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historia de europa de tony judt, Resúmenes de Historia Contemporánea

historia de europa por tony judt ,sobre todos los acontecimientos post guerra

Tipo: Resúmenes

2020/2021

Subido el 03/10/2022

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¡Descarga historia de europa de tony judt y más Resúmenes en PDF de Historia Contemporánea solo en Docsity! PRIMERA PARTE Postguerra: 1945-1953 I El legado de la guerra No es que el mundo europeizado viviera una lenta decadencia, como la de otras civilizaciones que han ido tambaleándose y desmoronándose; la civilización europea, sencillamente, saltó por los aires. H. G. WELLS, La guerra en el aire (1908) Es imposible imaginar y mucho menos enfrentarse al problema humano que la guerra dejará detrás. Nunca ha habido tanta destrucción, tanta desintegración de la estructura de la vida. ANNE O’HARE MCCORMICK Por todas partes se anhelan milagros y curas. La guerra ha hecho retroceder a los napolitanos a la Edad Media. NORMAN LEWIS, Nápoles 1944 Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial en Europa ofrecían una perspectiva de total miseria y desolación. Las fotografías y documentales de la época muestran lastimosas masas de ciudadanos caminando por un desolador paisaje de ciudades en ruinas y tierras baldías. Niños huérfanos vagando abandonados al lado de mujeres agotadas que revuelven montones de escombros. Deportados con la cabeza rapada y reclusos de los campos de concentración vestidos con pijamas a rayas fijan su mirada ausente en la cámara, desnutridos y enfermos. Incluso los tranvías, propulsados por una corriente eléctrica disponible solo intermitentemente, parecen traumatizados por la guerra. Todos y todo, con la notable excepción de las bien alimentadas fuerzas de ocupación aliadas, parecen acabados, sin recursos, exhaustos. Esta imagen debe matizarse si queremos comprender cómo este mismo continente destrozado fue capaz de recuperarse tan rápidamente en los años siguientes. Pero contiene una verdad esencial sobre la condición europea posterior a la derrota alemana. Los europeos se sentían desesperanzados, colonias, los Estados europeos habían explotado o esclavizado a las poblaciones indígenas para su propio beneficio. Y aunque habían utilizado la tortura, la mutilación o el asesinato en masa para obligar a obedecer a las víctimas, a partir del siglo XVIII estas prácticas pasaron a ser desconocidas para la mayoría de los europeos, al menos al oeste de los ríos Bug y Prut. Fue por tanto durante la Segunda Guerra Mundial cuando toda la fuerza del moderno Estado europeo se movilizó por primera vez con el principal propósito de conquistar y explotar a otros europeos. A fin de luchar y ganar la guerra, los británicos explotaron y saquearon sus propios recursos: a finales de la guerra, Gran Bretaña dedicaba más de la mitad de su Producto Interior Bruto a sus esfuerzos bélicos. La Alemania nazi, en cambio, combatió en la guerra, especialmente en sus últimos años, contando con la importante ayuda de las saqueadas economías de sus víctimas (al igual que había hecho Napoleón después de 1805, pero con una eficacia incomparablemente superior). Noruega, Holanda, Bélgica, Bohemia- Moravia y, especialmente, Francia realizaron significativas aunque involuntarias contribuciones a los esfuerzos bélicos alemanes. Sus minas, fábricas, granjas y ferrocarriles se dedicaron a dar servicio a los alemanes, y sus poblaciones fueron obligadas a trabajar para la producción bélica alemana: al principio en sus propios países y más adelante en la propia Alemania. En septiembre de 1944 vivían 7.847.000 extranjeros en Alemania, la mayoría de ellos contra su voluntad, que representaban el 21 por ciento de la mano de obra del país. Los nazis vivieron todo lo que pudieron a costa de la riqueza de sus víctimas, con tal grado de éxito que hasta 1944 la población civil alemana no empezó a sufrir el impacto de las restricciones y la escasez propias de los tiempos de guerra. Sin embargo, para entonces, el conflicto militar empezaba a cernirse sobre ellos, primero a través de los bombardeos aliados y luego con el simultáneo avance de los ejércitos aliados procedentes del este y del oeste. Fue en este último año de la guerra, durante el relativamente corto periodo de la ofensiva hacia el oeste por parte de la Unión Soviética, cuando tuvo lugar la mayor parte de la destrucción física. Desde el punto de vista de sus contemporáneos, el impacto de la guerra no se medía en términos de ganancias y pérdidas industriales, o del valor neto de los bienes nacionales de 1945 comparados con los de 1938, sino en función del deterioro visible para su entorno inmediato y sus comunidades. Es de aquí de donde debemos partir si queremos comprender el trauma que subyace a las imágenes de desolación y desesperanza que captaron la atención de los observadores en 1945. Muy pocas localidades y ciudades europeas, fuera cual fuese su tamaño, salieron ilesas de la guerra. Debido a un acuerdo tácito o a la buena suerte, el centro histórico y moderno de algunas célebres ciudades europeas como Roma, Venecia, Praga, París u Oxford nunca fueron blanco de los bombardeos. Pero durante el primer año de la guerra, los bombarderos alemanes habían arrasado Rotterdam y más tarde destruido la ciudad industrial inglesa de Coventry. La Wehrmacht borró del mapa muchas pequeñas localidades a medida que avanzaba la invasión de Polonia y más tarde de Yugoslavia y la URSS. Distritos enteros de Londres, especialmente los barrios cercanos a la zona portuaria del East End, fueron víctimas de la Blitzkrieg de la Luftwaffe durante el curso de la guerra. Pero el mayor daño material fue el infligido por las campañas de bombardeos de los aliados occidentales llevadas a cabo a lo largo de 1944 y 1945, sin precedentes hasta aquel momento, y el implacable avance del Ejército Rojo desde Stalingrado hasta Praga. Localidades costeras francesas como Royan, Le Havre y Caen resultaron arrasadas por la fuerza aérea estadounidense. Hamburgo, Colonia, Düsseldorf, Dresde y docenas de otras ciudades alemanas quedaron derruidas por el bombardeo de saturación llevado a cabo por aviones británicos y norteamericanos. En el este, el 80 por ciento de la ciudad bielorrusa de Minsk fue destruido al final de la guerra; en Ucrania, Kiev quedó convertida en humeantes ruinas; mientras que en el otoño de 1944 la capital polaca, Varsovia, fue sistemáticamente incendiada y dinamitada, casa a casa, calle a calle, por el ejército alemán en retirada. Cuando la guerra en Europa hubo finalizado, con la caída de Berlín bajo el Ejército Rojo en mayo de 1945 tras haber recibido el impacto de 40.000 toneladas de bombas en los últimos catorce días de la guerra, gran parte de la capital alemana quedó reducida a humeantes montículos de escombros y hierros retorcidos. El 75 por ciento de sus edificios quedó inhabitable. Las ciudades en ruinas constituían la evidencia más obvia (y fotogénica) de la devastación, y llegaron a actuar como una especie de taquigrafía visual universal de la calamidad de la guerra. Debido a que gran parte del daño había recaído en casas y edificios de apartamentos, y que a consecuencia de ello muchas personas se habían quedado sin hogar (la estimación se sitúa en torno a los 25 millones de personas en la Unión Soviética y otros 20 millones en Alemania, 500.000 de ellos solo en Hamburgo), el paisaje urbano de los escombros representaba el recordatorio más inmediato de que la guerra acababa de terminar. Pero no era el único. En Europa occidental, el transporte y las comunicaciones se vieron gravemente interrumpidos: de las 12.000 locomotoras de la Francia anterior a la guerra, solo 2800 estaban en servicio en el momento de la rendición alemana. Un gran número de carreteras, vías de tren y puentes habían sido volados por los soldados alemanes que se batían en retirada, los aliados mientras avanzaban o la resistencia francesa. Dos terceras partes de la flota mercante francesa habían sido hundidas. Solo en 1944-1945, Francia perdió 500.000 viviendas. Pero los franceses, al igual que los británicos, los belgas, los holandeses (que perdieron 219.000 hectáreas de tierra inundada por los alemanes y cuyo transporte por ferrocarril, carretera y canales se había reducido en 1945 a un 40 por ciento), los daneses, los noruegos (que durante la ocupación alemana habían perdido el 14 por ciento del capital del país), e incluso los italianos, resultaron comparativamente afortunados, aunque no fueran conscientes de ello. Los verdaderos horrores de la guerra se habían vivido más hacia el este. Los nazis trataban a los europeos del oeste con cierto respeto, aunque solo fuera para explotarlos mejor, y los europeos occidentales correspondían a esta deferencia haciendo relativamente poco por oponerse a los esfuerzos bélicos alemanes. En la Europa del Este y del sudeste, las fuerzas de ocupación alemanas actuaron de forma inmisericorde, y no solo debido a que los partisanos locales, sobre todo en Grecia, Yugoslavia y Ucrania, les hicieran frente implacable aunque desesperanzadamente. Las consecuencias materiales de la ocupación alemana en el este, el avance soviético y las luchas partisanas fueron por tanto de una índole muy las más afectadas. Polonia perdió aproximadamente uno de cada cinco habitantes respecto a la población anterior a la guerra, incluido un alto porcentaje de la población de más alta formación, convertida deliberadamente en blanco de destrucción prioritario por los nazis[1]. Yugoslavia perdió una vida de cada ocho respecto a la población anterior a la guerra, la URSS una de cada 11, Grecia una de cada 14. Para señalar el contraste, la proporción de pérdidas humanas en Alemania fue de 1/15, 1/77 en Francia y 1/125 en Gran Bretaña. Entre las bajas soviéticas se contaban numerosos prisioneros de guerra. Los alemanes capturaron a unos 5,5 millones de soldados soviéticos durante el curso de la guerra, tres cuartas partes de ellos en los primeros siete meses posteriores al ataque a la URSS llevado a cabo en junio de 1941. De ellos, 3,3 millones murieron a causa del hambre, el frío y el maltrato al que fueron sometidos en los campos alemanes (murieron más rusos en los campos de prisioneros alemanes entre los años 1941-1945 que en toda la Primera Guerra Mundial). De los 750.000 soldados soviéticos capturados durante la toma de Kiev efectuada por los alemanes en septiembre de 1941, solo 22.000 vivieron lo bastante para asistir a la derrota de Alemania. Los soviéticos por su parte capturaron 3,5 millones de prisioneros de guerra (en su mayoría alemanes, austríacos, rumanos y húngaros), la mayor parte de los cuales pudo regresar a casa después de la guerra. A la vista de estas cifras, apenas resulta sorprendente que la Europa de la postguerra, especialmente la Europa central y del Este, sufriera una grave escasez de hombres. En la Unión Soviética el número de mujeres superaba al de hombres en 20 millones, un desequilibrio que tardaría más de una generación en corregirse. La economía rural soviética empezó entonces a depender en gran medida de las mujeres para todo tipo de trabajos: no solo no había hombres, tampoco había apenas caballos. En Yugoslavia, debido a las acciones de represalia alemanas, en las que se fusilaba a todos los varones mayores de 15 años, hubo muchos pueblos en los que no quedaron hombres adultos para trabajar. En la propia Alemania, dos de cada tres hombres nacidos en 1918 no sobrevivieron a la guerra de Hitler: en una comunidad concreta de la que tenemos datos precisos, el barrio de Treptow, a las afueras de Berlín, solo había 181 hombres de entre 19 y 21 años para 1105 mujeres. Se ha especulado mucho sobre este excedente de mujeres, especialmente en la Alemania de la postguerra. La humillante y precaria situación de los varones alemanes, transformados de superhombres del deslumbrante ejército de Hitler en una harapienta tropa de prisioneros devueltos por fin a sus casas, para encontrarse, perplejos, con una generación de mujeres endurecidas que a la fuerza habían tenido que aprender a sobrevivir y desenvolverse sin ellos, no es una ficción (el excanciller alemán Gerhard Schröder es tan solo un ejemplo de aquellos miles de niños alemanes que crecieron huérfanos de padre después de la guerra). Rainer Fassbinder plasmó brillantemente esta omnipresencia femenina en El matrimonio de Maria Braun (1979), donde la heroína del mismo nombre saca partido a su belleza y su cinismo, a pesar de las súplicas de su madre para que no haga nada «que pueda dañar su alma». Pero, mientras la Maria de Fassbinder tenía que cargar con el peso del resentimiento y la desilusión de la generación anterior, las mujeres reales de la Alemania de 1945 tenían que enfrentarse a dificultades más inmediatas. En los últimos meses de la guerra, mientras los ejércitos soviéticos avanzaban hacia el oeste, introduciéndose en Europa central y el este de Prusia, millones de civiles, la mayoría alemanes, huían a su paso. George Kennan, un diplomático estadounidense, describía así la escena en sus memorias: «El desastre que cayó sobre esta zona con la entrada de las tropas soviéticas no guarda paralelismo con ninguna otra experiencia de la Europa moderna. Había grandes áreas dentro de las cuales, a juzgar por todas las evidencias, apenas quedaba vivo algún hombre, mujer o niño de la población nativa tras el paso de las fuerzas soviéticas… Los rusos […] barrieron a la población de un modo solo comparable a los tiempos de las hordas asiáticas». Las primeras víctimas eran los varones adultos (si es que quedaban) y las mujeres de cualquier edad. En Viena, los médicos y hospitales informaron de 87.000 mujeres violadas por los soldados soviéticos en las tres semanas siguientes a la entrada del Ejército Rojo en la ciudad. Un número ligeramente superior de mujeres fueron violadas a raíz de la entrada de las tropas soviéticas en Berlín, la mayoría de ellas durante la semana anterior a la rendición alemana. Es probable que ambas estimaciones se sitúen por debajo de las cifras reales, y no incluyen las innumerables agresiones a mujeres perpetradas por las fuerzas soviéticas en los pueblos y ciudades por los que pasaban mientras avanzaban por el interior de Austria y a través del oeste de Polonia en dirección a Alemania. El comportamiento del Ejército Rojo no constituía ningún secreto. Milovan Djilas, el más estrecho colaborador de Tito en el ejército partisano yugoslavo, y por entonces ferviente comunista, llegó a plantearle el asunto al propio Stalin. La respuesta del dictador, según recuerda Djilas, resulta reveladora: «¿Pero es que Djilas, un escritor, no sabe lo que es el sufrimiento y el corazón humanos? ¿No puede comprender que un soldado que ha pasado por la sangre, el fuego y la muerte, pase un buen rato con una mujer o se lleve alguna cosilla?». Desde su esperpéntica perspectiva, Stalin tenía razón en parte. En el ejército soviético no existían los permisos. Gran parte de sus tropas de infantería y artillería pesada llevaba tres horribles años combatiendo en una serie ininterrumpida de batallas en el oeste de la URSS, a través de Rusia y Ucrania. Durante su avance, habían visto y oído abundantes testimonios de las atrocidades alemanas. El tratamiento que daba la Wehrmacht a los prisioneros de guerra, los civiles o los partisanos, y de hecho a cualquiera que se cruzara en su camino, primero durante su orgulloso avance hacia el Volga y las puertas de Moscú y Leningrado y luego durante su amarga y sangrienta retirada, había dejado huella en las tierras y en el alma de la gente. Cuando el Ejército Rojo llegó finalmente a Europa central, sus exhaustos soldados se encontraron con otro mundo. El contraste entre Rusia y el oeste siempre había sido grande (el zar Alejandro I ya se había lamentado hacía tiempo de permitir a los rusos que vieran cómo vivían los occidentales) y las diferencias habían ido agudizándose durante la guerra. Mientras los soldados alemanes sembraban de devastación y asesinatos en masa el este, la propia Alemania seguía siendo próspera; tanto, que su población civil apenas percibió el coste material de la guerra hasta finales del conflicto. La Alemania del tiempo de guerra era un país de ciudades, depuración y la contaminación del agua, se produjeron 66 muertes infantiles por cada 100 nacimientos. Robert Murphy, el asesor político de Estados Unidos para Alemania, informó en octubre de 1945 de que en la estación de ferrocarril