Docsity
Docsity

Prepara tus exámenes
Prepara tus exámenes

Prepara tus exámenes y mejora tus resultados gracias a la gran cantidad de recursos disponibles en Docsity


Consigue puntos base para descargar
Consigue puntos base para descargar

Gana puntos ayudando a otros estudiantes o consíguelos activando un Plan Premium


Orientación Universidad
Orientación Universidad

George Bernard Shaw PIGMALION A CTO I, Apuntes de Comunicación Audiovisual

Asignatura: Literatura y Medios Audiovisuales, Profesor: Cora Requena, Carrera: Comunicación Audiovisual, Universidad: UCM

Tipo: Apuntes

2013/2014

Subido el 04/06/2014

ter_v_d_b
ter_v_d_b 🇪🇸

3.7

(23)

12 documentos

Vista previa parcial del texto

¡Descarga George Bernard Shaw PIGMALION A CTO I y más Apuntes en PDF de Comunicación Audiovisual solo en Docsity! 1 George Bernard Shaw PIGMALION 2 ACTO I Londres a las 11.15 p. m. Torrentes de fuerte lluvia estival. Silbatos para llamar taxímetros resonando frenéticamente. Transeúntes corriendo en busca de refugio hacia el atrio de la iglesia de San Pablo (no la catedral de Wren, sino la iglesia de Iñigo Jones, en el mercado de hortalizas de Covent Garden), entre ellos una señora y su hija, en trajes de noche. Todos contemplan lúgubremente la lluvia, salvo un hombre que está vuelto de espaldas hacia los demás, completamente ocupado con una libreta de anotaciones en la cual escribe algo. El reloj de la iglesia da el primer cuarto. LA HIJA (en el espacio entre las columnas centrales, junto a la que tiene a su izquierda). — Me estoy helando hasta los tuétanos. ¿Qué podrá estar haciendo Freddy, que tarda tanto? Hace ya veinte minutos que se fue. LA MADRE (a la derecha de su hija). —No tanto. Pero ya tendría que habernos conseguido un coche de alquiler. UN CIRCUNSTANTE (a la derecha de la señora). —No conseguirá ningún coche, señora, hasta las once y media, cuando ya vuelvan de dejar al público de los teatros. LA MADRE. — Pero es que necesitamos un taxi. No podemos quedarnos aquí hasta las once y media. ¡Es un engorro! EL CIRCUNSTANTE. — Bueno, no es culpa mía, señora. LA HIJA. — Si Freddy tuviese dos dedos de frente lo habría conseguido en la puerta del teatro. LA MADRE. — ¿Pero qué podía hacer el pobrecito? LA HIJA. — Otros consiguen coches, ¿por él no? Freddy viene corriendo desde el lado de la calle Southampton, y al entrar en el pórtico cierra un paraguas, que chorrea abundantemente agua. Es un joven de veinte años, en traje de noche, con los bajos de los pantalones completamente empapados. LA HIJA. — Bueno, ¿qué hay? ¿lo conseguiste? FREDDY. —Nada, es imposible encontrar un coche por ninguna parte, … ni a tiros. LA HIJA. —¡qué tontería! ¿es que quieres que vayamos nosotras a buscarlo?. FREDDY. — Te digo que están todos ocupados. La lluvia fue tan repentina... que nadie estaba preparado. Y todos tuvieron que coger un coche. Primero bajé hasta Charing Cross y luego casi hasta Ludgate Circus. Y estaban todos ocupados. LA MADRE. — ¿No fuiste a Trafalgar Square? FREDDY. — No había ni uno en Trafalgar Square. LA HIJA. —Pero, ¿fuiste allí? FREDDY. — Llegué hasta la estación de Charing Cross. ¡No querrías que me fuese caminando hasta Hammersmith! LA HIJA. — No hiciste ningún intento serio. LA MADRE. — Eres realmente inútil, Freddy. Vé otra vez. Y no vuelvas hasta que no hayas encontrado un taxi. FREDDY. — Lo único que conseguiré es empaparme, sin ningún resultado. LA HIJA. — ¿Y nosotras? ¿Tendremos que quedarnos aquí toda la noche, con esta corriente de aire y sin casi ropa? ¡Puerco egoísta... ! FREDDY.— ¡Oh, muy bien! ¡Iré, iré! (Abre el paraguas y se precipita en dirección del Strand, pero choca contra una florista que llega corriendo en busca de refugio, haciéndole caer de las manos la cesta de flores. Un relámpago cegador, seguido instantáneamente de un estrepitoso trueno, orquesta el incidente.) LA FLORISTA. — Vamo' Freddy. A ver si mira' dónde pone' lohpie'. 5 he pedido. Es evidente que la chica no quería más que vender sus flores. LOS CIRCUNSTANTES EN GENERAL (en una demostración contra el espionaje policial). — ¡Eh claro que no! ¿Qué demonio' l'import'él? Quier'un asenso, es'eh lo que quiere. ¡Anotando lah palabra' de la gente! ¿Qué dañ'hizo eya? ¡Muy lindo qu'una muchacha no pueda guarecerse de la yuvia sin ser insultada (La joven es llevada de nuevo al plinto por los demostradores más simpáticos, y vuelve a sentarse y lucha para dominar sus emociones.) EL CIRCUNSTANTE. — No's un polizonte. Es un maldito fisgón. Es'eh lo qu'es. ¿No le ven los zapatos? — EL QUE TOMA NOTA (volviéndose afablemente hacia él). —¿Y qué tal le va a su familia en Selsey? EL CIRCUNSTANTE (suspicaz).¿Quién le dijo que mi famili'eh de Selsey? EL QUE TOMA NOTA. — Es lo mismo. Ustedes son de allí.. (A la joven.) ¿Y tú, cómo es que has venido tan al Este? Naciste en Lisson Grove. LA FLORISTA (despavorida). — ¡Oh!, ¿qué tien' de malo que m'haya ido de Lisson Grove? Ni'n cerdo nabería vivid'ayí. Y tenía de pagar cuatro chelin'y sei' peniqueh por semana. (Llorosa.) ¡Oh, ay, ay, ay! EL QUE TOMA NOTA. — Vive donde quieras, pero deja de chillar. EL CABALLERO (a la joven). — ¡Vaya, vaya! No puede hacerte nada. Tienes derecho a vivir donde te plazca. UN ESPECTADOR SARCASTICO (interponiéndose entre el que toma nota y el caballero). — En Park Lane, por ejemplo. Me agradaría discutir el problema de la vivienda, le aseguro. LA FLORISTA (poniéndose melancólica, con la cabeza gacha sobre su cesta).— ¡yo soy 'na chica honraa!. UN ESPECTADOR SARCASTICO (sin hacerle caso)¿y puede decirme en qué calle me he criado yo? EL QUE TOMA NOTA (rápidamente). En Hoxton. Risitas contenidas. Aumenta el interés por la exhibición ofrecida por el que toma nota. EL SARCASTICO (asombrado). —¡ Pues es verdad, no puedo negarlo1. ¡Caray! ¡Lo sabe todo, lo sabe... ! LA FLORISTA (todavía dando alas a su sensación de ofensa).—eso no le da derecho derecho a meterse conmigo. EL CIRCUNSTANTE (a ella). Claro que no, no se lo tolereí. No se lo tolere'. (Al que toma nota.) Oiga, ¿qué derecho tiene a meterse con gente que no l'hecho nada? LA FLORISTA. — Que diga lo que quiera. No quiero tener trato' con él. EL CIRCUNSTANTE. — Noh trata como si fuéramoh basura, ¿eh? ¡Me guhtaría verlo dirigiendo insolencia'n cabayero! EL ESPECTADOR SARCASTICO. — Sí, ya que quiere andar prediciendo la suerte, dígale a él de dónde viene. EL QUE TOMA NOTA. — Se crió en Cheltenham, estudió en Harrow y Cambridge y últimamente ha residido en la India. EL CABALLERO. — Correcto. Grandes carcajadas. Reacción en favor del tomador de notas. Exclamaciones de ¡Lo sabe todo! ¡Se lo dijo bien! ¿Le oyeron decirle al petimetre de dónde venía?, etcétera. EL CABALLERO. — ¿Puedo preguntarle, señor, si se gana la vida con eso en algún teatro de variedades? EL QUE TOMA NOTA. — No señor, pero no sería mala idea. Quizá lo haga algún día.. La lluvia ha cesado y comienzan a alejarse los de la parte exterior del corro. LA FLORISTA (ofendida por la reacción de la gente y queriendo hacerse la interesante). 6 — ¡Vaya cabayero, si se mete con'a pobre chica!. LA HIJA (impaciente, se abre paso con brusquedad y apartan al caballero, que cortésmente se retira hacia el otro lado de la columna). — ¿Qué demonios estará haciendo Freddy? Voy a coger una pulmonía si me quedo un rato más en esta corriente. EL QUE TOMA NOTA (para sí, anotando apresuradamente su pronunciación de "monía"). — Earlscourt. LA HIJA (con violencia). — ¿Quiere hacerme el favor de guardar para sí sus impertinentes observaciones? EL QUE TOMA NOTA. — Le ruego que me perdone. ¿Lo dije en voz alta? No fue mi intención. Su madre, inconfundiblemente, es de Epsom. LA MADRE (adelantándose y poniéndose entre la hija y el que toma nota).— ¡Qué curioso! Me crié en Parque Grandama, cerca de Epsom. EL QUE TOMA NOTA (estrepitosamente divertido). —¡Ja, ja! ¡Qué nombre tan singular! Perdón. (A la hija.) Usted quiere un coche, ¿no es eso? LA HIJA. — No se atreva a hablarme. LA MADRE.— ¡Oh, por favor, por favor, Clara! (La hija la rechaza con un airado encogimiento de hombros y se retira altaneramente.) Le quedaríamos agradecidas, señor, si nos encontrara un coche. (El que toma nota extrae un silbato.) Oh, gracias. (Se une a su hija.) El que toma nota lanza un silbido penetrante. EL ESPECTADOR SARCASTICO. — ¡Vaya, ya sabía yo que era un policía en ropa de paisanol! EL CIRCUNSTANTE. — No es un silbato de policía, sino de deportista. LA FLORISTA (todavía preocupada por dar expresión a sus sentimientos heridos). —No tiene derecho a difamarme. Mi buen nombre tiene para mí el mihmo valor que'l d'una dama. EL QUE TOMA NOTA. — No sé si se han dado cuenta, pero la lluvia ha cesado hace unos dos minutos. EL CIRCUNSTANTE. — Así eh. ¿Por qué no lo dijo ante? ¡Y nosotro' perdiendo el tiempo con suh tontería'! (Sale en dirección del Strand.) EL ESPECTADOR SARCASTICO. — Puedo decirle de dónde proviene usté'. De Anwell. Vuélvase aya. EL QUE TOMA NOTA (colaborando). — Hanwell 1 EL ESPECTADOR SARCASTICO (fingiendo una gran distinción de pronunciación). — ¡Gracias, profesor! ¡Jo, jo! Adiós. (Se toca el sombrero con fingido respeto y se aleja.) LA FLORISTA. — ¡Asustar a la gente d'ese modo! ¿Qué le parecería si si l'hicieran a él? LA MADRE. — Ya ha parado, Clara. Podemos coger el tranvía. Ven. (Se recoge las faldas por sobre los tobillos y se dirige apresuradamente hacia el Strand.) LA HIJA. — Pero, ¿y el coche? (Su madre está fuera del alcance de su voz.) ¡Oh, qué fastidio! (La sigue, iracunda.) Todos los demás se han ido, salvo el que toma nota, el caballero y la florista, que está sentada, arreglando su cesta y compadeciéndose a sí misma mientras murmura. LA FLORISTA. — ¡Pobre chica! Ya balitante dura eh su vida sin necidá' de que la mortifiquen y l'insulten. EL CABALLERO (volviendo a su antiguo puesto, a la izquierda del que toma nota). — ¿Cómo lo hace, si me permite la pregunta? 1 1 La h, como se sabe, tiene casi siempre en inglés, a principio de palabra, un sonido aspirado. Uno de los defectos corrientes de la pronunciación cockney consiste en la omisión de ese sonido. (N. del T.) 7 EL QUE TOMA NOTA. — Una simple cuestión de fonética. La ciencia del lenguaje hablado. Es mi profesión; y también mi manía. ¡Dichoso del hombre que puede ganarse la vida con su chifladura! Un irlandés o un hombre del condado de York pueden ser distinguidos por su pronunciación. Pero mi especialidad es distinguir los miles de acentos que hay en Inglaterra, los cuales puedo identificar con un margen de error de no más de seis millas. Hasta distingo los acentos de los diferentes barrios de Londres. Como usted sabe, cada población presenta en su vocabulario y en el modo de pronunciarlo matices característicos, y hasta podría decirle que cada familia tiene un deje y expresiones que le son peculiares. Además, poseo grandes conocimientos lingüísticos y tengo el donde imitar cualquier voz, cualquier entonación, cualquier acento. LA FLORISTA. — sí, sí; ahora quiere hacerse pasar por ventrílocuo; pero a mí no hay quien me quite que es de la secreta. EL CABALLERO. — Pero, ¿puede uno ganarse la vida con eso? EL QUE TOMA NOTA. — Ya lo creo. Esta es una época de snobismo. La gente empieza en Kentish Town con 80 libras esterlinas anuales y termina en Park Lane con cien mil. Quieren olvidarse de su acento natal, pero se traicionan cada vez que abren la boca. Las clases ricas, lo mismo que las burguesas que las aristocráticas, viajan mucho y quieren estudiar idiomas extranjeros y, sobre todo, pronunciarlos bien, aunque no los entiendan. Hoy las perrsonas de tono pronuncian el francés, el alemán, mejor que los propios nacionales respectivos. Pues bien: yo, habiendo analizado exactamente los fenómenos de la fonética, puedo fácilmente, indicando la posición que hay que dar a la lengua, los labios, etcétera, enseñar la pronunciación de cualquier idioma. Mis discípulos se quedan atónitos de sus propios progresos. Hago furor, como quien dice. No doy lecciones por menos de dos libras por hora, y tengo que rechazar discípulos. LA FLORISTA. — Que s'ocupe de suh propio' asunto' y deje tranqui'una pobre chica... EL QUE TOMA NOTA (vehementemente). —¡Mujer, termina, ahora mismo con ese insoportable lloriqueo, o, de lo contrario, busca el refugio de otro lugar de adoración! LA FLORISTA (débilmente desafiante). — ¡Tengo drecho a ehtar aquí, si quiero, igual qu'usté'! EL QUE TOMA NOTA. — Una mujer que emite sonidos tan deprimentes y repugnantes no tiene derecho a estar en parte alguna... no tiene derecho a vivir. Recuerda que eres un ser humano que tiene un alma y el don divino del idioma de articularlo; tu idioma nativo es el de Shakespeare, el de Milton y de la Biblia. Y no te quedes ahí canturreando como una paloma biliosa. LA FLORISTA (absolutamente desconcertada, mirándole con una expresión entre admiración y súplica, sin atreverse a levantar la cabeza). — ¡Ah-ah-ooooiii! EL QUE TOMA NOTA (extrayendo rápidamente la libretita).— ¡Cielos, qué sonido! (Escribe, luego contempla lo escrito y lee, reproduciendo con exactitud la vocalización.) ¡Ah- ah-ooooiii! ¡Y este dicen que es nuestro idioma, tan hermoso, tan sonoro, tan eurítmico! LA FLORISTA (divertida por la exhibición y riendo a pesar suyo). — ¡Caray! EL QUE TOMA NOTA. — ¿Ve usted a esta criatura con su inglés del albañal, con su inglés que la mantendrá en el arroyo hasta el fin de sus días? Pues bien, señor: si fuese cosa de apuesta, en tres meses podría hacer pasar a esta muchacha por una duquesa en la recepción de cualquier embajador. Incluso podría conseguirle un puesto de dama de compañía o de vendedora en una tienda, empleos para los cuales se necesita hablar un inglés mejor. LA FLORISTA. — ¿Cóm'dice? EL QUE TOMA NOTA. — Sí, tú, hoja de repollo aplastado; tú, deshonra de la noble arquitectura de estas columnas; tú, insulto viviente a la lengua inglesa... Podría hacerte pasar por la Reina de Saba. (Al caballero.) ¿No lo cree usted? EL CABALLERO. — Por supuesto que sí. Yo mismo soy un estudioso de los dialectos 10 PICKERING. — La verdad es que sí. Produce una tensión espantosa. Yo me enorgullecía de los veinticuatro sonidos vocales diferentes que soy capaz de pronunciar. Pero sus ciento treinta me han dejado vencido. No logro oír más que una ligera diferencia entre muchos de ellos. HIGGINS (riendo y acercándose al piano para comer golosinas).