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El Enigmático Encuentro de Lorry y Manette en 'Historia de dos Ciudades' de Dickens, Monografías, Ensayos de Historia

Una interesante reunión entre el personaje de Jarvis Lorry y Érnest Manette en la novela 'Historia de dos Ciudades' de Charles Dickens. Lorry, preocupado por la seguridad de Manette, se enfrenta a Defarge, el dueño del tabernero donde Manette estaba encarcelado. Allí, Lorry descubre que Manette no recuerda su antigua amistad con él. Además, Lorry se encuentra con otros personajes importantes de la novela, como Carton y Stryver. El documento también muestra cómo Lorry se reúne con Manette y cómo este último finalmente recobra la memoria.

Tipo: Monografías, Ensayos

2021/2022

Subido el 10/10/2022

venenoamarillo
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¡Descarga El Enigmático Encuentro de Lorry y Manette en 'Historia de dos Ciudades' de Dickens y más Monografías, Ensayos en PDF de Historia solo en Docsity! CHARLES DICKENS HISTORIA DE DOS CIUDADES EDITADO POR "EDICIONES LA CUEVA" Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko HISTORIA DE DOS CIUDADES Charles Dickens LIBRO PRIMERO.— RESUCITADO Capítulo l.— La época Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo. En el trono de Inglaterra había un rey de mandíbula muy desarrollada y una reina de cara corriente; en el trono de Francia había un rey también de gran quijada y una reina de hermoso rostro. En ambos países era más claro que el cristal para los señores del Estado, que las cosas, en general, estaban aseguradas para siempre. Era el año de Nuestro Señor, mil setecientos setenta y cinco. En período tan favorecido como aquél, habían sido concedidas a Inglaterra las revelaciones espirituales. Recientemente la señora Southcott había cumplido el vigésimo quinto aniversario de su aparición sublime en el mundo, que fue anunciada con la antelación debida por un guardia de corps, pronosticando que se hacían preparativos para tragarse a Londres y a Westminster. Incluso el fantasma de la Callejuela del Gallo había sido definitivamente desterrado, después de rondar por el mundo por espacio de doce años y de revelar sus mensajes a los mortales de la misma forma que los espíritus del año anterior, que acusaron una pobreza extraordinaria de originalidad al revelar los suyos. Los únicos mensajes de orden terrenal que recibieron la corona y el pueblo ingleses, procedían de un congreso de súbditos británicos residentes en América, mensajes que, por raro que parezca, han resultado de mayor importancia para la raza humana que cuantos se recibieran por la mediación de cualquiera de los duendes de la Callejuela del Gallo. Francia, menos favorecida en asuntos de orden espiritual que su hermana, la del escudo y del tridente, rodaba con extraordinaria suavidad pendiente abajo, fabricando papel moneda y gastándoselo. Bajo la dirección de sus pastores cristianos, se entretenía, además, con distracciones tan humanitarias como sentenciar a un joven a que se le cortaran las manos, se le arrancara la lengua con tenazas y lo quemaran vivo, por el horrendo delito de no haberse arrodillado en el fango un día lluvioso, para rendir el debido acatamiento a una procesión de frailes que pasó ante su vista, aunque a la distancia de cincuenta o sesenta metros. Es muy probable que cuando aquel infeliz fue llevado al suplicio, el leñador Destino hubiera marcado ya, en los bosques de Francia y de Noruega, los añosos árboles que la sierra había de convertir en tablas para construir aquella plataforma movible, provista de su cesta y de su cuchilla, que tan terrible fama había de alcanzar en la Historia. Es también, muy posible que en los rústicos cobertizos de algunos labradores de las tierras inmediatas a París, estuvieran aquel día, resguardadas del mal tiempo, groseras carretas llenas de fango, husmeadas por los cerdos y sirviendo de percha a las aves de corral, que el labriego Muerte había elegido ya para que fueran las carretas de la Revolución. Bien es verdad que si el Leñador y el Labriego trabajaban incesantemente, su labor era silenciosa y ningún oído humano percibía sus quedos pasos, tanto más cuanto que abrigar el temor de que aquellos estuvieran despiertos, habría equivalido a confesarse ateo y traidor. Apenas si había en Inglaterra un átomo de orden y de protección que justificara la jactancia nacional. La misma capital era, por las noches, teatro de robos a mano armada y de osados crímenes. Públicamente se avisaba a las familias que no salieran de la ciudad sin llevar antes sus mobiliarios a los guardamuebles, únicos sitios donde estaban seguros. Historia de dos Ciudades Charles Dickens —-¿Es ésta la diligencia de Dover? — ¡Nada os importa! —contestó el guarda.— ¿Quién sois vos? —-¿Es ésta la diligencia de Dover? —.¿Para qué queréis saberlo? —Si lo es, debo hablar con uno de los pasajeros. —¿Cuál? —El señor Jarvis Lorry. El pasajero que ya hemos descrito manifestó que éste era su nombre, y el guarda, el cochero y los otros dos pasajeros le miraron con la mayor desconfianza. —;¡Quedaos donde estáis! —exclamó el guarda entre la niebla— porque si me equivoco nadie sería capaz de reparar el error en toda vuestra vida. Caballero que os llamáis Lorry, contestad la verdad. —-¿Qué ocurre?— preguntó el pasajero con insegura voz. —¿Quién me llama? ¿Sois Jeremías? —No me gusta la voz de Jeremías, si éste es Jeremías gruñó el guarda para sí. —Sí, señor Lorry. — ¿Qué ocurre? —Un despacho que os mandan desde allí T. y Compañía. —-Conozco a este mensajero, guarda —dijo el señor Lorry bajando al camino, a lo que los otros viajeros no pusieron el más pequeño inconveniente, pues se apresuraron a entrar en el coche y cerrar la puerta.— Puede acercarse, no hay peligro alguno. — Así lo creo, pero no estoy seguro —murmuro el guarda.— ¡Eh, el jinete! — ¿Qué pasa? —exclamó el interpelado con voz más bronca que antes. —Podéis acercaros al paso. Y procurad no llevar la mano a las pistoleras porque me equivoco con la mayor rapidez y mis errores toman la forma de plomo. Avanzad despacio para que os veamos. Lentamente aparecieron las figuras del jinete y del caballo y fueron a situarse junto a la diligencia, donde estaba el viajero. Se detuvo el jinete y con los ojos fijos en el guarda entregó al pasajero un papel plegado. Fatigados estaban el jinete y su caballo y ambos cubiertos de barro, desde los cascos del último al sombrero del primero. —Guarda —exclamó el viajero. —-¿Qué deseáis? —preguntó el guarda dispuesto a disparar a la menor señal de peligro. —No hay nada que temer. Pertenezco al Banco Tellson. Seguramente conocéis el Banco Tellson, de Londres. Voy a París en viaje de negocios. Tomad esta corona para beber. ¿Puedo leer esto? —Hacedlo rápidamente. Abrió el pliego y lo leyó a la luz del farol de la diligencia, primero para sí y luego en voz alta: “Esperad en Dover a la señorita.” —Ya veis que no es largo, guarda —dijo— Jeremías, decid que mi respuesta es: “Resucitado”. — ¡Vaya una extraña respuesta! —exclamó Jeremías sobresaltado. —_Llevad esta respuesta y por ella sabrán que he recibido el mensaje. Buen viaje, ¡adiós! Diciendo estas palabras, el viajero abrió la portezuela y entró en el vehículo, sin ser ayudado por los dos que ya estaban en él, quienes se habían ocupado en esconder sus relojes y su dinero en las botas y fingían, en aquel momento, estar dormidos. El coche prosiguió la marcha, envuelto en más espesa bruma al iniciar el descenso. Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko El guarda volvió a guardar en la caja el arcabuz, no sin mirar a las pistolas que colgaban de su cinturón y luego examinó una caja que estaba debajo de su asiento, en la que había algunas herramientas, un par de antorchas y una caja con pedernal y yesca, para encender los faroles del carruaje, cosa que tenía que hacer varias veces de noche, cuando los apagaba el viento, y que lograba, si estaba de suerte, en cosa de cinco minutos. —¡ Tomás! —exclamó el guarda llamando al cochero. —-¿Qué quieres, José? —-¿Oíste el mensaje? —SÍ. —- ¿Qué te parece? —Nada, José. —Pues es una coincidencia —murmuró el guarda— porque a mí me ocurre lo mismo. Jeremías, ya solo en la niebla y en la obscuridad, echó pie a tierra, no solamente para descansar su caballo, sino que, también, para limpiarse el barro del rostro y secarse un poco el sombrero. Y cuando ya dejó de oír el ruido de las ruedas de la diligencia, emprendió el descenso de la colina. —Después de galopar desde Temple Bar, amiga —dijo a la yegua, no me fiaré de tus patas hasta que estemos en terreno llano. “Resucitado”. Resulta un mensaje muy raro. Y eso no lo entiende Jeremías. Y, amigo Jeremías, si se pusiera de moda resucitar, tal vez te vieras en un serio compromiso. Capítulo IIl.— Las sombras de la noche Es un hecho maravilloso y digno de reflexionar sobre él, que cada uno de los seres humanos es un profundo secreto para los demás. A veces, cuando entro de noche en una ciudad, no puedo menos de pensar que cada una de aquellas casas envueltas en la sombra guarda su propio secreto; que cada una de las habitaciones de cada una de ellas encierra, también, su secreto; que cada corazón que late en los centenares de millares de pechos que allí hay, es, en ciertas cosas, un secreto para el corazón que más cerca de él late. Y así, por lo que a este particular se refiere, tanto el mensajero que regresaba a caballo, como los tres viajeros encerrados en el estrecho recinto de una diligencia, eran cada uno de ellos un profundo misterio para los demás, tan completo como si separadamente hubiesen viajado en su propio coche y una comarca entera estuviese entre uno y otro. El mensajero tomó el camino de regreso al trote, deteniéndose con la mayor frecuencia en las tabernas que hallaba en su camino, para echar un trago, pero sin hablar con nadie y conservando el sombrero calado hasta los ojos, que eran negros, muy juntos y de siniestra expresión. Aparecían debajo de un sombrero que, más que tal, semejaba una escupidera triangular y sobre un tabardo que empezaba en la barbilla y terminaba en las rodillas del individuo. —;¡No, Jeremías, no! —murmuraba el mensajero fija la mente en el mismo tema —Eso no puede convenirte. Tú, Jeremías, eres un honrado menestral, y de ninguna manera convendría eso a tu negocio. “Resucitado.” ¡Que me maten si no estaba borracho al decirme eso! Tan preocupado le traía el mensaje, que varias veces se quitó el sombrero para rascarse la cabeza, la cual, a excepción de la coronilla, que tenía calva, estaba cubierta de pelos gruesos y ásperos que le caían casi hasta la altura de la nariz. Mientras regresaba al trote para transmitir el mensaje al vigilante noctumo de la Banca Tellson, en Temple Bar, quien había de pasarlo a sus superiores, las sombras de la noche tomaban tales formas que le recordaban constantemente el mensaje, al paso que para la yegua constituían motivos de inquietud, y sin duda alguna debía de tenerlos a cada paso, porque se manifestaba bastante intranquila. Historia de dos Ciudades Charles Dickens Mientras tanto, para los viajeros que iban en la diligencia que corría dando tumbos, aquellas sombras tomaban las formas que sus semicerrados ojos y confusos pensamientos les prestaban. Parecía que el Banco Tellson se hubiera trasladado a la diligencia. El pasajero que al establecimiento pertenecía, con el brazo pasado por una de las correas, gracias a lo cual evitaba salir disparado contra su vecino cuando el coche daba uno de sus saltos, cabeceaba en su sitio con los ojos medio cerrados. Creía ver que las ventanillas del coche, el farol que los alumbraba débilmente y el bulto que hacía el otro pasajero, eran el mismo Banco y que en aquellos momentos él mismo realizaba numerosos negocios. El ruido de los arneses era el tintineo de las monedas, y pagaba más letras en cinco minutos, de lo que el Banco Tellson, a pesar de sus relaciones nacionales y extranjeras, había pagado nunca en tres veces en el mismo tiempo. Luego, ante el adormilado pasajero se abrieron los sótanos del Banco, sus valiosos almacenes, sus secretos, de los que conocía una buena parte, y él circulaba por allí con sus llaves y alumbrándose con una vela, viendo que todo estaba tranquilo, seguro y sólido como lo dejara. Pero aunque el Banco estaba siempre con él y aunque también le acompañaba el coche, de un modo confuso, como bajo los efectos de un medicamento opiado, había en su mente otras ideas que no cesaron durante toda la noche. Su viaje tenía por objeto sacar a alguien de la tumba. Pero lo que no indicaban las sombras de la noche era cuál de los rostros que se le presentaban pertenecía a la persona enterrada. Todas, sin embargo, eran las faces de un hombre de unos cuarenta y cinco años, y diferían principalmente por las pasiones que expresaban y por su estado de demarcación y de lividez. El orgullo, el desdén, el reto, la obstinación, la sumisión y el dolor se sucedían unos a otros y también, sucesivamente, se presentaban rostros demacrados, de pómulos hundidos, y de color Cadavérico. Pero todos los rostros eran de un tipo semejante y todas las cabezas estaban prematuramente canas. Un centenar de veces el pasajero medio adormecido preguntaba a aquel espectro: —-¿Cuánto tiempo hace que te enterraron? —Casi dieciocho años —contestaba invariablemente el espectro. — ¿Habías perdido la esperanza de ser desenterrado? —Ya hace mucho tiempo. —.¿Sabes que vas a volver a la vida? —Así me dicen. —¿Te interesa vivir? —No puedo decirlo. —-¿Querrás que te la presente? ¿Quieres venir conmigo a verla? Las respuestas a esta pregunta eran varias y contradictorias. A veces la contestación era: “¡Espera! Me moriría si la viera tan pronto.” Otras salía la respuesta de entre un torrente de lágrimas, para decir: “¡Llévame junto a ella!” Otras se quedaba el espectro admirado y maravillado y luego exclamaba: “No la conozco. No te entiendo.” Y después de estos discursos imaginarios, el viajero, en su fantasía, cavaba la tierra sin descanso, ya con la azada, con una llave o con sus manos, a fin de desenterrar a aquel desgraciado. Por fin lo lograba, y con el pelo y el rostro sucios de tierra se caía de pronto. Entonces, al tocar el suelo se sobresaltaba y, despertando, bajaba la ventanilla para sentir en su mejilla la realidad de la bruma y de la lluvia. Pero aun entonces, con los ojos abiertos y fijos en el movedizo rastro de luz que en el camino iba dejando el farol del vehículo, veía cómo las sombras del exterior tenían el mismo aspecto que las del interior del coche. Veía nuevamente la casa de banca en Temple Bar, los negocios realizados en el día anterior, las cámaras en que se guardaban los valores, el mensajero que le mandaron. Y entre todas aquellas sombras surgía la cara espectral y se acercaba a él de nuevo. 6 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko A medida que avanzaba la tarde y empezaban las sombras, se cubría el cielo de nubes y las ideas del señor Lorry parecían obscurecerse también. Cuando ya fue de noche y se sentó nuevamente ante el fuego, en espera de la cena, su imaginación cavaba, cavaba sin cesar, mientras, distraídamente, miraba los carbones encendidos. Una botella de clarete a la hora de la cena no perjudica ningún cavador, y cuando ya el señor Lorry se disponía beber el último vaso, resonó en el exterior un ruido de ruedas que avanzaba por la calle para entrar, por fin, en el patio de la casa. —Debe de ser la señorita —se dijo dejando sobre la mesa el vaso que iba a llevar a sus labios. Pocos minutos después, llegó el camarero a anunciarle que la señorita Manette acababa de llegar de Londres y que, con el mayor gusto, vería al caballero de la casa Tellson. El caballero se bebió el vaso de vino, y después de ajustarse la peluca siguió al camarero, a la habitación de la señorita Manette. Esta era sombría y tétrica, pues sus paredes estaban tapizadas de color muy obscuro, tono que también tenían los muebles. Las tinieblas de la estancia eran tan densas que, al principio, el señor Lorry no creyó que allí estuviera la señorita a quien debía ver, hasta que la divisó ante él, junto al fuego y débilmente alumbrada por dos velas. La joven parecía no tener más de diecisiete años, tenía el rostro muy lindo, los cabellos dorados, unos hermosos ojos azules y la frente despejada e inteligente. Y cuando el caballero fijó sus ojos en ella, pareció recordar a la niñita a quien llevara en sus brazos muchos años antes, en un viaje a través de aquel mismo Canal. Pero la imagen mental que acudiera a su memoria se desvaneció en seguida y el caballero se inclinó ante la señorita. —Tened la bondad de sentaros, caballero —exclamó ella con voz armoniosa y de ligero acento extranjero. —-Os beso la mano, señorita —exclamó el señor Lorry haciendo nueva reverencia y sentándose en el lugar que le indicaran. —Ayer, Caballero, recibí una carta del Banco, informándome de que se había sabido... o descubierto... —La palabra es lo de menos, señorita. —Algo acerca de los escasos bienes que dejó mi padre... al que nunca conocí... ¡Hace tantos años que murió!... El señor Lorry se revolvió inquieto en la silla. —Y que hace necesario mi viaje a París, donde había de ponerme en relación con un caballero del Banco, enviado allí con este objeto. —Soy yo mismo. La joven le hizo una reverencia y el caballero se inclinó a su vez. —Contesté al Banco, caballero, que si se consideraba necesario mi viaje a Francia, toda vez que soy huérfana y no tengo quien me acompañe, por lo menos, deseaba estar bajo la protección de este caballero. Según supe, él había salido ya de Londres, pero creo que le mandaron un mensajero para rogarle que me esperase. —Me considero feliz de haber sido honrado con el encargo y más me complacerá llevarlo a cabo. —Os doy las gracias, caballero —contestó la joven.— Os estoy muy agradecida. Me anunciaron en el Banco que el caballero me explicaría todos los detalles del asunto y que debo prepararme para oír noticias sorprendentes. Desde luego he hecho todo lo posible para prepararme y os aseguro que siento deseos de saber de qué se trata. —Naturalmente —contestó el señor Lorry.— Yo... Después de ligera pausa añadió, ajustándose mejor la peluca: —Es muy difícil empezar. Historia de dos Ciudades Charles Dickens Y se quedó silencioso en tanto que la joven arrugaba la frente. —¿No nos habremos visto antes, caballero? —preguntó la joven. — ¿Lo creéis así? —exclamó sonriendo el señor Lorry. Ella permaneció silenciosa, sin contestar y el caballero añadió: —En vuestra patria de adopción, señorita, supongo que desearéis que os trate como si fueseis inglesa. —Como gustéis, caballero. —Señorita Manette, yo soy hombre de negocios y con respecto a vos he de llevar a cabo un negocio. Cuando oigáis de mis labios lo que voy a decir, tened la bondad de no ver en mi otra cosa que una máquina que habla, porque, en realidad, no seré otra cosa. Con vuestro permiso, pues, voy a referiros ahora, señorita, la historia de uno de nuestros clientes. —-¿Una historia? —SÍí, señorita, de uno de nuestros clientes. En nuestros negocios bancarios llamamos clientes a todas nuestras relaciones. Se trataba de un caballero francés; un hombre de ciencia, de grandes dotes intelectuales. Un doctor. — ¿De Beauvais? —Sí, señorita, precisamente de Beauvais. Como el doctor Manette, vuestro padre, este caballero era de Beauvais. Y, también como el señor Manette, vuestro padre, el caballero en cuestión era muy conocido en París. Tuve el honor de conocerlo allí. Nuestras relaciones eran puramente comerciales, aunque de carácter confidencial. En aquel tiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y de ello hace... ¡oh, por lo menos, veinte años! —-¿En aquel tiempo? ¿Puedo preguntar qué tiempo era? —Hablo, señorita, de veinte años atrás. Se casó con una dama inglesa... y yo era uno de sus fideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchos otros caballeros franceses, estaban por completo en manos del Banco Tellson. De la misma manera soy y he sido fideicomisario de veintenas de nuestros clientes. Estas son relaciones de negocios, señorita; no hay en ellas amistad alguna, interés particular, ni nada que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida comercial, he pasado de uno a otro, de la misma manera como durante el día paso de un cliente a otro; en una palabra, no tengo sentimientos. Soy una máquina y nada más. Y continuando mi relación... —Pero, caballero, me estáis refiriendo la historia de mi padre, y ahora se me ocurre que cuando murió mi madre, que solamente sobrevivió a mi padre dos años, vos fuisteis quien me llevó a Inglaterra. Estoy casi segura de ello. El señor Lorry tomó la manecita que avanzaba hacia él y respetuosamente la llevó a los labios. Luego, tras de arrellanarse en su silla, añadió: —SÍí, señorita, fui yo. Y eso os convencerá de que realmente no tengo sentimientos y que todas mis relaciones con los clientes son puramente de negocios. Desde entonces habéis sido la pupila del Banco Tellson y yo no he procurado siquiera veros de nuevo, ocupado como estaba en otros asuntos. ¡Sentimentalismos! No, no tengo tiempo para ello, pues me paso la vida ocupado en mover inmensas sumas de dinero. El señor Lorry volvió a alisarse la peluca, por más que no era necesario, y continuó: —Así, pues, señorita, lo que acabo de referir es la historia de vuestro padre. Pero ahora vienen las diferencias. Si vuestro padre no hubiese muerto cuando murió... ¡No os asustéis! En efecto, la joven se había sobresaltado. —Os ruego —prosiguió el señor Lorry —que moderéis vuestra agitación. Aquí no se trata más que de negocios. Como iba diciendo... Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko Pero la mirada de la joven lo descompuso de tal manera, que, tartamudeando, prosiguió: —Como iba diciendo... Si el señor Manette no hubiese muerto, y si en vez de morir, hubiese desaparecido silenciosa y misteriosamente; si no hubiera sido muy difícil adivinar a qué temible lugar había ido a parar; sí no hubiese existido algún compatriota suyo tan temible que resultara peligroso hablar aún en voz baja de vuestro padre, es decir, sin correr el peligro de verse encerrado para siempre más en alguna olvidada prisión; si su esposa hubiera implorado del mismo rey, de la reina, de la corte y hasta de las mismas autoridades eclesiásticas, que le dieran noticias del desaparecido, aunque siempre en vano... entonces la historia de vuestro padre habría sido la misma de ese infortunado caballero, el doctor de Beauvais. —;¡Continuad, caballero, os lo ruego! —Voy a proseguir, pero ¿no os faltará valor? —Cualquier cosa es preferible a la incertidumbre en que me habéis dejado. —Habláis con calma y seguramente, estáis ya tranquila. Así me gusta —añadió, aunque su actitud parecía menos complacida que sus palabras.— Se trata solamente de un negocio... de un negocio que hay que llevar a cabo. Ahora bien; si la esposa del doctor, aunque era una dama de gran valor y muy animosa, sufrió tanto por esta causa antes de que naciera su hijo... —No fue un hijo, caballero, sino una niña. —Bien, una niña. Esto no altera el negocio. Así, pues, señorita, la pobre dama sufrió tanto antes de nacer su hija, que se resolvió ahorrarle la herencia del dolor que ella había sufrido, y le hizo creer que su padre había muerto. ¡No, no os arrodilléis! ¿Por qué os arrodilláis? —Para suplicaros que me digáis la verdad. ¡Oh, caballero, compadeceos de mí y decidme la verdad! —Ya lo haré... pero esto no es más que un negocio. Me aturrulláis y no podré seguir. Si, por ejemplo, me decís cuánto suman nueve veces nueve peniques o los chelines que hay en veinte guineas, me dejaréis más tranquilo. Sin contestar a esta pregunta, la joven hizo un esfuerzo por dominarse, y advirtiéndolo su interlocutor, exclamó: —Bien, perfectamente. Cobrad ánimo. Se trata solamente de un negocio y de un buen negocio. Señorita Manette, vuestra madre tomó la resolución que he indicado, y cuando murió, con el corazón destrozado por el dolor, y sin haber dejado ni un momento de hacer indagaciones con respecto a vuestro padre, os dejó a los dos años de edad en camino de crecer hermosa, feliz y sin penas, y libre de la obscura nube que habría representado para vos la incertidumbre de no saber si vuestro padre continuaba encerrado en un calabozo y seguía sufriendo las torturas de estar enterrado en vida. Miró compasivo a los dorados cabellos de la joven, como si hubiese temido verlos con algunas hebras de plata. —Ya sabéis que vuestros padres no tenían gran fortuna —añadió— y que cuanto poseían fue debidamente asegurado en favor de vuestra madre y de vos misma. No sé han hecho nuevos descubrimientos de dinero, pero... Se detuvo sin valor para continuar y después de ligera pausa, añadió: —Pero él, en cambio, ha sido encontrado. Vive. Muy cambiado, probablemente, y convertido en una ruina, pero debemos tener esperanzas de algo mejor. Lo esencial es que vive. Vuestro padre ha sido llevado a la casa de un antiguo criado en París, y allí vamos a dirigirnos. Yo para identificarle, si me es posible; y vos para devolverlo a la vida, al amor, al deber, al descanso y al bienestar. La joven se estremeció, y luego en voz baja exclamó: — ¡Voy a ver a su espectro! ¡Será su espectro, pero no él! El señor Lorry acarició las manos de la joven y dijo: Historia de dos Ciudades Charles Dickens En efecto, el tabernero descubrió muy pronto a un caballero de alguna edad, acompañado de una señorita, que estaban sentados en un rincón. Otros clientes estaban allí jugando, y mientras el tabernero pasaba por detrás del mostrador observó que el caballero decía refiriéndose a él: —Este es nuestro hombre. Diciéndose que no los conocía, el tabernero se detuvo para hablar con los tres parroquianos que bebían junto al mostrador. —-¿Cómo va, Jaime? —preguntó uno al tabernero.