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Reflexiones sobre la vida y la muerte: Poema espiritual, Resúmenes de Lengua y Literatura

Poema espiritual que aborda temas como la decadencia de la alma humana, la muerte y la presencia de Dios en el mundo. El texto reflexiona sobre la naturaleza de Dios y la humanidad, y explora las ideas de la creación, el amor y la fe.

Tipo: Resúmenes

2018/2019

Subido el 17/11/2022

naya-secunadaria
naya-secunadaria 🇪🇸

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¡Descarga Reflexiones sobre la vida y la muerte: Poema espiritual y más Resúmenes en PDF de Lengua y Literatura solo en Docsity! HIJOS DE LA IRA DÁMASO ALONSO A EMILIO GARCIA GOMEZ Por su amistad Gracias. ...et eramus natura filii irae sicut et ceteri... Ephes, II, 3 de húmeda noche los cristales tibios donde al azul se asoma la niñez transparente, cuando apenas era tierna la dicha, se estrenaba la luz, y pones en la nítida mirada la primera llama verde de los turbios pantanos. Tú amontonas el odio en la charca inverniza del corazón del viejo, y azuzas el espanto de su triste jauría abandonada que ladra furibunda en el hondón del bosque. Y van los hombres, desgajados pinos, del oquedal en llamas, por la barranca abajo, rebotando en las quiebras, como teas de sombra, ya lívidas, ya ocres, como blasfemias que al infierno caen. ...Hoy llegas hasta mí. He sentido la espina de tus podridos cardos, el vaho de ponzoña de tu lengua y el jirón de tus alas que arremolina el aire. El alma era un aullido y mi carne mortal se helaba hasta los tuétanos. Hiere, hiere, sembradora del odio: no ha de saltar el odio, como llama de azufre, de mi herida. Heme aquí: soy hombre, como un dios, soy hombre, dulce niebla, centro cálido, pasajero bullir de un metal misterioso que irradia la ternura. Podrás herir la carne y aun retorcer el alma como un lienzo: no apagarás la brasa del gran amor que fulge dentro del corazón, bestia maldita. Podrás herir la carne. No morderás mi corazón, madre del odio. Nunca en mi corazón, reina del mundo. El día de los difuntos ¡Oh! ¡No sois profundidad de horror y sueño, muertos diáfanos, muertos nítidos, muertos inmortales, cristalizadas permanencias de una gloriosa materia diamantina! ¡Oh ideas fidelísimas a vuestra identidad, vosotros, únicos seres en quienes cada instante no es una roja dentellada de tiburón, un traidor zarpazo de tigre! ¡Ay, yo no soy, yo no seré hasta que sea como vosotros, muertos! Yo me muero, me muero a cada instante, perdido de mí mismo, ausente de mí mismo, lejano de mí mismo, cada vez más perdido, más lejano, más ausente. ¡Qué horrible viaje, qué pesadilla sin retorno! A cada instante mi vida cruza un río, un nuevo, inmenso río que se vierte en la desnuda eternidad. Yo mismo de mí mismo soy barquero, y a cada instante mi barquero es otro. ¡No, no le conozco, no sé quién es aquél niño! Ni sé siquiera si es un niño o una tenue llama de alcohol sobre la que el sol y el viento baten. de la amarilla luz filtrada, luz cedida por huidizo sol, que el follaje amarillo sublima hasta las glorias del amarillo elemental primero (cuando aún era un perfume la tristeza), y en que el aire es una piscina de amarilla tersura, turbada sólo por la caída de alguna rara hoja que en lentas espirales amarillas augustamente busca también el tibio seno de la tierra, donde se ha de pudrir, ahora, medito a solas con la amarilla luz, y, ausente, miro tanto y tanto huerto donde piadosamente os han sembrado con esperanza de cosecha inmortal. Hoy la enlutada fila, la fila interminable de parientes, de amigos, os lleva flores, os enciende candelitas. Ah, por fin recuerdan que un día súbitamente el viento golpeó enfurecido las ventanas de su casa, que a veces, a altas horas en el camino brillan entre los árboles ojos fosforescentes, que nacen en sórdidas alcobas niños ciclanes, de cinco brazos y con pezuñas de camella, que hay un ocre terror en la médula de sus almas, que al lado de sus vidas hay abiertos unos inmensos pozos, unos alucinantes vacíos, y aquí vienen hoy a evocaros, a aplacaros. ¡Ah, por fin, por fin se han acordado de vosotros! Ellos querrían haceros hoy vivir, haceros revivir en el recuerdo, haceros participar de su charla, gozar de su merienda y combatir su bota. (Ah, sí, y a veces cuelgan del monumento de una "fealdad casi lúbrica", la amarillenta foto de un señor, bigote lacio, pantalones desplanchados, gran cadena colgante sobre el hinchado abdomen.) Ellos querrían ayudaros, salvaros, convertir en vida, en cambio, en flujo, vuestra helada mudez. Ah, pero vosotros no podéis vivir, vosotros no vivís: vosotros sois. Igual que Dios, que no vive, que es: igual que Dios. Sólo allí donde hay muerte puede existir la vida, oh, muertos inmortales. Oh, nunca os pensaré, hermanos, padre, amigos, con nuestra carne humana, en nuestra diaria servidumbre, en hálito o en afición semejantes a las de vuestros tristes días de crisálidas. No, no. Yo os pienso luces bellas, luceros, fijas constelaciones de un cielo inmenso donde cada minuto, innumerables lucernas se iluminan. Oh, bellas luces, proyectad vuestra serena irradiación sobre los tristes que vivimos. Oh gloriosa luz, oh ilustre permanencia. Oh inviolables mares sin tornado, sin marea, sin dulce evaporación, dentro de otro universal océano de la calma. Oh virginales notas únicas, indefinidamente prolongadas, sin variación, sin aire, sin eco. Oh ideas purísimas dentro de la