— Oh, eso viene con la práctica. Al principio no se aprecia la diferencia. Pero se continúa escuchando y de pronto se descubre que son tan distintos como A de B. (Aparece Mrs. Pearce, la ama de casa de Higgins.) ¿Qué ocurre? Mrs. PEARCE (vacilando, evidentemente perpleja). — Una joven quiere verlo, señor. HIGGINS. — ¿Una joven? ¿Qué quiere? Mrs. PEARCE. — Pues, dice que usted se alegrará de verla cuando sepa a qué ha venido. Es una muchacha sumamente vulgar, señor. Muy vulgar, por cierto. La habría echado, pero me pareció que quizás usted quisiese hacerla hablar en sus máquinas. Espero no haber hecho mal. Pero, de veras, a veces recibe usted visitantes tan extraños... Confío en que me per- donará, señor... HIGGINS. — Oh, no se preocupe, Mrs. Pearce. Así que dice que la joven tiene un acento interesante.. Mrs. PEARCE. — Ah, algo espantoso, señor, en verdad. No sé cómo pueden interesarle esas cosas. HIGGINS (a Pickering). — Hagámosla pasar. Hágala pasar, Mrs. Pearce. (Corre a su mesa de trabajo y toma un cilindro para usarlo en el fonógrafo.) Mrs. PEARCE (sólo resignada a medias). — Muy bien, señor. Usted decide. (Baja.) HIGGINS. — Estamos de suerte. Le mostraré cómo grabo los cilindros. La haremos hablar y yo anotaré los sonidos con el sistema del Idioma Visible de Bell, luego con el rómico 2 y finalmente hablará ante el fonógrafo, para que usted pueda pasar el cilindro tantas veces como quiera, con la transcripción escrita a la vista. Mrs. PEARCE (regresando). — Esta es la joven, señor. La florista entra de gran gala. Lleva un sombrero con tres plumas de avestruz: anaranjada, azul cielo y roja. Tiene un delantal casi limpio y la mugrienta chaqueta ha sido cepillada. El patetismo de esta deplorable figura, con su inocente vanidad y su aire de importancia, conmueve a Pickering, que ya se ha enderezado al entrar Mrs. Pearce. Para Higgnins, en cambio, la única diferencia de comportamiento que observa ante hombres y mujeres es que cuando no trata de amedrentar y no está clamando a los cielos por tener que llevar su pequeña cruz, adula a las mujeres como los chiquillos adulan a sus nodrizas si quieren conseguir algo de ellas. HIGGINS (bruscamente y pueril, reconociéndola con no disimulada desilusión y, convirtiendo de inmediato la cuestión en una molestia que le resulta intolerable). — ¡ Pero si es la muchacha a la que estuve transcribiendo ayer por la noche! No nos sirve; tengo cilindros de sobra con la jerga de Lisson Grove y no pienso gastar otro en ella. (A la joven.) Vete, no te necesito. LA FLORISTA. — No sea dehcarado. Tovía no sabe a qué'venido. (A Mrs. Pearce, que aguarda, en la puerta, nuevas órdenes.) ¿Le dijo que vine'n tasi? Mrs. PEARCE. — ¡Tonterías, chica! ¿Te parece que a un caballero como Mr. Higgins le interesa saber cómo viniste? LA FLORISTA. — ¡Ah, somos orguyosos! Pues él no tiene'n conveniente'n dar lesiones. 2 Sistema de notación fonética inventado por Henry Sweet (N. T.) 11 Se lo'í decir. Bueno, yo n'he venid'hacer visita' de cumplido. Y si mi dinero no es bahtante bueno, pued'ir a otra parte. HIGGINS. — ¿Si no es suficientemente bueno para qué? LA FLORISTA. — Par'usté'. Ahora ya lo sabe, ¿eh? He venid'a tomar lesiones. Y a pagarlas, que n'haya malentendido'. HIGGINS (estupefacto). — ¡¡Bueno!! (Recobrando el aliento con un jadeo.) ¿Y qué esperas que te diga? LA FLORISTA. — Bien, si'sté' fuese'n cabayero, podría'nvitarme a que me siente, me parece. ¿No le dije que vengo por cuehtione' de negocio'? HIGGINS. — Pickering, ¿invitamos a esta zorra a que se siente, o la arrojamos por la ventana? LA FLORISTA (aterrorizada, corriendo hacia el piano, donde se vuelve, acorralada). — ¡Ah-ah-ooooiiii! (Ofendida y gimoteando.) ¡No permitiré que me yamen zorra cuando me'ofrecid'a pagar como cualquier dama! Inmóvil los dos hombres la contemplan desde el otro extremo del cuarto, atónitos. PICKERING (bondadoso). — Pero, ¿qué es lo que quieres niña? LA FLORISTA. — Quiero ser vendedor'en una floristería, lugar de vender en l'ehquina de Tottenham Court Road. Pero no m'aceptarán si n'hablo máh delicadamente. El dijo que m'enseñaría. Bueno, aquí'htoy, dihpuest'a pagarle... no le pido ningún favor... Y me trata como si fuera basura. Mrs. PEARCE. — ¿Cómo puedes ser tan tonta e ignorante que creas que puedes pagarle a Mr. Higgins? LA FLORISTA. — ¿Y por qué no? Sé tan bien com'usté' lo que cuehtan las lesione'. Y ehtoy dihpuest'a pagar. HIGGINS. — ¿Cuánto? LA FLORISTA (acercándose a él triunfalmente). — ¡Así s'habla! Ya me parecía que se le bajarían los humos cuando viese'na portunidad de recuperar lo que me dio ayer. (Confi- dencial.) Había bebid'un poco, ¿eh? HIGGINS (perentorio). — Siéntate. LA FLORISTA. — Bueno, si quier'hacer una cuehtión de cumplido... HIGGINS (atronador).– ¡Siéntate! Mrs. PEARCE (severa). —Siéntate, muchacha. Haz lo que te dicen. LA FLORISTA. — ¡Ah-ah-ah-oooii! (Se queda de pie, entre rebelde y pasmada.) PICKERING (con suma cortesía). — ¿No quieres hacer el favor de sentarte? (Coloca la silla suelta cerca de la alfombra que está ante la chimenea, entre Higgins y él mismo.) LA FLORISTA (tímidamente). — No tengu'inconveniente. (Se sienta. Pickering vuelve a su sitio de antes.) HIGGINS. — ¿Cómo te llamas? LA FLORISTA. — Liza Doolittle. HIGGINS (grave, declamando). Eliza, Elizabeth, Betsy y Bess fueron al bosque a coger nidos. PICKERING. — Encontraron uno con cuatro huevos. HIGGINS.—Tomaron uno cada una y dejaron tres. Ríen estruendosamente de su propia gracia. LIZA.— ¡qué tontos son ustedes! Mrs. PEARCE (colocándose detrás de la silla de Eliza).— No debe hablar de ese modo al caballero. LIZA. — Bueno, ¿y por quél no me dice algo sensato? HIGGINS. — Volvamos a nuestro negocio. ¿Cuánto piensas pagarme por las lecciones? 12 LIZA. — Oh, yo sé lo qu'eh juhto. Un'amiga mía recibe lesiones de francé' por dieciocho penique' l'hora d'un verdadero cabayero francé'. Y usté' no tendría'l dehcaro de pedirme lo mismo por enseñarme mi propio idioma como por enseñarme francé'. De modo que no le daré máh d'un penique. 'Tómelo o déjelo. HIGGINS (paseándose por el cuarto, haciendo sonar las llaves y las monedas que lleva en el bolsillo). — ¿Sabe?, Pickering; si se considera un chelín, no como un simple chelín, sino como un porcentaje de los ingresos de esta muchacha, resulta ser el equivalente total de lo que serían para un millonario sesenta o setenta guineas. PICKERING. — ¿Cómo? HIGGINS. — Calcúlelo usted mismo. Un millonario tiene unas 150 libras esterlinas por día. Ella gana media corona diaria. LIZA (altanera). — ¿Quién le dijo que yo no gano máh de...? HIGGINS (continuando). — Me ofrece por las lecciones dos quintos de sus ingresos diarios. Dos quintos del ingreso diario de un millonario serían alrededor de sesenta libras esterlinas. Es magnífico. ¡Caramba, es enorme! ¡Es la más grande oferta que se me haya hecho jamás! LIZA (levantándose, aterrorizada). — ¿Senta libra'? ¿De qué' stá'blando? Yo no l'ofrecí senta libra'. ¿De dónde sacaría yo...? HIGGINS. — Cierra el pico. LIZA (sollozando). — Pero'h que no tengo senta libra'. Oh... Mrs. PEARCE.— ¡No llores, muchacha tonta! Siéntate. Nadie piensa tocar tu dinero. HIGGINS. —Alguien te tocará, sí, con una escoba, si no dejas de moquear. Siéntate. LIZA (obedeciendo, lentamente).— ¡Ah-ah-ah-oooii! Cualquier' crería qu'usté's mi padre. HIGGINS. — Si decido ser tu maestro me convertiré en algo peor que dos padres para ti. ¡Toma! (Le ofrece su pañuelo de seda.) LIZA. — ¿Para qué's ehto? HIGGINS. — Para secarte los ojos. Para limpiarte cualquier parte de la cara que sientas húmeda. Acuérdate: eso es tu pañuelo y eso es tu manga. No confundas el uno con la otra si quieres llegar a ser vendedora en una tienda. Liza, completamente desconcertada, le mira con expresión de impotencia. Mrs. PEARCE. — Es inútil hablarle de ese modo, Mr. Higgins; no le entiende. Además, no lo hace de ese modo. (Toma el pañuelo.) LIZA (arrebatándoselo). — ¡Vamo', déme'se pañuelo! Me lo dio a mí, no a usté'. PICKERING (riendo). —Así es. Creo que debe ser considerado propiedad de ella, Mrs. Pearce. Mrs. PEARCE (resignándose). — Se lo tiene merecido, Mr. Higgins. PICKERING. — Personalmente, estoy interesado. ¿Qué? ¿Y de la recepción del embajador? Si cumple con su promesa proclamaré que es usted el más grande maestro viviente. Le apuesto todos los gastos que demande el experimento a que no puede hacerlo. Y pagaré por las lecciones. LIZA. — Oh, es usté' realmente bueno. Gracia', capitán. HIGGINS (tentado, mirándola). — Resulta casi irresistible. Es tan deliciosamente barriobajera... tan horriblemente sucia... LIZA (protestando vivamente). — ¡Ah-ah-ah-ah-ooooiii! No soy sucia; me lavé lah mano' y la cara endennanteh de venir, me lavé. PICKERING. — Le aseguro que no conseguirá marearla con halagos, Higgins. Mrs. PEARCE (inquieta). — ¡Oh, no diga eso, señor! Hay más de una forma de marear a una muchacha. Y nadie puede hacerlo mejor que Mr. Higgins, aunque no siempre lo haga con intención. Y espero, señor, que usted no le aliente a hacer ninguna tontería. HIGGINS (excitándose a medida que la idea comienza a tomar cuerpo en él).— ¿Qué es la 15 (Se levanta y toma resueltamente la palabra.) ¡Bahta! ¡Y'ehtoy cansada d'ehto! (Dirigiéndose a la puerta.) Me voy. Tendría que'vergonzarse. HIGGINS (tornando un bombón de chocolate del piano, con los ojos relampagueándole de malicia). — Toma un bombón, Eliza. LIZA (deteniéndose, tentada), — ¿Cómo sé qué tienen adentro? He oído 'blar de muchachah marcotizada' por gente com'usté'. Higgins extrae el cortaplumas, corta un bombón en dos, se pone una mitad en la boca, la traga y ofrece a Liza la otra mitad. HIGGINS. — Símbolo de buena fe, Eliza. Yo me como una mitad, tú te comes la otra. (Liza abre la boca para replicar y él le arroja el medio bombón en ella.) Tendrás cajas de ellos, barriles de ellos, todos los días. Te alimentarás con ellos. ¿Eh? LIZA (que ha tragado el bombón después de haberse casi asfixiado con él). —No l'habría comido, per' soy demasiado bien'ducada pa sacármelo de la boca. Me voy. Toni'ré un taxi. MRS. PEARCE. — Hay otros medios de transporte, muchacha. LIZA. — Bueno, ¿y qué? Tengo tanto drecho com'cualquiera' tomar un taxi. HIGGINS. — Lo tienes, Eliza. Y en el futuro tomarás tantos taxis como te plazca. Recorrerás la ciudad de arriba abajo y en círculo, en taxi, todos los días. Piensa en eso, Eliza. Mrs. PEARCE. — Mr. Higgins, está usted tentando a la joven. No es justo. Ella debería pensar en su futuro. HIGGINS. — ¿A su edad? ¡Tonterías! Tendrá tiempo de sobra para pensar en el futuro cuando no tenga futuro alguno en qué pensar. No, Eliza: haz como hace esta señora. Piensa en el futuro de otras personas, mas nunca en el tuyo. Piensa en bombones, taxis, oro y diamantes. LIZA. — No, no quier'oro ni diamante'. Soy'na buena muchacha, soy. (Vuelve a sentarse, con una tentativa de mostrarse digna.) HIGGINS. — Y seguirás siéndolo, Eliza, bajo el cuidado de Mrs. Pearce. Y te casarás con un oficial de la Guardia, de hermosos bigotes, el hijo de un marqués, que le desheredará por haberse casado contigo, pero se ablandará cuando vea tu belleza y bondad... PICKERING. — Perdóneme, Higgins, pero debo intervenir. Mrs. Pearce tiene mucha razón. Si esta chica se pone en sus manos durante seis meses, para un experimento didáctico, debe saber perfectamente qué hace. HIGGINS. — ¿Cómo podría ser eso? Es incapaz de entender nada. Además, ¿entiende alguno de nosotros lo que hace? Si lo entendiéramos, ¿lo haríamos? PICKERING. — Muy ingenioso, Higgins, pero no tiene relación alguna con el caso presente. (A Eliza.) Miss Doolittle... LIZA (anonadada). — ¡Ah-ah-ooii! HIGGINS. — ¡Vaya! Eso es todo lo que sacará de Eliza. ¡Ah-ah-ooii! Es inútil explicarle. Como militar, usted tendría que saberlo. Déle órdenes: eso es suficiente para ella. Eliza: vivirás aquí durante los próximos seis meses, aprendiendo a hablar tan bellamente como una vendedora de flores. Si eres buena y haces todo lo que se te diga, dormirás en un verdadero dormitorio tendrás comida en abundancia y dinero para comprar bombones y viajar en taxi. Si eres mala y perezosa, dormirás en la cocina, con las cucarachas, y serás castigada por Mrs. Pearce con una escoba. Al cabo de los seis meses irás a Buckingham Palace en un carruaje, hermosamente ataviada. Si el Rey descubre que no eres una dama, serás llevada por la policía a la Torre de Londres, donde te cortarán la cabeza como advertencia a otras floristas engreídas. Si no te descubren, te haré un regalo de siete chelines y seis peniques para que comiences tu vida de vendedora en una floristería. Si rechazas este ofrecimiento, serás una muchacha sumamente perversa y desagradecida y los ángeles llorarán por ti. (A Pickering.) Y ahora, ¿está satisfecho, Pickering? (A Mrs. Pearce.) ¿Puedo detallarlo más clara y 16 honestamente, Mrs. Pearce? Mrs. PEARCE (paciente). — Creo que sería mejor que me dejara hablar convenientemente con la joven en privado. No sé si puedo hacerme cargo de ella o dar mi aprobación al convenio. Ya sé que no quiere usted hacerle ningún daño. Pero cuando siente lo que usted llama interesarse por el acento de la gente, no piensa nunca, ni le interesa, lo que pueda pasarle a la gente o a usted. Ven conmigo, Eliza. HIGGINS. —Muy bien. Gracias, Mrs. Pearce. Transpórtemela al cuarto de baño. LIZA (levantándose a desgana y con suspicacia). — Usté's un gran valentón, es'eh. Si no quiero, no me quedaré. Y no dejaré que nadies me cahtigue. Nunca tuv'interéh'n ir a Bucknam Pelis. Nunca tuve dif'cultades con la policía. Soy'na buena chica. Mrs. PEARCE. — No repliques, muchacha. No has entendido al caballero. Ven conmigo. (Abre la marcha hacia la puerta, y la mantiene abierta para que pase Eliza.) LIZA (mientras sale). — Bueno, lo que dije's cierto. No me'cercaré'l Rey, si me van a cortar la cabeza. Si'biera sabido'n qué me metía, n'hubiera venido'quí. Siempr'he sido'na buena chica, y nunca quis'hablar una palabra con él, y no le debo nada, y no m'importa, y no permitiré que me manden, y tengo mihsentimiento', igual que cualquiera... Mrs. Pearce cierra la puerta y las quejas de Eliza no son ya audibles. . PICKERING. — Perdóneme que le haga una pregunta directa, Higgins. ¿Es usted una persona de buen carácter por lo que atañe a las mujeres? HIGGINS (lúgubre). — ¿Ha encontrado alguna vez a un hombre de buen carácter por lo que atañe a las mujeres? PICKERING. — Sí, con frecuencia. HIGGINS (dogmático, izándose con las manos hasta el nivel del piano y sentándose en él de un salto). — Bueno, pues yo no. He descubierto que en cuanto dejo que una mujer trabe amistad conmigo, ella se torna celosa, suspicaz, exigente, un condenado engorro. He descubierto que en cuanto trabo amistad con una mujer me hago egoísta y tiránico. Las mujeres lo trastornan todo. Cuando uno permite que se metan en la vida de uno, descubre que la mujer quiere una cosa y uno quiere otra muy distinta. PICKERING. — ¿Qué, por ejemplo? HIGGINS (bajando del piano, inquieto). — ¡Oh, el cielo lo sabe! Supongo que la mujer quiere vivir su vida. Y el hombre quiere vivir la suya. Y ambos tratan de arrastrar al otro por la senda equivocada. Uno quiere ir al norte y el otro al sur. Y el resultado es que ambos tienen que ir al este, aunque odian el viento del este. (Se sienta en el taburete, ante el piano.) De modo que aquí me tiene, un viejo solterón declarado, y con todas las posibilidades de quedarme así. PICKERING (levantándose y quedándose gravemente junto a él).