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Orientación Universidad
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Es el cuento de rey peste, un breve resumen y el libro completo, Resúmenes de Derecho

El libro esta completo y tiene todos los creditos en cada hoja

Tipo: Resúmenes

2023/2024

Subido el 27/09/2023

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¡Descarga Es el cuento de rey peste, un breve resumen y el libro completo y más Resúmenes en PDF de Derecho solo en Docsity! A El rey peste Edgar Allan Poe El rey peste Edgar Allan Poe 2 Al toque de las doce de cierta noche del mes de octubre, durante el caballeresco reinado de Eduardo III, dos marineros de la tripulación del Free and Easy, goleta que traficaba entre Sluis y el Támesis y que anclaba por el momento en este río, se asombraron muchísimo al hallarse instalados en el salón de una taberna de la parroquia de St. Andrews, en Londres, taberna que enarbolaba por muestra la figura de un «Alegre Marinero». Aquel salón, aunque de pésima construcción, ennegrecido por el humo, bajo de techo y coincidente en todo sentido con los tugurios de su especie en aquella época, se adaptaba bastante bien a sus fines, según opinión de los grotescos grupos que lo ocupaban, instalados aquí y allá. De aquellos grupos, nuestros dos marinos constituían el más interesante, si no el más notable. El que aparentaba más edad, y a quien su compañero daba el característico apelativo de «Patas», era mucho más alto que el otro. Debía de medir seis pies y medio, y el encorvamiento de su espalda era sin duda consecuencia natural de tan extraordinaria estatura. Lo que le sobraba en un sentido, veíase más que compensado por lo que le faltaba en otros. Era extraordinariamente delgado y sus camaradas aseguraban que, estando borracho, hubiera servido muy bien como gallardete en el palo mayor; mientras que, hallándose sobrio, no habría estado mal como botalón de bauprés. Pero estas bromas y otras de la misma naturaleza no parecían haber provocado jamás la menor reacción en los músculos de la risa de nuestro marino. De pómulos salientes, gran nariz aguileña, mentón huyente, mandíbula inferior caída y enormes ojos protuberantes, la expresión de su semblante parecía reflejar una obstinada indiferencia hacia todas las cosas de este mundo en general, aunque al mismo tiempo mostraba un aire tan solemne y tan serio que inútil sería intentar describirlo. Por lo menos en la apariencia exterior, el marinero más joven era el exacto reverso de su camarada: Su estatura no pasaba de cuatro pies. Un par de sólidas y arqueadas piernas sostenía su rechoncha y pesada figura mientras los cortos y robustos brazos, terminados en un par de puños más grandes que lo habitual, colgaban balanceándose a los lados como las aletas de una tortuga marina. Unos ojillos de color impreciso chispeaban profundamente incrustados bajo las cejas. La nariz se perdía en la masa de carne que envolvía su cara redonda y purpúrea, y su grueso labio superior descansaba sobre el inferior, todavía más carnoso, con una expresión de profundo contento que se hacía más visible por la costumbre de su dueño de lamérselos de tiempo en tiempo. No cabía duda de que miraba a su altísimo camarada con una mezcla de maravilla y de burla; de cuando en cuando El rey peste Edgar Allan Poe 5 profunda desolación con los ecos de sus terribles alaridos, semejantes al espantoso grito de guerra de los indios; y adelante, siempre adelante contoneábase el robusto Tarpaulin, colgado del jubón de su más activo compañero, pero sobrepasando sus más asombrosos esfuerzos en materia de música vocal con rugidos in basso que nacían de la profundidad de sus estentóreos pulmones. No cabía duda de que habían llegado a la plaza fuerte de la peste. A cada paso, a cada tropezón, su camino se volvía más fétido y horrible, los senderos más angostos e intrincados. Enormes piedras y vigas que de tiempo en tiempo se desplomaban de los podridos tejados mostraban con la violencia de su caída la enorme altura de las casas circundantes; y cuando, para abrirse paso a través de continuos montones de basura, había que apelar a enérgicos esfuerzos, no era raro que las manos encontraran un esqueleto, o se hundieran en la carne descompuesta de algún