— ¿Ya se han bebido todo el vino derramado? —Hasta la última gota, Jaime —contestó el señor Defarge. En cuanto hubieron hecho el intercambio de su nombre, la señora Defarge tosió de nuevo y arqueó nuevamente las cejas. —Pocas veces —observó el segundo de los tres, dirigiéndose al señor Defarge— tienen ocasión esas bestias de probar el gusto del vino ni otra cosa que no sea el pan negro y la muerte. ¿No es así, Jaime? —Tienes razón, Jaime —replicó el señor Defarge. Después de este segundo intercambio del nombre de pila, la señora Defarge tosió otra vez y nuevamente arqueó las cejas. El último de los tres dejó el vaso vacío y se limpió los labios, diciendo: —Esos pobres animales tienen siempre en la boca otro sabor muy amargo y una vida muy dura, Jaime. ¿No digo bien? —Tienes razón, Jaime —contestó el señor Defarge. En aquel momento, después de este tercer intercambio del nombre de pila, la señora Defarge dejó el mondadientes, arqueó las cejas y se revolvió en su asiento. —Es verdad —murmuró su marido.— Señores... mi mujer. Los tres parroquianos se descubrieron ante la señora Defarge y le hicieron una reverencia, a la que ella contestó inclinando la cabeza y examinándolos rápidamente. Luego miró indiferentemente hacia la taberna y reanudó su labor de calceta. —Señores —dijo su marido que la había observado con la mayor atención: —La habitación amueblada que deseabais ver está en el quinto piso. La escalera parte del patio, a la izquierda... Pero ahora recuerdo que uno de vosotros ya la conoce y puede guiar a los demás. Adiós, señores. Ellos pagaron el vino que habían bebido y salieron, y mientras el tabernero observaba a su mujer, el caballero de alguna edad avanzaba desde su rincón y manifestaba deseos de hablar a solas con el tabernero. —Con el mayor gusto, señor —contestó Defarge llevándolo hacia la puerta. La conferencia fue muy corta, pero de efectos decisivos. Casi a la primera palabra el tabernero se sobresaltó y manifestó la mayor atención. No había transcurrido un minuto cuando hizo una señal afirmativa y salió a la calle. Entonces el caballero llamó a la joven con la mano y los dos salieron también. La señora Defarge seguía haciendo calceta y no vio nada. El señor Jarvis Lorry y la señorita Manette salieron así de la taberna y alcanzaron al tabemero ante la escalera a la que mandó a los tres parroquianos. En la obscura entrada de la negra escalera el tabernero hincó una rodilla y llevó a sus labios la mano de la hija de su antiguo amo. Era una delicadeza, pero realizada de manera que nada tenía de delicada. En pocos segundos sufrió una gran transformación, pues en su rostro ya no había expresión alguna de buen humor ni de franqueza, sino de reserva, de cólera y de hombre peligroso. —Está bastante alto —dijo secamente al señor Lorry. —-¿Está solo? —murmuró éste. Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —-¿Quién queréis que esté con él? —exclamó el tabernero. —- ¿Está siempre solo? —SÍ. —¿Por su deseo? —Por su necesidad. Tal como estaba cuando le vi y me preguntaron si quería tenerlo en mi casa. Así está ahora. —-¿Está muy cambiado? —¡Cambiado! El tabernero dio un puñetazo en la pared y profirió una blasfemia, lo cual fue más elocuente para el señor Lorry que una respuesta clara. Penoso sería subir la escalera de una casa vieja de París en nuestros tiempos, pero entonces lo era todavía más. En cada uno de los rellanos había un montón de basura depositado por los vecinos, y aquella masa en descomposición viciaba de tal manera el ambiente que apenas se podía respirar. El señor Lorry tuvo que detenerse dos veces junto a unas ventanas provistas de rejas que daban salida al mefítico ambiente; mas, por fin, llegaron a lo alto y el tabernero que los precedía sacó una llave del bolsillo. —- ¿Está encerrado con llave? —Pregunto el señor Lorry. —Sí —contestó Defarge secamente. —-¿Creéis necesario tener tan recluido a ese pobre caballero? —Considero necesario abrir con llave. —¿Por qué? —Porque ha vivido tanto tiempo encerrado, que asustaría de muerte si esta puerta quedara abierta. —¿Es posible? —Así es. Tal diálogo, tuvo lugar en voz tan baja, que ni una de las palabras llegó a oídos de la joven que estaba temblorosa de emoción y su rostro expresaba tal terror que el señor Lorry creyó necesario dirigirle algunas palabras para darle ánimo. —;Valor, querida señorita, valor! Lo peor habrá pasado dentro de un momento. Una vez hayamos pasado esta puerta. Luego empezará todo el bien que le lleváis y toda la dicha que ofreceréis al desgraciado. Nuestro buen amigo Defarge nos ayudará. Vamos. Al doblar una de las vueltas de la escalera hallaron a tres hombres que estaban ante una puerta y mirando por el ojo de la llave. Al oír los pasos de los que subían volvieron la cabeza y mostraron ser los tres parroquianos del mismo nombre que habían estado bebiendo en la tabema. —Me olvidé de ellos con la sorpresa de vuestra visita —explicó el señor Defarge. —Dejadnos, amigos. Tenemos que hacer. Los tres emprendieron el descenso y desaparecieron. No había ya otra puerta y el tabernero se disponía a abrirla, cuando el señor Lorry le preguntó: — ¿Habéis hecho al señor Manette objeto de exhibición? —Lo dejo ver, según habréis observado, pero tan sólo a unos cuantos escogidos. —-¿Creéis que está bien? —SÍí, lo creo. Historia de dos Ciudades Charles Dickens — ¿Quiénes son esos pocos? ¿Cómo los elegís? —Escojo a los que son hombres verdaderos y se llaman como yo, Jaime. Por otra parte vos sois inglés y no me entenderíais. Miró luego por un agujero de la pared y levantando la cabeza, llamó dos o tres veces en la puerta, sin otro objeto aparente que el de hacer ruido. Con la misma intención metió la llave ruidosamente en la cerradura y, por fin, abrió. Antes de entrar dijo algo y le contestó una voz débil desde el interior. Entonces el tabernero hizo seña a sus compañeros para que entraran y el señor Lorry cogió el brazo de la joven, pues observó que le faltaban las fuerzas. —Entrad conmigo —dijo.— Todo eso no es más que... cuestión de negocio. —Estoy asustada —contestó ella temblando. —¿De qué? —Quiero decir de él. De mi padre. Apurado por el estado de la joven y por las señas que le hacía el tabernero, el señor Lorry levantó a su compañera y en brazos la hizo entrar en la habitación. Defarge quitó la llave, cerró por dentro, todo eso con tanto ruido como le fue posible, y, finalmente, echó a andar despacio hasta llegar a la ventana junto a la cual se detuvo. El lugar, evidentemente destinado a leñera, era muy obscuro, pues solamente había una ventanilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues, difícil avanzar a la escasa luz reinante, pero allí, sin embargo y de espalda a la puerta, estaba un hombre de blancos cabellos, sentado en una banqueta muy baja, muy atareado en hacer zapatos. Capítulo VI.— El zapatero —Buenos días —exclamó el señor Defarge mirando al hombre de cabellos blancos que tenía la cabeza inclinada sobre su trabajo. El interpelado levantó la cabeza y en voz baja, como distante, contestó a la salutación: —Buenos días. —Siempre trabajando, ¿eh? Después de largo silencio, la blanca cabeza se levantó de nuevo y dijo: —SÍí, estoy trabajando. Y aquella vez, antes de inclinar de nuevo la cabeza, el anciano miró al tabernero con sus trastornados ojos. La debilidad de la voz causaba compasión y temor a un tiempo. No era la debilidad resultante de la pérdida de fuerzas, sino que, indudablemente, se debía en gran parte al encierro y a la falta de uso. Era como débil eco de un sonido muy antiguo. Hubo una pausa y luego el tabernero dijo: —Deseo abrir un poco la ventana para que entre más luz. ¿Podréis resistirla? El zapatero interrumpió su labor y preguntó: — ¿Qué decís? —Que si podréis resistir un poco más de luz. —Tendré que resistirla si la dejáis entrar. 16 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Aquella noche en que me llamaron, ella apoyó la cabeza en mi hombro... Tenía miedo de que saliera, aunque yo no temía nada... y cuando me encerraron en la Torre del Norte, me encontraron esto escondido en la manga. ¿Me dejáis que lo conserve? No puede ayudarme a facilitar la fuga de mi cuerpo, pero permitirá que mi espíritu pueda marcharse. Les dije estas mismas palabras, me acuerdo. perfectamente. Estas palabras las formó varias veces en sus labios antes de poder pronunciarlas, mas cuando las emitió lo hizo de un modo coherente, aunque despacio. — ¿Cómo puede ser eso? ¿Eraís vos? Nuevamente se alarmaron los espectadores de aquella escena, pues él se había vuelto hacia la joven con extraordinaria rapidez. Pero la niña estaba tranquilamente sentada y en voz baja les dijo: —-Os ruego, señores, que no os acerquéis y que no os mováis siquiera. —¿Qué voz es ésta? —exclamó el anciano. Al pronunciar estas palabras la soltó y se mesó los blancos cabellos, pero tranquilizándose luego, guardó su bolsita, aunque sin dejar de mirar a la joven. —No, no, —dijo, —sois demasiado joven y bonita. No puede ser. Mirad cómo está el prisionero. Estas no son las manos que ella conocía, ni la voz que estaba acostumbrada a oír. No, no. Ella era, y él también... antes de los larguísimos años pasados en la Torre del Norte... hace ya de eso mucho, muchísimo tiempo. ¿Cómo te llamas, ángel mío? La joven se dejó caer de rodillas ante su padre, con las manos plegadas sobre el pecho. —-Oh, señor, ya conoceréis cuál es mi nombre, y sabréis quiénes fueron mi madre y mi padre, así como su triste, tristísima historia. Pero ahora no puedo decíroslo. Lo que os ruego ahora, es que me toquéis con vuestras manos y me bendigáis. Besadme, besadme. La blanca cabeza del anciano se puso en contacto con los dorados cabellos de la joven, que parecían prestarle nueva vida, como si sobre él brillase la luz de la libertad. —Si oís en mi voz, y no sé si será así, aunque lo espero, si oís en mi voz algún parecido con la que en un tiempo fue dulce armonía en vuestros oídos, llorad, llorad por ella. Si al tocar mis cabellos algo os recuerda una adorada cabeza que un día reposó en vuestro pecho cuando erais joven y libre, llorad, llorad por ella. Si cuando, os nombre el hogar que nos espera, y en el cual me esforzaré en haceros feliz, con mi amor y mis cuidados, os recuerdo un hogar que quedó desolado mientras vuestro pobre corazón lo echaba de menos, llorad, llorad también por él. Y rodeando el cuello del anciano con los brazos, lo meció sobre su pecho, como si fuese un niño. —Si os digo, querido mío, que ya ha terminado vuestra agonía y que he venido para llevaros conmigo a Inglaterra, para gozar de la paz y de la tranquilidad, y eso os hace recordar que vuestra vida se malogró cuando tan útil pudiera haber sido, y que vuestra patria, Francia, fue tan cruel para vos, llorad también, llorad. Y si cuando os diga mi nombre y el de mi padre, que aun vive, y el de mi madre, que murió ya, sabéis que habré de caer de rodillas ante mi querido padre para pedirle perdón, por haber dejado de procurar su libertad y por no haber llorado por él noche y día, porque el amor de mi pobre madre alejo de mí esta tortura, llorad también por ello, llorad por mí y por ella. Buenos señores, demos gracias a Dios, pues siento que sus lágrimas corren por mi rostro y sus sollozos tiemblan sobre mi corazón. ¡Mirad! ¡Gracias, Dios mío! El pobre anciano se había refugiado en los brazos de la joven y apoyaba la cabeza en su pecho. Y aquella escena era tan conmovedora que los dos testigos se cubrieron los rostros con las manos. Cuando reinó nuevamente la tranquilidad en aquel lóbrego lugar, los dos hombres se acercaron para levantar al padre y a la hija, pues, insensiblemente, se habían deslizado al suelo.. —Si fuera posible —dijo la joven— que, sin molestarlo, se pudiera disponer todo para salir cuanto antes de París... —-¿Creéis que estará en condiciones de soportar el viaje? —preguntó el señor Lorry. Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Más que de continuar en esta ciudad tan funesta para él. —Es verdad —dijo Defarge que se había arrodillado para oír y ver mejor.— Más que para quedarse. El señor Manette estará siempre mejor lejos de Francia. ¿Queréis que vaya a alquilar un carruaje y caballos de posta? —Esto es ya un negocio —contestó el señor Lorry recobrando en el acto sus maneras metódicas,— y si ha de terminarse un negocio es mejor que yo me ocupe en ello. —Entonces haced el favor de dejarnos solos —rogó la señorita Manette.— Ya veis qué tranquilo se ha quedado; no temáis dejarme a solas con él. Cerrad la puerta al salir, para que no nos interrumpan, y, sin duda alguna, lo hallaréis tranquilo al volver. Poco acertada parecía a los dos hombres esta proposición, y por lo menos quería quedarse uno de ellos, pero como, además, había que arreglar los papeles necesarios y el tiempo urgía, se repartieron las gestiones necesarias y salieron apresuradamente. Mientras las sombras se acentuaban, la joven permaneció al lado de su padre, sin dejar de mirarlo. Ambos permanecían quietos y, por fin, se filtró un rayo de luz por un agujero de la pared. El señor Lorry y Defarge lo habían preparado todo para el viaje y consigo llevaban, además de algunas prendas de abrigo, pan, carne, vino y café caliente. Defarge dejó las provisiones sobre la banqueta de zapatero, así como la lámpara que llevaba y ayudado por el señor Lorry levantó al cautivo. Nadie habría sido capaz de darse cuenta, por la expresión de su rostro, de las misteriosas ideas de su mente. Era imposible comprender si se había dado cuenta de lo sucedido o del hecho de que ya estaba libre. Probaron de hablarle, mas el desgraciado parecía estar tan confuso y respondía con tanta lentitud, que creyeron mejor no molestarle con nuevas observaciones. A veces se cogía la cabeza entre las manos, pero siempre parecía experimentar placer al oír la voz de su hija, hacia la cual se volvía invariablemente cuantas veces hablaba. Con la obediencia peculiar de los que están acostumbrados a someterse a la fuerza, comió, bebió y se abrigó con las prendas que le dieron. Con agrado se dejó llevar por su hija, que lo cogió del brazo y hasta tomó entré las suyas las manos de la joven. Entonces empezaron a bajar la escalera; Defarge iba delante con la lámpara y el señor Lorry iba detrás. Pocos escalones habían bajado cuando la joven se detuvo y le preguntó: —-¿Os acordáis, padre mío, de haber venido aquí?. —No, no me acuerdo —contestó.— Hace de eso demasiado tiempo. No tenía memoria de haber sido sacado de su prisión para llevarlo a aquella casa. Los que lo acompañaban le oyeron murmurar: “Ciento cinco, Torre del Norte”, y observaron que miraba a su alrededor, como si buscara los muros de piedra de la fortaleza. Al llegar al patio, instintivamente aminoró el paso, como si esperase cruzar el puente levadizo, pero como no lo viera y en su lugar encontrase un carruaje que lo esperaba en la calle, cogió la mano de su hija e inclinó la cabeza. Reinaba el mayor silencio en la calle y en ella no vieron a nadie más que a la señora Defarge que, reclinada en la jamba de la puerta, seguía haciendo calceta y no vio nada. El prisionero entró en el coche con su hija, pero, inmediatamente, rogó que le entregasen sus herramientas de zapatero y el calzado a medio terminar. La señora Defarge, que oyó su ruego, se apresuró a complacerlo; poco después regresó trayendo lo pedido y volvió a enfrascarse en su labor de calceta, pero, aparentemente, sin haber visto nada. —¡A la Barrera! —exclamó Defarge entrando en el coche. El postillón hizo restallar el látigo y el vehículo se puso en marcha. Por fin los detuvieron unos soldados, provistos de linternas, y uno de ellos exclamó: —Vuestros papeles, caballeros. —Aquí están, señor oficial —contestó Defarge bajando y llevándose aparte al militar. — Estos son los papeles de este caballero que va en el coche, el del cabello blanco. Me han sido consignados, con su 20 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko persona, por...— Bajó la voz antes de terminar la frase y el oficial, después de dirigir una mirada al pasajero en cuestión, contestó: —Perfectamente. Adelante. —Adiós —exclamó Defarge. El coche reanudó la marcha y se aventuró en las negras sombras de la noche. Y durante el frío y obscuro intervalo hasta la madrugada, resonaban en los oídos del señor Jarvis Lorry, que se sentaba enfrente del desenterrado, las mismas palabras: —Espero que os gustará volver a la vida. Y la contestación era la misma de siempre. —No puedo decirlo. FIN DEL PRIMER LIBRO. 21 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Perfectamente. ¿Conocéis, también al señor Lorry? —Mejor todavía —contestó Jeremías. —Muy bien. Entrad por la puerta de ingreso de los testigos y enseñad al portero esta nota para el señor Lorry. Os dejará entrar. —¿Al patio, señor? —Al patio. — ¿He de esperar en el patio? —Ahora os diré lo que debéis ha esta nota al señor Lorry y vos, mientras tanto, haced alguna señal a este último para que os vea y sepa dónde estáis, Luego os quedáis allí, por si acaso él os necesita. — ¿Nada más? —Nada más. Quiere tener un mensajero a su disposición. Por esto se le avisa de que estaréis allí. El empleado dobló la nota y el señor Roedor, tomándola, preguntó: —-¿Se juzga algún caso de falsificación de esta mañana? —De traición. —Pues en tal caso habrá descuartizamiento. Esto es muy bárbaro. —Es la Ley —observó el viejo empleado. —Por más que sea la Ley, ya basta con matar a un hombre. No hay necesidad de descuartizarlo. —Tened cuidado de cómo habláis de la Ley. No os metáis en lo que no os importa. Recordad este buen consejo. Tomad la nota y marchad en seguida. Jeremías tomó el papel, saludó y, al pasar por delante de su hijo, le avisó del lugar adonde iba y se alejó. La prisión era un lugar infame, en el cual se desarrollaban las enfermedades con una facilidad pasmosa y, a veces, no solamente hacían presa de los encarcelados, sino que, incluso, se adueñaban del mismo presidente del Tribunal. Más de una vez el juez pronunciaba su propia sentencia y moría mucho antes que el pobre hombre a quien acababa de condenar a muerte. Por lo demás la prisión de Old Bailey era famosa por un patio que tenía y del cual salían continuamente numerosos viajeros, pálidos y demacrados, en carros y coches, en dirección al otro mundo, y atravesando por entre el numeroso público que iba a presenciar tales espectáculos. Era también famosa por el pilorí, antigua y sabia institución que infligía un castigo cuya extensión no era posible mover y, también, por la pena de azotes que allí se aplicaba, muy humanitaria y reformadora. Abriéndose camino por entre la multitud que siempre rodeaba la cárcel, el mensajero del Banco Tellson halló la puerta que buscaba y entregó la carta a través de un ventanillo. Después de ligera demora se abrió la puerta un poco y el señor Jeremías Roedor pudo penetrar en el patio. — ¿Qué juicio se está celebrando? —preguntó a un empleado. —Uno de traición. —Entonces lo descuartizarán si lo encuentran culpable. —jOh, no hay cuidado! —replicó el otro, —será culpable. La atención del señor Roedor fue solicitada entonces por el portero, que se dirigía hacia el señor Lorry para entregarle el papel que acababa de recibir. El señor Lorry estaba sentado a una mesa, en compañía de otros señores que llevaban pelucas, y no muy lejos se veía al defensor del reo, con un gran montón de papeles ante él. Enfrente estaba otro caballero, también con peluca, con las manos metidas 24 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko en los bolsillos y mirando al techo con la mayor atención. Jeremías procuró con señas y con algunas toses significativas que el señor Lorry le mirase. Entró, por fin, el juez y, a poco, dos carceleros introdujeron al acusado. Todos los que estaban en la sala miraron al desgraciado, a excepción del personaje que tenía los ojos fijos en el techo. Jeremías miró como todos los demás y vio que era un hombre joven, de unos veinticinco años, de excelente aspecto, de noble apostura, moreno y de ojos negros. Parecía un caballero. Vestía de negro o de gris muy obscuro, y su cabello, que era largo y negro, estaba recogido y atado con una cinta en el cogote, más, tal vez, para evitar que le molestase, que por adorno. Por lo demás parecía muy tranquilo, y después de hacer una reverencia ante el juez se quedó inmóvil. Empezó la acusación. Según ella, Carlos Darnay era reo de traición a nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., y amado rey, por haber, en diversas ocasiones y de varios modos, auxiliado a Luis, rey de Francia, en sus guerras contra nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor; es decir, yendo y viniendo entre los dominios de nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor y los del rey francés, y revelando, falsa y traidoramente a dicho rey de Francia, cuáles eran las fuerzas que nuestro sereno, ilustre, excelente, etc., Señor tenía preparadas para mandar al Canadá y a Norte América. El acusado, a quien todos consideraban ya ahorcado, decapitado y descuartizado, no parecía impresionarse gran cosa ante aquella horrenda acusación. Permanecía inmóvil y estaba atento; escuchaba con el mayor interés y tan quieto estaba que no había, siquiera, apartado una de las hojas de que estaba cubierto el suelo, el cual se regaba, también, con vinagre como precaución contra la fiebre que hacía estragos en la cárcel. El acusado paseó luego su mirada alrededor de la sala y observó que en un rincón, inmediato al asiento de sus jueces, había dos personas, una de ellas una señorita de poco más de veinte años y la otra un caballero, que, evidentemente, era su padre; hombre notable por el hecho de tener el cabello absolutamente blanco. A veces se le habría creído muy viejo, pero cuando dirigía la palabra a su hija, parecía rejuvenecerse y hallarse en la primera parte de su vida. Su hija estaba sentada junto a él y cogía la mano de su padre como atemorizada por la escena que presenciaba y llena de compasión hacia el acusado, y tan vivo fue este sentimiento, que se traslució en su rostro, y todos los circunstantes, se preguntaban quiénes serían el padre y la hija. Jeremías, el mensajero, que también se había fijado en ello, oyó cómo alguien preguntaba: — ¿Quiénes son? —Testigos. —-¿En favor del acusado? —No, sino de la acusación. El juez, que también se había fijado en aquellos dos personajes, volvió a mirar al acusado, mientras el fiscal se levantaba para retorcer la cuerda, afilar el hacha y clavar los clavos en el catafalco. Capítulo IIl.