— ¡Vamos, Higgins! Ya sabe a qué me refiero. Si intervengo en esta cuestión me sentiré responsable por esa joven. Espero que quede aclarado que nadie se aprovechará de la situación de la muchacha. HIGGINS. — ¿Qué? ¿De esa cosa? ¡Es sagrada, se lo aseguro! (Poniéndose de pie para explicar.) ¿Sabe?, ella será una alumna. Y la enseñanza sería imposible si los alumnos no fuesen sagrados. He enseñado a hablar inglés a veintenas de millonarias norteamericanas, las mujeres más bien parecidas del mundo. Estoy acostumbrado. Tanto me daría que hubiesen sido bloques de madera. Yo podría haber sido un bloque de madera. Es... Mrs. Pearce abre la puerta. Lleva en la mano el sombrero de Eliza. Pickering se sienta en la butaca junto a la chimenea. HIGGINS (ansiosamente).—Y bien, Mrs. Pearce, ¿todo marcha bien? Mrs. PEARCE (en la puerta).— Lo molesto porque querría hablar unas palabras con usted, Mr. Higgins. HIGGINS. — Sí, por supuesto. Pase. (Ella entra.) No queme eso, Mrs. Pearce. Lo 17 conservaré como una curiosidad. (Toma el sombrero.) Mrs. PEARCE. — Manipúlelo con cuidado, señor, por favor. Tuve que prometerle que no lo quemaría. Pero será mejor que lo ponga en el horno durante un rato. HIGGINS (dejándolo presurosamente sobre el piano).— ¡Oh, gracias! Bien, ¿qué quería decirme? PICKERING. — ¿Molesto? Mrs. PEARCE. — En lo más mínimo, señor. Mr. Higgins, ¿quiere tener la amabilidad de cuidarse con lo que dice delante de la joven? HIGGINS (severo). — Por supuesto. Siempre soy cuidadoso con lo que digo. ¿Por qué me advierte tal cosa? Mrs. PEARCE (inconmovible). — No, señor, no lo es cuando se le ha perdido alguna cosa o cuando se pone un poco impaciente. Ahora bien: delante de mí no tiene importancia; estoy acostumbrada. Pero no debe maldecir delante de la muchacha. HIGGINS (indignado). — ¿Yo maldecir? (Enfático.) Nunca maldigo. Odio esa costumbre. ¿Qué demonios quiere decir con eso? Mrs. PEARCE (calmosa). —Eso es lo que quiero decir con eso. Maldice usted demasiado. No me importa que diga "condenado" y "cuernos", y "qué demonios" y "dónde demonios" y "quién diablos"... HIGGINS. — Mrs. Pearce, ¡ese lenguaje en sus labios...! ¡De veras...! Mrs. PEARCE (sin dejarse apartar del tema). —...pero hay cierta palabra que debo pedirle que no emplee. La muchacha la usó cuando empezó a sentirse bien en el baño. Comienza con la misma letra de caramba. Ella no tiene la culpa; la aprendió junto a su madre. Pero no debe oírla de labios de usted. HIGGINS (altivo). — No puedo admitir que yo la haya usado alguna vez, Mrs. Pearce. (Ella lo mira firmemente. El agrega, ocultando una conciencia intranquila con un aire juicioso) Salvo, quizás, en un momento de excitación extrema y justificable. Mrs. PEARCE. — Justamente esta mañana, señor, la aplicó a los zapatos, a la manteca y al pan negro. HIGGINS. — ¡Ah, eso! No tiene importancia, Mrs. Pearce. Mrs. PEARCE. — Bien, señor, como quiera. Pero le ruego que no permita que la joven lo oiga repetirlo. HIGGINS.— ¡Oh, muy bien, muy bien! ¿Eso eso todo? Mrs. PEARCE. — No, señor. Tendremos que tener mucho cuidado con esa chica en cuanto al aseo personal. HIGGINS. — Muy cierto. Bien dicho. Tiene mucha importancia. Mrs. PEARCE. — Quiero decir, en cuanto a permitirle que sea descuidada con su vestido o que deje sus cosas en cualquier parte. HIGGINS (acercándose a ella con solemnidad). —Precisamente. Estaba a punto de llamarle a usted la atención al respecto. (Se le aproximo a Pickering, quien se divierte enormemente con la conversación.) Estas cositas son las que tienen mayor importancia, Pickering. Cuide los peniques y las libras se cuidarán por sí mismas. Y eso vale tanto en lo que atañe al dinero como en lo referente a las costumbres personales. (Por fin, ancla en la alfombra de la chimenea, con el aire de un hombre que se encuentra en una posición inexpugnable.) Mrs. PEARCE. — Sí, señor. En ese caso puedo pedirle que no baje a desayunarse con la bata de dormir, o por lo menos que no la use como servilleta hasta el punto en que lo hace, señor. Y si quiere tener la bondad de no comer todas las cosas en el mismo plato y de no poner la cazuela de las gachas sobre el mantel limpio, le dará un mejor ejemplo a la joven. Ya sabe que la semana pasada casi se asfixia con una espina de pescado que encontró en la mermelada. 20 DOOLITTLE. — Un instrumento musical, jefe. Unos cuadros, algunas baratijas y una jaula de pájaro. Ella dijo que no quería ropas. ¿Que podía yo suponer, jefe? Le pregunto: como padre, ¿qué podía yo suponer? HIGGINS. — De modo que vino a salvarla de algo peor que la muerte, ¿eh? DOOLITTLE (apreciativo, aliviado de ver que se le entiende tan bien).— Precisamente, jefe. Eso mismo. PICKERING. — Pero, ¿por qué le trajo el equipaje, si quería llevársela? DOOLITTLE. — ¿He dicho yo algo acerca de llevármela? ¿Lo he dicho? HIGGINS (decidido). — Pues se la llevará, y a paso redoblado. (Cruza hacia el hogar y hace sonar el timbre.) DOOLITTLE (levantándose). —No, jefe. No diga eso. No soy hombre como para interponerme entre la felicidad y mi hija. Una carrera se abre ante ella, como quien dice, y... Mrs. Pearce abre la puerta y aguarda órdenes. HIGGINS. — Mrs. Pearce, este es el padre de Eliza. Ha venido a llevársela. Désela. (Vuelve al piano, con aire de lavarse las manos de toda la cuestión.) DOOLITTLE. — No. Esto es un malentendido. Escúcheme... MRS. PEARCE. — No puede llevársela, Mr. Higgins. Imposible. Usted me dijo que le quemara las ropas. DOOLITTLE. — Es cierto. No puedo llevarme a la muchacha por las calles como si fuese una maldita mona, ¿no es verdad? Dígalo usted mismo. HIGGINS. — Usted me ha dicho que quiere a su hija. Llévesela. Si no tiene ropas, salga a comprarle algunas. DOOLITTLE (desesperado). — ¿Dónde están las ropas en que vino? ¿Las quemé yo o las quemó su esposa, aquí presente? Mrs. PEARCE. — Soy el ama de llaves, sí no tiene inconveniente. He hecho pedir algunas ropas para su hija. Cuando lleguen, podrá llevársela usted. Puede esperar en la cocina. Por aquí, por favor. Doolittle, profundamente turbado, la acompaña hasta la puerta, vacila y finalmente se vuelve hacia Higgins con actitud y tono confidencial. DOOLITTLE. — Oiga, jefe. Usted y yo somos hombres de mundo, ¿no es así? HIGGINS.— ¡Oh! Somos hombres de mundo, ¿eh? Será mejor que salga, Mrs. Pearce. Mrs. PEARCE. — Yo también creo lo mismo, señor, por cierto. (Sale con dignidad.) PICKERING. — Tiene usted la palabra, Mr. Doolittle. DOOLITTLE (a Pickering). — Le agradezco, jefe. (A Higgins, que se refugia en el taburete del piano, un poco abrumado por la proximidad de su visitante; porque Doolittle está rodeado de un tufo profesional de basura.) Bueno, la verdad es que me ha caído usted en gracia, jefe. Y, si la quiere a la chica, no estoy tan empecinado en llevármela a casa que no esté dispuesto a aceptar un arreglo. Desde el punto de vista de una joven, es una muchacha sumamente bonita. Como hija no vale lo que costaría mantenerla. Y por eso se lo digo a usted francamente. Lo único que exijo son mis derechos de padre. Y usted sería el último hombre viviente en pretender que la deje irse sin ninguna compensación. Porque ya veo que es usted uno de esos individuos derechos, jefe. Bien, ¿qué es para usted un billete de cinco libras? ¿Y qué es Eliza para mí? (Vuelve a su silla y se sienta juiciosamente.) PICKERING. — Creo que tendría que saber, Doolittle, que las intenciones de Mr. Higgins son enteramente honestas. DOOLITTLE. — Por supuesto que lo son, jefe. Si creyese que no eran, pediría cincuenta. HIGGINS (asqueado). — ¿Quiere decir que vendería a su hija por cincuenta libras esterlinas? DOOLITTLE. — En general, no. Pero para complacer a un caballero como usted haría muchas cosas, se lo aseguro. 21 PICKERING. — Pero, ¿es que no tiene moral, hombre? DOOLITTLE (impávido). — No puedo darme ese lujo, jefe. Y tampoco podría dárselo usted, si fuese tan pobre como yo. No es que quiera hacer algún daño, ¿sabe? Pero, si Liza ob- tendrá algo de esto, ¿por qué no yo también? HIGGINS (turbado). — No sé qué hacer, Pickering. Es indudable que, en punto a moral, sería un crimen darle una moneda a este individuo. Y sin embargo presiento que hay una especie de justicia tosca en su pedido. DOOLITTLE. — Eso es, jefe. Eso es lo que yo también digo. Un corazón de padre, por así decirlo. PICKERING. — Bueno, yo conozco ese sentimiento; pero, de veras, no me parece muy justo... DOOLITTLE. — No diga eso, jefe. No lo mire de ese modo. ¿Qué soy yo, jefes? Les pregunto: ¿qué soy yo? Soy uno de los pobres indignos, eso es lo que soy. Piense en lo que eso significa para un hombre. Significa que continuamente tendrá que luchar contra la moral de la clase media. Si hay algo en vista, y yo trato de sacar mi parte, siempre sucede lo mismo: "Eres indigno; no te corresponde." Pero mis necesidades son tan grandes como las de la viuda más digna que haya recibido dinero de seis distintas instituciones de caridad, en una semana, por la muerte del mismo esposo. No necesito menos que un hombre digno; necesito más. No como menos vorazmente. Y bebo mucho más. Necesito alegría y una canción y una orquesta, cuando me siento deprimido. Necesito diversión, porque soy un hombre que piensa. Bien, pues me cobran por todo lo mismo que le cobran al digno. ¿Qué es la moral de la clase media? Nada más que una excusa para no darme nunca nada. Por lo tanto les pido, como a dos caballeros que son, que no jueguen ese juego conmigo. Yo estoy jugando limpiamente con ustedes. No pretendo ser digno. Soy indigno y tengo la intención de seguir siéndolo. Me agrada, y esa es la verdad. ¿Querrían ustedes aprovecharse de la naturaleza de un hombre para despojarle del precio de su propia hija, que él ha criado y aumentado y vestido con el sudor de su frente hasta que ella tuvo suficiente edad como para interesarles a ustedes dos? ¿Cinco libras es un precio irrazonable? Les planteo la cuestión y dejo la cuestión en manos de ustedes. HIGGINS (levantándose y acercándose a Pickering). — Pickering, si nos ocupáramos de este hombre durante tres meses, podría elegir entre un puesto en el gabinete y un púlpito popular en Gales. PICKERING. — ¿Qué dice a eso, Doolittle? DOOLITTLE. — No quiero nada de eso, jefe, muchas gracias. He oído a todos los predicadores y a todos los primeros ministros —porque soy un hombre que piensa y me agrada la política o la religión o las reformas sociales igual que cualquier otra diversión—, y les digo que es una vida de perros por donde se la mire. La pobreza indigna es mi especialidad. Comparando una posición social con otra es... es... bien, es la única que tiene un poco de pimienta, para mi gusto. HIGGINS. — Supongo que tendremos que darle un billete de cinco. PICKERING. — Me temo que le dará mal uso. DOOLITTLE. — No, jefe, le aseguro que no sucederá nada de eso. No tema que me lo guarde y lo ahorre y viva en el ocio con él. Para el próximo lunes no quedará ni un penique de él. Tendré que volver a trabajar como si nunca lo hubiese tenido. Y puede apostar a que no me empobrecerá. Apenas una buena parranda para mí y la señora, dándonos placer a nosotros mismos y empleo a otros, y satisfacción a ustedes, cuando piensen en que no ha sido derrochado. HIGGINS (extrayendo la cartera y colocándose entre Doolittle y el piano). —Esto es irresistible. Démosle diez. (Ofrece dos billetes al basurero.) DOOLITTLE. — No, jefe. Ella no tendría el valor necesario para gastar diez libras; y quizá 22 no lo tendría yo tampoco. Diez libras es mucho dinero; hace que un hombre se sienta un poco prudente. Y, entonces, ¡adiós a la felicidad! Déme lo que le pido, jefe, ni un centavo más, ni un centavo menos. PICKERING. — ¿Por qué no se casa con esa señora suya? Para mí hay límites en lo que se refiere a alentar ese tipo de inmoralidades. DOOLITTLE. — Así se lo he dicho a ella, jefe, así se lo he dicho a ella. Yo estoy dispuesto. Soy yo quien sufre con ello. No tengo ningún dominio sobre la mujer. Tengo que mostrarme agradable con ella. Tengo que hacerle regalos. Tengo que comprarle ropas que es un espanto. Soy un esclavo de esa mujer, jefe, y sólo porque no soy su esposo legal. Y ella lo sabe. ¡Que la sorprendan casándose conmigo! Siga mi consejo, jefe: cásese con Eliza mientras ella es joven y no sabe lo que hace. De lo contrario, lo lamentará más adelante. En cambio, si se casa, será ella quien lo lamente. Pero mejor que lo lamente ella y no usted, porque usted es un hombre y ella no es más que una mujer y, de todos modos, no sabe cómo se hace para ser feliz. HIGGINS.—Pickering, si seguimos escuchando a este hombre un minuto más, no nos quedará ninguna convicción en pie. (A Doolittle.) Creo que dijo cinco libras... DOOLITTLE. — Muchas gracias, jefe. HIGGINS. — ¿Está seguro de que no aceptará diez? DOOLITTLE. — Ahora no. Otra vez, jefe. HIGGINS (entregándole un billete de cinco libras). — Aquí tiene. DOOLITTLE. — Muchas gracias, jefe. Buenos días. (Se dirige apresuradamente hacia la puerta, ansioso de escapar con su botín. Cuando la abre se encuentra frente a una graciosa y exquisitamente limpia japonesita, ataviada con un sencillo quimono de algodón azul, decorado hábilmente con pequeños capullos blancos de jazmín, impresos. Mrs. Pearce la acompaña. El se aparta del paso con deferencia y se disculpa.) Perdone, señorita. LA JAPONESITA. — ¡Caray! ¿No conoceh' tu propia hija? DOOLITTLE ¡Diablos! ¡Es Eliza! HIGGINS exclamando ¿Que es esto? PICKERING simultáneamente ¡Por Júpiter! LIZA. — Parezco una tonta ¡no? HIGGINS. — ¿una tonta? Mrs. PEARCE (a la puerta). —Por favor, Mr. Higgins, no diga nada que pueda hacer que la joven se envanezca. HIGGINS (concienzudamente). — ¡Oh, muy cierto, Mrs. Pearce! (A Eliza.) Sí, remalditamente tonta. Mrs. PEARCE. —Por favor, señor. HIGGINS— (corrigiéndose). — Quiero decir, extremadamente tonta. LIZA. — Ehtaría perfetamente con el sombrero puehto. (Toma el sombrero, se lo pone y cruza el cuarto en dirección a la chimenea, con ademanes de elegante.) HIGGINS. — ¡Una nueva moda, caramba! ¡Y debería ser horrible! DOOLITTLE (con orgullo paternal). — Bueno, nunca creí que, limpia, pudiese ser tan bien parecida, jefe. Es un crédito para mí, ¿eh? LIZA. — Puedo decirte qu'aquí eh fácil limpiarse. Agua calient'y fría de caniya toda la qu'una quiera. Tuayas ehponjosa'. Y'n soporte para las tuayas, tan caliente que te quema loh dedo'. Cepilloh suave' para frotarte y una jabonera qu'huele a rosa'. Ahora sé por qué lah dama' son tan limpias. ¡Me guhtaría que vieran cóm'éh la vida para gente como yo! HIGGINS. — Me alegro de que el cuarto de baño haya contado con tu aprobación. 