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Genealogia de la moral. Friedrich Nietzsche, Apuntes de Filosofía

La Moral, Friedrich Nietzsche

Tipo: Apuntes

2014/2015
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Subido el 30/04/2015

EMILIO_LECAROS
EMILIO_LECAROS 🇵🇪

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¡Descarga Genealogia de la moral. Friedrich Nietzsche y más Apuntes en PDF de Filosofía solo en Docsity! eBooket.com Nietzsche La genealogía de la moral Indice Prólogo .............................................................................................1 Tratado Primero: «Bueno y malvado», «bueno y malo»....................5 Tratado Segundo: «Culpa», «mala conciencia» y similares.............18 Tratado Tercero: ¿Qué significan los ideales ascéticos? ................35 Prólogo 1 Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, –– ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro cora- zón»1; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de corazón propiamente de una sola cosa ––de «llevar a casa» algo. En lo que se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», –– ¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón ––¡y ni siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y absorto a quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas después de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún, «¿quiénes somos nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar con retraso, como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de nuestro ser ––¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta... Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada uno es para sí mismo el más lejano»2, en lo que a nosotros se refiere no somos «los que conocemos»... 1. Véase Evangelio de Mateo, 21; Sermón de la Montaña. 2. Nietzsche invierte aquí una conocida frase de La Andriana, de Terencio (IV, 1, 12), en el monólogo de Carino: «proxumus sum egomet mihi» (mi [pariente] más próximo soy yo mismo). 2 –– Mis pensamientos sobre la procedencia de nuestros prejuicios morales ––pues de ellos se trata en este escrito polémico–– tuvieron su expresión primera, parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva por título Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres, cuya redacción comencé en Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto como hace un alto un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país a través del cual había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el invierno de 1876 a 1877; los pensamientos mismos son más antiguos. En lo esencial eran ya idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados: –– ¡esperemos que ese prolongado intervalo les haya favo- recido y que se hayan vuelto más maduros, más luminosos, más fuertes, más perfectos! El hecho de que yo me aferre a ellos todavía hoy, el que ellos mismos se hayan entre tanto unido entre sí cada vez con más fuerza, e incluso se hayan entrelazado y fundido, refuerza dentro de mí la gozosa confianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una voluntad fundamental de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundo, hablaba de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada vez más precisas. Esto es, en efecto, lo único que conviene a un filósofo. No tenemos nosotros derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni solos encontrar la verdad. Antes bien, con la necesidad con que un árbol da sus frutos, así brotan de noso- tros nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras dudas –– todos ellos emparentados y relacionados entre sí, testimonios de una única voluntad, de una única salud, de un único reino terrenal, de un único sol. –– ¿Os gustarán a vosotros estos frutos nuestros? –– Pero ¡qué les importa eso a los árboles! ¡Qué nos importa eso a nosotros los filósofos!... 3 Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación que yo confieso a disgusto –– pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha ensalzado en la tierra como moral–– y que en mi vida apareció tan precoz, tan espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho a llamarla mi a priori, –– tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué origen tienen propiamente nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años me acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en que se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios»3, mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía filosófica ––y por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema, otorgué a Dios, como es justo, el honor e hice de él el Padre del Mal4. ¿Es que me lo exigía precisamente así mi a priori? ¿aquel a priori nuevo, inmoral, o al menos inmoralista, y el ¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «impera- tivo categórico» que en él habla y al cual desde entonces he seguido prestando oídos cada vez más, y no sólo oídos?... Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio moral, y no busqué ya el origen del mal por detrás del mundo. Un poco de aleccionamiento histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las pala- bras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos? ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su valor, su confianza, su futuro? –– Dentro de mí encontré y osé dar múltiples respuestas a tales preguntas, distinguí tiempos, pue- blos, grados jerárquicos de los individuos, especialicé mi problema, las respuestas se convirtieron en nue- vas preguntas, investigaciones, suposiciones y verosimilitudes: hasta que acabé por poseer un país propio, un terreno propio, todo un mundo reservado que crecía y florecía, unos jardines secretos, si cabe la expre- sión, de los que a nadie le era lícito barruntar nada... ¡Oh, qué felices somos nosotros los que conocemos, presuponiendo que sepamos callar durante suficiente tiempo!... 3. Cita de los versos 3.781-3.782 del Fausto; palabras dichas por el Espíritu Maligno a Gretchen mientras ésta asiste al funeral en la catedral. 4. Este escrito de Nietzsche parece haberse perdido. Uno de los fragmentos póstumos, de la primavera-verano de 1878, dice lo si- guiente: «De niño vi a Dios en su gloria.-Primer escrito filosófico sobre la génesis del demonio (Dios se piensa a sí mismo, pero sólo puede hacerlo mediante la representación de su antítesis). Tarde melancólica. Función religiosa en la capilla de Pforta, lejanos sonidos de órgano. Por ser de una familia de pastores [protestantes], temprana visión de la limitación intelectual y anímica, de la capacidad de trabajo, de la soberbia, de lo decoroso.» 4 El primer estímulo para divulgar algo de mis hipótesis acerca del origen de la moral me lo dio un librito claro, limpio e inteligente, también sabihondo, en el cual tropecé claramente por vez primera con una espe- cie invertida y perversa de hipótesis genealógicas, con su especie auténticamente inglesa, librito que me atrajo ––con esa fuerza de atracción que posee todo lo que nos es antitético, todo lo que está en nuestros antípodas. El título del librito era El origen de los sentimientos morales; su autor, el doctor Paul Rée 5; el año de su aparición, 1877. Acaso nunca haya leído yo algo a lo que con tanta fuerza haya dicho no dentro de mí, frase por frase, conclusión por conclusión, como a este libro; pero lo hacía sin el menor fastidio ni impaciencia. En la obra antes mencionada, en la cual estaba trabajando yo entonces, me referí, con ocasión y sin ella, a las tesis de aquél, no refutándolas –– ¡qué me importan a mí las refutaciones! ––, sino, cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de lo inverosímil, algo más verosímil, y, a veces, en lugar de un error, otro distinto. Como he dicho, fue entonces la primera vez que yo saqué a luz aquellas hipótesis genealógicas a las que estos tratados van dedicados, con torpeza, que yo sería el último en querer ocultarme, y además sin libertad, y además sin disponer de un lenguaje propio para decir estas cosas pro- pias, y con múltiples recaídas y fluctuaciones. En particular véase lo que en Humano, demasiado humano digo, pág. 51 6, acerca de la doble prehistoria del bien y del mal (es decir, su procedencia de la esfera de los nobles y de los esclavos); asimismo lo que digo, págs. 119 y ss 7, sobre el valor y la procedencia de la mo- ral ascética; también, págs. 78, 82, y II, 35 8, sobre la «eticidad de la costumbre», esa especie mucho más antigua y originaria de moral, que difiere toto cælo [totalmente] de la forma altruista de valoración (en la cual ve el doctor Rée, al igual que todos los genealogistas ingleses de la moral, la forma de valoración en sí); igualmente, pág. 74 9; El viajero, página 29 10; Aurora, pág. 99 11, sobre la procedencia de la justicia como un compromiso entre quienes tienen aproximadamente el mismo poder (el equilibrio como presu- do mismo es un comentario de él. Desde luego, para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente hoy en día la más olvidada ––y por ello ha de pasar tiempo todavía hasta que mis escritos resulten «legibles»––, una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no «hombre moderno»: el rumiar... 16. En varias ocasiones habla Nietzsche de los lectores que él desea para sus obras. Véase en especial Ecce Homo. 17. Sobre lo «alciónico» véase el hermoso ensayo de J. Marías «Ataraxia y alcionismo» (en Obras, IV, 423-435). Como buen helenis- ta, Nietzsche conocía este mito y alude a él innumerables veces. En El caso Wagner,10, dice «nosotros los alciónicos». Sils––Maria, Alta Engadina, julio de 1887 Tratado Primero «Bueno y malvado», «bueno y malo» 1 Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben también los únicos ensayos de construir una histo- ria genética de la moral, –– en sí mismos nos ofrecen un enigma nada pequeño; lo confieso, justo por tal cosa, por ser enigmas de carne y hueso, aventajan en algo esencial a sus libros ––¡ellos mismos son intere- santes! Esos psicólogos ingleses ––¿qué es lo que propiamente desean? Queramos o no queramos, los en- contramos aplicados siempre a la misma obra, a saber, la de sacar al primer término la partie honteuse [par- te vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente operante, lo normativo, lo decisivo para el desarrollo, justo allí donde el orgullo intelectual menos desearía encontrarlo (por ejemplo, en la vis iner- tiae [fuerza inercial] del hábito, o en la capacidad de olvido, o en una ciega y casual concatenación y mecá- nica de ideas, o en algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular y estúpido de raíz) ––¿qué es lo que en realidad empuja a tales psicólogos a ir siempre justo en esa dirección? ¿Es un instinto secreto, tai- mado, vulgar, no confesado tal vez a sí mismo, de empequeñecer al hombre? ¿O quizá una suspicacia pe- simista, la desconfianza propia de idealistas desengañados, ofuscados, que se han vuelto venenosos y ren- corosos? ¿O una hostilidad y un rencor pequeños y subterráneos contra el cristianismo (y Platón), que tal vez no han salido nunca más allá del umbral de la conciencia? ¿O incluso un lascivo gusto por lo extraño, por lo dolorosamente paradójico, por lo problemático y absurdo de la existencia? ¿O, en fin, –– algo de todo, un poco de vulgaridad, un poco de ofuscación, un poco de anticristianismo, un poco de comezón e imperiosa necesidad de pimienta?... Pero se me dice que son sencillamente ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose y dando saltos en torno al hombre, dentro del hombre, como si aquí se encontraran exactamente en su elemento propio, esto es, en una ciénaga. Con repugnancia oigo decir esto, más aún, no creo en ello; y si es lícito desear cuando no es posible saber, yo deseo de corazón que en este caso ocurra lo contrario, –– que esos investigadores y microscopistas del alma sean en el fondo animales valientes, mag- nánimos y orgullosos, que saben mantener refrenados tanto su corazón como su dolor y que se han educado para sacrificar todos los deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple, áspera, fea, repug- nante, no––cristiana, no––moral... Pues existen verdades tales. –– 2 ¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso actúen en esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta, también a ellos, el espíritu histórico, que han sido dejados en la estacada precisamente por todos los buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente a––histórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde se trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente ––decretan–– acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles, más tarde ese origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoístas, por el simple motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas ––como si fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta derivación contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los psicólogos ingleses, –– tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el hábito» y, al final, «el error», todo ello como base de una apreciación valorativa de la que el hombre supe- rior había estado orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación valorativa debe ser desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para mí es evidente, primero, que esta teoría busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar nativo del concepto «bueno»: ¡el juicio «bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior y eleva- dos sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les impor- taba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado de todos preci- samente cuando se trata de ese ardiente manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, ––y no por una vez, no en una hora de excepción, sino de modo duradero. El pathos de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo» ––éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el ori- gen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decir- lo.) A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada necesa- riamente a acciones «no egoístas»: como creen supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, sólo cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, –– para servirme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e induso sus palabras). Pero aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores mora- les quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral», «no egoísta», «désintéressé» son conceptos equivalentes do- mina ya con la violencia de una «idea fija» y de una enfermedad mental). 3 Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la insostenibilidad histórica de aquella hipótesis sobre la procedencia del juicio de valor «bueno», ella adolece en sí misma de un contrasentido psicológico. La utilidad de la acción no egoísta, dice, sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría olvidado: –– ¿cómo es siquiera posible tal olvido? ¿Es que acaso la utilidad de tales acciones ha dejado de darse alguna vez? Ocurre lo contrario: esa utilidad ha sido, antes bien, la experiencia cotidiana en todos los tiempos, es decir, algo permanentemente subrayado una y otra vez; en consecuencia, en lugar de desaparecer de la conciencia, en lugar de volverse olvidable, tuvo que grabarse en ella con una claridad cada vez mayor. Mucho más razonable resulta aquella teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera––), que es defen- dida, por ejemplo, por Herbert Spencer18: éste establece que el concepto «bueno» es esencialmente idéntico al concepto «útil», «conveniente», de tal modo que en los juicios «bueno» y «malo» la humanidad habría sumado y sancionado cabalmente sus inolvidadas e inolvidables experiencias acerca de lo útil––con- veniente, de lo perjudicial––inconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo que desde siempre ha demostra- do ser útil: por lo cual le es lícito presentarse como «máximamente valioso», como «valioso en sí». Tam- bién esta vía de explicación es falsa, como hemos dicho, pero al menos la explicación misma es en sí razo- nable y resulta psicológicamente sostenible. 18. Herbert Spencer (1820-1903), filósofo inglés, precursor de Darwin con su idea de que toda evolución orgánica es un paso de la «homogeneidad a la heterogeneidad», fue a su vez muy influido por el darwinismo. Nietzsche habla siempre muy negativamente de él. Así, en La gaya ciencia, aforismo 373, dice que la «final conciliación de ‘egoísmo’ y ‘altruismo’ realizada por el pedante inglés Herbert Spencer... constituye casi nuestra náusea -¡una humanidad que tuviera como perspectivas últimas las perspectivas de Spencer nos parecería digna de desprecio, digna de ser aniquilada!» 4 –– La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptual, –– que, en todas partes, «noble», «aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el sentido de «anímicamente noble», de «aristocrático», de «anímicamente de índole elevada», «anímicamente privilegiado»: un desarrollo que marcha siempre para- lelo a aquel otro que hace que «vulgar», «plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». El más elocuente ejemplo de esto último es la misma palabra alemana «malo» (schlechz): en sí es idéntica a «sim- ple» (schlicht) –– véase «simplemente» (schlechtweg, schlechterdings) –– y en su origen designaba al hombre simple, vulgar, sin que, al hacerlo, lanzase aún una recelosa mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposiclón al noble 19. Aproximadamente hacia la Guerra de los Treinta Años, es decir, bastante tarde, tal sentido se desplaza hacia el hoy usual. –– Con respecto a la genealogía de la moral esto me parece un conocimiento esencial; el que se haya tardado tanto en encontrarlo se debe al influjo obstaculizador que el prejuicio democrático ejerce dentro del mundo moderno con respecto a todas las cuestiones referentes a la procedencia. Prejuicio que penetra hasta en el dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias natu- rales y de la fisiología; baste aquí con esta alusión. Pero el daño que ese prejuicio, una vez desbocado hasta el odio, puede ocasionar ante todo a la moral y a la ciencia histórica, lo muestra el tristemente famoso caso de Buckle 20: el plebeyismo del espíritu moderno, que es de procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en su suelo natal con la violencia de un volcán enlodado y con la elocuencia demasiado salada, chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los volcanes. –– 19. Véase, sin embargo, el aforismo 231 de Aurora: «De la virtud alemana.- ¡Cuán degenerado en su gusto, cuán servil frente a digni- dades, estamentos, vestimentas, pompa y magnificencia tiene que haber sido un pueblo para estimar malo (schlecht) lo simple (schlicht), hombre malo al hombre simple! ¡A la soberbia moral de los alemanes se le debe oponer siempre la palabrita ‘malo’ (schlecht) y nada más!» 20. H. Th. Buckle (1821-1862), historiador inglés, autor de la Historia de la civilización en Inglaterra, obra leída por Nietzsche. En ella Buckle subraya ante todo la importancia del medio natural y niega que los «grandes hombres» sean las «causas» de todos los grandes movimientos. Así se entiende la repulsa de Nietzsche. 5 Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas razones un problema silencioso y que sólo se dirige, selectivamente, a un exiguo número de oídos, tiene interés no pequeño el comprobar que en las palabras y raíces que designan «bueno» se transparenta todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se sentían precisamente hombres de rango superior. Es cierto que, quizá en la mayoría de los casos, éstos se apoyan, para darse nombre, sencillamente en su superioridad de poder (se llaman «los poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el signo más visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo, «los ricos», «los propietarios» (éste es el sentido que tiene arya; y lo mismo ocurre en el iranio y en el eslavo). Pero también se apoyan, para darse nombre, en un rasgo típico de su carácter: y este es el caso que aquí nos interesa. Se llaman, por ejemplo, «los veraces»: la primera en hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz fue el poeta megarense Teognis 21. La palabra acuñada a este fin, έσυλός [noble], significa etimológicamente alguien que es, que tiene realidad, que es real, que es verdadero; des- pués, con un giro subjetivo, significa el verdadero en cuanto veraz: en esta fase de su metamorfosis concep- tual la citada palabra se convierte en el distintivo y en el lema de la aristocracia y pasa a tener totalmente el sentido de «aristocrático», como delimitación frente al mentiroso hombre vulgar, tal como lo concibe y lo describe Teognis, –– hasta que por fin, tras el declinar de la aristocracia, queda para designar la noblesse [nobleza] anímica, y entonces adquiere, por así decirlo, madurez y dulzor. Tanto en la palabra χαχός [malo] como en ςελός [miedoso] (el plebeyo en contraposición al άγανός [bueno]) se subraya la cobardía: esto tal vez proporcione una señal sobre la dirección en que debe buscarse la procedencia etimológica de αγανος, interpretable de muchas maneras. Con el latín malus [malo] (a su lado yo pongo µέλας [negro]) acaso se caracterizaba al hombre vulgar en cuanto hombre de piel oscura, y sobre todo en cuanto hombre de cabellos negros (hic niger est 22 [este es negro]––), en cuanto habitante preario del suelo italiano, el cual por el color era por lo que más claramente se distinguía de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los conquistadores, que se habían convertido en los dueños; cuando menos el gaélico me ha ofrecido el caso exactamente para- lelo, ––fin (por ejemplo, en el nombre Fin-Gal), la palabra distintiva de la aristocracia, que acaba signifi- cando el bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el cabeza rubia, en contraposición a los habitan- tes primitivos, de piel morena y cabellos negros. Los celtas, dicho sea de paso, eran una raza completamen- te rubia; se comete una injusticia cuando a esas fajas de población de cabellos oscuros esencialmente, que es posible observar en esmerados mapas etnográficos de Alemania, se las pone en conexión, como hace todavía Virchow, con una procedencia celta y con una mezcla de sangre celta: en esos lugares aparece, antes bien, la población prearia de Alemania. (Lo mismo puede decirse de casi toda Europa: en lo esencial la raza sometida ha acabado por predominar de nuevo allí mismo en el color de la piel, en lo corto del crá- neo y tal vez incluso en los instintos intelectuales y sociales: ¿quién nos garantiza que la moderna democra- cia, el todavía más moderno anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la commune [comuna], hacia la forma más primitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de Europa, no significan en lo esencial un gigantesco contragolpe ––y que la raza de los conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo incluso fisiológicamente? ...) Creo estar autorizado a interpretar el latín bonus [bueno] en el sentido de «el guerrero»: presuponiendo que yo lleve razón al derivar bonus de un más antiguo duonus (véase bellum = duellum = duenlum, en el que me parece conservado aquel duonus). Bonus sería, por tanto, el varón de la disputa, de la división (duo), el guerrero: es claro, aquello que constituía en la antigua Roma la «bondad» de un varón. Nuestra misma palabra alemana «bueno» (gut): ¿no podría significar «el divino» (den Góttlichen), el hombre de «estirpe divina» (góottlichen Geschlechts)?, ¿y ser idéntico al nombre popu- lar (originariamente aristocrático) de los godos (Gothen) Las razones de esta suposición no son de este lugar. –– 21. El primer trabajo filológico de Nietzsche estuvo dedicado precisamente a Teognis. Véase su referencia a este trabajo en su autobio- grafía Ecce Homo. ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!, entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más grande en la histo- ria universal. «Los señores» están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se puede considerar esta victoria a la vez como un envenenamiento de la sangre (ella ha mezclado las razas entre sí) ––no lo niego; pero, indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito. La «redención» del género humano (a sa- ber, respecto de «los señores») se encuentra en óptima vía; todo se judaiza, o se cristianiza, o se aplebeya a ojos vistas (¡qué importan las palabras!). La marcha de ese envenenamiento a través del cuerpo entero de la humanidad parece incontenible, su tempo [ritmo] y su paso pueden ser incluso, a partir de ahora, cada vez más lentos, más delicados, más inaudibles, más cautos ––en efecto, hay tiempo... ¿Le corresponde todavía hoy a la Iglesia, en este aspecto, una tarea necesaria, posee todavía en absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de ella? Quaeritur [se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera aquella marcha, en lugar de acelerarla? Ahora bien, justamente eso podría ser su utilidad... Es seguro que la Iglesia se ha convertido poco a poco en algo grosero y rústico, que repugna a una inteligencia delicada, a un gusto pro- piamente moderno. ¿No debería, al menos, refinarse un poco?... Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién de nosotros sería librepensador si no existiera la Iglesia? La Iglesia es la que nos repugna, no su veneno... Prescindiendo de la Iglesia, también nosotros amamos el veneno...» ––Tales el epílogo de un «librepensa- dor» a mi discurso, de un animal respetable, como lo ha demostrado de sobra, y, además, de un demócrata; hasta aquí me había escuchado, y no soportó el oírme callar. Pues en este punto yo tengo mucho que callar. –– 10 La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y en- gendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reac- ción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no-yo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores –– este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia sí –– forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en abso- luto actuar, –– su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse si a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, –– su concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!». Cuándo la manera noble de valorar se equivoca y peca contra lá realidad, esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento––sé’ opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario ––in effigie [en efigie], natu- ralmente––. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances [matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de que casi todas las palabras que con- vienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase ςελός [miedoso], δείλαιος [cobarde], πονηρός [vil], µοχνηρός [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de carga) –– y cómo, por otro lado, «malo», «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono único, con un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (––a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan οϊζνρόςς [miserable], άνολβος [desgraciado], τλήµων [resignado], δνςτνχεϊν [fracasar, tener mala suerte], ξνµφορα [desdicha]). Los «bien nacidos» se sentían a sí mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían que construir su felicidad artificialmente y, a veces, persuadirse de ella, mentírsela, median- te una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimis- mo, por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la felicidad, –– en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí pro- cede el εύπραττειν [obrar bien, ser feliz])––todo esto muy encontraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la felici- dad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «sábado», distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo (γενναϊος, «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquier raza no- ble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante con- dición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: –– en éstos precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aque- lla entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débi- les e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias fechorías – –tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar (un buen ejemplo de esto en el mun- do moderno es Mirabeau, que no tenía memoria para los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía perdonar por la única razón de que –– olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente; sólo aquí es también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto posible en la tierra ––el auténtico «amor a sus enemigos». ¡Cuán- to respeto por sus enemigos tiene un hombre noble! –– y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí su enemigo como una distinción suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que aquel en el que no hay nada que despreciar y sí muchísimo que honrar! En cambio, imagi- némonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del resentimiento ––y justo en ello reside su acción, su creación: ha concebido el «enemigo malvado», «el malvado», y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior y como antítesis, un «bueno» –– ¡él mismo!... 11 ¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble, quien concibe el concepto fundamental «bueno» de un modo previo y espontáneo, es decir, lo concibe a base de sí mismo, y sólo a partir de él se forma una idea de «malo»! Este «malo» (schlecht) de origen noble, y aquel «malvado» (bóse), salido de la cuba cer- vecera del odio insaciado ––el primero, una creación posterior, algo marginal, un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el comienzo, la auténtica acción en la concepción de una moral de escla- vos––, ¡cuán diferentes son estas dos palabras, «malo» (schlecht) y «malvado» (böse), que aparentemente se contraponen a un mismo concepto «bueno» (gut)! Mas no se trata del mismo concepto «bueno»: pregún- tese, antes bien, quién es propiamente «malvado» en el sentido de la moral del resentimiento. Contestado con todo rigor: precisamente el «bueno» de la otra moral, precisamente el noble, el poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color, interpretado y visto del revés por el ojo venenoso del resentimiento. Hay aquí una cosa que nosotros no queremos negar en modo alguno: quien a aquellos «buenos» los ha conocido tan sólo como enemigos, no ha conocido tampoco más que enemigos malvados, y aquellos mismos hombres que eran mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el respeto, los usos, el agradecimiento y todavía más por la recíproca vigilancia, por la emulación inter pares [entre iguales], aquellos mismos hom- bres que, por otro lado, en su comportamiento recíproco mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí, delicadeza, fidelidad, orgullo y amistad, –– no son hacia fuera, es decir, allí donde comienza lo extranjero, la tierra extraña, mucho mejores que animales de rapiña dejados sueltos. Allí disfrutan la libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad, allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesi- natos, incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar. Resulta imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el animal de rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea codiciosa de botín y de victo- ria; de cuando en cuando esa base oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo fuera, tiene que retornar a la selva: –– las aristocracias romana, árabe, germánica, japonesa, los héroes homéricos, los vikingos escandinavos –– todos ellos coinciden en tal imperiosa necesidad. Son las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto «bárbaro» por todos los lugares por donde han pasado; incluso en su cultura más excelsa se revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por ejemplo, cuando Pericles dice a sus atenienses, en aquella famosa oración fúnebre, «hemos forzado a todas las tierras y a todos los mares a ser accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos imperecederos en bien y en mal») 26. Esta «audacia» de las razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas ––Pericles destaca con elogio la ραυνµία [despreocupa- ción]27 de los atenienses––, su indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bien- estar, su horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las voluptuosidades del triunfo y de la crueldad –– todo esto se concentró, para quienes lo padecían, en la imagen del «bárbaro», del «enemigo malvado», por ejemplo el «godo», el «vándalo». La profunda, glacial desconfianza que el alemán continúa inspirando también ahora tan pronto como llega al poder –– representa aún un rebrote de aquel terror inextinguible con que durante siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los antiguos germanos y nosotros los alemanes apenas subsista ya afinidad conceptual alguna y menos aún un parentesco de sangre). En otro sitio 28 he hecho notar la perplejidad experimentada por Hesiodo cuando meditaba sobre el decurso de las épocas culturales e intentaba expresarlas mediante el oro, la plata y el bronce: a la contradicción que le ofrecía el mundo de Homero, un mundo tan magnífico, pero, a la vez, tan horrible y tan brutal, no supo escapar más que dividiendo una única época en dos y colocándolas una a continuación de la otra –– primero, la época de los héroes y semidioses de Troya y de Tebas, tal co- mo aquel mundo había subsistido en la memoria de las estirpes nobles, que en ella tenían sus propios ante- cesores; y luego, la edad de bronce, tal como aquel mismo mundo aparecía a los descendientes de los so- juzgados, expoliados, maltratados, deportados, vendidos: como una edad de bronce, según hemos dicho, dura, fría, cruel, carente de sentimientos y de conciencia, una edad que todo lo tritura y lo salpica de sangre. Suponiendo que fuera verdadero algo que en todo caso ahora se cree ser «verdad», es decir, que el sentido de toda cultura consistiese cabalmente en sacar del animal rapaz «hombre», mediante la crianza, un animal manso y civilizado, un animal doméstico, habría que considerar sin ninguna duda que todos aquellos instin- tos de reacción y resentimiento, con cuyo auxilio se acabó por humillar y dominar a las razas nobles, así como todos sus ideales, han sido los auténticos instrumentos de la cultura; con ello, de todos modos, no estaría dicho aún que los depositarios de esos instintos representen también ellos mismos a la vez la cultu- ra. Lo contrario sería, antes bien, no sólo verosímil ––¡no!, ¡hoy es evidente! Esos depositarios de los ins- tintos opresores y ansiosos de desquite, los descendientes de toda esclavitud europea y no europea, y en especial de toda población prearia ––¡representan el retroceso de la humanidad! ¡Esos «instrumentos de la cultura» son una vergüenza del hombre y representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la «cultura» en cuanto tal! Se puede tener todo derecho a no librarse del temor a la bestia rubia que habita en el fondo de todas las razas nobles y a mantenerse en guardia: mas ¿quién no preferiría cien veces sentir temor, si a la vez le es permitido admirar, a no sentir temor, pero con ello no poder sustraerse ya a la nau- seabunda visión de los malogrados, empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y no es ésta nuestra fata- lidad? ¿Qué es lo que hoy produce nuestra aversión contra «el hombre»? –– pues nosotros sufrimos por el hombre, no hay duda. –– No es el temor; sino, más bien, el que ya nada tengamos que temer en el hombre; el que el gusano «hombre» ocupe el primer plano y pulule en él; el que el «hombre manso», el incurable- mente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia, como «hombre superior»; –– más aún, el que tenga cierto derecho a sentirse así, en la medida en que se siente distanciado de la muchedumbre de los mal constituidos, enfermizos, cansados, agotados, a que hoy comienza Europa a apestar, y, por tanto, como algo al menos relativamente bien consti- tuido, como algo al menos todavía capaz de vivir, como algo que al menos dice sí a la vida... 26. Véase Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, II, 41. 27. Ibídem, II, 39. 28. Véase Aurora, aforismo 189 («De la gran política»). Nietzsche se refiere a Hesiodo, Los trabajos y los días, versos 143-173. 12 –– En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una última esperanza. ¿Qué es esto que, preci- samente a mí, me resulta del todo insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo no puedo librarme, y que me ahoga y me consume? ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! El hecho de que algo mal constituido se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las entrañas de un alma mal constituida!... ¿Qué es, por otra parte, lo que en materia de miseria, de privaciones, de mal clima, de enfermedades, de fatigas y de soledad no soportamos? En el fon- do nos sobreponemos a todo lo demás, puesto que hemos nacido para una existencia subterránea y comba- tiva; una y otra vez salimos a la luz, una y otra vez experimentamos la hora áurea del triunfo, –– y en ese momento aparecemos tal como nacimos, inquebrantables, tensos, dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más lejano todavía, como un arco a quien las privaciones lo único que hacen es ponerlo más tirante. –– Pero de vez en cuando ––y suponiendo que existan protectoras celestiales, situadas más allá del bien y del malconcededme una mirada, otorgadme que pueda echar una única mirada tan sólo a algo 15 ¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de qué? ––Esos débiles –– alguna vez, en efecto, quieren ser también ellos los fuertes, no hay duda, alguna vez debe llegar también su reino –– nada menos que «el reino de Dios» lo llaman entre ellos, como hemos dicho: ¡son, desde luego, tan humildes en todo! Para presenciar esto se necesita vivir largo tiempo, más allá de la muerte, –– en efecto, la vida eterna se necesita para poder resarcirse también eternamente, en el «reino de Dios», de aquella vida terrena «en la fe, en el amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? LResacirse con qué?... A mí me parece que Dante cometió un grosero error al poner, con horrorosa ingenuidad, sobre la puerta de su infierno la inscripción «también a mí me creó el amor eterno» 35: –– sobre la puerta del paraíso cristiano y de su «bienaventuranza eterna» podría estar en todo caso, con mejor derecho, li inscripción «también a mí me creó el odio eterno» ––, ¡presuponiendo que a una verdad le sea lícito estar colocada sobre la puerta que lleva a una mentira! Pues ¿qué es la bienaventuranza de aquel paraíso?... Quizá ya nosotros mismos lo adivinaríamos; pero es mejor que nos lo atestigue expresamente una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás de Aquino. «Beati in regno coelesti», dice con la mansedumbre de un cordero, «videbunt poenas damnatorum, ut beatitudo illis magis complaceat» [Los bienaventurados verán en el reino celestial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más] 36. ¿O se quiere escuchar esto mismo en un tono más fuerte, de la boca, por ejemplo, de un triunfante padre de la Iglesia, el cual desaconsejaba a sus cristianos las crueles voluptuosidades de los espectáculos públicos ––por qué, en realidad? «La fe nos ofrece, en efecto, muchas más cosas ––dice, de spectac, c. 29 ss.––, algo mucho más fuerte; gracias a la redención disponemos, en efecto, de alegrías completamente distintas; en lugar de los atletas nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien, tenemos la sangre de Cristo... Mas ¡qué cosas nos esperan el día de su vuelta, de su triunfo!» –– y ahora continúa así este visionario extasiado: «At enim supersunt alia spectacula, ille ultimus et perpetuus judicii dies, ille nationibus insperatus, ille derisus, cum tanta saeculi vetustas et tot ejus nativi- tates uno igne haurientur. Quae tunc spectaculi latitudo! Quid admirer! Quid rideami Ubi gaudeam! Ubi exultem, spectans tot et tantos reges, qui in coelum recepti nuntiabantur, cum ipso Jove et ipsis suis testibus in imis tenebris congemescentes! ltem praesides (los gobernadores de las provincias) persecutores dominici nominis saevioribus quam ipsi flammis saevierunt insultantibus contra Christianos liquescentes! Quos praeterea sapientes illos philosophos coram discipulis suis una conflagrantibus erubescentes, quibus nihil ad deum pertinere suadebant, quibus animas aut nullas aut non in pristina corpora redituras affirmabant! Etiam poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi tribunal palpitantes! Tunc magis tragoedi audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor sea la voz, peor gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones cognoscendi, solutiores multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota totus rubens, tunc xystici contemplandi non in gymnasiis, sed in igne jaculati, nisi quod ne tunc quidem illos velim vivos, ut qui malim ad eos potius conspectum insatiasbilem conferre, qui in dominum desaevierunt. `Hic este ille, dicam, fabri aut quaestuariae filius (como lo muestra todo lo que sigue, y en especial también esta designación, conocida por el Talmud, de la madre de Jesús, a partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor, Samarites et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic est ille arundine et colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus, felle et aceto potatus. Hic est, quem clam dis- centes subripuerunt, ut resurrexisse dicatur vel hortulanus detraxit, ne lactucae suae frequentia commean- tium laederentur. Ut talia spectes, ut talibus exultes, quis tibi praetor aut consul aut quaestor aut sacerdos de sua liberalitste praestabit? Et tamen haec jam habemos quodammodo per fidem spiritu imaginante reprae- sentata. Ceterum qualia illa sunt, quae nec oculus vidit nec auigs audivit nec in cor hominis ascenderunt? (1 Cor. 2, 9). Credo circo et utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros, escena cómica y trágica) et omni stadio gratiora»*. –– Per fidem: así está escrito. * [Pero quedan todavía otros espectáculos, aquel último y perpetuo día del juicio, día no esperado por las naciones, día del cual se mofan, cuando esta tan grande decrepitud del mundo y tantas generaciones del mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan grandioso entonces! ¡De cuántas cosas me asombra- ré! ¡De cuántas cosas me reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí me regocijaré, contemplando cómo tantos y tan grandes reyes, de quienes se decía que habían sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también cómo los presidentes perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas más crueles que aquellas con que ellos mismos se ensañaron contra los cristianos! ¡Viendo además cómo aquellos sabios filósofos se llenan de rubor ante sus discípulos, que con ellos se queman, a los cuales convencían de que nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban que las almas o no existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo asimismo cómo los poetas tiemblan, no ante el tribunal de Radamanto ni de Minos, sino ante el de Cristo, a quien no esperaban! Entonces oiré más a los actores de tragedias, es decir, serán más elocuentes hablando de su propia desgracia; entonces conoceré a los histriones, mucho más ágiles a causa del fuego; entonces veré al auriga, totalmente rojo en el carro de fuego; entonces contemplaré a los atletas, lanzando la jabalina no en los gimnasios, sino en el fuego, a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y prefiriese dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el Señor. «Éste es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el destructor del sábado, el samaritano y endemoniado. Éste es aquel a quien comprasteis a Judas, este es aquel que fue golpeado con la caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a quien disteis a beber hiel y vinagre. Éste es aquel a quien sus discípulos robaron a escondidas, para que se dijese que había resucitado, o á quien el dueño del huerto retiró de allí, para que la gran afluencia de quienes iban y venían no estropease sus lechu- gas.» La visión de tales espectáculos, la posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué pretor, o cónsul, o cuestor, o sacerdote, podrá ofrecértela, aun con toda su generosidad? Y, sin embargo, en cierto modo tene- mos ya estas cosas por la fe representadas en el espíritu que las imagina. Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni gel oído oyó, ni entraron en corazón de hombre? (1 Cor. 2, 9). Creo que son más agradables que el circo, y el doble teatro, y todos los estadios.] 35. Véase Dante, Divina Comedia, Infierno III, 54. La cita de Nietzsche no es exactamente literal, como puede verse. Se trata de aquellos famosísimos versos: Per me si va ne la cittá dolente, per me si va ne l'eterno dolore, per me si va tra la perduta gente. Giustizia mosse il mío alto fattore; fecerni la divina potestate, la somma sapienza e’l primo amore [Por mí se va a la ciudad doliente, por mí se va al dolor eterno, por mí se va entre la gente perdida. La justicia movió a mi supremo Autor. Me hicieron la divina potestad [el Padre], la suma sabiduría [el Hijo] y el amor primero [el Espíritu Santo].] 36. Este texto increíble se encuentra, en sus palabras claves, en la Suma Teológica, suplemento, cuestión 94, artículo 1. Dice así: «Et ideo, ut beatitudo sanctorum eis magis complaceat, et de ea uberiores gratias Dei agant, datur eis ut poenam impiorum perfecte intueantur» (por tanto, para que la bienaventuranza de los santos les satisfaga más, y por ella den gracias más rendidas a Dios, se les concede que vean perfectamente la pena de los impíos). El mismo texto se encuentra también, como es obvio, en el comentario al libro IV de las Sentencias, distinción L, cuestión II, artículo IV, cuestiúncula III, solución I. 16 Concluyamos. Los dos valores contrapuestos «bueno y malo», «bueno y malvado», han sostenido en la tierra urea lucha terrible, que ha durado milenios; y aunque es muy cierto que el segundo valor hace mucho tiempo que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco ahora lugares en los que se continúa librando esa lucha, no decidida aún. InIluso podría decirse que entre tanto la lucha ha sido llevada cada vez más hacia arriba y que, precisamente por ello, se ha vuelto cada vez más profunda, cada vez más espiritual: de modo que hoy quizá no exista indicio más decisivo de la «naturaleza superior», de una naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel sentido y que ser realmente todavía un lugar de batalla de aquellas antítesis. El símbolo de esa lucha, escrito en caracteres que han permanecido hasta ahora legibles a lo largo de la historia entera de la humanidad, dice «Roma contra Judea, Judea contra Roma»: –– hasta ahora no ha habido acontecimiento más grande que esta lucha, que este planteamiento del problema, que esta contra- dicción de enemigos mortales. Roma veía en el judío algo así como la antinaturaleza misma, como su monstrum [monstruo] antipódico, si cabe la expresión; en Roma se consideraba al judío «convicto de odio contra todo el género humano» 37: con razón, en la medida en que hay derecho a vincular la salvación y el futuro del género humano al dominio incondicional de los valores aristocráticos, de los valores romanos. ¿Qué es lo que los judíos sentían, en cambio, contra Roma? Se lo adivina por mil indicios; pero basta con traer una vez más a la memoria el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. (Por otro lado, no se infravalore la profunda consecuencia lógica del instinto cristiano al escribir cabalmente sobre este libro del odio el nombre del discípulo del amor, del mismo a quien atribuyó aquel Evangelio enamorado y entusiasta ––: aquí se esconde un poco de verdad, por muy grande que haya sido también la falsificación literaria precisa para lograr esa finalidad.) Los roma- nos eran, en efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran que hasta ahora no ha habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles, y ni siquiera se los ha soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda ins- cripción suya produce éxtasis, presuponiendo que se adivine qué es lo que allí escribe. Los judíos eran, en cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento par excellence, en el que habitaba una genialidad popular–– moral sin igual: basta comparar los pueblos de cualidades análogas, por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los judíos, para comprender qué es de primer rango y qué es de quinto. ¿Quién de ellos ha vencido entre tanto, Roma o Judea? No hay, desde luego, la más mínima duda: considérese ante quién se inclinan hoy los hombres, en la misma Roma, como ante la síntesis de todos los valores supremos, –– y no sólo en Roma, sino casi en media tierra, en todos los lugares en que el hombre se ha vuelto manso o quiere volver- se manso, –– ante tres judíos, como es sabido, y una judía (ante Jesús de Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de alfombras Pablo, y la madre del mencionado Jesús, de nombre María). Esto es muy digno de atención: Roma ha sucumbido, sin ninguna duda. De todos modos, hubo en el Renacimiento una espléndida e inquietante resurrección del ideal clásico, de la manera noble de valorar todas las cosas: Roma misma se movió, como un muerto aparente que abre los ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la Roma judaizada, construida sobre ella, la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga ecuménica y se llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar Judea, gracias a aquel movimiento radicalmente plebeyo (alemán e inglés) de resentimiento al que se da el nombre de Reforma protestante, añadiendo lo que de él tenía que seguirse, el restablecimiento de la Iglesia, –– el restablecimiento también de la vieja quietud sepulcral de la Roma clá- sico 38. En un sentido más decisivo incluso y más profundo que en la Reforma protestante, Judea volvió a vencer otra vez sobre el ideal clásico con la Revolución francesa: la última nobleza política que había en Europa, la de los siglos XVII y XVIII franceses, sucumbió bajo los instintos populares del resentimiento –– ¡jamás se escuchó en la tierra un júbilo más grande, un entusiasmo más clamoroso! Es cierto que en medio de todo ello ocurrió lo más tremendo, lo más inesperado: el ideal antiguo mismo apareció en carne y hueso, y con un esplendor inaudito, ante los ojos y la conciencia de la humanidad, –– ¡y una vez más, frente a la vieja y mendaz consigna del resentimiento que habla del primado de los más, frente a la voluntad de des- censo, de rebajamiento, de nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre, resonó más fuerte, más simple, más penetrante que nunca la terrible y fascinante anti––consigna del primado de los menos! Como una última indicación del otro camino apareció Napoleón, el hombre más singular y más tardíamente naci- do que haya existido nunca, y en él, encarnado en él, el problema del ideal noble en sí ––reflexiónese bien en qué problema es éste: Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y superhombre ....39 37. Nietzsche cita a Tácito, Anales, XV, 44. «Igitur primum correpti qui fatebantur, deinde indicio eorum multitudo ingens haud proin- de in crimine incendii quam odio humano generis conuicti sunt. [Se comenzó por apresar a los que confesaban su fe; después, sobre sus revelaciones, una multitud de otros, que fueron convencidos menos del crimen de incendio que de odio contra el género humano]. En realidad este capítulo 44 se refiere a las ceremonias expiatorias que se hicieron tras el incendio de Roma, bajo Nerón, y a la acusa- ción hecha contra los cristianos [no contra los judíos exclusivamente] de haber sido ellos los causantes del incendio. Ahora bien, para un romano de entonces no había distindón entre judío y cristiano. 