— Decepción El fiscal informó al Jurado de que el acusado que estaba ante ellos, a pesar de su juventud era ya muy viejo en las prácticas de la traición; que su correspondencia con el enemigo público no databa de un día ni de un año, sino que el prisionero tenía la costumbre, ya muy antigua, de ir desde Francia a Inglaterra, para realizar negocios de que no le habría sido posible dar honrada cuenta. La Providencia, sin embargo, había puesto en el corazón de una persona, sin miedo y sin reproche, el deseo de descubrir la naturaleza de las ocupaciones del acusado, y, lleno de horror, las reveló al secretario de Estado de Su Majestad. Aquel patriota iba a ser presentado al Tribunal. Fue amigo del acusado, pero, una vez estuvo convencido de su infamia, resolvió sacrificar su amistad en aras del patriotismo. El testigo pudo examinar los papeles de su amigo, gracias a los buenos oficios de un criado, también digno de honor, y así, por la conducta sublime de aquellos dos hombres, conducta que el fiscal recomendaba al jurado, pudo 25 Historia de dos Ciudades Charles Dickens descubrirse la criminal ocupación del acusado. El examen de aquellos papeles demostraba que el acusado poseía la lista de las fuerzas de mar y tierra de Su Majestad y también de su disposición y de su preparación. Cierto era que no se podía probar el hecho de que aquellas listas fuesen de puño y letra del acusado, pero eso no importaba nada, y más bien era un indicio acusador, pues probaba que el prisionero había tomado toda clase de precauciones. Estos documentos probaban que se dedicaba a tan criminal oficio desde hacía, por lo menos, cinco años. Así, pues, no dudaba de que el jurado, obrando lealmente, consideraría culpable al acusado y lo condenaría a muerte. Cuando cesó el fiscal en su discurso, la impresión general fue la de que el acusado podía considerarse ya como hombre muerto. Se presentó entonces el patriota acusador, Juan Barsad, caballero, el cual habiendo ya librado a su noble pecho del peso que hasta entonces lo oprimiera, se habría retirado modestamente, pero el caballero que tenía delante un montón de papeles quiso dirigirle algunas preguntas. En cuanto al que se sentaba enfrente del defensor, continuaba con la mirada fija en el techo. El defensor preguntó si el testigo había sido alguna vez espía, pero esta acusación fue rechazada desdeñosamente. Le preguntó, luego, de qué vivía y al contestarle que de sus propiedades, quiso saber cuáles eran, pero el testigo no recordaba bien dónde las tenía y acabó afirmando que había heredado de un pariente lejano. Le preguntó también si había estado en la cárcel, a lo cual el testigo contestó negativamente, pero ante las insistentes preguntas del defensor, acabó confesando que estuvo dos o tres veces encarcelado por deudas. A la pregunta de cuál era su profesión, contestó que la de caballero, y cuando el defensor quiso saber si alguna vez le habían arrojado a puntapiés de alguna parte, lo negó primero, mas, luego, acabó confesando que, en una ocasión, le dieron un puntapié y él, por su propia voluntad, bajó rodando por la escalera. Entonces el defensor quiso averiguar si aquello fue la consecuencia de haber hecho trampas en el juego, pero el testigo replicó que así se dijo, pero que no era verdad. También le preguntó si vivía del juego, y si había pedido dinero prestado al acusado. Ambas respuestas fueron afirmativas y cuando se inquirió la razón de que se hubiese apoderado de aquellas listas, para entregarlas a la justicia, tal vez con la esperanza de lograr alguna recompensa, contestó negativamente, asegurando que lo había hecho por puro patriotismo. El criado, Roger Cly, el virtuoso patriota, dijo que había entrado al servicio del acusado cosa de cuatro años antes y que empezó a sentir sospechas de su amo y por consiguiente vigiló sus actos. Muchas veces encontró listas semejantes a las presentadas al Tribunal, mientras arreglaba los trajes de su amo y en las manos de éste las vio también en Calais y en Boulogne. Y como amaba a su patria no pudo consentir aquella traición y por esta razón ayudó al descubrimiento del crimen. El fiscal se volvió entonces hacia el señor Lorry y le preguntó: —Señor Jarvis Lorry, ¿estáis empleado en el Banco Tellson? —SÍ, señor. —-¿No hicisteis un viaje, cierto viernes de noviembre del año entre Londres y Dover? —SÍ, señor. — ¿Había otros viajeros en la diligencia? —Dos. — ¿Descendieron de la diligencia antes de llegar a Dover? —SÍ, señor. —Mirad ahora al acusado. ¿Era uno de los dos viajeros? —No puedo asegurarlo. —-¿Se parece a alguno de ellos? —lban los dos tan abrigados y estaba la noche tan obscura que no puedo asegurarlo. 26 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Nada absolutamente. En mi memoria hay un vacío por espacio de no sé cuánto tiempo, es decir, desde que en mi cautiverio me dediqué a hacer zapatos hasta el tiempo en que me encontré viviendo en Londres con mi querida hija. Esta me era ya muy querida cuando Dios misericordioso me devolvió mis facultades, pero no sé cuándo empecé a conocerla, pues no me acuerdo. Se presentaba, entonces, una cuestión muy importante y era la de saber si el acusado había visitado, en aquella noche de noviembre, cinco años atrás, una ciudad en la que había un arsenal de guerra y una importante guarnición, para adquirir datos. Se presentó un testigo, quien declaró que reconocía en el acusado a un hombre que estuvo aquella noche en el café de dicha ciudad esperando a otra persona. En aquel momento el caballero de la peluca, que, hasta entonces había estado mirando al techo, escribió una o dos palabras en un pedazo de papel, y, después de arrollarlo, lo entregó al defensor. Este lo leyó, miró al acusado con la mayor atención y se volvió para preguntar al testigo: —-¿Estáis seguro de que era este mismo hombre? —Completamente —contestó el testigo. —.¿No pudisteis ver a otra persona que se le pareciera mucho? —Habría tenido que ser tan parecido a él, que casi es imposible que pudiera darse el caso. —Pues, entonces, hacedme la merced de mirar a este caballero —dijo el defensor señalando al que acababa de entregarle el papel,— y luego mirad al preso. ¿No creéis que se parecen como dos gotas de agua? En efecto, aquellos dos hombres no podían ser más parecidos. Inmediatamente el fiscal preguntó al defensor, señor Stryver, si con esto quería acusar de traición al señor Carton, que era el caballero de la peluca, pero el defensor contestó que no se proponía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la posibilidad de que se tratara de una persona tan parecida al acusado como la que tenían a la vista. A continuación el defensor, señor Stryver, se esforzó en demostrar que Barsad era un espía a sueldo y un traidor, un traficante en sangre humana y uno de los más perfectos sinvergiienzas que existieron en la tierra después del traidor judas; que el virtuoso criado Cly era su amigo y consocio, y digno de él. Que aquellos dos bandidos y perjuros habían acusado falsamente al prisionero, francés de nacimiento, que por asuntos de familia se veía obligado a ir con frecuencia a Francia, aunque estos asuntos, por ser de naturaleza especialísima y personal, no podían ser revelados. Demostró que la declaración de la señorita Manette no tenía importancia alguna ni demostraba nada contra su defendido. Declararon, entonces, algunos testigos de la defensa y nuevamente hablaron el fiscal y el presidente para rebatir cuanto dijera el defensor, de modo que para nadie parecía dudosa la muerte que esperaba al desgraciado preso. Mientras tanto el señor Carton, y a excepción del momento en que tendió el papel al defensor del acusado, no había separado sus ojos del techo, ni siquiera, tampoco, cuando todo el mundo se fijó en él para comparar sus facciones con las del acusado. Sin embargo, veía mucho mejor que otros lo que ocurría a su alrededor, hasta el punto de que fue el primero en advertir que la señorita Manette caía desfallecida en brazos de su padre, y, ordenó a un guardia que acudiese a socorrerla. La concurrencia demostró su simpatía a la joven y a su padre y apenas se fijó en que el jurado se retiraba a deliberar. Al poco rato se presentaba nuevamente manifestando que no se habían puesto de acuerdo y que deseaban tratar de nuevo acerca del caso. Esto causó, naturalmente, la mayor sorpresa, pues no era cosa que ocurriese con frecuencia. La vista había durado todo el día y fue preciso encender las luces de la sala. Circularon rumores de que el jurado tardaría en tomar un acuerdo y muchos espectadores se retiraron para comer algo, en tanto que el acusado fue llevado al extremo de la barra, donde tomó asiento. Entonces el señor Lorry se acercó a donde estaba Jeremías, diciéndole: 29 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Podéis ir a tomar alguna cosa, si queréis. Cuidad de volver cuando regrese el jurado, porque entonces es cuando os necesitaré. Al mismo tiempo le dio un chelín y en aquel momento el señor Carton, que había abandonado su asiento, tocó en un hombro al señor Lorry. —¿Cómo se encuentra la señorita? —Está muy angustiada —contestó el señor Lorry,— pero parece que está mejor. —Voy a decírselo al prisionero, pues no está bien que le hable un caballero tan respetable como VOS. En efecto, el señor Carton se acercó al preso y lo llamó. —Señor Darnay, espero que deseará usted tener noticias de la señorita Manette. Se encuentra mejor. —Siento mucho haber sido la causa de su indisposición. ¿Tendrá usted la bondad de decírselo así? —contestó el preso. —No hay inconveniente. —Muchas gracias —le contestó el acusado. —-¿Qué espera usted, señor Darnay? —le preguntó Carton. —Lo peor. —Hace usted bien, puesto que será lo más probable. Sin embargo, parece dar alguna esperanza el hecho de que el jurado no se haya puesto todavía de acuerdo. Jeremías Roedor, que había estado escuchando la conversación con el mayor interés, se alejó extrañado de que aquellos dos hombres fuesen tan absolutamente parecidos. El mensajero del Banco, después de tomar su refrigerio, se sentó en un banco y estaba ya a punto de dormirse cuando entró el público en la sala y oyó una voz que le llamaba. — ¡Jeremías! —Aquí estoy, señor —contestó a su principal. El señor Lorry extendió el brazo y le entrego un papel. —d a llevarlo volando. ¿Lo tenéis? —SÍ, señor. En el papel había escrito una sola palabra. “Absuelto.” —Si esta vez hubiese escrito “Resucitado” lo entendería mejor que la otra —murmuró Jeremías, y se alejó apresuradamente en dirección a la casa de banca. Capítulo IV.— Enhorabuena En torno de Carlos Darnay había varias personas que le felicitaban por haber salido absuelto. Estas eran el abogado defensor, su procurador, el doctor Manette y su hija. La luz era muy escasa, pero aun a la del sol habría sido muy difícil de reconocer en el inteligente rostro del doctor al zapatero de la buhardilla de París. Sin embargo, en sus facciones había siempre algunas arrugas, hijas de sus pasadas agonías, y únicamente su hija conseguía ahuyentar los negros recuerdos que con tanta insistencia le perseguían. Lucía era el hilo de oro que le unía a un pasado, anterior a sus miserias y a un presente, posterior a sus desgracias. La dulce música de su voz y la alegría que reflejaba su hermoso rostro o el contacto de 30 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko su mano, ejercían casi siempre sobre él una influencia beneficiosa, y decimos casi siempre, porque, en algunas ocasiones, el poder de la niña se estrellaba contra su tristeza, aunque la joven abrigaba la esperanza de que esos casos no se repetirían. Darnay besó la mano de la joven, con fervor y gratitud y luego se volvió a su abogado, señor Stryver, para darle efusivamente las gracias. El abogado contaba apenas treinta años de edad, pero parecía tener veinte más por su corpulencia, por el color rojo de su rostro y por su aspecto fanfarrón y refractario a todo impulso delicado; pero era hombre que sabía franquearse el paso y adaptarse a toda clase de compañías y conversaciones para salir adelante en el camino que se había trazado. Aun llevaba la toga y la peluca, y al ir a contestar a su defendido giró sobre sus tacones de manera que eliminó del grupo al inocente señor Lorry y dijo: —Celebro haberos sacado del trance con honor, señor Darnay. Habéis sido víctima de una infame persecución que, sin embargo, pudo haber tenido el mayor éxito. —Me habéis dejado agradecido para toda la vida —le dijo su cliente estrechándole la mano. —Hice cuanto pude en vuestro favor, señor Darnay. Y creo que, por lo menos, puedo haber hecho tanto como otro. Naturalmente, estas palabras tendían a que alguien le contestase: “Mucho más que otro”, y el señor Lorry fue quien se lo dijo. — ¿Lo creéis así? —exclamó el señor Stryver.— En fin, habéis estado presente durante todo la vista y, al cabo, sois hombre de negocios. —Y en calidad de tal —replicó el señor Lorry, —ruego al doctor Manette que ponga fin a esta conferencia y nos retiremos todos a nuestras casas. La señorita no parece encontrarse muy bien, y en cuanto al señor Darnay ha de haber sufrido mucho. —.¿Podemos marcharnos, padre mío? —preguntó la joven al anciano. —SÍ, vámonos —contestó dando un suspiro. Se marcharon bajo la impresión de que el señor Darnay no sería libertado todavía aquella noche. El lugar estaba casi desierto y se apagaban ya las luces; se cerraban las puertas de hierro con gran ruido y la prisión quedaba vacía de público, hasta que al día siguiente volviera a poblarse y se celebrara nueva vista. El señor Stryver fue el primero en alejarse hacia el vestuario para cambiar de traje y Lucía y su padre salieron y tomaron un carruaje. El señor Lorry y Darnay estaban juntos cuando se les acercó el señor Carton, en quien nadie había reparado hasta entonces, y dirigiéndose a los dos, les dijo: — Ahora, señor Lorry, los hombres de negocios ya pueden hablar con el señor Darnay. El señor Lorry se ruborizó al oír aquella alusión y contestó: —Los hombres de negocios, que pertenecemos a una casa, no somos nuestros propios dueños, sino que hemos de pensar en ella constantemente. —Ya lo sé —contestó el señor Carton.— No os apuréis, señor Lorry, pues sois tan buena persona como el que más y hasta mejor que muchos. —En realidad, caballero —contestó el señor Lorry algo molesto,— no llego a comprender por qué os interesa esto. Y hasta si me permitís que haga uso de mi autoridad, como más viejo que vos, os diré que no sé a qué negocios os dedicáis. —¡Oh, yo no tengo negocios de ninguna clase! —contestó Carton. —Pues creed que es una lástima, porque si los tuvierais cuidaríais de ellos. —Os equivocáis —le contestó Carton. 31 Historia de dos Ciudades Charles Dickens Capítulo V.— El chacal En aquel tiempo se bebía mucho, y tanto es lo que el tiempo ha mejorado las costumbres, que si ahora diese una moderada cuenta de la cantidad de vino y de ponche que un hombre podía ingerir en una noche, sin detrimento de su cualidad de perfecto caballero, en nuestros días parecería ridícula exageración. Los que se dedicaban al foro, así como los de cualquiera otra profesión liberal, no estaban exentos de tal inclinación a los placeres de Baco; y ni siquiera el señor Stryver, que avanzaba muy aprisa en el camino de su lucrativa profesión, estaba por debajo de otros compañeros de carrera, por lo que se refiere a la afición a la bebida, como tampoco de cualquiera otro de sus amigos. Favorito como era en Old Bailey y en los juicios que allí se celebraban, el señor Stryver destruía los peldaños inferiores de la escalera por la que se encaramaba rápidamente en su aspiración de ocupar los más altos puestos. Se había notado en el foro, que así como Stryver era hombre suelto de lengua, nada escrupuloso y atrevido, le faltaba, en cambio, la cualidad de extraer la quinta esencia de los asuntos que se le confiaban, condición imprescindible en un buen abogado, pero, inesperadamente, mejoró mucho acerca del particular y se pudo observar que a medida que iba teniendo más asuntos, mejor los resolvía, y aunque se pasaba las noches de claro en claro, bebiendo con su amigo Sydney Carton, no por eso dejaba de recordar a la mañana siguiente todos los puntos que le convenía conservar en la memoria. Carton, el más perezoso de los hombres y el más incapaz de llegar a ser algo, resultaba el mejor aliado de Stryver. En el líquido que llegaban a beber los dos en un año, habría podido flotar un navío real. Ambos llevaban la misma vida y prolongaban sus orgías hasta altas horas de la noche; incluso se decía que, más de una vez, se vio a Carton en pleno día, dirigiéndose a su casa con paso vacilante, como gato calavera. Y por fin, los que podían sentir interés por aquellos dos hombres, convinieron en que si Carton no podía llegar a ser un león, por lo menos quedaba reducido a chacal y que en este carácter prestaba excelentes servicios a Stryver. —Son las diez, señor —dijo el mozo de la taberna, a quien Carton encargara despertarle.— Las diez, señor. —¿Qué hay? —Son las diez, señor. — ¿Qué quieres decirme con eso? ¿Las diez de la noche? —Sí, señor. Vuestro honor me ordenó despertarle. —=Es verdad. Ya me acuerdo. Muy bien. Después de hacer algunos esfuerzos por dormirse otra vez, esfuerzos que contrarrestó el mozo removiendo el fuego por espacio de cinco minutos, se levantó, se puso el sombrero y salió. Se dirigió hacia el Temple y después de haberse refrescado con un ligero paseo, se dirigió a casa de Stryver. El oficial de Stryver, que nunca asistía a estas conferencias, se había marchado ya a su casa, y el mismo Stryver acudió a abrir la puerta. Iba en zapatillas, se cubría con una bata y, para mayor comodidad, llevaba el cuello desabrochado. En sus ojos se veían dos círculos amoratados, propios de los que llevan una vida disipada. —Llegas un poco tarde —dijo Stryver. —A la hora de costumbre. Tal vez un cuarto de hora más tarde. Se dirigieron a una habitación algo obscura, cuyas paredes estaban cubiertas de libros y con papeles por todas partes. El fuego estaba encendido y junto a él hervía una tetera; y en medio de la balumba de papeles se veía una mesa, en la que había algunas botellas de vino, de aguardiente y de ron, y también azúcar y limones. —Veo que ya te has bebido tu botella correspondiente, Sydney. —Esta noche me parece que han sido dos. He cenado con el cliente de hoy, o, mejor dicho, he visto como cenaba. Es lo mismo. 34 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Me sorprendió, Sydney, tu intervención acerca de la identificación del individuo. ¿Cómo te fijaste en el parecido? —Me fijé en que era un hombre guapo y me dije que yo habría podido ser lo mismo si la suerte me hubiese favorecido. El señor Stryver se echó a reír hasta el punto de que se movió su desarrollada panza. —;¡Tu suerte! —exclamó.— Pero ¡ea! Vamos a trabajar. De mala gana el chacal se quitó algunas prendas de su vestido y, dirigiéndose luego a una habitación vecina, regresó con un cubo de agua fría, una palangana y una o dos toallas. Empapó éstas en el agua, las retorció para quitarles el exceso de líquido y se envolvió la cabeza con ellas, cosa que le dio feísimo aspecto, y sentándose a la mesa, exclamó: —Estoy dispuesto. —Esta noche no hay mucho que hacer, Sydney —exclamó Stryver mirando complacido los papeles. —¿Cuánto? —Dos procesos. —Dame antes el peor. —Aquí está, Sydney. Despáchalo pronto. El león se sentó en un sofá, a un lado de la mesa, en tanto que el chacal se aposentaba en una silla, ante la mesa cargada de papeles y con las botellas y vasos al alcance de su mano. Ambos hacían frecuentes libaciones, pero cada uno a su modo, porque mientras el león estaba con las manos apoyadas en la cintura, mirando al fuego, o bien consultando distraídamente un documento, el chacal, por su parte, con las cejas fruncidas, estaba tan absorto en su tarea, que sus ojos no seguían los movimientos de la mano y a veces tanteaba con ella por espacio de un minuto, antes de hallar el vaso que llevar a los labios. Dos o tres veces el asunto le pareció tan enrevesado, que el chacal halló necesario levantarse y humedecer de nuevo sus toallas. Y de esos viajes en busca de agua volvía de un modo tan excéntrico, que no hay palabras para describirlo y resaltaba más aún por la gravedad que se pintaba en su rostro. Por fin, el chacal terminó la minuta para el león y se la ofreció. El león la tomó con precaución, la leyó con cuidado, hizo algunas observaciones y el chacal las tomó en cuenta. Cuando el asunto quedó suficientemente discutido, el león volvió a apoyar las manos en la cintura y se quedó meditabundo. El chacal se dio nuevos bríos con algunos tragos y nuevas aplicaciones de agua fresca a la cabeza, y se dedicó a la confección de la segunda minuta, que entregó al león de la misma manera, cuándo ya daban las tres de la madrugada. — Ahora que hemos terminado, Sydney, vamos a tomar un ponche —dijo Stryver. El chacal se quitó las toallas de la cabeza, que ya estaban casi secas, se desperezó, bostezó y empezó a preparar el ponche. —Tenías razón, Sydney, por lo que se refiere a los testigos de hoy. —Siempre la tengo. —No lo niego. Pero, ¿qué te pasa que vienes tan malhumorado? Tómate un vaso de ponche y te alegrarás. El chacal profirió un gruñido e hizo lo que su amigo le indicaba. —Siempre ha sido lo mismo —exclamó Stryver.— Tan pronto estás arriba como abajo; a veces lleno de entusiasmo y a los dos minutos desesperado. —Sí —contestó el aludido dando un suspiro.— Soy el mismo Sydney, con la misma suerte. Ya cuando estudiaba me dedicaba a hacer los temas y los ejercicios de los demás muchachos y descuidaba los míos. 35 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Y ¿por qué? —Sólo Dios lo sabe. Porque era así. —La verdad es, Sydney —le dijo Stryver,— siempre has llevado mal camino. Careces de energía y de voluntad. Mírame a mí. Lo menos que puedo pedirte —contestó Sydney— es que no me vengas con sermones. —-¿Cómo he logrado lo que tengo? —exclamó Stryver. —¿Cómo hago lo que hago? —En parte, porque me pagas para que te ayude, supongo. Pero no hay necesidad de que me dirijas reproches. La verdad es que siempre has hecho lo que has querido. —Cuando estudiábamos eras siempre el primero y yo el último. —Porque me lo proponía. Ya comprenderás que no nací en primera fila. —Yo no estaba presente en la ceremonia, pero creo que sí —exclamó Carton riéndose.— Pero dejemos esta conversación y hablemos, si quieres, de otra cosa... —Pues hablaremos de la linda testigo... — ¿Quién es?— preguntó Sydney malhumorado. —La hermosa hija del doctor Manette. —4¿Te parece bonita? —¿No lo es? —No. —¿Pero si fue la admiración de toda la sala! —¿Y quién ha hecho de Old Bailey juez de belleza? ¡Aquella muchacha no era más que una muñeca rubia! —.¿Sabes, Sydney, que empiezo a sospechar que simpatizaste más de la cuenta con aquella muñeca rubia y por eso viste en seguida que se ponía mala? —Me parece que no se necesita un anteojo para darse cuenta de que se desmaya una muchacha a una yarda de distancia. Pero conste, por eso, que niego que aquella muchacha fuese hermosa. Y si no tenemos nada más que beber me iré a la cama. Stryver acompañó a su amigo hasta la escalera, llevando una vela en la mano para alumbrarle, pero ya se filtraba la luz del día a través de las sucias ventanas. Cuando Sydney salió de la casa el aire era fresco, el cielo estaba sombrío, el río tenebroso y la calle desierta. El aire de la mañana levantaba nubes de polvo, como si a lo lejos estuvieran las arenas del desierto. Lleno de fuerzas que despilfarraba y en medio de un desierto como parecía la ciudad a aquella hora, ante aquel hombre se ofreció el espejismo de honrosa ambición, austeridad y perseverancia. En la encantada ciudad de su visión había hermosas galerías espléndidas, desde las cuales lo miraban los amores y las gracias, y había también jardines en que maduraban los frutos de la vida, y las aguas de la esperanza brillaban ante sus ojos. Pero un momento después la visión desapareció, y encaramándose a su alta habitación en una especie de pozo de viviendas de casas, se echó sin desnudarse en la descuidada cama y mojó la almohada con sus lágrimas. El sol se levantó tristemente, pero salió sobre una noche no más triste que aquel hombre dotado de talento y de buen corazón, incapaz de dirigir convenientemente sus cualidades, incapaz de ayudarse a sí mismo y de conquistar la felicidad, aunque se daba cuenta de que cada vez se hundía más y más y por fin se abandonaba a su lamentable destino. 