25 ACTO III El día de recibir de Mrs. Higgins. Nadie ha llegado aún. El salón, en un piso de Chelsea, sobre el Embankment, tiene tres ventanas que miran al río y el cielo raso no es tan alto como lo sería en una casa más vieja de las mismas pretensiones. Las ventanas están abiertas, dejando paso a un balcón en el que hay macetas con flores. Mirando hacia los ventanales, la chimenea queda a la izquierda y la puerta en la pared a la derecha, en el rincón más cercano a las ventanas. Mrs. Higgins creció en la devoción por el estilo Morris y Burne-Jones, y su cuarto, completamente distinto del de su hijo, en la casa de la calle Wimpole, no está atestado de muebles y mesitas y zarandajas. Decoran la estancia la enorme otomana del centro, junto con la alfombra, el empapelado Morris, y el forro de brocado de la otomana y sus cojines, formando un conjunto demasiado hermoso como para que los chirimbolos inútiles le roben protagonismo. Algunos cuadros al óleo, de gran calidad, procedentes de las exposiciones realizadas en la Galería Grosvenor treinta años antes (los Burne-Jones, no los Whistler), penden de las paredes. El único paisaje es un Cecil Lawson hecho en la escala de un Rubens. Uno de ellos es el retrato de Mrs. Higgins joven, vestida a la moda de Rosetti, con un hermoso traje, estilo caricaturizado por los que no fueron capaz de entenderlo, y que condujo a los absurdos del esteticismo popular de la década de los setenta. En el rincón diagonalmente opuesto a la puerta, Mrs. Higgins, pasados ya los sesenta años y habiendo dejado ya atrás el deseo de tomarse el trabajo de vestirse a la moda, está sentada, escribiendo, ante un secreter sencillo y elegante con el botón de un timbre al alcance de la mano. Entre ella y la ventana más cercana hay una silla Chippendale. Al otro lado del cuarto, más adelante, hay una silla isabelina, toscamente tallada según el gusto de Iñigo Jones. En el mismo lado se encuentra un piano. El rincón entre la chimenea y la ventana está ocupado por un diván con cojines forrados de cretona Morris. Son entre las cuatro y las cinco de la tarde. La puerta se abre violentamente y entra Higgins, con él sombrero puesto. Mrs. HIGGINS (consternada). — ¡Henry! (Riñéndole.) ¿Qué haces aquí, hoy? Es mi día de recibir. Prometiste no venir. (Mientras él se inclina para besarla, ella le quita el sombrero y se lo entrega.) HIGGINS. — ¡Oh, vaya! (Deja caer el sombrero en la mesa.) Mrs. HIGGINS.— Vete a tu casa inmediatamente. HIGGINS (besándola). — Lo sé, madre. Vine a propósito. Mrs. HIGGINS.—Pero no debías haberlo hecho. Lo digo en serio, Henry. Ofendes a todas mis amistades. Cada vez que se encuentran contigo dejan de venir. HIGGINS. — ¡Tonterías! Ya sé que no me es posible mantener una conversación ligera. Pero a la gente no le importa. (Se sienta en el sofá.) Mrs. HIGGINS.— No, ¿eh? ¡Conversación ligera, vaya! ¿Y qué me dices de tus serias conversaciones? De veras, querido, si te quedas es mejor que no digas ni palabra. HIGGINS. — Debo decir algo. Tengo un trabajo para ti. Un trabajo fonético. Mrs. HIGGINS. — Es inútil, querido. Lo siento, pero no puedo acostumbrarme a tus vocales. Y aunque me agrada recibir tus hermosas postales con tu escritura taquigráfica patentada, siempre me veo obligada a leer las copias en la escritura común que tan previsoramente me envías. HIGGINS. — Bueno, pues ahora no se trata de un trabajo fonético. 26 Mrs. HIGGINS. — Pero acabas de decir que sí. HIGGINS. — No lo es la parte que tú tienes que hacer. He encontrado a una muchacha. Mrs. HIGGINS. — ¿Quiere eso decir que una muchacha te ha encontrado a ti? HIGGINS. — Nada de eso. No me refiero a un asunto amoroso. Mrs. HIGGINS. — ¡Qué lástima! HIGGINS. — ¿Por qué? Mrs. HIGGINS.—Porque nunca te enamoras de nadie que tenga menos de cuarenta y cinco años. ¿Cuándo piensas descubrir que a tu alrededor hay varias mujeres hermosas? HIGGINS.—Oh, no tengo tiempo para ocuparme de mujeres hermosas. Mi idea de una mujer a quien sea posible amar sería la de alguien que se pareciese a ti lo más posible. Nunca podré llegar a sentirme seriamente atraído por mujeres jóvenes. Tendría que cambiar costumbres arraigadas en mí demasiado hondamente. (Levantándose bruscamente y paseándose, haciendo sonar las monedas y las llaves que guarda en los bolsillos del pantalón.) Además, todas son idiotas. Mrs. HIGGINS. — ¿Sabes qué harías si me amaras de veras, Henry? HIGGINS. — ¡Oh, por favor! ¿Qué? Casarme, supongo. Mrs. HIGGINS. — No. Dejar de removerte y sacar las manos de los bolsillos. (El obedece, con un gesto de desesperación, y vuelve a sentarse.) Eso es. Y ahora háblame de esa muchacha. HIGGINS. — Vendrá a visitarte. Mrs. HIGGINS. — No recuerdo haberla invitado. HIGGINS. — No la invitaste. La invité yo. Si la hubieras conocido no la habrías invitado. Mrs. HIGGINS. — ¡De veras! ¿Por qué? HIGGINS. — Bien, ocurre que... Es una vulgar florista. La encontré en la calle. Mrs. HIGGINS.— ¡Y la invitaste a venir a mi casa el día de recibir! HIGGINS (poniéndose de pie y acercándose a ella para engatusarla). — ¡Oh, no pasará nada! Le he enseñado a hablar correctamente y tiene órdenes estrictas en lo que atañe a su comportamiento. Tiene que atenerse a dos temas: el tiempo y la salud de todos los presentes... Magnífico día y qué tal le va, ¿entiendes? Y no debe hablar de tópicos generales. Eso la mantendrá a salvo. Mrs. HIGGINS. —¡A salvo! ¡Hablar de nuestra salud, de nuestros órganos, quizá de nuestro cuerpo! ¿Cómo pudiste ser tan tonto, Henry? HIGGINS (impaciente). — Bueno, pues tiene que hablar de algo. (Se domina y vuelve a sentarse.) Oh, no pasará nada, no te alarmes. Pickering está conmigo en la conspiración. Tenemos una especie de apuesta pendiente acerca de si podré hacerla pasar por duquesa en seis meses. Empecé a trabajar con ella hace unos meses y progresa admirablemente. Ganaré la apuesta. Tiene un oído muy fino y me ha sido más fácil enseñarle a ella que a mis alumnos de la clase media, porque se ve obligada a aprender un idioma completamente nuevo. Habla inglés casi tan bien como tú francés. Mrs. HIGGINS. — En todo caso, eso ya es satisfactorio. HIGGINS. —Sí y no. Mrs. HIGGINS. — ¿Qué quieres decir? HIGGINS. — La pronunciación se la he enseñado perfectamente bien, ¿sabes? Pero no se puede tener en cuenta solamente cómo pronuncia una joven, sino qué pronuncia. Y ahí es donde... Son interrumpidos por la criada, que anuncia la llegada de invitados. LA CRIADA. —Mrs. y Miss Eynsford Hill. (Se retira.) HIGGINS. — ¡Ay, Dios! (Se levanta, toma precipitadamente el sombrero de la mesa y va hacia la puerta. Pero, antes de que pueda llegar a ella, su madre le presenta a los visitantes.) Mrs. y Miss Eynsford Hill son la madre y la hija que se cobijaron de la lluvia en Covent 27 Garden. La madre es bien educada, tranquila, y tiene la habitual ansiedad que acompaña a las estrecheces económicas. La hija ha adquirido el aire de encontrarse sumamente a gusto en sociedad: la bravuconería de la pobreza elegante. Mrs. EYNSFORD HILL (a Mrs. Higgins). — ¿Como está usted? (Se dan la mano.) Miss EYNSFORD HILL. — Muy bien ¿y usted? (Le da la mano.) Mrs. HIGGINS (presentando). — Mi hijo Henry. Mrs. EYNSFORD HILL. — ¡Su célebre hijo! Hace mucho tiempo que tenía deseos de conocerle, profesor Higgins. HIGGINS (lúgubre, sin acercarse a ella). —Encantado. (Retrocede hacia el piano y hace una brusca inclinación.) Miss EYNSFORD HILL (aproximándose a él con confiada familiaridad). — — ¿Como está usted? HIGGINS (mirándola fijamente). — La he visto a usted en otra parte. No me imagino siquiera dónde, pero he escuchado su voz. (Melancólico.) No tiene importancia... Será mejor que se siente. Mrs. HIGGINS. — Lamento decir que mi célebre hijo no tiene modales. No le hagan caso. Miss EYNSFORD HILL (alegremente). —No se lo hago. (Se sienta en la silla isabelina.) Mrs. EYNSFORD HILL (un tanto desconcertada). —En absoluto. (Se sienta en la otomana, entre su hija y Mrs. Higgins, qué ha apartado su silla de la mesa de escribir.) HIGGINS. — Oh, ¿he sido grosero? No fue mi intención. Se dirige al ventanal del centro, a través del cual, de espaldas a los visitantes, contempla el río y las flores del parque Battersea, en la orilla opuesta, como si fuesen un desierto helado. Regresa la doncella, precediendo a Pickering. LA DONCELLA. —El coronel Pickering. (Se retira.) PICKERING. — ¿Cómo está, Mrs. Higgins? Mrs. HIGGINS. — Me alegro de que haya venido. ¿Conoce a Mrs. Eynsford Hill... Miss Eynsford Hill? (Intercambio de inclinaciones. El coronel pone la silla Chippendale entre Mrs. Hill y Mrs. Higgins y se sienta.) PICKERING. — ¿Le ha dicho Henry para qué hemos venido? HIGGINS (por sobre el hombro). — ¡Nos interrumpieron, maldito sea! Mrs. HIGGINS. — ¡Oh, Henry, Henry! Mrs. EYNSFORD HILL (levantándose a medias). — ¿Molestamos? Mrs. HIGGINS (levantándose y haciéndola sentarse nuevamente ). — No, no. No podría haber venido más oportunamente. Queremos que conozca a una amiga nuestra. HIGGINS (volviéndose, esperanzado). — ¡Sí, caray! Necesitamos a dos o tres personas. Ustedes, o cualquier otro, tanto da. La doncella regresa, seguida de Freddy. LA DONCELLA. —Mr. Eynsford Hill. HIGGINS (casi audiblemente, fuera de sus casillas). — ¡Dios del cielo! ¡Otro Eynsford Hill! FREDDY (dándole la mano a Mrs. Higgins). — ¿Cómo está usted? Mrs. HIGGINS.— Le agradezco que haya venido. (Presentando.) El coronel Pickering. FREDDY (con una inclinación). — ¿Cómo está usted? Mrs. HIGGINS. — No creo que conozca a mi hijo, el profesor Higgins. FREDDY (acercándose a Higgins). — ¿Cómo está usted? HIGGINS (mirándole como si se tratase de un ladrón).— Juraría que lo he visto anteriormente. ¿Dónde fue? FREDDY. —No lo creo. HIGGINS (resignado). — Sea como fuere, no tiene importancia. Siéntese. Le da un apretón de manos y luego lo lanza prácticamente sobre la otomana, de cara a la 30 madre solía darle cuatro peniques y le decía que saliera y no volviese hasta que no se hubiera emborrachado y puesto alegre y amoroso. Hay muchas mujeres que tienen que hacer que sus esposos se emborrachen para poder vivir con ellos. (Completamente a sus anchas.) ¿Sabe? lo que pasa es lo siguiente. Si un hombre tiene un poco de conciencia lo asalta cuando está sobrio. Y entonces se abate. (A Freddy, convulsionado por carcajadas irreprimibles.) ¡Vaya!, ¿de qué se ríe? FREDDY. — De la nueva forma de conversación. Lo hace usted tan bien... LIZA. — Si lo hacía correctamente, ¿de qué se reía? (A Higgins.) ¿He dicho algo que no debiera? Mrs. HIGGINS (interviniendo). — Nada en absoluto, Miss Doolittle. LIZA. — Bueno, es una suerte. (Expansiva.) Porque yo siempre digo que... HIGGINS (levantándose y mirando el reloj). — ¡Ejem! LIZA (mirándole, comprendiendo la insinuación y poniéndose de pie). —Bueno, debo irme. (Todos se levantan. Freddy va a la puerta.) Encantada de haberla conocido. Adiós. (Le da la mano a Mrs. Higgins.) Mrs. HIGGINS. —Adiós. LIZA. — Adiós, coronel Pickering. PICKERING. — Adiós, Miss Doolittle. (Se dan la mano.) LIZA (haciendo una inclinación de cabeza a los demás).— Adiós a todos. FREDDY (abriéndole la puerta). — ¿Cruza usted el parque, Miss Doolittle? En ese caso... LIZA (con dicción perfectamente elegante). — ¿A pie? ¡Cuernos! 3 ¡Ni pensarlo! (Sensación.) Voy en taxi. (Sale.) Pickering abre la boca y se sienta. Freddy sale al balcón para poder ver nuevamente a Eliza. Mrs. EYNSFORD HILL (sufriendo aún de la impresión recibida).—Que no, la verdad es que no puedo acostumbrarme a las nuevas modas. CLARA (dejándose caer, descontenta, en la silla isabelina). — Vamos, mamá, no seas así. Si sigues siendo tan anticuada, la gente pensará que no vamos a ninguna parte ni visitamos a nadie. Mrs. EYNSFORD HILL. — Ya lo creo que soy anticuada. Pero espero que no empieces a usar esa expresión, Clara. Me he acostumbrado a oírte hablar de hombres llamándoles latosos y a decir que todo es asqueroso y podrido, aunque lo considero espantoso y poco femenino. Pero esto último es realmente subido. ¿No le parece, coronel Pickering? PICKERING. — No me lo pregunte a mí. He estado en la India durante muchos años. Y los modales han cambiado tanto que a veces no sé si me encuentro en un ambiente respetable o en el castillo de proa de algún barco carguero. CLARA. — Es cuestión de acostumbrarse. No hay en ello nada de malo ni de bueno. Nadie quiere decir nada con eso. Y es tan gracioso y le da un énfasis tan elegante a las cosas que en sí no son muy ingeniosas... Encuentro que el nuevo estilo de conversación es sumamente delicioso e inocente en absoluto. Mrs. EYNSFORD HILL (poniéndose de pie). — Bueno, en fin de cuentas, creo que ya es hora de que nos vayamos. Pickering y Higgins se ponen de pie. CLARA (Levantándose). — Oh, sí; todavía tenemos que visitar otras tres casas. Adiós, Mrs. Higgins. Adiós, coronel Pickering. Adiós, profesor Higgins. 3 En el original, Not bloody likely. Bloody es un intensivo vulgar, considerado como altamente incorrecto en la conversación en sociedad; de ahí la sensación, que en castellano sólo podría ser producida por un expletivo de más grueso calibre. (N. del T.) 31 HIGGINS (acercándose melancólicamente a ella y acompañándola hasta la puerta). — No se olvide de ensayar el nuevo estilo de conversación en las tres casas. No se ponga nerviosa. Hable con vigor. CLARA (toda sonrisas). —Lo haré. Adiós. ¡Todas estas tonterías de la primitiva mojigatería victoriana! HIGGINS (tentándola). — ¡ Esas remalditas tonterías! CLARA. — ¡ Pueden irse al cuerno esas remalditas tonterías! Mrs. EYNSFORD HILL (convulsivamente). — ¡Clara! CLARA. — ¡Ja, ja! (Sale radiante, segura de estar a la última moda, y se la oye bajar las escaleras envuelta en un torrente de argentinas carcajadas.) FREDDY (hablando al cielo, arrobado). — Bueno, le pregunto... (Se rinde y se acerca a Mrs. Higgins.) Adiós. Mrs. HIGGINS (dándole la mano). — Adiós. ¿Le agradaría volver a encontrarse con Miss Doolittle? FREDDY (ávido). — ¡Por cierto que sí! Mrs. HIGGINS.