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Reflexiones sobre desarrollo humano y sociedad en la Era contemporánea: Fausto, Marx, Niet, Apuntes de Arte

Teoría del desarrollo humanoSociología de la modernidadFilosofía de la historia

Este texto explora las reflexiones de Fausto, Marx y Nietzsche sobre el desarrollo humano y la sociedad en la Era contemporánea. El texto aborda temas como la transformación radical del mundo físico, social y moral, el costo humano del crecimiento humano, y la necesidad de superar la tradición para avanzar. Se comparan las ideas expresadas en obras clásicas como Fausto, El Manifiesto Comunista y las obras de Nietzsche.

Qué aprenderás

  • ¿Cómo se describe el desarrollo humano en la Era contemporánea según Fausto?
  • ¿Qué significa Nietzsche cuando habla de la necesidad de transformar radicalmente el mundo físico, social y moral?
  • ¿Qué pensaban Marx y Engels sobre la sociedad burguesa y su relación con el desarrollo?
  • ¿Cómo se relacionan las ideas de Fausto, Marx y Nietzsche sobre el desarrollo humano y la sociedad?
  • ¿Qué costos humanos implica el crecimiento humano según el texto?

Tipo: Apuntes

2021/2022

Subido el 10/10/2022

miranda1982
miranda1982 🇪🇸

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¡Descarga Reflexiones sobre desarrollo humano y sociedad en la Era contemporánea: Fausto, Marx, Niet y más Apuntes en PDF de Arte solo en Docsity! 157 II LLUVIA, VAPOR Y VELOCIDAD William Turner Lluvia, vapor y velocidad (1844)1 1 Óleo sobre lienzo, 91 x 122 cm. Londres, Tate Gallery. Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 158 “Todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marx-Engels) El 10 de noviembre de 1837 Marx escribe a su padre informán- dole de su decisión de dejar los estudios de derecho y abrazar, de manera definitiva, los estudios en filosofía: hay en la vida momentos –escribe el joven Marx allí- que son como hitos que señalan una época ya transcurrida, pero que, al mismo tiempo, parecen apuntar decididamente en una nueva dirección. / En estos momentos de transición nos sentimos impulsados a contemplar, con la mirada de águila del pensamiento, el pasado y el presente, para adquirir una conciencia clara de nuestra situación real. (1982, p. 5) Hoy parece que los seres humanos nos encontramos en uno de esos momentos. De ahí que estas palabras del joven Marx encajen como anillo al dedo en una época en que algunos se ven impulsados a examinar el momento que viven las comunidades humanas en la historia planetaria. Muchos son los “signos” que permiten sospechar que desde hace tiempo nos es dado habitar en una época inquietan- te. Empero ¿cómo hemos llegado a tal situación?, más exactamente, ¿cómo hemos llegado a ser lo que somos?2 Los capítulos que siguen quieren dar respuesta a estas preguntas a partir de algunos de los fenómenos más significativos de una época de grandes cambios, los cuales permitieron, al nihilismo, su afianzamiento desde mediados del siglo XIX hasta la Gran Guerra, y cuyos ecos aún perduran. Esta apuesta sin duda tiene sus límites; no obstante, nos permitirá vislum- brar caminos que tal vez nos faculten para interpretar nuestro propio presente. Sobra decir que no han faltado voces, avivadas por la llama del entendimiento, que desde la tempestuosa época que siguió a la muer- te de Hegel estuvieron siempre dispuestas a hacer un examen crítico 2 Desde luego tenemos en mente aquí la famosa sentencia del poeta Píndaro de la que se vale Nietzsche como epígrafe para su Ecce Homo. Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 161 denció Turner en 1844 con la magnífica obra que lleva este nombre4. Que sea un mundo en el que predomina la ciudad sobre el campo y el Estado burgués, y donde el único vínculo entre los hombres está mediado por frío metálico, “el interés escueto [y] el 'pago contante'”. Un universo “ayuno de sentimiento” en el que los seres humanos ter- minan empeñando hasta su alma al “casero, el tendero, el prestamis- ta” (Marx, 1988, p. 286). Un mundo caracterizado por la “explotación abierta y descarada, directa e implacable” (Marx, 1988, p. 282) en el que los hombres, extraños a sí mismos, terminan equiparándose a cosas, a mercancías sujetas a la oferta y la demanda del mercado y, en el que, entre más riquezas producen, más pobreza arrojan sobre sí. Es decir, que aluda quizá a la época más decisiva de la historia de la humanidad: la del trabajo enajenado. A una época en la que el obrero termina dándole toda su vida al producto de su trabajo, el cual ni siquiera le pertenece, como tampoco es suyo el acto de la producción y, lo que es peor, su propia “vida genérica”. De ahí que este sea, dice Marx, un mundo en el que: cuanto más produce [el trabajador] menos tiene que consumir, cuantos más valores crea más carente de valor, más indigno es él, cuanto mejor formado el producto más deforme el trabajador, cuanto más civilizado el objeto más bárbaro el que lo produce, cuanto más poderoso el trabajo más impotente el que lo realiza, cuanto más ingenioso el trabajo, más estúpido y más siervo de la naturaleza el trabajador. (1982, p. 597) Dicho de otra manera, este es un tiempo en que: el trabajo produce maravillas para los ricos, pero produce miseria y desamparo para el trabajador. Produce palacios, pero también tugurios para los que trabajan. Produce belleza, pero también invalidez y deformación para el trabajador. Sustituye el trabajo por máquinas, pero obliga a una parte de los obreros a retornar a los trabajos 4 Sobre la importancia del desarrollo de los medios del transporte en el siglo XIX T. C. W. Blanning (2002, p. 9). Por otra parte, en lo que se refiere al espíritu de esta época y la postura de los intelectuales frente a ella ver Rüdiger Safranski (2010, pp. 116-117). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 162 de la barbarie y convierte a otros en máquinas. Produce espíritu, pero produce también estupidez y cretinidad para el trabajador. (Marx, 1982, p. 597)5 No hay duda, este estado de cosas, del cual fue consciente Marx a la vuelta de pocos años, los trascurridos entre 1837 y 1848, se consti- tuye en una condición poco alentadora para los hombres, en especial para los obreros. Desde luego un mundo así no tiene nada de inocen- te. Se podría llegar a decir que este universo se instaura a fuerza de perder su inocencia6. Esta es una época que ha terminado por desga- rrar el velo que cubría lo otrora sagrado. No es una simple casualidad por ello que Karl Marx escriba: “la eterna inseguridad y el eterno movimiento [distinguen] a la época burguesa de todas las anteriores” (1988, p. 282). Esto es, que encuentre que el mundo moderno bur- gués está definido no solo por la velocidad, sino por el desencanto. No es difícil, por ello, equiparar este mundo con uno en el cual todo se evapora, todo deviene humo. Pero dejemos que sea el propio Karl Marx el encargado de expresarlo: todas las sólidas y herrumbrosas relaciones con su sé- quito de viejas y venerables ideas y concepciones, vienen desmoronándose y las nuevas envejecen antes de que pue- dan echar raíces. Todo lo jerárquico y estable se esfuma, todo lo consagrado se profana y los hombres se ven obliga- dos, al fin, a contemplar con fría mirada su posición en la vida y sus mutuas relaciones. (1988, p. 282)7 5 Esta condición fue extraordinariamente representada por el artista Hubert von Herkomer en su magnífica obra La huelga de 1891. Valga decir que antes de esta fecha otros artistas evidenciaron esta condición. Un buen ejemplo de ello se puede encontrar en Vagón de tercera clase (1862) de Honoré Doumier o en pinturas de François Millet como Las espigadoras (1857) o El Ángelus (1857-1859) y, sobre todo, por Los comedores de patatas de Vincent van Gogh. Con relación la importancia de esta obra y su vínculo con lo mencionado arriba, resulta valiosa la lectura del libro Las vanguardias artísticas del siglo XX (2015, p. 34 sigs.) de Mario De Micheli. 6 Más adelante se complementará esta anotación cuando se hable acerca de personaje que encarna Margarita en el Fausto de Goethe. 7 Téngase en cuenta aquí la traducción de este pasaje según la versión hecha para la editorial Siglo XXI de la conocida obra de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire: La experiencia de la modernidad: “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas” (1991, p. 83). Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 163 Para corroborar lo anterior, basta con echar mano a la lista uti- lizada por Karl Marx con la cual caracteriza la época en la que todo lo sagrado se desvanece en el aire, en la que todo se vuelve vaporoso, para percatarse de la contundencia de estas palabras: el cosmopoli- tismo de la producción, el consumo, las transnacionales, la interde- pendencia de las naciones, la quiebra de la producción material y espiritual, el derrumbe de las literaturas nacionales. Y si esta lista no bastara, hay que recordar que para Marx, además, esta es una épo- ca que está caracterizada por el hacinamiento de las poblaciones, la concentración de la propiedad en pocas manos, la centralización po- lítica, la sumisión de la naturaleza, las crisis financieras, la “epidemia de la superproducción” (1988, p. 283). Pero, ante todo, porque esta es una Era definida por el sometimiento “civilizatorio” de todas las naciones del mundo al credo del capital, la sujeción de “los países bárbaros y semibárbaros a los civilizados, los pueblos agricultores a los burgueses, el Oriente a Occidente” (1988, p. 283)8. Tal era la condición de la época que se hacía manifiesta a los ojos de Karl Marx pocos años después de haber escrito a su padre aquellas palabras. Una condición en la cual se le hacía patente de manera efectiva que estaba indefectiblemente vinculado a una época en la que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Por ello, desde su perspectiva, este estado de cosas arraigado en la pura negación debe ser a su vez negado. Dicha tarea le corresponde llevarla a cabo, a su entender, al proletariado. De manera que, en la moderna sociedad burguesa, como “los proletarios no tienen nada suyo que asegurar, (…) su meta es destruir todas las seguridades privadas anteriores y todas las garantías vigentes hasta aquí” (1988, p. 288). Se está así, sos- tiene Marx, ante un estado de cosas cuyo destino supremo no puede ser otro que su propia destrucción, pues en el proletariado, insiste –y este sería un síntoma inexorable de los tiempos–, se termina negando 8 Desde esta óptica resulta interesante pensar en el avasallante espíritu que ha caracterizado a los europeos y sus herederos: los norteamericanos. O, incluso, reflexionar acerca del fenómeno chino contemporáneo con su frenética pasión por el desarrollismo. Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 166 Los impredecibles alcances de esta tragedia fáustica son resumi- dos por Marx y Engels de manera no menos poética en El Manifiesto del partido comunista con estas palabras: “la moderna sociedad bur- guesa, que ha hecho brotar como por encanto medios de producción y de cambio tan gigantescos, se asemeja al aprendiz de brujo, incapaz de conjurar las fuerzas subterráneas que ha desencadenado” (1988, p. 284). Esta es justamente la razón por la que Fausto es una tragedia donde el poeta infunde vida al Übermensch (superhombre)12, no con el fin poner de manifiesto “los esfuerzos titánicos del hombre moder- no” (Berman, 1991, p. 34), sino con el objetivo de demostrar que tales esfuerzos han terminado por perder al hombre. De ahí que el drama de Goethe no pueda ser entendido al margen de la agitación social que recorrió a Europa debido a la conmoción generada a lo ancho y largo del planeta, por las revoluciones francesa e industrial13. Así, para un autor como Berman, Fausto y, en particular, su se- gunda parte, son capaces de condensar la tragedia misma de la mo- dernización. No es extraño por ello que esta obra haya sido interpre- tada, en especial por los “conservadores-radicales”, como la gran obra en la cual la metamorfosis de Fausto hace patente de forma decidida la apuesta por el “desarrollo industrial” en perjuicio del “desarrollo de los sentimientos”. En otras palabras, como una apuesta a favor del Dios del Antiguo Testamento, el Dios de “al principio era el hecho”, 12 Como se ha indicado a lo largo del trabajo, la traducción de esta controvertida expresión acuñada por Friedrich Nietzsche, es entendida en sentido negativo, todo lo contrario ocurre con la traducción ultrahombre, la cual se ha tomado prestada de la traducción a cargo de Eustaquio Barjau del ensayo de Martin Heidegger ¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche? y donde se dice: “el ultrahombre va más allá del hombre de hoy, y del hombre tal como ha sido hasta hoy, y así es una transición, un puente. Para que, aprendiendo, podamos seguir al maestro que enseña el ultrahombre, tenemos que –para no salir de esta imagen– llegar al puente. La transición la pensamos de un modo hasta cierto punto completo si consideramos tres cosas: 1. Aquello de lo que se aleja el que pasa. 2. El paso mismo. 3. Aquello a lo que pasa el que pasa” (2001, pp. 79-80). 13 Esta interpretación hecha por Berman se puede complementar con lo expresado en el ya referenciado libro de Eric Hobsbawn La Era de la revolución. Europa 1789-1848. Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 167 con menoscabo del Dios del Nuevo Testamento, el Dios de “al prin- cipio era el verbo”14. Irónicamente, dice Marshall Berman, justo en el instante en que Fausto toma la decisión de apostar por el Dios del Antiguo Testamen- to y con ello está “dispuesto a consagrar de nuevo su vida a acciones creativas en el mundo” (1991, p. 38), irrumpe en escena Mefistófeles, “el espíritu que todo lo niega”, “la personificación [del] lado oscuro no solo de la creatividad, sino de la propia divinidad” (1991, p. 39). Esto es, se manifiesta aquí el espíritu que todo lo destruye o, mejor aún, la potencia que crea a partir del mal, de la devastación15. De esta manera, Fausto se ve enfrentado a un gran dilema: solo le será dado crear, “acabar del lado de Dios”, engendrar el bien, si es capaz de ha- cer un pacto con el espíritu de la destrucción. Para un escritor como Berman, es esta la dialéctica a la que se ve enfrentado el hombre moderno, la que terminó filtrando todos los ámbitos de la vida del hombre: “la economía, el Estado y la sociedad modernos” (1991, p. 40). El pacto de Fausto con Mefistófeles, con “la 14 A este respecto, resulta pertinente transcribir la nota de Marshall Berman: “el conflicto entre los dioses del Antiguo y Nuevo Testamento, entre el Dios del verbo y el Dios del Hecho, desempeñó un importante papel simbólico en toda la cultura alemana del siglo XIX. Este conflicto, expresado por los pensadores y escritores alemanes desde Goethe y Schiller a Rilke y Brecht, fue de hecho un debate velado sobre la modernización de Alemania: ¿debía lanzarse la sociedad alemana a una actividad práctica y material 'judía', es decir al desarrollo económico y la construcción, junto con la política de corte liberal, a la manera de Inglaterra, Francia y Norteamérica? ¿O, por el contrario, debía mantenerse al margen de tales preocupaciones ‘mundanas’ y cultivar un estilo de vida ‘germano-cristiano’ introspectivo? El filosemitismo y el antisemitismo alemanes deberían ser vistos en el contexto de ese simbolismo, que identificaba la comunidad judía del siglo XIX con el Dios del Antiguo Testamento, y ambos con los modernos tipos de activismo mundial. Marx, en su primera Tesis sobre Feuerbach (1845), señala la afinidad entre el humanista radical Feuerbach y sus reaccionarios oponentes 'germano-cristianos': ambas partes 'solo consideran la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y plasma la práctica solo en su forma suciamente judaica', es decir, la forma del Dios judío que se ensucia con el mundo. Jerrold Seigel, en Marx’s fate, Princeton, 1978, pp. 112- 119, ofrece un perspicaz análisis de la identificación, en el pensamiento de Marx, del judaísmo con la vida práctica. Lo que hay que hacer ahora es explotar este simbolismo en el contexto más amplio de la historia moderna de Alemania”. (1991, pp. 38-39). 15 “Soy el espíritu que siempre niega –manifiesta Mefistófeles de manera categórica en la tragedia- y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y, por lo mismo, mejor fuera que nada viniera a la existencia. Así pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento” (Goethe, 1968, p. 77). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 168 'fría razón' del hombre” (Marx, Obras Completas IV, 743), representa el advenimiento del mundo burgués moderno. La aparición irreme- diable de la dialéctica progresiva de la creación destructiva. De ahí que, parezca que solo en la medida en que el hombre mo- derno asuma la destructibilidad, tal como lo proclama Mefistófeles a Fausto, podrá liberarse de su “culpa y actuar libremente” (Marx, Obras Completas IV: 743). Empero, esto solo será factible en el mo- mento en que se deje de lado la pregunta “¿debo hacerlo?” y se asuma de modo radical la pregunta “¿cómo debo hacerlo?” Sin duda, uno de los medios más eficaces para llevar a cabo esto está en el uso del dinero. Por eso, el capitalismo se constituye en “una de las fuerzas esenciales en el desarrollo de Fausto” (Berman 1991, p. 40). No obstante, dice, esta fuerza no es la única, además de esta se ha desplegado la idea por la cual el cuerpo y el espíritu humano están del todo disponibles para ser utilizados y no simplemente con el fin de obtener dinero. Por ello, desde su óptica, esto hace de Fausto un “capitalista simbólico”, en el que se equipara “dinero, velocidad, sexo y poder”, ámbitos que propiamente no le pertenecen, de ahí su carác- ter simbólico, de manera exclusiva al capitalismo, puesto que hacen parte, de manera fundamental, también a las “místicas colectivas del socialismo” y las “mitologías populistas del tercer mundo” (1991, p. 42). No deja de sorprender esta anotación hecha por Berman a pro- pósito del Fausto de Goethe. Desde esta perspectiva, Fausto no solo se erige en la síntesis más elaborada del capitalismo simbólico, sino que en este incomprensible personaje termina identificándose el dinero, la velocidad, el sexo y el poder. Esto resulta un tanto desconcertante, si se tiene en cuenta que el drama de Goethe fue considerado duran- te mucho tiempo como una tragedia amorosa que tiene a Margarita como uno de sus protagonistas principales y la encarnación misma de la inocencia. Esta acotación de Berman impresiona mucho más, cuando se tiene presente que Margarita se constituye en uno de los héroes más entrañables de los moralistas del siglo XIX. A pesar de ello y, justo Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 171 El mundo tradicional queda así hecho trizas. Fausto “aprende a construir y a destruir”, no le queda otro remedio. El horizonte está ahí abierto, ante él, para hacer lo que quiera. Toda la naturaleza, así como el mundo de los hombres, está a su disposición. Ya nada se le opone, ha llegado la hora de construir algo radicalmente diferente y para ello es necesario no dejar piedra sobre piedra. Ha llegado la hora “de que la humanidad se imponga a la tiránica arrogancia de la naturaleza” (Berman, 1991, p. 53). Es por eso que señala Berman que la lucha de Fausto nada tiene de empresa quijotesca, todo lo contra- rio. Fausto se valdrá de las potencias de la naturaleza para acometer sus fines. Ha llegado la hora de dejar atrás las ensoñaciones. Es necesario ahora poner en marcha “programas concretos” que permitan trans- formar la tierra. Fausto podría suscribir, por ello, las palabras que Marx dedicara a Feuerbach: hasta ahora “no se ha hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”17. Si se presta la suficiente atención, se hará evi- dente que este proyecto de Fausto termina siendo, a todas luces, un proyecto político. No es para menos, “los proyectos de Fausto, indi- ca Berman, requerirán no solo de una gran cantidad de capital sino también [del] control sobre una gran extensión de territorio y un gran número de personas” (1991, p. 55). Es decir, aparte del dinero, requieren, para decirlo en palabras de Foucault, del dominio no solo del territorio, sino de la dimensión biológica de la población, de eso que el autor francés ha denominado el biopoder18. Pero, de “¿dónde obtiene [Fausto su] poder?” (Berman, 1991, p. 55). Se cometería un enorme error si se considerara que el poder de Fausto proviene de poderes tradicionales. Por ejemplo, estar asocia- do al nombre del caduco emperador que aparece en la obra, el cual rige el destino de un imperio que se desmorona y cuyas raíces se en- cuentran en el mundo de la Edad Media, pues, esta fuente de poder, 17 No deja de ser interesante comparar en este lugar lo expresado en este párrafo con lo planteado por el filósofo alemán Odo Marquard quien, en su ensayo Las dificultades con la filosofía de la historia, manifiesta: “el filósofo de la historia se ha limitado a transformar el mundo de diversas maneras, ahora conviene cuidarlo” (2007, p. 19). 18 Michel Foucault Seguridad, territorio, población (2006, pp. 15-16). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 172 aunque en algún momento se torna importante para los fines busca- dos por Fausto, es limitada. O, por ejemplo, pensar que este poder podría provenir de algún grupo de seudorrevolucionarios apoyados por la iglesia. –Vale la pena hacer aquí un pequeño paréntesis. En lo que se refiere a este último punto, muchos han puesto hoy en tela de juicio que la relevancia dada por Goethe a este tipo de grupos haya sido un error de interpretación del poeta. Como anota Berman, aun- que desde que salió a la luz Fausto se creyó que el papel otorgado a la iglesia era una exageración de Goethe, la revolución islámica en Irán en 1979 ha dado mucho que pensar en este sentido–. Se trate de un error o no, lo cierto es que estas fuentes tradicio- nales de poder terminan siendo para Fausto absolutamente insignifi- cantes en el momento en que se toma conciencia de la precariedad de cualquier revolución de carácter político ante el inminente progreso. Por eso es que puede decir Berman citando a Lukács: “'un desarrollo ilimitado y grandioso de las fuerzas productivas [hace] que la revo- lución política resulte superflua'” (1991, p. 56). Nada extraño por ello que Fausto se lance decidido, con “ritmo (…) frenético… y brutal” (Berman, 1991, p. 56), a ejecutar cualquier tipo de proyecto que ten- ga inscrito en su dintel la palabra desarrollo. La clave del éxito para Fausto no está tanto en el poder propor- cionado por los estamentos tradicionales, sino en que es capaz de do- blegar el mundo entero a su voluntad al hacer suya “una organización del trabajo visionaria, intensiva y sistemática” (Berman, 1991, p. 56). En otras palabras, en ser capaz de someter masas de trabajadores por la seducción y la represión. Es decir, valiéndose de dos características fundamentales de la Era del vapor y de la velocidad. –En lo que se refiere a estos dos últimos, valga señalar que en el ámbito del arte una síntesis extraordinaria del afán por la velocidad y el desarrollo en el siglo XIX, se expresa de forma categórica en la ya mencionada Lluvia, vapor y velocidad de William Turner (1844) y en La estación de Saint-Lazare de Claude Monet (1877) en sus diversas versiones–. Lo anterior no sería factible si previamente Fausto no hubiera sido capaz de llevar a cabo una síntesis entre pensamiento y acción. Por eso, advierte Marshall Berman, “Goethe [ve] la modernización Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 173 del mundo material como un