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La Imagen de Dios en la Historia y la Literatura: Del Siglo XIII al Siglo XVII, Resúmenes de Medicina

Historia de la Literatura EuropeaFilosofía de la religiónTeología

Este documento explora la representación de Dios en la historia y la literatura europea desde el Siglo XIII hasta el Siglo XVII. Se discuten referencias a Dios en obras como el Roman de la Rose, la Enciclopedia Speculum Triplex, las obras de John Donne, Milton, Glanvill y Robert South, entre otras. Además, se analizan las opiniones de filósofos y escritores sobre la existencia de Dios y su relación con el mundo material. El texto también incluye referencias a la literatura rioplatense y la figura de Rosas.

Qué aprenderás

  • ¿Qué papel desempeñó la figura de Rosas en la literatura rioplatense?
  • ¿Qué opiniones sobre Dios tenían autores como John Donne, Milton y Glanvill?
  • ¿Qué obras literarias del Siglo XIII al Siglo XVII menciona el texto?
  • ¿Qué filósofos y escritores se mencionan en el texto?

Tipo: Resúmenes

2021/2022

Subido el 16/07/2022

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¡Descarga La Imagen de Dios en la Historia y la Literatura: Del Siglo XIII al Siglo XVII y más Resúmenes en PDF de Medicina solo en Docsity! Otras inquisiciones (1952) A Margot Guerrero LA MURALLA Y LOS LIBROS He, whose long wall the wand’ring Tartar bounds… DUNCIAD, II, 76 Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi in- finita muralla china fue aquel primer Emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas o seiscientas leguas de pie- dra para opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta Plancha. Históricamente, no hay misterio en las dos medidas. Contemporá- neo de las guerras de Aníbal, Shih Huang Ti, rey de Tsin, redujo bajo su poder a los Seis Reinos antes existentes y borró el sistema feudal; erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Que- mar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo úni- co singular en Shih Huang Ti fue la escala en la que obró. Así lo hacen entender algunos sinólogos, pero yo siento que los hechos que he refe- rido son algo más que una exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín es común; no lo es cercar un im- perio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, se incluyen el Empera- dor Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la historia empezara con é1 Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otro cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuer- do: la infamia de su madre. Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y busco el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mági- cas destinadas a detener la muerte. “Todas las cosas quieren persistir en su ser”, ha escrito Baruch Spinosa; quizá el Emperador y sus magos adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser ver- dad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir esa esfera. En el siglo XIII, la imagen reapareció en el simbólico Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia Speculum Tri- plex; en el XVI, el último capítulo del último libro de Pantagruel se refi- rió a “esa esfera intelectual, cuyo centro está en todas partes y la cir- cunferencia en ninguna, que llamamos Dios”. Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. “El cielo, el cielo de los cielos, no te contiene”, dijo Salomón (1 Reyes, 8, 27); la metáfora geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras. El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno); la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho de luz. Todo este laborioso aparato de esferas huecas, tras- parentes y giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser una necesidad mental; De hipothesibus motuum coeles- tium commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de Aris- tóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos. Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estela- res fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que el mun- do es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está cerca, “pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos es- tamos dentro de nosotros”. Buscó palabras para declarar a los hombres el espacio copernicano y en una página famosa estampó: “Podemos afirmar con certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo está en todas partes y la circunferencia” (De la causa, prin- cipio de uno, V). Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del Re- nacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán. (En el quinto capítulo del Génesis consta que “todos los días de Matusa- lén fueron novecientos setenta y nueve años”; en el sexto, que “había gigantes en la tierra en aquellos días”.) El primer aniversario de la elegía Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las ha- das y los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, “medalla de Dios”, gozó de una visión telescópica y microscópica; Ro- bert South famosamente escribió: “Un Aristóteles no fue sino los es- combros de Adán, y Atenas, los rudimentos del Paraíso”. En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una liberación para Bruno, fue un la- berinto y un abismo para Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero Dios, para él, era menos real que el aborre- cido universo. Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso en otras pa- labras: “La naturaleza es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.” Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur (París, 1941), que reproduce las ta- chaduras y vacilaciones del manuscrito, revela que Pascal empezó a es- cribir effroyable: “Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas par- tes y la circunferencia en ninguna.” Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas. Buenos Aires, 1951. LA FLOR DE COLERIDGE Hacia 1938, Paul Valéry escribió: “La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.” No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente” (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A Defence of Poetry, 1821). Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”. No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor. El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido, chronic tiene el valor etimológico de temporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaías ve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi, que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks, que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flar celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún. La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas inspiración verbal de Coleridge es la que Beda el Venerable atribuye a Caedmon (Historia ecclessiastica gentis Anglorum, IV, 24). El caso ocurrió a fines del siglo VII, en la Inglaterra misionera y guerrera de los reinos sajones. Caedmon era un rudo pastor y ya no era joven; una noche, se escurrió de una fiesta porque previó que le pasarían el arpa, y se sabía incapaz de cantar. Se echó a dormir en el establo, entre los caballos, y en el sueño alguien lo llamó por su nombre y le ordenó que cantara. Caedmon contestó que no sabía, pero el otro le dijo: “Canta el principio de las cosas creadas.” Caedmon, entonces, dijo versos que jamás había oído. No los olvidó, al despertar, y pudo repetirlos ante los monjes del cercano monasterio de Hild. No aprendió a leer, pero los monjes le explicaban pasajes de la historia sagrada y él “los rumiaba como un limpio animal y los convertía en versos dulcísimos, y de esa manera cantó la creación del mundo y del hombre y toda la historia del Génesis y el éxodo de los hijos de Israel y su entrada en la tierra de promisión, y muchas otras cosas de la Escritura, y la encarnación, pasión, resurrección y ascensión del Señor, y la venida del Espíritu Santo y la enseñanza de los apóstoles, y también el terror del Juicio Final, el horror de las penas infernales, las dulzuras del cielo y las mercedes y los juicios de Dios.” Fue el primer poeta sagrado de la nación inglesa; “nadie se igualó a él —dice Beda—, porque no aprendió de los hombres sino de Dios.” Años después, profetizó la hora en que iba a morir y la esperó durmiendo. Esperemos que volvió a encontrarse con su ángel. A primera vista, el sueño de Coleridge corre el albur de parecer menos asombroso que el de su precursor. Kubla Khan es una composición admirable y las nueve líneas del himno soñado por Caedmon casi no presentan otra virtud que su origen onírico, pero Coleridge ya era un poeta y a Caedmon le fue revelada una vocación. Hay, sin embargo, un hecho ulterior, que magnifica hasta lo insondable la maravilla del sueño en que se engendró Kubla Khan. Si este hecho es verdadero, la historia del sueño de Coleridge es anterior en muchos siglos a Coleridge y no ha tocado aún a su fin. El poeta soñó en 1797 (otros entienden que en 1798) y publicó su relación del sueño en 1816, a manera de glosa o justificación del poema inconcluso. Veinte años después, apareció en París, fragmentariamente, la primera versión occidental de una de esas historias universales en que la literatura persa es tan rica, el Compendio de Historias de Rashid ed-Din, que data del siglo XIV. En una página se lee: “Al este de Shang-tu, Kubla Khan erigió un palacio, según un plano que había visto en un sueño y que guardaba en la memoria”. Quien esto escribió era visir de Ghazan Mahmud, que descendía de Kubla. Un emperador mogol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esta simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o muy poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos. ¿Qué explicación preferiremos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer, a ese gremio) juzgarán que la historia de los dos sueños es una coincidencia, un dibujo trazado por el azar, como las formas de leones o de caballos que a veces configuran las nubes. Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador había soñado el palacio y dijo haber soñado el poema para crear una espléndida ficción que asimismo paliara o justificara lo truncado y rapsódico de los versos3. Esta conjetura es verosímil, pero nos obliga a postular, arbitrariamente, un texto no identificado por los sinólogos en el que Coleridge pudo leer, antes de 1816, el sueño de Kubla4. Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales. El primer sueño agregó a la realidad un palacio; el segundo, que se produjo cinco siglos después, un poema (o principio de poema) sugerido por el palacio; la similitud de los sueños deja entrever un plan; el período enorme revela un ejecutor sobrehumano. Indagar el propósito de ese inmortal o de ese longevo sería, tal vez, no menos atrevido que inútil, pero es lícito sospechar que no lo ha logrado. En 1691, el P. Gerbillon, de la Compañía de Jesús, comprobó que del palacio de Kublai Khan sólo quedaban ruinas; del poema nos consta que apenas se rescataron cincuenta versos. Tales hechos permiten conjeturar que la serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin. Al primer soñador le fue deparada en la noche la visión del palacio y lo construyó; al segundo, que no supo del sueño del anterior, el poema sobre el palacio. Si no marra el esquema, alguien, en una noche de la que nos apartan los siglos, soñará el mismo sueño y no sospechará que otros lo soñaron y le dará la forma de un mármol o de una música. Quizá la serie de los sueños no tenga fin, quizá la clave esté en el último. Ya escrito lo anterior, entreveo o creo entrever otra explicación. Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (pa- ra usar la nomenclatura de Whitehead), esté ingresando paulatinamente en el mundo; su primera manifestación fue el palacio; la segunda el poe- 3 A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, juzgado por lectores de gusto clásico, Kubla Khan era harto más desaforado que ahora. En 1884, el primer biógrafo de Coleridge, Traill, pudo aún escribir: “El extravagante poema onírico Kubla Khan es poco más que una curiosidad psicológica.” 4 Véase John Livingston Lowes: The Road to Xanadu, 1927, págs. 358, 585. ma. Quien los hubiera comparado habría visto que eran esencialmente iguales. EL TIEMPO Y J.W. DUNNE En el número 63 de Sur (diciembre de 1939) publiqué una prehistoria, una primera historia rudimental, de la regresión infinita. No todas las omisiones de ese bosquejo eran involuntarias: deliberadamente excluí la mención de J. W. Dunne, que ha derivado del interminable regressus una doctrina suficientemente asombrosa del sujeto y del tiempo. La discusión (la mera exposición) de su tesis hubiera rebasado los límites de esa nota. Su complejidad requería un artículo independiente: que ahora ensayaré. A su escritura me estimula el examen del último libro de Dunne —Nothing Dies (1940, Faber and Faber)— que repite o resume los argumentos de los tres anteriores. El argumento único, mejor dicho. Su mecanismo nada tiene de nuevo; lo casi escandaloso, lo insólito, son las inferencias del autor. Antes de comentarlas, anoto unos previos avatares de las premisas. El séptimo de los muchos sistemas filosóficos de la India que Paul Deussen registra5, niega que el yo pueda ser objeto inmediato del conocimiento, “porque si fuera conocible nuestra alma, se requeriría un alma segunda para conocer la primera y una tercera para conocer la segunda”. Los hindúes no tienen sentido histórico (es decir: perversamente prefieren el examen de las ideas al de los nombres y las fechas de los filósofos) pero nos consta que esa negación radical de la introspección cuenta unos ocho siglos. Hacia 1843, Schopenhauer la redescubre. “El sujeto conocedor”, repite, “no es conocido como tal, porque sería objeto de conocimiento de otro sujeto conocedor” (Welt als Wille und Vorstellung, tomo segundo, capítulo diecinueve). Herbart jugó también con esa multiplicación ontológica. Antes de cumplir los veinte años había razonado que el Yo es inevitablemente infinito, pues el hecho de saberse a sí mismo, postula un otro yo que se sabe también a sí mismo, y ese yo postula a su vez otro yo (Deussen: Die neuere Philosophie, 1920, pág. 367). Exornado de anécdotas, de parábolas, de buenas ironías y de diagramas, ese argumento es el que informa los tratados de Dunne. Este (An Experimment with Time, capítulo XXII) razóna que un sujeto consciente no sólo es consciente de lo que observa, sino de un sujeto A que observa y, por lo tanto, de otro sujeto B que es consciente de A y, por lo tanto, de otro sujeto C consciente de B… No sin misterio 5 Nachvedische Philosophie der Inder, 318 “The man without a Navel yet lives in me” (El hombre sin ombligo per- dura en mí), curiosamente escribe sir Thomas Browne (Religio medid, 1642) para significar que fue concebido en pecado, por descender de Adán. En el primer capítulo del Ulises, Joyce evoca asimismo el vientre inmaculado y tirante de la mujer sin madre: “Heva, naked Eve. She had no navel”. El tema (ya lo sé) corre el albur de parecer grotesco y baladí, pero el zoólogo Philip Henry Gosse lo ha vinculado al problema central de la metafísica: el problema del tiempo. Esa vinculación es de 1857; ochenta años de olvido equivalen tal vez a la novedad. Dos lugares de la Escritura (Romanos, 5; 1 Corintios, 15) contra- ponen el primer hombre Adán en el que mueren todos los hombres, al postrer Adán, que es Jesús.9 Esa contraposición, para no ser una mera blasfemia, presupone cierta enigmática paridad, que se traduce en mitos y en simetría. La Áurea leyenda dice que la madera de la Cruz procede de aquel Árbol prohibido que está en el Paraíso; los teólogos, que Adán fue creado por el Padre y el Hijo a la precisa edad en que murió el Hijo: a los treinta y tres años. Esta insensata precisión tiene que haber influi- do en la cosmogonía de Gosse. Éste la divulgó en el libro Omphalos (Londres, 1857), cuyo subtí- tulo es Tentativa de desatar el nudo geológico. En vano he interrogado las bibliotecas en busca de ese libro; para redactar esta nota, me serviré de los resúmenes de Edmund Gosse (Father and Son, 1907), y de H. G. Wells (All Aboard for Ararat, 1940). Introduce ilustraciones que no figu- ran en esas breves páginas, pero que juzgo compatibles con el pensa- miento de Gosse. En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de causalidad, John Stuart Mill razona que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría el conocimiento perfecto de un solo instante para saber la historia del universo, pasada y venidera. (Tam- bién razona —¡oh Louis Auguste Blanqui, oh Nietzsche, oh Pitágoras!