—Bien, ya conoce mis días de recibir. FREDDY. — Sí, muchas gracias. Adiós. (Sale). Mrs. EYNSFORD HILL. — Adiós, Mr. Higgins. HIGGINS. — ¡Adiós, adiós! Mrs. EYNSFORD HILL (a Pickering). — Es inútil. Jamás podré decidirme a usar esa palabra. PICKERING. — No lo haga. No es obligatorio, ¿sabe? Puede arreglárselas perfectamente sin ella. Mrs. EYNSFORD HILL. —Pero Clara me persigue de tal modo cuando yo no estoy prácticamente desbordante con las últimas novedades de la jerga... Adiós. PICKERING. — Adiós. (Se dan la mano.) Mrs. EYNSFORD HILL (o Mrs. Higgins). —No debe enojarse con Clara. (Pickering, comprendiendo, por el tono más bajo con que dice estas palabras, que no se quiere que él escuche, se une discretamente a Higgins ante la ventana.) ¡Somos tan pobres y ella va a tan pocas fiestas, pobrecita...! No sabe cómo comportarse. (Mrs. Higgins, viendo que tiene los ojos húmedos, le toma la mano con simpatía y la acompaña hasta la puerta.) Pero mi hijo es agradable. ¿No le parece? Mrs. HIGGINS. — Oh, sumamente agradable. Estaré encantada de que continúe visitándome. Mrs. EYNSFORD HILL. — Muchas gracias, querida. Adiós. (Sale.) HIGGINS (ansioso). —¿Y bien? ¿Es presentable Eliza? (Se precipita sobre su madre y la arrastra a la otomana, donde ella se sienta en el lugar antes ocupado por Eliza, con su hijo a su izquierda.) Pickering vuelve a sentarse en su silla, a la derecha de Mrs. Higgins. Mrs. HIGGINS. — ¡Tonto!, por supuesto que es presentable. Es un triunfo de tu arte y del de la modista, pero si piensas por un solo instante que no se traiciona con cada frase que pronuncia, debes estar completamente loco por ella. PICKERING. — Pero, ¿no cree que podría hacerse algo? Quiero decir, algo para eliminar el elemento sanguinario de su conversación. Mrs. HIGGINS. — Mientras esté en manos de Henry, no. HIGGINS (ofendido). — ¿Quieres decir que mi lenguaje es incorrecto? Mrs. HIGGINS. — No, querido. Sería correctísimo... por ejemplo, en una barcaza del río. Pero no sería correcto en una fiesta. HIGGINS (profundamente herido). — Pues permíteme que te diga... PICKERING (interrumpiéndole). —Vamos, Higgins, es preciso que aprenda a conocerse a 32 sí misma. Yo no había escuchado un lenguaje como el suyo desde que solía pasar revista a los voluntarios, en Hyde Park, hace veinte años. HIGGINS (mohíno). — Oh, bueno, si ustedes lo dicen, admitiré que no siempre hablo como un obispo. Mrs. HIGGINS (tranquilizando a Henry con una palmadita). — Coronel Pickering, ¿quiere informarme de cuál es el verdadero estado de cosas en la calle Wimpole? PICKERING (alegremente, como si esto cambiara el tema de conversación). — Bueno, yo estoy viviendo allí con Henry. Trabajamos juntos en la cuestión de mis dialectos indios. Y nos parece sumamente conveniente... Mrs. HIGGINS. — Perfectamente. Todo eso ya lo sé. Es un arreglo muy sensato. Pero, ¿dónde vive esa joven? HIGGINS. — Con nosotros. ¿Dónde habría de vivir? Mrs. HIGGINS. — Pero, ¿en qué condiciones? ¿Es una sirvienta? Y, en caso contrario, ¿qué es? PICKERING (lentamente). — Creo que sé a qué se refiere, Mrs. Higgins. HIGGINS. — ¡Bueno, maldito sea si yo la entiendo! He tenido que trabajar con la muchacha todos los días, durante varios meses, para conseguir los resultados que se han visto. Además, me es útil. Sabe dónde están mis cosas y se acuerda de mis citas y demás. Mrs. HIGGINS. — Y, ¿cómo se lleva tu ama de llaves con ella? HIGGINS. — ¿Mrs. Pearce? Oh, está encantada de que le saque tanto trabajo de las manos. Porque, antes de que llegara Eliza, solía tener que encontrarme las cosas y hacerme acordar de mis compromisos. Pero tiene cierta extraña idea acerca de Eliza. No hace más que decir: "Usted no piensa, señor". ¿No es cierto, Pick? PICKERING. — Sí, esa es la fórmula. "Usted no piensa, señor." Ese es el final de todas las conversaciones acerca de Eliza. HIGGINS. — Como si alguna vez dejara de pensar en ella y en sus malditas vocales y consonantes. Estoy extenuado de tanto pensar en ella y de vigilarle los labios y los dientes y la lengua, para no hablar del alma, que es lo más extraño del conjunto. Mrs. HIGGINS. — En verdad que son ustedes una hermosa pareja de chiquillos, jugando con esa muñeca viva. HIGGINS. — ¡Jugando! El trabajo más difícil que jamás he encarado, no te equivoques en ello, mamá. Pero no tienes idea de cuan espantosamente interesante es tomar a un ser humano y convertirlo en otro ser humano completamente distinto con sólo crearle un nuevo idioma. Es llenar el más amplio abismo que separa a una clase de otra clase y a un alma de otra alma. PICKERING (acercando su silla a Mrs. Higgins e inclinándose ansiosamente hacia ella). —Sí, es enormemente interesante. Le aseguro, Mrs. Higgins, que tomamos a Eliza muy en serio. Todas las semanas —todos los días, casi— hay un nuevo cambio. (Más cerca.) Vamos registrando los progresos en cada una de las etapas... tenemos docenas de discos de gramófono y de fotografías... HIGGINS (atacándola por el otro oído).— ¡Sí, caramba, es el experimento más absorbente que jamás haya emprendido! Ella llena nuestras vidas, ¿no es verdad, Pick? PICKERING. — Estamos siempre hablando a Eliza. HIGGINS. — Enseñando a Eliza. PICKERING. — Vistiendo a Eliza. Mrs. HIGGINS. — ¿Qué? HIGGINS. — Inventando nuevas Elizas. ¿Sabes?, tiene el oído más extraordinariamente rápido. Le aseguro, mi querida Mrs. Higgins, que esa chica... Que el de un loro. La he puesto a prueba... Es un genio. Sabe tocar el piano maravillosamente... 35 ACTO IV El laboratorio de la calle Wimpole. Medianoche. No hay nadie en el cuarto. El reloj de la repisa da las doce. El fuego está apagado. Es una noche de verano. De pronto se oye a Pickering y Higgins subiendo la escalera. HIGGINS (llamando a Pickering). — Oye, Pick, cierra con llave, ¿quieres? No volveré a salir. PICKERING. — Bien. ¿Puede acostarse Mrs. Pearce? Ya no necesitamos nada más, ¿no es cierto? HIGGINS. —¡Dios no lo quiera! Eliza abre la puerta y se la ve en el descansillo iluminado, ataviada con todas las galas con que acaba de ganar la apuesta para Higgins. Se acerca a la chimenea y enciende las luces eléctricas. Está cansada; su palidez contrasta intensamente con sus ojos y cabello oscuros. Y su expresión es casi trágica. Se quita la capa, pone el abanico y los guantes sobre el piano y se sienta en el taburete, cavilando, silenciosa. Higgins, en traje de noche, con abrigo y sombrero, entra, llevando una chaqueta de fumar que ha tomado abajo. Se quita el sombrero y el abrigo, los deja caer descuidadamente sobre el soporte para revistas, hace lo mismo con su chaqueta, se pone la de fumar, y se deja caer, fatigado, en la butaca, junto a la chimenea. Entra Pickering, similarmente ataviado. También él se quita el sombrero y el abrigo y está a punto de dejarlos caer sobre los de Higgins cuando vacila. PICKERING. — Digo yo: Mrs. Pearce se enfadará si dejamos estas cosas tiradas en la sala. HIGGINS. — Oh, déjalas caer al vestíbulo por sobre la baranda. Las encontrará allí por la mañana y las guardará. Pensará que estábamos borrachos. PICKERING. — Y lo estamos, un poquito. ¿Hay alguna carta? HIGGINS.— No me fijé. (Pickering toma los abrigos y los sombreros y va a la planta baja. Higgins comienza a canturrear, entre bostezos, una melodía de La Fanciulla del West. De pronto se interrumpe y exclama:) Quisiera saber dónde demonios están mis pantuflas. Eliza le mira sombríamente; luego se levanta y sale. Higgins vuelve a bostezar y continúa canturreando. Pickering regresa, trayendo varias cartas. PICKERING. — Nada más que circulares, y este billet-doux para ti, con una corona en el membrete. (Deja caer las circulares en el guardafuego de la chimenea y se queda de pie sobre la alfombra, de espaldas a la chimenea.) HIGGINS (lanzando un vistazo al billet-doux). — ¡Un prestamista! (Arroja la carta al montón de circulares.) Eliza regresa con un par de enormes pantuflas maltrechas. Las pone sobre la alfombra, ante Higgins, y vuelve a sentarse como antes, sin pronunciar una palabra. HIGGINS (bostezando otra vez).— ¡Ah, Señor! ¡Qué noche! ¡Qué pandilla! ¡Qué estúpido juego! (Levanta una pierna para desatarse el zapato y ve las pantuflas. Las mira como si hubiesen aparecido por su propia voluntad) Oh, están ahí, ¿eh? PICKERING. — Bien, estoy un poco cansado. Primero, el garden party; luego, la cena; por fin, la recepción. Demasiadas cosas buenas. Pero has ganado tu apuesta, Higgins. Eliza logró convencer a todos, con gran facilidad, ¿eh? HIGGINS (fervientemente). — ¡Gracias a Dios que eso ya ha terminado! Eliza se sobresalta violentamente, pero ellos no lo advierten. Se recobra y vuelve a asumir su actitud pétrea. PICKERING. — ¿Estuviste nervioso en el garden party? Yo lo estuve. Eliza no parecía 36 nada intranquila. HIGGINS. — Oh, no lo estaba. Yo sabía que se portaría bien. No, lo que me ha fatigado es la tensión del trabajo de todos estos meses. Fue bastante interesante al comienzo, cuando estábamos en la parte de la fonética. Pero después me sentí mortalmente aburrido. Si no me hubiese decidido a hacerlo, habría abandonado toda la cuestión hace dos meses. Fue una idea tonta; todo ello resultó una lata. PICKERING. — ¡Oh, vamos! El garden party fue terriblemente excitante. El corazón me palpitaba como no sé qué. HIGGINS. — Sí, durante los tres primeros minutos. Pero cuando vi que ganaríamos sin esfuerzo alguno, me sentí como un oso enjaulado, enfermo de no tener nada que hacer. La comida fue peor: eso de estar sentados allí durante una hora, atiborrándonos de comida, sin nadie con quien hablar, aparte de esa maldita tonta de mujer elegante. Te lo aseguro, Pickering: basta de eso para mí. Basta de duquesas artificiales. Todo el asunto ha sido, sencillamente, un purgatorio. PICKERING. — Es que no has sido introducido adecuadamente en la rutina social. (Acercándose al piano.) A mí me gusta meterme en ella de tanto en tanto. Me hace sentirme joven nuevamente. De todos modos, fue un gran triunfo, un triunfo inmenso. En una o dos oportunidades me asusté al ver que Eliza estaba haciéndolo tan bien. Muchas de las personas de verdadera posición social aristocrática no saben hacerlo en absoluto; son tan tontas que creen que la elegancia y la distinción les nacen naturalmente y, por lo tanto, no aprenden jamás. Siempre hay algo de profesional en la cuestión de hacer una cosa superlativamente bien. HIGGINS. — Sí, eso es lo que me enfurece: la gente tonta que no conoce ni siquiera su tonto oficio. (Levantándose.) Sea como fuere, ya hemos terminado con ello. Y ahora puedo irme a dormir sin sentir miedo por el día de mañana. La belleza de Eliza se torna asesina. PICKERING. — Creo que yo también me acostaré. Sin embargo, ha sido un gran día, un triunfo para ti. Buenas noches. (Sale.) HIGGINS (siguiéndole)— Buenas noches. (Por sobre el hombro, ya en la puerta.) Apaga las luces, Eliza y dile a Mrs. Pearce que no me prepare el café por la mañana. Tomaré té. (Sale.) Eliza trata de dominarse y de sentirse indiferente mientras se levanta y se dirige a la chimenea para apagar las luces. Está a punto de gritar. Se sienta en la butaca de Higgins y se aferra con fuerza de los brazos de la misma. Finalmente, cede a sus impulsos y se arroja con furia al suelo. HIGGINS (afuera, desesperado). — ¿Qué demonios he hecho con mis zapatillas? (Aparece en la puerta.) LIZA (tomando las pantuflas y arrojándoselas con todas sus fuerzas, una detrás de la otra).— ¡Aquí están sus pantuflas! ¡Y aquí! ¡Llévese sus pantuflas, y ojalá que nunca pueda tener un día de suerte con ellas! HIGGINS (atónito). — ¡Qué diablos...! (Se le acerca.) ¿Qué ocurre? Levántate. (La levanta.) ¿Sucede algo malo? LIZA (sin aliento). —No le sucede nada malo... a usted. Le he ganado la apuesta, ¿no es verdad? Eso le basta. Aparentemente yo no importo. HIGGINS. — ¿Que tú me has ganado la apuesta? ¡Insecto presuntuoso! Yo la gané. ¿Por qué me arrojaste estas pantuflas? LIZA.— Porque quería aplastarle la cara. ¡Tengo ganas de matarlo, animal egoísta! ¿Por qué no me dejó en el lugar de donde me sacó... en el arroyo? Da gracias a Dios porque ahora 37 todo ha terminado y puede volver a arrojarme allá...¿eh? (Crispa nerviosamente los dedos.) HIGGINS (contemplándola con frío asombro). — Parece que, en fin de cuentas, la señorita está nerviosa. LIZA (lanza un grito ahogado de furor e instintivamente trata de clavarle las uñas en la cara). HIGGINS — Sí, ¿eh? Guarda las uñas, gata. ¿Cómo te atreves a ponerte furiosa conmigo? Siéntate y quédate quieta. (La arroja groseramente en la butaca.) LIZA (vencida por la fuerza y el peso superiores). — ¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? HIGGINS. — ¿Cómo demonios quieres que sepa qué será de ti? ¿Qué me importa qué pueda ser de ti? LIZA.— ¡No le importa! ¡Ya lo sé! Y si me muriese, tampoco le importaría. No soy nada para usted... menos aun qu'esah pantuflas. HIGGINS (tronante). —Que esas pantuflas. LIZA (con amarga sumisión). — Que esas pantuflas. No creí que ahora tuviese mayor importancia. Una pausa. Eliza, desesperanzada y aplastada. Higgins, un tanto inquieto. HIGGINS (con su tono más altanero). — ¿Por qué has hecho esta escena? ¿Puedo preguntarte si tienes alguna queja acerca del trato que se te ha dispensado aquí? LIZA. — No. HIGGINS. — ¿Se ha portado alguien mal contigo? ¿El coronel Pickering? ¿Mrs. Pearce? ¿Alguno de los criados? LIZA. —No. HIGGINS. — ¿Supongo que no pretenderás que yo te he tratado mal? LIZA. — No. HIGGINS. — Me alegro de saberlo. (Modera su tono.) Quizá estés cansada después de la tensión del día. ¿Quieres beber una copa de champaña? (Se dirige hacia la puerta.) LIZA. — No. (Recobrando sus modales.) Gracias. HIGGINS (nuevamente afable). — Esto se te ha venido preparando desde hace unos días. Supongo que era natural que te sintieras ansiosa en cuanto a la fiesta. Pero eso ya ha ter- minado. (La palmea bondadosamente en el hombro. Ella se estremece.) Ya no existen motivos de preocupación. LIZA. — No. No existen ya para usted. (De pronto se levanta y se aparta de él, yendo hacia el taburete, donde se sienta y se cubre el rostro.) ¡Oh, Dios! ¡Ojalá estuviese muerta! HIGGINS (boquiabierto, contemplándola con sincera sorpresa) — ¿Por qué? En nombre del cielo, ¿por qué? (Razonable, acercándosele.) Escúchame, Eliza. Toda esta irritación es puramente subjetiva. LIZA. — No entiendo. Soy demasiado ignorante. HIGGINS. — No es más que la imaginación. Abatimiento y nada más. Nadie te hace daño. Nada va mal. Vé a la cama, como una buena chica, duerme, y se te pasará. Llora un poco y di tus oraciones. Eso te consolará. LIZA.