cadáver. Súbitamente, cuando los marinos se tambaleaban frente a la entrada de un alto y espectral edificio, un grito más agudo que de ordinario, brotando de la garganta del excitado Patas, fue respondido desde adentro con una rápida sucesión de salvajes alaridos, que semejaban carcajadas demoníacas. En nada acoquinados por aquellos sonidos que, dada su naturaleza, el lugar y la hora, hubieran helado la sangre de corazones menos ígneos que los suyos, nuestra pareja de borrachos se lanzó de cabeza contra la puerta, abriéndola de par en par y entrando a tropezones, en medio de un diluvio de juramentos. La habitación en la cual se encontraron resultó ser la tienda de un empresario de pompas fúnebres; pero una trampa abierta en un rincón del piso, próximo a la entrada, dejaba ver el comienzo de una bodega ampliamente provista, como lo proclamaba además la ocasional explosión de una que otra botella. En medio de la habitación había una mesa, en cuyo centro surgía un enorme cubo de algo que parecía punch. Profusamente desparramadas en torno aparecían botellas de diversos vinos y cordiales, así como jarros, tazas y frascos de todas formas y calidades. Sentados sobre soportes de ataúdes veíase a seis personas alrededor de la mesa. Trataré de describirlas una por una. De frente a la entrada y algo más elevado que sus compañeros sentábase un personaje que parecía presidir la mesa. Era tan alto como flaco, y Patas se quedó confundido al ver a alguien más descarnado que él. Tenía un rostro amarillo como el azafrán, pero, salvo un rasgo, sus facciones no estaban lo bastante definidas como para merecer descripción. El rasgo notable consistía en una frente tan insólita y horriblemente elevada, que El rey peste Edgar Allan Poe 6 daba la impresión de un bonete o una corona de carne encima de la verdadera cabeza. Su boca tenía un mohín y un pliegue de espectral afabilidad, y sus ojos — como los de todos los presentes— estaban fijos y vidriosos por los vapores de la embriaguez. Este caballero hallábase envuelto de pies a cabeza en un paño mortuorio de terciopelo negro ricamente bordado, que caía en pliegues negligentes como si fuera una capa española. Tenía la cabeza llena de plumas como las que se ponen a los caballos en las carrozas fúnebres, y las agitaba a un lado y otro con aire tan garboso como entendido; sostenía en la mano derecha un enorme fémur humano, con el cual parecía haber estado apaleando a alguno del grupo por cualquier fruslería. Frente a él, y dando la espalda a la puerta, veíase a una dama cuya extraordinaria apariencia no le iba a la zaga. Aunque casi tan alta como la persona descrita, no podía quejarse de una flacura anormal. Al contrario, hallábase por lo visto en el último grado de hidropesía y su cuerpo se asemejaba extraordinariamente a la enorme pipa de cerveza que, saltada la tapa, aparecía cerca de ella en un ángulo del aposento. Aquella señora tenía el rostro perfectamente redondo, rojo y relleno, y presentaba la misma peculiaridad (o, más bien, falta de peculiaridad) que mencionamos en el caso del presidente; vale decir que tan sólo uno de sus rasgos alcanzaba a distinguirse claramente en su cara. El sagaz Tarpaulin no había dejado de notar que la misma observación podía aplicarse a todos los asistentes a la fiesta, pues cada uno parecía poseer el monopolio de una determinada porción del rostro. En la dama de quien hablamos, se trataba de la boca. Comenzando en la oreja derecha abríase en un terrorífico abismo hasta la izquierda, al punto que los cortos aros que llevaba se le metían todo el tiempo en la abertura. Esforzábase, sin embargo, por mantenerla cerrada, adoptando un aire de gran dignidad. Su vestido consistía en una mortaja recién planchada y almidonada que le llegaba hasta la barbilla, cerrándose en un volante rizado de muselina de algodón. Sentábase a su derecha una jovencita minúscula, a quien la dama parecía proteger. Esta delicada y frágil criatura daba evidentes señales de una tisis galopante a juzgar por el temblor de sus descarnados dedos, la lívida coloración de sus labios y las manchas héticas que aparecían en su piel terrosa. Pese a ello, en toda su figura se advertía un extremado haut ton; lucía con un aire tan gracioso como negligente un ancho y hermoso sudario del más fino linón de