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HIJO DAMA DE LAS CAMELIAS LIBRO, Apuntes de Literatura Latina

HIJO DE DAMA DE LAS CAMELIAS LIBRO

Tipo: Apuntes

2023/2024

Subido el 05/06/2024

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¡Descarga HIJO DAMA DE LAS CAMELIAS LIBRO y más Apuntes en PDF de Literatura Latina solo en Docsity! La Dama de las Camelias Por Alejandro Dumas FreeditorialF, I A mi juicio, no se pueden crear personajes sino después de haber estudiado mucho a los hombres, como no se puede hablar una lengua sino a condición de haberla aprendido seriamente. Como no he llegado aún a la edad de inventar, me limito a relatar. Exhorto, pues, al lector a que se convenza de la realidad de esta historia, cuyos personajes, a excepción de la heroína, viven todos aún. Por otra parte, hay en París .testigos de la mayor parte de los hechos que aquí recojo, y que podrían confirmarlos, si mi testimonio no bastara. Por una circunstancia particular sólo yo podía escribirlos, porque sólo yo fui el confidente de los últimos detalles, sin los cuales hubiera sido imposible hacer un relato interesante y completo. Pues bien, veamos cómo llegaron a mi conocimiento esos detalles. El 12 de marzo de 1847 leí la calle Lafitte un gran cartel amarillo en que se anunciaba la subasta de unos muebles y otros curiosos obletos de valor. Dicha subas tenía lugar tras una defunción. El cartel no ponía el nombré de la persona muerta, pero la subasta iba a llevarse a cabo en la calle de Antin, número 9, el día 16, de doce a cinco de la tarde. El cartel indicaba además que el 13 y el 14 se podía ir a ver el piso y los muebles. Siempre he sido aficionado a las curiosidades. Me prometí no perderme aquella ocasión, si no de comprar, por lo menos de ver. Al día siguiente me dirigí a la calle de Antin, número 9. Era temprano y, sin embargo, ya había gente en el piso: hombres e incluso mujeres, que, aunque vestidas de terciopelo, envueltas en cachemiras y con elegantes cupés esperándolas a la puerta, miraban con asombro y hasta con admiración el lujo que se ostentaba ante sus ojos. Más tarde comprendí aquella admiración y aquel asombro, pues, al ponerme a observar yo también, advertí sin dificultad que estaba en la casa de una entretenida. Y si hay algo que las mujeres de mundo desean ver ––y allí había mujeres de mundoes el interior de las casas de esas mujeres, cuyos carruajes salpican . los suyos a diario; que tienen, como ellas y a su lado, un palco en la Opera y en los Italianos, y que ostentan en París la insolente opulencia de su belleza, de sus loyas y de sus escándalos. Aquella en cuya casa me encontraba había muerto: las mujeres más Tres meses después un hombre se compadeció de ella y emprendió su curación moral y hsica; pero la última sacudida había sido excesivamente violenta, y Louise murió a consecuencia del aborto. La madre vive todavía: ¿cómo? ¡Sabe Dios! Esta historia me vino a la memoria mientras contemplaba los estuches de plata, y en estas reflexiones debió de pasar al parecer cierto tiempo, pues ya no quedábamos en la casa más que yo y un vigilante, que desde la puerta observaba con atención si no me llevaba nada. Me acerqué a aquel hombre, a quien tan graves recelos inspiraba. ––¿Podría decirme ––le dije–– el nombre de la persona que vivía aquí? ––La señorita Marguerite Gautier. Conocía a esa joven de nombre y de vista. ––¡Cómo! ––dije al vigilante––. ¿Ha muerto Marguerite Gautier? ––Sí, señor. ––¿Y cuándo ha sido? ––Creo que hace tres semanas.. ––¿Y por qué dejan visitar el piso? ––Los acreedores han pensado que así subiría la subasta. La gente puede ver de antemano el efecto que hacen los tejidos y los muebles. Eso anima a comprar, ¿comprende? ––¿Ah, tenía deudas? ––¡Oh, sí, señor! Y no pocas. Pero seguramente la subasta las cubrirá, ¿no? ––Y sobrará. ––¿Entonces quién se llevará el resto?, ––Su familia. ––¿Ah, tiene familia? ––Eso parece. ––Muchas gracias. El vigilante, tranquilo ya respecto a mis intenciones, me saludó y salí. «¡Pobre chica! iba diciéndome mientras volvía a mi casa––. No ha debido de morir muy alegremente, pues en su mundo no hay amigos más que cuando uno está bien.» Y, sin querer, no podía menos de compadecerme de la suerte de Marguerite Gautier. Quizá le parezca ridículo a mucha gente, pero siento una indulgencia inagotable por las cortesanas, y no pienso tomarme la molestia de andar dando explicaciones sobre tal indulgencia. Un día, cuando iba a recoger un pasaporte a la comisaría, vi cómo en una de las calles adyacentes dos gendarmes se llevaban a una chica. Ignoro lo que había hecho: lo único que puedo decir es que lloraba a lágrima viva abrazando a un niño de pocos meses, de quien su detención la separaba. Desde aquel día ya no he podido despreciar a una mujer a simple vista. II La subasta estaba fijada para el día 16. Habían dejado un día de intervalo entre las visitas y la subasta, para que los tapiceros tuvieran tiempo de retirar cortinajes, visillos, etc. Por aquella época yo regresaba de viaje. Era bastante normal que no me hubieran anunciado la muerte de Marguerite como una de esas grandes noticias que los amigos anuncian siempre al que vuelve a la capital de las noticias. Marguerite era bonita, pero, así como la tan solicitada vida de esas mujeres hace ruido, su muerte no hace tanto. Son de esos soles que se ponen como salen, sin brillo. Su muerte, cuando mueren jóvenes, llega a conocimiento de todos sus amantes al mismo tiempo, pues en París casi todos los amantes de una chica de éstas se lo cuentan todo. Intercambian algunos recuerdos respecto a ella, y la vida de los unos y de los otros sigue sin que tal incidente la empañe ni siquiera con una lágrima. Hoy, cuando uno tiene veinticinco años, las lágrimas se han convertido en una cosa tan rara, que no se pueden regalar a la primera advenediza. No es poco ya que los padres que pagan por ser llorados lo sean en proporción al precio que se han puesto. Por lo que a mí respecta, aunque mis iniciales no se hallaran en ninguno de los objetos de tocador de Marguerite, esa indulgencia instintiva, esa piedad natural que acabo de confesar hace un momento me hacían pensar en su muerte más tiempo de lo que tal vez se merecía. Recordaba haber visto a Marguerite con mucha frecuencia en los Campos Eliseos, donde ella iba con asiduidad, a diario, en un pequeño cupé azul tirado por dos magníficos caballos bayos, y haber notado en ella una distinción poco común en sus semejantes, distinción que realzaba aún más una belleza realmente excepcional. Cuando salen, estas desgraciadas criaturas siempre van acompañadas, a saber de quién. Como ningún hombre consiente que se publique el amor nocturno que siente por ellas, como ellas tienen horror a la soledad, llevan consigo o bien a aquellas que, menos afortunadas, no tienen coche, o bien a alguna de esas viejas elegantes cuya elegancia carece de motivos, y a quienes puede uno dirigirse sin temor, cuando quiere saber cualquier tipo de detalles acerca de la mujer que acompañan. No ocurría así con Marguerite. Llegaba a los Campos Elíseos siempre sola en su coche, donde intentaba pasar lo más desapercibida posible, cubierta con un gran chal de cachemira en invierno, y con vestidos muy sencillos en verano; y, aunque en su paseo favorito se encontrara con mucha gente conocida, cuando por casualidad les sonreía, su sonrisa sólo era visible para ellos, y una duquesa hubiera podido sonreír así. No se paseaba desde la glorieta a los Campos Elíseos, como lo hacen y lo hacían todas sus compañeras. Sus dos caballos la llevaban rápidamente al Bosque. Allí bajaba del coche, andaba durante una hora, volvía a subir a su cupé, y regresaba a su casa al trote de sus caballerías. Todas aquellas circunstancias, dé las que yo había sido testigo algunas veces, desfilaban ante mí, y me dolía la muerte de aquella chica, como duele la destrucción total de una hermosa obra. Y es que era imposible ver una belleza más encantadora que la de Marguerite. Alta y delgada hasta la exageración, poseía en sumo grado el arte de hacer desaparecer aquel olvido de la naturaleza con el simple arreglo de lo que se ponía. Su chal de cachemira, que le llegaba hasta el suelo, dejaba escapar por ambos lados los anchos volantes de un vestido de sedá, y el grueso manguito que ocultaba sus manos y que ella apoyaba contra su pecho estaba rodeado de pliegues tan hábilmente dispuestos, que ni el. ojo más exigente tenía nada que objetar al contorno de las líneas. La cabeza, una maravilla, era objeto de una particular coquetería. Era muy pequeña, y su madre, como diría Musset, parecía haberla hecho así para hacerla con esmero. En un óvalo de una gracia indescriptible, colocad dos ojos negros coronados por cejas de un arco tan puro, que parecía pintado; velad. esos –– Aquella relación, cuyo auténtico origen y motivo se desconocía, causó aquí gran sensación, pues el duque, conocido ya por su gran fortuna, se daba a conocer ahora por su prodigalidad. Se atribuyó al libertinaje, frecuente entre los viejos ricos, aquel acercamiento del viejo duque a la joven. Hubo toda clase de suposiciones, excepto la verdadera. Sin embargo los sentimientos que aquel padre experimentaba por Marguerite tenían una causa tan casta, que cualquier otra relación que no fuera de corazón le hubiera parecido un incesto, y jamás le había dicho una palabra que su hija no hubiera podidó oír. Lejos de nosotros el pensamiento de hacer de nuestra heroína otra cosa dístinta de lo que era. Así pues, diremos que, mientras estuvo en Bagnéres, la promesa que había hecho al duque no era dificil de cumplir y la cumplió; pero, una vez en París, a aquella joven acostumbrada a la vida disipada, a los bailes, incluso a las orgías, le pareció que su soledad, turbada únicamente por las periódicas visitas del duque, la haría morir de aburrimiento, y el soplo ardiente de su vida anterior pasaba a la vez por su cabeza y por su corazón. Añádase a ello que Marguerite había vuelto de aquel viaje más hermosa que nunca, que tenía veinte años y que la enfermedad, adormecida, pero no vencida, seguía despertando en ella esos deseos febriles que casi siempre suelen ser resultado de las afecciones de pecho. Así pues, el duque sintió un gran dolor el día en que sus amigos due estaban al acecho sin cesar con ánimo de sorprender un escándalo por parte de la joven, con la que, decían, estaba comprometiéndose–– vinieron a decirle y demostrarle que, en cuanto estaba segura de que él no iría a verla, ella recibía visitas, y que tales visitas se prolongaban con frecuencia hasta la mañana siguiente. Interrogada al respecto, Marguerite le confesó todo al duque, aconsejándole, sin segundas intenciones, que dejara de ocuparse de ella, porque no se sentía con fuerzas para mantener los compromisos adquiridos y no quería seguir recibiendo más tiempo los beneficios de un hombre a quien estaba engañando. El duque estuvo ocho días sin aparecer ––eso fue todo lo que pudo hacer–– y al octavo día vino a suplicar a Marguerite que volviera a admitirlo, prometiéndole aceptarla como era, con tal de poder verla, y jurándole que moriría antes que hacerle un solo reproche. Así estaban las cows tres meses después del regreso de Marguerite, es decir, en noviembre o diciembre de 1842. III El 16, a la una, me dirigí hacia la calle de Antin. Desde la puerta de la cochera se oía gritar a los subastadores. El piso estaba lleno de curiosos. Se hallaban allí todas las celebridades del vicio elegante, examinadas con disimulo por algunas damas de la alta sociedad, que habían tomado una vez más la subasta como pretexto para poder ver de cerca a esas mujeres con las que nunca hubieran tenido ocasión de encontrarse y cuyos fáciles placeres tal vez envidiaban en secreto. La duquesa de F... se codeaba con la señorita A..., una de las más tristes muestras de nuestras cortesanas modernas; la marquesa de T... vacilaba en comprar un mueble por el que pujaba la señora D..., la adúltera más elegante y conocida de nuestra época; el duque de Y..., que en Madrid pasa por arruinarse en París, en París por arruinarse en Madrid, y que en resumidas cuentas no gasta ni su renta, mientras charlaba con la señora M..., una de nuestras cuentistas más ocurrentes, que de cuando en cuando se digna escribir lo que dice y firmar lo que escribe, intercambiaba miradas confidenciales con la señora N..., esa bella paseante de los Campos Elíseos, casi siempre vestida de rosa o de azul, y que va en un coche tirado por dos grandes caballos negros que Tony le vendió por diez mil francos y... que ella pagó; en fin, la señorita R..., que sólo con su talento saca el doble de lo que las mujeres de mundo sacan con su dote y el triple de lo que las otras sacan con sus amores, había ido a pesar del frío a hacer algunas compras, y no era ella ciertamente a la que menos miraban. Podríamos seguir citando las iniciales de un buen número de personas reunidas en aquel salón, y no poco sorprendidas de encontrarse juntas; pero tememos cansar al lector. Digamos solamente que todo el mundo estaba de una alegría loca, y que muchas de las que se encontraban alli habían conocido a la muerta, pero no parecían acordarse de ello. Reían a carcajadas; los tasadores gritaban hasta desgañitarse; los comerciantes, que habían invadido los bancos colocados ante las mesas de subastar, en vano intentaban imponer silencio para hacer sus negocios con tranquilidad. Nunca bubo reunión tan variada y ruidosa como aquélla. Me deslicé humildemente en medio de aquel tumulto, que me resultaba entristecedor al pensar que tenía lugar al lado de la habitación donde había expirado la pobre criatura cuyos muebles se subastaban para pagar las deudas. Yo, que había ido para observar más que para comprar, miraba la cara de los proveedores que organizaban la subasta, y veía cómo sus facciones se ponían radiantes cada vez que un objeto alcanzaba un precio que no habían esperado. Gente honrada, que había especulado con la prostitución de aquella mujer, que había ganado un cien por cien con ella, que había perseguido con papeles timbrados los últimos momentos de su vidá, y que tras su muerte venía a recoger los frutos de sus honorables cálculos a la vez que los intereses de su vergonzoso crédito. ¡Cuánta razón llevaban los antiguos, que tenían un solo y mismo Dios para los mercaderes y para los ladrones! Vestidos, cachemiras, joyas se vendían con una rapidez increíble. Nada de todo aquello me convenía, y seguí esperando. De pronto oí gritar: ––Un volumen, perfectamente encuadernado, con cantos dorados, titulado Manors Leccaut. Hay algo escrito en la primera página. Diez francos. ––Doce ––dijo una voz tras un silencio bastante largo. ––Quince ––,dije yo.