—Ya he oído sus oraciones. "¡Gracias a Dios que todo ha terminado!" HIGGINS (impaciente). — ¿Y qué? ¿No agradeces tú a Dios por que todo haya terminado? Ahora eres libre y puedes hacer lo que quieras. LIZA (conteniéndose, desesperada). — ¿Para qué sirvo? ¿Para qué me ha hecho usted útil? ¿Adonde iré? ¿Qué haré? ¿Qué será de mí? HIGGINS (comprendiendo, pero nada impresionado). — Ah, eso era lo que te preocupaba, ¿eh? (Hunde las manos en los bolsillos y se pasea según es su costumbre, haciendo tintinear lo que tiene en los bolsillos, como si por pura bondad condescendiera a discutir un tema trivial.) Si yo fuera tú no me preocuparía. Supongo que no tendrás gran dificultad en ubicarte en alguna parte, aunque no me había dado cuenta clara de que te ibas. (Ella le mira 40 ACTO V La salita de Mrs. Higgins. Esta está sentada a su mesa de escribir, como antes. Entra la doncella. LA DONCELLA (en la puerta). — Mr. Henry, señora, está abajo con el coronel Pickering. Mrs. HIGGINS. — Bien, que suban. LA DONCELLA. — Están usando el teléfono, señora. Creo que telefonean a la policía. Mrs. HIGGINS. — ¿Qué? LA DONCELLA (adelantándose y bajando la voz). — Mr. Henry está excitado. Me pareció que sería mejor que la previniera, señora. Mrs. HIGGINS. — Me habría sorprendido si me hubieras dicho que Mr. Henry no estaba excitado. Diles que suban cuando hayan terminado con la policía. Supongo que habrá perdido algo. LA DONCELLA. — Sí, señora. (Saliendo.) Mrs. HIGGINS. — Sube y díle a Miss Doolittle que Mr. Henry y el coronel están aquí. Pídele que no baje hasta que yo se lo diga. LA DONCELLA. — Muy bien, señora. Higgins irrumpe en el cuarto. Como ha dicho la doncella, se encuentra excitado. HIGGINS. — ¡Oye, mamá, esto es un fastidio! Mrs. HIGGINS. — Sí, querido. Buenos días. (El contiene su impaciencia en tanto que la doncella sale.) ¿Qué sucede? HIGGINS. — ¡Eliza ha huido! Mrs. HIGGINS (continuando calmosamente con su escritura). — Debes de haberla asustado. HIGGINS. — ¿Asustarla yo? ¡Tonterías! Ayer por la noche la dejamos, como de costumbre, para que apagara las luces y demás cosas. Y, en lugar de acostarse, se cambió de ropas y salió inmediatamente. Su cama está sin tocar. Esta mañana, antes de las siete, vino en un taxi a buscar sus cosas. Y esa idiota de Mrs. Pearce se las dio sin decirme una palabra al respecto. ¿Qué debo hacer? Mrs. HIGGINS. — Me temo que nada, Henry. La joven tiene perfecto derecho a irse, si se le antoja. HIGGINS (vagando, inquieto, por la estancia). — Pero no puedo encontrar nada. No sé qué compromisos tengo. Estoy... (Entra Pickering. Mrs. Higgins deja la pluma y se aparta de la mesa de escribir.) PICKERING (dándole la mano). —Buenos días, Mrs. Higgins. ¿Le ha contado ya Henry? (Se sienta en la otomana.) HIGGINS. — ¿Qué dice ese asno del inspector? ¿Has ofrecido una recompensa? Mrs. HIGGINS (levantándose, asombrada e indignada).— No querrás decirme que has lanzado a la policía en persecución de Eliza... HIGGINS. — Pues claro que sí. ¿Para qué está la policía, si no? ¿Qué otra cosa podíamos hacer? (Se sienta en la silla isabelina.) PICKERING. — El inspector presentó muchas objeciones. Creo que sospechaba que tenemos propósitos incorrectos. Mrs. HIGGINS.—Y es natural que lo sospeche. ¿Qué derecho tienen a dirigirse a la policía y dar el nombre de la joven, como si fuese una ladrona, o un paraguas perdido, o algo así? ¡Vaya! (Vuelve a sentarse, profundamente, enfadada.) 41 HIGGINS. — ¡Pero es que queremos encontrarla! PICKERING. — No podemos dejarla irse de este modo, Mrs. Higgins. ¿Qué podíamos hacer? Mrs. HIGGINS. — Los dos tienen tanta sensatez como dos chiquillos. Pero... Entra la doncella e interrumpe la conversación. LA DONCELLA. — Mr. Henry, un caballero desea verlo urgentemente. Le han enviado aquí desde la calle Wimpole. HIGGINS. — ¡Oh, caramba! No puedo atender a nadie. ¿Quién es? LA DONCELLA. —Un tal Mr. Doolittle, señor. PICKERING. —¡Doolittle! ¿Se refiere al basurero? LA DONCELLA. — ¡Basurero! ¡Oh, no, señor: un caballero! HIGGINS (respingando, excitado).— ¡Caray, Pick, debe tratarse de algún pariente al cual ella se habrá dirigido! Alguien que no conocemos. (A la doncella.) Hágalo subir, rápido. LA DONCELLA. — Sí, señor. (Sale.) HIGGINS (ansioso, acercándose a su madre). — ¡Parientes nobles! ¡Ahora nos enteraremos de algo! (Se sienta en la silla Chippendale.) Mrs. HIGGINS. —¿Conocen a alguno de sus parientes? PICKERING. — Solamente al padre, el individuo del cual le hablamos. LA DONCELLA (anunciando). —Mr. Doolittle. (Se retira.) Entra Doolittle. Está resplandecientemente vestido como para una boda distinguida, y, en rigor, podría muy bien ser el novio. Una flor en el ojal, un reluciente sombrero de copa y zapatos de charol completan el efecto. Está tan preocupado con el asunto que le trajo que no advierte a Mrs. Higgins. Se acerca a Higgins y le habla con tono de vehemente reproche. DOOLITTLE (indicando su propia persona). — ¡Oiga!, ¿ve esto? Usted es el culpable. HIGGINS. —¿El culpable de qué, hombre? DOOLITTLE. — De esto, le digo. Mírelo. Mire este sombrero. Mire esta chaqueta. PICKERING. — ¿Le ha estado comprando ropas Eliza? DOOLITTLE. — ¿Eliza? No. ¿Por qué habría de comprarme ropas? Mrs. HIGGINS. — Buenos días, Mr. Doolittle. ¿No quiere sentarse? DOOLITTLE (desconcertado al advertir que se ha olvidado de la dueña de casa). — Le ruego que me perdone, señora. (Se acerca a ella y toma la mano que le tiende.) Gracias. (Se sienta en la otomana, a la derecha de Pickering.) Estoy tan absorto en lo que me ha ocurrido que no puedo pensar en otra cosa. HIGGINS. — ¿Qué demonios le ha sucedido? DOOLITTLE. — No me importaría si me hubiera sucedido. Cualquier cosa puede ocurrirle a cualquiera, sin que pueda culpar a nadie más que a la Providencia, como quien dice. Pero esto es algo que me ha hecho usted: sí, usted, Emry Iggins. HIGGINS. —¿Ha encontrado a Eliza? DOOLITTLE — ¿La ha perdido? HIGGINS. — Sí. DOOLITTLE. — Algunos tienen toda la suerte. No la encontré. Pero ella me encontrará muy pronto a mí, después de lo que usted me hizo. Mrs. HIGGINS. — Pero, ¿qué le hizo mi hijo, Mr. Doolittle? DOOLITTLE. — ¿Qué me hizo? ¡Me arruinó! ¡Destruyó mi felicidad. Me maniató y entregó en manos de la moral de la clase media. HIGGINS (levantándose, intolerante, y quedándose de pie junto a Doolittle). — ¡Está delirante! ¡Está borracho! ¡Está loco! Le di cinco libras. Después de eso sostuve dos conver- saciones con usted, a razón de media corona la hora. Y desde entonces no he vuelto a verle. DOOLITTLE. — ¡Ah! ¡Estoy borracho!, ¿eh? ¡ Estoy loco!, ¿eh? Dígame una cosa. 42 ¿Escribió usted, o no escribió, una carta a un viejo de Norteamérica que quería donar cinco millones para fundar Sociedades de Reforma Moral en todo el mundo y que deseaba que usted le inventara un idioma universal? HIGGINS. — ¿Qué? ¡Ezra D. Wannafeller! Está muerto. (Se sienta otra vez, descuidadamente.) DOOLITTLE. — Sí, está muerto. Y yo estoy perdido. ¿Le escribió usted, o no le escribió, una carta, diciéndole que el moralista más original que había en la actualidad en Inglaterra, por lo que usted sabía, era Alfred Doolittle, un vulgar basurero? HIGGINS. — ¡Oh, recuerdo que después de su primera visita hice una broma tonta en ese sentido! DOOLITTLE. — ¡Hace muy bien en llamarla una broma tonta! Me hundió con ella. Le dio la oportunidad que necesitaba para demostrar que los norteamericanos no son como nosotros, que reconocen y respetan el mérito en cualquier clase social que se presente, por humilde que ella sea. Estas palabras figuran en su maldito testamento, en el cual, Enry Iggins, gracias a su broma tonta, me deja una participación en su Trust del Queso Predigerido, que representa unas tres mil libras al año, con la condición de que yo pronuncie conferencias para esa Liga Mundial Wannafeller para la Reforma Moral tantas veces como me las pidan, hasta seis por año. HIGGINS. — ¡Demonios! ¡Caramba! (Repentinamente resplandeciente.) ¡Qué ganga! PICKERING. — Buen negocio para usted, Doolittle. No le pedirán más de un discurso, después de escucharle. DOOLITTLE. — No son los discursos los que me molestan. Puedo pronunciarlos en cantidades, hasta que se pongan azules de escucharme, y no se me moverá ni un pelo. Pero me opongo a que me conviertan en un caballero. ¿Quién les pidió que hicieran un caballero de mí? Era dichoso. Era libre. Sableaba a casi todo el mundo cuando necesitaba dinero, tal como lo sableé a usted, Enry Iggins. Ahora estoy preocupado, atado de pies y manos. Y todos me sablean a mí. Es una cosa magnífica para usted, dice mi abogado. ¿De veras?, le digo. Querrá decir que es una cosa magnífica para usted, le digo. Cuando era pobre y tuve que recurrir a un abogado, en una ocasión, porque encontraron un cochecillo de bebé en mi carro de la basura, él hizo que me pusieran en libertad y se libró de mí tan rápidamente como le fue posible. Lo mismo sucede con los médicos: solían echarme del hospital antes de que pudiera tenerme sólidamente en pie, y todo gratis. Ahora descubren que no soy un hombre sano y que no podré vivir si no me revisan dos veces por día. En la casa no me dejan hacer absolutamente nada; todos me ayudan y me cobran por ello. Hace un año no tenía un solo pariente en el mundo, aparte de dos o tres que no querían dirigirme la palabra. Ahora tengo cincuenta, y entre todos ellos no podría reunirse un solo salario semanal decente. Tengo que vivir para los demás, no para mí mismo: eso es moral de la clase media. Usted me habla de perder a Eliza. No se sienta tan ansioso; apuesto a que para esta hora ya está ante mi puerta, ella, que podría mantenerse vendiendo flores, si yo no fuese respetable. Y el próximo en sablearme será usted mismo, Enry Iggins. Tendré que aprender de usted a hablar el idioma de la clase media, en lugar de hablar en buen inglés. Ahí es donde aparece usted. Y apuesto a que por eso me hizo la jugarreta. Mrs. HIGGINS. — Pero mi querido Mr. Doolittle, si realmente habla en serio, nadie puede obligarle a sufrir todo eso. Nadie podría obligarle a aceptar el legado. Puede rechazarlo. ¿No es así, coronel Pickering? PICKERING. — Creo que sí. DOOLITTLE (apaciguando el tono en deferencia al sexo de Mrs. Higgins). — Esa es la tragedia, señora. Es muy fácil decir déjelo. Pero no tengo ánimo para ello. ¿Quién de nosotros lo tendría? Estamos todos intimidados. Intimidados, señora: así estamos. Si lo rechazo, ¿qué 45 Una pausa. Higgins echa la cabeza hacia atrás, estira las piernas y comienza a silbar. Mrs. HIGGINS. — Henry, querido, no pareces nada simpático en esa actitud. HIGGINS (enderezándose). — No estaba tratando de parecer simpático, mamá. Mrs. HIGGINS. — No tiene importancia, querido. Solamente quería hacerte hablar. HIGGINS. —¿Por qué? Mrs. HIGGINS. — Porque no puedes hablar y silbar al mismo tiempo. Higgins lanza un gruñido. Otra pausa sumamente penosa. HIGGINS (levantándose de un. brinco). — ¿Dónde demonios está esa muchacha? ¿Es qué tendremos que esperarla aquí todo el día? Entra Eliza, alegre, dueña de sí misma, con una exhibición abrumadoramente convincente de desenvoltura de modales. Lleva una cestita de labores y se encuentra perfectamente a sus anchas. Pickering se siente tan desconcertado que no se pone de pie. LIZA. — ¿Cómo le va, profesor Higgins? ¿Está usted bien? HIGGINS (ahogándose). — ¿Si estoy...? (No puede terminar la frase.) LIZA. — Pero es claro que está bien. Usted nunca se enferma. Me alegro de volver a verlo, coronel Pickering. (Este se levanta apresuradamente y se dan la mano.) Una mañana bastante fría, ¿no es verdad? (Se sienta a la izquierda de Pickering; él se sienta junto a ella.) HIGGINS. — No intentes este juego conmigo; yo te lo enseñé y no podrás engañarme con él. Levántate y ven a casa; no seas tonta. Eliza toma una labor de costura de la cesta y comienza a bordar, sin prestar la más mínima atención al estallido. Mrs. HIGGINS. — Muy bien dicho, Henry, por cierto. Ninguna mujer podría resistirse a semejante invitación. HIGGINS. — Déjala sola, mamá. Déjala que hable por sí misma. Pronto verás si tiene una sola idea que no se la haya puesto yo en la cabeza, o una sola palabra que no le haya puesto en la boca. Te digo que he creado a esa cosa con las hojas aplastadas de un repollo de Covent Garden. Y ahora pretende hacerse la dama refinada conmigo. Mrs. HIGGINS (plácida). —Sí, querido. Pero siéntate, ¿quieres? Higgins vuelve a sentarse salvajemente. LIZA (a Pickering, aparentemente sin advertir la presencia de Higgins y trabajando entre tanto diestramente). — ¿Dejará usted de verme del todo, coronel Pickering, ahora que el ex- perimento ha terminado? PICKERING. — Oh, por favor. No hable de eso como si se tratase de un experimento. No sé por qué, pero me molesta. LIZA. — Vaya, no soy más que una hoja aplastada de repollo... PICKERING (impulsivamente). — ¡No! LIZA (continuando, serena).—... pero le debo tanto que me sentiría muy desdichada si se olvidase de mí. PICKERING. — Es muy amable de su parte el sentir de ese modo, Miss Doolittle. LIZA. — Y no es porque haya pagado mis vestidos. Sé que es generoso hacia todos con su dinero. Pero fue de usted de quien verdaderamente aprendí los buenos modales. Y eso es lo que la convierte a una en una dama, ¿verdad? La verdad es que me resultó sumamente difícil, con el ejemplo del profesor Higgins eternamente delante. Mi crianza me obligaba a ser igual que él, incapaz de dominarme, usando palabras insultantes a la menor provocación. Y nunca habría sabido que las damas y los caballeros no eran así, si no hubiese estado usted allí. HIGGINS. —¡Bueno...! PICKERING. — ¡Oh, ése no es más que el carácter de él! No lo hace de intento. LIZA. — Tampoco yo lo hacía de intento cuando era florista. No era más que mi carácter. 46 Pero, ya ve: lo hacía. Y, en fin de cuentas: en eso reside la diferencia. PICKERING. — Sin duda alguna. Empero, él le enseñó a hablar, y yo no habría podido hacerlo. LIZA (trivial).