de Lehrter, en Berlín, moría un promedio de 10 personas diarias por agotamiento, desnutrición y enfermedad. En la zona británica de Berlín, en diciembre de 1945, la tasa de muertes de niños menores de un año fue de uno de cada cuatro, mientras que durante ese mismo mes se produjeron 1023 nuevos casos de tifus y 2193 de difteria. En el verano de 1945, durante muchas semanas tras el fin de la guerra, existió un grave riesgo, especialmente en Berlín, de enfermar a consecuencia de la putrefacción de los cadáveres. En Varsovia, una de cada cinco personas padecía tuberculosis. Las autoridades checoslovacas informaron en enero de 1946 de que la mitad de los 700.000 niños necesitados que vivían en el campo resultaron infectados por la enfermedad. Los niños de toda Europa sufrían enfermedades debidas a las privaciones, especialmente tuberculosis y raquitismo, pero también pelagra, disentería e impétigo. Los niños enfermos contaban con pocos recursos: solo existía un hospital con cincuenta camas para los 90.000 niños de la Varsovia liberada. Por otra parte, los niños sanos morían a causa de la escasez de leche (en 1944-1945 se habían sacrificado millones de cabezas de ganado en las batallas del sur y el este de Europa) y la mayoría sufría una desnutrición crónica. La mortalidad infantil en Viena alcanzó casi cuatro veces la tasa de 1938. Incluso en las relativamente prósperas calles de las ciudades occidentales los niños pasaban hambre y la comida estaba sometida a un estricto racionamiento. El problema de la alimentación, la vivienda, la ropa y el cuidado de los maltratados civiles europeos (y los millones de soldados prisioneros de las antiguas potencias del Eje) se vio complicado y magnificado por la insólita magnitud de la crisis de los refugiados. Esto era algo nuevo en la historia europea. Todas las guerras trastornan la vida de los no combatientes, acarreando la destrucción de sus tierras y sus hogares, la interrupción de las comunicaciones, el alistamiento y la muerte de maridos, padres o hijos. Sin embargo, en la Segunda Guerra Mundial fueron las políticas estatales más que el conflicto armado las que causaron los peores daños. Stalin había continuado con sus prácticas anteriores a la guerra de trasladar poblaciones enteras de un lado a otro del imperio soviético. Más de un millón de personas fueron deportadas al este desde la Polonia ocupada por la URSS, la Ucrania occidental y las tierras bálticas, entre 1939 y 1941. Durante estos mismos años, los nazis expulsaron a 750.000 campesinos polacos hacia el este, desde el oeste de Polonia, ofreciéndoles las tierras desalojadas a los Volksdeutsche, las personas de etnia alemana procedentes de la Europa oriental ocupada, a las que se invitaba a «volver a su casa», el recién expandido Reich. Este ofrecimiento atrajo a unos 120.000 alemanes bálticos, a 136.000 de la Polonia ocupada por los soviéticos, a 200.000 de Rumanía y a otros muchos, todos los cuales serían nuevamente expulsados pocos años más tarde. La política de Hitler de traslados raciales y genocidio en los territorios alemanes recién conquistados en el este debe por tanto entenderse en relación directa con el proyecto nazi de devolver al Reich (y restablecer en las recién desalojadas propiedades de sus víctimas) todos los remotos asentamientos germanos que se remontaban a la época medieval. Los alemanes expulsaron a los eslavos, exterminaron a los judíos e importaron mano de obra esclava tanto del oeste como del este. Entre ambos, Stalin y Hitler, desarraigaron, trasplantaron, expulsaron, deportaron y dispersaron a unos 30 millones de personas entre los años 1939 y 1943. Con la retirada de los ejércitos del Eje, el proceso fue el contrario. Los recién asentados alemanes se sumaron a los millones de comunidades alemanas establecidas por el este de Europa en su precipitada huida del Ejército Rojo. Los que consiguieron llegar sanos y salvos a Alemania se reunieron allí con otra hormigueante multitud de personas desplazadas. William Byford-Jones, un oficial del ejército británico, describió así la situación de 1945: ¡Desechos humanos! Mujeres que habían perdido a sus maridos e hijos, hombres que habían perdido a sus mujeres; hombres y mujeres que habían perdido sus hogares y a sus hijos; familias que habían perdido enormes granjas y fincas, tiendas, destilerías, fábricas, molinos, mansiones. También había niños pequeños que vagaban solos, cargando con un hatillo, llevando una patética etiqueta pegada. Sus madres habían sido separadas de ellos por algún motivo, o bien habían muerto y habían sido enterradas por otras personas desplazadas en algún punto al borde del camino. Del este llegaban bálticos, polacos, ucranianos, cosacos, húngaros, rumanos y personas de otras nacionalidades: algunos simplemente huían de los horrores de la guerra, otros escapaban al oeste para evitar caer bajo el dominio comunista. Un reportero del New York Times describía una columna formada por 24.000 cosacos y sus familias que avanzaban por el sur de Austria como una estampa «exactamente igual a la que un artista podría haber pintado en los tiempos de las guerras napoleónicas». Desde los Balcanes no solo llegaban alemanes étnicos, sino también más de 100.000 croatas del derrocado régimen fascista de Ante Pavelić que huían de la ira de los partisanos de Tito[3]. En Alemania y Austria, además de los millones de soldados de la Wehrmacht que habían sido hechos prisioneros por los aliados y de los recién liberados aliados de los campos de prisioneros alemanes, había muchos no alemanes que habían luchado contra los aliados junto a los alemanes o bajo el mando alemán: soldados rusos, ucranianos y de otras latitudes, pertenecientes al ejército antisoviético del general Andréi Vlásov; voluntarios de la Waffen SS procedentes de Noruega, Holanda, Bélgica y Francia; y combatientes auxiliares, personal de los campos de concentración y personas reclutadas abundantemente en Letonia, Ucrania, Croacia y otros muchos lugares. Todos ellos tenían buenas razones para tratar de escapar a las represalias soviéticas. Además estaban los hombres y mujeres recién liberados que habían sido reclutados por los nazis para trabajar en Alemania. Estos habían sido trasladados a las granjas y fábricas alemanas desde cualquier lugar del continente y sumaban muchos millones, repartidos entre Alemania propiamente dicha y sus territorios anexionados, y en 1945 constituían el contingente más numeroso de personas desplazadas por los nazis. La emigración económica forzosa fue de este modo la principal experiencia social de la Segunda Guerra Mundial para muchos civiles europeos, incluidos 280.000 italianos obligados a trasladarse a Alemania por su anterior aliado, tras la capitulación de Italia ante los aliados en septiembre de 1943. La mayoría de los trabajadores extranjeros en Alemania habían sido llevados allí contra su voluntad, pero no todos. Algunos trabajadores extranjeros atrapados por la estela de la derrota alemana en mayo de 1945 También se efectuaron intercambios de este tipo entre Polonia y Lituania y entre Checoslovaquia y la Unión Soviética; 400.000 personas del sur de Yugoslavia fueron trasladadas a las tierras del norte para reemplazar a 600.000 alemanes e italianos que acababan de abandonarlas. Ni en este ni en ninguno de los demás casos se consultó a las poblaciones afectadas. Pero el contingente más numeroso de los afectados fue el alemán. Los alemanes de la Europa del Este probablemente hubieran huido hacia el oeste en cualquier caso: en 1945 no se les quería ni siquiera en países donde sus familias llevaban asentadas cientos de años. Entre el deseo popular genuino de castigar a los alemanes locales por los estragos de la guerra y la utilización de este sentimiento por los gobiernos de postguerra, las comunidades germanoparlantes de Yugoslavia, Hungría, Checoslovaquia, Polonia, la región báltica y el oeste de la Unión Soviética estaban perdidas, y lo sabían. Llegado el momento no tuvieron elección. Ya en 1942 los británicos habían accedido en privado a las peticiones checas de que pasada la guerra se expulsara a la población alemana de los Sudetes, y los rusos y los estadounidenses las aceptaron al año siguiente. El 19 de mayo de 1945, el presidente Edvard Beneš, de Checoslovaquia, declaró: «Hemos decidido eliminar el problema alemán en nuestra república de una vez por todas[5]». Los alemanes (al igual que los húngaros y otros «traidores») tuvieron que poner sus propiedades bajo el control estatal. En junio de 1945 se les expropiaron las tierras y el 2 de agosto de aquel año perdieron su ciudadanía checoslovaca. Cerca de tres millones de alemanes, la mayoría procedentes de la región checa de los Sudetes, fueron entonces expulsados a Alemania en el curso de los siguientes dieciocho meses. Aproximadamente 267.000 de ellos murieron durante esta evacuación. Mientras que los alemanes habían representado el 29 por ciento de la población de Bohemia y Moravia en 1930, en el censo de 1950 no constituían más que el 1,8 por ciento. Otros 623.000 alemanes fueron expulsados de Hungría, 786.000 de Rumanía, aproximadamente medio millón de Yugoslavia y 1,3 millones de Polonia. Pero, sin duda, el mayor número de refugiados alemanes procedía de los antiguos territorios del este de la propia Alemania: Silesia, la Prusia Oriental, la zona oriental de Pomerania y Brandenburgo. En la conferencia de Potsdam celebrada entre Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS (desde el 17 de julio al 2 de agosto de 1945), se pactó, como queda reflejado en el artículo XIII del acuerdo allí suscrito, que estos tres gobiernos «reconocían que debía efectuarse la transferencia a Alemania de las poblaciones alemanas, o parte de las mismas, que quedaban en Polonia, Checoslovaquia y Hungría». En parte, esto venía meramente a refrendar lo que ya había sucedido, pero además representaba el reconocimiento formal de las implicaciones de desplazar las fronteras de Polonia hacia el oeste. Unos siete millones de alemanes se encontrarían ahora en Polonia, y las autoridades polacas (y las fuerzas de ocupación soviéticas) querían sacarles de allí, entre otras cosas para que los polacos y el resto de personas que hubieran perdido las tierras que tenían en las regiones orientales, ahora absorbidas dentro de la URSS, pudieran a su vez ser reubicadas en los nuevos territorios situados más hacia el oeste. El resultado fue el reconocimiento de iure de una nueva realidad. La Europa del Este se había visto despojada por la fuerza de sus poblaciones germanas: como Stalin había prometido en septiembre de 1941, él había devuelto «la Prusia Oriental a Eslavia, a la que pertenecía». En la Declaración de Potsdam se acordaba que «cualquier transferencia que tuviera lugar, debería efectuarse de forma ordenada y humanitaria», pero, dadas las circunstancias, aquello era poco probable. Algunos observadores occidentales estaban espantados del tratamiento dispensado a las comunidades germanas. Anne O’Hare McCormick, corresponsal del New York Times, registraba así sus impresiones el 23 de octubre de 1946: «Las dimensiones de este reasentamiento y las condiciones en las que tiene lugar no tienen precedentes en la historia. Nadie que haya presenciado sus horrores puede dudar de que se trata de un crimen contra la humanidad por el que la historia exigirá un terrible castigo». Pero la historia no ha exigido ningún castigo. De hecho, los 13 millones de expulsados fueron asentados e integrados en la sociedad de la Alemania Occidental con notable éxito, aunque el recuerdo permanece y, en Baviera (adonde fueron muchos de ellos), este tema despierta todavía sentimientos muy intensos. Puede que para los oídos contemporáneos resulte un poco chocante la descripción de las expulsiones de alemanes como un «crimen contra la humanidad» tan solo unos meses después de la revelación de unos crímenes de una magnitud completamente distinta cometidos en nombre de estos mismos alemanes. Pero entonces los alemanes estaban vivos y presentes, mientras que sus víctimas, sobre todo los judíos, se encontraban en su mayoría muertos y desaparecidos. Como escribiría Telford Taylor, el abogado de la acusación durante los juicios de la cúpula nazi celebrados en Núremberg, varias décadas después, existía una diferencia esencial entre las expulsiones de la postguerra y las evacuaciones de población en tiempo de guerra «en las que los que efectuaban las expulsiones acompañaban a los expulsados para asegurarse de encerrarlos en guetos, matarlos o utilizarlos para trabajos forzosos». Al final de la Primera Guerra Mundial fueron las fronteras las que se reinventaron y ajustaron, mientras que en general no se movió a la gente[6]. Después de 1945 ocurrió todo lo contrario; salvo una notable excepción, las fronteras se mantuvieron esencialmente intactas y fue a la gente a la que se la cambió de lugar. Los políticos occidentales tenían la impresión de que la Sociedad de Naciones y las cláusulas sobre minorías incluidas en los Tratados de Versalles habían fracasado, y de que sería un error tratar siquiera de resucitarlas. Esta fue la razón por la que accedieron tan fácilmente a las transferencias de población. Si no se podía proporcionar una protección eficaz a las minorías supervivientes de Europa central y del Este, lo mejor era enviarlas a lugares más adecuados. Aunque el término «limpieza étnica» no existiera entonces, no hay duda de que en la realidad sí, a pesar de que no suscitara la desaprobación o el oprobio general. La excepción, como tantas veces, fue Polonia. La recomposición geográfica de Polonia, que perdió más de 110.000 kilómetros cuadrados de sus territorios a favor de Rusia que le fueron compensados con unos 64.000 kilómetros cuadrados de unas tierras bastante mejores pertenecientes a los territorios alemanes al este de los ríos Oder y Neisse, fue dramática y trascendental para los polacos, ucranianos y alemanes de los territorios afectados. Pero en la coyuntura de 1945 era insólita, y debería entenderse de las personas desplazadas en Alemania y otros lugares. De los antiguos países del Eje, solo Hungría recibió ayuda de la UNRRA, si bien no mucha, en realidad. A finales de 1945, la UNRRA tenía en funcionamiento en Alemania 227 campos y centros de asistencia para personas desplazadas y refugiados, más otros 25 en la vecina Austria, y un puñado de ellos repartidos por Francia y los países del Benelux. Para junio de 1947, el número de estos centros era de 762 en Europa Occidental, y en su gran mayoría estaban situados en las zonas occidentales de Alemania. El número máximo de civiles liberados de las Naciones Unidas (es decir, sin incluir a los ciudadanos de los antiguos países del Eje) se alcanzó en septiembre de 1945 y fue de 6.795.000, a los cuales habría que añadir otros 7 millones que estaban bajo la autoridad soviética más los muchos millones de alemanes desplazados. En cuanto a las nacionalidades, los grupos más numerosos eran los de la Unión Soviética, integrados por prisioneros liberados y antiguos internos de los campos de trabajos forzosos. A este grupo le seguían 2 millones de franceses (prisioneros de guerra, trabajadores y deportados), 1,6 millones de polacos, 700.000 italianos, 350.000 checos, más de 300.000 holandeses, 300.000 belgas e innumerables más. El suministro de alimentos de la UNRRA desempeñó un papel vital, especialmente en el caso de Yugoslavia: sin la ayuda de este organismo, el número de muertes habría sido mucho mayor entre los años 1945 y 1947. En Polonia, la UNRRA contribuyó a mantener el consumo de alimentos en un 60 por ciento respecto a los niveles anteriores a la guerra, y en un 80 por ciento en el caso de Checoslovaquia. En Alemania y Austria compartió la responsabilidad de la gestión de los desplazados y refugiados con la Organización Internacional para los Refugiados (IRO), cuyos estatutos fueron aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1946. La IRO también estaba financiada por las potencias aliadas occidentales. En su primer presupuesto (1947), la aportación de Estados Unidos fue del 46 por ciento, y aumentó a un 60 por ciento en 1949; la del Reino Unido representó un 15 por ciento y la de Francia, un 4 por ciento. Debido al desacuerdo entre los aliados occidentales y la Unión Soviética respecto a la cuestión de las repatriaciones forzosas, la IRO fue siempre considerada por la URSS (y más tarde por el bloque soviético) como un instrumento netamente occidental, y sus servicios se limitaron