36 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko — Claro! ¿No fuisteis vos el que devolvió a su padre a la vida? —Bien, si esto se puede llamar empezar... ——Creo que no pretenderéis que fuese terminar. Pues bien; cuando empezasteis vos ya era bastante duro; no porque haya observado ningún defecto en el doctor Manette, a excepción de que no merece tener una hija como la que tiene, y eso no es falta en él, porque en el mundo no existe quien sea digno de tal felicidad. Pero, realmente, es muy duro tener aquí multitudes y extraordinario gentío, que andan siempre en torno del padre, para robarme el afecto de la hija. El señor Lorry sabía que la señorita Pross era muy celosa, pero no ignoraba tampoco que bajo tal Capa de su excentricidad era una de las criaturas más generosas que se encuentran solamente entre las mujeres capaces, por puro amor y admiración, de constituirse en esclavas de la juventud cuando ellas ya la han perdido, de la belleza que nunca poseyeron, de dones que jamás tuvieron la fortuna de alcanzar y de las esperanzas que nunca brillaron en sus vidas sombrías. El señor Lorry conocía bastante el mundo para saber que ningún servicio es mejor que el hecho por amor, y que no está inspirado en ningún interés mercenario, y por esta razón sentía tal respeto por la señorita Pross, que la consideraba mucho más cerca de los ángeles que a muchas de las damas favorecidas por la belleza y el arte y que tenían grandes sumas depositadas en las cajas del Banco Tellson. —No hay, ni habrá nunca, un hombre digno de mi querida niña —dijo la señorita Pross.— Solamente habría podido serlo mi hermano Salomón, si no hubiera tenido un pequeño desliz en la vida. El señor Lorry tuvo ocasión de informarse acerca de la señorita Pross y así supo que su hermano Salomón era un perfecto sinvergúenza, que le robó cuanto poseía, con excusa de realizar un negocio y que luego, sin compasión alguna, la abandonó, dejándola en la miseria más completa. Y aquella buena opinión de la señorita Pross acerca de su hermano, deducción hecha de su pequeño desliz, era un motivo más que contribuía a aumentar la buena opinión del señor Lorry sobre ella. —Ya que se da la feliz casualidad de que estamos solos y ambos somos personas de negocios — dijo el señor Lorry,— permitidme preguntaros si el doctor se ha referido alguna vez, hablando con Lucía, al tiempo en que se dedicaba a hacer zapatos. —Nunca. —Pues ¿por qué conserva esa banqueta y las herramientas? —Tal vez trata de ello consigo mismo —replicó la señorita Pross. —- ¿Creéis que piensa en ello alguna vez? —SÍí, lo creo. — ¿Jm agináis?...— empezó a decir el señor Lorry, pero la señorita Pross lo interrumpió diciendo: —No imagino nada. No tengo imaginación. —Bueno, lo diré de otra manera. ¿Suponéis... porque espero que alguna vez llegaréis a suponer? —A veces. —Pues bien. ¿Suponéis si el doctor tiene opinión formada acerca de la causa de su prisión o de quién tuvo la culpa de ella? — En este asunto no supongo más de lo que me dice mi niña. —¿Y es...? —Que se figura que su padre sabe todo eso. —No os enoje porque no soy otra cosa que un hombre de negocios, y vos también sois mujer que entiende en ellos. Encuentro muy raro que el doctor Manette, inocente como es él de todo crimen, no quiera hablar nunca de este asunto. Y no ya conmigo, a pesar de que estuvimos antiguamente en relaciones de negocios, sino con su hermosa hija, a quien tanto quiere. Creedme, señorita Pross, si os hablo de eso no es por curiosidad, sino por el interés que el doctor me inspira. 39 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Lo que me figuro es que si el doctor no habla de ello, es porque tiene miedo. —¿Miedo? —SÍí, miedo. El recuerdo es, realmente, espantoso y, además, porque durante su prisión perdió la conciencia de sí mismo. Y como no sabe cómo perdió la inteligencia, ni cómo la ha recobrado, no puede tener la seguridad de que no la perderá otra vez. Y ya comprendéis que el asunto no es nada agradable. —Es verdad —contestó el señor Lorry después de admirar la profunda observación de su interlocutora.— Pero me temo que no sea muy conveniente para el doctor Manette guardar en su interior estos recuerdos y estos temores. —No se puede evitar — replicó la señorita Pross.— Y es mejor no hablarle de ello. Muchas veces, a altas horas de la noche, le oigo pasear por su cuarto, arriba y abajo. Su hija ya sabe que, cuando eso ocurre, su pobre padre pasea mentalmente de un lado a otro de su calabozo. Entonces acude a su lado y lo acompaña en su paseo, hasta que se tranquiliza. Pero él no dice nunca una palabra acerca de su agitación y la pobre niña cree mejor no hablarle tampoco de ello. Y silenciosos, pasean los dos, hasta que el amor y la compañía de su hija hacen que el doctor se calme. Mientras estaban así hablando, se oyeron pasos y la señorita Pross exclamó: —Aquí vienen, y pronto vamos a tener centenares de visitas. Aparecieron pronto el padre y la hija, y la señorita Pross acudió a su encuentro. En cuanto llegó Lucía, la buena señorita Pross le quitó el sombrero, lo golpeó con su pañuelo para quitarle el polvo, y ahuecó el dorado cabello de la joven, tan satisfecha como si fuera el suyo propio y ella fuese la mujer más hermosa del mundo. Lucía la abrazó, protestando de tales cuidados, pero no se opuso a ello para que la pobre mujer no se retirara llorando a su habitación. El doctor miraba sonriendo a las dos mujeres, diciendo que la señorita Pross echaba a perder a Lucía, en tanto que el señor Lorry contemplaba la escena y daba gracias a la Providencia de los solterones por haberle deparado un hogar en los últimos años de su vida. Pero por el momento no se presentaban los centenares de visitantes y el señor Lorry esperaba en vano que se cumpliese la predicción de la señorita Pross. Llegó la hora de la cena y los centenares de visitantes sin dejarse ver. La señorita Pross gobernaba la casa, y las cenas que preparaba, aunque modestas, estaban exquisitamente guisadas y no se podía pedir nada mejor. El día era muy caluroso y, después de comer, Lucía propuso ir a tomar el vino bajo el plátano. Lo hicieron así, pero los centenares de visitantes no daban señales de vida. A poco, sin embargo, llegó el señor Darnay, pero éste no era más que uno. El doctor Manette lo recibió con la mayor bondad y también Lucía lo acogió con la mayor amabilidad. La señorita Pross se sintió algo indispuesta y se retiró a su habitación. El doctor estaba muy bien y parecía más joven de lo que era en realidad, y en tales ocasiones la semejanza que tenía con su hija se acentuaba considerablemente. Habían estado hablando de diversos asuntos, cuando Darnay preguntó de pronto: —Decidme, doctor, ¿habéis tenido ocasión de visitar la Torre? —-Con Lucía la visitamos una vez, pero sin fijarnos gran cosa. —Ya sabéis que estuve allí —dijo Darnay sonriendo y ruborizándose ligeramente, —aunque no como visitante y desde luego sin facilidades para verlo todo. Pero mientras estuve allí me refirieron una cosa curiosa. —-¿Qué es ello? —preguntó Lucía. —En cierta ocasión en que se hicieron algunas obras, unos obreros llegaron a un antiguo calabozo, que permaneció olvidado durante muchos años. Todas las piedras de las paredes estaban cubiertas de inscripciones grabadas por los presos y que se referían a fechas, a nombres, a quejas y a plegarias. En un ángulo un preso que, probablemente, fue ejecutado, esculpió cuatro letras, desde luego con un instrumento poco apropiado, con alguna prisa y con manos poco hábiles. Al principio se leyeron 40 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko como G. A. V. A., pero examinándolo mejor, se advirtió que la primera letra era una C. No había rastro de ningún preso a cuyo nombre pudieran corresponder estas iniciales y se hicieron muchas conjeturas para explicar el significado de aquellas letras, hasta que alguien dijo que no eran iniciales, sino que formaban una palabra: “Cava”. Entonces se examinó cuidadosamente el suelo, al pie de la inscripción, y en la tierra, debajo de una losa o de un ladrillo se encontraron restos de papel juntamente con los restos de un saquito de cuero. No se pudo leer lo que escribiera el desconocido preso, que sin duda escribió algo y lo enterró para que el carcelero no se enterase. —¡Padre mío! —exclamó en aquel momento Lucía. ¿Estáis enfermo? En efecto, el doctor se puso repentinamente en pie y el aspecto de su rostro asustó a todos. —No, querida mía, no estoy enfermo. Han caído algunas gotas de lluvia y me he sobresaltado. Mejor sería que entrásemos. Casi enseguida se repuso. En efecto, caían gruesas gotas de lluvia, pero el doctor no hizo el más pequeño comentario acerca de la historia que acababa de referir Darnay, y aunque, de momento, el señor Lorry se alarmó, al observar su aspecto, pudo creer que se había engañado. Llegó la hora del té, que sirvió la señorita Pross, y a todo eso no se habían presentado aún los centenares de personas que parecían empeñados en no darse a conocer. Es verdad que llegó Carton, pero sumándolo a Darnay, solamente eran dos personas. La noche era tan calurosa que, a pesar de tener abiertas todas las ventanas, los reunidos estaban bañados en sudor. Mientras tanto, como era evidente que se acercaba la tormenta, aprovechando aquellos momentos de relativa calma, pues apenas llovía, se oyó el rumor de numerosos pasos de las personas que echaban a correr en busca de cobijo. —Parece como si contra nosotros viniese una multitud —observó Lucía a sus compañeros.— Como si amenazasen a mi padre y a mí. —Que vengan contra mí — dijo Carton.— En este momento está dispuesta a venir contra nosotros una muchedumbre... la veo a la luz del rayo —añadió en el momento en que un rayo teñía el firmamento de viva luz.— Y ahora me parece que la oigo —añadió en cuanto resonó el trueno. Aquí viene toda esa gente, a toda prisa, furiosa... En aquel momento empezó a diluviar de tal manera que el ruido casi apagó la voz de Carton. A la lluvia se mezclaron los relámpagos y los truenos, de manera que el estruendo era ensordecedor, y así continuó largo rato hasta que salió nuevamente la luna. Resonó en San Pablo la una de la madrugada, cuando el señor Lorry salía escoltado por Jeremías que llevaba un farol encendido. —i¡Vaya una noche! —exclamó el anciano dirigiéndose al señor Roedor.— ¡Como para que salieran los muertos de sus tumbas! —No he visto nunca una noche así, señor —replicó Jeremías,— ni que sea capaz de hacer eso que decís. —Buenas noches, señor Carton —dijo el anciano banquero.— Buenas noches, señor Darnay. ¿Volveremos a ver juntos una noche como ésta? Tal vez. Quizás, también, verían cómo la multitud feroz y rugidora se arrojaría sobre ellos. Capítulo VII.— Monseñor en la ciudad Monseñor, uno de los grandes señores que gozaban del favor de la Corte, daba su reunión quincenal en su hermoso hotel de París. Monseñor estaba en su habitación particular, el sagrario para la multitud de adoradores que esperaba en las habitaciones exteriores. Monseñor se disponía a tomar el 41 Historia de dos Ciudades Charles Dickens de color al contraerse o dilatarse y, en general, el rostro expresaba la crueldad y la perfidia. Pero no podía negarse que era hermoso. Su propietario bajó las escaleras, desembocó en el patio, subió a su carroza y salió. Pocas personas hablaron con él durante la recepción; permaneció algo alejado de los demás y Monseñor podía haberle demostrado un poco más de afecto al pasar. Y en aquellos momentos, ya dentro de su carroza, le parecía agradable que la gente se dispersara apresuradamente ante sus caballos, escapando por milagro de ser atropellada. El cochero guiaba como si quisiera cargar contra un enemigo, pero ello no pareció importar gran cosa al señor. A veces se oían en el interior de la carroza los gritos de los que, aun en aquella época sorda y muda protestaban de aquel modo de recorrer las calles que ponía en peligro la vida de los que iban a pie, pero nadie se impresionaba por eso y los pobres desgraciados habían de evitar el peligro del mejor modo posible. Con al mayor estruendo y una falta de consideración que apenas se puede comprender, recorría la carroza las calles, rodeada casi siempre por un coro de gritos de mujeres y de exclamaciones de los hombres que se guarecían y apartaban a los niños del camino del vehículo. Por último, al volver una esquina, junto a una fuente, una de las ruedas dio un salto sobre algo que se interpuso en su camino y en el acto resonó un grito de muchas voces y los caballos retrocedieron asustados. A no ser por eso, la carroza habría continuado el camino, como hacían siempre aunque quedaran atrás los pobres atropellados, pero el lacayo echó pie a tierra y en el acto veinte manos se apoderaron de las riendas. —-¿Qué ocurre? —preguntó el señor mirando tranquilamente a la calle. Un hombre alto, con un gorro de dormir que le cubría la cabeza, recogió algo de entre las patas de los caballos, lo depositó en la pila de la fuente e inclinado sobre el barro aullaba como un animal. —Perdón, señor marqués —contestó humildemente un desgraciado vestido de harapos.— Es, un niño. —-¿Por qué grita de tal modo ese hombre? ¿Es su hijo? —Perdonad, señor marqués... es una desgracia... sí. La fuente estaba algo apartada de la carroza, por que allí la calle formaba una especie de plazuela. De pronto el hombre que gritaba junto a la fuente, se levantó y, corriendo, se acercó a la carroza. El marqués llevó la mano a la empuñadura de su espada. —¡Muerto!— gritó el pobre hombre, presa de la desesperación, con los brazos extendidos sobre su cabeza y mirando al señor.— ¡Muerto! La gente se congregó en torno del vehículo y miraba al marqués y en los ojos de todos no se advertía más que ansiedad y temor, pero no cólera ni amenaza. Ninguna de aquellas personas dijo nada y después de aquel primer grito reinó el silencio. La voz de aquel hombre humilde que habló con el marqués era sumisa y queda. El señor marqués paseó sus miradas por todos ellos, como si fueran ratas que salieran de sus escondrijos. Sacó la bolsa y exclamó: —Es extraordinario que no sepáis cuidar de vuestros hijos y de vosotros mismos. Siempre hay alguno en el camino de mi carroza. ¿Cómo puedo estar seguro de que no habéis hecho daño a mis caballos? ¡Dadle eso! Sacó una moneda de oro que entregó al criado, y todas las miradas estuvieron atentas cuando caía. El hombre alto gritó nuevamente con voz que nada tenía de humana: “¡Muerto!” Lo detuvo un hombre que llegaba entonces, y a quien los demás dejaron libre paso. Al verlo, el desgraciado se echó en sus brazos, llorando y señalando a la fuente en donde algunas compasivas mujeres se inclinaban sobre el cadáver del desgraciado niño; aquéllas, como los hombres, guardaban silencio. 44 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —exclamó el recién llegado.— ¡Sé hombre, Gaspar! Mejor es para tu pobre hijo haber muerto que llevar la vida que le esperaba. Ha muerto en un instante, sin sufrir. —Eres un filósofo —dijo el marqués sonriendo.— ¿Cómo te llamas? —Defarge. —-¿Qué haces? —Soy vendedor de vino, señor marqués. —Toma, filósofo y vendedor de vino —dijo entregándole una moneda de oro,— y gástatela en lo que quieras. ¿No les ha ocurrido nada a los caballos? Y sin dignarse mirar por segunda vez a la gente que se había reunido, el señor marqués se reclinó de nuevo en su asiento y se alejó, como si hubiera causado un ligero estropicio y lo pagara generosamente. De pronto se sobresaltó al ver que algo entraba por la ventanilla de su carruaje e iba a caer al suelo. —;¡Para! —gritó el marqués.— ¡Para! ¿Quién ha tirado eso? Miraba al lugar en que momentos antes viera a Defarge, el vendedor de vino; pero allí estaba el desgraciado padre inclinado, al suelo y a su lado había una mujer haciendo calceta. —¿Perros!— exclamó el marqués sin que su rostro se alterase en lo más mínimo, a excepción de que las ventanas de su nariz estaban contraídas.— ¡Con gusto os atropellaría a todos y os exterminaría! Si conociera al canalla que arrojó la moneda contra mí, capaz sería de hacer pasar la carroza sobre su cuerpo. Pero tan atemorizados estaban ya y tan convencidos de que aquel hombre podría llevar a cabo sus amenazas, que no se levantó una voz ni una mirada, por lo menos entre los hombres. Pero una mujer, que estaba haciendo calceta, miró al marqués en el rostro. La dignidad del potentado no le permitió fijarse en ello y su olímpica y desdeñosa mirada pasó sobre ella y sobre las demás ratas, y, reclinándose de nuevo en su asiento, ordenó: —¡Adelante! Pasó la carroza y rápidamente pasaron otras, por el mismo sitio, en desenfrenada carrera; pasaron el ministro, el arbitrista del Estado, el Arrendatario General, el doctor, el abogado, el eclesiástico, los artistas de la Opera, de la Comedia y, en una palabra, todos los que tomaban parte en el baile de máscaras. Las ratas salían a veces de sus agujeros para mirar y durante horas enteras se quedaban mirando, aunque a veces los soldados y la policía se interponían entre ellos y el espectáculo que contemplaban. El desgraciado padre se había llevado el triste bulto, y se escondió con él, y solamente quedó la mujer que hacía calceta con la rapidez de la Parca. Allí estaba observando cómo corría el agua de la fuente y cómo el día corría hacia la tarde, así como la vida de la ciudad corría a la muerte que a nadie espera, y mientras tanto las ratas estaban durmiendo en sus agujeros y el baile de máscaras continuaba entre luces y las cosas seguían su curso. Capítulo VIII.— Monseñor en el campo Un paisaje encantador, en el que brillaba el trigo aunque no abundante. En algunos campos se cultivaba el centeno, aunque habrían podido dedicarlos a trigo, y en otros se veían guisantes y habas, pobres sustitutivos del trigo. El señor marqués iba en su carroza de viaje (que podría haber sido más ligera) tirada por cuatro caballos de posta; la guiaban dos postillones y subía entonces una cuesta. El color que se veía entonces en las mejillas del marqués nada decía contra su buena cuna, pues se debía a una circunstancia externa, a la que no alcanzaba su autoridad, pues era el sol que se ponía. Tan rojos eran los resplandores que el astro derramaba sobre la carroza, cuando llegaba a lo alto de la colina, que su ocupante estaba rodeado de rojiza luz. —Pronto se pondrá —dijo el señor marqués mirándose las manos. 45 Historia de dos Ciudades Charles Dickens En efecto, el sol estaba tan bajo que se ocultó enseguida. Cuando se hubieron apretado los frenos sobre las ruedas y la carroza emprendió el descenso, desapareció en el acto el rojizo resplandor. Se ofreció a los ojos del marqués un terreno quebrado, una aldea al pie de la colina, una llanura que terminaba en un altozano, la torre de una iglesia, un molino de viento, un bosque para la caza y una fortaleza que se usaba como prisión, situada junto a un despeñadero. Miraba el marqués todas esas cosas a la luz del crepúsculo con la expresión de quien llega a su país. El pueblo tenía solamente una pobre calle, en la que había una pobre taberna, una tenería muy pobre, una cervecería pobre, una cuadra pobre para los relevos de caballos, una fuente pobre y la gente pobre. Muchos de los habitantes del pueblo estaban sentados a la puerta de sus casas, aderezando cebollas de desecho y otras cosas por el estilo para la cena, en tanto que otros, junto a la fuente, lavaban hojas y hierba y los míseros productos comestibles que producía la tierra. No faltaban señales de lo que hacia pobres a aquella gente desgraciada: los impuestos del Estado, los diezmos para la iglesia, los impuestos para el señor, los impuestos locales y generales, habían de ser pagados sin remedio, de acuerdo con un cartel fijado en el pueblo de modo visible, y lo que más raro parecía es con todos esos impuestos estuviera el pueblecillo todavía en pie. Pocos niños se veían y ningún perro. En cuanto a los hombres y a las mujeres, sus esperanzas en esta tierra se comprendían o en vivir de la manera más mísera en el pueblo, a la sombra del molino, o gemir en la prisión de la fortaleza que dominaba el despeñadero. Anunciado por un correo que lo precedía y por el restallar de los látigos de los postillones que ondulaban como sierpes por encima de sus cabezas, como si llegase servido por las furias, el señor marqués llegó en su carroza a la puerta del relevo. Estaba cerca de la fuente y los campesinos interrumpieron sus ocupaciones para mirarlo. El también los miró y vio en ellos, aunque sin darse cuenta, la miseria que se pintaba en sus rostros y que hizo proverbial la delgadez de los franceses e ingleses por espacio de más de un siglo, cuando ya las cosas habían cambiado. El señor marqués posó la mirada sobre los humildes rostros que se inclinaban ante él, así como él se inclinó ante Monseñor en la Corte —aunque la diferencia estaba en que los que tenía delante se inclinaban para sufrir y no para hacerse gratos— cuando un peón caminero vino a reunirse con el grupo. —Tráeme a ese hombre —ordenó el marqués al correo. Se acercó el peón caminero gorro en mano y los demás campesinos se aproximaron deseosos de ver y de oír, de la misma manera que lo hicieran los parisienses. —-¿Te pasé en el camino? —Es verdad, Monseñor. Tuve el honor de que pasarais a mi lado. —-¿Tanto al subir como al bajar la colina? —En efecto, Monseñor. — ¿Qué mirabas con tanta atención? —Monseñor, miraba al hombre. Hizo una pausa y con la punta de su gorro azul señalaba la parte inferior de la caja de la carroza y todas sus paisanos se inclinaron para mirar. —-¿Qué hombre, animal? ¿Y por qué miras ahí? —Perdonad, Monseñor, iba colgado de la cadena del freno. —-¿Quién? —preguntó el viajero. —El hombre, Monseñor. — ¡Así se os lleve el diablo, idiotas! ¿Cómo se llama ese hombre? Tú conoces a toda la gente de por aquí. ¿Quién era? —Piedad, Monseñor. No era de este país y no lo había visto en los días de mi vida. 46 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko veían también numerosos objetos de otras épocas y que eran como las ilustraciones de viejas páginas de la historia de Francia. Estaba servida una mesa con dos cubiertos en la tercera habitación, que era redonda, correspondiendo a una de las cuatro torres que tenía el castillo en las esquinas. Era una habitación de techo alto, que tenía abierta la ventana de par en par, aunque estaban cerradas las celosías. — Según me han dicho no ha llegado mi sobrino —exclamó el marqués fijándose en el servicio de la mesa. No había llegado, en efecto pero los servidores esperaban que llegase juntamente con el marqués. —No es probable que llegue esta noche —dijo,— pero, sin embargo, dejad la mesa tal como está. Cenaré dentro de un cuarto de hora. Pasado este tiempo el señor marqués ya estaba listo y se sentó solo para tomar la suntuosa y escogida cena. Su asiento estaba de espaldas a la ventana y había tomado ya la sopa y se disponía a beber un vaso de Burdeos, cuando dejó el vaso sobre la mesa. —¿Qué es eso? —preguntó tranquilamente mirando con atención a las líneas horizontales y negras de la celosía. —¿Qué, Monseñor? —Fuera. Abre las celosías. El servidor obedeció. —¿Qué hay? —Nada, señor. No se ve más que las copas de los árboles y las sombras de la noche. El criado se quedó esperando nuevas órdenes. —Perfectamente. Cierra —ordenó imperturbable su amo. El marqués continuó la cena. Mediada estaría, cuando volvió a interrumpir la bebida de un vaso de vino, por haber oído ruido de ruedas. —Pregunta quién ha llegado— ordenó Era el sobrino del señor. Se había retrasado ligeramente en su viaje y aunque procuró alcanzar a su tío no le fue posible lograrlo, pero le informaron de él en la casa de posta. El señor marqués dio órdenes para que le dijesen que la cena lo estaba aguardando y que acudiera cuanto antes. Dentro de poco entró el viajero. En Inglaterra se había dado a conocer por el nombre de Carlos Darnay. Monseñor lo recibió con bastante amabilidad, pero no se estrecharon la mano. —-¿Salísteis ayer de París, señor?— preguntó en el momento de sentarse a la mesa. —Ayer. ¿Y vos? —Vengo directamente. —-¿De Londres? —SÍ. —Bastante os ha costado llegar —observó el marqués sonriendo. —Por el contrario, he venido directamente. —Perdón, no quiero decir que hayáis empleado mucho tiempo en el viaje, sino que os ha costado decidiros. —Me han detenido —y el sobrino hizo una pausa, para añadir— varios asuntos. 49 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —No hay duda —observó cortésmente el marqués. Mientras el criado estuvo presente no se cruzaron otras palabras entre ellos, pero en cuanto les hubieron servido el café y se vieron solos, el sobrino, mirando al tío, empezó la conversación. —He regresado, tío, persiguiendo el mismo fin que me obligó a marchar. Me he visto en grandes peligros; pero se trata de un propósito sagrado, y creo que de haberme acarreado la muerte ello me diera suficiente valor. —La muerte, no —dijo el tío.