38. Véase también lo que Nietzsche dice en Ecce Homo. 39. La admiración de Nietzsche por Napoleón se halla atestiguada en muchos pasajes de sus obras. Así, por ejemplo, en Más allá del bien y del mal, dice que «la historia de la influencia de Napoleón es casi la historia de la felicidad superior alcanzada por todo este siglo [XIX] en sus hombres y en sus instantes más valiosos». Véase asimismo Ecce Homo. 17 –– ¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada ad acta [a los archivos] para siempre aquella antíte- sis de ideales, la más grande de todas? ¿O sólo.fue aplazada, aplazada por largo tiempo?... ¿No deberá haber alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún: ¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e incluso querer- lo?, ¿e incluso favorecerlo?... Quien en este punto comienza, lo mismo que mis lectores, a meditar, a conti- nuar pensando, es dificil que llegue pronto al final, –– ésta es para mí razón suficiente para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya quedado bastante claro hace tiempo lo que yo quiero, lo que yo quiero precisamente con aquella peligrosa consigna que he colocado al frente de mi último libro: Más allá del bien y del mal... Esto no significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo malo». –– –– Nota. Aprovecho la ocasión que me proporciona este tratado para expresar pública y formalmente un deseo que hasta ahora he manifestado tan sólo en conversaciones ocasionales con personas doctas; a saber, que alguna Facultad de Filosofía se haga benemérita del fomento de los estudios de historia de la moral convo- cando una serie de premios académicos: –– tal vez este libro sirva para dar un fuerte impulso precisamente en esa dirección. En previsión de una posibilidad de esa especie, se propone la cuestión siguiente: ella me- rece la atención de los filólogos e historiadores tanto como la de los auténticos doctos en filosofía por ofi- cio. «¿Qué indicaciones nos proporciona la ciencia del lenguaje, y en especial la investigación etimológica, sobre la historia evolutiva de los conceptos morales?» –– Por otro lado, también resulta necesario, desde luego, ganar el interés de los fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del valor de las apreciaciones valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede dejar a los filósofos de oficio el representar, también en este caso singular, el papel de abogados y mediado- res, una vez que hayan logrado que la relación originariamente tan áspera, tan desconfiada, entre filosofía, fisiología y medicina se transforme en el más amistoso y fecundo de los intercambios. De hecho todas las tablas de bienes, todos los «tú debes» conocidos por la historia o por la investigación etnológica necesitan, jas», con la finalidad de que todo el sistema nervioso e intelectual quede hipnotizado por tales «ideas fijas» ––y los procedimientos ascéticos y las formas de vida ascéticas son medios para impedir que aquellas ideas entren en concurrencia con todas las demás, para volverlas «inolvidables». Cuanto peor ha estado «de me- moria» la humanidad, tanto más horroroso es siempre el aspecto que ofrecen sus usos; en particular la du- reza de las leyes penales nos revela cuánto esfuerzo le costaba a la humanidad lograr la victoria contra la capacidad de olvido y mantener presentes, a estos instantáneos esclavos de los afectos y de la concupiscen- cia, unas cuantas exigencias primitivas de la convivencia social. Nosotros los alemanes no nos considera- mos desde luego un pueblo especialmente cruel y duro de corazón, y menos aún gente ligera y que viva al día; pero basta echar un vistazo a nuestros antiguos ordenamientos penales para darse cuenta del esfuerzo que cuesta en la tierra llegar a criar un «pueblo de pensadores» 42(quiero decir: el pueblo de Europa en el que todavía hoy puede encontrarse el máximo de confianza, de seriedad, de mal gusto y de objetividad y que, por estas cualidades, tiene derecho a criar todo tipo de mandarines de Europa). Estos alemanes se han construido una memoria con los medios más terribles, a fin de dominar sus básicos instintos plebeyos y la brutal rusticidad de éstos: piénsese en las antiguas penas alemanas, por ejemplo la lapidación (––ya la le- yenda hace caer la piedra de molino sobre la cabeza del culpable), la rueda (¡la más característica invención y especialidad del genio alemán en el reino de la pena! ), el empalamiento, el hacer que los caballos desgarrasen o pisoteasen al reo (el «descuartizamiento»), el hervir al criminal en aceite o vino (todavía en uso en los siglos xiv y xv), el muy apreciado desollar («sacar tiras del pellejo»), el arrancar la carne del pecho, y también el recubrir al malhechor de miel y entregarlo, bajo un sol ardiente, a las moscas. Con ayuda de tales imágenes y procedimientos se acaba por retener en la memoria cinco o seis «no quiero», respecto a los cuales uno ha dado su promesa con el fin de vivir entre las ventajas de la sociedad, –– y ¡realmente!, ¡con ayuda de esa especie de memoria se acabó por llegar «a la razón»! ––Ay, la razón, la seriedad, el dominio de los afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión, todos esos privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»!... 42. «Alemania, pueblo de pensadores (y poetas)» era frase muy difundida en el siglo XIX. Se atribuye a Karl Musaus (finales del siglo XVIII). 4 Pero ¿cómo vino al mundo esa otra «cosa sombría», la conciencia de la culpa,.toda la «mala conciencia»? – – Y con esto volvemos a nuestros genealogistas de la moral. Dicho una vez más –– io es que todavía no lo he dicho? ––: éstos no sirven para nada. Una experiencia propia, meramente «moderna», de cinco palmos de larga; ningún conocimiento, ninguna voluntad de conocer el pasado; y menos aún un instinto histórico, una «segunda visión», necesaria justamente aquí ––y, sin embargo, hacer historia de la moral: es obvio que esto tiene que abocar a resultados cuya relación con la verdad es algo más que frágil. Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, tse han imaginado, aunque sólo sea de lejos, que, por ejemplo, el capital con- cepto moral «culpa» (Schuld) procede del muy material concepto «tener deudas» (Schulden)43. ¿O que la pena en cuanto compensación se ha desarrollado completamente al margen de todo presupuesto acerca de la libertad o falta de libertad de la voluntad? ––y esto hasta el punto de que, más bien, se necesita siempre un alto grado de humanización para que el animal «hombre» comience a hacer aquellas distinciones, mu- cho más primitivas, de «intencionado», «negligente», «casual», «imputable», y, sus contrarios, y a tenerlos en cuenta al fijar la pena. Ese pensamiento ahora tan corriente y aparentemente tan natural, tan inevitable, que se ha tenido que adelantar para explicar cómo llegó a aparecer en la tierra el sentimiento de la justicia, «el reo merece la pena porque habría podido actuar de otro modo», es de hecho una forma alcanzada muy tardíamente, más aún, una forma refinada del juzgar y razonar humanos; quien la sitúa en los comienzos, yerra toscamente sobre la psicología de la humanidad más antigua. Durante el más largo tiempo de la histo- ria humana se impusieron penas no porque al malhechor se le hiciese responsable de su acción, es decir, no bajo el presupuesto de que sólo al culpable se le deban imponer penas: ––sino, más bien, a la manera como todavía ahora los padres castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido, la cual se desfoga sobre el causante, ––pero esa cólera es mantenida dentro de unos límites y modificada por la idea de que todo per- juicio tiene en alguna parte su equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor del causante del perjuicio. ¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de «sujetos de dere- chos» y que, por su parte, remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico. 43. Véase antes nota 40. 5 Como puede ya esperarse tras lo anteriormente señalado, el representarse esas relaciones contractuales despierta, en todo caso, múltiples sospechas y oposiciones contra la humanidad más antigua, que creó o permitió tales relaciones. Cabalmente es en éstas donde se hacen promesas; cabalmente es en éstas donde se trata de hacer una memoria a quien hace promesas; cabalmente será en ellas, es lícito sospecharlo con malicia, donde habrá un yacimiento de lo duro, de lo cruel, de lo penoso. El deudor, para infundir confianza en su promesa de restitución, para dar una garantía de la seriedad y la santidad de su promesa, para imponer dentro de sí a su conciencia la restitución como un deber, como una obligación, empeña al acreedor, en virtud de un contrato, y para el caso de que no pague, otra cosa que todavía «posee», otra cosa sobre la que todavía tiene poder, por ejemplo su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o también su vida (o, bajo determina- dos presupuestos religiosos, incluso su bienaventuranza, la salvación de su alma, y, en última instancia, hasta la paz en el sepulcro; así ocurría en Egipto, donde ni siquiera en el sepulcro encontraba el cadáver del deudor reposo ante el acreedor, –– de todos modos, precisamente entre los egipcios ese reposo tenía tam- bién cierta importancia). Pero muy principalmente el acreedor podía irrogar al cuerpo del deudor todo tipo de afrentas y de torturas, por ejemplo cortar de él tanto como pareciese adecuado a la magnitud de la deuda: –– y basándose en este punto de vista, muy pronto y en todas partes hubo tasaciones precisas, que en parte se extendían horriblemente hasta los detalles más nimios, tasaciones, legalmente establecidas, de cada uno de los miembros y partes del cuerpo. Yo considero ya como un progreso, como prueba de una concepción jurídica más libre, más amplia en sus cálculos, más romana, el que la legislación romana de las Doce Ta- blas estableciese que resultaba indiferente el que los acreedores cortasen un poco más o un poco menos en tales casos, si plus minusve secuerunt, ne fraude esto 44 [corten más o menos, no sea fraude]. Aclarémonos la lógica de toda esta forma de compensación: es bastante extraña. La equivalencia viene dada por el hecho de que, en lugar de una ventaja directamente equilibrada con el perjuicio (es decir, en lugar de una compen- sación en dinero, tierra, posesiones de alguna especie), al acreedor se le concede, como restitución y com- pensación, una especie de sentimiento de bienestar, –– el sentimiento de bienestar del hombre a quien le es lícito descargar su poder, sin ningún escrúpulo, sobre un impotente, la voluptuosidad de faire le mal pour le plaisir de le faire 45 [de hacer el mal por el placer de hacerlo], el goce causado por la violentación: goce que es estimado tanto más cuanto más hondo y bajo es el nivel en que el acreedor se encuentra en el orden de la sociedad, y que fácilmente puede presentársele como un sabrosísimo bocado, más aún, como gusto antici- pado de un rango más alto. Por medio de la «pena» infligida al deudor, el acreedor participa de un derecho de señores: por fin llega también él una vez a experimentar el exaltador sentimiento de serle lícito despre- ciar y maltratar a un ser como a un «inferior» ––o, al menos, en el caso de que la auténtica potestad puniti- va, la aplicación de la pena, haya pasado ya a la «autoridad», el verlo despreciado y maltratado. La com- pensación consiste, pues, en una remisión y en un derecho a la crueldad. 44. Es uno de los preceptos de la tabla III: «Die tertiis mundinis partis secano. Si plus minusve secuerunt, se fraude esto» (Al tercer día del mercado córtense partes [del acreedor por el deudor]. Si se corta más o menos [de lo señalado], sea impunemente). Aunque todas las ediciones de Nietzsche dicen «ne fraude esto», el verdadero texto de las doce Tablas es «se(d) fraude esto». 45. Nietzsche se había referido ya a esta misma frase en Humano, demasiado humano, aforismo 50, citando a su autor, Prosper Méri- mée. 6 En esta esfera, es decir, en el derecho de las obligaciones es donde tiene su hogar nativo el mundo de los conceptos morales «culpa» (Schuld), «conciencia», «deber», «santidad del deber», –– su comienzo, al igual que el comienzo de todas las cosas grandes en la tierra, ha estado salpicado profunda y largamente con sangre. ¿Y no sería lícito añadir que, en el fondo, aquel mundo no ha vuelto a perder nunca del todo un cierto olor a sangre y a tortura? (ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo categórico huele a crueldad...). Ha sido también aquí donde por vez primera se forjó aquel siniestro y, tal vez ya indisociable engranaje de las ideas «culpa y sufrimiento». Preguntemos una vez más: ¿en qué medida puede ser el sufrimiento una compensación de «deudas»? En la medida en que hacer––sufrir produce bienestar en sumo grado, en la medida en que el perjudicado cambiaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por un extraordinario contra––goce: el hacer––sufrir, –– una auténtica fiesta, algo que, como hemos dicho, era tanto más estimado cuanto más contradecía al rango y a la posición social del acreedor. Esto lo hemos dicho como una suposición: pues, prescindiendo de que resulta penoso, es difícil llegar a ver el fondo de tales cosas subterráneas; y quien aquí introduce toscamente el concepto de «venganza», más que facilitarse la visión, se la ha ocultado y oscurecido ( –– la venganza misma, en efecto, remite cabalmente al mismo problema: «¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?»). Repugna, me parece, a la delicadeza y más aún a la tartufería de los mansos animales domésticos (quiero decir, de los hombres modernos, quiero decir, de nosotros) el representarse con toda energía que la crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad más antigua, e incluso se halla añadida como ingrediente a casi todas sus alegrías; el imaginarse que por otro lado su imperiosa necesidad de crueldad se presenta como algo muy ingenuo, muy inocente, y que aquella humanidad establece por principio que precisamente la «maldad desinteresada» (o, para decirlo con Spinoza, la sympathia malevolens [simpatía malévola]) es una para decirlo con Spinoza, la sympathia malevolens [simpatía malévola]) es una propiedad normal del hom- bre ––: ¡y, por tanto, algo a lo que la conciencia dice sí de todo corazón! Un ojo más penetrante podría acaso percibir, aun ahora, bastantes cosas de esa antiquísima y hondísima alegría festiva del hombre; en Más allá del bien y del ma146 (y ya antes en Aurora, págs. 17, 68, 102) 47 yo he apuntado, con dedo caute- loso, hacia la espiritualización y «divinización» siempre crecientes de la crueldad, que atraviesan la historia entera de la cultura superior (y tomadas en un importante sentido incluso la constituyen). En todo caso, no hace aún tanto tiempo que no se sabía imaginar bodas principescas ni fiestas populares de gran estilo en que no hubiese ejecuciones, suplicios, o, por ejemplo, un auto de fe, y tampoco una casa noble en que no hubiese seres sobre los que poder descargar sin escrúpulos la propia maldad y las chanzas crueles ( –– re- cuérdese, por ejemplo, a Don Quijote en la corte de la duquesa: hoy leemos el Don Quijote entero con un amargo sabor en la boca, casi con una tortura, pero a su autor y a los contemporáneos del mismo les parece- ríamos con ello muy extraños, muy oscuros, –– con la mejor conciencia ellos lo leían como el más diverti- do de los libros y se reían con él casi hasta morir) 48. Ver––sufrir produce bienestar; hacer––sufrir, más bienestar todavía ––ésta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano–– demasiado humano, que, por lo demás, acaso suscribirían ya los monos; pues se cuenta que, en la invención de extra- ñas crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo, lo «preludian». Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre –– ¡y también en la pena hay mu- chos elementos festivos! –– 46. Véase Más allá del bien y del mal. 47. Véase Aurora, aforismos 18 («La moral del sufrimiento voluntario»), 77 («De los suplicios del alma») y 113 («La aspiración a distinguirse»). 48. Entre los fragmentos inéditos de la primavera-verano de 1877 se encuentra este texto referente a Cervantes: «Los poetas, de acuer- do con su naturaleza, que es cabalmente una naturaleza de artistas, es decir, de hombres raros y excepcionales, no ensalzan siempre lo que merece ser ensalzado por todos los hombres, sino que prefieren lo que justo a ellos, en cuanto artistas, les parece bueno. De igual modo, raras veces son afortunados sus ataques cuando cultivan la sátira. Cervantes habría podido combatir la Inquisición, mas prefirió poner en ridículo a las víctimas de aquélla, es decir, a los herejes e idealistas de toda especie. Tras una vida llena de desventuras y contrariedades, todavía encontró gusto en lanzar un capital ataque literario contra una falsa dirección del gusto de los lectores españo- les; combatió las novelas de caballería. Sin advertirlo, ese ataque se convirtió en sus manos en una ironizacion general de todas las aspiraciones superiores: hizo reír a España entera, incluidos todos los necios, y les hizo imaginar que ellos mismos eran sabios: es una realidad que ningún libro ha hecho reír tanto como el Don Quijote. Con semejante éxito, Cervantes forma parte de la decadencia de la cultura española, es una desgracia nacional. Yo opino que Cervantes despreciaba a los hombres, sin excluirse a sí mismo; ¿o es que no hace otra cosa que divertirse cuando cuenta cómo se gastan bromas al enfermo en la corte del duque? Realmente, ¿no se habría reído incluso del hereje puesto sobre la hoguera? Más aún, ni siquiera le ahorra a su héroe aquel terrible cobrar conciencia de su estado al final de su vida: si no es crueldad, es frialdad, es dureza de corazón lo que le hizo escribir semejante escena final, es desprecio de los lectores, cuyas risas, como él sabía, no quedarían perturbadas por esta conclusión.» 7 –– Con estos pensamientos, dicho sea de pasada, no pretendo en modo alguno ayudar a nuestros pesimistas a llevar agua nueva a sus malsonantes y chirriantes molinos del tedio vital; al contrario, hay que hacer cons- tar expresamente que, en aquella época en que la humanidad no se avergonzaba aún de su crueldad, la vida en la tierra era más jovial que ahora que existen pesimistas. El oscurecimiento del cielo situado sobre el hombre ha aumentado siempre en relación con el acrecentamiento de la vergüenza del hombre ante el hom- bre. La cansada mirada pesimista, la desconfianza respecto al enigma de la vida, el glacial no de la náusea sentida ante la vida –– éstos no son los signos distintivos de las épocas de mayor maldad del género huma- no: antes bien, puesto que son plantas cenagosas, aparecen tan sólo cuando existe la ciénaga a la que perte- necen, –– me refiero a la moralización y al reblandecimiento enfermizos, gracias a los cuales el animal «hombre» acaba por aprender a avergonzarse de todos sus instintos. En el camino hacia el «ángel» (para no emplear aquí una palabra más dura) se ha ido criando el hombre ese estómago estropeado y esa lengua saburrosa causantes de que no sólo se le hayan vuelto repugnantes la alegría y la inocencia del animal, sino que la vida misma se le haya vuelto insípida: –– de modo que a veces el hombre se coloca delante de sí con la nariz tapada y, junto con el Papa Inocencio III, hace, con aire de reprobación, el catálogo de sus repug- nancias («concepción impura, alimentación nauseabunda en el seno materno, mala cualidad de la materia de la que el hombre se desarrolla, hedor asqueroso, secreción de esputos, orina y excrementos») 49. En estos tiempos de ahora en que el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista de los argumentos contra la existencia, como el peor signo de interrogación de ésta, es bueno recordar las épocas en que se juzgaba de manera opuesta, pues no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango, un auténtico cebo que seducía a vivir. Tal vez entonces ––digámoslo para consuelo de los delicados–– el dolor no causase tanto daño como ahora; al menos le será lícito llegar a esta conclusión a un médico que haya tratado a negros (tomando a éstos como representantes del hombre prehistórico––) en casos de graves inflamaciones internas que llevan a las puertas de la desesperación incluso al mejor constituido de los euro- peos; ––a los negros no los llevan a ella. (La curva de la capacidad humana de dolor parece de hecho bajar extraordinariamente y casi de manera repentina tan pronto como dejamos a las espaldas los primeros diez ello. No sería impensable una conciencia de poder de la sociedad en la que a ésta le fuese lícito permitirse el lujo más noble que para ella existe, –– dejar impunes a quienes la han dañado. «¿Qué me importan a mí propiamente mis parásitos?, podría decir entonces, que vivan y que prosperen: ¡soy todavía bastante fuerte para ello!...» La justicia, que comenzó con «todo es pagable, todo tiene que ser pagado», acaba por hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente, –– acaba, como toda cosa buena en la tierra, suprimiéndose a sí misma. Esta autosupresión de la justicia: sabido es con qué hermoso nombre se la denomina –– gracia; ésta continúa siendo, como ya se entiende de suyo, el privilegio del más poderoso, mejor aún, su más––allá del derecho. 11 –– Digamos aquí unas palabras de rechazo contra ciertos ensayos recientemente aparecidos de buscar el origen de la rhoral en un terreno completamente distinto, –– a saber, en el terreno del resentimiento. Antes digamos una cosa al oído de los psicólogos, suponiendo que éstos hayan de sentir placer en estudiar otra vez de cerca el resentimiento: donde mejor florece ahora esa planta es entre anarquistas y antisemitas, de igual manera, por lo demás, a como siempre ha florecido, es decir, en lo oculto, parecida a la violeta, aun- que con distinto perfume. Y dado que de lo semejante tiene que brotar siempre por necesidad lo semejante, no sorprenderá el ver que precisamente de tales círculos vuelven a surgir intentos, aparecidos ya a menudo ––véase antes, pp. 62 y s.