sublime logro espiritual” (1991, p. 58); sin embargo, esto, que hace de Fausto un “héroe moderno arque- típico”, es al mismo tiempo el cumplimiento de su destino trágico. Si bien es cierto que Fausto es capaz de someter todo lo que se le enfrenta, siente un profundo remordimiento por ello, tal como lo sintió cuando Margarita cayó en desgracia. Por ello, oteando desde las alturas, con el mundo a sus pies, se percata de que se ha quebrado su espíritu. Berman, al recordar la reacción de Fausto por el crimen de Filemón y Baucis, esos dos ancianos centenarios, afirma: Fausto súbitamente preocupado, pregunta a dónde han llevado a los ancianos y se entera de que su casa ha sido quemada y ellos asesinados. Fausto se siente horrorizado y ultrajado, tal como se sintió ante el destino de Margarita. Protesta que él no dijo nada de violencia; llama monstruo a Mefistófeles y lo despide. El príncipe de la oscuridad se retira como un caballero que es; pero ríe al salir. Fausto ha estado fingiendo, no solo ante los demás, sino ante sí mismo, que podía crear un mundo nuevo sin ensuciarse las manos; todavía no está dispuesto a aceptar su respon- sabilidad en los sufrimientos humanos y las muertes que despejan el camino. Primero encargó a otros todo el trabajo sucio del desarrollo; ahora se lava las manos ante la acción y desautoriza al ejecutor una vez hecho el trabajo. Parece que el proceso mismo del desarrollo, aun cuando transforme un terreno baldío en un pujante espacio físico y social, recrea el baldío dentro del propio desarrollista. Es así como opera la tragedia del desarrollo. (Berman, 1991, p. 60) Tal era el riesgo que se había tomado. Para Fausto todo esto re- sultaba ineludible. Antes del crimen, él mismo se había visto empu- jado a deshacerse de los ancianos. No podía soportar pensar que un pequeño resquicio, por eximio que este fuera, estuviera fuera de su control. Para él era indispensable nivelarlo todo. Como hace notar Blumenberg en Trabajo sobre el mito: “la razón, al realizarse, va a des- embocar en un absolutismo de la identidad que hace que no se pue- dan distinguir todos los otros absolutos” (2003, p. 443). Y esto Fausto lo sabe bien. No obstante, una vez sometido bajo el terror de su puño Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 176 2. De cómo el individuo terminó por disolverse “En esta laxa indolencia, más y más indi- viduos aspirarán a ser nada” (Kierkegaard) Quien mejor para dar respuesta a la singular pregunta del párra- fo anterior que aquel que detenta la paternidad de tan inquietante veredicto acerca de “nuestra época”: el famoso filósofo danés Sören Kierkegaard. Sea este el momento de concederle la palabra, pues fue justamente él, por los mismos años en que Karl Marx escribía sus célebres Manuscritos de 1844 y las representaciones de Fausto cala- ban en lo profundo del alma de un mundo que estaba a punto de desmoronarse, quien escribió esta perturbadora sentencia en uno de los ensayos más reveladores y visionarios de “la época presente”19: Temor y temblor (1843). Pero, ¿qué hace que esta obra se constituya en una de las radiografías más agudas de la Era de la lluvia, el vapor y la velocidad? Algunos podrían responder a este interrogante destacando su carácter paradójico. Incluso, muchos podrían ver en esta obra una respuesta a la modernidad desde la perspectiva de un universo pe- riférico, el danés, heredero del alma de la reforma y que se resistía a cualquier tipo de “contaminación” desarrollista que pudiera tener su fundamento en los ideales de la Revolución francesa. La réplica de un individuo “profundamente asocial”, que desde lo más íntimo fue capaz de intuir el advenimiento de la compleja sociedad de masas y cuyo drama interior iría a resonar más allá de su tiempo y de las es- trechas fronteras de su país. En otros términos, Temor y temblor sería la réplica que germinó en un mundo premoderno, como el de Margarita, cuyo autor habría sido capaz de inquietarse ante las transformaciones que tuvieron lu- gar con el advenimiento del mundo moderno. A pesar de esto, todo indica que una explicación semejante se queda corta. Ahora bien, 19 Más adelante será examinado con detenimiento el texto escrito por Kierkegaard en 1846 bajo este título. Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 177 si esto no basta, ¿qué elementos, además de los indicados, hacen de Temor y temblor un espejo de la Era de la liquidación total?, ¿qué hace de su autor alguien capaz de escudriñar en los más profundos misterios de “la época presente”?, ¿quizá la blasfema maldición pro- ferida por el padre de Kierkegaard en contra de Dios a la manera que lo hiciera el Prometeo del poeta Goethe?, ¿su conflictiva relación amorosa con Regina?, o, más bien, ¿el haber percibido que esta Era, herida por la voluntad de nada, es una época que ha terminado des- garrando hasta el propio espíritu? Probemos dar una respuesta. Lo que hace de Temor y temblor un libro capaz de escudriñar en lo profundo de los signos de “la época presente” es tal vez el hecho de que esta obra nació precisamente del corazón de un ser humano en el que se había quebrado el espíritu, es decir, que surgió en medio del desasosiego personal y social de un hombre marcado por la angustia20. Pero ¿era esta una situación que solo le competía a él? O, por el contrario, ¿es la angustia un sig- no inexorable de los tiempos modernos? Antes de responder a esta pregunta valga hacer algunas anotaciones previas. Para el autor de Temor y temblor resulta evidente que la suya es una época en la cual no solo se ha entrado en un estado de liquidación total, sino que, asi- mismo, “todo se puede comprar a unos precios tan bajos [incluidos desde luego los más grandes pensamientos] que uno se pregunta si no llegará el momento en que nadie desee comprar” (Kierkegaard, 2005, pp. 51-52). La compra y venta se constituye, de esta forma, en el prurito de los tiempos. Aquí y allá, se oyen vocingleros ofreciendo sus produc- tos y, dentro de estos, los más ruidosos de todos, los tenderos del pen- samiento. Como es de esperarse, quien compra a precios irrisorios, no deja de desconfiar acerca de la calidad de los productos. Este es el motivo para que no falte quien se otorgue el derecho de buscar algo más, puesto que todo le resulta sospechoso. De ahí que diga Sören 20 Sobre el carácter social de la filosofía del autor danés Marcuse Razón y revolución (1981, p. 260). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 178 Kierkegaard que no sea extraño que la duda se constituya “en nuestra época [en] el punto de partida” (2005, p. 54). Se podría decir incluso que esta es una Era en la que “nadie se conforma con instalarse en la fe, sino que se sigue adelante” (Kierkegaard, 2005, p. 55). Un tiempo, según la expresión del propio filósofo danés, en el que todas las per- sonas han terminado deslumbradas con el ómnibus21, fascinadas con el sistema22, pero faltos de pasión y que han terminado por sumer- girse en un entramado donde la duda se erige como el presupuesto. Ahora bien, si Temor y temblor tiene su origen en el desasosie- go de un ser humano signado por la angustia y en un mundo cuyo punto de partida es la duda, ¿qué papel juegan estos en un tiempo maravillado por el ómnibus?, ¿de qué modo hace patente la angustia el carácter mismo de “la época presente”? Antes de dar respuesta a estas preguntas bien vale la pena, tal como lo hace Kierkegaard, echar mano a un relato tan antiguo que su origen se pierde con la bruma de los tiempos y, cuyo inicio, podría ser semejante al de las historias contadas a los niños: “érase cierta vez un hombre que en su infan- cia había oído contar una hermosa historia…” (Kierkegaard, 2005, p. 57). Pero, esta historia no es cualquier historia, puesto que se trata del testimonio “de como Dios quiso probar a Abraham, y cómo éste soportó la prueba, conservó la fe y, contra esperanza, recuperó de nuevo a su hijo” (Kierkegaard, 2005, p. 57). La cruel semblanza de un ser humano desarraigado a quien Dios quiso probar, exigiéndole de su parte el más insoportable de los sacrificios, la ofrenda de su más preciado tesoro: la vida de su propio hijo. Se trata de la crónica de un 21 Tal como lo anota Vicente Simón Merchán, traductor de Temor y Temblor, los primeros ómnibus que transitaron por las calles de Copenhague lo hicieron tres años antes de la publicación de esta obra por parte de Kierkegaard. En este contexto, el comentario del filósofo danés resulta irónico, puesto que lo que pretende Kierkegaard es burlarse de todos aquellos que continúan obnubilados por el sistema hegeliano, el ómnibus de su tiempo; sin embargo, a nuestro entender, la imagen del ómnibus no solo encarna la preeminencia de un determinado sistema, el hegeliano, sino que revela, más bien, el carácter de una época absorta en todo aquello que representa el ómnibus: el sistema. Esta expresión irónica va más allá de una simple caracterización de una forma de pensar, pues indica un modo de ser de una época que aún continúa resonando entre nosotros. 22 Al respecto, Heidegger La época de la imagen del mundo (1996, pp. 88 y 98). Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 181 el que] las cosas pertenecen a quienes las poseen, y están sometidas constantemente a la ley de la indiferencia” (Kierkegaard, 2005, p. 74). Y, no es para menos, este “típico hombre de nuestro tiempo” desearía no estar en la situación de Abraham, por ello, a diferencia de este úl- timo, una y otra vez deja el cuchillo guardado en casa. En su mundo, “lo que siempre se pasa por alto en la historia de Abraham es el hecho de la angustia” (Kierkegaard, 2005, p. 76), porque esta le resulta de- masiado peligrosa. Es preferible silenciarla. Sí, para el burgués resulta ventajoso silenciar una historia como la de Abraham atravesada por el temor y el temblor, la duda y la an- gustia. O, lo que es peor, preferiría trivializarla, dejar pasar las cosas, someterse a la ley de la indiferencia, vivir sin desasosiego. Pero ¿no tiene razón el buen burgués en esto? ¿Qué sentido tiene recordar una historia tan arcaica como la de Abraham en la Era de la frivolidad? ¿Para qué llenarse de inquietud25 en una época temerosa en la que el hermano no cesa de levantar la mano en contra de su hermano? ¿Qué objeto tiene buscarse a sí mismo en un tiempo en el que el indi- viduo ha terminado por fundirse? ¿Para qué perturbarse en la Era del desasosiego? ¿A cuento de qué angustiarse en una época sometida a la ley de la indiferencia? Tales son las preguntas del buen burgués. Y, sin embargo, para Kierkegaard la respuesta a estos interrogantes no puede ser más rotunda. Abraham es la antípoda del buen burgués de la “época presente”, puesto que su historia es la historia de la prueba más radical de la existencia humana, la tragedia de un hombre que “solo le puede salvar el absurdo” (2005, p. 101): la fe. Por ello, insiste Kierkegaard, no deja de resultar irónico volver a su historia en un universo ayuno de Dios, “en una época que, como la que nos toca vivir, se muestra particularmente discreta en materia 25 Sobre la definición de inquietud (Anfaegtelse) vale la pena reproducir en este momento la nota de Vicente Simón Merchán al respecto en Temor y temblor: “la palabra danesa Anfaegtelse significa inquietud, ataque, tentación, etcétera. Kierkegaard, lo mismo que hicieron otros filósofos y actualmente hace Heidegger, dio a ciertas palabras un significado que trascendía el usual: una de ellas es Anfaegtelse. P. H. Tisseau, el magnífico traductor francés de su obra dice: 'Kierkegaard llama Anfaegtelse a ese estado en que hombre se encuentra en el umbral de lo divino; es una especie horror religiosus, de duda o inquietud religiosa, de ansiedad o de crisis espiritual ante el misterio de lo absurdo'” (2005, p. 81). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 182 de fe” (2005, p. 80). Y, no obstante, la historia de Abraham podría ser la historia del hombre del presente. Su infortunio es el infortunio de un hombre que “sin la angustia, no habría sido nunca (…) quien es” (Kierkegaard, 2005, p. 79). Es el monumento a un ser humano que ha sido capaz, una y otra vez, en nombre del absurdo, de levantar el cuchillo. Por eso es que la historia de Abraham podría ser una histo- ria cuyo protagonista principal fuera uno de esos hombres de “nues- tro tiempo” con los que se puede topar en una calle cualquiera, uno de esos hombres de carne y hueso en los cuales es factible “descu- brir una grieta” (Kierkegaard, 2005, p. 91), a través de la cual se hace manifiesta la angustia. Pero ¿cómo podríamos reconocerle?, ¿cómo sería posible esto en un mundo de hombres macizos que han fijado como punto de partida la duda? (Kierkegaard, 2005, p. 91). Dicho brevemente, la historia de Abraham, ese hombre de caminar lento y palabras quedas, es el drama de un hombre lleno de desasosiego en la Era de la indiferencia, la banalidad y la duda. Y, esto lo sabe, al igual que Marx y Goethe, Kierkegaard. Él, como los famosos autores de los Manuscritos y el Fausto, ha sido ca- paz de atisbar, incluso de descifrar, a través de la figura de Abraham, una época que no quiere ya más oír acerca del temor y el temblor y, con ello, apagar todo atisbo de angustia. Una Era que, precisamente por ello, resulta ser la más escalofriante. De ahí que no sea extraño escuchar decir a Kierkegaard: “la alternativa que se nos presenta es la siguiente: o bien corremos un velo sobre la historia de Abraham, o bien aprendemos a espantarnos ante la inaudita paradoja que da sentido a su vida (…)” (2005, p. 108). Pero de nuevo, ¿no tiene razón el buen burgués? ¿Cómo se puede confiar en un hombre de figura espantosa y mirada terrible, que ha sido capaz de levantar la mano en contra de su propio hijo antes que perder su fe? ¿Sería capaz este hombre de levantar su mano en contra de otros hombres, tal como lo hizo con su hijo? ¿Se puede creer en un ser humano que ha renunciado a lo general para afirmar sin más su individualidad, es decir, que ha suspendido teleológicamente lo ético? (Kierkegaard, 2005, p. 110). ¿Resulta conveniente abandonarse en brazos de quien “obra en virtud del absurdo”? (Kierkegaard, 2005, p. 113). ¿Se puede fiar en alguien que nada tiene de héroe trágico tal Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 183 como lo fueron Agamenón o Bruto y sobre quien recae la sospecha de ser un asesino o, en el mejor de los casos, un simple creyente? Incluso, ¿se puede depositar la confianza en un sujeto que deambula ocultando la verdad “en una soledad universal donde jamás se oye una voz humana, y camina solo, con una terrible responsabilidad a cuestas”? (Kierkegaard, 2005, p. 142): la duda. ¿Contar con un indi- viduo absolutamente deforme que lleva sobre sus hombros la enor- me joroba de Ricardo III; que lleva a cuestas la carga de ser capaz de romper todo compromiso moral, tal como lo hizo Kierkegaard con sus esponsales? ¿Creer en un hombre que tiene una fisura en su corazón?, ¿dar crédito a un hombre que parece estar afectado por el fundamentalismo? Todo conduce a pensar que no. Y, mucho menos aún, tal como reconoce el propio Johannes de Silentio, en una época “nada fecun- da en producir héroes” (Kierkegaard, 2005, p. 121) que está acos- tumbrada a juzgar solo por el resultado. Esto es, “en [un] tiempo de angustia, miseria y paradoja” (Kierkegaard, 2005, p. 124), en el que lo que interesa realmente es el producto. ¿Cómo sería factible esto en una Era “en [la] que se vive in discrimine rerum [en un momento crítico]”? (Kierkegaard, 2005, p. 145). Más fielmente, ¿en un tiempo estético que maliciosamente guarda silencio frente a la “miseria y la angustia”? (Kierkegaard, 2005, pp. 147 y 189)26; sin embargo, ahí está Abraham lleno de dudas indicando un camino abierto. ¿Qué más da si se confía o no en este hombre? Él, simplemente levanta el cuchillo y guarda silencio en medio de la habladuría27. Así, Abraham es capaz de retar, desde la distancia de los siglos, “la época presente”. Por ello, señala Sören Kierkegaard, “ningún poe- ta puede llegar a la altura de Abraham” (2005, p. 189), pues nadie como él ha alcanzado alturas de vértigo en un tiempo ayuno de Dios y en el que los hombres han dado sintomáticamente la espalda a la angustia para disolverse en la indiferencia, la banalidad y la duda. ¿E 26 Una reflexión muy interesante en la Era contemporánea a propósito de una época estética en la que se genera un arte que enmudece frente a la “miseria” y la “angustia”, ver las consideraciones de Byung-Chul Han acerca de la obra de Jeff Koons en La salvación de lo bello (2016, p. 11 sgs.). 27 Como complemento a lo dicho Martin Heidegger Ser y tiempo (2003, pp. 191-192). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 186 época presente”, manifiesta este autor, “la adquisición de enorme co- nocimiento básico es impensable entre los jóvenes de nuestra época, [incluso] se consideraría ridículo” (2001, p. 44), puesto que la época de los grandes enciclopedistas ha pasado29. Para muchos hoy las palabras de Sören Kierkegaard se tornan más significativas cuando se tiene en mente que este es un tiempo en el cual se dispone de “toda la existencia y todas las ciencias” (2001, p. 45) en la internet. Por ello, como lo reconoce el mencionado autor, en este momento resulta impensable entre los jóvenes la renuncia al mundo. Lo anterior en razón a que su actitud se muestra siempre irreflexiva en una época que “permanece seria” (2001, p. 45). No re- sulta raro por ello que la estirpe de estos jóvenes sea la estirpe de los juegos extremos, cuya esencia está en bordear por simple placer el límite que separa la vida de la muerte. Así y todo, y aunque muchos estarían dispuestos a compartir las palabras de Kierkegaard a este respecto, nadie dejaría de asombrarse al escuchar lo que se transcribe a continuación: “la época presente, en sus destellos de entusiasmo, y de nuevo en su apática indolencia que por sobre todo gusta de bromear, está muy cerca de lo cómico” (2001, p. 49), en tanto que, a diferencia de lo que considera el autor danés, la nuestra parece ser una Era más bien trágica. Sobran los ejemplos que permiten calificarla de tal manera. Pese a esto, a veces se tiene la misma sensación que asumía Sören Kierkegaard, según la cual, nuestro presente ha devenido un grotesco espectáculo en manos de los medios. ¿Qué es lo que hace de este ridículo espectáculo algo tan gro- tesco? Tal vez la respuesta a esta pregunta la tenga el propio Sören Kierkegaard: “lo cómico radica justamente en que una época como ésta todavía quiere ser chistosa y hacer gran cosa de lo cómico; pues esto es sin duda la última y más fantasmagórica escapatoria” (2001, p. 50). La ironía está en que se vive en un tiempo trágico visto a tra- vés de la lente del más insulso de los bufones. Una época, no está demás repetirlo, donde se ha vuelto lo serio trivial y lo trivial serio. 29 En sintonía con esto, Heidegger La época de la imagen del mundo (1996, p. 84). Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 187 Precisamente ahí radica lo fatal: “pretender ser chistoso cuando no se posee la riqueza de la interioridad, es querer derrochar en el lujo y privarse de las necesidades básicas de la vida” (Kierkegaard, 2001, p. 50). Esto significa, en un tiempo desprovisto de activo, reducir todo a papel moneda, reencauchar viejos chistes en “una época chistosa” (Kierkegaard, 2001, p. 51). Si bien es cierto, así se revela el carácter trágico de la pantomima de “la época presente”, esta adquiere connotaciones audaces cuando, irónicamente, como lo reconoce Kierkegaard, esta época se entiende a sí misma como la “más elevada forma de la existencia” (2001, p. 53). Tan elevada que nada se le puede escapar de las manos. Todo está planificado y controlado de tal manera que hasta el peor de los chistes ya se conoce de antemano. Lo que, como es de suponerse, trae aparejado los mayores peligros. En “la época presente” no se sabe si la razón es la que salva o la que condena, pues, “cuanto mayor es la ciencia más aumenta el dolor, cuanto mayor la reflexión más se am- plía el sufrimiento” (Kierkegaard, 2001, p. 54). A tal punto ha llegado esta situación, piensa Kierkegaard, que esta es una época en la cual ha terminado por agotarse “la realidad interior” y, con ella, cualquier tipo de relación, sea esta mundana o divina. Hasta se podría llegar a decir que se está inmerso en un ins- tante en el que irremediablemente el desasosiego son los otros. Esto último parece inevitable en un tiempo en el que “la idea de reflexión, si se puede hablar así, es la envidia” (Kierkegaard, 2001, p. 59). Dicho en términos más claros, un estado semejante solo es posible en una época que no soporta los hombres excepcionales. Por esta razón, en “la época presente” resulta impensable una sentencia como la de Heráclito: “uno solo es para mí como miles, si es el mejor” (fragm. 49), pues, “la época presente” ha terminado por nivelarlo todo30. Nada raro, en una Era en la que “la envidia en proceso de establecerse es la nivelación, y mientras que una época apasionada acelera, eleva y derriba, levanta y oprime, así una época reflexiva y desapasionada hace lo contrario, ahoga y frena, nivela” 30 Al respecto, Martin Heidegger Ser y tiempo (2003, p. 151). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 188 (Kierkegaard, 2001, p. 63). Así que, un tiempo marcado por la nive- lación es un tiempo en el que se producen revoluciones en las que se aparenta hacer grandes cambios, aunque siga todo igual. Si se presta atención a lo señalado, se hará evidente que una épo- ca como la indicada lleva grabada la impronta del conservadurismo, el cual termina impregnando todos los ámbitos de la vida, incluidos ámbitos tan vanguardistas como el arte. Para corroborar lo anterior, basta contrastar esta época con una revolucionaria. Así, se puede ase- gurar que “a la cabeza de una revolución se puede colocar un indivi- duo, pero a la cabeza de la nivelación no se puede colocar a ningún individuo, pues sobresaldría y escaparía a la nivelación” (2001, p. 64). Algo inaceptable para un paradigma que disuelve al individuo en lo abstracto. De ahí que la afición de “la época presente” sea hacia la “igualdad”, la cual pone en circulación el deseo de la nivelación. Des- de esta perspectiva, dice Kierkegaard: incluso si un pequeño grupo de personas tuviera el co- raje para enfrentar la muerte, en nuestra época eso no sig- nificaría que cada uno de ellos tenga el coraje para hacerlo individualmente, porque aquello que el individuo temería más que a la muerte sería el juicio que la reflexión cargue sobre él, las objeciones que la reflexión pondría a su deseo de atreverse a algo como individuo. El individuo ya no per- tenece a Dios, ni a sí mismo, ni a su amada, ni a su arte, ni a la ciencia; no, tal como un peón pertenece a la hacienda, así el individuo sabe que está perteneciendo a la abstracción, en la que la reflexión lo subordina. (2001, p. 65) No es sorprendente por ello que en una época semejante el in- dividuo termine renunciando a sí mismo en nombre de la abstrac- ción, puesto que tal individuo no se pertenece a sí mismo, aunque grite a los cuatro vientos que él sabe perfectamente que es lo que está haciendo, sino que pertenece a un poder abstracto. Este hombre termina así vendiendo su espíritu, de la misma manera que lo hace Fausto, a un poder que nadie puede controlar. Y, si bien es cierto que este “individuo en forma egoísta disfruta de la abstracción en el breve instante de la nivelación, así está firmando el decreto de su propia perdición” (Kierkegaard, 2001, p. 67). Y, como si fuera poco, Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 191 Es decir, mirar el revés de la moneda, con aquel ojo que