¿Por qué? No podría decirlo. Sin duda por aquel algo escrito. ––Quince–– repitió el tasador. ––Treinta ––dijo el primer postor en un torso que parecía desafiar a que se siguiera pujando. Aquello se estaba convirtiendo en una lucha. ––¡Treinta y cinco! ––grité entonces en el mismo tono. ––Cuarenta. ––Cincuenta. . ––Sesenta. ––Cien. Confieso que, si hubiera querido causar sensación, lo había conseguido plenamente, pues tras aquella puja se hizo un gran silencio, y me miraron para saber quién era el hombre que parecía tan resuelto a poseer aquel volumen. . Parece que el acento con que pronuncié mi última palabra convenció a mi antagonista: así que prefirió abandonar una lucha que no hubiera servido más que para hacerme pagar diez veces el precio del volumen e, inclinándose, me dijo con mucha amabilidad, aunque un poco tarde: estos caminos sea demasiado doloroso, ni parezca demasiado impenetrable. Ahí está el cristianismo con su maravillosa parábola del hijo pródigo para aconsejarnos la indulgencia y el perdón. Jesús rebosaba de amor hacia esas almas heridas por las pasiones de los hombres, y le gustaba curar sus llagas sacando de esas mismas llagas el bálsamo que las sanaría. Así decía a Magdalena: «Mucho te será perdonado, porque has amado mucho», sublime perdón, que despertaría una fe sublime. ¿Por qué vamos a ser nosotros más rígidos que Cristo? ¿Por qué, ateniéndonos obstinadamente a las opiniones de este mundo, que se hace el duro para que lo creamos fuerte, vamos a rechazar con él a esas almas sangrantes muchas veces de heridas por las que, como la sangre mala de un enfermo, se derrama el mal de su pasado, en espera únicamente de una mano amiga que las cure y les devuelva la convalecencia del corazón? Ahora me dirijo a mi generación, a aquellos para quienes las teorías de Voltaire han dejado por suerte de existir, a aquellos que, como yo, comprenden que la humanidad se encuentra desde hace quince años en uno de sus impulsos más audaces. La ciencia del bien y del mal ha sido adquirida de una vez para siempre; la fe se reconstruye, el respeto por las cosas santas nos ha sido devuelto y, si el mundo no es bueno del todo, al menos es mejor. Los esfuerzos de todos los hombres inteligentes tienden hacia el mismo fin, y todas las grandes voluntades van enganchadas al mismo principio: ¡seamos buenos, searnos jóvenes, seamos auténticos! El mal no es más que vanidad, tengamos el orgullo del bien, y sobre todo no desesperemos. No despreciemos a la mujer que no es madre, ni hermana, ni hija, ni esposa. No reduzcamos la estima a la familia, la indulgencia al egoísmo. Puesto que en el cielo hay más alegría por un pecador arrepentido que por cien justos que no han pecado nunca, intentemos alegrar al cielo. El puede devolvérnoslo con creces. Vayamos dejando por el camino la limosna de nuestro perdón a áquellos a quienes los deseos terrenales han perdido y que una esperanza divina puede salvar; y, como dicen las viejas cuando aconsejan un remedio casero, si no hace bien, daño tampoco va a hacer. Ciertamente ha de parecer harto presuntuoso por mi parte querer sacar tan grandes resultados de un tema tan insignificante como el que trato; pero soy de los que creen que en las cosas pequeñas está todo. El niño es pequeño, y contiene al hombre; el cerebro es estrecho, y alberga al pensamiento; el ojo es sólo un punto, y abarca leguas. IV Dos días después la subasta estaba completamente terminada. Produjo ciento cincuenta mil francos. Los acreedores se repartieron las dos terceras partes, y la familia, compuesta por una hermana y un sobrino, heredó el resto. La hermana abrió unos ojos como platos cuando el agente de negocios le escribió diciéndole que heredaba cincuenta mil francos. Aquella joven llevaba seis o siete años sin ver a su hermana, que había desaparecido un día sin que llegara a saberse, ni por ella ni por otros, el menor detalle sobre su vida desde el momento de su desaparición. Así que llegó a toda prisa a París, y no fue pequeño el asombro de los que conocían a Marguerite cuando vieron que su única heredera era una gorda y hermosa campesina que hasta entonces no había salido de su pueblo. De pronto se encontró con una fortuna hecha, sin saber siquiera de qué fuente le venía aquella fortuna inesperada. Volvió, según me dijeron después, a sus campos, llevándose una gran tristeza por la muerte de su hermana, compensada no obstante por la inversión al cuatro y medio por ciento que acababa de hacer. Empezaban ya a olvidarse todas aquellas circunstancias, que corrieron de boca en boca por París, la ciudad madre del escándalo, y hasta yo mismo estaba olvidando la parte que había tomado en los acontecimientos, cuando un nuevo incidente me dio a conocer toda la vida de Marguerite, y me enteré de detalles tan conmovedores, que me entraron ganas de escribir aquella historia, como ahora hago. Hacía tres o cuatro días que el piso, vacío ya de todos sus muebles vendidos, estaba en alquiler, cuando una mañana llamaron a mi puerta. Mi criado, o por mejor decir mi portero, que me servía de criado, fue a abrir y me trajo una tarjeta, diciéndome que la persona que se la había entregado deseaba hablar conmigo. Eché un vistazo a la tarjeta y leí estas dos palabras: Armand Duval Me puse a pensar dónde había visto antes ese nombre, y me acordé de la primera hoja del volumen de Manon Lescaut. ¿Qué podía querer de mí la persona que había dado aquel libro a Marguerite? Mandé que pasara en seguida el hombre que estaba esperando. Vi entonces a un joven rubio, alto, pálido, vestido con un traje de viaje que parecía no haberse quitado en varios días ni tomado siquiera la molestia de cepillarlo al llegar a París, pues estaba cubierto de polvo. El señor Duval, profundamente emocionado, no hizo ningún esfuerzo por ocultar su emoción, y con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa me dijo: Le ruego me disculpe por esta visita y esta ropa; pero, aparte de que entre jóvenes no nos preocupamos tanto de estas cosas, tenía tantos deseos de verlo a usted hoy mismo, que ni siquiera he perdido el tiempo bajándome en el hotel, donde he enviado mi equipaje, y he venido corriendo a su casa, por miedo de no encontrarlo a pesar de lo pronto que es. Rogué al señor Duval que se sentara junto al fuego, como así hizo, a la vez que sacaba del bolsillo un pañuelo en el que ocultó un momento su rostro. Debe de estar usted preguntándose ––prosiguió suspirando tristemente–– qué quiere este visitante desconocido, a estas horas, con esta pinta, y llorando de tal modo. Sencillamente, vengo a pedirle un gran favor. ––Usted dirá. Estoy a su entera disposición. ––¿Asistió usted a la subasta de Marguerite Gautier? Ante aquella palabra, la emoción que había conseguido dominar un instante fue más fuerte que él, y se vio obligado a llevarse las manos a los ojos. Debo de parecerle muy ridículo ––––añadió. Discúlpeme una vez más y créame que no olvidaré nunca la paciencia con que se digna escucharme. ––Caballero ––repliqué––, si el favor que, según parece, está en mi mano hacerle ha de calmar la pena que usted experimenta, dígame en seguida en qué puedo servirle, y encontrará usted en mí un hombre dichoso de poder complacerlo. El dolor del señor Duval inspiraba simpatía, y sin querer estaba deseand© serle grato. Entonces me dijo: ––¿Ha comprado usted algo en la subasta de Marguerite? ––Sí, señor, un libro. ––¿Manon Lescaut? Exactamente. ––¿Tiene usted aún ese libro? Está en mi dormitorio. Ante esta noticia, Armand Duval pareció quitarse un gran peso de encima y me dio las gracias como si, guardando aquel volumen, hubiera empezado ya a hacerle un favor. Me levanté, fui a mi habitación a coger el libro y se lo entregué. y lloramos al leerla. En caso de que no me dé usted noticias suyas, ella queda encargada de enviarle estos papeles a su llegada a Francia. No me lo agradezca. Este volver todos los días sobre los únicos momentos felices de mi villa me hace un bien enorme, y, si usted va a encontrar en su lectura la disculpa del pasado, yo encuentro en ella un continuo alivio. Quisiera dejarle algo para que me tuviera usted siempre en su recuerdo, pero todo lo que hay en la casa está embargado y nada me pertenece. ¿Comprende usted, amigo mío? Voy a morir, y desde mi dormitorio oigo andar por el salón al vigilante que mis acreedores han puesto allí para que nadie se lleve nada ni me quede nada en caso de que no muriera. Espero que aguarden hasta el final para subastarlo. ¡Oh, qué despiadados son los hombres! No, me equivoco, es mejor decir que Dios es justo a inflexible. Pues bien, querido mío, venga usted a la . subasta y compre cualquier cosa, pues, si apartara yo el menor objeto para usted y se enterasen, serían capaces de denunciarlo por ocultación de objetos embargados. ¡Qué villa tan triste la que dejo! ¡Si Dios permitiera que volviera a verlo antes de morir! Según todas las probabilidades, adiós, amigo mío; perdóneme que no le escriba una carta más larga, pero los que dicen que van a curarme me agotan con sangrías, y mi mano se niega a escribir más. Marguerite GAUTIER.» En efecto, las últimas palabras apenas eran legibles. Devolví la carta a Armand, que sin duda acababa de releerla en su pensamiento como yo la había leído en el papel, pues, al recogerla, me dijo: ––¡Quién podría pensar jamás que era una entretenida la que escribió esto! Y, muy emocionado por sus recuerdos, contempló un rato la escritura de aquella carta, que acabó por llevarse a los labios. ––Cuando pienso ––prosiguió–– que ha muerto sin que haya podido verla, y que ya no volveré a verla nunca; cuando pienso que ha hecho por mí lo que no hubiera hecho una hermana, no me perdono haberla dejado morir así. ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Pensando en mí, escribiendo y pronunciando mi nombre! ¡Pobre Marguerite querida! Y Armand, dando rienda suelta a sus pensamientos y a sus lágrimas, me tendía la mano y continuaba: ––Quien me viera lamentarme así por una muerta semejante me tomaría por un niño, pero es que nadie sabe cuánto he hecho sufrir a esa mujer, lo cruel que he sido, lo buena y resignada que ha sido ella. Creía que era yo quien tenía que perdonarla, y hoy me veo indigno del perdón que ella me otorga. ¡Oh, daría diez años de mi vida por poder llorar una hora a sus pies! ––Siempre es difícil consolar un dolor que no se conoce, y sin embargo sentía tan viva simpatía por aquel joven, me confiaba con tal franqueza su pena, que creí que mis palabras no le resultarían indiferentes y le dije: ––¿No tiene usted parientes o amigos? Tenga confianza, vaya a verlos, y ellos lo consolarán, pues yo no puedo hacer más que compadecerlo. ––Es natural ––dijo, levantándose y paseándose a grandes pasos por mi habitación––, estoy aburriéndolo. Perdóneme, no me daba cuenta de que mi dolor le importa poco y de que estoy importunándolo con una cosa que ni puede ni debe interesarle nada. ––No ha interpretado usted bien mis palabras. Estoy totalmente a su disposición; sólo que siento mi incapacidad para calmar su pena. Si mi compañía y la de mis amigos pueden distraerlo; en fin, si me necesita usted para lo que sea, quiero que sepa que tendré un gran placer en poder serle grato. ––Perdón, perdón me dijo––, el dolor exacerba las emociones. Deje que me quede unos minutos más, el tiempo justo de secarme los ojos, para que los mirones de la calle no se queden mirando como una curiosidad a este mocetón que llora. Acaba usted de hacerme muy feliz dándome este libro; nunca sabré cómo agradecerle lo que le debo. ––Concediéndome un poco de su amistad ––dije a Armand–– y diciéndome la causa de su pena. Contando los sufrimientos, se consuela uno. ––Tiene usted razón; pero hoy siento tal necesidad de llorar, que no le diría más que palabras sin sentido. Otro día le haré partícipe de esta historia y ya verá usted si tengo razón para echar de menos a la pobre chica. Y ahora –––– añadió, frotándose los ojos por última vez y mirándose en el espejo––, dígame que no le parezco excesivamente necio y pemiítame que vuelva a verlo otra vez. La mirada del joven era bondadosa y dulce; estuve a punto de abrazarlo. En cuanto a él, sus ojos comenzaban de nuevo a velarse de lágrimas; vio que yo me daba cuenta y desvió la mirada. ––Vamos ––le dije––. ¡Animo! ––Adiós me dijo entonces. Haciendo un esfuerzo inaudito por no llorar, más que salir, huyó de mi casa. Levanté el visillo de mi ventana y lo vi subir.al cabriolé que lo esperaba a la puerta; pero, en cuanto estuvo dentro, se deshizo en lágrimas y ocultó su rostro en el pañuelo. V Pasó bastante tiempo sin que oyera hablar de Armand, pero en cambio hubo muchas ocasiones de tratar de Marguerite. No sé si lo han notado ustedes, pero basta que el nombre de una persona, que parecía que iba a seguir siéndonos desconocida o por lo menos indiferente, se pronuncie una vez ante nosotros, para que alrededor de ese nombre vayan agrupándose poco a poco una serie de detalles y oigamos a todos nuestros amigos hablar con nosotros de algo de lo que antes nunca habíamos conversado. Entonces descubrimos que esa persona casi estaba tocándonos, y nos damos cuenta de que pasó muchas veces por nuestra vida sin ser notada; encontramos en los acontecimientos que nos cuentan una coincidencia y una afinidad reales con ciertos acontecimientos de nuestra propia existencia. No era ése exactamente mi caso respecto a Marguerite, puesto que yo la había visto, me había encontrado con ella y la conocía de vista y por sus costumbres; sin embargo, desde la subasta su nombre llegó tan frecuentemente a mis oídos y, en la circunstancia que he dicho en el capítulo anterior, su nombre se halló mezclado con una tristeza tan profunda, que creció mi asombro, aumentando mi curiosidad. De ello resultó que ya no abordaba a mis amigos, a los que nunca antes había hablado de Marguerite, sino diciéndoles: ––¿Conoció usted a una tat Marguerite Gautier? ––¿La Dama de las Camelias? ––Exactamente. ¡Mucho! Aquellos «¡Mucho!» a veces iban acompañados de sonrisas incapaces de dejar lugar a dudas acerca de su significado. ––Y bien, ¿cómo era aquella chica? ––continuaba yo. ––Pues una buena chica. ––¿Eso es todo? ––¡Santo Dios! ¿Pues qué quirere que sea? Con más inteligencia y quizá ––Porque tiene flores muy diferentes a las otras. ––¿Es usted quien cuida de ella? ––Sí, señor, y ya me gustaría a mí que todos los familiares se preocuparan por sus difuntos lo mismo que el joven que me ha encargado de ella. Después de dar algunas vueltas, el jardinero se detuvo y me dijo: ––Ya hemos llegado. En efecto, ante mis ojos tenía un cuadrado de flores que nadie hubiera tomado por una tumba, si un mármol blanco con un nombre