––, de santificar la venganza, dándole el nombre de justicia ––como si la justicia fuera sólo, en el fondo, un desarrollo ulterior del sentimiento de estar––ofendido–– y de rehabilitar suple- mentariamente, con la venganza, a los afectos reactivos en general y en su totalidad. De esto último yo sería el último en escandalizarme: incluso me parecería un mérito en orden al problema biológico entero (con respecto al cual se ha infravalorado hasta ahora el valor de tales afectos). Sobre lo único que yo llamo la atención es sobre la circunstancia de que esta nueva nuance [matiz] de equidad científica (a favor del odio, de la envidia, del despecho, de la sospecha, del rencor, de la venganza) brota del espíritu mismo del resentimiento. Esta «equidad científica», en efecto, desaparece en seguida, dejando sitio a acentos de ene- mistad y de recelo mortales, tan pronto como entra en juego un grupo distinto de afectos que, a mi parecer, poseen un valor biológico mucho más alto que los afectos reactivos y que, en consecuencia, merecerían con todo derecho ser estimados y valorados muy alto científicamente: a saber, los afectos auténticamente acti- vos, como la ambición de dominio, el ansia de posesión y semejantes. (E. Dühring 51, Valor de la vida; Curso de filosofía; en el fondo, en todas partes.) Quede dicho esto en contra de esa tendencia en general; mas por lo que se refiere a la tesis particular de Duhring, de que la patria de la justicia hay que buscarla en el terreno del sentimiento reactivo, debemos contraponer a ella, por amor a la verdad, y con brusca inver- sión, esta otra tesis: ¡el último terreno conquistado por el espíritu de la justicia es el terreno del sentimiento reactivo! Cuando de verdad ocurre que el hombre justo es justo incluso con quien le ha perjudicado (y no sólo frío, mesurado, extraño, indiferente: ser––justo es siempre un comportamiento positivo), cuando la elevada, clara, profunda y suave objetividad del ojo justo, del ojo juzgador, no se turba ni siquiera ante el asalto de ofensas, burlas, imputaciones personales, esto constituye una obra de perfección y de suprema maestría en la tierra, –– incluso algo que en ella no debe esperarse si se es inteligente, y en lo cual, en todo caso, no se debe creer con demasiada facilidad. Lo cierto es que, de ordinario, incluso tratándose de perso- nas justísimas, basta ya una pequeña dosis de ataque, de maldad, de insinuación, para que la sangre se les suba a los ojos y la equidad huya de éstos. El hombre activo, el hombre agresivo, asaltador, está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre reactivo; cabalmente él no necesita en modo alguno tasar su objeto de manera falsa y parcial, como hace, como tiene que hacer, el hombre reactivo. Por esto ha sido un hecho en todos los tiempos que el hombre agresivo, por ser el más fuerte, el más valeroso, el más noble, ha poseído también un ojo más libre, una conciencia más buena, y, por el contrario, ya se adivina quién es el que tiene sobre su conciencia la invención de la «mala conciencia», –– ¡el hombre del resentimiento! Para terminar, miremos en torno nuestro a la historia: Len qué esfera ha tenido su patria hasta ahora en la tierra todo el tratamiento del derecho, y también la auténtica necesidad imperiosa de derecho? ¿Acaso en la esfera del hombre reactivo? De ningún modo: antes bien, en la esfera de los activos, fuertes, espontáneos, agresivos. Históricamente considerado, el derecho representa en la tierra –– sea dicho esto para disgusto del mencionado agitador52 (el cual hace una vez una confesión acerca de sí mismo: «La doctrina de la vengan- za ha atravesado todos mis trabajos y mis esfuerzos como el hijo rojo de la justicia») –– la lucha precisa- mente contra los sentimientos reactivos, la guerra contra éstos realizada por poderes activos y agresivos, los cuales empleaban parte de su fortaleza en imponer freno y medida al desbordamiento del pathos reacti- vo y en obligar por la violencia a un compromiso. En todos los lugares donde se ha ejercido justicia, donde se ha mantenido justicia, vemos que un poder más fuerte busca medios para poner fin, entre gentes más débiles, situadas por debajo de él (bien se trate de grupos, bien se trate de individuos), al insensato furor del resentimiento, en parte quitándoles de las manos de la venganza el objeto del resentimiento, en parte colo- cando por su parte, en lugar de la venganza, la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, en parte inventando, proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos, en parte elevando a la categoría de norma cier- tos equivalentes de daños, a los cuales queda remitido desde ese momento, de una vez por todas, el resen- timiento. Pero lo decisivo, lo que la potestad suprema hace e impone contra la prepotencia de los senti- mientos contrarios e imitativos ––lo hace siempre, tan pronto como tiene, de alguna manera, fuerza sufi- ciente para ello––, es el establecimiento de la ley, la declaración imperativa acerca de lo que en general ha de aparecer a sus ojos como permitido, como justo, y lo que debe aparecer como prohibido, como injusto: en la medida en que tal potestad suprema, tras establecer la ley, trata todas las infracciones y arbitrariedades de los individuos o de grupos enteros como delito contra la ley, como rebelión contra la potestad suprema misma, en esa misma medida aparta el sentimiento de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por aquellos delitos, consiguiendo así a la larga lo contrario de lo que quiere toda venganza, la cual lo único que ve, lo único que hace valer, es el punto de vista del perjudicado ––: a partir de ahora el ojo, incluso el ojo del mismo perjudicado (aunque esto es lo último que ocurre, como ya hemos observado), se ejercita en llegar a una apreciación cada vez más impersonal de la acción. –– De acuerdo con esto, sólo a partir del establecimiento de la ley existen lo «justo» y lo «injusto» (y no, como quiere Duhring, a partir del acto de ofensa). Hablar en sí de lo justo y lo injusto es algo que carece de todo sentido; en sí, ofender, violentar, despojar, aniquilar no pueden ser naturalmente «injustos desde el momento en que la vida actúa esencial- mente, es decir, en sus funciones básicas, ofendiendo, violando, despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter. Hay que admitir incluso algo todavía más grave: que, desde el supremo punto de vista biológico, a las situaciones de derecho no les es lícito ser nunca más que situaciones de excepción, que constituyen restricciones parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad como medios particulares: es decir, como medios para crear unidades mayores de poder. Un orden de derecho pensado como algo sobe- rano y general, pensado no como medio en la lucha de complejos de poder, sino como medio contra toda lucha en general, de acuerdo, por ejemplo, con el patrón comunista de Duhring, sería un principio hostil a la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado al porvenir del hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso hacia la nada. –– 51. E. Dühring (1833-1921), filósofo alemán. Dedicado primero al Derecho, fue más tarde profesor en la Universidad de Berlín, pero en 1877 perdió la venia legendi. Nietzsche le tenía por «anarquista», y no le nombra más que para atacarle. Con todo, había estudiado muy detenidamente algunas de sus principales obras. 52. El «mencionado agitador» es, claro está, E. Dühring. La cita que viene a continuación pertenece al libro de éste Sache, Leben und Feinde (Cosa, vida y enemigos), 1882. 12 Todavía una palabra, en este punto, sobre el origen y la finalidad de la pena ––dos problemas que son dis- tintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario se los confunde. ¿Cómo actúan, sin embargo, en este caso los genealogistas de la moral habidos hasta ahora? De modo ingenuo, como siempre ––: descubren en la pena una «finalidad» cualquiera, por ejemplo, la venganza o la intimidación, después colocan despreocu- padamente esa finalidad al comienzo, como causa fiendi [causa productiva] de la pena y –– ya han acaba- do. La «finalidad en el derecho»53 es, sin embargo, lo último que ha de utilizarse para la historia genética de aquél: pues no existe principio más importante para toda especie de ciencia histórica que ese que se ha conquistado con tanto esfuerzo, pero que también debería estar realmente conquistado, –– a saber, que la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto coelo [totalmente] separados entre sí; que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el «sentido» anterior y la «finali- dad» anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya com- prendido la utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de una institución jurídica, de una cos- tumbre social, de un uso político, de una forma determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido aún con ello respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y desagradable a oídos más viejos, –– ya que desde antiguo se había creído que en la finalidad demostrable, en la utilidad de una cosa, de una forma, de una institución, se hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo estaba he- cho para ver, y la mano estaba hecha para agarrar. También se ha imaginado de este modo la pena, como si hubiera sido inventada para castigar. Pero todas las finalidades, todas las utilidacles son sólo indicios de que una voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una «cosa», de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tie- nen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se relevan de un modo meramente casual. El «desarrollo» de una cosa, de un uso, de un órgano es, según esto, cualquier cosa antes que su progressus hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y brevísimo, conseguido con el mínimo gasto de fuerza y de costes, –– sino la sucesión de procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utiliza- das en cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de reac- ción, así como los resultados de contraacciones afortunadas. La forma es fluida, pero el «sentido» lo es todavía más... Incluso en el interior de cada organismo singular las cosas no ocurren de manera distinta: con cada crecimiento esencial del todo cambia también de «sentido» de cada uno de los órganos, –– y a veces la parcial ruina de los mismos, su reducción numérica (por ejemplo, mediante el aniquilamiento de los miembros intermedios), pueden ser un signo de creciente fuerza y perfección. He querido decir que también la parcial inutilización, la atrofia y la degeneración, la pérdida de sentido y conveniencia, en una palabra, la muerte, pertenecen a las condiciones del verdadero progressus: el cual aparece siempre en for- ma de una voluntad y de un camino hacia un poder más grande, y se impone siempre a costa de innumera- bles poderes más pequeños. La grandeza de un «progreso» se mide, pues, por la masa de todo lo que hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una única y más fuerte espe- cie hombre –– eso sería un progreso... –– Destaco tanto más este punto de vista capital de la metódica histórica cuanto que, en el fondo, se opone al instinto y al gusto de época hoy dominantes, los cuales prefe- rirían pactar incluso con la casualidad absoluta, más aún, con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que con la teoría de una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer. La idiosincrasia de- mocrática opuesta a todo lo que domina y quiere dominar, el moderno misarquismo54 (por formar una mala palabra para una mala cosa), de tal manera se han ido poco a poco transformando y enmascarando en lo espiritual, en lo más espiritual, que hoy ya penetran, y les es lícito penetrar, paso a paso en las ciencias más rigurosas, más aparentemente objetivas; a mí me parece que se han enseñoreado ya incluso de toda la fisio- logía y de toda la doctrina de la vida, para daño de las mismas, como ya se entiende, pues les han escamo- teado un concepto básico, el de la auténtica actividad. En cambio bajo la presión de aquella idiosincrasia se coloca en el primer plano la «adaptación», es decir, una actividad de segundo rango, una mera reactividad, más aún, se ha definido la vida misma como una adaptación interna, cada vez más apropiada, a circunstan- cias externas (Herbert Spencer). Pero con ello se desconoce la esencia de la vida, su voluntad de poder; con ello se pasa por alto la supremacía de principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las cuales viene luego la «adaptación»; con ello se niega en el organismo mismo el papel dominador de los supremos funciona- rios, en los que la voluntad de vida aparece activa y conformadora. Recuérdese lo que Huxley reprochó a Spencer –– su «nihilismo administrativo»; pero se trata de algo más que de «administrar»... 53. Sin nombrarlo, Nietzsche alude aquí a la obra de Rudolf von Ihering (1818-1892) Der Zweck im Recht (La finalidad en el Derecho). Esta obra se fue publicando entre los años 1877-1883, y quedó incompleta. 54. Misarquismo, de µισέω, odiar, y άρχω, mandar, significa: odio a todo Gobierno. 13 –– Así, pues, para volver al asunto, es decir, a la pena, hay que distinguir en ella dos cosas: por un lado, lo relativamente duradero en la pena, el uso, el acto, el «drama», una cierta secuencia rigurosa de procedi- mientos; por otro lado, lo fluido en ella, el sentido, la finalidad, la expectativa vinculados a la ejecución de tales procedimientos. Nosotros presuponemos aquí sin más, per analogiam [por analogía], de acuerdo con el punto de vista capital de la metódica histórica que acabamos de exponer, que el procedimiento mismo será algo más viejo, algo más antiguo que su utilización para la pena, que esta última ha sido introducida posteriormente en la interpretación de aquél (el cual existía ya desde mucho antes, pero era usado en un sentido distinto), en suma, que las cosas no son como hasta ahora han venido admitiendo nuestros ingenuos genealogistas de la moral y del derecho, todos los cuales se imaginaban que el procedimiento había sido inventado para la finalidad de la pena, de igual modo que antes se imaginaba que la mano había sido inven- tada para la finalidad de agarrar. En lo que se refiere ahora al segundo elemento de la pena, al elemento fluido, a su «sentido», ocurre que, en un estado muy tardío de la cultura (por ejemplo, en la Europa actual), el concepto de «pena» no presenta ya de hecho un sentido único, sino toda una síntesis de «sentidos»: la anterior historia de la pena en general, la historia de su utilización para las más distintas finalidades, acaba por cristalizar en una especie de unidad que es difícil de disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del todo indefinible. (Hoy es imposible decir con precisión por qué se imponen propiamente penas: todos los conceptos en que se condensa semióticamente un proceso entero escapan a la definición; sólo es definible aquello que no tiene historia.) En un estadio anterior, en cambio, aquella síntesis de «sentidos» aparece más soluble y, también, más trastrocable; todavía se puede percibir cómo los elementos de la sínte- sis modifican su valencia y, por tanto, su orden para cada caso particular, de tal modo que unas veces es un elemento, y otras veces otro distinto el que destaca y domina a costa de los otros, más aún, a veces un único elemento (por ejemplo, la finalidad de intimidar) parece eliminar todos los demás. Para dar al menos una idea de cuán inseguro, cuán sobreañadido, cuán accidental es «el sentido» de la pena, y cómo un mismo e chez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere «domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa ––este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la «mala conciencia». Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había apa- recido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divi- nos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente im- previsible, –– un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Des- de entonces el hombre cuenta entre las más inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito, llámese Zeus o Azar, –– despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa... 60. Nietzsche alude sin duda al fragmento 52 de Heráclito, que dice: «El eón, niño es que juega con chinitas sobre ese reino del niño que es el tablero.» 17 Entre los presupuestos de esta hipótesis sobre el origen de la mala conciencia se cuenta, en primer lugar, el hecho de que aquella modificación no fue ni gradual ni voluntaria y que no se presentó como un crecimien- to orgánico en el interior de nuevas condiciones, sino como una ruptura, un salto, una coacción, una inevi- table fatalidad, contra la cual no hubo lucha y ni siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar, el hecho de que la inserción de una población no sujeta hasta entonces a formas ni a inhibiciones en una forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue llevada hasta su final exclusivamente con puros actos de violencia, –– que el «Estado» más antiguo apareció, en consecuencia, como una horrible tiranía, como una maquinaria trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando de ese modo hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no sólo acabó por quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma. He utilizado la palabra «Estado»: ya se entiende a quién me refiero –– una horda cualquiera de ru- bios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una población tal vez tre- mendamente superior en número, pero todavía informe, todavía errabunda. Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el «Estado»: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un «contrato». Quien puede mandar, quien por naturaleza es «señor», quien aparece despótico en obras y ges- tos ––¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta, llegan igual que el destino, sin mo- tivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado «distintos» para ser ni siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear– –formas, imprimir––formas, son los artistas más involuntarios, más inconscientes que existen: –– en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida, en la que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un «sentido» en orden al todo. Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es consideración; en ellos impera aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con ojos de bronce y que de antemano se siente justificado, por toda la eternidad, en la «obra», lo mismo que la madre en su hijo. No es en ellos en donde ha nacido la «mala conciencia», esto ya se entiende de antemano –– pero esa fea planta no habría nacido sin ellos, estaría ausente si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos, de su violencia de artistas, un ingente quantum de libertad fue arrojado del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, y, por así decirlo, se volvió latente. Ese instinto de la libertad, vuelto latente a la fuerza ––ya lo hemos comprendido––, ese instinto de la libertad reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su inicio, la mala conciencia. 18 Guardémonos de tener en poco todo este fenómeno por el simple hecho de que de antemano sea feo y dolo- roso. En efecto, esa fuerza que actúa de modo grandioso en aquellos artistas de la violencia y en aquellos organizadores, esa fuerza constructora de Estados, es, en efecto, la misma que aquí, más interior, más pe- queña, más empequeñecida, reorientada hacia atrás, en el «laberinto del pecho»`, para decirlo con palabras de Goethe, se crea la mala conciencia y construye ideales negativos, es cabalmente aquel instinto de la libertad (dicho con mi vocabulario: la voluntad de poder): sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza con formadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero, animalesco, viejo yo ––y no, como en aquel fenómeno más grande y más llamativo, el otro hombre, los otros hombres. Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este placer de darse forma a sí mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contra dicción, un desprecio, un no, este siniestro y horrendamente voluptuoso trabajo de un alma volunta- riamente escindida consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacersufrir 62, toda esta activa «mala conciencia» ha acabado por producir también ––ya se lo adivina––, cual auténtico seno materno de aconte- cimientos ideales e imaginarios, una profusión de belleza y de afirmación nuevas y sorprendentes, y quizá ella sea la que por vez primera ha creado la belleza... ¿Pues qué cosa sería bella si la contradicción no hu- biese cobrado antes conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo: «Yo soy feo»?... Al menos, tras esta indicación resultará menos enigmático el enigma de hasta qué punto puede estar insinuado un ideal, una belleza, en conceptos contradictorios como desinterés, autonegación, sacrificio de sí mismo; y una cosa se sabrá de ahora en adelante, no tengo duda de ello ––, a saber, de qué especie es, desde el comienzo, el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí mismo: ese placer pertenece a la crueldad. –– Con esto basta, provisionalmente, en lo que se refiere a la procedencia de lo «no egoísta» en cuanto valor moral y a la delimitación del terreno de que este valor ha brotado: sólo la mala conciencia, sólo la voluntad de maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de lo no––egoísta. –– 61. Verso perteneciente a la última estrofa de la conocida poesía de Goethe An den Mond [A la luna]: «Was, von Menschen nicht gewusst Oder nicht bedacht, Durch das Labyrinth der Brust wandelt in der Nacht.» [Aquello que, por los hombres no sabido o no pensado, por el laberinto del pecho camina en la noche.] 62. Véase antes nota 45. 19 Es una enfermedad la mala conciencia, no hay duda, pero una enfermedad como lo es el embarazo. Bus- quemos las condiciones en que esta enfermedad ha llegado a su cumbre mas terrible y sublime: ––veremos qué es lo que con esto ha entrado propiamente en el mundo. Mas para ello se necesita tener una respiración amplia, ––y, por lo pronto, hemos de volver de nuevo a un anterior punto de vista. La relación de derecho privado entre el deudor y su acreedor, de la que ya hemos hablado largamente, ha sido introducida una vez más, y ello de una manera que históricamente resulta muy extraña y problemática, en la interpretación de una relación en la cual acaso sea donde más incomprensible nos resulta a nosotros los hombres modernos; a saber, en la relación de los hombres actuales con sus antepasados. Dentro de la originaria comunidad de estirpe ––hablo de los tiempos primitivos–– la generación viviente reconoce siempre, con respecto a la generación anterior y, en especial, con respecto a la más antigua, a la fundadora de la estirpe, una obli- gación jurídica (y no, en modo alguno, una simple vinculación afectiva: hay incluso razón para negar que esta última existiese en absoluto durante el más largo período de la especie humana). Reina aquí el conven- cimiento de que la estirpe subsiste gracias tan sólo a los sacrificios y a las obras de los antepasados, –– y que esto hay que pagárselo con sacrificios y con obras: se reconoce así una deuda (Schuld), la cual crece constantemente por el hecho de que esos antepasados, que sobreviven como espíritus poderosos, no dejan de conceder a la estirpe nuevas ventajas y nuevos préstamos salidos de su fuerza. ¿Gratuitamente tal vez? No existe ninguna «gratuidad» para aquellas épocas toscas y «pobres de alma». ¿Qué se puede dar como reintegro a los antepasados? Sacrificios (inicialmente para la alimentación, entendida en el sentido más tosco), fiestas, capillas, homenajes y, sobre todo, obediencia ––pues todos los usos son también, en cuanto obras de los antepasados, preceptos y órdenes de aquéllos––: ¿se les da alguna vez bastante? Esta sospecha permanece y se acrecienta: de tiempo en tiempo impone un gran rescate global, una urgente indemnización al «acreedor» (el tristemente célebre sacrificio del primogénito, por ejemplo, sangre, en todo caso sangre humana). El temor al antepasado y a su poder, la conciencia de tener deudas con él crece por necesidad, según esta especie de lógica, en la exacta medida en que crece el poder de la estirpe misma, en la exacta medida en que ésta es cada vez más victoriosa, más independiente, más venerada, más temida. ¡Y no al revés! Todo paso hacia la atrofia de la estirpe, todas las eventualidades desastrosas, todos los indicios de degeneración, de inminente ruina, hacen disminuir siempre, por el contrario, el temor al espíritu de su fun- dador y proporcionan una idea cada vez más pequeña de su inteligencia, de su previsión y de la presencia de su poder. Imaginemos que esta tosca especie de lógica ha llegado hasta su final: entonces los antepasa- dos de las estirpes más poderosas tienen que acabar asumiendo necesariamente, gracias a la fantasía propia del creciente temor, proporciones gigantescas y replegarse hasta la oscuridad de una temerosidad e irrepre- sentabilidad divinas: –– el antepasado acaba necesariamente por ser transfigurado en un dios. ¡Tal vez esté aquí incluso el origen de los dioses, es decir, un origen por temor!... Y si a alguien le pareciese necesario añadir: «¡pero también por piedad!», difícilmente podría tener razón en lo que respecta al período más largo de la especie humana, a su época primigenia. En cambio, tanto más la tendría, sin duda, con respecto a la época media, en la que se forman las estirpes nobles: –– éstas, de hecho, han reintegrado a sus fundadores, a los antepasados (héroes, dioses), con sus intereses correspondientes, todas las cualidades que entre tanto se habían manifestado en ellas mismas, las cualidades nobles. Más tarde echaremos todavía un vistazo al ennoblecimiento y a la aristocratización de los dioses (cosa que no significa, en modo alguno, su «santifi- cación»): ahora bástenos con llevar provisionalmente a su término el curso de toda esta evolución de la conciencia de culpa. 