— que la repetición de cualquier estado comportaría la repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie cíclica.) En esa mode- rada versión de cierta fantasía de Laplace —éste había imaginado que el estado presente del universo es, en teoría, reductible a una fórmula, de 9 En la poesía devota, esa conjunción es común. Quizá el ejemplo más intenso esté en la penúltima estrofa del "Hymn to God, my God, in my Sickness" (March 23, 1630), que compuso John Donne: We think that Paradise and Calvary, Christ's Cross, and Adam's tree, Look Lord, and find both Adams met in me; As the first Adam's sweat surrounds my face, May tke last Adam's blood my soul embrace. la que Alguien podría deducir todo el porvenir y todo el pasado—. Mili no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la serie. Afirma que el estado q fatalmente producirá el estado r; el estado r, el s; el estado s, el t; pero admite que antes de t, una catástrofe divi- na —la consummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el pla- neta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos. En 1857, una discordia preocupaba a los hombres. El Génesis atri- buía seis días —seis días hebreos inequívocos, de ocaso a ocaso— a la creación divina del mundo; los paleontólogos impiadosamente exigían enormes acumulaciones de tiempo. En vano repetía De Quincey que la Escritura tiene la obligación de no instruir a los hombres en ciencia al- guna, ya que las ciencias constituyen un vasto mecanismo para desarro- llar y ejercitar el intelecto humano… ¿Cómo reconciliar a Dios con los fósiles, a sir Charles Lyell con Moisés? Gosse, fortalecido por la plegaria, propuso una respuesta asombrosa. Mili imagina un tiempo causal, infinito, que puede ser interrumpido por un acto futuro de Dios; Gosse, un tiempo rigurosamente causal, in- finito, que ha sido interrumpido por un acto pretérito: la Creación. El es- tado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurri- do, porque el mundo fue creado en f o en b. El primer instante del tiem- po coincide con el instante de la Creación, como dicta san Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal. Surge Adán y sus dientes y su esqueleto cuentan treinta y tres años; surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre. El principio de razón exige que no haya un solo efecto sin causa; esas causas requieren otras cau- sas, que regresivamente se multiplican10; de todas hay vestigios concre- tos, pero sólo han existido realmente las que son posteriores a la Crea- ción. Perduran esqueletos de gliptodonte en la cañada de Lujan, pero no hubo jamás gliptodontes. Tal es la tesis ingeniosa (y ante todo increíble) que Philip Henry Gosse propuso a la religión y a la ciencia. Ambas la rechazaron. Los periodistas la redujeron a la doctrina de que Dios había escondido fósiles bajo tierra para probar la fe de los geó- logos; Charles Kingsley desmintió que el Señor hubiera grabado en las rocas “una superflua y vasta mentira”. En vano expuso Gosse la base metafísica de la tesis: lo inconcebible de un instante de tiempo sin otro instante precedente y otro ulterior, y así hasta lo infinito. No sé si cono- 10 Cf. Spencer: Facts and Comments, págs. 148-151, 1902. ció la antigua sentencia que figura en las páginas iniciales de la antolo- gía talmúdica de Rafael Cansinos Assens: “No era sino la primera noche, pero una serie de siglos la había ya precedido”. Dos virtudes quiero reivindicar para la olvidada tesis de Gosse. La primera: su elegancia un poco monstruosa. La segunda: su involuntaria reducción al absurdo de una creatio ex nihilo, su demostración indirecta de que el universo es eterno, como pensaron el Vedanta y Heráclito, Spinoza y los atomistas… Bertrand Russell la ha actualizado. En el capí- tulo IX del libro The Analysis of Mind (Londres, 1921) supone que el pla- neta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado ilusorio. Buenos Aires, 1941 POSDATA: En 1802, Chateaubriand (Génie du christianisme, I, 4, 5) for- muló, partiendo de razones estéticas, una tesis idéntica a la de Gosse. Denunció lo insípido, e irrisorio, de un primer día de la Creación, pobla- do de pichones, de larvas, de cachorros y de semillas. “Sans une viei- llesse originaire, la nature dans son innocence eût été moins belle qu 'elle ne l'est aujourd'hui dans sa corruption”, escribió. LAS ALARMAS DEL DOCTOR AMÉRICO CASTRO11 La palabra problema puede ser una insidiosa petición de principio. Ha- blar del “problema judío” es postular que los judíos son un problema; es vaticinar (y recomendar) las persecuciones,la expoliación, los balazos, el degüello, el estupro y la lectura de la prosa del doctor Rosenberg. Otro demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son falsas también. A Plinio (Historia natural, libro octavo) no le basta ob- servar que los dragones atacan en verano a los elefantes: aventura la hipótesis de que lo hacen para beberles toda la sangre que, como nadie ignora, es muy fría. Al Doctor Castro (La peculiaridad lingüística, etcéte- ra) no le basta observar un “desbarajuste lingüístico en Buenos Aires”: aventura la hipótesis del “lunfardismo” y de la “mística gauchofilia”. Para demostrar la primera tesis —la corrupción del idioma español en el Plata—, el doctor apela a un procedimiento que debemos calificar de sofístico, para no poner en duda su inteligencia; de candoroso, para no dudar de su probidad. Acumula retazos de Pacheco, de Vacarezza, de Lima, de Last Reason, de Contursi, de Enrique González Tuñón, de Pa- lermo, de Llanderas y de Malfatti, los copia con inutil gravedad y luego los exhibe, urbi et orbi como ejemplos de nuestro depravado lenguaje. 11La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (Losada, Buenos Aires, 1941) Los compadritos de Last Reason emiten metáforas hípicas; el doc- tor Castro, más versátil en el error, conjuga la radiotelefonía y el foot- ball: “El pensamiento y el arte rioplatense son antenas valiosas para cuanto en el mundo significa valía y esfuerzo, actitud intensamente re- ceptiva que no ha de tardar en convertirse en fuerza creadora, si el des- tino no tuerce el rumbo de las señales propicias. La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un “goal” pefecto. La ciencia y el pensar filosófico cuentan entre sus cultivadores nombres de suma distinción” (página 9). A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infati- gable ejercicio de la zalamaería, de la prosa rimada y del terrorismo. P.S. — Leo en la página 136: “Lanzarse en serio, sin ironía a escribir como Ascasubi, Del Campo o Hernández es asunto que da que pensar”. Copio las últimas estrofas del Martín Fierro: Cruz y Fierro de una estancia Una tropilla se arriaron; Por delante se la echaron Como criollos entendidos Y pronto sin ser sentidos, Por la frontera cruzaron. Y cuando la habían pasao Una madrugada clara, Le dijo Cruz que mirara Las últimas poblaciones; Y a Fierro dos lagrimones Le rodaron por la cara. Y siguiendo el fiel del rumbo, Se entraron en el desierto, No sé si los habrán muerto En alguna correría Pero espero que algún día Sabré de ellos algo cierto. Y ya con estas noticias Mi relación acabé, Por ser ciertas las conté, Todas las desgracias dichas: Es un telar de desdichas Cada gaucho que usté ve. Pero ponga su esperanza En el Dios que lo formó, Y aquí me despido yo Que he relatao a mi modo, Males que todos conocen Pero que naides contó. “En serio, sin ironía”, pregunto: ¿Quién es más dialectal : el cantor de las límpidas estrofas que he repetido, o el incoherente redactor de los aparatos ortopédicos que enredilan rebaños, de los géneros literarios que juegan al football y de las gramáticas torpedeadas ? En la página 122, el doctor Castro ha enumerado algunos escritores cuyo estilo es correcto; a pesar de la inclusión de mi nombre en ese ca- tálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar de estilística. NUESTRO POBRE INDIVIDUALISMO Las ilusiones del patriotismo no tienen termino. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burlo de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto ; Milton, en el XVII noto que Dios tenia la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses ; Fichte, a principio del XIX, declaro que tener carácter y ser alemán es, evidentemente, lo mismo. Aquí, los nacionalistas pululan ; los mueve, según ellos, el aten- dible o inocente propósito de fomentar los mejores rasgos argentinos. Ignoran, sin embargo, a los argentinos ; en la polémica, prefieren defi- nirlos en función de algún hecho externo ; de los conquistadores espa- ñoles (digamos) o de una imaginaria tradición católica o del “imperialis- mo sajón”. El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi to- dos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción13; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano. Aforismos como el de Hégel “El Estado es la realidad de la idea moral” le parecen bromas siniestras. Los films elaborados en Hollywood repetidamente proponen a la admiración el caso de un hombre (generalmente, un pe- riodista) que busca la amistad de un criminal para entregarlo a la policía ; el argentino, para quien la amistad es una pasión y la policía una maf- fia, siente que ese “héroe” es un incompresible canalla. Siente con D. Quijote que “allá se lo haya cada uno con su pecado” y que “no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yén- 13El Estado es impersonal: el argentino sólo concibe una relación personal. Por eso, para él, robar dineros públicos no es un crimen. Compruebo un hecho; no lo justifico o excuso. doles nada en ello” (Quijote, I, XXII). Mas de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvable- mente de España ; esas dos líneas del Quijote han bastado para con- vencerme de error ; son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad. Profundamente lo confirma una noche de la literatura argentina : esa desesperada noche en la que un sargento de la policía rural grito que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro. El mundo, para el europeo, es un cosmos, en el que cada cual ínti- mamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino, es un caos. El europeo y el americano del Norte juzgan que ha de ser bueno un libro que ha merecido un premio cualquiera, el argentino admite la posibilidad de que no sea malo, a pesar del premio. En general, el ar- gentino descree de las circunstancias. Puede ignorar la fábula de que la humanidad siempre incluye treinta y seis hombres justos —los Lamed Wufniks— que no se conocen entre ellos pero que secretamente sostie- nen el universo; si la oye, no le extrañara que esos beneméritos sean oscuros y anónimos… Su héroe popular es el hombre solo que pelea con la partida, ya en acto (Fierro, Moreira, Hormiga Negra), ya en potencia o en el pasado (Segundo Sombra). Otras literaturas no registran hechos análogos. Consideremos, por ejemplo, dos grandes escritores europeos : Kipling y Franz Kafka. Nada, a primera vista, hay entre los dos en co- mún, pero el tema del uno es la vindicación del orden, de un orden (la carretera en Kim, el puente en The Bridge-Builders, la muralla romana en Puck of Pook’s Hill) ; el del otro, la insoportable y trágica soledad de quien carece de un lugar, siquiera humildísimo, en el orden del universo. Se dirá que los rasgos que he señalado son meramente negativos o anárquicos; se añadira que no son capaces de explicación política. Me atrevo a sugerir lo contrario. El mas urgente de los problemas de nues- tra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encon- trara justificación y deberes. Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno. El nacionalismo quiere embelesarnos con la visión de un Estado in- finitamente molesto; esa utopía, una vez lograda en la tierra, tendría la virtud providencial de hacer quedos anhelara, y finalmente construye- ran, su antítesis. imponente de los estilos que Quevedo ejerció. El español, en sus pági- nas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado y duro latín de la edad de plata. El ostentoso laconismo, el hipérbaton, el casi algebraico rigor, la oposición de térmi- nos, la aridez, la repetición de palabras, dan a ese texto una precisión ilusoria. Muchos períodos merecen, o exigen, el juicio de perfectos. Éste, verbigracia, que copio: “Honraron con unas hojas de laurel una frente; dieron satisfacción con una insignia en el escudo a un linaje; pagaron grandes y soberanas vitorias con las aclamaciones de un triunfo; re- compensaron vidas casi divinas con una estatua; y para que no descae- ciesen de prerrogativas de tesoro los ramos y las yerbas y el mármol y las voces, no las permitieron a la pretensión, sino al mérito.” Otros esti- los frecuentó Quevedo con no menos felicidad: el estilo aparentemete oral del Buscón, el estilo desaforado y orgiástico (pero no ilógico) de La hora de todos. “El lenguaje —ha observado Chesterton (G.F. Watts, 1904, pag. 91)— no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia. Nunca lo entendió así Queve- do, para quien el lenguaje fue, esencialmente, un instrumento lógico. Las trivialidades o eternidades de la poesía —aguas equiparadas a cris- tales, ojos que lucen como estrellas y estrellas que miran como ojos— le incomodaban por ser fáciles pero mucho más por ser falsas. Olvidó, al censurarlas, que la metáfora es el contacto momentáneo de dos imáge- nes, no la metódica asimilación de dos cosas… También abominó de los idiotismos. Con el propósito de “sacarlos a la vergüenza” urdió con ellos la rapsodia que se titula Cuento de cuentos; muchas generaciones, em- belesadas, han preferido ver en esa reducción al absurdo un museo de primores, divinamente destinado a salvar del olvido las locuciones zurri- buri, abarrisco, cochite hervite, quítame allá esas pajas y a trochi- moche. Quevedo ha sido equiparado, más de una vez, a Luciano de Samo- sata. Hay una diferencia fundamental: Luciano al combatir en el siglo II a las divinidades olímpicas, hace obra de polémica religiosa; Quevedo, al repetir ese ataque en el siglo XVI de nuestra era, se limita a observar una tradición literaria. Examinada, siquiera brevemente, su prosa, paso a discutir su poe- sía, no menos múltiple. Considerados como documentos de una pasión, los poemas eróti- cos de Quevedo son insatisfactorios; considerados como juegos de hi- pérboles, como deliberados ejercicios de petrarquismo, suelen ser admi- rables. Quevedo, hombre de apetitos vehementes, no dejó nunca de as- pirar al ascetismo estoico; también debió de parecerle insensato depen- der de mujeres (“aquél es avisado, que usa de sus caricias y no se fía de éstas”); bastan esos motivos para explicar la artificialidad voluntaria de aquella Musa IV de su Parnaso, que “canta hazañas del amor y de la hermosura”. El acento personal de Quevedo está en otras piezas; en las que le permiten publicar su melancolía, su coraje o su desengaño. Por ejemplo, en este soneto que envió, desde su Torre de Juan Abad, a don José de Salas (Musa, II, 109): Retirado en la paz de estos desiertos Con pocos, pero doctos libros juntos, Vivo en conversación con los difuntos Y escucho con mis ojos a los muertos. Si no siempre entendidos, siempre abiertos, O enmiendan o secundan mis asuntos, Y en músicos, callados contrapuntos Al sueño de la vida hablan despiertos. Las grandes almas que la muerte ausenta, De injurias de los años vengadora, Libra, oh gran don Joseph, docta la Imprenta. En fuga irrevocable huye la hora; Pero aquella el mejor cálculo cuenta, Que en la lección y estudio nos mejora. No faltan rasgos conceptistas en la pieza anterior (escuchar con los ojos, hablar despiertos al sueño de la vida) pero el soneto es eficaz a despecho de ellos, no a causa de ellos. No diré que se trata de una transcripción de la realidad, porque la realidad no es verbal, pero sí que sus palabras importan menos que la escena que evocan o que el acento varonil que parece informarlas. No siempre ocurre así; en el más ilustre soneto de este volumen —Memoria inmortal de don Pedro Girón de Osu- na, muerto en la prisión—, la espléndida eficacia del dístico Su Tumba son de Flandes las Campañas Y su Epitaphio la sangrienta Luna es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Digo lo mismo de la subsiguiente expresión: el llanto militar, cuyo sentido no es enigmáti- co, pero sí baladí: el llanto de los militares. En cuanto a la sangrienta Luna, mejor es ignorar que se trata del símbolo de los turcos, eclipsado por no sé qué piraterías de don Pedro Téllez Girón. No pocas veces, el punto de partida de Quevedo es un texto clási- co. Así, la memorable línea (Musa, IV, 31): Polvo serán, mas polvo enamorado es una recreación, o exaltación, de una de Propercio (Elegías, I, 19): Ut meus oblito pulvis amore vacet. Grande es el ámbito de la obra poética de Quevedo. Comprende pensativos sonetos, que de algún modo prefiguran a Wordsworth; opa- cas y crujientes severidades15, bruscas magias de teólogo (“Con los do- ce cené: yo fui la cena”); gongorismos intercalados para probar que también él era capaz de jugar a ese juego16; urbanidades y dulzuras de Italia (“humilde soledad verde y sonora”); variaciones de Persio, de Sé- neca, de Juvenal, de las Escrituras, de Joachim de Bellay; brevedades latinas; chocarrerías17; burlas de curioso artificio18; lobregas de la ani- quilación y del caos. 15 Temblaron los umbrales y las puertas, Donde la majestad negra y oscura Las frías desangradas sombras muertas Oprime en ley desesperada y dura; Las tres gargantas al ladrido abiertas, Viendo la nueva luz divina y pura, Enmudeció Cerbero, y de repente Hondos suspiros dio la negra gente. Gimió debajo de los pies el suelo, Desiertos montes de ceniza canos, Que no merecen ver ojos del cielo, Y en nuestra amarillez ciegan los llanos. Acrecentaban miedo y desconsuelo Los roncos perros, que en los reinos vanos Molestan el silencio y los oídos, Confundiendo lamentos y ladridos. (Musa IX) 16 Un animal a la labor nacido, y símbolo celoso a los mortales, que a Jove fue disfraz, y fue vestido; que un tiempo endureció manos reales, y detrás de él los cónsules gimieron, y rumia luz en campos celestiales. (Musa II) 17 la Méndez llegó chillando, con trasudores de aceite, derramado por los hombros el columpio de las liendres. (Musa V) Ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote. Aquí es inevitable recordar el caso de Shakespeare, que incluye en el escenario de Hamlet otro escenario, donde se representa una tragedia, que es más o menos la de Hamlet; la correspondencia imperfecta de la obra principal y la secundaria aminora la eficacia de esa inclusión. Un artificio análogo al de Cervantes, y aun más asombroso, figura en el Ramayana, poema de Valmiki, que narra las proezas de Rama y su guerra con los demonios. En el libro final, los hijos de Rama, que no saben quién es su padre, buscan amparo en una selva, donde un asceta les enseña a leer. Ese maestro es, extrañamen- te, Valmiki; el libro en que estudian, el Ramayana. Rama ordena un sa- crificio de caballos; a esa fiesta acude Valmiki con sus alumnos. Estos acompañados por el laúd, cantan el Ramayana. Rama oye su propia his- toria, reconoce a sus hijos y luego recompensa al poeta… Algo parecido ha obrado el azar en Las Mil y Una Noches. Esta compilación de historias fantásticas duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar sus rea- lidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial, como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la serie: el desolado juramento del rey, que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad, que lo distrae con fábulas, hasta que encima de los dos han girado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche DCII, mágica entre las noches. En esa noche, el rey oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás, y también —de monstruo- so modo—, a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista y el inmó- vil rey oirá para siempre la trunca historia de Las Mil y Una Noches, aho- ra infinita y circular .. Las invenciones de la filosofía no son menos fan- tásticas que las del arte: Josiah Royce, en el primer volumen de la obra The world and the individual (1899), ha formulado la siguiente: “Imagi- nemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfec- tamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no este registrado en el mapa; todo tiene ahí su corres- pondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa; que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito.” ¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos in- quieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, noso- tros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. En 1833, Carly- le observo que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben. NATHANIEL HAWTHORNE19 Empezaré la historia de las letras americanas con la historia de una metáfora; mejor dicho, con algunos ejemplos de esa metáfora. No sé quién la inventó —es quizá un error suponer que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar son las falsas, las que no vale la pena inventar. Esta que digo es la que asimila los sueños a una función de teatro. En el siglo XVII, Quevedo la formuló en el principio del Sueño de la muerte; Luis de Góngora, en el soneto Varia imaginación, donde leemos: El sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre el viento armado, sombras suele vestir de bulto bello. En el siglo XVIII, Addison lo dirá con más precisión. “El alma, cuando sueña —escribe Addison—, es teatro, actores y auditorio.” Mucho antes, el persa Umar Khyyam había escrito que la historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad; mucho después, el suizo Jung, en encantadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños. Si la literatura es un sueño, un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un sueño, está bien que los versos de Góngora sirvan de epígrafe a esta historia de las letras americanas y que inauguremos con el examen de Hawthorne, el soñador. Algo anteriores en el tiempo hay otros escritores americanos —Fenimore Cooper, una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez; Washington Irving, urdidor de agradables españoladas— pero podemos olvidarlos sin riesgo. 