hace “sospe- choso todos los objetos en que su mirada se clava” (Nietzsche, 1997, p. 10). Un libro capaz de cuestionar los más preclaros ideales de una época que no ha dejado de exaltarlos con toque de fanfarria. Pues, “¡bien!, [ha llegado la hora de dejarse llevar por este libro] ¡adelante!, ¡ahora apretad bien los dientes!, ¡abrid los ojos!, ¡firme la mano en el timón!” (Nietzsche, 1997, p. 46). Ya el solo título de esta obra resulta inquietante: Más allá del bien y del mal. Se trata de la mirada aguda de un inmoralista sobre un tiempo moralista. “La gran guerra” (Nietzsche, 1982, p. 107) en con- tra de las bases sobre las que se levanta una época. La más formidable campaña de resistencia en contra de “todas las cosas de que la época está orgullosa (…) la famosa 'objetividad', la 'compasión por todos los que sufren', el 'sentido histórico' con su servilismo respecto al gusto ajeno, con su arrastrarse ante petits faits [hechos pequeños], el 'cientificismo'” (Nietzsche, 1982, p. 108). En otras palabras, la críti- ca más penetrante a una Era que posa de ser crítica. Una verdadera aporía que pretende, “captar con agudeza lo más cercano, la época, lo que nos rodea” (Nietzsche, 1982, p. 108), y, al mismo tiempo, ser el preludio a una filosofía del porvenir. En este orden de ideas, se podría decir que este es uno de los espejos más perturbadores del hombre en la Era del vapor y, en el cual, él mismo se contempla más allá del bien y del mal. Pero ¿qué es eso tan perturbador en lo que se contemplan los seres humanos en “la época presente”? Quizá, para decirlo con Frie- drich Nietzsche, la verdad. Esa verdad desagradable que han entendi- do poco los filósofos, puesto que, “suponiendo que la verdad sea una mujer ¿cómo?, ¿no está justificada la sospecha que todos los filósofos, en la medida en que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres?” (1997, p. 17). O, sería más indicado decir, ¿no está justi- ficada la sospecha que todos los filósofos, en la medida en que han creído que ser y pensar es una y la misma cosa34, han entendido poco acerca del inasible mundo del más acá? 34 Esta formulación es bien conocida desde la época de Parménides. Al respecto ver Frag. 8 (Kirk y Raven: 1987, 362-363) y (Eggers Lan, 1998, p. 138). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 192 Pero, ¿cómo no iba a ser posible hacer seres humanos intran- sigentes en una época dogmática que lleva sobre sus hombros una tradición que se remonta a “doctrina del Vedanta en Asia y en Europa [al] platonismo”? (Nietzsche, 1997, p. 18), ¿cómo no iba a ser factible esta condición en una época que ha puesto, “la verdad cabeza abajo” y ha negado “el perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda vida”? (Nietzsche, 1997, p. 18), ¿acaso resultaría esto extraño en un tiempo cuya salida a todas las tensiones se busca en la tan caca- reada “libertad de prensa [y la] lectura de periódicos”? (Nietzsche, 1997, p. 19)35. Nietzsche lo sabe muy bien, esta es una época aquejada por “la voluntad de verdad” (1997, p. 21). Más exactamente, una época abru- mada por “la voluntad de poder”. Hoy en día, todo es interrogado, judicializado, con el ojo de quien detenta el mando, pues, como se había dicho al hablar de Kierkegaard, esta es una época donde el in- dividuo termina cediendo a sí mismo en nombre de la abstracción. Por ello, para Nietzsche resulta legítimo preguntar: “¿qué cosa existente en nosotros es la que aspira a la verdad?” (1997, p. 21), ¿al poder? Dicho a la manera de Walther Benjamin, ¿cuál es ese enano deforme oculto detrás de todos los sacrosantos ideales? ¿Es acaso esta una Era que ha hecho germinar “¿la voluntad de verdad, de la volun- tad de engaño? ¿O la acción desinteresada del egoísmo?” (Nietzsche, 1997, p. 22). ¿Los admirados ideales de la ruindad? Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que “la época presente”, la del instinto de cer- teza en un mundo permeado por la duda, encuentra su fundamento en la voluntad de dominio36. No resulta por ello extraño que este sea un tiempo en el que detrás de toda verdad se oculten siniestras justi- ficaciones. Dicho de manera más clara, que este sea un tiempo en el que se justifican las acciones más inicuas en nombre del más patético 35 Sobre la problemática de una “cultura periodiquil”, Filistea, fundada en “la lectura de periódicos”, ver lo planteado por Nietzsche en su Consideración intempestiva I: David Federico Strauss, el confesor y el escritor (2000, pp. 125, 126). No está demás establecer un vínculo estrecho entre lo plantado aquí por Nietzsche y lo que se ha dicho a propósito de la “Época presente” de Kierkegaard. 36 Por el momento es forzoso dejar esta importante categoría insinuada. Se volverá sobre la misma en el tercer capítulo de esta indagación. Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 193 de los altruismos, por ejemplo, la paz o la seguridad de toda una comunidad. Pero, si esto es así, si esta es una época en la que se justifican las acciones más perversas en los más nobles ideales, se torna nece- sario identificar primero en qué consisten tales ideales, para luego arrancar las máscaras tras las que se ocultan las más perversas mons- truosidades. No está de más decir que Friedrich Nietzsche cumple a cabalidad con esta descomunal tarea. Él supo, con mano maestra, revelar como detrás de los más venerables ideales no hay más que iniquidad y egoísmo. A su entender, basta echar una ojeada a algu- nos de los ideales de “la época presente”, para percatarse de que estos son los signos de la enfermedad que padece dicha época y que, no obstante, se hacen pasar como la expresión de un estado saludable. Basta pensar, dice Nietzsche, en todos esos ideales exaltados desde antaño por los filósofos: la vida religiosa, la moral, la virtud, la libera- ción femenina entendida de una manera burda, la idea de patria o de pueblo, etc., puesto que cada uno de ellos no son más que velos que encubren las más ignominiosas perversidades en contra del ser hu- mano. Y, ¡ay de aquel que pretenda desenmascararlas! ¡Ay de quien ansíe estar despierto! Y, sin embargo, en “la época presente”, como nunca, resulta im- perioso “estar despierto en [medio] del fuego de la noche” (Safranski, 2000, p. 165). Máxime cuando se habita en una época de cantos de sirena en la que los más elevados ideales han dejado al descubier- to sus pies de barro. En un tiempo en el que las expresiones más elevadas de los seres humanos se revelan de manera decidida como disfraces tras los cuales se ocultan malsanos instintos que corroen lo más saludable de esa misma época. Pero bien, es pertinente ahora echar un vistazo sobre cada uno de estos ideales si se quiere develar el carácter problemático de “la época presente”. Para ello, siguiendo al propio Nietzsche, es indispensable primero partir de aquello que este pensador denomina los prejuicios de los filósofos. Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 196 interés total por parte de sus seguidores, puesto que su fi- nalidad era el bienestar de todos los hombres. 'El hombre tomado individualmente no vale nada'. El patriota no tiene sentido fuera de la nación, que había quedado identificada con la patria; a ella le debía todo lo que era y se realiza- ba únicamente en función de los sacrificios exigidos por la patria. Cuando se trataba de servir a la patria 'no cuentan, ni padre, ni madre, ni hermanos, ni hermanas'; los jacobi- nos sacrificaban todo a su país [como los Horacios]. (…) [Y aunque para los jacobinos resultaba evidente que 'el pa- triotismo dividiese aún a los Estados'] 'Todos [los hombres] forman parte de una inmensa familia dotada de tierras por naturaleza para que las disfruten en propiedad y tengan donde vivir'. Todos estaban integrados en la gran familia, fuese cual fuese su raza o color, puesto que todos deberían formar un frente común para combatir a sus agresores. La solidaridad nacional era la garantía de la fraternidad uni- versal y Francia era la encargada de mostrar el camino a los demás pueblos. (…) [De ahí por qué] La famosa trilogía 'Libertad, Igualdad, Fraternidad' que Momoro había pro- puesto ya en 1791, se vería pronto grabada en la fachada de los edificios públicos. (1980, p. 46) Al tiempo que, y esto se puede decir sin temor a equivocarse, la sangre quedaba impresa en las losas de las calles. La pasión de los jacobinos por la razón y por la virtud, los llevó a emprender una campaña sistemática de “renovación moral”, que le costó la vida a millares de hombres. Para los jacobinos, inspirados en Jean Jacques Rousseau, el despotismo había terminado por corromper las virtudes humanas. De ahí que, desde su perspectiva, puesto que el gobierno monárquico estaba emparentado con el honor, el gobierno despótico con la maldad y el gobierno democrático con la virtud, era prioritario aniquilar todo despotismo e instaurar, por medio del comité de sal- vación pública, el gobierno de la virtud. Tenían, así, “buenas razones” para sacrificarse o sacrificar por la patria. Por ello, no deja de ser una ironía que Robespierre, cuyas pala- bras habían conducido a tantos individuos a la guillotina en nombre de la moral, haya terminado justamente sus días de la misma manera Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 197 acusado por sus enemigos, en particular por Fouché, de querer “rei- nar a través de la palabra”. Es menester ahora hacer oídos sordos a estas voces para dejar que sea el propio Robespierre el encargado de hacer patente el espíritu moralista de los jacobinos y, por ende, de sus nefastas consecuencias. Hacer notar como el moralismo, y con él el sacrificio por los ideales, se erige en una de las variantes más relevan- tes de la inclinación hacia la voluntad de nada tan propia de “la época presente”. No sobra decir que estas ideas tuvieron un eco importante en los ideales que inspiraron los movimientos revolucionarios a largo de los siglos XIX y XX. Incluso, nos atrevemos a señalar que conti- núan jugando un papel relevante hasta el día de hoy. En febrero del año 1794, pocos meses antes de la Fiesta del Ser Supremo, y teniendo como telón de fondo el Régimen del Terror, Maximiliano Robespierre se constituía, sin lugar a dudas, en el diri- gente más destacado de la Revolución francesa. Pues, para ese mo- mento, Jean Paul Marat había sido asesinado por Carlota Corday y Saint-Just, aunque brillante, era demasiado joven. Fue en ese contex- to, más exactamente el 5 de febrero de aquel año, que Robespierre pronunció su famoso discurso Acerca de los principios de la moral política que debe conducir a la Convención Nacional. En él hace una dura crítica tanto a moderados como a herbetistas que era el sector más radical de la revolución. El discurso está plagado de un sinnúmero de sugestivas e inquie- tantes frases. Robespierre comienza su disertación con el convenci- miento de haber guiado, “en circunstancias tan tempestuosas, por el amor del bien y por el sentimiento de las necesidades de la patria” a su pueblo (1987, p. 87). Según manifiesta, ha llegado el momento de establecer el objetivo de la revolución, fijar cuál es el obstáculo que impide llegar a tal fin y procurar alcanzarlo. Tarea que jamás habría puesto en marcha “un gobierno cobarde y corrupto” (1987, p. 87). Por eso, su invitación es a que “todos los amigos de la patria [se unan] a la voz de la razón y del interés público” (1987, p. 88), con el fin de juzgar a todos los conspiradores. Para ello, dice, “hay que to- mar precauciones para situar los destinos de la libertad en manos de Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 198 la verdad, que es eterna, más que en la de los hombres, que pasan…” (1987, p. 88). El discurso continúa estableciendo el propósito de la revolución. Así, insiste Robespierre, lo que la revolución jacobina pretende es “un orden de cosas en el que las pasiones