20 La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas con la divinidad no se extinguió ni siquiera tras el ocaso de la forma organizativa de la «comunidad» basada en el parentesco de sangre; de igual manera que la humanidad ha heredado los conceptos «bueno y malo» de la aristocracia de estirpe (junto con la básica tendencia psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también, con la herencia de las divini- dades de la estirpe y de la tribu, la herencia del peso de deudas no pagadas todavía y del deseo de reinte- grarlas. (La transición la forman aquellas vastas poblaciones de esclavos y de siervos de la gleba que, bien por coacción, bien por servilismo y mimicry [mimetismo], se adaptaron al culto de los dioses de sus seño- res: a partir de ellas esta herencia se desparrama luego en todas direcciones.) El sentimiento de tener una deuda con la divinidad no ha dejado de crecer durante muchos milenios, haciéndolo en la misma propor- ción en que en la tierra crecían y se elevaban a las alturas el concepto de Dios y el sentimiento de Dios. (La historia entera de las luchas, victorias, conciliaciones, fusiones étnicas, todo lo que antecede a la definitiva jerarquización de todos los elementos populares en cada gran síntesis racial, se refleja en el caos de las genealogías de sus dioses, en las leyendas de las luchas, victorias y conciliaciones de éstos; la marcha hacia imperios universales es siempre también la marcha hacia divinidades universales, el despotismo, con sus avasallamientos de la aristocracia independiente, abre el camino siempre también a alguna especie de mo- noteísmo.) El advenimiento del Dios cristiano, que es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto hayamos iniciado el movimiento inverso, sería lícito deducir, con no pequeña probabilidad, de la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se da una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no hay que rechazar la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda inocencia (Unschuld) se hallan ligados entre sí. –– 63. Inocencia = Unschuld, es decir, «no tener deudas». Como se ha hecho tanta literatura arbitraria acerca de que el «ateísmo es una especie de segunda inocencia», conviene retornar de vez en cuando al sentido primario que esta frase tiene en Nietzsche. Véase también, antes, nota 40. 21 Esto es lo que provisionalmente hay que decir, con brevedad y a grandes rasgos, sobre la conexión de los conceptos «culpa», «deber», con presupuestos religiosos: de propósito he dejado de lado hasta ahora la auténtica moralización de tales conceptos (el repliegue de los mismos a la conciencia, o, más precisamente, el entrelazamiento de la mala conciencia con el concepto de Dios), e incluso he hablado, al final del núme- ro anterior, como si no existiese en absoluto tal moralización, y, por tanto, como si estos conceptos tuvieran que quedar necesariamente eliminados ahora que ha desaparecido su presupuesto, la fe en nuestro «acree- dor», en Dios. La realidad difiere de esto de una manera terrible. Con la moralización de los conceptos de culpa y de deber, con su repliegue a la mala conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo de invertir la di- rección del desarrollo que acabamos de describir o, al menos, de detener su movimiento: ahora debe cerrar- se de un modo pesimista, de una vez por todas, justo la perspectiva de un rescate definitivo, ahora la mirada 66. Sobre la gran salud véase La gaya ciencia, aforismo 382. Nietzsche considera que la «gran salud» es el presupuesto fisiológico del superhombre. 25 –– Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Basta! ¡Basta! En este punto sólo una cosa me conviene, callar: de lo contra- rio atentaría contra algo que únicamente le está permitido a uno más joven, a uno más «futuro», a uno más fuerte que yo, ––lo que únicamente le está permitido a Zaratustra, a Zaratustra el ateo... Tratado Tercero ¿Qué significan los ideales ascéticos? Despreocupados, irónicos, violentos ––así nos quiere la sabiduría: es una mujer, ama siempre únicamente a un guerrero... Así habló Zaratustra67 1 ¿Qué significan los ideales ascéticos? –– Entre artistas, nada o demasiadas cosas diferentes; entre filósofos y personas doctas, algo así como un olfato y un instinto para percibir las condiciones más favorables de una espiritualidad elevada; entre mujeres, en el mejor de los casos, una amabilidad más de la seducción, un poco de morbidezza [morbidez] sobre una carne hermosa, la angelicidad de un bello animal grueso; entre gentes fisiológicamente lisiadas y destempladas (la mayoría de los mortales), un intento de encontrarse «demasiado buenas» para este mundo, una forma sagrada de desenfreno, su principal recurso en la lucha contra el lento dolor y contra el aburrimiento; entre sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instru- mento de poder, y también la «suprema» autorización para el mismo; finalmente, entre santos, un pretexto para el letargo invernal, su novissima gloriae cupido [novísima avidez de gloria], su descanso en la nada («Dios»), su forma peculiar de locura. Ahora bien, en el hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas para el hombre se expresa la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui [ho- rror al vacío]: esa voluntad necesita una meta –– y prefiere querer la nada a no querer. –– ¿Se me entien- de?... ¿Se me ha entendido?... «¡De ninguna manera, señor!» –– Comencemos, pues, desde el principio. 67. Véase Así habló Zaratustra. No se olvide lo que Nietzsche mismo dice antes en el prólogo, a saber, que todo este tratado es una «interpretación» de este aforismo. 2 ¿Qué significan los ideales ascéticos? –– O para tomar un solo caso con respecto al cual se me ha consulta- do con bastante frecuencia, ¿qué significa, por ejemplo, el que un artista como Richard Wagner rinda homenaje a la castidad en los días de su vejez? Es verdad que, en cierto sentido, eso lo hizo siempre; pero sólo en el último momento lo hizo en un sentido ascético. ¿Qué significa esa modificación del «sentido», ese radical cambio de sentido? ––pues fue un cambio, y con él Wagner dio directamente el salto a su antíte- sis. ¿Qué significa que un artista dé el salto a su antítesis?... Supuesto que queramos detenernos un poco en esta cuestión, nos viene aquí en seguida el recuerdo de la época más buena, más fuerte, más jubilosa, más valerosa que hubo tal vez en la vida de Wagner: fue cuando el pensamiento de las bodas de Lutero le ocu- paba de una manera íntima y profunda. ¿Quién sabe de qué azares ha dependido propiamente el que noso- tros tengamos hoy, en lugar de aquellá música nupcial, Los maestros cantores? ¿Y cuánto de aquélla sigue quizá resonando todavía en éstos? Pero no hay ninguna duda de que, aun en esas Bodas de Lutero, se habría tratado de un elogio de la castidad. También, de todos modos, de un elogio de la sensualidad: –– y justo así me parecería bien, justo así habría sido ello también «wagneriano». Pues entre castidad y sensualidad no se da una antítesis necesaria; todo buen matrimonio, toda auténtica relación amorosa de corazón está por en- cima de esa antítesis. A mi parecer, Wagner habría hecho bien en llevar de nuevo al ánimo de sus alemanes esta agradable realidad, con ayuda de una graciosa y atrevida comedia sobre Lutero, pues hay y ha habido siempre entre los alemanes muchos calumniadores de la sensualidad; y acaso el mérito de Lutero en ningu- na otra cosa fue más grande que en haber tenido cabalmente el valor de su sensualidad (––entonces se la llamaba, con bastante delicadeza, «libertad evangélica...»). Pero aun en el caso de que exista realmente esa antítesis entre castidad y sensualidad, no es necesario, por fortuna, que sea ya una antítesis trágica. Esto debería valer al menos de todos los mortales dotados de mejor constitución, dotados de mejores ánimos, los cuales están lejos de contar sin más, entre las razones contrarias a la existencia, su lábil equilibrio entre «la bestia y el ángel», ––los más sutiles y los más lúcidos, como Goethe, como Hafis 68, han visto incluso en esto un atractivo más de la vida. Precisamente tales «contradicciones» tientan seductoramente a existir... Por otro lado, resulta manifiesto que cuando los cerdos lisiados son llevados a adorar la castidad ––¡y tales cerdos existen!–– ven y adoran en ella sólo su antítesis, la antítesis del cerdo lisiado ––¡oh, es fácil imagi- nar con qué trágico gruñido y fervor lo hacen!––, aquella penosa y superflua antítesis que Richard Wagner, al final de su vida, quiso, sin ninguna duda, poner todavía en música y llevar a la escena. Mas ¿con qué fi- nalidad? es lícito y justo preguntar69. Pues ¿qué le importaban a él los cerdos, qué nos importan a nosotros? –– 68. Hafis, «El que sabe de memoria el Corán», poeta persa, hacia 1319-1390, autor del Diván, y uno de los inspiradores del Diván de Occidente y Oriente, de Goethe; muy conocido a través de éste en Alemania. También se ha dicho que es uno de los inspiradores de Nietzsche en lo referente al eterno retorno. 69. En Nietzsche contra Wagner, en el capítulo titulado «Wagner como apóstol de la castidad», se repite con ligeras variantes la segunda parte de este número (desde «Pues entre castidad y sensualidad...»). 3 Es cierto que aquí no podemos eludir esta otra pregunta: ¿qué le importaba a él en realidad aquella varonil (ay, tan poco varonil) «candidez campesina», aquel pobre diablo, aquel agreste muchacho llamado Parsifal, al que acabó por hacer católico con medios tan pérfidos? ––¿cómo?, ¿fue tomado en serio en absoluto el tal Parsifal? Se podría, en efecto, estar tentado a suponer lo contrario, e incluso a desearlo, ––que el Parsifal wagneriano estuviese tomado en broma, como epílogo y como drama satírico, por así decirlo, con el cual el Wagner trágico habría querido despedirse de nosotros, también de sí mismo, y ante todo de la tragedia, de una manera realmente conveniente y digna de él, a saber, con un exceso de suprema y traviesísima parodia de lo trágico, parodia de toda la espantosa seriedad y desolación terrenas de otro tiempo, parodia de la forma más grosera finalmente superada, que hay en la antinaturaleza del ideal ascético. Como he dicho, esto hubiera sido cabalmente digno de un gran trágico; el cual, como todo artista, alcanza la última cumbre de su grandeza tan sólo cuando sabe verse a sí mismo y a su arte por debajo de sí, cuando sabe reírse de sí. ¿Es el «Parsifal» de Wagner su secreto reírse, por superioridad, de sí mismo, el triunfo de su última, su- prema, conquistada libertad de artista, de su más––allá del artista? Quisiéramos desearlo, como ya he di- cho: pues ¿qué sería el Parsifal tomado en serio? ¿Es realmente necesario ver en él (como se ha dicho en contra mía) «el engendro de un enloquecido odio contra el conocimiento, el espíritu y la sensualidad»? ¿Una maldición lanzada contra los sentidos y contra el espíritu en un único odio y un único aliento? ¿Una apostasía y una conversión a los ideales cristianamente morbosos y oscurantistas? ¿Y, en fin, incluso un negarse––a––s햖mismo, un borrarse––a––s햖mismo por parte de un artista que hasta ese instante había pretendido, con todo el poder de su voluntad, lo contrario, es decir, la suprema espiritualización y sensuali- zación de su arte? Y no sólo de su arte: también de su vida. Recuérdese el entusiasmo con que, en su tiem- po, siguió Wagner las huellas del filósofo Feuerbach 70: en los años treinta y cuarenta la frase de Feuerbach acerca de la «sana sensualidad» resonó para Wagner, igual que para muchos alemanes (se llamaban a sí mismos los «jóvenes alemanes»), como una palabra de redención. ¿Acabó Wagner por cambiar de doctrina sobre esto? Pues al menos parece que acabó por querer enseñar lo opuesto....71 Y no sólo con las trompetas de Parsifal, desde lo alto del escenario: ––en la turbia actividad literaria de sus últimos años, tan poco libre como desconcertada, hay cien pasajes en los que se delatan un secreto deseo y una secreta voluntad, una acobardada, insegura, inconfesada voluntad de predicar propiamente la vuelta atrás, la conversión, la nega- ción, el cristianismo, la Edad Media, y de decir a sus discípulos: «¡Todo esto no es nada! ¡Buscad la salva- ción en otra parte!» Incluso en una ocasión es invocada la «sangre del Redentor. ..»72. 70. L. Feuerbach (1804-1872), uno de los primeros pensadores en que se manifiesta la tendencia materialista alemana del siglo XIX. Sus principales contribuciones corresponden al campo de la filosofía de la religión, que él interpreta como «sueño del espíritu huma- no». Su influencia sobre Wagner fue decisiva para éste (no se olvide que el importante escrito wagneriano La obra de arte del futuro está dedicado a Feuerbach). A esta influencia, que afirmaba la fuerza y la sensualidad vitales, se contrapuso más tarde el influjo de Schopenhauer, negador de aquéllas. 71. También este párrafo, desde el comienzo hasta aquí, se repite con ligeras variantes en Nietzsche contra Wagner. Véase antes nota 69. 72. Aparte de las innumerables referencias a la «santa sangre» y a la «sangre del Salvador», que aparecen en la ópera Parsifal, así como en otros escritos de Wagner, este mismo había hablado personalmente del tema a Nietzsche durante la última conversación mantenida por ellos en Sorrento, en el otoño de 1876. He aquí cómo se refiere Nietzsche a la misma: «Él [Wagner] comenzó a hablar de la ‘sangre del Salvador’, más aún, estuvo toda una hora confesándome los encantos que él conseguía encontrar en la Cena...» 4 Permítaseme expresar mi opinión en un caso como éste, que encierra muchas cosas penosas ––y se trata de un caso típico––: sin duda lo mejor que puede hacerse es separar hasta tal punto al artista de su obra que no se le tome a aquél con igual seriedad que a ésta. En última instancia él es tan sólo la condición preliminar de su obra, el seno materno, el terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece aquélla, –– y por esto es, en la mayor parte de los casos, algo que se debe olvidar si se quiere gozar de la obra mis- ma. El indagar la procedencia de una obra interesa a los fisiólogos y vivisectores del espíritu: ¡nunca y en ningún caso a los estetas, a los artistas! Al que creó y plasmó el Parsifal no se le excusó el trabajo de un profundo, radical e incluso terrible revivir y descender a los contrastes anímicos medievales, un hostil apartamiento de toda elevación, rigor y disciplina del espíritu, una especie de perversidad intelectual (si se me permite la expresión), de igual manera que tampoco a una mujer encinta se le ahorran los ascos y antojos del embarazo: cosas éstas que, como se ha dicho, hay que olvidar para gozar del hijo. Debemós guardarnos de la confusión en que por contiguity [contigüidad] psicológica, para decirlo igual que los ingleses, muy fácilmente cae un artista: la de creer que él mismo es aquello que él puede representar, concebir, expresar. En realidad ocurre que, si él lo fuera, no lo podría en absoluto representar, concebir, expresar; Homero no habría creado a Aquiles ni Goethe habría creado a Fausto, si el primero hubiera sido Aquiles, y el segundo, Fausto73. Un artista perfecto y total está apartado, por toda la eternidad, de lo «real», de lo efectivo; se comprende, por otra parte, que a veces pueda sentirse cansado hasta la desesperación de esa eterna «irrealidad» y falsedad de su más íntimo existir, ––y que entonces haga el intento de irrumpir de golpe en lo que justo a él más prohibido le está, en lo real, que haga el intento de ser real. ¿Con qué resultado? Se lo habrá adivinado... Es ésta la veleidad típica del artista: la misma veleidad a la que también sucumbió el viejo Wagner y que tuvo que expiar a un precio tan alto y de un modo tan funesto (––a causa de ella perdió la parte más valiosa de sus amigos). Pero en última instancia, aun prescindiendo totalmente de esa veleidad, ¿quién podría en absoluto no desear, por amor al mismo Wagner, que se hubiera despedido de nosotros y de su arte de otro modo, no con un Parsifal, sino de una manera más victoriosa, más segura de sí, más wagneriana ––de una manera menos desconcertante, menos ambigua en lo referente a todo su querer, menos schopenhaueriana, menos nihilista?... 73. Véase Humano, demasiado humano, aforismo 211 («Aquiles y Homero»). 5 –– ¿Qué significan, pues, los ideales ascéticos? En el caso de un artista, ya lo hemos comprendido: ¡absolu- tamente nada!... ¡O tantas cosas distintas, que es lo mismo que absolutamente nada!... Eliminemos por de pronto a los artistas: ¡no tienen, ni de lejos, suficiente independencia en el mundo y contra el mundo como para que sus apreciaciones de valor ylos cambios de éstas mereciesen interés en sí! Los artistas han sido en todas las épocas los ayudas de cámara de una moral, o de una filosofía, o de una religión 74; prescindiendo totalmente, por otro lado, del hecho de que, por desgracia, han sido muy a menudo los demasiado malea- bles cortesanos de sus seguidores y mecenas, así como perspicaces aduladores de poderes antiguos o de poderes nuevos y ascendentes. Cuando menos, siempre tienen necesidad de una defensa protectora, de un apoyo, de una autoridad ya asentada: los artistas no se sostienen nunca de por sí, el estar solos va en contra de sus instintos más hondos. Así, por ejemplo, Richard Wagner, «cuando hubo llegado el tiempo», tomó al filósofo Schopenhauer como jefe de fila y como defensa protectora: –– ¿quién podría considerar imagi- nable siquiera que Wagner habría tenido valor para defender un ideal ascético sin el sostén que le ofrecía la filosofía de Schopenhauer, sin la autoridad de Schopenhauer, la cual había adquirido preponderancia en Europa en los años setenta? (y aquí no consideramos todavía la cuestión de sí, en la Nueva Alemania, habría sido posible en absoluto un artista sin la leche de una disposición de ánimo devota, devota del Reich)75. –– Y con esto hemos llegado a la cuestión más seria: ¿qué significa que rinda homenaje al ideal ascético un verdadero filósofo, un espíritu realmente asentado en sí mismo como Schopenhauer, un hombre y un caballero de broncínea mirada, que tiene el valor de ser él mismo, que sabe estar solo y no espera a jefes de fila ni a indicaciones venidas de arriba? –– Examinemos aquí en seguida la notable y, para cierta especie de hombres, incluso fascinante posición de Schopenhauer respecto al arte; pues, evidentemente, fue sobre todo a causa de ésta por lo que Richard Wagner se pasó a Schopenhauer (persuadido a ello por un poeta, como es sabido, por Herwegh) 76, y esto hasta el punto de que surgió una completa contradicción teórica entre su anterior y su posterior fe estética, ––la primera expresada, por ejemplo, en ópera y drama, y la última, en los escritos que publicó a partir de 1870. En especial, y esto es lo que tal vez más sorprende, Wagner modifica sin la más mínima consideración, a partir de ahora, su juicio sobre el valor y la posición de la música misma: ¡qué le importaba el que hasta entonces hubiese hecho de ella un medio, un medium, una «mujer», que para florecer necesitaba absolutamente de una finalidad, de un hombre ––es decir, del drama! De un golpe comprendió que se podía hacer más in majorem musicae gloriara77 [para mayor gloria de la música] con la teoría y la innovación de Schopenhauer, –– es decir, con la soberanía de la música, tal como éste la entendía: la música situada aparte frente a todas las demás artes, la música como el arte inde- pendiente en sí, no ofreciendo, como aquéllas, reproducciones de la fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje de la voluntad misma, brotando directamente del «abismo», como a revelación más propia, más Sócrates se casó ironice [por ironía], justamente para demostrar está tesis. Todo filósofo diría lo mismo que dijo Buda en una ocasión, cuando le anunciaron el nacimiento de un hijo 83. «Me ha nacido Ráhula, una cadena ha sido forjada para mí» (Ráhula significa aquí «un pequeño demonio»); a todo «espíritu libre» tendría que llegarle una hora de reflexión, suponiendo que haya tenido antes una hora vacía de pensamien- tos, como le llegó en otro tiempo al mismo Buda ––«estrecha y oprimida, pensaba para sí, es la vida en la casa, un lugar de impureza; la libertad está en abandonar la casa»: «tan pronto como pensó esto abandonó la casa». En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia la independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres deci- didos que un día dijeron no a toda sujeción y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando por supues- to que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un espíritu fuerte. ¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? Mi respuesta ––hace tiempo que se la habrá adivinado–– es: al contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad, –– con ello no niega «la existencia», antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su existencia, y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fiat philosophia fiat philosophus, fiam!.. [perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.] 83. La fuente de Nietzsche es en este caso el libro de H. Oldenberg, Buddha. Sein Leben, seine Lehre, seine Gemeinde [Buda. Su vida, su doctrina, su comunidad], Berlín, 1881, que él tenía en su biblioteca. 8 ¡Ya se ve que estos filósofos no son testigos y jueces incorruptos del valor del ideal ascético! Piensan en sí mismos, –– ¡qué les importa a ellos «el santo»! Piensan en lo que precisamente a ellos les resulta lo más indispensable: estar libres de coerción, perturbación, ruido, de negocios, deberes, preocupaciones; lucidez en la cabeza; danza, salto y vuelo de los pensamientos, un aire puro, claro, libre, seco, como lo es el aire de las alturas, en el que todo ser animal se vuelve más espiritual y le brotan alas; tranquilidad en todos los subterráneos; todos los perros bien atados a la cadena; ningún ladrido de enemistad y de hirsuto rencor; ningún roedor gusano de ambición ofendida; vísceras modestas y sumisas, diligentes cual ruedas de moli- no, pero lejanas; el corazón, extraño, en el más allá, futuro, póstumo, –– en definitiva, al pensar en el ideal ascético los filósofos piensan en el jovial ascetismo de un animal divinizado y al que le han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida, vuela sobre ella. Es sabido cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza, humildad, castidad; y ahora mírese de cerca la vida de todos los espíritus grandes, fecundos, inventivos, –– siempre se volverá a encontrar en ella, hasta cierto grado, esas tres cosas. En modo alguno, ya se entiende, como si fueran acaso sus «virtudes» ––¡qué tiene que ver con virtudes esa especie de hombres!