mente invariable de Dios. Ah, nosotros somos un horror de salas interiores en cavernas sin fin, una agonía de enterrados que se despiertan a la media noche, un fluir subterráneo, una pesadilla de agua negra por entre minas de carbón, de triste agua, surcada por la más tórpidas lampreas, nosotros somos un vaho de muerte, un lúgubre concierto de lejanísimos cárabos, de agoreras zumayas, de los más secretos autillos. Nosotros somos como horrendas ciudades que hubieran siempre vivido en black-out, siempre desgarradas por los aullidos súbitos de las sirenas fatídicas. Nosotros somos una masa fungácea y tentacular, que avanza en la tiniebla a horrendos tentones, monstruosas, tristes, enlutadas amebas. ¡Oh, norma, oh cielo, oh rigor, oh esplendor fijo! ¡Cante, pues, la jubilosa llama, canten el pífano y la tuba vuestras epifanías cándidas, presencias que alentáis mi esfuerzo amargo! ¡Canten, sí, canten, vuestra gloria se ser! Quede a nosotros turbio vivir, terror nocturno, angustia de las horas. ¡Canten, canten la trompa y el timbal! Vosotros sois los despiertos, los diáfanos, los fijos. Nosotros somos un turbión de arena, nosotros somos médanos en la playa, que hacen rodar los vientos y las olas, nosotros, sí, los que estamos cansados, nosotros, sí, los que tenemos sueño. *** Preparativos de viaje Unos se van quedando estupefactos, mirando sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez más allá, hacia la otra ladera otros voltean la cabeza a un lado y otro lado, sí, la pobre cabeza, aún no vencida, casi con gesto de dominio, como si no quisieran perder la última página de un libro de aventuras, casi con gesto de desprecio cual si quisieran volver con despectiva indiferencia las espaldas a una cosa apenas si entrevista, mas que no va con ellos. Hay algunos que agitan con angustia los brazos por fuera del embozo, cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos moscardones azules o cual si bracearan en un agua densa, poblada de invisibles medusas. Otros maldicen a Dios, escupen al Dios que los hizo y las cuerdas heridas de sus chillidos acres atraviesan como una pesadilla las salas insomnes del hospital, hacen oscilar como viento sutil las alas de las tocas y cortan el torpe vaho del cloroformo. Algunos llaman con débil voz a sus madres las pobres madres, las dulces madres entre cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren las tablas del ataúd. Y es muy frecuente que el moribundo hable de viajes largos, de viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos remotos, y que se quiera arrojar del lecho porque va a partir el tren, porque ya zarpa el barco. (Y entonces se les hiela el alma a aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden.) Y hay algunos, felices, que pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce, tibio y dulce, al sueño largo y frío. Ay, era ese engañoso sueño, cuando la madre, el hijo, la hermana han salido con enorme emoción, sonriendo, temblando, llorando, han salido de puntillas, para decir: " ¡Duerme tranquilo, parece que duerme muy bien!" Pero, no: no era eso. ... Oh sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme de una manera distinta... Pero todos, todos se quedan con los ojos abiertos. Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último, ojos en guiño, como una soturna broma, como una mueca ante un panorama grotesco, ojos casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito de arco, por el segmento inferior de las pupilas. No hay mirada más triste. Sí, no hay mirada más profunda ni más triste. Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito? Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el camión gris de la muerte? No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de lentos cometas solitarios hacia la torpe nebulosa inicial, no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre, una huella de sangre inacabable, ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa cuando se descuajan los orbes, ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza como un largo perfume de enero, ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable. Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante esos ojos que se quedaron abiertos? El último Caín Ya asesinaste a tu postrer hermano: ya estás solo. ¡Espacios: plaza, plaza al hombre! Bajo la comba de plomo de la noche, oprimido por la unánime acusación de los astros que mudamente gimen, ¿adónde dirigirás tu planta? Estos desiertos campos están poblados de fantasmas duros, cuerpo en el aire, negro en el aire negro, basalto de las sombras, sobre otras sombras apiladas. Y tú aprietas el pecho jadeante contra un muro de muertos, en pie sobre sus tumbas, como si aún empujaras el carro de tu odio a través de un mercado sin fin, para vender la sangre del hermano, en aquella mañana de sol, que contra tu amarilla palidez se obstinaba, que pujaba contra ti, leal al amor, leal a la vida, como la savia enorme de la primavera es leal a la enconada púa del cardo, que la ignora, como el anhelo de la marea de agosto es leal al más cruel niño que enfurece en su juego la playa. Ah, sí, hendías, palpabas, ¡júbilo, júbilo! era la sangre, eran los tallos duros de la sangre. Como el avaro besa, palpa el acervo de sus rojas monedas, hundías las manos en esa tibieza densísima (hecha de nuestro sueño, de nuestro amor que incesante susurra) para impregnar tu vida sin amor y sin sueño; y tus belfos mojabas en