encima no lo testificara. El mármol estaba colocado verticalmente, un enrejado de hierro limitaba el terreno comprado, y el terreno estaba cubierto de camelias blancas. ––¿Qué le parece? ––me dijo el jaydinero. ––Muy hermoso. ––Y cada vez que una camelia se marchita, tengo orden de renovarla. ––¿Y quién se lo ha mandado? ––Un joven que lloró mucho la primera vez qúe vino; un ex de la muerta sin duda, pues parece que era un poco ligera de cascos. Dicen que era muy guapa. ¿La conoció el señor? ––Sí. ––Como el otro me dijo el jardinero con una maliciosa sonrisa. ––No, yo nunca hablé con ella. ––Y viene usted a verla aquí; es muy amable por su parte, pues los que vienen a ver a la pobre chica no arman atascos en el cementerio. ––¿Entonces no viene nadie? ––Nadie, excepto ese joven, que ha venido una vez. ––¿Sólo una vez? ––Sí, señor. ––¿Y no ha vuelto desde entonces? ––No, pero volverá cuando regrese. ––¿Entonces está de viaje? ––Sí. ––¿Y sabe usted dónde está? ––Creo que ha ido a ver a la hermana de la señorita Gautier. ––¿Y qué hace allí? ––Va a pedirle autorización para exhumar a la muerta y llevarla a otro lugar. ––¿Por qué no la deja aquí? ––Ya sabe usted las ocurrencias que se tienen con los muertos. Nosotros vemos estas cosas a diario. Este terreno lo han comprado sólo por cinco años, y ese joven quiere una concesión a perpetuidad y un terreno más grande; será mejor en la parte nueva. ––¿A qué llama usted la parte nueva? ––A esos terrenos nuevos que están ahora en venta a la izquierda. Si hubieran cuidado siempre el cementerio como ahora, no habría otro igual en el mundo; pero todavía hay muchas cosas que hacer para que quede como 'ès debido. Y además la gente es tan rara... ––¿Qué quiere usted decir? ––Quiero decir que hay gente que es orgullosa incluso aquí. Fíjese, esta señorita Gautier parece que ha sido una mujer de vida alegre, y perdone la expresión. Ahora la pobre está muerta, y de ella queda lo mismo que de las otras de las que nadie tiene nada que decir y que regamos todos los días; bueno, pues, cuando los familiares de las personas que están enterradas a su lado se enteraron de quién era, ¿quiere usted creer que todo lo que se les ocurrió decir fue que se opondrían a que la enterraran aquí, y que tendría que haber sitios aparte para esta clase de mujeres lo mismo que para los pobres? ¿Cuándo se ha visto esto? Me los tengo yo bien vistos a ésos: ricos rentistas que no vienen más que cuatro veces al año a visitar a sus difuntos, que les traen flores ellos mismos, ¡y mire qué flores!, que andan mirando lo que supone la conservación de quienes dicen llorar, que escriben en sus tumbas lágrimas que nunca han derramado, y que vienen a poner peros por el vecindario. Mire, yo no conocía a esta señorita ni sé lo que ha hecho; bueno, pues, no sé si me creerá usted, pero la quiero a esta pobrecilla, y tengo cuidado de ella y le pongo las camelias al precio justo. Es mi muerta preferida. Mire usted, nosotros nos vemos obligados a amar a los muertos, pues tenemos tanto trabajo, que casi no tenemos tiempo de amar otra cosa. Yo miraba a aquel hombre, y algunos de mis lectores comprenderán, sin necesidad de explicárselo, la emoción que experimentaba al oírlo. Se dio cuenta sin duda, pues continuó: ––Dicen que ha habido gente que se ha arruinado por esta chica, y que tenía amantes que la adoraban; bueno, pues, cuando pienso que ni uno viene a compFarle siquiera una flor, eso sí que es curioso y triste. Y aún ésta no, puede quejarse, pues tiene su tumba, y, si no hay más que uno que se acuerde de ella, él cumple por los demás. Pero tenemos aquí otras pobres chicas de la misma clase y de la misma edad, que han ido a parar a la fosa común, y se me parte el corazón cuando oigo caer sus pobres cuerpos en la tierra. ¡Y una vez muertas, ni un alma se ocupa de ellas! No siempre es alegre el oficio que hacemos, sobre todo mientras nos queda un poco de corazón. ¿Qué quiere usted? Es más fuerte que yo. Tengo una hermosa hija de veinte años y, cuando traen aquí .una muerta de su edad, pienso en ella y, ya sea una gran dama o una vagabunda, no puedo menos de emocionarme. Pero sin duda lo estoy aburriendo con estas historias y usted no ha venido aquí para escucharlas. Me han dicho que lo lleve a la tumba de la señorita Gautier, y aquí está. ¿Puedo servirle en alguna otra cosa? ––¿Sabe usted la dirección del señor Armand Duval? ––pregunté a aquel hombre. ––Sí, vive en la calle... O por lo menos allí es doncle he ido a cobrar el precio de las flores que ve usted. ––Gracias, amigo. Eché una última mirada a aquella tumba florida, cuyas profundidades deseaba sondear sin querer, para ver lo que había hecho la tierra con aquèlla hermosa criatura que le habían arrojado, y me alejé sumamente triste. ––¿Quiere usted ver al señor Duval? ––prosiguió el jardinero, que iba a mi lado. ––Sí. ––Es que estoy completamente seguro de que todavía no ha vueltó; si no, ya lo habría visto por aquí. ––¿Entonces está usted convencido de que no ha olvidado a Marguerite? ––No sólo estoy convencido, sino que apostaría que su deseo de cambiarla de tumba no es más que el deseo de volver a verla. ––¿Cómo así? ––Las primeras palabras que me dijo al venir al cementerio fueron: «¿Qué podría hacer para volver a verla?» Eso no puede hacerse más que cambiándola de tumba, y ya le informé de todos los requisitos que cumplir para obtener el cambio, pues ya sabe usted que para trasladar un muerto de una tumba a otra es preciso identificarlo, y sólo la familia puede autorizar esa operación, que debe realizarse en presencia de un comisario de policía. Precisamente para conseguir esa autorización ha ido el señor Duval a ver a la hermana de la señorita Gautier, y su primera visita será evidentemente para nosotros. tranquilo hasta que haya visto a Marguerite. Tal vez sea una sed de a fiebre que me abrasa, un sueño de mis insomnios, un resultado de mi delirio; pero, aunque después de verla tenga que hacerme trapense como el señor Rancé, la veré. ––Lo comprendo ––dije a Armand––, y estoy a su disposi ción. ¿Ha visto a Julie Duprat? ––Sí, oh, la vi ya el mismo día de mi primer regreso. ––¿Le ha entregado los papeles que Marguerite le dejó para usted? ––Aquí están. Armand sacó un rollo de papel de debajo de su almohadón y volvió a colocarlo inmediatamente. ––Me sé de memoria lo que contienen estos papeles ––me dijo––. Llevo tres semanas leyéndolos. diez veces al día. También usted los leerá, pero más tarde, cuando yo esté más tranquilo y pueda hacerle comprender todo el corazón y el amor que revela esta confesión. De momento tengo que pedirle un favor. ––¿Cuál? ––¿Tiene un coche abajo? ––Sí. Bueno, ¿quiere usted coger mi pasaporte a ir a lista de correos a ver si hay alguna carta para mí? Mi padre y mi hermana me habrán escrito a París, y yo me marché con tal precipitación, que no tuve tiempo de ir a preguntar antes de mi marcha. Cuando vuelva, iremos juntos a avisar al comisario de policía para la ceremonia de mañana. Armand me entregó su pasaporte, y me dirigí a la calle JeanJacques Rousseau. Había dos cartas a nombre de Duval, las cogí y volví. Cuando llegué, Armand ya estaba vestido y preparado para salir. ––Gracias ––me dijo, cogiendo las cartas. Sí ––––añadió después de haber mirado los remites––, sí, son de mi padre y de mi hermana. No deben de entender el porqué de este silencio. Abrió las cartas, y más que leerlas las adivinó, pues tenía cuatro páginas cada una y al cabo de un instante ya las había doblado. ––Vámonos ––me dijo––, ya contestaré mañana. Fuimos a ver al comisario de policía, a quien Armand entregó el poder de la hermana de Marguerite. El comisario le dio a cambio una orden de aviso para el guarda del cementerio; convinimos en que el traslado tendría lugar al día siguiente a las diez de la mañana, que yo iría a recogerlo una hora antes y que iríamos al cementerio los dos juntos. También yo sentía curiosidad por asistir a aquel espectáculo, y confieso que no dormí en toda la noche. A juzgar por los pensamientos que me asaltaron a mí, debió de ser una larga noche para Armand. Cuando al día siguiente a las nueve de la mañana entré en su casa, estaba horriblemente pálido, pero parecía tranquilo. Me sonrió y me tendió la mano. Las velas estaban totalmente consumidas, y, antes de salir, Armand cogió una carta muy gruesa, dirigida a su padre, y confidente sin duda de sus impresiones de aquella noche. Media hora después llegábamos a Montmartre. El comisario estaba ya esperándonos. Nos encaminamos lentamente en dirección a la tumba de Marguerite. El comisario iba delante, y Armand y yo lo seguíamos a unos pasos. De cuando en cuando sentía estremecerse convulsivamente el brazo de mi compañero, como si un escalofrío le corriera de pronto por el cuerpo. Entonces yo lo miraba; él comprendía mi mirada y me sonreía, pero desde que salimos de su casa no habíamos cruzado una palabra. Un poco antes de llegar a la tumba Armand se detuvo para enjugarse el rostro, inundado de gruesas gotas de sudor. Aproveché aquel alto para respirar, pues también yo tenía el corazón oprimido como en un torno. ¿De dónde procede ese doloroso placer que experimentamos ante esta clase de espectáculos? Cuando llegamos a la tumba, el jardinero había retirado todos los tiestos, habían quitado el enrejado de hierro, y dos hombres cavaban la tierra. Armand se apoyó contra un árbol y miró. Toda su vida parecía estar concentrada en sus ojos. De pronto, uno de los picos rechinó contra una piedra. Al oír aquel ruido, Armand retrocedió como ante una conmoción eléctrica, y me apretó la mano con tal fuerza, que me hizo daño. Un sepulturero cogió una ancha pala y vació poco a poco la fosa; luego, cuando no quedaron más que las piedras que cubrían el ataúd, las arrojó fuera una por una. Yo observaba a Armand, pues temía que en cualquier instante sus emociones, visiblemente contenidas, acabaran por destrozarlo; pero él seguía mirando; tenía los ojos fijos y abiertos como en un acceso de locura, y sólo un ligero temblor de las mejillas y los labios demostraba que era presa de una violenta crisis nerviosa. De mí sólo puedo decir que lamentaba haber venido. Cuando el ataúd quedó descubierto del todo, el comisario dijo a los sepultureros: ––Abran. Los hombres obedecieron como si fuera la cosa más natural del mundo. El ataúd era de roble, y se pusieron a desatornillar la pared superior, que hacía de tapa. La humedad de la tierra había oxidado los tornillos y no sin esfuerzos abrieron el ataúd. Un olor infecto salió de él, a pesar de las plantas aromáticas de que estaba sembrado. ––¡Oh, Dios mío, Dios mío! murmuró Armand y palideció aún más. Hasta los sepultureros retrocedieron. Un gran sudario blanco cubría el cadáver, dibujando algunas de sus sinuosidades. El sudario estaba casi completamente comido por un extremo, y dejaba pasar un pie de la muerta. Yo estaba a punto de sentirme mal, y aun en el momento en que escribo estas líneas el recuerdo de aquella escena se me aparece en toda su imponente realidad. ––Démonos prisa ––dijo el comisario. Entonces uno de los dos hombres extendió la mano, se puso a descoser el sudario y, agarrándolo por un extremo, descubrió bruscamente el rostro de Marguerite. Era terrible de ver, es horrible de contar. Los ojos eran sólo dos agujeros, los labios habían desaparecido y los blancos dientes estaban apretados unos contra otros. Los largos cabellos, negros y secos, estaban pegados a las sienes y velaban un poco las cavidades verdes de las mejillas, ––y sin embargo en aquel rostro reconocí el rostro blanco, rosa y alegre que con tanta frecuencia había visto. quedábamos charlando, sentados junto a la ventana abierta a la hora en que el sol calienta más, de doce a dos de la tarde. Yo me guardaba muy bien de hablarle de Marguerite, temiendo siempre que ese nombre despertara tristes recuerdos adormecidos bajo la calma aparente del enfermo; pero Armand, por el contrario,. parecía complacerse en hablar de ella, no ya como otras veces, con lágrimas en los ojos, sino con una dulce sonrisa que me tranquilizaba respecto a su estado de ánimo. Noté que, desde su última visita al cementerio, desde el espectáculo que desencadenó en él aquella crisis violenta, parecía que la enfermedad había colmado las medidas del dolor moral, y que la muerte de Marguerite ya no se le aparecía bajo el aspecto del pasado. De aquella certeza adquirida había resultado una especie de consolación, y, para arrojar la imagen sombría que a menudo se le representaba, se abismaba en los recuerdos felices de su relación con Marguerite y no parecía querer aceptar ninguno más. Estaba el cuerpo demasiado agotado por el alcance a incluso por la curación de la fiebre para permitir al espíritu una emoción violenta, y la alegría primaveral y universal que rodeaba a Armand transportaba sin querer su pensamiento hacia imágenes risueñas. Se había negado siempre obstinadamente a comunicar a su familia el peligro que corría y, cuando ya estuvo a salvo, su padre ignoraba todavía su enfermedad. Una tarde nos quedamos a la ventana hasta más tarde que de costumbre. Había hecho un día magnífico, y el sol se dormía en un crepúsculo resplandeciente de azul y oro. Aunque estábamos en París, el verdor que nos rodeaba parecía aislarnos del mundo, y apenas si de cuando en cuando el ruido de un coche turbaba nuestra conversación. ––Fue aproximadamente por esta época del año y en la tarde de un día como éste cuando conocí a Marguerite ––––me dijo Armand, escuchando sus propios pensamientos y no lo que yo le decía. No respondí nada. Entonces se volvió hacia mí y me dijo: De todos modos tengo que contarle esta historia. Escribirá usted un libro con ella, que nadie creerá, pero que quizá sea interesante de escribir. Ya me lo contará otro día, amigo mío le dije––; aún no está usted bueno del todo. ––La noche es cálida, y me he comido mi pechuga de pollo ––me dijo sonriendo––. No tengo fiebre, no tenemos nada que hacer, así que voy a decírselo todo. ––Si se empeña usted, le escucho. Es una historia muy sencilla ––añadió entonces––, y se la voy a contar siguiendo el orden de los acontecimientos. Si algún día hace algo con ella, es usted libre de contarla como quiera. Esto es lo que me refirió, y apenas si he cambiado unas pàlàbras de aquel conmovedor relato: ¡Sí ––prosiguió Armand, dejando caer la cabeza sobre el respaldo del sillón––, sí, fue en una noche como ésta! Había pasado el día en el campo con mi amigo Gaston R... Al atardecer volvimos a París y, sin saber qué hacer, entramos en el teatro Variétés. Salimos durante un entreacto, y en el pasillo nos cruzamos con una mujer alta, a quien mi amigo saludó. ––¿Quién es ésa a quien ha saludado