19 Este texto es el de una conferencia dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores, en marzo de 1949. Hawthorne nació en 1804, en el puerto de Salem. Salem adolecía, ya entonces, de dos rasgos anómalos en América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en decadencia. En esa vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta 1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no es mentira decir que no se alejó nunca de ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma, seguía en su aldea puritana de Salem; por ejemplo, cuando desaprobó que los escultores, en pleno siglo XIX, labraran estatuas desnudas... Su padre, el capitán Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias Orientales, en Surinam, de fiebre amarilla; uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los procesos de hechicería de 1692, en los que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba, fueron condenadas a la horca. En esos curiosos procesos (ahora el fanatismo tiene otras formas), Justice Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. “Tan conspicuo se hizo —escribió Nathaniel, nuestro Nathaniel— en el martirio de las brujas, que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo.” Hawthorne agrega, después de ese rasgo pictórico: “No sé si mis mayores se arrepintieron y suplicaron la divina misericordia; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza, nos sea, desde el día de hoy, perdonada.” Cuando el capitán Hawthorne murió, su viuda, la madre de Nathaniel, se recluyó en su dormitorio, en el segundo piso. En ese piso estaban los dormitorios de las hermanas, Louisa y Elizabeth; en el último, el de Nathaniel. Esas personas no comían juntas y casi no se hablaban; les dejaban la comida en una bandeja, en el corredor. Nathaniel se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la hora del crepúsculo de la tarde salía a caminar. Ese furtivo régimen de vida duró doce años. En 1837 le escribió a Longfellow: “Me he recluido; sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir.” Hawthorne era alto, hermoso, flaco, moreno. Tenía un andar hamacado de hombre de mar. En aquel tiempo no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil; Hawthorne había leído a los seis años el Pilgrim's Progress; el primer libro que compró con su plata fue The Faerie Queen, dos alegorías. También, aunque sus biógrafos no lo digan, la Biblia; quizá la misma que el primer Hawthorne, William Hawthorne de Wilton, trajo de Inglaterra con una espada, en 1630. He pronunciado la palabra alegorías; esa palabra es importante, quizá imprudente o indiscreta, tratándose de la obra de Hawthorne. Es sabido que Hawthorne o por André Gide) es la coincidencia o confesión del plano estético y del plano común, de la realidad y del arte. He aquí el primero: “Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los actores.” El otro es más complejo: “Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Ese cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes es él.” Tales juegos, tales momentáneas confluencias del mundo imaginario y del mundo real —del mundo que en el curso de la lectura simulamos que es real— son, o nos parecen, modernos. Su origen, su antiguo origen, está acaso en aquel lugar de la Ilíada en que Elena de Troya teje su tapiz y lo que teje son batallas y desventuras de la misma guerra de Troya. Ese rasgo tiene que haber impresionado a Virgilio, pues en la Eneida consta que Eneas, guerrero de la guerra de Troya, arribó al puerto de Cartago y vio esculpidas en el mármol de un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también su propia imagen. A Hawthorne le gustaban esos contactos de lo imaginario y lo real, son reflejos y duplicaciones del arte; también se nota, en los bosquejos que he señalado, que propendía a la noción panteísta de que un hombre es los otros, de que un hombre es todos los hombres. Algo más grave que las duplicaciones y el panteísmo se advierte en los bosquejos, algo más grave para un hombre que aspira a novelista, quiero decir. Se advierte que el estímulo de Hawthorne, que el punto de partida de Hawthorne era, en general, situaciones. Situaciones, no caracteres. Hawthorne primero imaginaba, acaso involuntariamente, una situación y buscaba después caracteres que la encarnaran. No soy un novelista, pero sospecho que ningún novelista ha procedido así: “Creo que Schomberg es real”, escribió Joseph Conrad de uno de los personajes más memorables de su novela Victory y eso podría honestamente afirmar cualquier novelista de cualquier personaje. Las aventuras del Quijote no están muy bien ideadas, los lentos y antitéticos diálogos —razonamientos, creo que los llama el autor— pecan de inverosímiles, pero no cabe duda de que Cervantes conocía bien a Don Quijote y podía creer en él. Nuestra creencia en la creencia del novelista salva todas las negligencias y fallas. Qué importan hechos increíbles o torpes si nos consta que el autor los ha ideado, no para sorprender nuestra buena fe, sino para definir a sus personajes. Qué importan los pueriles escándalos y los confusos crímenes de la supuesta Corte de Dinamarca si creemos en el príncipe Hamlet. Hawthorne, en cambio, primero concebía una situación o una serie de situaciones, y después elaboraba la gente que su plan requería. Ese método puede producir, o permitir admirables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay) sólo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar de irrealidad a quienes lo acompañan. De las razones anteriores podría, de antemano, inferirse que los cuentos de Hawthorne valen más que las novelas de Hawthorne. Yo entiendo que así es. Los veinticuatro capítulos que componen La letra escarlata abundan en pasajes memorables, redactados en buena y sensible prosa, pero ninguno de ellos me ha conmovido como la singular historia de Wakefield que está en los Twice-Told Tales. Hawthorne había leído en un diario, o simuló por fines literarios haber leído en un diario, el caso de un señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de su casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años. Durante ese largo período, pasó todos los días frente a su casa o la miró desde la esquina, y muchas veces divisó a su mujer. Cuando lo habían dado por muerto, cuando hacía mucho tiempo que su mujer se había resignado a ser viuda, el hombre, un día, abrió la puerta de su casa y entró. Sencillamente, como si hubiera faltado unas horas. (Fue hasta el día de su muerte un esposo ejemplar.) Hawthorne leyó con inquietud el curioso caso y trató de entenderlo, de imaginarlo. Caviló sobre el tema; el cuento Wakefield es la historia conjetural de ese desterrado. Las interpretaciones del enigma pueden ser infinitas; veamos la de Hawthorne. Este imagina a Wakefield un hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso a misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de gran pobreza imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e inconclusas y vagas meditaciones; un marido constante, defendido por la pereza. Wakefield, en el atardecer de una día de octubre, se despide de su mujer. Le ha dicho —no hay que olvidar que estamos a principios del siglo XIX— que va a tomar la diligencia y que regresará, a más tardar, dentro de unos días. La mujer, que lo sabe aficionado a misterios inofensivos, no le pregunta las razones del viaje. Wakefield está de botas, de galera, de sobretodo; lleva paraguas y valijas. Wakefield —esto me parece admirable— no sabe aún lo que ocurrirá, fatalmente. Sale, con la resolución más o menos firme de inquietar o asombrar a su mujer, faltando una semana entera de casa. Sale, cierra la puerta de la calle, luego la entreabre y, un momento, sonríe. Años después, la mujer recordará esa sonrisa última. Lo imaginará en un cajón con la sonrisa helada en la cara, o en el paraíso, en la gloria, sonriendo con astucia y tranquilidad. Todos creerán que ha muerto y ella recordará esa sonrisa y pensará que, acaso, no es viuda. Wakefield, al cabo de unos cuantos rodeos, llega al alojamiento que tenía listo. Se acomoda junto a la chimenea y sonríe; está a la vuelta de su casa y ha arribado al término de su viaje. Duda, se felicita, le parece increíble ya estar ahí, teme que lo hayan observado y que lo denuncien. Casi arrepentido, se acuesta; en la vasta cama desierta tiende los brazos y repite en voz alta: “No dormiré solo otra noche.” Al otro día, se recuerda más temprano que de costumbre y se pregunta, con perplejidad, qué va a hacer. Sabe que tiene algún propósito, pero le cuesta definirlo. Descubre, finalmente, que su propósito es averiguar la impresión que una semana de viudez causará en la ejemplar señora de Wakefield. La curiosidad lo impulsa a la calle. Murmura: “Espiaré de lejos mi casa.” Camina, se distrae; de pronto se da cuenta que el hábito lo ha traído, alevosamente, a su propia puerta y que está por entrar. Entonces retrocede aterrado. ¿No lo habrán visto; no lo perseguirán? En una esquina se da vuelta y mira su casa; ésta le parece distinta, porque él ya es otro, porque una sola noche ha obrado en él, aunque él no lo sabe, una transformación. En su alma se ha operado el cambio moral que lo condenará a veinte años de exilio. Ahí, realmente, empieza la larga aventura. Wakefield adquiere una peluca rojiza. Cambia de hábitos; al cabo de algún tiempo ha establecido una nueva rutina. Lo aqueja la sospecha de que su ausencia no ha trastornado bastante a la señora Wakefield. Decide no volver hasta haberle dado un buen susto. Un día el boticario entra en la casa, otro día el médico. Wakefield se aflige, pero teme que su brusca reaparición pueda agravar el mal. Poseído, deja correr el tiempo; antes pensaba: “Volveré en tantos días”, ahora, “en tantas semanas”. Y así pasan diez años. Hace ya mucho que no sabe que su conducta es rara. Con todo el tibio afecto de que su corazón es capaz, Wakefield sigue queriendo a su mujer y ella está olvidándolo. Un domingo por la mañana se cruzan los dos en la calle, entre las muchedumbres de Londres. Wakefield ha enflaquecido; camina oblicuamente, como ocultándose, como huyendo; su frente baja está como surcada de arrugas; su rostro que antes era vulgar, ahora es extraordinario, por la empresa extraordinaria que ha ejecutado. En sus ojos chicos la mirada acecha o se pierde. La mujer ha engrosado; lleva en la mano un libro de misa y toda ella parece un emblema de plácida y resignada viudez. Se ha acostumbrado a la tristeza y no la cambiaría, tal vez, por la felicidad. Cara a cara, los dos se miran en los ojos. La muchedumbre los aparta, los pierde. Wakefield huye a su alojamiento, cierra la puerta con dos vueltas de llave y se tira en la cama donde lo trabaja un sollozo. Por un instante ve la miserable singularidad de su vida. “¡Wakefield, Wakefield! ¡Estás loco!”, se dice. Quizá lo está. En el centro de Londres se ha desvinculado del mundo. Sin haber muerto ha renunciado a su lugar y a sus privilegios entre los hombres vivos. Mentalmente sigue viviendo junto a su mujer en su hogar. No sabe, o casi nunca sabe, que es otro. Repite “pronto regresaré” y no piensa que hace veinte años que está repitiendo lo mismo. En el recuerdo los veinte años de soledad le parecen un interludio, un mero paréntesis. Una tarde, una tarde igual a otras tardes, a las miles de tardes anteriores, Wakefield mira su casa. Por los cristales ve que en el primer piso han encendido el fuego; en el moldeado cielo raso las llamas lanzan grotescamente la sombra de los muebles de un sueño. La mente que una vez los soñó volverá a soñarlos; mientras la mente siga soñando, nada se habrá perdido. La convicción de esta verdad, que parece fantástica, hizo que Schopenhauer, en su libro Parerga und Paralipomena, comparara la historia a un calidoscopio, en el que cambian las figuras, no los pedacitos de vidrio, a una eterna y confusa tragicomedia en la que cambian los papeles y máscaras, pero no los actores. Esa misma intuición de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula History. En lo que se refiere a la fantasía de abolir el pasado, no sé si cabe recordar que ésta fue ensayada en la China, con adversa fortuna, tres siglos antes de Jesús. Escribe Herbert Allen Giles: “El ministro Li Su propuso que la historia comenzara con el nuevo monarca, que tomó el título de Primer Emperador. Para tronchar las vanas pretensiones de la antigüedad, se ordenó la confiscación y quemazón de todos los libros, salvo los que enseñaran agricultura, medicina o astrología. Quienes ocultaron sus libros, fueron marcados con un hierro candente y obligados a trabajar en la construcción de la Gran Muralla. Muchas obras valiosas perecieron; a la abnegación y al valor de oscuros e ignorados hombres de letras debe la posteridad la conservación del canon de Confucio. Tantos literatos, se dice, fueron ejecutados por desacatar las órdenes imperiales, que en invierno crecieron melones en el lugar donde los habían enterrado”. En Inglaterra, al promediar el siglo XVII, ese mismo propósito resurgió, entre los puritanos, entre los antepasados de Hawthorne. “En uno de los parlamentos populares convocados por Cromwell —refiere Samuel Johnson— se propuso muy seriamente que se quemaran los archivos de la Torre de Londres, que se borrara toda memoria de las cosas pretéritas y que todo el régimen de la vida recomenzara.” Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y — paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado. Como Stevenson, también hijo de puritanos, Hawthorne no dejó de sentir nunca que la tarea de escritor era frívola o, lo que es peor, culpable. En el prólogo de la Letra escarlata, imagina a las sombras de sus mayores mirándolo escribir su novela. El pasaje es curioso. “¿Qué estará haciendo? —dice una antigua sombra a las otras—. ¡Está escribiendo un libro de cuentos! ¿Qué oficio será ese, qué manera de glorificar a Dios o de ser útil a los hombres, en su día y generación? Tanto le valdría a ese descastado ser violinista.” El pasaje es curioso, porque encierra una suerte de confidencia y corresponde a escrúpulos íntimos. Corresponde también al antiguo pleito de la ética y de la estética o, si se quiere, de la teología y la estética. Uno de sus primeros testimonios consta en la Sagrada Escritura y prohibe a los hombres que adoren ídolos. Otro es el de Platón, que en el décimo libro de la República razona de este modo: “Dios crea el Arquetipo (la idea original) de la mesa; el carpintero, un simulacro”. Otro es el de Mahoma, que declaró que toda representación de una cosa viva comparecerá ante el Señor, el día del Juicio Final. Los ángeles ordenarán al artífice que la anime; éste fracasará y lo arrojarán al Infierno, durante cierto tiempo. Algunos doctores musulmanes pretenden que sólo están vedadas las imágenes capaces de proyectar una sombra (las esculturas)… De Plotino se cuenta que estaba casi avergonzado de habitar en un cuerpo y que no permitió a los escultores la perpetuación de sus rasgos. Un amigo le rogaba una vez que se dejara retratar; Plotino le dijo: “Bastante me fatiga tener que arrastrar este simulacro en que la naturaleza me ha encarcelado. ¿Consentiré además que se perpetúe la imagen de esta imagen?”