el charco humeante cual si sorber quisieras el misterio caliente del mundo. Pero, ahora, mira, son sombras lo que empujas, ¿no has visto que son sombras? ¿O vas quizá doblado como por un camino de sirga, tirando de una torpe barcaza de granito, que se enreda una vez y otra vez en todos los troncos ribereños, retama que se curva al huracán, estéril arco donde no han de silbar ni el grito ni la flecha, buey en furia que encorva la espalda al rempujón y ahinca en las peñas el pie, con músculos crujientes, imagen de crispada anatomía? Sombras son, hielo y sombras que te atan: cercado estás de sombras gélidas. También los espacios odian, también los espacios son duros, también Dios odia. Espacios, plaza, por piedad al hombre! Ahí tienes la delicia de los nos, tibias aún de paso están las sendas. Los senderos, esa tierna costumbre donde aún late el amor de los días (la cita, secreta como el recóndito corazón de una fruta, el lento mastín blanco de la fidelísima amistad, el tráfago de signos con que expresamos la absorta desazón de nuestra intima ternura), sí, las sendas amantes que no olvidan, guardan aún la huella delicada, la tierna forma del pie humano, ya sin final, sin destino en la tierra, ya sólo tiempo en extensión, sin ansia, tiempo de Dios, quehacer de Dios, no de los hombres. ¿Adónde huirás, Caín, postrer Caín? Huyes contra las sombras, huyendo de las sombras, huyes cual quisieras huir de tu recuerdo, pero, ¿cómo asesinar al recuerdo si es la bestia que ulula a un tiempo mismo desde toda la redondez del horizonte, si aquella nebulosa, si aquel astro ya oscuro, aún recordando están, si el máximo universo, de un alto amor en vela también recuerdo es sólo, si Dios es sólo eterna presencia del recuerdo? Ves, la luna recuerda ahora que extiende como el ala tórpida de un murciélago blanco su álgida mano de lechosa lluvia. Esparcidos lingotes de descarnada plata, los huesos de tus víctimas son la sola cosecha de este campo tristísimo. Se erguían, sí, se alzaban, pujando como torres, como oraciones hacia Dios, cercados por la niebla rosada y temblorosa de la carne, acariciados por el terco fluido maternal que sin rumor los lamía en un sueño: muchachas, como navíos tímidos en la boca del puerto sesgando, hacia el amor sesgando; atletas como bellos meteoros, que encrespaban el Huyes odiando las fieras y los pájaros, las hierbas y los árboles, y hasta las mismas rocas calcinadas, odiándote lo mismo que a Dios, odiando a Dios. Pero la vida es más fuerte que tú, pero el amor es más fuerte que tú, pero Dios es más fuerte que tú. Y arriba, en astros sacudidos por huracanes de fuego, en extinguidos astros que, aún calientes, palpitan o que, fríos, solejan a otras lumbreras jóvenes, bullendo está la eterna pasión trémula. Y, más arriba, Dios. Húndete, pues, con tu torva historia de crímenes, precipítale contra los vengadores fantasmas, desvanécete, fantasma entre fantasmas, gélida sombra las entre sombras, tú maldición de Dios, postrer Caín, el hombre. Yo Mi portento inmediato, mi frenética pasión de cada día, mi flor, mi ángel de cada instante, aun como el pan caliente con olor de tu hornada, aun sumergido en las aguas de Dios, y en los aires azules del día original del mundo: dime, dulce amor mío, dime, presencia incógnita, 45 años de misteriosa compañía, ¿aún no son suficientes para entregarte, para desvelarte a tu amigo, a tu hermano, a tu triste doble? ¡No, no! Dime, alacrán, necrófago, cadáver que se me está pudriendo encima desde hace 45 años, hiena crepuscular, fétida hidra de 800.000 cabezas, ¿por qué siempre me muestras sólo una cara? Siempre a cada segundo una cara distinta, unos ojos crueles, los ojos de un desconocido, que me miran sin comprender (con ese odio del desconocido) y pasan: a cada segundo. Son tus cabezas hediondas, tus cabezas crueles, oh hidra violácea. Hace 45 años que te odio, que te escupo, que te maldigo, pero no sé a quién maldigo, a quién odio, a quién escupo. Dulce, dulce amor mío incógnito, 45 años hace ya que te amo. cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta, ha sentido siempre una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla, como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma, como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir. Pero las lúgubres estaciones se alejaban, y ella se asomaba frenética a las ventanillas, gritando y retorciéndose, sólo para ver alejarse en la infinita llanura eso, una solitaria estación un lugar señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico por una cruz bajo las estrellas, y por fin se ha dormido, sí, ha dormitado en la sombra, arrullada por un fondo de lejanas conversaciones por gritos ahogados y empañadas risas, como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas, sólo rasgadas de improviso por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche, o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas, ... aún mareada por el humo del tabaco. Y ha viajado noches y días, sí, muchos días y muchas noches. Siempre parando en estaciones diferentes, siempre con un ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también, ay, para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables. ... No ha sabido cómo. Su sueño era cada vez más profundo, iban cesando, casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor: sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras, algún chillido como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche. Y