— No es necesario nombrarla siquiera. —Estoy persuadido —continuó el sobrino —de que si me hallara en trance de muerte vos no haríais nada para salvarme. El tío hizo un gracioso movimiento de protesta, que no logró, sin embargo, tranquilizar a su interlocutor. —En realidad, señor, y a juzgar por los datos que tengo, tal vez os habríais apresurado a hacer más sospechosas las apariencias que me rodeaban. —¿No, no, no! —replicó el tío amablemente. —Sea lo que fuere —dijo el sobrino mirando a su tío con la mayor desconfianza,— se que con vuestra diplomacia os esforzaréis en detenerme en mi camino y me consta también, que no sois muy escrupuloso en los medios. —Amigo mío, ya os lo dije —dijo el tío.— ¿Me haréis el favor de recordar lo que os advertí hace ya mucho tiempo? —Lo recuerdo. —Gracias —contestó el marqués suavemente. —En efecto, señor —prosiguió el sobrino,— creo que vuestra mala fortuna y mi buena estrella me han evitado verme encerrado en una prisión de Francia. —No os entiendo —replicó el tío sorbiendo su café.— ¿Me queréis hacer el favor de explicaros? ——Creo que si no estuvierais en desgracia en la corte, y no os vierais rodeado de una nube hace ya algunas años, una carta de cachet me habría mandado a una fortaleza por tiempo indefinido. —Es posible —contestó el tío con la mayor tranquilidad. —Por el honor de la familia es posible que me hubiera decidido a molestaros hasta ese punto. Os ruego que me perdonéis. —Advierto que, felizmente para mí, la recepción del otro día fue, como de costumbre, muy fría para vos. —No creo que debáis decir que esa circunstancia es feliz para vos, sobrino —dijo el tío con la mayor cortesía.— En vuestro lugar no estaría seguro de ello. Una excelente oportunidad para reflexionar, rodeado por las ventajas que da la soledad, podría tener en vuestro destino una influencia mayor de la que vos mismo os procuráis. Como decíais, he caído en desgracia. Esos pequeños instrumentos de corrección, estos pequeños auxilios para el poder y el honor de las familias, estos ligeros favores que podrían haberos causado alguna incomodidad, sólo se obtienen ahora con la mayor dificultad. ¡Son tantos los que los pretenden y se conceden, comparativamente, a tan pocos! Antes no era así, pero Francia, en algunas cosas, ha empeorado mucho. Nuestros antepasados, no muy remotos, ejercían el derecho de vida y muerte sobre el vulgo. Desde esta habitación han salido muchos villanos para ser ahorcados; en la estancia vecina, mi dormitorio, fue apuñalado un rústico por haber expresado algunas delicadezas insolentes con respecto a su hija. Hemos perdido muchos privilegios; se ha puesto de moda una nueva filosofía y la afirmación de nuestros derechos, en los tiempos que corremos, es posible que ofreciera algunos inconvenientes. ¡Todo está muy malo!. El marqués tomó un polvo de su tabaquera y meneó la cabeza. 50 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Hemos reivindicado nuestros derechos tanto en los tiempos antiguos como en los modernos de tal manera —observó el sobrino con acento sombric— que no dudo de que nuestro nombre es uno de los más detestados en Francia. —Esperémoslo así —dijo el tío.— Si nos detestan, ello es un homenaje involuntario que nos tributan los pequeños. —No hay un solo rostro —añadió el sobrino— en toda esta comarca, que me mire con deferencia, si no es la deferencia del miedo y de la esclavitud. —Es un cumplido hacia la grandeza de la familia —dijo el marqués; — grandeza merecida por la nobleza con que la ha sostenido. El marqués tomó otro polvo y cruzó las piernas. Pero cuando su sobrino apoyó la cabeza en las manos Y los codos sobre la mesa, el rostro de su tío expresó tal rencor que se compadecía muy mal con su indiferencia anterior. —La represión es la única filosofía de efectos duraderos. La gran deferencia del miedo y de la esclavitud, amigo —dijo el marqués,— conservará a los perros obedientes al látigo mientras este techo — añadió mirando al techo— nos proteja del cielo. Tal vez ello no sería tan largo como suponía el marqués. De haberse podido ver un cuadro de lo que sería del castillo pocos años después, y como él de otros cincuenta castillos que estaban en las mismas condiciones, apenas habría reconocido su propiedad entre el montón de ruinas medio abrasadas. En cuanto al techo, tal vez habría visto que protegía de un modo insospechado a los que cayeron bajo el plomo de numerosos mosquetes. —Mientras tanto —dijo el marqués— no tomaré ninguna medida para proteger el honor y la tranquilidad de la familia, ya que no queréis. Pero sin duda estáis fatigado. ¿Damos por terminada nuestra conferencia de la noche? —Un momento más. — Una hora si queréis. —Señor —dijo el sobrino,— hemos obrado mal y ahora recogemos los frutos. —¿Hemos obrado mal? —repitió el marqués sonriendo y señalando a su sobrino y a sí mismo. —Nuestra familia; nuestra noble familia, cuyo honor tanto nos importa a vos y a mí, aunque de un modo distinto. Aun en los tiempos de mi padre, cometíamos grandes desafueros injuriando a cualquier ser humano que se interpusiera entre nosotros y nuestros placeres. ¿Por qué he de hablar del tiempo de mi padre que también era vuestro tiempo? ¿Puedo separar a mi padre de su hermano gemelo de su coheredero y de su sucesor? —La muerte fue la causante. —Y me ha dejado —contestó el sobrino— sujeto a un sistema que me parece espantoso, y me hace responsable de él, aunque no me deja corregirlo, tratando de cumplir la última recomendación de mi madre que me rogó ser misericordioso y reparar los males cometidos, pero en vano busco apoyo para llevarlo a cabo. —Si buscáis mi apoyo, sobrino —le dijo el marqués,— siempre buscaréis en vano, podéis, estar seguro. Su cara expresaba decisión y crueldad. Tocó a su sobrino en el pecho con la punta del dedo, y como si éste fuese una espada hizo que el joven se estremeciera. —Moriré, amigo mío, perpetuando el sistema bajo el cual he vivido— dijo. Tomó otro polvo de rapé y guardó la caja en el bolsillo. —Es mejor escuchar la voz de la razón. Pero vos, señor Carlos, estáis perdido, lo veo. —Estas propiedades y Francia están perdidas para mí —dijo tristemente el sobrino.— Renuncio a ellas. 51 Historia de dos Ciudades Charles Dickens arrebatárselo. ¿Acaso se lo habían dicho los pájaros? Pero fuese quien fuese, lo cierto es que el peón caminero corría con toda su alma y no se detuvo hasta llegar a la fuente. Todos los aldeanos estaban allí, hablando en voz baja y sin mostrar otro sentimiento que curiosidad y sorpresa. Las flacas vacas trabadas a cuanto pudiera retenerlas, miraban con estupidez o masticaban cosas que no valía la pena de mascar y que hallaran en su interrumpido pasto. Algunos hombres del castillo y de la casa de postas, así como los perceptores de impuestos, estaban más o menos armados, y se agrupaban en el extremo de la calle, aunque sin objeto alguno. En cuanto al peón caminero, se había metido ya en el grupo de aldeanos y se golpeaba el pecho con su gorro azul. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué el señor Gabelle iba montado a la grupa de un caballo que guiaba un servidor del castillo? Significaba que en el castillo había aumentado en uno el número de los rostros de piedra. Nuevamente la Gorgona había mirado durante la noche y añadió la cara de piedra que faltaba, la que las demás estuvieron aguardando por espacio de doscientos años. La cara de piedra reposaba sobre la almohada del señor marqués. Parecía una fina careta, repentinamente sobresaltada, encolerizada y petrificada. Y en el corazón de aquella figura de piedra estaba clavado un cuchillo. Alrededor del mango se veía un trozo de papel, en el que estaba escrito: “Llévalo aprisa a su tumba. De parte de Jaime.” Capítulo X.— Dos promesas Habían llegado y pasado algunos meses, en número de doce, y el señor Carlos Darnay estaba establecido en Inglaterra como maestro de francés y de literatura francesa. En la actualidad se le habría llamado profesor, pero entonces no era más que tutor. Daba lecciones a jóvenes que sentían interés en aprender una lengua viva hablada en todo el mundo. Tales maestros no se hallaban fácilmente en aquella época. Los príncipes que fueron y los reyes que habían de ser, no tenían aptitudes para enseñar a nadie y la nobleza arruinada no se dedicaba aún a los libros de comercio ni a ejercer de cocineros o de carpinteros. Y como maestro, cuyo sistema hacía agradable el estudio a sus discípulos y como traductor elegante que podía hacer algo más de lo que resulta de la ayuda del diccionario, pronto llegó Darnay a ser conocido y apreciado. Estaba al corriente de los sucesos de su país, sucesos cada día más interesantes. Y así con la mayor perseverancia y actividad iba prosperando. No había esperado poder alcanzar la riqueza en Londres, pues, de haberse hecho tales ilusiones no habría llegado a prosperar. Esperaba tener que trabajar, encontró trabajo y lo llevaba a cabo. En eso consistía su prosperidad. Desde los tiempos en que era siempre verano en el Edén, hasta los actuales en que casi puede decirse que el invierno es perpetuo, la vida del hombre siempre ha tomado el mismo camino, que también tomó Carlos Darnay, es decir, el que conduce al amor de una mujer. Desde que la vio por primera vez en aquella hora peligrosa para su vida, se dijo que la amaba y le pareció que nunca había oído música más deliciosa que su voz llena de compasión y nunca vio rostro tan tiernamente hermoso como el de la joven cuando la vio ante la tumba que ya habían excavado para él. Pero no había hablado con ella del asunto; el asesinato cometido en el desierto castillo, más allá de las aguas, del mar y los largos caminos llenos de polvo, tuvo lugar hacía más de un año, y el joven no había pronunciado una sola palabra que diera a entender el estado de su corazón. Tenía para ello muy buenas razones, Nuevamente era un día de verano cuando llegó a Londres y se dirigió al tranquilo rincón de Soho, en busca de una oportunidad para abrir su corazón al doctor Manette. Era por la tarde y sabía ya que Lucía había salido con la señorita Pross. Halló al doctor leyendo en su sillón junto a la ventana. Había recobrado ya la energía que le permitió resistir sus antiguos dolores. Era ahora un hombre muy enérgico, de gran firmeza de carácter, de fuerte resolución y de acción vigorosa. Estudiaba mucho, dormía poco, soportaba fácilmente la fatiga y era de carácter alegre. Se presentó a él Carlos Damnay y, al verlo, el doctor dejó el libro a un lado y le tendió la mano. 54 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Me alegro de veros, señor Darnay —exclamó.— Desde hace algunos días esperaba vuestro regreso. Ayer estuvieron aquí el señor Stryver y el señor Carton y ambos dijeron que estabais ausente más de lo debido. —Les agradezco mucho su interés —contestó con cierta frialdad para con los dos personajes nombrados, aunque con amabilidad para el doctor. — ¿Cómo está la señorita Manette? —Bien —contestó el doctor,— y estoy seguro de que se alegrará de vuestro regreso. Ha ido de compras, pero pronto estará de vuelta. —Ya sabía que no está en casa, doctor, y he aprovechado la oportunidad para hablar reservadamente con vos. —Tomad una silla y sentaos —dijo el doctor con cierta ansiedad. Carlos se sentó, pero no encontró tan fácil empezar a decir lo que se proponía. —He tenido la suerte, doctor, de llegar a ser amigo de la casa, desde ya hace un año y medio, y espero que el asunto de que voy a tratar, no... Se detuvo al ver que el doctor adelantaba la mano para interrumpirle. Luego el doctor dijo: —-¿Se trata de Lucía? —En efecto. —Me afecta hablar de ella en cualquier ocasión, pero más cuando oigo hablar de mi hija en el tono que lo hacéis. —Es el de mi ferviente admiración, de mi homenaje sincero y de profundo amor, doctor Manette —contestó el joven. Hubo un silencio, tras el cual el padre dijo: —Lo creo. Os hago justicia y lo creo. Era tan evidente su contrariedad, que Carlos Darnay vaciló en proseguir: — ¿Puedo continuar, señor? —SÍí, proseguid. —Seguramente habéis adivinado lo que quiero decir, aunque no podéis imaginaros cuán profundo es mi sentimiento. Querido doctor Manette, amo profundamente a vuestra hija, la amo con toda mi alma, desinteresadamente. La amo como muy pocos han amado en el mundo. Y como vos también habéis amado, dejad que por mí hable el amor que sentisteis. El doctor escuchaba con el rostro vuelto y los ojos fijos en el suelo. Y al oír las últimas palabras, extendió apresuradamente la mano y exclamó: —¡No! ¡No me habléis de eso! ¡No me lo recordéis! Su exclamación expresaba tanto dolor, que Darnay se calló. —-Os ruego que me perdonéis —añadió el doctor.— No dudo de que amáis a Lucía. Volvió el sillón hacia el joven y sin mirarlo le preguntó: — ¿Habéis hablado a mi hija de vuestro amor? —No, señor. —¿No le habéis escrito? —Jamás. —Sería injusto no reconocer que vuestra delicadeza es motivada por la consideración que, me habéis tenido. Y por ello os doy las gracias. Le ofreció la mano, aunque sus ojos no la acompañaron. 55 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Sé —dijo Darnay respetuosamente —y no puedo ignorarlo, pues os he visto un día tras otro, que entre vos, doctor Manette, y vuestra hija hay un afecto tan poco corriente, tan tierno y tan en armonía con las circunstancias en que se ha desarrollado, que difícilmente se hallaría otro caso igual. Sé, doctor, qué, confundido con el afecto y el deber de una hija que ha llegado a la edad de la mujer, existe en su corazón todo el amor y la confianza hacía vos, propios tan sólo de la infancia. Sé que en su niñez no tuvo padres, y por eso está unida a vos con toda la constancia y fervor de sus años presentes y la confianza y amor de los días en que estuvisteis perdido para ella. Sé que si hubieseis sido devuelto a ella después de vuestra muerte, difícilmente tendríais a sus ojos un carácter más sagrado que el que ahora tenéis para ella. Sé que cuando os abraza os rodean los brazos de la niña, de la joven y de la mujer a un tiempo. Sé que al amaros, ve y ama a su madre cuando tenía su propia edad, y os ve y os ama a mi edad; que ama a su madre cuyo corazón fue destrozado por el dolor, y que os ama en vuestro espantoso destino y en vuestra bendita liberación. Todo esto lo sé, pues lo he estado viendo noche y día en vuestro hogar. El padre estaba silencioso, con la frente inclinada. Su respiración era agitada, pero contuvo toda otra señal de la emoción que lo embargaba. —Y como sé todo esto, querido doctor Manette —añadió el joven, por eso me he contenido cuanto me ha sido posible. Comprendo que tratar de introducir mi amor entré el del padre y de la hija es, tal vez, querer participar de algo superior a mí. Pero amo a vuestra hija, y el cielo me es testigo de que la adoro. —Lo creo —contestó el padre tristemente.— Ya me lo figuraba. Lo creo. —Pero no creáis —se apresuró a decir Darnay— que si la suerte me fuese tan favorable como para poder hacer de vuestra hija mi esposa, tratara, ni por un momento, de establecer la más pequeña separación entre ella y vos, pues eso, además de ser una acción baja, no podría, tal vez, lograrlo. Si tuviera, hubiera tenido o pudiera tener tal intento oculto en mi ánimo, no sería digno de tocar esta mano. Y diciendo estas palabras puso su mano sobre la del doctor. — No, querido doctor Manette. Como vos soy un desterrado voluntario de Francia; como vos, he salido de mi patria a causa de sus desaciertos, de sus opresiones y de sus miserias; como vos vivo de mi trabajo, esperando tiempos mejores. Solamente aspiro a la felicidad de compartir vuestra suerte, vuestra vida y vuestro hogar, y a seros fiel hasta la muerte. No para participar del privilegio de Lucía de ser vuestra hija, vuestra compañera y vuestra amiga; sino para ayudarla y para unirla más a vos si ello fuese posible. El padre miró al joven por vez primera desde que éste hablaba. Evidentemente en su ánimo había una lucha de ideas y de sentimientos. —Habláis, mi querido Darnay con tanta temura y con tanta entereza, que os doy las gracias con todo mi corazón y en recompensa voy a abriros el mío. ¿Tenéis alguna razón para creer que Lucía os ama? —Ninguna todavía. —+¿El objeto de la confidencia que me habéis hecho es cercioraros de ello con mi consentimiento? —No. Creo que el averiguarlo me costará algunas semanas. — ¿Deseáis que os aconseje y guíe? —Nada pido, señor. Pero creo que podéis hacerlo y no dudo de que lo haréis. — ¿Deseáis que yo os haga alguna promesa? —SÍ, señor. — ¿Cuál? —Estoy persuadido de que sin vuestro auxilio no puedo esperar nada, pues aun cuando tuviese la inmensa dicha de que la señorita Manette guardase mi imagen en su puro corazón, no podría continuar en él contra el amor de su padre. 56 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Digamos galante —sugirió Carton. —Bien. Digamos galante. Lo que quiero decir es que soy un hombre —contestó Stryver contoneándose mientras su amigo hacía el ponche —que procura ser agradable, que se toma algunas molestias para ser agradable, que sabe ser más agradable que tú en compañía de una mujer. — ¡Sigue! —e dijo Carton. —Antes de pasar adelante —dijo Stryver,— he de decirte una cosa. Has estado en casa del doctor Manette tantas veces como yo, o más tal vez. Y siempre me ha avergonzado tu aspereza de carácter. Tus maneras han sido siempre las de un perro huraño y de mal genio, y, francamente, me he avergonzado de ti, Sydney. —Pues para un hombre como tú, ha de resultar altamente beneficioso avergonzarse de vez en cuando, y por lo tanto deberías estarme agradecido. —No lo tomes a broma —replicó Stryver.— No, Sydney. Es mi deber decirte, y te lo digo, a la Cara por tu bien, que eres un hombre que no tiene condiciones para estar en sociedad. Eres un hombre desagradable. Sydney se tomó un vaso del ponche que acababa de hacer y se echó a reír. — ¡Mírame! —exclamó Stryver pavoneándose. —Tengo menos necesidad de hacerme agradable que tú, pues me hallo en una posición mucho más independiente. ¿Por qué, pues, me hago agradable? —Nunca he visto que lo fueras —murmuró Sydney. —Lo hago por deber y porque lo siento. —Mejor sería que prosiguieras con tu cuento acerca del matrimonio. Ya sabes que soy incorregible. —No tienes bastantes asuntos para poder ser incorregible —repuso malhumorado Stryver. —Es verdad, no tengo asuntos que yo sepa —contestó Sydney.— ¿Y quién es la dama? —No quisiera que la mención de su nombre te produjera disgusto, Sydney —dijo Stryver preparándose con exagerada cordialidad para pronunciar el nombre de la dama,— porque me consta que no sientes la mitad de lo que dices; pero si lo sintieras, todo sería igual porque no tiene importancia. Hago este ligero exordio porque una vez me hablaste de esta dama en términos bastante ligeros. —¿Yo? —SÍ, y precisamente en esta habitación. Sydney Carton miró el ponche y a su amigo; luego bebió y volvió a mirarlo. —AL hablar de esta dama dijiste que era una muñeca de dorado cabello. Esta joven dama es la señorita Manette. Si fueras hombre dotado de alguna sensibilidad y delicadeza, ciertamente me habría ofendido la expresión que usaste, pero ya sé que careces de todo eso. Por lo tanto, no me molesta, como no me molestaría la opinión de un hombre que juzgara un cuadro mío, si carecía de gusto artístico o que censurase una composición musical mía si no tuviese oído. Sydney Carton seguía bebiendo el ponche en grandes cantidades, pero sin dejar de mirar a su amigo. —Ahora ya lo sabes todo, Sydney —dijo Stryver.— Nada me importa el dinero; se trata de una muchacha encantadora y me he propuesto darme a mí mismo esta satisfacción. Creo tener bastante dinero para proporcionarme un placer. Ella tendrá en mí un hombre agradable, que prospera rápidamente y un hombre de alguna distinción; para ella soy un buen partido, aunque es merecedora de una fortuna. ¿Estás asombrado? Carton que continuaba bebiendo ponche, contestó: —¿Por qué? 59 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —¿Apruebas mi idea? —.¿Por qué no he de aprobarla? —Perfectamente —le dijo a su amigo —veo que tomas el asunto mejor de lo que me figuraba y que con respecto a mí eres menos mercenario de lo que creía. Aunque ya sabes, porque te consta, que tu antiguo compañero es hombre de gran fuerza de voluntad. Sí, Sydney, estoy ya cansado de esta vida y creo que debe de ser agradable para un hombre tener un hogar, cuando se inclina a poseerlo; estoy persuadido de que la señorita Manette ocupará dignamente la posición que voy a ofrecerle y que siempre será una buena compañera para mí. Así, pues, estoy decidido. Y ahora, Sydney, amigo mío, he de decirte algo acerca de tu situación y tu porvenir. Llevas muy mal camino, ya lo sabes. Ignoras el valor del dinero, llevas una vida desagradable y un día vas a tener un tropiezo serio y te hundirás en la enfermedad y en la miseria. Creo que harías bien buscándote una enfermera. El énfasis con que había pronunciado estas palabras lo hicieron parecer de doble estatura y cuatro veces más ofensivo. —Ahora déjame que te recomiende —prosiguió Stryver —examinar seriamente el asunto. Cásate. Búscate alguien que pueda cuidarte. No te importe si no te gustan las mujeres, si no las entiendes o no tienes tacto para tratar con ellas. Busca una mujer respetable, que tenga algunas propiedades, algo así como una propietaria de casas o patrona de casa de huéspedes y cásate con ella para evitarte futuras calamidades. Este es mi consejo. Y ahora reflexiona sobre él, Sydney. —Ya pensaré en eso —dijo Sydney. Capítulo XII.— El caballero delicado Resuelto ya Stryver a ofrecer aquella fortuna a la hija del doctor, decidió labrar su felicidad antes de salir de la ciudad para disfrutar de las vacaciones. Después de discutir el asunto mentalmente, llegó a la conclusión de que seria preferible llevar a cabo los preliminares cuanto antes y que luego habría tiempo más que sobrado para disponer la boda en Navidad. No tenía ninguna duda de que tenía ganado el pleito. Era un asunto claro, sin el menor punto débil. Lo expuso ante el jurado, y como la parte contraria no tenía nada que alegar, ni siquiera se retiró el jurado a deliberar, de manera que se dictó sentencia de acuerdo con lo solicitado por el señor Stryver, C. y. El señor Stryver inauguró sus vacaciones invitando a la señorita Manette a llevarla a los jardines de Vauxhall; habiendo sido rechazada la invitación, le ofreció ir a Ranelagh y como quiera que tampoco fue aceptada esta proposición, se resolvió a presentarse en Soho y allí declarar sus nobles aspiraciones. Así, pues, salió un día del Temple en dirección a Soho, animado por la alegría infantil que le producían las vacaciones. Como quiera que en su camino se encontró ante el Banco Tellson, y recordando que el señor Lorry era íntimo amigo de los Manette, resolvió entrar en el Banco y revelar al señor Lorry la felicidad que iba a descender sobre Soho. Abrió, pues, la puerta del establecimiento, descendió los dos escalones, pasó por delante de los dos viejos cajeros y se dirigió al despacho del señor Lorry que se sentaba ante una mesa cargada de libros rayados, alumbrado por la luz que pasaba por la ventana enrejada. —¡ Hola! —exclamó el señor Stryver.— ¿Cómo estáis? Una de las peculiaridades de Stryver era la de parecer demasiado corpulento en todas partes, de manera que los dos viejos empleados lo miraron con celo, como si estuviera empujando las paredes. Contestó el señor Lorry apaciblemente y le estrechó la mano. —.¿Puedo serviros en algo? —añadió en tono oficial. —Oh, no, gracias! Mi visita es puramente particular. Desearía hablaros de un asunto personal. 60 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —¿Pe veras? —exclamó el señor Lorry. —Estoy decidido —dijo el señor Stryver apoyando los brazos sobre la mesa,— estoy decidido a hacer una proposición de matrimonio a su encantadora amiguita, la señorita Manette. — ¡Caramba! —exclamó el señor Lorry frotándose al mismo tiempo la barbilla y mirando con desconfianza a su interlocutor. —-¿Qué queréis decir con eso? —exclamó Stryver. —-¿Qué quiero decir? —contestó el señor Lorry.— Nada que tenga importancia. Mi exclamación ha sido amistosa y puede significar lo que deseéis. Pero, en realidad, ya sabéis, señor Stryver...— y movió la cabeza de extraño modo, sin atreverse a terminar la frase. —¡Si os entiendo que me ahorquen! —exclamó Stryver dando un golpe en la mesa con su mano. El señor Lorry se ajustó bien la peluca y se entretuvo en morder el extremo de una pluma. —-¿Creéis, acaso, que... no soy elegible?— preguntó Stryver mirándolo con fijeza. —Oh, sí! ¡Ya lo creo! —-¿No soy buen partido? —No hay duda. —Entonces, ¿qué demonio queréis decir? —Pues... yo... ¿Adónde ibais ahora? —preguntó el señor Lorry. —Directamente allí —contestó Stryver dando un puñetazo en la mesa. —Si yo estuviese en vuestro lugar no lo haría. —-¿Por qué? —preguntó Stryver.