usted? ––le pregunté. ––Marguerite Gautier ––me dijo. ––Me parece que está muy cambiada, pues no la he conocido ––áije con una emoción que en seguida comprenderá usted. ––Ha estado enferma; la pobre chica no irá muy lejos. Recuerdo estas palabras como si me las hubieran dicho ayer. Ha de saber usted, amigo mío, que hacía dos años que, siempre que me encontraba con aquella chica; su vista me causaba una extraña impresión. Sin saber por qué, me ponía pálido y mi corazón latía violentamente. Tengo un amigo que se dedica a las ciencias ocultas y que llamaría a lo que yo experimentaba afmidad de fuidos; yo creo simplemente que estaba destinado a enamorarme de Marguerite y que lo presentía. . El caso es que me causaba una impresión real, que varios de mis amigos fueron testigos de ello, y que se rieron no poco al identificar a quien me ocasionaba aquella impresión. La primera vez que la vi fue en la plaza de la Bourse, a la puerta de Susse. Una calesa descubierta se paró allí, y de ella bajó una mujer vestida de blanco. Un murmullo de admiración acogió su entrada en la tienda. De mí sé decir que me quedé clavado en el sitio desde que entró hasta que salió. A través de los cristales la miraba escoger en la boutique lo que había ido a comprar. Hubiera podido entrar, pero no me atreví. No sabía quién era aquella mujer y temí que adivinara el motivo de mi entrada en la tienda y se ofendiera. Sin embargo, no me creí llamado a volver a verla. Iba elegantemente vestida; llevaba un vestido de muselina rodeado de volantes, un chal de la India cuadrado con los ángulos bordados de oro y flores de seda, un sombrero de paja de Italia y una sola pulsera: una gruesa cadena de oro que empezaba a ponerse de moda por aquella época. Volvió a subir a la calesa y se fue. Uno de los dependientes de la tienda se quedó a la puerta, siguiendo con los ojos el coche de la elegante compradora. Me acerqué a él y le rogué que me dijera el nombre de aquella mujer. ––Es la señorita Marguerite Gautier ––me respondió. No me atreví a preguntarle la dirección y me alejé. El recuerdo de aquella visión, pues fue una verdadera visión, se me quedó grabado en la mente como muchos otros que ya había tenido, y empecé a buscar por todas partes a aquella mujer blanca tan soberanamente bella. Pocos días después tuvo lugar una gran representación en la ópera Cómica. Fui a ella. La primera persona que vi en un palco proscenio del anfiteatro fue a Marguerite Gautier. El joven con quien yo estaba también la conoció, pues me dijo nombrándola: ––Fíjese qué chica más bonita. En aquel momento Marguerite dirigía sus gemelos hacia nosotros; vio a mi amigo, le sonrió y le hizo una seña para que fuera a visitarla. ––Voy a saludarla ––me dijo––, y vuelvo dentro de un momento. No pude dejar de decirle: ––¡Qué suerte tiene usted! ––¿Por qué? ––Por ir a ver a esa mujer. ––¿Está usted enamorado de ella? ––No ––dije, enrojeciendo, pues realmente no sabía a qué atenerme al respecto––, pero sí que me gustaría conocerla. ––Pues venga conmigo, yo le presentaré. ––Pídale permiso primero. ––¡Pardiez! Con ella no hay que andarse con tantos remilgos; venga. Aquellas palabras me dieron pena. Temblaba ante la idea de adquirir la certeza de que Marguerite no mereciera lo que experimentaba por ella. ––Si eso fuera cierto ––dije yo entonces––, no habría rogado a Ernest que le pidiera a usted permiso para presentarme. ––Quizá no fuera más que un modo de retrasar el momento fatal. Por poco que uno haya vivido con chicas de la clase de Marguerite, sabe el placer que les causa dárselas de falsamente ingeniosas y embromar a la gente que ven por primera vez. Es sin duda un desquite por las humillaciones que a menudo se ven forzadas a sufrir por parte de los que las ven todos los días. Así que para responderles hace falta estar un poco habituado a su mundillo, y yo no lo estaba; además la idea que me había hecho de Marguerite me hacía exagerar sus bromas. Nada de lo que viniera de aquella mujer me resultaba indiferente. Así que me levanté, diciéndole con una alteración de voz que me fue imposible de ocultar completamente: ––Si es eso lo que piensa usted de mí, señora, sólo me resta pedirle perdón por mi indiscreción y despedirme de usted, asegurándole que no volverá a repetirse. A continuación saludé y salí. Apenas hube cerrado la puerta, cuando oí la tercera carcajada. Me hubiera gustado que alguien me diera un codazo en aquel momento. Volví a mi butaca. Avisaron que iba a levantarse el telón. Ernest volvió a mi lado. ––¡Cómo se ha puesto usted! ––me dijo al sentarse––. Creen que está usted loco. ––¿Qué ha dicho Marguerite cuando me he ido? ––Se ha reído y me ha asegurado que nunca había visto un tipo tan raro como usted. Pero no hay que darse por vencido; lo único que tiene que hacer es no tomarse a esas chicas tan en serio. No saben lo que es la elegancia ni la cortesía; es como echar perfumes a––––los perros: creen que huelen mal y van a revolcarse en el arroyo. ––Después de todo, ¿a mí qué me importa? ––dije, intentando adoptar un tono desenvuelto––. No volveré a ver a esa mujer y, si me gustaba antes de conocerla, ha cambiado mucho la cosa ahora que la conozco. ––¡Bahl No pierdo la esperanza de verlo un día al fondo de su palco ni de oír decir que está arruinándose por ella. Además, tiene usted razón: será una maleducada, pero merece la pena tener una amante tan bonita como ella. Por suerte se alzó el telón y mi amigo se calló. No podría decirle lo que estaban representando. Todo lo que recuerdo es que de cuando en cuando levantaba los ojos hacia el palco que tan bruscamente había abandonado y que rostros de nuevos visitantes se sucedían allí a cada momento. Sin embargo me hallaba lejos de haber dejado ––de pensar en Marguerite. Otro sentimiento estaba apoderándose de mí. Me parecía que tenía que olvidar su insulto y mi ridículo; me decía que, aunque tuviera que gastar lo que poseía, aquella chica sería mía y ocuparía por derecho propio el sitio que tan rápidamente había abandonado. Antes de que terminara el espectáculo, Marguerite y su amiga dejaron el palco. Sin querer también yo dejé mi butaca. ––¿Se va usted? ––me dijo Ernest. ––Sí. ––¿Por qué? En aquel momento se dio cuenta de que el palco estaba vacío. ––Váyase, váyase ––dijo––, y buena suerte, o más bien, mejor suerte. Salí. En la escalera oí roces de vestidos y rumor de voces. Me aparté y, sin set visto, vi pasar a las dos mujeres y a los dos jóvenes que las acompañaban. Bajo el peristilo del teatro un botones se presentó ante ellas. ––Ve a decir al cochero que espere a la puerta del Café Inglés ––dijo Marguerite––; iremos a pie hasta allí. Unos minutos después, rondando por el bulevar, vi a Marguerite a la ventana de uno de los grandes reservados del restaurante: apoyada en el alféizar, deshojaba una a una las camelias de su ramo. Uno de los dos jóvenes estaba inclinado sobre su hombro y le hablaba en voz baja. Me fui a la Maison d'Or, me instalé en los salones del primer piso y no perdí de vista la ventana en cuestión. A la una de la mañana Marguerite volvía a subir a su coche con sus tres amigos. Tomé un cabriolé y la seguí. El coche se detuvo en la calle de Antin, número 9. Marguerite se apeó y entró Bola en su casa. Fue sin duda una casualidad, pero aquella casualidad me hizo muy dichoso. Desde aquel día me encontré muchas veces con Marguerite en los espectáculos o en los Campos Elíseos. Ella siempre con la misma alegría, yo siempre con la misma emoción. Sin embargo pasaron quince días sin que volviera a verla en ningún sitio. Me encontré con Gaston, y le pedí noticias de ella. ––La pobre chica está muy enferma ––me respondió. ––¿Pues qué tiene? ––Tiene que está tísica y que, como la vida que ha llevado no es la más adecuada para curarse, está en la cama y se muere. El corazón es extraño; casi me alegré de aquella enfermedad. Todos los días iba a preguntar por ––la enferma, aunque sin escribir mi nombre ni dejar mi tarjeta. Así me enteré de su convalecencia y de su marcha a Bagnéres. Luego pasó el tiempo; la impresión, si no el recuerdo, pareció borrarse poco a poco de mi espíritu. Viajé; relaciones, hábitos, trabajos ocuparon el sitio de aquel pensamiento y, cuando pensaba en aquella primera aventura, no quería ver en ella más que una de esas pasiones que suele uno tener cuando es muy joven, y de que poco tiempo después se ríe uno. Por lo demás no tenía ningún mérito triunfar de aquel recuerdo, pues había perdido de vista a Marguerite desde su marcha y, como ya le he dicho, cuando pasó a mi lado en el pasillo del Variétés, no la conocí. Llevaba un velo, es cierto; pero, por más velos que hubiera llevado dos años antes, no habría tenido necesidad de verla para reconocerla: la habría adivinado. Lo que no impidió que mi corazón latiera cuando supe que era ella; y los dos años pasados sin verla y los resultados que aquella separación hubiera podido ocasionar se desvanecieron en la misma humareda con el solo rozar de su vestido. VIII Sin embargo ––continuó Armand tras una pausa––, aun comprendiendo que todavía estaba enamorado, me sentía más fuerte que entonces, y en mi ––El. ––¿Entonces va a venir a recogerla? ––Dentro de un momento. ––¿Y a usted quién la acompañará? ––Nadie. ––Me ofrezco. ––Pero creo que está usted con un amigo. ––Entonces nos ofrecemos los dos. ––¿Qué amigo es ése? ––Es un muchacho simpático, muy ingenioso, y que estará encantado de conocerla. ––Bueno, de acuerdo; saldremos los cuatro después de esta pieza, pues ya conozco la última. ––Con mucho gusto; voy a avisar a mi amigo. ––Hala, vaya... ¡Ah! ––me dijo Prudence en el momento en que yo iba a salir––, ahí tiene al duque, que entra en el palco de Marguerite. Miré. En efecto, un hombre de setenta años acababa de sentarse detrás de la joven y le daba una bolsa de bombones, de la que ella en seguida sacó uno sonriendo, y luego lo alargó por encima del antepecho de su palco, haciendo a Prudence una seña que podía traducirse por: ––¿Quiere? ––No ––dijo Prudence. Marguerite recogió la bolsa y, volviéndose, se puso a charlar con el duque. El relato de todos estos detalles parece una niñería, pero todo cuanto tenía relación con aquella chica está tan presente en mi memoria, que no puedo dejar de recordarlo hoy. Bajé para avisar a Gaston de lo que acababa de disponer para él y para mí. Aceptó. Dejamos nuestras butacas para subir al palco de la señora Duvernoy. Apenas habíamos abierto la puerta del patio de butacas, cuando nos vimos obligados a detenernos para dejar pasar a Marguerite y al duque, que se iban. Hubiera dado diez años de mi vida por estar en el sitio del buen viejo. Una vez que llegaron al bulevar, la ayudó a acomodarse en un faetón que conducía él mismo, y desaparecieron, llevados al trote por dos soberbios caballos. Entramos en el palco de Prudence. Cuando hubo terminado la pieza, bajamos y tomamos un simple simón, que nos condujo hasta la calle de Antin, número 7. A la puerta de su casa Prudence nos invitó a subir para enseñarnos su tienda, que no conocíamos y de la que ella parecía sentirse muy orgullosa. Puede usted imaginarse la rapidez con que acepté. Me parecía que iba acercándome poco a poco a Marguerite. Pronto conseguí que la conversación recayera sobre ella. ––¿Está el viejo duque en casa de su vecina? ––dije a Prudence. ––No; ya estará sola. ––Pero entonces va a aburrirse horriblemente ––dijo Gaston. ––Solemos pasar juntas casi todas las veladas, o, si no, cuando vuelve, me llama. Nunca se acuesta antes de las dos de la mañana. No puede dormirse más pronto. ––¿Por qué? ––Porque está enferma del pecho y casi siempre tiene fiebre. ––¿No tiene amantes? ––pregunté. ––Nunca veo que nadie se quede cuando yo me voy; pero no puedo asegurar que no venga nadie cuando ya me he ido; con frecuencia me encuentro por la noche en su casa con un tal conde de N..., que cree ganar terreno en sus lances visitándola a las once y enviándole todas las joyas que quiera; pero ella no puede verlo ni en pintura. Comete un error, pues es un muchacho muy rico. Por más que le digo de cuando en cuando: «¡Ese es el hombre que le conviene, hija mía!» , ella, que ordinariamente me hace bastante caso, me vuelve la espalda y me responde qué es tonto. Estoy de acuerdo en que es tonto, pero le proporcionaría una posición, mientras que el viejo duque puede morirse cualquier día. Los ancianos son egoístas; su familia le reprocha sin cesar su afecto por Marguerite: he ahí dos razones para que no le deje nada. Yo la sermoneo, pero ella responde que siempre habrá tiempo de tomar al conde a la muerte del duque. No resulta tan divertido ––continuó Prudence–– vivir como ella vive. Sé que a mí eso no me iría y que bien pronto enviaría a paseo al buen señor. Es un viejo insípido; la llama hija, la cuida como a una niña, siempre anda detrás de ella. Estoy segura de que a estas horas uno de sus criados ronda la calle para ver quién sale, y sobre todo quién entra. ––¡Ah, pobre Marguerite! ––dijo Gaston, poniéndose al piano y tocando un vals––. Yo no sabía eso. Y sin embargo ya hacía algún tiempo que me parecía menos alegre. ––¡Chist! ––dijo Prudence aguzando el oído. Gaston dejó de tocar. ––Creo que me llama. Escuchamos. En efecto, una voz llamaba a Prudence. ––Hala, caballeros, váyanse ––nos dijo la señora Duvernoy. ––¡Ahl ––dijo Gaston riendo––, ¿es así como entiende usted la hospitalidad? Nos iremos cuando nos parezca bien. ––¿Por qué tenemos que irnos? ––Voy a ver a Marguerite. ––Esperaremos aquí. ––Eso no puede ser. ––Entonces iremos con usted. ––Menos aún. ––Yo conozco a Marguerite ––dijo Gaston––, y bien puedo ir a hacerle una visita. ––Pero Armand no la conoce. Yo se lo presentaré. ––Es imposible. Volvimos a oír la voz de Marguerite, que seguía llamando a Prudence. Esta corrió a su cuarto de asco. La seguí hasta allí con Gaston. Abrió la ventana. Nos escondimos de forma que no se nos viera desde fuera. ––Llevo llamándola diez minutos ––dijo Marguerite desde su ventana y con un tono casi imperioso. ––¿Qué quiere? ––Quiero que venga en seguida. pero no recordó o pareció no recordar. ––Señora ––proseguí––, le agradezco mucho que haya olvidado aquella primera presentación, pues estuve muy ridículo y debí de parecerle muy aburrido. Fue hace dos años en la Opera Cómica; yo estaba con Ernest de***. ––¡Ah, ya recuerdo! ––repuso Marguerite con una sonrisa––. Pero no estuvo usted ridículo; fui yo la que me puse en plan bromista, como aún sigo haciendo a veces, aunque menos. ¿Me ha perdonado usted? Me tendió su mano, y yo se la besé. ––Es cierto ––prosiguió––. Imagínese, tengo la mala costumbre de querer poner en aprietos a la gente que veo por primera vez. Es una estupidez. Mi médico dice que es