por tanto a los refugiados de las áreas controladas por los ejércitos de ocupación aliados. Por otra parte, dado que estaba dedicada a cubrir las necesidades de los refugiados, los desplazados alemanes quedaron excluidos de sus beneficios. Esta distinción entre las personas desplazadas (que se suponía tenían un hogar en alguna parte) y los refugiados (clasificados como sin techo) fue solo uno más de los numerosos matices introducidos durante aquellos años. A la gente se la trataba de forma diferente en función de si tenía la nacionalidad de un país aliado durante la guerra (Checoslovaquia, Polonia, Bélgica, etcétera) o de un antiguo Estado enemigo (Alemania, Rumanía, Hungría, Bulgaria, etcétera). Dicha distinción también se esgrimía cuando se trataba de establecer prioridades en la repatriación de los refugiados. Las personas cuyos casos se tramitaron con prioridad y se las envió a sus casas en primer lugar fueron los ciudadanos de países pertenecientes a las Naciones Unidas a los que se había liberado de los campos de concentración; luego vinieron los ciudadanos de nacionalidades pertenecientes a las Naciones Unidas que habían sido prisioneros de guerra, seguidos de los desplazados de estos mismos países (muchos de ellos anteriores internos de los campos de trabajos forzosos) y de los de nacionalidad italiana y, por último, los ciudadanos de los antiguos países enemigos. A los alemanes se los dejaría allí donde ya se encontraban para que fueran absorbidos localmente. El regreso de los ciudadanos franceses, belgas, holandeses, británicos o italianos a sus países de origen fue relativamente sencillo y los únicos impedimentos fueron de orden logístico: determinar quiénes tenían derecho de ir adónde y encontrar trenes suficientes para llevarlos allí. Para el 18 de junio de 1945, de los 1,2 millones de ciudadanos franceses que se encontraban en Alemania en el momento de la rendición, es decir, un mes antes, todos, salvo 40.550, estaban ya de vuelta en Francia. Los italianos tuvieron que esperar más, dada su condición de ciudadanos de un país antes enemigo y el hecho de que el Gobierno italiano no contaba con un plan coordinado para la repatriación de sus ciudadanos. Pero incluso ellos habían conseguido regresar a sus hogares para 1947. En cambio, en el este, se produjeron dos complicaciones importantes. Algunos desplazados procedentes de Europa del Este eran técnicamente apátridas y no tenían ningún país al que regresar. Por otra parte, muchos de ellos no deseaban volver a casa. Esto confundió al principio a los administradores europeos. Con arreglo a un acuerdo firmado en Halle, Alemania, en mayo de 1945, todos los ex prisioneros de guerra y demás ciudadanos de la Unión Soviética debían volver a sus hogares, dándose por sentado que ese sería también su deseo. Pero existía una excepción: los aliados occidentales no reconocían la anexión de los Estados bálticos llevada a cabo por Stalin durante la guerra, por lo que a los estonios, letonios y lituanos de los campos de desplazados de las zonas occidentales de Alemania se les dio la posibilidad de elegir entre volver al este o encontrar un nuevo hogar en el oeste. Pero no solo los bálticos no deseaban regresar. Un gran número de ciudadanos de origen soviético, polaco, rumano y yugoslavo prefería también permanecer en los campos provisionales alemanes a volver a sus países. En el caso de los ciudadanos soviéticos, esta renuencia venía motivada por un temor bien fundado a las represalias contra quienes hubieran pasado algún tiempo en el oeste, aunque hubiera sido en un campo de prisioneros. Bálticos, ucranianos, croatas y algunos otros se mostraban reticentes ante la idea de regresar a unos países que en la práctica, aunque no oficialmente, se hallaban bajo el control comunista: en muchos casos esta desgana obedecía a un temor a las represalias por unos crímenes de guerra reales o imputados, aunque también al mero deseo de escapar al oeste en busca de una vida mejor. Durante 1945 y 1946 las autoridades occidentales prefirieron ignorar en general dichos sentimientos y obligar a los soviéticos y a otros ciudadanos del este a regresar a sus casas, en ocasiones por la fuerza. Con los funcionarios soviéticos acorralando a sus conciudadanos procedentes de los campos alemanes, los refugiados del este se esforzaban desesperadamente por convencer a los perplejos funcionarios franceses, estadounidenses o británicos de que no querían volver a «casa» y preferían quedarse en del problema. La negativa a reconocer a los judíos como tales tiene el efecto de […] cerrar los ojos a su anterior y mucho más brutal represión». A finales de septiembre de 1945, se atendía a todos los judíos de la zona estadounidense separadamente de los demás. El regreso de los judíos al este nunca se consideró siquiera, ya que nadie en la Unión Soviética, Polonia ni ningún otro lugar mostraba el más mínimo interés en su regreso. Tampoco los judíos fueron especialmente bienvenidos en el oeste, en particular los que tenían una mayor formación o alguna titulación en profesiones no manuales. Por tanto, y paradójicamente, permanecieron en Alemania. La dificultad de «ubicar» a los judíos de Europa solo se resolvió mediante la creación del Estado de Israel: entre 1948 y 1951, 332.000 judíos europeos marcharon a Israel, tanto desde los centros IRO de Alemania como directamente desde Rumanía, Polonia y otros lugares, en los casos de quienes todavía quedaban allí. Otros 165.000 más salieron finalmente para Francia, Gran Bretaña, Australia y América del Norte y del Sur. Allí se les uniría el resto de desplazados y refugiados de la Segunda Guerra Mundial, a los que debería añadirse una nueva generación de refugiados políticos procedentes de los países de Europa central y del Este durante los años 1947-1949. En total, Estados Unidos admitió a 400.000 personas en aquellos años, más otras 185.000 durante los años 1953-1957. Canadá permitió la entrada de un total de 157.000 refugiados y deportados, y Australia 182.000 (entre ellos 60.000 polacos y 36.000 bálticos). Las dimensiones de este logro deben resaltarse. Algunas personas, especialmente ciertas categorías de personas de etnia alemana procedentes de Yugoslavia y Rumanía, quedaron en una especie de limbo, dado que los acuerdos de Potsdam no contemplaban su caso. Pero en el curso de media docena de años, el trabajo de los gobiernos militares aliados y los organismos civiles de las Naciones Unidas en un continente herido, resentido y empobrecido, consiguió repatriar, integrar y reasentar a un número sin precedentes (muchos millones) de personas desesperadas procedentes de todo el continente y de docenas de diferentes países y comunidades. A finales de 1951, cuando la UNRRA y la IRO fueron sustituidas por el recién creado Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, quedaban solo 177.000 personas desplazadas en los campos europeos, la mayoría ancianos o enfermos a los que nadie quería acoger. El último campo de deportados alemán, el de Föhrenwald, en Baviera, se cerró en 1957. Los desplazados y refugiados de Europa habían sobrevivido no solo a una guerra generalizada, sino a una serie de guerras locales, civiles. En efecto, desde 1934 a 1949, Europa fue testigo de una secuencia insólita de conflictos civiles en el interior de los Estados existentes. En muchos casos, la subsiguiente ocupación extranjera, ya fuera alemana, italiana o rusa, sirvió sobre todo para facilitar y legitimar la persecución de programas y antagonismos políticos por otros nuevos y violentos medios. Los ocupantes, por supuesto, no se mantuvieron neutrales. Por lo general, unían sus fuerzas a las de alguna facción de la nación ocupada para enfrentarse a un enemigo común. De este modo, una tendencia política o minoría étnica que en tiempos de paz se encontraba en desventaja podía explotar las alteradas circunstancias para ajustar las cuentas a sus enemigos domésticos. Los alemanes, especialmente, estaban encantados de movilizar y aprovecharse de dichos sentimientos, no solo para dividir y hacer así más fácil su conquista, sino para reducir los problemas y el coste de administrar y vigilar sus territorios conquistados, ya que de este modo podían delegar estas funciones en sus colaboradores locales. A partir de 1945, el término «colaboradores» ha adquirido una connotación peculiar y moralmente peyorativa. Pero, en tiempo de guerra, las divisiones y afiliaciones a menudo acarreaban unas implicaciones domésticas en conjunto más complejas y ambiguas que las que conllevarían las meras atribuciones de «colaboración» o «resistencia» propias de la postguerra. Así, en la Bélgica ocupada, algunas personas de habla flamenca, repitiendo un error que ya habían cometido en la Primera Guerra Mundial, se sintieron tentadas por la promesa de autonomía y la oportunidad de acabar con el control de la élite francófona sobre el Estado belga, y abrieron los brazos a la autoridad alemana. Allí, como en todas partes, los nazis jugaron su baza local en beneficio de sus propósitos: los prisioneros de guerra flamencos fueron liberados en 1940, cuando cesaron las hostilidades, mientras que los valones permanecieron en los campos de prisioneros durante toda la guerra. En Francia y Bélgica, y también en Noruega, la resistencia contra los alemanes fue real, especialmente durante los dos últimos años de la ocupación, cuando los esfuerzos nazis por reclutar a los hombres jóvenes para realizar trabajos forzosos en Alemania llevaron a muchos de ellos a optar por el maquis (bosques) como un mal menor. Pero el número de activistas de la resistencia no superaría al de los que colaboraron con los nazis, ya fuera por convencimiento, corrupción o interés propio, hasta el mismo final de la ocupación (en Francia se estima que el número de hombres y mujeres verdaderamente comprometidos era aproximadamente el mismo en ambos bandos, entre 160.000 y 170.000 como máximo. Y su principal enemigo, con frecuencia, era el otro bando: a los alemanes, por lo general, se los dejaba de lado. En Italia, las circunstancias eran más complicadas. Los fascistas llevaban veinte años en el poder cuando Mussolini fue derrocado por un golpe palaciego en julio de 1943. Tal vez por esta razón la resistencia al régimen fue escasa; los antifascistas más activos estaban en el exilio. Después de septiembre de 1943, cuando el país se declaró oficialmente «cobeligerante» del lado de los aliados, el norte del país, ocupado por los alemanes, se dividió entre un régimen títere (la «República de Saló» de Mussolini) y un pequeño pero valiente núcleo de resistencia partisano que cooperaba y a veces recibía apoyo de los ejércitos aliados que avanzaban hacia allí. Pero aquí también, lo que ambos bandos presentaron como una mayoría de italianos sensatos atrapados en un conflicto con una banda marginal de terroristas asesinos que estaban aliados con una potencia extranjera fue en realidad, entre los años 1943 y 1945, una auténtica guerra civil con un número importante de ciudadanos italianos comprometidos con alguno de ambos bandos. Los fascistas de Saló fueron en realidad los colaboradores no representativos de una brutal fuerza ocupante; pero el apoyo con el que contaron en aquel momento no fue nada desdeñable, y desde luego no claramente inferior al de sus oponentes más agresivos, los partisanos soldados alemanes), el daño que acarreó a los propios griegos fue mucho mayor aún. Las guerrillas del KKE (comunistas) y el gobierno monárquico de Atenas, respaldado por Occidente, sembraron el terror por los pueblos, destruyeron las comunicaciones y dividieron al país durante las décadas siguientes. Cuando la guerra ya había acabado, en septiembre de 1949, el 10 por ciento de la población se había quedado sin hogar. La guerra civil griega careció de muchas de las complejidades étnicas de la lucha en Yugoslavia o en Ucrania[10] pero, en términos humanitarios, fue aún más costosa. El impacto de estas guerras civiles europeas en la postguerra fue inmenso. En resumen, supuso que la guerra europea no finalizara en 1945 con la retirada de los alemanes: una de las características traumáticas de la guerra civil consiste en que, incluso después de su derrota, el enemigo sigue permaneciendo en el mismo lugar y, con él, el recuerdo del conflicto. Pero las luchas intestinas de aquellos años tuvieron también otros efectos. Junto con la barbarie sin precedentes de los nazis y, posteriormente, las ocupaciones soviéticas, corroyeron el tejido mismo del estado europeo. A partir de entonces, nada volvería a ser lo mismo. En el más estricto sentido de un término excesivamente manido, estas luchas transformaron la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Hitler, en una revolución social. Para empezar, la ocupación por etapas del territorio llevada a cabo por las potencias extranjeras erosionó inevitablemente la autoridad y la legitimidad de los gobiernos locales. El régimen de Vichy en Francia, supuestamente autónomo, al menos nominalmente (como el Estado eslovaco del padre Jozef Tiso o el régimen ustacha de Pavelić en Zagreb), era en realidad un organismo dependiente de Hitler, como casi todo el mundo sabía. A escala municipal, las autoridades cooperantes locales de Holanda o Bohemia mantenían un cierto grado de iniciativa, siempre que evitaran colisionar con los deseos de sus amos alemanes. Irónicamente, solo en los países aliados de los nazis como Finlandia, Bulgaria, Rumanía y Hungría, y a los que por tanto se les permitía autogobernarse, se mantuvo cierto grado de independencia local, al menos hasta 1944. Salvo Alemania y el centro de la Unión Soviética, todos los Estados europeos continentales implicados en la Segunda Guerra Mundial fueron ocupados al menos dos veces: primero por sus enemigos y luego por los ejércitos de liberación. Algunos países como Polonia, los Estados bálticos, Grecia o Yugoslavia, fueron ocupados tres veces en cinco años. Con esta sucesión de invasiones, el régimen anterior quedaba destruido, su autoridad desmantelada, y sus élites reducidas. El resultado fue en algunos lugares una tabula rasa donde todas las viejas jerarquías habían quedado desacreditadas y sus representantes desprestigiados. En Grecia, por ejemplo, el dictador anterior a la guerra, Metaxás, se había deshecho de la vieja clase parlamentaria. Los alemanes echaron a Metaxás. Luego, los alemanes fueron a su vez expulsados, y los que habían colaborado con ellos quedaron desprotegidos y deshonrados. La liquidación de las viejas élites sociales y económicas constituyó quizá el cambio más dramático. El extermino de los judíos de Europa por parte de los nazis no solo fue devastador en sí mismo. Tuvo también importantes consecuencias sociales para las muchas ciudades y localidades de Europa central donde los judíos habían integrado antes la clase profesional local: doctores, abogados, hombres de negocios, catedráticos. Más tarde, y a menudo en esas mismas ciudades, otra parte importante de la burguesía (los alemanes) también fue eliminada, como hemos visto. El resultado se tradujo en una transformación radical del paisaje social y una oportunidad para que polacos, bálticos, ucranianos, eslovacos, húngaros y ciudadanos de otras nacionalidades ascendieran y ocuparan los puestos (y los hogares) de los ausentes. Este proceso de nivelación, por el que las poblaciones nativas de Europa central y del Este ocuparon el lugar de las minorías desterradas, constituyó la aportación más duradera de Hitler a la historia social europea. El plan alemán había consistido en destruir a los judíos y a la intelligentsia local de Polonia y el occidente de la Unión Soviética, someter al resto de las poblaciones eslavas a un neovasallaje y poner la tierra y el gobierno en manos de los alemanes reasentados. Pero con la llegada del Ejército Rojo y la expulsión de los alemanes, la nueva situación resultó adaptarse especialmente bien a los más puros proyectos de radicalización de los soviéticos. Una razón para ello fue que los años de la ocupación no solo habían sido testigo de una movilidad social ascendente aplicada rápida y violentamente, sino también del más completo colapso de la ley y de los hábitos de vida de un Estado legal. Es engañoso pensar en la ocupación alemana de la Europa continental como una época de pacificación y orden bajo el control de un poder omnisciente y omnipresente. Incluso en Polonia, el más vigilado y reprimido de todos los territorios ocupados, la sociedad continuó actuando de forma desafiante