luego nada. Sólo la velocidad, sólo el traqueteo de maderas y hierro del tren, sólo el ruido del tren. Y esta mujer se ha despertado en la noche, y estaba sola, y ha mirado a su alrededor, y estaba sola y ha comenzado a correr por los pasillos del tren, de un vagón a otro, y estaba sola, y ha buscado al revisor, a los mozos del tren, a algún empleado, a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento, y estaba sola y ha gritado en la oscuridad, y estaba sola, y ha preguntado en la oscuridad, y estaba sola, y ha preguntado quién conducía, quien movía aquel horrible tren. Y no le ha contestado nadie, porque estaba sola, porque estaba sola. Y ha seguido días y días, loca, frenética, en el enorme tren vacío, donde no va nadie, que no conduce nadie. ... Y ésa es la terrible, la estúpida fuerza sin pupilas, que aún hace que esa mujer avance y avance por la acera, desgastando la suela de sus viejos zapatones, desgastando las losas, entre zanjas abiertas a un lado y otro, entre caballones de tierra, de dos metros de longitud, con ese tamaño preciso de nuestra ternura de cuerpos humanos. Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza), abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita, como si caminara surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces, de cercanas cruces, de cruces lejanas. Ella, en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más se inclina va curvada como un signo de interrogación con la espina dorsal arqueada sobre el suelo. ¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera como si se asomara por la ventanilla de un tren, al ver alejarse la estación anónima en que se debía haber quedado? ¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro sus recuerdos de tierra en putrefacción, y se le tensan tirantes cables invisibles desde sus tumbas diseminadas? ¿O es que como esos almendros que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta conserva aún en el invierno el tierno vicio como bloques de mármol, brutalmente, cual si el cristal del aire se me hundiera, astillándome el alma sus aristas. Eso que viste desde mi ventana, eso es el mundo. Siempre se agolpa igual: luces y formas, árbol, arbusto, flor, colina, cielo con nubes o sin nubes, y, ya rojos, ya grises, los tejados del hombre. Nada más: siempre es lo mismo. Es un tierno pujar de jugos hondos, es una granazón, una abundancia, que levanta el amor y Dios ordena en nódulos y en haces, un dulce hervir no más. Oh sí, me alegro de que fuera lo último que vieras tú, la imagen de color que sordamente bullirá en tu nada. Este paisaje, esas rosas, esas moreras ya desnudas, ese tímido almendro que aún ofrece sus tiernas hojas vivas al invierno, ese verde cerrillo que en lenta curva corta mi ventana, y esa ciudad al fondo, serán también una presencia oscura en mi nada, en mi noche. ¡Oh pobre ser, igual, igual tú y yo! En tu noble cabeza que ahora un hilo blancuzco apenas une al tronco, tu enorme trompa se ha quedado extendida. ¿Qué zumos o qué azúcares voluptuosamente aspirabas, qué aroma tentador te estaba dando esos tirones sordos que hacen que el caminante siga y siga (aun a pesar del frío del crepúsculo, aun a pesar del sueño), esos dulces clamores, esa necesidad de ser futuros que llamamos la vida, en aquel mismo instante en que súbitamente el mundo se te hundió como un gran trasatlántico que lleno de delicias y colores choca contra los hielos y se esfuma en la sombra, en la nada? ¿Viste quizá por último mis tres rosas postreras? Un zarpazo brutal, una terrible llama roja, brasa que en un relámpago violeta se condensaba. Y frío. ¡Frío!: un hielo como al fin del otoño cuando la nube del granizo con brusco alón de sombra nos emplomiza el aire. No viste ya. Y cesaron los delicados vientos de enhebrar los estigmas de tu elegante abdomen (como una góndola, como una guzla del azul más puro) y el corazón elemental cesó de latir. De costado caíste. Dos, tres veces un obstinado artejo tembló en el aire, cual si condensara en cifras los latidos del mundo, su mensaje final. Y fuiste cosa: un muerto. Sólo ya cosa, sólo ya materia orgánica, que en un torrente oscuro volverá al mundo mineral. ¡Oh Dios, oh misterioso Dios, para empezar de nuevo por enésima vez tu enorme rueda! Estabas en mi casa, mirabas mi jardín, eras muy bello. Yo te maté. ¡Oh si pudiera ahora darte otra vez la vida, yo que te di la muerte! La madre No me digas que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño, que se te han caído los dientes, que ya no puedes con tus pobres remos hinchados, deformados por el veneno del reuma. No importa, madre, no importa. Tú eres siempre joven, eres una niña, tienes once años. Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña. Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas, en esas aguas poderosas, que te han traído a esta ribera desolada. Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos, y cuando llegues, espera allí a tu hijo. Porque yo también voy a sumergirme en mi niñez antigua, pero las aguas que tengo que remontar hasta casi la fuente, son mucho más poderosas, son aguas turbias, como teñidas de sangre. Óyelas, desde tu sueño, cómo rugen, como quieren llevarse al pobre nadador. ¡Pobre del nadador que somorguja y bucea en ese mar salobre de la memoria! ... Ya ves: ya hemos llegado. ¿No es una maravilla que los dos hayamos arribado a esta prodigiosa ribera de nuestra infancia? Sí, así es como a veces fondean un mismo día en el puerto de Singapoor dos naves, y la una viene de Nueva Zelanda, la otra de Brest. Así hemos llegado los dos, ahora, juntos. Y ésta es la única realidad, la única maravillosa realidad: que tú eres una niña y que yo soy un niño. ¿Lo ves, madre? No se te olvide nunca que todo lo demás es mentira, que esto solo es verdad, la única verdad. Verdad, tu trenza muy apretada, como la de esas niñas acabaditas de peinar ahora, tu trenza, en la que se marcan tan bien los brillan- tes lóbulos del trenzado, tu trenza, en cuyo extremo pende, inverosímil, un pequeño lacito rojo; verdad, tus medias azules, anilladas de blanco, y las puntillas de los pantalones que te asoman por debajo de la falda; verdad tu carita alegre, un poco enrojecida, y la tristeza de tus ojos. (Ah, ¿por qué está siempre la tristeza en el fondo de la alegría?) ¿Y adonde vas ahora? ¿Vas camino del colegio? Ah, niña mía, madre, yo, niño también, un poco mayor, iré a tu lado, te serviré de guía, te defenderé galantemente de todas las brutalidades de mis compañeros, te buscaré flores, me subiré a las tapias para cogerte las moras más negras, las más llenas de jugo, te buscaré grillos reales, de esos cuyo cricrí es como un choque de campanitas de plata. ¡Qué felices los dos, a orillas del río, ahora que va a ser el verano! A nuestro paso van saltando las ranas verdes, van saltando, van saltando al agua las ranas verdes: es como un hilo continuo de ranas verdes, que fuera repulgando la orilla, hilvanando la orilla con el río. ¡Oh qué felices los dos juntos, solos en esta mañana! Ves: todavía hay rocío de la noche; llevamos los zapatos llenos de deslumbrantes gotitas. ¿O es que prefieres que yo sea tu hermanito menor? Sí, lo prefieres. Seré tu hermanito menor, niña mía, hermana mía, madre mía. ¡Es tan fácil! Nos pararemos un momento en medio del camino, para que tú me subas los pantalones, y para que me suenes las narices, que me hace mu- cha falta (porque estoy llorando; sí, porque ahora estoy llo- rando). No. No debo llorar, porque estamos en el bosque. Tú ya conoces las delicias del bosque (las conoces por los cuentos, porque tú nunca has debido estar en un bosque, o por lo menos no has estado nunca en esta deliciosa soledad, con tu hermanito). Mira, esa llama rubia que velocísimamente repique- tea las ramas de los pinos, esa llama que como un rayo se deja caer al suelo, y que ahora de un bote salta a mi hombro, no es fuego, no es llama, es una ardilla. ¡No toques, no toques ese joyel, no toques esos dia- mantes! ¡Qué luces de fuego dan, del verde más puro, del tristísimo y virginal amarillo, del blanco creador, La pizca Bestia que lloras a mi lado, dime: ¿Qué dios huraño te remueve la entraña? ¿A quién o a qué vacío se dirige tu anhelo, tu oscuro corazón? ¿Por qué gimes, qué husmeas, que avizoras? ¿Husmeas, di, la muerte? ¿Aúllas a la muerte, proyectada, cual otro can famélico, detrás de mí, de tu amo? Ay, Pizca, tu terror es quizá sólo el del hombre que el bieldo enarbolaba, o el horror a la fiera más potente que tú. Tú, sí, Pizca; tal vez lloras por eso. Yo, no. Lo que yo siento es un horror inicial de nebulosa; o ese espanto al vacío, cuando el ser se disuelve, esa amargura del astro que se enfría entre lumbreras más jóvenes, con frío sideral, con ese frío que termina en la primera noche, aún no creada; o esa verdosa angustia del cometa que, antorcha aún, como oprimida antorcha, invariablemente, indefinidamente, cae, pidiendo destrucción, ansiando choque. Ah, sí, que es más horrible infinito caer sin dar en nada, sin nada en que chocar. Oh viaje negro, oh poza del espanto: y, cayendo, caer y caer siempre. Las sombras que yo veo tras nosotros, tras ti, Pizca, tras mí, por las que estoy llorando, ya ves, no tienen nombre: son la tristeza original, son la amargura primera, son el terror oscuro, ese espanto en la entraña de todo lo que existe (entre dos noches, entre dos simas, entre dos mares), de ti, de mí, de todo. No tienen, Pizca, nombre, no; no tienen nombre. En la sombra Sí: tú me buscas. A veces en la noche yo te siento a mi lado, que me acechas, que me quieres palpar, y el alma se me agita con el terror y el sueño, como una cabritilla, amarrada a una estaca, que ha sentido la onda sigilosa del tigre y el fallido zarpazo que no incendió la carne, que se extinguió en el aire oscuro. Sí: tú me buscas. Tú me oteas, escucho tu jadear caliente, tu revolver de bestia que se hiere en los troncos, siento en la sombra tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el agua salobre. Sí: me buscas. Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas. No me digas que no. No, no me digas que soy náufrago solo como esos que de súbito han visto las tinieblas rasgadas por la brasa de luz de un gran navío, y el corazón les puja de gozo y de esperanza. Pero el resuello enorme pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche, oscilantes, urgentes, implacables al cerco. Rebotado de ti, por el zigzag de la avidez te enviscas en tu presa, hocicándome, entrechocándome siempre. No me sirven mis manos ni mis pies, que afincaban la tierra, que arredraban el aire, no me sirven mis ojos, que aprisionaron la hermosura, no me sirven mis pensamientos, que coronaron mundos a la caza de Dios. Heme aquí, hoy, inválido ante ti, ante ti, infame criatura, en tiniebla nacida, pequeña lanzadera que tejes ese ondulante paño de la angustia, que me ahoga y