porque soy nerviosa y estoy siempre delicada: crea a mi médico. Pues tiene usted muy buen aspecto. ––¡Oh, he estado muy enferma! ––Ya lo sé. ––¿Quién se lo ha dicho? ––Todo el mundo lo sabía; vine con frecuencia a preguntar por usted, y me alegré mucho cuando me enteré de su convalecencia. ––No me han entregado nunca su tarjeta. ––No la dejé nunca. ––¿No será usted el joven que venía a preguntar por mí todos los días durante mi enfermedad y que nunca quiso dejar su nombre? ––Yo soy. ––Entonces es usted más que indulgente, es generoso. Usted, conde, no hubiera hecho eso ––añadió, volviéndose hacia el señor de N..., tras haberme lanzado una de esas miradas con las que las mujeres completan su opinión sobre un hombre. ––Sólo hace dos meses que la conozco ––replicó el conde. ––Y el señor sólo hace cinco minutos que me conoce. No dice usted más que tonterías. Las mujeres son despiadadas con las personas que no son de su agrado. El coride enrojeció y se mordió los labios. Sentí piedad por él, pues parecía estar enamorado como yo, y lá dura franqueza de Marguerite debía de hacerle muy desgraciado, sobre todo en presencia de dos extraños. ––Estaba usted tocando cuando hemos entrado ––––dije entonces para cambiar de conversación––. ¿No quiere usted darme el gusto de tratarme como a un viejo conocido y continuar tocando? ––¡Oh! ––dijo, echándose en el canapé a invitándonos con un gesto a sentarnos––. Gaston sabe perfectamente qué clase de música toco. Cuando estoy sola con el conde, vale, pero no quisiera 'que ustedes tuvieran que soportar semejante suplicio. ––¿Tiene usted esa preferencia por mí? ––replicó el señor de N... con una sonrisa que tenía pretensiones de ser sutil a irónica. ––Se equivoca usted al reprochármela: es la única. Estaba decidido que aquel pobre muchacho no dijera una palabra. Lanzó a la joven una mirada realmente suplicante. ––Dígame, Prudence ––continuó ella––, ¿ha hecho usted lo que le rogué? ––Sí. ––Está bien, ya me lo contará más tarde. Tenemos que chaxlar; no se vaya sin hablar conmigo. ––Creo que hemos sido un poco indiscretos ––dije yo entonces––, y ahora que ya hemos, o mejor dicho he obtenido una segunda presentación para hacer olvidar la primera, Gaston y yo vamos a retirarnos. ––¡Ni hablar de eso! No lo he dicho por ustedes. Al contrario, quiero que se queden. El conde sacó un reloj muy elegante y miró la hora: ––Ya es hora de que me vaya al club ––dijo. Marguerite no respondió. El conde se separó entonces de la chimenea y, dirigiéndose a ella: ––Adiós, señora. Marguerite se levantó. ––Adiós, querido conde, ¿ya se va usted? ––Sí, me temo que estoy aburriéndola. ––No me aburre usted hoy más que otros días. ¿Cuándo volveremos a verlo? ––Cuando usted me lo permita. ––¡Entonces, adiós! Reconocerá usted que aquello era cruel. Por suerte el conde tenía muy buena educación y un carácter excelente. Se contentó con besar la mano que Marguerite le tendía con no poca indolencia, y salió tras habernos saludado. En el momento en que franqueaba la puerta miró a Prudence. Esta se encogió de hombros con un aire que parecía significar: «¿Qué quiere usted? He hecho todo lo que he podido». ––¡Nanine! ––gritó Marguerite––. Alumbra al señor conde. Oímos abrir y cerrar la puerta. ––¡Por fin se ha ido! ––exclamó Marguerite, volviendo a aparecer––. Ese muchacho me pone los nervios de punta. ––Hija mía ––dijo Prudence––, hay que ver lo mala que es usted con él, con lo bueno y atento que es él con usted. Sin ir más lejos, ahí tiene en la chimenea ese reloj que le ha dado, y que estoy segura de que le ha costado mil escudos por lo menos. Y la señora Duvernoy, que se había acercado a la chimenea, 3 jugueteaba con la joya de que hablaba mientras le lanzaba miradas codiciosas. ––Amiga mía ––dijo Marguerite, sentándose al piano––, cuando sopeso por un lado lo que me da y por otro lo que me dice, aún me parece que sus visitas le salen baratas. ––El pobre muchacho está enamorado de usted. ––Si tuviera que escuchar a todos los, que están enamorados den mí, no tendría tiempo ni para cenar. Y dejó correr sus dedos por el piano, tras lo cual, volviéndose hacia nosotros, nos dijo: ––¿Quieren tomar algo? Yo beberla con gusto un poco de ponche. ––Y yo comería con gusto un poco de pollo ––––dijo Prudence¿Y si cenáramos? ––Eso es, vámonos a cenar ––dijo Gaston. ––No, vamos a cenar aquí. Llamó. Apareció Nanine. ––Di que vayan a buscar algo de cenar. ––¿Qué hay que traer? ––No cante esas porquerías ––dije familiarmente a Marguerite y con un tono de súplica. ––¡Oh, qué casto es usted! ––me dijo sonriendo y tendiéndome la mano. ––No es por mí, es por usted. Marguerite hizo un gesto como queriendo decir: «¡Oh, yo hace ya mucho tiempo que terminé con la castidad!» En aquel momento apareció Nanine. ––¿Está lista la cena? ––Sí, señora, dentro de un momento. ––A propósito ––me dijo Prudence––, no ha visto usted el piso; venga, se lo voy a enseñar. El salón, como ya sabe usted, era una maravilla. Marguerite nos acompañó un poco, luego llamó a Gaston y pasó con él al comedor para ver si la cena estaba lists. ––¡Vaya! ––dijo Prudence en voz bien alts, mirando hacia un estante y cogiendo una figura de porcelana de Sajonia––. ¡No sabía yo que tenía usted aquí este hombrecito! ––¿Cuál? ––Un pastorcillo que tiene una jaula con un pájaro. ––Lléveselo, si le gusta. ––Ah, pero no quisiera que se quedara sin él. ––Iba a dárselo a mi doncella; me parece horroroso; pero, si le gusta, lléveselo. Prudence no vio más que el regalo y no cómo se lo habían hecho. Apartó el hombrecilIo y me llevó al cuarto de aseo, donde, enseñándome dos miniaturas a juego, me dijo: ––Ahí tiene al conde de G..., que estuvo muy enamorado de Marguerite; fue él quien la lanzó. ¿Lo conoce usted? ––No. ¿Y ésta? ––pregunté, señalando la otra miniatura. ––Es el vizcondesito de L... Se vio obligado a marcharse. ––¿Por qué? ––Porque estaba casi arruinado. ¡Ese sí que quería a Marguerite! ––Y ella también lo querría mucho sin duda. ––Con una chica tan rara como ésta una no sabe nunca a qué atenerse. La noche del día en que él se fue, ella estaba en el teatro, como de costumbre, y sin embargo había llorado en el momento de la despedida. En aquel momento apareció Nanme anunciándonos que la cena estaba servida. Cuando entramos en el comedor, Marguerite estaba apoyada contra la pared, y Gaston, que la tenía cogida de las manos, estaba hablándole en voz baja. ––Está usted loco ––le respondía Marguerite––. Sabe usted de sobra que no me interesa. A una mujer como yo nadie le pide ser su amante al cabo de dos años de conocerla. Nosotras nos entregamos en seguida o nunca. Vamos, señores, a la mesa. Y, liberándose de las manos de Gaston, nos hizo sentar a él a su derecha, a mí a su izquierda, y luego dijo a Nanine: ––Antes de sentarte, ve a decir en la cocina que si llaman no abran. Tal orden se daba a la una de la mañana. Reímos, bebimos y comimos mucho en aquella cena. Al cabo de unos instantes la alegría había descendido a los últimos límites y, entre grandes aclamaciones de Nanine, de Prudence y de Marguerite, de cuando en cuando estallaban esas palabras que a ciertas gentes les hacen mucha gracia y que manchan siempre la boca que las dice. Gaston se divertía francamente; era un muchacho de gran corazón, pero tenía el espíritu un poco maleado por los hábitos primeros. Por un momento quise aturdirme, dejar que mi corazón y mi pensamiento permanecieran indiferentes al espectáculo que tenía ante los ojos y tomar parte en aquella alegría que parecía ser uno de los manjares de la cena; pero poco a poco me fui aislando de aquel ruido, mi vaso seguía lleno, y casi me puse triste viendo a aquella hermosa criatura de veinte años beber, hablar como un carretero y reír más cuanto más escandaloso era lo que se decía. Sin embargo aquella alegría, aquella forma de hablar y de beber, que en los otros comensales me parecían resultado del libertinaje, la fuerza o la costumbre, en Marguerite me parecían una necesidad de olvidar, una fiebre, una irritabilidad nerviosa. A cada copa de champán sus mejillas se teñían de un rojo febril, y una tos, ligera al comienzo de la cena, se había ido haciendo a la larga lo suficientemente fuerte para obligarla a echar la cabeza sobre el respaldo de la silla y a apretarse el pecho con las manos cada vez que tosía. Yo sufría por el daño que harían en su débil organismo aquellos excesos diarios. Al fin sucedió algo que yo había previsto y me temía. Hacia el final de la cena se apoderó de Marguerite un acceso de tos más fuerte que todos los que había tenido desde que yo estaba allí. Me pareció como si su pecho se desgarrase interiormente. La pobre chica se puso púrpura, cerró los ojos por el dolor y se llevó a los labios la servilleta, que una gota de sangre enrojeció. Entonces se levantó y se fue corriendo al cuarto de aseo. ––¿Pero qué le pasa a Marguerite? ––preguntó Gaston. ––Pues le pasa que ha reído demasiado y escupe sangre ––dijo Prudence––. ¡Oh, no será nada, le pasa todos los días! Ya volverá. Dejémosla solar prefiere que sea así. Pero yo no pude contenerme, y ante la gran estupefacción de Prudence y de Nanine, que me llamaban para que volviera, fui a reunirme con Marguerite. X La habitación donde se había refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada encima de una mesa. Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenía una mano sobre el corazón y dejaba colgar la otra. Encima de la mesa había una palangana de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de hilillos de sangre. Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por momentos su pecho se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecía aliviarla un poco, y le producía durante unos pocos segundos un sentimiento de bienestar. Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que reposaba sobre el canapé. ––¿Ah, es usted? ––me dijo con una sonrisa. Supongo que mi cara tenía un aspecto alterado, pues añadió: ––¿También usted se siente mal? ––No; y a usted ¿no se le ha pasado todavía? ––No mucho y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos había hecho acudir a sus ojos––; pero ya estoy acostumbrada. ––Está usted matándose, señora ––le dije entonces con voz emocionada––. Me gustaría ser amigo suyo, alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este modo. Yo no respondía nada: escuchaba. Aquella franqueza, que tenía casi algo de confesión, aquella vida dolorosa entrevista bajo el velo dorado que la cubría, y de cuya realidad huía la pobre chica refugiándose en el libertinaje, la embriaguez y el insomnio, todo aquello me impresionó de tal modo, que no encontré ni una palabra. ––Vamos ––continuó Marguerite––, estamos diciendo niñerías. Déme la mano y volvamos al comedor. Nadie tiene por qué saber el motivo de nuestra ausencia. ––Vuelva usted, si le parece bien, pero yo le pido permiso para quedarme aquí. ––¿Por qué? ––Porque su alegría me hace mucho daño. ––Bueno, pues estaré triste. ––Escuche, Marguerite, déjeme decirle una cosa, que sin dude le han dicho muchas veces, y que de tanto oírla quizá ya no puede usted creer, pero que no por eso es menos cierta y que no volveré a decirle nunca. ––¿Y es...? ––––dijo con esa sonrisa propia de las madres jóvenes cuando van a escuchar una locura de su hijo. ––Pues que desde que la vi, no sé cómo ni por qué, ha ocupado usted un sitio en mi vida; que, por más que he intentado arrojar su imagen de mi pensamiento, vuelve una y otra vez; que hoy, cuando he vuelto a encontrarla, después de haber estado dos añosw sin verla, ha adquirido usted sobre mi corazón y mi cabeza un ascendiente aún mayor; y, en fin, que ahora que me ha recibido, que la conozco, que sé todo lo que de extraño hay en usted, se me ha hecho indispensable, y me volveré loco no ya si no me ama, pero aun si no me deja amarla. ––Pero, desgraciado, debería decirle lo que decía la señora D.. «Es entonces usted muy rico». ¿Pero no sabe usted que gasto seis siete mil francos al mes, y que ese gasto se me ha hecho imprescindible? ¿No sabe usted, pobre amigo mío, que lo arruinaría en nada y menos, y que su familia le prohibiría entrar en casa para enseñarle así a vivir con una criatura como yo? Quiéramd mucho; como un buen amigo, pero nada más. Venga a verme,, reiremos, charlaremos, pero no exagere lo que valgo, porque no valgo gran cosa. Tiene usted buen corazón, necesita ser amado pero es excesivamente joven y sensible para vivir en nuestro mundo. Búsquese una mujer casada. Ya ve usted que soy buena chica y que le hablo francamente. ––¡Pero, bueno! ¿Qué diablos están haciendo aquí? — Prudence, a quien no habíamos oído llegar y que apareció en umbral de la habitación medio despeinada y con el vestid desabrochado. En aquel desorden reconocí la mano de Gaston. ––Estamos hablando de cosas serias ––dijo Marguerite Déjenos un momento, que vamos en seguida a reunirnos con ustedes. ––Bueno, bueno, sigan charlando, hijos míos ––dijo Prudence al retirarse, cerrando la puerta como para reforzar el tono en que había pronunciado las últimas palabras. ––Así pues ––prosiguió Marguerite, cuando nos quedamos solos––, estamos de acuerdo en que dejará de quererme. ––Me marcharé. ––¿Pero tan fuerte le ha dado? Había ido demasiado lejos para dar marcha atrás, y por otra parte aquella chica me trastornaba. Aquella mezcla de alegría, tristeza, candor, prostitución, incluso aquella enfermedad, que en su caso desarrollaba la sensibilidad ante las impresiones como la irritabilidad de los nervios, todo ello me indicaba que, si desde el principio no adquiría dominio sobre aquella naturaleza ligera y olvidadiza, la perdería. ––¡Vamos, entonces lo dice en serio! ––Muy en serio. ––¿Pero por qué no me lo ha dicho antes? ––¿Y cuándo se lo habría dicho? ––Pues al día siguiente de aquel en que me fue usted presentado en la Opera Cómica. ––Creo que, si hubiera venido a verla, me habría recibido usted muy mal. ––¿Por qué? ––Porque la víspera me porté como un estúpido. ––Eso es verdad. Sin embargo, ya me quería por entonces. ––Sí. ––Lo que no le impidió ir a acostarse y dormir tan tranquilamente después del espectáculo. Todos sabemos lo que son esos grandes amores. ––Sí, sólo que en eso se equivoca usted. ¿Sabe lo que hice la noche de la Opera Cómica? ––No. ––La esperé a la puerta del Café Inglés. Seguí el coche que la llevó a usted y a sus tres amigos y, cuando la vi bajar Bola y entrar en su casa, me sentí muy feliz. Marguerite se echó a reír. ––¿De qué se ríe? ––De nada. ––Dígamelo, se lo suplico, o acabaré por creer que está otra vez burlándose de mí. ––¿No se enfadará? ––¿Con qué derecho podría enfadarme? ––Bueno, pues tenía una buena razón para entrar sola. ––¿Cuál? ––Estaban esperándome