contra las nuevas autoridades: los polacos constituyeron por ellos mismos un universo clandestino de periódicos, escuelas, actividades culturales, servicios de asistencia social, intercambio económico e, incluso, un ejército, todo ello prohibido por los alemanes y que por tanto se llevaba a cabo fuera de la ley, a costa de correr un grave riesgo. Pero esa era precisamente la cuestión. Vivir con normalidad en la Europa ocupada suponía infringir la ley: en primer lugar, la ley de los ocupantes (toques de queda, normas para viajeros, leyes racistas, etcétera), pero, además, las leyes y normas convencionales. La mayoría de la gente corriente que no tenía acceso a los productos agrícolas se veía obligada, por ejemplo, a recurrir al mercado negro o al trueque ilegal para alimentar a sus familias. El robo al Estado, a un conciudadano o el saqueo a un comercio judío estaba tan extendido que a los ojos de mucha gente dejó de ser un crimen. De hecho, dado que los gendarmes, policías y autoridades locales representaban y servían a la fuerza de ocupación, y que esta practicaba el crimen organizado a costa de poblaciones civiles determinadas arbitrariamente, los delitos comunes se convirtieron en actos de resistencia (aunque a menudo en retrospectiva, con posterioridad a la liberación). Pero, sobre todo, la violencia pasó a formar parte de la vida diaria. La autoridad del Estado moderno, en última instancia, ha descansado siempre, in extremis, en su monopolio de la violencia y su disposición a utilizar la fuerza en caso necesario. Sin embargo, en la Europa ocupada la autoridad era una función de la fuerza en sí, utilizada sin inhibición ninguna. Curiosamente, fue justo en estas circunstancias cuando el Estado perdió su monopolio de la violencia. Los grupos y ejércitos partisanos competían por una legitimidad derivada de su capacidad para aplicar sus normas dentro de partir de 1931 había acarreado un alto nivel de intervención y manipulación estatal, y en Polonia, Hungría y Rumanía, el sector empresarial de propiedad pública se había expandido notablemente durante los años inmediatamente anteriores y posteriores a la guerra, como medida preventiva de defensa contra la penetración económica alemana. La dirección estatal de la economía en la Europa del Este no comenzó en 1945. El saqueo durante la postguerra de las poblaciones alemanas residentes desde Polonia a Yugoslavia completó la radical transformación iniciada con la expulsión de los judíos por parte de los propios alemanes. Muchos ciudadanos de etnia alemana de los Sudetes, Silesia, Transilvania y el norte de Yugoslavia poseían importantes propiedades territoriales. Cuando estas fueron a parar a manos del Estado para su redistribución, el impacto fue inmediato. En Checoslovaquia, los bienes y las propiedades arrebatadas por los alemanes y sus colaboradores equivalían a una cuarta parte de la riqueza nacional, mientras que la redistribución solo de las tierras de labranza benefició a 300.000 campesinos y trabajadores agrícolas y a sus familias. El alcance de estos cambios solo puede describirse como revolucionario. Al igual que la propia guerra, supusieron tanto un corte radical y una clara ruptura con el pasado como la preparación para otros cambios más importantes incluso que estaban aún por venir. En la Europa occidental liberada había pocas propiedades que redistribuir, y la guerra no se había experimentado como el cataclismo que desencadenó más hacia el este. Pero también allí se puso en cuestión la legitimidad de las autoridades constituidas. Los gobiernos locales de Francia, Noruega y los países del Benelux no se habían cubierto precisamente de gloria. Por el contrario, en general habían respondido con presteza a la intervención de los ocupantes. En 1941 los alemanes fueron capaces de dirigir la ocupada Noruega con un personal administrativo de solo 806 empleados. Los nazis administraron Francia con solo 1500 de los suyos. Hasta tal punto confiaban en la lealtad de la policía y las milicias francesas que les asignaron (además de su personal administrativo) nada más que 6000 policías civiles y militares para garantizar la docilidad de un país de 35 millones de personas. Lo mismo ocurrió en Holanda. En un testimonio efectuado en la postguerra por el jefe de seguridad alemán de Ámsterdam, este afirmaba que «el principal apoyo de las fuerzas alemanas en el sector policial y en otros era la policía holandesa. Sin ella, no podrían haberse llevado a cabo ni un 10 por ciento de las tareas de la ocupación alemana». Obsérvese el contraste con Yugoslavia, que requirió la constante vigilancia de divisiones enteras del ejército alemán solo para contener a los partisanos armados[11]. Esta constituyó una de las diferencias entre la Europa occidental y la oriental. Otra fue el propio tratamiento que los nazis dieron a las naciones ocupadas. Los noruegos, daneses, holandeses, belgas, franceses y, después de septiembre de 1943, italianos, fueron humillados y explotados. Pero a menos que fueran judíos, comunistas o activistas de algún tipo de resistencia, en general, los dejaron en paz. Por consiguiente, los pueblos liberados de Europa occidental podían imaginar un retorno a algo parecido al pasado. De hecho, incluso las democracias parlamentarias del periodo de entreguerras parecían ahora un poco menos gastadas que antes, gracias al interludio nazi (Hitler había conseguido desacreditar al menos una de las alternativas radicales al pluralismo político y el Estado de derecho). Las exhaustas poblaciones de la Europa occidental continental aspiraban sobre todo a volver a tomar las riendas de la vida normal, dentro de un Estado debidamente regulado. La situación, por tanto, en los Estados recién liberados de Europa occidental era bastante nefasta. Pero en Europa central, en palabras de John J. McCloy, de la Comisión de Control de Estados Unidos en Alemania, era de «absoluto colapso económico, social y político […] sería imposible encontrar algún paralelismo en la historia, a menos que nos remontemos al Imperio Romano». McCloy se refería a Alemania, donde los gobiernos militares aliados tenían que reconstruir todo desde cero: la ley, el orden, los servicios públicos, las comunicaciones, la administración. Pero al menos ellos tenían recursos para hacerlo. En el este, la situación era aún mucho peor. Así pues, fue Hitler, como mínimo tanto como Stalin, el que abrió una brecha en el continente y lo dividió. Las historia de Europa central, de las tierras de los imperios germánico y de los Habsburgo, de las zonas septentrionales del viejo imperio otomano, e incluso de los territorios más occidentales de los zares rusos, siempre había sido diferente, en cuanto a escala, a la de las naciones-Estado del oeste. Pero no necesariamente en esencia. Antes de 1939, húngaros, rumanos, checoslovacos, polacos, croatas y bálticos tal vez miraran con algo de envidia a los más afortunados habitantes de Francia o de los Países Bajos. Pero no veían razones para no poder aspirar por derecho propio a una prosperidad y estabilidad similares. Los rumanos soñaban con París. La economía checa superaba en 1937 a la de la vecina Austria, y podía competir con la de Bélgica. La guerra lo cambió todo. Al este del Elba, los soviéticos y sus representantes locales heredaron un subcontinente en el que ya había tenido lugar una ruptura radical con el pasado. Lo que no quedó desacreditado al máximo quedó irreparablemente dañado. Los gobiernos exiliados de Oslo, Bruselas o La Haya pudieron regresar de Londres con la esperanza de asumir la legítima autoridad a la que se habían visto obligados a renunciar en 1940. Pero los viejos gobernantes de Bucarest y Sofía, Varsovia, Budapest e incluso Praga no tenían ningún futuro: su mundo había quedado barrido al paso de la violencia transformadora de los nazis. Solo cabía decidir la forma política del nuevo orden que debía ahora reemplazar a un pasado irrecuperable. periodo posterior a 1927 los había reducido a la insignificancia y la marginalidad política en la Europa del Este. La Unión Soviética había contribuido además a su debilidad a través del encarcelamiento y purga de muchos de los comunistas polacos, húngaros, yugoslavos y de otros países que se habían refugiado en Moscú: en el caso polaco, la cúpula del Partido Comunista Polaco del periodo de entreguerras fue prácticamente barrida por completo. Así pues, cuando Mátyás Rákosi, el jefe del Partido Comunista Húngaro, fue devuelto de Moscú a Budapest en febrero de 1945, pudo contar tan solo con el apoyo de unos 4000 comunistas en Hungría. En Rumanía, según la líder comunista rumana Ana Pauker, el número de militantes del Partido era inferior a mil, en una población de casi 20 millones. La situación en Bulgaria no era mucho mejor: en septiembre de 1944 los comunistas sumaban aproximadamente unos 8000. Solo en las regiones industriales de Bohemia y en Yugoslavia, donde se identificaba al Partido con la victoriosa resistencia partisana, el comunismo contó con algo parecido a una militancia masiva. Actuando conforme a su característica cautela, y todavía manteniendo en todo caso las relaciones con las potencias occidentales, Stalin siguió una táctica ya conocida desde la década de 1930 a través de los frentes populares y la práctica comunista durante la Guerra Civil española: favorecer la formación de gobiernos de «frente», esto es, coaliciones de comunistas, socialistas y de otros partidos antifascistas que excluían y castigaban al antiguo régimen y sus partidarios, pero se mostraban cautos y «democráticos», reformistas más que revolucionarios. Hacia el final de la guerra, o al muy poco tiempo, todos los países de la Europa del Este tenían este tipo de gobierno de coalición. A la vista de los continuos desacuerdos entre los expertos sobre la responsabilidad de la división de Europa, quizá merezca la pena subrayar que ni Stalin ni sus representantes locales albergaban ninguna duda sobre cuál era su meta a largo plazo. Las coaliciones constituían la ruta hacia el poder para los partidos comunistas, en una región donde históricamente habían sido bastante débiles; eran solo los medios para alcanzar dicho fin. Como Walter Ulbricht, líder de los comunistas de la Alemania del Este, explicó en privado a sus seguidores cuando le manifestaron su extrañeza ante la política del Partido en 1945: «Está muy clara: tiene que parecer democrática, pero debemos tenerlo todo bajo control». El control, en efecto, importaba mucho más que las políticas. No era casual que en todos los gobiernos de coalición (el «Frente Patriótico», el «Gobierno de Unidad» o los «bloques de partidos antifascistas») de la Europa del Este los comunistas quisieran hacerse con el control de ciertos ministerios clave como el de Interior, que confería al Partido la autoridad sobre la policía y las fuerzas de seguridad así como el poder de conceder o retirar las licencias a los periódicos, o el de Justicia, que gestionaba las reformas y las redistribuciones territoriales y estaba por tanto capacitado para otorgar favores y comprar la lealtad de millones de campesinos. Los comunistas también trataban de ocupar los puestos más importantes en los comités de «desnazificación», las comisiones de distrito y los sindicatos. En cambio, los comunistas de la Europa del Este no tenían prisa por hacerse con los puestos de presidente, primer ministro o ministro de Asuntos Exteriores; preferían a menudo dejárselos a sus aliados de coalición de los partidos socialistas, agrarios o liberales. Esto respondía a la distribución inicial de los cargos de gobierno durante la postguerra, donde los comunistas habían estado en minoría, y servía a la vez para contentar a los observadores occidentales. Aunque la población local no se dejaba engañar y tomaba sus propias precauciones (el número de militantes del Partido Comunista Rumano había ascendido a 800.000 a finales de 1945), en muchos aspectos la estrategia comunista resultaba en realidad tranquilizadoramente moderada. Lejos de la colectivización de tierras, el Partido instaba a su distribución entre los que no las tenían. Lejos de la confiscación de bienes «fascistas», el Partido no presionaba en pro de las nacionalizaciones o la propiedad estatal, y desde luego no más, y, en muchos casos, menos, que algunos de sus socios de coalición. Por otra parte, no se hablaba mucho del «socialismo» como meta. El objetivo declarado de los comunistas en 1945 y 1946 era «completar» las inconclusas revoluciones burguesas de 1848 para redistribuir la propiedad, garantizar la igualdad y propugnar los derechos democráticos en una parte de Europa donde las tres cosas habían escaseado desde siempre. Se trataba de objetivos plausibles, al menos en apariencia, y atractivos para muchos habitantes de la región y de la Europa occidental que querían pensar bien de Stalin y sus propósitos. En el caso de los propios comunistas, este atractivo se redujo considerablemente tras una sucesión de elecciones locales y nacionales en Alemania del Este, Austria y Hungría. En estos países (en el caso de Hungría en las elecciones municipales de Budapest de noviembre de 1945), resultaría muy pronto evidente que por muy exitosa que hubiera sido su inserción en los puestos de mayor influencia local, los comunistas nunca iban a conseguir el poder a través de las urnas. A pesar de todas las ventajas derivadas de la ocupación militar y el patrocinio económico, los candidatos comunistas salieron invariablemente derrotados frente a los representantes de los viejos partidos liberales, socialdemócratas y agrarios/minifundistas. El resultado fue que los partidos comunistas adoptaron por el contrario una estrategia de presión encubierta, seguida de otra de terror y represión evidentes. En el curso de 1946 y 1947, sus oponentes electorales fueron calumniados, golpeados, arrestados, juzgados por «fascistas» o «colaboracionistas», encarcelados e incluso fusilados. Las milicias «populares» contribuyeron a crear un clima de miedo e inseguridad del que los portavoces comunistas culpabilizaban luego a sus críticos políticos. Los políticos más vulnerables o impopulares de los partidos no comunistas se convertían en objeto de oprobio público, mientras sus colegas permitían este maltrato con la esperanza de que no se utilizara contra ellos. Así, en Bulgaria, ya en el verano de 1946, se encarceló a siete de los veintidós miembros del «presidium» de la Unión Agraria y treinta y cinco de los ochenta miembros de su Consejo de Gobierno. Uno de los cargos más típicos fue el interpuesto contra el periodista Kunev, acusado de haber actuado «de forma claramente delictiva al calificar en uno de sus artículos al gobierno búlgaro como un grupo de soñadores políticos y económicos». Los partidos agrarios, liberales y otros también mayoritarios demostraron ser un blanco fácil, y se los acusó de fascistas o de albergar sentimientos antinacionales y se los eliminó poco a poco. El impedimento que presentó más dificultades a las ambiciones comunistas fueron los partidos socialistas o socialdemócratas locales que compartían las mismas coalición, caso de haberlos, quedaron reducidos a funciones meramente nominales y decorativas. En consonancia con esta transición de los frentes unificados y coaliciones al monopolio del poder comunista, la estrategia soviética retornó, a lo largo de 1948 y 1949, a una política de control estatal radical, colectivización, destrucción de la clase media y purgas y castigos a sus oponentes reales e imaginarios. Este relato sobre cómo se produjeron los primeros avances soviéticos en la Europa del Este describe un proceso común a todos las países de la región. Los cálculos de Stalin solían ser indiferentes a las peculiaridades nacionales. Allí donde los comunistas podían albergar razonables esperanzas de conseguir el poder por medios legales o aparentemente legales, esta pareció ser la preferencia de Stalin, al menos durante el otoño de 1947. Pero dado que la clave residía en el poder y no en la legalidad, las tácticas comunistas fueron haciéndose más combativas y menos respetuosas con los límites judiciales o políticos, incluso al precio de perder las simpatías con las que contaban en el extranjero, una vez resultaba claro que la victoria electoral les sería esquiva. Sin embargo, existían importantes variaciones locales. En Bulgaria y Rumanía era donde la mano dura soviética se sentía más que en ningún sitio, en parte porque ambos países habían estado en guerra con ella, y en parte debido también a