la India; el cabello le colgaba en bucles sobre el cuello, y había en su boca una suave sonrisa juguetona; pero su nariz, extraordinariamente larga, fina, sinuosa, flexible y llena de barrillos, le llegaba hasta más abajo del labio inferior; a pesar del aire delicado con que de cuando en cuando la movía a uno y otro lado con ayuda de la lengua, aquella nariz daba a su fisonomía una apariencia un tanto equívoca. El rey peste Edgar Allan Poe 7 Al otro lado, a la izquierda de la dama hidrópica, veíase a un hombrecillo achacoso, rechoncho, asmático y gotoso, cuyas mejillas descansaban en los hombros de su propietario como dos enormes odres de vino oporto. Cruzado de brazos y con una pierna vendada puesta sobre la mesa, parecía imaginar que tenía derecho a alguna especial consideración. Sin duda se sentía profundamente orgulloso de cada pulgada de su persona, pero se esmeraba especialmente en llamar la atención sobre su abigarrado levitón. No poco dinero le habría costado este último, que le sentaba admirablemente, pues estaba hecho con una de esas fundas de seda bordada que en Inglaterra y otras partes sirven para cubrir los escudos que se cuelgan en lugares visibles cuando ha muerto algún miembro de una casa aristocrática. A su lado, y a la derecha del presente, veíase a un caballero con largas calzas blancas y calzones de algodón. Estremecíase de la manera más ridícula, como si sufriera un acceso de lo que Tarpaulin llamaba «los espantos». Su mentón, recién afeitado, estaba apretadamente sujeto por un vendaje de muselina, y sus brazos, igualmente atados por las muñecas, no le permitían servirse a gusto de los licores de la mesa, precaución que Patas encontró muy acertada en vista del aire embrutecido y avinado de su fisonomía. De todas maneras, las inmensas orejas de aquel personaje, que por lo visto no era posible sujetar como el resto de su cuerpo, se proyectaban en el espacio y, cada vez que alguien descorchaba una botella, se estremecían como en un espasmo. Frente a él, sexto y último de la reunión, veíase a un personaje extrañamente rígido, atacado de parálisis, quien debía sentirse sumamente incómodo dentro de sus vestiduras. En efecto, su único atavío lo constituía un flamante y hermoso ataúd de caoba. Su parte superior apretaba la cabeza de quien lo vestía, extendiéndose hacia adelante como una caperuza, y daba a su rostro un aire indescriptiblemente interesante. A los lados del ataúd se habían practicado agujeros para los brazos, teniendo en cuenta tanto la elegancia como la comodidad; pero aquel traje impedía a su propietario mantenerse tan erguido como sus compañeros; y mientras yacía reclinado contra su soporte, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, un par de enormes ojos protuberantes giraban sus terribles globos blanquecinos hacia el techo, como si estuvieran estupefactos de su propia enormidad. Frente a cada uno de los presentes veíase una calavera que servía de copa. De lo alto colgaba un esqueleto, atado por una pierna a una soga sujeta en un gancho del techo. La otra pierna, suelta, se apartaba del cuerpo en ángulo recto, haciendo que aquella masa crujiente girara y se balanceara a cada ráfaga de viento que penetraba en la estancia. En el cráneo de tan horribles restos había carbones encendidos, que arrojaban una luz vacilante pero intensa sobre la escena; en El rey peste Edgar Allan Poe 10 cual se puso de pie para hablar, sujetándose a la vez a la mesa—. Sería imposible, sabedlo, majestad, que yo estibara en mi bodega la cuarta parte del licor que acabáis de mencionar. Aun dejando de lado el cargamento subido a bordo esta mañana a manera de lastre, y sin mencionar las distintas cervezas y licores embarcados por la tarde en diversos puertos, me encuentro ahora con un arrumaje completo de cerveza, adquirido y debidamente pagado en la enseña del «Alegre Marinero». Vuestra Majestad tendrá, pues, la gentileza de considerar que la intención reemplaza el hecho, pues de ninguna manera podría tragar una sola gota… y mucho menos una gota de esa infame agua de sentina que responde a la denominación de ron con melaza. — ¡Amarra eso! —interrumpió Tarpaulin, no menos asombrado por la longitud del discurso de su compañero que por la naturaleza de su negativa—. ¡Amarra eso, marinero de agua