bajas y crueles estén en- cadenadas y las pasiones benefactoras y generosas sean despertadas por las leyes. (…) sustituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, las conveniencias por los deberes, la tiranía de la moda por el dominio de la razón…” (1987, p. 89). Esto es, “sustituir los vicios y las ridiculeces de la Monarquía por las virtudes y las cualidades de la república” (1987, p. 90). Y esto solo es factible, insiste, con el establecimiento de un gobierno cuyo principio sea la virtud. En este orden de ideas, todo lo que se oponga al establecimiento del mencionado principio debe ser eliminado. Robespierre insta así a la Convención Nacional a adoptar como primera máxima aquella por la cual “se conduzca al pueblo con la razón y a los enemigos del pueblo con el terror” (1987, p. 95), por cuanto, a su entender, “si la fuerza del gobierno popular, en la paz, es la virtud, la fuerza del go- bierno popular en la revolución es la virtud y el terror a la vez. La virtud sin la cual el terror es funesto; el terror, sin el que la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia pronta, severa e inflexible. Es una emanación de la virtud” (1987, p. 95). De esta forma resonaban las palabras del “incorruptible” Robes- pierre en el recinto en que se hallaban reunidos los miembros de la Convención Nacional. No es difícil imaginar el efecto de este men- saje moralista en quienes lo escuchaban. Una mezcla de entusiasmo y horror. No era para menos, muchos de los presentes, entre los que se encontraban tal vez Herbert y los herbetistas, Dantón y Desmou- lins, fueron llevados al cadalso al poco tiempo, acusados de traicio- nar los preclaros ideales de la revolución. Y, todo bajo el lema: “¡Qué muera el asesino que se atreve a abusar del nombre sagrado de la libertad…!” (1987, p. 99). Con razón escribió un contemporáneo de Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 201 dos. Con la pasión de quien está dispuesto a dar el todo por el todo en nombre de la verdad, de su verdad. –Dicho en palabras de Spino- za, los hombres que han hecho de la verdad su religión, “juzgan ne- cesariamente de la índole ajena a partir de la propia” (Ética, apéndice parte I, 34c)40–. Esto es, con el ardor con el que los jóvenes combaten sus quimeras. Con esa mezcla de “cólera y veneración, que son pro- pias de la juventud” (Nietzsche, 1997, p. 56). A lo mejor sea por esta razón que para el autor del Zaratustra este sea un tiempo en el que “no queda remedio: es necesario exigir cuentas y someter a juicio despiadadamente a los sentimientos de abnegación, de sacrificio por el prójimo, a la entera moral de la renuncia de sí: (…). Hay demasia- do encanto y azúcar en esos sentimientos de 'por los otros', de 'no por mí'” (1997, pp. 58, 59). Pero, en nuestros días ¿cuántos estarían dispuestos a prestar atención a estas palabras? ¿No carecen de sentido en la época de “la reivindicación de las diferencias” y de los “derechos universales”? A pesar de esto, miles y miles de vidas se siguen sacrificando en nombre del bien de la humanidad, en nombre de una verdad. Es como si en nombre de tal verdad se quisiera estar por encima de todo, “aunque resultase perjudicial y peligroso en grado sumo” (Nietzsche, 1997, p. 64). Por ello resulta genuino preguntar si no es legítimo emprender una crítica de la razón sentimental. La respuesta parece contundente. Con todo, se debe aplazar por ahora esta monumental empresa, y no solo porque se constituye en una labor titánica, sino porque esta pide espíritus dispuestos a mostrar lo más desagradable y monstruoso del alma humana. Pero ¿qué es eso tan desagradable y monstruoso del alma huma- na?, ¿cuál es el origen de ese sentimiento de por los otros, de no por mí? Quizá haya que otear en los lugares más problemáticos e inespe- rados para llegar a una posible repuesta. Husmear, por ejemplo, tal como lo hace Nietzsche en la fe cristiana, puesto que “la fe cristiana es, desde el principio, sacrificio: sacrificio de toda libertad, de todo orgullo, de toda autocerteza del espíritu; a la vez, sometimiento y es- 40 Según la traducción de Atiliano Domínguez, este pasaje dice así: “necesariamente juzgan el ingenio de otro por el suyo propio” (Ética, apéndice parte I, 34c). Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 202 carnio de sí mismo, mutilación de sí mismo” (1997, pp. 72, 73). ¿Nos sería permitido por ello escudriñar en otro lugar, máxime cuando se tiene la certeza de que el cristianismo se arraiga en lo profundo de una tradición milenaria que ha moldeado “la época presente” con mano diestra? La respuesta parece definitiva. El cristianismo ha sido el artífice de un mundo que “ama igual que odia, sin nuance [matiz], a fondo hasta el dolor, hasta la enfermedad” (Nietzsche, 1997, p. 73). El au- tor de un mundo, cuyo ideal consiste en el desprecio de sí mismo. Es decir, hace suya una especie de “neurosis religiosa” que se revela “tanto en los pueblos salvajes como los domesticados, [una especie de] lascivia (…) súbita y desenfrenada, la cual se transforma luego, de modo igualmente súbito, en convulsiones de penitencia y en una negación del mundo y de la voluntad” (Nietzsche, 1997, p. 74). Así, señala Nietzsche, el cristianismo ha engendrado un mundo de santos y de mártires dispuestos al sacrificio, atentos no solo a redimirse a sí mismos, sino a redimir a los demás por vía de su escarnio y mu- tilación. Nietzsche resume las consecuencias de este instinto auto- destructivo tan propio del hombre occidental cuando escribe en la Voluntad de poder: “llega ya la época en la que tendremos que pagar el haber sido cristianos durante dos milenios” (1981, p. 36). Con todo, este tipo de individuos no es más que una de las caras de la moneda. La otra la constituye “la crueldad religiosa” inherente a los seres humanos oculta tras la máscara de la santidad. Esta, afirma Nietzsche, se ha revelado de múltiples maneras a lo largo del tiem- po. Así, por ejemplo, en un periodo premoral de la humanidad, los humanos sacrificaban a sus dioses los más queridos. Luego en una época moral los hombres sacrificaban a su dios su propia naturaleza, para, finalmente, en una época extramoral, terminar sacrificando “a Dios mismo por la nada” (1997, p. 81). Pero ¿cuál de estas etapas será la que caracteriza “la época presente”? ¿Acaso la de la neurosis, la de la crueldad? ¿O, quizá “la época presente” sea una en la que se ha terminado fundiendo todos los límites, esto es, una época en la que la más radical monstruosidad del ser humano consiste en querer sacrificar, al mismo tiempo, a los más amados, a sí mismo y a Dios en el altar de la nada? Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 203 Resulta difícil dar una respuesta. Empero, quizá, un buen ejem- plo de este tipo de épocas y de este tipo de seres humanos fronterizos entre la neurosis y la crueldad, lo constituyan los personajes de la ya mencionada novela de Dostoievski los Endemoniados, en particular el más inquietante de todos ellos: Kiriloff. Pues, este enigmático per- sonaje no solo “niega la moral completamente, y es partidario del nuevo principio de la destrucción universal con vistas al triunfo de las ideas sanas” (1969, p. 142), sino que es el más descarado apolo- gista del suicidio, en cuanto para él “la libertad será total cuando sea indiferente vivir o morir” (1969, p. 165). Que mejor que sea el mismo Kiriloff, en diálogo con el narrador de la novela, el encargado de ex- poner sus razones: La vida es sufrimiento -nos dice- la vida es terror y el hombre es desdichado. Ahora no existe más que sufrimien- to y terror. Ahora, el hombre ama la vida porque ama el sufrimiento y el terror. Eso es lo que hace. La vida se pre- senta bajo el aspecto del sufrimiento y el terror, y ésta es la impostura. Hoy el hombre aún no es hombre. Vendrá un hombre nuevo, dichoso y orgulloso. Aquel para quien le sea indiferente vivir o no vivir, ése será el hombre nuevo. Aquel que vencerá al sufrimiento y al terror, y el mismo será Dios. Entonces, el otro Dios ya no existirá. -Según eso, Dios existe. -No existe, pero Él está. No hay sufrimiento en la pie- dra, pero sí lo hay en el miedo a la piedra. Dios es el su- frimiento del miedo a la muerte. Aquel que venza el sufri- miento y el temor, será Dios. Entonces empezará una nueva vida, un hombre nuevo. Entonces se dividirá la historia en dos periodos: del mono al aniquilamiento de Dios, y desde el aniquilamiento de Dios hasta… –¿Hasta el mono? -Hasta la trasformación física del hombre y de la tierra. El hombre será Dios y se modificará físicamente. El uni- verso se transformará, igual que las obras, los sentimientos Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 206 La respuesta parece evidente. En un mundo como el descrito por Nietzsche, hombres como Kiriloff –esa viva encarnación de una Era en la que los hombres creen vivir en el ocaso y han hecho del culto a la autodestrucción y el fanatismo una religión43–, dista mucho de ser una planta exótica. A este tipo de hombres lo acompaña una forma de sujeto que, aunque en apariencia se muestre como su antípoda, es igualmente autodestructivo. Aludimos a esas almas frágiles que ter- minan renunciando a sí mismas. A aquellos que han adoptado como premisa de vida su propia disolución como individuos. Quien así actúa, dice Nietzsche, no se diferencia de manera sus- tancial de los borregos y sus principios morales de una moral de borregos. De ahí que, a su entender, no sea extraño porqué “hoy en Europa [la] moral de animal de rebaño” (1997, p. 133) haya acaba- do por constituirse en una premisa. O, porque bajo la fachada del “movimiento democrático”, que no es otra cosa más que la versión laica de la moral cristiana, detrás de todo movimiento anarquista o detrás de todo movimiento socialista, etc., se enmascare un poderoso instinto de ocaso, un “instinto gregario” (1997: 133), que ha acabado moldeando todas las “ideas modernas” (Nietzsche, 1997, p. 133)44. ¿Todas las ideas modernas? Sí, para Friedrich Nietzsche, todos esos etcéteras de los que tanto se enorgullece el hombre moderno. Pero, quizá dentro de estos, el más problemático de todos ellos, ese instinto autodestructivo por excelencia, la patriotería. No se puede esperar nada menos, en la época de “hervores nacionales, de ahogos patrióticos y de todos los demás anticuados desbordamientos sen- timentales” (Nietzsche, 1997, p. 192). En la Era de la “movilización total” y de las masas se ha visto correr con demasiada frecuencia ríos inmensos de sangre en el sagrado nombre de la “patria”. Esto es lo que 43 Más adelante, al inicio del capítulo siguiente, veremos cómo esta sensación de estar viviendo en el ocaso termina haciéndose carne con el fin de la Primera Guerra Mundial. 44 Quizá podamos decir que hoy este instinto gregario ha acuñado, cada vez con mayor frecuencia, sujetos igualmente autodestructivos, capaces de llegar al autosacrificio incluso en nombre de lo banal. Piénsese, por ejemplo, en ese tipo de individuo que actualmente es capaz de ofrendar su vida por un equipo de fútbol. Es muy diciente, con todas las implicaciones que este fenómeno trae al ámbito social en una época que termina por nivelarlo todo, la conformación en Argentina de una iglesia maradoniana. Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 207 vio Nietzsche, ese contemporáneo de Wagner y de Bismarck, pero so- bre todo de los alemanes de la época guillermina que habían educado su oído con la música del primero de ellos y su alma con el Discurso a la Nación Alemana de Fichte, cuando señaló de forma profética: “habrá guerras como jamás las ha habido en la tierra” (1982, p. 124). ¿Se podría esperar algo diferente de un pueblo aquejado de patriote- rismo?, ¿de una nación, la alemana, que padecía de fiebre nerviosa nacional (…) o, dicho brevemente, [de] pequeños ataques de estupidizamiento: por ejemplo, (…), unas veces la estupidez antifrancesa, otras la antipolaca, otras la cristiano-romántica, otras la wagneriana, otras la teutónica, otras la prusiana (…), y como quiera llamarse todas esas pequeñas obnubilaciones del espíritu y la con- ciencia alemanas? (Nietzsche, 1997, p. 205) ¡Cuánta sangre se habría evitado si se hubiera prestado atención a estas palabras! Más aún, si se hubiera comprendido que en ellas se ponía de manifiesto un síntoma incuestionable de “la época pre- sente”: justificar las pasiones más monstruosas en los más preclaros ideales. Tan solo nos resta decir que en este apartado no se ha hecho más que evidenciar la voluntad de nada en esa inclinación autodes- tructiva del ser humano, en nombre de la moral, tan propia de “la época presente” y cuyas infortunadas consecuencias se harán eviden- tes en el capítulo que sigue; sin embargo, antes conviene detenerse en uno de los fenómenos más representativos de una época con una fe desmedida por la ciencia: el positivismo. 4. Negro sobre blanco, blanco sobre negro “Lo que yo conseguí aprehender enton- ces, algo terrible y peligroso, un problema con cuernos, no necesariamente un toro pre- cisamente, en todo caso un problema nuevo: hoy yo diría que fue el problema de la ciencia misma –la ciencia concebida por vez primera como problemática, como discutible” (Nietzsche) Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 208 Vista las cosas de esta manera, “la época presente”, la Era del va- por, se revela como la edad de la negación. De ahí que sea convenien- te ahora hablar desde otra perspectiva. Por ello, en este apartado se concederá la palabra a Comte, quien fuera el autor de un reconocido libro que lleva por título el Discurso sobre el espíritu positivo, con el fin de ver si el instinto de negación se constituye realmente en un sig- no de “la época presente” o si este se erige tan solo en una excepción. No está demás decir que la obra de Comte, tan influyente sobre todo a finales del siglo XIX, tuvo su acta de nacimiento en 1844, año en el que Marx redactó sus Manuscritos, y Kierkegaard, que acababa de publicar Temor y temblor, se hallaba a la espera del efecto producido por el mencionado ensayo, no solo en el mundo académico, sino en el corazón de Regina. Y, finalmente, para nadie es un misterio, fue justo en este año que Nietzsche vino al mundo. Pero ¿qué es lo que hace pertinente, además del título, una obra que Julián Marías, al hablar de la crítica de comienzos del siglo XX al positivismo en la breve presentación al ensayo de Comte, ya calificaba en 1934 de falta de “actualidad filosófica”? (2007, p. 7). Tal vez sea el propio Julián Marías el encargado de dar una res- puesta: “nos encontramos –dice– con que en el siglo pasado la Hu- manidad fue positivista, y que nosotros ya no lo somos, es decir, he- mos dejado de serlo. A nadie puede ocultársele que nuestra situación no es igual que si hubiese habido positivismo en el mundo. Venimos de él; y no podemos acabar de entendernos si no lo entendemos” (Marías, 2007, p. 7). Más adelante anota: “no nos importa demasiado conocer el contenido minucioso de la ciencia positivista, caduca en buena parte, lo que interesa es saber, propiamente, qué es ser posi- tivista. Esto nos puede dar gran claridad sobre la época inmediata- mente anterior y, al mismo tiempo, sobre la nuestra” (Marías, 2007, p. 8). Esta respuesta parece apropiada, en especial si se tiene en cuenta que “la época presente” y, en particular, la ciencia, son herederas del positivismo. Por ello, es conveniente atender a estos planteamientos para entender algunos de los problemas más álgidos de “la época presente” en especial la falsa creencia de que todos los problemas Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 211 nes detentan el poder, al mostrarles la manera como se debe tratar a las masas. Más claramente, al anteponer la idea de progreso a la de revolución, el positivismo revela a los que detentan el poder que cualquier germen insurreccional se puede sofocar antes de que se inicie, con solo hacer algunos ajustes al sistema. Como lo demuestra Marcuse, esto explica el que Comte acepte la idea de progreso en el marco de un proyecto reaccionario. En este sentido, “las leyes del progreso [forman] parte de la maquinaria del orden establecido” (Marcuse, 2003, p. 337). No resulta casual que las ideas de orden y progreso se inscriban en un proyecto, el del positi- vismo, de “contenido totalitario” (Marcuse, 2003, p. 339) tanto en el ámbito de lo metodológico como en el ámbito de lo social. Tampoco resulta insólito que “Comte [destaque] la necesidad de una autoridad fuerte” (Marcuse, 2003, p. 340). Teniendo en mente precisamente esto, Marcuse afirma de manera categórica: la felicidad como refugio en unos brazos poderosos – actitud tan característica hoy en las sociedades fascistas- va aparejada con el ideal positivista de la certidumbre. La su- misión a una autoridad todopoderosa proporciona el grado más alto de seguridad. La certidumbre perfecta de la teoría y de la práctica, dice Comte, constituye una de las realiza- ciones básicas del método positivista. (2003, p. 341) De suerte que, desde una postura reaccionaria como la de Comte, la evolución humana se mide en términos de la relación existente en- tre la certidumbre y la incertidumbre, entre el orden y el progreso. En otras palabras, por la relación expresada en la fórmula: a más orden mayor progreso. Por ello, dice Marcuse, para Comte: la razón principal de que predomine aún los antagonis- mos sociales es que la idea de orden y la idea de progreso siguen estando separadas, condición que ha hecho posible que los revolucionarios anarquistas [hayan usurpado] la idea de progreso. La filosofía positiva tiende [así] a recon- ciliar el orden y el progreso, a alcanzar 'una satisfacción co- mún de la necesidad de orden y de la necesidad de progre- so'. Esto lo logra mostrando que el progreso en sí es orden; no revolución sino evolución. (2003, p. 342) Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 212 Se podría decir entonces que esta autocompresión del espíritu positivo es una conciencia fáustica que considera obsoleta la idea misma de revolución, pues cree haber arribado a un estado último o positivo de la evolución humana. En otras palabras, cree ciegamente que se encuentra en una época en la que se ha alcanzado un alto de- sarrollo técnico-científico y del orden institucional46. Lo anterior muestra, indica Marcuse, por qué Comte mantiene la creencia de que “las leyes necesarias del progreso [no relegan] los es- fuerzos prácticos en pro de las reformas sociales capaces de eliminar los obstáculos en el camino de estas leyes” (2003, p. 347). Al tiempo que desenmascara las razones por las que “el programa positivista de reforma social anuncia la conversión del liberalismo en autoritaris- mo” (2003, p. 347). Por qué “el Estado de Comte se asemeja, en mu- chos aspectos, al Estado autoritario moderno” (2003, p. 347), cuya “moralidad ha de ser (…) una moralidad del 'deber' con respecto a la totalidad” (Marcuse, 2003, p. 348). Pero, y esto sería lo más impor- tante, explica por qué “el individuo desempeña un papel reducido en la sociología de Comte, está enteramente absorbido por la sociedad, y el Estado [se muestra como] un mero producto marginal de las leyes que rigen el progreso de la sociedad” (Marcuse, 2003, p. 349). En pocas palabras, por qué el espíritu del positivismo enraíza también en la negación. Una vez se ha señalado esto, se puede afirmar que, una época positivista está caracterizada, en primera instancia, por el vínculo indisoluble entre orden y progreso, lo que explicaría la asepsia que identifica a las sociedades del primer mundo47. Más adelante, al exa- minar el texto de Sloterdijk Temblores de aire en las fuentes de terror, se pondrán en evidencia las nefastas consecuencias de tal asepsia. En segundo lugar, se debe subrayar que una época positivista está carac- terizada además por haber logrado un grado altísimo de esteriliza- ción revolucionaria. Una tercera característica, que se halla en una 46 Esta confianza en el desarrollo técnico-científico en el siglo XIX está bien representada en la excelente pintura La fundición o El taller de laminados de Adolf von Menzel de 1872. 47 Es muy interesante comparar estas afirmaciones con lo planteado por Freud en su ensayo El Malestar en la Cultura (1988, p. 36, sigs.). Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 213 íntima relación con la asepsia revolucionaria de “la época presente”, está encarnada en la transformación del liberalismo en autoritaris- mo. No sobra decir que esta condición trae como consecuencia la disolución del individuo en la totalidad y, todo ello, gracias a que el ser humano ha alcanzado un grado superior de desarrollo técnico- científico e institucional, sostiene el positivismo. Estas palabras de Marcuse son corroboradas por el propio Comte en el Discurso del espíritu positivo de 1844, cuando reconoce que el ser humano ha llegado a una indiscutida madurez científica, la cual, a su entender, hay que defender a toda costa. Para este autor, tal haza- ña pudo ser factible gracias a que los hombres fueron capaces de lle- var a cabo una verdadera “evolución intelectual” (2007, p. 13). O, si se quiere, fueron capaces de alcanzar un estadio superior tras franquear cada uno de los “estados teóricos” que debe transitar la humanidad en su largo recorrido: el estado teológico o ficticio, el estado metafí- sico o abstracto, para finalmente arribar al estado positivo o real48. En lo que se refiere al primer estado, subraya Auguste Comte, “debe considerarse siempre, (…), provisional y preparatorio” (2007, p. 17), hay que señalar además que se caracteriza por la predilección del hombre hacia “las cuestiones más insondables” (2007, p. 18). Para nuestro autor, esta forma primitiva de pensamiento debe contrastar con el modo como los hombres abordan hoy los problemas. Por ello, desde su punto de vista, para comprender dicho estado se debe tener en cuenta su “marcha natural” por cada una de sus fases: 1. El feti- chismo, 2. El politeísmo y 3. El monoteísmo. Esta explicación dada por Auguste Comte, acerca de las tres fases que definen el estado teológico, resultó ser muy influyente. Incluso a finales del siglo XIX 48 Confróntese lo dicho con lo expresado por Kant al final de la Crítica de la razón pura: “no pretendo distinguir ahora las épocas en que se produjo este o aquel cambio de la metafísica, sino ofrecer simplemente un breve bosquejo de las diferentes ideas que han dado lugar a las principales revoluciones. Tres aspectos encuentro en los que se han basado los cambios más notables ocurridos sobre este conflictivo escenario” (660, A 853/B881): 1. Con respecto al objeto. 2. Con respecto al origen. 3. Con respecto al método, que son las diferentes etapas que ha transitado el pensamiento desde la antigüedad al iluminismo, según Kant. Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 216 Desde luego, a diferencia de Nietzsche, Comte no ve esto como un problema. Para él, tal es la muestra indiscutible de que la humani- dad ha alcanzado por fin un estado positivo en su evolución, el tercer y último estado en su proceso de desarrollo. En otras palabras, revela cómo la humanidad, luego de una larga carrera de emancipación, ha llegado finalmente “a su estado definitivo de posibilidad racional” (Comte, 2007, p. 27). A su entender, por ello, de lo que se trata es de asumir que esta es una época en la que los seres humanos, felizmente, ya no se interesan en dar “explicaciones vagas y arbitrarias” (2007, p. 27), tan propias de los estados anteriores, sino que prestan toda su atención a la observación directa de los hechos. Su tiempo, dice categórico, es el tiempo del amor al fatum, ca- racterizado por llevar a cabo una “revolución fundamental” (2007, p. 28), haber sustituido las explicaciones abstractas, fruto de la imagi- nación humana, por explicaciones centradas en las “relaciones cons- tantes” (2007, p. 28) entre los fenómenos sin perder de vista la “previ- sión racional” de los mismos. Así, dice Comte, “el verdadero espíritu positivo consiste, ante todo, en ver para prever, en estudiar lo que es, a fin de concluir de ello lo que será, según el dogma general de la in- variabilidad de las leyes naturales” (2007, p. 32). De esta manera, no asombra que una época que ha heredado lo más puro del espíritu po- sitivo esté obsesionada por las imágenes, la planificación y el cálculo. Se puede señalar entonces que el principio ver para prever se erige en Comte como un principio básico de su comprensión de la época. No solo porque conviene al presente, al pasado y al porvenir, sino porque permite identificar la constancia en la variedad. Es decir, permite “una plena sistematización mental” (Comte, 2007, p. 41), la entera unidad de todos los elementos que componen la sociedad, tal como lo ansía el positivismo, en una época de agitación social y po- lítica. Por ello, escribe: una apreciación directa y especial, que aquí estaría fue- ra de lugar, hace ver fácilmente, por otra parte, que solo la filosofía positiva puede realizar gradualmente aquel noble proyecto de asociación universal que el cristianismo había bosquejado prematuramente en la Edad Media, pero que Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 217 era, en el fondo, necesariamente incompatible, como ha demostrado plenamente la experiencia, con la índole teo- lógica de su filosofía, que establecía una coherencia lógica demasiado débil para proporcionar una eficacia social se- mejante. (2007, p. 42) En este orden de ideas, una época positiva es entonces una épo- ca temerosa de cualquier tipo de conmoción social y política, pues propende a la unidad global en todos los elementos de la sociedad. De ahí que, sea una época que busca realizar de manera efectiva el proyecto de unidad cristiano medieval. Ahora bien, este proyecto de unidad no solo abarca la esfera de lo social, sino que además permea el ámbito de la naturaleza y de su sometimiento. De ahí que resulte tan significativo armonizar la vida especulativa con la vida activa, el arte con la ciencia. En este sentido dice Comte: “a propósito de esta íntima armonía entre la ciencia y el arte, importa finalmente observar en especial la feliz tendencia que de ella resulta para desarrollar y consolidar el ascendente social de la sana filosofía, por una consecuencia de la preponderancia creciente que obtiene, evidentemente, la vida industrial en nuestra civilización moderna” (2007, p. 47). Como es de esperarse, en un proyecto seme- jante no hay cabida para el misterio. De ahí que la vida industrial [sea], en el fondo, directamente con- traria a todo optimismo providencial, puesto que supo- ne necesariamente que el orden natural [sea] lo bastante imperfecto para exigir sin cesar la intervención humana, mientras que la teología no admite lógicamente otro me- dio de modificarlo que solicitar un apoyo sobrenatural. (Comte, 2007, p. 47) Lo anterior no deja de resultar curioso en un proyecto que ha exaltado de forma elogiosa, como se ha señalado, el programa de unidad cristiano medieval. Para Comte, con el advenimiento de una Era positiva han que- dado atrás los años infantiles que encadenaron durante siglos a la es- pecie humana. Dicho de otra manera, es como si para este escritor el Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 218 hombre hubiera despertado por fin de una larga noche de Walpurgis. Como si se estuviera ante el nacimiento del hombre a lo más “real”. Y, aunque no lo manifiesta en estos términos, no es difícil imaginar a Auguste Comte entusiasmado con las palabras con que Fausto inicia el drama goethiano y con las cuales el “maestro” se atreve a rene- gar del estudio de las ciencias arcanas en un lenguaje que cala en lo más profundo del corazón: “y heme aquí ahora, pobre loco, tan sabio como antes” (1968, p. 43). Y no resulta difícil imaginarlo, porque Comte, al igual que Faus- to, reniega de todo conocimiento que le resulte inútil, impreciso y vago. En su lugar, él prefiere lo “útil”, “preciso”, pero sobre todo, que no esté privado de “certeza”. En pocas palabras, lo que esté acompa- ñado de aquello que Auguste Comte llama la sana filosofía. La época positiva es así, no cabe duda, una Era fáustica en que el universo ha perdido su encanto. Un tiempo “científico y lógico” (Comte, 2007, p. 59) ocupado de lo “concreto” y cuya tarea consiste en poner las bases para llevar a cabo una “revolución mental” que ponga en marcha de modo decidido el proyecto iniciado por Bacon y Descartes (Comte, 2007, p. 65). Resulta comprensible que Comte considere el positivismo como la única alternativa posible frente a “la gran crisis moderna” (2007, p. 74), pues, a su entender, una época positiva busca mantener la esta- bilidad en la agitación. O, sería más indicado decir, una Era positiva busca, como el espíritu absoluto, la permanencia en el cambio. Esto explicaría el que esta época, conservadora, dé un papel relevante a la moda. Que sea un tiempo deslumbrado con lo efímero y, simultánea- mente, se aferre a la inmutabilidad de las instituciones. De ahí que Auguste Comte afirme: hoy es una prioridad de “los gobiernos occidentales (…) mantener con grandes gastos el orden material en medio del desorden intelectual y moral” (2007, p. 74). En este contexto la palabra moral no es una simple casualidad, pues, desde una perspectiva comteana, la efervescencia social de “la épo- ca presente” no obedece tan solo a razones políticas, sino de índole moral. Como cabe inferir, para el positivismo, la solución a “la hon- Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 221 no puede hoy encontrar un apoyo sólido más que en el pueblo pro- piamente dicho, único dispuesto a comprenderla bien y a interesarse profundamente por ella” (2007, p. 115). Así, la máxima “orden en el progreso” expresa el fin del espíritu positivo, o quizá sería mejor decir de la época positivista, realizar “una verdadera reorganización” (Comte, 2007, p. 118) mental, moral y política con el propósito de mantener del orden existente. En otras palabras, la transformación de liberalismo en autoritarismo, la diso- lución del individuo en la masa, trocar lo blanco en negro y negro en blanco. Otro signo indiscutible de una época herida de negación. Por el momento, se torna indispensable dejar de lado a Comte. Ha lle- gado la hora de cerrar el círculo volviendo la mirada sobre una obra de William Turner, con el objetivo de extraer algunas conclusiones a propósito de lo planteado en este capítulo. 5. Y la negación terminó haciéndose carne William Turner Tormenta de nieve. El ejército de Aníbal cruzando los Alpes (1810-1812)50 50 Óleo sobre lienzo. 144, 7 x 236 cm. Londres. Tate. Manuel Oswaldo Ávila Vásquez 222 “El convertir algo en nada por el juicio se- cunda el convertir algo en nada por la mano” (Nietzsche) En el año 1810 o 1812, y teniendo como telón de fondo los agi- tados tiempos de las guerras napoleónicas, William Turner pintó, en un espíritu que bien se podría calificar de profético, una pintura asombrosa: Tormenta de Nieve. El ejército de Aníbal cruzando los Al- pes. Como comenta quien hace la presentación de este cuadro para la conocida editorial Taschen: en ella una formidable tempestad azota los Alpes. El cielo cargado de nubes negras, vierte masas de nieve, mági- camente iluminadas por un disco de sol turbio color naran- ja, que brilla desde un cielo gris y negro. En la parte inferior del lienzo se aprecian escenas de robo, asesinato y expolia- ción, entre las rocas de la cordillera. En el plano interme- dio aparece, esquemático, el ejército del general cartaginés Aníbal. Este cabalga sentado sobre un elefante y observa los valles bañados de luz de Italia. (Walther, 2005, p. 468) Quizá no existen mejores palabras para describir esta obra admi- rable. En ella, como en una especie de embriaguez cósmica, se tran- zan en una lucha feroz los elementos y los hombres. Bien se podría decir que esta obra no solo es capaz de representar de manera magní- fica el drama de un episodio histórico que ya se ha hecho legendario, sino que es capaz también de captar la fatalidad misma de una época inquietante desgarrada por el conflicto entre todos los hombres. Así, en la pintura, los signos de los tiempos se muestran como espesas nu- bes negras surcando el firmamento. Incluso se podría manifestar, con Hölderlin que, aquí se ha revelado una época en la cual parece que los seres humanos, en un estado de lamentable indigencia, deambulan tristes por una fría rivera. Todo sucede aquí, como si hubiera salido a la luz, conforme a la expresión acuñada por el propio Hölderlin, una época de penuria. Tras las heridas de lo que somos - Arte y nihilismo en la Era del vapor 223 Un duro calificativo para un tiempo tan orgulloso de sí mismo. Sin embargo, no existe uno mejor a la hora de caracterizar la Era del vapor. A lo mejor aquí no se ha hecho más que advertir, de la mano de algunos pensadores, los densos nubarrones que se iban acumu- lando en el horizonte a lo largo del siglo XIX51. Estos seres humanos fueron capaces de intuir la tormenta mucho antes de que se desatara. Ante sus ojos, la Era que les había correspondido vivir, se revelaba, en toda su crudeza, como un tiempo que vive de devorar sus entrañas, como si se tratara del legendario Saturno de Goya (1820-1823). Su ojo penetrante de águila observa desde la lejanía los acontecimientos de una época en la que, tal como ocurre con los personajes de la pin- tura de William Turner, los seres humanos extraños a sí mismos, en su absoluta insignificancia, se hallan a merced de las circunstancias, las cuales fatalmente los configuran. No cabe duda, para pensadores como Marx, Kierkegaard y Nietzsche, la tempestad ya amenazaba en el lejano y oscuro éter. Para cada uno de ellos estaba claro que esta era la manifestación de una época herida de la voluntad de nada, esto es, la época del extraña- miento, del desarrollismo, de la quiebra del espíritu, del estado de ni- velado, de la moralina, de la fe en el desarrollo técnico-científico, del 51 Heidegger constata este hecho de manera acertada cuando escribe en su conocido ensayo Introducción a la metafísica estas palabras que bien podría tener como punto de partida Negro sobre blanco de Malévich: “la situación de Europa es tanto más funesta por cuanto el debilitamiento del espíritu procede de ella misma y –aunque preparado por hechos anteriores- se determina definitivamente a partir de su situación espiritual en la primera mitad del siglo XIX. Lo que nos ocurrió alrededor de aquel tiempo es lo que se llama con preferencia el «derrumbe del idealismo alemán». Esta fórmula actúa casi como un escudo de protección, detrás del cual se esconden y encubren la ya iniciada ausencia del espíritu, la disolución de poderes espirituales, el rechazo de todo preguntar auténtico por los fundamentos y de compromiso con estos. Porque no fue el idealismo alemán lo que se derrumbó, sino que la época no tenía fuerzas suficientes para estar a la altura de la grandeza, amplitud y originalidad de aquel universo espiritual, es decir, para realizarlo verdaderamente, lo que siempre significa algo distinto de la mera aplicación de sentencias y conocimientos. La existencia comenzó a deslizarse hacia un universo carente de profundidad, desde el cual lo esencial se dirige y vuelve al hombre, obligándolo así a la superioridad y actuar desde una posición jerárquica. Todas las cosas acabaron por situarse en el mismo plano, en una superficie parecida a un espejo ciego, que no refleja, que no devuelve ninguna imagen” (2001, p. 49).
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