la debilidad comunista pero, sobre todo, porque desde el principio las circunstancias geográficas las colocaban en el círculo más inmediato de la esfera soviética. En Bulgaria, el líder comunista (y anterior secretario del Comintern) Georgy Dimitrov, ya en 1946 había declarado sin rodeos que cualquiera que votara a la oposición anticomunista sería considerado un traidor. Aun así, los oponentes de los comunistas obtuvieron 101 de los 465 escaños parlamentarios en las elecciones generales subsiguientes. Pero la oposición estaba predestinada al fracaso, y lo único que podía evitar que el Ejército Rojo ocupante y sus aliados locales acabaran abierta y directamente con toda posibilidad de disidencia era la necesidad de trabajar con los aliados occidentales en un Tratado de Paz para Bulgaria y conseguir el reconocimiento angloamericano de la legítima autoridad del gobierno dirigido por los comunistas. Una vez firmados los tratados de paz, los comunistas ya no tenían nada que ganar de la espera, y la cronología de los hechos resulta en este sentido reveladora. El 5 de junio de 1947, el Senado de Estados Unidos ratificó los Tratados de Paz de París con Bulgaria, Rumanía, Hungría, Finlandia e Italia, a pesar de los recelos de los diplomáticos norteamericanos de Sofía y Bucarest. Al día siguiente, el principal político anticomunista de Bulgaria, el líder agrario Nikola Petkov (que se había negado a seguir a otros militantes agrarios más acomodaticios integrados en el Frente Patriótico de los comunistas), fue arrestado. Su juicio duró del 5 al 15 de agosto. El 15 de septiembre entró en vigor el Tratado de Paz búlgaro y, cuatro días más tarde, Estados Unidos ofreció la posibilidad de extender a Sofía su reconocimiento diplomático. A las 96 horas Petkov fue ejecutado, habiendo sido retrasada la sentencia hasta el anuncio oficial por parte de Estados Unidos. Tras el asesinato judicial de Petkov, los comunistas búlgaros ya no tenían que temer otros impedimentos. Como el general soviético Biriuzov comentó retrospectivamente al referirse al apoyo prestado por el Ejército Rojo a los comunistas búlgaros contra los partidos «burgueses», «no teníamos derecho a negar nuestra ayuda a los esfuerzos del pueblo búlgaro por aplastar a semejante reptil». En Rumanía, la posición de los comunistas era incluso más débil que en Bulgaria, donde al menos existía una tradición de sentimiento rusófilo que el Partido podía tratar de aprovechar[1]. Aunque los soviéticos garantizaban a los rumanos la recuperación del norte de Transilvania (asignada a Hungría bajo coacción en 1940), Stalin no albergaba ninguna intención de devolverle a Rumanía Besarabia ni Bucovina, incorporadas a la URSS, ni la región sur de Dobrudja, situada en el sudeste de Rumanía y en aquel momento anexionada a Bulgaria: por consiguiente, los comunistas rumanos se veían obligados a justificar una importante pérdida territorial, de la misma forma que en los años de entreguerras se los había obligado a prescindir de Besarabia, por entonces territorio rumano. Para empeorar las cosas, los líderes comunistas rumanos a menudo no eran ni siquiera rumanos, al menos conforme a los criterios rumanos tradicionales. Ana Pauker era judía, Emil Bodnăraş ucraniano y Vasile Luca de origen transilvano-germano. Otros eran húngaros o búlgaros. Al ser percibidos como una presencia ajena, los comunistas rumanos dependían completamente de las fuerzas soviéticas. Su supervivencia doméstica no radicaba en conseguir el voto popular (lo que nunca se había considerado ni remotamente como un objetivo real), sino en la velocidad y eficacia con la que podían ocupar la jefatura del Estado y dividir y destruir a sus oponentes de los partidos «históricos» del centro liberal, una tarea en la que demostraron ser decididamente expertos, como evidencia el hecho de que ya en marzo de 1948 la lista del gobierno obtuviera 405 de 414 escaños en las elecciones nacionales. Tanto en Rumanía como en Bulgaria (o Albania, donde Enver Hoxha movilizó a las comunidades toscas contra la resistencia tribal de los guegos del norte), la subversión y la violencia no constituían una opción más, sino el único camino hacia el poder. Los polacos también estaban predestinados a entrar en la esfera soviética tras la Segunda Guerra Mundial. La causa radicaba en su ubicación, en la ruta de Berlín a Moscú, en su historia como eterno obstáculo para las ambiciones imperiales rusas en Occidente, y en que, también en Polonia, las perspectivas de que un gobierno filosoviético emergiera espontáneamente por votación popular eran mínimas. La diferencia entre Polonia y los Estados balcánicos, sin embargo, residía en que Polonia había sido víctima de Hitler, no su aliada; cientos de miles de soldados polacos habían luchado junto a los ejércitos aliados en los frentes del este y del oeste; y los polacos abrigaban ciertas esperanzas respecto a sus perspectivas en la postguerra. Por lo que luego se ha sabido, dichas perspectivas no eran tan malas. Aunque no se puede decir que los comunistas polacos del llamado «Comité de Lublin» (fundado en julio de 1944 por las autoridades soviéticas con el fin de tener un gobierno ya preparado para entrar en ejercicio en cuanto consiguieran llegar a Varsovia) gozaran de un apoyo popular masivo, sí contaban con cierto grado de respaldo local, especialmente entre los jóvenes, y podían señalar algunos beneficios reales de la «amistad» soviética: una garantía eficaz contra el revanchismo territorial alemán (consideración que se debía tener muy en cuenta en aquellos momentos) y burocracia, reclutada entre los mismos grupos sociales que proveían a los cuadros dirigentes de los Estados comunistas. A pesar de toda la retórica del «socialismo», la transición del autoritarismo retrógrado a la «democracia popular» comunista fue rápida y fácil. No resulta por tanto muy sorprendente que la historia diera el giro que dio. Por otra parte, la alternativa de una vuelta a los políticos y las políticas de la Rumanía, la Polonia o la Hungría anteriores a 1939 debilitaba en gran medida la causa anticomunista, al menos hasta que el terror soviético se dejó sentir con toda su fuerza a partir de 1949. Después de todo, como el líder comunista francés Jacques Duclos inquiría astutamente en el diario comunista L’Humanité el 1 de julio de 1948, ¿no era la Unión Soviética la que mejores garantías ofrecía a estos países no solo contra un retroceso a la nefasta época anterior, sino también para alcanzar su independencia nacional? Eso era lo que en efecto muchos creían en aquel momento. Como señaló Churchill: «Algún día los alemanes querrán recuperar su territorio y los polacos no podrán pararlos». En aquel momento, la Unión Soviética se había autoinvestido como protectora de las nuevas fronteras de Rumanía y de Polonia, por no hablar de los territorios redistribuidos de los alemanes y ciudadanos de otras nacionalidades expulsados de toda la región. Ello constituía un recordatorio, en realidad innecesario, de la omnipresencia del Ejército Rojo. La 37 división del Tercer Frente Ucraniano fue separada de las fuerzas que ocupaban Rumanía en septiembre de 1944 y destinada a Bulgaria, donde permaneció hasta la firma de los Tratados de Paz en 1947. Las fuerzas soviéticas continuaron en Hungría hasta mediados de los años cincuenta (y de nuevo a partir de 1956) y en Rumanía hasta 1958. La República Democrática Alemana permaneció bajo la ocupación militar soviética a lo largo de sus cuarenta años de vida, y las tropas soviéticas transitaban de forma regular por Polonia. La Unión Soviética no estaba dispuesta a dejar esta parte de Europa, cuyo futuro estaba íntimamente ligado al destino de su gigantesco vecino, como los hechos demostrarían más adelante. La excepción evidente era por supuesto Checoslovaquia. Muchos checos recibieron a los rusos como sus liberadores. Gracias a Múnich, albergaban pocas ilusiones respecto a los poderes occidentales, y el gobierno de Edvard Beneš exilado en Londres era el único que había protagonizado inequívocos acercamientos hacia Moscú con bastante anterioridad a 1945. Así le explicaba el propio Beneš su postura a Mólotov en diciembre de 1943: «Respecto a los asuntos de máxima importancia, [nosotros] […] siempre nos manifestaríamos y actuaríamos de acuerdo con los representantes del gobierno soviético». Puede que Beneš no estuviera tan alerta como su mentor, el fallecido presidente Tomáš Masaryk, ante los riesgos del abrazo ruso o soviético, pero tampoco era un incauto. Praga quería mantener buenas relaciones con Moscú por la misma razón que antes de 1938 había pretendido estrechar sus lazos con París: porque Checoslovaquia era un país pequeño y vulnerable del centro de Europa y necesitaba un protector. De este modo, a pesar de ser en muchos sentidos el más occidental de los países «del Este», con una cultura tradicionalmente plural, un importante sector urbano e industrial, una economía capitalista que hasta la guerra se había mostrado floreciente y una política socialdemócrata de orientación occidental a raíz de ella, Checoslovaquia fue también el aliado más cercano que tuvo la Unión Soviética en la región, pese a perder su comarca más oriental, la Rutenia subcarpática, debido a los «ajustes» territoriales soviéticos. Esta era la razón por la que Beneš, el único primer ministro exilado de la Europa del Este y del sudeste durante la guerra, pudo volver con su gobierno a casa, donde, en abril de 1945, lo reconfiguró con la incorporación de siete ministros comunistas y once procedentes de los cuatro partidos restantes. Los comunistas checos presididos por Klement Gottwald creían sinceramente en sus posibilidades de llegar al poder a través de las urnas. En las últimas elecciones checoslovacas anteriores a la guerra, celebradas en 1935, habían conseguido un resultado bastante favorable de 849.000 votos (el 10 por ciento del total). No dependían del Ejército Rojo, que se retiró de Checoslovaquia en noviembre de 1945 (si bien la Unión Soviética siguió manteniendo en Praga, como en todas partes, una importante presencia de sus servicios de espionaje y policía secreta a través de su entramado diplomático). En las ciertamente libres aunque psicológicamente tensas elecciones checoslovacas de mayo de 1946, el Partido Comunista consiguió el 40,2 por ciento de los votos en las regiones checas de Bohemia y Moravia, y el 31 por ciento en la mayoritariamente rural y católica Eslovaquia. Solo le superó el Partido Demócrata Eslovaco, cuya influencia quedaba por definición limitada al tercio de la población integrado por los habitantes de origen eslovaco[3]. Los comunistas checos imaginaban un éxito continuado, razón por la que al principio recibieron con agrado la perspectiva de la Ayuda del Plan Marshall y llevaron a cabo campañas de reclutamiento para aumentar sus perspectivas para futuras elecciones (la militancia del partido aumentó de unos 50.000 miembros en mayo de 1945 a 1.220.000 en abril de 1946 y, en enero de 1948, alcanzó 1.310.000, en un país con una población de solo 12 millones de habitantes). Desde luego, los comunistas no renunciaron a utilizar el patrocinio y la presión para conseguir apoyo. Y, como en todas partes, habían tomado la precaución de obtener los ministerios vitales y colocar a sus hombres en los cargos clave dentro de la policía y en otros sitios. Pero, anticipándose a las elecciones de 1948, los comunistas autóctonos de Checoslovaquia se estuvieron preparando para alcanzar el poder de lleno mediante un «camino checo» que por entonces todavía parecía bastante distinto al de los países del este. Si la cúpula soviética creía o no en las afirmaciones de Gottwald acerca de que el Partido Comunista Checoslovaco triunfaría sin ayuda, es algo que no está claro. Pero, al menos en el otoño de 1947, Stalin dejó en paz a Checoslovaquia. Los checos habían expulsado a los alemanes de los Sudetes (que los exponían a la hostilidad alemana y en consecuencia hacían a su país más dependiente incluso de la protección soviética) y el énfasis de los gobiernos de postguerra de Beneš en la planificación económica, la propiedad estatal y el trabajo duro recordaban al menos a un periodista francés en mayo de 1947 a la retórica y el talante del primer estajanovismo soviético. Las vallas de Praga aparecían cubiertas de retratos de Stalin junto a los del propio presidente Beneš mucho antes de que los comunistas hubieran establecido siquiera un gobierno propio, y mucho menos asegurado el monopolio del poder. Como hemos visto, el ministro de Asuntos Exteriores Jan Masaryk y sus colegas no dudaron, en el verano de 1947, en declinar la ayuda Marshall a instancias de Moscú. En resumen, parecía, Yugoslavia representaba la línea más dura y vanguardista del comunismo europeo. Aparentemente, el radicalismo yugoslavo y el éxito del Partido Comunista de Yugoslavia en hacerse por completo con el control de una región estratégicamente crucial jugaba a favor de los soviéticos, y las relaciones entre Moscú y Belgrado eran cordiales. Moscú prodigaba todo tipo de alabanzas a Tito y su partido, manifestaba un gran entusiasmo por sus logros revolucionarios y ponía a Yugoslavia como ejemplo que había que seguir. A cambio, los líderes yugoslavos aprovechaban cualquier ocasión para insistir en su respeto por la Unión Soviética; y se veían a sí mismos como introductores del modelo de la revolución y el gobierno bolcheviques en los Balcanes. Como recordaba Milovan Djilas, «todos nos sentíamos predispuestos a su favor [de la URSS]. Y todos le hubiéramos permanecido fieles, de no haber sido por los propios criterios de lealtad de la Superpotencia». Pero la devoción yugoslava por el bolchevismo siempre fue, desde el punto de vista de Stalin, demasiado entusiasta. Stalin, como ya hemos visto, estaba menos interesado en la revolución que en el poder. Era Moscú quien tenía que determinar la estrategia de los partidos comunistas, quien tenía que decidir cuándo se requería un enfoque moderado o cuándo había que adoptar una línea radical. Como origen y motor de la revolución mundial, la Unión Soviética no era un modelo, sino el modelo. En las circunstancias adecuadas, los demás partidos comunistas podían sentarse a la partida y jugar sus bazas, pero bajo la seria advertencia de no ganarle la mano a los soviéticos. Y en esto consistía el principal defecto de Tito a los ojos de Stalin. En su afán por implantar los cánones comunistas en el sudeste de Europa, el exgeneral partisano estaba adelantándose a los cálculos soviéticos. Los éxitos revolucionarios se le habían subido a la cabeza: se estaba haciendo más papista que el Papa. Stalin no llegó a estas conclusiones de repente, aunque su frustración con el «inexperto» Tito data de fechas tan tempranas como enero de 1945. Más allá de la percepción por parte de Moscú de que Tito se estaba volviendo un engreído y presentando la revolución autóctona de Yugoslavia como un contramodelo a la de los soviéticos, los desacuerdos entre Stalin y Tito se produjeron con relación a cuestiones prácticas de política regional. Bajo el gobierno de Tito, los yugoslavos albergaban ciertas ambiciones, enraizadas en la historia de los Balcanes, de absorber Albania, Bulgaria y determinadas partes de Grecia para formar una Yugoslavia expandida bajo una nueva «Federación de los Balcanes». Esta idea despertó cierto interés fuera de las fronteras de Yugoslavia (desde el punto de vista de Traicho Kostov, uno de los dirigentes comunistas de Sofía, resultaba conveniente en el aspecto económico para Bulgaria y representaría una ruptura con el nacionalismo de pequeño Estado que tanto había perjudicado las perspectivas de estos países antes de la guerra). El propio Stalin no se mostraba en principio reacio a hablar de una federación balcánica y Dimitrov, el confidente de Stalin en el Comintern y principal líder comunista de Bulgaria, se refería abiertamente a la perspectiva todavía en enero de 1948. Pero, a pesar de su atractivo, existían dos problemas con el plan de reunir a todo el sudeste de Europa en un acuerdo federal subordinado al control comunista. Lo que empezó constituyendo la base para una cooperación mutua entre los comunistas locales pronto se convirtió, a los recelosos ojos de Stalin, en algo más bien parecido a una puja por parte de uno de ellos para hacerse con la hegemonía regional. Esto por sí solo ya hubiera conducido a Stalin, con el tiempo, a frustrar las ambiciones de Tito. Pero existía un escollo adicional y aún más importante, y era