––, sino como las condiciones más propias y más naturales de su existencia óptima, de su más bella fecundidad. Aquí es del todo posible, desde luego, que su espiritualidad dominante haya tenido que poner freno por lo pronto a un indomable y excitable orgullo o a una traviesa sensualidad, o que a aquélla le haya costado bastante mantener en pie su voluntad de «desierto», acaso frente a una inclinación al lujo y a lo más rebuscado, y asimismo frente a una pródiga liberalidad de corazón y de mano. Pero aquella espiri- tualidad lo hizo, justamente en cuanto era el instinto dominante que imponía sus exigencias a todos los demás instintos ––y lo continúa haciendo; si no lo hiciera, no dominaría, en efecto. Nada, pues, hay aquí de «virtud». Por lo demás, el «desierto» de que acabo de hablar, al que se retiran y en el que se aíslan los espí- ritus fuertes, de naturaleza independiente –– ¡oh, qué aspecto tan distinto ofrece del desierto con que sue- ñan los doctos! ––a veces, en efecto, estos mismos, esos doctos son el desierto. Y lo seguro es que ninguno de los comediantes del espíritu resistió en absoluto en él, –– ¡para ellos no es bastante romántico, bastante sirio, no es bastante desierto de teatro! De todos modos, tampoco en él faltan camellos: pero a esto se redu- ce toda la semejanza. Una oscuridad arbitraria, tal vez; un evitarse a sí mismo; una esquivez frente al ruido, la veneración, el periódico, la influencia; un pequeño oficio, una vida corriente, algo que, más bien que sacar a la luz, oculte; un tratar de vez en cuando con inofensivos y alegres animales y pájaros, cuya visión recrea; como compañía, una montaña, pero no muerta, sino una montaña con ojos (es decir, con lagos); y aun a veces un cuarto en una fonda abierta a todo el mundo, abarrotada, en la que uno está seguro de ser confundido con otro y en la que puede hablar impunemente con cualquiera, –– esto es aquí «desierto»: ¡oh, es bastante solitario, creedme! Cuando Heráclito se retiró a las tierras libres y a las columnatas del inmenso templo de Artemisa 84 este «desierto» era más digno, lo admito; ¿por qué nos faltan hoy tales templos? (–– tal vez no nos falten: acabo de acordarme de mi más bello cuarto de estudio, la Piazza di San Marco, supo- niendo que sea en primavera, y además por la mañana, las horas de 10 a 12). Pero aquello de lo que He- ráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que nosotros nos apartamos ahora: el ruido y la charlatanería de demócratas de los efesios, su política, sus novedades del Reich (de Persia, ya se entiende), su chismorrería del «hoy», –– pues nosotros los filósofos necesitamos sobre todo calma de una cosa: de todo «hoy». Vene- ramos lo callado, lo frío, lo noble, lo lejano, lo pasado, en general todo aquello cuyo aspecto no obliga al alma a defenderse y a cerrarse, ––algo con lo que se pueda hablar sin elevar la voz. Escúchese el sonido que tiene un espíritu cuando habla: todo espíritu tiene su sonido, ama su sonido. Ese de ahí, por ejemplo, tiene que ser necesariamente un agitador, quiero decir una cabeza hueca, una cazuela vacía 85: todo lo que en ella entra, sea lo que sea, sale de allí con un sonido sordo y grueso, cargado con el eco del gran vacío. Aquel de allí rara es la vez que no habla con voz ronca: ¿acaso se ha puesto ronco pensando? Sería posible ––pregúntese a los fisiólogos––, pero quien piensa en palabras, piensa como orador y no como pensador (deja ver que, en el fondo, no piensa cosas, hechos, sino que piensa sólo a propósito de cosas, que propia- mente se piensa a sí y a sus oyentes). Aquel tercero de allá habla de manera insinuante, se nos acerca dema- siado, su aliento llega hasta nosotros, cerramos involuntariamente la boca, aunque aquello a través de lo cual nos hable sea un libro: el sonido de su estilo nos da la razón de ello, –– no tiene tiempo, cree mal en sí mismo, o habla hoy o no hablará ya nunca. Pero un espíritu que esté seguro de sí mismo habla quedo; busca el ocultamiento, se hace esperar. A un filósofo se le reconoce en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres: con lo cual no se ha dicho que estas cosas no vengan a él. Se recata de la luz demasiado intensa; por ello se recata de su época y del «día» de ésta. En esto es como una sombra: cuanto más se hunde el sol, tanto más grande se vuelve ella. En lo que se refiere a su «humildad», el filósofo, al igual que soporta lo oscuro, así soporta también una cierta dependencia y eclipsamiento: más aún, teme la perturbación causada por el rayo, se aparta con terror de la indefensión propia de un árbol demasiado solitario y abandonado, sobre el que todo mal tiempo descarga su mal humor, y todo mal humor descarga su mal tiempo. Su instinto «maternal», el amor secreto a aquello que en él germina, lo empuja a situaciones en que se le exonere de pensar en sí; en el mismo sentido en que el instinto materno que hay en la mujer ha mantenido hasta ahora la situación de dependencia de ésta en general. En última instancia, estos filósofos piden muy poco, su divisa es «quien posee, es poseído» ––: y ello, tengo que repetirlo una y otra vez, no por virtud, no por una meritoria voluntad de sobriedad y de sencillez, sino porque su supremo señor así lo exige de ellos, lo exige sabia e inexorablemente: él sólo tiene en cuenta una única cosa, y únicamente para ella recoge, únicamente para ella ahorra todo lo demás, el tiempo, la fuerza, el amor, el interés. A este tipo de hombres no les gusta ser perturbados por enemistades, y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o perdonan. Piensan que es de mal gusto hacerse los mártires; «sufrir por la verdad» –– eso lo dejan para los ambiciosos y para los héroes de escenario del espíritu y para todo el que tenga tiempo de sobra ( –– ellos mismos, los filósofos, tienen algo que hacer por la verdad). Hacen escaso uso de grandes palabras; se dice que la misma palabra «verdad» les repugna: suena demasiado ampulosamente... Por fin, en lo que se refiere a la castidad de los filósofos, esta especie de espíritus tiene evidentemente su fecundidad en algo distinto de los hijos; acaso está en otro lugar también la pervivencia de su nombre, su pequeña inmortalidad (en la antigua India los filósofos se expresaban de manera más inmodesta aún, «¿para qué ha de tener des- cendientes aquel cuya alma es el mundo?»). No hay en esto nada de una castidad nacida de algún escrúpulo ascético o de odio contra los sentidos, de igual manera que no es castidad el que un atleta o un jockey se abstengan de las mujeres: antes bien, así lo quiere, al menos para los tiempos del gran embarazo, su instinto dominante. Todo artista sabe que, en estados de gran tensión y preparación espiritual, el dormir con muje- res produce un efecto muy nocivo; los más poderosos entre ellos, los de instintos más seguros, no necesi- tan, para saberlo, hacer la experiencia, la mala experiencia, ––sino que es cabalmente su instinto «mater- nal» el que aquí dispone sin consideración alguna, en provecho de la obra en gestación, de todas las demás reservas y aflujos de fuerza, del vigor de la vida animal: la fuerza mayor consume entonces a la fuerza menor. ––Por lo demás, explíquese el caso antes mencionado de Schopenhauer según esta interpretación: la visión de lo bello actuaba en él evidentemente como estímulo liberador sobre la fuerza principal de su naturaleza (la fuerza de la reflexión y de la mirada penetrante); de tal manera que entonces ésta explotaba y de un golpe se enseñoreaba de la conciencia. Con esto no se pretende excluir en absoluto la posibilidad de que aquella peculiar dulzura y plenitud propias del estado estético tengan acaso su origen precisamente en el ingrediente «sensualidad» (de igual manera que es de esa fuente de donde brota aquel «idealismo» que es propio de las muchachas casaderas) ––y, por tanto, la sensualidad no queda eliminada cuando aparece el estado estético, como creía Schopenhauer, sino que únicamente se transfigura y no penetra en la conciencia ya como estímulo sexual. (Sobre este punto de vista volveré otra vez, en conexión con problemas más deli- cados de la fisiología de la estética, ciencia tan intacta, tan poco explorada hasta hoy.) 84. Nietzsche alude a la noticia dada por Diógenes Laercio en su vida de Heráclito: «Y retirándose al templo de Artemisa, jugaba a los dados con los muchachos». 85. Nietzsche juega en alemán con las palabras, tan parecidas, Hohlkopf (cabeza vacía), Hohltopf (cazuela vacía). 9 Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables de la espiritualidad altísima y también entre las consecuencias más natura- les de ésta; por ello, de antemano no extrañará que el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cier- ta parcialidad a su favor precisamente por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto que el vínculo entre ideal ascético y filosofía es aún mucho más estrecho y riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra ––¡ay, tan torpe aún, ay, con cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas piernas! A la filosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas las cosas buenas, durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los que las miraban. Enumérense una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo ––su pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa («eféctica») 86, su pulsión analítica, su pulsión investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su volun- tad de neutralidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre sine ira et studio 87[sin ira ni parcialidad] –– : tse ha comprendido ya bien que todas esas pulsiones salieron, durante larguísimo tiempo, al encuentro de las primeras exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado conciencia de sí, habría tenido que sentirse precisamente como la encarnación del nitimur in vetitum 88[nos lanzamos hacia lo vedado] ––y, en consecuencia, se guardaba de «sentirse a sí mismo», de cobrar conciencia de sí? Como hemos dicho, esto es lo que ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el metro de los antiguos griegos, todo nuestro ser mo- derno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se presenta como pura hybris [orgullo sacrílego] e impiedad: pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos son las que durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su custodio. Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y la eticidad situadas por detrás del gran tejido––red de la causalidad –– nosotros podríamos decir, como decía Carlos el Temerario en su lucha con Luis XI, je combats funiverselle araignée [yo lucho contra la araña universal] ––; hybris es nuestra actitud con respecto a nosotros, –– pues con nosotros hacemos experimentos que no nos permiti- ríamos con ningún animal, y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡qué nos importa ya a nosotros la «salud» del alma! A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es ins- tructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, –– quienes nos ponen enfermos nos pare- cen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y pro- blemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que vol- vernos, por necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y justamente por ello, tal vez, más dignos también ––de vivir?... Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiempo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmo- desto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el jus primae noctis [derecho de la primera noche], que todavía hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos – –los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí»––, tuvieron en contra suya, durante larguísimo tiempo, precisamente el autodesprecio: el hombre se avergonzaba de la manse- dumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase Más allá del bien y del mal) 89. La sumisión al dere- cho: ¡oh, cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por su parte a la vendetta [venganza] y a ceder la potestad a un derecho situado por encima de ellas! El «dere- cho» fue durante largo tiempo un vetitum 90[prohibición], un delito, una innovación, apareció con violencia, como violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. Todo paso, aun el más pe- queño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista, «el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus innumerables mártires», nos suena, precisamente hoy, muy extraño, –– yo lo he puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y siguientes 91. «Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de la ‘eticidad de la costumbre’ anteriores a la ‘historia universal’ y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la ven- ganza como virtud, la negación de la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la paz como peligro, el compadecer como peligro, el ser compadecido como ultraje, la mutación como lo no––ético y cargado de corrupción!» –– 86. La palabra «eféctico», varias veces empleada por Nietzsche a continuación, significa «inhibitorio», «retentivo». 87. Es, como se sabe, el lema de Tácito (Anales, I, 1) al escribir historia. diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un «suje- to puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo», guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí»: –– aquí se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo carente en absolu- to de toda orientación, en el cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver––algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contra- sentido y un no––concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un «conocer» pers- pectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad». Pero elimi- nar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?... 13 Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que parece manifestarse en el asceta, «vida contra vida», es ––esto se halla claro por lo pronto––, considerada fisiológica y ya no psicológicamente, un puro sinsentido. Esa autocontradicción no puede ser más que aparente; tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, una fórmula, un arreglo, un malentendido psicológico de algo cuya auténti- ca naturaleza no pudo ser entendida, no pudo ser designada en sí durante mucho tiempo, –– una mera pa- labra, encajada en una vieja brecha del conocimiento humano. Y para contraponer a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos: el ideal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por conservarse; es indicio de una paralización y extenuación fisiológica parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos medios e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético es ese medio: ocurre, por tanto, lo contrario de lo que piensan sus adoradores, –– en él y a través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, el ideal ascético es una estratagema en la conservación de la vida. En el hecho de que ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en la medi- da que nos enseña la historia, especialmente en todos aquellos lugares en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se expresa una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de hombre habido hasta ahora, al menos del hombre domesticado, se expresa la lucha fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío de la vida, con el cansancio, con el deseo del «final»). El sacerdote ascéti- co es la encarnación del deseo de ser––de––otro––modo, de estar––en––otro––lugar, es en verdad el grado sumo de ese deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo; pero justo el poder de su desear es el grillete que aquí lo ata, justo con ello el sacerdote ascético se convierte en el instrumento cuya obligación es trabajar a fin de crear condiciones más favorables para el seraquí y ser––hombre, justo con este poder el sacerdote ascético mantiene sujeto a la existencia a todo el rebaño de los mal constituidos, destemplados, frustrados, lisiados, pacientesde––sí de toda índole, yendo instintivamente delante de ellos como pastor. Ya se me entiende: este sacerdote ascético, este presunto enemigo de la vida, este negador, –– precisamente él pertenece a las grandes potencias conservadoras y creadoras de síes de la vida... ¿De qué depende aquella condición enfermiza? Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que ningún otro animal, no hay duda de ello, –– él es el animal enfermo: ¿de dónde procede esto? Es ver- dad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, insaciado, el que disputa el dominio último a animales, naturaleza y dioses, –– él, el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un aguijón en la carne de todo presente: –– ¿cómo este valiente y rico animal no iba a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?... Muy a menudo el hombre se harta, hay epidemias enteras de ese estar––harto (–– así, hacia 1348, en la época de la danza de la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio, ese hastío de sí mismo –– todo aparece tan poderoso en él, que en seguida vuelve a convertirse en un nuevo grillete. El no que el hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se produ- ce una herida a sí mismo este maestro de la destrucción, de la autodestrucción, –– a continuación es la herida misma la que le constriñe a vivir... 14 Sí, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre ––y no podemos poner en entredicho esa normali- dad––, tanto más altamente se debería honrar a los pocos casos de potencialidad anímico––corporal, los casos afortunados del hombre, tanto más rigurosamente se debería preservar a los hombres bien constitui- dos del peor aire que existe, el aire de los enfermos. ¿Se hace esto? Los enfermos son el máximo peligro para los sanos; no de los más fuertes les viene la desgracia a los fuertes, sino de los más débiles. ¿Se sabe esto?... Hablando a grandes rasgos, no es, en modo alguno, el temor al hombre aquello cuya disminución nos sea lícito desear: pues ese temor constriñe a los fuertes a ser fuertes y, a veces, terribles, –– mantiene en pie el tipo bien constituido de hombre. Lo que hay que temer, lo que produce efectos más fatales que nin- guna otra fatalidad, no sería el gran miedo, sino la gran náusea frente al hombre; y también la gran compa- sión por el hombre. Suponiendo que un día ambas se maridasen, entraría inmediatamente en el mundo, de modo inevitable, algo del todo siniestro, la «última voluntad» del hombre, su voluntad de la nada, el nihi- lismo. Y, en realidad, para esto hay mucho preparado. Quien para husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y sus oídos, ventea en casi todos los lugares a que hoy se acerca algo como un aire de manicomio, como un aire de hospital, –– hablo, como es obvio, de las áreas de cultura del hombre, de toda especie «Europa» que poco a poco se extiende por la tierra. Los enfermizos son el gran peligro del hombre: no los malvados, no los «animales de presa». Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados ––son ellos, son los más débiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamente envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros. ¿En qué lugar se podría escapar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira una profunda tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo es un engendro, mirada que delata el modo en que tal hombre se habla a sí mismo, –– a esa mirada que es un sollozo? «¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada: pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, –– ¡estoy harto de mí! ...» En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hier- ba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pulu- lan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesa- bles; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, –– la conjura de los que sufren co- ntra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado. ¡Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡qué noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota en sus ojos! ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad ––¡tal es la ambición de esos «ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aquí se imita el cuño de la virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: «sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae voluntatis 94[hombres de buena voluntad] ». Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a noso- tros, ––como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar, cómo están ansiosos de ser verdugos! Entre ellos hay a montones los ven- gativos disfrazados de jueces, que constantemente llevan en su boca la palabra «justicia» como una baba venenosa, que tienen siempre los labios fruncidos y están siempre dispuestos a escupir a todo aquello que no tenga una mirada descontenta y que avance con buen ánimo por su camino. No falta tampoco entre ellos esa nauseabunda especie de los vanidosos, de los engendros embusteros, que aspiran a hacer el papel de «almas bellas» y, por ejemplo, exhiben en el mercado, como «pureza del corazón», su estropeada sen- sualidad, envuelta en versos y otros pañales: la especie de los onanistas morales y de los que «se satisfacen a sí mismos». La voluntad de los enfermos de representar una forma cualquiera de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre los sanos, –– ¡en qué lugar no se en- cuentra esa voluntad de poder precisamente de los más débiles! Sobre todo la mujer enferma: nadie la su- pera en refinamiento para dominar, para oprimir, para tiranizar. La mujer enferma no respeta, para con- seguir ese fin, nada vivo, nada muerto, vuelve a desenterrar las cosas más enterradas (los bogos dicen: «La mujer es una hiena»). Échese una mirada a los trasfondos de cada familia, de cada corporación, de cada comunidad: en todas partes la lucha de los enfermos contra los sanos, –– una lucha silenciosa, hecha casi siempre con pequeños polvos venenosos, con alfilerazos, con alevosas pantomimas de resignados, pero a veces también con aquel fariseísmo de enfermo que acude a los gestos estrepitosos, fariseísmo que ama representar ante todo «la noble indignación». Hasta en los sacrosantos terrenos de la ciencia querría hacerse oír el ronco ladrido de indignación de los perros enfermizos, la mendacidad y la furia mordaces de tales «nobles» fariseos ( –– a los lectores que tengan oídos vuelvo a recordarles aquel apóstol berlinés de la venganza, Eugen Dühring, que en la Alemania actual hace el más indecoroso y repugnante uso del bum- bum moral: Dühring, el primer bocazas de la moral que hoy existe, incluso entre sus iguales, los antisemi- tas) 95. Hombres del resentimiento son todos ellos, esos seres fisiológicamente lisiados y carcomidos, todo un tembloroso imperio terreno de venganza subterránea, inagotable, insaciable en estallidos contra los afortunados e, igualmente, en mascaradas de la venganza, en pretextos para la venganza: ¿cuándo alcanza- rían propiamente su más sublime, su más sutil y último triunfo de la venganza? Indudablemente, cuando lograsen introducir en la conciencia de los afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de tal manera que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad y se dijesen tal vez unos a otros: «¡es una ignominia ser feliz!, ¡hay tanta miseriaL..» Pero no podría haber malentendido mayor y más nefasto que el consistente en que los afortunados, los bien constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comen- zasen a dudar así de su derecho a la felicidad. ¡Fuera ese «mundo puesto del revés»! ¡Fuera ese ignomi- nioso reblandecimiento del sentimiento! Que los enfermos no pongan enfermos a los sanos ––y esto es lo que significaría tal reblandecimiento–– debería ser el supremo punto de vista en la tierra: –– mas para ello se necesita, antes que nada, que los sanos permanezcan separados de los enfermos, guardados incluso de la visión de los enfermos, para que no se confundan con éstos. ¿0 acaso su misión consistiría en ser enferme- ros o médicos?... Mas ésta sería la peor manera de desconocer y negar su tarea, –– ¡lo superior no debe degradarse a ser el instrumento de lo inferior, el pathos de la distancia debe mantener separadas también, por toda la eternidad, las respectivas tareas! El derecho de los sanos a existir, la prioridad de la campana dotada de plena resonancia sobre la campana rota, de sonido cascado, es, en efecto, un derecho y una prio- ridad mil veces mayor: sólo ellos son las arras del futuro, sólo ellos están comprometidos para el porvenir del hombre. Lo que ellos pueden hacer, lo que ellos deben hacer jamás debieran poder ni deber hacerlo los enfermos: mas para que los sanos puedan hacer lo que sólo ellos deben hacer, ¿cómo les estaría permitido actuar de médicos, de consoladores, de «salvadores» de los enfermos?... Y por ello, ¡aire puro!, ¡aire puro! Y, en todo caso, ¡lejos de la proximidad de todos los manicomios y hospitales de la cultura! Y, por ello, ¡buena compañía, la compañía de nosotros; ¡o soledad, si es necesario! Pero, en todo caso, ¡lejos de los perniciosos miasmas de la putrefacción interior y de la oculta carcoma de los enfermos!... Para defendernos así a nosotros mismos, amigos míos, al menos por algún tiempo todavía, de los dos peores contagios que pueden estarnos reservados cabalmente a nosotros, –– ¡de la gran náusea respecto al hombrel, ¡de la gran compasión por el hombre!... 94. Homines bonae volumatis [hombres de buena voluntad]; reminiscencia del Evangelio de Lucas, 2,14: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.» 95. Véase antes nota 51. 