ya me va a extinguir como se apaga el eco de un ser con vida en una tumba negra. Duro, hiriente, me golpeas una y otra vez, extremo diamantino de vengador venablo, de poderosa lanza. ¿Quién te arroja o te blande? ¿Qué inmensa voluntad de sombra así se obstina contra un solo y pequeño (¡y tierno!) punto vivo de los espacios cósmicos? No, ya no más, no más, acaba, acaba, atizonador de mi delirio, hurgón de esto que queda de mi rescoldo humano, menea, menea bien los últimos encendidos carbones, y salten las altas llamas purísimas, las altas llamas cantoras, proclamando a los cielos la gloria, la victoria final de una razón humana que se extingue. Dolor Hacia la madrugada me despertó de un sueño dulce un súbito dolor, un estilete en el tercer espacio intercostal derecho. Fino, fino, iba creciendo y en largos arcos se irradiaba. Proyectaba raíces, que, invasoras, se hincaban en la carne, desviaban, crujiendo, los tendones, perforaban, sin astillar, los obstinados huesos durísimos, y de él surgía todo un cielo de ramas oscilantes y aéreas, como un sauce juvenil bajo el viento, ahora iluminado, ahora torvo, según los galgos-nubes galopan sobre el campo en la mañana primaveral. Sí, sí, todo mi cuerpo era como un sauce abrileño, como un sutil dibujo, como un sauce temblón, todo delgada tracería, largas ramas eléctricas, que entrechocaban con descargas breves, entrelazándose, disgregándose, para fundirse en nodulos o abrirse en abanico. ¡Ay! Yo, acurrucado junto a mi dolor, era igual que un niñito de seis años que contemplara absorto a su hermano menor, recién nacido, y de pronto le viera crecer, crecer, crecer, hacerse adulto, crecer y convertirse en un gigante, crecer, pujar, y ser ya cual los montes, pujar, pujar, y ser como la vía láctea, pero de fuego, crecer aún, aún, ay, crecer siempre. Y yo era un niño de seis años acurrucado en sombra junto a un gigante cósmico. Y fue como un incendio, como si mis huesos ardieran, como si la medula de mis huesos chorreara fundida, como si mi conciencia se estuviera abrasando, y abrasándose, aniquilándose, aún incesantemente se repusiera su materia combustible. Fuera, había formas no ardientes, lentas y sigilosas, frías: minutos, siglos, eras: el tiempo. Nada más: el tiempo frío, y junto a él un incendio universal, inextinguible. Y rodaba, rodaba el frío tiempo, el impiadoso tiempo sin cesar, mientras ardía con virutas de llamas, con largas serpientes de azufre, con terribles silbidos y crujidos, siempre, mi gran hoguera. mientras a entrambos lados rueda o huye, oruga sigilosa o tigre elástico (fiera, en fin, con la comba del avance), la lámina de plomo que el ancho valle oprime. Oh, si llevó las casas, si desraigó los troncos, si casi horadó montes, nadie pregunta por las ranas verdes... ... ¡Ay, Dios, cómo me has arrastrado, cómo me has desarraigado, cómo me llevas en tu invencible frenesí, cómo me arrebataste hacia tu amor! Yo dudaba. No, no dudo: dame tu incógnita aventura, tu inundación, tu océano, tu final, la tromba indefinida de tu mente, dame tu nombre, en ti. Vida del hombre Oh niño mío, niño mío, ¡cómo se abrían tus ojos contra la gran rosa del mundo! Sí, tú eras ya una voluntad. Y alargabas la manecita por un cristal transparente que no ofrecía resistencia: el aire, ese dulce cristal transfundido por el sol. Querías coger la rosa. Tú no sabías que ese cristal encendido no es cristal, que es un agua verde, agua salobre de lágrimas, mar alta y honda. Y muy pronto, ya alargabas tras la mano de niño, tu hombro ligero, tus alas de adolescente. ¡Y allá se fue el corazón viril! Y ahora, ay, no mires, no mires porque verás que estás solo, entre el viento y la marea. (Pero ¡la rosa, la rosa!) Y una tarde (¡olas inmensas del mar, olas que ruedan los vientos!) se te han de cerrar los ojos contra la rosa lejana, ¡tus mismos ojos de niño! el mundo de mi carne (y la carne de los insectos), los insectos del mundo de los insectos que roían. Y estaban verdes, amarillos y de color de dátil, de color de tierra seca los insectos, ocultos, sepultos, fuera de los insectos y dentro de mi carne, dentro de los insectos y fuera de mi alma, disfrazados de insectos. Y con ojos que se reían y con caras que se reían y patas (y patas, que no se reían), estaban los insectos metálicos royendo, royendo y royendo mi alma, la pobre, zumbando y royendo el cadáver de mi alma que no zumbaba y que no roía, royendo y zumbando mi alma, la pobre, que no zumbaba, eso no, pero que por fin roía (roía dulcemente), royendo y royendo este mundo metálico y estos insectos metálicos que me están royendo el mundo de pequeños insectos, que me están royendo el mundo y mi alma, que me están royendo mi alma toda hecha de pequeños insectos metálicos, que me están royendo el mundo, mi alma, mi alma, y, ¡ah!, los insectos, y, ¡ah!, los puñeteros insectos. Hombre Hombre, gárrula tolvanera entre la torre y el azul redondo, vencejo de una tarde, algarabía desierta de un verano. Hombre, borrado en la expresión, disuelto en ademán: sólo flautín bardaje, sólo terca trompeta, híspida en el solar contra las tapias. Hombre, melancólico grito, ¡oh solitario y triste garlador!; ¿dices algo, tienes algo que decir a los hombres o a los cielos? ¿Y no es esa amargura de tu grito, la densa pesadilla del monólogo eterno y sin respuesta? Hombre, cárabo de tu angustia, agüero de tus días estériles, ¿qué aúllas, can, qué gimes? ¿Se te ha perdido el amo? No: se ha muerto. ¡Se te ha