que Tito le estaba creando problemas a Stalin en Occidente. Los yugoslavos respaldaron y alentaron abiertamente la insurgencia griega, tanto en 1944 como tres años más tarde, cuando estalló la guerra civil. Este respaldo resultaba coherente con el activismo marcadamente narcisista de Tito, ya que se trataba de ayudar a los comunistas griegos a que emularan sus propios éxitos, y se veía también influido por los intereses yugoslavos en las disputadas regiones «eslavas» de la Macedonia griega. Pero Grecia se encontraba en la esfera de intereses occidental, como Churchill y posteriormente Truman habían explicitado con claridad. Stalin no tenía ningún interés en enzarzarse en una disputa con Occidente por causa de Grecia, un asunto para él secundario. Los comunistas griegos suponían ingenuamente que su levantamiento desencadenaría la ayuda soviética, e incluso tal vez la intervención de las fuerzas soviéticas, pero esta opción jamás se barajó. Por el contrario, Stalin no los consideraba más que como un grupo de indisciplinados aventureros embarcados en una causa perdida que probablemente provocarían la intervención estadounidense. El desafiante apoyo de Tito a los insurgentes griegos molestó por tanto a Stalin, que justificadamente pensaba que sin la ayuda yugoslava todo el embrollo griego se habría resuelto mucho antes y de un modo pacífico[5] por sí solo, y le distanció aún más de su acólito de los Balcanes. Pero Tito no estaba incomodando a Stalin y avivando la irritación norteamericana solo en el sur de los Balcanes. En Trieste y en la península de Istria, las ambiciones territoriales yugoslavas suponían un obstáculo para un acuerdo aliado sobre un Tratado de Paz italiano: cuando el Tratado se firmó por fin, en septiembre de 1947, el futuro de la región de Trieste quedó sin aclarar, y las tropas aliadas permanecieron acuarteladas allí para impedir que fuera tomada por los yugoslavos. En la vecina Carintia, la región más meridional de Austria, Tito estaba reclamando un acuerdo territorial a favor de Yugoslavia, mientras que Stalin prefería que la situación continuara sin resolverse (ya que esto representaba para los soviéticos la notable ventaja de permitirles mantener tropas en el este de Austria y también en Hungría). La combinación del irredentismo yugoslavo y el fervor revolucionario partisano de Tito constituía por tanto una incomodidad cada vez mayor para Stalin. Según la Official British History of the Second World War (Historia oficial británica de la Segunda Guerra Mundial), en los círculos militares occidentales estaba muy extendida la opinión de que si después de mayo de 1945 estallaba una Tercera Guerra Mundial, sería en la región de Trieste. Pero a Stalin no le interesaba provocar una Tercera Guerra Mundial, y mucho menos por un recóndito rincón del nordeste de Italia. Tampoco le complacía ver a los comunistas italianos molestos por las impopulares ambiciones territoriales del vecino comunista de Italia. Por todas estas razones, en el verano de 1947 Stalin se sentía de puertas para adentro profundamente irritado con Yugoslavia. Tampoco pudo haberle agradado ver la estación de ferrocarril de la capital búlgara cubierta de carteles de Tito tanto como de Stalin y Dimitrov, ni que los comunistas Cominform (que solo llegó a reunirse tres veces antes de desmantelarse en 1956) era restablecer el dominio soviético dentro del movimiento internacional. Al igual que había hecho en el propio Partido Bolchevique veinte años antes, Stalin se proponía penalizar y desacreditar las desviaciones «derechistas». En Szklarska Poręba los representantes franceses e italianos fueron sometidos a lecciones paternalistas sobre estrategia revolucionaria, impartidas por los delegados yugoslavos Edvard Kardelj y Milovan Djilas, cuyo «izquierdismo» ejemplar fue distinguido con los elogios de Zhdánov y Malenkov, los delegados soviéticos. Los comunistas occidentales (junto con los representantes de los partidos checo y eslovaco, a quienes claramente también se dirigían las críticas) se quedaron bastante sorprendidos. La coexistencia pacífica, como la que ellos habían estado promoviendo con su política interior, había llegado a su fin. Se estaba formando un «bando democrático antiimperialista» (en palabras de Zhdánov), y se imponía seguir una nueva línea. De ahora en adelante, Moscú esperaba que los comunistas estuvieran más atentos y subordinaran las consideraciones locales a los intereses soviéticos. A partir de Szklarska Poręba, en todas partes los comunistas empezaron a utilizar tácticas de confrontación: huelgas, manifestaciones, campañas contra el Plan Marshall y, en la Europa del Este, a acelerar la toma del poder. El Comité Central del Partido Comunista Francés se reunió en París el 29 y 30 de octubre de 1947 e inauguró oficialmente una campaña de denigración contra sus anteriores aliados socialistas. Los comunistas italianos tardaron algo más en realizar el cambio, pero en su congreso de enero de 1948, el Partido Comunista Italiano (PCI) adoptó también un «nuevo rumbo», cuyo objetivo seria la «lucha por la paz». Los comunistas europeos occidentales sufrieron sin duda las consecuencias, como la marginación de la política nacional y, en el caso italiano, la pérdida clamorosa de las elecciones generales de abril de 1948, en las que el Vaticano y la embajada de Estados Unidos intervinieron decisivamente a favor del bando anticomunista[6]. Pero no importaba. Según la teoría de los «dos bandos» de Zhdánov, los comunistas del bando occidental debían ocupar ahora un papel secundario, en la retaguardia. Podría pensarse que el hiperrevolucionarismo de los yugoslavos, que hasta el momento había constituido un obstáculo para la diplomacia de Stalin, se convertiría a partir de entonces en una ventaja, y así lo pareció en Szklarska Poręba, donde el Partido Yugoslavo había adquirido un papel protagonista. Si bien es cierto que los delegados franceses, italianos y de otras nacionalidades no perdonaron jamás a los yugoslavos el condescendiente aire de superioridad y privilegio que adoptaron en Szklarska Poręba: tras la ruptura entre los comunistas soviéticos y yugoslavos, los comunistas del resto del mundo se sintieron encantados de poder condenar la «desviación titista» y apenas necesitaron del estímulo soviético para cubrir de oprobio y vergüenza a sus desgraciados camaradas de los Balcanes. Pero, en cambio, las desavenencias entre Tito y Stalin se iniciaron con la condena de Stalin de la idea de la federación balcánica en febrero de 1948 y la cancelación de las relaciones comerciales soviéticas, seguidas de la retirada de Belgrado de los asesores militares y civiles soviéticos al mes siguiente. El desencuentro se agravó con una serie de comunicaciones y acusaciones formales en las que ambas partes afirmaban guiarse por las mejores intenciones, y culminó con la negativa de Tito a asistir a la segunda conferencia del Cominform, que iba a celebrarse próximamente. La escisión se consumó por tanto en dicha conferencia, el 28 de junio de 1948, con la resolución oficial de expulsar a Yugoslavia de la organización, por no reconocer el papel fundamental del Ejército Rojo y de la URSS en la liberación y la transformación socialista del país. Oficialmente, Belgrado fue acusada de llevar a cabo una política exterior nacionalista y aplicar una política interior errónea. De hecho, Yugoslavia pasó a representar el equivalente internacional a una «oposición de izquierdas» al monopolio del poder de Stalin, por lo que el conflicto se hizo inevitable: Stalin tenía que acabar con Tito para dejar suficientemente claro a los camaradas comunistas de este que Moscú no iba a tolerar ninguna disensión. Tito, por supuesto, no estaba acabado. Pero tanto él como su país eran más vulnerables de lo que parecían en aquel momento y, sin el creciente respaldo de Occidente, les hubiera sido muy difícil sobrevivir al boicot económico soviético (en 1948, el 46 por ciento del comercio yugoslavo se efectuaba con la Unión Soviética, cifra que se reduciría al 14 por ciento un año después) y a las verosímiles amenazas de intervención soviética. Los yugoslavos pagaron sin duda un alto precio simbólico por su obstinado y orgulloso comportamiento. A lo largo de los dos años siguientes, los ataques del Cominform se hicieron cada vez más incisivos. Según el bien surtido vocabulario vejatorio leninista, Tito pasó a ser calificado como «Tito el Judas y sus secuaces» o «el nuevo zar de los panserbios y de toda la burguesía yugoslava». Sus seguidores eran «despreciables traidores y mercenarios imperialistas», «siniestros heraldos de la guerra y la muerte, traidores belicistas y dignos herederos de Hitler». El Partido Comunista Yugoslavo fue declarado «una banda de espías, provocadores y asesinos», «perros atados por correas americanas, que roen los huesos imperialistas y ladran a favor del capital americano». Resulta significativo que los ataques a Tito y sus seguidores coincidieran con el pleno esplendor del culto estalinista a la personalidad y con las purgas y los «juicios-espectáculo» de los años siguientes. Porque de lo que no cabe duda es de que Stalin consideraba a Tito una amenaza y un desafío, y que temía que provocara un efecto corrosivo en la fidelidad y la obediencia de otros regímenes y partidos comunistas. Con la insistencia del Cominform, en sus periódicos y publicaciones, sobre el «empeoramiento de la lucha de clases en la transición del capitalismo al socialismo», y en el «papel crucial» del partido, se corría el riesgo de recordarle a la gente que esas habían sido precisamente las políticas del Partido Yugoslavo desde 1945. De ahí que dicha insistencia tuviera que ir siempre acompañada del énfasis en la lealtad a la Unión Soviética y a Stalin, el rechazo de todo camino «nacional» o «particular» hacia el socialismo y la necesidad de «redoblar la vigilancia». La segunda edad de hielo estalinista había comenzado. Si Stalin se tomaba tanto trabajo en afirmar y reafirmar su autoridad en la Europa del Este, esto se debía en gran medida a que estaba perdiendo la iniciativa en Alemania[7]. El 1 de junio de 1948, los aliados occidentales, reunidos en Londres, hicieron públicos sus planes de establecer un Estado Democratacristiano en las elecciones del mes anterior, Konrad Adenauer se convirtió en el primer canciller de la República. La crisis de Berlín produjo tres resultados significativos. En primer lugar, condujo directamente a la creación de dos Estados alemanes, un resultado que ninguno de los aliados hubiera pretendido cuatro años antes. Para las potencias occidentales este se había convertido en un objetivo atractivo y factible; de hecho, a pesar del tan cacareado deseo de una unificación alemana, nadie parecía tener ninguna prisa en que esta se produjera. Como el primer ministro británico Harold Macmillan le respondió al presidente Charles de Gaulle nueve años después, cuando De Gaulle le preguntó qué opinaba de una Alemania unida: «En teoría. En teoría debemos apoyar siempre la reunificación. Con ello no se corre ningún peligro». Para Stalin, una vez se dio cuenta de que no podía competir con los aliados por la lealtad de los alemanes ni obligarlos a abandonar sus planes, un Estado comunista de Alemania del Este era el menos malo de los posibles resultados. En segundo lugar, la crisis de Berlín comprometió por primera vez a Estados Unidos a contar con una importante presencia militar en Europa por un tiempo indefinido. Eso lo logró Ernest Bevin, el ministro de Asuntos Exteriores británico, ya que fue él el que instó a los norteamericanos a dirigir el puente aéreo con Berlín una vez que Marshall y el general Clay (comandante de las fuerzas de Estados Unidos en Berlín) le aseguraron que el riesgo merecía la pena. Los franceses estuvieron menos implicados en la crisis de Berlín, debido a que entre el 18 de julio y el 10 de septiembre de 1948 el país atravesó por una crisis política, sin una mayoría gobernante en la Asamblea Nacional. Europa central y oriental después de la Segunda Guerra Mundial. Pero, en tercer lugar, y a consecuencia de los dos resultados anteriores, la crisis de Berlín condujo a una reevaluación de la estrategia militar occidental. Si Occidente tenía que proteger a sus clientes alemanes de la agresión soviética, sería necesario que se dotara a sí mismo de los medios para hacerlo. Al comienzo de la crisis de Berlín, los estadounidenses habían colocado estratégicamente unos bombarderos en Gran Bretaña, equipados para transportar bombas atómicas, de las cuales Estados Unidos tenía 56 en aquel momento. Pero Washington no tenía establecida una política sobre el uso de bombas atómicas (el propio Truman era especialmente reacio a considerar su utilización) y en el caso de un avance soviético la estrategia estadounidense en Europa todavía suponía la retirada del continente. El replanteamiento militar comenzó con el golpe checo. Tras él, Europa entró en un periodo de creciente inseguridad en el que los rumores de guerra eran frecuentes. Incluso el general Clay, poco dado habitualmente a la hipérbole, compartía el miedo reinante: «Durante muchos meses, basándome en un análisis lógico, he creído y sostenido que la guerra era improbable, al menos por un periodo de diez años. Durante las últimas semanas he percibido un sutil cambio en la actitud soviética que no soy capaz de definir, pero que ahora me produce la sensación de que puede producirse de forma dramáticamente inesperada». Este era el ambiente cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó la legislación del Plan Marshall y los aliados europeos firmaron el Pacto de Bruselas el 17 de marzo de 1948. Sin embargo, el Pacto de Bruselas no era más que un tratado convencional a 50 años que comprometía a Gran Bretaña, Francia y los países del Benelux a «colaborar con medidas de asistencia mutua en caso de una nueva agresión alemana», mientras que los políticos europeos iban tomando cada vez más conciencia de su indefensión ante la presión soviética. A este respecto seguían siendo tan vulnerables como siempre: como Dirk Stikker, el ministro de Asuntos Exteriores holandés, comentaría en retrospectiva: «En Europa solo contábamos con el compromiso verbal del apoyo estadounidense del presidente Truman». Fueron los británicos los que iniciaron un nuevo acercamiento hacia Washington. En un discurso pronunciado ante el Parlamento el 22 de enero de 1948, Bevin había expresado el compromiso de Gran Bretaña con sus vecinos continentales en una estrategia de defensa común, una «Unión Europea occidental», basándose en que las necesidades británicas en cuanto a seguridad no podían ya desligarse de las del continente, lo que representó una ruptura significativa con el pensamiento británico anterior. Esta Unión Europea occidental se inauguró oficialmente con el Pacto de Bruselas pero, como Bevin explicó a Marshall en un mensaje fechado el 11 de marzo, dicho acuerdo resultaría incompleto a menos que abarcara el concepto de la seguridad del Atlántico Norte en general, cuestión con la que Marshall simpatizaba al máximo, dado que precisamente en aquel momento Stalin estaba presionando considerablemente a Noruega para que firmara un pacto de «no agresión» con la Unión Soviética. Por tanto, a instancias de Bevin, representantes británicos, estadounidenses y canadienses se reunieron en Washington para elaborar el borrador de un tratado para la defensa atlántica. El 6 de julio de 1948, diez días después del inicio del puente aéreo con Berlín e inmediatamente a continuación de la expulsión de Yugoslavia del Cominform, estas conversaciones se ampliaron a otros miembros del Pacto de Bruselas, entre OTAN no tenía valor a menos que sirviera para prevenir otra guerra, en la que no tenían el menor interés». La originalidad del Tratado residía no solo en lo que podía conseguir, sino en lo que representaba: al igual que el Plan Marshall (y el Tratado de Bruselas, a partir del cual se originó), la OTAN ilustraba el cambio más significativo que se había producido en Europa (y Estados Unidos) a consecuencia de la guerra: una voluntad de compartir información y cooperar en materia de defensa, seguridad, comercio, normativa de divisas, y otras muchas cosas. Después de todo, un mando conjunto aliado en tiempo de paz representaba una ruptura insólita con todo lo anterior. Pero la OTAN no emergió completa de los acuerdos de 1949. En la primavera de 1950, a Washington todavía le preocupaba cómo explicar a los franceses y otros europeos que