15 Si se ha comprendido en toda su profundidad ––y yo exijo que precisamente aquí se cave hondo, se com- prenda con hondura–– hasta qué punto la tarea de los sanos no puede consistir, de ninguna manera, en cuidar enfermos, en sanar enfermos, se habrá comprendido también con ello una necesidad más, –– la nece- sidad de que haya médicos y enfermeros que estén, ellos mismos, enfermos, y ahora ya tenemos y aferra- mos con ambas manos el sentido del sacerdote ascético. A éste hemos de considerarlo como el predestinado salvador, pastor y defensor del rebaño enfermo: sólo así comprendemos su enorme misión histórica. El dominio sobre quienes sufren es su reino, a ese dominio le conduce su instinto, en él tiene su arte más pro- pia, su maestría, su especie de felicidad. Él mismo tiene que estar enfermo, tiene que estar emparentado de raíz con los enfermos y tarados para entenderlos, –– para entenderse con ellos; pero también tiene que ser fuerte, ser más señor de sí que de los demás, es decir, mantener intacta su voluntad de poder, para tener la confianza y el miedo de los enfermos, para poder ser para ellos sostén, resistencia, apoyo, exigencia, azote, tirano, dios. El tiene que defenderlo, a ese rebaño suyo ––¿contra quién? Contra los sanos, no hay duda, y también contra la envidia respecto a los sanos; tiene que ser el natural antagonista y despreciador de toda salud y potencialidad rudas, tempestuosas, desenfrenadas, duras, violentas, propias de animales rapaces. El sacerdote es la forma primera del animal más delicado, al que le resulta más fácil despreciar que odiar. No estará dispensado de hacer la guerra a los animales rapaces, una guerra más de la astucia (del «espíritu») que de la violencia, como es obvio, –– para ello tendrá necesidad, a veces, de forjar dentro de sí casi un tipo nuevo de animal rapaz o, al menos, de pasar por tal, –– una nueva terribilidad animal, en la que el oso polar, el elástico, frío, expectante leopardo y, en no menor medida, el zorro parecen asociados en una uni- dad tan atrayente como terrorífica. Suponiendo que la necesidad le fuerce, el sacerdote aparecerá, en medio de las demás especies de animales rapaces, osunamente serio, respetable, inteligente, frío, superior por sus engaños, como heraldo y portavoz de potestades más misteriosas, decidido a sembrar en este terreno, allí donde le sea posible, sufrimiento, discordia, autocontradicción, y, demasiado seguro de su arte, a hacerse en todo momento dueño de los que sufren. Trae consigo ungüentos y bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes; mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo ésta ––pues de esto, sobre todo, entiende este encantador y domador de animales rapaces, a cuyo alrededor todo lo sano se vuelve necesariamente enfermo, y todo lo enfermo se vuelve necesariamente manso. De hecho defiende bastante bien a su rebaño enfermo, este extraño pastor, –– lo defiende también contra sí mismo, contra la depravación, la malignidad, la malevolencia que en el rebaño mismo arden bajo las cenizas, y contra las demás cosas que les son comunes a todos los pacientes y enfermos, combate de manera inteligente, dura y secreta contra la anarquía y la autodisolución en todo tiempo germinantes dentro del rebaño, en el cual se va constantemente amontonando esa peligrosísima materia detonante y explosiva, faquir); no amar; no odiar; ecuanimidad; no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo posible, ninguna mujer, o lo menos mujer posible: en el aspecto espiritual el principio de Pascal il faut s’abétir 99 [es preciso embrutecerse]. Resultado, expresado en términos psicológico––morales: «negación de sí», «santifi- cación»; expresado en términos fisiológicos: hipnosis, –– el intento de conseguir aproximadamente para el hombre lo que son el letargo invernal para algunas especies de animales y el letargo estival para muchas plantas de los climas tórridos, un mínimo de consumo de materia y de metabolismo, en el cual la vida con- tinúa existiendo simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. Para alcanzar esa meta se ha empleado una asombrosa cantidad de energía humana ––¿tal vez en vano?... No puede dudarse en absoluto de que tales sportsmen [deportistas] de la «santidad», numerosos en todos los tiempos, en casi todos los pueblos, han encontrado de hecho una liberación real de aquello que con tan riguroso training [entrena- miento] combatían, –– en innumerables casos se liberaron realmente de aquella profunda depresión fi- siológica con ayuda de su sistema de medios de hipnotización de aquí que su metódica se cuente entre los hechos etnológicos más generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar ya que tal propósito de rendir por el hambre a la corporalidad y a la concupiscencia sea un síntoma de locura (como le gusta pensar a una torpe especie de «librepensadores» y de Junker Cristóbales devoradores de roastbeef [rosbif]). Tanto más seguro es, en cambio, que aquel propósito sirve, puede servir para producir perturbaciones espirituales de toda índole, «luces interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos del Monte Athos 100 alucina- ciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de la sensualidad (historia de Santa Te- resa). La interpretación que dan de tales estados los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que quepa imaginar, como es obvio; pero no se pase por alto el tono de convencidísimo agradecimien- to que resuena precisamente ya en la voluntad de dar esa especie de interpretación. El supremo estado, la redención misma, aquella hipnotización total y aquella quietud finalmente logradas, son considerados siempre por ellos como el misterio en sí, para expresar el cual no bastan ni siquiera los símbolos más ele- vados, como los que hablan de vuelta y retorno al fondo de las cosas, de liberación de toda ilusión, de «sa- ber», de «verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de un más––allá también del bien y del mal. «El bien y el mal, dice el budista, –– ambos son cadenas: de ambos se enseñoreó el perfec- to»; «lo hecho y lo no hecho, dice el creyente del Vedanta, no le producen ningún dolor; el bien y el mal los sacude de sí como un sabio; su reino ya no padece a causa de ninguna acción; él trascendió el bien y el mal, trascendió ambas cosas»: –– una concepción, pues, totalmente india, tan brahmánica como budista. (Ni la mentalidad india ni la mentalidad cristiana consideran que aquella «redención» sea alcanzable por virtud, por mejoramiento moral, aunque colocan muy alto el valor hipnotizador de la virtud: no se olvide esto, –– por lo demás, corresponde sencillamente a la realidad de los hechos. El haber permanecido verdaderas en este punto acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo existente en las tres máximas religiones, tan radicalmente moralizadas por lo demás. «Para el iniciado no hay ningún deber...» «Mediante agregación de virtudes no se lleva a cabo la redención: pues ésta consiste en la unificación con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de perfección: y tampoco se lleva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la unificación con el cual constituye la redención, es eternamente puro» ––éstos son pasajes del Comentario de ~ankara, citados por el primer conocedor real de la filosofia india en Europa, mi amigo Paul Deussen) 101. Vamos, pues, a respetar la «redención» en las grandes religiones; en cambio, nos resulta un poco difícil permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo ofrecen estos cansados de la vida, demasiado cansados incluso para soñar, –– es decir, el sueño profundo entendido ya como ingre- so en el Brahma, como conseguida unio mystica [unión mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido to- talmente ––se dice sobre esto en la más antigua y venerable «Escritura»––, cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que ya no ve ninguna imagen de sueño, entonces, oh querido, ha llegado a la unificación con lo existente, ha entrado en sí mismo, –– rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya ninguna conciencia de lo que está fuera o dentro. Este puente no lo atraviesan ni el día ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena ni obra mala». «En el sueño profundo, dicen asimismo los creyen- tes de esta religión, que es la más profunda de las tres grandes religiones, el alma se eleva fuera del cuerpo, penetra en la luz suprema y aparece así en su figura propia: aquí ella es el mismo espíritu supremo que vagabundea bromeando y jugando y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o con amigos, aquí ella ya no vuelve con su pensamiento a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo vital) está atado como un animal de tiro al carro». Con todo, tampoco aquí debemos olvidar que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el fondo se expresa únicamente, bien que con la magnificencia de la exageración oriental, una apreciación idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente frío, pero suficiente Epicuro: el hipnó- tico sentimiento de la nada, el reposo del sueño más profundo, en una palabra, la ausencia de sufrimiento – –a los que sufren, a los destemplados de raíz les es lícito considerar esto ya como el bien supremo, como el valor de los valores, tienen que apreciarlo como algo positivo, sentirlo como lo positivo mismo. (Según esta misma lógica del sentimiento, la nada es llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.) 99. Véase Pensamientos, 136. 100. Miembros de una secta europea parecida a la de los quietistas de Oriente. Para procurarse éxtasis fijaban sus ojos en el ombligo, conteniendo la respiración, y entonces creían ver una luz resplandeciente, la misma que vieron los apóstoles en el Tabor. 101. Paul Deussen (1845-1919) fue compañero de estudios de Nietzsche en Pforta y en Bonn. Mantuvo con él amistad durante toda su vida. Fue profesor de filosofía en Kiel, y se dio a conocer sobre todo como traductor y expositor de la filosofía india, a la que llegó por influjo de Schopenhauer. A principios de septiembre de 1887 visitó a Nietzsche en Sils-Maria, mientras éste se hallaba redactando La genealogía de la moral, y le regaló su libro, recién publicado, Die Sûtras des Vedánta [Las Sutras del Vedanta], Berlín, 1887, tradu- cido del sánscrito. De él toma Nietzsche las citas indias de este parágrafo. 18 Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de la capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante todo coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual», empléase contra los estados de depresión un training [entrenamiento] distinto, que es, en todo caso, más fácil: la actividad maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así ali- viada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco insinceramente, «la bendición del tra- bajo». El alivio consiste en que el interés del que sufre queda apartado metódicamente del sufrimiento, –– en que la conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal y lo que con ella se relaciona ––como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiem- po, una cierta autorización, más aún, una crianza para la «impersonalidad», para olvidarse a––s햖mismo, para la incuria sui lei 102[descuido de sí]––: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con esclavos del trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y prisioneros), el sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de ese momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: ––el descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por los sacerdotes. –– Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión consiste en prescribir una pequeña alegría, que sea fá- cilmente accesible y pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con la antes mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es así prescrita como medio curativo es la alegría del causar––alegría (como hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una esti- mulación de la voluntad de poder. Esa felicidad de la «superioridad mínima» que todo hacer beneficios, todo socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan consigo, es el más frecuente medio de consuelo de que suelen servirse los fisiológicamente impedidos, suponiendo que estén bien aconsejados: en caso contrario, se causan daño unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto básico. Cuando se investigan los comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran asociaciones destinadas al apoyo mutuo, asociaciones para ayudar a pobres, a enfermos, para realizar los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo de la sociedad de entonces, asociaciones en las cuales se cultivaba, con plena conciencia, este medio principal contra la depresión, a saber, la pequeña alegría, la alegría de la mutua beneficencia, –– ¿tal vez entonces era esto algo nuevo, un auténtico descubrimiento? En esa «voluntad de reciprocidad» así suscita- da, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un cenáculo, la voluntad de poder así estimula- da, bien que en mínimo grado, tiene que llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más completa: formar un rebaño es un paso y una victoria esenciales en la lucha contra la depresión. El crecimiento de la comunidad fortalece, incluso para el individuo, un nuevo interés, que muy a menudo le lleva más allá del elemento personalísimo de su fastidio, de su aversión contra sí (la despectio sui [desprecio de sí] de Geu- lincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo desplacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria: el sacerdote ascé- tico adivina ese instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de debilidad el que ha querido el rebaño, y la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado. Pues no se debe pasar por alto esto: por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen, esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de la conciencia individual; en cambio, los últimos se agrupan, compla- ciéndose cabalmente en esa agrupación, –– su instinto queda con esto apaciguado, tanto como queda irrita- do e inquietado en el fondo por la organización el instinto de los «señores» natos (es decir, de esa especie de solitarios animales rapaces llamada hombre). Bajo toda oligarquía yace siempre escondida ––la historia entera lo enseña–– la concupiscencia tiránica; toda oligarquía se estremece permanentemente a causa de la tensión que todo individuo necesita poner en juego en ella para continuar dominando tal concupiscencia. (Esto ocurría, por ejemplo, en Grecia: Platón lo atestigua en cien pasajes, Platón, que conocía a sus iguales ––y a sí mismo...) 102. Incuria sui [descuido de sí] es expresión de Geulincx; la fuente de Nietzsche para este autor es asimismo la citada obra de K. Fischer (véase antes nota 55). En su cuaderno de apuntes Nietzsche había anotado esta cono cida frase de Geulincx (tomada de la pág. 41 del libro de K. Fischer): «Humilitas est incuria su¡. Partes humilitatis sum duae: inspectio su¡ et despectio sui» [La humildad es el descuido de sí. Las partes de la humildad son dos: examen de sí y desprecio de sí]. 19 Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta el momento ––la sofocación global del senti- miento de vida, la actividad maquinal, la pequeña alegría, sobre todo la del «amor al prójimo», la organiza- ción gregaria, el despertamiento del sentimiento de poder de la comunidad, a consecuencia del cual el has- tío del individuo con respeto a sí queda acallado por el placer que experimenta en el florecimiento de la comunidad ––estos medios son, medidos con el metro moderno, sus medios no––culpables en la lucha con- tra el desplacer: volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los «culpables». En todos ellos se trata de una sola cosa: de algún desenfreno de los sentimientos, –– utilizado, como eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda, paralizante, prolongada condición dolorosa; por lo cual la inventiva sacer- dotal en el estudio a fondo de esta única cuestión ha sido realmente inagotable: «¿con qué medios se alcan- za un desenfreno de los sentimientos?»... Suena esto duro: es claro que sonaría más agradable y llegaría tal vez mejor a los oídos si yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote ascético se ha aprovechado siempre del entu- siasmo existente en todos los afectos fuertes». Mas ¿para qué seguir acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados. ¿Para qué ceder, ni siquiera un paso, por nuestra parte, a su tartufería de las palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello una tartufería de la acción; prescindiendo de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto, tiene hoy su buen gusto (–– otros preferirán decir: su honestidad), si en alguna parte, en el hecho de oponerse al vocabulario vergonzosamente moralizado de que está viscosamente impregnado todo enjuiciamiento moderno del hombre y de las cosas. Pues no nos enga- ñemos sobre esto: lo que constituye el distintivo más propio de las almas modernas, de los libros modernos, no es la mentira, sino su inveterada inocencia dentro de su mendacidad moralista. Tener que descubrir de nuevo esa «inocencia» en todas partes –– esto es lo que constituye quizá la parte más repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco problemático en sí, a que hoy tiene que someterse un psicólogo; es una parte de nuestro gran peligro, –– es un camino que tal vez nos lleve derechamente a la gran náusea... Yo no abrigo ninguna duda acerca de cuál es la única cosa para la que servirían, para la que podrían servir los libros modernos (suponiendo que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y suponiendo asimismo que haya alguna vez una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro, más sano), –– la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a esa posteridad todo lo moderno: para hacer de vomitivos, –– y ello en virtud de su edulcoramiento y de su falsedad morales, de su intimísimo feminismo, al que le gusta calificarse de «idealismo» y que se cree, en todo caso, idealismo. Nuestros doctos de hoy, nuestros «bue- nos», no mienten ––esto es verdad; ¡pero ello no les honra! La auténtica mentira, la mentira genuina, re- suelta, «honesta» (sobre cuyo valor puede oírse a Platón) 103, sería para ellos algo demasiado riguroso, de- masiado fuerte; exigiría algo que no es lícito exigirles a ellos, a saber, que abriesen los ojos contra sí mis- mos, que supiesen distinguir entre «verdadero» y «falso» en ellos mismos. Lo único que a ellos les va bien es la mentira deshonesta: todo el que hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es totalmente incapaz de enfrentarse a algo a no ser con deshonesta mendacidad, con abismal mendacidad, pero con inocente, can- dorosa, cándida, virtuosa mendacidad. Esos «hombres buenos», –– todos ellos están ahora moralizados de los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad, han quedado malogrados y estropeados para toda la eternidad: ¡quién de ellos soportaría aún una verdad «sobre el hombre!...» O, para concretar más la pre- gunta: ¿quién de ellos soportaría una biografía verdadera?... Unos cuantos indicios: Lord Byron ha dejado escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero Thomas Moore era «demasiado bueno» para ellas: echó al fuego los papeles de su amigo 104. Lo mismo parece que ha hecho el doctor Gwinner, ejecutor testamen- tario de Schopenhauer: pues también Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez también contra sí («είςέαυτόν») 105. El infatigable americano Thayer, el biógrafo de Beethoven, se detuvo de pronto en su trabajo: llegado a cierto punto de esa vida honorable e ingenua, ya no la soportó más .... 106. Moraleja: ¿qué hombre inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta sobre sí? ––tendría que perte- necer a la orden de la Santa Temeridad. Se nos promete una autobiografía de Richard Wagner: ¿quién duda de que será una autobiografía prudente?....107 Recordemos aun el cómico espanto que el sacerdote católico Janssen suscitó en Alemania con su imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del movimiento de la Reforma protestante alemana 108; ¿qué no ocurriría si alguien nos narrase alguna vez ese movimiento de otra manera, si alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase al verdadero Lutero, no ya con la simpli- cidad moralista de un clérigo de aldea, no ya con la dulzona y considerada verecundia de los historiadores protestantes, sino, por ejemplo, con una impavidez a la manera de un Taine, partiendo de una fortaleza del alma y no de una sabia indulgencia para con la fortaleza?... (Los alemanes, dicho sea de paso, han produci- do últimamente bastante bien el tipo clásico de esta última, –– pueden atribuírselo ya, reivindicarlo para enfermiza ha crecido siempre en profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue siempre el «éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya estaba enfermo; y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el individuo como en las masas. Detrás del training [entre- namiento] de expiación y redención encontramos epidemias epilépticas enormes, las más grandes que la historia conoce, como las de los danzantes medievales de San Vito y San Juan 112; encontramos, como otra forma de su influjo, parálisis terribles y depresiones duraderas, con las cuales a veces el temperamento de un pueblo o de una ciudad (Ginebra, Basilea) se transforma, de una vez para siempre, en lo contrario de lo que era; –– a esto pertenece también la historia de las brujas, algo afín al sonambulismo (ocho grandes explosiones epidémicas de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del mencionado training encon- tramos asimismo aquellos delirios colectivos ansiosos de muerte, cuyo horrible grito evviva la morte [viva la muerte] se oyó por toda Europa, interrumpido unas veces por idiosincrasias voluptuosas y otras por idio- sincrasias destructivas: y ese mismo cambio de afectos, con las mismas intermitencias y transformaciones súbitas, es observado todavía hoy en todos los lugares, en todo sitio en donde la doctrina ascética acerca del pecado obtiene una vez más un gran triunfo (la neurosis religiosa aparece como una forma del «ser malva- do»: de ello no hay duda). ¿Qué es esa neurosis? Quaeritur [se pregunta]. Hablando a grandes rasgos, el ideal ascético y su culto sublimemente moral, esa ingeniosísima, despreocupadísima y peligrosísima siste- matización de todos los medios del desenfreno del sentimiento bajo la protección de propósitos santos se ha inscrito de un modo terrible e inolvidable en la historia entera del hombre; y, por desgracia, no sólo en su historia... Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan destructoramente como este ideal la salud y el vigor racial, sobre todo de los europeos; es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la auténtica fatalidad en la historia de la salud del hombre europeo. A lo sumo podría compararse con el influjo específicamente germánico: me refiero al envenenamiento alcohólico de Europa, que hasta hoy ha marchado rigurosamente al mismo paso que la preponderancia política y racial de los germanos ( –– donde éstos inocularon su san- gre, inocularon también sus vicios). –– Como tercer elemento de la serie habría que mencionar la sífilis –– magno sed próxima intervalo [a gran distancia, pero muy próxima]. 112. Véase, sin embargo, lo que Nietzsche había dicho en El nacimiento de la tragedia, l: «También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayo- res: en esos danzantes de San Juan y San Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos». 22 El sacerdote ascético ha corrompido la salud anímica en todos los sitios en que ha llegado a dominar, y, en consecuencia, ha corrompido también el gusto in artibus et litteris [en las artes y en las letras] –– todavía continúa corrompiéndolo. «¿En consecuencia?» Espero que este «en consecuencia» se me conceda senci- llamente; al menos no quiero ofrecer aquí su demostración. Un solo dato: se refiere al libro fundamental de la literatura cristiana, a su auténtico modelo, a su «libro en sí». Todavía en medio del esplendor greco–– romano, que era también un esplendor de libros, a la vista de un mundo literario no marchitado ni arruinado aún, en una época en que todavía era posible leer algunos libros por cuya posesión daríamos hoy a cambio la mitad de literaturas enteras, la simpleza y la vanidad de agitadores cristianos ––se les llama padres de la Iglesia–– se atrevió ya a decretar: «También nosotros tenemos nuestra literatura clásica, no necesitamos la de los griegos», –– y al decirlo se apuntaba con orgullo a libros de leyendas, cartas de apóstoles y tratadi- llos apologéticos, aproximadamente de la misma manera como hoy el «Ejército de Salvación» inglés lucha, con una literatura similar, contra Shakespeare y otros «paganos». A mí no me gusta el Nuevo Testamento, ya se adivina; casi me desasosiega el encontrarme tan solo con mi gusto respecto a esa obra literaria esti- madísima, sobreestimadísima (el gusto de dos milenios está contra mí): ¡pero qué remedio queda! «Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa» 113, –– tengo el coraje de mi mal gusto. El Antiguo Testamento ––sí, éste es algo completamente distinto: ¡todo mi respeto por el Antiguo Testamento! En él encuentro grandes hombres, un paisaje heroico y algo rarísimo en la tierra, la incomparable ingenuidad del corazón fuerte; más aún, encuentro un pueblo. En cambio, en el Nuevo, nada más que pequeños asuntos de sectas, nada más que rococó del alma, nada más que cosas adornadas con arabescos, angulosas, extrañas, mero aire de conventículo, sin olvidar un ocasional soplo de bucólica dulzura, que pertenece a la época (y a la provincia romana) y que no es tanto judío como helenístico. La humildad y la ampulosidad, estrechamente juntas; una locuacidad del sentimiento que casi ensordece; apasionamiento, pero no pasión; penosa mímica; aquí ha faltado evidentemente toda buena educación. ¡Cómo se puede dar, a los pequeños defectos propios, la importancia que les dan esos piadosos hombrecillos! Nadie se ocupa de aquéllos; y mucho menos Dios. Para terminar, todas estas pequeñas gentes de la provincia quieren tener incluso «la corona de la vida eter- na»114: ¿para qué?, ¿por qué?, no es posible llevar más lejos la inmodestia. Un Pedro «inmortal», ¡quién lo soportaría! Poseen una ambición que hace reír: esas gentes nos dan mascados sus asuntos más personales, sus necedades, tristezas y preocupaciones de ociosos, como si el en-sí-de-las-cosas estuviera obligado a preocuparse de ello, esas gentes no se cansan de mezclar a Dios incluso en los más pequeños pesares en que ellos están metidos. ¡Y ese permanente tutearse con Dios, de pésimo gusto! ¡Esa judía, y no sólo judía, familiaridad de hocico y de pata con Dios!... Hay en el este de Asia pequeños y despreciados «pueblos paganos» de los que estos primeros cristianos podrían haber aprendido algo esencial, un poco de tacto del respeto; según atestiguan misioneros cristianos, aquellos pueblos no se permiten siquiera pronunciar el nombre de su Dios. Esto me parece una cosa bastante delicada; en verdad resulta demasiado delicada no sólo para «primeros» cristianos: para percibir el contraste, recuérdese, por ejemplo, a Lutero, «el más elo- cuente» e inmodesto campesino que Alemania ha dado, y el tono luterano, que era el que más le gustaba emplear precisamente en sus diálogos con Dios. La oposición de Lutero a los santos intermediarios de la Iglesia (en especial, al «papa, esa puerca del diablo») era en su último fondo, no hay duda de ello, la oposi- ción propia de un palurdo al que le fastidiaba la buena etiqueta de la Iglesia, aquella etiqueta de respeto del gusto hierático, que sólo a gentes más iniciadas y silenciosas permite entrar en el santo de los santos, y en cambio cierra el acceso a los palurdos. De una vez por todas, precisamente aquí no deben éstos hablar, –– pero Lutero, el campesino, quería las cosas de un modo completamente distinto, aquello no le parecía bas- tante alemán: quería, ante todo, hablar directamente, hablar él, hablar «sin ceremonias» con su Dios... Y, desde luego, lo hizo. –– El ideal ascético, ya se lo adivina, no fue nunca y en ningún lugar una escuela del buen gusto, menos aún de los buenos modales, –– fue, en el mejor caso, una escuela de los modales hieráti- cos –– : esto hace que encierre en sí algo mortalmente hostil a todos los buenos modales, –– falta de mode- ración, aversión por la moderación, es incluso un non plus ultra. 