Intelectual son iguales en los diferentes países del mundo. Infórmese de la situación de su país antes de la distribución pública de este texto. 2 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Si queréis subir ahora, señor Morrel -dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador-, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón anclado y de luto. No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero. El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés. ¡Y bien!, señor Morrel dijo Danglars , ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto? Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso. Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos respondió Danglars. Sin embargo -repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instante-, me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de menester lecciones de nadie. ¡Oh!, sí dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado ; parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a Marsella. Al tomar el mando del buque repuso el naviero cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería. Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aquella demora fue puro capricho, deseos de bajar a tierra, no lo dudéis. Dantés dijo el naviero encarándose con el joven , venid acá. Disculpadme, señor Morrel dijo Dantés , voy en seguida. Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; a inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que esta última maniobra hubo concluido. ¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! gritó en seguida . ¡Iza el pabellón, cruza las vergas! ¿Lo veis? observó Danglars , ya se cree capitán. Y de hecho lo es contestó el naviero. 5 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel. ¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? repuso Morrel . Es joven, ya lo sé, pero me parece que le sobra experiencia para ejercerlo... Una nube ensombreció la frente de Danglars. Disculpadme, señor Morrel dijo Dantés acercándose , y puesto que ya hemos fondeado, aquí me tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad? Danglars hizo ademán de retirarse. Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba. Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órdenes del capitán Leclerc, que me entregó, al morir, un paquete para el mariscal Bertrand. ¿Pudisteis verlo, Edmundo? ¿A quién? Al mariscal. Sí. Morrel miró en derredor, y llevando a Dantés aparte: ¿Cómo está el emperador? le preguntó con interés. Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien. ¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?... Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella... ¿Y le hablasteis? Al contrario, él me habló a mí repuso Dantés sonriéndole. ¿Y qué fue lo que os dijo? Hízome mil preguntas acerca del buque, de la época de su salida de Marsella, el rumbo que había seguido y del cargamento que traía. Creo que a haber venido en lastre, y a ser yo su dueño, su intención fuera el comprármelo; pero le dije que no era más que un simple segundo, y que el buque pertenecía a la casa Morrel a hijos. « ¡Ah dijo entonces , la conozco. Los Morrel han sido siempre navieros, y uno de ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence.» ¡Es verdad! exclamó el naviero, loco de contento . Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño. ¡Pobre viejo! Vamos, vamos añadió el naviero dando cariñosas palmadas en el hombro del joven ; habéis hecho bien en seguir las instrucciones del capitán Leclerc deteniéndoos en la isla de Elba, a pesar de que podría comprometeros el que se supiese que habéis entregado un pliego al mariscal y hablado con el emperador. ¿Y por qué había de comprometerme? dijo Dantés . Puedo asegurar que no sabía de qué se trataba; y en cuanto al emperador, no me hizo preguntas de las que hubiera hecho a otro cualquiera. Pero con vuestro permiso continuó Dantés : vienen los aduaneros, os dejo... Sí, sí, querido Dantés, cumplid vuestro deber. El joven se alejó, mientras iba aproximándose Danglars. Vamos preguntó éste , ¿os explicó el motivo por el cual se detuvo en Porto Ferrajo? 6 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Sí, señor Danglars. Vaya, tanto mejor respondió éste , porque no me gusta tener un compañero que no cumple con su deber. Dantés ya ha cumplido con el suyo respondió el naviero , y no hay por qué reprenderle. Cumplió una orden del capitán Leclerc. A propósito del capitán Leclerc: ¿os ha entregado una carta de su parte? ¿Quién? Dantés. ¿A mí?, no. ¿Le dio alguna carta para mí? Suponía que además del pliego le hubiese confiado también el capitán una carta. Pero ¿de qué pliego habláis, Danglars? Del que Dantés ha dejado al pasar en Porto Ferrajo. Cómo, ¿sabéis que Dantés llevaba un pliego para dejarlo en Porto Ferrajo. .. ? Danglars se sonrojó. Pasaba casualmente por delante de la puerta del capitán, estaba entreabierta, y le vi entregar a Dantés un paquete y una carta. Nada me dijo aún contestó el naviero , pero si trae esa carta, él me la dará. Danglars reflexionó un instante. En ese caso, señor Morrel, os suplico que nada digáis de esto a Dantés; me habré equivocado. En esto volvió el joven y Danglars se alejó. Querido Dantés, ¿estáis ya libre? le preguntó el naviero. Sí, señor. La operación no ha sido larga, vamos. No, he dado a los aduaneros la factura de nuestras mercancías, y los papeles de mar a un oficial del puerto que vino con el práctico. ¿Conque nada tenéis que hacer aquí? Dantés cruzó una ojeada en torno. No, todo está en orden. Podréis venir a comer con nosotros, ¿verdad? Dispensadme, señor Morrel, dispensadme, os lo ruego, porque antes quiero ver a mi padre. Sin embargo, no os quedo menos reconocido por el honor que me hacéis. Es muy justo, Dantés, es muy justo; ya sé que sois un buen hijo. ¿Sabéis cómo está mi padre? preguntó Dantés con interés. Creo que bien, querido Edmundo, aunque no le he visto. Continuará encerrado en su mísero cuartucho. Eso demuestra al menos que nada le ha hecho falta durante vuestra ausencia. Dantés se sonrió. 7 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Al volverse el naviero, vio detrás de sí a Danglars, que aparentemente esperaba sus órdenes; pero que en realidad vigilaba al joven marino. Sin embargo, esas dos miradas dirigidas al mismo hombre eran muy diferentes. Capítulo segundo El padre y el hijo Y dejando que Danglars diera rienda suelta a su odio inventando alguna calumnia contra su camarada, sigamos a Dantés, que después de haber recorrido la Cannebière en toda su longitud, se dirigió a la calle de Noailles, entró en una casita situada al lado izquierdo de las alamedas de Meillán, subió de prisa los cuatro tramos de una escalera oscurísima, y comprimiendo con una mano los latidos de su corazón se detuvo delante de una puerta entreabierta que dejaba ver hasta el fondo de aquella estancia; allí era donde vivía el padre de Dantés. La noticia de la arribada de El Faraón no había llegado aún hasta el anciano, que encaramado en una silla, se ocupaba en clavar estacas con mano temblorosa para unas capuchinas y enredaderas que trepaban hasta la ventana. De pronto sintió que le abrazaban por la espalda, y oyó una voz que exclamaba: ¡Padre! ..., ¡padre mío! El anciano, dando un grito, volvió la cabeza; pero al ver a su hijo se dejó caer en sus brazos pálido y tembloroso. ¿Qué tienes, padre? exclamó el joven lleno de inquietud . ¿Te encuentras mal? No, no, querido Edmundo, hijo mío, hijo de mi alma, no; pero no lo esperaba, y la alegría... la alegría de verte así..., tan de repente... ¡Dios mío!, me parece que voy a morir... Cálmate, padre: yo soy, no lo dudes; entré sin prepararte, porque dicen que la alegría no mata. Ea, sonríe, y no me mires con esos ojos tan asustados. Ya me tienes de vuelta y vamos a ser felices. ¡Ah!, ¿conque es verdad? replicó el anciano : ¿conque vamos a ser muy felices? ¿Conque no me dejarás otra vez? Cuéntamelo todo. Dios me perdone dijo el joven , si me alegro de una desgracia que ha llenado de luto a una familia, pues el mismo Dios sabe que nunca anhelé esta clase de felicidad; pero sucedió, y confieso que no lo lamento. El capitán Leclerc ha muerto, y es probable que, con la protección del señor Morrel, ocupe yo su plaza... ¡Capitán a los veinte años, con cien luises de sueldo y una parte en las ganancias! ¿No es mucho más de lo que podía esperar yo, un pobre marinero? Sí, hijo mío, sí dijo el anciano , ¡eso es una gran felicidad! Así pues, quiero, padre, que del primer dinero que gane alquiles una casa con jardín, para que puedas plantar tus propias enredaderas y tus capuchinas..., pero ¿qué tienes, padre? parece que lo encuentras mal. 10 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar No, no, hijo mío, no es nada. Las fuerzas faltaron al anciano, que cayó hacia atrás. Vamos, vamos dijo el joven , un vaso de vino lo reanimará. ¿Dónde lo tienes? No, gracias, no tengo necesidad de nada dijo el anciano procurando detener a su hijo. Sí, padre, sí, es necesario; dime dónde está. Y abrió dos o tres armarios. No te molestes dijo el anciano , no hay vino en casa. ¡Cómo! ¿No tienes vino? exclamó Dantés palideciendo a su vez y mirando alternativamente las mejillas flacas y descarnadas del viejo . ¿Y por qué no tienes? ¿Por ventura lo ha hecho falta dinero, padre mío? Nada me ha hecho falta, pues ya lo veo dijo el anciano. No obstante replicó Dantés limpiándose el sudor que corría por su frente , yo le dejé doscientos francos... hace tres meses, al partir. Sí, sí, Edmundo, es verdad. Pero olvidaste cierta deudilla que tenías con nuestro vecino Caderousse; me lo recordó, diciéndome que si no se la pagaba iría a casa del señor Morrel... y yo, temiendo que esto lo perjudicase, ¿qué debía hacer? Le pagué. Pero eran ciento cuarenta francos los que yo debía a Caderousse... exclamó Dantés . ¿Se los pagaste de los doscientos que yo lo dejé? El anciano hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. De modo que has vivido tres meses con sesenta francos... murmuró el joven. Ya sabes que con poco me basta dijo su padre. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Perdonadme! exclamó Edmundo arrodillándose ante aquel buen anciano. ¿Qué haces? Me desgarraste el corazón. ¡Bah!, puesto que ya estás aquí dijo el anciano sonriendo , todo lo olvido. Sí, aquí estoy dijo el joven , soy rico de porvenir y rico un tanto de dinero. Toma, toma, padre, y envía al instante por cualquier cosa. Y vació sobre la mesa sus bolsillos, que contenían una docena de monedas de oro, cinco o seis escudos de cinco francos cada uno y varias monedas pequeñas. El viejo Dantés se quedó asombrado. ¿Para quién es esto? preguntole. Para mí, para ti, para nosotros. Toma, compra provisiones, sé feliz; mañana, Dios dirá. Despacio, despacito dijo sonriendo el anciano ; con lo permiso gastaré, pero con moderación, pues creerían al verme comprar muchas cosas que me he visto obligado a esperar tu vuelta para tener dinero. Puedes hacer lo que quieras. Pero, ante todo, toma una criada, padre mío. No quiero que lo quedes solo. Traigo café de contrabando y buen tabaco en un cofrecito; mañana estará aquí. Pero, silencio, que viene gente. 11 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Será Caderousse, que sabiendo tu llegada vendrá a felicitarte. Bueno, siempre labios que dicen lo que el corazón no siente murmuró Edmundo ; pero no importa, al fin es un vecino y nos ha hecho un favor. En efecto, cuando Edmundo decía esta frase en voz baja, se vio asomar en la puerta de la escalera la cabeza negra y barbuda de Caderousse. Era un hombre de veinticinco a veintiséis años, y llevaba en la mano un trozo de paño, que en su calidad de sastre se disponía a convertir en forro de un traje. ¡Hola, bien venido, Edmundo! dijo con un acento marsellés de los más pronunciados, y con una sonrisa que descubría unos dientes blanquísimos. Tan bueno como de costumbre, vecino Caderousse, y siempre dispuesto a serviros en lo que os plazca respondió Dantés disimulando su frialdad con aquella oferta servicial. Gracias, gracias; afortunadamente yo no necesito de nada, sino que por el contrario, los demás son los que necesitan algunas veces de mí (Dantés hizo un movimiento). No digo esto por ti, muchacho: te he prestado dinero, pero me lo has devuelto, eso es cosa corriente entre buenos vecinos, y estamos en paz. Nunca se está en paz con los que nos hacen un favor dijo Dantés , porque aunque se pague el dinero, se debe la gratitud. ¿A qué hablar de eso? Lo pasado, pasado; hablemos de tu feliz llegada, muchacho. Iba hacia el puerto a comprar paño, cuando me encontré con el amigo Danglars. « ¿Tú en Marsella? », le dije. « ¿No lo ves? », me respondió. « ¡Pues yo lo creía en Esmirna! » «¡Toma! , si ahora he vuelto de allá.» « ¿Y sabes dónde está Edmundo?» « En casa de su padre, sin duda», respondió Danglars. Entonces vine presuroso continuó Caderousse , para estrechar la mano a un amigo. ¡Qué bueno es este Caderousse! dijo el anciano . ¡Cuánto nos ama! Ciertamente que os amo y os estimo, porque sois muy honrados, y esta clase de hombres no abunda... Pero a lo que veo vienes rico, muchacho añadió el sastre reparando en el montón de oro y plata que Dantés había dejado sobre la mesa. El joven observó el rayo de codicia que iluminaba los ojos de su vecino. ¡Bah! dijo con sencillez , ese dinero no es mío. Manifesté a mi padre temor de que hubiera necesitado algo durante mi ausencia, y para tranquilizarme vació su bolsa aquí. Vamos, padre siguió diciendo Dantés , guarda ese dinero, si es que a su vez no lo necesita el vecino Caderousse, en cuyo caso lo tiene a su disposición. No, muchacho dijo Caderousse , nada necesito, que a Dios gracias el oficio alimenta al hombre. Guarda tu dinero, y Dios te dé mucho más; eso no impide que yo deje de agradecértelo como si me hubiera aprovechado de él. Yo lo ofrezco de buena voluntad dijo Dantés. No lo dudo. A otra cosa. ¿Conque eres ya el favorito de Morrel? ¡Picaruelo! El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo respondió Dantés. En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación. 12 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado. Vamos allá dijo Caderousse , pero ¿pagas tú? Pues claro respondió Danglars. Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera. Capítulo tercero Los catalanes A cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento, paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes. Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella que les concediese aquel árido promontorio, en el coal, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas. Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma de sus padres. Tres o cuatro siglos han pasado, y aún permanecen fieles al promontorio en que se dejaron caer como una bandada de aves marinas. No sólo no se mezclan con la población de Marsella, sino que se casan entre sí, conservando los hábitos y costumbres de la madre patria, del mismo modo que su idioma. Es preciso que nuestros lectores nos sigan a través de la única calle de este pueblecito, y entren con nosotros en una de aquellas casas, a cuyo exterior ha dado el sol el bello colorido de las hojas secas, común a todos los edificios del país, y cuyo interior pule una capa de cal, esa tinta blanca, único adorno de las posadas españolas. Una bella joven de pelo negro como el ébano y ojos dulcísimos como los de la gacela, estaba de pie, apoyada en una silla, oprimiendo entre sus dedos afilados una inocente rosa cuyas hojas arrancaba, y los pedazos se veían ya esparcidos por el suelo. Sus brazos desnudos hasta el codo, brazos árabes, pero que parecían modelados por los de la Venus de Arlés, temblaban con impaciencia febril, y golpeaba de tal modo la tierra con su diminuto pie, que se entreveían las formas puras de su pierna, ceñida por una media de algodón encarnado a cuadros azules. 