la única esperanza realista para la defensa de Europa occidental consistía en rearmar a Alemania, una cuestión que incomodaba a todo el mundo y que se pensaba provocaría probablemente una respuesta impredecible por parte de Stalin. En todo caso, nadie quería gastar unos recursos preciosos en este rearme. La neutralidad, como alternativa a un enfrentamiento desigual, ejercía un atractivo cada vez mayor, tanto en Alemania como en Francia. Si la guerra de Corea no se hubiera iniciado en aquel preciso momento (una hipótesis verosímil, dado que a punto estuvo de no hacerlo), los caminos de la historia reciente de Europa hubieran sido muy distintos. El apoyo de Stalin a la invasión de Corea del Sur protagonizada por Kim Il Sung el 25 de junio de 1950 fue el más grave de todos sus errores de cálculo. Los estadounidenses y los europeos occidentales extrajeron la (errónea) conclusión de que Corea constituía una especie de entremés o preludio, y que Alemania sería la siguiente, una inferencia estimulada por la imprudente jactancia de Walter Ulbricht al afirmar que la República Federal de Alemania sería la próxima en caer. La Unión Soviética había probado con éxito una bomba atómica solo ocho meses antes, lo que llevó a los expertos militares a exagerar el grado de preparación de los soviéticos para la guerra; pero, incluso así, es prácticamente seguro que los incrementos del presupuesto solicitados en el documento 68 del Consejo de Seguridad Nacional (presentado el 7 de abril de 1950) no se hubieran aprobado de no haber sido por el ataque coreano. El riesgo de una guerra europea se exageró en gran medida, aunque no era del todo inexistente. Stalin estaba considerando un posible ataque (a Yugoslavia, no a Alemania), pero abandonó la idea ante la perspectiva de un rearme occidental. Y al igual que Occidente malinterpretó el propósito soviético en el caso de Corea, también Stalin, puntualmente advertido por sus servicios de inteligencia del rápido rearme militar estadounidense que siguió, dedujo erróneamente que los estadounidenses albergaban agresivas intenciones respecto a su esfera de control de la Europa del Este. Pero ninguna de estas suposiciones y errores de cálculo resultaban evidentes en aquel momento, y los políticos y generales actuaban de la forma que creían mejor a partir de la escasa información de la que disponían y los precedentes anteriores. La magnitud del rearme occidental fue realmente espectacular. El presupuesto de defensa estadounidense se elevó de 15.500 millones de dólares en agosto de 1950 a 70.000 millones en diciembre del año siguiente, tras la declaración del presidente Truman de un estado de emergencia nacional. En 1952-1953, el gasto de defensa consumió el 17,8 por ciento del PIB de Estados Unidos, comparado con solo el 4,7 por ciento de 1949. En respuesta a la petición de Washington, los aliados de Estados Unidos en la OTAN también aumentaron su gasto en defensa: después de haber experimentado un constante descenso desde 1946, los costes de defensa de Gran Bretaña se incrementaron hasta casi el 10 por ciento del PIB en 1951- 1952, a un ritmo superior incluso al del acelerado rearme de los años inmediatamente anteriores a la guerra. En todos los Estados miembros de la OTAN, el gasto en defensa alcanzó su cota máxima de la postguerra durante el periodo 1951-1953. El impacto económico de este brusco aumento de la inversión militar tampoco había tenido precedentes hasta el momento. Especialmente Alemania se vio inundada de pedidos de maquinaria, herramientas, vehículos y otros productos que la República Federal estaba en la situación más idónea para suministrar, sobre todo teniendo en cuenta que los alemanes occidentales tenían prohibido fabricar armas y podían concentrarse por tanto en todo lo demás. Solo la producción de acero de Alemania Occidental, 2,5 millones de toneladas en 1946 y 9 millones de toneladas en 1949, ascendió a casi 15 millones de toneladas en 1953. El déficit del dólar con Europa y el resto del mundo descendió en un 65 por ciento en el curso de un solo año, mientras Estados Unidos gastaba enormes sumas en el extranjero, en armas, reservas de equipamiento, emplazamientos militares y tropas. La FIAT de Turín consiguió sus primeros contratos norteamericanos para el apoyo terrestre de sus aviones (un contrato que la embajada de Estados Unidos en Roma instó al gobierno de Washington a firmar). Pero no todas las noticias económicas fueron buenas. El gobierno británico se vio obligado a derivar parte del gasto público dedicado a los servicios de asistencia social para satisfacer sus compromisos de defensa, una decisión que dividió al Partido Laborista y que contribuyó a su derrota en las elecciones de 1951. El coste de la vida en Europa occidental subió a medida que el gasto gubernamental se fue traduciendo en un aumento de la inflación (en Francia, el índice de precios al consumo se elevó hasta el 40 por ciento en dos años a raíz del inicio de la guerra de Corea). Los europeos occidentales, que apenas habían empezado a cosechar los beneficios de la ayuda Marshall, no estaban evidentemente en condiciones de sostener durante mucho tiempo lo que venía a ser una economía de guerra, como reconoció la Ley de Seguridad Mutua de 1951 al proceder a la cancelación efectiva del Plan Marshall y su transformación en un programa de asistencia militar. A finales de 1951, Estados Unidos estaba transfiriendo casi 5000 millones de ayuda militar a Europa occidental. De este modo, la OTAN pasó de constituir un estímulo psicológico para aumentar la confianza europea a convertirse en un compromiso militar de la máxima importancia que, recurriendo a los aparentemente ilimitados recursos de la economía estadounidense, comprometía a los estadounidenses y sus aliados a forjar un periodo de paz basado en la acumulación sin precedentes de recursos bélicos humanos y materiales. El general Eisenhower regresó a Europa como comandante en jefe de las fuerzas aliadas, y el cuartel general y las dependencias administrativas de los aliados se instalaron en Bélgica y en Francia. La Organización del Al igual que otros ambiciosos proyectos de la década de 1920, el Pacto del Acero apenas sobrevivió a la crisis de 1929 y la subsiguiente depresión económica. Pero sirvió para reconocer un hecho que en 1919 ya estaba claro para los magnates del acero franceses: que la industria del acero de Francia, que había duplicado su tamaño a consecuencia de la recuperación de Alsacia-Lorena, dependería en grado sumo del coque y el carbón alemán y que, por tanto, sería necesario encontrar un modo de establecer una colaboración a largo plazo. La situación resultaba igualmente obvia para los alemanes, y cuando los nazis ocuparon Francia en 1940 y llegaron a un acuerdo con Pétain sobre un sistema de pagos y entregas que equivalía a la utilización forzosa de los recursos franceses para los esfuerzos bélicos alemanes, fueron muchos los que, por parte de ambos bandos, vieron en esta «colaboración» francoalemana el germen de un nuevo orden económico «europeo». Así, Pierre Pucheu, un veterano administrador de Vichy que más tarde sería ejecutado por la Francia Libre, ideó un orden europeo de postguerra en virtud del cual las barreras aduaneras quedaban eliminadas y una sola economía europea englobaría a todo el continente, con una moneda única. La idea de Pucheu, compartida por Albert Speer y otros muchos, representaba una especie de actualización del sistema continental napoleónico auspiciada por Hitler, y atrajo a una joven generación de burócratas y técnicos del continente que había experimentado la frustración de la política económica de la década de 1930. Lo que dotaba de un atractivo especial a dichos proyectos era que generalmente se presentaban como fruto de un interés compartido, paneuropeista, y no como proyectos promovidos por las agendas y los intereses particulares de cada país. Eran «europeos», no alemanes o franceses, y fueron muy admirados durante la guerra por aquellos que se empeñaban con desesperación en creer que la ocupación nazi tendría que producir algún beneficio. El hecho de que los propios nazis aparentemente hubieran unificado, en un sentido técnico, gran parte de Europa, eliminando fronteras, expropiando bienes, integrando redes de transporte, etcétera, hacía la idea aún más viable. Y el atractivo de una Europa liberada por fin de su pasado y sus mutuos antagonismos tampoco resultaba indiferente en el extranjero. Cuatro años después de la derrota nazi, en octubre de 1949, George Kennan confesaría a Dean Acheson que aunque podía entender la aprensión ante la creciente importancia de Alemania en los asuntos de la Europa occidental, «a menudo me pareció, durante la guerra, que el nuevo orden de Hitler no tenía nada de malo salvo que era de Hitler». El comentario de Kennan se realizó en privado. En público, pocos estaban dispuestos a expresar, después de 1945, ninguna opinión positiva sobre el nuevo orden implantado en tiempo de guerra, cuya ineficacia y mala fe Kennan subestimó considerablemente. Por supuesto, la cuestión de la cooperación económica intraeuropea no sufrió ninguna merma; Jean Monnet, por ejemplo, siguió creyendo después de la guerra, al igual que en 1943, que para disfrutar de «prosperidad y progreso social […] los Estados de Europa debían formar […] una “entidad europea”, que los convertiría en una unidad». Y también había entusiastas del «Movimiento para la Unidad Europea» fundado en 1947 a instancias de Churchill. Winston Churchill había sido un precoz e influyente defensor de algún tipo de asamblea europea. El 21 de octubre de 1942 escribió a Anthony Eden: «Debo admitir que mis pensamientos se fundamentan principalmente en Europa, en el resurgimiento de la gloria de Europa […] sería una catástrofe de proporciones inconmensurables que el bolchevismo ruso borrara la cultura y la independencia de los antiguos Estados europeos. Por difícil que hoy resulte decirlo, confío en que la familia europea pueda actuar unida, como una única entidad, bajo la presidencia de un Consejo de Europa». Pero las circunstancias políticas de la postguerra parecían poco propicias para estos ideales. Lo más que cabía esperar era la creación de una especie de fórum para el diálogo europeo, que es lo que se propuso en un Congreso del Movimiento para la Unidad Europea celebrado en La Haya en mayo de 1948. El «Consejo de Europa» nacido a partir de esta propuesta fue inaugurado en Estrasburgo en mayo de 1949 y celebró su primera reunión allí mismo en agosto de aquel año; en él participaron delegados de Gran Bretaña, Irlanda, Francia, los países del Benelux, Italia, Suecia, Dinamarca y Noruega. El Consejo no tenía ningún poder ni autoridad, ni tampoco ningún estatus legal, legislativo o ejecutivo. Sus «delegados» no representaban a nadie. Su principal valor residía en el mero hecho de su existencia, aunque en noviembre de 1950 promulgó una «Convención Europea de Derechos Humanos» que adquiriría una importancia cada vez mayor a lo largo de las siguientes décadas. Como el propio Churchill había reconocido en un discurso pronunciado en Zúrich el 19 de septiembre de 1946, «el primer paso para la reconstrucción de la familia europea debe ser la asociación entre Francia y Alemania». Pero en estos primeros años de la postguerra, los franceses, como ya hemos visto, no estaban dispuestos a contemplar dicha asociación. Sin embargo, sus pequeños vecinos del norte avanzaban mucho más rápido. Incluso antes de que acabara la guerra, los gobiernos en el exilio de Bélgica, Luxemburgo y Holanda firmaron el «Acuerdo del Benelux», que eliminaba las barreras arancelarias y con la vista puesta en la libre circulación del trabajo, el capital y los servicios entre sus países. La Unión Aduanera del Benelux entró en vigor el 1 de enero de 1948, y a raíz de ella los países del Benelux, Francia e Italia mantuvieron algunas poco sistemáticas conversaciones informales para extender el alcance de dicha cooperación. Pero todos estos proyectos a medio gestar de una «Pequeña Europa» se desmoronaron bajo el peso del problema alemán. Todos estaban de acuerdo, tal y como concluyeron los negociadores del Plan Marshall en julio de 1947 en París, en que la «economía alemana debería integrarse en la economía de Europa de manera que contribuyera a elevar el nivel general de vida». La cuestión era cómo hacerlo. Alemania Occidental, incluso después de convertirse en un Estado en 1949, no estaba orgánicamente vinculada al resto del continente, salvo a través de los mecanismos del Plan Marshall y la ocupación aliada, ambos temporales. La mayoría de los europeos occidentales seguían viendo a Alemania como una amenaza más que como un socio. Los holandeses siempre habían sido económicamente dependientes de Alemania (antes de 1939, el 48 por ciento de las ganancias «invisibles» de Holanda procedían del comercio alemán que pasaba por los puertos y canales holandeses), por lo que la revitalización económica de Alemania era crucial para ellos. Pero en 1947 solo el 29 por ciento de la población holandesa tenía una imagen «amistosa» de los alemanes y para Holanda era importante que una Los alemanes fueron los primeros en ratificar el Plan Schuman. Italia y los países del Benelux hicieron lo mismo, si bien los holandeses se mostraron un tanto reacios al principio a comprometerse sin contar con la participación británica. Pero los británicos declinaron la invitación de Schuman y, sin Gran Bretaña, no había posibilidad de que los escandinavos firmaran tampoco. De modo que fueron solamente seis los Estados de Europa occidental que en abril de 1951 firmaron el Tratado de París por el que quedaba fundada la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Tal vez merezca la pena pararse a considerar un aspecto de la Comunidad que en aquel momento no pasó inadvertido. Los seis ministros que firmaron el Tratado de 1951 pertenecían a los partidos democratacristianos de sus respectivos países. Los tres jefes de Estado de los tres Estados miembros más importantes, Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer y Robert Schuman procedían de las regiones limítrofes de sus países: De Gasperi del Trentino, al nordeste de Italia, Adenauer de Renania y Schuman de la Lorena. Cuando De Gasperi nació, y durante buena parte de su vida adulta, el Trentino formaba parte del imperio austrohúngaro, y él cursó sus estudios en Viena. Schuman creció en una Lorena que había sido incorporada al imperio alemán. En su juventud, al igual que Adenauer, había pertenecido a asociaciones católicas, de hecho las mismas a las que el renano había pertenecido diez años antes. Cuando se reunían, los tres conversaban en alemán, su lengua común. Para los tres, así como para sus colegas democratacristianos del bilingüe Luxemburgo, la bilingüe y multicultural Bélgica y Holanda, un proyecto de cooperación europea tenía sentido tanto desde el punto de vista cultural como económico, ya que, como era lógico, lo consideraban como una contribución para superar la crisis de la civilización que había sacudido a la cosmopolita Europa de su juventud. La común procedencia de regiones limítrofes de sus respectivos países, donde las identidades habían sido múltiples y las fronteras fungibles, hacía que a Schuman y sus colegas no les inquietara especialmente la perspectiva de llegar a algún tipo de fusión de la soberanía nacional. Los seis países miembros de la CECA habían visto su soberanía ignorada y pisoteada recientemente, durante la guerra y la ocupación: les quedaba poca soberanía que perder. Y su común preocupación cristianodemócrata por la cohesión social y la responsabilidad colectiva les hacía sentirse cómodos con la idea de una «Alta Autoridad» transnacional que ejerciera un poder ejecutivo en aras de un bien común. Pero, más al norte, la perspectiva era bastante distinta. En las tierras protestantes de Escandinavia y Gran Bretaña (o desde la óptica protestante de un alemán del norte como Schumacher), la Comunidad Europea del Carbón y del Acero conllevaba cierto tufillo a incienso autoritario. Tage Erlander, el primer ministro socialdemócrata sueco, que ocupó el puesto desde 1948 a 1968, en realidad atribuía su propia ambivalencia respecto a la entrada de su país a la aplastante mayoría católica de la nueva Comunidad. Kenneth Younger, anterior asesor de Bevin, anotó en su diario el 14 de mayo de 1950 (cinco días después de conocer el Plan Schuman) que aunque en general estaba a favor de la integración económica de