aquí. Si me hubiera dado una puñalada, no me habría hecho tanto! daño. Me levanté y, tendiéndole la mano: ––Adiós ––le dije. ––Sabía que se enfadaría ––dijo––. Los hombres rabian por enterarse de lo que va a hacerles sufrir. ––Pues le aseguro ––añadí con un tono frío, como si hubiera querido demostrarle que estaba curado para siempre de mi pasión––, le aseguro que no estoy enfadado. Es muy natural que la; esperase alguien, como es muy natural que yo me vaya a las tree de la mañana. ––¿También a usted está esperándolo alguien en su casa? ––No, pero tengo que irme. ––Adiós, entonces. ––¿Me echa usted? ––De ninguna manera. ––¿Por qué me hace sufrir así? ––¿Que yo le hago sufrir? ––Me dice que alguien estaba esperándola. ––No he podido dejar de reírme ante la idea de que usted se sintiera tan feliz de verme entrar sola, cuando había una razón tan buena para ello. ––Muchas veces le entra a uno alegría por una niñería, y no está bien ––Mañana, de once a doce de la noche. ¿Está usted contento? ––¿Y usted me lo pregunta? ––De esto, ni una palabra a su amigo, ni a Prudence, ni a nadie. –– Se lo prometo. ––Ahora béseme, y volvamos al comedor. Me ofreció sus labios, alisó de nuevo sus cabellos, y salimos de aquella habitación, ella cantando, yo medio loco. En el salón se detuvo y me dijo en voz muy baja: ––Quizá le parezca raro que me haya mostrado tan dispuesta a aceptarlo así, en seguida. ¿Sabe a qué se debe? Se debe ––continuó, tomándome una mano y colocándola contra su corazón, cuyas palpitaciones violentas y repetidas yo sentía––, se debe a que, ante la perspectiva de vivir menos que los demás, me he propuesto vivir más de prisa. ––No vuelva a hablarme de ese modo, se lo suplico. ––¡Oh, consuélese! ––prosiguió, riendo––. Por poco que viva, viviré más tiempo del que usted me quiera. Y entró cantando en el comedor. ––¿Dónde está Nanine? ––dijo al ver a Gaston y a Prudence solos. ––Se ha ido a dormir a la habitación de usted, esperando que usted se acueste ––respondió Prudence. ––¡Pobre infeliz! ¡Estoy matándola! Vamos, señores, retírense, ya es hora. Diez minutos después Gaston y yo salimos. Marguerite me estrechó la mano diciéndome adiós y se quedó con Prudence. ––Bueno ––me preguntó Gaston, cuando estuvimos fuera––, ¿qué me dice de Marguerite? ––Es un ángel, y estoy loco por ella. ––Me lo imaginaba. ¿Se lo ha dicho? ––Sí. ––¿Y le ha prometido hacerle caso? ––No. ––No es como Prudence. ––¿Ella sí que se lo ha prometido? ––¡Ha hecho algo más, amigo mío! ¡Aunque no lo parezca, hay que ver lo buena que está todavía esa gorda de Duvernoy! XI Al llegar a aquella parte de su relato, Armand se detuvo. ––¿Quiere cerrar la ventana? ––me dijo––. Em piezo a tener frío. Entre tanto, yo voy a acostarme. Cerré la ventana. Armand, que aún estaba muy débil, se quitó la bata y se metió en la cams, dejando durante unos instantes reposar su cabeza sobre la almohada, como un hombre cansado tras una larga carrera o agitado por penosos recuerdos. ––Quizá ha hablado de más ––le dije. Quiere que me vaya y que le deje dormir? Ya me contará otro día el final de esta historia. ––¿Lo aburre? ––Al contrario. ––Entonces voy a continuar; si me deja usted solo, no podré dormir. Cuando volví a cara ––prosiguió, sin necesidad de concentrarse, de tan presentes como estaban aún en su pensamiento todos los detalles––, no me acosté; me pose a reflexionar sobre la aventura de la jornada. El encuentro, la presentación, el compromiso de Marguerite para conmigo, todo había sido tan rápido, tan inesperado, que había momentos en que creía haber soñado. Sin embargo, tampoco era la primera vez que una chica como Marguerite prometía entregarse a un hombre al día siguiente de aquel en que se lo había pedido. Por más que me hacía tal reflexión, la primera impresión que mi futura amante me produjo había sido tan fuerte, que sigue subsistiendo todavía. Yo seguía empeñado en no ver en ella una chica como las demás y, con era vanidad tan común a todos los hombres, estaba dispuesto a creer que ella sentía por mí la misma irresistible atracción que yo sentía por ella. Sin embargo tenía ante los ojos ejemplos muy contradictorios. y con frecuencia había oído decir que el amor de Marguerite había pasado a ser un artículo más o menos caro según la estación. Por otro lado, ¿cómo conciliar aquella reputación con los continuos rechazos al joven conde que vimos en su casa? Dirá usted que no le gustaba y que, como el duque la mantenía espléndidamente, antes de tomar otro amante prefería un hombre que le gustase. Pero entonces, ¿por qué no le interesaba Gaston, siendo como era simpático, ingenioso y rico, y parecía aceptarme a mí, que le había dado la impresión de ser tan ridículo la primera vez que me vio? Es cierto que hay incidentes de un minuto que producen más efecto que un cortejo de un año. De todos los que estábamos cenando yo fui el único que se preocupó al verla dejar la mesa. Yo la seguí, me emocioné sin poder disimularlo, lloré al besarle la mano. Aquella circunstancia, unida a mis visitas cotidianas durante los dos meses de su enfermedad, pudo hacerle ver en mí un hombre distinto de todos los que había conocido hasta entonces, y quizá se dijo que bien podía hacer por un amor expresado de aquel modo lo que había hecho tantas veces, algo que ya no podía tener consecuencias para ella. Como ve usted, todas aquellas suposiciones eran bastante verosímiles; pero, fuera cual fuese la razón de su consentimiento, lo cierto era que ella había consentido. Pues bien, estaba enamorado de Marguerite, iba a ser mía, no podía pedirle más. Y sin embargo, se lo repito, aunque fuera una entretenida, hasta tal punto había hecho yo de aquel amor, quizá para poetizarlo, un amor sin esperanza, que, cuanto más se acercaba el momento en que ya no tendría siquiera necesidad de esperar, más dudas me entraban. No pude pegar ojo en toda la noche. No me conocía a mí mismo. Estaba medio loco. Tan pronto no me veía ni lo bastante guapo, ni lo bastante rico, ni lo bastante elegante para poseer una mujer semejante, como me sentía lleno de vanidad ante la idea de aquella posesión; luego empezaba a temer que Marguerite no sintiera por mí más que un capricho pasajero, y, presintiendo una desgracia en una pronta ruptura, me decía que quizá haría mejor no yendo aquella noche a su casa y marcharme escribiéndole mis temores. De ahí pasaba a tener una esperanza infinita, una confianza ilimitada. Fabricaba increíbles sueños de futuro; me decía que aquella chica me debería su curación física y moral, que pasaría toda mi vida con ella y que su amor me haría más feliz que los más virginales amores. En fin, no podría repetirle los mil pensamientos que subieron de mi corazón a mi cabeza y que fueron extinguiéndose poco a poco en el sueño, que me venció al rayar el día. Eran las dos cuando me desperté. Hacía un tiempo magnífico. No recuerdo que nunca la vida me haya parecido tan hermosa y tan plena. Volvían a mi mente los recuerdos de la víspera, sin sombras, sin obstáculos y alegremente escoltados por las esperanzas de aquella noche. Me vestí a toda prisa. Estaba contento y me sentía capaz de las mejores acciones. De cuando en cuando el hasta principios de verano, y me dijo, mientras jugueteaba con la cadena de su reloj: ––Bueno, ¿y qué me cuenta de nuevo? ––Nada, sino que me he equivocado viniendo esta noche. ––¿Por qué? ––Porque parece usted contrariada y sin duda estoy estorbando. No estorba usted; sólo que estoy un poco enferma, me he sentido indispuesta todo el día, no he dormido y tengo una jaqueca horrible. ––¿Quiere que me vaya para dejarla meterse en la cama? ––¡Oh!, puede usted quedarse; si quiero acostarme, no tengo inconveniente en acostarme delante de usted. En aquel momento llamaron. ––¿Quién viene ahora? Dijo con un movimiento de impaciencia. Unos instantes después volvieron a llamar. Por lo visto no hay nadie para abrir; voy a tener que abrir yo misma. Y, en efecto, se levantó diciéndome: ––Espere aquí. Atravesó el piso y oí abrir la puerta de entrada. Escuché. El hombre a quien había abierto se detuvo en el comedor. A las primeras palabras reconocí la voz del joven conde de N... ––¿Cómo se encuentra esta noche? ––dijo. ––Mal ––respondió secamente Marguerite. ––¿La molesto? ––Quizá. ––¡Cómo me recibe usted! Pero, querida Marguerite, ¿qué le he hecho yo? ––Querido amigo, no me ha hecho usted nada. Estoy enferma y tengo que acostarme, así que hágame el favor de marcharse. Me fastidia no poder volver por la noche sin verlo aparecer cinco minutos después. ¿Qué quiere? ¿Que sea su amante? Bueno, pues ya le he dicho cien veces que no, que me irrita usted horriblemente y que puede dirigirse a otra parte. Se lo repito hoy por última vez: No me interesa usted, ¿está entendido? Adiós. Mire, ahí vuelve Nanine; ella lo alumbrará. Buenas noches. Y sin añadir una palabra, sin escuchar lo que balbuceaba el joven, Marguerite volvió a su habitación y cerró violentamente la puerta, por la que a su vez entró Nanine casi inmediatamente. ––Escúchame ––le dijo Marguerite––, dile siempre a ese imbécil que no estoy o que no quiero recibirlo. Ya empiezo a estar harta de ver sin cesar a esa gente que viene a pedirme lo mismo, que me pagan y que se creen en paz conmigo. Si las que se inician en nuestro vergonzoso oficio supieran lo que es, preferirían antes hacerse doncellas. Pero no; la vanidad de tener vestidos, coches, diamantes nos arrastra; te crees todo lo que oyes, pues la prostitución tiene su fe, y el corazón, el cuerpo, la belleza se te van desgastando poco a poco; te temen como a una fiera, te desprecian como a un paria, estás rodeada de gente que siempre se lleva más de lo que te da, y un buen día revientas como un perro, después de haber perdido a los demás y haberte perdido a ti misma. ––Vamos, señora, cálmese ––dijo Nanine––; está muy nerviosa esta noche. ––Este vestido me molesta ––prosiguió Marguerite, haciendo saltar las presillas de su corpiño––; dame un peinador. Bueno, ¿y Prudence? ––No había vuelto todavía, pero le dirán que venga a ver a la señora en cuanto vuelva. ––Otra que tal ––––continuó Marguerite, quitándose el vestido y poniéndose un peinador blanco––. Otra que se las apaña perfectamente para encontrarme cuando me necesita y que nunca me hace gratis un favor. Sabe que espero esa respuesta esta noche, que me hace falta, que estoy intranquila, y estoy segura de que se ha ido por ahí sin preocuparse de mí. ––A lo mejor la han entretenido. ––Al que nos traigan el ponche. ––Va a hacerle daño otra vez ––dijo Nanine. ––Mejor. Tráeme también fruta, paté o un ala de pollo, cualquier cosa, pero en seguida; tengo hambre. Es inútil decirle la impresión que me causaba aquella escena; lo adivina usted, ¿verdad? ––Cenará usted conmigo ––me dijo––; entre tanto, coja un libro; voy un momento al cuarto de aseo. Encendió las velas de un candelabro, abrió una puerta situada al pie de la cama y desapareció. Yo me puse a reflexionar sobre la vida de aquella chica, y mi amor aumentó con la piedad. Estaba paseándome a grandes pasos por aquella habitación, sumido en mis pensamientos, cuando entró Prudence. ––¡Vaya! ¿Usted aquí? ––me dijo––. ¿Dónde está Marguerite? ––En el cuarto de aseo. ––La esperaré. Una cosa, ¿no sabe que lo encuentra a usted encantador? ––No. ––¿No se lo ha insinuado? ––En absoluto. ––¿Y. cómo está usted aquí? ––He venido a hacerle una visita. ––¿A las dote de la noche? ––¿Por qué no? ––¡Farsante! ––Pues me ha recibido muy mal. ––Verá como ahora lo recibe mejor. ––¿Cree usted? ––Le traigo una buena noticia. ––No time importancia. ¿Así que le ha hablado de mí? ––Anoche, o por mejor decir esta noche, cuando se fue usted con su amigo... A propósito, ¿cómo está su amigo? Gaston R..., creo que se llama así, ¿no? ––Sí ––dije, sin poder dejar de sonreír, al recordar la confidencia que Gaston me había hecho y ver que Prudence apenas sabía su nombre. Es simpático ese muchacho. ¿Qué hace? Tiene veinticinco mil francos de renta. ––¡Ah!, ¿de veras? Bueno, pues, volviendo a usted, Marguerite me ha interrogado acerca de usted; me ha preguntado quién era, qué hacía, qué amantes había tenido; en fin, todo lo que puede preguntarse sobre un hombre de su edad. Le he dicho todo lo que sé, añadiendo que es usted un muchacho encantador, y eso es todo. ––Se lo agradezco; ahora dígame qué fue lo que le encargó a usted ayer. ––Nada; lo dijo para que se fuera el conde, pero hoy sí que me ha A las cinco de la mañana, cuando el día empezaba a despuntar a través de las cortinas, Marguerite me dijo: ––Perdona que te eche, pero es preciso. El duque viene todas las mañanas; van a decirle que estoy durmiendo, cuando llegue, y quizá esperará a que me despierte. Tomé entre mis manos la cabeza de Marguerite, cuyos cabellos sueltos se esparcían a su alrededor, y le di un último beso diciéndole: ––¿Cuándo volveré a verte? ––Escucha ––repuso––, coge esa llavecita dorada que hay en la chimenea, ve a abrir esa puerta, vuelve a traer la llave aquí y vete. Durante el día recibirás una carta y mis instrucciones, pues ya sabes que tienes que obedecerme ciegamente. ––Sí, y si lo pidiera ya algo? ––¿Qué? ––Que me dejases esta llave. ––Nunca he hecho por nadie lo que me pides. ––Bueno, pues hazlo por mí, pues lo juro que tampoco los demás lo han querido como yo. ––Bueno, pues quédate con ella; pero te advierto que sólo de mí depende que esa llave no te sirva para nada. ––¿Por qué? ––Porque la puerta tiene cerrojos por dentro. ––¡Mala! ––Mandaré que los quiten. ––Entonces ¿me quieres un poco? ––No sé cómo explicarlo, pero me parece que sí. Ahora vete; me caigo de sueño. Todavía nos quedamos durante unos segundos el uno en brazos del otro, y me fui. Las calles estaban desiertas, la gran ciudad dormía aún, una suave brisa corría por aquellos barrios que el ruido de los hombres iba a invadir unas horas más tarde. Me pareció que aquella ciudad dormida era mía; busqué en mi memoria los nombres de aquellos cuya felicidad había envidiado hasta entonces, y no recordaba a nadie que no me pareciera menos feliz que yo. Ser amado por una joven casta, ser el primero en revelarle ese extraño misterio del amor ciertamente es una gran felicidad, pero es la cosa más sencilla del mundo. Apoderarse de un corazón que no está acostumbrado a los ataques es entrar en una ciudad abierta y sin guarnición. La educación, el sentido del deber y la familia son muy buenos centinelas, pero no hay centinela tan vigilante que no pueda ser burlado por una muchachita de dieciséis años, cuando la naturaleza, por medio de la voz del hombre que ella ama, le da esos primeros consejos de amor, tanto más ardientes cuanto más puros parecen. Cuanto más cree la joven en el bien, más