— Y os advierto que voy a acorralaros. Sois hombre de negocios y como tal estáis obligado a no hablar con ligereza. Decidme, pues, qué razón os mueve a decirme eso. —Porque yo no daría semejante paso sin saber positivamente que iba a lograr el éxito. —¡Vaya una razón! —exclamó el abogado, en tanto que el señor Lorry lo miraba atentamente.— ¡Que un hombre de negocios como vos, un hombre de edad y de experiencia que ocupa un alto cargo en un Banco, se atreva a decir que no tengo probabilidades de éxito, cuando él mismo ha reconocido la existencia de tres razones, cada una de las cuales basta para asegurarlo! ¡Y es capaz de decirlo con la cabeza sobre sus hombros! —exclamó Stryver como si hubiera sido más natural que lo dijera desprovisto de la cabeza. —Cuando hablo del éxito, me refería al que podéis lograr con la señorita Manette; y al tratar de las causas y razones que hacen probable este éxito, me refiero a las que pueden influir sobre la señorita Manette. Hay que tener en cuenta a la señorita. A la señorita ante todo. ——Con lo cual me dais a entender que, en vuestra opinión, la señorita no es más que una tonta. —No es así. Lo que quiero deciros —añadió el anciano ruborizándose —que no consentiré a nadie que pronuncie una palabra irrespetuosa contra esa señorita, y que si existiera un hombre tan grosero, tan mal educado y de tan mal genio que no pudiera contenerse y hablara con poco respeto de esta señorita en mi presencia, ni siquiera Tellson seria capaz de impedir que yo le diera una lección. La necesidad de hablar en voz baja, a pesar de su cólera, había puesto las venas del señor Stryver en estado peligroso, y no era mejor el de las venas del señor Lorry al pronunciar las últimas palabras. —Esto es lo que debo deciros, señor —exclamó el señor Lorry,— y os ruego que lo tengáis en cuenta. Stryver estaba chupando el extremo de una regla y luego se golpeó los dientes con ella. Por fin interrumpió el silencio, diciendo: 61 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —-¿Y no es una lástima, os ruego que me perdonéis, no llevar una vida mejor? —¡Dios sabe que es una vergúenza! —.¿Por qué, pues, no cambiáis de modo de vivir? La joven lo miró afectuosamente y se sorprendió y entristeció al ver que los ojos de Carton estaban mojados de lágrimas. Y con insegura voz contestó: —Ya es demasiado tarde. No puedo ser mejor de lo que soy. Por el contrario, me hundiré más y seré aún peor. Carton apoyó un codo en la mesa y la cabeza en la mano y luego dijo: —Os ruego que me perdonéis, señorita Manette. Me conmoví antes de deciros lo que deseo. ¿Queréis escucharme? —Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa beneficiosa para vos y si consiguiera haceros más feliz sentiría una grande alegría. —¿Dios os bendiga por vuestra dulce compasión! Descubrió el rostro y empezó a hablar con mayor firmeza: —No temáis escucharme ni os molesten mis palabras, cualesquiera que sean. Soy como un hombre que hubiese muerto muy joven. Toda mi vida ha sido un fracaso. —No, señor Carton. Estoy segura de que aun podría desarrollarse lo mejor de ella. Estoy segura de que podríais ser mucho más digno de vos mismo. —Decid digno de vos, señorita Manette, y aunque estoy seguro de lo contrario, nunca olvidaré vuestras bondadosas palabras. La joven estaba pálida y temblorosa y él prosiguió diciendo: —Si hubiera sido posible, señorita Manette, que correspondierais al amor del hombre que tenéis delante —de este hombre degradado, fracasado, borracho y completamente inútil, — él se diera cuenta de que, a pesar de su felicidad, no os habría acarreado más que la miseria, la tristeza y el arrepentimiento, pues os habría hecho desgraciada y os arrastrara en su caída. Sé perfectamente que vuestro corazón no puede sentir ternura alguna hacia mí y no solamente no la pido, sino que doy gracias al cielo de que eso no sea. —¿No podría salvaros a pesar de eso, señor Carton? ¿No pod ría hacer que os inclinarais a seguir un camino mejor? ¿No puedo recompensar así vuestra confianza? —dijo ella después de alguna vacilación y muy conmovida. Él meneó negativamente la cabeza. —No es posible. Si os dignáis escucharme todavía, veréis que eso sería imposible. Solamente deseo deciros que habéis sido el último sueño de mi alma. Aun en mi degradación, vuestra imagen y la de vuestro padre, así como este hogar, han despertado en mí sentimientos que creía desaparecidos. Desde que os conocí, me turba el remordimiento que no creí ya vivo y he oído voces, que creía silenciosas, que me incitan a recobrar el ánimo. He tenido ideas vagas de volver a esforzarme, de empezar de nuevo la vida, de arrojar de mí la pereza y la sensualidad y volver a la abandonada lucha. Pero todo eso no es más que un sueño, que no conduce a nada y que deja al dormido donde estaba, aunque deseo deciros que estos sueños los inspirasteis vos. —¿Y no queda nada de ellos? ¡Oh, señor Carton, pensad nuevamente en todo eso! ¡Probadlo otra vez! —No, señorita Manette, me conozco bien y sé que no merezco nada. Pero todavía siento la debilidad de desear que sepáis con qué fuerza encendisteis en mí algunas chispas a pesar de no ser yo más que ceniza, chispas que se convirtieron en fuego, aunque a nada conduce, pues arde inútilmente. 64 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Ya que tengo la desdicha de haberos hecho más desgraciado de lo que erais antes de conocerme... —No digáis eso, señorita Manette, porque de ser posible, únicamente vos podríais haber hecho el milagro. No sois la causa de que mi desgracia sea mayor. —Ya que he sido la causa del estado actual de vuestra mente, ¿no podría usar de mi influencia en vuestro favor? ¿No tendré para con vos la facultad de haceros algún bien, señor Carton? —Lo mejor que puedo hacer ahora, señorita Manette, he venido a hacerlo aquí. Dejad que en mi desordenada y extraviada vida me lleve el recuerdo de que vos hayáis sido la última persona del mundo a quien he abierto mi corazón y de que en él haya todavía algo que podáis deplorar y compadecer. — Aunque sigo creyendo, con toda mi alma, que sois capaz de mejores cosas. —Es inútil, señorita Manette. Me he probado a mí mismo y me conozco mejor. Sé que os apeno y por eso voy a terminar. ¿Queréis prometerme que cuando recuerde este día pueda estar seguro de que la última confidencia de mi vida reposa en vuestro puro e inocente pecho, y que está ahí solo y no será compartido por nadie? —Si esto ha de serviros de consuelo, os lo prometo. —+¿No lo daréis a conocer ni a la persona más querida para vos y a quien habéis de conocer todavía? —Señor Carton —contestó la joven emocionada,— este secreto es vuestro y no mío y os prometo respetarlo. —Gracias, Dios os bendiga. Llevó a sus labios las manos de la joven y se dirigió hacia la puerta. —No tengáis ningún temor, señorita Manette, de que jamás haga alusión a esta conversación, ni siquiera con una palabra. Nunca más me referiré a ella y si estuviera ya muerto no podríais estar más segura de ello. Y en la hora de mi muerte conservaré como recuerdo sagrado, recuerdo que bendeciré con toda mi alma, el de que mi última confesión fue hecha a vos y que mi nombre, mis faltas y mis miserias quedan guardados en vuestro corazón. ¡Y Dios quiera que seáis feliz de otra manera! Era entonces Carton tan distinto de lo que había parecido siempre, y tan triste pensar lo mucho que podía haber sido y cuantas excelentes cualidades había malgastado y malgastaba aún, que Lucía Manette se puso a llorar por él mientras Carton la miraba. —Consolaos —Jdijo él; —no merezco vuestra compasión. Dentro de una o dos horas los malos compañeros y los perniciosos hábitos que desprecio harán nuevamente presa en mí y me harán todavía menos digno de esas puras lágrimas. Pero en mi interior seré siempre para vos lo que soy ahora. Prometedme que creeréis eso de mí. —-Os lo prometo. —He de pediros el último favor. Por vos y por los que os sean caros, sería capaz de hacer cualquier cosa. Si mi vida fuese mejor y en ella hubiese alguna capacidad de sacrificio, me sacrificaría con gusto por vos o por los que os fueran queridos. Tiempo vendrá, y no ha de tardar mucho, en que os sujetarán a este hogar, que tanto queréis, otros lazos más fuertes y más tiernos, y entonces, señorita Manette, cuando veáis las felices miradas de un padre fijas en vuestros ojos o que vuestra belleza renace más brillante a vuestros pies, pensad en que hay un hombre que daría su vida para conservar la de un ser que os fuese querido. Dijo “adiós” y “Dios os bendiga” y salió de la estancia. 65 Historia de dos Ciudades Charles Dickens Capítulo XIV.—El honrado menestral Todos los días se ofrecían a las miradas del señor Jeremías Roedor y su feo hijo numerosos y variados objetos en la calle Fleet, mientras el padre estaba sentado en su taburete. Con una paja en la boca el señor Jeremías observaba la corriente humana que iba en dos direcciones, con la esperanza de que se presentara la ocasión de realizar algún negocio, pues una parte de los ingresos del señor Jeremías la ganaba sirviendo de piloto a algunas tímidas mujeres, muchas de ellas en la segunda mitad de su vida, para atravesar la calle de una parte a otra. Mas a pesar de que aquellas relaciones habían de ser forzosamente de breve duración, nunca el señor Roedor dejaba de expresar su ardiente deseo de tener el honor de beber a la salud de la mujer que acompañaba. Y los regalos que recibía con motivo de este benévolo propósito, constituían una parte de sus ingresos, como ya se ha dicho. Estaba un día el señor Roedor en uno de los momentos más desagradables, pues apenas pasaban mujeres y sus negocios tomaban tan mal cariz, que llegó a sospechar que su esposa estuviera rezando contra él, según tenía por costumbre, cuando le llamó la atención numeroso gentío que seguía por la calle Fleet hacia el oeste. Mirando en aquella dirección el señor Roedor se dio cuenta de que era la comitiva de un entierro y que, al parecer, los ánimos estaban excitados contra él, pues se oían numerosas protestas. — Un entierro, pequeño —dijo a su retoño. —¡Viva! —exclamó el joven Roedor. El muchacho dio a este “viva” un significado misterioso, pero ello sentó tan mal al autor de sus días, que dio a su hijo un papirotazo en la oreja. — ¿Qué es eso? —exclamó el padre.— ¿Por qué das un viva? ¡Que no vuelva a oírte, porque, de lo contrario, nos veremos las caras! —No hice nada malo —protestó el joven Roedor frotándose la mejilla. —Mejor es que te calles. Súbete al taburete y mira. Obedeció el hijo mientras se acercaba la multitud silbando y gritando en torno de un mal ataúd en un coche fúnebre bastante destartalado, y al que seguía un solo plañidor vestido con el traje del oficio, nada nuevo, que se consideraba indispensable para la dignidad de su posición. De todos modos esta posición no parecía agradarle, en vista de que la multitud lo rodeaba gritando, burlándose de él, haciéndole muecas y exclamando a cada momento: “¡Espías! ¡Mueran los espías!” y otros cumplidos por el estilo, aunque imposibles de repetir. Los entierros habían tenido siempre especial atractivo para el señor Roedor, quien parecía excitarse cuando una de las fúnebres comitivas pasaba ante el Banco Tellson. Y como es natural un entierro con tan extraño acompañamiento como aquél, despertó aún más su interés y preguntó al primer hombre que pasó por su lado: — ¿Qué ocurre? —No lo sé —le contestó el interpelado.— ¡Espías! ¡Mueran los espías! En vista de que no le habían contestado lo que deseaba, el señor Roedor preguntó a otro hombre quién era el muerto. —Lo ignoro —contestó éste. Y en seguida se llevó las manos a la boca a guisa de bocina y gritando con el mayor entusiasmo: —¡Espías! ¡Mueran los espías! Por fin pasó una persona mejor informada acerca del caso y por ella el señor Roedor averiguó que el entierro era el de un tal Roger Cly. —¿Era un espía? —preguntó el señor Roedor. —SÍí, de Old Bailey —le contestó su informador.— ¡Espías! ¡Mueran los espías de Old Bailey! 66 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko Llegó el turno al muchacho para escalar la verja. Lo hizo con el corazón palpitante, y una vez dentro del recinto vio que los tres hombres avanzaban arrastrándose por entre la hierba y las losas sepulcrales. Las cruces blancas semejaban fantasmas y la torre de la iglesia parecía el fantasma de un gigante monstruoso. No anduvieron mucho los tres hombres, pues a poco se detuvieron y empezó la pesca. Al principio empezaron a pescar con una azada. Luego el señor Roedor se dedicó a preparar un instrumento semejante a un enorme sacacorchos y los tres hombres trabajaban afanosamente con aquellas extrañas herramientas. De pronto resonaron las lentas campanadas del reloj de la iglesia y aquel ruido aterrorizó tanto a Jeremías el chico, que huyó con el cabello erizado como el de su padre. Pero la curiosidad que sentía no solamente le hizo cesar en su fuga, sino que lo indujo a volver. Los tres hombres seguían pescando con la mayor perseverancia. Por fin pareció haber picado algún pez. Se oyó el ruido quejumbroso de algo y los tres se inclinaron y hacían esfuerzos como agobiados por gran peso que, finalmente, dejaron sobre el suelo. El joven Jeremías sabía bien lo que era aquello, mas al ver que su venerado padre se inclinaba para abrirlo, se horrorizó tanto, que echó a correr sin detenerse, esta vez hasta que se halló a una o dos millas de distancia. No se habría detenido si no fuera por la necesidad que tenía de recobrar el aliento, pues deseaba terminar cuanto antes con la pesadilla que lo agobiaba. Le parecía que lo perseguía el ataúd que viera y al correr le parecía que a cada momento estaba a punto de apoderarse de él. Y lo acosaba de tal manera, se le echaba delante para hacerlo caer o lo cogía por el brazo con tal fuerza, que cuando el muchacho llegó a su casa estaba medio muerto de miedo. Y ni aun entonces lo dejó el maldito ataúd, sino que subió la escalera, se metió en la cama con él y se echó sobre su pecho cuando el pobre muchacho se quedó dormido. De su agitado sueño, el joven Jeremías fue despertado al salir el sol por su padre que estaba en la casa. Evidentemente algo malo le había ocurrido, pues el muchacho vio que su padre agarraba a su madre por las orejas y la sacudía contra la cabecera de la cama. —;¡Te dije que te acordarías! —exclamaba el padre.— ¡Y ahora vas a verlo! — ¡Jeremías! ¡Jeremías! —imploraba la pobre mujer. —Te empeñas en estropearme los negocios —dijo— y yo y mis socios lo pagamos. Tu obligación era obedecerme. ¿Por qué no lo has hecho? — ¡Hago todo lo que puedo por ser una buena mujer! —gemía la infeliz entre lágrimas. —«¿Acaso es ser buena mujer oponerse a los negocios del marido? ¿Es honrar al marido oponerse constantemente a sus negocios? — ¡No deberías dedicarte a negocios tan horribles, Jeremías! —No es de tu incumbencia decirme lo que debo hacer o lo que dejo de hacer. La mujer honrada deja que su marido se desenvuelva como quiera. ¿Y tienes el valor de llamarte una mujer piadosa? ¡Mejor preferiría una que no creyera en nada! Prosiguió el altercado en voz baja y terminó cuando el honrado menestral se quitó sus botas llenas de barro y se tendió en el suelo, con las manos cruzadas debajo de la cabeza a guisa de almohada. No hubo pescado para el almuerzo, que fue muy escaso. El señor Roedor estaba de un humor de perros y se puso al alcance de la mano una tapadera de hierro para tirársela por la cabeza a su mujer a la menor sospecha de que se dispusiera a rezar una oración. Por fin se cepilló el traje y se lavó y acompañado de su hijo se marchó a cumplir sus deberes. El muchacho, que andaba al lado de su padre, con el taburete bajo el brazo, era muy distinto de cuando, la noche anterior, iba tras los tres pescadores. Ya no tenía tanto miedo y sus terrores se habían disipado con la noche. —Padre —le dijo alejándose un poco e interponiendo el taburete para mayor precaución, — ¿qué es un desenterrador? —-¿Cómo quieres que lo sepa? —contestó el señor Roedor. 69 Historia de dos Ciudades Charles Dickens ——Creí que lo sabías todo, padre. —Pues bien, es —contestó después de quitarse el sombrero para dejar libres por un momento las púas de sus cabellos— es un menestral. —-¿Y en qué comercia, padre? —Los artículos que vende —dijo el padre después de ligera reflexión— son de naturaleza científica. — ¿Cadáveres humanos, verdad? ——Creo que es algo de eso. —¡Oh, padre! ¡Cuánto me gustaría ser desenterrador cuando tenga más años! El señor Roedor se sintió complacido, pero meneó la cabeza y dijo: —Eso depende de cómo desarrolles tu talento. Procura desarrollar tu talento y no ser hablador. Ahora no puede decirse todavía para qué cosa llegarás a servir. Y mientras el joven Jeremías dejaba el taburete ante la puerta del Banco y a la sombra del Tribunal, el señor Roedor se decía: —Jeremías, honrado menestral, puedes abrigar la esperanza de que ese muchacho será una bendición para ti y una compensación por la mujer que tienes. Capítulo XV.— Haciendo calceta Aquella mañana, temprano, hubo más parroquianos que de costumbre en la taberna del señor Defarge. A las seis de la mañana los rostros pálidos de los que miraban a través de las rejas de las ventanas, pudieron ver dentro otros rostros inclinados sobre los vasos de vino. Usualmente el señor Defarge vendía el vino aguado, pero aquella mañana, además de tener mayor cantidad de agua que de costumbre, el vino era agrio, o parecía tener la propiedad de agriar el humor de los madrugadores. Ninguna llama alegre y báquica parecía surgir de las prensadas uvas del señor Defarge, sino que entre las heces parecía estar escondido un fuego de brasas que ardía en la obscuridad. Era aquella la tercera mañana en que hubo libaciones muy tempranas en la tabema del señor Defarge. Empezaron en lunes y había llegado el miércoles. Verdad es que se hablaba más que se bebía, porque muchos de los concurrentes no habrían podido dejar una moneda sobre el mostrador, aunque dependiera de ello la salvación de su alma. Pero parecían tan satisfechos como si hubiesen pedido barricas enteras de vino y se deslizaban de un asiento a otro y de uno a otro rincón, tragando con voraces miradas conversación en lugar de bebida. A pesar de la numerosa concurrencia el amo de la taberna no se dejaba ver, pero nadie lo echaba de menos y nadie se fijaba tampoco en su mujer que, sentada detrás del mostrador, presidía la distribución del vino. A su lado estaba un cuenco lleno de monedas de cobre de las que habían desaparecido las efigies y que estaban tan desgastadas como pobres los bolsillos de que salieran. Tal vez los espías que vigilaban la taberna, como vigilaban todo lugar alto o bajo, desde la prisión hasta el mismo palacio real, observaron que la concurrencia parecía aburrirse mucho. Languidecían los juegos de naipes y los jugadores de dominó se entretenían en hacer castillos con las fichas, en tanto que otros trazaban extrañas figuras sobre las mesas con las gotas de vino que cayeran en ellas y mientras la señora Defarge seguía con su mondadientes la muestra del tejido en la manga de su traje, aunque indudablemente veía y oía cosas invisibles y lejanas. Así siguieron las cosas en la taberna durante todo el día. Al atardecer dos hombres cubiertos de polvo entraron en la calle que apenas alumbraban sus vacilantes faroles. 70 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko Uno de ellos era el señor Defarge y el otro el peón caminero del gorro azul. Sucios de polvo y muertos de sed entraron en la taberna y su llegada pareció despertar el interés y entusiasmo en todos los rostros que se asomaron a puertas y ventanas al verlos pasar. Nadie los siguió, sin embargo, y nadie habló en la taberna cuando entraron, a pesar de que todas las miradas estaban fijas en ellos. —Buenos días —exclamó el señor Defarge. Aquello pareció una señal para que se soltaran todas las lenguas, pues se oyó un coro de voces que contestaba —Buenos días. —Mal tiempo hace, señores —observó Defarge meneando la cabeza. Entonces cada uno de los concurrentes miró a su vecino y luego se quedaron con los ojos fijos en el suelo, exceptuando un hombre que se levantó y salió. —Esposa mía —dijo Defarge en voz alta, —he caminado algunas leguas con este buen peón Ccaminero que se llama Jaime. Lo encontré por casualidad a una jornada y media de París. Es un buen muchacho. Dale de beber, mujer. Otro hombre se levantó y salió a su vez. La señora Defarge sirvió un vaso de vino al peón caminero, llamado Jaime, el cual saludó a la concurrencia con su gorro azul y bebió. Llevaba en el pecho un mendrugo de pan moreno y empezó a comerlo entre trago y trago, al lado del mostrador de la señora Defarge. Entonces se levantó otro hombre y salió. Defarge se bebió un vaso de vino, menor que el servido al peón caminero, y se quedó, esperando a que éste terminara su refrigerio, pero sin mirar a nadie, ni siquiera a su mujer, que había reanudado su labor. — ¿Has terminado de comer, amigo? —preguntó. —SÍí, gracias. —Entonces ven. Verás la habitación que, según te dije, puedes ocupar. Salieron de la taberna, y entrando en un patio subieron por una escalera hasta lo alto de la misma, y por allí llegaron a una buhardilla ocupada en otro tiempo por un hombre de cabellos blancos que pasaba el tiempo haciendo zapatos. Entonces ya no había ningún hombre de blancos cabellos, sino, en su lugar, los tres hombres que un día miraron por el agujero de la llave y por unos agujeros en la pared. Defarge cerró cuidadosamente la puerta y habló en voz baja: —Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Tres. Este es el testigo que he encontrado yo, Jaime Cuatro. Habla, Jaime Cinco. El peón caminero, con el gorro azul en una mano, se limpió la morena frente y dijo: —.¿Por dónde he de empezar? —Por el principio —contestó Defarge. —Lo vi entonces, señores —empezó diciendo el peón caminero— hace un año, debajo del carruaje del marqués, colgado de la cadena. Yo dejé mi trabajo en el camino a la puesta del sol mientras el carruaje del marqués subía despacio la colina. El iba colgado de la cadena... así. Nuevamente el peón caminero imitó la postura extraña de aquel hombre. Entonces Jaime Uno le preguntó si había visto antes a aquel hombre. —Nunca —contestó el peón caminero recobrando la posición natural. Jaime Tres le preguntó cómo lo había reconocido —Por su elevada estatura —contestó el peón caminero. —Cuando, el señor marqués me preguntó cómo era, le contesté: “Alto como un espectro.” —Habrías debido decir que parecía un enano —observó Jaime Dos. 71 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —No sabe nada —dijo Defarge,— por lo menos nada que pueda conducirlo a la horca. Me encargaré de él. Lo tendré a mi lado y ya lo despediré. Tiene deseos de ver el mundo de la gente distinguida... al rey, a la reina y la corte. Se lo dejaremos ver el domingo. —:¡Cómo! —exclamó Jaime Tres.— ¿No es mala señal que desee ver al rey y la nobleza? —Jaime —contestó Defarge,— si quieres que un gato tenga ganas de leche, muéstrasela antes. Y si quieres que un perro se arroje sobre su presa, conviene que antes se la dejes ver. Nada más se trató entonces, y como encontraron al peón caminero dando cabezadas en lo alto de la escalera, lo invitaron a acostarse en el jergón de la buhardilla y al poco rato estaba profundamente dormido. A peor sitio podía haber ido a parar el peón caminero, y a no ser por cierto miedo que le inspiraba la señora, que, en apariencia, no se daba siquiera cuenta de su presencia, lo habría pasado bastante bien. Por esta razón al domingo siguiente el peón caminero no sintió ninguna alegría al ver que había de acompañarlo la señora Defarge quien, en unión de su marido, se disponía a llevarlo a Versalles. Pero lo que más desconcertó al peón caminero fue que la señora no abandonara su labor de costura ni por la calle ni cuando por la tarde estaban contemplando el paso de los reyes. —Trabajáis mucho, señora —le dijo un hombre que tenía al lado. —Sí —contestó la señora Defarge,— tengo mucho que hacer. —-¿Y qué hacéis, señora? —Muchas cosas. —.