Europa, las nuevas propuestas podían constituir «por otro lado, […] un paso más hacia la consolidación de la “internacional negra” católica a la que siempre he creído una fuerza motriz que estaba detrás del Consejo de Europa». En aquel momento, este punto de vista no resultaba extremista, ni tampoco infrecuente. La CECA no era una «internacional negra». Ni siquiera constituía en realidad una fuerza económica especialmente influyente, dado que la Alta Autoridad nunca ejerció el tipo de poder que Monnet pretendía. En su lugar, como muchas de las otras innovaciones internacionales de aquellos años, proporcionaba el espacio psicológico para que Europa avanzara con una renovada confianza en sí misma. Como Adenauer explicó a Macmillan diez años después, la CECA ni siquiera era en realidad una organización económica (y Gran Bretaña, en su opinión, había obrado correctamente manteniéndose al margen de ella). No era un proyecto para la integración europea, salvo en las fantasías de Monnet, sino más bien el mínimo común denominador del interés mutuo europeo en el momento de su firma. Se trataba de un vehículo político bajo un disfraz económico, un instrumento para superar la hostilidad francogermana. Entre tanto, los problemas que la Comunidad Europea del Carbón y del Acero debía solucionar empezaron a resolverse por sí solos. En el último cuarto de 1949, la República Federal de Alemania recuperó los niveles de producción industrial de 1936; a finales de 1950 los había superado en una tercera parte. En 1949, la balanza comercial de Alemania Occidental con Europa se basaba en la exportación de materias primas (básicamente carbón). Un año después, en 1950, dicha balanza comercial era negativa, dado que Alemania estaba consumiendo sus propias materias primas para abastecer a la industria local. En 1951, la balanza volvía a ser positiva, y así permanecería durante muchos años, gracias a la exportación alemana de productos manufacturados. A finales de 1951, las exportaciones alemanas habían crecido hasta seis veces por encima del nivel de 1948, y el carbón alemán, los productos acabados y el comercio, estaban alimentando un renacimiento económico europeo (de hecho, a finales de la década de 1950, Europa occidental sufrió los efectos de un exceso de carbón). En qué medida todo ello es atribuible a la CECA es objeto de algunas dudas; fue Corea, y no Schuman, la que llevó la maquinaria industrial de Alemania Occidental a alcanzar sus cotas máximas. Pero, al final, no importaba mucho cuál fuera la causa. Si la Comunidad Europea del Carbón y del Acero no era tan importante como se pretendía (si el compromiso francés con los organismos supranacionales era simplemente un mecanismo para controlar a una Alemania de la que los franceses seguían desconfiando, y si el boom económico europeo apenas tenía nada que ver con la actuación de la Alta Autoridad, cuyo impacto en la competencia, el empleo y los precios era mínimo), ¿por qué entonces se negaban los británicos a unirse a ella? ¿Y por qué parecía importar tanto que se mantuvieran al margen? Los británicos no tenían nada contra una unión aduanera europea; de hecho, estaban bastante a favor de ella, al menos para el resto de los europeos. Lo que los incomodaba era la idea de un poder ejecutivo encarnado en la institución de una Alta Autoridad, aun cuando solo estuviera capacitada para intervenir en la producción y los precios de ambos productos. Durante algún tiempo, Londres se había expresado claramente al respecto: en 1948, cuando Bevin debatió con el gabinete ministerial de trabajo las propuestas británica realizada en 1952. También respondía a la estrecha colaboración que ambos países habían mantenido durante la propia guerra. Y, un poco, al peculiar sentido de la superioridad británico hacia un país que les había desplazado de la cúspide imperial[11]. Los norteamericanos se sentían frustrados por la renuencia de Gran Bretaña a unir su destino al del resto de Europa, y además irritados por la insistencia de Gran Bretaña en preservar su estatus imperial. Sin embargo, la postura de Londres respondía a otras causas aparte de sus vanas ilusiones imperialistas o su empecinamiento. Gran Bretaña, como Jean Monnet reconocería más tarde en sus memorias, no había sido invadida ni ocupada: «No tenía necesidad de exorcizar su historia». Los británicos vivieron la Segunda Guerra Mundial como un momento de reconciliación nacional y de convergencia, más que como un doloroso desgarro del tejido del Estado y la nación, que era como se recordaba al otro lado del Canal. En Francia la guerra había dejado al descubierto todo lo que de malo había en la cultura política de la nación; en Gran Bretaña, parecía que había servido para confirmar todo lo que sus instituciones y costumbres nacionales tenían de positivo. Para la mayoría de los británicos, la Segunda Guerra Mundial se había librado entre Alemania y Gran Bretaña, y los británicos habían salido triunfantes y fortalecidos de ella[12]. Este sentimiento de flemático orgullo derivado de la capacidad del país para sufrir, soportar y finalmente vencer, había deslindado a Gran Bretaña del continente. Por otra parte, también conformó la cultura política del país durante los años de la postguerra. En las elecciones de 1945, los laboristas obtuvieron una clara victoria parlamentaria por primera vez en su historia que, como hemos visto, les permitió llevar adelante un gran número de nacionalizaciones y reformas sociales que culminaron en el establecimiento del primer Estado universal de bienestar del mundo. Las reformas gubernamentales fueron en general muy populares, a pesar de desencadenar pocos cambios en los hábitos y preferencias más arraigados de la nación. Según J. B. Priestley escribió en julio de 1949 en la revista New Statesman, «somos una monarquía socialista que constituye en realidad el último monumento al liberalismo». La política doméstica de la Gran Bretaña de la postguerra se dedicó por completo a asuntos de justicia social y a las reformas institucionales que esta requería. En gran medida esto se debió a los sucesivos fracasos de los gobiernos anteriores a la hora de solucionar las desigualdades sociales; la tardía reconducción del debate hacia la necesidad urgente de aumentar el gasto público en salud, educación, transporte, vivienda, pensiones, etcétera, muchos la interpretaron como una bien merecida recompensa a los recientes sacrificios realizados por el país. Pero significaba también que la mayoría de los votantes británicos (y numerosos miembros del Parlamento) no tenían idea en absoluto de lo pobre que era su país y lo que les había costado ganar la épica contienda contra Alemania. En 1945 Gran Bretaña era insolvente. La movilización de los británicos fue más intensa y más larga que la de cualquier otro país: en 1945, 10 millones de hombres y mujeres estaban empleados en las fuerzas armadas o en la industria armamentística, de una población activa de 21,5 millones de adultos. En lugar de adaptar los esfuerzos bélicos de Gran Bretaña a los limitados recursos del país, Winston Churchill se había jugado el todo por el todo: pidió prestado a los norteamericanos y vendió el patrimonio británico en el extranjero para mantener el flujo de dinero y material destinado a la guerra. En palabras de un ministro de Hacienda británico de la época de la guerra, estos años vieron cómo «Gran Bretaña pasaba de ser el principal país acreedor del mundo al más endeudado». El coste de la Segunda Guerra Mundial fue para Gran Bretaña el doble que el de la Primera; el país perdió una cuarta parte de su riqueza nacional. Esto explica las recurrentes crisis monetarias que el país atravesó durante la postguerra, mientras se afanaba por pagar sus enormes deudas en dólares a partir de una renta que se había visto drásticamente reducida, y es también una de las razones por las que el Plan Marshall apenas tuvo ningún impacto en la inversión o la modernización industrial: el 97 por ciento de los fondos de contrapartida (en mayor medida que ningún otro concepto) se utilizaron para pagar la inmensa deuda del país. Estos problemas ya hubieran sido de por sí suficientemente graves para cualquier país europeo de tamaño medio en las difíciles circunstancias económicas de la Gran Bretaña de la postguerra; pero en este caso se veían además gravemente exacerbados por el alcance global de las responsabilidades imperiales británicas. El coste que suponía para Gran Bretaña mantenerse como una gran potencia se había incrementado notablemente desde 1939. El gasto del país en todas las actividades militares y diplomáticas acometidas durante los años 1934-1938 ascendía a 6 millones de libras anuales. En 1947, el gobierno presupuestó, solo en gasto militar, 209 millones de libras. En julio de 1950, en vísperas de la guerra de Corea, esto es, antes de producirse el incremento en gastos de defensa que siguió al estallido de la guerra, Gran Bretaña tenía una flota naval completa en el Atlántico, otra en el Mediterráneo y una tercera en el océano Índico, además de otra permanente destacada en China. El país mantenía también 120 escuadrones de la Royal Air Force en todo el mundo y ejércitos completos o parciales emplazados en Hong Kong, Malasia, el Golfo Pérsico y norte de África, Trieste y Austria, Alemania Occidental y el propio Reino Unido. Por otra parte, su cuerpo diplomático y sus servicios de inteligencia estaban repartidos por todo el mundo, así como su funcionariado colonial, que representaba una considerable carga burocrática y administrativa por sí sola, a pesar de haberse visto reducida recientemente por la salida de Gran Bretaña de la India. La única forma de pagar que el país tenía en estas circunstancias tan extremadamente difíciles era que los británicos se autoimpusieran unas restricciones y se sometieran de manera voluntaria a unas condiciones de penuria que darían lugar a la tan comentada característica de aquellos años: la orgullosa y victoriosa Gran Bretaña parecía en cierto modo más austera, pobre, gris y lúgubre que cualquiera de las otrora derrotadas, ocupadas y ultrajadas tierras del otro lado del mar. Todo estaba racionado, restringido, controlado. El editor y ensayista Cyril Connolly, cuyo fuerte hay que reconocer que no era el optimismo, en todo caso captó perfectamente el espíritu de la época en una comparación realizada entre Estados Unidos y Gran Bretaña en abril de 1947: Aquí el ego está a medio gas; la mayoría de nosotros no somos hombres y mujeres sino miembros de una inmensa, sórdida, exhausta y sobrelegislada clase neutra, con nuestras monótonas ropas, nuestros libros e historias de asesinatos racionados, nuestra envidiosa, rígida cosa, y presentar datos a favor o en contra». Los británicos rechazaron la invitación de Robert Schuman en 1950 por lo que ellos entendían como la inutilidad de participar en un proyecto económico europeo y por el rechazo que ya hacía tiempo venían sintiendo hacia los enredos continentales. Pero la decisión británica de mantenerse al margen de la CECA era sobre todo instintiva, psicológica e incluso emocional, fruto de la absoluta peculiaridad de la reciente experiencia británica. Como Anthony Eden resumiría ante una auditorio neoyorquino en enero de 1952, «esto es algo que instintivamente sabemos que no podemos hacer». La decisión no era definitiva; pero en aquel momento resultó ser fatídica. En ausencia de Gran Bretaña (y, por consiguiente, de los escandinavos), el poder de la «pequeña Europa» occidental recayó por defecto en Francia. Actuando como lo hubieran hecho los británicos en otras circunstancias, los franceses fabricaron una «Europa» a su propia imagen, y modelaron sus instituciones y sus políticas a partir de precedentes franceses. En aquel momento fueron los europeos continentales y no los británicos los que expresaron su contrariedad por el rumbo que estaban tomando las cosas. Muchos destacados líderes europeos deseaban fervientemente que Gran Bretaña se uniera a ellos. Como Paul-Henri Spaak, el estadista belga y europeo, señaló retrospectivamente en tono pesaroso, «este liderazgo moral habría sido vuestro si lo hubierais pedido». Monnet también reflexionaría más adelante sobre lo diferentes que habrían sido las cosas si Gran Bretaña hubiera tomado la iniciativa en un momento en el que su autoridad aún era absolutamente indiscutida. Cierto es que, diez años más tarde, los británicos volverían a pensárselo. Pero en la postguerra europea diez años era mucho tiempo y, para entonces, la suerte ya estaba echada. XIX El fin del viejo orden No podemos seguir viviendo así. MIJAÍL GORBACHOV, a su esposa, marzo de 1985 La época más peligrosa para un mal gobierno es cuando comienza a reformarse. ALEXIS DE TOCQUEVILLE No tenemos ninguna intención de perjudicar o desestabilizar la República Democrática Alemana. HEINRICH WINDELEN, ministro de Relaciones Interalemanas de Alemania Occidental La experiencia histórica demuestra que en ocasiones las circunstancias obligaron a los comunistas a comportarse racionalmente y a hacer cesiones. ADAM MICHNIK Pueblo, el Gobierno ha vuelto a vuestras manos. VÁCLAV HAVEL, discurso presidencial, 1 de enero de 1990 En general, el relato de la caída definitiva del comunismo se inicia en Polonia. El 16 de octubre de 1978, Karol Wojtyła, cardenal de Cracovia, fue elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II, siendo el primer polaco en ocupar el cargo. Su elección despertó expectativas inéditas en la época contemporánea. En la Iglesia católica había quienes consideraban posible que fuera un radical: era joven (solo tenía cincuenta y ocho años cuando llegó al papado en 1978, y había sido nombrado arzobispo de Cracovia a los cuarenta y tres), pero ya veterano del Concilio Vaticano II. Enérgico y carismático, sería el hombre que completaría la labor de los pontífices Juan XXIII y Pablo VI, y el que conduciría a la Iglesia a una nueva era; era más pastor que burócrata de la curia. Entretanto, los católicos conservadores se complacían en la reputación de inflexible firmeza teológica de Wojtyła, así como en el absolutismo moral y político surgido de su experiencia como sacerdote y prelado en un régimen comunista. Era un hombre que, pese a su reputación de «Papa de ideas», abierto al intercambio intelectual y al debate académico, se negó a ceder ante los enemigos de la Iglesia. Al igual que el cardenal Joseph Ratzinger, poderoso jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe (y su sucesor en el papado), Wojtyła había abandonado asustado su entusiasmo reformador inicial ante las réplicas radicales generadas por las reformas de Juan XXIII. Cuando fue elegido ya era un conservador, tanto en cuestiones organizativas como doctrinales. Los orígenes polacos de Karol Wojtyła y las tragedias de su juventud ayudan a explicar la fuerza inusual de sus convicciones y el carácter inconfundible de su legado. Perdió a su madre cuando tenía ocho años (tres años después perdería también a su único hermano, Edmund, mayor que él; y su padre, el único pariente cercano que le quedaba, murió durante la guerra, cuando Wojtyła tenía diecinueve años). Después del fallecimiento de su madre, su padre le llevó al santuario mariano de Kalwaria Zebrzydowska, donde realizó peregrinaciones frecuentes en los años posteriores. Zebrzydowska, al igual que Częstochowa, es un importante centro del culto mariano en la Polonia moderna. A los quince años, Wojtyła ya era presidente de la asociación mariana de Wadowice, su ciudad natal, apuntándose así desde muy pronto su inclinación a la mariolatría (que a su vez contribuyó a su obsesión con el matrimonio y el aborto). La visión cristiana del nuevo Papa hundía sus raíces en el peculiar mesianismo del catolicismo polaco. En la Polonia del momento no solo veía la asediada frontera oriental de la auténtica fe, sino una tierra y un pueblo elegidos para servir de ejemplo y de espada de la Iglesia en la lucha, tanto contra el ateísmo oriental como contra el materialismo occidental[1]. Probablemente este hecho, junto a su largo servicio en Cracovia, aislado de las corrientes teológicas y políticas occidentales, explicara su apego a incorporar una provinciana y en ocasiones turbadora perspectiva polaco- cristiana[2]. Pero también explica el entusiasmo sin precedentes que recabó en su país de origen. Desde el principio, el Papa rompió con la cosmopolita y romana aquiescencia de su antecesor hacia la modernidad, el secularismo y
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