. Nathaniel Hawthorne desató esa dificultad (que no es ilusoria) de la manera que sabemos; compuso moralidades y fábulas; hizo o procuró hacer del arte una función de la conciencia. Así para concretarnos a un solo ejemplo, la novela The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados) quiere mostrar que el mal cometido por una generación perdura y se prolonga en las subsiguientes, como una suerte de castigo heredado. Andrew Lang ha confrontado esa novela con las de Emilio Zola, o con la teoría de las novelas de Emilio Zola; salvo un asombro momentáneo, no sé qué utilidad puede rendir la aproximación de esos nombres heterogéneos. Que Hawthorne persiguiera, o tolerara, propósito de tipo moral no invalida, no puede invalidar, su obra. En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer, he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos. Si en el autor hay algo, ningún propósito, por baladí o erróneo que sea, podrá afectar, de un modo irreparable, su obra. Un autor puede adolecer de prejuicios absurdos, pero su obra, si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda. Hacia 1916, los novelistas de Inglaterra y de Francia creían (o creían que creían) que todos los alemanes eran demonios; en sus novelas, sin embargo, los presentaban como seres humanos. En Hawthorne, siempre la visión germinal era verdadera; lo falso, lo eventualmente falso, son las moralidades que agregaba en el último párrafo o los personajes que ideaba, que armaba, para representarla. Los personajes de la Letra escarlata —especialmente Hester Prynne, la heroína— son más independientes, más autónomos, que los de otras ficciones suyas; suelen asemejarse a los habitantes de la mayoría de las novelas y no son meras proyecciones de Hawthorne, ligeramente disfrazadas. Esta objetividad, esta relativa y parcial objetividad, es quizá la razón de que dos escritores tan agudos (y tan disímiles) como Henry James y Ludwig Lewisohn, juzguen que la Letra escarlata es la obra maestra de Hawthorne, su testimonio imprescindible. Yo me aventuro a diferir de esas autoridades. Quien anhele objetividad, quien tenga hambre y sed de objetividad, búsquela en Joseph Conrad o en Tolstoi; quien busque el peculiar sabor de Nathaniel Hawthorne, lo hallará menos en sus laboriosas novelas que en alguna página lateral o que en los leves y patéticos cuentos. No sé muy bien cómo razonar mi desvío; en las tres novelas americanas y en el Fauno de mármol sólo veo una serie de situaciones, urdidas con destreza profesional para conmover al lector, no una espontánea y viva actividad de la imaginación. Ésta (lo repito) ha obrado el argumento general y las digresiones, no la trabazón de los episodios y la psicología —de algún modo tenemos que llamarla— de los actores. Johnson observa que a ningún escritor le gusta deber algo a sus contemporáneos; Hawthorne los ignoró en lo posible. Quizá obró bien; quizá nuestros contemporáneos —siempre— se parecen demasiado a nosotros, y quien busca novedades las hallará con más facilidad en los antiguos. Hawthorne, según sus biógrafos, no leyó a De Quincey, no leyó a Keats, no leyó a Víctor Hugo —que tampoco se leyeron entre ellos—. Groussac no toleraba que un americano pudiera ser original; en Hawthorne denunció “la notable influencia de Hoffmann”; dictamen que parece fundado en una equitativa ignorancia de ambos autores. La imaginación de Hawthorne es romántica; su estilo, a pesar de algunos excesos, corresponde al siglo XVIII, al débil fin del admirable sido XVIII. He leído varios fragmentos del diario que Hawthorne escribió para distraer su larga soledad; he referido, siquiera brevemente, dos cuentos; ahora leeré una página del Marble Faun para que ustedes oigan a Hawthorne. El tema es aquel pozo o abismo que se abrió, según los historiadores latinos, en el centro del Foro y en cuya ciega hondura un romano se arrojó, armado y a caballo, para propiciar a los dioses. Reza el texto de Hawthorne: “Resolvamos —dijo Kenyon— que éste es precisamente el lugar donde la caverna se abrió, en la que el héroe se lanzó con su buen caballo. Imaginemos el enorme y oscuro hueco, impenetrablemente hondo, con vagos monstruos y con caras atroces mirando desde abajo y llenando de horror a los ciudadanos que se habían asomado a los bordes. Adentro había, a no dudarlo, visiones proféticas (intimaciones de todos los infortunios de Roma), sombras de galos y de vándalos y de los soldados franceses. ¡Qué lástima que lo cerraron tan pronto! Yo daría cualquier cosa por un vistazo. “Yo creo —dijo Miriam— que no hay persona que no eche una mirada a esa grieta, en momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intuición. Este murió el dieciocho de mayo de 1864, en las montañas de New Hampshire. Su muerte fue tranquila y fue misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba —la última de una serie infinita— y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día, acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta deficiente y harto digresiva lección. Van Wyck Brooks, en The Flowering of New England, D. H. Lawrence en Studies in Classic American Litterature y Ludwig Lewisohn, en The Story of American Literature, analizan o juzgan la obra de Hawthorne. Hay muchas biografías. Yo he manejado la que Henry James redactó en 1879 para la serie English men of Letters, de Morley. Muerto Hawthorne, los demás escritores heredaron su tarea de soñar. En la próxima clase estudiaremos, si lo tolera la indulgencia de ustedes, la gloria y los tormentos de Poe, en quien el sueño se exaltó a pesadilla. VALÉRY COMO SÍMBOLO Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es a primera vista una operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero así mismo de infinitos escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry ilustre- mente personifica los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana de América. El orbe entero de la literatura pare- ce no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin embargo, los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra. Así, el poeta inglés Lascelles Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber creado “de la riqueza de su noble experiencia, esa figura víviva y perso- nal que es una de las pocas cosas realmente grandes de la poesía de nuestro tiempo: la figura de él mismo”. El dictamen es vago y superlati- vo, pero tiene la singular virtud de no identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es válida; Whitman redacto sus rapsodias en fun- ción de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo parcial- mente de cada uno de sus lectores. De ahí las divergencias que han exasperado a la crítica; de ahí la costumbre de fechar sus poemas en territorios que jamás conoció; de ahí que, en tal página de su obra, na- ciera en los estados del sur, y en tal otra (también en la realidad) en Long Island. Uno de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un hombre posible –Walt Whitman— de ilimitada y negligente felici- dad; no menos hiperbólico, no menos ilusorio, es el hombre que definen las composiciones de Valery. Éste no magnifica, como aquél, las capaci- dades humanas de filantropía, de fervor y de dicha; magnifica las virtu- des mentales. Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgára- mos un mero Doppelgänger de Valéry. Para nosotros, Valéry es Edmond Teste. Es decir; Valéry es una derivación del Chevalier Dupin de Edgar Allan Poe y del inconcebible Dios de los teólogos. Lo cual, versímilmen- te, no es cierto. Yeats, Rilke y Eliot han escrito versos más memorables que los de Valéry; Joyce y Stefan George han ejecutado modificaciones más pro- fundas en su instrumento (quizá el francés es menos modificable que el inglés y que el alemán); pero detrás de la obra de esos eminentes artífi- ces no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La circunstancia de de que esa personalidad sea de algún modo, una proyección de la obra, no disminuye el hecho. Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del mate- rialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comer- ciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry. Paul Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinita- mente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos. De un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself. De un hombre cuyos admirables textos no agotan, ni siquiera definen, sus om- nímodas posibilidades. De un hombre que en un siglo que adora los caó- ticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden. Buenos Aires, 1945. EL ENIGMA DE EDWARD FITZGERALD Un hombre, Umar ben Ibrahim, nace en Persia, en el siglo XI de la era cristiana (aquel siglo fue para él el quinto de la Héjira), y aprende al Al- corán y las tradiciones con Hassán ben Sabbáh, futuro fundador de la secta de los Hashishin o Asesinos, y con Nizam ul-Mulk, que será visir de Alp Arslán, conquistador del Cáucaso. Los tres amigos, entre burlas y veras, juran que si la fortuna, algún día, da en favorecer a uno de ellos, el agraciado no se olvidará de los otros. Al cabo de los años, Nizam lo- gra la dignidad de visir: Umar no le pide otra cosa que un rincón a la sombra de su dicha, para rezar por la prosperidad del amigo y para me- ditar en las matemáticas. (Hassán pide y obtiene un cargo elevado, y, finalmente, hace apuñalar al visir.) Umar recibe del tesoro de Nishapur una pensión anual de diez mil dinares y puede consagrarse al estudio. Descree de la astrología judiciaria, pero cultiva la astronomía, colabora en la reforma del calendario que promueve el sultán y compone un fa- moso tratado de álgebra, que da soluciones numéricas para las ecuacio- nes de primero y segundo grado, y geométricas, mediante intersección de cónicas, para las de tercero. Los arcanos del número y de los astros no agotan su atención; lee, en la soledad de su biblioteca, los textos del Plotino, que en el vocabulario de Islam es el Platón de la herética y mís- tica Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, donde se razona que el universo es una emanación de la Unidad, regresará a la Unidad… Lo di- cen prosélito de Alfarabi, que entendió que las formas universales no existen fuera de las cosas, y de Avicena, que enseñó que el mundo es eterno. Alguna crónica nos refiere que cree, o que juega a creer, en las transmigraciones del alma, de cuerpo humano a cuerpo bestial, y que una vez habló con un asno como Pitágoras habló con un perro. Es ateo, pero sabe interpretar de un modo ortodoxo los más arduos pasajes del Alcorán, porque todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es in- dispensable la fe. En los intervalos de la astronomía, del álgebra y de la apologética, Umar ben Ibrahim al-Khayyami labra composiciones de cuatro versos, de los cuales el primero, el segundo y el último riman en- tre sí; el manuscrito más copioso le atribuye quinientas de esas cuarte- tas, número exiguo que será desfavorable a su gloria, pues en Persia (como en España de Lope y de Calderón) el poeta debe ser abundante. El año de 517 de la Héjira, Umar está leyendo un tratado que se titula El uno y los muchos; un malestar o una premonición lo interrumpe. Se le- vanta, marca la página que sus ojos no volverán a ver y se reconcilia con Dios, con aquel Dios que acaso existe y cuyo favor ha implorado en las páginas más difíciles de su álgebra. Muere ese mismo día, a la hora de la puesta del sol. Por aquéllos años, en una isla occidental y boreal que los cartógrafos del Islam desconocen, un rey sajón que ha derrota- do a un rey de Noruega es derrotado por un duque normando. Siete siglos transcurrieron, con sus luces y agonías y mutaciones, y en Inglaterra, nace un hombre, Fitzgerald, menos intelectual que Umar, pero acaso más sensible y más triste. Fitzgerald sabe que su ver- dadero destino es la literatura y la ensaya con indolencia y tenacidad. Lee y relee el Quijote, que casi le parece el mejor de todos los libros (pero no quiere ser injusto con Shakespeare y con dear old Virgil), y su amor se extiende al diccionario en el que busca las palabras. Entiende lot´s House o Symphony in Yellow— pero su índole adjetiva es notoria. Wilde puede prescindir de esos purple patches (retazos de púrpura); frase cuya invención le atribuyen Ricketts y Hesketh Pearson, pero que ya registra el exordio de la epístola a los Pisones. Esa atribución prueba el hábito de vincular al nombre de Wilde la noción de pasajes decorati- vos. Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un he- cho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el he- cho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón. The Soul of Man under Socialism no sólo es elocuente; también es justo. Las notas misceláneas que prodigó en la Pall Mall Gazette y en el Spea- ker abundan en perspicuas observaciones que exceden las mejores po- sibilidades de Leslie Stephen o de Saintsbury. Wilde ha sido acusado de ejercer una suerte de arte combinatoria, a lo Raimundo Lulio; ello es aplicable, tal vez, a alguna de sus bromas (“uno de esos rostros británi- cos que, vistos una vez, siempre se olvidan”), pero no al dictamen de que la música nos revela un pasado desconocido y acaso real (The Critic as Artist) o aquel de que todos los hombres matan la cosa que aman (The Ballad of Reading Gaol) o a aquel otro de que arrepentirse de un acto es modificar el pasado (De Profundis) o a aquel20, no indigno de León Bloy o de Swedenborg, de que no hay hombre que no sea, en cada momento, lo que ha sido y lo que será (ibídem). No transcribo esas lí- neas para veneración del lector; las alego como indicio de una mentali- dad muy diversa de la que, en general, se atribuye a Wilde. Éste, si no me engaño, fue mucho más que un Moréas irlandés; fue un hombre del siglo XVIII, que alguna vez condescendió a los juegos del simbolismo. Como Gibbon, como Johnson, como Voltaire fue un ingenioso que tenía razón además. Fue, “para de una vez decir palabras fatales, clásico en suma”.21 Dio al siglo lo que el siglo exigía –comedies larmoyantes para los más y arabescos verbales para los menos— y ejecutó esas cosas di- símiles con una suerte de negligente felicidad. Lo ha perjudicado la per- fección; su obra es tan armoniosa que puede parecer inevitable y aun baladí. Nos cuesta imaginar el universo sin los epigramas de Wilde; esa dificultad no los hace menos plausibles. Una observación lateral. El nombre de Oscar Wilde está vinculado a las ciudades de la llanura; su gloria, a la condena y la cárcel. Sin em- bargo (esto lo ha sentido muy bien Hesketh Pearson) el sabor funda- mental de su obra es la felicidad. En cambio, la valerosa obra de Ches- terton, prototipo de la sanidad física y moral, siempre está a punto de convertirse en una pesadilla. La acechan lo diabólico y el horror; puede 20Cf. la curiosa tesis de Leibniz, que tanto escándalo produjo en Arnauld: La noción de cada individuo encierra a priori todos los hechos que a éste le ocurrirán. Según ese fatalismo dialéctico, el hecho de que Alejandro el Grande moriría en Babilonia es una cualidad de ese rey, como la soberbia. 21 La sentencia es de Reyes, que la aplica al hombre mejicano (Reloj de Sol, pág. 158) asumir, en la página más inocua, las formas del espanto. Chesterton es un hombre que quiere recuperar la niñez; Wilde, un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y la desdicha, una invulnerable inocencia. Como Chesterton, como Lang, como Boswell, Wilde es de aquellos venturosos que pueden prescindir de la aprobación de la crítica y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado que nos proporciona su trato es irresistible y constante. SOBRE CHESTERTON Because He does not take away The terror from the tree... Chesterton: A Second Childhood. Edgar Allan Poe escribió cuentos de puro horror fantástico o de pura bizarrerie; Edgar Allan Poe fue inventor del cuento policial. Ello no es menos indudable que el hecho de que no combinó los dos géneros. No impuso al caballero Auguste Dupin la tarea de fijar el antiguo crimen del Hombre de las Multitudes o de explicar el simulacro que fulminó, en la cámara negra y escarlata, al enmascarado príncipe Próspero. En cambio, Chesterton prodigó con pasión y felicidad esos tours de force. Cada una de las piezas de la Saga del Padre Brown presenta un misterio, propone explicaciones de tipo demoníaco o mágico y las reemplaza, al fin, con otras que son de este mundo. La maestría no agota la virtud de esas breves ficciones; en ellas creo percibir una cifra de la historia de Chesterton, un símbolo o espejo de Chesterton. La repetición de su esquema a través de los años y de los libros (The Man Who Knew Too Much, The Poet and the Lunatics, The Paradoxes of Mr. Pond) parece confirmar que se trata de una forma esencial, no de un artificio retórico. Estos apuntes quieren interpretar esa forma. Antes, conviene reconsiderar unos hechos de excesiva notoriedad. Chesterton fue católico, Chesterton creyó en la Edad Media de los prerrafaelistas (Of London, small and white, and clean), Chesterton pensó, como Whitman, que el mero hecho de ser es tan prodigioso que ninguna desventura debe eximirnos de una suerte de cósmica gratitud. Tales creencias pueden ser justas, pero el interés que promueven es limitado; suponer que agotan a Chesterton es olvidar que un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y que un hombre es toda la serie. En este país, los católicos exaltan a Chesterton, los librepensadores lo niegan. Como todo escritor que profesa un credo, Chesterton es juzgado por él, es reprobado o aclamado por él. Su caso es parecido al de Kipling a quien siempre lo juzgan en función del Imperio Británico. Poe y Baudelaire se propusieron, como el atormentado Urizen de Blake, la creación de un mundo de espanto; es natural que su obra sea pródiga de formas del horror. Chesterton, me parece, no hubiera tolerado la imputación de ser un tejedor de pesadillas, un monstrorum artifex (Plinio, XXVIII, 2), pero invenciblemente suele incurrir en atisbos atroces. Pregunta si acaso un hombre tiene tres ojos, o un pájaro tres alas; habla, contra los panteístas, de un muerta que descubre en el paraíso; que los espíritus de los coros angélicos tienen sin fin su misma cara22; habla de una cárcel de espejos; habla de un laberinto sin centro; habla de un hombre devorado por autómatas de metal; habla de un árbol que devora a los pájaros y que en lugar de hojas da plumas; imagina (The Man Who Was Thursday, VI) que en los confines orientales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los occidentales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Define lo cercano por lo lejano, y aun por lo atroz; si habla de sus ojos, los llama con palabras de Ezequiel (1:22) un terrible cristal, si de la noche, perfecciona un antiguo horror (Apocalipsis, 4:6) y la llama un monstruo hecho de ojos. No menos ilustrativa es la narración How I found the Superman. Chesterton habla con los padres del Superhombre; interrogados sobre la hermosura del hijo, que no sale de un cuarto oscuro, estos le recuerdan que el Superhombre crea su propio canon y debe ser medido por él (“En ese plano es más bello que Apolo. Desde nuestro plano inferior, por supuesto...”); después admiten que no es fácil