15 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar A tres pasos de ella, sentado en una silla, balanceándose a compás y apoyando su codo en un mueble antiguo, hallábase un mocetón de veinte a veintidós años que la miraba con un aire en que se traslucía inquietud y despecho: sus miradas parecían interrogadoras; pero la mirada firme y fija de la joven le dominaba enteramente. Vamos, Mercedes decía el joven , las pascuas se acercan, es el tiempo mejor para casarse. ¿No lo crees? Ya lo dije cien veces lo que pensaba, Fernando, y en poco lo estimas, pues aún sigues preguntándome. Repítemelo, te lo suplico, repítemelo por centésima vez para que yo pueda creerlo. Dime que desprecias mi amor, el amor que aprobaba lo madre. Haz que comprenda que te burlas de mi felicidad; que mi vida o mi muerte no son nada para ti... ¡Ah, Dios mío, Dios mío!, haber soñado diez años con la dicha de ser tu esposo, y perder esta esperanza, la única de mi vida. No soy yo por cierto quien ha alimentado en ti esa esperanza con mis coqueterías, Fernando respondió Mercedes . Siempre lo he dicho: «Te amo como hermano; pero no exijas de mí otra cosa, porque mi corazón pertenece a otro. ¿No lo he dicho siempre esto? Sí, ya lo sé, Mercedes respondió Fernando ; hasta el horrible atractivo de la franqueza tienes conmigo. Pero ¿olvidas que es ley sagrada entre los nuestros el casarse catalanes con catalanes? Te equivocas, Fernando, no es una ley, sino una costumbre; y, créeme, no debes de invocar esta costumbre en lo favor. Has entrado en quintas. La libertad de que gozas la debes únicamente a la tolerancia. De un momento a otro pueden reclamarte tus banderas, y una vez seas soldado, ¿qué harías de mí, pobre huérfana, sin otra fortuna que una mísera cabaña casi arruinada y unas malas redes, herencia única de mis padres? Hace un año que murió mi madre, y desde entonces, bien lo sabes, vivo casi a expensas de la caridad pública. Tal vez me dices que lo soy útil, para partir conmigo tu pesca, y yo la acepto, Fernando, porque eres hijo del hermano de mi padre, porque nos hemos criado juntos, y porque además sé que lo disgustarías si la rehusase. Pero sé muy bien que ese pescado que yo vendo, y ese dinero que me dan por él, y con el cual compro el estambre que luego hilo, no es más que una limosna, y como tal la recibo. ¿Y eso qué importa, Mercedes? Pobre y sola como vives, me convienes más que la hija del naviero más rico de Marsella. Yo quiero una mujer honrada y hacendosa, y ninguna como tú posee esas cualidades. Fernando respondió Mercedes con un movimiento de cabeza , no puede responder de ser siempre honrada y hacendosa, la que ama a otro hombre que no sea su marido. Confórmate con mi amistad, porque te repito que esto es todo lo que yo puedo prometerte. Yo no ofrezco sino lo que estoy segura de poder dar. Sí, sí, ya lo comprendo dijo Fernando ; soportas con resignación tu miseria, pero te asusta la mía. Pero, oye, Mercedes, si me amas probaré fortuna y llegaré a ser rico. Puedo dejar el 16 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar oficio de pescador; puedo entrar de dependiente en alguna casa de comercio, y llegar a ser comerciante. Tú no puedes hacer nada de eso, Fernando. Eres soldado, y si permaneces en los Catalanes todavía es porque no hay guerra; sigue con lo oficio de pescador, no hagas castillos en el aire, y confórmate con mi amistad, pues no puedo dar otra cosa. Pues bien, tienes razón, Mercedes, me haré marinero, dejaré el trabajo de nuestros padres que tú tanto desprecias, y me pondré un sombrero de suela, una camisa rayada y una chaqueta azul con anclas en los botones. ¿No es así como hay que vestirse para agradarte? ¿Qué quieres decir con eso? No lo comprendo... Quiero decir que no serías tan cruel conmigo, si no esperaras a uno que usa el traje consabido. Pero quizás él no te es fiel, y aunque lo fuera, el mar no lo habrá sido con él. ¡Fernando! exclamó Mercedes , ¡te creía bueno, pero me engañaba! Eso es prueba de mal corazón. Sí, no te lo oculto, espero y amo a ese que dices, y si no volviese, en lugar de acusarle de inconstancia, creería que ha muerto adorándome. Fernando hizo un gesto de rabia. Adivino tus pensamientos, Fernando, querrás vengar en él los desdenes míos... querrás desafiarle... Pero ¿qué conseguirás con esto? Perder mi amistad si eres vencido, ganar mi odio si vencedor. Créeme, Fernando: no es batirse con un hombre el medio de agradar a la mujer que le ama. Convencido de que te es imposible tenerme por esposa, no, Fernando, no lo harás, lo contentarás con que sea tu amiga y tu hermana. Por otra parte añadió con los ojos preñados de lágrimas , tú lo has dicho hace poco, el mar es pérfido: espera, Fernando, espera. Han pasado cuatro meses desde que partió... ¡cuatro meses, y durante ellos he contado tantas tempestades!... Permaneció Fernando impasible sin cuidarse de enjugar las lágrimas que resbalaban por las mejillas de Mercedes, aunque a decir verdad, por cada una de aquellas lágrimas hubiera dado mil gotas de su sangre..., pero aquellas lágrimas las derramaba por otro. Púsose en pie, dio una vuelta por la cabaña, volvió, detúvose delante de Mercedes, y con una mirada sombría y los puños crispados exclamó: Mercedes, te lo repito, responde, ¿estás resuelta? ¡Amo a Edmundo Dantés dijo fríamente Mercedes , y ningún otro que Edmundo será mi esposo! ¿Y le amarás siempre? Hasta la muerte. Fernando bajó la cabeza desalentado; exhaló un suspiro que más bien parecía un gemido, y levantando de repente la cabeza y rechinando los dientes de cólera exclamó: Pero, ¿y si hubiese muerto? Si hubiese muerto... ¡Entonces yo también me moriría! ¿Y si lo olvidase? ¡Mercedes! gritó una voz jovial y sonora desde fuera . ¡Mercedes! 17 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar desgraciadamente, a lo que creo, la muchacha ama por su parte al segundo de El Faraón; y como El Faraón ha entrado hoy mismo en el puerto... ¿Me comprendes? Que me muera, si lo entiendo respondió Danglars: El pobre Fernando habrá recibido el pasaporte. ¡Y bien! ¿Qué más? dijo Fernando levantando la cabeza y mirando a Caderousse como aquel que busca en quién descargar su cólera . Mercedes no depende de nadie, ¿no es así? ¿No puede amar a quien se le antoje? ¡Ah!, ¡si lo tomas de ese modo lijo Caderousse , eso es otra cosa! Yo te tenía por catalán. Me han dicho que los catalanes no son hombres para dejarse vencer por un rival, y también me han asegurado que Fernando, sobre todo, es temible en la venganza. Un enamorado nunca es temible repuso Fernando sonriendo. ¡Pobre muchacho! replicó Danglars fingiendo compadecer al joven . ¿Qué quieres? No esperaba, sin duda, que volviese Dantés tan pronto. Quizá le creería muerto, quizás infiel, ¡quién sabe! Esas cosas son tanto más sensibles cuanto que nos están sucediendo a cada paso. Seguramente que no dices más que la verdad respondió Caderousse, que bebía al compás que hablaba, y a quien el espumoso vino de Lamalgue comenzaba a hacer efecto . Fernando no es el único que siente la llegada de Dantés, ¿no es así, Danglars? Sí, y casi puedo asegurarte que eso le ha de traer alguna desgracia. Pero no importa añadió Caderousse llenando un vaso de vino para el joven, y haciendo lo mismo por duodécima vez con el suyo ; no importa, mientras tanto se casa con Mercedes, con la bella Mercedes... se sale con la suya. Durante este coloquio, Danglars observaba con mirada escudriñadora al joven. Las palabras de Caderousse caían como plomo derretido sobre su corazón. ¿Y cuándo es la boda? preguntó. ¡Oh!, todavía no ha sido fijada murmuró Fernando. No, pero lo será -dijo Caderousse ; lo será tan cierto como que Dantés será capitán de El Faraón: ¿no opinas tú lo mismo, Danglars? Danglars se estremeció al oír esta salida inesperada, volviéndose a Caderousse, en cuya fisonomía estudió a su vez si el golpe estaba premeditado; pero sólo leyó la envidia en aquel rostro casi trastornado por la borrachera. ¡Ea! -dijo llenando los vasos . ¡Bebamos a la salud del capitán Edmundo Dantés, marido de la bella catalana! Caderousse llevó el vaso a sus labios con mano temblorosa, y lo apuró de un sorbo. Fernando tomó el suyo y lo arrojó con furia al suelo. ¡Vaya! exclamó Caderousse . ¿Qué es lo que veo allá abajo en dirección a los Catalanes? Mira, Fernando, tú tienes mejores ojos que yo: me parece que empiezo a ver demasiado, y bien sabes que el vino engaña mucho... Diríase que se trata de dos amantes que van 20 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar agarrados de la mano... ¡Dios me perdone! ¡No presumen que les estamos viendo, y mira cómo se abrazan! Danglars no dejaba de observar a Fernando, cuyo rostro se contraía horriblemente. ¡Calle! ¿Los conocéis, señor Fernando? dijo. Sí respondió éste con voz sorda . ¡Son Edmundo y Mercedes! ¡Digo! exclamó Caderousse . ¡Y yo no los conocía! ¡Dantés! ¡Muchacha! Venid aquí, y decidnos cuándo es la boda, porque el testarudo de Fernando no nos lo quiere decir. ¿Quieres callarte? dijo Danglars, fingiendo detener a Caderousse, que tenaz como todos los que han bebido mucho se disponía a interrumpirles . Haz por tenerte en pie, y deja tranquilos a los enamorados. Mira, mira a Fernando, y toma ejemplo de él. Acaso éste, incitado por Danglars, como el toro por los toreros, iba al fin a arrojarse sobre su rival, pues ya de pie tomaba una actitud siniestra, cuando Mercedes, risueña y gozosa, levantó su linda cabeza y clavó en Fernando su brillante mirada. Entonces el catalán se acordó de que le había prometido morir si Edmundo moría, y volvió a caer desesperado sobre su asiento. Danglars miró sucesivamente a los dos hombres, el uno embrutecido por la embriaguez y el otro dominado por los celos. ¡Oh! Ningún partido sacaré de estos dos hombres murmuró , y casi tengo miedo de estar en su compañía. Este bellaco se embriaga de vino, cuando sólo debía embriagarse de odio; el otro es un imbécil que le acaban de quitar la novia en sus mismas narices, y se contenta solamente con llorar y quejarse como un chiquillo. Sin embargo, tiene la mirada torva como los españoles, los sicilianos y los calabreses que saben vengarse muy bien; tiene unos puños capaces de estrujar la cabeza de un buey tan pronto como la cuchilla del carnicero... Decididamente el destino le favorece; se casará con Mercedes, será capitán y se burlará de nosotros como no... (una sonrisa siniestra apareció en los labios de Danglars), como no tercie yo en el asunto. ¡Hola! seguía llamando Caderousse a medio levantar de su asiento . ¡Hola!, Edmundo, ¿no ves a los amigos, o lo has vuelto ya tan orgulloso que no quieres siquiera dirigirles la palabra? No, mi querido Caderousse respondió Dantés ; no soy orgulloso, sino feliz, y la felicidad ciega algunas veces más que el orgullo. Enhorabuena, ya eso es decir algo replicó Caderousse . ¡Buenos días, señora Dantés! Mercedes saludó gravemente. Todavía no es ése mi apellido dijo , y en mi país es de mal agüero algunas veces el llamar a las muchachas con el nombre de su prometido antes que se casen. Llamadme Mercedes. Es menester perdonar a este buen vecino añadió Dantés . Falta tan poco tiempo... ¿Conque, es decir, que la boda se efectuará pronto, señor Dantés? -dijo Danglars saludando a los dos jóvenes. 21 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Lo más pronto que se pueda, señor Danglars: nos toman hoy los dichos en casa de mi padre, y mañana o pasado mañana a más tardar será la comida de boda, aquí, en La Reserva; los amigos asistirán a ella; lo que quiere decir que estáis invitados desde ahora, señor Danglars, y tú también, Caderousse. ¿Y Fernando? dijo Caderousse sonriendo con malicia ; ¿Fernando lo está también? El hermano de mi mujer lo es también mío respondió Edmundo , y con muchísima pena le veríamos lejos de nosotros en semejante momento. Fernando abrió la boca para contestar; pero la voz se apagó en sus labios y no pudo articular una sola palabra. ¡Hoy los dichos, mañana o pasado la boda!... ¡Diablo!, mucha prisa os dais, capitán. Danglars repuso Edmundo sonriendo , dígo lo que Mercedes decía hace poco a Caderousse: no me deis ese título que aún no poseo, que podría ser de mal agüero para mí. Dispensadme respondió Danglars . Decía, pues, que os dais demasiada prisa. ¡Qué diablo!, tiempo sobra: El Faraón no se volverá a dar a la mar hasta dentro de tres meses. Siempre tiene uno prisa por ser feliz, señor Danglars; porque quien ha sufrido mucho, apenas puede creer en la dicha. Pero no es sólo el egoísmo el que me hace obrar de esta manera; tengo que ir a París. ¡Ah! ¿A París? ¿Y es la primera vez que vais allí, Dantés? Sí. Algún negocio, ¿no es así? No mío; es una comisión de nuestro pobre capitán Leclerc. Ya comprenderéis que esto es sagrado. Sin embargo, tranquilizaos, no gastaré más tiempo que el de ida y vuelta. Sí, sí, ya entiendo dijo Danglars. Y después añadió en voz sumamente baja : A París... Sin duda, para llevar alguna carta que el capitán le ha entregado. ¡Ah!, ¡diantre! Esa carta me acaba de sugerir una idea... una excelente idea. ¡Ah! ¡Dantés!, amigo mío, aún no tienes el número 1 en el registro de El Faraón. Y volviéndose en seguida hacia Edmundo, que se alejaba: ¡Buen viaje! le gritó. Gracias respondió Edmundo volviendo la cabeza, y acompañando este movimiento con cierto ademán amistoso. Y los dos enamorados prosiguieron su camino, tranquilos y alborozados como dos ángeles que se elevan al cielo. Capítulo cuarto Complot Danglars siguió con la mirada a Edmundo y a Mercedes hasta que desaparecieron por uno de los ángulos del puerto de San Nicolás; y volviéndose en seguida vislumbró a Fernando que se arrojaba otra vez sobre su silla, pálido y desesperado, mientras que Caderousse entonaba una canción. ¡Ay, señor mío dijo Danglars a Fernando , creo que esa boda no le sienta bien a todo el mundo! 22 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Y Danglars hizo ademán de irse. No dijo Fernando deteniéndole , quedaos. Poco me importa que odiéis o no a Dantés; pero yo sí le odio; lo confieso francamente. Decidme un medio y lo ejecuto al instante..., como no sea matarle, porque Mercedes ha dicho que se daría muerte si matasen a Dantés. Caderousse levantó la cabeza que había dejado caer sobre la mesa, y mirando a Fernando y a Danglars estúpidamente: ¡Matar a Dantés...! dijo ¿Quién habla de matar a Dantés? ¡No quiero que le maten... !, es mi amigo... esta mañana me ofreció su dinero..., del mismo modo que yo partí en otro tiempo el mío con él... ¡No quiero que maten a Dantés... ! , no... , no... Y ¿quién habla de matarle, imbécil? replicó Danglars . Sólo se trata de una simple broma. Bebe a su salud añadió llenándole un vaso , y déjanos en paz. Sí, sí, a la salud de Dantés dijo Caderousse apurando el contenido de su vaso ; a su salud... a su salud... a su... Pero ¿el medio...?, ¿el medio? murmuró Fernando. ¿No lo habéis hallado aún? No, vos os encargasteis de eso. Es cierto repuso Danglars , los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan. Improvisad, pues dijo Fernando con impaciencia. Muchacho dijo Danglars , trae recado de escribir. ¡Recado de escribir! murmuró Fernando. Puesto que soy editor responsable, ¿de qué instrumentos me he de servir sino de pluma, tinta y papel? ¿Traes eso? exclamó Fernando a su vez. En esa mesa hay recado de escribir respondió el mozo señalando una inmediata. Tráelo. El mozo lo cogió y lo colocó encima de la mesa de los bebedores. ¡Cuando pienso observó Caderousse, dejando caer su mano sobre el papel que con esos medios se puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino a puñaladas! Siempre tuve más miedo a una pluma y a un tintero, que a una espada o a una pistola. Ese tunante no está tan borracho como parece dijo Danglars . Echadle más vino, Fernando. Fernando llenó el vaso de Caderousse, observándole atentamente, hasta que le vio, casi vencido por ese nuevo exceso, colocar, o más bien, soltar su vaso sobre la mesa. Conque... murmuró el catalán, conociendo que ya no podía estorbarle Caderousse, pues la poca razón que conservaba iba a desaparecer con aquel último vaso de vino. Pues, señor, decía prosiguió Danglars , que si después de un viaje como el que acaba de hacer Dantés tocando a Nápoles y en la isla de Elba, le denunciase alguien al procurador del rey como agente bonapartista... 25 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Yo le denunciaré dijo vivamente el joven. Sí, pero os harán firmar vuestra declaración, os carearán con el reo, y aunque yo os dé pruebas para sostener la acusación, eso es poco; Dantés no puede permanecer preso eternamente; un día a otro tendrá que salir, y en el día en que salga, ¡desdichado de vos! ¡Oh! Sólo deseo una cosa dijo Fernando , y es que me venga a buscar. Sí, pero Mercedes os aborrecerá si tocáis el pelo de la ropa a su adorado Edmundo. Es verdad repuso Fernando. Nada, si nos decidimos, lo mejor es coger esta pluma simplemente, y escribir una denuncia con la mano izquierda para que no sea conocida la letra contestó Danglars; y esto diciendo, escribió con la mano izquierda y con una letra que en nada se parecía a la suya acostumbrada, los siguientes renglones, que Fernando leyó a media voz: Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto Ferrajo, ha recibido de Murat una misiva para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París. Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen, prendiéndole, porque la carta se hallará sobre su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón. Está bien añadió Danglars . De este modo vuestra venganza tendría sentido común, y de lo contrario podría recaer sobre vos mismo, ¿entendéis? Ya no queda sino cerrar la carta, escribir el sobre y Danglars hizo como decía : Al señor procurador del rey, y asunto concluido. Sí, asunto concluido exclamó Caderousse, quien con los últimos resplandores de su inteligencia había escuchado la lectura, y comprendiendo por instinto todas las desgracias que podría causar tal denuncia; sí, negocio concluido; pero sería una infamia. Y alargó el brazo para coger la carta. Por supuesto dijo Danglars, apartándole la mano , lo que digo no es más que una broma; y soy el primero que sentiría mucho que le sucediese algo a Dantés, a ese bueno de Dantés. Vamos, ¡no faltaba más...! y cogiendo la carta, la estrujó entre los dedos, y la tiró a un rincón. ¡Muy bien! exclamó Caderousse . Dantés es mi amigo, y no quiero que le hagan ningún daño. ¿Quién diablos piensa en hacerle daño? A lo menos no seremos ni Fernando ni yo dijo Danglars levantándose y mirando al joven, cuyos ojos estaban clavados en el papel delator tirado en el suelo. En tal caso replicó Caderousse , que nos den más vino, quiero beber a la salud de Edmundo y de la bella Mercedes. Bastante has bebido, ¡borracho! dijo Danglars ; y como sigas bebiendo lo verás obligado a dormir aquí, porque seguramente no podrás tenerte en pie. 26 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¡Yo! balbuceó Caderousse levantándose con la arrogancia del borracho ; ¡yo no poder tenerme! ¿Apuestas algo a que me atrevo a subir al campanario de las Accoules derechito, sin dar traspiés? Está bien dijo Danglars , hago la apuesta; pero la dejaremos para mañana. Ya es tiempo de que nos vayamos; dame el brazo. Vamos allá dijo Caderousse ; mas para andar no necesito de lo brazo. ¿Vienes, Fernando? ¿Vuelves a Marsella con nosotros? No respondió Fernando ; me vuelvo a los Catalanes. Haces mal; ven con nosotros a Marsella. Nada tengo que hacer en Marsella, y no quiero ir. Bueno, bueno, no quieres, ¿eh? Pues haz lo que lo parezca: libertad para todos en todo. Ven, Danglars, y dejémosle que vuelva a los Catalanes, si así lo quiere. Danglars aprovechó este instante de docilidad de Caderousse para llevarle hacia Marsella; pero para dejar a Fernando más a sus anchas, en vez de irse por el muelle de la Rive Neuve, echó por la puerta de Saint Victor. Caderousse le seguía tambaleándose, cogido de su brazo. Apenas anduvieron unos veinte pasos, Danglars volvió la cabeza tan a tiempo, que pudo ver al joven abalanzarse al papel, que guardó en su bolsillo, dirigiéndose en seguida hacia Pillon. ¡Calla! ¿Qué está haciendo? dijo Caderousse . Nos ha dicho que iba a los Catalanes, y se dirige a la ciudad. ¡Oye, Fernando, vas descaminado, oye! Tú eres el que no ves bien dijo Danglars . ¡Si sigue derecho el camino de las Vieilles Infirmeries.. . ! Es cierto respondió Caderousse ; pero hubiera jurado que iba por la derecha. Decididamente el vino es un traidor, que hace ver visiones. Vamos, vamos murmuró Danglars , que la cosa marcha, y sólo cabe dejarla marchar. Capítulo quinto El banquete de boda Amaneció un día magnífico: el tiempo estaba hermosísimo; el sol, puro y brillante, y sus primeros rayos, de un rojo purpúreo, doraban las espumas de las olas. La comida había sido preparada en el primer piso de La Reserva, cuyo emparrado ya conocemos. Se componía aquél de un gran salón iluminado por cinco o seis ventanas; encima de cada una se veía escrito el nombre de una de las mejores ciudades de Francia. Todas estas ventanas caían a un balcón de madera: de madera era también todo el edificio. Si bien la comida estaba anunciada para las doce, desde las once de la mañana llenaban el balcón multitud de curiosos impacientes. Eran éstos los marineros privilegiados de El Faraón y algunos soldados amigos de Dantés. Todos se habían puesto de gala para honrar a los novios. Entre los convidados circulaba cierto murmullo ocasionado porque los consignatarios de El Faraón habían de honrar con su presencia la comida de boda del segundo. Era tan 27 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar encantadas, cuyas puertas guardan formidables dragones; preciso es combatir para conquistar, y yo, a la verdad, no sé que haya merecido la dicha de ser marido de Mercedes. ¡Marido! ¡Marido! dijo Caderousse riendo ; aún no, mi capitán. Haz de marido un poco, y ya verás la que se arma. Mercedes se ruborizó. Fernando estaba muy agitado en su silla, estremeciéndose al menor ruido, y limpiándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente como las primeras gotas de una lluvia de tormenta. A fe mía, vecino Caderousse dijo Dantés , que no vale la pena que me desmintáis por tan poca cosa. Mercedes no es aún mi mujer, tenéis razón y sacó su reloj ; pero dentro de hora y media lo será. Los presentes profirieron un grito de sorpresa, excepto el padre de Dantés, cuya sonrisa dejaba ver una fila de dientes bien conservados. Mercedes sonrióse sin ruborizarse, y Fernando apretó convulsivamente el mango de su cuchillo. ¡Dentro de hora y medía! dijo Danglars, palideciendo también , ¿cómo es eso? Sí, amigos míos respondió Dantés ; gracias al señor Morrel, al hombre a quien debo más en el mundo después de mi padre, todos los obstáculos se han allanado; hemos obtenido dispensa de las amonestaciones, y a las dos y media el alcalde de Marsella nos espera en el Ayuntamiento. Por lo tanto, como acaba de dar la una y cuarto, creo no haberme engañado mucho al decir que dentro de una hora y treinta minutos, Mercedes se llamará la señora Dantés. Fernando cerró los ojos; una nube de fuego le abrasaba los párpados; apoyóse sobre la mesa, y a pesar de todos sus esfuerzos no pudo contener un sordo gemido, que se perdió en el rumor causado por las risas y por las felicitaciones de la concurrencia. A eso le llamo yo ser activo dijo el padre de Dantés . Ayer llegó y hoy se casa..., nadie gana a los marinos en actividad. Pero ¿y las formalidades? preguntó tímidamente Danglars- ¿el contrato... ? El contrato le interrumpió Dantés riendo , el contrato está ya hecho. Mercedes no tiene nada, yo tampoco; nos casamos en iguales condiciones; conque ya se os alcanzará que ni se habrá tardado en escribir el contrato, ni costará mucho dinero. Esta broma excitó una nueva explosión de alegría y de enhorabuenas. Conque, es decir, que ésta es la comida de bodas dijo Danglars. No repuso Dantés , no la perderéis por eso, podéis estar tranquilos. Mañana parto para París: cuatro días de ida, cuatro de vuelta y uno para desempeñar puntualmente la misión de que estoy encargado; el primero de marzo estoy ya aquí; el verdadero banquete de bodas se aplaza para el 2 de marzo. La promesa de un nuevo banquete aumentó la alegría hasta tal punto, que el padre de Dantés, que al principio de la comida se quejaba del silencio, hacía ahora vanos esfuerzos para expresar sus deseos de que Dios hiciera felices a los esposos. 30 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Dantés adivinó el pensamiento de su padre, y se lo pagó con una sonrisa llena de amor. Mercedes entretanto miraba 1a hora en el reloj de la sala, haciendo picarescamente cierta señal a Edmundo. Reinaba en la mesa esa alegría ruidosa y esa libertad individual que siempre se toman las personas de clase inferior al fin de la comida. Los que no estaban contentos en sus sitios, se habían levantado para ocupar otros nuevos. Todos empezaban ya a hablar en confusión, y nadie respondía a su interlocutor, sino a sus propios pensamientos. La palidez de Fernando se comunicaba por minutos a Danglars. Aquél, sobre todo, parecía presa de mil tormentos horribles. Había sido de los primeros en levantarse y se paseaba por la sala, procurando apartar su oído de la algazara, de las canciones y del choque de los vasos. Acercóse a él Caderousse en el momento en que Danglars, de quien parecía huir, acababa de reunírsele en un ángulo de la sala. En verdad dijo Caderousse, a quien la amabilidad de Dantés, y sobre todo el vino del tío Pánfilo, habían hecho olvidar enteramente el odio que inspiró la repentina felicidad de Edmundo ; en verdad que Dantés es un guapo mozo, y cuando le veo sentado junto a su novia, digo para mí, que hubiera sido una lástima jugarle la mala pasada que intentabais ayer. Pero ya has visto respondió Danglars que aquello no pasó de una conversación. Ese pobre Fernando estaba ayer tan fuera de sí, que me causó lástima al principio; pero, desde que decidió asistir a la boda de su rival, no hay ya temor alguno. Caderousse miró entonces a Fernando, que estaba lívido. El sacrificio es tanto mayor prosiguió Danglars cuanto que la muchacha es de perlas. ¡Diantre!, miren si es dichoso mi futuro capitán. Quisiera llamarme Dantés, no más que por doce horas. ¿Vámonos? dijo en este punto con dulce voz Mercedes ; acaban de dar las dos, a las dos y cuarto nos esperan. Sí, sí contestó Dantés levantándose inmediatamente. Vamos repitieron a coro todos los convidados. Fernando estaba sentado en el antepecho de la ventana, y Danglars, que no le perdía de vista un momento, le vio observar a Dantés con inquieta mirada, levantarse como por un movimiento convulsivo, y volver a desplomarse en el sitio donde se hallaba antes. Oyóse en aquel momento un ruido sordo, como de pasos recios, voces confusas y armas, ahogando las exclamaciones de los convidados a imponiendo a toda la asamblea el silencio del estupor. El ruido se oyó más cerca: en la puerta resonaron tres golpes...; cada cual miraba a su alrededor con asombro. ¡En nombre de la ley! gritó una voz sonora. La puerta se abrió al punto, dando paso a un comisario con su faja y a cuatro soldados y un cabo. Con esto, a la inquietud sucedió el terror. 31 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¿Qué se ofrece? preguntó Morrel avanzando hacia el comisario, a quien conocía ;sin duda venís equivocado. Si ha sido así, señor Morrel respondió el comisario , creed que pronto se deshará la equivocación. Entretanto, y por muy sensible que me sea, debo cumplir con la orden que tengo. ¿Quién de vosotros, señores, se llama Edmundo Dantés? Las miradas de todos se volvieron hacia el joven, que muy conmovido, aunque conservando toda su dignidad, dio un paso hacia delante y respondió: Yo soy, caballero, ¿qué me queréis? Edmundo Dantés repuso el comisario , en nombre de la ley, daos preso. ¡Preso yo! dijo Edmundo, cuyo rostro se cubrió de una leve palidez . ¡Preso yo!, pero ¿por qué? Lo ignoro, caballero. Ya lo sabréis en el primer interrogatorio a que seréis sometido. El señor Morrel comprendió que nada podía intentarse: un comisario con su faja no es ya un hombre, es la estatua de la ley, fría, sorda, muda. El viejo, por el contrario, se precipitó hacia el comisario: hay ciertas cosas que nunca podrá comprender el corazón de un padre o de una madre. Rogó, suplicó; pero ruegos y lágrimas fueron inútiles. Sin embargo, su desesperación era tan grande, que el comisario al fin se conmovió. Tranquilizaos, caballero le dijo , quizá se habrá olvidado vuestro hijo de algunos de los requisitos que exigen la aduana o la sanidad. Yo así lo creo. Cuando se hayan tomado los informes que se desean, le pondrán en libertad. ¿Qué significa esto? preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo y mirando a Danglars, que aparentaba sorpresa. ¿Qué sé yo? respondió Danglars ; como tú, veo y estoy perplejo, sin comprender nada de todo ello. Caderousse buscó con los ojos a Fernando, pero éste había desaparecido. Toda la escena de la víspera se le representó entonces con todos sus pormenores. Aquella catástrofe acababa de arrancar el velo que la embriaguez había echado entre su entendimiento y su memoria. ¡Oh! dijo con voz ronca , ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de que hablabais ayer, Danglars? En ese caso, desgraciado de vos, porque es muy triste broma por cierto. Ya viste que rompí aquel papel balbució Danglars. -No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón. ¡Calla! Tú estabas borracho. ¿Qué es de Fernando? ¡Qué sé yo! Habrá tenido que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos. Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo: 32 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente bonapartista. ¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas relaciones . ¿Lo hubierais vos creído? ¡Diantre! exclamó Danglars , ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno, lo cual me pareció sospechoso. Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí? Líbreme Dios de ello, señor Morrel dijo en voz baja Danglars ; bien sabéis que por culpa de vuestro tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos. Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás. ¡Bien! Danglars, ¡bien! contestó el naviero , sois un hombre honrado. Hice bien al pensar en vos para cuando ese pobre Dantés hubiese llegado a ser capitán del Faraón. Pues ¿cómo...? Sí, ya había preguntado a Dantés qué pensaba de vos y si tenía alguna repugnancia en que os quedarais en vuestro puesto, pues, yo no sé por qué, me pareció notar que os tratabais con alguna frialdad. ¿Y qué os respondió? Que creía efectivamente que, por una causa que no me dijo, le guardabais cierto rencor; pero que todo el que poseía la confianza del consignatario, poseía la suya también. ¡Hipócrita! murmuró Danglars. ¡Pobrecillo! dijo Caderousse ,era un muchacho excelente. Sí, pero entretanto indicó el señor Morrel , tenemos al Faraón sin capitán. ¡Oh! dijo Danglars , bien podemos esperar, puesto que no partimos hasta dentro de tres meses, que para entonces ya estará libre Dantés. Sí, pero mientras tanto... ¡Mientras tanto..., aquí me tenéis, señor Morrel! dijo Danglars . Bien sabéis que conozco el manejo de un buque tan bien como el mejor capitán. Esto no os obligará a nada, pues cuando Dantés salga de la prisión volverá a su puesto, yo al mío, y pax Christi. Gracias, Danglars, así se concilia todo, en efecto. Tomad, pues, el mando, os autorizo a ello, y presenciad el desembarque. Los asuntos no deben entorpecerse porque suceda una desgracia a alguno de la tripulación. Sí, señor, confiad en mí. ¿Y podré ver al pobre Edmundo? Pronto os lo diré, Danglars. Voy a hablar al señor de Villefort, y a influir con él en favor del preso. Bien sé que es un realista furioso; pero, aunque realista y procurador del rey, también es hombre, y no le creo de muy mal corazón. 35 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar No repuso Danglars ; pero me han dicho que es ambicioso, y entonces... En fin repuso Morrel suspirando , allá veremos. Id a bordo, que yo voy en seguida. Y se separó de los dos amigos para tomar el camino del Palacio de Justicia. Ya ves el sesgo que va tomando el asunto dijo Danglars a Caderousse ; ¿piensas todavía en defender a Dantés? No a fe; pero, sin embargo, terrible cosa es que tenga tales consecuencias una broma. ¿Y quién ha tenido la culpa? No seremos ni tú ni yo, ciertamente; en todo caso, la culpa es de Fernando. Bien viste que yo, por mi parte, tiré el papel a un rincón; y hasta creo haberlo roto. No, no dijo Caderousse ; en cuanto a eso estoy seguro, lo vi en un rincón, doblado y arrugado; ojalá estuviese aún allí. ¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo desfiguré mucho la letra. Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba? ¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya lo dije. Pero me parece que, al igual que los arlequines, dije la verdad al bromear. Lo mismo da replicó Caderousse . Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que ha ocurrido, o por lo menos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a nosotros alguna desgracia, Danglars. En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamos tranquilos, que ya pasará la tempestad. ¡Amén! dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy preocupadas con sus pensamientos. ¡Magnífico! murmuró Danglars , las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy capitán, y si ese imbécil de Caderousse se calla, capitán para siempre... Sólo me atormenta el pensar que si la justicia diera libertad a Dantés... ¡Oh...!, no añadió, sonriendo con satisfacción , la justicia es la justicia, y en ella confío. Y dicho esto saltó a una barca y dio orden al barquero para que le condujera a bordo del Faraón, adonde, como ya recordará el lector, le había citado el señor Morrel. Capítulo sexto El sustituto del procurador del rey En la calle de Grand Cours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los 36 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar personajes y anfitriones gente del pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella. Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia, todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios. Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos. El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono. Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso. Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII. Era el marqués de SaintMeran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi poético. Ya confesarían de plano si estuviesen aquí dijo la marquesa de Saint Meran, mujer de mirada dura, labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años ya confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el maldito. ¿No es verdad, Villefort? ¿Qué decís..., señora marquesa...? respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta . Perdonadme, no atendía a la conversación. Dejad a esos jóvenes, marquesa replicó el viejo que había brindado . Van a casarse, y naturalmente tendrán que hablar de otra cosa que no de política. 37 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Pues se faltará a esos tratados repuso el señor de Salvieux ¿Tuvo él tantos escrúpulos en fusilar al desgraciado duque le Enghien? Sí añadió la marquesa , está convenido. La Santa Alianza libra a Europa de Napoleón, y Villefort libra a Marsella de sus partidarios. O el rey reina o no reina. Si reina, su gobierno debe ser fuerte y sus agentes inflexibles; único medio de impedir el mal. Desgraciadamente, señora dijo Villefort sonriendo , un sustituto del procurador del rey acude siempre cuando el mal está hecho. Entonces su deber es repararlo. También pudiera yo deciros, señora, que a él no le toca repararlo, aunque sí vengarlo. ¡Oh, señor de Villefort! dijo una hermosa joven, hija del conde de Salvieux y amiga de la señorita de Saint Meran ; procurad que se vea alguna causa de ésas mientras residimos en Marsella. Nunca he asistido a un tribunal, y me han dicho que es cosa curiosa. ¡Oh!, sí, muy curiosa en efecto, señorita respondió el sustituto , porque en lugar de una tragedia fingida, lo que allí se representa es un verdadero drama; en lugar de los dolores aparentes, son dolores reales. El hombre que se presenta allí, en lugar de volver, cuando se corre el telón, a entrar tranquilamente en su casa, a cenar con su familia, a acostarse y conciliar pronto el sueño para volver a sus tareas al día siguiente, entra en una prisión donde le espera tal vez el verdugo. Bien veis que para las personas nerviosas que desean emociones fuertes no hay otro espectáculo mejor que ése. Descuidad, señorita, si se presentase la ocasión, ya os avisaré. ¡Nos hace temblar..., y se ríe! dijo Renata palideciendo. ¿Qué queréis? replicó Villefort ; esto es como si dijéramos... un desafío... Por mi parte he pedido ya cinco o seis veces la pena de muerte contra acusados por delitos políticos... ¿Quién sabe cuántos puñales se afilan a esta hora o están ya afilados contra mí? ¡Oh, Dios mío! dijo Renata cada vez más espantada ; ¿habláis en serio, señor de Villefort? Lo más serio posible replicó el joven magistrado sonriéndose . Y con los procesos que desea esta señorita para satisfacer su curiosidad, y yo también deseo para satisfacer mi ambición, la situación no hará sino agravarse. ¿Pensáis que esos veteranos de Napoleón que no vacilaban en acometer ciegamente al enemigo, en quemar cartuchos o en cargar a la bayoneta, vacilarán en matar a un hombre que tienen por enemigo personal, cuando no vacilaron en matar a un ruso, a un austriaco o a un húngaro a quien nunca habían visto? Además, todo es necesario, porque a no ser así no cumpliríamos con nuestro deber. Yo mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente. Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido de la 40 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su elocuencia... La cabeza que se inclina caerá inevitablemente. Renata profirió una exclamación. Eso es saber hablar dijo uno de los invitados. Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos añadió otro. Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort indicó un tercero fue cuando... esa última causa..., ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos que el verdugo. ¡Oh...!, para los parricidas no debe haber perdón dijo Renata ; para esos crímenes no hay suplicio bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos... ¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata exclamó la marquesa , porque el rey es el padre de la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas! También admito eso, señor Villefort repuso Renata , si me prometéis ser indulgente con aquellos que os recomiende yo. Descuidad dijo Villefort con una sonrisa muy tierna , sentenciaremos juntos. Hija mía dijo la marquesa , atended vos a vuestras fruslerías caseras y dejad a vuestro futuro esposo cumplir con su deber. Hoy las armas han cedido su puesto a la toga, como dice cierta frase latina.. . Cedant arma togae añadió Villefort inclinándose. No me atrevía a hablar en latín prosiguió la marquesa. Me parece que estaría más contenta si fueseis médico replicó Renata . El ángel exterminador, aunque ángel, me asusta mucho. ¡Qué buena sois! murmuró Villefort con una mirada amorosa. Hija mía añadió el marqués , el señor Villefort será médico moral y político de este departamento. El cargo no puede ser más honroso. Y así hará olvidar el que ejerció su padre añadió la incorregible marquesa. Señora repuso Villefort con triste sonrisa , ya he tenido el honor de deciros que mi padre abjuró los errores de su vida pasada; que se ha hecho partidario acérrimo de la religión y del orden, realista, y acaso mejor realista que yo, pues lo es por arrepentimiento, y yo lo soy por pasión. Dicha esta frase, para juzgar Villefort del efecto que producía, miró alternativamente a todos lados, como hubiera mirado en la audiencia a su auditorio tras una frase por el estilo. Exactamente, querido Villefort repuso el conde de Salvieux , eso mismo decía yo anteayer en las Tullerías al ministro que se admiraba de este enlace singular entre el hijo de un girondino y la hija de un oficial del ejército de Condé: mis razones le convencieron. Luis XVIII profesa también el sistema de fusión, y como nos estuviese escuchando sin nosotros saberlo, salió de repente y dijo: «Villefort (reparad que no pronunció el apellido Noirtier, sino que recalcó el de Villefort), Villefort hará fortuna. Además de pertenecer en cuerpo y alma a 41 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar mi partido, tiene experiencia y talento. Pláceme que el marqués y la marquesa de Saint Meran le concedan la mano de su hija, y yo mismo se lo aconsejaría de no habérmelo ellos consultado y pedido mi autorización.» ¿Eso dijo el rey? exclamó Villefort lleno de gozo. Textualmente, y si el marqués es franco os lo confirmará. Una escena semejante le ocurrió con S. M. cuando le habló de esta boda hace seis meses. Es verdad añadió el marqués. ¡Todo en el mundo lo deberé a ese gran monarca! ¿Qué no haría yo por su servicio? Así me gusta añadió la marquesa . Vengan ahora conspiradores y ya verán... Yo, madre mía dijo al punto Renata , ruego a Dios que no os escuche, y que solamente depare al señor de Villefort rateros y asesinos. Así dormiré tranquila. Es como si para un médico deseara calenturas, jaquecas, sarampiones, enfermedades, en fin, de nonada repuso Villefort sonriendo . Si deseáis que ascienda pronto a procurador del rey, pedid por el contrario esos males agudos cuya curación honra. En aquel momento, como si hubiese la casualidad esperado el deseo de Villefort para satisfacérselo, un criado entró a decirle algunas palabras al oído. Inmediatamente se levantó de la mesa el sustituto, excusándose, y regresó poco después lleno de alegría. Renata le contemplaba amorosa, porque en aquel momento Villefort, con sus ojos azules, su pálida tez y sus patillas negras, estaba, en verdad, apuesto y elegante. La joven parecía pendiente de sus labios, como en espera de que explicase aquella momentánea desaparición. A propósito, señorita dijo al fin Villefort , ¿no queríais tener por marido un médico? Pues sabed que tengo siquiera con los discípulos de Esculapio (frase a la usanza de 1815) una semejanza, y es que jamás puedo disponer de mi persona, y que hasta de vuestro lado me arrancan en el mismo banquete de bodas. ¿Y para qué? le preguntó la joven un tanto inquieta. ¡Ay! Para un enfermo, que si no me engaño está in extremis. La enfermedad es tan grave que quizá termine en el cadalso. ¡Dios mío! exclamó Renata palideciendo. ¿De veras? dijeron a coro todos los presentes. Según parece, se acaba de descubrir un complot bonapartista. ¿Será posible? exclamó la marquesa. He aquí lo que dice la delación y leyó Villefort en voz alta : «Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto Ferrajo, ha recibido de Murat una carta para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París. »Fácilmente se tendrá la prueba de su delito, prendiéndole, porque la carta se hallará en su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.» 42 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¡Oh, caballero! prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven , vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente! Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el primero era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista. Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad: Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser amable en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad? Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo: Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés. Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto. ¡Vaya! ¡Vaya! murmuró para su capote : nos devolváis... ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva... Creo que el comisario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente... Esto merece la pena de pensarlo seriamente. Luego añadió en voz alta: Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo. Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado. Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa. Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo: Que conduzcan aquí al preso. Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el 45 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil. La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión. Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete. Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador. Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación. ¿Quién sois, y cómo os llamáis? le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones. Me llamo Edmundo Dantés respondió el joven con voz sonora y tranquila ; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos. ¿Vuestra edad? Diecinueve años respondió Dantés. ¿Qué hacíais cuando os prendieron? Hallábame en la comida de mi boda, señor repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel recuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes. ¡Comida de boda! repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo. Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años. A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven. «Esta homogeneidad filosófica pensó interiormente sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de Saint Meran.» En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia. Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés: 46 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Proseguid le dijo. ¿Qué queréis que diga? Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia. Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo añadió con una sonrisa que cuanto puedo decir es de poca monta. ¿Habéis servido bajo el mando del usurpador? Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra. Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza. ¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años escasos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho. A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia. Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura. ¡Cáspita! exclamó para sí Villefort . ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Renata..., lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo. De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el joven, que había observado atentamente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pensamiento. ¿Tenéis enemigos? le preguntó Villefort. ¡Enemigos yo! repuso Dantés . Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal vez demasiado vivo, procuro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis órdenes. Que se les pregunte y os responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre, que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor. Si no enemigos, podéis tener rivales. Vais a ser capitán a los diecinueve años, lo que para los vuestros es una posición elevada: ibais a casaros con una mujer que os quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos favores del destino os pueden acaso granjear envidias. 47 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar . Sí repuso Villefort con voz sorda , pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida. Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo. ¿Y no se la habéis enseñado a nadie? dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo. A nadie; os lo juro por mi honor. ¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier? Todo el mundo, señor..., salvo la persona que me la entregó. Eso ya es mucho..., muchísimo murmuró Villefort. Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías. Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí. ¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? preguntó tímidamente Dantés. Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva. ¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? volvió a preguntar a Edmundo. Os juro por mi honor respondió Dantés , que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame? No, señor dijo el sustituto levantándose vivamente ; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos. Era, señor, no más que por ayudaros dijo Dantés un tanto herido en su amor propio. De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded. Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez. ¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre! Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios. ¡Oh! No vacilemos exclamó de repente. Pero en nombre del cielo exclamó el desdichado joven , si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros. Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme: 50 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Caballero le dijo , resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté... ¡Oh!, sí, señor exclamó Dantés , y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez. Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis... Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas. Mirad..., ya no existe. ¡Oh, señor! exclamó Dantés ; no sois la justicia: sois la Providencia. Escuchadme prosiguió Villefort : con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad? ¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido. No dijo Villefort, aproximándose al joven ; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos. Pues bien, los miraré como si fueran órdenes. Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta. Os lo prometo, señor. Era como si el juez rogase y el preso concediese. Ya comprendéis añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama ; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado. Os lo prometo, señor dijo Dantés. ¡Bien! ¡Bien! añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo. ¿No teníais más carta que ésa? le preguntó. No, señor, era la única. Juradlo. Lo juro dijo Dantés extendiendo la mano. Villefort llamó, y apareció un comisario de policía. Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza. Seguidle dijo Villefort a Dantés. Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia. Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró: 51 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada? De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento. Eso es, sí... dijo . Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra. Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida. Capitulo octavo El castillo de If Al atravesar la antecámara, el comisario de policía hizo una seña a dos gendarmes, que en seguida se colocaron a la derecha y a la izquierda de Dantés. Abrióse una puerta que conducía desde la habitación del procurador del rey al tribunal de Justicia, y echaron por uno de esos pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no tengan por qué temblar. Así como el despacho de Villefort comunicaba con el tribunal de Justicia, éste comunicaba con la cárcel, edificio sombrío pegado al palacio. Por todas sus ventanas y balcones se ve el famoso campanario de los Acoules, que se eleva enfrente. Tras haber andado un sinnúmero de corredores, vio Dantés abrirse una puerta con un candado de hierro, como en respuesta a tres golpes que dio el comisario con un martillo de hierro, y que sonaron lúgubremente en el corazón del preso. Recelaba éste en entrar; pero los dos gendarmes le empujaron ligeramente, y la puerta volvió a cerrarse. Ya respiraba otro aire, pesado y mefítico: ya estaba en los calabozos. Se le condujo a uno, aunque decente, bien guardado de barrotes y cerrojos; pero su aspecto no era para infundir serios temores. Por otra parte, las palabras del sustituto del procurador del rey, que habían parecido tan sinceras a Dantés, resonaban en sus oídos todavía como una promesa de esperanza. Eran las cuatro cuando Dantés entró en su prisión, de manera que la noche llegó muy pronto. Corría, como hemos dicho, el primero de marzo. Falto de empleo el sentido de la vista, se le aumentó grandemente el del oído. Creyendo que venían a ponerle en libertad al rumor más leve, se levantaba al punto encaminándose a la puerta; pero bien pronto el rumor se perdía en otra dirección, y el preso volvía a caer desesperado sobre su banquillo. 52 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino sólo en Mercedes. Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar. A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano: Camarada le dijo , suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de soldado que tengáis piedad de mí y me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte. El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese: A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro. Y volviéndose el primero a Edmundo: ¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! le dijo. Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor. ¿No sospecháis nada? No lo sospecho. Es imposible. Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo. Pero la consigna... La consigna no os prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos? Si no estáis ciego, como hayáis salido alguna vez por mar de Marsella, podréis adivinarlo. Pues no acierto. Mirad a vuestro alrededor. Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If. Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir. ¡Dios mío! exclamó . ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí? El gendarme se sonrió. No se me conducirá allí para dejarme preso prosiguió Dantés , porque el castillo de If es una prisión de Estado donde entran sólo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado? 55 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Yo supongo dijo el gendarme que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con burlas mi complacencia. Dantés apretó la mano del gendarme. ¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If? Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano. ¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones? Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas. ¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort...? Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo dijo el gendarme , pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí! Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera. ¡Muy bien! exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla . ¡Muy bien! ¡Así cumplís vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera, os soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a la segunda. Y Dantés sintió, en efecto, apoyado en su sien el cañón del mosquetón. De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo, aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor. Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote. En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, obligáronle a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía detrás con la bayoneta calada. Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio afligidos por no poderlo salvar. 56 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles. Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron. ¿Dónde está el preso? preguntó una voz. Aquí respondieron los gendarmes. Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento. Id dijeron los gendarmes a Dantés. Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha. He aquí vuestro cuarto para esta noche le dijo Es ya tarde y el señor gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto, aquí tenéis pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas noches. Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo. Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo frío glacial helaba el sudor de su frente. Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con orden de dejarle en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad. Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante. Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer. ¿Habéis dormido? le preguntó el carcelero. No lo sé respondió Dantés. El carcelero le miró sorprendido. 57 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¡Enhorabuena! respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco. Salió el carcelero, y un momento después volvió con cuatro soldados y un cabo. De orden del gobernador les dijo , llevad a este hombre a los calabozos del piso bajo. ¿Al subterráneo? preguntó el cabo. Al subterráneo: los locos deben estar con los locos. Los cuatro soldados se apoderaron de Dantés, que los seguía sin ofrecer resistencia. Bajaron quince escalones, y se abrió la puerta de un subterráneo, en el que entró murmurando: Tienen razón: los locos, con los locos. La puerta se cerró y Dantés caminó hacia delante hasta tropezar con la pared: entonces se acurrucó inmóvil en un ángulo, mientras sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, comenzaban a distinguir los objetos. El carcelero tenía razón. Poco le faltaba a Dantés para perder el juicio. Capítulo noveno La noche de bodas Como hemos dicho, Villefort tomó el camino de la plaza del GrandCours, y de la casa de la marquesa de Saint Meran, donde encontró a los convidados tomando café en el salón, después de los postres. Renata le aguardaba con una impaciencia de que participaban todos, por lo que la acogida que tuvo fue una exclamación general. ¡Hola, señor corta cabezas, columna del Estado, moderno Bruto realista! exclamó uno de los presentes ; ¿qué hay de nuevo? ¿Nos amenaza quizás otro régimen del Terror? preguntó otro. ¿Ha salido de su caverna el ogro de Córcega? añadió un tercero. Señora marquesa dijo Villefort acercándose a su futura suegra ,vengo a suplicaros que me perdonéis. La necesidad me obliga a dejaros... ¿Tendré el honor, señor marqués, de hablaros un instante en secreto? ¿Tan grave es el asunto...? murmuró la marquesa al notar la nube que ensombrecía el rostro de Villefort. Tan grave que me obliga a despedirme de vos para una corta ausencia. ¡Mirad si será grave! añadió volviéndose a Renata. ¿Vais a partir? exclamó Renata, sin poder ocultar la emoción que le causaba esta noticia inesperada. ¡Ay, señorita!, es necesario respondió Villefort. ¿Adónde vais? preguntó la marquesa. Es un secreto, señora; sin embargo, si alguno de estos señores tiene algo que mandar para París, sepa que un amigo mío, que está a sus órdenes, partirá esta misma noche. 60 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Todos se miraron unos a otros. ¿No me habéis pedido una entrevista? preguntó el marqués. Sí, pasemos, si os place, a vuestro gabinete. El marqués cogió del brazo a Villefort y salió con él. Vamos, hablad, ¿qué es lo que ocurre? exclamó el marqués cuando llegaron al gabinete. Cosas que creo de alta importancia, y que exigen que me traslade a París inmediatamente. Ante todo, marqués, y perdonadme lo indiscreto de la pregunta que os hago, ¿tenéis papel del Estado? Tengo en papel toda mi fortuna. Unos seiscientos o setecientos mil francos. Pues vendedlo, vendedlo en seguida, o de lo contrario os vais a ver arruinado. ¿Cómo queréis que desde aquí lo venda? ¿Verdad que tenéis un corresponsal banquero? Sí. Dadme una carta para él, encargándole que venda esos créditos sin perder tiempo. Quizá llegaré tarde. ¡Diablo! exclamó el marqués ; entonces no perdamos ni un minuto. Y sentándose a la mesa se puso a escribir a su banquero una carta, encargándole que vendiera a cualquier precio. Ahora que tengo esta carta dijo Villefort guardándola cuidadosamente en su camera , necesito otra. ¿Para quién? Para el rey. ¿Para el rey? Sí. Pero yo no me atrevo a escribir directamente a Su Majestad. Tampoco os la pido a vos, sino que os encargo que se la pidáis al señor de Salvieux. Es necesario que me dé una carta que me ayude a llegar hasta el rey sin las formalidades y etiquetas que me harían perder un tiempo precioso. Pero ¿no podría serviros el guardasellos de intermediario? Tiene entrada en las Tullerías a todas horas. Sí, mas no quiero partir con otro el mérito de la nueva de que soy portador. ¿Comprendéis? El guardasellos se lo apropiaría todo, hasta mi parte en los beneficios. Baste, marqués, con esto que digo. Mi fortuna está asegurada si llego antes que nadie a las Tullerías, porque voy a prestar al rey un servicio que jamás podrá olvidar. En ese caso, amigo mío, id a hacer vuestros preparativos, mientras hago yo que Salvieux escriba esa carta. No perdáis tiempo. Dentro de un cuarto de hora tengo que estar en la silla de postas. Haced parar el carruaje en la puerta. 61 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Me disculparéis, ¿no es verdad?, con la señora marquesa y con Renata, a quien dejo en ocasión tan grata con el más profundo sentimiento. En mi gabinete las encontraréis a la hora de vuestra partida. Gracias mil veces. No olvidéis la carta. El marqués llamó y poco después se presentó un lacayo. Decid al conde de Salvieux que le espero aquí. Ya podéis iros continuó el marqués dirigiéndose a Villefort. Bueno; al instante estoy de regreso. Y Villefort salió de la estancia apresuradamente; pero ocurriósele al llegar a la calle que un sustituto del procurador del rey podría ocasionar la alarma de un pueblo con que se le viese andar muy de prisa. Volvió, pues, a su paso ordinario, que era en verdad, digno de un juez. Junto a la puerta de su casa parecióle distinguir una cosa como un fantasma blanco que le esperaba inmóvil. Era la linda catalana, que al no tener noticias de Edmundo, iba a enterarse por sí misma de la causa del arresto de su amante. Al acercarse Villefort salióle al paso, destacándose de la pared en que se apoyaba. Como Dantés le había hablado ya de su novia, nada tuvo que hacer Mercedes para que la reconociera. Villefort, sorprendido de la belleza y dignidad de aquella mujer, y cuando le preguntó el paradero de su amado, le pareció que él era el acusado y ella el juez. El hombre de quien habláis dijo Villefort es un gran criminal, y en nada puedo favorecerle, señorita. Mercedes lanzó un gemido, y detuvo a Villefort al ver que éste intentaba proseguir su camino. Pero decidme al. menos dónde está, para que pueda siquiera informarme de si vive aún o ha muerto. Ni lo sé, ni eso me atañe a mí respondió Villefort. Y molestado por aquellos ojos penetrantes y aquel ademán de súplica, rechazó Villefort a Mercedes, y entró en su casa cerrando apresuradamente la puerta y dejando a la joven entregada al dolor y a la desesperación. Pero el dolor no se deja rechazar tan fácilmente. Parecido a la flecha mortal de que habla Virgilio, el hombre herido por él lo lleva siempre consigo. Aunque había cerrado la puerta, al llegar Villefort a su gabinete sintió que sus piernas flaqueaban, y lanzando, más que un suspiro, un sollozo, dejóse caer en un sillón. Entonces brotó en el fondo de aquel pecho enfermo el primer germen de una úlcera mortal. Aquel hombre sacrificado a su ambición, aquel inocente que pagaba culpas de su propio padre, apareciósele pálido y amenazador, acompañado de su novia, pálida como él, y seguido del remordimiento, no del remordimiento que hace enloquecer al que lo sufre como en los antiguos sistemas fatalistas, sino de ese sordo y doloroso golpear sobre el corazón, 62 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Dejemos entretanto a Villefort camino de París, gracias a ir derramando dinero, y atravesando los dos o tres salones que le preceden, penetremos en aquel gabinetito ovalado de las Tullerías, famoso por haber sido la estancia favorita de Napoleón, de Luis XVIII y de Luis Felipe. Sentado a una mesa, que procedía de Hartwel, y que por una de esas manías comunes a los altos personajes tenía en particular estimación, el rey Luis XVIII escuchaba distraído a un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años, cabello cano y continente aristocrático y pulcro. Sin dejar de escucharle iba haciendo anotaciones en el margen de un volumen de Horacio, de. la edición de Griphins, que aunque incorrecta es la más estimada, y que se prestaba mucho a las sagaces observaciones filosóficas del rey. ¿Decíais, pues, caballero...? murmuró el rey. Que estoy muy inquieto, señor. ¿De veras? ¿Habéis visto acaso en sueños siete vacas gordas y siete flacas? No, señor, pues esto anunciaría solamente siete años de abundancia y otros siete de hambre, que con un rey tan previsor como Vuestra Majestad no se deben de temer. Pues ¿qué otros cuidados os apenan, mi querido Blacas? Creo, señor, y lo creo fundamentalmente, que se va formando una tempestad hacia el lado del Mediodía. Y bien, mí querido conde respondió Luis XVIII ; os creo mal informado, y sé positivamente que hace muy buen tiempo allá abajo. Aunque hombre de talento, Luis XVIII gustaba a veces de burlarse. Señor dijo el señor de Blacas , aunque no fuese sino para tranquilizar a un fiel servidor, ¿no podría Vuestra Majestad enviar al Languedoc, a la Provenza y al Delfinado hombres fíeles que informaran sobre la situación política de aquellas tres provincias. Canimus surdis respondió el rey, prosiguiendo en sus notas a Horacio. Señor repuso el cortesano, sonriéndose para dar a entender que comprendía el hemistiquio del poeta de Venusa ; señor, Vuestra Majestad puede confiar en el espíritu público reinante en Francia; pero yo creo tener también mis razones para temer alguna tentativa desesperada. ¿De quién? De Bonaparte, o por lo menos, de sus partidarios. Mí querido Blacas dijo el rey , vuestros temores no me dejan trabajar. Y vos, señor, con vivir tan tranquilo, me quitáis el sueño. Esperad, esperad. Se me ocurre una excelente nota acerca de aquello del Pastor cum traheret. Ya continuaréis luego. Hobo un momento de silencio, durante el cual Luis XVIII escribió con una letra todo lo microscópica que pudo, una nota nueva al margen de su Horacio, y dijo luego, levantándose 65 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar con la satisfacción del que se imagina haber concebido una idea, cuando no ha hecho sino comentar las de otro: Proseguid, querido conde, proseguid. Señor dijo Blacas, que por un momento abrigó la esperanza de explotar a Villefort en su favor , obligado me veo a deciros que no son simples rumores lo que sin fundamento me inquieta. Un hombre merecedor de mi confianza, un hombre de saber, a quien he dado el encargo de vigilar el Mediodía (el conde vaciló al pronunciar estas palabras), llega en posta en este mismo instante a decirme: «El rey está amenazado de un gran peligro.» Por eso he venido a advertiros, señor. Mala ducis avi domum continuó anotando Luis XVIII. ¿Me ordena Vuestra Majestad que no insista en eso otra vez? No, mi querido conde, pero alargad la mano. ¿Cuál? La que queráis..., ahí a la izquierda... ¿Aquí, señor? Dígoos que a la izquierda y buscáis a la derecha... guise decir a mi izquierda. Hallaréis ahí un informe del ministro de policía con fecha de ayer. Pero, ¡calla!, aquí aparece en persona el señor Dandré... ¿No habéis dicho que era el señor Dandré? exclamó Luis XVIII dirigiéndose al ujier, que en efecto acababa de anunciar al ministro de la policía. Sí, señor, el barón de Dandré repuso el ujier. Justamente repuso Luis XVIII con imperceptible sonrisa . Entrad, barón, entrad, y decid al duque lo que sepáis más reáente del señor de Bonaparte. No disimuléis la gravedad de la situación, si la tiene, sea lo que fuere... Veamos: ¿es en efecto la isla de Elba un volcán pronto a vomitar sobre nosotros las llamas de la guerra: bella, horrida bella? El señor Dandré pavoneóse con gracia, apoyando las manos en el respaldo de un sillón, y contestó: ¿Se ha dignado Vuestra Majestad pasar los ojos por mi informe de ayer? Sí, sí, pero decídselo al conde, decidle lo que reza este informe, que no puede encontrar. Explicadle lo que hace el usurpador en su isla. Señor dijo el barón al conde , todos los vasallos de Su Majestad deben de regocijarse con las noticias que tenemos de la isla de Elba. Bonaparte... Y el señor Dandré fijó los ojos en Luis XVIII, que, ocupado en escribir una nota, no levantó la cabeza. Bonaparte continuó el barón se aburre mucho, y pasa los días de sol a sol viendo trabajar a los mineros de Porto Longonne. Y se rasca para distraerse añadió el monarca. ¿Se rascal preguntó el conde ; ¿qué quiere decir Vuestra Majestad? 