dulce! ¡Basta de charla, Patas! Mi casco está todavía liviano, aunque ya veo que tú te estás hundiendo un poco. En cuanto a tu parte de cargamento, en vez de armar tanto jaleo me animo a encontrar sitio para él en mi propia cala, pero… —Semejante arreglo —interrumpió el presidente— no está para nada de acuerdo con los términos de la multa o sentencia, que es por naturaleza irrevocable e inapelable. Las condiciones que hemos impuesto deben ser cumplidas al pie de la letra sin un segundo de vacilación… ¡Y si así no se hiciere, decretamos que ambos seáis atados juntos por el cuello y los talones y ahogados por rebeldes en aquel casco de cerveza! — ¡Magnífica sentencia! ¡Justa y apropiada sentencia! ¡Gloriosa decisión! ¡La más meritoria, adecuada y sacrosanta condena! —gritó al unísono la familia Peste. El rey hizo aparecer en su frente una infinidad de arrugas; el hombrecillo gotoso sopló como dos fuelles juntos; la dama de la mortaja balanceaba su nariz de un lado al otro; el caballero de los calzones levantó las orejas, y la dama del sudario jadeó como un pez fuera del agua, mientras el del ataúd parecía más rígido que nunca y revolvía los ojos. — ¡Uh, uh, uh! —rio Tarpaulin, sin cuidarse de la excitación general—. ¡Uh, uh, uh! Estaba yo diciendo, cuando Mr. Rey Peste se inmiscuyó en la conversación, que una tontería de dos o tres galones más o menos de ron con melaza nada pueden hacerle a un barco tan sólido como yo si no anda demasiado cargado. Pero si se trata de beber a la salud del Diablo (¡a quien Dios perdone!) y ponerme de rodillas delante de ese espantajo de rey, a quien conozco tan bien como a mí mismo, pobre pecador que soy… ¡Sí, lo conozco, puesto que se trata de Tim Hurlygurly, el actor…! Pues bien, en ese caso, ya no sé realmente qué pensar ni qué creer. El rey peste Edgar Allan Poe 11 No pudo terminar en paz su discurso. Al oír el nombre de Tim Hurlygurly, la entera asamblea saltó de sus asientos. — ¡Traición! —gritó su majestad el Rey Peste I. — ¡Traición! —exclamó el hombrecillo gotoso. — ¡Traición! —chilló la Archiduquesa Ana-Pesta. — ¡Traición! —murmuró el caballero de las mandíbulas atadas. — ¡Traición! —gruñó el del ataúd. — ¡Traición, traición! —aulló su majestad la de la inmensa boca. Y, sujetando al infortunado Tarpaulin por la parte posterior de sus pantalones en momentos en que se disponía a beber otra calavera de licor, lo alzó en el aire y lo dejó caer sin ceremonia en el gran casco abierto de su amada cerveza. Luego de flotar y hundirse varias veces como una manzana en un jarro de toddy, terminó por desaparecer en un torbellino de espuma que sus movimientos creaban en el ya efervescente brebaje. Patas, empero, no estaba dispuesto a soportar mansamente la derrota de su compañero. Luego de arrojar al Rey Peste por la trampa abierta, el valiente marino le dejó caer la tapa sobre la cabeza, mientras lanzaba un juramento, y corrió al centro de la habitación. Aferrando el esqueleto que colgaba sobre la mesa, empezó a agitarlo con tal energía y buena voluntad que, en momentos en que los últimos resplandores se apagaban en la estancia, alcanzó a romper la cabeza del hombrecillo gotoso. Lanzándose luego con todas sus fuerzas contra el fatal casco lleno de cerveza y de Hugh Tarpaulin, lo derribó al suelo en un segundo. Brotó un verdadero diluvio de cerveza, tan terrible, tan impetuoso, tan arrollador, que el cuarto se inundó de pared a pared, la mesa se volcó con toda su carga, los caballetes quedaron patas arriba, el jarro de ponche cayó en la chimenea… y las señoras en grandes ataques de nervios. Montones de artículos mortuorios flotaban aquí y allá. Jarros, picheles, damajuanas se confundían en la melé, y las botellas revestidas de paja se entrechocaban desesperadamente con los botellones vacíos. El hombre de los estremecimientos se ahogó allí mismo, el caballero paralítico salió flotando en su ataúd… y el victorioso Patas, tomando por la cintura a la gruesa dama de la mortaja, lanzóse con ella a la calle, corriendo en línea recta hacia el Free and Easy, seguido con viento fresco por el temible Hugh Tarpaulin, quien, luego de estornudar tres o cuatro veces, jadeaba y resoplaba tras él, llevándose consigo a la Archiduquesa Ana-Pesta.
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