fácilmente se abandona, si no al amante, sí al amor, pues, como no desconfia, está desprovista de fuerza, y conseguir ser amado por ella es un triunfo que cualquier hombre de veinticinco años podrá permitirse cuando quiera. Y es tan cierto, que mire si no cómo rodean a estas jóvenes de vigilancia y baluartes. No tienen los conventos muros lo suficientemente altos, ni las madres cerraduras lo suficientemente seguras, ni la religión deberes lo suficientemente asiduos para mantener a todos esos encantadores pajarillos encerrados en su jaula, en la que ni se toman la molestia de echar flores. De ese modo, ¡cómo no van a desear ese mundo que se les oculta, cómo no van a creerlo tentador, cómo no van a escuchar la primera voz que a través de los barrotes les cuenta los secretos y a bendecir la primera mano que levanta una puma del velo misterioso! Pero ser amado realmente por una cortesana es una victoria mucho más dificil. En ellas el cuerpo ha gastado el alma, los sentidos han quemado el corazón, el desenfreno ha acorazado los sentimientos. Las palabras que se les dicen ya hace mucho tiempo que se las saben, los medios que se emplean con ellas los conocen de sobra, y hasta el amor que inspiran lo han vendido. Aman por oficio y no por atracción. Están mejor custodiadas por sus cálculos que una virgen por su madre y su convento. Y así han inventado la palabra capricho para esos amores no comerciales que de cuando en cuando se permiten como descanso, como excusa o como consuelo, de modo semejante a esos usureros que, tras explotar a mil individuos, creen redimirse prestando un día veinte francos a un pobre hombre cualquiera que se está muriendo de hambre, sin exigirle intereses ni pedirle recibo. Y luego, cuando Dios permite el amor a una cortesana, ese amor, que parece en principio un perdón, casi siempre acaba convirtiéndose para ella en un castigo. No hay absolución sin penitencia. Cuando una criatura que tiene todo un pasado que reprocharse se siente de pronto presa de un amor profundo, sincero, irresistible, del que nunca se creyó capaz; cuando ha confesado ese amor, ¡cómo la domina el hombre al que así ama! ¡Cuán fuerte se siente él teniendo el cruel derecho de decirle: «Ya no puedes hacer por amor nada que no hayas hecho por dinero»! Entonces no saben qué pruebas dar. Cuenta la fábula que un niño, después de haberse divertido mucho tiempo en un campo gritando: «¡Socorro!» para importunar a los trabajadores, un buen día fue devorado por un oso, porque aquellos a quienes había engañado con tanta frecuencia no creyeron aquella vez en los gritos verdaderos que lanzaba. Lo mismo ocurre con esas pobres chicas, cuando aman de verdad. Han mentido tantas veces, que nadie quiere creerlas, y en medio de sus remordimientos se ven devoradas por su propio amor. De ahí esas grandes abnegaciones, esos austeros retiros de los que algunas han dado ejemplo. Pero, cuando el hombre que inspira ese amor redentor tiene el alma lo suficientemente generosa para aceptarla sin acordarse del pasado, cuando se abandona a él, cuando ama en fin como es amado, ese hombre agota de golpe todas las emociones terrenales, y después de ese amor su corazón se cerrará a cualquier otro. Estas refiexiones no se me ocurrieron la mañana en que volvía a mi casa. Entonces no hubieran podido ser más que el presentimiento de lo que iba a sucederme y, a pesar de mi amor por Marguerite, no vislumbraba yo semejantes consecuencias; se me ocurren hoy. Ahora que todo ha terminado irrevocablemente, se desprenden espontáneamente de lo que sucedió. Pero volvamos al primer día de aquella relación. A la vuelta, yo estaba loco de alegría. Al pensar que las barreras que mi imaginación había alzado entre Marguerite y yo habían desaparecido, que la poseía, que ocupaba un lugar en su pensamiento, que tenía en el bolsillo la llave de su piso y el derecho de servirme de ella, estaba contento de la vida, orgulloso de mí mismo, y amaba a Dios por permitir todo aquello. Un día un joven pasa por una calle, se cruza con una mujer, la mira, se vuelve, sigue adelante. Aquella mujer, que él no conoce, tiene placeres, penas, amores, en los que él no tiene nada que ver. Tampoco él existe para ella, y hasta es posible que, si le dijera algo, se burlase de él como Marguerite lo había hecho de mí. Pasan las semanas, los meses, los años y, de pronto, cuando cada uno ha seguido su destino en un orden diferente, la lógica del azar vuelve a ponerlos al uno frente al otro. Aquella mujer se convierte en amante de aquel hombre y lo ama. ¿Cómo? ¿Por qué? Sus dos existencias ya forman una sola; apenas se establece la intimidad, les parece que ha existido siempre, y todo lo que precedió se borra de la memoria de los dos amantes. Confesemos que es curioso. De mí sé decir que ya no recordaba cómo había vivido hasta la víspera. hombre en mi palco. ––No era por eso. ––Claro que sí, bien sé yo lo que me digo; y usted está equivocado, así que no hablemos más de esto. Vaya después del espectáculo a casa de Prudence, y quédese allí hasta que yo lo llame. ¿Entendido? ––Sí. ¿Acaso podía desobedecer? ––¿Sigue queriéndome? ––prosiguió. ––¡Y usted me lo pregunta! ––¿Ha pensado en mí? ––Todo el día. ––¿Sabe una coca? Decididamente, me temo que voy a enamorarme de usted. Pregúnteselo si no a Prudence. ––¡Ah! ––respondió la gorda––. ¡Menudo latazo! ––Ahora vuelva a su butaca; el conde va a regresar, y es mejor que no lo encuentre aquí. ––¿Por qué? ––Porque le resulta a usted desagradable verlo. ––No; sólo que, si usted me hubiera dicho que deseaba venir esta noche al Vaudeville, yo habría podido enviarle este palco tan bien como él. ––Por desgracia, me lo llevó sin que yo se lo pidiera, y se ofreció para acompañarme. Sabe usted muy bien que no podía negarme. Todo lo que podía hacer era escribirle dónde iba, para que usted me viese y para tener yo también el placer de volver a verlo antes; pero, ya que me lo agradece así, tendré en cuenta la lección. ––Me he equivocado, perdóneme. ––Enhorabuena; ahora sea bueno y vuélvase a su sitio, y sobre todo no se me ponga celoso. Me besó otra vez y salí. En el pasillo me encontré con el conde, que ya volvía. Torné a mi butaca. Después de todo, la presencia del señor de G... en el palco de Marguerite era la cosa más normal. Había sido su amante, le llevaba un palco, la acompañaba al espectáculo: todo era muy natural, y desde el momento en que yo tenía por amante a una chica como Marguerite no me quedaba más remedio que aceptar sus costumbres. No por eso dejé de sentirme menos desdichado el resto de la velada, y al irme me encontraba muy triste, después de haber visto Prudence, al conde y a Marguerite subir a la calesa que los esperaba a la puerta. Y, sin embargo, un cuarto de hora después ya estaba yo en casa de Prudence. Ella acababa de entrar. XIII ––Ha llegado usted casi tan de prisa como nosotros ––me dijo Prudence. ––Sí ––respondí maquinalmente––. ¿Dónde está Marguerite? ––En su casa. ––¿Sola? ––Con el señor de G... Me paseaba a grandes pasos por el salón. ––Pero bueno, ¿qué le pasa? ––¿Cree usted que me parece divertido esperar aquí a que el señor de G... salga de casa de Marguerite? ––Tampoco usted es muy razonable que digamos. Comprenda que Marguerite no puede echar al conde a la calle. El señor de G... ha estado mucho tiempo con eila, siempre le ha dado mucho dinero, y todavía se lo da. Marguerite gasta más de cien mil francos al año; time muchas deudas. El duque le envía lo que le pide, pero no siempre se atreve a pedirle todo lo que necesita. No puede romper con el conde, que le proporciona diez mil francos al año por lo menos. Marguerite le time a usted mucho cariño, querido amigo, pero, mirando el interés de ambos, su relación con ella no debe llegar a nada serio. Con sus siete a ocho mil francos de renta no podría usted mantener el lujo de una chica así; no bastarían ni para el cuidado de su coche. Tóme a Marguerite como es: una buena chica ingeniosa y bonita; sea su amante un mes, dos meses; cómprele ffores, bombones y palcos; pero no se meta otra cosa en la cabeza y no le haga escenas ridículas de celos. Sabe muy bien con quién está tratando: Marguerite no es precisamente una virtud. Usted le gusta, usted la aprecia, no se preocupe de lo demás. ¡Me encanta viéndolo hacerse el susceptible! ¡Tiene la amante más apetecible de París, lo recibe en un piso magnífico. está forrada de diamantes, no le costará un céntimo si quiere, y todavía no está contento! ¡Pide usted demasiado, qué demonios! ––Tiene razón, pero es más fuerte que yo; la idea de que ese hombre es su amante me hace un daño horrible. En primer lugar ––repuso Prudence––, ¿es aún su amante? Es un hombre al que necesita, eso es todo. Lleva dos días cerrándole la puerta; pero ha venido esta mañana, y ella no ha tenido más remedio que aceptar su palco y dejarse acompañar. La trae hasta aquí, sube un momento a su casa y no se queda, puesto que usted espera aquí. Me parece que todo esto es muy natural, Por otra parte, al duque lo tolera, ¿no? ––Sí, pero es un anciano y estoy seguro de que Marguerite no es su amante. Además muchas veces uno puede llegar a tolerar una relación y no tolerar dos. Esa facilidad se parece mucho a un cálculo, y el hombre que consiente en ella, incluso por amor, se acerca a los que, en una escala más baja, hacen de ese consentimiento oficio, y de ese oficio dinero. ––¡Pero, hombre, qué atrasado está usted! ¡A cuántos he visto yo, y de los más nobles, más elegantes y más ricos, hacer lo que le aconsejo a usted, y eso sin esfuerzos, sin vergüenza, sin remordimiento! ¡Pero si esto es algo que se ve todos los días! ¿Qué quiere que hagan las entretenidas de París para mantener el tren de vida que llevan, si no tuvieran tres o cuatro amantes a la vez? No hay fortuna, por considerable que sea, capaz de sufragar por sí sola los gastos de una mujer como Marguerite. Una fortuna de quinientos mil francos de renta es en Francia una fortuna enorme; pues bien, querido amigo, quinientos mil francos de renta no bastarían para cubrir gastos, y vea por qué: un hombre con tales ingresos tiene también una casa montada, caballos, criados, coches, cacerías, amigos; generalmente está casado, tiene hijos, toma parte en las carreras, juega, viaja, ¡qué sé yo! Todas esas costumbres están arraigadas de tal manera, que es imposible prescindir de ellas sin pasar por estar arruinado y sin armar un escándalo. En resumidas cuentas, con quinientos mil francos anuales no se pueden dar a una mujer más de cuarenta o cincuenta mil francos al año, y no es poco. Pues bien, otros amores tendrán que completar el gasto anual de esa mujer. En el caso de Marguerite resulta aún más cómodo: por un milagro del cielo ha caído sobre un viejo rico con diez millones, y encima su mujer y su hija han muerto, no tiene más que sobrinos también ricos, y le da todo lo que quiere sin pedirle nada a cambio; pero ella no puede pedirle más de setenta mil francos al año, y estoy segura de que, si le pidiera más, a pesar de su fortuna y del afecto que siente por ella, se lo negaría. Todos esos jóvenes que tienen veinte o treinta mil libras de renta en París, es decir, que apenas si les da para vivir en el mundo que frecuentan, cuando son amantes de una mujer como Marguerite, saben perfectamente que con lo que le dan ni siquiera podría pagar el piso y los criados. No le dicen que ¡Pensaba! ¿En qué? Lo ignoro; yo la miraba con amor y casi con terror, al considerar lo que estaba dispuesto a sufrir por ella. ––¿Sabes en qué estaba pensando? ––No. ––En un proyecto que se me ha ocurrido. ––¿Y cuál es ese proyecto? ––Aún no puedo decírtelo, pero puedo decirte su resultado. Y e resultado será que dentro de un mes seré libre, no deberé nada nadie, y nos iremos a pasar juntos el verano en el campo. ––¿Y no puede decirme de qué medios se valdrá? ––No, lo único que hace falta es que me quieras como yo te quiero, y todo saldrá bien. ––¿Y ha encontrado usted sola ese proyecto? ––Sí. ––¿Y lo llevará a cabo sola? ––Yo correré con las preocupaciones ––me dijo Marguerite cox una sonrisa que no olvidaré jamás––, pero los dos compartiremos: los beneficios. Al oír la palabra beneficios, no pude dejar de enrojecer recordaba a Manon Lescaut comiéndose con Des Grieux el dinero del señor de B... Respondí en un tono un tanto duro al tiempo que me levantaba: ––Permítame, querida Marguerite, que no comparta más beneficios que los que produzcan las empresas que idee y explob yo mismo. ––¿Qué significa eso? ––Significa que tengo muchas sospechas de que el señor conde de G... esté asociado con usted en este feliz proyecto, del que no acepto las cargas ni los beneficios. ––Es usted un niño. Creía que me quería, pero me he equivocado; está bien. Y al mismo tiempo se levantó, abrió el piano y se puso otra vez a tocar la Invitación al vals, hasta llegar al famoso pasaje en tono mayor que la hacía detenerse siempre. ¿Fue por costumbre o para recordarme el día en que nos conocimos? Lo único que sé es que con aquella melodía se reavivaron los recuerdos y, acercándome a ella, tomé su cabeza entre mis manos y*la besé. ––¿Me perdona? ––le dije. ––Ya lo ve ––me respondió––; pero observe que no estamos más que en el segundo día y ya tengo algo que perdonarle. Mal cumple usted sus promesas de obediencia ciega. ––Qué quiere usted, Marguerite, la amo demasiado y tengo celos hasta del menor de sus pensamientos. Lo que me ha propuesto hace un momento me volverá loco de alegría, pero el misterio que precede a la ejecución de ese plan me oprime el corazón. ––Vamos a ver si razonamos un poco ––prosiguió, cogiéndome las dos manos y mirándome con una sonrisa encantadora, a la que me era imposible resistir––; usted me quiere, ¿verdad?, y sería feliz si pudiera pasar en el campo tres o cuatro meses a solas conmigo; también yo sería feliz en esa soledad compartida por los dos, y no sólo sería feliz, sino que lo necesito para mi salud. No puedo irme de París tanto tiempo sin poner en orden mis asuntos, y los asuntos de una mujer como yo siempre están muy embrollados; bueno, pues he encontrado el medio de compaginarlo todo, mis asuntos y mi amor por usted, sí, por usted, no se ría, ¡me ha dado la locura de quererlo!, y, mire usted por dónde, viene dándose aires solemnes y diciéndome palabras altisonantes. Niño, más que niño, acuérdese sólo de que lo quiero y no se preocupe de nada. Vamos a ver, ¿en qué quedamos? ––Quedamos en todo lo que quiera, bien lo sabe usted. ––Entonces, antes de un mes, estaremos en algún pueblecito, paseándonos a la orilla del agua y bebiendo leche. Quizá le parezca extraño que yo, Marguerite Gautier, hable así; se debe, amigo mío, a que, cuando esta vida de París, que