66 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¿Olvidáis, mi querido conde, que ese coloso, ese héroe, ese semidiós sufre de una enfermedad cutánea que le consume? Y hay más, señor conde continuó el ministro de policía : estamos casi seguros de que dentro de poco tiempo estará loco, ¿Loco? De remate: su cabeza se debilita. Tan pronto llora a mares como ríe a carcajadas. Otras veces se pasa las horas muertas arrojando al agua piedrecitas, y al verlas rebotar en la superficie se queda tan satisfecho como si hubiera ganado otro Marengo a otro Austerlitz. No me negaréis que éstos son síntomas de locura. O de sobrado juicio, señor barón dijo Luis XVIII riendo ; arrojando piedrecitas a la mar se solazaban los grandes capitanes del tiempo antiguo. Leed si no en Plutarco la vida de Escipión el Africano. A la vista de estos dos hombres tan tranquilos, el señor de Blacas vaciló unos instantes; porque Villefort no había querido decirle todo lo que sabía, sino lo que bastaba a alarmarle, para no perder todo el valor de su secreto. Vamos, vamos, Dandré dijo Luis XVIII , Blacas aún no está convencido. Contadle la conversión del usurpador. El ministro de policía se inclinó. ¿Conversión del usurpador? murmuró el conde mirando al rey y a Dandré . ¿El usurpador se ha convertido? Del todo, querido conde. Pero ¿a qué? A los buenos principios. Vamos, explicádselo, barón. Escuchad, pues... dijo el ministro con mucha gravedad . Hace unos días, ha pasado Napoleón una revista, en que dos o tres de sus viejos gruñones, como él los llama, manifestaron deseos de volver a Francia, en lo que consintió exhortándoles a servir a su buen rey. Tales fueron sus propias palabras, señor conde, lo sé de buena tinta. Y ahora, Blacas, ¿qué diréis? exclamó el triunfante monarca dejando de compulsar el volumen que tenía abierto delante de él. Digo, señor, que o el ministro de policía o yo nos equivocamos; peso como es imposible que el equivocado sea él, que tiene el cargo de velar por Vuestra Majestad, es más probable que yo lo sea. No obstante, señor, yo en lugar vuestro interrogaría por mí mismo a la persona que aludo; y por mi parte insistiré en que siga Vuestra Majestad este consejo. Enhorabuena, conde. Presentádmelo y lo recibiré; pero con las armas en la mano. Señor ministro, ¿tenéis algún parte de fecha más moderna que éste, que es del 20 de febrero y estamos a 3 de marzo? No, señor; pero lo estaba esperando de un momento a otro, cuando salí esta mañana, y es posible que haya llegado durante mi ausencia. 67 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Señor dijo Villefort , haré a Vuestra Majestad una relación muy fiel del asunto; pero suplicándole de paso que disculpe la oscuridad que acaso ponga en mis palabras mi presente turbación. Una mirada del rey después de este exordio insinuante, aseguró a Villefort de que se le escuchaba con benevolencia. Señor continuó , he venido a París con toda la celeridad posible, a anunciar a Vuestra Majestad que en el ejercicio de mis funciones he descubierto, no una de esas conspiraciones vulgares a insignificantes, como las que se urden todos los días, así por el ejército como por las gentes del pueblo, sino una verdadera conspiración que amenaza nada menos que al trono de Vuestra Majestad. Señor, el usurpador se ocupa en armar tres navíos: medita un proyecto, insensato quizá, pero por esto mismo, terrible. En estos momentos debe de haber salido de la isla de Elba, ignoro en qué dirección, pero seguramente intentará un desembarco en Nápoles, en las costas de Toscana, o quizás en nuestro mismo suelo. Vuestra Majestad no ignora que el soberano de la isla de Elba mantiene aún relaciones con Italia y con Francia. Sí, lo sé, caballero dijo el rey muy conmovido , y hace poco nos avisaron de que en la calle de Santiago se efectuaban reuniones bonapartistas. Pero continuad, os lo ruego. ¿Cómo obtuvisteis esas noticias? Son el resultado de un interrogatorio que hice a un hombre de Marsella a quien de mucho tiempo atrás vigilaba. Le hice prender el mismo día de mi marcha. Aquel hombre, marino revoltoso, y bonapartista acérrimo, ha ido a la isla de Elba secretamente, donde el gran mariscal le encargó una misión verbal para cierto bonapartista de París, cuyo nombre no he podido arrancarle: esta misión se reducía a encargar al bonapartista que preparase los ánimos a una restauración (tened presente, señor, que copio el interrogatorio), restauración que no puede menos de estar próxima. ¿Y qué ha sido de ese hombre? preguntó Luis XVIII. Está preso, señor. Así, pues, ¿os parece tan grave el asunto? Tan grave, señor, que la primera noticia me sorprendió en una fiesta de familia, el día de mi boda, y lo he abandonado todo en el mismo momento para venir a demostrar a Vuestra Majestad mis temores y mi adhesión. Es cierto dijo Luis XVIII . ¿No existía un proyecto de matrimonio entre vos y la señorita de Saint Meran? Hija de uno de los más fieles servidores de Vuestra Majestad. Sí, sí; pero volvamos a ese complot, señor de Villefort. Temo que sea más que un complot, una conspiración. Una conspiración en estos tiempos repuso sonriendo Luis XVIII , es cosa muy fácil de proyectar, pero difícil de llevar a cabo, porque restablecidos como quien dice ayer en el trono 70 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar de nuestros abuelos, estamos amaestrados por el presente, por el pasado y para el porvenir. De diez meses a esta parte redoblan mis ministros su vigilancia en el litoral del Mediterráneo. Si desembarcara Napoleón en Nápoles, antes de que llegase a Piombino, se levantarían en masa los pueblos coaligados; si desembarca en Toscana, aquel país es su enemigo; si en Francia, ¿quién le seguiría?: un puñado de hombres, y fácilmente le haríamos desistir de su intento, mayormente cuando tanto le aborrece el pueblo. Tranquilizaos pues, caballero; mas no por eso estéis menos seguro de nuestra real gratitud. Aquí está el señor barón de Dandré exclamó en esto el conde de Blacas. En efecto, en este mismo instante asomaba en la puerta el ministro de policía, pálido y tembloroso: sus miradas vacilaban como si estuviese a punto de desmayarse. Villefort dio un paso para salir; pero le retuvo un apretón de manos del señor de Blacas. Capítulo once El ogro de Córcega Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII rechazó violentamente la mesa a que estaba sentado. ¿Qué tenéis, señor barón? exclamó . ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort? Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés. Señor... balbució el barón. Acabad dijo Luis XVIII. Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas. ¿No hablaréis? dijo. ¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré. Caballero dijo Luis XVIII , os mando que habléis. Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo. ¿Dónde? preguntó el rey vivamente. En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan. ¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia... ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco. ¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís. 71 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro. ¡En Francia! exdamó . ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él? ¡Oh, señor! exclamó el conde de Blacas , a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen. Pero... dijo Villefort, y repuso al momento reportándose . Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme. Hablad, caballero, hablad libremente contestó el rey Luis XVIII . Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio. Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él. Sin duda dijo el ministro ; pero viene por Gap y Sisteron. ¡Viene! exclamó Luis XVIII . ¿Viene a París? El silencio del ministro equivalía a una confesión. ¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? preguntó el rey a Villefort. Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas. Vamos murmuró Luis XVIII , bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene? Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignoro dijo el ministro de policía. ¡No lo sabéis! ¿No os habéis informado de esta circunstancia? En verdad que no es importante añadió el rey con una sonrisa irónica. No pude informarme, señor. El despacho anunciaba solamente el desembarco y el camino que trae el usurpador. ¿Por qué medio habéis recibido ese despacho? El ministro bajó la cabeza, y el bochorno se pintaba en su semblante. Por el telégrafo, señor dijo Dandré. Luis XVIII dio un paso hacia atrás cruzándose de brazos, como Napoleón hubiera hecho, y dijo pálido de cólera: ¡Conque una coalición de siete ejércitos ha derrocado a ese hombre, conque un milagro de Dios me ha restituido el trono de mis padres tras veintitrés años de exilio, conque he estudiado, sondeado y analizado en ese destierro los hombres y las cosas de esta Francia, mi tierra de promisión, para que, al llegar al goce de mis anhelos, el mismo poder de que dispongo se escape de mis manos para aniquilarme! Señor, es la fatalidad... murmuró el ministro, aplastado por aquellas abrumadoras palabras. 72 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¿No suponéis como yo, señor de Villefort, que el general, a quien se tenía justamente por adicto al usurpador, pero que en el fondo era todo mío, haya muerto víctima de una venganza bonapartista? Es probable, señor respondió Villefort ; pero ¿no se conocen más detalles? Hemos dado con el hombre de la cita, y se le sigue la pista. ¡Se le sigue la pista! repitió el sustituto. Sí; el ayuda de cámara dio sus señas. Es un hombre de cincuenta a cincuenta y dos años; moreno, ojos negros, cejas espesas y bigote. Lleva un levitón azul abotonado, y en un ojal la insignia de oficial de la Legión de Honor. Ayer la policía siguió a un individuo exactamente igual en todo a ese sujeto; pero le perdió de vista en la esquina de la calle de Coq Heron. Villefort tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón, porque a medida que el ministro hablaba, negábanse sus piernas a sostenerle; pero cuando supo que el desconocido había escapado al agente que le seguía, respiró a sus anchas. Buscad a ese hombre, caballero dijo el rey al ministro de policía , porque si es verdad, como todo hace suponer, que el general Quesnel que tan útil nos hubiera sido en estas circunstancias, ha caído bajo el puñal de un asesino, bonapartistas o no, quiero que los criminales sean castigados como se merecen. Villefort necesitó de toda su sangre fría para no dejar traslucir los terrores que le inspiraban estas palabras del rey. ¡Cosa extraña! prosiguió el rey, como bromeando ; la policía cree haberlo dicho todo cuando dice: se ha cometido un asesinato; y haberlo hecho todo cuando añade: he encontrado la pista de los culpables. Señor, confío en que Vuestra Majestad quede completamente satisfecho esta vez. Ya veremos. No quiero deteneros más, barón; iréis a descansar, señor de Villefort, que debéis hallaros muy fatigado del viaje. ¿Os alojáis en casa de vuestro padre? Villefort se turbó visiblemente. No, señor dijo . Me hospedo en el hotel de Madrid, situado en la calle de Tournon. Pero supongo que le habréis visto. Señor, en cuanto llegué fui a buscar al conde de Blacas. Pero ¿le veréis? Ni siquiera trataré de hacerlo. ¡Ah!, es justo dijo el rey sonriéndose como para probar que todas sus preguntas encerraban intención ; olvidábame de que estáis algo reñido con el señor Noirtier, nuevo sacrificio a la causa real, que debo recompensaros. La bondad con que me trata Vuestra Majestad es ya recompensa tan sobre todos mis desos, que nada más tengo que pedir al rey. No importa, caballero, os tendremos presente, descuidad: entretanto, esta cruz... 75 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Y quitándose el rey la cruz de la Legión de Honor que solía llevar en el pecho cerca de la cruz de San Luis, y por encima de las placas de la orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo y de San Lázaro, se la dio a Villefort, que repuso: Señor, Vuestra Majestad se equivoca: esta cruz es de oficial. Tomadla, a fe mía, sea la que fuere dijo el rey , que no tengo tiempo para pedir otra. Blacas, haced que extiendan el diploma al señor de Villefort. Los ojos de éste se humedecieron con una lágrima de orgullosa alegría; tomó la cruz y la besó. ¿Qué órdenes dijo tiene Vuestra Majestad que darme en este momento? Descansad el tiempo que os haga falta, y tened presente que si en París no podéis servirme en nada, en Marsella puede ser muy al contrario. Señor respondió inclinándose Villefort , dentro de una hora habré salido de París. Marchad, caballero dijo el rey , y si yo os olvidase, que los reyes son desmemoriados, no temáis el hacer por recordaros... Señor barón, ordenad que busquen al ministro de la Guerra. Blacas, quedaos. ¡Ah, señor! dijo al magistrado el ministro de policía, cuando salieron de palacio . ¡Entráis con buen pie: vuestra fortuna es cosa hecha! ¿Durará mucho? murmuró el magistrado saludando al ministro, cuya fortuna se deshacía, y buscando con los ojos un coche para volver a su casa. A una seña de Villefort se acercó un fiacre, a cuyo conductor dio las señas de su casa, lanzándose al fondo en seguida, donde se entregó a sus sueños ambiciosos. Diez minutos más tarde, el magistrado estaba ya en su casa, y mandó a par que le sirviesen el almuerzo y que preparasen los caballos para dentro de dos horas. Iba ya a sentarse a la mesa, cuando sonó fuertemente la campanilla, como agitada por una mano vigorosa. El ayuda de cámara fue a abrir, y Villefort pudo oír que pronunciaban su nombre. ¿Quién puede saber que estoy en París? murmuró. En este momento entró el ayuda de cámara. ¿Y bien? le dijo Villefort . ¿Quién ha llamado? ¿Quién pregunta por mí? Una persona que no quiere decir su nombre. ¡Una persona que no quiere decir su nombre! ¿Y qué quiere? Desea hablaros. ¿A mí? Sí, señor. ¿Ha dado mis señas? ¿Sabe quién soy yo? Indudablemente. ¿Qué trazas tiene? Es un hombre de unos cincuenta años. ¿Alto? ¿Bajo? 76 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar De la estatura del señor, sobre poco más o menos. ¿Blanco o moreno? Muy moreno; de cabellos, ojos y cejas negros. ¿Y cómo va vestido? preguntó vivamente el magistrado. Un levitón azul, abotonado hasta arriba, con la roseta de la Legión de Honor. ¡Él es! murmuró Villefort palideciendo. ¡Diantre! dijo asomando en la puerta el hombre que hemos descrito ya dos veces . ¡Diantre! ¡Qué conducta tan extraña! ¿Así hacen en Marsella esperar los hijos a sus padres en la antecámara? ¡Padre mío...! exclamó el sustituto , no me engañé..., sospechaba que fueseis vos. Si lo sospechabas contestó el recién llegado dejando el bastón en un rincón y el sombrero en una silla-, permíteme entonces, querido Gerardo, hacerte ver que has obrado mal haciéndome esperar. Dejadnos, Germán dijo Villefort. El criado se retiró, y veíase que le sorprendía lo ocurrido. Capítulo doce Padre a hijo El señor Noirtier, porque, en efecto, era él quien acababa de llegar, siguió con la vista al criado hasta que cerró la puerta, y luego, sin duda receloso de que se quedase a escuchar en la antecámara, la volvió a abrir por su propia mano. No fue inútil esta precaución, y la presteza con que salía Germán de la antecámara dio a entender que no estaba puro del pecado que perdió a nuestro primer padre. El señor Noirtier se tomó entonces el trabajo de cerrar por sí mismo la puerta de la antecámara, y echando el cerrojo a la de la alcoba, acercóse, tendiéndole la mano, a Villefort, que aún no había dominado la sorpresa que le causaban aquellas operaciones. ¿Sabes, querido Gerardo le dijo mirándole de una manera indefinible , sabes que me parece que no lo alegras mucho de verme? Padre mío respondió Villefort , me alegro con toda el alma; pero no esperaba vuestra visita y me ha sorprendido. Mas ahora que caigo en ello respondió el señor Noirtier , que yo os podría decir otro tanto. Me anunciáis desde Marsella vuestra boda para el 28 de febrero, ¡y estáis en Paris el 3 de marzo! No os quejéis, padre mío, de mi estancia en París dijo Gerardo acercándose al señor Noirtier . He venido por vos, y mi viaje puede salvaros. ¿De veras? dijo el señor Noirtier acomodándose en un sillón ; ¿de veras? Contadme eso, señor magistrado, que debe de ser cosa curiosa. ¿Habéis oído hablar, padre mío, de cierto club bonapartista de la calle de Santiago? ¿Número 53? ¡Ya lo creo! Como que soy su vicepresidente. 