podrido el amo en noches hondas, y apenas sólo es ya polvo de estrellas! Deja, deja ese grito, ese inútil plañir, sin eco, en vaho ¹. Porque nadie te oirá. Solo. Estás solo. { ¹ «en vano» en alguna edición; errata corregida personalmente por el autor. } ¡Ay torres de mi afán, ay altos cirios que vais a Dios por las estrellas últimas! ¡Ay del esbelto mármol, ay del bronce! ¡Ay chozas de la tierra, que dais sueño de hogar al mediodía, borradas casi en sollozar de fuente o en el bullir del romeral solícito, rubio de miel sonora! ¿Pero es que no escucháis, es que no veis cómo el fango salpica los últimos luceros putrefactos? ¿No escucháis el torrente de la sangre? ¡Y esas luces moradas, esos lirios de muerte, que galopan sobre los duros hilos de los vientos! Sí, sois vosotras, hijas de la ira, frenéticas raíces que penetráis, que herís, que hozáis, que hozáis con vuestros secos brazos, flameantes banderas de victoria, donde lentas se yerguen, súbitas se desgarran las afiladas testas viperinas. Sádicamente, sabiamente, morosamente, roéis la palpitante, la estremecida pulpa voluptuosa. Lúbricos se entretejen los enormes meandros, las pausadas anillas; y las férreas escamas abren rastros de sangre y de veneno. ¡Cómo atraviesa el alma vuestra gélida deyección nauseabunda! ¡Cómo se filtra el acre, el fétido sudor de vuestra negra corteza sin luceros, mientras salta en el aire, en amarilla lumbrarada de pus, vuestro maldito semen...! ¡Morir! ¡Morir! ¡Ay, no dais muerte al mundo, sí alarido, agonía, estertor inacabables! Y ha de llegar un día en que el mundo será sorda maraña de vuestros fríos brazos, y una charca de pus el ancho cielo, raíces vengadoras, ¡oh lívidas raíces pululantes, oh malditas raíces del odio, en mis entrañas, en la tierra del hombre! La isla ¡Aquella extraña travesía de Nueva York hasta Cherburgo! Ni siquiera una vez se movió el mar, ni osciló el barco: siempre una lámina tensa, ya aceitosa bajo neblinas, ya acerada bajo soles imperturbables. ¡Y yo siempre en la borda, en acecho del monstruo, esperando su bostezo imponente, su rugido, su colear de tralla! A veces pienso que mi alma fuera como una isla, rodeada durante muchos años de un espejo de azogue inconmovible, igual a aquel del prodigioso viaje, isla ufana de sus palmeras, de sus celajes, de sus flores, llena de dulce vida y de interior isleño, con villas diminutas, con sus mercados, con sendas por las que tal vez corre a la aurora un cochecillo traqueteante, pero, olvidada, ensimismada en sueños como suaves neblinas, quizá sin conocer el ceñidor azul que la circunda, ese metal que, bella piedra, acerado la engasta, su razón de existir, lo que le da su ser, su forma de tierno reloj vivo, o de tortuga: isla. Y crece, y lo sé unánime, bullente, surgente, con todos sus abismales espantos, con sus más tórpidos monstruos, con toda su vida, y con toda la muerte acumulada en su seno: hasta los más tenebrosos valles submarinos se han empinado sin duda sobre sus tristes hombros de vencidos titanes con un esfuerzo horrible. Oh Dios, yo no sabía que tu mar tuviera tempestades, y primero creí que era mi alma la que bullía, la que se movía, creí que allá en su fondo volaban agoreras las heces de tantos siglos de tristeza humana, que su propia miseria le hacía hincharse como un tumefacto carbunclo. Y eras tú. Gracias, gracias. Dios mío, tú has querido poner sordo terror y reverencia en mi alma infantil, e insomnio agudo donde había sueño. Y lo has logrado. Pudiste deshacerme en una llamarada. Así los pasajeros del avión que el rayo ha herido, funden en una sola luz vivísima la exhalación que mata y tu presencia súbita. Pero, no, tú quisiste mostrarme los escalones, las moradas crecientes de tu terrible amor. Apresura tu obra: ya es muy tarde. Ya es hora, ya es muy tarde. Acaba ya tu obra, como el rayo. Desflécame, desfleca tu marea surgente, aviva, aviva su negro plomo, rómpela en torres de cristal, despícala en broncos maretazos que socaven los rotos resalseros, desmantela ciclópeos rompeolas, osados malecones, rompe, destruye, acaba esta isla ignorante, ensimismada en sus flores, en sus palmeras, en su cielo, en sus aldeas blancas y en sus tiernos caminos, y barran su cubierta en naufragio tus grandes olas, tus olas alegres, tus olas juveniles que sin cesar deshacen y crean, tus olas jubilosas que cantan el himno de tu, fuerza y de tu eternidad. Sí, ámame, abrásame, deshazme. Y sea yo isla borrada de tu océano. De profundis Si vais por la carrera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia. El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo, y una ramera de solicitaciones mi alma, no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe, sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano, sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes, que ya ha olvidado las palabras de amor, y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada. Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo, y el perro del mendigo arroja al muladar. Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria, mi corazón se ha levantado hasta mi Dios, y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre, mírame, yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha, yo soy el excremento del can sarnoso, el zapato sin suela en el carnero del camposanto, yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra, y donde casi ni escarban las gallinas. Pero te amo, pero te amo frenéticamente. ¡Déjame, déjame fermentar en tu amor, deja que me pudra hasta la entraña, que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser, hacia mi destrucción, y fantasmas también mis enemigos exteriores, ese friso de bocas, ávidas ya de befa que el odio encarnizaba contra mí, esos dedos, largos como mástiles de navío, que erizaban la lívida bocana de mi escape, esas pezuñas, que tamborileaban a mi espalda, crecientes, sobre el llano. Hoy surjo, aliento, protegido en tu clima, cercado por tu ambiente, niño que en noche y orfandad lloraba en el incendio del horrible barco, y se despierta en una isla maravillosa del Pacífico, dentro de un lago azul, rubio de sol, dentro de una turquesa, de una gota de ámbar donde todo es prodigio: el aire que flamea como banderas nítidas sus capas transparentes, el sueño invariable de las absortas flores carmesíes, la pululante pedrería, el crujir, el bullir de los insectos como átomos del mundo en su primer hervor, los grandes frutos misteriosos que adensan en perfume sin tristeza los zumos más secretos de la vida. ¡Qué dulce sueño, en tu regazo, madre, soto seguro y verde entre corrientes rugidoras, alto nido colgante sobre el pinar cimero, nieve en quien Dios se posa como el aire de estío, en un enorme beso azul, oh tú, primera y extrañísima creación de su amor! ... Déjame ahora que te sienta humana, madre de carne sólo, igual que te pintaron tus más tiernos amantes, déjame que contemple, tras tus ojos bellísimos, los ojos apenados de mi madre terrena, permíteme que piense que posas un instante esa divina carga y me tiendes los brazos, me acunas en tus brazos, acunas mi dolor, hombre que lloro. Virgen María, madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte. Dedicatoria final (Las Alas) Ah, pobre Dámaso, tú el más miserable, tú el último de los seres, tú, que con tu fealdad y con el oscuro turbión de tu desorden perturbas la sedeña armonía del mundo, dime, ahora que ya se acerca tu momento (porque no hay ni un presagio que ya en tí no se haya cumplido), ahora que subirás al Padre, silencioso y veloz como el alcohol bermejo en los termómetros, ¿cómo has de ir con tus manos estériles? ¿qué le dirás cuando en silencio te pregunte qué has hecho? Yo le diré: «Señor, te amé. Te amaba en los montes, cuanto más altos, cuanto más desnudos, allí donde el silencio erige sus verticales torres sobre la piedra, donde la nieve aún se arregosta en julio a los canchales, en el inmenso circo, en la profunda copa, llena de nítido cristal, en cuyo centro un águila en enormes espirales se desliza como una mota que en pausado giro desciende por el agua del transparente vaso: allí me sentía más cerca de tu terrible amor, de tu garra de fuego. ¡Cantaba! ¡Rezaba, sí! Entonces te recé aquel soneto por la belleza de una niña, aquel que tanto te emocionó. Ay, sólo después supe —¿es que me respondías?— que no era en tu poder quitar la muerte a lo que vive: ay, ni tú mismo harías que la belleza humana fuese una viva flor sin su fruto: la muerte. Pero yo era ignorante, tenía sueño, no sabía que la muerte es el único pórtico de tu inmortalidad. Y ahora, Señor, oh dulce Padre, cuando ya estaba más caído y más triste, entre amarillo y verde, como un limón no bien maduro, cuando estaba más lleno de náuseas y de ira, me has visitado, y con tu uña, como impasible médico me has partido la bolsa de la bilis, y he llorado, en furor, mi podredumbre y la estéril injusticia del mundo, y he manado en la noche largamente como un chortal viscoso de miseria. Ay, hijo de la ira era mi canto. Pero ya estoy mejor. Tenía que cantar para sanarme. Yo te he rezado mis canciones. Recíbelas ahora, Padre mío. Es lo que he hecho. Lo único que he hecho.» Así diré. Me oirá en silencio el Padre, y ciertamente que se ha de sonreír. Sí, se ha de sonreír, en cuanto a su bondad, pero no en cuanto a su justicia. Sobre mi corazón, como cuando quema los brotes demasiado atrevidos el enero, caerán estas palabras heladas: «Más. ¿Qué hiciste?» Oh Dios, comprendo, yo no he cantado; yo remedé tu voz cual dicen que los mirlos remedan la del pastor paciente que los doma. ... Y he seguido en el sueño que tenía. Me he visto vacilante, cual si otra vez pesaran sobre mí 80 kilos de miseria orgánica, cual si fuera a caer a través de planetas y luceros, desde la altura vertiginosa. ... ¡Voy a caer! Pero el Padre me ha dicho: «Vas a caerte, abre las alas.» ¿Qué alas? Oh portento, bajo los hombros se me abrían dos alas, fuertes, inmensas, de inmortal blancura. Por debajo, ¡cuan lentos navegaban los orbes! ¡Con qué impalpable roce me resbalaba el aire! Sí, bogaba, bogaba por el espacio, era ser glorioso, ser que se mueve en las tres dimensiones de la dicha, un ser alado. Eran aquellas alas lo que ya me bastaba ante el Señor, lo único grande y bello que yo había ayudado a crear en el mundo. Y eran aquellas alas vuestros dos amores, vuestros amores, mujer, madre. Oh vosotras, las dos mujeres de mi vida, seguidme dando siempre vuestro amor, seguidme sosteniendo, para que no me caiga, para que no me hunda en la noche, para que no me manche, para que tenga el valor que me falta para seguir viviendo, para que no me detenga voluntariamente en mi camino, para que cuando mi Dios quiera gane la inmortalidad a través de la muerte, para que Dios me ame, para que mi gran Dios me reciba en sus brazos, para que duerma en su recuerdo.
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