¿Por ejemplo? —Por ejemplo —replicó la señora Defarge,— mortajas. Pronto aparecieron los reyes rodeados de un enjambre de cortesanos de ambos sexos, vestidos con el mayor esplendor. Aquel brillante espectáculo entusiasmó al peón caminero que, sin poderlo remediar, empezó a dar vivas al rey, a la reina y a todo y a todos. Luego pudo visitar patios, jardines, terrazas, fuentes, arriates de flores, y ver de nuevo a los personajes reales y a la corte entera, hasta que el pobre hombre acabó llorando emocionado. Cuando la fiesta hubo terminado, Defarge se dirigió a él exclamando: — ¡Bravo! ¡Eres un buen muchacho! El peón caminero acababa de volver de aquella especie de borrachera y temió haberse excedido en sus últimas demostraciones de entusiasmo, pero no había nada de eso. —Eres, precisamente, el hombre que necesitamos —le dijo Defarge al oído; — has hecho creer a esa gente que esta situación va a durar siempre. Así se harán más insolentes y llegarán más pronto a su fin. —¡Caramba! —exclamó el peón.— ¡Es verdad! —Estos imbéciles no se dan cuenta de nada. Así como te desprecian y preferirían que murieses tú y hasta cien como tú antes que uno de sus caballos o de sus perros, oyen con gusto lo que tu voz les grita. Dejémosles que se engañen un poco más, que ya no puede ser por mucho tiempo. Capítulo XVI.— Más calceta La señora Defarge y su esposo regresaron en amigable compañía hacia el corazón de San Antonio, en tanto que un gorro azul avanzaba por entre las tinieblas en dirección a la aldea inmediata al castillo del marqués, quien, en su sepultura, gozaba del reposo etemo. 74 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko Los Defarge llegaron de noche, en el carruaje público a la puerta de París en que terminaba su viaje. Hubo la acostumbrada parada en el cuerpo de guardia de la barrera y avanzaron los faroles para examinar a los viajeros. El señor Defarge echó pie a tierra, pues conocía a uno o dos de los soldados y a uno de la policía. Y como de este último era amigo íntimo, se dieron un abrazo. Cuando San Antonio volvió a cobijar a los Defarge en sus obscuras alas y ellos descendieron del coche ya cerca de su domicilio, se encaminaron a su casa por las calles obscuras y llenas de barro. Entonces la señora Defarge preguntó a su marido: —- ¿Qué te dijo Jaime, el de la policía? —Esta noche muy poco, pero es todo lo que sabe. Han nombrado a otro espía para nuestro barrio. —Será necesario inscribirlo en el registro —dijo la señora Defarge. ¿Cómo se llama? —=Es inglés. —Mejor. ¿Cómo se llama? —Barsad. —-¿Y de nombre de pila? —JJuan. —Juan Barsad —repitió la mujer. — Muy bien. ¿Se conocen sus señas? —Es hombre de unos cuarenta años, de cinco pies nueve pulgadas de estatura, cabello negro, moreno, de rostro agradable, ojos negros, rostro delgado, nariz aguileña, pero no recta y ligeramente inclinada hacia la mejilla izquierda, y por lo tanto, su expresión es siniestra. —Buen retrato —dijo la señora Defarge riendo.— Mañana quedará inscrito. Una vez en la taberna, que estaba cerrada a causa de la hora, pues eran las doce de la noche, la señora Defarge se dirigió al mostrador, contó las monedas recaudadas durante su ausencia, examinó las entradas en el libro y las existencias, comprobó de todas las maneras posibles las cuentas de su empleado y finalmente lo mandó a la cama. Luego volvió a tornar el dinero y lo guardó en varios nudos de su pañuelo para mayor seguridad, en tanto que Defarge, con la pipa en la boca, admiraba a su mujer aunque nunca se entrometía en tales cuentas. La noche era calurosa y la tienda cerrada; sin contar con que estaba rodeada por numeroso vecindario, olía muy mal. El olfato del señor Defarge no era muy delicado, pero el vino, el ron y el aguardiente olían más que de costumbre y él trataba de alejar sus emanaciones a fuerza de manotadas en el aire. —Estás cansado —le dijo la señora Defarge.— Todo huele como de costumbre. —SÍí, estoy fatigado —contestó Defarge. —Y también un poco deprimido. ¡Oh, qué hombres! —;i¡Tarda tanto! —exclamó Defarge. —-¿Y qué cosa es la que no tarda? La venganza y la justicia siempre necesitan mucho tiempo. —No tarda tanto el rayo en herir a un hombre —observó el marido. —Pero ¿cuánto tiempo —replicó la mujer— se necesita para acumular la electricidad del rayo? Dímelo. Defarge levantó la cabeza, pero no contestó. —No tarda mucho un terremoto en tragarse una ciudad —dijo la señora.— ¿Sabes, por ventura, cuánto tiempo es necesario para que se prepare un terremoto? —Bastante tiempo, me parece. 75 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —Pero cuando está preparado y se produce, reduce a polvo todo lo que encuentra. Y en la actualidad se está preparando, aunque nadie lo vea o lo oiga. Este es tu consuelo. Recuérdalo. Y ató un nudo, con los ojos brillantes, como si estuviera estrangulando a un enemigo. —Te aseguro —añadió extendiendo la mano,— que si bien el camino es largo, está ya en él y en marcha. Te digo que nunca retrocede ni se detiene. Siempre avanza. Mira a tu alrededor y examina las vidas de toda la gente que conocemos. ¿Crees que eso puede durar? —No lo dudo, querida mía —contestó Defarge con la humildad de un escolar ante su maestro.— No niego nada de eso, pero ya es antiguo y es posible que no llegue en nuestros días. —¿Y qué? — exclamó la esposa. —Pues —contestó tristemente Defarge— que no veremos el triunfo. —Pero habremos ayudado para que llegue —contestó la mujer.— Nada de lo que hacemos se pierde. Con toda mi alma creo que veré el triunfo, pero aunque así no fuera, mientras exista un cuello de aristócrata y tirano, no dejaré de... Entonces la mujer con los dientes apretados hizo un terrible nudo en el pañuelo. —Tampoco me detendré yo por nada —contestó el marido. —Sí, pero víctimas. Y es preciso que conserves el ánimo sin necesidad de esto. Cuando llegue el tiempo suelta las fieras y el diablo mismo, pero hasta entonces tenlos encadenados, y, aunque no a la vista, siempre dispuestos. La señora Defarge reforzó su argumento golpeando el mostrador con los nudos llenos de dinero de su pañuelo y luego, observando que ya era hora de acostarse, se fue a la cama. Al día siguiente la admirable mujer estaba nuevamente sentada junto a su mostrador en la taberna, haciendo calceta con la mayor asiduidad. Tenía una rosa al alcance de la mano y de vez en cuando le dirigía una mirada. Había pocos parroquianos, ocupados en beber o en hablar. El día era muy caluroso. De pronto entró un nuevo personaje y, por la sombra que proyectó en la señora Defarge, ésta vio que se trataba de una persona desconocida. Inmediatamente dejó a un lado la labor y antes de mirar al recién llegado se puso la rosa en el cabello. Lo que ocurrió fue una cosa curiosa. En cuanto la señora Defarge tomó la rosa los parroquianos dejaron de hablar y gradualmente fueron saliendo de la taberna. —Buenos días, señora —dijo el recién llegado. —Buenos días, señor —contestó la señora Defarge, fijándose, al mismo tiempo, en que las señas de aquel individuo correspondían exactamente con las del espía que le indicara su marido la noche anterior. —-Os ruego que tengáis la bondad de darme un vasito de coñac y un poco de agua fresca. La señora Defarge lo sirvió cortésmente. — ¡Vaya un buen coñac éste, señora! Era la primera vez que el coñac merecía tal alabanza, como le constaba perfectamente a la señora Defarge, conocedora como era de sus antecedentes. Dio las gracias, sin embargo, y continuó trabajando. El visitante observó unos momentos los movimientos de sus dedos y exclamó: —Sois muy hábil en labores, señora. —Estoy ya acostumbrada. —Y el dibujo es muy lindo. —¿Os gusta? —contestó la señora mirándolo sonriente. —Mucho. ¿Puede saberse a qué lo destináis? 76 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko Después de haber logrado este resultado, aunque sin saber si podría serle de utilidad y en vista de que no llegaban nuevos clientes en quienes pudiera hacer otras observaciones, el señor Barsad pagó su consumación y se marchó, pero no sin decir antes que se prometía el placer de ver con alguna frecuencia al señor y a la señora Defarge. Y hasta que hubieron transcurrido algunos minutos desde su partida, el matrimonio permaneció en la misma actitud para evitar ser sorprendidos si regresaba. —+¿Crees que será verdad —preguntó el marido— lo que acaba de decir ése acerca de la señorita Manette? —Probablemente, no —contestó la mujer; — pero puede ser cierto. —Si lo fuera... — ¿Qué? —Si ha de llegar el triunfo a tiempo de que lo veamos... espero; por bien de ella, que el Destino retenga a su marido lejos de Francia. —-El destino de su marido —dijo la señora Defarge — lo llevará adonde deba ir y al fin que le esté reservado. Esto es todo lo que sé. —Pero es muy extraño que dada nuestra simpatía hacia ella y hacia su señor padre, el nombre de su marido deba quedar proscrito en este instante bajo tu mano, al lado del de ese perro infernal que acaba de dejarnos. —Más extrañas cosas veremos cuando llegue el momento. Tengo a los dos aquí y aquí están por sus méritos. Eso basta. Dichas estas palabras arrolló la labor que estaba haciendo y se quitó la rosa del cabello; y o bien San Antonio tuvo el presentimiento de que acababa de quitarse aquel adorno tan poco de su gusto o estaba observando su desaparición, porque poco después el Santo se atrevió a entrar y a los pocos instantes la tabema había recobrado su acostumbrado aspecto. Por la noche, hora en que los habitantes del barrio de San Antonio salían de sus casas y se sentaban delante de las puertas, para respirar un poco, la señora Defarge, con su labor en la mano, solía ir de puerta en puerta y de grupo en grupo. Había muchas misioneras como ella que el mundo no volverá a ver. Todas las mujeres hacían calceta, procurando distraer el hambre con esta ocupación, pues de haber estado quietos aquellos flacos dedos, no hay duda de que los estómagos sentirían el hambre con mayor intensidad. Al mismo tiempo que se movían los dedos, se movían los ojos y los pensamientos. Y a medida que la señora Defarge pasaba de un grupo a otro, trabajaban los dedos de las mujeres con mayor ardor. El señor Defarge estaba sentado a su puerta y miraba a su mujer con admiración. —Es una mujer fuerte —se decía,— una gran mujer. Llegó la obscuridad y se oyeron las campanas de las iglesias y el redoblar de los tambores en el patio del Palacio, pero las mujeres seguían haciendo calceta. La obscuridad las acompañaba, pero otra obscuridad se avecinaba, en que las campanas de las iglesias, que entonces resonaban alegremente, serían fundidas para convertirlas en cañones; en que los tambores redoblarían para ahogar una débil voz, aquella noche tan potente como la voz del Poder, de la Abundancia, de la Libertad y de la Vida. Todo eso empezaba a rodear a las mujeres que, sentadas, se ocupaban en hacer calceta, así como ellas rodearían una estructura no construida todavía, y junto a la cual harían calceta sin parar, en tanto que contaran las cabezas que iban cayendo. Capítulo XVII.— Una noche Nunca se puso el sol con más brillante gloria en el rincón de Soho que una tarde memorable en que el doctor y su hija estaban sentados bajo el plátano, ni la luna se levantó más brillante que aquella noche, para encontrarlos sentados debajo del árbol. 79 Historia de dos Ciudades Charles Dickens Lucía iba a casarse al día siguiente y se disponía a pasar aquella última noche de soltera al lado de su padre. —-¿Sois feliz, padre mío? —Completamente, hija mía. Poco se habían dicho, aunque hacía ya rato que estaban allí. Mientras hubo luz para trabajar, Lucía no se dedicó a sus labores ni leyó para su padre, como solía hacer, pues aquel día no era como los demás y no podía dedicarse a las mismas cosas. —Yo también soy feliz esta noche, padre querido. Soy feliz con el amor que el Cielo ha bendecido... el mío por Carlos y el de Carlos por mí. Mas si mi vida no hubiera de ser consagrada a vos y mi casamiento hubiese de separarnos, aunque no mediaran entre ambos más que algunas calles, me sentiría en extremo desdichada. Y a la luz de la luna, la joven apoyó su cabeza en el pecho de su padre. —¡Querido padre! —exclamó.— ¿Estás seguro de que los nuevos afectos que voy a crearme no se interpondrán entre nosotros? —Completamente, hija mía. Por el contrario, creo que el porvenir será más feliz para todos. —Si pudiera esperarlo así, padre... —Puedes estar segura, hija querida. Es lo más natural. Tú, que eres joven aún, no puedes formarte idea de la ansiedad que ha de sentir un padre por el porvenir de su hija. Y aunque viviéramos como hasta aquí, dedicados el uno para el otro, no podría yo ser feliz si sabía que la dicha de mi hija no era completa. —Habría continuado siendo feliz, padre, si nunca en la vida hubiese visto a Carlos. —En eso te equivocas. De no haber sido Carlos, sería otro. Y si no hubiese sido otro, la culpa la tendría yo y, en tal caso, el período sombrío de mí vida habría proyectado su sombra más allá de mí mismo, cayendo sobre ti. Dichas estas palabras abrazó a su hija y poco después entraron en la casa. A la boda no asistirían más invitados que el señor Lorry, y la única doncella de honor que tendría Lucía era la flaca señorita Pross. El casamiento no había de ocasionar cambio alguno en su residencia, pues se limitaron a alquilar el piso superior, que hasta entonces había ocupado un vecino invisible. Aquella noche, mientras cenaban, el doctor estuvo bastante alegre. A la mesa eran tres: él, su hija y la señorita Pross. El doctor lamentó que Carlos no estuviese con ellos, pero bebió cordialmente a su salud. Llegó la hora de dar las buenas noches a Lucía y se separaron, pero en el silencio de las tres de la madrugada la joven, sintiendo ciertos temores, descendió nuevamente la escalera y entró en la habitación de su padre. Pero todo estaba en su sitio y el doctor dormía tranquilo; la joven observó unos instantes aquel hermoso rostro surcado por las arrugas de los sufrimientos y rogó fervientemente que le fuera concedido ser tan fiel a su padre como deseaba. Luego lo besó en los labios y salió de la estancia. Capítulo XVIII.— Nueve días Brillaba esplendoroso el día de la boda, y todos estaban aguardando en la parte exterior de la estancia en que se había encerrado el doctor para hablar con Carlos Darnay. Estaban preparados para ir a la iglesia, la hermosa novia, el señor Lorry y la señorita Pross, la cual no podía dejar de pensar que el novio no debía de haber sido Carlos Darnay, sino su hermano Salomón. —.¿Para esto —exclamó el señor Lorry después de dar vueltas en torno de la hermosa novia para verla por todos lados,— para esto os traje a través del Canal? ¡Dios mío! ¡Cuán poco pude adivinar lo que estaba haciendo! ¡Y qué poco valor daba al favor que hacía a mi amigo Carlos Damay! 80 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —¿Cómo podí ais figurároslo?— exclamó la señorita Pross.— No digáis tonterías. —-¿De veras? Bueno, no lloréis —contestó el cariñoso señor Lorry. —No lloro —contestó la señorita Pross.— Vos sí que lloráis. —¿Yo? —Hace poco que estabais llorando, no lo neguéis —contestó la señorita Pross.— Además, el regalo de un servicio de plata como el que habéis hecho, es capaz de hacer llorar a cualquiera. No hay una sola cuchara o tenedor en la colección sobre los que yo no haya derramado lágrimas. —Lo agradezco mucho —contestó el señor Lorry— aunque nunca tuve la intención de que nadie se conmoviera a tal extremo al ver ese regalo modesto. Y esta ocasión me hace pensar en lo que he perdido. ¡Dios mío! ¡Cuando pienso en que hace cincuenta años, por lo menos, que podría haber una señora Lorry! —De ninguna manera —contestó la señorita Pross. —.¿Por qué? —¡Bah!, Cuando estabais en la cuna ya erais un solterón. —Es muy probable —contestó el señor Lorry arreglándose y ajustándose la peluca. —Y ya fuisteis cortado en el patrón de los solterones. —Es verdad, aunque tendrían que haberme consultado antes. Pero no hablemos más de eso. Ahora, mi querida Lucía —dijo rodeando el talle de la joven con su brazo,— oigo movimiento en la estancia vecina, y tanto la señorita Pross como yo, que somos personas de negocio, queremos deciros algo que conviene que sepáis. Dejáis a vuestro padre en manos tan cariñosas como las vuestras propias. Se le cuidará extremadamente; durante la próxima quincena, mientras estaréis en vuestro viaje de boda, hasta el mismo Banco Tellson será olvidado, si es preciso, para que nada falte a vuestro padre. Y cuando éste vaya a reunirse con vos y con vuestro marido, para viajar durante otra quincena por el País de Gales, veréis que llega a vuestro lado en perfecto estado Y feliz. Dejadme, querida, que os bese y que os dé la bendición de un solterón, antes de que alguien venga a reclamar lo suyo. Por un momento miró el lindo rostro y luego aproximó la dorada cabeza a su peluca con tal delicadeza y cariño, que si estas cosas eran pasadas de moda, por lo menos eran tan antiguas del tiempo de Adán. Se abrió la puerta de la vecina estancia y salieron el doctor y Carlos Darnay. El primero estaba mortalmente pálido, al revés de cuando entró en la estancia, pero la expresión de su rostro no parecía haber sufrido alteración alguna. Dio el brazo a su hija y con ella bajó la escalera para subir al carruaje que alquilara el señor Lorry en honor de la fiesta. Los demás siguieron en otro vehículo, y en breve, en una iglesia del barrio, sin ojos extraños que los miraran, Carlos Darnay y Lucía Manette quedaron unidos en matrimonio. Además de las lágrimas que brillaban en los ojos de algunos de los circunstantes, en la mano de la novia resplandecían algunos brillantes magníficos que salieron de la obscuridad de los bolsillos del señor Lorry. Todos los concurrentes a la boda volvieron a la casa para almorzar y la fiesta transcurrió apacible. También, a su debido tiempo, el cabello dorado que se confundiera con los blancos mechones en la buhardilla de París, se confundieron nuevamente con ellos en el umbral de la puerta y en el momento de la despedida. Fue muy triste, aunque no larga. Pero el padre dio ánimos a su hija, y desprendiéndose de sus brazos dijo al novio: —llévatela, Carlos. Es tuya. Y su temblorosa mano hizo un ademán de despedida a los novios que se alejaron en una silla de posta. 81 Historia de dos Ciudades Charles Dickens Pero las dudas que sintiera el buen señor Lorry quedaron disipadas por la presencia de la señorita Pross, la cual le dirigió algunas palabras en voz baja referentes al cambio que había experimentado el doctor. Y así convinieron en que no le dirían una palabra hasta que llegase la hora de la comida y que entonces el banquero se presentaría al doctor como si nada hubiera ocurrido. En efecto, el señor Lorry se presentó a la hora de comer; llamaron al doctor como de costumbre y éste acudió al comedor. El señor Lorry, deseoso de no alarmar a su amigo, dio a entender en la conversación que el matrimonio de Lucía había tenido lugar el día anterior, pero luego hizo una ligera alusión al día en que se hallaban de la semana, y eso pareció intranquilizar al doctor. Pero, por lo demás, estuvo tan sereno y apacible como de costumbre y el señor Lorry resolvió llevar a cabo el plan que se había trazado. Una vez se quedaron solos, el banquero dijo a su amigo: —Mi querido Manette, deseo conocer vuestra opinión confidencial acerca de un caso muy curioso que me interesa sobremanera. El doctor miró sus manos, manchadas por su reciente trabajo, y pareció dispuesto a escuchar con la mayor atención. —Se trata de un querido amigo mío, doctor Manette— continuó el señor Lorry.— Por eso busco vuestro consejo en beneficio de él y de su hija... pues tiene una hija, querido doctor. —Si no me equivoco —dijo el doctor en voz baja — se trata de algún choque mental... —Precisamente. —Haced el favor de darme toda clase de detalles. El señor Lorry observó que su amigo le entendía perfectamente y continuó diciendo: —En efecto, mi querido Manette, mi amigo sufrió un choque mental hace ya mucho tiempo, choque que afectó su mente. No sé cuánto tiempo estuvo sufriendo su desgracia; porque mi amigo lo ignora por completo. El caso es que se repuso, aunque mi amigo ignora cómo, pero ha llegado a ser un hombre normal, inteligente, capaz, de dedicarse a trabajos intelectuales y de aumentar sus conocimientos, que ya eran notables. Pero, por desgracia, ha habido... una ligera recaída. —-¿De qué duración? —preguntó el doctor en voz baja. —De nueve días con sus noches. —-¿Qué hizo vuestro amigo en ese tiempo? Si no me equivoco haría lo mismo que cuando había perdido su inteligencia. —Precisamente. —-¿Lo visteis, antiguamente, dedicado a la misma ocupación? —Una vez tan sólo. —¿Observasteis si hacía lo mismo en su recaída? ——Creo que obraba exactamente de la misma manera. —Me habéis hablado de su hija. ¿Está enterada de la recaída? —No. Se le ha ocultado por completo y creo que no lo sabrá nunca. Solamente estamos enterados yo y una persona en la que puedo fiar por completo. —Habéis obrado perfectamente —dijo el doctor estrechando la mano de su amigo. — Ahora bien, mi querido Manette, ya sabéis que soy hombre de negocios y, por lo tanto, incapaz de ver claro en asuntos tan difíciles. Necesito vuestro consejo y vuestra opinión acerca de las causas que originaron esta recaída. ¿Creéis que haya peligro de que sobrevenga otra? ¿Podría evitarse? ¿En caso 84 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko de que ocurriera a pesar de todo, cómo puede tratarse? ¿Qué puedo hacer en obsequio de mi amigo? Probablemente con vuestra sagacidad, vuestros conocimientos y vuestra inteligencia, podréis darme el remedio que busco. —Creo muy probable —dijo el doctor después de ligera pausa —que vuestro amigo temía ya la recaída. — ¿Lo creéis así? —En efecto. No podéis tener idea del peso que en la mente del enfermo tienen esos temores y de cuán difícil es obligarles a hablar del motivo de su preocupación. —.¿No creéis que sería para él un alivio confiarse en otra persona? —Es probable, pero ya os he dicho que casi no es posible que se decida a ello. —-¿Y a qué podéis atribuir su ataque? —preguntó el señor Lorry. —Desde luego se puede atribuir a que despertaron los recuerdos que fueron causa de su enfermedad. El paciente trataría de resistir, pero no le fue posible conseguirlo. —-¿Creéis que mi amigo puede recordar lo que hizo durante su recaída? El doctor meneó la cabeza y miró a su alrededor. Luego contestó: —Absolutamente nada. —Veamos ahora, mi querido doctor, cuál es vuestra opinión acerca del porvenir. —Tengo las más firmes esperanzas acerca de él. Ya que el Cielo quiso que recobrase la lucidez tan pronto, crea que ha pasado lo peor para él. —Perfectamente. No sabéis cuánto me contenta eso. Pero quisiera conocer vuestra opinión acerca de otros dos puntos. —Os escucho. —El primero es el siguiente: Mi amigo es hombre muy estudioso, enérgico y trabaja constantemente para adquirir nuevos conocimientos en su carrera. ¿No creéis que trabaja demasiado? —No lo creo. Probablemente es mejor que su mente esté siempre ocupada. Y creo que más bien le conviene el estudio y el trabajo. —El segundo punto que deseo consultaros es éste: La ocupación que reanudó mi amigo en su ataque, del que felizmente se ha repuesto, es... la de herrero, eso es, de herrero. En sus tiempos de desgracia tenía la costumbre de trabajar en una pequeña forja, y mientras duró su recaída volvió, a trabajar en ella. ¿No creéis que hace mal conservándola a su lado? El doctor no contestó, pero se pasó la mano por la frente. —Siempre la ha tenido en su habitación —continuó el señor Lorry. ¿No sería mejor que la tirase de una vez? El doctor no contestó inmediatamente, pero luego dijo: —Es muyy difícil explicar ciertas cosas. El pobre enfermo había deseado tanto, en un tiempo, que se le dejara trabajar, para olvidar con el trabajo el dolor que lo agobiaba, que, sin duda, no se ha resuelto a alejar de sí lo que tanto consuelo le dio durante largos años de dolor. Y aun ahora, ya restablecido, al pensar en la posibilidad de que necesitara ocuparse en el mismo trabajo sin hallar las necesarias herramientas, siente terror comparable solamente al que causaría a cualquiera el verse separado de su hija. —Perdonadme si insisto, pero ¿no creéis que la conservación de esas herramientas contribuye al recuerdo de las ideas con ella relacionadas? El doctor guardó silencio, pero a los pocos instantes dijo: —Haceos cargo de que se trata de un antiguo amigo. 85 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —A pesar de eso, creo que mi amigo hace muy mal en conservar esos objetos —exclamó el señor Lorry con mayor firmeza al advertir que se debilitaba la resolución del doctor.