77 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar atraso: “El usurpador ha desembarcado en Cannes con algunos hombres. Ya se le persigue”. Sin embargo, ignoráis lo que hace y la posición que ocupa. Ya se le persigue, es el non plus de vuestras noticias. Si son ciertas se le perseguirá hasta París sin quemar un cartucho. Grenoble y Lyon son dos ciudades fieles que le opondrán una barrera infranqueable. Grenoble le abrirá sus puertas con entusiasmo, y Lyon le saldrá al encuentro en masa. Creedme: estamos tan bien informados como vosotros, y nuestra policía vale tanto como la vuestra... ¿Queréis que os lo pruebe? Intentabais ocultarme vuestra llegada y sin embargo la he sabido a la media hora. A nadie sino al cochero disteis las señas de vuestra casa, y no obstante yo las sé, pues que llego precisamente cuando os ibais a sentar a la mesa. A propósito, pedid otro cubierto y almorzaremos juntos. En efecto respondió Villefort mirando a su padre con asombro ; en efecto estáis bien informado. Es muy natural. Vosotros estáis en el poder, no disponéis de otros recursos que los que procura el oro, mientras nosotros, que esperamos el poder, disponemos de los que proporciona la adhesión. ¿La adhesión? repuso riendo Villefort. Sí, la adhesión, que así en términos decorosos se llama a la ambición que espera. Y esto diciendo Noirtier alargó la mano al cordón de la campanilla para llamar al criado, viendo que su hijo no le llamaba; pero éste le detuvo, diciéndole: Esperad, padre mío, oíd una palabra. Decidla. A pesar de su torpeza, la policía realista sabe una cosa terrible. ¿Cuál? Las señas del hombre que se presentó en casa del general Quesnel la mañana del día en que desapareció. ¡Ah! ¿Conque sabe eso? ¡Miren la policía! ¿Y cuáles son sus señas? Tez morena, cabellos, ojos y patillas negros, levitón azul abotonado hasta la barba, roseta de oficial de la Legión de Honor, sombrero de alas anchas y bastón de junco. ¡Vaya! ¿Conque se sabe eso? dijo Noirtier . ¿Y por qué no le ha echado la mano? Porque ayer le perdió de vista en la esquina de la calle de CoqHeron. ¡Cuando yo os digo que es estúpida la policía! Sí, pero de un momento a otro puede dar con él. Sí, si no estuviese sobre aviso dijo Noirtier mirando a su alrededor con la mayor calma ; pero como lo está, va a cambiar de rostro y de traje. Y levantándose al decirlo, se quitó el levitón y la corbata, tomó del neceser de su hijo, que estaba sobre una mesa, una navaja de afeitar, se enjabonó la cara, y con mano firme quitóse aquellas patillas negras que tanto le comprometían. Su hijo le miraba con un terror que tenía algo de admiración. 80 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Cortadas las patillas, peinóse Noirtier de modo diferente, cambió su corbata negra por otra de color que había en una maleta abierta, su gabán azul cerrado, por otro de su hijo de color claro, observó ante el espejo si le caería bien el sombrero de alas estrechas de Villefort, y dejando el bastón de junco en el rincón de la chimenea donde lo había puesto agitó en su nerviosa mano un ligerísimo junco del cual Villefort se servía para presentarse y andar con desenvoltura, que era una de sus principales cualidades distintivas. ¿Y ahora crees que me reconocerá la policía? preguntó volviéndose hacia su estupefacto hijo. No, señor balbució el sustituto . A lo menos, así lo espero. Encomiendo a la prudencia prosiguió Noirtier estos trastos que dejo aquí. ¡Oh! Id tranquilo, padre mío respondió Villefort. Ya lo creo. Oye: empiezo a comprender que en efecto puedes haberme salvado la vida; pero, anda, que muy pronto te lo pagaré. Villefort inclinó la cabeza. Creo que os engañáis, padre mío. ¿Volverás a ver al rey? ¿Quieres pasar a sus ojos por profeta? Los profetas de desgracias no son en la corte bien recibidos, padre. Pero a la corta o a la larga se les hace justicia. En el caso de una segunda restauración pasarás por un gran hombre. ¿Y qué he de decir al rey? «Señor, os engañan acerca del espíritu reinante en Francia, y en las ciudades y en el ejército. El que en París llamáis el ogro de Córcega, el que se llama todavía en Nevers el usurpador, se llama ya en Lyón Bonaparte, y el emperador en Grenoble. Os lo imagináis fugitivo, acosado, y en realidad vuela como el águila de sus banderas. Sus soldados, que creéis muertos de hambre y de fatiga, dispuestos a desertar, multiplícanse como los copos de nieve en torno del alud que cae. Partid, señor, abandonad Francia a su verdadero dueño, al que no la ha comprado, sino conquistado; partid, señor, y no porque estéis en peligro, que él es bastante poderoso para no tocaros el pelo de la ropa; sino porque sería una mengua para un nieto de San Luis, deber la vida al hombre de Arcolea, de Marengo de Austerlitz.» Dile esto, Gerardo..., o mejor será que no le digas nada. Disimula tu viaje a todo el mundo; no te vanaglories de lo que has venido a hacer, ni de lo que hiciste en París; si has bebido los vientos a la venida, devóralos a la vuelta, entra en tu casa de modo que nadie lo sospeche y en particular sé desde ahora humilde, inofensivo, astuto; porque te juro que obraremos como aquel que conoce a sus enemigos y es fuerte de suyo. Andad, andad, mi querido Gerardo, que con obedecer las órdenes paternales, o mejor dicho, si queréis, con atender a los consejos de un amigo, os sostendremos en vuestro destino. Así podréis añadió Noirtier sonriendo , salvarme por segunda vez si la rueda de la fortuna política vuelve 81 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar a levantaros y a bajarme a mí. Adiós, mi querido Gerardo: en el primer viaje que hagáis, venid a parar en mi casa. Y con esto se marchó tranquilo, como no había dejado de estarlo un solo momento durante esta conversación, mientras que Villefort, pálido y agitado, corrió a la ventana, desde donde le pudo ver pasar impasible entre dos o tres hombres de mala traza, que emboscados detrás de la esquina, y en los portales, esperaban quizás al de las patillas negras, el gabán azul y el sombrero de alas anchas, para echarle el guante. Villefort permaneció de pie y lleno de ansiedad, hasta que, viéndole desaparecer en la encrucijada de Bussy, se precipitó sobre el malhadado traje, ocultó en el fondo de su maleta el levitón azul y la corbata negra, aplastó el sombrero escondiéndolo debajo de un armario, hizo pedazos el bastón arrojándolos al fuego, y poniéndose la gorra de viaje llamó al ayuda de cámara, vedándole con un gesto las mil preguntas que éste ansiaba hacer; pagóle la cuenta y se precipitó al carruaje que ya le estaba aguardando. En Lyón supo que Bonaparte acababa de entrar en Grenoble, y participando de la agitación que reinaba en los pueblos del tránsito llegó a Marsella henchida el alma con las angustias con que la ambición y los primeros medros suelen envenenarla. Capítulo trece Los cien días El señor Noirtier resultó un profeta verídico. Tal cual los auguró pasaron los sucesos. Todo el mundo conoce lo de la vuelta de la isla de Elba, suceso extraño, milagroso, que no tiene ejemplo en lo pasado ni tendrá imitadores en lo porvenir probablemente. Luis XVIII no trató parar golpe tan duro sino con mucha parsimonia. Su desconfianza de los hombres le hacía desconfiar de los acontecimientos. El realismo, o mejor dicho, la monarquía restaurada por él vaciló en sus cimientos mal afirmados aún; un solo gesto del emperador acabó de demoler el caduco edificio, mezcla heterogénea de preocupaciones y de nuevas ideas. Villefort no alcanzó de su rey sino aquella gratitud inútil a la sazón y hasta peligrosa, y aquella cruz de la Legión de Honor, que tuvo la prudencia de no enseñar a nadie, aunque el señor de Blacas le envió el diploma a vuelta de correo, cumpliendo la orden de Su Majestad. Napoleón hubiera destituido a Villefort, de no protegerle Noirtier, que gozaba de mucha influencia en la corte de los Cien Días, tanto por los peligros que había corrido, como por los servicios que había prestado. El girondino del 93, el senador de 1806, protegió pues a su protector de la víspera; tal como se lo había prometido. Durante la resurrección del imperio, resurrección que hasta a los menos avisados se alcanzaba poco duradera, se limitó Villefort a ahogar el terrible secreto que Dantés había estado en trance de divulgar. El procurador del rey fue destituido de su cargo por sospechas de tibieza en sus opiniones bonapartistas. Sin embargo, restablecido apenas el imperio, es decir, apenas habitó 82 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar ¡Caballero! respondió Villefort parando el golpe con su acostumbrada sangre fría , yo era entonces realista porque creía ver en los Borbones no solamente los herederos legítimos del trono, sino los electos del pueblo; pero las jornadas milagrosas de que hemos sido testigos pruébanme que me engañaba. El genio de Bonaparte sale vencedor. El monarca legítimo es el monarca amado. Enhorabuena exclamó Morrel con su natural franqueza ; me da gusto oíros hablar así, y ya pronostico buenas cosas al pobre Edmundo. Aguardad repuso Villefort hojeando otro registro : ya caigo..., ¿no es un marino que se iba a casar con una catalana? Sí..., sí..., ya recuerdo. Era un asunto muy grave. ¿Cómo? ¿No sabéis que desde mi casa se le llevó a las prisiones del Palacio de Justicia? Sí; ¿y bien? Di cuenta a París, enviando los papeles que le hallé..., ¿qué queréis? Mi deber lo exigía. Ocho días después de su prisión me arrebataron al reo. ¿Os lo arrebataron? exclamó Morrel ; ¿y qué han hecho con él? ¡Oh, tranquilizaos! Seguramente habrá sido transportado a Fenestrelles, a Pignerol o a las islas de Santa Margarita..., lo que se llama deportación en lenguaje jurídico, y el día menos pensado le veréis volver a tomar el mando de su buque. Que venga cuando quiera, le reservo su puesto. Pero ¿cómo no ha venido ya? Paréceme que el primer cuidado de la policía debió de ser poner en libertad a los presos de la justicia realista. Mi querido señor Morrel, ésa es una acusación temeraria respondió Villefort . Para todo hay una fórmula legal. La orden de prisión vino de arriba y de arriba ha de venir la de ponerle en libertad. Ahora bien, como apenas hace quince días de la vuelta de Napoleón, todavía no es tarde. Pero habrá algún medio de activar el asunto, ahora que nosotros mandamos, ¿verdad? Tengo amigos y alguna influencia: puedo lograr que se eche tierra a la sentencia. No ha sido sentencia. Pues que le borren del registro general de cárceles. En materia de política tampoco hay registros. Muchas veces importa a los gobiernos que un hombre desaparezca sin dejar rastro alguno. Las anotaciones del registro general podrían servir de hilo conductor al que le buscara. Eso sucedería quizás en tiempo de los Borbones; pero ahora... En todos tiempos sucede lo mismo, mi querido señor Morrel. Los gobiernos se suceden unos a otros imitándose siempre. La máquina penitenciaria inventada por Luis XIV sigue hoy en uso, y es muy parecida a la Bastilla. El emperador ha sido más severo al reglamentar sus prisiones que el gran rey mismo, y el número de los presos que no constan en el registro general de cárceles es incalculable. 85 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Tanta benevolencia hubiese borrado hasta las sospechas más evidentes, que Morrel no tenía por otra parte. Pero, en fin, señor de Villefort le dijo , ¿qué os parece que haga para apresurar la vuelta del pobre Dantés? Una sola cosa: haced una solicitud al ministro de Justicia. ¡Oh!, caballero, ya sabemos el destino de las solicitudes; el ministro recibe doscientas cada día y no lee cuatro. Sí respondió Villefort , pero leería una dirigida por mi conducto, recomendada al margen por mí, y remitida directamente por mí. ¿De modo que os encargaríais de que llegara a sus manos esa solicitud? Con mucho gusto. Dantés podía ser entonces culpable; pero ahora es inocente, y es mi deber el devolverle la libertad, como entonces lo fue quitársela. Villefort evitaba así una requisitoria, aunque poco probable, posible; requisitoria que sin remedio le perdería. ¿Cómo se escribe al ministro? Sentaos ahí, señor Morrel dijo Villefort levantándose y cediéndole su asiento . Voy a dictaros. ¿Tendríais tanta bondad? Desde luego. No perdamos tiempo, que ya hemos perdido demasiado. Sí, caballero. Pensemos en que el pobre muchacho aguarda, sufre y quizá se desespera. Villefort tembló al recuerdo de aquel desgraciado que le maldeciría desde el fondo de su prisión; pero había ya avanzado mucho para retroceder. Dantés debía desaparecer ante su ambición. Dictad dijo el naviero sentado en la silla de Villefort y con la pluma en la mano. Villefort dictó entonces una instancia, en la que exageraba el patriotismo de Dantés, sus servicios a la causa bonapartista, y pintándole, en fin, como uno de los agentes más activos de la vuelta de Napoleón. Era evidente que a tal solicitud el ministro haría al punto justicia, si ya no la había hecho. Terminada la solicitud, Villefort la volvió a leer en voz alta. Así está bien dijo Ahora confiad en mí. ¿Y partirá pronto esta solicitud, caballero? Hoy mismo. ¿Recomendada por vos? La mejor recomendación que yo podría ponerle es certificar que es cierto cuanto decís en la solicitud. Y sentándose a su vez, escribió Villefort al margen su certificado. Y ahora ¿qué hay que hacer, caballero? le preguntó el armador. Esperar repuso Villefort yo me encargo de todo. 86 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Esta seguridad volvió las esperanzas a Morrel; de modo que cuando dejó al sustituto le había ganado enteramente. El naviero fue en seguida a anunciar al padre de Edmundo que no tardaría en volver a ver a su hijo. En cuanto a Villefort, guardó cuidadosamente aquella solicitud que para salvar en lo presente a Dantés le comprometía tanto en lo futuro, caso de que sucediese una cosa que ya los sucesos y el aspecto de Europa dejaban entrever: otra restauración. Por lo tanto, Edmundo continuó en la cárcel. Aletargado en su calabozo no oyó el rumor espantoso de la caída del trono de Luis XVIII, ni el más espantoso aún de la del trono del emperador. Sin embargo, el sustituto lo había observado todo con ojo avizor. Durante esta corta aparición imperial llamada los Cien Días, Morrel había vuelto a la carga insistiendo siempre por la libertad de Dantés; pero Villefort le había tranquilizado con promesas y esperanzas. AI fin llegó el día de Waterloo. Morrel había hecho por su joven amigo cuanto humanamente le había sido posible. Ensayar nuevos medios durante la segunda restauración hubiese sido comprometerse en vano. Luis XVIII volvió a subir al trono. Villefort, para quien Marsella estaba llena de recuerdos que eran para él otros tantos remordimientos, solicitó y obtuvo la plaza de procurador del rey en Tolosa. Quince días después de su instalación en esta ciudad se verificó su matrimonio con la señorita Renata de Saint Meran, cuyo padre tenía más influencia que nunca. Y con esto Dantés permaneció preso, así durante los Cien Días como después de Waterloo, y olvidado, si no de los hombres, de Dios a lo menos. Danglars comprendió toda la extensión del golpe con que había perdido a Dantés, al ver volver a Francia a Napoleón. Su denuncia acertó por casualidad, y como aquellos hombres que tienen cierta aptitud para el crimen y un mediano arte de saber vivir, llamó a esta rara casualidad decreto de la Providencia. Pero cuando Napoleón volvió a París, y al resonar su voz imperiosa y potente, Danglars tuvo miedo, ya que esperaba a cada instante ver aparecer a Dantés, a su víctima, enterado de todo, y amenazador y terrible en la venganza. Manifestó entonces al señor Morrel su deseo de abandonar la vida marítima, logrando que el naviero le recomendase a un comerciante español, a cuyo servicio entró a fin de marzo, es decir, diez o doce días después de la vuelta de Napoleón a las Tullerías. Partió, pues, para Madrid, y ninguno de sus amigos volvió a saber de su paradero. Fernando no comprendió nada de lo sucedido. Dantés estaba ausente. Con esto se contentaba. ¿Qué le había sucedido? No trató de averiguarlo; sólo con el respiro que le dejaba su ausencia se ingenió como pudo, ora para engañar a Mercedes sobre las causas de la desaparición de Edmundo, ora para 87 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar No, señor, sino desde que quiso matar al llavero encargado de traerle la comida. ¿Ha querido matar al llavero? Sí, señor: a ese mismo que nos viene alumbrando. ¿No es cierto, Antonio? le preguntó el gobernador. Como