— Es claro; es la profesión de él. HIGGINS. —¡Maldición! LIZA (continuando). — Era como aprender en el estilo de moda, nada más. Pero, ¿sabe qué fue lo que empezó mi verdadera educación? PICKERING. — ¿Qué? LIZA (interrumpiendo la labor por un momento). — El que usted me llamara Miss Doolittle, ese día, cuando fui a la calle Wimpole por primera vez. Ese fue el comienzo del respeto a mí misma. (Sigue bordando.) Y hubo otras cien cositas, que usted no advirtió porque las hacía con toda naturalidad. Cosas como ponerse de pie y quitarse el sombrero y abrir puertas... PICKERING. — ¡Oh, eso no era nada...! LIZA. — Sí, cosas que demostraban que usted pensaba de mí y sentía a mi respecto como si me considerase algo mejor que una fregona. Aunque, por supuesto, yo sabía que se habría portado del mismo modo con la fregona, si ésta se hubiese presentado en la sala. Nunca se quitó los zapatos en el comedor, mientras yo estaba presente. PICKERING. — No haga caso de eso. Higgins se quita los zapatos en todas partes. LIZA. — Lo sé. Y no le culpo. Es su modo de ser, ¿verdad? Pero tuvo tanta importancia para mí el que usted no fuese así... La verdad, aparte de las cosas que se pueden aprender (la forma de vestir, la forma correcta de hablar, etcétera), la diferencia entre una señora y una florista no reside en cómo se comporte, sino en cómo la traten. Para el profesor Higgins siempre seré una florista, porque siempre me trata como a una florista y siempre me tratará del mismo modo. Pero sé que puedo ser una dama para usted, porque usted siempre me trata como a una dama y siempre me seguirá tratando del mismo modo. Mrs. HIGGINS. — Por favor, no rechines los dientes, Henry. PICKERING. — Bien, es ese un hermoso sentimiento, Miss Doolittle. LIZA. — Me agradaría que me llamara Eliza, si no tiene inconveniente. PICKERING. — Gracias, Eliza, por supuesto. LIZA. — Y me gustaría que el profesor Higgins me llame Miss Doolittle. HIGGINS.—Antes te veré en el infierno. Mrs. HIGGINS. — ¡Henry, Henry! PICKERING (riendo). — ¿Por qué no le contesta con una buena andanada de jerga? No le aguante esas cosas. Le haría mucho bien. LIZA. — No puedo. En otra época habría podido hacerlo, pero ahora no me es posible. Usted me dijo una vez que, cuando un niño es llevado a un país que no es el suyo, aprende el nuevo idioma en un par de semanas y olvida el propio. Bueno, yo soy una niña en el país de usted. He olvidado mi propio idioma y no puedo hablar otro que el de usted. En eso consiste la verdadera separación con la esquina de Tottenham Gourt Road. Y el haber abandonado la calle Wimpole la hace definitiva. PICKERING (intensamente alarmado.) — ¡Oh, pero usted volverá a la calle Wimpole!, ¿no es cierto? ¿Perdonará a Higgins? HIGGINS (levantándose).— ¿Perdonarme? ¡Vaya! Que no venga. Que vea cómo puede arreglárselas sin nosotros. Volverá al arroyo al cabo de tres semanas, si no me tiene a mí cerca. Doolittle aparece en la ventana del centro. Con una mirada de digno reproche a Higgins, se acerca lenta y silenciosamente a su hija, que, de espaldas a la ventana, no lo ve. PICKERING. — Es incorregible, Eliza. No volverá al arroyo, ¿eh? LIZA. — No, ya no. Nunca. He aprendido mi lección. No creo que pudiese volver a 47 pronunciar uno de los viejos sonidos, aunque lo intentase. ( Doolittle la toca en el hombro izquierdo. Ella deja caer la labor y pierde por completo el dominio de sí misma ante el espectáculo del esplendor de su padre.) ¡Aaaaaah-oooi! HIGGINS (con un graznido de triunfo). — ¡Ahá! ¡Precisamente! ¡Aaaaaah-oooi! ¡Aaaaaa- oooi! ¡Victoria! ¡Victoria! (Se deja caer en el diván, cruzándose de brazos y desparramándose arrogantemente.) DOOLITTLE. — ¿Puede culpar a la muchacha? No me mires así, Eliza. He conseguido cierta cantidad de dinero. LIZA. — Debes de haber sableado a un millonario esta vez, papá. DOOLITTLE.—Así es. Pero hoy estoy vestido especialmente. Voy a la iglesia de Saint George, en Hanover Square. Tu madrastra se casa conmigo. LIZA (enfurecida). — ¡No irás a rebajarte con esa mujer vulgarota y ordinaria...! PICKERING (tranquilo). —Debe hacerlo, Eliza. (A Doolittle.) ¿Por qué cambió ella de idea? DOOLITTLE (triste). — Intimidada, jefe; intimidada. La moral de la clase media exige su víctima. ¿No quieres ponerte el sombrero, Liza, y ver cómo me ahorco? LIZA. — Si el coronel dice que es necesario, yo... te... (Casi sollozando.) ¡Me rebajaré...! Y seguramente seré insultada por el trabajo que me tomo. DOOLITTLE. — No temas. Ya no insulta a nadie, ¡pobre mujer! La respetabilidad le ha quitado todo el fuego. PICKERING (apretando suavemente el codo de Eliza).— Sea bondadosa con ellos, Eliza. Pórtese lo mejor que pueda. LIZA (obligándose a sonreír a pesar de su irritación).— ¡Oh, bueno, para demostrar que no hay mala voluntad...! Volveré dentro de un instante. (Sale). DOOLITTLE (sentándose junto a Pickering). — Me siento extraordinariamente nervioso por culpa de la ceremonia, coronel. Me agradaría que usted estuviese junto a mí hasta que termine. PICKERING. — Pero si ya la pasó otra vez, hombre. ¿No se casó con la madre de Eliza? DOOLITTLE. — ¿Quién le dijo tal cosa, coronel? PICKERING. — Bueno, nadie me lo dijo. Pero yo supuse... naturalmente... DOOLITTLE. — No, esa no es la forma natural, coronel. No es más que la forma de hacer las cosas de la clase media. Mi forma ha sido siempre la indigna. Pero no le diga nada a Eliza. Ella no lo sabe. Siempre he tenido escrúpulos en decírselo. PICKERING. — Perfectamente. Lo dejaremos así, si usted quiere. DOOLITTLE. — ¿Y vendrá a la iglesia, coronel, y me ayudará? PICKERING. — De mil amores. Le daré toda la ayuda que pueda darle un soltero. Mrs. HIGGINS. — ¿Puedo ir yo también, Mr. Doolittle? Lamentaría mucho tener que perderme su boda. DOOLITTLE. — Le aseguro que me sentiré sumamente honrado con sus condescendencia, señora. Y mi pobre mujer lo considerará como un tremendo cumplido. Ha estado, última- mente, muy abatida, pensando en los días dichosos que ya no son más. Mrs. HIGGINS (levantándose). —Pediré el coche y me prepararé. (Todos los hombres se ponen de pie, salvo Higgins.) No tardaré más de quince minutos. (Cuando se dirige a la puerta, entra Eliza, con el sombrero puesto y abotonándose los guantes.) Iré a la iglesia, a presenciar el casamiento de tu padre, Eliza. Será mejor que vengas en el coche conmigo. El coronel Pickering podrá ir con el novio. Mrs. Higgins sale. Eliza llega hasta el centro de la habitación, entre la ventana del medio y la otomana. Pickering se une a ella. DOOLITTLE. — ¡Novio! ¡Qué palabra! Hace que uno se dé cuenta de su situación. (Toma el sombrero y va hacia la puerta.) 50 HIGGINS (poniéndose de rodillas sobre la otomana e inclinándose hacia la joven).— Por pura diversión. Por eso te tomé yo. LIZA (con el rostro vuelto hacia el otro lado). — ¿Y usted podrá expulsarme mañana, si no hago todo lo que quiere que haga? HIGGINS. — Sí, y tú puedes irte mañana, si no hago todo lo que tú quieres que haga. LIZA. — ¿Para vivir con mi madrastra? HIGGINS. — Sí, o para vender flores. LIZA. — ¡Oh, si pudiese volver a mi cesta de flores! ¡Sería independiente de usted, de mi padre y de todo el mundo! ¿Por qué me arrebató mi independencia? ¿Por qué se la entregué yo? Ahora soy una esclava, a pesar de mis magníficos vestidos. HIGGINS. — Nada de ello. Si quieres te adoptaré como hija mía y te señalaré alguna suma mensual. ¿O preferirías casarte con Pickering? LIZA (mirándole ferozmente). — ¡No me casaría con usted aunque me lo pidiera! ¡Y está más cerca de mi edad de que él! HIGGINS (dulcemente). —Que él, no "de que él". LIZA (irritada, levantándose). — ¡Hablaré como se me ocurra! ¡Ya no es mi maestro! HIGGINS (reflexivo).— Aunque, pensándolo bien, no creo que Pickering quisiera. Es un solterón tan empedernido como yo. LIZA. — No es eso lo que quiero; ni lo piense. Siempre he tenido hombres de sobra que me querían de ese modo. Freddy Hill me escribe dos o tres veces por día, hojas y hojas. HIGGINS (desagradablemente sorprendido). — ¡Maldito sea tu descaro! (Retrocede y se sorprende sentado sobre los talones. ) LIZA.—Tiene derecho a hacerlo, si le place, pobrecito. Y me ama. HIGGINS (bajando de la otomana). —No tienes derecho a darle esperanzas. LIZA. — Toda mujer tiene derecho a ser amada. HIGGINS. — ¿Qué? ¿Por tontos como ése? LIZA. — Freddy no es un tonto. Y si es débil y pobre y me quiere, puede que me haga más dichosa que los que son mejores que yo y me tratan tiránicamente y no me quieren. HIGGINS. — ¿Puede hacer algo de ti? Eso es lo importante. LIZA. — Quizá yo pueda hacer algo de él. Pero nunca pensé en que ninguno de los dos tuviese que hacer nada del otro. Y usted jamás piensa en otra cosa. Yo no deseo más que ser natural. HIGGINS. — En una palabra, quieres que esté tan enamoricado de ti como Freddy, ¿no es eso? LIZA. — No. No es ese el sentimiento que quiero de usted. Y no esté tan seguro de sí mismo ni de mí. Podría haber sido una mala muchacha, si hubiese querido. Conozco ciertas cosas más que usted, a pesar de toda su cultura. Las mujeres como yo pueden doblegar a los caballeros y obligarles a que les hagan el amor; les es muy fácil. Y en el instante siguiente ambos desean que el otro esté muerto. HIGGINS. — Por supuesto. Y entonces, ¿por qué demonios estamos riñendo? LIZA (turbada). — Quiero un poco de bondad. Sé que soy una muchacha vulgar e ignorante, y usted un caballero culto. Pero no soy el polvo que usted pisa. Lo qu'he hacido... (Corrigiéndose.) Lo que he hecho no lo hice por los vestidos y los taxis. Lo hice porque era agradable estar juntos; y fui a cuidarle a usted. No porque quisiese que me hiciera el amor, no olvidando la diferencia que hay entre nosotros, sino, más bien, amistosamente. HIGGINS. — Bueno, es claro. Eso es exactamente lo que siento yo. Y lo que siente Pickering. ¡Eliza, fuiste una tonta! LIZA.— ¡No es una respuesta correcta! (Se deja caer en la silla que hay ante el escritorio, bañada en lágrimas.) HIGGINS. — Es la única que recibirás hasta que dejes de ser una idiota común. Si quieres 51 ser una dama, tendrás que dejar de sentirte despreciada cuando los hombres que conoces no se pasan la mitad de su vida lloriqueando por ti y la otra mitad poniéndote los ojos negros. Si no puedes soportar la frialdad de mi forma de vida, y la tensión, vuélvete al arroyo. Trabaja hasta que seas más un animal que un ser humano. Y entonces haz el amor y riñe y emborráchate hasta que te duermas. ¡Ah, la vida del arroyo es magnífica! ¡Es real, es cálida, es violenta! ¡Se la puede sentir a través de la piel más gruesa! ¡Se la puede gustar y oler sin ningún estudio ni trabajo! ¡No es como la Ciencia y la Literatura y la Música Clásica y la Filosofía y el Arte! Me encuentras frío, insensible, egoísta, ¿eh? Muy bien: vete con la gente que te agrada más. Cásate con algún cerdo sentimental que tenga mucho dinero y un grueso par de labios para besarte y un grueso par de zapatos para propinarte puntapiés. Si no puedes apreciar lo que tienes, será mejor que tengas lo que puedas apreciar. LIZA (desesperada). — ¡Es usted un tirano cruel! ¡No puedo hablarle! ¡Todo lo vuelve contra mí! ¡Yo soy siempre la que está en el error! Pero usted sabe perfectamente bien, todo el tiempo, que no es más que un bravucón. Sabe que no puedo volver al arroyo, como lo llama, y que no tengo otros amigos en el mundo que usted y el coronel Pickering. Sabe perfectamente que no podría vivir con un hombre ordinario, después de haberlos conocido a los dos. Y es malvado y cruel que me insulte fingiendo que cree lo contrario. Piensa que debo volver a la calle Wimpole porque ya no tengo a dónde ir, sino a lo de mi padre. Pero no esté tan seguro de que me tiene bajo sus pies y que puede pisotearme y hacerme callar a gritos. Me casaré con Freddy, lo juro, en cuanto pueda mantenerle. HIGGINS (pasmado). — ¡Freddy! ¡Ese jovenzuelo tonto! ¡Ese pobre diablo que no podría conseguir un puesto de mandadero, aunque tuviese el coraje de pedirlo! Mujer, ¿no entiendes que yo he hecho de ti algo digno de ser la consorte de un rey? LIZA. — Freddy me ama. Eso hace que sea un rey para mí. No quiero que trabaje. No fue educado para ello como yo. Seré maestra. HIGGINS. — ¿Qué enseñarás, en nombre del cielo? LIZA.—Lo que me enseñó usted: fonética. HIGGINS. — ¡Ja, ja, ja! LIZA. — Me ofreceré de ayudante a ese húngaro de cara peluda. HIGGINS (levantándose, enfurecido). — ¡Ese impostor, ese farsante, ese ignorante rastrero! ¿Le enseñarás mis métodos, mis descubrimientos? ¡Si das un solo paso en su dirección, te retuerzo el cuello! (Le pone las manos encima.) ¿Me oyes? LIZA (desafiante, sin resistirse). — ¡Retuérzalo, pues! ¿Qué me importa? Ya sabía que algún día me golpearía. (Él le suelta, golpeando el suelo con el pie, enfurecido por haber perdido el dominio de sí mismo, y retrocede tan apresuradamente que tropieza con la otomana y cae sentado en ella.) ¡Aja! ¡Ahora sé cómo tratar con usted! ¡Tonta de mí que no se me ocurrió antes! No puede arrebatarme los conocimientos que me dio. Dijo que tenía un oído más fino que usted. Y sé ser cortés y bondadosa con la gente, que es más de lo que usted puede decir. ¡Aja! (Pronunciando mal de intento, para irritarle.) Eso será su fin, Enry Iggins, será. (Haciendo chasquear los dedos.) ¡Ahora no me importa ni esto de sus gritos y sus palabras altisonantes! Pondré un anuncio en los diarios, diciendo que su duquesa no es más que una florista, discípula suya, que le enseñará a cualquiera a ser una duquesa, en seis meses, por mil guineas. ¡Ah, cuando me acuerdo que me arrastraba a sus pies y me dejaba pisotear e insultar, y no tenía más que levantar un dedo para ser tan importante como usted...! ¡Tengo ganas de darme de puntapiés...! HIGGINS (admirándola).