estrecharle la mano (“Usted comprende; la estructura es muy otra”); después, son incapaces de precisar si tiene pelo o plumas. Una corriente de aire lo mata y unos hombres retiran un ataúd que no es de forma humana. Chesterton refiere en tono de burla esa fantasía teratológica. Tales ejemplos, que sería fácil multiplicar, prueban que Chesterton se defendió de ser Edgar Allan Poe o Franz Kafka, pero que algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y central. No en vano dedicó su primeras obras a la justificación de dos grandes artífices góticos, Browning y Dickens: no en vano repitió que el mejor libro salido de Alemania era el de los cuentos de Grimm. Denigró a Ibsen y defendió (acaso indefendiblemente) —a Rostand, pero los Trolls y el Fundidor de Peer Gynt eran de la madera de sus sueños, the stuff his dreams were made of. Esa discordia, esa precaria sujeción de una voluntad demoníaca, definen la naturaleza de Chesterton. Emblemas de esa guerra son para mí las aventuras del Padre Brown, cada una de las 22 Amplificando un pensamiento de Attar (“En todas partes sólo vemos Tu cara"), Jalal-uddin Rumi compuso unos versos que ha traducido Rückert (Werke, IV, 222), donde se dice que en los cielos, en el mar y en los sueños hay Uno Solo y donde se alaba a ese único por haber reducido a unidad los cuatro briosos animales que tiran del carro de los mundos: la tierra, el fuego, el aire y el agua. agradezco y profeso casi todas las doctrinas de Wells, pero deploro que éste las intercalara en sus narraciones. Buen heredero de los nominalis- tas británicos, Wells reprueba nuestra costumbre de hablar de la tenaci- dad de “Inglaterra” o de las maquinaciones de “Prusia”; los argumentos contra esa mitología perjudicial me parecen irreprochables, no así la cir- cunstancia de interpolarlos en la historia del sueño del señor Parham. Mientras un autor se limita a referir sucesos o a trazar los tenues desví- os de una conciencia, podemos suponerlo omnisciente, podemos con- fundirlo con el universo o con Dios; en cuanto se rebaja a razonar, lo sabemos falible. La realidad procede por hechos, no por razonamientos; a Dios le toleramos que afirme “Soy El Que Soy” (Éxodo, 3, 14), no que declare y analice, como Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum. Dios no debe teologizar; el escritor no debe invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte. Hay otro mo- tivo, el autor que muestra aversión a un personaje parece no acabar de entenderlo, parece confesar que éste no es inevitable para él. Descon- fiamos de su inteligencia, como desconfiaríamos de la inteligencia de un Dios que mantuviera cielos e infiernos. Dios, ha escrito Spinoza (Etica, 5,17), no aborrece a nadie y no quiere a nadie. Como Quevedo, como Voltaire, como Goethe, como algún otro más, Wells es menos un literato que una literatura. Escribió libros gárru- los en los que de algún modo resurge la gigantesca felicidad de Charles Dickens, prodigó parábolas sociológicas, erigió enciclopedias, dilató las posibilidades de la novela, reescribió para nuestro tiempo el Libro de Job, esa gran imitación hebrea del diálogo platónico, redactó sin sober- bia y sin humildad una autobiografía gratísima, combatió el comunismo, el nazismo y el cristianismo, polemizó (cortés y mortalmente) con Be- lloc, historió el pasado, historió el porvenir, registró vidas reales e ima- ginarias. De la vasta y diversa biblioteca que nos dejó, nada me gusta más que su narración de algunos milagros atroces: The Time Machine, The Island of Dr. Moreau, The Plattner Story, The First Men in the Moon. Son los primeros libros que yo leí; tal vez serán los últimos… pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos. EL “BIATHANATOS” A De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras) debo mi primer noticia del Biathanatos. Este tratado fue compuesto a principios del siglo XVII por el gran poeta John Donne26, que dejó el manuscrito a Sir Robert Carr, sin otra prohibición que la de darlo “a la prensa o al fuego”. Donne murió en 1611; en 1642 estalló la guerra civil; en 1644, el hijo primogénito del poeta dio el viejo manuscrito a la prensa, “para defenderle del fuego”. El Biathanatos abarca unas doscientas páginas; De Quincey (Writings, VIII, 336) las compendia así: El suicidio es una de las formas del homicidio; los canonistas distinguen el homicidio voluntario del homicidio justificable; en buena lógica, también cabe aplicar al suicidio esa distinción. De igual manera que no todo homicida es un asesino, no todo suicida es culpable de pecado mortal. En efecto, tal es la tesis aparente del Biathanatos; la declara el subtítulo (The Self-homicide is not so naturally sin that it may never be otherwise) y la ilustra, o la agobia, un docto catálogo de ejemplos fabulosos o auténticos, desde Homero27, “que había escrito mil cosas que no pudo entender otro alguno y de quien dicen que se ahorcó por no haber entendido la adivinanza de los pescadores”, hasta el pelícano, símbolo de amor paternal, y las abejas, que, según consta en el Hexameron de Ambrosio, “se dan muerte cuando han contravenido a las leyes de su rey”. Tres páginas ocupan el catálogo y en ellas he notado esta vanidad: la inclusión de ejemplos oscuros (“Festo, favorito de Domiciano, que se mató para disimular los estragos de una enfermedad de la piel”), la omisión de otros de virtud persuasiva —Séneca, Temístocles, Catón—, que podrían parecer demasiado fáciles. Epicteto (“Recuerda lo esencial: la puerta está abierta”) y Schopenhauer (“¿Es el monólogo de Hamlet la meditación de un criminal?”) han vindicado con acopio de páginas el suicidio; la previa certidumbre de que esos defensores tienen razón hace que los leamos con negligencia. Ello me aconteció con el Biathanatos hasta que percibí, o creí percibir, un argumento implícito o esotérico bajo el argumento notorio. No sabemos nunca si Donne redactó el Biathanatos con el deliberado fin de insinuar ese oculto argumento o si una previsión de ese argumento, siquiera momentánea o crepúscular, lo llamó a la tarea. Más verosímil me parece lo último; la hipótesis de un libro que para decir A dice B, a la manera de un criptograma, es artificial, no así la de un trabajo impulsado por una intuición imperfecta. Hugh Fausset ha sugerido que Donne pensaba coronar con el suicidio su vindicación del suicidio; que Donne haya jugado con esa idea es posible o probable; que ella baste a explicar el Biathanatos es, naturalmente, ridículo. 26Que de veras fue un gran poeta pueden demostrarlo estos versos: Licence my roving hands and let them go Before, behind, between, above, below. O my America! my new-found land... (Elegies, XIX.) 27 Cf.el epigrama sepulcral de Alceo de Mesena (Antología Griega, VII, 1). Donne, en la tercera parte del Biathanatos, considera las muertes voluntarias que las Escrituras refieren; a ninguna dedica tantas páginas como a la de Sansón. Empieza por establecer que ese “hombre ejemplar” es emblema de Cristo y que parece haber servido a los griegos como arquetipo de Hércules. Francisco de Vitoria y el jesuíta Gregorio de Valencia no quisieron incluirlo entre los suicidas; Donne, para refutarlos copia las últimas palabras que dijo, antes de cumplir su venganza: Muera yo con los filisteos (Jueces 16: 30). Asimismo rechaza la conjetura de San Agustín, que afirma que Sansón, rompiendo los pilares del templo, no fue culpable de las muertes ajenas ni de la propia, sino que obedeció a una inspiración del Espíritu Santo, “como la espada que dirige sus filos por disposición del que la usa” (La Ciudad de Dios, I, 20). Donne, tras de probar que esa conjetura es gratuita, cierra el capítulo con una sentencia de Benito Pereiro, que dice que Sansón, no menos en su muerte que en otros actos, fue símbolo de Cristo. Invirtiendo la tesis agustiniana, los quietistas creyeron que Sansón “por violencia del demonio se mató juntamente con los filisteos” (Heterodoxos españoles, V, I, 8); Milton (Samson Agonistes, in fine) lo vindicó de la atribución de suicidio; Donne, lo sospecho, no vio en ese problema casuístico sino una suerte de metáfora o simulacro. No le importaba el caso de Sansón —¿y por qué había de importarle?— o solamente le importaba, diremos, como “emblema de Cristo”. En el Antiguo Testamento no hay héroe que no haya sido promovido a esa autoridad; para San Pablo, Adán es figura del que había de venir; para San Agustín, Abel representa la muerte del Salvador, y su hermano Seth, la resurrección; para Quevedo, “prodigioso diseño fue Job de Cristo”. Donne incurrió en esa analogía trivial para que su lector comprendiera: Lo anterior, dicho de Sansón, bien puede ser falso; no lo es, dicho de Cristo. El capítulo que directamente habla de Cristo no es efusivo. Se limita a invocar dos lugares de la Escritura: la frase “doy mi vida por las ovejas” (Juan, 10:15) y la curiosa locución “dio el espíritu”, que usan los cuatro evangelistas para decir “murió”. De esos lugares, que confirma el versículo “Nadie me quita la vida, yo la doy” (Juan, 10: 18), infiere que el suplicio de la cruz no mató a Jesucristo y que éste, en verdad, se dio muerte con una prodigiosa y voluntaria emisión de su alma. Donne escribió esa conjetura en 1608; en 1631 la incluyó en un sermón que predicó, casi agonizante, en la capilla del palacio de Whitehall. El declarado fin del Biathanatos es paliar el suicidio; el fundamental, indicar que Cristo se suicidó28. Que, para manifestar esta tesis, Donne se viera reducido a un versículo de San Juan y a la repetición del verbo expirar es cosa inverosímil y aun increíble; sin duda prefirió no insistir sobre un tema blasfematorio. Para el cristiano, la vida y la muerte de 28 Cf.De Quincey: Writings, VIII, 398; Kant: Religion innehalb der Grenzen der Vernunft, II, 2. Esta edición31, quiere reproducir, mediante un complejo sistema de signos tipográficos, el aspecto “inacabado, hirsuto y confuso” del manuscrito; es evidente que ha logrado ese fin. Las notas, en cambio, son pobres. Así, en la página 71 del primer tomo, se publica un frag- mento que desarrolla en siete renglones la conocida prueba cosmográfi- ca de Santo Tomás y de Leibniz; el editor no la reconoce y observa: “Tal vez Pascal hace hablar aquí a un incrédulo”. Al pie de algunos textos, el editor cita pasajes congéneres de Mon- taigne o de la Sagrada Escritura; ese trabajo podría ampliarse. Para ilustración del Pari, cabría citar los textos de Arnobio, de Sirmond y de Algazel que indicó Asín Palacios (Huellas del Islam, Madrid, 1941) ; para ilustración del fragmento contra la pintura, aquel pasaje del décimo libro de La República, donde se nos dice que Dios crea el Arquetipo de la me- sa, el carpintero, un simulacro del arquetipo, y el pintor, un simulacro del simulacro; para ilustración del fragmento 72 (Je lui veux peindre l’immensité… dans l’enceinte de ce raccourci d’atome…), su prefigura- ción en el concepto del microcosmo, su reaparición en Leibniz (Monado- logía, 67), y en Hugo (La chauve-souris): Le moindre grain de sable est un globe qui roule Traînant comme la terre une lugubre foule Qui s’abhorre et s’acharme Demócrito pensó que en el infinito se dan mundos iguales, en los que hombres iguales cumplen sin variación destinos iguales; Pascal (en que también pudieron influir las antiguas palabras de Anaxágoras de que todo está en cada cosa) incluyó a esos mundos parejos unos aden- tro de otros, de suerte que no hay átomo en el espacio que no encierre universo ni universo que no sea también un átomo. Es lógico pensar (aunque no lo dijo) que se vio multiplicado en ellos sin fin. EL IDIOMA ANALÍTICO DE JOHN WILKINS He comprobado que la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Britan- nica suprime el artículo sobre John Wilkins. Esa omisión es justa, si re- cordamos la trivialidad del artículo (veinte renglones de meras circuns- tancias biográficas: Wilkins nació en 1614, Wilkins murió en 1672, Wil- kins fue capellán de Carlos Luis, príncipe palatino; Wilkins fue nombrado rector de uno de los colegios de Oxford, Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Londres, etc.); es culpable, si consideramos la 31 La de Zacharie Tourneur (París, 1942) obra especulativa de Wilkins. Este abundó en felices curiosidades: le in- teresaron la teología, la criptografía, la música, la fabricación de colme- nas transparentes, el curso de un planeta invisible, la posibilidad de un viaje a la luna, la posibilidad y los principios de un lenguaje mundial. A este último problema dedicó el libro An Essay Towards a Real Character and a Philosophical Language (600 páginas en cuarto mayor, 1668). No hay ejemplares de ese libro en nuestra Biblioteca Nacional; he interro- gado, para redactar esta nota, The Life and Times of John Wilkins (1910), de P. A. Wright Henderson; el Woerterbuch der Philosophie (1924), de Fritz Mauthmer; Delphos (1935), de E. Sylvia Pankhurst; Dangerous Thoughts (1939), de Lancelot Hogben. Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables en que una dama, con acopio de interjecciones y de anacolutos, jura que la palabra luna es más (o menos) expresiva que la palabra moon. Fuera de la evidente observación de que el monosílabo moon es tal vez más apto para representar un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible contribuir a tales debates, descontadas las palabras compuestas y las derivaciones, todos los idiomas del mundo (sin excluir el volapük de Johann Martin Schleyer y la romántica interlingua de Pea- no) son igualmente inexpresivos. No hay edición de la Gramática de la Real Academia que no pondere “el envidiado tesoro de voces pintores- cas, felices y expresivas de la riquísima lengua española” pero se trata de una mera jactancia, sin corroboración. Por lo pronto, esa misma Real Academia elabora cada tantos años un diccionario, que define las voces del español… En el idioma universal que ideó Wilkins al promediar el si- glo XVII, cada palabra se define a sí misma. Descartes, en una epístola fechada en noviembre de 1629, ya había anotado que mediante el sis- tema decimal le numeración, podemos aprender en un solo día a nom- brar todas las cantidades hasta el infinito y a escribirlas en un idioma nuevo que es el de los guarismos32; también había propuesto la forma- ción de un idioma análogo, general, que organizara y abarcara todos los pensamientos humanos. John Wilkins, hacia 1664, acometió esa empre- sa. Dividió el universo en cuarenta categorías o géneros, subdivisibles luego en diferencias, subdivisibles a su vez en especies. Asignó a cada género un monosílabo de dos letras; a cada diferencia, una consonante; a cada especie, una vocal. Por ejemplo: de, quiere decir elemento; deb, el primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del elemento del fuego, una llama. En el idioma análogo de Letellier (1850) a, quiere decir animal; ab, mamífero; abo, carnívoro; aboi, felino; aboje, gato; 32Teóricamente, el número de sistemas de numeración es ilimitado. El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero; el más simple sólo requiere dos. Cero se escribe 0, uno 1, dos 10, tres 11, cuatro 100, cinco 101, seis 110, siete 111, ocho 1000… Es invención de Leibniz, a quien estimularon (parece) los hexagramas enigmáticos del I King. abi, herbívoro; abiv, equino; etc. En el de Bonifacio Sotos Ochando (1845), imaba, quiere decir edificio; imaca, serrallo; imafe, hospital; imafo, lazareto; imarri, casa; imaru, quinta; imedo, poste; imede, pilar; imego, suelo; imela, techo; imogo, ventana; bire, encuadernador; birer, encuadernar. (Debo este último censo a un libro impreso en Buenos Ai- res en 1886: el Curso de lengua universal, del doctor Pedro Mata.) Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran es significa- tiva, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después en el colegio, descubrirían que es también una clave universal y una enciclopedia secreta. Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal que es base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las pie- dras. Wilkins las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módi- cas (mármol, ámbar, coral), preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla, greda y arsénico). Casi tan alar- mante como la octava, es la novena categoría. Esta nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales (bron- ce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, es- taño, cobre). La belleza figura en la categoría decimosexta; es un pez vivíparo, oblongo. Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias re- cuerdan las que el doctor Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia chi- na que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) perte- necientes al Emperador, (b) embalsamados, (e) amaestrados, (d) le- chones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El Instituto Bibliográfico de Bruselas también ejerce el caos; ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al Día del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294, al brahmanismo, budismo, sintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisio- nes heterogéneas, verbigracia, la 179: “Crueldad con los animales. Pro- tección de los animales. El duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios. Virtudes y cualidades varias.” He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido (o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el univer- Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las His- tories désobligeantes de León Bloy y refiere el caso de unas personas que abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se titula Carcassonne y es obra de Lord Dunsany. Un invencible ejército de guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos y ve monstruos y fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se ad- vertirá, el estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad; en el último, no se llega). Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubie- ra escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectu- ra de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.34 En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany. Buenos Aires 1951 DEL CULTO DE LOS LIBROS En el octavo libro de la Odisea se lee que los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar; la declara- ción de Mallarmé: El mundo existe para llegar a un libro, parece repetir, unos treinta siglos después, el mismo concepto de una justificación es- tética de los males. Las dos teleologías, sin embargo, no coinciden ínte- gramente; la del griego corresponde a la época de la palabra oral, y la del francés, a una época de la palabra escrita. En una se habla de cantar y en otra de libros. Un libro, cualquier libro, es para nosotros un objeto sagrado; ya Cervantes, que tal vez no escuchaba todo lo que decía la gente, leía hasta “los papeles rotos de la calle”. El fuego, en una de las 34 Véase T. S. Eliot: Points of View (1941), pags. 25-26 comedias de Bernard Shaw, amenaza la biblioteca de Alejandría; alguien exclama que arderá la memoria de la humanidad, y César le dice: Déja- la arder. Es una memoria de infamias. El César histórico, en mi opinión, aprobaría o condenaría el dictamen que el autor le atribuye, pero no lo juzgaría, como nosotros, una broma sacrílega. La razón es clara: para los antiguos la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral. Es fama que Pitágoras no escribió; Gomperz (Griechische Denker, 1, 3) defiende que obró así por tener más fe en la virtud de la instruc- ción hablada. De mayor fuerza que la mera abstención de Pitágoras es el testimonio inequívoco de Platón. Éste, en el Timeo, afirmó: “Es dura tarea descubrir al hacedor y padre de este universo, y, una vez descu- bierto, es imposible declararlo a todos los hombres”, y en el Fedro narró una fábula egipcia contra la escritura (cuyo hábito hace que la gente descuide el ejercicio de la memoria y dependa de símbolos), y dijo que los libros son como las figuras pintadas, “que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que les hacen”. Para atenuar o eliminar este inconveniente imaginó el diálogo filosófico. El maestro eli- ge al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser mal- vados o estúpidos; este recelo platónico perdura en las palabras de Clemente de Alejandría, hombre de cultura pagana: “Lo más prudente es no escribir sino aprender y enseñar de viva voz, porque lo escrito queda” (Stromateis), y en éstas del mismo tratado: “Escribir en un libro todas las cosas es dejar una espada en manos de un niño”, que derivan también de las evangélicas: “No déis lo santo a los perros ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, porque no las huellen con los pies, y vuelvan y os despedacen”. Esta sentencia es de Jesús, el mayor de los maestros orales, que una sola vez escribió unas palabras en la tierra y no las leyó ningún hombre (Juan, 8:6). Clemente Alejandrino escribió su recelo de la escritura a fines del siglo II; a fines del siglo IV se inició el proceso mental que, a la vuelta de muchas generaciones, culminaría en el predominio de la palabra es- crita sobre la hablada, de la pluma sobre la voz. Un admirable azar ha querido que un escritor fijara el instante (apenas exagero al llamarlo instante) en que tuvo principio el vasto proceso. Cuenta San Agustín, en el libro seis de las Confesiones: “Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista sobre las páginas, penetrando su alma, en el sentido, sin proferir una palabra ni mover la lengua. Muchas veces —pues a nadie se le prohibía entrar, ni había costumbre de avisarle quién venía—, lo vimos leer calla- damente y nunca de otro modo, y al cabo de un tiempo nos íbamos, conjeturando que aquel breve intervalo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería que se lo ocupasen en otra cosa, tal vez receloso de que un oyente, atento a las dificultades del texto, le pidiera la explicación de un pasaje oscuro o qui- siera discutirlo con él, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes co- mo deseaba. Yo entiendo que leía de ese modo por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad. En todo caso, cualquiera que fuese el propósito de tal hombre, ciertamente era bueno”. San Agustín fue discí- pulo de San Ambrosio, obispo de Milán, hacia el año 384; trece años después, en Numidia, redactó sus Confesiones y aún lo inquietaba aquel singular espectáculo: un hombre en una habitación, con un libro, leyen- do sin articular las palabras.35 Aquel hombre pasaba directamente del signo de escritura a la intui- ción, omitiendo el signo sonoro; el extrañó arte que iniciaba, el arte de leer en voz baja, conduciría a consecuencias maravillosas. Conduciría, cumplidos muchos años, al concepto de libro como fin, no como instru- mento de un fin. (Este concepto místico, trasladado a la literatura profa- na, daría los singulares destinos de Flaubert y de Mallarmé, de Henry James y de James Joyce). A la noción de un Dios que habla con los hombres para ordenarles algo o prohibirles algo, se superpone la del Li- bro Absoluto, la de una Escritura Sagrada. Para los musulmanes, el “Al- corán” (también llamado El Libro, Al Kitab), no es una mera obra de Dios como Su eternidad o Su ira. En el capítulo XIII, leemos que el texto original, La Madre del Libro, está depositado en el Cielo. Muhammad-al- Ghazali, el Algazel de los escolásticos, declaró: “el Alcorán se copia en un libro, se pronuncia con la lengua, se recuerda en el corazón y, sin embargo, sigue perdurando en el centro de Dios y no lo altera su pasaje por las hojas escritas y por los entendimientos humanos”. George Sale observa que ese increado Alcorán no es otra cosa que su idea o arqueti- po platónico; es verosímil que Algazel recurriera a los arquetipos, comu- nicados al Islam por la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza y por Avicena, para justificar la noción de la Madre del Libro. Aun más extravagantes que los musulmanes fueron los judíos. En el primer capítulo de su Biblia se halla la sentencia famosa: “Y Dios dijo; sea la luz; y fue la luz”; los cabalistas razonaron que la virtud de ese orden del Señor procedió de las letras de las palabras. El tratado Sefer Yetsirah (Libro de la Formación), redactado en Siria o en Palestina hacia el siglo VI, revela que Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel y Dios To- dopoderoso, creó el universo mediante los números cardinales que van del uno al diez y las veintidós letras del alfabeto. Que los números sean instrumentos o elementos de la Creación es dogma de Pitágoras y de Jámblico; que las letras lo sean es claro indicio del nuevo culto de la criatura. El segundo párrafo del segundo capítulo reza: “Veintidós letras 35 Los comentadores advierten que, en aquel tiempo, era costumbre leer en voz alta, para penetrar mejor el sentido, porque no había signos de puntuación, ni siguiera división de palabras, y leer en común, para moderar o salvar los inconvenientes de la escasez de códices. El diálogo de Luciano de Samosata, Contra un ignorante comprador de libros, encierra un testi- monio de esa costumbre en el siglo II. se lee: “Preguntémonos con sinceridad si la golondrina de este verano es otra que la del primero y si realmente entre las dos el milagro de sa- car algo de la nada ha ocurrido millones de veces para ser burlado otras tantas por la aniquilación absoluta. Quien me oiga asegurar que este gato que está jugando ahí es el mismo que brincaba y que traveseaba en este lugar hace trescientos años pensará de mí lo que quiera, pero locura más extraña es imaginar que fundamentalmente es otro”. Es de- cir, el individuo es de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth Keats, que sin exagerada injusticia pudo escribir: “No sé nada, no he leído nada”, adivinó, a través de las páginas de algún diccionario es- colar, el espíritu griego; sutilísima prueba de esa adivinación o recrea- ción es haber intuido en el oscuro ruiseñor de una noche el ruiseñor pla- tónico. Keats, acaso incapaz de definir la palabra arquetipo se anticipó en un cuarto de siglo a una tesis de Schopenhauer. Aclarada así la dificultad, queda por aclarar una segunda, de muy diversa índole. ¿Cómo no dieron con esta interpretación evidente Garrod y Leavis y los otros?37 Leavis es profesor de uno de los colegios de Cambridge; —la ciudad que, en el siglo XVII, congregó y dio nombre a los Cambridge Platonists—; Bridges escribió un poema platónico titulado The Fourth Dimension; la mera enumeración de estos hechos parece agravar el enigma. Si no me equivoco, su razón deriva de algo esencial en la mente británica. Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos sienten que las clases, los órdenes y los géneros son realidades; los primeros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un aproximativo juego de símbolos; para aquéllos es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escuelas de la Edad Media, todos invocan a Aristó- teles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero (p.719) los nominalistas son Aristóteles; los realistas, Platón. El nominalismo inglés del siglo XIV resurge en el escrupuloso idealismo inglés del siglo XVIII; la economía de la fórmula de Occam, entia non sunt multiplicanda prae- ter necessitatem permite o prefigura el no menos taxativo esse est per- cipi. Los hombres, dijo Coleridge, nacen aristotélicos o platónicos; de la 37 A los que habría que agregar el genial poeta William Butler Yeats que, en la primera estrofa de Sailing to Byzantium, habla de las “murientes generaciones” de pájaros, con alusión deliberada o involuntaria a la Oda. Véase T.R. Henn: The Lonely Tower, 1950, pag. 211. mente inglesa cabe afirmar que nació aristotélica. Lo real, para esa mente, no son los conceptos abstractos, sino los individuos; no el ruise- ñor genérico, sino los ruiseñores concretos. Es natural, es acaso inevita- ble, que en Inglaterra no sea comprendida rectamente la Oda a un rui- señor. Que nadie lea una reprobación o un desdén en las anteriores pala- bras. El inglés rechaza lo genérico porque siente que lo individual es irreductible, inasimilable e impar. Un escrúpulo ético, no una incapaci- dad especulativa, le impide traficar en abstracciones, como los alema- nes. No entiende la Oda a un ruiseñor; esa valiosa incomprensión le permite ser Locke, seré Berkeley y seré Hume, y redactar, hará setenta años, las no escuchadas y proféticas advertencias del Individuo contra el Estado. El ruiseñor, en todas las lenguas del orbe, goza de nombres melo- diosos (nightingale, nachtigall, usignolo), como si los hombres instinti- vamente hubieran querido que éstos no desmerecieran del canto que los maravilló. Tanto lo han exaltado los poetas que ahora es un poco irreal; menos afín a la calandria que al ángel. Desde los enigmas sajones del Libro de Exeter (“yo, antiguo cantor de la tarde, traigo a los nobles ale- gría en las villas”) hasta la trágica Atalanta de Swinburne, el infinito rui- señor ha cantado en la literatura británica; Chaucer y Shakespeare lo celebran, Milton y Matthew Arnold, pero a John Keats unimos fatalmente su imagen como a Blake la del tigre. EL ESPEJO DE LOS ENIGMAS El pensamiento de que la Sagrada Escritura tiene (además de su valor literal) un valor simbólico no es irracional y es antiguo: está en Filón de Alejandría, en los cabalistas, en Swedenborg. Como los hechos referidos por la Escritura son verdaderos (Dios es la Verdad, la Verdad no puede mentir, etcétera), debemos admitir que los hombres, al ejecutarlos, re- presentaron ciegamente un drama secreto, determinado y premeditado por Dios. De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nues- tras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor in- conjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben heberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy. (En los frag- mentos psicológicos de Novalis y en aquel tomo de la autobiografía de Machen que se llama The London Adventure, hay una hipótesis afín: la de que el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna— es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas… También la declara De Quincey38: “Hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenjuajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su síntaxis, y así las mínimas cosas del universo pueden ser espejos secretos de los mayores”. Un versículo de San Pablo (I, Corintios, XIII, 12) inspiró a León Bloy. Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum. Torres Amat miserablemente traduce: “Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras: pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente: mas entonces le conoceré con una visión clara, a la manera que soy yo cono- cido.” Cuarenta y cuatro voces hacen el oficio de veintidós; imposible ser más palabrero y más lánguido. Cipriano de Valera es más fiel: “Aho- ra vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.” Torres Amat opina que el versículo se refiere a nuestra visión de la divi- nidad; Cipriano de Valera (y León Bloy) a nuestra visión general. Que yo sepa, Bloy no imprimió a su conjetura una forma definiti- va. A lo largo de su obra fragmentaria (en la que abundan, como nadie lo ignora, la quejumbre y la afrenta) hay versiones o facetas distintas. He aquí unas cuantas, que he rescatado de las páginas clamorosas de Le mendiant ingrat, de Le Vieux de la Montagne y de L’invendable. No creo haberlas agotado: espero que algún especialista en León Bloy (yo no lo soy) las complete y las rectifique. La primera es de junio de 1894. La traduzco así: “La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculoum in aenigmate sería una clara- boya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hom- bre. La aterradora inmensidad de los abismos del firmamento es una ilusión, un reflejo exterior de nuestros abismos, percibidos “en un espe- jo”. Debemos invertir nuestros ojos y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones, por los que Dios quiso morir. Si vemos la Vía Láctea, es porque existe verdaderamente en nuestra alma.” La segunda es de noviembre del mismo año: “Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que sólo es apa- rente. Quizá no es responsable, ante Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reina- do, si de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo cul- pable? En las disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de 38 Writings, 1896, volumen primero, página 129. genuos que suponen que basta exorcizar o destruir a los demonios Goe- ring y Hitler para que el mundo sea paradisíaco. He congregado algunas invectivas de Wells: no son literariamente memorables; algunas me parecen injustas, pero demuestran la impar- cialidad de sus odios o de su indignación. Demuestran asimismo la liber- tad de que gozan los escritores en Inglaterra, en las horas centrales de una batalla. Más importante que esos malhumores epigramáticos (de los que apenas he citado unos pocos y que sería muy fácil triplicar o cua- druplicar) es la doctrina de este manual revolucionario. Esa doctrina es resumible en esta disyuntiva precisa: o Inglaterra identifica su causa con la de una revolución general (con la de un mundo federado), o la victoria es inaccesible e inútil. El capítulo XII (págs. 48-54) fija los fun- damentos del mundo nuevo. Los tres capítulos finales discuten algunos problemas menores. Wells, increíblemente, no es nazi. Increíblemente, pues casi todos mis contemporáneos lo son, aunque lo nieguen o lo ignoren. Desde 1925, no hay publicista que no opine que el hecho inevitable y trivial de haber nacido en un determinado país y de pertenecer a tal raza (o a tal buena mixtura de razas) no sea un privilegio singular y un talismán sufi- ciente. Vindicadores de la democracia, que se creen muy diversos de Goebbels, instan a sus lectores, en el dialecto mismo del enemigo, a es- cuchar los latidos de un corazón que recoge los íntimos mandatos de la sangre y de la tierra. Recuerdo, durante la guerra civil española, ciertas discusiones indescifrables. Unos se declaraban republicanos; otros, na- cionalistas; otros, marxistas; todos, con un léxico de Gauleiter, habla- ban de la Raza y del Pueblo. Hasta los hombres de la hoz y el martillo resultaban racistas… También recuerdo con algún estupor cierta asam- blea que se convocó para confundir el antisemitismo. Varias razones hay para que yo no sea un antisemita; la principal es ésta: la diferencia en- tre judíos y no judíos me parece, en general, insignificante; a veces, ilu- soria o imperceptible. Nadie, aquel día, quiso compartir mi opinión; to- dos juraron que un judío alemán difiere vastamente de un alemán. Va- namente les recordé que no otra cosa dice Adolfo Hitler; vanamente in- sinué que una asamblea contra el racismo no debe tolerar la doctrina de una Raza Elegida; vanamente alegué la sabia declaración de Mark Twain: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta que sea un ser humano; nadie puede ser nada peor” (The Man that Corrupted Hadley- burg, pág. 204). En este libro, como en otros —The Fate of Homo Sapiens, 1939; The Common Sense of War and Peace, 1940—, Wells nos exhorta a re- cordar nuestra humanidad esencial y a refrenar nuestros miserables rasgos diferenciales, por patéticos o pintorescos que sean. En verdad, esa reprensión no es exorbitante: se limita a exigir de los Estados, para su mejor convivencia, lo que una cortesía elemental exige de los indivi- duos. “Nadie en su recto juicio —declara Wells—piensa que los hombres de Gran Bretaña son un pueblo elegido, una más noble especie de nazis, que disputan la hegemonía del mundo a los alemanes. Son el frente de batalla de la humanidad. Si no son ese frente, no son nada. Ese deber es un privilegio.” Let the Peopk Think es el título de una selección de los ensayos de Bertrand Russell. Wells, en la obra cuyo comentario he esbozado, nos insta a repensar la historia del mundo sin preferencia de carácter geo- gráfico, económico o étnico; Russell también dispensa consejos de uni- versalidad. En el tercer artículo —Free thought and official propaganda— propone que las escuelas primarias enseñen el arte de leer con incredu- lidad los periódicos. Entiendo que esa disciplina socrática no sería inútil. De las personas que conozco, muy pocas la deletrean siquiera. Se dejan embaucar por artificios tipográficos o sintácticos; piensan que un hecho ha acontecido porque está impreso en grandes letras negras; confunden la verdad con el cuerpo doce; no quieren entender que la afirmación: Todas las tentativas del agresor para avanzar más allá de B han fraca- sado de manera sangrienta, es un mero