lo oye, señor respondió el llavero. ¿Está loco este hombre? Peor que loco, es el diablo. ¿Queréis que demos cuenta a la superioridad? preguntó el inspector al gobernador. Es inútil. Bastante castigado está. Ya raya en la locura, y según la experiencia que nuestras observaciones nos dan, dentro de un año estará completamente loco. Mejor para él dijo el inspector , pues sufrirá menos. Como se ve, era este inspector un hombre muy humano, y digno del filantrópico empleo que gozaba. Tenéis razón, caballero repuso el gobernador y vuestra reflexión da a entender que habéis estudiado la materia a fondo. En otro subterráneo que está separado de éste unos veinte pies y al cual se desciende por otra escalera, tenemos un viejo abate, jefe del partido de Italia in illo tempore, preso aquí desde 1811. Desde fines de 1813 se le ha trastornado la cabeza, y ya nadie le podría reconocer físicamente. Antes lloraba, ahora ríe; antes enflaquecía, ahora engorda. ¿Queréis verle antes que a éste? Su locura es divertida y os aseguro que no os entristecerá. A uno y otro veré respondió el inspector . Hagamos las cosas como se deben hacer. Era ésta la primera vez que el inspector hacía una visita de cárceles, por lo que deseaba dar a sus jefes buena idea de sí. Entremos, pues, en éste dijo. Bien respondió el gobernador, haciendo una seña al llavero, el cual abrió la puerta. A1 rechinar de las macizas cerraduras; al rumor de los pesados cerrojos, Dantés, que estaba acurrucado en un rincón del calabozo recreándose deleitosamente en el exiguo rayo de luz que penetraba por un tragaluz con gruesísimos barrotes, Dantés, repetimos, levantó la cabeza. Viendo a un desconocido alumbrado por dos llaveros que llevaban antorchas encendidas, custodiado por dos soldados y respetado por el gobernador de tal manera que le hablaba con el sombrero en la mano, comprendió Dantés el objeto de su visita, y viendo en fin que se le presentaba coyuntura de hablar a una autoridad superior, saltó hacia él con las manos en actitud de súplica. Los soldados calaron bayoneta, temiendo que el preso se dirigiese al inspector con malas intenciones; éste retrocedió un paso, asustado. Dantés comprendió que le habían pintado a sus ojos como un hombre temible. Procuró entonces poner en su mirada cuanto de humildad y mansedumbre hay en el corazón humano, y con una elocuencia piadosa que admiró a todos los circunstantes trató de conmover al recién llegado. Escuchó hasta el fin el inspector el discurso de Dantés, y volviéndose al gobernador le dijo en voz baja: 90 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Ya va haciéndose humano, y los sentimientos dulces empiezan a dominarle. Observad cómo el temor obra en él su efecto; retrocedió ante las bayonetas, y el loco no retrocede ante peligro alguno. Sobre este síntoma he hecho ya en Charentón observaciones muy curiosas. Después, volviéndose al preso: En resumen le dijo , ¿qué pedís? Pido que me digan el crimen que he cometido; que se me nombren jueces; que se me juzgue; que se me fusile si soy culpable, pero que me pongan en libertad si soy inocente. ¿Coméis bien? le preguntó el inspector. Sí, yo lo creo..., no lo sé; pero eso importa poco. Lo que debe importar, no solamente a mí, pobre preso, sino a todos los que se ocupan en hacer justicia, y sobre todo al rey que nos manda, es que el inocente no sea víctima de una delación infame, y no muera entre cerrojos maldiciendo a sus verdugos. ¡Qué humilde estáis hoy! le dijo el gobernador . No siempre sucede lo mismo, de otra manera hablabais el día que quisisteis asesinar a vuestro guardián. Es verdad, señor respondió Dantés , y por ello pido humildemente perdón a este hombre, que ha sido siempre bondadoso conmigo. Pero ¿qué queréis? Yo estaba loco, yo estaba furioso. ¿Y ahora, ya no lo estáis? No, señor; porque la prisión me doma, me anonada. ¡Hace tanto tiempo que estoy aquí! ¡Mucho tiempo! ¿En qué época os detuvieron? le preguntó el inspector. El 28 de febrero de 1815, a las dos de la tarde. El inspector se puso a calcular. Estamos a 30 de julio de 1816; no hace más que diecisiete meses que estáis preso. ¿No hace más? repuso Dantés . ¿Os parecen pocos diecisiete meses? ¡Ah!, señor, ignoráis lo que son diecisiete meses de cárcel; diecisiete años, diecisiete siglos, sobre todo para un hombre como yo, que estaba próximo a ser feliz; para un hombre que vela abierta una carrera honrosa, y que todo lo pierde en aquel mismo instante, que del día más claro y hermoso pasa a la noche más profunda, que ve su carrera destruida, que no sabe si le ama aún la mujer que antes le amaba, que ignora en fin si su anciano padre está muerto o vivo. Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado al aire del mar, a la independencia del marino, al espacio, a la inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel es el mayor castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano. Compadeceos de mí, caballero, y pedid para mí no indulgencia, sino rigor, no indulto, sino justicia. Justicia, señor, yo no pido más que justicia. ¿Quién se la niega a un preso? Está bien, ya veremos dijo el inspector. Y volviéndose hacia su acompañante añadió: En verdad me da lástima este pobre diablo. Luego me enseñaréis en el libro de registro su partida. 91 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Con mucho gusto respondió el gobernador , pero creo que hallaréis notas tremendas contra él. Caballero prosiguió Edmundo , bien sé que vos no podéis hacerme salir de aquí por vuestra propia decisión, pero podéis transmitir mi súplica a la autoridad, provocar una requisitoria, hacer en fin que se me juzgue. ¡Justicia es todo lo que pido! Sepa yo al menos de qué crimen se me acusa, y a qué castigo se me sentencia. La incertidumbre es el peor de todos los suplicios. Contadme, pues, detalles del asunto dijo el inspector. Señor exclamó Dantés , por vuestra voz comprendo que estáis conmovido. ¡Señor! ¡Decidme que tenga esperanza! No puedo decíroslo respondió el inspector , sino solamente prometeros examinar vuestra causa. ¡Oh! Entonces, caballero, estoy libre, ¡me he salvado! ¿Quién os mandó detener? preguntó el inspector. El señor de Villefort respondió Edmundo Dantés . Vedle y entendeos con él. Desde hace un año que el señor de Villefort no está en Marsella, sino en Tolosa. ¡Ah! , no me extraña balbució Dantés . ¡He perdido a mi único protector! ¿Tenía el señor de Villefort algún motivo para estar resentido con vos? Ninguno, señor; antes al contrario, fue muy bondadoso conmigo. ¿Podré fiarme de las notas que haya dejado escritas sobre vos, o que me proporcione él mismo? Sí, señor. Pues bien: tened esperanza. Dantés cayó de rodillas levantando las manos al cielo, y recomendándole en una oración aquel hombre que había bajado a su calabozo como el Salvador a sacar almas del infierno. La puerta se volvió a cerrar, pero la esperanza que acompañaba al inspector se quedó encerrada en el calabozo de Dantés. ¿Queréis ver ahora el libro de registro dijo el gobernador , o bajamos antes al calabozo del abate? Acabemos la visita respondió el inspector . Si volviese a salir al aire libre quizá no tendría valor para acabarla. Este preso no es por el estilo del otro, que su locura entristece menos que la razón de su vecino. ¿Cuál es su locura? ¡Oh!, muy extraña. Se cree poseedor de un tesoro inmenso. El primer año ofreció al gobierno un millón si le ponía en libertad; el segundo año le ofreció dos millones; el tercero, tres, y así progresivamente. Ahora está en el quinto año: es probable que os pida una entrevista, y os ofrezca cinco millones. Manía rara es, en efecto dijo el inspector . ¿Y cómo se llama ese millonario? 92 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar A fe mía dijo a media voz el inspector , habla con tal acento de convicción, que se le creería a no saber que está loco. No estoy loco, caballero, digo la verdad repuso Faria, que con ese oído finísimo de los presos no perdió una sola palabra . El tesoro de que hablo existe ciertamente, y me comprometo a firmar con vos un tratado por el cual me llevaréis adonde yo designe, se cavará en la tierra, y si yo miento, si no se encuentra nada, si estoy loco como decís, consentiré en volver al calabozo, y en permanecer toda mi vida, y en esperar la muerte sin volver a pedir nada ni a vos ni a nadie. El gobernador se echó a reír. ¿Y está muy lejos el lugar de vuestro tesoro? A cien leguas de aquí, sobre poco más o menos. No está mal imaginado dijo el gobernador . Si todos los presos se divirtiesen en pasear a sus guardias por un espacio de cien leguas, y si los guardias consintiesen en tales paseos, sería un magnífico motivo para que los presos tomaran las de Villadiego a la primera ocasión, que no dejaría de presentarse, ciertamente, en tan larga correría. Es un ardid muy gastado dijo el inspector . Ni siquiera tiene el mérito de la invención. Después, volviéndose al abate, le dijo: Ya os he preguntado si os dan bien de comer. Caballero respondió Faria , juradme por Cristo nuestro Señor que me pondréis en libertad si no miento, y os diré dónde está el tesoro. ¿Os dan buen alimento? repitió el inspector. Nada aventuráis, caballero, y no será un truco para escaparme, pero consiento en permanecer aquí mientras vos vayáis... ¿No contestáis a mi pregunta? repuso impaciente el inspector. ¡Ni vos a mi solicitud! respondió el abate . ¡Maldito seáis como los insensatos que no han querido creerme! ¿No queréis mi oro? Para mí será. ¿Me negáis la libertad? Dios me la dará. Idos. Ya nada tengo que decir. Y el abate tiró el cobertor sobre la cama, recogió su pedazo de yeso, y fue a sentarse en medio de su círculo, donde continuó trazando sus figuras. ¿Qué hace? decía el inspector al irse. Cuenta sus tesoros le contestó el gobernador. Faria respondió a este sarcasmo con una mirada sublime de desprecio. Salieron y el llavero cerró la puerta. ¿Si habrá poseído, en efecto, algún tesoro? decía el inspector subiendo la escalera. O habrá soñado que lo poseía, y despertó demente repuso el gobernador. Si realmente fuera tan rico, no estaría preso añadió el inspector con la sencillez del hombre corrompido. Así concluyó para el abate Faria esta aventura. Siguió preso sin que lograse con la visita otra cosa que afirmar su fama de loco. 95 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar Caligula o Nerón, aquellos célebres rebuscadores de tesoros, que se dieron de cabezadas por todo lo imposible, hubiesen atendido a este pobre hombre, le hubiesen concedido el aire que deseaba, el espacio que en tanto tenía, la libertad que tan cara quería pagar; pero los reyes de ahora, encerrados en los límites de lo probable, no tienen la audacia de la voluntad, temen el oído que escucha las órdenes que ellos mismos dan, el ojo que ve sus acciones; no sienten en sí lo superior de la esencia divina, son hombres coronados, en una palabra. En otro tiempo se creían o a lo menos se decían hijos de Júpiter, y conservaban algo del ser de su padre; que no se plagian fácilmente las cosas de ultra nubes. Ahora los reyes se hacen muy a menudo vulgares. Sin embargo, como ha repugnado siempre al gobierno despótico que se vean a la luz pública los efectos de la prisión y de la tortura; como hay pocos ejemplos de que una víctima de la inquisición haya podido pasear por el mundo sus huesos triturados y sus sangrientas llagas, así la locura, esta úlcera causada por el fango de los calabozos, se esconde casi siempre cuidadosamente en el sitio en que ha nacido, o si sale de él es para enterrarse en un hospital sombrío, donde el médico no puede distinguir ni al hombre ni al pensamiento entre las informes ruinas que el carcelero le entrega. Vuelto loco en la prisión el abate Faria, por su misma locura, estaba condenado a no salir nunca de ella. En cuanto a Dantés, el inspector le cumplió su palabra, examinando el libro de registro cuando volvió a los aposentos del gobernador. Así decía la nota referente a él: Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngase muy vigilado y con el mayor secreto. Esta nota era de otra letra y de otra tinta que las demás del registro, lo que prueba que no ha sido anotada de la prisión de Edmundo. La acusación era bastante positiva para dudar de ella. El inspector escribió, pues, debajo: «Nada se puede hacer por él.» Esta visita había hecho revivir a Dantés. Desde su entrada en el calabozo se había olvidado de contar los días; pero el inspector le había dado una fecha nueva, y no la olvidó esta vez, sino que arrancando de la pared un pedazo de yeso escribió en el muro: «30 de julio de 1816.» Desde este momento señaló con una raya cada día que pasaba para poder calcular el tiempo. Transcurrieron días, semanas y meses, y Dantés seguía confiado. Empezó por fijar para su salida de la cárcel un término de quince días, pues suponiendo que el inspector no tuviese en su asunto sino la mitad del interés que él mismo tenía, le bastaba con ese plazo. Transcurrido también éste, pensó que era absurdo creer que el inspector se ocupase en tal cosa antes de su regreso a París, y como su vuelta era imposible sin terminar la visita, que debía durar lo menos un mes o dos, alargó Edmundo su plazo hasta tres meses. Pasados éstos hizo otro cálculo, prolongándolos hasta seis; pero cuando éstos pasaron también, halló que juntos los primeros días con los meses había esperado diez y medio. Durante dicho tiempo en nada había mudado su situación; ninguna nueva de consuelo había tenido, y seguía como siempre mudo su carcelero. Dantés empezó a dudar de sus sentidos, 96 El Conde de Montecristo www.infotematica.com.ar a creer que lo que tomaba por un recuerdo no era sino una visión de su fantasía, y que aquel ángel consolador solamente había bajado a su calabozo en alas de un sueño. Al cabo de un año trasladaron al gobernador del castillo, obteniendo el antiguo el mando de la fortaleza de Ham, a la que se llevó muchos de sus dependientes, entre ellos el carcelero de Edmundo. Llegó el nuevo gobernador, y como le costase mucho trabajo recordar los nombres de los presos, se los hizo representar por números. Este horrible hotel tenía unas cincuenta habitaciones, cuyos números respectivos tomaron sus habitantes. ¡El desgraciado marino dejó de llamarse Edmundo Dantés, conociéndose tan sólo por el número 34! Capítulo quince El número 34 y el número 27 Dantés pasó por todos los grados de desventura que experimentan los presos olvidados en el fondo de sus calabozos. Comenzó por recurrir al orgullo, que es una consecuencia de la esperanza y un íntimo convencimiento de la propia inocencia; después dudó de su inocencia, lo que no dejaba de justificar un tanto las suposiciones de locura del gobernador, y por último cayó del pedestal de su orgullo, y no para implorar a Dios, sino a los hombres. Dios es el último recurso. El desgraciado que debería comenzar por él, no llega a implorarle sino después de haber agotado todas sus esperanzas. Pidió, pues, que le sacasen de su calabozo para ponerle en otro, aunque fuese más negro y más oscuro. Un cambio, aunque perdiendo, era siempre un cambio, y le proporcionaría por algún tiempo distracción. Pidió asimismo que le concediesen el pasear, y el tomar el aire, y libros a instrumentos. Nada le fue concedido; pero no por eso dejó de pedir, pues se había acostumbrado a hablar con su carcelero, que era más mudo que el anterior si es posible. Hablar con un hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felicidad. Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó en hablar a solas, su voz le dio miedo. Muchas veces, cuando estaba en libertad, se había horrorizado Dantés al recuerdo de esas cárceles comunes de las poblaciones, donde los vagabundos están mezclados con los bandoleros y con los asesinos, que con innoble placer contraen horribles lazos, haciendo de la vida de la cárcel una orgía espantosa. Pues, a pesar de todo, llegó incluso a sentir deseos de encontrarse en uno de estos antros, por ver otras caras que la de aquel carcelero impasible y mudo; llegó a echar de menos el presidio con su infamante traje, su cadena asida al pie, y la marca en la espalda. Los presidiarios al menos viven en sociedad con sus semejantes, respiran el aire libre y ven el cielo: los presidiarios deben ser muy dichosos. Un día suplicó a su guardián que pidiese para él un compañero, aunque fuese el abate loco de que había oído hablar. Bajo la corteza de un carcelero, por más que sea muy ruda, queda siempre algo de humanidad, y éste, a pesar de que nunca lo había demostrado ostensiblemente, en lo íntimo de su alma compadeció muchas veces a aquel desgraciado joven, sujeto a tan dura cautividad, por lo que transmitió al gobernador la solicitud del 97
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