— Estoy seguro de que le es perjudicial y que por el amor de su hija debería separarse de ellos. —Por el amor de su hija puede autorizarse que se los quiten —contestó el doctor después de dudar un poco;— pero yo, en vuestro lugar, no me llevaría la fragua y las herramientas mientras él estuviera presente. Quitadlo todo cuando él no esté. El señor Lorry se conformó y así terminó la conferencia. Pasaron un día en el campo y el doctor acabó de restablecerse. Pasó muy bien los tres días siguientes y al cuarto marchó a reunirse con Lucía y su marido. El señor Lorry le había explicado ya las precauciones que se tomaron para ocultar su estado, y así Lucía no pudo sospechar cosa alguna. Por la noche del día en que el doctor salió de Londres, el señor Lorry se encaminó a la habitación del padre de Lucía, provisto de una cuchilla, de una sierra, de un formón y de un martillo, escoltado por la señorita Pross que llevaba una luz. Y allí, después de haber cerrado la puerta y con el mayor misterio, como si se dispusieran a cometer un crimen, el señor Lorry destrozó la banqueta, alumbrado por la señorita Pross. Luego quemaron las astillas en la cocina y las herramientas y los zapatos fueron enterrados en el jardín. Y tanto el señor Lorry como la señorita Pross, mientras estaban ocupados en su tarea, llegaron a creerse, y casi a parecer cómplices de un crimen horrible. Capítulo XX.— Una súplica Cuando regresaron los recién casados de su viaje, la primera persona que acudió a felicitarles fue Sydney Carton. No parecía haber mejorado de traje, de ademanes ni de aspecto, pero se advertía en él cierta expresión de fidelidad que llamó la atención de Carlos Darnay. Sydney aprovechó la primera oportunidad para hablar a solas con Carlos, y en cuanto lo hubo llevado al hueco de una ventana le dijo: —Señor Darnay, tengo los mayores deseos de que seamos amigos. —Me parece que lo somos ya contestó Darnay. —Sois lo bastante amable para contestarme así, pero no deseo oír de vuestros labios palabras de pura fórmula. Lo que deseo es lograr vuestra amistad sincera y verdadera. —Casi no os comprendo —le contestó Carlos sonriendo. —Es difícil darme a entender —dijo Sydney,— pero voy a intentarlo. ¿Os acordáis de cierta ocasión en que yo estaba más borracho que de costumbre? —Recuerdo una ocasión en que me obligasteis a confesar que habíais bebido algo más de la cuenta. —También yo me acuerdo. Pues bien, en aquella ocasión estuve insufrible acerca de si me erais simpático o no. Quisiera rogaros que olvidarais todo aquello. —Hace tiempo que lo olvidé. —¡Vuelta a las amabilidades de pura fórmula! Yo no me olvido con esa facilidad, y una respuesta ligera como la que acabáis de darme no ha de contribuir a que olvide. —-Os ruego que me perdonéis si mi respuesta os pareció ligera —contestó Carlos Darnay— Creo que es una cuestión que no vale la pena, aunque a vos parece importaros mucho. Os repito, a fe de caballero, que hace mucho tiempo que había olvidado tal cosa, lo cual no tiene gran mérito, porque aquel día me prestasteis un favor inmenso. —En cuanto a ese favor inmenso —replicó Carton— debo confesaros que lo hice tan sólo para lucirme profesionalmente, pero nada me importaba lo que pudiera ser de vos. 86 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko —Aquí os traigo tres pedazos de pan con queso para aumentar el almuerzo matrimonial, Damay. La cortés negativa a aceptarlos irritó sobremanera al señor Stryver, quien, en adelante, contribuyó a la educación de aquellos caballeritos, poniéndoles en guardia contra el orgullo de los mendigos como aquel profesor. También tenía la costumbre de referir a su esposa, cuando estaba cargado de vino, las artimañas de que se valió la señora Darnay para “pescarle” y de las habilidades de que tuvo que valerse para no ser “pescado”. Algunos de sus compañeros de profesión le excusaban diciendo que lo había referido tantas veces que acabó por creerlo. Estos eran, entre otros, los ecos que Lucía escuchaba, a veces pensativa y otras divertida, hasta que su hija tuvo seis años. Inútil es decir cuán cerca de su corazón resonaban los ecos de los pasos de su hija, de su padre y de su marido. Pero había otros ecos distintos que rugían amenazadores. En el sexto cumpleaños de Lucía empezaron a ser espantosos, como si se desencadenara una gran tempestad en Francia y los mares se alborotaran. Una noche, a mediados de julio de mil setecientos ochenta y nueve, el señor Lorry llegó algo tarde, desde el Banco Tellson, y se sentó al lado de Lucía y de su marido, junto a la obscura ventana. Hacía mucho calor, la noche era pesada y todos recordaron la de aquel domingo en que vieran relampaguear desde el mismo sitio. —Empiezo a creer —dijo el señor Lorry echándose la peluca hacia atrás — que pronto tendré que pasar la noche en el Banco. Tenemos tanto que hacer que no sabemos siquiera por dónde empezar. Parece que en París cunde la intranquilidad y que todo el mundo se apresura a testimoniar su confianza en nosotros. Nuestros clientes parece que no vean el momento de confiarnos su fortuna. Positivamente, entre muchos de ellos reina la manía de mandar dinero a Inglaterra. —Esto es un mal síntoma —dijo Darnay. —Es cierto, aunque no conocemos la causa. La gente apenas raciocina. —Sin embargo, ya sabéis cuán cargado y amenazador está el cielo. —Lo sé. Naturalmente —dijo el señor Lorry tratando de convencerse a sí mismo de que estaba de mal humor,— pero deseo pelearme con alguien después de trabajar tanto. ¿Dónde está Manette? —Aquí —dijo el doctor entrando. —Me complace que estéis en casa, porque las prisas y los presentimientos de todo el día me han puesto nervioso sin motivo. ¿Vais a salir? —No, pero voy a jugar al chaquete con vos, si queréis —contestó el doctor. —No tengo ganas esta noche. ¿Está el té dispuesto, Lucía? No puedo verlo con tan poca luz. —Se os ha guardado. —Gracias, querida. ¿Está dormida la niña? —Profundamente. —Así me gusta, que todos estén en casa y en buena salud. Estoy preocupado, a causa del mucho trabajo del día. Ya no soy joven. Mientras aquellos amigos estaban sentados en la casa de Soho, resonaban en París y en el barrio de San Antonio ruido de pies alocados y peligrosos que penetran a la fuerza en la vida de cualquiera y que son difíciles de limpiar si alguna vez se tiñen de rojo. Aquella mañana San Antonio se vio invadido por una masa de gente miserable que iba de una parte a otra, sobre cuyas cabezas ondulantes brillaba, a veces, la luz al reflejarse en los sables y las bayonetas. Tremendo rugido surgía de la garganta de San Antonio, y se agitaba en el aire un verdadero bosque de armas desnudas, como ramas de árboles sacudidas por el viento invernal; todos los dedos oprimían con fuerza un arma o cualquier cosa que sirviera de tal. Nadie habría podido decir quién se las daba ni de dónde procedían; pero en breve se distribuyeron mosquetes, cartuchos, pólvora y balas, barras de hierro y de madera, cuchillos, hachas, 89 Historia de dos Ciudades Charles Dickens picas y toda arma que se pudiera encontrar o imaginar. Y los que no tenían otra cosa se dedicaban con ensangrentadas manos a sacar de las paredes las piedras y los ladrillos. Todos los corazones, en San Antonio, latían con el apresuramiento de la fiebre, y todo ser que tenía vida estaba dispuesta a sacrificarla. Así como un remolino de agua hirviente tiene su vorágine, así aquel remolino humano tenía su centro en la taberna de Defarge, y cada una de las gotas humanas que había en el monstruoso caldero mostraba tendencia a dirigirse hacia el punto en que se hallaba Defarge, sucio de sudor y de pólvora, que daba órdenes, entregaba armas, hacía avanzar a unos y retroceder a otros, desarmaba a uno para armar a otro y trabajaba como un endemoniado en lo más espeso de aquella confusión. —¡Ponte cerca de mí, Jaime Tres! —gritó Defarge;— y vosotros, Jaime Uno y Jaime Dos, separaos o poneos a la cabeza de tantos patriotas como os sea posible. ¿Dónde está mi mujer? —¡Aquí! —le gritó su esposa siempre tranquila aunque sin estar entregada a su labor de calceta. La decidida mano derecha de aquella mujer tenía asida un hacha y en su cintura llevaba una pistola y un cuchillo. —-¿Adónde vas, mujer? —Ahora contigo —le contestó ella.— Luego ya me verás a la cabeza de las mujeres. —;¡¡Ven, pues! —exclamó Defarge con fuerte voz.— ¡Ya estamos listos, patriotas y amigos! ¡A la Bastilla! Con un rugido como si, al oír la detestada palabra, resonaran todas las voces de Francia, se levantó aquel mar viviente, y sus numerosas oleadas se extendieron por parte de la ciudad. Se oían Campanadas de alarma, redoblar de tambores y aquel mar alborotado empezó el ataque. Profundos fosos, doble puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho enormes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo... A través del fuego, y del humo, en el fuego y en el humo, porque aquel mar lo arrojó contra un cañón, y en un instante se convirtió en artillero, Defarge, el tabernero, trabajó como valeroso soldado por espacio de dos horas. Profundo foso, un solo puente levadizo, macizos muros de piedra, ocho grandes torres, cañones, mosquetes, fuego y humo... Cae un puente levadizo. ¡Animo, camaradas! ¡Animo, Jaime Uno, Jaime Dos, Jaime Mil, Jaime Dos Mil, Jaime Veinticinco Mil! ¡En nombre de los ángeles o de los diablos, como queráis! ¡Animo! Así gritaba Defarge, el tabernero, junto a su cañón, que estaba ya rojo. —¡A mí las mujeres!— gritaba Madame Defarge: ¡Cómo! ¿No podremos matar como los hombres cuando haya caído la plaza? Y acudían a su lado gritando numerosas mujeres diversamente armadas, pero todas iguales por el hambre y la sed de venganza que las animaba. Cañones, mosquetes, fuego y humo... pero aun resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres. En el mar que atacaba se veían pequeños desplazamientos originados por los heridos que caían. Chispeantes armas, antorchas ardientes, carros humeantes llenos de paja húmeda, enormes esfuerzos junto a las barricadas, gritos, maldiciones, actos de valor, estruendos, chasquidos y los furiosos rugidos del viviente mar; pero aun resistían el profundo foso, el puente levadizo, los macizos muros de piedra y las ocho enormes torres; no obstante, Defarge, el tabernero, seguía disparando su cañón doblemente enrojecido por el incesante fuego de cuatro horas. Una bandera blanca desde dentro de la fortaleza y un parlamentario... apenas visible entre aquella tempestad y por completo inaudible. De pronto el mar se encrespó y arrastró a Defarge, el tabernero, sobre el tendido puente levadizo, lo hizo pasar más allá de los macizos muros de piedra, entre las ocho enormes torres que se habían rendido. Tan irresistible era la fuerza del océano que lo arrastraba, que, para él, era tan impracticable respirar como volver la cabeza, como si hubiera estado luchando contra la resaca del mar del Sur, hasta que, por fin, se vio dentro del patio exterior de la Bastilla. Allí, apoyado en una pared, hizo un esfuerzo para mirar a su alrededor. Cerca de él, estaba Jaime Tres, y la señora Defarge, capitaneando a algunas mujeres, se hallaba a poca distancia 9 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko empuñando el cuchillo. El tumulto era general, reinaba la alegría, la estupefacción y se oía un ruido espantoso. —iLos presos! —iLos registros! — ¡Los calabozos secretos! — ¡Los instrumentos de tortura! —iLos presos! Entre estos gritos y otras mil incoherencias, el grito más general entre aquel mar de cabezas era el de: “¡Los presos!” Cuando penetraron los más en el interior de la fortaleza, llevando consigo a los oficiales, y amenazándolos de muerte inmediata si dejaban de mostrarles el más pequeño rincón, Defarge dejó caer su fuerte mano sobre el pecho de uno de aquellos hombres, ya de alguna edad, que sostenía una antorcha encendida, lo separó del resto y lo acorraló contra la pared. — ¡Llévame a la Torre del Norte! —ordenó.— ¡Vivo! —Con mucho gusto —contestó el hombre,— si queréis acompañarme. Pero no hay nadie allí. — ¿Qué significa “Ciento cinco, Torre del Norte? —preguntó Defarge— ¡Contesta! — ¿Que qué significa? —-¿Se refiere a un hombre o a un calabozo? ¿Quieres que te mate? —;¡Mátale! —gritó Jaime Tres que se había acercado. —Señor, es un calabozo. —¡Enséñamelo! —Venid por aquí. Jaime Tres, evidentemente desilusionado por el giro que tomaba, el diálogo y que no hacía presumir que hubiera sangre, cogió el brazo de Defarge mientras éste asía al carcelero. En aquellos momentos los tres habían estado con las cabezas juntas, pero ni aun así habrían podido oírse, tan tremendo era el ruido de aquel océano viviente cuando hizo irrupción en la fortaleza e inundó los patios, los pasadizos y las escaleras. Pero fuera el escándalo era también formidable y a veces entre los clamores de todos surgían algunos gritos más fuertes que se elevaban en el aire como chorros de agua. A través de lóbregos corredores en que nunca había brillado la luz del día, pasando ante las horribles puertas de obscuras mazmorras y jaulas, bajando cavernosas escaleras o subiendo pendientes ásperas de piedra y de ladrillo, más semejantes a cascadas secas que a escaleras, Defarge, el carcelero y Jaime Tres, cogidos del brazo, iban con toda la rapidez posible. De vez en cuando, especialmente al principio, la inundación les cerraba el paso o los arrastraba, pero en cuanto empezaron a subir una torre se vieron solos. Cercados entonces por el macizo, espesor de los muros y de las arcadas, se oía muy débilmente la tempestad que se desarrollaba dentro y fuera de la fortaleza, como si el ruido que antes tuvieron que soportar les hubiese destrozado los oídos. Se detuvieron, por fin, ante una puerta baja, el carcelero puso una llave en la cerradura, se abrió la puerta lentamente y dijo cuando sus compañeros inclinaban la cabeza para entrar: — ¡Ciento cinco, Torre del Norte! Había en lo alto de la pared una ventanita enrejada y con una especie de pantalla de piedra ante ella, de manera que solamente se pudiera ver el cielo después de echarse casi al suelo. A poca distancia había una chimenea, también cerrada por espesa reja y en el hogar se veían los restos carbonizados de un poco de leña. Había un taburete, una mesa y un lecho de paja. Las paredes estaban ennegrecidas y en una de ellas se veía una anilla de hierro oxidado. 91 Historia de dos Ciudades Charles Dickens —No está muerto. Nos temía tanto... y con razón..., que se hizo pasar por muerto y se celebró su entierro y su funeral. Pero lo han encontrado vivo, escondido en el campo, y lo han traído. Acabo de verlo en el Hótel de Vílle. Está preso. Tengo razón al decir que nos temía. Decid, ¿tenía razón? Habríase muerto de terror aquel desgraciado pecador, de más de setenta años si hubiese podido oír el grito general que contestó a las palabras del tabernero. Hubo un momento de silencio. Se miraron marido y mujer, La Venganza se inclinó y se oyó el redoblar de un tambor. — ¿Estamos listos, patriotas? —exclamó el tabernero. Instantáneamente apareció el cuchillo de la señora Defarge; el tambor redoblaba por las calles como si él y quien lo tocaba hubiesen aparecido por arte de magia; y La Venganza, profiriendo espantosos gritos y levantando los brazos, semejante, no a una, sino a cuarenta Furias, iba de casa en casa para excitar a las mujeres. Terribles eran los hombres que, animados por la cólera, asomaban sus rostros por las ventanas asiendo las armas que estaban a su alcance, salían a la calle; pero el aspecto de las mujeres bastaba para helar la sangre del más valiente. lban con el cabello suelto, excitándose unas a otras, hasta que enloquecían profiriendo salvajes gritos y se agitaban con descompuestos ademanes. —¡Muera el villano Foulon que me robó a mi hermana! — ¡Maldito sea, que me robó a mi madre! —¡A mí me quitó a una hija! —¡El asesino que dijo al pueblo que comiera hierba! Y, gritando y pidiendo a los hombres que les dieran la sangre del malvado Foulon, se ponían frenéticas, y después de aullar como fieras y de arañar a sus mismos amigos, rodaban por el suelo presa de convulsiones y desmayos, costando no poco a los suyos salvarlas de ser pisoteadas. Mas no se perdió un sólo instante. Foulon estaba en el Hótel de Ville y capaces eran de dejarlo en libertad, pero eso no sería si San Antonio podía impedirlo y vengar sus sufrimientos, insultos e injusticias. Hombres y mujeres armados salieron tan aprisa del barrio que, al cabo de un cuarto de hora, no había nadie en San Antonio, excepción hecha de los viejos y de los llorosos niños. Pronto llegaron a la sala del Hótel de Ville en que se hallaba aquel viejo, feo y malvado. Los Defarge, marido y mujer, La Venganza y Jaime Tres estaban en primera fila y a poca distancia del objeto de sus iras. —Mirad —dijo la tabernera señalando al viejo con la punta de su cuchillo.— Mirad al viejo villano atado con cuerdas. Lo mejor sería atarle a la espalda un haz de hierba. ¡Ja, ja! ¡Que se la coma ahora! Estas palabras corrieron de boca en boca y fueron del gusto general, porque todos aplaudieron. Casi inmediatamente Defarge saltó la barrera que lo separaba del viejo y lo estrechó en mortal abrazo, en tanto que su mujer, que lo había seguido, agarró una de las cuerdas que sujetaban al preso. Enseguida se oyeron gritos de: “¡Sacadlo! ¡Colgadlo de un farol!” El desgraciado fue arrastrado hasta la calle. A veces se veía obligado a seguir de cabeza y otras se arrastraba sobre las rodillas. Numerosas manos lo golpeaban y le llenaban la boca de hierba y de paja; y así arrastrado, desgarrado, herido, jadeante y ensangrentado, aunque siempre pidiendo misericordia, fue izado al farol más cercano. Rompióse la cuerda y cayó al suelo; por segunda vez lo izaron y nuevamente se rompió la cuerda. Lo recogieron gemebundo y la tercera vez la cuerda fue compasiva y resistió su peso; poco tardó su cabeza en ser clavada a una pica, con suficiente hierba en la boca para que San Antonio pudiera bailar de contento. Pero la tarea del día no acabó aquí, porque tanto bailó y gritó San Antonio, que empezó a hervir su sangre, y al oír que un yerno del muerto, otro enemigo del pueblo, estaba a punto de entrar en París, escoltado por quinientos jinetes armados, fue a su encuentro, se apoderó de él, clavó su corazón y su 94 Gentileza de El Trauko http://g0.10/trauko cabeza en otras tantas picas y, llevando los tres trofeos de la jornada, organizó una alegre procesión por las calles. Poco antes de cerrar la noche hombres y mujeres volvieron al lado de sus hijos llorosos y privados de pan. Entonces las tiendas de los panaderos se vieron sitiada por largas filas de gente que esperaba pacientemente turno para comprar pan; y mientras esperaban con los estómagos débiles y vacíos, engañaban el tiempo abrazándose unos a otros para celebrar las victorias del día y sin cesar de hablar. Gradualmente se acortaron las filas y se disiparon; entonces empezaron a brillar pobres luces en las altas ventanas y en la calle se encendieron míseras hogueras en las que los vecinos guisaban en común, para ir después a cenar ante sus puertas respectivas. Pobres e insuficientes eran aquellas cenas, limpias de carne y de salsas que pudieran acompañar al mísero pan, mas la fraternidad humana había infundido mejor sabor en aquellas pobres viandas y encendió en ellos algunos destellos de alegría. Padres y madres que tomaron parte activa en lo peor de la jornada jugaban cariñosamente con sus desnutridos hijos, y los enamorados, a pesar del mundo que les rodeaba, se amaban y esperaban. Era ya casi de día cuando se retiraron de la taberna de Defarge los últimos parroquianos, y mientras el señor Defarge cerraba, la puerta, dijo a su mujer: —¿Por fin llegó, querida! —SÍ... casi —contestó su mujer. San Antonio dormía, los Defarge dormían y hasta La Venganza dormía al lado de su tendero medio muerto de hambre y el tambor callaba. La de éste era la única voz en San Antonio que no cambiara a pesar de la sangre y de la violencia. Capítulo XXIII.— Estalla el incendio Algún cambio hubo en la aldea de la fuente, de la que salía todos los días el peón caminero para sacar de las piedras de la carretera los pedazos de pan que le servían para mantener su pobre vida. La prisión del tajo ya no era tan temible como antes; la guardaban soldados, aunque no muchos y algunos oficiales tenían la misión de guardar a los soldados, pero ninguno de ellos sabía lo que harían éstos..., a excepción de que no obedecerían lo que se les ordenase. La comarca estaba arruinada por completo. Todo era miserable, desde las cosechas hasta la gente. Monseñor, a veces dignísimo como persona, era una bendición nacional y daba un tono caballeresco a las cosas, pero como clase social era la causa de aquel estado de ruina, y no encontrando ya nada que morder, Monseñor se alejaba de un fenómeno tan desagradable como inexplicable. Pero éste no era el cambio ocurrido en aquel pueblecillo y en otros muchos que se le parecían. Durante muchos años Monseñor apenas se dignaba favorecer a sus vasallos con su presencia, excepto cuando iba a cazar... animales u hombres. El cambio consistía en la aparición de rostros de baja estofa, más que en la desaparición de los de casta distinguida. El peón caminero mientras trabajaba solo en el arreglo de los caminos preocupado con lo poco que tenía para cenar y en lo mucho que comería si lo tuviese, levantaba a veces los ojos de su trabajo, y veía acercarse a pie a un hombre de rudo aspecto, cosa antes desusada, pero entonces muy corriente. Al aproximarse, el peón caminero advertía que se trataba de un individuo de bárbara expresión, de revuelto cabello, alto, calzado con zuecos, de siniestra mirada, ennegrecido por el sol y lleno de polvo y barro de pies a cabeza. Un día del mes de julio se le presentó un hombre de éstos mientras él estaba sentado en un montón de grava junto a un talud, abrigándose lo mejor que podía de una granizada que estaba cayendo. El hombre lo miró, miró al pueblo en la hondonada, al molino y a la prisión del tajo. Cuando hubo mirado todo eso dijo en un dialecto casi ininteligible: 95 Historia de dos Ciudades Charles Dickens — ¿Cómo va, Jaime? —Bien, Jaime. —;¡Chócala, pues! Se estrecharon las manos y el hombre se sentó en el montón de grava. —¿Hay comida? —Nada más que cena —contestó el peón caminero con cara de hambre. —=Es la moda —contestó el hombre.— No puedo encontrar comida en ninguna parte. Sacó una pipa ennegrecida, la llenó, la encendió con el eslabón y empezó a chupar; luego, de pronto la separó de sí y echó algo en la brasa, que ardió produciendo una pequeña columna de humo. —i¡Chócala! —exclamó al verlo el peón caminero. Y se dieron nuevamente la mano. —¿Esta noche? —preguntó. —Esta noche —contestó el otro llevándose la pipa a la boca. —¿Dónde? —¡Aquí! Se quedaron silenciosos, mirándose hasta que el cielo empezó a aclarar por encima del pueblo. —Dame detalles —dijo el desconocido mirando hacia la colina. —Mira —contestó el peón caminero extendiendo el dedo. Bajas por ahí, pasas a lo largo de la Calle y de la fuente... — ¡Llévese el diablo la calle y la fuente! —exclamó el otro. — No quiero pasar junto a fuentes ni entrar en ninguna calle. —Pues a cosa de dos leguas más allá de la loma que se alza sobre el pueblo... —;¡Perfectamente! ¿Cuándo acabas el trabajo? —A la puesta del sol. —¿Quieres despertarme antes de marcharte? Hace dos días con sus noches que voy andando sin descansar. Voy a terminar la pipa y luego me dormiré como un leño. ¿Me despertarás? —Sin duda. El caminante acabó de fumar la pipa, la guardó en el pecho, se quitó los zuecos y se echó sobre el montón de grava. Inmediatamente se durmió. El peón caminero, cuyo gorro era ahora rojo en vez de azul, como en otro tiempo, parecía fascinado por la figura del desconocido. lba, como ya se ha dicho, cubierto de un traje destrozado y, a juzgar por el estado lastimoso de sus pies debía de haber andado mucho. Era evidente que, para hombres de aquel temple, nada valían las ciudades fortificadas, con sus barreras, cuerpos de guardia, puertas, trincheras y puentes levadizos. El hombre dormía indiferente al granizo, a la luz del sol y a las sombras. Cuando llegó la hora de la puesta del sol el peón caminero lo despertó, después de haber recogido sus herramientas. —Bien —dijo el desconocido levantándose.— ¿Dices que dos leguas más allá de esa colina? —Más a menos. —Está bien. El peón caminero regresó a su casa y pronto se halló ante la fuente, abriéndose paso entre las flacas reses que habían sido llevadas a beber y murmuró algo a los aldeanos. 96
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