eufemismo para admitir la pér- dida de B. Peor aún: ejercen una especie de magia, piensan que formu- lar un temor es colaborar con el enemigo… Russell propone que el Esta- do trate de inmunizar a los hombres contra esas agüerías, y esos sofis- mas. Por ejemplo sugiere que los alumnos estudien las últimas derrotas de Napoleón, a través de los boletines del Moniteur, ostensiblemente triunfales. Planea deberes como éste: una vez estudiada en textos in- gleses la historia de la guerra con Francia, reescribir esa historia, desde el punto de vista francés. Nuestros “nacionalistas” ya ejercen ese méto- do paradójico: enseñan la historia argentina desde un punto de vista español, cuando no quichua o querandí. De los otros artículos, no es el menos certero el que se titula Ge- nealogía del fascismo. El autor empieza por observar que los hechos po- líticos proceden de especulaciones muy anteriores y que suele mediar mucho tiempo entre la divulgación de una doctrina y su aplicación. Así es: la “actualidad candente”, que nos exaspera o exalta y que con algu- na frecuencia nos aniquila, no es otra cosa que una reverberación im- perfecta de viejas discusiones. Hitler, horrendo en públicos ejércitos y en secretos espías, es un pleonasmo de Carlyle (1795-1881) y aun de J. G. Fichte (1762-1814); Lenin, una transcripción de Karl Marx. De allí que el verdadero intelectual rehuya los debates contemporáneos: la rea- lidad es siempre anacrónica. Russell imputa la teoría del fascismo a Fichte y a Carlyle. El prime- ro, en la cuarta y quinta de las famosas Reden an die deutsche Nation, funda la superioridad de los alemanes en la no interrumpida posesión de un idioma puro. Esa razón es casi inagotablemente falaz; podemos con- jeturar que no hay en la tierra un idioma puro (aunque lo fueran las pa- labras, no lo son las representaciones; aunque los puristas digan depor- te, se representan sport); podemos recordar que el alemán es menos “puro” que el vascuence o el hotentote; podemos interrogar por qué es preferible un idioma sin mezcla… Más compleja y más elocuente es la contribución de Carlyle. Éste, en 1843, escribió que la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan. En 1870 aclamó la victoria de la “paciente, noble, profunda, sólida y piadosa Alemania” sobre la “fanfarrona, vanagloriosa, gesticulante, pendenciera, intranqui- la, hipersensible Francia” (Miscellanies, tomo séptimo, pág. 251). Alabó la Edad Media, condenó las bolsas de viento parlamentarias, vindicó la memoria del dios Thor, de Guillermo el Bastardo, de Knox, de Cromwell, de Federico II, del taciturno doctor Francia y de Napoleón, anheló un mundo que no fuera “el caos provisto de urnas electorales”, abominó de la abolición de la esclavitud, propuso la conversión de las estatuas — ”horrendos solecismos de bronce”— en útiles bañaderas de bronce, pon- deró la pena de muerte, se alegró de que en toda población hubiera un cuartel, aduló, e inventó, la Raza Teutónica. Quienes anhelen otras im- precaciones o apoteosis, pueden interrogar Past and Present (1843) y los Latterday Pamphlets, que son de 1850. Bertrand Russell concluye: “En cierto modo, es lícito afirmar que el ambiente de principios del siglo XVIII era racional y el de nuestro tiem- po, antirracional”. Yo eliminaría el tímido adverbio que encabeza la fra- se. ANOTACIÓN AL 23 DE AGOSTO DE 1944 Esa jornada populosa me deparó tres heterogéneos asombros: el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron la liberación de París; el descu- brimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble; el enig- mático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler. Sé que in- dagar ese entusiasmo es correr el albur de parecerme a los vanos hi- drógrafos que indagaban por qué basta un solo rubí para detener el cur- so de un río; muchos me acusarán de investigar un hecho quimérico. Éste, sin embargo, ocurrió y miles de personas en Buenos Aires pueden atestiguarlo. Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mis- mos protagonistas. Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que ésta debe justificarse: veneran la raza germánica, pero abominan de la América “sajona”; condenan los artícu- los de Versalles, pero aplaudieron los prodigios de Blitzkrieg; son anti- encantado), pero está escrito en un dialecto etimológico del francés, de ingrata o imposible lectura. Belloc (A Conversation with an Angel, 1928) opina sobre Beckford sin condescender a razones; equipara su prosa a la de Voltaire y lo juzga uno de los hombres más viles de su época, one of the vilest men of his time. Quizá el juicio más lúcido es el de Saintsbury, en el undécimo volumen de la Cambridge History of English Literature. Esencialmente la fábula de Vathek no es compleja. Vathek (Harún Benalmotásim Vatiq Bilá, noveno califa abbasida) erige una torre babilónica para descifrar los planetas. Estos le auguran una sucesión de prodigios, cuyo instrumento será un hombre sin par, que vendrá de una tierra desconocida. Un mercader llega a la capital del imperio: su cara es tan atroz que los guardias que lo conducen ante el califa avanzan con los ojos cerrados. El mercader vende una cimitarra al califa; luego desaparece. Grabados en la hoja hay misteriosos caracteres cambiantes que burlan la curiosidad de Vathek. Un hombre (que luego desaparece también) los descifra; un día significan: Soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la tierra; otro: Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar. El califa se entrega a las artes mágicas; la voz del mercader, en la oscuridad, le propone abjurar la fe musulmana y adorar los poderes de las tinieblas. Si lo hace, le será franqueado el Alcázar del Fuego Subterráneo. Bajo sus bóvedas podrá contemplar los tesoros que los astros le prometieron, los talismanes que sojuzgan el mundo, las diademas de los sultanes preadamitas y de Suleimán Bendaúd. El ávido califa se rinde; el mercader le exige cuarenta sacrificios humanos. Transcurren muchos años sangrientos; Vathek, negra de abominaciones el alma, llega a una montaña desierta. La tierra se abre; con terror y con esperanza, Vathek baja hasta el fondo del mundo. Una silenciosa y pálida muchedumbre de personas que no se miran erra por las soberbias galerías de un palacio infinito. No le ha mentido el mercader: el Alcázar del Fuego Subterráneo abunda en esplendores y en talismanes, pero también es el Infierno. (En la congénere historia del doctor Fausto, y en las muchas leyendas medievales que la prefiguraron, el Infierno es el castigo del pecador que pacta con los dioses del Mal; en ésta es el castigo y la tentación.) Saintsbury y Andrew Lang declaran o sugieren que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de Beckford. Yo afirmo que se trata del primer Infierno realmente atroz de la literatura40. Arriesgo esta paradoja: el más ilustre de los avernos literarios, el dolente regno de la Comedia, no es un lugar atroz; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La distinción es válida. 40De la literatura, he dicho, no de la mística: el electivo Infierno de Swedenborg -De coelo et inferno, 545, 554- es de fecha anterior. Stevenson (A Chapter on Dreams) refiere que en los sueños de la niñez lo perseguía un matiz abominable del color pardo; Chesterton (The Man who was Thursday, IV) imagina que en los confines occidentales del mundo acaso existe un árbol que ya es más, y menos, que un árbol, y en los confines orientales, algo, una torre, cuya sola arquitectura es malvada. Poe, en el Manuscrito encontrado en una botella, habla de un mar austral donde crece el volumen de la nave como el cuerpo viviente del marinero; Melville dedica muchas páginas de Moby Dick a dilucidar el horror de la blancura insoportable de la ballena… He prodigado ejemplos; quizá hubiera bastado observar que el Infierno dantesco magnifica la noción de una cárcel; el de Beckford, los túneles de una pesadilla. La Divina Comedia es el libro más justificable y más firme de todas las literaturas: Vathek es una mera curiosidad, the perfume and suppliance of a minute; creo, sin embargo, que Vathek pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmans. Hay un intraducible epíteto inglés, el epíteto uncanny, para denotar el horror sobrenatural; ese epiteto (unheimlich en alemán) es aplicable a ciertas páginas de Vathek; que yo recuerde, a ningún otro libro anterior. Chapman indica algunos libros que influyeron en Beckford: la Bibliothéque Orientale, de Barthélemy d'Herbelot; los Quatre Facardins, de Hamilton; La Princesa de Babylone, de Voltaire; las siempre denigradas y admirables Mille et une Nuits, de Galland. Yo complementaría esa lista con las Carceri d'invenzione, de Piranesi; aguafuertes alabadas por Beckford, que representan poderosos palacios, que son también laberintos inextricables. Beckford, en el primer capítulo de Vathek, enumera cinco palacios dedicados a los cinco sentidos; Marino, en el Adone, ya había descrito cinco jardines análogos. Sólo tres días y dos noches del invierno de 1782 requirió William Beckford para redactar la trágica historia de su califa. La escribió en idioma francés; Henley la tradujo al inglés en 1785. El original es infiel a la traducción; Saintsbury observa que el francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para comunicar los “indefinidos horrores” (la frase es de Beckford) de la singularísima historia. La versión inglesa de Henley figura en el volumen 856 de la Everyman's Library; la editorial Perrin, de París, ha publicado el texto original, revisado y prologado por Mallarmé. Es raro que la laboriosa bibliografía de Chapman ignore esa revisión y ese prólogo. SOBRE “THE PURPLE LAND” Esta novela primigenia de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de oro y los fragmentos del Satiricón, Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado; en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo XVI español, siglo XVII). El género es complejo, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto, que gradualmente se descubra. He recordado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo “seco de carnes”, alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. (En el séptimo capítulo de El payador, nuestro Lugones ya insinuó ese reproche). Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim: a los pocos capítulos, urgido por no sé qué patriótica perversión, le da el horrible oficio de espía. (En su autobiografía literaria, redactada unos treinta y cinco años después, Kipling se muestra impenitente y aun inconsciente.) Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad. Del género de novelas que considero, las más rudimentarias buscan la mera sucesión de aventuras, la mera variedad; los siete viajes de Simbad el Marino suministran quizá el ejemplo más puro. El héroe, en ellas, es un mero sujeto, tan impersonal y pasivo como el lector. En otras (apenas más complejas) los hechos cumplen la función de mostrar el carácter del héroe, cuando no sus absurdidades y manías; tal es el caso de la primera parte del Don Quijote. En otras (que corresponden a una etapa ulterior) el movimiento es doble, recíproco: el héroe modifica las circunstancias, las circunstancias modifican el carácter del héroe. Tal es el caso de la parte segunda del Quijote, del Huckleberry Finn de Mark Twain, de The Purple Land. Esta ficción, en realidad, tiene dos argumentos. El primero, visible: las aventuras del muchacho inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible; el venturoso acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también. En carne propia, Hudson conoció los rigores de una vida semibárbara, pastoril; Rousseau y Nietzsche, sólo a través de los sedentarios volúmenes de la Histoire Générale des Voyages y de las epopeyas homéricas. Lo anterior no quiere decir que The Purple Land sea intachable. Adoiece de un error DE ALGUIEN A NADIE En el principio, Dios es los Dioses (Elohim), plural que algunos llaman de majestad y otros de plenitud y en el que se ha creído notar un eco de anteriores politeísmos o una premonición de la doctrina, declarada en Nicea, de que Dios es Uno y es Tres. Elohim rige verbos en singular; el primer versículo de la Ley dice literalmente: En el principio hizo los Dio- ses el cielo y la tierra. Pese a la vaguedad que el plural sugiere: Elohim es concreto; se llama Jehová Dios y leemos que se paseaba en el huerto al aire del día o, como dicen las versiones inglesas, in the cool of the day. Lo definen rasgos humanos; en un lugar de la Escritura se lee: Arrepintióse Jehová de haber hecho hombre en la tierra y pesóle en su corazón y en otro, Porque yo Jehová tu Dios soy un Dios celoso y en otro, He hablado en el fuego de mi ira. El sujeto de tales locuciones es indiscutiblemente Alguien, un Alguien corporal que los siglos irán agi- gantando y desdibujando. Sus títulos varían: Fuerte de Jacob, Piedra de Israel, Soy El Que Soy, Dios de los Ejércitos, Rey de Reyes. El último, que sin duda inspiró por oposición el Siervo de los Siervos de Dios, de Gregorio Magno, es en el texto original un superlativo de rey: “propie- dad es de la lengua hebrea —dice fray Luis de León— doblar así unas mismas palabras, cuando quiere encarecer alguna cosa, o en bien o en mal. Ansí que decir Cantar de cantares es lo mismo que solemos decir en castellano Cantar entre cantares, hombre entre hombres, esto es, señalado y eminente entre todos y más excelente que otros muchos”. En los primeros siglos de nuestra era, los teólogos habilitan el prefijo omni, antes reservado a los adjetivos de la naturaleza o de Júpiter; cunden las palabras omnipotente, omnipresente, omniscio, que hacen de Dios un respetuoso caos de superlativos no imaginables. Esa nomen- clatura, como las otras, parece limitar la divinidad: a fines del siglo V, el escondido autor del Corpus Dionysiacum declara que ningún predicado afirmativo conviene a Dios. Nada se debe afirmar de Él, todo puede ne- garse. Schopenhauer anota secamente: “Esa teología es la única verda- dera, pero no tiene contenido”. Redactados en griego, los tratados y las cartas que forman el Corpus Dionysiacum dan en el siglo IX con un lec- tor que los vierte al latín: Johannes Eríugena o Scotus, es decir Juan el Irlandés, cuyo nombre en la historia es Escoto Erígena, o sea Irlandés Irlandés. Éste formula una doctrina de índole panteísta: las cosas parti- culares son teofanías (revelaciones o apariciones de lo divino) y detrás está Dios, que es lo único real, “pero que no sabe qué es, porque no es un qué, y es incomprensible a sí mismo y a toda inteligencia”. No es sa- piente, es más que sapiente; no es bueno, es más que bueno; inescru- tablemente excede y rechaza todos los atributos. Juan el Irlandés, para definirlo, acude a la palabra nihilum, que es la nada; Dios es la nada primordial de la creatio ex nihilo, el abismo en que se engendraron los arquetipos y luego los seres concretos. Es Nada y Nadie; quienes lo con- cibieron así obraron con el sentimiento de que ello es más que ser un Quién o un Qué. Análogamente, Samkara enseña que los hombres, en el sueño profundo, son el universo, son Dios. El proceso que acabo de ilustrar no es, por cierto, aleatorio. La magnificación hasta la nada sucede o tiende a suceder en todos los cul- tos; inequívocamente la observamos en el caso de Shakespeare. Su contemporáneo Ben Jonson lo quiere sin llegar a la idolatría, on this side Idolatry; Dryden lo declara el Hornero de los poetas dramáticos de In- glaterra, pero admite que suele ser insípido y ampuloso; el discursivo siglo XVIII procura aquilatar sus virtudes y reprender sus faltas: Mauri- ce Morgan, en 1774, afirma que el rey Lear y Falstaff no son otra cosa que modificaciones de la mente de su inventor; a principios del siglo XIX, ese dictamen es recreado por Coleridge, para quien Shakespeare ya no es un hombre sino una variación literaria del infinito Dios de Spi- noza. “La persona Shakespeare —escribe— fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de ca- sos sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.” Hazlitt corrobora o confirma: “Sha- kespeare se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a to- dos los hombres. íntimamente no era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser”. Hugo, después, lo equipara con el océano, que es un almacigo de formas posibles.41 Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las otras cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo. Esta falacia está en las palabras de aquel rey legendario del Indostán, que renuncia al poder y sale a pedir limosna en las calles: “Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado, desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra”. Schopenhauer ha escrito que la historia es un interminable y perplejo sueño de las generaciones huma- nas; en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas; una de ellas es el proceso que denuncia esta página. Buenos Aires, 1950 41 En el budismo se repite el dibujo. Los primeros textos narran que el Buddha, al pie de la higuera, intuye la infinita concatenación de todos los efectos y causas del universo, las pasadas y futuras encarnaciones de cada ser; los últimos, redactados siglos después, razonan que nada es real y que todo conocimiento es ficticio y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha. FORMAS DE UNA LEYENDA A la gente le repugna ver un anciano, un enfermo o un muerto, y sin embargo está sometida a la muerte, a las enfermedades y a la vejez; el Buddha declaró que esta reflexión lo indujo a abandonar su casa y sus padres y a vestir la ropa amarilla de los ascetas. El testimonio consta en uno de los libros del canon; otro registra la parábola de los cinco mensa- jeros secretos que envían los dioses; son un párvulo, un anciano encor- vado, un tullido, un criminal en los tormentos y un muerto, y avisan que nuestro destino es nacer, caducar, enfermar, sufrir justo castigo y morir. El Juez de las Sombras (en las mitologías del Indostán, Yama desempe- ña ese cargo, porque fue el primer hombre que murió) pregunta al pe- cador si no ha visto a los mensajeros; éste admite que sí, pero no ha descifrado su aviso; los esbirros lo encierran en una casa que está llena de fuego. Acaso el Buddha no inventó esta amenazadora parábola; bás- tenos saber que la dijo (Majjhima nikaya, 130) y que no la vinculó nun- ca, tal vez, a su propia vida. La realidad puede ser demasiado compleja para la transmisión oral; la leyenda la recrea de una manera que sólo accidentalmente es falsa y que le permite andar por el mundo, de boca en boca. En la pará- bola y en la declaración figuran un hombre viejo, un hombre enfermo y un hombre muerto; el tiempo hizo de los dos textos uno y forjó, confun- diéndolos, otra historia. Siddhartha, el Bodhisattva, el pre-Buddha, es hijo de un gran rey, Suddhodana, de la estirpe del sol. La noche de su concepción, la madre sueña que en su lado derecho entra un elefante, del color de la nieve y con seis colmillos.42 Los adivinos interpretan que su hijo reinará sobre el mundo o hará girar la rueda de la doctrina43 y enseñará a los hombres cómo librarse de la vida y la muerte. El rey prefiere que Siddhartha lo- gre grandeza temporal y no eterna, y lo recluye en un palacio, del que han sido apartadas todas las cosas que pueden revelarle que es corrup- tible. Veintinueve años de ilusoria felicidad transcurren así, dedicados al goce de los sentidos, pero Siddhartha, una mañana, sale en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado, “cuyo pelo no es como el de los 42 Este sueño es, para nosotros, una mera fealdad No así para los hindúes, el elefante, animal doméstico, es símbolo de mansedumbre; la multiplicación de colmillos no puede incomodar a los espectadores de un arte que, para sugerir que Dios es el todo, labra figuras de múltiples brazos y caras; el seis es número habitual (seis vías de la transmigración; seis Budd- has anteriores al Buddha; seis puntos cardinales, contando el cénit y el nadir; seis divinidades que el Yajurveda llama las seis puertas de Brahma). 