tan feliz parece hacerme, no me abrasa, me aburre, y entonces siento súbitas aspiraciones hacia una existencia más tranquila que me recuerde mi infancia. Todos hemos tenido una infancia, seamos ahora lo que seamos. ¡Oh! tranquilícese, no voy a decirle que soy hija de un coronel retirado y que fui educada en SaintDenis ! Soy una pobre campesina, y hace seis años aún no sabía escribir mi nombre. Ya está usted tranquilo, ¿no? ¿Por qué me he dirigido a usted antes que a nadie para, compartir la alegría del deseo que me ha entrado? Sin duda porque he comprendido que me quiere por mí y no por usted, mientras que los demás nunca me han querido más que por sí mismos. He. estado muchas veces en el campo, pero nunca como hubiera querido ir. Cuento con usted para esta sencilla felicidad, así que no' sea malo y concédamela. Piense lo siguiente: « No llegará a vieja, y un día me arrepentiré de no haber hecho por ella lo primero que me pidió, con lo fácil de hacer que era.» ¿Qué responder a semejantes palabras, sobre todo con el recuerdo de una primera noche de amor y en espera de la segunda? Una hora después tenía a Marguerite entre mis brazos, y, si me! hubiera pedido que cometiera un crimen, la hubiera obedecido. A las seis de la mañana me marché; y antes de marcharme le dije: ––¿Hasta esta noche? Me besó más fuerte, pero no me respondió. Durante el día recibí una carta que contenía estas palabras: «Querido mío: Estoy algo indispuesta, y el médico me, ordena reposo. Esta noche me acostaré pronto y no lo veré a usted. Pero, en recompensa, lo espero mañana a mediodía. Lo quiero.» Mi primera palabra fue: «¡Me engaña!» Un sudor helado recorrió mi fr&ente, pues quería ya demasiado a aquella mujer para que no me trastornase la sospecha. Y sin embargo, tratándose de Marguerite, debía esperarme un acontecimiento así casi a diario, cosa que me había ocurrido muchas veces con otras amantes, sin que me preocupase demasiado. ¿A qué se debía, pues, el dominio que aquella mujer ejercía sobre mi vida? Entonces, puesto que tenía la llave de su casa, pensé en ir a verla como de costumbre. De ese modo sabría realmente la verdad y, si encontraba a un hombre allí, lo abofetearía. Entre tanto fui a los Campos Elíseos. Estuve allí cuatro horas. No apareció. Por la noche entré en todos los teatros donde ella solía ir. No estaba en ninguno. A las once me dirigí a la calle de Antin. No había luz en las ventanas de Marguerite. Sin embargo llamé. El portero me preguntó dónde iba. ––A casa de la señorita Gautier ––le dije. ––No ha vuelto. ––Subiré a esperarla. ––No hay nadie en casa. Evidentemente era una consigna que podía forzar, puesto que tenía la llave, pero temía armar un escándalo ridículo y salí. Sólo que no volví a mi casa, no podía dejar la calle y no perdía de vista la casa de Marguerite. Me parecía que aún me enteraría de algo, o por lo menos que iban a confirmarse mis sospechas. traerán. ¡Dormía! Veinte veces estuve a punto de mandar a buscar aquella carta, pero siempre me decía: «Quizá se la hayan entregado ya y parecerá que me he arrepentido.» Cuanto más se acercaba la hora en que era verosímil que me respondiera, más lamentaba haberla escrito. Dieron las diez, las once, las doce. A las doce era el momento de acudir a la cita, como si nada hubiera sucedido. Al fin no sabía qué imaginar para salir del círculo de hierro que me oprimía. Entonces, con esa superstición propia del que espera, creí que, si salía un rato, a la vuelta encontraría una respuesta. Las respuestas que se esperan con impaciencia siempre llegan cuando uno no está en casa. Salí con el pretexto de ir a comer. En vez de comer en el Café Foy, en la esquina del bulevar, como tenía por costumbre, preferí ir a comer al Palais––Royal y pasar por la calle de Antin. Cada vez que divisaba una mujer de lejos, creía ver a Nanine que me llevaba una respuesta. Pasé por la calle de Antin sin encontrarme siquiera con un recadero. Llegué al PalaisRoyal y entré en el Véry. El camarero me dio de comer o, por mejor decir, me sirvió lo que quiso, pues no comí nada. Sin querer, mis ojos seguían fijos en el reloj de pared. Volví, convencido de que iba a encontrar una carta de Marguerite. El portero no había recibido nada. Todavía quedaba mi criado. Pero éste no había visto a nadie desde mi salida. Si Marguerite me hubiera respondido, ya lo habría hecho hace tiempo. Entonces empecé a lamentar los términos de mi carta; hubiera debido callarme completamente, y eso sin duda la hubiera obligado en su inquietud a dar el primer paso; pues, al no verme acudir a la cita de la víspera, se habría preguntado las razones .de mi ausencia, y sólo entonces hubiera debido dárselas. De ese modo ella no habría podido hacer otra cosa que disculparse, y lo que yo quería era que se disculpara. Sentía ya que habría creído cualquier razón que hubiera pretextado, y que habría preferido cualquier cosa antes que no volver a verla. Llegué a creer que vendría ella misma a mi casa, minutos pasaron, las horas y no vino. Decididamente Marguerite no era como las demás mujeres, pues hay pocas que, recibiendo una carta como la que yo acababa de escribir, no respondan algo. A las cinco corrí a los Campos Elíseos. «Si me encuentro con ella ––pensaba––, afectaré un sire a indiferente, y se convencerá de que ya no pienso en ella.» Al doblar por la calle Royale, la vi pasar en su coche; el encuentro fue tan brusco, que palidecí. Ignoro si vio mi emoción; yo estaba tan turbado, que no vi más que su coche. No seguí mi paseo hasta los Campos Elíseos. Miraba los carteles de los teatros, pues aún me quedaba una oportunidad de verla. Había un estreno en el Palais––Royal. Evidentemente Marguerite asistiría a él. A las siete ya estaba yo en el teatro. Se llenaron todos los palcos, pero Marguerite no apareció. Dejé entonces el Palais––Royal y entré en todos los teatros adonde iba ella más a menudo, el Vaudeville, el Variétés y la Opera Cómica. No estaba en ninguno. O mi carta la había apenado demasiado para andar ocupándose de espectáculos, o temía encontrarse conmigo y quería evitar una explicación. Eso era lo que mi vanidad me iba soplando por el bulevar, cuando me encontré con Gaston, que me preguntó de dónde venía. ––Del Palai Royal. ––Y yo de la Opera ––me dijo––; por cierto, creí que lo vería a usted allí. ––¿Por qué? ––Porque estaba Marguerite. ––¿Ah, estaba allí? ––Sí. ––¿Sola? ––No, con una amiga. ––¿Y nadie más? ––El conde de G... ha estado un momento en su palco; pero ella se ha ido con el duque. A cada instante creía que iba a verlo aparecer a usted. Había a mi lado una butaca que ha estado vacía todo el tiempo, y estaba convencido de que estaba reservada para usted. ––¿Pero por qué voy a ir yo donde va Marguerite? ––¡Pardiez, pues porque es usted su amante! ––¿Y quién se lo ha dicho? ––Prudence, que me la encontré ayer. Lo felicito, amigo mío; es una linda amante que no la tiene todo el que quiere. Consérvela, que ella lo honra. Aquel simple comentario de Gaston me demostró cuán ridículas eran mis susceptibilidades. Si me lo hubiera encontrado el día anterior y me hubiera hablado así, desde luego no habría escrito la estúpida carta de la mañana. Estuve a punto de ir a casa de Prudence y de enviarla a decir a Marguerite que tenía que hablar con ella; pero temía que por vengarse me respondiera que no podía recibirme, y volví a mi casa después de haber pasado por la calle de Antin. Pregunté otra vez al portero si había alguna carta para mí. ¡Nada! « Habrá querido ver si daba otro paso y si hoy me retractaba de mi carta –– pensé al acostarme––, pero, al ver que no le escribo, me escribirá mañana.» Aquella noche sobre todo me arrepentí de lo que había hecho. Estaba solo en mi casa, sin poder dormir, devorado de inquietud y de celos, cuando, de haber dejado que las cosas siguieran su verdadero curso, hubiera debido estar al lado de Marguerite, oyéndole decirme las encantadoras palabras que sólo había oído dos veces y que en mi soledad me abrasaban los oídos. Lo más horrible de mi situación era que el razonamiento no me daba la razón; en efecto, todo me decía que Marguerite me quería. Primero, ese proyecto de pasar un verano sólo conmigo en el campo, luego esa certidumbre de que nada la obligaba a ser mi amante, puesto que mi fortuna era insuficiente para sus necesidades a incluso para sus caprichos. En ella, pues, no había habido más esperanza que la de encontrar en mí un afecto sincero, capaz de hacerla descansar de los amores mercenarios en medio de los que vivía, y ya al segundo día destruía yo aquella esperanza y pagaba con una ironía impertinente el amor aceptado durante dos noches. Lo que estaba haciendo, pues, más que ridículo era poco delicado. ¿Había pagado siquiera a aquella mujer, para tener derecho a censurar su vida, y no parecía más bien retirándome al segundo día un parásito de amor que teme que le retiren la carta de su comida? ¡Cómo! Hacía treinta y seis horas que conocía a Marguerite, ––Porque ha comprendido que había cometido un error al quererlo a usted. Además, las mujeres permiten a veces que se traicione su amor, pero nunca que hieran su amor propio, y siempre se hiere el amor propio de una mujer cuando, a los dos días de ser su amante, uno la abandona, cualesquiera que sean las razones que alegue para esa ruptura. Conozco a Marguerite, y moriría antes de contestarle. ––Entonces ¿qué tengo que hacer? ––Nada. Ella lo olvidará a usted, usted la olvidará a ella, y no tendrán nada que reprocharse uno a otro. ––¿Y si le escribiera pidiéndole perdón? ––No se le ocurra, pues lo perdonaría. Estuve a punto de saltar al cuello de Prudence. Un cuarto de hora después ya estaba en mi casa escribiendo a Marguerite: «Alguien que se arrepiente de una carta que escribió ayer, que se irá mañana si usted no lo perdona, desearía saber a qué hora podrá ir a depositar su arrepentimiento a sus pies. ¿Cuándo podrá encontrarla sola? Ya sabe usted que las confesiones deben hacerse sin testigos.» Doblé aquella especie de madrigal en prosa y se lo envié con Joseph, que entregó la carta a Marguerite en persona, quien le respondió que contestaría más tarde. Sólo salí un instante para ir a comer, y a las once de la noche aún no había recibido respuesta. Entonces decidí no seguir sufriendo más tiempo y marcharme al día siguiente. A raíz de aquella decisión, convencido de que si me acostaba no dormiría, me puse a hacer las maletas. XV Llevaríamos Joseph y yo una hora poco más o menos preparándolo todo para mi marcha, cuando llamaron violentamente a la puerta. ––¿Abro? ––me dijo Joseph. ––Abra ––le dije, preguntándome quien podría venir a mi casa a tales horas y no atreviéndome a creer que fuera Marguerite. ––Señor ––me dijo Joseph al volver––, son dos señoras. ––Somos nosotras, Armand ––gritó una voz que reconocí ser la de de Prudence. Salí de mi habitación. Prudence, de pie, miraba las pocas curiosidades de mi salón; Marguerite, sentada en el canapé, reflexionaba. Nada más entrar me dirigí hacia ella, me arrodillé, le cogí las dos manos, y muy emocionado le dije: ––¡Perdón! Ella me besó en la frente y me dijo: ––Ya es la tercera vez que lo perdono. ––Iba a marcharme mañana. ––Mi visita no tiene por qué cambiar su decisión. No vengo para impedirle que abandone París. Vengo porque no he tenido tiempo de contestarle en todo el día y no he querido que creyera que estaba enfadada con usted. Y eso que Prudence no quería qu viniese; decía que tal vez lo molestaría. ––¡Usted, molestarme usted, Marguerite! ¿Y cómo? ––¡Toma! Podía tener usted una mujer en casa ––respondió Prudence––, y no hubiera sido divertido para ella ver llegar otras dos. Durante aquella observación de Prudence, Marguerite me miraba atentamente. ––Querida Prudence ––respondí––, no sabe usted lo que dice. ––Tiene usted un piso muy bonito ––replicó Prudence––. ¿Se puede ver el dormitorio? ––Sí. Prudence entró en mi habitación, no tanto para visitarla cuanto para reparar la tontería que acababa de decir, y nos dejó solos a Marguerite y a mí. ––¿Por qué ha traído a Prudence? ––le dije entonces. ––Porque estábamos juntas en el teatro, y al salir de aquí quería tener alguien que me acompañara. ––¿Y no estoy yo aquí? ––Sí; pero, aparte de que no quería molestarlo, estaba segura de que al llegar a mi puerta me pediría subir a mi casa, y, como no podía concedérselo, no quería que se fuera con derecho a reprocharme una negativa. ––¿Y por qué no podía recibirme? ––Porque estoy muy vigilada, y la menor sospecha podría hacerme un gran perjuicio. ––¿Es ésa la única razón? ––Si hubiera otra, se la diría; ya hemos dejado de tener secretos el uno para el otro. ––Vamos a ver, Marguerite, no quiero andarme con rodeos para llegar a lo que quiero decirle. Con franqueza, ¿me quiere usted un poco? ––Mucho. ––Entonces ¿por qué me ha engañado? ––Amigo mío, si yo fuera la señora duquesa de tal o de cual, si tuviera doscientas mil libras de rents, y, siendo su amante, tuviese otro amante distinto de usted, tendría usted derecho a preguntarme por qué lo engañaba; pero, como soy la señorita Marguerite Gautier, tengo cuarenta mil francos de deudas, ni un céntimo de fortuna y gasto cien mil francos al año, su pregunta es ociosa y mi respuesta inútil. Es cierto ––dije, dejando caer mi cabeza sobre las rodillas de Marguerite––, pero es que yo la quiero con locura. ––Bueno, amigo mío, pues tendrá que quererme un poco menos o comprenderme un poco más. Su carta me ha dolido mucho. Si hubiera sido libre, para empezar, anteayer no habría recibido al conde, o, de haberlo recibido, habría venido a pedirle el perdón que usted me pedía hace un momento, y no tendría otro amante que usted en el futuro. Por un momento creí que podría permitirme esa suerte durante seis meses; usted no lo ha querido; se empeña en conocer los medios, y, ¡válgame Dios!, los medios eran bien fáciles de adivinar. Al emplearlos estaba haciendo un sacrificio mucho más grande de lo que cree. Habría podido decirle: « Necesito veinte mil francos.» Estando usted enamorado de mí, los habría encontrado, a riesgo de reprochármelos más tarde. He preferido no deberle nada; pero usted no ha comprendido esa delicadeza, y lo era. Nosotras, mientras nos queda un poco de corazón, damos a las palabras y a las cosas una dimensión y un desarrollo que las demás mujeres no conocen; le repito, pues, que, tratándose de Marguerite Gautier, el medio que había encontrado para pagar sus deudas sin pedirle el dinero necesario para ello era una delicadeza que debería usted aprovechar sin decir nada. Si no me hubiera conocido hasta hoy, se sentiría muy feliz con lo que yo le prometiera, y no me preguntaría lo que hice
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