113. Frase muy conocida en Alemania y que se atribuye a Lutero, quien la habría dicho el 18 de abril de 1521 en la Dieta de Worms. Con ella parece haber acabado su respuesta a la pregunta de si quería retractarse. Nietzsche la emplea en otros varios pasajes, por ejemplo, en La gaya ciencia, 146, y en Ecce Homo. 114. Reminiscencia del Apocalipsis, 2, 10. 23 El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el gusto, sino también una tercera, y una cuarta, y una quinta, y una sexta cosa ––me guardaré de decir cuántas (¡cuándo acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de manifiesto no es lo que ese ideal ha realizado, sino, más bien, única y exclusivamente lo que significa, lo que deja adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él, dentro de él, aquello de lo cual él es la ex- presión superficial, oscura, sobrecargada de interrogaciones y de malentendidos. El no escatimar a mis lectores una mirada a lo monstruoso de sus efectos, también de sus efectos funestos, he podido permitírme- lo sólo en orden a esta finalidad: a saber, la de prepararlos para el último y más terrible aspecto que posee para mí la pregunta por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa justamente el poder de ese ideal, lo monstruoso de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa medida? ¿Por qué no se le ha opuesto más bien resistencia? El ideal ascético expresa una voluntad: ¿dónde está la voluntad contraria, en la que se expresaría un ideal contrario? El ideal ascético tiene una meta, –– y ésta es lo suficientemente universal como para que, comparados con ella, todos los demás intereses de la existencia humana parezcan mezqui- nos y estrechos; épocas, pueblos, hombres, interprétalos implacablemente el ideal ascético en dirección a esa única meta, no permite ninguna otra interpretación, ninguna otra meta, rechaza, niega, afirma, corrobo- ra únicamente en el sentido de su interpretación (–– ¿y ha existido alguna vez un sistema de interpretación más pensado hasta el final?); no se somete a ningún poder, sino que cree en su primacía sobre todo otro poder, en su incondicional distancia de rango con respecto a todo otro poder, –– cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como instru- mento para su obra, como vía y como medio para su meta, para una única meta... ¿Dónde está el antagonis- ta de este compacto sistema de voluntad, meta e interpretación? ¿Por qué falta el antagonista?... ¿Dónde se encuentra la otra «única meta»?... Se me dice que no falta, que no sólo ha luchado largo tiempo con éxito contra aquel ideal, sino que incluso, en todos los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él: testimonio de ello sería toda nuestra ciencia moderna, –– esa ciencia moderna que, por ser una auténtica filosofía de la realidad, evidentemente no cree más que en sí misma, evidentemente tiene el coraje de ser ella misma, la voluntad de ser ella misma, y hasta ahora se las ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras. Ahora bien, ese ruido y esa locuacidad de agitadores no me producen ninguna impre- sión: esos trompeteros de la realidad son malos músicos, sus voces no ascienden desde lo profundo de un modo suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de la conciencia científica ––pues un abismo es hoy la conciencia científica––, en los hocicos de tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una impudicia, un abuso, una desvergüenza. La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí, –– y allí donde aún es pasión, amor, fervor, sufrimiento, no representa lo contrario de aquel ideal ascético, sino más bien la forma más reciente y más noble del mismo. ¿Os suena extraño esto?... Es cierto que también entre los doctos de hoy hay bastante pueblo honrado y modesto de obreros, el cual se complace en su pe- queño rincón, y que, por el hecho de complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz, diciendo que hoy debemos estar contentos en general, sobre todo en la ciencia, –– pues precisamente en ella hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y lo que menos quisiera yo es estropearles a esos honestos obreros su placer en el oficio: pues yo me alegro de su trabajo. Pero el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe. Co- mo hemos dicho, ocurre lo contrario: allí donde la ciencia no es la más reciente forma de aparición del ideal ascético, –– son casos demasiado raros, nobles y escogidos como para que el juicio general pudiera ser torcido por ellos ––, la ciencia es hoy un escondrijo para toda especie de mal humor, incredulidad, gusano roedor, despectio su¡ [desprecio de si], mala conciencia, –– es el desasosiego propio de la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, la insuficiencia de una sobriedad involuntaria. ¡Oh, cuántas cosas no oculta hoy la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de nuestros mejores estudio- sos, su irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche, incluso su maestría en el oficio –– ¡con cuánta frecuencia ocurre que el auténtico sentido de todo eso consiste en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo! La ciencia como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis esto?... A veces con una pala- bra inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano ––todo el que trata con ellos lo ha experimentado––, indisponemos contra nosotros a nuestros amigos doctos en el instante en que pensamos honrarlos, los sa- camos de sus casillas meramente porque fuimos demasiado burdos para adivinar con quién estamos tratan- do en realidad, con seres que sufren y que no quieren confesarse a sí mismos lo que son, con seres aturdi- dos e irreflexivos que no temen más que una sola cosa: llegar a cobrar conciencia... 24 –– Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he hablado, los últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos: ¿tenemos en ellos tal vez los buscados adversarios del ideal ascé- tico, los anfidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos «incrédulos» (pues todos ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: –– ¿ya por esto ha de ser verdade- ro lo que ellos creen?... Nosotros «los que conocemos»115 nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de creyentes; nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusio- nes opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos sitios en que la fortaleza de una fe aparece mucho en el primer plano, que hay allí una cierta debilidad de la demos- trabilidad, incluso una inverosimilitud de lo creído. Tampoco nosotros negamos que la fe otorga la biena- venturanza 116: cabalmente por esto negamos que la fe demuestre algo, –– una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree) no es prueba de «verdad», es prueba de una cierta verosimilitud ––de la ilusión. ¿Qué ocurre hoy en este caso? –– Estos actuales negadores y apar- tadizos, estos incondicionales en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos espíritus du- ros, severos, abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de nuestra época, todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas, estos escépticos, efécticos, hécticos de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido), estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, –– de hecho se creen sumamente desligados del ideal ascético, estos «espíritus libres, muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos mismos no pueden ver ––pues están demasiado cerca––: aquel ideal es precisamente también su ideal, ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos mismos son su más espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: –– ¡si en algo soy yo descifrador de enigmas, quiero serlo con esta afirmación!... Se hallan muy lejos de ser espíritus libres: pues creen to- davía en la verdad... Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos 117, con aquella Orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados ínfimos vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por alguna vía, una indicación acerca de aquel símbolo y aquella frase––escudo, reservada sólo a los grados sumos, como su secretum: «Nada es verdadero, todo está permitido...» Pues bien, esto era libertad de espíritu, con ello se dejaba de creer en la verdad misma... ¿Se ha extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese infierno?... Dudo de ello, más aún, sé algo distinto: –– nada es más extraño a estos incondicionales de una sola cosa, a estos así llamados «espíritus libres», que la libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto están más firmemente atados, justo en la fe en la verdad están firmes e incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo esto tal vez desde demasiado cerca: aquella loable continencia de filósofos a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el no como el sí, aquel querer––detenerse ante lo real, ante el factum brutum [hecho bruto], aquel fatalismo de los petits faits [hechos pequeños] (ce petit faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al violentar, re- ajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a todo lo demás que pertenece a la esencia del in- terpretar) ––esto es, hablando a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una 121. Nietzsche se refiere al «Ensayo de una autocrítica», que puso al frente de la segunda edición de su libro, cuando éste volvió a publicarse en 1874. En particular, el apartado 2. 122. La cita de Kant se encuentra en la «Conclusión» de la Crítica de la razón práctica. He aquí el contexto: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuen cia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí ... El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal que tiene que devolver al planeta (un mero punto en el universo) la materia de que fue hecho después de haber sido provisto, por un corto tiempo (no se sabe cómo), de fuerza vital.» 123. Xaver Doudan (1800-1872), escritor francés. Nietzsche tenía en su biblioteca la obra de éste titulada Mélanges et lettres [Misce- lánea y cartas], París, 1878. 26 –– ¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad, ha mostrado una actitud más cierta de vida, más cierta de ideal? Su pretensión más noble se reduce hoy a ser espejo: rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar» nada: desdeña el desempeñar el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto, –– ni afir- ma ni niega, hace constar, «describe»... Todo esto es ascético en alto grado; pero a la vez es, en un grado más alto todavía, nihilista, ¡no nos engañemos sobre este punto! Vemos una mirada triste, dura, pero re- suelta, –– un ojo que Mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del Polo Norte que se ha quedado aislado (¿tal vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no mirar atrás? ...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha enmudecido; las últimas cornejas cuya voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!», «¡Nada!» 124 –– aquí ya no florece ni crece nada, a lo sumo metapolítica petersburguesa y «compasión» tolstoiana. Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores, una especie acaso «más moderna» aún, una especie gozadora, voluptuosa, que coquetea tanto con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la palabra «artista» y que hoy monopoliza totalmente la loa de la contemplación: ¡oh, qué sed tan grande de ascetas y de paisajes invernales provocan esos dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se lleve a ese pueblo «contemplativo»! ¡Prefiero con mucho caminar junto con aquellos nihilistas históricos a través de las más sombrías, grises y frías brumas! ––más aún, en el supuesto de que tuviera que elegir, no me habría de im- portar prestar oídos incluso a alguien del todo y en verdad ahistórico, anti-histórico (como ese Dühring, con cuyos acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie hasta hoy todavía tímida, todavía inconfesa- da de «almas bellas», la species anarchistica dentro del proletariado culto). Cien veces peores son los «con- templativos»––: ¡yo no conozco nada que me cause más náusea que una de esas poltronas «objetivas», que uno de esos perfumados gozadores de la historia, medio curas, medio sátiros, parfum Renan, los cuales delatan ya, con el falsete agudo de su aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta, en qué sitio ha manejado en este caso la Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado quirúrgico! Esto subleva mi gusto y también mi paciencia: conserve su paciencia ante tales visiones quien nada tenga que perder con ella, ––a mí tal visión me exaspera, esos «espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo» más aún que éste (la historia misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a la mente, al contemplarlo, bromas anacreón- ticas. La naturaleza que dio al toro sus cuernos y al león el χάσµ όδόυτωυ [abertura de los dientes], ¿para qué me dio a mí el pie?... Para pisotear, ¡por San Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear las poltro- nas apolilladas, la contemplación cobarde, el lascivo eunuquismo ante la historia, el coqueteo con ideales ascéticos, la tartufería de justicia, usada por la impotencia! ¡Todo mi respeto para el ideal ascético, en la medida en que sea honesto!, ¡mientras crea en sí mismo y no nos dé el chasco! Pero no soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es insaciable en punto a oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; no soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto a los fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»; no soporto a los agitadores ataviados de héroes, que colocan el manto de invisibilidad del ideal en torno a ese manojo de paja que es su cabeza; no soporto a los artistas ambiciosos, que quisieran representar el papel de ascetas y de sacerdotes y que no son en el fondo más que trágicos bufones; tampoco soporto a ésos, a los recentísimos especuladores en idealis- mo, a los antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del hombre de bien cristiano––ario y que in- tentan excitar todos los elementos de animal cornudo propios del pueblo mediante un abuso, que acaba con toda paciencia, del medio más barato de agitación, la afectación moral (–– el hecho de que en la Alemania actual no deje de obtener éxito toda especie de espíritus fraudulentos es algo que guarda relación con el deterioro poco a poco innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo la busco en una alimenta- ción compuesta, con demasiada exclusividad, de periódicos, política, cervezas y música de Wagner, a lo que hay que añadir lo que constituye el presupuesto de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad naciona- les, el fuerte, pero angosto principio de Deutschland, Deutschland über Alles [Alemania, Alemania sobre todo] 125, y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»). Hoy Europa es rica e ingeniosa, sobre todo en punto a inventar estimulantes; parece que ninguna otra cosa necesita más que los «estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene también la gigantesca falsificación en ideales, esos máximos aguardientes del espíritu, y asimismo el aire repugnante, maloliente, falaz y seudoalcohólico que se extiende por todas partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de atavíos de héroes y cencerreante hoja- lata de grandes palabras, cuántas toneladas de compasión azucarada y alcohólica (razón social: la religión de la souffrance [la religión del sufrimiento]) cuántas patas de palo de «noble indignación», para ayuda de los pies––planos del espíritu; cuántos comediantes del ideal moral––cristiano sería necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de nuevo su aire volviese a tener un olor más limpio... Es evidente que esa su- perproducción abre una nueva posibilidad de comercio; es evidente que se puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños ídolos del ideal y con los «idealistas» correspondientes ––no se pase por alto esta clara alu- sión. ¿Quién tiene suficientes ánimos para ello? –– ¡en nuestras manos está el «idealizar» la tierra entera!... Mas qué digo ánimos, aquí hace falta una sola cosa, precisamente la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre de prevenciones... 124. La palabra «¡Nada!» aparece en castellano en el texto de Nietzsche. 125. Conocidas palabras iniciales del antiguo himno oficial alemán. Fue compuesta la letra en 1822 por Heinrich Hoffman von Fallers- leben (1798-1874), profesor de la Universidad de Breslau (y, por cierto, destituido de su cátedra por el rey cuando publicó en 1842 sus Canciones apolíticas). 27 –– ¡Basta! ¡Basta! Dejemos estas curiosidades y complejidades del espíritu más moderno, en las que hay igual número de cosas de que reír y de que enfadarse. Precisamente nuestro problema, el problema del significado del ideal ascético, puede prescindir de ellas. –– ¡Qué tiene él que ver con el ayer y con el hoy! Esas cosas las abordaré con mayor profundidad y dureza en otro contexto (bajo el título Historia del nihi- lismo europeo; remito para ello a una obra que estoy preparando: La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores). Lo único que me interesa haber señalado aquí es esto: incluso en la esfera más espiritual el ideal ascético continúa teniendo por el momento una sola especie de verdaderos enemigos y damnificadores: los comediantes de ese ideal, –– pues provocan desconfianza. En todos los demás lugares en que el espíritu trabaja hoy con rigor, con energía y sin falsedades, se abstiene ahora en todos ellos por completo del ideal ––la expresión popular de esa abstinencia es «ateísmo»: descontada su voluntad de verdad. Pero esta voluntad, este resto de ideal, es, si se quiere creerme, aquel ideal mismo en su formulación más rigurosa, más espiritual, aquel ideal vuelto total y completamente exotérico, despojado de todo aparejo exterior, y, en consecuencia, no es tanto el resto de aquel ideal cuanto su núcleo. El ateísmo incondicional y sincero (–– y su aire es lo único que respiramos nosotros, los hombres más espirituales de esta época) no se encuentra, según esto, en contraposición a aquel ideal, como a primera vista parece; antes bien, es tan sólo una de sus últimas fases de desarrollo, una de sus formas finales y de sus consecuencias lógicas internas, –– es la catástrofe, que impone respeto, de una bimilenaria educación para la verdad, educación que, al final, se prohibe a sí misma la mentira que hay en el creer en Dios. (Este mismo proceso evolutivo se ha dado en la India, con total independencia, y, por tanto, demuestra algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión; el punto decisivo alcanzado cinco siglos antes de la era europea, con Bu- da, o, más exactamente: ya con la filosofía sankhya 116 que luego Buda popularizó y convirtió en religión.) ¿Qué es aquello que, si preguntamos con todo rigor, ha alcanzado propiamente la victoria sobre el Dios cristiano? La respuesta se encuentra en mi libro La gaya ciencia 127: «La moralidad cristiana misma, el concepto de veracidad tomado en un sentido cada vez más riguroso, la sutilidad, propia de padres confeso- res, de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en conciencia científica, en limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar la naturaleza como si fuera una prueba de la bondad y de la protección de un Dios; interpretar la historia a honra de la razón divina, como permanente testimonio de un orden ético del mundo y de intenciones éticas últimas; interpretar las propias vivencias cual las han venido interpretando desde hace tanto tiempo los hombres piadosos, como si todo fuera una disposición, todo fuese un signo, todo estuviese pensado y dispuesto para la salvación del alma: ahora esto ha pasado ya, tiene en contra suya la conciencia, todos los espíritus más finos consideran esto indecoroso, deshonesto, lo consideran mentira, feminismo, debilidad, cobardía, ––y precisamente en virtud de este rigor somos, si lo somos en virtud de algo, buenos europeos y herederos de la autosuperación más prolongada y más valerosa de Euro- pa...» Todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la «autosuperación» necesaria que existe en la esencia de la vida, –– en el último momento siempre se le dice al legislador mismo: patere legem, quam ipse tulisti [sufre la ley que tú mismo promulgaste]. Así es como pereció el cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia moral; y así es como ahora también el cristianismo en cuanto moral tiene que perecer, –– nosotros nos encontramos en el umbral de este acontecimiento. Después de que la veracidad cristiana ha sacado una tras otra sus conclusio- nes, saca al final su conclusión más fuerte, su conclusión contra sí misma; y esto sucede cuando plantea la pregunta «¿qué significa toda voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo mi problema, nuestro pro- blema, amigos míos desconocidos ( –– pues todavía no sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo, a no ser el de que en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de sí misma como pro- blema?... Este hecho de que la voluntad de verdad cobre consciencia de sí hace perecer de ahora en adelan- te ––no cabe ninguna duda–– la moral: ese gran espectáculo en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos siglos de Europa, el más terrible, el más problemático, y acaso también el más esperanzador de todos los espectáculos... 126. Filosofía sankhya: quizá el más antiguo de los grandes sistemas de la filosofía india, fundado por Kapila. 127. Véase La gaya ciencia, aforismo 357 («Sobre el viejo problema: ¿qué es alemán?»). 28 Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el animal hombre, no ha tenido hasta ahora ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no ha albergado ninguna meta; «¿para qué en absoluto el hombre?» –– ha sido una pregunta sin respuesta; faltaba la voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de todo gran destino humano resonaba como estribillo un «en vano» todavía más fuerte! Pues justamente esto es lo que significa el ideal ascético: que algo faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al hombre, –– éste no sabía justificarse, explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del problema de su sentido. Sufría también por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero su problema no era el sufrimiento mismo, sino el que faltase la respuesta al grito de la pregunta: «¿para qué sufrir?» El hombre, el animal más valiente y más acostumbra- do a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para––esto del sufrimiento. La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad, –– ¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único sentido; algún sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los aspectos, el fuute de mieux [mal menor] par excellence habido hasta el momento. En él el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado; la puerta se cerraba ante todo nihi- lismo suicida. La interpretación ––no cabe dudarlo–– traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida: situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello, –– el hombre quedaba así salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al viento, como una pelota del absurdo, del «sin––sentido», ahora podía querer algo, por el mo- mento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo quisiera: la voluntad misma estaba salvada. No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo ––¡todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la nada, una aversión contra la vida, un recha- zo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero es, y no deja de ser, una voluntad!... Y repitiendo al final lo que dije al principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer...
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