— ¡ Maldita descarada! Pero es mejor que lloriquear, mejor que buscar pantuflas y encontrar anteojos, ¿no es cierto? (Poniéndose de pie.) ¡Caray, Eliza, dije que haría una mujer de ti! Y lo conseguí. Me agradas más así. LIZA. — Sí, ahora que no le tengo miedo y que puedo valerme por mí misma, trata de 52 reconciliarse conmigo. HIGGINS. — Por supuesto que puedes valerte por ti misma, tontita. Hace cinco minutos eras como una piedra de molino que pendiera de mi cuello. Ahora eres una torre de poder, un acorazado gemelo. Tú y yo y Pickering seremos tres viejos solterones, en lugar de ser dos hombres y una jovencita tonta. Vuelve Mrs. Higgins, vestida para la boda. Eliza se torna instantáneamente fría y elegante. Mrs. HIGGINS. —El coche espera, Eliza. ¿Estás lista? LIZA. — Sí. ¿No viene el profesor? Mrs. HIGGINS. — Por supuesto que no. No sabe comportarse en la iglesia. Hace observaciones en voz alta acerca de la pronunciación del sacerdote. LIZA. — Entonces no volveré a verle, profesor. Adiós. (Va hacia la puerta.) Mrs. HIGGINS (acercándose a su hijo.) —Adiós, querido. HIGGINS. — Adiós, mamá. (Está a punto de besarla, cuando se acuerda de algo.) ¡Ah, de paso, Eliza! ¡Haz que envíen un jamón y un queso Stilton, ¿quieres? Y cómprame un par de guantes de piel de reno, número ocho, y una corbata que haga juego con mi traje nuevo. Puedes elegir tú el color. (Su voz alegre, negligente, vigorosa, demuestra que es incorregible) LIZA (despectiva). — Cómpreselos usted mismo. Mrs HIGGINS. — Me temo que has arruinado a esa joven, Henry! Pero no te preocupes querido, yo te compraré la corbata y los guantes. HIGGINS. —¡No te preocupes mamá! Ella lo hará perfectamente. Adiós. Se despiden con un beso. Mrs. Higgins sale corriendo y Higgins se queda solo, haciendo sonar las monedas de su bolsillo; sonriendo muy satisfecho de sí mismo TELÓN Epilogue by George Bernard Shaw The rest of the story need not be shown in action, and indeed, would hardly need telling if our imaginations were not so enfeebled by their lazy dependence on the ready-makes and reach-me-downs of the ragshop in which Romance keeps its stock of "happy endings" to misfit all stories. Now, the history of Eliza Doolittle, though called a romance because of the transfiguration it records seems exceedingly improbable, is common enough. Such transfigurations have been achieved by hundreds of resolutely ambitious young women since Nell Gwynne set them the example by playing queens and fascinating kings in the theatre in which she began by selling oranges. Nevertheless, people in all directions have assumed, for no other reason than that she became the heroine of a romance, that she must have married the hero of it. This is unbearable, not only because her little drama, if acted on such a thoughtless assumption, must be spoiled, but because the true sequel is patent to anyone with a sense of human nature in general, and of feminine instinct in particular. Eliza, in telling Higgins she would not marry him if he asked her, was not coquetting: she was announcing a well-considered decision. When a bachelor interests, and dominates, and teaches, and becomes important to a spinster, as Higgins with Eliza, she always, if she has character enough to be capable of it, considers very seriously indeed whether she will play for becoming that bachelor's wife, especially if he is so little interested in marriage that a 55 It is true that Eliza's situation did not seem wholly ineligible. Her father, though formerly a dustman, and now fantastically disclassed, had become extremely popular in the smartest society by a social talent which triumphed over every prejudice and every disadvantage. Rejected by the middle class, which he loathed, he had shot up at once into the highest circles by his wit, his dustmanship (which he carried like a banner), and his Nietzschean transcendence of good and evil. At intimate ducal dinners he sat on the right hand of the Duchess; and in country houses he smoked in the pantry and was made much of by the butler when he was not feeding in the dining-room and being consulted by cabinet ministers. But he found it almost as hard to do all this on four thousand a year as Mrs. Eynsford Hill to live in Earlscourt on an income so pitiably smaller that I have not the heart to disclose its exact figure. He absolutely refused to add the last straw to his burden by contributing to Eliza's support. Thus Freddy and Eliza, now Mr. and Mrs. Eynsford Hill, would have spent a penniless honeymoon but for a wedding present of 500 pounds from the Colonel to Eliza. It lasted a long time because Freddy did not know how to spend money, never having had any to spend, and Eliza, socially trained by a pair of old bachelors, wore her clothes as long as they held together and looked pretty, without the least regard to their being many months out of fashion. Still, 500 pounds will not last two young people for ever; and they both knew, and Eliza felt as well, that they must shift for themselves in the end. She could quarter herself on Wimpole Street because it had come to be her home; but she was quite aware that she ought not to quarter Freddy there, and that it would not be good for his character if she did. Not that the Wimpole Street bachelors objected. When she consulted them, Higgins declined to be bothered about her housing problem when that solution was so simple. Eliza's desire to have Freddy in the house with her seemed of no more importance than if she had wanted an extra piece of bedroom furniture. Pleas as to Freddy's character, and the moral obligation on him to earn his own living, were lost on Higgins. He denied that Freddy had any character, and declared that if he tried to do any useful work some competent person would have the trouble of undoing it: a procedure involving a net loss to the community, and great unhappiness to Freddy himself, who was obviously intended by Nature for such light work as amusing Eliza, which, Higgins declared, was a much more useful and honorable occupation than working in the city. When Eliza referred again to her project of teaching phonetics, Higgins abated not a jot of his violent opposition to it. He said she was not within ten years of being qualified to meddle with his pet subject; and as it was evident that the Colonel agreed with him, she felt she could not go against them in this grave matter, and that she had no right, without Higgins's consent, to exploit the knowledge he had given her; for his knowledge seemed to her as much his private property as his watch: Eliza was no communist. Besides, she was superstitiously devoted to them both, more entirely and frankly after her marriage than before it. It was the Colonel who finally solved the problem, which had cost him much perplexed cogitation. He one day asked Eliza, rather shyly, whether she had quite given up her notion of keeping a flower shop. She replied that she had thought of it, but had put it out of her head, because the Colonel had said, that day at Mrs. Higgins's, that it would never do. The Colonel confessed that when he said that, he had not quite recovered from the dazzling impression of the day before. They broke the matter to Higgins that evening. The sole comment vouchsafed by him very nearly led to a serious quarrel with Eliza. It was to the effect that she would have in Freddy an ideal errand boy. 56 Freddy himself was next sounded on the subject. He said he had been thinking of a shop himself; though it had presented itself to his pennilessness as a small place in which Eliza should sell tobacco at one counter whilst he sold newspapers at the opposite one. But he agreed that it would be extraordinarily jolly to go early every morning with Eliza to Covent Garden and buy flowers on the scene of their first meeting: a sentiment which earned him many kisses from his wife. He added that he had always been afraid to propose anything of the sort, because Clara would make an awful row about a step that must damage her matrimonial chances, and his mother could not be expected to like it after clinging for so many years to that step of the social ladder on which retail trade is impossible. This difficulty was removed by an event highly unexpected by Freddy's mother. Clara, in the course of her incursions into those artistic circles which were the highest within her reach, discovered that her conversational qualifications were expected to include a grounding in the novels of Mr. H.G. Wells. She borrowed them in various directions so energetically that she swallowed them all within two months. The result was a conversion of a kind quite common today. A modern Acts of the Apostles would fill fifty whole Bibles if anyone were capable of writing it. Poor Clara, who appeared to Higgins and his mother as a disagreeable and ridiculous person, and to her own mother as in some inexplicable way a social failure, had never seen herself in either light; for, though to some extent ridiculed and mimicked in West Kensington like everybody else there, she was accepted as a rational and normal—or shall we say inevitable?—sort of human being. At worst they called her The Pusher; but to them no more than to herself had it ever occurred that she was pushing the air, and pushing it in a wrong direction. Still, she was not happy. She was growing desperate. Her one asset, the fact that her mother was what the Epsom greengrocer called a carriage lady had no exchange value, apparently. It had prevented her from getting educated, because the only education she could have afforded was education with the Earlscourt green grocer's daughter. It had led her to seek the society of her mother's class; and that class simply would not have her, because she was much poorer than the greengrocer, and, far from being able to afford a maid, could not afford even a housemaid, and had to scrape along at home with an illiberally treated general servant. Under such circumstances nothing could give her an air of being a genuine product of Largelady Park. And yet its tradition made her regard a marriage with anyone within her reach as an unbearable humiliation. Commercial people and professional people in a small way were odious to her. She ran after painters and novelists; but she did not charm them; and her bold attempts to pick up and practise artistic and literary talk irritated them. She was, in short, an utter failure, an ignorant, incompetent, pretentious, unwelcome, penniless, useless little snob; and though she did not admit these disqualifications (for nobody ever faces unpleasant truths of this kind until the possibility of a way out dawns on them) she felt their effects too keenly to be satisfied with her position. Clara had a startling eyeopener when, on being suddenly wakened to enthusiasm by a girl of her own age who dazzled her and produced in her a gushing desire to take her for a model, and gain her friendship, she discovered that this exquisite apparition had graduated from the gutter in a few months' time. It shook her so violently, that when Mr. H. G. Wells lifted her on the point of his puissant pen, and placed her at the angle of view from which the life she was leading and the society to which she clung appeared in its true relation to real human needs and worthy social structure, he effected a conversion and a conviction of sin comparable to the most sensational feats of General Booth or Gypsy Smith. Clara's snobbery went bang. Life suddenly began to move with her. Without knowing how or why, she began to make friends and enemies. Some of the acquaintances to whom she had been a tedious or 57 indifferent or ridiculous affliction, dropped her: others became cordial. To her amazement she found that some "quite nice" people were saturated with Wells, and that this accessibility to ideas was the secret of their niceness. People she had thought deeply religious, and had tried to conciliate on that tack with disastrous results, suddenly took an interest in her, and revealed a hostility to conventional religion which she had never conceived possible except among the most desperate characters. They made her read Galsworthy; and Galsworthy exposed the vanity of Largelady Park and finished her. It exasperated her to think that the dungeon in which she had languished for so many unhappy years had been unlocked all the time, and that the impulses she had so carefully struggled with and stifled for the sake of keeping well with society, were precisely those by which alone she could have come into any sort of sincere human contact. In the radiance of these discoveries, and the tumult of their reaction, she made a fool of herself as freely and conspicuously as when she so rashly adopted Eliza's expletive in Mrs. Higgins's drawing-room; for the new-born Wellsian had to find her bearings almost as ridiculously as a baby; but nobody hates a baby for its ineptitudes, or thinks the worse of it for trying to eat the matches; and Clara lost no friends by her follies. They laughed at her to her face this time; and she had to defend herself and fight it out as best she could. When Freddy paid a visit to Earlscourt (which he never did when he could possibly help it) to make the desolating announcement that he and his Eliza were thinking of blackening the Largelady scutcheon by opening a shop, he found the little household already convulsed by a prior announcement from Clara that she also was going to work in an old furniture shop in Dover Street, which had been started by a fellow Wellsian. This appointment Clara owed, after all, to her old social accomplishment of Push. She had made up her mind that, cost what it might, she would see Mr. Wells in the flesh; and she had achieved her end at a garden party. She had better luck than so rash an enterprise deserved. Mr. Wells came up to her expectations. Age had not withered him, nor could custom stale his infinite variety in half an hour. His pleasant neatness and compactness, his small hands and feet, his teeming ready brain, his unaffected accessibility, and a certain fine apprehensiveness which stamped him as susceptible from his topmost hair to his tipmost toe, proved irresistible. Clara talked of nothing else for weeks and weeks afterwards. And as she happened to talk to the lady of the furniture shop, and that lady also desired above all things to know Mr. Wells and sell pretty things to him, she offered Clara a job on the chance of achieving that end through her. And so it came about that Eliza's luck held, and the expected opposition to the flower shop melted away. The shop is in the arcade of a railway station not very far from the Victoria and Albert Museum; and if you live in that neighborhood you may go there any day and buy a buttonhole from Eliza. Now here is a last opportunity for romance. Would you not like to be assured that the shop was an immense success, thanks to Eliza's charms and her early business experience in Covent Garden? Alas! the truth is the truth: the shop did not pay for a long time, simply because Eliza and her Freddy did not know how to keep it. True, Eliza had not to begin at the very beginning: she knew the names and prices of the cheaper flowers; and her elation was unbounded when she found that Freddy, like all youths educated at cheap, pretentious, and thoroughly inefficient schools, knew a little Latin. It was very little, but enough to make him appear to her a Porson or Bentley, and to put him at his ease with botanical nomenclature. Unfortunately he knew nothing else; and Eliza, though she could count money up to eighteen shillings or so, and had acquired a certain familiarity with the language of Milton from her struggles to qualify herself for winning Higgins's bet, could not write out a bill without utterly disgracing the establishment. Freddy's power of stating in Latin that Balbus built a wall and that Gaul was divided into three parts did not carry with it the slightest knowledge of accounts
Docsity logo



Copyright © 2024 Ladybird Srl - Via Leonardo da Vinci 16, 10126, Torino, Italy - VAT 10816460017 - All rights reserved