43 Esta metáfora puede haber sugerido a los tibetanos la invención de las máquinas de rezar, ruedas o cilindros que giran alrededor de un eje, llenas de tiras de papel enrolladas en las que se repiten palabras mágicas. Algunas son manuales: otras son como grandes molinos y las mueve el agua o el viento. aparición de una fantasmagoría que un hechicero en una encrucijada crea por artes mágicas, y en otro lugar está escrito que lodo es mera vacuidad, mero nombre, y también el libro que lo declara y el hombre que lo lee. Paradójicamente, los excesos numéricos del poema quitan, no agregan, realidad; doce mil monjes y treinta y dos inil Bodhisattvas son menos concretos que un monje y que un Bodhi-sattva. Las vastas formas y los vastos guarismos (el capítulo XII incluye una serie de vein- titrés palabras que indican la unidad seguida de un número creciente de ceros, desde 9 a 49, 51 y 53) son vastas y monstruosas burbujas, énfa- sis de la Nada. Lo irreal, así, ha ido agrietando la historia; primero hizo fantásticas las figuras, después al príncipe y, con el príncipe, a todas las generaciones y al universo. A fines del siglo Xix, Oscar Wilde propuso una variante; el príncipe feliz muere en la reclusión del palacio, sin haber descubierto el dolor, pero su efigie postuma lo divisa desde lo alto del pedestal. La cronología del Indostán es incierta; mi erudición lo es mucho más; Koeppen y Hermann Beckh son quizá tan falibles como el compila- dor que arriesga esta nota; no me sorprendería que mi historia de la le- yenda fuera legendaria, hecha de verdad sustancial y de errores acci- dentales. DE LAS ALEGORÍAS A LAS NOVELAS Para todos nosotros, la alegoría es un error estético. (Mi primer propósi- to fue escribir “no es otra cosa que un error de la estética”, pero luego noté que mi sentencia comportaba una alegoría.) Que yo sepa, el géne- ro alegórico ha sido analizado por Schopenhauer (Die Welt als Wille und Vorstellung, I, 50), por De Quincey (Writings, XI, 198), por Francesco De Sanctís (Storia della letteratura italiana, VII), por Croce (Estetica, 39) y por Chesterton (G. F. Watts, 83); en este ensayo me limitaré a los dos últimos. Croce niega el arte alegórico, Chesterton lo vindica; opino que la razón está con aquél, pero me gustaría saber cómo pudo gozar de tanto favor una forma que nos parece injustificable. Las palabras de Croce son cristalinas; básteme repetirlas en espa- ñol: “Si el símbolo es concebido como inseparable de la intuición artísti- ca, es sinónimo de la intuición misma, que siempre tiene carácter ideal. Si el símbolo es concebido separable, si por un lado puede expresarse el símbolo y por otro la cosa simbolizada, se recae en el error in- telectualista; el supuesto símbolo es la exposición de un concepto abs- tracto, es una alegoría, es ciencia, o arte que remeda la ciencia. Pero también debemos ser justos con lo alegórico y advertir que en algunos casos éste es innocuo. De la Jerusalén libertada puede extraerse cual- quier moralidad; del Adonis, de Marino, poeta de la lascivia, la reflexión de que el placer desmesurado termina en el dolor; ante una estatua, el escultor puede colocar un cartel diciendo que ésta es la Clemencia o la Bondad. Tales alegorías agregadas a una obra conclusa, no la perjudi- can. Son expresiones que extrínsecamente se añaden a otras expresio- nes. A la Jerusalén se añade una página en prosa que expresa otro pen- samiento del poeta; al Adonis, un verso o una estrofa que expresa lo que el poeta quiere dar a entender; a la estatua, la palabra demencia o la palabra bondad”. En la página 222 del libro La poesía (Barí, 1946), el tono es más hostil: “La alegoría no es un modo directo de manifestación espiritual, sino una suerte de escritura o de criptografía”. Croce no admite diferencia entre el contenido y la forma. Ésta es aquél y aquél es ésta. La alegoría le parece monstruosa porque aspira a cifrar en una forma dos contenidos”, el inmediato o literal (Dante, guia- do por Virgilio, llega a Beatriz) y el figurativo (el hombre finalmente lle- ga a la fe, guiado por la razón). Juzga que esa manera de escribir com- porta laboriosos enigmas. Chesterton, para vindicar lo alegórico, empieza por negar que el lenguaje agote la expresión de la realidad. “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal… Cree, sin embargo, que esos tin- ics, en todas sus fusiones y conversiones son representables con preci- sión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo.” Declarado insu- ficiente el lenguaje, hay lugar para otros; la alegoría puede ser uno de ellos, como la arquitectura o la música. Está formada de palabras, pero no es un lenguaje del lenguaje, un signo de otros signos de la virtud va- lerosa y de las iluminaciones secretas que indica esa palabra. Un signo más preciso que el monosílabo, más rico y más feliz. No sé muy bien cuál de los eminentes contradictores tiene razón; sé que el arte alegórico pareció alguna vez encantador (el laberíntico Roman de la Rose, que perdura en doscientos manuscritos, consta de veinticuatro mil versos) y ahora es intolerable. Sentimos que, además de intolerable, es estúpido y frivolo. Ni Dante, que figuró la historia de su pasión en la Vita nuova; ni el romano Boecio, redactando en la torre de Pavía, a la sombra de la espada de su verdugo, el De consolatione, hubieran entendido ese sentimiento. ¿Cómo explicar esta discordia sin recurrir a una petición de principio sobre gustos que cambian? Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los últimos intuyen que las ideas son realidades; los prime- ros, que son generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de símbolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe que el universo es de algún modo un cos- mos, un orden; ese orden, para el aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial. A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales cambian de dialecto y de nom- bre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James. En las arduas escue- las de la Edad Media todos invocan a Aristóteles, maestro de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los nominalistas son Aristóteles; los realis- tas, Platón. George Henry Lewes ha opinado que el único debate medie- val que tiene algún valor filosófico es el de nominalismo y realismo; el juicio es temerario, pero destaca la importancia de esa controversia te- naz que una sentencia de Porfirio, vertida y comentada por Boecio, pro- vocó a principios del siglo IX, que Anselmo y Roscelino mantuvieron a fines del siglo XI y que Guillermo de Occam reanimó en el siglo XIV. Como es de suponer, tantos años multiplicaron hacia lo infinito las posiciones intermedias y los distingos; cabe, sin embargo, afirmar que para el realismo lo primordial eran los universales (Platón diría las ideas, las formas; nosotros, los conceptos abstractos), y para el nominalismo, los individuos. La historia de la filosofía, no es un vano museo de dis- tracciones y de juegos verbales; verosímilmente, las dos tesis corres- ponden a dos maneras de intuir la realidad. Maurice de Wulf escribe: “El ultrarrealismo recogió las primeras adhesiones. El cronista Heriman (si- glo XI) denomina antiqui doctores a los que enseñan la dialéctica in re; Abelardo habla de ella como de una antigua doctrina, y hasta el fin del siglo XII se aplica a sus adversarios el nombre de moderni”. Una tesis ahora inconcebible pareció evidente en el siglo IX, y de algún modo per- duró hasta el siglo XIV. El nominalismo, antes la novedad de unos po- cos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa. Tratemos de entender, sin embargo, que para los hombres de la Edad Media lo sustantivo no eran los hombres sino la humanidad, no los individuos sino la especie, no las especies sino el gé- nero, no los géneros sino Dios. De tales conceptos (cuya más clara ma- nifestación es quizá el cuádruple sistema de Erígena) ha procedido, a mi entender, la literatura alegórica. Ésta es fábula de abstracciones, como la novela lo es de individuos. Las abstracciones están personificadas; por eso, en toda alegoría hay algo novelístico. Los individuos que los novelistas proponen aspiran a genéricos (Dupin es la Razón, Don Se- gundo Sombra es el Gaucho); en las novelas hay un elemento alegórico. El pasaje de alegoría a novela, de especies a individuos, de rea- lismo a nominalismo, requirió algunos siglos, pero me atrevo a sugerir matador de héroes” (Dichtung und Dichter der Zeit, 214); no compren- día que lo heroico prescindiera de lo romántico y se encarnara en el ca- pitán Bluntschli de Arms and the Man, no en Sergio Saránoff… La biografía de Bernard Shaw por Frank Harris encierra una admi- rable carta de aquél, de la que copio estas palabras: “Yo comprendo to- do y a todos y soy nada y soy nadie”. De esa nada (tan comparable a la de Dios antes de crear el mundo, tan comparable a la divinidad primor- dial que otro irlandés, Juan Escoto Erígena, llamó Nihil), Bernard Shaw edujo casi innumerables personas, o dramatis personae: la más efímera será, lo sospecho, aquel G. B. S. que lo representó ante la gente y que prodigó en las columnas de los periódicos tantas fáciles agudezas. Los temas fundamentales de Shaw son la filosofía y la ética: es natural e inevitable que no sea valorado en este país, o que lo sea úni- camente en función de algunos epigramas. El argentino siente que el universo no es otra cosa que una manifestación del azar, que el fortuito concurso de átomos de Demócrito; la filosofía no le interesa. La ética tampoco: lo social se reduce, para él, a un conflicto de individuos o de clases o de naciones, en el que todo es lícito, salvo ser escarnecido o vencido. El carácter del hombre y sus variaciones son el tema esencial de la novela de nuestro tiempo; la lírica es la complaciente magnificación de venturas o desventuras amorosas; las filosofías de Heidegger y de Jas- pers hacen de cada uno de nosotros el interesante interlocutor de un diálogo secreto y continuo con la nada o con la divinidad; estas discipli- nas, que formalmente pueden ser admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la deses- peración y a la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales. La obra de Shaw, en cambio, deja un sabor de liberación. El sabor de las doctrinas del Pórtico y el sabor de las sagas. Buenos Aires, 1951 HISTORIA DE LOS ECOS DE UN NOMBRE Aislados en el tiempo y en el espacio, un dios, un sueño y un hombre que está loco, y que no lo ignora, repiten una oscura declaración; referir y pesar esas palabras, y sus dos ecos, es el fin de esta página. La lección original es famosa. La registra el capítulo tercero del segundo libro de Moisés, llamado Éxodo. Leemos ahí que el pastor de ovejas Moisés, autor y protagonista del libro, preguntó a Dios Su Nom- bre y Aquél le dijo: Soy El Que Soy. Antes de examinar estas misterio- sas palabras quizá no huelgue recordar que para el pensamiento mági- co, o primitivo, los nombres no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que definen.47 Así, los aborígenes de Australia reciben nombres secretos que no deben oír los individuos de la tribu vecina. Entre los an- tiguos egipcios prevaleció una costumbre análoga; cada persona recibía dos nombres: el nombre pequeño que era de todos conocido, y el nom- bre verdadero o gran nombre, que se tenía oculto. Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso el mayor. También importa conocer los verdaderos nombres de los dioses, de los demonios y de las puertas del otro mundo.48 Escribe Jacques Vandier: “Basta saber el nombre de una divinidad o de una cria- tura divinizada para tenerla en su poder” (La religión égyptienne, 1949). Parejamente, De Quincey nos recuerda que era secreto el verdadero nombre de Roma; en los últimos días de la República, Quinto Valerio So- rano cometió el sacrilegio de revelarlo, y murió ejecutado... El salvaje oculta su nombre para que a éste no lo sometan a ope- raciones mágicas, que podrían matar, enloquecer o esclavizar a su po- seedor. En los conceptos de calumnia y de injuria perdura esta supersti- ción, o su sombra; no toleramos que al sonido de nuestro nombre se vinculen ciertas palabras. Mauthner ha analizado y ha fustigado este há- bito mental. Moisés preguntó al Señor cuál era Su nombre: no se trataba, lo hemos visto, de una curiosidad de orden filológico, sino de averiguar quién era Dios, o más precisamente, qué era. (En el siglo IX Erígena es- cribiría que Dios no sabe quién es ni qué es, porque no es un qué ni es un quién.) ¿Qué interpretaciones ha suscitado la tremenda contestación que escuchó Moisés? Según la teología cristiana, Soy El Que Soy declara que sólo Dios existe realmente o, como enseñó el Maggid de Mesritch, que la palabra yo sólo puede ser pronunciada por Dios. La doctrina de Spinoza, que hace de la extensión y del pensamiento meros atributos de una sus- tancia eterna, que es Dios, bien puede ser una magnificación de esta idea: “Dios sí existe; nosotros somos los que no existimos”, escribió un mejicano, análogamente. Según esta primera interpretación, Soy El Que Soy, es una afirma- ción ontológica. Otros han entendido que la respuesta elude la pregun- 47 Uno de los diálogos platónicos, el Cratilo, discute y parece negar una conexión necesaria de las palabras y las cosas. 48 Los gnósticos heredaron o redescubrieron esta singular opinión. Se formó así un vasto vocabulario de nombres propios, que Basílides (según Ireneo) redujo a la palabra cacofónica o cíclica Kaulakau, suerte de llave universal de todos los cielos. ta; Dios no dice quién es, porque ello excedería la comprensión de su interlocutor humano. Martin Buber indica que Ehych asher ehych puede traducirse también por Soy el que seré o por Yo estaré donde yo estaré. Moisés, a manera de los hechiceros egipcios, habría preguntado a Dios cómo se llamaba para tenerlo en su poder; Dios le habría contestado, de hecho: “Hoy converso contigo, pero mañana puedo revestir cualquier forma, y también las formas de la presión, de la injusticia y de la adver- sidad”. Eso leemos en el Gog und Magog.49 Multiplicado por las lenguas humanas —Ich bin der ich bin, Ego sum qui sum, I am that I am—, el sentencioso nombre de Dios, el nom- bre que a despecho de constar de muchas palabras, es más impenetra- ble y más firme que los que constan de una sola, creció y reverberó por los siglos, hasta que en 1602 William Shakespeare escribió una come- dia. En esta comedia entrevemos, asaz lateralmente, a un soldado fan- farrón y cobarde, a un miles gloriosus, que ha logrado, a favor de una estratagema, ser ascendido a capitán. La trampa se descubre, el hom- bre es degradado públicamente y entonces Shakespeare interviene y le pone en la boca palabras que reflejan, como en un espejo caído, aque- llas otras que la divinidad dijo en la montaña: “Ya no seré capitán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir”. Así habla Parolles y bruscamente deja de ser un personaje convencional de la farsa cómica y es un hombre y todos los hombres. La última versión se produjo hacia mil setecientos cuarenta y tan- tos, en uno de los años que duró la larga agonía de Swift y que acaso fueron para él un solo instante insoportable, una forma de la eternidad del infierno. De inteligencia glacial y de odio glacial había vivido Swift, pero siempre lo fascinó la idiotez (como fascinaría a Flaubert), tal vez porque sabía que en el confín la locura estaba esperándolo. En la tercera parte de Gulliver imaginó con minucioso aborrecimiento una estirpe de hombres decrépitos e inmortales, entregados a débiles apetitos que no pueden satisfacer, incapaces de conversar con sus semejantes, porque el curso del tiempo ha modificado el lenguaje, y de leer, porque la me- moria no les alcanza de un renglón a otro. Cabe sospechar que Swift imaginó este horror porque lo temía, o acaso para conjurarlo mágica- mente. En 1717 había dicho a Young, el de los Night Thoughts: “Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa”. Más que en la sucesión de sus días, Swift perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. Este carácter sentencioso y sombrío se extiende a veces a lo dicho sobre él, como si quienes lo juzgaran no quisieran ser menos. “Pensar en él es como pensar en la ruina de un gran imperio” ha escrito Thackeray. Nada 49 Buber (Was ist der Mensch?, 1938) escribe que vivir es penetrar en una extraña habitación del espíritu, cuyo piso es el tablero en el que jugamos un juego inevitable y desconocido contra un adversario cambiante y a veces espantoso.
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